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Una primavera cualquiera, Carla se enamoró de Eduardo.

Ella creía que el amor era mágico,


especial y para toda la vida. Hasta que un día, justo enfrente del espejo, se dio cuenta de lo cruel,
dañino y posesivo que era el amor de Eduardo hacia ella.

Esta historia te transmitirá la fuerza suficiente para alejarte de personas que te han hecho olvidarte
de sonreír.
He Olvidado Sonreír

© Mónica Jiménez Branera

© Multiverso Editorial, 2018

© Grupo Editorial Omniverso. 2018

Dirección editorial: Miguel Ángel Pérez Muñoz

ISBN: 978-1986225816

Depósito legal: CA-302 2018

Printed in Spain

Primera edición: marzo, 2018

www.multiversoeditorial.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del titular del Copyright o la mención
del mismo, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
A todas las personas que merecen una vida mejor, lejos del dolor.

Y, en especial, a aquellas personas que después de haber superado ese dolor, hoy son más fuertes que
el miedo del pasado. Felicidades por vuestra valentía.
1

Una vez más, estoy enfrente del espejo quitándome el rímel y el sombreado de mis ojos. Una vez
más, voy demasiado pintada y con la falda demasiado corta.

Las lágrimas de mis ojos no me ayudan en absoluto a hacer desaparecer lo que siempre fui. Una
chica coqueta. De la cual le gustaba presumir de mi físico, de mi carisma, de mi sonrisa, de mi
mirada pícara…

«No comprendo qué ha pasado. Si antes le gustaba mi forma de vestir…».

Me siento desconcertada.

De golpe, sin previo aviso, todo lo que le gustaba de mí fue perdiendo encanto para él. Apenas
tiene interés por aquellos pequeños detalles, que un día fueron los que más le llamaron la atención.

Me siento realmente mal.

«¡Le odio! ¡Le odio desde lo más profundo de mi alma!».

Me quito la minifalda y tiro con fuerza de las medias hasta que consigo hacerles una carrera. Las
tiro al suelo con rabia. Observo cómo vuelan y bailan a cámara lenta mientras van cayendo hasta el
suelo.

—¿Qué me ha pasado? —me pregunto a mí misma intentando encontrar una respuesta convincente
—. ¿Cuándo fue el día en que dejé de sonreír? —sigo preguntándome e intentando averiguar el
instante en que dejé de ser yo misma.

La respuesta es clara y evidente. Y se encuentra al otro lado de la puerta de esta habitación. Tiene
nombre masculino: Eduardo.

Recuerdo, como si fuera ayer, el día en que le conocí. Lo que se solía llamar un flechazo a primera
vista. Nos presentaron nuestros amigos en común y poco a poco fue conquistándome con su
amabilidad, su carisma, sus detalles, sus incansables preguntas… Detalles y favores que se cobra
con grandes intereses. Tu propia vida.

Hay algo que no funciona en mi vida, es evidente. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo que
me ocurría. Pero una luz ha iluminado mi mente y me ha hecho reflexionar. Me he dado cuenta de que
no soy feliz. Hace mucho tiempo que no sonrío, que no me visto como me gusta, no puedo dormir
bien, vivo con ansiedad y acepto cosas que jamás las querría en mi vida. Vivo disculpándome.

Al otro lado de la puerta, su voz se hace oír:

—¡Tu hermana no se viste como una “fulana”! ¡Aprende de ella! —me grita despectivamente.

Busco un pantalón dentro del armario y me lo pongo. Hoy me apetecía llevar una falda. Y que los
primeros rayos del sol de la primavera empezarán a dorar mi piel. Hemos quedado con nuestros
amigos para ir al cine, todos juntos. Pero cuando me ha visto, vestida con la falda, me ha obligado a
vestirme “bien”. Como él suele decir: “decentemente”.

Una vez que me he subido la cremallera de los tejanos y me he quitado el maquillaje de mi rostro,
abro la puerta de la habitación. Edu está apoyado en la pared del pasillo con los brazos cruzados. Su
mirada me intimida. Me doblega a sus necesidades. Se acerca a mí y me levanta la cabeza para
obligarme a mirarle a los ojos y, así, poder intimidarme una vez más. Lo consigue. Siempre consigue
lo que se propone conmigo.

—¿Ves? Así estás más guapa. Sin maquillar y con tejanos. No necesitas enseñar tanto para que
vean que eres guapa —dice intentando convencerme con sus palabras tergiversadas.

Me besa en los labios. Empieza a andar y le sigo cabizbaja.

He perdido la ilusión de ver a mis amigos y no disfruto de los pocos momentos en los que salimos
con ellos. Nada me motiva. Nada me importa. Mi vida solamente gira en torno a él. Él se ha
convertido en mi mundo y yo soy la luna, apagada y pequeña, que gira alrededor de él. Voy por la
vida sin rumbo, sin luz interior y sin amor propio. Me he dejado guiar. Quizás la palabra adecuada
sea: dominar.

«Eso, me he dejado dominar», pienso para mí.

En lo más profundo de mi alma y de mi ser, se ha despertado una ira hacia él que no entiendo muy
bien el porqué. El amor que sentía hacía él, poco a poco, se ha ido convirtiendo en odio. Un odio
profundo e incontrolable. Y a la misma vez, me siento culpable por odiarle. Por detestar cada cosa
que me obliga a hacer a su manera.

Sus palabras son tan dañinas como el veneno. Me matan lentamente.

El camino de casa hasta el cine se hace eterno. Apenas tenemos temas para conversar. Desistí con
los años, al ver que sutilmente nunca quería profundizar en ningún tema. Le molesta terriblemente que
quieras saber acerca de él, de sus pensamientos, de su vida pasada… Así que… ¿para qué seguir
intentándolo?

Creo que vivo con un desconocido. Me he hecho mi propia imagen de él, sin ser real. Él, en
cambio, sabe todo sobre mí.

Al principio de la relación, preguntaba incansablemente todo cuanto se le ocurría. Y yo,


enamorada y creyendo que estaba interesado en mí, abría mi corazón para contarle mis pensamientos
más ocultos e íntimos. Ahora que sabe mis flaquezas, las usa en mi contra. Se han convertido en su
arma más letal hacia mí. Ahora es mi peor enemigo.

—¡Verás… como llegaremos los últimos! —dice enfadado mientras conduce deprisa.

Siempre consigue hacerme sentir la culpable de cualquier situación. Sin importar de qué se trate.
—Si te hubieras vestido como debías a la primera… quizás ya estaríamos allí —insiste,
incansable.

No entiendo cómo consigue amargar un momento dulce, como lo es, el hecho de salir con nuestros
amigos.

Cuando nos encontramos junto a ellos en el parking de los cines, apenas se dan cuenta de que
estoy justo enfrente de ellos. No cuenta mi opinión acerca de la elección de la película. Me he
convertido en una persona invisible para mis amigos y para mi propia pareja. Lo único que queda de
mí es mi nombre: Carla.

Mi estilo por la ropa ha cambiado; mi color de pelo es el natural, sin tintes ni reflejos dorados; mi
piel está libre de maquillaje, libre de tonos suaves que imitan el melocotón; he olvidado quererme a
mí misma y lo más difícil de admitir… he olvidado sonreír. La tristeza me acompaña en cada minuto
del día. Nos hemos convertido en uno. La tristeza y yo. No sé disfrutar ni desconectar de los pocos
momentos que tenemos de salir con amigos y de la rutina del día a día.

La película me aburre. Quizás me aburre el hecho de seguir a su lado, incluso en la sala del cine.
Él intenta poner su mano encima de mi pierna. La aparto sutilmente. Me molesta que me toque, que
me roce, que esté a mi lado… me molesta él. Todos estos años ha provocado que poco a poco me
vaya desenamorando de su forma de ser, de tratarme, de quererme…

«Dudo que me haya querido alguna vez», pienso para mí, mientras mi cuerpo reacciona a tal
pensamiento con lágrimas saladas que recorren libremente mis mejillas.

La película me aporta otro punto de vista distinto a mis pensamientos. Algo hace clic en mi cabeza.
Trata de cómo una mujer planea su propia desaparición para huir de quien la persigue. Me interesa,
de repente, la película. Le presto especial atención.

«Hay que tener una motivación grande para empezar a planear tu propia huida», cuenta la trama.

«Y yo la tengo».

«Alejarme de él», pienso para mí, convenciéndome de que también puedo lograr este objetivo en
mi vida.

Hay que trazar “un plan de escape” para huir de la persona que más dice que te ama y la que más
te hiere. No hay que decirle adónde vas a nadie, para que jamás pueda encontrarte. Mantener la
distancia, antes de huir, ayuda bastante. Y finalmente… irse.

—Vete para no volver —se dice a sí misma la protagonista, mirándome fijamente a mis ojos.

Me ha dado un mensaje claro. Directamente a mí. Los pelos de mis brazos se levantan de la
emoción por querer creer que me ha hablado a mí, que su mensaje es para darme ánimos. Para
convencerme.

Quizás sea todo imaginación mía, pero… ¡qué más da!, si lo importante es que he me he ayudado a
mí misma a convencerme y a agarrarme a cualquier cosa para salir de este pozo en el que llevo más
de siete años.

Vibra un móvil en su bolsillo derecho del pantalón. Se levanta levemente y lo saca del bolsillo.

«¡Es mi móvil!».

Me quedo paralizada al ver que llevaba mi móvil en su bolsillo del pantalón, como si fuera suyo.
Aprieta un botón para activar la pantalla y desliza el dedo índice sobre ella. Presiona sobre el icono
donde ha llegado el mensaje y lo lee, tranquilamente. Como si nada pasara, como si fuera normal su
actitud.

—¡A menudas horas, se le ocurre a tu madre mandar mensajes! —me dice dándome el móvil de
malas maneras.

Me he quedado petrificada al ver que su actitud para él es absolutamente normal. No solo la de


mirar mis mensajes privados, sino la de llevar mi móvil en su bolsillo sin mi previo permiso y
rematar la situación con una crítica hacia mi familia.

Todos estos detalles afirman que debo de seguir adelante con mi huida. “Con mi plan”. Siento
como si, de golpe, hubiera recuperado mi fuerza interior.

Por primera vez, en muchos años, he vuelto a decidir por mí misma sobre mi vida. Ahora sé lo
quiero y cuándo. Y nada ni nadie va a frenarme para conseguir mi objetivo, “mi libertad”.

He grabado a prueba de fuego en mi mente todos y cada uno de los pasos a seguir para apartarme
de su lado de manera sutil, para poder volver a ser yo misma y poder volver a tener el control sobre
mi propia vida. Esa vida que dejé en manos de mi peor enemigo, mi pareja.

Pero… no es nada fácil escapar de las manos de lo que se suele llamar un “maltratador
psicológico”. Nunca imaginé que alguien así me encandilaría con sus palabras. Me siento una boba,
por no decir una auténtica estúpida, por haberme dejado engañar de esta manera tan sutil y malvada.

Me considero una mujer inteligente, estudiada y criada a base de buenos valores. Lo que más me
indigna de todo esto es que no ha servido para nada. No me he dado cuenta a pesar de las miles de
veces que mi familia y amigos me avisaban de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Estaba
ciegamente enamorada y sus avisos insistentes me enrabiaban y conseguían que más me aferrara a él.
Creía que los demás mentían y que solamente querían separarme del gran amor de mi vida. Por celos,
por envidia o, simplemente, por fastidiar.

Ahora, sentada a su lado en la butaca del cine, ofendida conmigo misma y sintiendo unas enormes
ganas de salir corriendo de esta sala oscura, me arrepiento de no haber sabido escuchar a aquellas
personas que me querían ayudar a quitarme la venda negra y suave que tenía encima de mis ojos. Una
venda que tapaba mis ojos marrones dejándome a la merced de su voluntad. Volviéndome ciega por
amor.
No logro diferenciar si lo que más me duele de esta situación es lo estúpida que he llegado a ser, o
el simple hecho de haberme dado cuenta de la persona manipuladora con la que he compartido cama
durante siete años de mi vida.

«¡Qué desperdicio de años!», pienso para mí, mientras siento una enorme rabia en mi interior.

—Nunca cambiará —le dice una amiga de la protagonista para convencerla de que no debería
volver con él.

La película me habla, me aconseja y me guía para que siga adelante con mi plan.

Hay cosas que pasan por alguna razón. Hoy tenía que romper esas medias debido a la rabia, tenía
que ponerme los tejanos y tenía que venir desganada a ver esta película. Hoy la vida me ha vuelto a
dar las señales oportunas para que me decida a cambiar el rumbo de mi vida.

Me las ofreció muchas otras veces, con las críticas de la familia y de algunos amigos en común,
pero no estaba preparada para dar este paso y para saber captar las señales que me ayudarán a
emprender mi nuevo camino.

Hay un momento para cada cosa y este es mi momento. No antes, ni más tarde, sino ahora mismo.

Quizás, debería ser menos dura conmigo misma y, en vez de estar juzgándome sin compasión,
debería premiarme por el gran paso que he dado. El primer gran paso de darme cuenta de la persona
con la que comparto mi vida. Un hombre distante, sin empatía, con conductas agresivas y cambios
emocionales radicales. A veces es el hombre más furioso que conozco y otras veces se cree que es
una víctima de la sociedad que le rodea.

Esos cambios me han asustado enormemente y me han marcado de por vida. He vivido
consolándole cuando va de víctima y otras veces he vivido temblando por su temperamento fuerte y
descontrolado. Entre miedo y pena, he vivido a su lado.

Ahora, al ser consciente de la persona que tengo a mi lado, me invade el miedo. Y la rabia se
esconde bajo este otro sentimiento.

Después de casi noventa minutos de película, llega a su fin. La protagonista pasa por varios
momentos y sentimientos a la misma vez. Pero logra, por fin, alejarse de él.

«¡Si ella puede, yo también!».

—¡Menudo coñazo de película! —dice Edu en voz alta para hacerse notar.

Algunos de sus amigos le ríen la gracia mientras nos levantamos de las butacas del cine. Las luces
se encienden y bajamos unos detrás de otros por las escaleras iluminadas de la sala.

Andamos hasta el parking de la entrada de los cines y nos despedimos de todos ellos. Esta vez, me
despido dándole un beso en cada mejilla a cada uno de nuestros amigos. Una despedida como es
debido.
Ellos, asombrados por acercarme de este modo tan cariñoso, se sorprenden. Pero yo, por primera
vez en muchos años, he decidido despedirme de la que será mi vida pasada. Y mis actuales amigos
están incluidos en ese pasado.

De camino de vuelta a nuestra casa, el silencio y la incomodidad nos acompañan todo el trayecto.

Da igual que en algunas ocasiones demuestre su lado más aterrador, el más patético o, incluso, el
de víctima. La peor de todas las “caras” que tiene, la de la indiferencia. Es, grosso modo, la peor. El
no saber qué está planeando en su mente retorcida y cambiante, acompañado del silencio y el
menosprecio, se lleva el premio al peor de los ataques.
2

Qué incómodo es vivir al lado de una persona que te evita, te ignora y te daña psicológicamente.
Te hace sentir insignificante y pequeña a su lado.

Siempre tiene algún hobby en el que poder dedicar gran parte, por no decir todo, su tiempo libre.
Yo soy el último plato. Primero es él, después su hobby y, en tercer y último lugar, puede que esté yo.

Como bien define la palabra egocéntrico, se cree el centro del mundo.

Mi trabajo es lo único que me ilusiona cada día al despertar. Son las únicas horas del día en las
que me siento útil, entusiasmada, acompañada…

Es triste decir la verdad, pero más triste es admitir que me siento mejor fuera de casa que a su
lado.

Lo que él llama nuestro hogar para mí es una cárcel disfrazada con cortinas modernas, cuadros
abstractos, cacharros llenando los armarios de la cocina…

Cuando miro el reloj de muñeca y veo que son cerca de las seis de la tarde, mis nervios se
despiertan, mi cara empieza a desencajarse rápidamente, mis pulsaciones aumentan por segundos y
empiezo a desear que vuelvan pronto las nueve de la mañana para poder volver a mi puesto de
trabajo, otra vez.

Recuerdo mi primer día de trabajo, como si fuera ayer. Deseaba que llegara la hora de comer para
poder escuchar su voz al otro lado de la línea telefónica. Nos llamábamos cada día entre las dos y
las tres de la tarde. Sin excepción.

Algún que otro día, me sorprendía con una visita exprés. Me alegraba enormemente y me sentía la
mujer más afortunada del mundo. Me hacía sentir querida y especial. Deseaba que terminara rápido
la jornada laboral para poder verle y pasar todo mi tiempo libre a su lado. Me atrapaba su forma de
ser.

Cuando la atracción fue tan fuerte e incontrolable por mi parte, empezó a desenmascararse. Creía
que sus reacciones espontáneas y dañinas eran algo puntual. Sobre todo, cuando se arrepentía
pidiéndome perdón por su conducta brusca y descontrolada. Le creía cada vez que se disculpaba y
que me decía que no volvería a suceder.

Una vez fueron unos puñetazos contra algún objeto y su marca quedaba grabada durante días en su
piel. Esas heridas cicatrizaban y se curaban en pocos días. Por el contrario, el miedo quedó grabado
en mi mente y jamás cicatrizó. Ni por más años que pasaran.

Cada vez que golpeaba con rabia algún objeto, lo recibía yo en forma de culpabilidad. Me hacía
sentir la culpable de sacar su ira. De llevarle al límite emocional.
Después del golpe y de sentirme como la peor pareja y mujer del mundo, le curaba sus heridas.
Como la madre que limpia la herida de la rodilla de su hijo al caer de la bicicleta. Con cuidado y
temblorosa, por sentirse culpable por no haber podido evitar ese daño.

Vuelvo a mirar el reloj de muñeca. Son las seis y diez.

«No quiero volver a casa. No quiero verle tan pronto».

Veo a dos compañeras del trabajo que hablan entre ellas mientras están de pie recogiendo sus
bolsos para marchar. Cojo deprisa mi chaqueta fina de entretiempo y mi bolso y me acerco
apresurada hacia ellas.

Me miran sorprendidas. Desde que trabajo en esta empresa, apenas me he relacionado con nadie.
Mi vida se ha resumido de casa al trabajo y del trabajo a casa, para estar con Edu.

Era una chica sociable a la que le encantaba conocer gente, era charlatana y me apuntaba a mil y
una actividades para aprovechar mi tiempo libre en aprender cosas nuevas. Siempre tuve
inquietudes. Hasta que Edu me absorbió de forma sutil.

—¿Qué tal, Carla? —me pregunta una de ellas, mientras me miran asombradas por la prisa que me
he dado para acercarme a hablar.

—Bien… —le digo mientras intento pensar alguna excusa rápidamente para alargar el momento de
volver a casa.

—Tú dirás —me dice apurándome para que suelte de una vez lo que quería decirles.

Me quedo en blanco un par de segundos. Busco alguna excusa, pero no se me ocurre ninguna en
este preciso momento.

—¿Vienes a tomar un café con nosotras? —dice la otra compañera, viendo que no avanza el tema
de conversación.

Les digo que sí con la cabeza y les sigo.

Aprieta una de ellas, la más rubia, el botón del ascensor. Y esperamos las tres, una al lado de la
otra a que llegue a nuestra planta y se abran las puertas automáticas.

Entramos en el ascensor y miramos cómo se cierran las puertas. Empiezan una conversación amena
y divertida entre ellas dos.

Es la primera vez en muchos años que salgo a tomar un café con unas compañeras de trabajo.

Me doy cuenta de que me he aislado del mundo. Socialmente hablando. Solamente he vivido por y
para él. Incluso me he anulado como persona, como mujer.

El ascensor llega a la planta principal. Salimos del edificio y entramos en una cafetería que hay
justo al lado del bloque donde está nuestra oficina.

Es la primera vez que entro en esta cafetería y por lo visto son muchos de nuestros compañeros los
que vienen a tomar un café después del duro día de trabajo. La camarera las saluda por sus nombres.
Las conoce. Presto atención, ya que me he olvidado por completo de sus nombres.

—Buenas, Eva, Sandra y compañía —dice la simpática camarera refiriéndose a nosotras tres.

Ellas le devuelven el saludo y le preguntan qué tal el día.

—Movidito —dice sonriendo, mientras anda deprisa de aquí para allá.

Desde detrás de la barra me pregunta qué me apetece tomar. Parece que sabe lo que tomarán mis
compañeras. A ellas no les ha preguntado.

—Un café con leche, por favor —le digo con timidez, sentada en una de las cuatro sillas que hay
alrededor de la mesa.

Eva es la que tiene el tono de piel más moreno y los ojos más grandes y negros que he visto nunca.
Ella se sienta justo enfrente de mí. Al otro lado de la mesa.

Sandra, la más alta de nosotras tres, es la que tiene el pelo más rubio y los ojos más claros de
todas nosotras. Ella se sienta a mi lado para estar más próxima a mí. Y yo soy un punto intermedio
entre ellas dos.

De golpe, noto cómo el móvil me vibra dentro del bolso. Me siento intimidada.

«Seguramente sea Edu», pienso.

Abro despacio la cremallera del bolso, averiguando lo que parece ser evidente. Apenas me llaman
otras personas. Cuando veo su nombre registrado en la pantalla del móvil, me sobresalto.

—¿No lo vas a coger? —me pregunta Sandra.

—Ya le llamaré más tarde —le digo intentando aparentar naturalidad.

Silencio el tono del sonido de las llamadas.

La camarera nos sirve los cafés. Dos con leche y uno solo para Eva. Y justo en medio de la mesa,
nos pone un plato con tres pequeños cruasanes para acompañar los cafés.

Intento disfrutar de su agradable compañía y pasarlo lo mejor que puedo. Aun así, me cuesta un
enorme esfuerzo poder pasar un rato en calma, sin pensar en las consecuencias que conllevará haber
estado este rato con ellas, sin haber respondido a su llamada y sin darle una explicación a mi
esporádica salida, sin previo aviso.

No soporta que rompa su rutina establecida. Tengo miedo a su reacción.


«¿A cuál de las “caras” que tiene Edu tendré que enfrentarme una vez termine el rato del café?».

Quizás me castigue con la indiferencia, una vez más. O puede que sea la de víctima, que tan bien
se le da hacer.

Cuando me pasa por la mente la imagen de verle golpear algo con fuerza y a continuación verle
sangrar y llorar de impotencia, me sobresalto de la impresión.

Eva y Sandra me preguntan si estoy bien.

—Te ha cambiado de golpe la expresión de tu cara. ¿Te encuentras bien? —me dice Sandra.

—Sí, es que… lo siento, me tengo que ir —le contesto intentando disculparme.

Se miran entre ellas con cara de asombro, no entendiendo mi reacción en absoluto.

Me levanto, cojo la fina chaqueta de entretiempo y cuelgo el asa del bolso en mi hombro. Me
acerco a la barra de la cafetería y le pido a la misma chica que nos atendió que me cobre los cafés.
Los pago y le digo adiós. Abro la puerta y salgo a la calle.

Empiezo a andar dirección a mi casa, a nuestra casa, la de Edu y mía. Cuando he cruzado la calle,
abro de nuevo la cremallera del bolso y saco el móvil.

—¡Madre mía, siete llamadas perdidas! —digo en voz alta y con la voz temblorosa.

No ha dejado de llamarme una y otra vez hasta llegar a hacer siete llamadas en tan solo tres
cuartos de hora que he estado en la cafetería junto a Eva y Sandra.

Pasado un cuarto de hora, he llegado al bloque donde vivimos. Subo despacio por las escaleras,
alargando aún más el momento de entrar en casa. Llego algo cansada. No estoy acostumbrada a hacer
ejercicio físico. Me he abandonado por completo. Incluso físicamente.

Ya he llegado a la tercera planta y me encuentro justo enfrente de nuestra puerta vieja de color
marrón. Busco las llaves dentro del bolso y, cuando logro coger el llavero, intento poner la llave
dentro de la cerradura. Me tiembla el pulso. Expiro.

—Esto no es normal, Carla —me digo a mí misma convenciéndome de que esto no es una relación
sana entre dos personas adultas que se quieren.

Me cuesta bastante trabajo acertar en introducir la llave en la cerradura. No porque no vea


suficientemente bien, sino por el temor de no saber qué ocurre al otro lado esta vieja puerta de
entrada.

Giro la llave y abro despacio. Con sigilo. Entro en casa, sin hacer apenas ruido. Saludo con la voz
entrecortada, mientras siento cómo mi corazón se acelera debido a la situación.

Edu ha decidido, una vez más, castigarme con la indiferencia. Quizás sea para devolverme el
hecho de no haberle contestado a sus varias llamadas. Quién sabe… A veces creo que ni él mismo
sabe el porqué de cada reacción que tiene hacia mí.

Está evadido de la realidad con su hobby. Yo más bien le llamo vicio.

Para mí, un hobby es aquella actividad que te gusta hacer de vez en cuando porque te llena de
energía, te recarga las pilas, te hace sentirte mejor y te ocupa algunas horas para distraerte de la
rutina y de los problemas cotidianos.

Para él, su punto de vista de su hobby es aquel que tiene que realizar cada día, sin excepción, y
que le ocupa todas sus horas libres. Dejando de lado el ayudar en las tareas del hogar, de dedicar
tiempo a estar con la pareja, con la familia… evadiéndose de la realidad.

«¿No quiere o no puede dejar su hobby?».

Cuando algo te domina… no es un hobby. No, según mi forma de ver.

Me acerco a él y le vuelvo a saludar. Me ignora. No me saluda y su mirada es cortante como el filo


de un cuchillo.

Justo después de saborear su desprecio, decido ir a la ducha. Intento relajarme.

Mientras siento cómo cae el agua templada encima de mi piel, me siento diferente. Más fuerte, más
feliz, más segura de mí misma.

Por primera vez en mucho tiempo, he logrado desafiar a este hombre al que tanto respeto le tengo.
Algo está cambiando en mi forma de ser. En mi manera de enfrentarme a él y a su conducta dañina.

Salgo de la ducha con más fuerza interior que hace unos instantes. Me seco la piel y el cabello con
la toalla. Seguidamente, me pongo el pijama. Pongo las toallas en el interior del cesto de la ropa
sucia que hay en la galería, al lado de la cocina. Entro en la cocina y me preparo un sándwich. Para
mí. Solamente uno.

Me cuesta ignorarle y no preguntarle si quiere uno. El instinto y la rutina de cuidarlo, de prestarle


demasiada atención y de mimarle en demasía han hecho mella en mí. Ahora me esfuerzo en ocuparme
de mí misma. Dejándolo a un lado, como ha hecho él durante todos estos años.

Me siento en el sofá del salón. Pongo el plato pequeño con el sándwich encima de mis piernas y
enciendo la televisión. Voy mirando un programa, mientras voy comiendo el rico y sabroso sándwich.
Cada bocado que doy me sabe a victoria.

Quizás aún queden muchas batallas por pelear. Pero esta, la primera, la estoy saboreando de
antemano. Y me sienta genial.

Cuando termino el “victorioso” sándwich, dejo el plato pequeño encima de la mesita que hay justo
enfrente del sofá. Miro la pantalla del móvil, por última vez en este día, y lo dejo encima de la
mesita, al lado del plato.
Me tumbo despacio y me acomodo en el sofá. Me tapo con una pequeña manta y cierro los ojos
mientras sigo escuchando el sonido que reproduce el televisor.

Suena la alarma del móvil y vibra sin cesar encima de la pequeña mesita que hay enfrente del sofá.
Me he quedado dormida, con la tele encendida. Me cuesta bastante trabajo levantarme.

—¡Que incómodo es este sofá, por Dios! —me quejo en voz alta.

Bostezo.

Estiro los brazos lo máximo que puedo, intentando llegar hasta el techo. Levanto la cabeza y la
ladeo de derecha a izquierda. Intento recolocar todo mi cuerpo debido a la mala postura que he
tenido durante toda la noche tumbada en este sofá.

Me levanto y voy al baño.

Después, entro en mi habitación y busco en el armario algo de ropa para ponerme. Cojo un
pantalón y una blusa fina, con un estampado bastante sencillo. Me agacho para buscar debajo de la
cama mis zapatos. Mis manos se topan con las medias rotas que tiré al suelo debido a la rabia del
momento. Quizás esa rabia haya sido por la impotencia de no tener el valor de volver a ser yo
misma.

Me siento en el borde de la cama con las medias entre mis manos y me pongo a pensar…

«¿Seré yo la culpable de su mala conducta?».

«¿Seremos los dos dependientes y enfermos por amor?».

«¿Es que siempre tiene que haber un culpable?».

Quizás no existan culpables, sino personas distintas, con diferentes formas de amar, de sentir, de
vivir…

Sea la respuesta que sea y según el punto de vista de cada persona, el mío es el siguiente:

«Yo quiero volver a ser yo misma».

Sin tener que recurrir a culpar, a juzgar, ni a menospreciar a nadie. Simplemente, quiero volver a
sonreír. Solamente, quiero volver a vestirme como me gustaría.

Le quiero, le quiero con locura. Y con toda mi alma. Pero me he olvidado de lo más importante,
quererme a mí misma.

Lo primero que debería de hacer es quererme como persona, como mujer que soy. Dejando a un
lado que soy la pareja de Eduardo, la hija de Manolo y Carmen o la hermana de Lidia, la hija idílica.

Dicen que siempre hay una oveja negra en cada familia. Y siempre he creído que esa oveja negra
era yo.

Supongo que la llamarán negra por el simple hecho de ser diferente al resto del rebaño o quizás
por el simple hecho de hacer las cosas de diferente manera que los demás. No sé exactamente a qué
se refiere el refrán, si será por ser especial, por ser la peor de todas ellas o por tener la capacidad de
destacar.

Quizás, el color negro no signifique algo feo, sino, más bien, algo hermoso por ser capaz de
destacar. Tener tu propio color, el que te dé la gana, ir al contrario de quien guía a los demás, tener tu
propia personalidad sin dejarte llevar, tener las ideas claras y luchar por ellas hasta el final.

Si ser la oveja negra de tu familia, significa ser yo misma. Llámame así. Porque a partir de ahora,
Carla, vuelve a resurgir.

Me levanto del borde de la cama y me dirijo a la cocina. Piso el pedal del cubo de la basura y tiro
las medias en él. Vuelvo de nuevo a la habitación. Me arrodillo en el suelo para coger los zapatos de
debajo de la cama. Esta vez los consigo rápidamente y sin detenerme a divagar entre mis
pensamientos. Me calzo los zapatos y me levanto con seguridad.

—Hoy desayunaré en la cafetería del barrio —me digo a mí misma, para reforzar mi decisión.

Me peino. Cojo el cepillo de dientes y, mientras estoy poniendo la pasta dentífrica encima, se me
ocurre pintarme un poco.

«¿Por qué no?».

En este preciso instante, me doy cuenta de que no hay ni rastro de Edu en casa.

«¿Habrá sido capaz de irse sin decir adiós?».

Parece que así es. Que se ha ido a trabajar sin avisarme de que salía de casa, dejándome dormida
en el sofá, con la tele encendida y preparándose solamente un café para él. Sin contar con nadie más.

—Está bien… pues jugaremos a tu juego, Edu —me rebelo.

Cojo el bolso y me pongo una chaqueta de hilo. Cierro la puerta de casa y aprieto el botón del
ascensor. Espero a que llegue a nuestra planta y abra automáticamente sus puertas. Una vez dentro,
presiono el botón de la planta baja.

Me acuerdo que he decido hace pocos minutos pintarme un poco. Y he salido de casa sin hacerlo.
Así que rebusco dentro del bolso un lápiz de ojos y un pintalabios. Me pinto un poco, mientras me
miro en el espejo del ascensor.

Justo cuando el ascensor llega a la planta de la calle, he terminado de pintarme. Guardo el lápiz y
el pintalabios en un pequeño bolsillo que hay dentro del bolso. Salgo a la calle y ando unos metros
en busca de una cafetería cerca de casa y de camino al trabajo.
Me asombra ver cuántas personas salen entre semana a tomar un café en las cafeterías. Hay vida en
el barrio. Las personas salen, hacen vida social… Disfrutan de estos pequeños momentos plácidos
del día, antes de encerrarse durante horas en una oficina, en un almacén… y de ocuparse de las
actividades extraescolares y faenas domésticas diarias.

Me siento como un pez fuera del agua. Apenas ni recuerdo cómo era mi vida antes de estar con él.

Nací soltera, junto con una familia que me quería y me cuidaba, tenía amigos en la escuela…
Parece que mi vida pasada se borró de mi mente en cuanto le conocí. Es como si hubiera nacido por
y para él. Y que de nada valieron mis recuerdos, mis amigos, mi libertad…

Me siento en un taburete alto que hay justo detrás de la barra y pido un café con leche a la
camarera. Es simpática y se la ve muy trabajadora. Me atiende muy amablemente y me sirve deprisa
el café con leche. Para acompañar, me pone un cruasán pequeño.

—Gracias —le agradezco.

Está bastante ocupada, no deja de mover sus manos en poner platitos, cucharillas, azucarillos y
tazas de cafés encima de la barra. Otra chica se encarga de cogerlos, ponerlos encima de una bandeja
plateada y de llevarlos a las respectivas mesas.

Cuando tiene unos pocos minutos libres, me dice:

—Me voy a tomar yo también un café con leche —dice sonriendo y guiñándome un ojo.

Le sonrío levemente.

Está de pie, incluso para tomarse su café con leche.

—Tú… no eres de por aquí, ¿verdad? —me pregunta.

—Sí, sí. Vivo en un bloque cerca de aquí, a pocos metros —le digo señalándole la dirección.

—No te había visto nunca y eso que llevo años trabajando aquí —insiste.

—No soy de salir —le digo algo avergonzada.

—Ya lo veo… —me contesta con una leve sonrisa. Evitando molestar.

Y se bebe de un trago lo que le quedaba de café con leche. Sus manos vuelven a moverse con
rapidez preparando muchos más cafés y alguna que otra infusión.

Termino mi café y el pequeño cruasán y le pregunto cuánto le debo.

—Nada. A este te invito yo —me dice sin apartar la mirada de la máquina de café.

Me asombra su respuesta y, a la misma vez, me agrada.


—Pues… gracias… —le agradezco intentando averiguar su nombre.

—Natalia, me llamo Natalia —contesta.

—Gracias, Natalia —le vuelvo a agradecer personalmente su detalle.

—Nada… espero que otro día invites tú —me dice guiñándome de nuevo un ojo.

Asiento con la cabeza y me levanto feliz del taburete. Le digo adiós y salgo de la cafetería camino
al trabajo.

Mientras ando por la acera, me invade una bonita y olvidada sensación. La de volver a conocer a
una persona agradable, que puede que algún día llegue a ser una amiga. Quién sabe…

Había olvidado hacer amistades nuevas. Me había olvidado de ser sociable.

No puede ser bueno, ni sano, encerrarte en tu casa todas las horas libres después del trabajo y
estar junto a la misma persona. Sin interactuar con nadie más. Sin tener tu propio espacio, sin tener
libertad, sin poder soñar…

Llego al portal del edificio donde trabajo. Y, cuando entro en la oficina y paso por delante de las
mesas de Eva y Sandra, me sonríen y me dan los buenos días.

Es la primera vez, en muchos años, que alguien se alegra de verme y me desea algo bueno, aunque
sea referente al día.

Poco a poco, mi interior va cambiando. Mi forma de ver el día, de interactuar de nuevo con las
personas, de poder llegar a pintarme sin que me juzguen… Siento que puedo y que debo de empezar a
hacer realidad ese plan que tenía en mi mente, el de alejarme de él.

Cuando por fin me siento en la misma silla en la que llevo todos estos años, me siento totalmente
distinta. No ha cambiado la silla, ni apenas mis compañeros de trabajo, tampoco el clima típico
primaveral, ni siquiera he cambiado de barrio. Todo sigue exactamente igual y todo me parece
totalmente nuevo y diferente. Ha cambiado mi actitud y mi manera de ver las cosas, sentada en la
misma vieja silla de la oficina.

Empiezo a trabajar, con más alegría, con más actitud y entusiasmo de lo habitual. No me pesan las
horas sentada en esta vieja silla con ruedas, no me molestan las llamadas telefónicas, ni los trabajos
a última hora urgentes.

Me siento feliz por tener trabajo y por ser capaz de saber mantenerlo a pesar de los años que van
pasando.

Me sorprendo por haber podido cambiar mi forma de ver la vida en tan pocas horas. Ha sido como
si alguien me hubiera apretado el botón ON en mi mente. Así, sin más, he vuelto a conectar con mi
interior.
Qué asombroso y poderoso es el cerebro humano.

Todo está en la manera de pensar de cada uno de nosotros mismos.

Nuestro mayor enemigo es uno mismo. Con sus autocríticas, con sus complejos, sus
inseguridades… Y lo peor de todo es cuando otra persona intenta cambiar tu manera de verte a ti
mismo. Porque una mentira repetida mil veces, se convierte en una realidad para la otra persona.

He llegado a creerme que no valgo para nada. Él me ha hecho creer que no valgo. He creído ser
una inútil cada vez que me corregía en cada cosa que hacía.

«¡Así no se hace! ¡Ya lo hago yo, que tú no sabes!», una de sus frases preferidas.

«¡No soy una estúpida!».

Tengo trabajo estable y he comprobado que sigo siendo sociable. Se contactar con otras personas
fuera de mi entorno más íntimo.

Cuando creo que soy capaz de comerme el mundo, que ya nada me frenará, que he cogido
carrerilla y que todo se debía a un simple cambio en mi manera de ver el exterior… la vida me
devuelve a la realidad.

El móvil vibra, una y otra vez… Son varios mensajes. Toco la pantalla del móvil para activarlo. A
continuación, pongo el dedo suavemente encima del icono de los mensajes y empiezo a leer:

«Hola guapa. Siento mucho no haberte hecho demasiado caso en estos días».

«Estaba ofendido. Todo esto lo hago porque te quiero y porque tengo miedo a perderte».

«No soportaría estar sin ti».

«Te prometo que no volverá a pasar. Recuerda que te quiero por encima de todas las cosas y que
todo esto lo hago por ti».

Las manos me tiemblan, el color rosado de mis mejillas se desvanece, los ojos se me humedecen y
un nudo en la garganta me aprieta con fuerza obligándome a levantarme a por un vaso de agua.

La sensación de asfixia crece a medida que pasan los segundos y no consigo llegar a la garrafa de
agua que hay en una de las esquinas de la oficina. Cojo un vasito de plástico y lo pongo justo debajo
del servidor de agua mineral. Cuando está casi lleno, se acerca a mi lado Sandra y me pide otro para
ella.

Me espera de pie, a mi lado, y con el vaso de plástico en su mano derecha. Le doy el mío para que
empiece ella a beber y yo me lleno el siguiente vaso. El mismo que ella sostenía en su mano.

Necesito apoyarme en una mesa que hay justo al lado del servidor de agua donde están los vasos
de plástico, algunos azucarillos, cucharillas…
—¿Estás bien, Carla? —me dice preocupada—. Estás pálida —insiste.

—Me siento algo mareada —le confieso.

—¿Quieres que te llevemos a un médico? —me dice ofreciéndome ayuda.

—No, no… se me pasará —le digo, evitando preocuparla.

—Ayer te veíamos distinta. Lo hablamos Eva y yo cuando te fuiste de la cafetería. No sé… más
tranquila, sociable…

—¿Acaso… antes me veíais mal? —le pregunto queriendo saber su punto de vista.

—Sí. Siento decírtelo, pero así es. Eras distante, seria… —se atreve a decirme sin rodeos y añade
—. Parecías amargada, hija —remata.

La miro asombrada. Mis compañeras, me trataban de amargada, de antisociable… Qué palabras


tan duras y tan esclarecedoras para hacerme ver que yo me he convertido en una persona horrible, la
cual nunca fui.

—Todos tenemos momentos más tristes. No te preocupes, todo se arreglará —intenta animarme
después de la dureza de sus últimas palabras.

No puedo evitarlo. No puedo controlar mis sentimientos. Las lágrimas caen mejillas abajo, sin
control. Haciendo un mar de lágrimas al lado de una persona que apenas conozco. Ella deja su vaso
encima de la mesa y me abraza con ternura.

—Llora. Desahógate. No te preocupes —me dice susurrándome al oído.

Me he abierto en canal ante una compañera que apenas sé nada de ella y de la cual nunca he tenido
un mínimo de interés por acercarme a conocerla. Excepto el otro día, después de muchos años de
trabajar juntas en la misma empresa.

Tienen razón todas y cada una de las personas que me han etiquetado de amargada.

«¡Lo peor de todo esto… es que tienen razón!», pienso a la misma vez que lloro
desconsoladamente.

Pierdo la noción del tiempo.

Ella poco a poco se va separando de mí.

Cuando levanto la mirada, Eva me ofrece un pañuelo de papel para secar mis lágrimas.

—Gracias, chicas. Os lo agradezco —les digo de corazón.

—¡Oye, que viene el jefe! —dice Eva volviéndose a su mesa de trabajo.


Antes de volver Sandra a su puesto de trabajo, me dice:

—Si te apetece, a las seis nos vemos en la cafetería de abajo y nos explicas qué te ha pasado.

Vuelvo a sentarme en mi silla vieja de ruedas e intento seguir desde donde había dejado a medias
el trabajo.

Las miro, a las dos, mientras pienso en lo amables que han sido conmigo y en lo que me han
ayudado con este pequeño gesto por su parte.

«Tomaré ese café con ellas», me reafirmo.

Cuando llega la hora de la comida, otros dos mensajes llegan a mi móvil. Son de Edu, para no
variar. Pocas personas me escriben y, apenas un par, me llaman. Una de ellas es mi madre, la otra
persona siempre es Edu. Está el primero en la lista de las llamadas recibidas o realizadas. Al igual
en los mensajes. Él es el primero en los mensajes recibidos y en los míos enviados. Él, él y otra vez
él. Los leo:

«¿Qué tal va el día en el trabajo?».

«Espero que bien. Tengo ganas de verte. Ven pronto a casa».

Me armo de valor, de ese valor que perdí hace muchos años, y le contesto en mensaje:

«Tengo una reunión al terminar la jornada. Yo también tengo ganas de verte, pero será un poco más
tarde de lo habitual».

El móvil deja de recibir mensajes. No me contesta en toda la tarde.

Intento hacer ver que su ignorancia no me afecta en absoluto, que soy más fuerte que él. Me miento
a mí misma. Por supuesto que me afecta, me afecta bastante.

Aun así, con el miedo de no saber qué pasará a la vuelta del café, de esa supuesta reunión que él
cree, intento imaginar cómo reaccionará él ante este cambio en su rutina.

«¿Qué tocará hoy? Indiferencia, victimismo, rabia incontrolada…».

Yo misma caigo en la cuenta de que esta no es una manera sana de vivir ni de sentir el amor.

El timbre retumba por toda la oficina y todos empezamos a recoger nuestros objetos personales.
Los ordenadores se apagan, las persianas se bajan, las sillas van quedando vacías… Y, por último,
se apagan todas las luces.

Soy la última en salir. Bajo por el ascensor hasta llegar a la planta baja del edificio. La que tiene
la salida directa a la calle.

Ando pocos pasos y entro en la cafetería de al lado. La misma en la que intenté estar ayer con estas
mismas mujeres. Me acerco a ellas y me siento en la misma silla en la que ya estuve ayer sentada. Es
la tercera vez que entro en una cafetería en tan solo dos días. Para mí, es un paso realmente gigante.
Para otras personas sonará una ridiculez.

Nos sirven los cafés. Dos con leche y uno solo, como de costumbre. Y siento que formo parte de
un grupo de amigas. Me gusta y me sienta realmente bien.

—Menudo día hoy en el trabajo —dice Eva, abriendo algún tema para conversar o para indagar en
el mío.

—¡Pues sí! —Afirma Sandra—. A media mañana se ha ido llorando del trabajo Clara.

—¡Qué me dices! —dice Eva extrañada por la noticia.

—Sí, sí… dice que se está separando, la pobre. Y lo lleva muy mal —aclara Sandra.

—Vaya… —dice Eva.

Yo no me atrevo a decir ni a opinar nada. Bastante tengo en mi propia vida como para querer
opinar o intentar ayudar a otras personas. No me siento capaz de hacerlo. Es que no puedo.

—¿Y a ti, qué te ocurrió esta mañana? —pregunta Sandra sin rodeos.

Cojo el bolso, que está colgado en una esquina de la silla de madera y abro la cremallera. Saco el
móvil del interior y lo pongo encima de la mesa. Deslizo el dedo índice encima de la pantalla táctil
para desbloquearlo y le doy al icono de los mensajes. Y, a continuación, les digo:

—Esto es lo que me pasa —acercándoles el móvil con los mensajes descubiertos.

Ellas los leen.

—¿Se puede saber qué te hizo para que se disculpe de este modo tan escalofriante? —dice Sandra
mirándome fijamente, esperando la peor de las respuestas.

—Me ignora durante varios días. Otras veces, se hace la víctima y me hace sentir como una
mierda. Haciéndome creer que soy la culpable de todo lo malo que le ocurre. Otras veces… se
desahoga rompiendo cualquier cosa que hay por casa. Descarga su frustración y su rabia contra
cualquier objeto que esté cerca de sus puños cerrados…

Las observo, sin añadir ningún comentario más. Sus miradas, de lástima, me compadecen. Y se
produce un ambiente de silencio desconcertante alrededor de nosotras. Parece que nosotras tres
estamos envueltas en la misma burbuja silenciosa.

—¿Y… qué vas a hacer al respecto? —me pregunta Sandra, la más curiosa de ellas dos.

—Voy a marcharme de casa —le contesto firme en mi decisión.


Eva sigue callada. No da crédito a las palabras que acaba de escuchar salir de mis labios.

—Me parece bien. ¿A que hace bien, Eva, en irse? —le dice Sandra a la boquiabierta de Eva.

—Ehhh… sí, sí, claro que hace bien —responde aún asombrada por la situación.

—Está bien —continúa Sandra—. ¿Qué os parece si cada martes a las seis de la tarde nos
reunimos aquí las tres para idear el plan de escape de Carla?

—Me parece bien —dice Eva, volviendo a reaccionar.

—Hecho —digo sonriendo.

De camino de vuelta a casa, me siento ligera, ágil y feliz. Ando con seguridad, dando pasos firmes.
Por primera vez, en muchos años, ando con la espalda bien erguida, como si no tuviera nada de lo
que avergonzarme. Esta vez no me cuesta ningún trabajo acertar en introducir la llave en la cerradura
de la vieja puerta de entrada. La abro con actitud y me enfrento sin miedo a lo desconocido, a su
nueva reacción.

No sé si será por el simple hecho de que él capta una nueva fuerza interior en mí o porque mi
manera de enfrentarme a él ha cambiado totalmente. Lo que sí sé es que esta vez he sabido
sobrellevar esta situación con dignidad. He aprendido que las personas que nos rodean pueden
ayudarnos en el peor momento de nuestras vidas. Tan solo hay que pedir ayuda. Si no comentas lo
que te ocurre y dejas que gane el miedo, también le dejas ganar a él.

Hoy duermo plácidamente en nuestra cama y, aun sintiendo el calor que desprende su cuerpo, no
me siento aterrorizada. He descubierto que tengo una enorme fuerza interior. Soy capaz de dormir
junto a mi peor enemigo y poder llegar a ser capaz de descansar.
3

Por la mañana, me levanto totalmente renovada. Me siento como si hubiera vuelto a nacer,
teniendo delante de mí todo el tiempo del mundo para descubrir, vivir, soñar, amar…

Hay momentos en que el miedo pide paso de nuevo. Pero la reflexión y las ganas de no volver a
ser la de antes, empujan con más fuerza, no dejando paso a ese miedo que intenta florecer.

Anular lo que fui durante muchos años no se consigue de hoy para mañana. Hay etapas, hay
momentos y hay situaciones en las que intentas ganar la batalla, pero la llegas a perder en muchas
ocasiones.

Eso no es lo importante, lo realmente importante es seguir luchando y volver a intentar anular y


controlar el miedo. Si controlas el miedo, no queda nada que temer.

Edu está en la ducha. Oigo caer el agua por el desagüe. Entro en el baño, ya que él nunca cierra
con el pestillo, y me lavo la cara mientras él sigue en la ducha. Corre parte de la cortina de plástico y
me mira curioso desde una esquina de la ducha. Le miro sin decirle nada.

—Miércoles… aún quedan días para terminar la semana —me dice dentro de la ducha, sujetando
un lado de la cortina de baño, mientras me observa mojado.

—Me gustan los miércoles —y añado—. Y me gusta que sea entre semana para poder ir a trabajar
—le digo con intención de desconcertarlo.

—¡Nunca te ha gustado tu trabajo! —y añade para seguir utilizándome—. Además, lo tuyo no es


ningún trabajo importante —dice con intención de despreciarme de buena mañana.

Aunque esté recién levantado y aunque ayer quisiera parecer amable conmigo, el monstruo que
lleva dentro le controla por completo.

«Pobre desgraciado. Está siendo manipulado por su propia inseguridad. Incluso siento lástima por
él».

Me asombran mis pensamientos. Es la primera vez que dejo de temerle. Y es la primera vez que mi
miedo se convierte en indiferencia y de seguido en lástima.

Le sigo mirando sin contestarle. Evito entrar en su juego dominante y repugnante.

A los pocos segundos, se me ocurre decirle:

—Esa es tu opinión —le contesto con semblante serio. Sin darle más rodeos.

Y de seguido me voy a la habitación para vestirme.

Parece que la contestación no ha sido de su agrado o que ya estaba al final de su baño. La cuestión
es que, en un par de minutos, entra mojado en la habitación y con la toalla atada en la cintura.

—¡Mi opinión es siempre la acertada! —dice molesto.

Intenta crisparme. Quiere o, mejor dicho, desea encarecidamente que pierda esta seguridad que me
acompaña últimamente para volver a hacerme sentir débil, insegura y así poder seguir
manipulándome a su antojo.

«¡Pues no lo voy a permitir!», pienso para mí mientras intento hacer ver que no le he escuchado.

No lo soporta. Y se planta delante de mí, sacando pecho, con el rostro serio y su mirada
desafiante.

Me aparto a un lado y me dirijo al armario de nuestra habitación. Abro las dos puertas de mi parte
del armario, donde tengo guardada toda mi ropa, y hago ver que no me importa en absoluto su actitud
ni su tono desafiante.

Tengo que reconocer que consigue hacerme perder la poca seguridad que había conseguido ganar
en estos últimos días y mis manos empiezan a temblar. Las pulsaciones van en aumento y mis ojos
quieren empezar a derramar lágrimas.

Inspiro y expiro profundamente. Me digo a mí misma: «Tengo que ser fuerte, pronto todo esto
acabará».

Rebusco entre mi ropa alguna que me guste para poder ir a trabajar.

Se coloca justo a mi lado, provocándome, y, a la misma vez, invadiendo mi espacio.

—¿Que ropa te vas a poner? —me pregunta apoyándose en una de las puertas abiertas de mi parte
del armario.

—Un vestido —le contesto con la voz temblorosa.

Aunque me haya levantado renovada, feliz y con la sensación de que puedo llegar a comerme el
mundo, él, en pocos minutos, destruye todos mis progresos interiores.

«Está siendo más duro, de lo que creía».

—Nunca sabes elegir bien tu ropa —y continúa—. Toma, ponte esto que así irás mejor vestida.

Le miro a la cara, intentando que su mirada quede fijada en la mía. Es difícil conseguirlo, ya que
jamás te mira a los ojos para hablarte.

—No sé por qué me dices estás cosas y de este modo —cojo aire y continúo haciendo un gran
esfuerzo—. Yo nunca me quejo de tu forma de vestir, porque te acepto tal y como eres.

La expresión de su rostro cambia por completo. Jamás olvidaré su mirada y cómo sus facciones se
van relajando a gran velocidad en un par de segundos. He conseguido cogerle por sorpresa y
desmontar toda su estrategia por completo. Está fuera de lugar, como un pez fuera del agua al que le
cuesta respirar e intenta desesperadamente volver a su hábitat natural. Es una marioneta, débil,
vacía…

Le cojo suavemente la ropa que tiene en su mano, esa ropa que intentaba obligarme a ponerme y la
dejo de nuevo en el armario. Cojo el vestido de flores que tanto me gusta y que llevaba años sin
poder ponerme y lo coloco encima de la cama para poder ir en busca de unas medias finas, en el
último cajón de mi mesilla de noche.

Él sigue como una estatua, de pie mirando cada paso y cada gesto que doy.

Me quito el pantalón del pijama, después la camiseta de tirantes. Los dejo encima de la cama y
cojo mi ropa interior. Me visto delante de él, sin hablarle ni mirarle. Intento hacer como si no
estuviera observándome y pensando vete tú a saber el qué…

Cuando he terminado de vestirme, salgo de la habitación y vuelvo al único baño que hay en el
piso. Me peino, me cepillo los dientes y me pinto los ojos y los labios, como si nada pasara.

Paso por delante de nuestra habitación y miro disimuladamente entre el hueco que ha quedado
entre la puerta y el marco de madera. Tengo curiosidad por saber qué está haciendo en estos
momentos. Se está vistiendo, despacio.

—¡Que pases un buen día! —le digo desde el otro lado de la puerta.

Cojo la chaqueta fina de entretiempo y el bolso y salgo de casa.

Cierro la puerta y es tal la emoción… que necesito apoyarme unos segundos en ella para coger
fuerzas y poder volver a andar.

Esta vez, decido ir por las escaleras.

—Hoy me toca invitar a Natalia a un café —me digo en voz alta a mí misma.

Voy bajando a saltitos las escaleras del bloque hasta llegar al portal. Abro la puerta y le sonrío a
la vida. Dejo que los rayos calientes del Sol iluminen y doren mi piel.

Vuelvo a inspirar y a expirar profundamente. Y empiezo a andar, camino a la cafetería.

Poco a poco, voy aprendiendo a saborear mis pequeños triunfos y mi buena manera de saber
reaccionar ante sus ataques crueles.

Al principio de la relación, cuando él de vez en cuando iba dejándose mostrar tal y como es, con
su manera peculiar de reaccionar ante determinadas situaciones, me extrañaba su forma de ser. No le
daba la suficiente importancia. Creía que eran pequeños defectos en él. Nada grave, creía yo.

«Todos tenemos defectos», pensaba quitándole hierro a lo ocurrido.


Poco a poco y, sin darme cuenta, me convertí en una mujer vacía, apenas sin autoestima, sin
amigas, distante con mi familia y culpable de todos sus fracasos, ya fueran económicos, laborales, de
amistad…

Poco sé de su trabajo y sinceramente poco sé de su familia, de su entorno y de su vida pasada.


Cada pregunta que le hacía en una conversación, él le daba la vuelta de tal forma que jamás me
respondía con claridad. Siempre tenía y sigue teniendo críticas para cada persona que está a su
alrededor.

Mis amigas fueron las primeras víctimas. Y no dejó de hablar mal de ellas y de ponerme en su
contra hasta que involuntariamente consiguió que les cogiera manía, llegando finalmente a apartarme
de su lado.

Todo el mundo es egoísta, interesado, superficial… para él. Excepto él, claro, que es la única
persona perfecta que existe. Según él, todo lo sabe, todo lo hace bien… a él no le falta su autoestima.

«¡Claro!… se la quita a las demás personas y se la queda para él. Así su ego es tan y tan grande
comparado con los demás».

Yo misma me doy cuenta de que él se hace más fuerte y más seguro de sí mismo cada vez que logra
consumir a otra persona. Él se alimenta de la autoestima de los demás.

—¡Es un monstruo come almas! —digo en voz alta, sin darme cuenta de que varias personas que
pasan cerca de mí me escuchan y se giran para mirarme extrañados.

Me siento algo avergonzada, lo he dicho dejándome llevar, sin pensar y sin darme cuenta de que
estoy en mitad de la calle, contestándome a mí misma todas aquellas dudas y respuestas que se me
van ocurriendo.

Lo peor de todo esto es que, si no tienes un mínimo de tiempo para dedicarte a analizar y a pensar
detenidamente cada reacción de tu pareja, nunca puedes llegar a darte cuenta de la persona con las
que estás compartiendo tu vida.

El trabajo, las faenas del hogar, las facturas, los problemas económicos, familiares… nos tienen la
cabeza saturada. No dejamos que entre ningún tipo más de información en ella. No tenemos tiempo. Y
lo peor de todo, es que no queremos saber la realidad.

«Todos tenemos problemas», le justificamos y seguimos siendo sus marionetas.

A medida que van pasando los años, una está tan sometida en este bucle que le da total normalidad
a su comportamiento. Y lo hace una actitud normal en él.

«Él es así, qué le vamos a hacer», y seguimos a su lado esperando que algún día madure, cambie
de actitud o simplemente aceptamos esta manera que tiene de ser.

Llego a la cafetería y abro la puerta. Desde el otro lado de la cafetería, detrás de la barra, una
sonrisa me recibe amablemente. Le devuelvo la sonrisa a Natalia. Ando hasta llegar a uno de los
taburetes que hay delante de la barra y me siento en él.

—¡Buenos días! —me saluda de nuevo.

—Buenos días, Natalia —le respondo.

—¿Un café con leche? —me pregunta suponiendo la respuesta.

—Sí, y otro para ti —le digo sonriente.

Sus manos vuelven a moverse con rapidez para poner el café recién molido, coger dos tazas,
colocar dos platillos encima de la barra, las cucharillas, los azucarillos, calentar un poco la leche
que hay en la jarrita inoxidable…

En un periquete, están los dos cafés con leche listos para saborear y tomar en compañía, junto con
un trozo de bizcocho esta vez.

—¿Qué vas ahora a trabajar? —me pregunta para empezar una conversación.

—Sí. Trabajo muy cerca de aquí. En una oficina.

—¡Muy bien! —me dice, mientras le da un sorbo al café con leche.

—¿Y dime, te gusta lo que haces? —vuelve a preguntar.

—Sí, me gusta bastante. Hace poco que me he dado cuenta de que ahora aún me gusta más que
antes ir a trabajar.

—¡Qué bueno! Eso está bien, que te guste lo que haces —me apoya.

—Escribo, envío correos electrónicos, organizo viajes para mis jefes, preparo informes de gastos
y presupuestos… —le cuento orgullosa.

Ella me mira a los ojos, mientras le explico a qué me dedico. Me siento importante, como si de
verdad le interesara mi vida, mi trabajo y yo misma.

Me doy cuenta de que una chica desconocida me ha hecho sentir alguien importante con tan solo
una pregunta y en pararse unos instantes a escuchar mi respuesta de tan solo un par de minutos, como
máximo.

Al terminar de contarle un poco por encima a qué me dedico, miro el reloj de pulsera que llevo en
mi muñeca izquierda.

—¡Qué tarde es! —le digo en voz alta, asombrada por la hora.

—Es lo que pasa cuando te entretienes a charlar —me dice sonriente.


Abro la cremallera del bolso y saco la cartera. Busco las monedas para pagarle y, cuando he
contado los dos euros con cuarenta céntimos, los dejo encima de la barra y le digo adiós.

Ando deprisa por la cafetería hasta llegar a la puerta de cristal. Abro la puerta para salir. Miro a
la acera. No me doy cuenta y me topo contra una persona.

—Disculpa —le digo sin verle la cara.

—¡Qué haces tú aquí! —me dice agarrándome del brazo izquierdo con fuerza.

Levanto la cabeza y le miro.

—¡Edu! —le digo asustada.

Me tira del brazo hacia él y me obliga a andar siguiendo sus pasos. Me aparta de la puerta de
cristal de la cafetería, seguramente intentado evitar las miradas ajenas de las demás personas que
están en el interior del establecimiento.

Me lleva casi arrastras hasta la esquina donde siempre doblo para ir al trabajo. Me empuja un
poco, poniendo mi espalda contra la pared de ladrillos rojizos del edificio. Se me acerca, tanto que
puedo sentir latir su corazón y su respiración encima de mí. Estoy asustada y acorralada. Toda la
felicidad que sentía hace unos instantes se ha esfumado otra vez. Como el humo se esfuma en el aire.

—¿Es que ya no quieres tomarte el café en casa conmigo? —me intenta preguntar, en tono de
exclamación, por su furia contenida en su interior.

—No es eso, es que… le debía un café a esa chica y…

—¿Qué chica? ¡Si tú no tienes amigas! —me vuelve a ofender—. ¡Vamos, anda! Te acompaño
hasta tu trabajo que llegarás tarde y te echarán —me dice despectivamente.

Se aparta de mí para dejar que me incorpore y así poder empezar a andar los dos a la vez.

Mi trabajo está muy cerca de casa y aún más cerca de la cafetería donde tomé el café con leche
con Natalia. Pero, aun así, este pequeño trayecto hasta el portal del edificio donde está la oficina se
hace muy largo. Largo y desconcertante.

Vivir junto a él, es vivir con incertidumbre durante las veinticuatro horas del día, los trescientos
sesenta y cinco días al año.

Una pregunta me pasa por la mente:

«¿Esta es la vida que quiero para mí?».

La respuesta es obvia y negativa. No.

«¡No quiero vivir así nunca más!».


Cuando llegamos al portal del bloque, quizás hayan pasado solamente cinco minutos, los cinco
minutos más largos de toda mi vida. Se gira para ponerse justo delante de mí y me da un beso en los
labios.

—No lo vuelvas a hacer más. Despreciarme de este modo. Yo también sé decirte las cosas que no
me gustan de ti. Y no me gusta este vestido porque te hace gorda y no quiero verte mal —me dice con
desprecio, tirando groseramente de la tela elástica del vestido.

Rota y desmontada por completo, abro la puerta del portal y entro dentro. Él se va a su trabajo o a
donde haya decidido ir.

Apenas puedo dar unos pasos, así que decido sentarme en el primer escalón que hay en el portal.

Me siento y mis ojos empiezan a humedecerse hasta que rompo a llorar en milésimas de segundo.

Alguien entra en el portal y se acerca a mí. No le veo con claridad al tener los ojos llenos de
lágrimas. Se sienta en el mismo escalón que yo y me pregunta:

—¿Estás bien? —y añade—. ¿Qué ha sido esta vez?

Levanto la cabeza y me seco las lágrimas con la manga de la chaqueta fina de entretiempo. La
miro. Es Eva.

—Me dice que este vestido me hace gorda. Y todo esto porque esta mañana le he contestado de tal
forma que le he dejado sin palabras. Encima, he ido a tomar un café a una cafetería cerca de casa y al
salir me he topado con él y me ha llevado a rastras hasta aquí —le informo entre lágrimas y con la
voz rota.

—Hay que ir a la policía. Esto no puede continuar —dice intentándome ayudar en la medida de lo
posible.

—¡No, a la policía no! —le suplico—. ¿Qué sería de él? —le digo sobresaltada por sus palabras.

—¡Cómo puedes estar pensando en él! —y añade en tono serio—. ¡Mírate! ¡Mírate bien! Esto no
es sano Carla… ¡Esto no es amor!

—¿Qué me pasará… si voy a denunciarle? —le pregunto asustada.

Ella reflexiona un instante.

—Tienes razón… se enfurecerá aún más —y añade—. Anda, vamos a la oficina y hablamos a la
hora de la comida con Sandra. Algo se le ocurrirá —me dice mientras me tiende su mano para
ayudarme a levantarme.

Aprieta el botón del ascensor y esperamos a que sus puertas se abran automáticamente. Entramos
dentro.
Me siento mal por haber vivido esta situación tan desagradable. También, por el hecho de contar
mis intimidades de pareja a unas compañeras que apenas conozco.

Creo que lo peor de toda esta situación es que no tengo a nadie de confianza para pedir ayuda.
Esas amigas de la infancia se fueron apartando de mi lado desde el día en que empecé la relación de
noviazgo con Edu.

—No te preocupes, te ayudaremos a salir de esta —me dice poniendo su mano en mi antebrazo,
manteniendo continuamente el contacto físico para que me sienta protegida.

El ascensor llega a la planta que le hemos indicado minutos antes. Se abren sus puertas y salimos
al pasillo que hay justo enfrente de la oficina.

Antes de entrar en la oficina, me vuelvo a secar las lágrimas e intento quitar la arruga del vestido
que me hizo Edu al tirar de la tela con rabia.

Eva me mira y me dice:

—¿Preparada para entrar?

Le digo que sí, afirmando con la cabeza. Abre la puerta y me deja pasar. Voy directa a mi silla
vieja de ruedas y me siento sin quitarme la chaqueta fina ni el bolso de encima. Aprieto el botón para
encender el ordenador y me doy cuenta de que debería quitarme la chaqueta y el bolso antes de
empezar a trabajar.

Observo cómo Eva habla al oído con Sandra. Seguramente estén hablando de mí sobre lo ocurrido.
Parece que así es, cuando veo a Sandra que no me quita ojo, mientras Eva le sigue contando al
oído… Hago como si nada. Eso intento… Ya estuve años evadida de los comentarios y miradas
ajenas de mis compañeros, así que no debería de afectarme ahora ese hecho.

Pasan las horas, más lentas de lo que querría en realidad. Parece que vuelvo al punto de partida,
otra vez.

Esto es una montaña rusa, de emociones. La primera emoción fue el día en que tiré enrabiada las
medias rotas, dándome cuenta de quién es realmente él. La película me ayudó y me animó a seguir
“un plan de huida” para escapar de su lado. Poco a poco he ido recuperando mi autoestima, haciendo
nuevas amistades y creyéndome que he superado el miedo. Pero, sobre todo, creyéndome más fuerte
que él. Ahora vuelvo al punto de partida. Aterrorizada hace pocas horas entre esa pared de ladrillos
rojizos y su mirada amenazante. Observada por mis dos compañeras más cercanas de la oficina.

«¿Qué estarán pensando ellas de mí?», pienso sintiéndome una vez más una mujer ridícula.

Es la hora de comer. Todos se levantan de sus sillas y se van a la sala habilitada para comedor. Me
cuesta levantarme. Prefiero quedarme unos minutos sola con mis pensamientos y mi vergüenza ajena.

Veo a Sandra y a Eva acercándose a mi puesto de trabajo. Mi escritorio, básicamente. Sandra se


sienta en el borde de mi escritorio y Eva coge la silla de un compañero y se sienta a mi lado.
—Queremos ayudarte, Carla —insiste—. Queremos ayudarte de verdad. Te lo digo de corazón —
dice Sandra.

Sus palabras me emocionan muchísimo. La piel se me eriza, los ojos se vuelven a humedecer…

Eva es algo más reservada, aunque no por ello menos entregada.

—Muchas gracias. Os lo agradezco enormemente —le digo mirándolas a las dos.

—Hemos estado hablando durante toda la mañana acerca de ti y de lo que te ocurre. Y en algunos
ratos libres que he tenido, entre una faena y otra, he estado buscando información acerca de los
maltratadores psicológicos y de lo que debes de hacer para alejarte de ellos sutilmente, evitando una
catástrofe —me cuenta Sandra mientras Eva sigue escuchando con atención sentada en la silla de un
compañero.

La escucho atentamente.

—Bien… —dice mientras desdobla un pequeño papel donde tiene unas notas apuntadas. Y
continúa—. Deberías de intentar hacer que él te pida las cosas de diferente manera para poder estar
más tranquila esta última temporada antes de alejarte definitivamente de él. Si no estás conforme con
algo, díselo sin ofenderle, debes mantener la calma al hablar con él en todo momento. Eso le
desorientará por completo —y levanta su mirada del papel para mirarme a los ojos.

—Si… es lo que ha ocurrido esta misma mañana. No supo qué contestarme al momento. Pero me
lo tenía guardado para más tarde, justo al salir yo de la cafetería. Parecía que estaba buscándome…
—digo pensativa.

Nos quedamos las tres unos instantes en silencio. Analizando cada palabra.

—Y para cualquier situación en la que te sientas realmente al límite, llámanos sin dudarlo —dice
Eva mientras busca un papel y un bolígrafo para apuntar su número de teléfono.

—¡Sí, sí, claro, por supuesto! —dice Sandra emocionada y añade—. Apúntale también mi número,
Eva, que no se te olvide. ¡Y muy bien dicho! —le dice a Eva, emocionada por haber dado en el
clavo.

Me pone el trocito de papel, doblado en cuatro partes, en la palma de mi mano.

—¿Vamos a comer? —dice Eva acertando otra vez con sus palabras.

Miramos el reloj y nos entran las prisas por ir a comer antes de que termine el espacio de tiempo
que tenemos para ello.

La tarde pasa sin pena ni gloria. Es realmente deprimente ver que la hora de regresar a casa se
acerca y que no tengas ni la más mínima ilusión por volver. Mi casa se ha convertido en mi jaula.

Recuerdo el día que abrimos juntos la puerta vieja de entrada. Y la ilusión que sentía por empezar
una nueva vida junto a él. Cualquier pequeño detalle que elegíamos para la casa, lo hacíamos juntos
y con mucha ilusión. O eso creía yo…

«Este cuadro lo colgaremos aquí y este marco de fotos lo pondremos allá. Estas cortinas hacen
juego con esta colcha…». Así, hasta decorar todo el piso entero.

Ahora ninguno de todos aquellos detalles significan nada para mí. De hecho, me molesta verlos y
recordar el momento y el lugar donde los compramos.

«Todo era una mentira. Un plan retorcido y a largo plazo para anularme lentamente hasta dejarme
vacía por completo y, así, poderme usar a su antojo».

Me pregunto:

—¿Qué saca él de todo este plan malvado? —me digo a mí misma en tono bajo, sin darme cuenta
de que alguien pudiera escucharme.

Miro alrededor. Cada compañero anda atareado en terminar su trabajo lo antes posible para poder
recoger a tiempo y volver a sus casas con sus familias.

No tengo prisa en marchar. De hecho, no quiero volver. No volvería hoy, ni mañana, ni pasado…

Le he querido con toda mi alma, le he mimado e incluso le he cuidado como si fuera una madre
para él. Pero ha llegado el momento de decir ¡basta!, de ser yo misma, de apartarme de todo aquello
que me hiere y me anula lentamente. Es hora de empezar a decidir por mí misma, sin temor a la
soledad, a la falta de economía ni a su reacción, una vez más.

Son las seis en punto. Todos están de pie, recogiendo sus enseres y despidiéndose. Me levanto la
última y recojo mis cosas para marchar de la oficina. No me apetece en absoluto volver. Pero no
tengo a dónde ir.

Quizás debería de ir a casa y esperar a nuestra reunión secreta del martes que viene para seguir
tramando el plan de huida, junto con Sandra y Eva. Un paso en falso, lo estropearía todo.

No debo ser una ingenua, no trato con un hombre comprensible y cariñoso. Debo ser cauta, por lo
pueda ocurrir. Así que me armo de valor, una vez más, y camino en dirección a mi casa.

Es tan difícil luchar contra tus sentimientos y tus necesidades…

—¡Es que no quiero ir a casa, no quiero! —me insisto en voz baja otra vez.

Ni quiero, ni puedo, ni debo.

Así que ando unos metros más hasta llegar a una pequeña librería que hay en el barrio. Miro el
pequeño y cuidado escaparate durante unos instantes.

«Hace mucho tiempo que no leo».


Me apena. Entre todos los libros que hay expuestos, uno en particular me llama especialmente la
atención. Quiero verlo más de cerca, tenerlo entre mis manos y echar una ojeada a las dos primeras
páginas. Así que me acerco a la puerta de entrada pintada de verde y tiro de ella hacia mí. La abro
con timidez y entro en silencio.

Observo los libros que están expuestos en el escaparate intentando volver a ver ese libro que tanto
me llamó la atención.

—¡Hola! ¿Buscabas algo? —me dice una voz dulce justo detrás de mí.

Me giro para verla y para poder preguntarle acerca de ese libro.

—¡Hola! —añado—. Querría ver ese libro, por favor —le digo señalándoselo con el dedo índice.

La señora se acerca a mí y me pregunta cuál es el libro del que estoy interesada. Le vuelvo a
señalar con el dedo índice, procurando que llegue a verlo.

—¿Ese? —dice la dependienta intentando llegar hasta él.

Cuando lo tiene entre sus manos, me dice entregándomelo:

—Aquí lo tienes, bonita.

Observo de nuevo la portada. Le paso con sumo cuidado las yemas de mis dedos por encima,
acariciándola. Sintiendo el alma del libro. Intentando conectar con sus letras y su historia oculta en
su interior.

—Es un buen libro —me dice la señora con su suave tono de voz.

—¿Puedo…? —le digo avergonzada, abriendo tímidamente la portada.

—Puedes echarle un vistazo si quieres. Aunque te voy a decir que… si empiezas a leer la primera
página, no podrás dejar de leer hasta que hayas terminado la historia.

—Si es así, tendría que empezar a leerlo en casa —le contesto con una tímida sonrisa.

—Mira… llévatelo. Llévatelo a tu casa y empiezas a leerlo. Si ves que no te gusta, me lo traes de
nuevo.

—¡No, no! ¿Cómo voy a hacer eso? —de digo extrañada por su confianza.

—Está bien. También puedes empezar a leerlo aquí y así, si ves que no es de tu agrado, me lo
devuelves y te vas.

No entiendo muy bien el motivo por el cual accedo a esta extraña petición. Pero acepto, sin
pensarlo demasiado.
Me dice que le siga de forma muy amable y con un tono de voz tranquilo y agradable. La sigo con
el libro entre mis manos. Lo no puedo soltar. Subimos por unas escaleras de madera pintadas de un
verde claro y con la pintura muy desgastada. Hay libros apilados en cada peldaño. Es un completo
caos encantador.

Hay un pequeño altillo con el suelo de madera, igual o más de desgastado que las escaleras por las
que acabamos de subir hace unos segundos. Tiene muy poca altura el tejado. La pequeña buhardilla,
por llamarla de alguna manera, está llena de estanterías, libros, polvo y alguna que otra tela de araña.
En un rincón, casi mágico e imposible de creer, hay una butaca ancha, vieja y destartalada justo en el
sitio adecuado para poder leer con total tranquilidad. Una luz tenue, justo detrás de la butaca, casi
irreal, como sacada de un cuento de brujas, le acompaña y favorece a la desconexión de la mente.

Me indica con su mano que me siente para que empiece con la lectura del libro elegido. Ella se
retira y me deja sola en esa pequeña buhardilla llena de miles de historias alrededor.

Me siento despacio en la enorme e incluso repugnante butaca, sin soltar ni por un solo momento el
libro que tengo entre mis manos. Una vez sentada, me doy cuenta de que no es para tanto. Las
apariencias engañan. Es cómoda, su tela es suave al tacto, indistintamente de que esté desgastada y un
poco rota por las costuras. La butaca tiene mucha historia que contar, se palpa y se siente en cada
trocito de tela que la compone. Me acomodo en la vieja butaca y empiezo a leer…
4

—Disculpa, bonita… pero es hora de cerrar la librería —dice la señora con su voz dulce desde el
último escalón.

No me he dado cuenta del momento en que ha subido las escaleras. Aparto la vista de las letras
que están impresas en las hojas del libro que tanto deseaba leer. La miro desconcertada. He perdido
la noción del tiempo. No recuerdo dónde estoy, ni cómo llegué hasta este lugar tan peculiar, ni cuánto
tiempo llevo sumergida en la historia de este libro tan especial.

—¿Qué hora es? —le pregunto desorientada.

—Las ocho de la tarde, bonita.

—¡Las ocho de la tarde! —digo sobresaltada—. ¡Madre mía, qué tarde es! —le digo mientras cojo
el bolso.

Cierro el libro y me levanto de la butaca. Lo dejo encima del asiento. Me acerco a ella y le digo:

—No me he dado cuenta de la hora —le vuelvo a comentar.

—Ya te avisé que sería una lectura agradable y que no podrías dejar de leer —me dice con una
agradable sonrisa.

—Tengo que volver a casa. Es tarde —le digo despidiéndome de ella.

Se aparta para dejarme pasar. Y bajo las escaleras deprisa.

Intento esquivar todos los libros que están apilados en cada escalón para evitar caerme escaleras
abajo. Una vez abajo, justo delante de la puerta verde de la librería, me quedo quieta unos segundos
y me vuelvo a girar para verla. Le digo:

—Gracias por todo. Muchas gracias. Me ha gustado mucho esta historia. Bueno… lo que me ha
dado tiempo de leer…

—Puedes volver mañana para terminarlo si te apetece —dice invitándome de nuevo.

Me quedo pensativa unos segundos y, cuando he decidido volver, se lo hago saber:

—Hasta mañana, pues —le digo mientras abro la puerta y salgo de la librería a toda prisa.

Ando a pasos ligeros para volver lo antes posible intentando evitar llegar demasiado tarde. En
pocos minutos estoy justo enfrente del bloque donde vivimos. Abro la cremallera del bolso y busco
las llaves.

«¿Por qué tengo que tener miedo de llegar tarde a mi propia casa?», pienso antes de abrir la puerta
del portal.

«¡Qué estupidez tan grande!», sigo pensando…

Un vecino del mismo bloque abre la puerta desde dentro y me saluda. Le saludo y entro en el
portal. Él sale a la calle. A estas horas, sí, sale a la calle. Yo tengo miedo por creer que no son horas
de estar en la calle y este vecino cree que es la mejor hora para no estar en casa. Quizás, tenga la
suerte de no tener una pareja que le diga qué horario debe de cumplir.

«Espera… no es suerte, no. Es respeto. La base es respeto por tu pareja y sus decisiones, aunque
estas no te parezcan acertadas en algún momento».

Aprieto el botón del ascensor y espero a que sus puertas me dejen pasar a su interior.

Cuando llego a la planta de nuestro piso y vuelvo a ver esta horrible, vieja y fea puerta de madera,
empiezo a sentir picores por toda mi piel. Me rasco los brazos sin control. Es como si le tuviera
algún tipo de alergia.

Intento calmarme y consigo olvidar por unos instantes este picor repentino y sin sentido que se ha
apoderado de mi piel. Consigo abrir la puerta de casa. Y me vuelvo a encontrar con la indiferencia,
una vez más.

Esto no es una relación, ni sana ni mala ni tóxica… Es un vacío horrible, un daño interior inmenso,
una herida abierta y una historia vivida que me acompañará hasta el último día de mi vida.

Las malas palabras duelen y hieren. Pero el silencio desconcierta y mata lentamente el alma. A
veces creo que prefería un tono alto en sus palabras, una discusión, un motivo… un algo. El silencio
que provoca al ignorarme y al evitar hablar conmigo, me hace sentir insignificante. Como si no fuera
nadie ni valiera nada.

Me doy una ducha de agua templada y, mientras intento relajarme bajo el agua, empiezo a recordar
la bonita historia que estaba leyendo en esa peculiar librería.

«Que señora tan encantadora», pienso al recordarla.

Para cenar, la misma táctica del otro día. Mejor dicho, de todos los días que reina la ignorancia en
el ambiente de esta casa. Me preparo un sándwich y me lo como sentada en el sofá del salón,
mientras miro algún programa en el televisor, yo sola. Él se prepara su cena sin contar conmigo, sin
hablarme en absoluto y sin fregar nada de todo lo que mancha.

Otra vez, nos volvemos a encontrar los dos en la misma cama. Sintiendo el calor que desprende
cada uno de nosotros. Intentamos no rozarnos, no vernos y, mucho menos, sin besarnos ni amarnos.

A pesar de ser jóvenes y supuestamente enamo-rados, el sexo es algo que no practicamos


demasiado. Supongo que él estará necesitado, pero intenta hacerme daño evitándome físicamente. Si
este es su plan, lo consigue. Consigue hacerme daño.
Yo tampoco estoy muy por la labor. Su manera de ignorarme, de hablarme dañándome a menudo,
de soportar su control, de vivir atemorizada en algunos momentos debido a su rabia descontrolada
me anulan cualquier acercamiento que quisiera tener con él. Casi que prefiero que me ignore en la
cama a que intente obligarme.

El suave tacto de unos labios en contacto con los míos me despiertan de mi sueño profundo. Abro
los ojos y le veo muy cerca de mí, tumbado a mi lado en la cama. Justo enfrente de mí. Me mira
directamente a los ojos, sin apartar la mirada, sin pestañear y sin articular palabra.

Siento una enorme tristeza al pensar que quiero dejar de ver sus bonitos ojos el resto de mis días.
Me siento culpable por estar tramando un plan de huida a sus espaldas.

«¿Seré yo una traidora?», me pregunto sin lograr conseguir una respuesta clara y concisa.

«¿O quizás… soy una cobarde?», me aterra creer que quizás lo sea.

Me siento confusa. Mi estado de ánimo y mis sentimientos son una autentica montaña rusa. En
algunos momentos del día, le odio. Según el cambio en su actitud y en su forma de tratarme, pienso en
intentar arreglarlo. Quizás, con un poco de paciencia y con ayuda de profesionales, podríamos vivir
felices sin tener que separarnos.

Mientras seguimos mirándonos fijamente a los ojos, me dice:

—He estado pensando en tu actitud de estos últimos días —me dice en tono aparentemente
tranquilo.

—¿En mi actitud? —le pregunto, temiéndome la que se me avecina encima.

—Sí. Has estado evitándome. Cenando sola, viniendo tarde a casa sin decirme dónde has estado,
replicándome con la ropa que creo que es más acertada para ti… ¿quieres que siga? —me dice
subiendo el tono de voz.

—No —le contesto tajante.

Parece que él se ha dado cuenta de que me siento culpable por haber actuado mal. Una vez más, ha
sabido cómo usar las palabras para volverlas en mi contra. Ahora la que parece una desagradecida y
una egoísta soy yo. Vuelvo a ser yo.

Parece, según él, que yo he actuado mal, muy mal y que él es el bueno en esta relación. El que
aguanta con paciencia mis malos actos.

Se levanta victorioso de la cama y se viste con seguridad. Yo sigo tumbada en la cama, mirando
cómo se va vistiendo Edu mientras mi mente vuelve a pensar:

«¿Cómo ha vuelto a conseguir manipularme? Qué hábil es».

Me levanto acelerada y otra vez mi mente intenta ayudarme para alejarme de semejante personaje.
Abro las puertas del armario y vuelvo a elegir por mí misma la ropa que me apetece llevar. Y, qué
casualidad… que vuelve a ser esa ropa que él detesta.

«¡Que se joda!», pienso enrabiada.

Tengo que ser fuerte y valiente. No tengo que bajar la guardia en ningún momento. Él lleva años
siendo más astuto que yo.

Se da media vuelta para mirarme y su cara lo dice todo cuando me ve vistiéndome con la ropa que
no soporta que me ponga. Le miro desafiante y con una leve sonrisa de orgullosa. De saber que le
estoy fastidiando adrede. Sus labios se aprietan, quedando su boca pequeña y arrugada como una uva
pasa. Su mirada intenta acabar conmigo. Y sus pensamientos quizás consigan averiguar cómo
hacerlo…

Se va de casa dando un portazo. El sonido queda en el aire unos segundos y en mi cabeza algunos
segundos más. Seguir fiel y constante a mi plan de huida es más duro de lo que creía. Es enfrentarme
a él día tras día. Y tener que vivir momentos de estrés, de inseguridad y de altibajos emocionales.
Pero si todo este esfuerzo va a llevarme a poder volver a ser yo misma, a volver a tener mi
autoestima y sobre todo a poder volver a sonreír, habrá merecido la pena.

Voy a la cocina y me preparo un café con leche. Hoy no tengo la imperiosa necesidad de ir a la
cafetería. Parece que poco a poco y a medida que voy consiguiendo un poco de libertad, no me siento
con tanta ansiedad de obligarme a salir para romper con sus exigencias.

De camino a la oficina, paso justo enfrente de la misma pared de ladrillos en la que me acorraló a
traición. Parece que cada rincón de este barrio me recuerda a él y a su manera radical de amarme.

Pienso en que sería bueno cambiar de aires, desconectar de cada rincón que me recuerda su forma
de ser. Es imposible pasar página viviendo recordando cada mala experiencia vivida con esa
persona.

«Lo comentaré con mis compañeras, a ver qué opinan ellas…».

Llego a la oficina en pocos minutos y saludo a los compañeros de trabajo. En especial a Sandra y
Eva, mis nuevas amigas. Hacía muchos años que no decía esta palabra. Es evidente que poco a poco
va habiendo un cambio favorable en mi vida. Es más lento de lo que querría, pero este cambio hay
que tomarlo con calma. El buen caldo, se cocina a fuego lento. Y la mejor manera de terminar bien
con una mala relación, también necesita su debido tiempo.

Durante la jornada laboral, Eva, Sandra y yo nos vamos cruzando algunas palabras y algunos
gestos. A la hora de comer, nos vamos juntas a la sala de comedor. Parece que el único tema a hablar
es el mío. Me hubiera gustado saber algo más acerca de ellas, de sus vidas. Si tienen pareja, hijos o
saber si viven una experiencia en pareja parecida a la mía.

Ellas están totalmente centradas en mi historia y en cómo seguir ayudándome con el plan de huida.
Hacen sus deberes en casa, buscando información acerca de cómo hay que tratar a este tipo de
personas y cómo poder alejarse de ellas. Sacan, cada una, una hoja de papel con apuntes y entre las
dos completan la información.

—Veamos… hemos apuntado aquí… —dice Sandra señalando en el papel— que no debes de
decirles nunca que no. Ya que eso les enfurece y te va a volver a hacer sentir mal. Tampoco intentes
cambiarles, es una misión imposible. Nunca cambian, tenlo en cuenta —me dice mirándome a los
ojos.

—Chicas… os agradezco de corazón todo esto que estáis haciendo por mí —y continúo—, pero
por desgracia le conozco muy bien. He ido aprendiendo cómo tratarlo y voy aprendiendo a saber
cuáles son sus reacciones, según el cambio que voy haciendo yo.

Ellas me miran extrañadas. No tienen ni la menor idea de lo que intento decirles yo.

—Vamos que… me gustaría hablar de otras cosas, para variar un poco el tema de conversación —
les digo sincerándome y evitando ofenderlas, a la misma vez.

La expresión de sus rostros se relajan al saber lo que intentaba decir.

—Creía… ¡que ibas a decir que intentarías arreglarlo con él! ¡Menudo susto! —dice Eva
echándose a reír.

Nos reímos las tres. Me río de felicidad. Me siento a gusto a su lado compartiendo mis
experiencias, mis miedos y ahora… mi felicidad. Por fin, la hora de la comida en la oficina se hace
amena, divertida… Y empiezo a escuchar sus historias…

Sandra, la tercera de cuatro hermanas, ayudó desde una temprana edad a su madre en los cuidados
de su hermana más pequeña y en las labores del hogar. La mayor de sus hermanas, Yolanda, dejó los
estudios para ponerse a trabajar y ayudar, en la medida de lo posible, en la economía del hogar justo
después de que su padre las abandonara a su suerte, a las cinco mujeres de su vida.

Eva y yo la escuchamos asombradas y con especial atención a cada una de las palabras que salen
de sus rosados y finos labios.

Creía, el día en que descubrí el tipo de persona que es el hombre con quien comparto mi vida, que
yo era una mujer con mala suerte. Después de escuchar la historia resumida de la infancia de Sandra,
junto con sus hermanas y su pobre madre, me siento una estúpida por creer que tengo mala suerte, por
haberme sentido una desgraciada y por pensar que he desperdiciado muchos años de mi vida.

La lección que me ha dado Sandra, sin quererlo, me ha abierto los ojos y me ha cambiado la forma
de pensar, referente a la mala suerte que tengo o que creía tener.

Mis padres, en especial mi padre, siempre fue un hombre muy trabajador. Su única y mayor
preocupación era darnos la mejor vida posible, dentro de sus posibilidades, claro. Mi madre luchaba
incansablemente por darnos buenos valores, buena educación y los mejores cuidados físicos y
emocionales que podía. Siempre estuvieron luchando juntos para sacar adelante a sus dos queridas
hijas. Pudimos estudiar sin prisas y sin la presión de una gran falta económica en nuestra casa.
Estudiamos lo que quisimos y nuestros padres nos pagaron los estudios y nuestra vida hasta que
decidimos independizarnos por voluntad propia. Nada que ver con la vida y las experiencias vividas
de mi compañera Sandra.

Al otro extremo, totalmente alejado de la vida de Sandra y de mi vida, está la vida de Eva. Eva es
la pequeña de dos hijos. Su hermano mayor, Óscar, es un hombre exitoso que sigue los seguros pasos
de su maestro y padre, Don Damián. “Don” por la distinción que usan muchas personas que le
conocen y se dirigen a él de este modo, con mucho respeto. Tiene una empresa de materiales de
construcción en constante expansión. Incluso a pesar de estos largos y duros años de crisis en nuestro
país y aunque hayan sido muchas las empresas que han quebrado y personas que se han quedado en la
calle y sin trabajo, Don Damián ha seguido a flote con sus empresas. No solo eso, sino que incluso ha
sabido seguir expandiendo sus negocios, cruzando incluso los océanos.

Eva, la más rebelde de la familia, se ha desentendido por completo de los negocios familiares y ha
querido por sí misma ganarse la reputación y el sueldo en una humilde empresa, como es en la que
estamos trabajando actualmente.

Según cuenta ella, es la más feliz de la familia, ya que cuando se reúnen los domingos a comer en
casa “de los papás”, como ella les llama, no tiene que dar cuentas de las empresas, de sus gestiones,
de los trabajadores… como hace Óscar cada domingo. Vive despreocupada de tanta responsabilidad
y de dar tantas explicaciones a su padre, referente a los negocios. Y cómo dice ella: “Yo me gano mi
pan, sin que me lo compre mi padre”. Refiriéndose a que Oscar cobra un buen sueldo, un magnífico
sueldo, pero es su padre quien le hace la orden de la transferencia de su nómina a su banco. Y sigue
contando…

—A parte de mi sueldo, mi padre siempre tiene buenos regalos para mí. Sin tener que “estar
metida en el ajo…” —dice, acompañado de una carcajada.

Parece que ha sido la persona más inteligente de todos los miembros de la familia Méndez.

Eva sigue viviendo una vida bastante acomodada, tal y como estaba acostumbrada, pero con la
gran diferencia de que ella le rinde explicaciones del trabajo a un jefe que no es su familiar y que le
trata como a una trabajadora más, sin favoritismos, sin presiones excesivas y sin explicaciones los
domingos a la hora de la comida familiar.

Y aquí estamos las tres sentadas juntas en la misma mesa. Cada una con una vida totalmente
distinta la una de la otra, compartiendo con total armonía una hora de descanso para la comida.

Suena el timbre que avisa que debemos volver a nuestras mesas de trabajo. Recogemos nuestros
táperes y limpiamos las migas de la mesa con una servilleta de papel. Tiramos los vasos de plástico
del café a la papelera y volvemos a sentarnos en nuestras sillas de ruedas unas horas más.

A las seis menos diez de la tarde, el ajetreo es mayor al del resto de las horas en la oficina. Las
voces se van alzando sin darse cuenta, se van recogiendo tranquilamente nuestros enseres, se van
apagando los ordenadores, se van bajando las persianas, se apaga el aire acondicionado y por último
se apagan todas las luces de la oficina hasta mañana.

Andando por la acera de camino a casa, me vuelvo a acordar de la historia del libro que dejé a
medias, por terminar. Dudo en volver a entrar en la misma librería o, por el contrario, seguir el
camino hasta casa. La duda pasa en pocos segundos y de nuevo vuelvo a abrir la puerta verde y de
hierro de la librería. Parecía que la adorable señora me estaba esperando.

—Buenas tardes, bonita. He preparado un té para las dos —me dice en tono suave y con una
agradable sonrisa en su rostro.

Le sonrío, simplemente. Se me hace extraño está relación que tenemos las dos. Tampoco entiendo
muy bien el porqué de mi visita otra vez. Cuando me acerca la taza con el té caliente, pienso en que
hay cosas que no tienen una explicación lógica, aparentemente.

«¡Qué más da no entender muy bien esta relación extraña entre nosotras dos! La cuestión es que me
siento a gusto volviendo otra tarde a esta peculiar librería. Y la sensación agradable de sentarme en
esa butaca aparentemente estropeada, pero muy cómoda, con un buen libro entre mis manos y una
buena taza de té, recién hecho, encima de un montón de libros apilados en el suelo, justo al lado de la
butaca, me sienta bien».

Me reconfortan estos pensamientos.

Hay personas que se nos presentan de forma inesperable y mágicamente en nuestras vidas sin
entender muy bien el motivo y la función de estas. Eso no es relevante en absoluto. Lo realmente
mágico es saber aprovechar la compañía de esta persona especial que la vida te ha dejado disfrutar.

Así que… aquí estoy de nuevo, otra tarde más, sentada en la butaca y deseando poder terminar esta
historia increíble que lleva horas esperándome incansablemente para que yo pueda seguir
evadiéndome de mis problemas y de la persona que espera ansiosa por seguir teniéndome dominada
una tarde más.

Lo mágico de los libros y, en especial de sus historias, es que tu mente vuela libre, sin ataduras,
sin miedos… Y descubres que, mientras lees, te sientes feliz. Y si te das cuenta de esta felicidad, aún
son más fuertes las ganas que tienes de volver a sentir esta estupenda sensación una vez más. Poco a
poco, las letras, su significado y la historia que representa todo el conjunto te envuelven en un
sentimiento en el que ya no querrás dejar de sentir jamás.

Abro el libro por la página 87 y empiezo a leer desde el punto en que dejé la historia a medias. Mi
mente, en un par de segundos, vuelve a recomponer todo lo imaginado y lo leído hasta ahora. Y mi
mente vuelve a volar… Hasta que, otra vez, su voz suave y su sonrisa encantadora me avisan de que
ha llegado el momento de cerrar la puerta de la librería hasta mañana. Otra vez son las ocho de la
tarde y apenas me he dado cuenta de lo deprisa que han pasado estas dos horas desde que salí de
trabajar. Aunque esta vez algo ha cambiado en mí.

A medida que estaba sumergida en la bonita historia, frenaba mis impulsos por terminarla esta
misma tarde. Inconscientemente, quizás, haya buscado una manera o una excusa para poder volver y
terminar el libro. Para poder volver a ver su encantadora sonrisa, sentarme en la desastrosa, pero
cómoda, butaca, a saborear el rico té recién hecho y poder adentrarme de nuevo en otra historia que
no sea la mía propia.

Le doy las gracias y las buenas noches. Y de seguido cierro la puerta verde de hierro justo al salir.

Será la costumbre, tengo necesidad de mirar el móvil. De ver cuántas llamadas han sido esta vez
las que me ha hecho, mientras leía gustosamente el libro. Seis llamadas perdidas. Seis insistentes y
controladoras llamadas perdidas a lo largo de dos horas.

Andando por la acera, dirección a mi casa, pienso en que no tiene motivos de peso para hacerme
tantas llamadas. Otra cosa bien distinta sería si le hubiera ocurrido algo importante. Entonces es
lógico y natural que me avise de esa tragedia. Lo que no es sano, ni natural, son sus llamadas sin
sentido con el único fin de controlar dónde estoy, con quién voy, saber a qué hora volveré y sobre
todo no dejarme un poco de espacio personal para mí. Quiere que las veinticuatro horas del día su
presencia esté presente en mí, allá a donde vaya y, esté con quien esté, él siempre está ahí, a mi lado,
en mi mente, a través de mi móvil… Asfixiándome.

En los primeros años de relación, creía que era un hombre atento. Incluso me gustaba que me
esperara en la puerta del edificio donde trabajo a las seis en punto de cada tarde. Me sentía una chica
especial por el gesto que él tenía de venir hasta mi trabajo y pasear juntos hasta casa, cogidos de la
mano.

Los mensajes que recibía a media mañana me iluminaban la cara y me hacían sacar una leve y
tonta sonrisa de enamorada.

«Siempre piensa en mí», pensaba en cada mensaje o llamada que recibía de él.

Es el primer amor importante que tengo y que he tenido hasta ahora. Y creo que será el único en
toda mi vida. No me imagino mis días sin él. Sin sus llamadas constantes, sin sus preguntas de todo
tipo para averiguar todo acerca de mí, de su manera de protegerme de malas personas, incluso hasta
de las buenas. Como ha hecho sin darme cuenta, al apartarme de mi familia, de mis amigas… Hasta
que todo mi tiempo libre, y durante el tiempo de trabajo también, todo se ha reducido a él.

En mi vida no hay tiempo ni para mí misma ni para mi familia, ya no hablemos ni de mis amigas, a
las cuales también aparté lentamente bajo las constantes críticas incansables de Edu contra ellas. No
eran buenas amigas, según él.

Como decía él: «No son buenas compañías. Te llevan por mal camino. Hazme caso que yo sé
mucho de esto y lo veo en ellas, que te tienen envidia y te quieren romper la relación conmigo.
Hazme caso, que yo nunca me equivoco».

Y añadía cuando mi cara demostraba que no estaba del todo convencida con sus palabras: «Todo
esto te lo digo porque te quiero y porque me importas de verdad».

Siempre sabía y sabe cómo camelarme y enredar-me entre sus palabras dulces. Esa es su manera
sutil de manipularme, haciendo conmigo lo que quiere y cuando quiere. Y yo, que le amaba con
locura, obedecía a todas sus peticiones, creyéndome de verdad que todo cuanto dice y hace es por mi
bien. Porque yo no sé cuidarme sola. Él, en cambio, sabe cuidarme y protegerme de las personas que
me quieren dañar emocionalmente.

«¡Seré estúpida!», me digo a mí misma enfadada.

—¡Cómo puede ser que siga pensando o creyendo que todas estas palabras dulces y envenenadas
son por mi bien! ¿Cómo puedo seguir estando tan ciega de amor? —me digo a misma en voz alta,
intentando que se queden grabadas en mi cabeza para siempre.

Hay momentos en que creo que su juego ha pasado cualquier frontera y que estoy secuestrada
emocionalmente por el amor de mi vida. Tengo miedo de no poder ser capaz de poder llevar adelante
mi plan de huida. Han sido tantos años los que me ha manipulado, que mi mente piensa de la misma
forma en que él me ha obligado. Me ha robado mi propia identidad. Ya no sé quién soy exactamente,
ni cuáles eran mis sueños por cumplir, apenas llevo la ropa que me gustaba llevar, dejé de abrazar a
mis amigas y no recuerdo el instante en que dejé de sonreír estando con él.

Llego al portal de casa y abro la puerta. Aprieto el botón del ascensor y espero unos minutos justo
enfrente de la puerta. Cuando llego a la tercera planta, salgo del ascensor y me planto delante de la
puerta número dos. Un presentimiento me avisa de que algo está ocurriendo al otro lado de nuestra
puerta vieja y fea de madera. Las luces están apagadas y se oye música de fondo, en tono muy bajo.
La luz tenue y pequeña de unas velas alumbran la mesa pequeña de la cocina, muy bien servida en
mitad del salón de casa. Edu parece que ha movido el sofá para poner justo en la mitad del salón la
pequeña mesa de la cocina y la ha dejado servida con mucho gusto y detalle. Un mantel blanco,
cuatro copas de cristal, una botella de vino, la vajilla buena para los festivos navideños encima de la
mesa, las servilletas de tela…

Unas lágrimas, caen de mis ojos al ver tal detalle tan bien hecho y pensado. Resoplo intentando no
romperme en mil pedazos. Me siento terriblemente mal por haber estado pensando tan mal acerca de
él. Por haber venido dos horas más tarde a casa sin avisarle para que se quedara tranquilo al saber
que no me ha ocurrido nada malo.

¿Qué me está ocurriendo? Me estoy volviendo loca. ¿Debo aceptar esta velada romántica con él?
¿O debo de cerrar la puerta y volver a salir a la calle intentando no caer otra vez en su juego
malvado?

Lo pienso unas milésimas de segundo. No han hecho falta ningunas milésimas más para darme
media vuelta, cerrar la puerta sin apenas hacer ruido y bajar las escaleras llorando hasta llegar al
último escalón para sentarme en él.

Busco el móvil desesperadamente dentro del bolso y, con las manos temblorosas y la mirada
borrosa por las lágrimas, llamo a Sandra. Ella, nada más descolgar la llamada, me pregunta en tono
asustadizo:

—¡Qué ha pasado! Dime, ¿te ha hecho algo? —dice en un tono bastante alto.
—Una cena romántica. Eso es lo que ha hecho. ¡Una maldita y estúpida cena romántica! —le
contesto llorando sin parar.

—¡Es una trampa emocional! No caigas en su juego. ¿Dónde estás? —me pregunta agitada.

—En el portal de mi casa —le digo secándome las lágrimas.

—Vale, quédate ahí. Ahora mismo vengo a buscarte.

Cuelga la llamada para venir a buscarme lo antes posible. Y yo la espero sentada en el primer
escalón con los ojos hinchados de tanto llorar, los nervios a flor de piel y el corazón roto por amor.
5

Veo cómo aparca un coche rojo justo enfrente del portal del edificio. Se baja una chica rubia,
bastante alta y con un enorme corazón y predisposición para ayudar a los demás.

En mis pensamientos, pasan a una velocidad de vértigo el hecho de que la más desfavorecida de
nosotras tres sea la que tiene más capacidad por ayudar que las demás.

Da unos golpecitos en el cristal de la puerta del portal del bloque para llamar mi atención. Me
levanto y le abro la puerta.

—¿Qué tal estás? —me pregunta mientras me abraza.

—Algo confusa… —le confieso.

Me coge del brazo y andamos juntas hasta llegar justo enfrente del coche.

—Vamos, te llevaré a mi casa —me dice mientras abre la puerta del acompañante del coche.

Me siento en el asiento del acompañante y cierra la puerta con cuidado. Baja el volumen de la
radio, evitando molestar e intentando llevar a cabo una conversación sin tener que dar voces por el
volumen exagerado de la música.

—Me gusta escuchar la música bien alta —me dice sonriendo.

Le devuelvo la sonrisa tímidamente y respiro hondo. Aliviada.

—¿Estás más tranquila? —me dice justo después de escuchar mi respiración profunda.

—Has sido mi salvación, Sandra. No puedes imaginarte cuánto te agradezco todo esto que estás
haciendo por mí…

—No es ninguna molestia. Las amigas estamos para ayudarnos.

La miro emocionada por sus palabras. El simple hecho de que me considere su amiga, con el poco
tiempo que llevamos hablando, me alegra enormemente.

—Hacía años que no tenía ninguna amiga —le vuelvo a confesar otro secreto que tenía guardado.

—¡Ese cabrón te ha apartado de todo el mundo! —dice en un tono algo más subido de lo habitual,
debido a su emoción por el tema de la conversación.

—Me avergüenza decir esto, pero… —le digo confiando plenamente en ella—. No me considero
una chica estúpida, ni mucho menos, es por eso que… no logro comprender por qué no me he dado
cuenta antes de quién era él y de lo que estaba haciendo conmigo —me sincero abiertamente.
Me mira un par de segundos y vuelve a girar la mirada hacia la carretera para no colisionar con
nadie ni con nada.

—Carla, tú eres una chica maravillosa. Me di cuenta nada más verte la primera vez en el trabajo,
hace ya bastantes años. No te sientas una estúpida, pero debes saber que él tampoco lo es y que hará
todo cuanto pueda para seguir teniéndote en su vida. No parará hasta que tú le dejes bien claro que ya
no hay vuelta atrás. Aun así, aun habiéndote apartado de su lado y de su vida, él seguirá buscándote e
intentando convencerte de que sin él no eres nada.

—¿Cómo sabes tanto sobre este tipo de personas? —le pregunto curiosa.

—Porque mi padre era uno de estos tipos de personas —añade—. Cuando éramos pequeñas, no
nos dábamos cuenta de lo que ocurría con mi madre y su mermada forma de ser año tras año. Pero…
cuando mi padre nos abandonó, no dejó de acosar a mi madre, de intentar seguir manipulándola, aun
estando él en otra casa, haciendo su nueva vida con otras mujeres.

—La historia de tu madre es durísima —lamento decirle.

—Sí. Pero todo pasa por algún motivo. Y poco a poco mi madre fue despegándose
emocionalmente de él y empezó a cambiar. Más bien diría yo, empezó a ser ella misma otra vez.
Tengo una tía y su marido que nos han ayudado mucho a salir adelante y han sido unos pilares
fundamentales para mi madre. Mi madre ha sabido sacar adelante a todas nosotras, a darnos buenos
valores, pero, sobre todo, la lección más grande que me ha dado mi madre es la de la capacidad de
superación. Se puede salir adelante de una mala relación y se puede llegar a vivir feliz. De hecho,
desde el minuto uno en que estás lejos de esa persona, vuelves a ser tú misma.

Sandra no solo es una chica guapa y de buen corazón, sino que su forma de pensar y de llevar su
propia vida es de admirar.

—Tu madre debe de ser una mujer excepcional —le digo alabándola después de todo lo que he
ido sabiendo acerca de ella.

—Lo es y tú ahora lo verás por ti misma.

Aparca el coche en un pequeño espacio que queda entre un vehículo y el contenedor de la basura.
Bajamos del coche y entramos en un pequeño y oscuro portal. El bloque es humilde, pero, desde el
mismo momento en que Sandra abre la puerta, se aprecia en el ambiente que rebosa generosidad y
buena fe en su hogar.

Su madre se acerca a mí y me da un fuerte abrazo, literalmente hablando. Me “obliga” a pasar al


salón. Allí están sentadas dos de las hermanas de Sandra, su tía y su tío en el sofá. Están hablando,
riendo y disfrutando del paso de las horas en familia.

El móvil no deja de sonarme y mi rostro, seguramente, empieza a desvelar mi estado de nervios


ante la insistencia de las llamadas de Edu.
Sandra y su madre se hacen un cruce de miradas cómplices y parece que se han entendido a la
perfección. Su madre me hace un gesto con la mano derecha, como diciéndome: «Oye, tú, déjame tu
móvil». La entiendo, aunque no haya gesticulado ni una sola palabra. El resto de la familia sigue con
su conversación, como si no pasara nada. Parece que su forma de actuar no les asombra en absoluto y
la tienen más que sabida.

Abro la cremallera del bolso y le doy el móvil. Ella descuelga la llamada ante mi mirada
asombrada.

—Hola. Buenas noches. Soy la directora de la oficina donde trabaja nuestra empleada Carla y,
ante la insistencia de sus continuas llamadas, no me ha quedado más remedio que requisarle el móvil,
como si fuera una niña pequeña que va al colegio, ¡Vamos! Ahora todos sus compañeros han podido
saber el tipo de chico con el que está saliendo. Estamos en una reunión y ya le aviso de antemano que
durará hasta la madrugada, así que, si hace el favor, no nos distraiga más de nuestro trabajo con sus
llamadas para que podamos volver lo antes posible cada uno de nosotros a nuestras casas. Buenas
noches —y le cuelga sin dejarle espacio posible para que él no pueda decir ni una sola palabra.

Me quedo helada. Descolocada ante tal capacidad de manejar a este tipo de personas y de
situaciones. Así sin más, natural como ella misma, ha mandado “a pasear” a mi pareja, cosa que yo
no he sabido hacerlo después de tantos años a su lado. Y ella, en un pestañear de ojos, le ha dejado
sin posibilidad de hablar y dejándole bien claro que estoy ocupada y que no volveré a casa hasta muy
tarde, si es que llego a aparecer esta noche…

Me devuelve el teléfono y dice, como si nada hubiera ocurrido:

—Venga, vamos a pedir unas pizzas y cenamos todos juntos. Mañana será otro día.

Después de cenar las variadas y riquísimas pizzas, se van yendo a sus respectivas habitaciones
cada una de sus hijas. Los tíos se despiden muy cariñosamente de mí y de su familia y se van dando
un paseo hasta su casa. Por último, la madre de Sandra me trae un par de sábanas limpias y, entre las
dos, las colocamos en el sofá para que duerma en él. Me da las buenas noches y, antes de cerrar la
puerta del salón, me dice:

—Nunca permitas que nadie te quite tus ganas de sonreír. Y jamás te olvides de quién eres —y tras
sus bellas palabras y su buen consejo, cierra la puerta del salón para irse a su cama a dormir.

El ajetreo, bien temprano por la mañana, me despierta. Un ir y venir de mujeres entrando y


saliendo del baño, de la cocina y del salón, donde dormí plácidamente. A pesar de haber dormido en
el sofá de una casa en la que viven personas poco conocidas, he logrado descansar plácidamente.

Mi primer acto reflejo al levantarme del sofá es mirar la pantalla del móvil. Ni una sola llamada,
ni un mensaje. Nada. Por primera vez en muchos años, me siento libre de tanta presión.

A la misma vez, me invade un sentimiento extraño al no estar acostumbrada a esta libertad que me
ha regalado la madre de Sandra. De mi amiga Sandra.
Me dirijo a la cocina. El bullicio que hay entre tantas manos y mujeres hablando desde la primera
hora de la mañana, el trajín de preparar el desayuno y los táperes para la hora de la comida de los
trabajos de cada una es una maravillosa locura mañanera.

La madre de Sandra, en un visto y no visto, ha preparado el café, los táperes con comida diferente
según los gustos de cada una de sus hijas, el pan recién tostado… La observo sentada en un taburete
pequeño de la cocina.

Me pregunto, mientras la sigo observando, qué tipo de hombre ha despreciado y abandonado de


ese modo a esta mujer tan extraordinaria, tan dedicada a sus hijas, tan trabajadora… No logro
comprender cómo un hombre que puede llegar a tener a una mujer como ella a su lado, la aparte de su
vida sin más. Y no solo contento con eso, la intenta dañar, a la madre de sus hijas.

—Tómate el café, Carla —me dice la madre de Sandra, dejándome la taza encima de la pequeña
mesa de la cocina.

Sandra entra en la pequeña cocina, una más para desayunar. Apenas hay espacio para todas ellas,
pero eso no es ni mucho menos un impedimento para que desayunen todas juntas cada día.

—Buenos días —dice Sandra perfectamente peinada, vestida y perfumada.

La saludamos todas, casi a la misma vez.

—¿Qué tal has dormido hoy? —me pregunta Sandra preocupándose por mí.

—Muy bien —le contesto con la taza de café en la mano a punto de tomármelo— ¿Cómo se llama
tu madre? —le pregunto a Sandra en voz baja.

—¡Dolores, me llamo Dolores! —dice ella sin dejar de mover sus manos.

—¡Menudo oído tiene! —digo abiertamente.

Todas las mujeres ponen sus ojos en mí y nos empezamos a reír. Aprovecho que todas están
vestidas y arregladas para entrar tranquilamente en el baño y asearme un poco antes de ir a trabajar.
Al salir del baño, Sandra me apura para irnos ya.

—Ya estoy lista —le digo intentando estirar un poco de la tela de la ropa para que no parezca que
he dormido con la ropa puesta.

Antes de salir por la puerta de la casa de Dolores, ella nos llama la atención para que vayamos
hasta la cocina. Nos da a cada una un táper con la comida preparada. Nos desea un buen día y nos
dice que nos vayamos ya, que llegaremos tarde al trabajo.

Salimos de su casa y cerramos la puerta. Andamos hasta el coche, que está aparcado justo en la
misma calle, entre el contenedor y un vehículo. Ponemos los bolsos, las chaquetas finas de
entretiempo y los táperes rellenos de la comida que ha preparado Dolores en el asiento trasero del
coche. Nos sentamos en los asientos delanteros del coche, nos abrochamos el cinturón, nos miramos
y sonreímos. Arranca el coche y nos dirigimos hasta el edificio donde está la oficina en la que
trabajamos.

—¿Qué tal te has encontrado en mi casa junto a mi familia? ¿Te han tratado bien? —me pregunta
Sandra.

—Me han tratado de maravilla, como si fuera una más de vosotras. ¡Más que bien! He estado en tu
casa —y añado algunas palabras más—. Me ha encantado conocer a Dolores, tenías razón, incluso te
puedo decir que te has quedado corta en las explicaciones sobre ella. ¡Es una mujer realmente
excepcional! Tenéis mucha suerte de tener una madre así de valiente, de fuerte y de sonriente —le
digo de corazón.

—Gracias. Aunque seguro que tu madre también debe de ser una mujer fantástica. Creo que
deberías de ir a visitarla y contarle tu situación. ¿No crees? —me dice honestamente.

Las palabras de Sandra me dejan pensativa. Mi madre ha tenido la gran suerte de no ser una mujer
abandonada por su pareja, al contrario que Dolores. Y mi padre siempre ha estado a su lado en todos
los momentos de su vida. Aun así, eso no le quita mérito a todos sus logros como mujer, pareja y
madre.

—Tienes razón —le contesto cabizbaja pensando en mi madre.

No debería apartar a mis padres en este momento tan cambiante de mi vida. Ellos siempre
estuvieron a mi lado, apoyándome en cualquier decisión de mi vida, ya fuera acertada o no. Ellos
solamente tenían buenas palabras de apoyo hacia mí. No merecen que les castigue con la misma
ignorancia que ejerce Edu sobre mí. Ellos no solo no lo merecen, sino que yo tampoco debo de
actuar como él. No quiero volverme una persona dañina con mis seres queridos. Y, reflexionando
acerca de lo ocurrido, me doy cuenta de que quizás les he podido hacer el mismo daño a mis padres
que Edu ha provocado en mí. Sin darme cuenta, me he convertido en una persona distante y extraña
para mi familia.

Sandra baja del coche y coge del asiento trasero todas sus cosas. Me hace un gesto con la cabeza,
indicándome que suba junto a ella hasta la oficina.

—Si no te importa, voy a hacer una llamada —le digo enseñándole el móvil con la mano.

Comprende perfectamente mi decisión, así que coge también mis cosas y cierra la puerta del
coche. Me quedo de pie, a un lado del coche, y miro fijamente la pantalla del móvil. La palabra
“mamá” en la pantalla me acelera las pulsaciones. Me emociono incluso antes de escuchar su voz.

—¿Carla? —Dice mi madre—. ¿Estás bien? —insiste al no escuchar mi voz.

Me tiembla el pulso, las lágrimas recorren mis mejillas y la sensación de culpabilidad y de


vergüenza se apoderan de mí.

—Lo siento, mamá. Perdóname —le digo sin poder dejar de llorar.
—¿Qué te ocurre, cielo? —Me pregunta preocupada sin saber exactamente lo que me está
sucediendo.

—Nada —le digo mientras me seco las lágrimas.

—¿Quieres que te venga a buscar? ¿Dónde estás? —Insiste.

—Voy a entrar a trabajar ahora mismo —añado—. Solo quería escuchar tu voz y pedirte perdón
por haberte abandonado en estos últimos años.

—¿Abandonado? Cielo, no entiendo muy bien lo que quieres decirme —me dice con un tono de
voz meloso.

—Por si he estado distante contigo, mamá —le aclaro.

—¡Ah! Eso… Sí, bueno, desde que haces tu vida con tu pareja, te sentimos algo más distante de
nosotros. Pero supongo que es normal que quieras hacer tu vida con tu pareja y que nosotros estemos
aparte.

—No, no es normal —le replico.

—No te preocupes, cielo, nosotros te queremos igual. ¿Lo sabes, verdad?

—Lo sé. Gracias, mamá —le agradezco sus palabras de apoyo.

—Te espero a la salida de tu trabajo. Nos tomamos juntas un café y así me cuentas más
detalladamente tu llamada, ¿te parece?

—Me parece muy buena idea, mamá.

Nos decimos adiós y cortamos la llamada, creo que al mismo momento.

Entro en el portal del edificio y pulso el botón para que baje el ascensor hasta la planta principal.
Espero. Sus puertas se abren automáticamente y entro en el interior.

Lloro de felicidad por haberme atrevido a llamar a mi madre y haberle pedido disculpas por mi
comportamiento distante, especialmente hacia ella.

Las horas en la oficina pasan de forma distinta a lo que estaba acostumbrada hasta ahora. Empiezo
a darme cuenta de lo importante que es la actitud de uno mismo para afrontar y vivir de forma distinta
tu propia vida. Antes, hace solo unos días, mi vida carecía de interés. No tenía ilusión por nada en
especial. Nada me motivaba, ni me hacía sentir feliz, nada me satisfacía, nada me hacía sonreír…

La rutina era lo que movía mi cuerpo automáticamente. Actuaba sin voluntad propia. Me levantaba,
desayunaba, me iba a trabajar, esperaba la llamada de mi pareja en la hora de la comida, otra vez
vuelta a trabajar, recogía mis cosas e iba andando hasta mi casa. Allí era otra rutina distinta, pero la
misma cada día. Cocinar, ducharme y esperar a que en algún momento yo fuera el punto de atención
para Edu. Él, evadido en su hobby, era feliz. Parecía que no me necesitaba, que mi presencia le era
indiferente, que no merecía la pena dedicarme un poco de su tiempo libre o algunas de sus palabras.

Mi felicidad se mermaba cada día, mientras esperaba encarecidamente en que llegara el momento
en que quisiera dedicarme unos minutos de su día, una mirada, unas bonitas palabras… Pero esos
momentos apenas llegaban, algunas veces muy de vez en cuando, sobre todo después de alguna
disputa, después de haberme hecho sentir la mujer más insignificante, más estúpida y patética que
exista en este mundo. Entonces, solo entonces, salían de sus labios algunas palabras cariñosas, de sus
ojos alguna mirada dulce y algunos minutos de su día para dedicarse exclusivamente a mí.

Quizás, sin darme cuenta y en contra de mi voluntad, le haya provocado en algunas ocasiones para
conseguir ese momento en el que dedica esos minutos solamente para mí.

«¡Que patética he sido!». Si de verdad he actuado así todo este tiempo y ahora me he dado cuenta
de mi penosa actitud para reclamar un mínimo de atención por su parte, ¡he sido una patética en toda
regla!

La de cosas que podemos llegar a hacer para llamar la atención de la persona que queremos, la de
cosas que podemos llegar a decir o hacer para agradar a esa misma persona y la de personas que
podemos llegar a dañar para dar a entender que estamos en total disposición para esa misma persona
realmente asusta de un modo terrible.

He dejado de ser yo misma para convertirme en una persona a su gusto. Para hacerle sentir
cómodo con mi manera de actuar, de hablar e incluso de pensar. He dejado de ser yo.

Sin darme cuenta, mis compañeros empiezan a recoger sus cosas para volver de nuevo a su
libertad junto a sus familias, amigos… Las persianas bajan rápidamente, al igual que la intensidad de
la luz natural de la oficina. Las sillas quedan vacías, esperando ser ocupadas de nuevo lo antes
posible. El silencio vuelve a ocupar el ambiente de la oficina una tarde más. Es quien custodia este
lugar cada noche al marchar los demás.

Sandra se acerca hacia mí y me pregunta:

—¿Dónde vas a dormir esta noche? —dice con curiosidad.

La miro, no sabiendo la respuesta. Aun así, intento darle una contestación a su pregunta.

—No lo sé. Quizás debería de volver a mi casa… —le digo abiertamente.

Ella me mira asombrada. Sabía que no le gustaría mi respuesta, aun así he decidido ser fiel a mí
misma y decirle abiertamente mis dudas. Su silencio y la expresión de su rostro me dicen que
merecen una aclaración respecto a mis últimas palabras. Así que intento volver a explicarle mis
pensamientos una vez más.

—¿Tú crees que realmente todo esto tiene sentido? —añado—. ¿Crees que merece la pena todo
esto que estoy haciendo? —le pregunto algunas de mis dudas.
Puedo observar cómo coge aire y lo expulsa antes de hablar. Pone su mano encima de mi antebrazo
y me dice susurrándome al oído:

—¿Por qué no te preguntas a ti misma qué es lo quieres en realidad? Tú misma tienes la respuesta
y nadie más.

Me da un beso en la mejilla y se aleja de mí, como si caminara a cámara lenta hasta el ascensor.
Cuando veo cerrarse las puertas del ascensor, me siento de nuevo en la silla de ruedas y me quedo
unos instantes con la mente en blanco. Su pregunta invade mi mente despistada y me hace recordar
tantas cosas…

«¿Por qué no te preguntas a ti misma qué es lo que quieres en realidad?».

—¡Quiero ser feliz! —me grito a mí misma.

Giro la cabeza, avergonzada por haber gritado, fijándome si quedaba alguien en la oficina y que
me haya podido escuchar.

Nadie. No hay nadie más en esta oficina que yo misma, sentada en la misma silla de ruedas desde
primera hora de la mañana.

Me doy cuenta de que me reclamo algo que no debería de haber perdido jamás, mi felicidad. No
hay nada que me haga sentirme realizada, hace tiempo que he olvidado sonreír, he perdido el
contacto con mis amigas, no me visto con la ropa que me gusta, he dejado de hacer deporte, de
cuidarme y… he apartado a mi familia de mi vida.

—¡Mi madre! —grito dándome cuenta de que he quedado con ella esta misma tarde.

Recojo todas mis cosas lo más deprisa que puedo y me levanto de un salto de la silla de ruedas.
Esta queda dando vueltas sobre sí misma por el impulso que le he dado al levantarme.

Corro por el pasillo hasta llegar al ascensor. Aprieto el botón y espero, quizás, un par o tres de
segundos. Ansiosa por no llegar tarde a la cita con mi madre, decido bajar deprisa por las escaleras.
Llego al portal acalorada, temblorosa y angustiada. Abro la puerta con dificultad y salgo a la calle.
Miro a ambos lados, buscándola desesperadamente. Quizás sean los nervios de verla después de
tanto tiempo o por las prisas de haber corrido escaleras abajo con las manos cargadas de varias
cosas, no sé expresarme con claridad, pero siento que mi corazón late deprisa, que mis manos se
adormecen y que varias gotas de sudor recorren mi cara debido al esfuerzo de última hora o debido a
la emoción de nuestro encuentro.

No la veo por ninguna parte y empiezo a sentirme desolada. Quizás le haya surgido algo más
importante y no venga a tomar el café conmigo. Quizás se haya olvidado o, mucho peor, me haya
ignorado, como he hecho yo todos estos años con ella.

—¡Cielo! —grita una voz al otro lado de la calle.

¡Es mi madre! Anda deprisa hacia mí con unos pantalones blancos, una blusa roja de manga corta,
el pelo recogido y una sonrisa permanente en su rostro.

Sin darme cuenta, sus brazos me aprietan fuertemente contra ella, sintiendo latir su corazón,
oliendo su perfume y sintiendo el tacto de la piel de su rostro en mis mejillas. Estoy inmóvil.
Dejándome querer por mi madre. Mis manos poco a poco se relajan dejando caer todo lo que llevaba
en ellas. El táper, la chaqueta… Levanto los brazos y los pongo sobre su espalda, abrazándola. Y
aquí estamos las dos, de nuevo, en mitad de la acera abrazadas. Y al lado de nuestros pies, todas mis
cosas.

Mi madre poco a poco se separa de mí y empieza a recoger mis cosas del suelo. Me agacho a su
lado para ayudarla, aunque ella ya lo tiene todo recogido. Nos miramos a los ojos fijamente y me
sonríe. Sin decir palabra, se apoya en mí para pedirme ayuda para poder levantarse. Mi madre ya no
es tan ágil como la recordaba. Han pasado los años deprisa y en ella está reflejado el paso del
tiempo. Me he perdido todo este tiempo de poder estar a su lado.

Nos levantamos y me sonríe avergonzada por la falta de agilidad. Más avergonzada me siento yo
por darme cuenta de mi mal comportamiento hacia mi familia, especialmente hacia mi madre.

Andamos calle abajo sin decir ni una sola palabra. Solamente andamos una junta a la otra. La
simple presencia de tener a mi madre a mi lado me da seguridad, compañía y felicidad. Esta clase de
felicidad que quería volver a recuperar hace tan solo unos instantes sentada en la silla de la oficina.

Nos alejamos bastante de la zona donde trabajo y vivo. Mi madre, tan astuta como siempre, me
aparta disimuladamente de la zona “conflictiva” de mi vida. Me quiere libre de coacciones, libre
para poder expresar mis sentimientos sin temor a ser escuchada por un compañero de trabajo o de ser
vista por algún conocido de Edu o por él mismo, al estar cerca de la calle donde vivimos.

Algo más alejadas de la zona, entramos en una pequeña cafetería y le pedimos a la chica que está
justo detrás de la barra un par de cafés con leche templados. Nos sentamos y solamente nos miramos
fijamente a los ojos, seguimos sin decirnos ni una sola palabra.

Sin darnos cuenta, tenemos encima de la mesa los cafés con leche templados y una espesa y
cremosa capa de leche en la parte más superior. Mi madre coge delicadamente su taza y toma un
sorbo. Parte de esta cremosa capa le queda pegada en la parte superior del labio, imitando un
gracioso bigote canoso. No puedo evitar sonreír y ella, que se da al instante por aludida, pasa su
lengua por encima de su fino labio superior, quitando así gran parte de ese bigote hecho con la crema
de la leche. Nos reímos las dos durante un buen rato y nos soltamos a hablar abiertamente con el
corazón en la mano. Sin tapujos, sin excusas, sin miedos…
6

Después de hablar extendida y amistosamente como lo harían dos amigas, decidimos volver cada
una a nuestras casas. Con la gran diferencia de que esta vez estamos juntas en este plan de huida.

Mi madre paga los cafés y, al salir de la cafetería, antes de separarnos e ir cada una en una
dirección, se acerca a mí y me coge de la mano. Me pone en la palma de mi mano unos cuantos
billetes bien enrollados y coloca mis dedos encima de estos, dejando el puño bien cerrado.

—Guarda bien este dinero, donde Edu no lo pueda encontrar. El día que decidas volver a casa,
úsalo para venir. Que él no sospeche nada, que no sepa que estás sacando más dinero de lo normal de
la cuenta. Haz como si nada fuera a cambiar. Hay que pillarlo por sorpresa. Recuérdalo, cielo —me
besa en la mejilla derecha y se va.

Observo cómo se aleja de mí la mujer que me dio la vida al nacer y hoy, otra vez de nuevo, lo ha
vuelto a hacer. Esta mujer madura, trabajadora, optimista y buena madre me sigue sorprendiendo y
me sigue manteniendo en vida una y otra vez. Incansable, no acepta que alguien ajeno a nosotros me
quite mi felicidad y me anule como persona. En este momento, ella se convierte de nuevo en mi
“salvadora”. Parece ser que una madre nunca deja de ejercer su papel por más años que pasen.

Me sentía avergonzada cuando pensaba en contarle lo ocurrido a mi familia. Creía que se burlarían
de mí, que me tratarían como a una chica inmadura que no sabe defenderse y que pide ayuda entre
lágrimas, como si volviera a ser esa niña pequeña a la que le han pegado, de nuevo, en el colegio.

Ahora me siento mucho más avergonzada que antes por haber pensado semejante estupidez al
haber creído que mi familia me dejaría de lado y me hundirían más al ridiculizarme con sus gestos y
palabras.

Mi madre esta tarde me ha dado una enorme lección. La de que jamás te creas que tú sola podrás
cambiar el rumbo de tu vida. Siempre necesitamos de alguien. Nos guste o no aceptarlo, la realidad
es esta. De qué sirve querer hacerse el fuerte y el que lo puede todo él solo cuando podemos contar
con la ayuda de personas que nos quieren y que lo hacen desinteresadamente, solamente guiados por
el corazón.

Si tengo la suerte de tener personas a mi alrededor que me quieran, no debería de dudar jamás en
pedir ayuda, en contar con ellos para cualquier circunstancia o incluso para disfrutar de un buen
momento de mi vida junto a ellos, ya que las personas que me quieren también deben de estar junto a
mí cuando me van bien las cosas y disfrutar de los logros conseguidos todos juntos en armonía.

Cuando su figura y su sombra desaparecen de mi vista, decido empezar a andar. Camino de mi


casa, me doy cuenta del dinero que tengo aún en mi mano.

Dejo de andar y pienso unos segundos dónde esconderlo para que Edu no sepa nada. Me quito un
zapato y me apoyo en una pared. Desenrollo los billetes y los doblo por la mitad. Los coloco dentro
del zapato e introduzco el pie con cuidado. Apoyo el pie en el suelo y sigo andando camino a casa,
con algo más de dificultad, por la sensación extraña de sentir el tacto de los billetes en la planta de
mi pie.

Cuando llego justo enfrente de la puerta vieja de madera, pongo la llave en la cerradura con
decisión. El hecho de saber que pronto todo esto terminará y que tengo el apoyo de personas que me
quieren me aporta fuerza y seguridad. Me siento capaz de superar cualquier adversidad. No es la
misma sensación que tenía durante todo este tiempo en el que me veía sola, sin demasiado apoyo, sin
dinero extra para hacer mi plan de huida en cualquier momento, sin saber dónde podría dormir esa
misma noche o poder comer en algún momento del día…

Abro la puerta y lo primero que ven mis ojos es a él. Parece que lleva horas esperándome con la
misma postura, con su mirada fijada en la puerta y con cientos de malas palabras esperando poder
ser escupidas de sus letales labios. Sus brazos cruzados, su mirada punzante y su postura chulesca no
sirven de nada. No me intimidan. Esta vez no, ya que siento la presencia y la fuerza de mi madre y de
mis amigas a mi lado. Esta vez no me siento sola ni indefensa. Esta vez estoy en su misma altura. Me
siento igual de fuerte que él.

—Hola —le digo ignorando su comportamiento.

Me dirijo a la habitación, intentando aparentar tranquilidad. Mi pulso empieza acelerarse cuando


noto que él me sigue con los brazos cruzados hasta la habitación. Intenta intimidarme una vez más. Se
apoya en el marco de madera de la puerta y, con los brazos aún cruzados, me sigue observando.

Empiezo a quitarme la ropa, como cada tarde después de trabajar. Para entrar en la ducha. Él me
mira, sin decir palabra. Empiezo a desabrocharme los botones de la blusa. Me quito la blusa y la
dejo con cuidado encima de la esquina de la cama. Después, el sujetador. Desabrocho el botón del
pantalón y empiezo a sentirme algo más inquieta, pensando en que tengo escondido en el zapato el
dinero que me ha dado mi madre.

«¿Cómo lo haré para que no descubra el dinero?».

Se me ocurre hablarle para distraerle, no sé si funcionará o no, pero lo voy a intentar.

—¡Estoy harta de esta empresa! ¡Me tienen siempre hasta las tantas de reunión! —le digo
fingiendo mi enfado.

Noto cómo las facciones serias de su rostro empiezan a relajarse.

—Creía que estabas haciendo otras cosas… —me dice sinceramente, desconfiando de mí.

—¿Qué cosas voy a hacer yo? Si estoy deseando de volver a casa nada más terminar el trabajo —
sigo fingiendo.

—Este trabajo tuyo no vale para nada. Tampoco es que ganes mucho… —dice siguiendo
humillándome.

—Lo sé. Suerte de tu trabajo y de tu nómina, porque si no… —le digo alabándolo para evitar el
conflicto y así poder disimular el dinero que tengo escondido en mi zapato.

Empiezo a bajarme los pantalones, muy despacio. Se me ocurre decirle:

—¿Te importaría traerme una compresa? —le digo amablemente y con el pantalón bajado hasta las
caderas.

—Está bien —me dice girándose para ir hasta el baño.

Aprovecho justo este momento en que se gira para quitarme deprisa el zapato y lo empujo con el
pie, dejándolo debajo de la cama.

Llega en este justo instante cuando estoy con un solo zapato y los pantalones a medio bajar. Se
acerca a mí. Mis pulsaciones aumentan, las manos me empiezan a sudar, el equilibrio me falla… Y
me caigo justo encima del borde de la cama. Me agarra de la mano y me ayuda a sentarme bien. Me
da la compresa y me dice:

—Quizás deberías de dejar tu trabajo. Con mi sueldo es suficiente para vivir los dos.

Sentada en el borde de la cama con el pie descalzo intentando tapar el zapato de debajo de la cama
y con las pulsaciones elevadas le contesto:

—Tienes razón. Pediré la cuenta —le digo cogiéndole la compresa de su mano.

Se da media vuelta y se va al salón con cara de satisfacción. Respiro hondo sentada en el borde de
la cama. A los pocos segundos, me agacho deprisa para recoger el zapato de debajo de la cama y
saco los billetes de dentro. Los aprieto fuertemente en la mano mientras pienso en un lugar donde
guardarlos y a donde a él no se le ocurra nunca buscar. No valen los lugares típicos, así como en el
cajón de la mesita de noche, donde se guarda la ropa íntima, algún rincón del armario de la
habitación, en el monedero, un tarro de la cocina… Tengo que ser más original que todo eso. Tengo
que buscar un lugar donde él jamás creería que allí hay algo más que lo que aparenta ser.

«¡Ya está! Lo tengo».

Cojo el libro que tengo encima de la mesita de noche y lo abro prácticamente por la mitad. Meto
los tres billetes de veinte euros que me ha dado mi madre, doblados por la mitad y desprendiendo un
poco de olor a mis pies, y, justo antes de cerrar el libro, me fijo en el número de la página. Es la
página 75 y cierro el libro con firmeza.

Cada cosa que hago, cada paso que doy y cada palabra que digo y que logra despistarlo me hace
sentir más astuta que él y logro sentirme más segura de mí misma. Creyendo que en breve lograré
hacer realidad mi plan. El plan de volver a ser feliz, libre, de volver a ser yo misma y de poder
retomar el control de mi propia vida. Esa vida que dejé en sus manos nada más intercambiarnos una
sonrisa.

Lo que parecía un chico trabajador, deportista, familiar… se esfumó a los pocos meses para dejar
paso a la “bestia” que hay encerrada detrás de sus ojos bonitos, de sus escasas palabras, de sus
favores “intencionados” y de su maldad disfrazada de niño bueno.

¿Por qué el amor ha sido tan cruel conmigo? ¿Y por qué no he sido capaz de darme cuenta
realmente de quién era él, mucho antes? ¿Cómo puedo saber si soy el tipo de mujer a la que le gusta
ser dominada por un hombre?

Tengo tantas preguntas… y ninguna respuesta.

Me doy cuenta de que me he quedado embobada con mis pensamientos y sigo con la ropa a medio
quitar. Me apresuro a quitarme el resto de la ropa y el otro zapato que queda en mi pie.

Miro cómo está colocado el libro encima de la mesita de noche. Mostrando el colorido de su
preciosa portada, la historia maravillosa y entretenida que espera ser leída por unos ojos que desean
ver, por una mente que desea volar y con un dinero oculto en su interior que pide ser usado para mi
propia libertad.

Edu me llama desde el salón. Me doy media vuelta y dejo el libro tal cual, expuesto a la vista de
cualquiera.

Y es que, en esta vida, me he dado cuenta de que las personas no ven más allá de lo que hay
físicamente. Edu jamás mirará el interior de un libro que pide ser leído, que está a la vista de
cualquiera que entre en la habitación. El simple hecho de no esconder algo minuciosamente es que no
das a entender que tramas un plan. Su manera de ver es superficial. Y como dice el refrán: “No hay
más ciego, que el que no quiere ver.”

Voy al salón, acudiendo a su llamada. Está sentado en el sofá con los brazos bien abiertos y
apoyados en el respaldo, con una sonrisa de oreja a oreja, con un bol de palomitas recién hechas y
una película en pausa esperando mi llegada.

—Espérame unos minutos. Voy a la ducha y vuelvo contigo —le digo mostrando mi cara más
dulce.

Recién duchada y con el pijama puesto, me siento a su lado y disfruto del momento que me ofrece.
Me siento cómoda, relajada y parece que él también lo presiente. Como palomitas, sin importarme
las calorías, siento el calor y huelo el perfume que desprende su piel al estar tan cerca sentados y no
me molesta, disfruto de la película y, aunque la temática no sea de mis preferidas, no me importa.

Siento que las tornas se han cambiado y que ahora voy a ser yo la que controle esta situación.
Estoy jugando con sus cartas y él ni siquiera se ha dado cuenta, y eso es la mejor sensación que he
tenido en toda mi vida. Ahora soy yo la que va a dictar las normas, la que va a cambiar mi propia
vida y lo haré cómo y cuándo crea oportuno.

Cuando termina la película, se abalanza sobre mí como un animal en celo y yo, que me siento
capaz de no volver a caer en sus garras, de poder ser lo suficientemente fuerte como para alejarme de
él en cuanto quiera, decido dejarme querer. Porque soy mujer y tengo mis necesidades, porque me
siento feliz ahora mismo y porque no hay mejor manera de tener a un hombre despistado que cuando
le sigues dando a entender que lo quieres, que te gusta y que te dejas querer por él.

El factor sorpresa cuando uno cree que está en el mejor momento con su pareja, este es el mejor
momento en que puedes marcharte, dejándolo despistado el resto de sus días. Así que, en el mismo
sofá en el que hemos estado sentados durante noventa minutos, me dejo querer por última vez.
7

Han pasado varios días desde nuestro encuentro carnal en el sofá de casa. He sido algo más
permisiva con él, he fingido felicidad a su lado, he sido más cariñosa y cercana y, a cambio, he
obtenido un poco más de espacio para mí, incluso le he sabido “convencer” de lo cómoda que me
siento al vestirme con un vestido o falda corta. Han sido mis “premios” por mi buena conducta hacia
él. O eso, al menos, es lo que él se cree.

Todo esto lo hago premeditadamente, llevándolo a mi terreno de la forma más sutil posible.
Habiendo planeado con anterioridad cada palabra, cada sonrisa, cada mimo… Le siento seguro,
confiado, feliz… Y ahora, después de todo mi esfuerzo, empiezo a estar más cerca, cada vez más, de
hacer realidad mi plan.

Este fin de semana me voy a casa de mis padres. El lugar donde fui feliz y libre en la niñez y en la
adolescencia. Ahora vuelvo, consciente de querer volver a estar junto a mi familia para más tarde
poder volver a decidir cuál será mi nuevo hogar, mi trabajo… Necesito estar en un lugar donde me
quieran, donde confíen plenamente en mí y donde pueda coger fuerza para decidir más tarde sobre mi
futuro.

Creo que Edu no imagina nada de todo lo que estoy planeando a su espalda. Y eso me provoca
satisfacción al darme cuenta de lo bien que se me da el disimular y sobrellevar esta situación a la
misma vez.

Es poca la ropa que decido llevarme para este fin de semana, pero son enormes las ganas que
tengo de pasar unos días junto a ellos. Me distancié de mis padres, pero lo que más echo en falta es
la compañía de mi hermana y nuestras charlas hasta altas horas de la madrugada, nuestras bromas
mutuas, las posteriores risas venidas de esas bromas, llorar el desamor en los hombros de la otra,
cambiarnos la ropa a menudo…

Todos estos años he sido como una chica huérfana, falta de unos padres, de hermanos y de
familiares cercanos. Me he aislado de tal forma que me he convertido en una persona totalmente
distinta. No me reconozco en absoluto. Esta no soy yo.

Por eso hago este enorme paso tan importante en mi vida, para romper con esta vida que me tiene
atrapada y que impide que pueda volver a florecer mi yo interior.

Cuando cierro la cremallera de la mochila, veo que aún está en la misma posición el libro con la
portada llamativa encima de mi mesita de noche. Lo cojo sonriente, sabiendo lo que hay en su
interior y salgo de la habitación. Edu me espera de pie en el salón y me observa con cara de
desconcierto. No está enfadado, pero tampoco parece que le entusiasma mucho la idea que he tenido
de marcharme el fin de semana a casa de mis padres. Le sonrío y me acerco a él, con la pequeña
maleta en mi mano izquierda y en la derecha el libro. Mostrándolo tranquilamente, sin temor.

—¿Que harás durante todo el fin de semana? —Me pregunta sin estar del todo convencido por
dejarme marchar.
—Ya te lo dije, estar con mi familia. Mi madre no está bien y me necesita a su lado —le contesto
convencida.

—Tu madre no está sola, tiene a tu padre y a tu hermana a su lado —añade con el rostro serio—.
En cambio, si tú te vas de mi lado, yo sí que me quedo solo —me dice usando otra vez sus palabras
manipuladoras.

—Edu, ¿cuántas veces me he ido de tu lado en todos estos años que llevamos juntos? —Le
pregunto en un tono suave, intentando llevarlo a mi terreno y así poder marcharme a casa de mis
padres tal y como había planeado.

—Ya sabes la respuesta —me dice sabiendo que me iré.

—Es la primera vez y debido a una emergencia —le digo acercándome a él.

Le doy un beso en los labios y sigo andando hasta llegar justo delante de la vieja puerta de entrada
de nuestra casa. Me cuesta abrir la puerta con las dos manos ocupadas. Así que él viene hacia mí y
me coge el libro que estaba sujetando con la mano derecha. Las pulsaciones vuelven a aumentar y la
sensación de pensar si se caerán los billetes del interior me están volviendo loca.

—Vamos… abre —me dice haciendo un gesto con la cabeza.

Me tiembla el pulso y me cuesta agarrar el pomo para abrir la vieja puerta de entrada. Me viene la
inoportuna idea de pensar si él sabía que tenía este dinero guardado en el interior del libro desde el
mismo momento en que lo escondí allí. De si sabría que quedé con mi madre una tarde en una
cafetería, algo apartada de nuestro barrio, para poder hablar sobre mi plan de huida. Quizás sepa que
esa mujer que le contestó el teléfono el día en que tuvo la sorprendente idea de prepararme una cena
romántica para los dos, no era una secretaría de la oficina ni mi jefa, sino la madre de mi amiga,
Dolores. Quizás, he sido una necia por creerme superior a él. Por creer que puedo huir de su lado,
como si fuera una tarea fácil, como si él me fuera a dejar marchar de su lado amablemente,
entendiendo la situación.

¿En qué momento me creí capaz de poder llevar a cabo este plan?

Con bastante dificultad y habiendo pasado algún que otro minuto, logro abrir la puerta.

Doy un paso hacia adelante. Pienso para mí que es mejor marcharme, aunque sea sin ese dinero,
solamente con la pequeña maleta que llevo. Así que sigo dando algunos pasos más hasta llegar justo
delante de la puerta del ascensor.

—Toma, te dejas esto —me dice estirando su brazo para acercarme el libro.

—¡Ah, sí! Gracias —le digo haciéndome la distraída.

Le cojo con suavidad el libro de entre sus dedos largos y finos. Y, cuando noto que el ascensor ha
llegado a nuestra planta, me giro para entrar y bajar hasta la planta principal del edificio.
Tengo la imperiosa necesidad de irme de su lado, de estar alejada de nuestra casa y de poder
recuperar un poco de tiempo perdido junto a mi familia.

Hasta que no veo cerrarse las puertas del ascensor justo delante de mí, no puedo respirar con total
normalidad. El estado de nervios que paso junto a él me envejece considerablemente.

Mientras baja el ascensor hasta la planta principal, me doy cuenta de lo joven que soy y de la vida
que he estado llevando todos estos años. Recluida en casa, sin hacer ningún tipo de vida social, sin
tener un pequeño espacio de tiempo para hacer alguna actividad que me llene, me guste o me vaya
bien, sin estar en contacto con mi familia, mis amigas de la infancia… Solamente él. Día tras día, año
tras año… solamente él. Siendo el centro mi vida. He vivido por y para él.

Está bien querer estar junto a tu pareja y compartir buenos momentos, pero eso… no es lo único
que necesita una persona para que se sienta realizada en esta vida. Que necesite de la compañía de
otras personas y que no quiera seguir solamente viviendo por y para una misma persona, creo que no
es de ser egoísta por mi parte.

El ascensor se detiene al llegar a la planta principal. Salgo del ascensor con una extraña
sensación, la de no estar segura de poder marchar de este edificio. Algo me dice, quizás sea el miedo
el que me esté hablando, que no lograré tan fácilmente salir de aquí. Que aún estoy en el punto de
mira de Edu.

Aprieto con fuerza el libro contra mi pecho y empiezo a correr con la maleta en la otra mano hasta
la puerta de entrada del portal. Cruzo la acera lo más deprisa que puedo y sigo corriendo hasta llegar
a la parada del autobús. Me siento en el pequeño banco de metal sin dejar de presionar el libro
contra mi pecho. Siento de golpe una presión fuerte en el pecho que me hace reaccionar haciendo una
mueca.

—¿Estás bien? —me dice una señora al ver mi gesto de dolor reflejado en la cara.

—Sí. ¡Lo he conseguido! —le digo desde lo más profundo de mi alma, sin pensar detenidamente lo
que le he dicho a esta mujer que no conozco de nada.

—Pues me alegro por ti —me dice con una sonrisa.

Justo terminar sus palabras, el autobús se para delante de nosotras. Me pongo en pie y espero mi
turno para subir en él. Cuando subo los dos pequeños peldaños del autobús y estoy enfrente del
conductor, abro el libro buscando la página setenta y cinco y saco los tres billetes de veinte doblados
por la mitad. El conductor me mira asombrado. No creo que haya visto a muchas personas usar un
libro a modo de cartera. Me sonrojo, lo presiento al sentir que me sube el calor de golpe en mis
mejillas.

Desdoblo los tres billetes de veinte euros y le doy uno. Me da las vueltas junto con el tique del
viaje. Me siento un par de asientos más atrás en el mismo lado del conductor, justo al lado de la
ventanilla. Y con el libro encima de mis muslos y la pequeña maleta entre mis piernas, respiro hondo
y sonrío feliz, mientras miro por la ventana el paisaje de vuelta a casa de mis padres.
El sonido de aviso de un mensaje en un móvil me sobresalta. Vuelvo a recordar a Edu al instante.
La tranquilidad que sentía se esfuma de inmediato, dejando paso a la sensación de nerviosismo, de
manipulación y de obsesión.

Busco el móvil dentro de mi pequeña maleta y desbloqueo la pantalla con la yema del dedo índice
de mi mano derecha. Ningún mensaje recibido.

Oigo una voz masculina, venida desde unos asientos más atrás, en el mismo lado donde estoy
sentada. Me giro con curiosidad y miro por el espacio que queda libre entre los dos cabezales de los
asientos del autobús.

La voz que se oye es la de un chico moreno con rizos grandes de piel blanca con acné, de ojos
saltones y oscuros y con una voz bastante varonil, a pesar de su aspecto tremendamente juvenil.
Cuando nuestras miradas se cruzan por casualidad, me vuelvo a sentar correctamente en el asiento,
dejando de observarle.

Hay algo en su mirada que me intimida. Su voz me resulta familiar. Y aunque su rostro no me
recuerda a ninguna persona en particular, tengo la sensación de conocerle. Le doy vueltas a la cabeza
intentando averiguar si le he visto alguna vez en otro lugar o si nos hemos conocido hace mucho
tiempo.

Nada. No logro recordar nada que me asocie con él. Ningún amigo en común, no es ningún
familiar lejano, no es ningún excompañero del trabajo, no lo he visto pasear por el barrio donde
vivimos…

Tengo que dejar de creer que tengo espías que me persiguen y que ayudan a Edu. Debería de dejar
de tener miedo allá a donde me muevo, pero sobre todo debería de dejar de ser tan desconfiada con
las personas que me rodean, ya sean en la calle, en la oficina del trabajo, incluso en este mismo
autobús en el que estoy ahora mismo.

Me he vuelto una persona maniática y reacia hacia los demás. Solamente pienso que las personas
que se acercan a mí es para hacerme daño, para aprovecharse de mi buena fe, de mi debilidad o
incluso para sonsacar algo de mí para su propio interés.

«Cálmate, Carla. Respira hondo y cálmate de una vez», pienso intentando calmarme a mí misma.

Inspiro y expiro suavemente, intentando dejar la mente en blanco.

Dejo de escuchar la voz varonil de ese chico y vuelvo a mirar por la ventana con una leve sonrisa,
fingiendo serenidad.

Estoy cerca de la casa de mis padres. Mis pulsaciones vuelven a aumentar y las manos empiezan a
sudar de nuevo.

Cojo el libro que he dejado durante todo el viaje encima de mis muslos y recojo la pequeña maleta
que tenía sujeta entre mis piernas. Me quedo en esta posición hasta que el conductor frena el autobús,
quedando justo delante de la parada.

Espero a que la mayoría de las personas vayan bajando del autobús para poder bajar la última, sin
sentir que justo detrás de mi espalda alguien me apresura a bajar más deprisa o sentir su aliento en
mi nuca. Cosa que detesto enormemente. Odio que se me peguen las personas desconocidas y detesto
que no respeten un poco de espacio entre unos y otros. No soporto que alguien estornude muy cerca
de mí o que tosa, incluso. Parece que a las personas les gusta pegarse enfermedades unas a otras, que
lo hacen adrede o que demuestran su poca o ninguna educación hacia los demás.

Me he vuelto una persona esquiva. Lo sé. Lo admito. Y creo que esta manera de pensar y de ser no
la voy a cambiar, ni aunque Edu esté lejos de mi vida. Es algo mío, mi manera particular de ser.

Cuando creo que todos han bajado, me levanto con dificultad al tener las dos manos ocupadas y
doy unos pasos de lado hasta salir de los dos asientos del autobús. Ando por el estrecho pasillo hasta
llegar justo antes de la puerta trasera.

Miro al suelo antes de empezar a bajar los pequeños escalones enmoquetados y, justo cuando
pongo un pie encima del escalón, alguien se levanta y se acerca demasiado a mí. Me giro para saber
quién es esa persona que intenta apresurarme para bajar los peldaños. Es el chico moreno de pelo
rizado. Sus ojos saltones me vuelven a intimidar. No me gusta nada su mirada. Quiero alejarme lo
más rápido posible de su lado por la incomodidad que siento al estar tan cerca de él y bajo la
presión de su mirada clavada en mí.

Hay personas que, aunque jamás nos hayan hecho nada malo, nos transmiten un tipo de energía
negativa que hace que nos sintamos vulnerables o insignificantes. También podemos llegar a
mostrarnos reacios y rebeldes ante tal sensación que captamos de estas personas. Quizás estoy
delirando, ya no lo sé, pero la cuestión es que esta persona me provoca una repulsión por mi parte
que no puedo entender. Hay algo en él…

Bajo los pequeños y acolchados peldaños y, sin pensar, le miro directamente a sus ojos oscuros y
saltones antes de pisar la acera. Él me mira, sin contemplaciones, y me sonríe.

—Hasta luego, Carla —se atreve a decirme.

Baja de un salto los dos escalones, busca el móvil en el bolsillo de su pantalón, llama a alguien y
se va calle abajo hablando con esa persona a la que acaba de llamar. Y sigo escuchando su voz
varonil unos cuantos minutos más.

Seguramente esté con cara de boba, mirando cómo se aleja de mí este chico que sabe mi nombre y
del cual, a pesar de no saber nada acerca de él, me produce un rechazo importante.

—¡Cielo! —la voz agradable de mi madre me desbloquea de este shock.

Mi madre, tan hermosa como siempre a pesar de los años que pasen, sigue desprendiendo un
encanto natural y una serenidad que agrada a quienes están a su lado. Le sonrío emocionada, mientras
observo cómo se acerca a mí. Me abraza bien fuerte, tanto o más como la otra vez que nos vimos
para tomar ese café que teníamos pendiente. La abrazo como puedo, al estar mis dos manos
ocupadas. Una por la mochila, la otra con el libro.

—¡Qué cargada que vas! —me dice al notar los bultos justo en su espalda.

—Una pequeña maleta y este libro, nada más —le cuento.

—¡Anda! ¿Y de qué trata? —me dice cogiéndolo—. ¡Qué portada tan llamativa!

—No sé de qué trata, tendré que empezar a leerlo…

—Creía que ya lo tenías empezado. Al verte con él… —me dice mientras ojea la contraportada.

Se lo cojo de entre sus manos y busco la página setenta y cinco.

—Justo en esta página es donde he guardado todos estos días el dinero que me diste para cuando
quisiera volver a casa —añado—. Tal y como me dijiste.

—¡Qué lista eres! —me dice removiéndome el pelo a modo de burla inocente.

—¡Mamá, el pelo! —le digo apartándome de ella para evitar que me despeine aún más.

Pone su brazo encima de mi hombro y me achucha contra ella. Me da un beso en la sien y


empezamos a andar las dos juntas y agarradas de camino a casa.

—¡Qué bien has sabido esconder el dinero, cielo! Eres casi tan lista como tu madre —me dice
guiñándome un ojo a modo cariñoso.

—Tengo una buena maestra —le digo alabándola como jamás lo hice.

A los pocos metros, deja caer su brazo de mi hombro y seguimos andando juntas. Me va contando
historias, mejor dicho, cuchicheos de algunos vecinos del barrio. Llegamos a la puerta de entrada de
casa. La misma casa en la que nos criamos mi hermana y yo. La misma casa en la que mis padres
iniciaron una nueva vida juntos y en la que ampliaron la familia a los pocos meses de instalarse en
ella, según nos han contado siempre. Mi madre, cuando se mudó a esta casa, estaba embarazada de
siete meses. Apenas le dio tiempo a tener todo recogido y organizado cuando nació su primera hija,
desorganizando de nuevo todo el interior de la casa. Esa niña recién nacida, de piel blanca y suave,
con los mofletes hinchados y llamada Carla.

Pone la llave en la cerradura y empuja con fuerza la puerta para que se abra en su totalidad.

—Pasa, cielo, no tengas miedo, que no tenemos perro —me dice con guasa.

Entro en el pasillo, están todas las luces apagadas. Apenas se puede ver lo que hay en el interior
de la casa y el olor del ambiente me recuerda y me transporta, por unos segundos, a mi niñez.

Ando con cuidado evitando tropezarme con algún mueble. Sigo dando pasos muy pequeños hacia
adelante, hacia el salón. Las persianas están bajadas, es lógico que no se aprecie ningún objeto
alrededor. Mi madre, justo detrás de mí, enciende la luz del salón y varias voces a gritos me
sobresaltan:

—¡Sorpresa! ¡Sorpresa! —gritan de felicidad por mi regreso a mi hogar.

Sonrío a la misma vez que mis manos empiezan a temblar, mis pulsaciones vuelven a aumentar, un
nudo aparece en mi garganta y mis ojos lloran de felicidad.

No puedo andar hacia ellos, mis piernas no me responden y lo único que soy capaz de hacer es
poner mis manos encima de mis ojos, tapándolos, mientras no puedo evitar llorar.

Siento muchos brazos que me abrazan, muchos labios que me besan, muchas caricias en mi cara y
muchas palabras de cariño susurradas en mis oídos.

Cuando logro apartar las manos de mis ojos, los miro a todos y a cada uno de ellos. Mi padre, mi
hermana y algunas de las que fueron mis mejores amigas en la infancia. Todos han venido para darme
la bienvenida.

Es en estos momentos cuando una mujer sabe quién le quiere de verdad, quién la apoya en los
peores momentos de su vida y con quién puede contar.

Mi madre sube las persianas del salón y mi hermana empieza a traer desde la cocina bandejas
llenas de comida para la celebración. Mi padre habla con mis amigas y les cuenta anécdotas de mi
niñez. Ellas se ríen de las historias tan divertidas y de la forma tan graciosa que tiene para contarlas.
Mi madre sale y entra del salón cargada de bebidas y de platos llenos de sándwiches, de tortillas de
patatas, de aceitunas… Nos sentamos todos alrededor de la mesa. A ambos lados, tengo a dos de mis
mejores amigas de la infancia.

Empezamos a comer, a beber, a charlar y a disfrutar del buen momento que me han regalado mis
padres.

Mi madre se levanta de la mesa y coge su móvil.

—¡Sonreíd, chicas, que os voy a hacer una foto! —dice mi madre mientras nos enfoca con la
cámara del móvil.

—¡Espera, mamá! Que falta mi hermana —le digo a mi madre mientras le hago señas a mi hermana
para que venga a nuestro lado.

Mi hermana se levanta de la silla y viene hacia mí. Se pone justo detrás de la silla donde estoy
sentada y pasa sus brazos por delante de mi cuello, abrazándome. Su cara queda justo encima de mi
cabeza. Y sonreímos. Mi madre nos hace la foto. La primera foto que tengo de mi nueva vida.
8

Abro los ojos y apenas puedo ver. La oscuridad que hay en la habitación me tiene desorientada.
Paso la mano izquierda por encima del colchón, buscando el cuerpo de Edu a mi lado. No hay nadie.
He dormido sola. Sin él. Es la primera vez que duermo sin tenerle a mi lado en algo más de siete
años. Es una sensación terrible. La del desapego. Qué difícil es aprender a dejar de querer, a
empezar de nuevo, a reorganizar otra vez mi vida, a volver a ser yo misma…

He crecido a su lado, me he formado a su manera, he adquirido sus costumbres como mías, incluso
su manera de hablar o algunos gestos. Nos hemos vuelto uno con el paso de los años. Ahora tengo
que romper con todo esto y volver a ser yo. Es como si quisiera arrancarme un miembro enfermo de
mi cuerpo. Lo necesito, pero me daña. Él es parte de mí. Y se ha convertido en algo fundamental en
mi día a día. Se hace muy difícil romper con todo esto y volver a verme sola en una cama día tras
día, volver a compartir el mismo techo con mis padres y mi hermana y dejar de sentirme
independiente para volver a obedecer las normas familiares de nuevo, pero teniendo más edad.

Me levanto de la cama y voy a tientas buscando la ventana. Consigo encontrar la correa de la


persiana y la subo poco a poco, dejando entrar la luz natural del exterior. Observo mi habitación. Ya
no la siento mía. Antes, cuando era niña, era mi templo. Mi lugar donde podía ser yo misma, donde
jugaba con mis muñecas, en las que se me pasaban las horas sin darme cuenta. A última hora de la
tarde y a todo correr, me acordaba de mis deberes del colegio. Pero las horas en las que me
inventaba historias con mis muñecas, no las perdonaba jamás. Los deberes quedaban en un segundo
plano. Nunca fui una niña de sobresalientes y jamás me interesé demasiado por las asignaturas que
nos daban en la escuela. Hacía lo justo y necesario para ir pasando todos los cursos sin tener que
repetir, pero sin ser demasiado aplicada y sin tener demasiado interés en ser la mejor de la clase.
Eso no iba conmigo ni con mi actitud. Prefería pasar las tardes dibujando y coloreando dibujos o
leyendo historias fascinantes en las que mi mente me transportara a otro lugar totalmente distinto del
real. Historias que me enganchaban y me alimentaban el alma. Esta era yo.

Justo al recordar el tiempo que pasaba leyendo cuando era una niña, he recordado la librería a la
que dejé de ir y en la que me sentaba en ese sillón desastroso y cómodo, en el cual me ayudó a salir
de mi realidad unas horas del largo día.

«Tengo que volver a ir a visitar a esa entrañable señora y su maravilloso desván».

Abro la puerta y salgo de la habitación para entrar en el baño.

—¡Ocupado! —dice mi hermana desde el interior.

Había olvidado estos detalles, entrañables y agotadores a la par, como es el de compartir el baño
con una hermana exageradamente coqueta. Que si el pelo planchado, que si el rímel que hace las
pestañas más largas que hayas visto jamás, que si depilarse todos los pelos habidos y por haber en un
cuerpo…

—¿No te estarás depilando, verdad? —le digo algo asustada por el tiempo que puede llegar a
tardar en salir del baño.

—¡No! ¡Ya salgo! —me contesta.

Era verdad. Nada más decirlo, ha abierto la puerta del baño para salir y dejarme entrar en él.

—¡Buenos días! —me dice a la misma vez que me empuja suavemente a modo de broma.

Le sonrío y le deseo yo también los buenos días. Entro en el baño y cierro la puerta tras de mí. Me
agacho para recoger su toalla que ha dejado tirada en el suelo, guardo su plancha del pelo en el cajón
del mueble de baño, su cepillo y…

—¡Abre, Carla! Que me dejado… —me dice golpeando la puerta.

—Tu rímel —le digo con el rímel en la mano, a punto de guardarlo en el cajón del mueble del
baño.

Abro la puerta y saco la mano con el rímel en ella para dárselo.

—¡Gracias! Chao —me dice mientras lo coge de mi mano y se va a toda prisa.

Vuelvo a cerrar la puerta y pido al universo que me dé tiempo a lavarme la cara y a hacer mis
necesidades sin que vuelva a interrumpirme. Llaman de nuevo a la puerta.

—¡Ocupado! —digo en un tono algo molesta.

—Cielo, venga, sal del baño, que tu padre ha traído churros para desayunar —dice mi madre al
otro lado de la puerta.

Que tengan detalles sabrosos, como los churros con chocolate, me alegran la mañana, pero que lo
hagan diciéndomelo estando yo en el baño… me molesta. Me molesta bastante. Cuando por fin
termino, sin más interrupciones, voy a mi habitación y me visto. Busco en mi pequeña maleta la ropa
que voy a ponerme. Y encuentro el móvil entre mi ropa. Desbloqueo la pantalla y miro si hay algún
mensaje. Ninguno. Nada. No me ha llamado ni me ha escrito ni una sola palabra. Si se ha llegado a
acordar de mí, se ha esforzado mucho en no hacérmelo saber. Necesito saber de él. Intento imaginar
qué estará haciendo sin mí. Si habrá dormido bien o si se habrá sentido extraño, como yo, al dormir
separados después de tantas noches durmiendo juntos. Sintiendo nuestro cuerpo uno al lado del otro.
Percibiendo su compañía. Sabiendo que le importas a alguien, aunque esta persona sea la peor
persona del mundo.

—¿Carla, te queda mucho? —dice mi madre desde el salón.

Cuando está impaciente conmigo, dejo de ser “cielo” para volver a ser Carla.

—¡Voy, mamá! —le digo dejando el móvil otra vez dentro de la maleta entre mi ropa.

Entro en el salón y veo a mis padres impacientes para desayunar conmigo. Nada más verme entrar
en el salón, mi padre se decide a coger unos de los churros que están dentro del cucurucho de papel y
lo sumerge en la taza de chocolate. Esperaba impaciente para poder empezar a desayunar.

Me siento al lado de mi padre y observo durante unos instantes el hambre voraz que tiene a
primera hora de la mañana. Él se da por aludido y con la boca llena de un trozo de churro untado en
chocolate me mira y me dice:

—¡Venga, come! Que se enfrían.

—La verdad es que… no tengo mucha hambre —le digo suavemente, intentando no ofender el
detalle que ha tenido mi padre conmigo.

—Anda, cielo, no le hagas este feo a tu padre y cómete algún churro —insiste mi madre para que
coma un poco.

Cojo un churro y lo mojo en el chocolate caliente. A pesar de estar desganada, me esfuerzo un


poco en comer, como dice mi madre, “para no hacerles el feo”. Aunque debo de reconocer que el
desayuno ha estado muy acertado y, en pocos segundos, se despierta un hambre feroz en mí, parecido
al que tiene mi padre recién levantado por las mañanas. Mis padres se sienten más aliviados al
verme comer con ganas.

Mi padre es el primero en terminar con la taza de chocolate y con la mayoría de los churros. Se
levanta para dejar su taza y la cuchara en la cocina. Se acerca a mi madre y le besa en los labios para
despedirse de ella. Después, se acerca a mí para besarme en la frente y despedirse de mí también.

—¿A dónde va papá? —le pregunto curiosa a mi madre.

—Cada sábado por la mañana se va con un amigo a hacer clases de fotografía.

—¿Qué amigo? —añado de seguido—. ¿Clases de fotografía? —le digo extrañada.

—Es un vecino que vino a vivir hace un par de años, en una calle más abajo. Se hicieron grandes
amigos. Y sí, clases de fotografía. Lleva haciéndolo un par de años y se le da muy bien y le gusta
mucho.

Jamás hubiera imaginado que el hobby de mi padre hubiera sido coger una máquina de fotografía y
empezar a fotografiar cualquier objeto, animal, paisaje…

Mi hermana no ha desayunado conmigo, mi padre lo ha hecho deprisa porque no quería faltar a su


cita de los sábados por la mañana y mi madre seguramente esté en casa por mí, para no dejarme sola
una vez en muchos años que se me ha ocurrido venir.

—¿Y tú, mamá, qué sueles hacer los sábados por la mañana? —le pregunto intentando averiguar
qué plan le he estropeado al estar yo aquí.

—¿Yo? ¡Cualquier cosa! — y añade—. Intento no quedarme encerrada en casa, eso seguro —me
dice con una sonrisa pícara.
—Pues vayámonos a donde sueles ir tú —le digo convencida, evitando no romperle su rutina.

Terminamos de desayunar y dejamos las tazas con un poco de agua para ablandar el chocolate que
ha quedado en su interior.

—¿Te friego las tazas, mamá, antes de marchar? —le digo queriéndola ayudar en las tareas
domésticas.

—¡Anda, déjalo! Es solo chocolate —me tira del brazo para alejarme de la cocina y añade—. Hoy
es nuestro día, vamos a disfrutarlo.

Mi madre me sorprende. Ya no es la mujer estresada que recordaba en la niñez. Se ha convertido


en una mujer más pendiente de sí misma e intenta disfrutar de sus momentos de relajación, dejando a
un lado las desagradecidas tareas del hogar.

Mientras andamos de camino a la parada del autobús, me doy cuenta de lo mucho que ha cambiado
la rutina en mi familia. Soy como una forastera de vuelta a mi hogar. No reconozco a mi padre,
desayunando con ansiedad para no faltar a sus clases de fotografía junto a su nuevo amigo.

Nunca he conocido a ningún amigo de mi padre. Siempre ha sido un hombre muy ocupado en el
trabajo y, el poco tiempo libre que le quedaba, se dedicaba exclusivamente a su familia, es decir, a
nosotras tres. No recuerdo que tuviera una mañana o algún momento del día solamente para él.

Me he sentido mal al saber que lleva haciéndolo un par de años y me he enterado justamente esta
misma mañana. Si no hubiera decidido venir este fin de semana y hubiera preferido seguir con mi
vida junto a Edu, quizás hubieran pasado varios años más sin saber del hobby de mi padre. Tampoco
hubiera sabido por qué ha tenido tantas prisas por marchar de casa mi hermana, bien vestida y
maquillada. Y jamás hubiera sabido esta faceta nueva de mujer independiente y despegada de las
tareas en la que se ha convertido mi madre.

—Estás muy callada, cielo —me dice mi madre llegando a la parada del autobús.

—Estáis muy cambiados —me sincero a decirle.

Mi madre deja de andar al instante, justo después de haber dicho esas palabras, y me mira
fijamente a los ojos para decirme:

—¡Estás equivocada, cielo! —recalca—. Muy equivocada.

—¿A qué te refieres? —le pregunto, no entendiendo lo que me quiere transmitir.

—Tu padre siempre fue un amante de la fotografía, es algo que siempre le gustó muchísimo y que
hasta ahora no pudo hacer, ya que todo su tiempo libre era exclusivamente para estar con su familia.
Al marcharte tú de casa, lo pasamos realmente mal y con el tiempo nos fuimos acostumbrando a ese
vacío que dejaste en nuestras vidas y en nuestros corazones. Al conocer ese vecino nuevo, le animé a
que pasara algún tiempo con esa persona y que intentara hacer junto a él alguna actividad que les
gustara y que llenara parte de su corazón roto. Tu hermana te ha echado muchísimo de menos en todos
estos años. Se convirtió prácticamente en hija única de un día para otro, al irte de su vida. Y no te
puedes ni imaginar el dolor que es saber que tienes una hermana y que, de un día para otro, te veas
sola viviendo con tus padres. Esperando una visita tuya, una llamada, un consejo de hermana mayor,
unos brazos en los que refugiarse cuando más te necesitaba… Y yo, para no volverme loca viendo
cómo te autodestruyes junto a una persona nefasta, salgo de compras para olvidar…

Mi madre me ha dejado helada con sus palabras. Sus sinceras, a la par que dolorosas, palabras.
Nunca imaginé que realmente les hubiera podido causar tanto dolor a mi propia familia.

—No lo hice adrede, mamá. De verás que no lo hice adrede —le digo con lágrimas en los ojos.

Mi madre me abraza y me besa en la mejilla. Me seca las lágrimas de los ojos y me dice:

—Lo sé, cielo. Lo sé —me da otro beso y añade—. No te puedes imaginar lo contentos que
estamos de volver a tenerte en casa junto a nosotros.

—¿Y por qué se han ido papá y Lidia? —le pregunto sin pensar.

—Porque tienen derecho a seguir haciendo su rutina y porque no están del todo convencidos de
que te quedarás en casa.

Palpan mis dudas y seguramente mi miedo. No confían en que sea capaz de apartarme de esta
persona. Temen que vuelva junto a él en poco tiempo. Hablando claro, desconfían de mi poca
capacidad para separarme definitivamente de él. Por eso prefieren seguir haciendo sus vidas. Por si
les fallo cuando ellos hayan dejado de hacer lo que más les gusta y lo que más les evade del vacío
que he dejado en ellos. Aunque la realidad y la verdad te sienta como un puñal clavado en la
espalda. Ni yo misma sé si voy a ser capaz de llevar a cabo mi plan.

A pesar de haber tenido la suerte de tener unas nuevas amigas como Eva y Sandra, que me han
ayudado mucho en el peor momento de mi vida, y de haber encontrado por casualidad un pequeño
refugio un tanto peculiar en el que evadirme y coger fuerzas para seguir aguantando hasta llegar el
momento oportuno… Ni con la espléndida ayuda de mi madre ni con todo esto estoy del todo
convencida de poder soportar vivir lejos de él. Es como una adicción, a la que deseas y a la que
odias profundamente. Me tiene atrapada psicológica, sexual y físicamente. Toda yo soy
exclusivamente para él. Me ha anulado de todas las formas posibles, volviéndome una adicta a sus
palabras, a sus gestos, a sus humillaciones, a sus manos, a sus miradas penetrantes, a su presencia…

Quizás tengan razón y no sea capaz de romper con todo esto. No he podido en algo más de siete
años, ahora ya es algo casi imposible para poder cortar de raíz.

Llega el autobús y nos subimos en él. Mientras mi madre paga al conductor los billetes, ando por
el estrecho pasillo hasta llegar a un par de asientos vacíos. Me siento en el lado de la ventanilla y
miro a través de ella, esperando que mi madre se siente a mi lado.

Siento un escalofrío. Algo me recorre el cuerpo de arriba a abajo, como una mala vibración. Me
doy media vuelta e intento averiguar quién está sentado justo detrás de mí.
«¡No puede ser! ¡Otra vez él!».

El chico de pelo rizado y ojos saltones, el mismo que sabe mi nombre, el de la voz varonil… está
sentado justo detrás de mí. De ahí, el repelús que me recorrió el cuerpo hace unos segundos.

Otra vez empiezo a sentirme nerviosa, observada, incluso me atrevo a decir, perseguida e
intimidada. Me levanto deprisa del asiento y evito mirarle a la cara al pasar justo por su lado. Ando
hasta llegar a la puerta trasera del autobús. Mi madre viene hacia mí y me mira extrañada.

—¿A dónde vas, cielo? —me pregunta no entendiendo mi comportamiento.

—Tengo que bajarme de aquí. Necesito irme, mamá —y le grito histérica—. ¡Quiero bajar!

Todas las personas que están sentadas en el autobús se giran extrañadas para mirarme y a los
pocos segundos el murmullo invade el ambiente. Consiguen que me sienta muchísimo peor de lo que
estaba. Siento un nudo en mi garganta, una presión fuerte en el pecho, un temblor que se apodera de
todo mi cuerpo, empiezo a sentirme mareada, me falta oxígeno…

—¡Quiero bajar! —vuelvo a gritar.

Se abre la puerta trasera del autobús y bajo sin darme cuenta de cómo lo he hecho. Me siento en el
borde de la acera y puedo observar cómo los ojos saltones de ese chico me miran fijamente sin
parpadear. Sonríe levemente, como si estuviera contento por haberme causado tal temor. Observo
cómo coge su móvil para llamar a alguien y, sin dejar de mirarme fijamente, le habla a esa persona,
seguramente, explicándole mi fatalidad. Mi madre sale del autobús y se sienta en el borde de la acera
junto a mí. Su cara de preocupación salta a la vista. El autobús arranca y se aleja de nosotras. Pongo
los brazos cruzados encima de mis rodillas y la cabeza entre ellos. Rompo a llorar.

—Cielo, ¿estás mejor? —me pregunta en un tono suave para no sobresaltarme.

—No sé qué me ha pasado, mamá. Me he agobiado y necesitaba salir del autobús —le digo entre
lágrimas.

—No pasa nada, cielo. Será un ataque de pánico, supongo —intenta quitarle hierro al asunto—.
Vayamos a casa —me dice tendiéndome su mano para ayudarme a levantarme del suelo.

Andamos en silencio un buen rato y, cuando consigo volver a recuperar el oxígeno que creía que
tanto me faltaba, le digo abiertamente:

—Le echo mucho de menos, mamá. No creo que esté preparada para dejarle. Es que le quiero, le
quiero tanto…

—Cielo… esto no es amor, es necesidad. Él te tiene tan absorbida que crees que no eres nadie si
no estás junto a él. Seguramente te creas que eres débil, pero eso no es verdad. Eres una mujer muy
valiente y entiendo perfectamente que le quieras, pero debes de recordar cada instante del día por
qué estás aquí junto a mí y no en tu casa junto a él.
—Lo dices porque eres mi madre y crees que debes de decir estas cosas. No lo dices porque las
creas.

—¡Estás equivocada! El amor que sentimos las madres y las palabras que decimos no son una
mentira. Son reales.

Cada palabra que digo para dirigirme a mi madre, a mi padre o a mi hermana son para recriminar,
juzgar… Mi madre, con su amor y su paciencia infinita, hace que me sienta capaz de poder volver
poco a poco a ser yo, otra vez.

—Me siento avergonzada por la escena que he montado en el autobús —me sincero a decirle.

—Así tienen algo de qué hablar las viejas del pueblo —me dice con una enorme sonrisa.

Sonrisa contagiosa que en pocos segundos se transforma en dos carcajadas de vuelta a casa de mis
padres.

Una vez entramos en casa, necesito tumbarme un buen rato. Así que me tumbo en el sofá y enciendo
el televisor. Empiezo a hacer zapping y pongo cara de aburrimiento.

—¿Por qué no empiezas a leer el libro que trajiste? —se le ocurre esta maravillosa idea a mi
madre.

Me levanto del sofá y voy a mi habitación. Abro la cremallera de la pequeña maleta y cojo el
libro. Veo el móvil encima de mi ropa y lo cojo, no lo puedo evitar. El deseo es mayor que la razón,
así que deslizo el dedo índice por la pantalla y miro si hay algún mensaje de él. Hay un par. La
curiosidad me supera y los leo atentamente.

«Espero que lo hayas pasado bien en tu fiesta de bienvenida».

Otro de hoy:

«Espero que estés bien. No te asustes de nadie».

Las manos me tiemblan con tanta fuerza que se me cae el teléfono al suelo, rompiéndose parte de
la pantalla táctil.

«¿Cómo, cómo lo sabe?», me pregunto a mí misma realmente asustada.

Mi madre entra en la habitación y se acerca a mí. Recoge el teléfono del suelo y lee los mensajes
que ve en la pantalla.

—¿Qué significa esto? —me dice con tono serio.

Necesito sentarme en el borde de la cama para poder recuperarme de este momento traumático.

—¿Cómo sabe este individuo que te hicimos una fiesta? ¿Se lo dijiste tú? —dice en tono brusco.
—No, mamá, yo no le he dicho nada desde que me fui de casa. Ni una sola palabra. ¡Te lo juro! —
le digo entre lágrimas, otra vez.

—Te creo, cielo, solo era una pregunta. Disculpa mi tono, no te estaba juzgando ni regañando —
me dice con un tono mucho más suave que el anterior.

Mi madre sale de la habitación con el móvil en la mano. Me tumbo en la cama al lado de la


pequeña maleta y todo mi cuerpo empieza a temblar sin ningún control. No recuerdo el preciso
momento en el que me quedé totalmente dormida, enroscada como una serpiente y asustadiza como un
pez en mitad del océano tras ser liberado de un pequeño acuario. Abro los ojos despacio. Veo
imágenes borrosas y siento un fuerte dolor de cabeza. Las primeras imágenes que voy viendo poco a
poco, son las figuras de mi familia, de pie, observándome y murmurando entre ellos.

—¿Que tal estás, Carla? —pregunta mi hermana en un tono suave.

—Me duele bastante la cabeza —le contesto.

—¿Puedes levantarte? —pregunta mi padre a la misma vez que me ayuda a incorporarme.

—¿Qué hacéis los tres aquí, mirándome? —les pregunto totalmente desorientada.

La pequeña maleta ya no está encima de la cama. Y una suave sábana me tapaba mi cuerpo
tembloroso.

—Cielo, me has asustado al verte de este modo y he llamado a tu padre y a tu hermana —me
explica mi madre con la expresión de preocupación marcada en su rostro.

—Quiero un poco de agua —les pido.

Mi hermana sale al instante a por un vaso de agua de la cocina. Me lo trae y siguen observándome
sin apartar sus miradas de mí.

—Estoy bien… no sé qué me ha ocurrido —intento tranquilizarles en la medida de lo posible.

—Te llevaremos a urgencias para que te examinen —dice mi padre con la llave del coche en la
mano.

—No hace falta, de verdad, papá. Estoy bien —le insisto.

Me levanto con dificultad. Me cuesta mantenerme en pie. Ando despacio y, con la ayuda de mi
hermana, hasta el salón. Me siento en el sofá y me quedo pensando en lo ocurrido. Mi hermana se
sienta a mi lado, a la espera de algunas palabras que les puedan aliviar. La miro y le digo:

—Me he sentido asustada. He creído que alguien me perseguía.

Mi hermana abre los ojos y la boca instintivamente, reacción provocada por el asombro de mis
palabras.
—¿Cómo que te perseguían? —dice mi padre justo al entrar en el salón.

Mi madre se sienta en una silla que hay alrededor de la mesa del salón para escucharme
atentamente.

—Había un chico en el autobús cuando me fui de casa para venir aquí que me saludó por mi
nombre y no sé quién es.

—Eso no quiere decir que te esté persiguiendo, Carla —dice mi padre, rectificando mis
pensamientos obsesivos hacia ese chico extraño.

—Cuando subí en el autobús esta mañana con mamá, sentí un escalofrío que me recorría todo el
cuerpo. Me giré para ver quién estaba justo detrás de mí y era él, otra vez. Creo que me persigue.
Necesitaba huir de allí.

—¿Por eso te pusiste a chillar en el autobús? —pregunta mi madre sentada en la silla del salón.

—Sí. Y nada más bajar del autobús, cogió su teléfono y parecía que le contaba a alguien lo que me
sucedió a modo de burla, mamá.

—¿No serán imaginaciones tuyas, hija? —pregunta de nuevo el incrédulo de mi padre.

—¡Si no me crees, no sé qué hago aquí contándote esto! —le digo ofendida por sus palabras.

—¿Y cómo era ese chico? —me pregunta mi hermana.

—Pues… es moreno, alto, con rizos grandes en el pelo, tiene los ojos oscuros y son saltones…
¡Ah! Y es blanco de piel y con acné.

Mi hermana se levanta y coge su teléfono móvil. No deja de pasar el dedo por encima de la
pantalla táctil, como si buscara alguna información concreta.

—¿No será parecido a este? —me pregunta enseñándome una foto de un chico que tiene guardada
en la memoria de su móvil.

—¡Es este Lidia! ¡Es él! —le digo nerviosa, no entendiendo nada de lo que está sucediendo.

Mi madre y mi padre se acercan a mi hermana y le quitan el teléfono de su mano para ver la foto
de este chico que tanto trastorno me está ocasionando.

—Este es un antiguo compañero mío del colegio. Quizás te conozca de eso, no sé… —dice mi
hermana intentando aclarar el malentendido.

—¿Cómo sabe Edu que me hicisteis una fiesta de bienvenida? —le pregunto sin tener una
explicación clara a todo esto.

—Una de tus amigas que vino a la fiesta puso la foto en internet. Diciendo lo feliz que se sentía de
volver a verte —me dice mi hermana.

—¿Y… lo que me ha sucedido en el autobús, cómo lo ha llegado a saber Edu? —pregunto otra de
mis dudas.

—Porque son compañeros de trabajo, Carla. Y se lo habrá contado preocupado por tu situación.

—¿Así que Edu no me está espiando a través de otra persona? —digo avergonzada al darme
cuenta por haberme creado todas esas fantasías en mi mente.

—No. Seguramente no te tenga ningún espía. Puede que sean imaginaciones tuyas —me dice en un
tono suave mi hermana al darse cuenta de mi locura esporádica.

—Pensareis que… —digo.

—Pensamos que debes de descansar, cielo —dice mi madre acercándose a mí para darme un beso
en la frente.

Mi padre deja la llave del coche encima de la estantería del mueble del salón. Mi madre entra en
la cocina a preparar la comida. Y mi hermana se levanta para traerme a los dos minutos el libro que
iba a empezar a leer.

—Toma, lee un poco, te distraerá y tu mente dejará de pensar en otras cosas que no te hacen ningún
bien ―me dice acercándome el libro a mi mano.

—Gracias. Supongo que leer me distraerá un poco —le digo pasando la primera página del libro,
dejando atrás la llamativa portada y los agradecimientos.
9

Lo intento, de verdad que lo intento. Quiero sumergirme en la historia, olvidar mis pensamientos y
poder imaginar otra vida distinta a la mía. No quiero ser una grosera, leyendo sin atender lo que esta
persona quiere contar. Ha tenido una maravillosa idea e intenta plasmarla en estas hojas en forma de
libro. Ha dedicado muchas horas de su vida en poder llevar a cabo esta idea. Expresándose lo mejor
posible, haciéndola atractiva a los ojos y a la mente del lector. Desea encarecidamente que alguien le
diga lo bien hecho que está su trabajo para poder dar sentido a la locura y a la soledad que debe
sentir un escritor. Pero… no puedo concentrarme. No puedo.

Cierro el libro y observo de nuevo la llamativa portada. Pienso por unos instantes el trabajo que
habrá sido el diseñarla. No soy capaz de poder leer. Solamente pienso en Edu y en lo estúpida que he
sido al pensar de ese modo acerca de él. Me he comportado de una manera totalmente fuera de lugar,
como si estuviera poseída por algún demonio que no me deja ser yo misma. No puedo actuar con
total normalidad.

Jamás hubiera imaginado que me hubiera podido poner a chillar de este modo en el autobús, sin
importarme ni lo más mínimo lo que pensarían de mí todas aquellas personas que me miraban
extrañadas.

«¡Está loca!», habrán dicho algunos y otros lo habrán pensado.

Me levanto del sofá y voy a mi habitación. Entro sigilosamente, no quiero que me vean entrar.
Busco el móvil desesperada por la habitación, dentro de la maleta, de los cajones de la mesita de
noche, debajo de la cama…

—¡Qué estás haciendo! —exclama mi hermana observándome por una ranura que queda en la
puerta.

—Busco mi móvil —le contesto en tono tajante y distante.

—¿Para qué lo quieres? —me pregunta, a pesar de saber la respuesta.

—¡A ti qué te importa! —le contesto enfadada.

Me siento irritable, ansiosa, triste, ofendida, alterada, histérica, amargada, vulnerable… y muchos
otros sentimientos más.

—¿Por qué no me siento feliz, aun no estando con él? ¡Dime, por qué! —le digo chillando entre
llantos.

Mi hermana se acerca a mí y me abraza. Consolándome. Mi hermana pequeña hace de hermana


mayor conmigo. Se han girado los papeles, debería ser yo, junto con mi experiencia, quien la
aconsejase, quien la consolara en sus peores momentos, quien la abrazase entre lágrimas… Me siento
la niña desvalida y pequeña a la que cuidan y miman toda la familia. “La pobrecita”. Me seco las
lágrimas y me separo de ella.

—Perdóname, Lidia. No debí gritarte —me disculpo por mi pésimo comportamiento.

—Tranquila, es normal tu reacción. Debe de ser difícil romper con tu primer amor —me dice
quitándome una lágrima de mi ojo con su dedo índice.

—¡No te enamores nunca, prométemelo! —le digo desesperada, no queriendo verla sufrir por
amor.

Mi hermana sonríe al escuchar mis palabras.

«¡Que sarta de barbaridades estoy diciendo y haciendo últimamente!».

¿Qué me está sucediendo? Jamás me había sentido tan vacía, ni había tenido tanto miedo, tampoco
me hubiera imaginado que, al separarme solamente un día de su lado, sería suficiente para darme
cuenta de lo enganchada que estoy a él y de cuánto le necesito.

Vuelvo al salón y me siento de nuevo en el mismo lado del sofá en el que estaba. Cojo el libro y
abro la portada colorida para empezar a leer esta maravillosa historia que alguien me quiere contar.

Y es que… es lo mejor que puedo hacer en este momento, leer.

Me sumerjo en las palabras, me imagino los personajes, mi corazón se calma, mi respiración es


profunda y mi mente me transporta a otro lugar.

El ruido del ajetreo de mi familia a primera hora de la mañana me despierta. Me duele todo el
cuerpo al haberme quedado dormida en el sofá. El libro que empecé a leer está en el suelo. No
recuerdo el momento en que me quedé dormida, imaginando esta historia que me tenía absorbida y
entretenida. Me incorporo con lentitud hasta lograr sentarme. Estiro los brazos, muevo la cabeza de
lado a lado, estiro las piernas y finalmente… bostezo. Me siento muy cansada, triste, desubicada…

A pesar de tener a mi familia a mi lado, parece que mi corazón no está del todo lleno. Tengo un
gran vacío en él debido a la falta de Edu. Los minutos se convierten en horas, la falta de su presencia
hace que mi vida no tenga mucho sentido, mi corazón roto por tanto dolor apenas puede seguir
latiendo con normalidad, el apetito lo he perdido por completo y se han esfumado mis ganas por
vestirme coqueta.

«¿Qué sentido tiene ponerme guapa si no tengo a nadie a mi lado a quien impresionar?».

No me apetece vestirme, ni peinarme e incluso empiezo a echar de menos sus regaños, su mirada
pendiente de mí, sus mensajes en mi móvil, su compañía en casa, el olor de su piel…

Mis padres entran en el salón y me dan los buenos días. Les miro, pero no les devuelvo el saludo.
No sé qué hago aquí en esta casa de la cual me fui hace tantos años, de la que ya no formo parte y en
la que estoy rodeada de personas que ya no son las mismas que recordaba.
Mi padre me mira con expresión de enfado ante mi actitud hacia ellos. Mi madre se sienta a mi
lado en el sofá y me coge de la mano.

—Cielo, es normal que te sientas así de mal. Lo comprendemos. Pero nosotros no somos los
culpables de esta situación.

—¡No lo puedo soportar más! ¡Me vuelvo a mi casa! —le digo rendida ante la situación.

Mi padre coge la llave del coche que está justo encima de la estantería del mueble del salón. Mi
madre me suelta la mano y me dice:

—¡Adelante, márchate! Si eso es lo que quieres… —me dice señalando hacia la habitación, donde
está mi pequeña maleta guardada.

Me levanto de un salto del sofá. Lo único que me mueve es la emoción de saber que volveré a
estar junto a él. Apenas me peino, ni tan siquiera me cambio de ropa. Cojo la pequeña maleta de mi
habitación y le pregunto a mi madre por mi móvil.

—Toma, aquí lo tienes. Pero… quizás, antes de irte de casa, podrías mirar cuantos mensajes tienes
de él y reflexionar —me dice mi madre intentando hacerme cambiar de opinión.

No miro el móvil, ni los mensajes que hay o no hay en él. Simplemente lo guardo dentro de la
pequeña maleta y me dirijo hacia la puerta de entrada.

Mi padre se apura para no hacerme esperar. Abre la puerta y, antes de salir, miro por última vez a
mi madre. Sus ojos húmedos, a punto de romper a llorar, me entristecen enormemente. Aunque el
amor o la necesidad, llamémosle cada uno como quiera, es superior a esta imagen.

—Adiós, mamá. No me odies mucho —le digo.

Y cierro la puerta al salir. Mi padre me espera sentado en el asiento del conductor de su coche, sin
música de fondo, con el rostro serio y las manos agarradas fuertemente al volante. Conduce en
silencio, sin decir ni una sola palabra, hasta llegar justo enfrente del portal de mi casa. Abro la
puerta del coche y cojo la pequeña maleta. Le intento mirar a los ojos, pero él no me mira ni hace
ningún gesto dando a entender de que lo vaya a hacer.

—Adiós, papá —le digo con la voz temblorosa.

Cierro la puerta del coche y arranca de nuevo. Veo cómo se aleja de mi lado hasta que le pierdo de
vista en el coche, sin música de fondo y sin una despedida.

Son pocos los segundos que me quedo mirando el final de la calle, donde perdí de vista al hombre
que, seguramente, más me ha amado y me amará el resto de mi vida.

Reacciono y cruzo la calle hasta llegar al portal de mi casa. Abro la puerta con la llave. Son tantas
las ganas que tengo de poder abrazarle, de decirle cuánto le necesito y cuánto le quiero, que no puedo
esperar a que llegue el ascensor hasta la planta principal. Así que decido subir deprisa por las
escaleras con la pequeña maleta a cuestas.

Por fin, llego a nuestra planta algo acalorada por el esfuerzo físico, emocionada al imaginar el
rencuentro maravilloso que puede llegar a ser, por volver a mirarle a sus ojos durante el resto de mi
vida… Abro la puerta sigilosamente. Le quiero dar una maravillosa sorpresa. Entro en el salón y me
doy cuenta de que la sorpresa me la tenía reservada él a mí. Mi pequeña maleta cae al suelo,
haciendo algo de ruido. Dos cabezas se giran desde el sofá, expectantes ante tal inesperada visita. La
mía.

Mi corazón late tan deprisa que creo que se me va a salir del pecho, un molesto hormigueo recorre
mis extremidades, dejándolas con poca movilidad. Mis ojos empiezan a humedecerse y, aunque mi
cabeza intente evitar que este traidor me vea llorar por él, despeinada, desaliñada y desesperada por
volver a su lado, mis ojos empiezan a derramar mil y una lágrimas sin control.

Una larga melena rubia y unos ojos grandes y claros se asoman por encima del respaldo del sofá.
Edu se levanta del sofá con la cara desencajada, no esperando mi visita espontánea.

—Carla… —solamente me dice.

Me agacho para recoger mi pequeña maleta y me doy media vuelta. Salgo corriendo escaleras
abajo. Corro lo más deprisa que puedo, pero con los ojos llenos de lágrimas apenas puedo ver bien
dónde piso y tropiezo los diez últimos escalones justo antes de llegar al portal.

Ruedo escaleras abajo, magullada, con lágrimas por toda la cara, con el corazón roto, sintiendo el
dolor en todo mi cuerpo, en cada escalón que rodaba… Consigo ponerme de rodillas y en pocos
segundos logro ponerme en pie. Ando con dificultad hasta la puerta de entrada y la abro.

Salgo a la calle y apoyo mi espalda en la pared del edificio. Poco a poco mis piernas se van
rindiendo hasta que quedo sentada encima de la acera.

Con las manos temblorosas, abro despacio la cremallera de la maleta y saco el móvil del interior.
Desbloqueo la pantalla táctil con el dedo índice y me acuerdo de las últimas palabras de mi madre:

«Toma, aquí lo tienes. Pero… quizás, antes de irte de casa, podrías mirar cuántos mensajes tienes
de él y reflexionar».

Un único mensaje de Edu memorizado en el apartado de los mensajes. Lo abro para leerlo.

«No vuelvas a casa, a mí nadie me abandona».

Edu ya me pidió que no volviera, mi madre me advirtió y yo he vuelto a reaccionar como una
estúpida. Todos ven lo que yo no consigo ver. Una llamada esporádica me desbloquea de tanto dolor.
Es Eva. Descuelgo la llamada. No contesto.

—¿Carla? ¿Carla? —añade—. ¿Me oyes? —insiste.

—Sí, te oigo —le contesto con la voz temblorosa.


—Mira… estábamos diciendo Sandra y yo si te apetecería pasar el domingo con nosotras…

—Sí, venid a buscarme, por favor —le contesto entre lágrimas.

Y cuelgo la llamada. Espero sentada en la acera y con la espalda apoyada en la pared sucia del
edificio. Mi mente me recuerda la imagen de la chica que se giró para verme, estando sentada en el
sofá de mi casa junto a mi pareja.

«¡Cómo no he podido darme cuenta de lo traidor que es él!», me digo enfadada conmigo misma.

Pasado un buen rato, bastante rato, para el coche rojo de Sandra en doble fila y justo enfrente del
portal del edificio. Me levanto y me acerco al coche.

—¡Madre mía, qué pinta llevas! —me dice Sandra no dando crédito a lo que ve.

—¿Estás bien? —Pregunta Eva—. ¿Qué te ha pasado?

—He entrado en casa y he visto a Edu con otra chica. He salido corriendo por las escaleras y me
caí en las últimas, antes de llegar al portal.

La expresión de sus caras lo dice todo y nada a la misma vez.

—Sube, te llevaremos al hospital —dice Sandra preocupada por el estado en que me encuentro.

—No, no me he roto nada. Solo ha sido el golpe de caer rodando.

—Entonces… ¿qué quieres hacer? —Me pregunta Sandra confusa.

—Quiero ir a la playa, chicas.

—¡A la playa! ¿Quieres ir a la playa, estando así? —Me pregunta Eva sin entender mi
comportamiento.

—Necesito estar en un lugar que me aporte paz y tranquilidad. Y necesito vuestra compañía
también.

—Está bien. Pues… vamos a la playa —dice Sandra arrancando el coche.

—Pero con una condición —les digo pidiéndoles un último deseo—. A la vuelta, me dejáis en
casa de mis padres.

Sandra sube el volumen de la radio, Eva empieza a contar anécdotas graciosas y yo me suelto el
pelo, pasándome los dedos a modo de peine, me seco todas las lágrimas de la cara y cojo el móvil.
Lo primero que hago, cuando desbloqueo la pantalla, es llamar a mi madre.

—Mamá, estoy con unas amigas. Vamos a pasar el día en la playa, a la vuelta les diré que me
dejen en casa. Quiero volver a casa, mamá.
Mi madre no me contesta al instante porque con la emoción de la llamada y del mensaje no puede
articular palabra al momento. Un par de minutos más tarde, puedo sentir cómo coge aire y me dice:

—Está bien, cielo. Te esperamos —dice mi madre entre sollozos.

Cuelgo la llamada, dejando arreglado dónde pasaré los siguientes y mejores años de mi vida, una
vez de vuelta de la playa.

Borro su número de teléfono y casi todos los mensajes recibidos de Edu de los últimos meses
dejando solo uno para cuando me sienta débil y, así, poder recordar que él no me quiere ni me ha
querido nunca. Su último mensaje:

«No vuelvas a casa, a mí nadie me abandona».


BIOGRAFÍA

Mónica Jiménez Branera nació el diecinueve de febrero de 1982 en La Pobla de Montornés


(Tarragona), donde se crio. Desde pequeña, ha crecido rodeada de libros, letras y mucha
imaginación. La vida la ha llevado hasta Madrid, donde sus tres hijos crecen felices en su nuevo
hogar.
AGRADECIMIENTOS

A Mª Jesús, por estar a mi lado ayudándome ante mis adversidades más personales. De nuevo,
gracias.
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He olvidado sonreír
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BIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS

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