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George Kembel: “Se aprende haciendo, y

no escuchando a un profesor”
El cofundador de la d.school de Stanford cuenta cómo
funciona la escuela que ha revolucionado la metodología
de la enseñanza
Ana Torres Menárguez / Madrid 25 ENE 2016 - 12:53 CST

Todo empezó en un contenedor. En 2005, George Kembel (Florida,


1972) cofundó en mitad del campus de la Universidad de
Stanford la d.school, una escuela de diseño que una década después
sería conocida por ser una de las más creativas del mundo. De ese
cubículo de acero que comenzó a funcionar con 30 estudiantes, han
salido proyectos de impacto como School Retool, un programa ideado
para transformar la forma de enseñar en los colegios que el pasado
noviembre recibió una inyección de la Casa Blanca de 200 millones
de dólares.

Kembel, graduado en ingeniería por Stanford, se dedicó durante más


de siete años a levantar y cerrar empresas. Su instinto le hizo volver
al campus. Creía que el diseño podía ser elevado a una nueva
categoría en esa universidad. Estaba convencido de que se podía
crear un nuevo espacio que aportara a los alumnos un modo de
trabajar innovador, inexistente hasta el momento. Ese método,
acuñado más tarde como design thinking, se convirtió en una
metodología que empezó a ser usada por compañías y gobiernos de
todo el planeta. La clave es teorizar menos y actuar más. Basar el
aprendizaje en experiencias reales y no en lecciones magistrales.

En mitad de una gira europea para dar a conocer su filosofía de


trabajo, Kembel hace una parada en Madrid. El escenario es el
laboratorio educativo TeamLabs, una de las pocas escuelas
españolas en la quelos estudiantes de grado no tienen profesores ni
aulas y se dedican a crear una empresa real y generar ingresos desde
el primer día.
Pregunta. ¿Cómo definiría la d.school?

Interior de la d.school en el campus de Stanford.

Respuesta. Es un laboratorio para innovadores. Lo importante no es


el producto final, sino el proceso de aprendizaje. La esencia de la
escuela es demostrar a todos los estudiantes que ellos también
pueden ser creativos, que esa cualidad no está reservada a los
artistas. Una vez que llegan, se encuentran con alumnos de las siete
facultades de Stanford (ingeniería, medicina, negocios, derecho,
humanidades, ciencias y educación) y el reto es que desarrollen
proyectos conjuntamente, fusionando sus conocimientos, puntos de
vista y experiencia. A los universitarios se les obliga a escoger una
especialización, pero todos ellos tienen intereses en diferentes
campos. Aquí les damos la oportunidad de profundizar y trabajar de
forma práctica en aquello que les inquieta.

P. ¿Cuál es la metodología de enseñanza que siguen?

R. Si echamos la vista atrás, nuestro sistema educativo se ha basado


en transferir a los estudiantes lo que sabemos y la forma de hacerlo
son las clases magistrales. Con los exámenes se evalúa si los
alumnos contestan o no lo correcto. Ese método ya no sirve. No
sabemos los trabajos que existirán dentro de dos años y
desconocemos lo que los jóvenes tendrán que resolver. En el mundo
actual, todo cambia deprisa y hay que entrenar a las mentes para
saber reaccionar frente a la incertidumbre. Eso es lo que hacemos en
la d.school. Nuestra revolución ha sido acabar con los alumnos
sentados frente a una pizarra. No se aprende escuchando a un
profesor, sino haciendo proyectos reales. Salir a la calle, detectar
problemas, diseñar soluciones y probarlas con personas. Esa es
nuestra forma de trabajar. Los casos reales aceleran el proceso de
aprendizaje mucho más que los ejercicios de clase basados en
hipótesis. Nosotros no les pedimos que resuelvan problemas, sino
qué identifiquen cuáles son los problemas. Los profesores, que vienen
de las diferentes facultades de Stanford y de empresas innovadoras,
actúan como guías y aprenden con los estudiantes. No hay un formato
de clase cerrado, de hecho cambia cada día. Esa es la gran
diferencia.

P. ¿Cómo surgió la idea de montar la escuela?

ampliar foto Alumnos de la d.school durante un proyecto.

R. Durante 50 años Stanford había tenido un programa de diseño


dentro de la facultad de ingeniería, pero funcionaba a pequeña escala.
En 2003 volví al campus con la intuición de que algo grande iba a
nacer. Me reencontré con el profesor David Kelly, fundador de la
consultora de innovación Ideo, entre cuyos proyectos está el diseño
del primer ratón de Apple. Él era consciente de que el diseño estaba
cambiando el mundo, de pronto era una prioridad para los gobiernos,
instituciones, empresas y centros educativos. Queríamos darle la
vuelta al sistema y enseñar a los jóvenes a pensar. No sabíamos
cómo hacerlo, solo había que probar. Y funcionó. Hoy estamos en un
edificio de 30.000 metros cuadrados en un punto estratégico del
campus, justo en el centro de todas las facultades. Muchos
estudiantes se decantan por Stanford para poder pasar por la
d.school. Unos 700 alumnos de grado, máster y doctorado de la
universidad pasan por nuestras instalaciones cada año. No ofrecemos
certificados, solo la experiencia de innovar.

P. ¿Cómo consiguieron convencer a la universidad de que


apostase por su idea?

R. No fue fácil. Empezamos en un tráiler con 30 alumnos y a finales


de 2005 conseguimos la primera aportación importante; unos 35
millones de dólares del instituto científico alemán Hasso Plattner
Institute. Conseguimos involucrar a docentes de las siete facultades
de Stanford y a partir de ahí la universidad se dio cuenta de que
estábamos montando un laboratorio sin precedentes, un espacio para
la innovación que concentraba a expertos de las distintas áreas de
conocimiento.

P. ¿Por qué el design thinking ha cautivado a gobiernos y


empresas de todo el mundo?
R. La clave es que hemos vuelto a nuestras raíces. Hemos virado de
un modo de trabajo basado en la soledad del laboratorio a otro en el
que lo más importante es el aspecto humano, el contacto con
personas y el estudio de sus necesidades. La empatía es la piedra
angular. Normalmente cuando a alguien se le presenta un problema,
suele agachar la cabeza, encerrarse en sus pensamientos y esperar
a que le venga una gran idea. Nosotros les enseñamos a mirar hacia
adelante, buscar los puntos de vista de otros expertos y crear
experimentos de forma rápida, a corto plazo, y llevarlos a la calle para
que un tercero dé su opinión. Es la prueba error constante lo que les
hace aprender. Al final hacen de la incertidumbre su fuente de trabajo,
en lugar de incomodarles, les incentiva. Ese es el viraje del siglo XXI.

P. ¿Cree que es necesario aplicar esa filosofía a la vida


personal?

R. Por supuesto. Hay que perseguir los sueños y plantearse si otras


opciones enriquecerían más nuestra vida. Hace unos años mi mujer
y yo nos planteábamos trasladarnos de California a Colorado y en
lugar de pensar cogimos a nuestros tres hijos y nos plantamos allí a
pasar una semana. En ese momento supimos que teníamos que
movernos. La innovación siempre requiere correr un riesgo. Algunas
veces se falla, pero lo importante es atreverse.

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