Desmontando mitos
¿Ocurrió realmente como nos lo han contado?
Delegación de Madrid
de la Sociedad Española
de Estudios Clásicos
Primera edición 2017
I.S.B.N.: 978-84-617-6421-1
Depósito Legal: M-28788-2017
Impreso en España
Prólogo ............................................................................................................... 9
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Los blancos mármoles de Grecia
Carmen Sánchez Fernández
Universidad Autónoma de Madrid
1. Introducción
Desmontando mitos, Juan Piquero Rodríguez & Jesús Quílez Bielsa (eds.), Madrid, 2017
Carmen Sánchez Fernández
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Los blancos mármoles de Grecia
En la estatuaria griega, desde los ídolos cicládicos (Fig.1) hasta las escul-
turas del Partenón, todo estaba cubierto de color. Todas las partes visibles de
una figura podían estar policromadas. No existe ningún elemento de la indu-
mentaria ni ninguna parte del cuerpo que no pudiera, en principio, ser pintada.
Y también, desde luego, lo estaban los templos, los tesoros o las tumbas. El
mundo asirio, egipcio, griego, romano... estaba lleno de color.
¿Por qué entonces se ha instalado en nosotros ese rechazo a la idea del co-
lor, hasta el punto de usarse para denigrar, empequeñecer y despreciar la sober-
bia escultura antigua? Que seamos herederos visuales de las obras de Miguel
Ángel o Canova por ejemplo, no justifica por sí mismo tanto rechazo, no basta
el hábito de nuestra mirada para explicar la hostilidad y prejuicios ante la idea
de un arte griego en color.
En un libro de extraño título Apropos of Dolores, H.G.Wells escribe: «¡La
cultura helénica! ¿Se han preguntado ustedes lo que era? Omnipresentes capi-
teles corintios, edificios pintarrajeados, estatuas color rosa, caudillos de atrio,
el incesante Homero retumbante y sus héroes histéricos, puras lágrimas y re-
tórica».
Las estatuas rosas y los edificios pintarrajeados producen extrañeza y re-
pulsión, a pesar de ser algo evidente e inmediato. Lo contrario, el hecho de
que los edificios o las estatuas fueran de forma antinatural blancas sí sería algo
realmente extraordinario.
Lo «natural» es el color, y el color fue parte integrante del lenguaje visual
del mundo antiguo y medieval. Sin embargo, como en el siglo XVIII, aún hoy
en día muchos prefieren o consideran «natural» el color desnudo de las mate-
rias primas, los blancos mármoles de Grecia.
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el color, la policromía del arte griego, es algo que aún hoy se sigue sistemá-
ticamente ignorando y despreciando y aquí estamos todavía, en el siglo XXI,
desmontando un mito.
Las exposiciones realizadas por Vinzenz Brinkmann, Bunte Götter, ‘el color
de los dioses’, han circulado por toda Europa y ha habido un antes y un después
tras dar a conocer al público el aspecto original de algunas esculturas y relieves
griegos. También llegaron a Madrid, en 2010, al Museo Arqueológico Regional
de la Comunidad de Madrid en Alcalá de Henares (Fig.1). Era la aproximación
más clara a la experiencia visual del mundo antiguo, con rigurosos estudios
de los restos de color de una selección de obras con pintura conservada. Se
hicieron reconstrucciones ajustadas y prudentes que nos permitieron situarnos
delante de una estética ya no imaginada, o supuesta, sino vista y mirada y donde
percibimos cómo el color forma parte integrante de la obra artística, tanto que
a veces se modifica el significado o al menos se matiza, como veremos luego.
Que en la Antigüedad el color formaba parte de la obra de arte era algo que
no hubiera debido ser ignorado, ya que hay referencias claras en los textos. La
ausencia de color en una escultura era sinónimo de fealdad, así por ejemplo
hace hablar a Helena (260-263), Eurípides cuando desea que su belleza se bo-
rre como los colores de una estatua:
1 Hic est Nicias, de quo dicebat Praxiteles interrogatus, quae maxime opera sua probaret in
marmoribus: quibus Nicias manum admovisset (Historia Natural 35, 133).
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creyó que la escultura estuvo policromada o no. Al encontrarse con obras con
evidentes restos de color, el alemán reconoce por una parte que «el color aña-
de belleza», por ejemplo cuando describe una estatua de Diana, encontrada en
Herculano en 1760, pero es un caso particular. Al final describe el uso del color
como esa «costumbre bárbara de pintar el mármol y la piedra». Winckelmann
y sus contemporáneos son un ejemplo de la habitual actitud neoclásica ante
la cuestión de la policromía, donde rige la idea de la estricta separación entre
escultura y pintura.
Los artistas en la segunda mitad del siglo XVIII comienzan a rechazar la
complejidad del Barroco y la frivolidad del rococó y, parafraseando a Winc-
kelmann, se dirigen hacia la noble simplicidad y la grandeza de lo antiguo. Su
mirada se vuelve hacia las estatuas romanas, que era lo que se conocía. Los
estudiosos de la época y, desde luego Winckelmann, se aproximaron al arte
griego a través de ellas. Y estas estatuas, reflejos de otras, habían perdido en su
mayoría los restos de color. Eran blancas.
La escultura es forma y solo la forma es capaz de expresar la Idea de una
obra de arte. En blanco un cuerpo será más bello, más puro y también menos
carnal. La suavidad y la cualidad translúcida del mármol es más delicada y más
conforme a la perfección artística. El color se percibe como demasiado pareci-
do a la naturaleza, demasiada materia y demasiada sensualidad que emborrona
la idea. El blanco es la pureza libre de color que nos eleva hacia la belleza.
Hegel, por ejemplo, afirma en los años 30 del siglo XIX que el mármol es más
apropiado para las esculturas que el bronce. En la cima estarían las obras de
Praxíteles o Escopas ya que, aunque Fidias trabajó el mármol, lo hizo en la ma-
yoría de los casos esculpiendo cabezas, pies o manos en estatuas que mezclan
diversos materiales y Mirón o Policleto habitualmente usaban bronce.
Desde luego no es ajeno a esta idea del blanco puro el trabajo sobre la
naturaleza de la luz de Newton de 1704, cuando con su prisma refractaba la
luz blanca que se descomponía en los colores básicos: rojo, naranja, amarillo,
verde, azul y violeta.
Para Winckelmann y los pensadores de finales del XVIII y gran parte del
XIX el mármol blanco era el que más afinidad tenía con la luz. Es el color puro.
El culto neoclásico al mármol blanco y a la falta de color es probablemente
de las últimas manifestaciones filosóficas de luz en el arte europeo. El blanco
está cerca del mundo de las ideas. Así, por ejemplo, en la pintura de fines del
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XVIII y principios del XIX los sueños o las visiones se pintan en grisalla, con
ausencia de color, como esculturas, porque pertenecen a un mundo artificial
ideal. Incluso hoy la imagen que utilizamos para representar la ocurrencia de
una idea es una bombilla (blanca).
Esta defensa de la doctrina neoclásica del blanco para la escultura clásica,
griega y romana, es intuitiva y visceral, sin pruebas, sin estudios serios y ha
llegado en parte así, irreflexiva, hasta nuestros días. Se manejaban entonces
opiniones basadas en el criterio de autoridad. De hecho, muchos eruditos ya
conocían la existencia de color en las esculturas clásicas, pero ¿cómo aceptar-
lo, con todos los prejuicios que existían? ¿Cómo reconocerlo si el color difu-
mina y mata la claridad y es precisamente la claridad una de las características
esenciales de la escultura y de la arquitectura griega?
En 1814, un filósofo, crítico de arte y político francés, Quatremère de Quin-
cy, publicó en París un trabajo muy bien ilustrado, Le Jupiter Olympien, ou l’art
de la sculpture Antique considéré sous un nouveau point de vue. Precisamente
este nuevo punto de vista fue el color. Su trabajo fue pionero y el principio de
una larga discusión que duró casi todo el siglo. Quatremère fue el primero en
utilizar un gran número de fuentes antiguas y restos de color de forma seria y
rigurosa. Él mismo conoció trazos de color en las esculturas antiguas gracias a
informaciones de sus compatriotas, Choisseul-Gouffier y Fauvel, el embajador
francés que se llevó una metopa del Partenón y una laja del friso al museo del
Louvre, y que estuvieron en la gran catástrofe de la extracción de los llamados
mármoles Elgin (los mármoles de la Acrópolis, en su mayoría del Partenón,
hoy en el British Museum). Ellos vieron que existían restos de policromía en
las piezas del Partenón. Quatremère ilustró una reconstrucción en color de la
célebre estatua de Fidias en Olimpia, una de las maravillas del mundo antiguo.
Su dibujo no es inocente, ni riguroso, ni desde luego basado en ningún dato
más allá de su propia opinión y es obviamente del todo dependiente del gusto
del imperio francés. Su combinación de colores con azules, rojos, blancos y
dorados es napoleónica y sus prejuicios sobre el color le delatan con descaro
en la no coloración de cabello, barba y ojos (Fig.2).
Podía aceptarse, como lo hacía Hegel, que el colorear la escultura fuera ha-
bitual en tiempos antiguos, primitivos, en esculturas de madera. Para Hegel las
crisoelefantinas eran reliquias de otros tiempos «cuando las esculturas estaban
coloreadas». No es casual que el primer estudio sobre el color en la estatuaria
griega, el de Quatremère, sea precisamente una crisoelefantina. También pu-
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entre pintar y teñir. Durante todo el siglo XIX no se abandonó esta idea de que
el color y la pintura eran posibles en la escultura antigua o en el arte del declive
de Grecia, pero nunca en la piel de mármol de una escultura del siglo V o IV a.C.
A lo largo de todo el siglo XIX se suceden los hallazgos y las publicaciones
en las que se demuestra que el color de las esculturas era una realidad. Ya en
1817 Friedrich W. J. von Schelling describe las esculturas y los fragmentos del
templo de Afaia en Egina y no hay duda alguna de que el color se aplicaba en
escudos, cascos y armaduras así como en ojos y labios. El escultor von Wagner
y el filósofo Schelling enfatizan lo fuerte de los colores azules y rojos, incluso
observan en partes de la arquitectura colores verdes y amarillos que no encuen-
tran en las esculturas y descubren ornamentos florales, como palmetas, que se
muestran solo con color, sin relieve.
Martin von Wagner se muestra extrañado por este gusto que juzga como
una práctica bárbara propia de tiempos poco civilizados, pero en su reflexión
añade: «Si nuestros ojos fueran puros y desprejuiciados y tuviéramos la suerte
de ver uno de esos templos griegos en su perfección original, apuesto a que
cambiaríamos de opinión y alabaríamos lo que ahora condenamos».
En 1830 el arquitecto J. I. Hittorff publica trazas de color en un edificio
de Selinunte. Otro arquitecto, Semper, pocos años después también viajó a
Sicilia y quedó convencido de que todo estaba cubierto de vívidos colores sin
dejar al aire ni siquiera un pequeño trozo de mármol. La controversia continúa
centrándose en los límites de la policromía y el debate llega a las Academias
europeas y comienza el interés por hacer análisis químicos. Así se analizan los
mármoles Elgin por ver si hay restos de color. Los resultados son positivos,
pero todo queda en nada.
Incluso se intenta llegar al público con reconstrucciones de obras antiguas
en color, no sólo son las acuarelas de Alexis Piccard de un restaurado Partenón,
o los esfuerzos de reconstrucción de Cockerell, Wagner o Klenze, sino también
las exposiciones que se hicieron en la década de 1880 en ciudades como Chi-
cago, Estocolmo o Berlín con vaciados de escayola de algunos originales. Pero
no se analizaron las estatuas originales ni se aprovecharon los instrumentos
científicos que tenían entonces a su alcance.
El trabajo más riguroso fue el de A. Furtwängler en 1906 de nuevo con los
frontones de Afaia: Aigina. Das Heiligtum der Aphaia. Aunque basado en la
observación directa, redujo toda la policromía a tres colores: blanco, rojo y
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Es en los años 80 del siglo pasado cuando se empiezan a utilizar varios méto-
dos de análisis que habían iniciado puntualmente restauradores desde principios
de siglo. Se utilizan técnicas de estudio de materiales como la luz rasante, donde
se observan los huecos que dejan los colores en la piedra: estos huecorrelieves
pueden incluso ser captados con fotografía. Dependiendo de la composición de
cada color la huella es distinta, de tal manera que se puede no sólo identificar la
forma de la huella sino muchas veces el color que la ha provocado. El análisis de
los pigmentos, que puede ser físico-químico o a través de microscopio, determi-
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Figura 3. Reconstrucción en color del arquero del frontón occidental del templo de
Afaia en Egina. Gliptoteca de Múnich.
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Los restos de color, o mejor, su huella, son casi visibles a simple vista. El
arquero lleva un chaleco sin mangas encima de una prenda ajustada de manga
larga. Las aperturas de las mangas del chaleco sólo se definen por el color, no
fueron esculpidas, no así el final de la prenda sobre las piernas. El chaleco está
hecho en dos partes cosidas entre sí, como se muestra por la pintura, proba-
blemente imitando un modelo de cuero, y está rematado por una ancha cinta
decorada. La prenda ajustada bajo el chaleco que cubre brazos y piernas se
adornó con un estampado de rombos alternando colores y, cada dos filas, se in-
tercalaron unos rombos más pequeños. El diseño es complejo, sobre todo en el
pantalón, ya que el patrón decorativo se modifica para atender a la anatomía de
la pierna flexionada que se comprime y encoge en el tobillo y en el pliegue de
la corva mientras que se expande y estira en la rodilla o en el muslo. Sorprende
esta complicada adaptación perfectamente calculada del módulo geométrico
para adaptarse al movimiento, algo que no se encuentra en otra escultura ar-
caica de vestimenta similar, el llamado jinete persa de la Acrópolis de Atenas.
La decoración del chaleco también llama la atención ya que se han encontra-
do motivos salpicados de grifos en posición de ataque y un león, ¡todos ellos
reproducidos con gran detalle en figuras que no superan los tres centímetros!
La reconstrucción final de la figura se ha hecho añadiéndole los objetos
perdidos que comentaba antes, como el pelo, el arco y las flechas y el carcaj.
Los colores elegidos quedaban «sugeridos» por la erosión de la superficie del
mármol, por ejemplo, las partes que se muestran más oscuras en las fotografías
hechas con fluorescencia de rayos ultravioletas indican tonos ocres, mientras
que las superficies más claras sugiere Brinkmann que pudieran estar cubiertas
con malaquita, las más tenues con azurita y las menos deterioradas con rojo ci-
nabrio. En cuanto al color de la piel se especula con los restos hallados en otras
esculturas. Ya Plinio afirma que el tono de la piel podía variar de más claro a
más oscuro, dependiendo de la persona que se quisiera representar, y se sabe
que un componente esencial para este pigmento era la hematita. El cabello y
el iris de los ojos en las esculturas que lo llevaban pintado en época arcaica se
hacía en dos fases para evitar un efecto homogéneo de color plano, primero se
aplicaba una capa de cinabrio y encima otra de ocre oscuro.
Así se hizo en el cabello e iris de otra famosa escultura arcaica de ca. 520
a.C. procedente de la Acrópolis de Atenas, conocida como la kore del peplo,
aunque gracias a los análisis de los restos de color descubrimos que lo que ves-
tía no era un peplo (Fig. 4). En este caso las dos capas de color que se aplicaron
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en ojos y cabello fueron primero una fina capa de almagre rojo y encima un
color violeta acastañado.
De la estatua se han propuesto varias reconstrucciones, pero en todas ellas
lo que está claro es que la muchacha, o quizá la diosa, viste un quitón de finos
pliegues que son visibles sobre los pies y, encima, una túnica con frisos de
animales, probablemente un ependytes, un vestido de origen asiático caracte-
rístico de los personajes poderosos y que en Grecia se vinculó a deidades lo-
cales en Éfeso, a Ártemis, o en Samos, a Hera, o a la Ártemis Ortia espartana.
Por encima aún se cubre con una prenda larga y abierta sujeta con un cinturón
que se ata en la cintura y se bordea con cenefas. Encima, una especie de chal
que lleva la misma decoración y que está abierto por el lado izquierdo cubre
el pecho.
Realmente esta «kore» no se corresponde con la postura de las otras korai
atenienses que suelen vestir con quitón e himation y que habitualmente llevan
una ofrenda en la mano derecha, una fruta o una flor, mientras que se sujetan
el vestido con la otra para facilitar el paso que se inicia. La kore del peplo no
avanza, está quieta y no necesita levantarse el vestido. Las korai o muchachas
están insertas en un tiempo concreto y en una narración, se relacionan con el
espectador al que ofrecen algo con su mano derecha, son contingencia, son hu-
manas. La kore del peplo está inmóvil en una actitud conveniente a una diosa.
Se ha especulado con el objeto que podía llevar en el hueco de su mano dere-
cha: ¿una lanza? ¿Flechas? Y en su mano izquierda que se alza, ¿un escudo?
¿Un arco? En la cabeza, en su parte superior, unas perforaciones sugieren que
podría llevar un casco quizá o una corona metálica. En los primeros casos se
podría identificar con Atenea pero parece más plausible la posibilidad de que se
trate de Ártemis con arco y flechas dada la decoración del ependytes con frisos
de animales como corresponde a una potnia theron, señora de los animales,
como Ártemis.
Si la pintura ha permitido en este caso ayudar o proponer la identificación
de una escultura en base a su policromía, en el siguiente y último ejemplo que
quiero mostrar, la drástica diferencia entre escultura y pintura en que tanto se
empecinaron los estudiosos del XVIII y XIX, se difumina.
Se trata del llamado Sarcófago de Alejandro. Nombrado así por su repre-
sentación central, donde en uno de los lados aparece el rey macedonio, se trata
en realidad del sarcófago del rey Abdalónimo de Sidón, del último cuarto del
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4. Conclusión
BIBLIOGRAFÍA
J. V. Bruno, Form and Color in Greek Painting, New York, 1977.
B. Cohen, The Colors of Clay. Special Techniques in Athenian Vases, Paul Getty
Museum, Los Angeles, 2006.
J. Gage, Color and Culture. Practice and Meaning from Antiquity to Abstraction,
Un. California Press, 1993.
Gods in Color. Painted Sculpture of Classical Antiquity. Catálogo de exposición
en el Arthur Sackler Museum, Harvard University Art Museums, Múnich 2007.
[En España: El color de los dioses. El colorido de la estatuaria antigua, Museo
Arqueológico Regional, Alcalá de Henares, Madrid, 2009].
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