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LA MÚSICA

El término música tiene su origen del latín “musica” que a su vez deriva del término griego
“mousike” y que hacía referencia a la educación del espíritu la cual era colocada bajo la
advocación de las musas de las artes.

Puede decirse que la música es el arte que consiste en dotar a los sonidos y los silencios de una
cierta organización. El resultado de este orden resulta lógico, coherente y agradable al oído.

Existen diversos principios que permiten llevar a cabo esta organización


de los sonidos y silencios. La armonía, la melodía y el ritmo, por citar
tres elementos, son cuestiones que deben tenerse en cuenta a la hora
de generar música.

Lo que hace un músico, ya sea profesional, aficionado o hasta


improvisado, es tratar de generar alguna sensación en el oyente. La
creación musical estimula la percepción del ser humano y puede desde
entretener a la persona hasta aportarle algún tipo de información.

Cuando un cuerpo vibra, produce un movimiento que modifica la


presión y se transmite en el aire, pudiendo ser captado por el oído. Eso es, ni más ni menos, que
un sonido. Cuando no hay sonido, nos encontramos con el silencio (que, a diferencia de lo que uno
podría pensar, nunca puede ser absoluto debido a la existencia de la atmósfera).

La música, en definitiva, consiste en combinar sonidos y silencios. Los sonidos, a su vez, pueden
ser infinitos, ya que es posible trabajar con innumerables variaciones de duración, intensidad,
altura o timbre.

La música es un arte que acompaña la vida del ser humano desde los comienzos de la historia.
Según explican ciertas teorías su origen tuvo lugar a partir de intentar imitar los sonidos que
existían en la naturaleza y sonidos provenientes de la parte interna del ser humano, como el latido
del corazón. Los descubrimientos que se han hecho en torno a este arte demuestran que ya
existían conceptos de armonía en la música de la prehistoria.

Con el paso del tiempo se desarrollaron cientos de


teorías para explicar el sentido de la música, lo
que nadie puede explicar con certeza es qué
tienen los sonidos que pueden tocarnos el sistema
nervioso y emocionarnos a puntos que ninguna
otra cosa puede hacerlo. La música tiene por ende
mucho de misterio, de magia, y presenta para
nosotros un mundo que no somos totalmente
capaces de comprender pero al que llegamos una
y otra vez de forma irremisible.
MUCHO MÁS QUE UN ARTE

La música no sólo es un arte al que muchas personas recurren para llenar su vida de felicidad,
también existen acciones terapéuticas que utilizan la música como elemento, la musicoterapia es
una de ellas. Consiste en una aplicación científica del sonido, la música y el baile a través de un
tratamiento que intenta integrar lo cognitivo, lo emocional y lo motriz, que libera los malos
sentimientos y permite encontrarse con la energía propia de cada ser, ayudando a mejora la
comunicación, la expresión individual y la integración social. La musicoterapia se utiliza en caso de
enfermedad o disfuncionalidad física o social, para que un individuo se rehabilite y reeduque
emocional, intelectual y motrizmente.

La música con sus sonidos posee tres componentes que la vuelven única: el sonoro, el temporal y
el intelectual. El sonoro se encuentra representado por los sonidos unidos de una forma
específica, el temporal tiene que ver con el momento puntual en el que deben ser representados y
ejecutados los sonidos y el intelectual tiene que ver con la influencia que puede causar un
determinado movimiento sonoro en un individuo, influyendo en su estado de ánimo y
modificando a través de él otros aspectos de su vida. Posiblemente en la comprensión de estos
tres componentes a fondo esté la respuesta que buscamos, el por qué tenemos esa increíble
necesidad de hacer o escuchar música.

HISTORIA DE LA MÚSICA CLASICA


EL DESARROLLO DE LA MÚSICA: Los siglos XVII y XVIII fueron el periodo formativo de la música
clásica y vieron nacer la Ópera y el oratorio, la sonata, el concierto y la sinfonía. Los italianos
fueron los primeros en desarrollar estos géneros, pero les siguieron pronto los alemanes,
austriacos e ingleses.

Como en los siglos anteriores, muchos músicos dependían de un mecenas: algún príncipe, algún
eclesiástico bien provisto de fondos, o un aristócrata. Los numerosos príncipes, arzobispos y
obispos cada uno con su propia corte, proporcionaron los patrocinios que hicieron de Italia y
Alemania los adelantados musicales de Europa.

Muchas técnicas del estilo musical barroco, que dominaron Europa


entre 1600 y 1750, fueron perfeccionadas por dos compositores, Bach
y Haendel, quienes brillaron como genios musicales. Johann
Sebastian Bach (1685-1750) venía de una familia de músicos; ocupó
el puesto de organista y director musical en gran número de
pequeñas cortes germanas, antes de convertirse en el maestro de
capilla de la iglesia de Santo Tomás en Leipzig, en 1723. Allí compuso
la Misa en si menor, la Pasión según San Mateo y las cantatas y
motetes que fijaron su reputación corno uno de los más grandes
compositores de todos los tiempos.
Como el arquitecto Balthasar Neumann, Bach podía transitar con facilidad de lo religioso a lo
secular. De hecho, su música profana refleja un espíritu turbulento, su era un diálogo entre padre
e hija sobre el deseo de ésta de beber el nuevo brebaje. Para Bach no representaba problema
alguno añadir textos religiosos a la música secular que había compuesto en las cortes principescas
para convertirla en música sacra, para él toda la música era un medio para adorar a Dios; se sus
propias palabras, su tarea en la vida era hacer “música bien ordenada en honor de Dios”.

El otro gigante de la música de principios del siglo XVIII, G.


Frederick Haendel (1685-1759) (foto derecha) , nació, como
Bach, en Sajonia, Alemania, y en el mismo año. En contraste con
la tranquila vida provincial de Bach, Haendel experimentó una
agitada carrera internacional y fue profundamente secular por
temperamento. Tras estudiar en Italia, donde comenzó su
carrera escribiendo ópera la manera italiana, en 1712 se mudó
a Inglaterra, donde dedica mayor parte de su vida a tratar de
dirigir una compañía de ópera.

Aunque lo patrocinaba la corte real inglesa, Haendel compuso música para auditorios más amplios
y no tenía inconveniente en escribir piezas colosales de sonido inusitado. Por ejemplo, se suponía
que la banda para su Música para los reales fuegos de artificio debía acompañarse de ciento un
cañones. Si bien escribió más de cuarenta óperas y mucha música secular, es irónico que el
mundano Haendel probablemente sea conocido más por su música religiosa. Su ha Mesías ha sido
llamado “una de esas extrañas obras que atraen de inmediato a cualquiera y que, sin embargo, es
indiscutiblemente una obra maestra del más elevado orden”.

Aunque Bach y Haendel compusieron muchas suites instrumentales y conciertos, la música


orquestal se situó en primer hasta la segunda mitad del siglo XVIII, al aparecer nuevos
instrumentos, como el piano. Una nueva era musical, el periodo (1750-1830), surgió también,
representada por dos grandiosos innovadores, Haydn y Mozart. Su renombre dio lugar a que el de
Europa se trasladara de Italia y Alemania al Imperio Austríaco.

Joseph Haydn (1732-1809) pasó la mayor parte de su vida adulta trabajando como director
musical para los acaudalados príncipes húngaros, los hermanos Esterhazy. Haydn fue un creador
increíblemente prolífico; compuso ciento cuatro sinfonías, además de de cuerdas, conciertos,
canciones, oratorios y misas. Sus visitas a Inglaterra en 1790 y 1794 lo introdujeron en otro mundo
en músicos escribían conciertos para el público, más que para principescos. Esta “libertad’ como él
la llamó, lo animó a escribir dos de sus más importantes oratorios, La creación y Las estaciones
dedicados ambos a la gente común.

El concierto, la sinfonía y la ópera atestiguaron un clímax en las obras de Wolfgang Amadeus


Mozart (1756-1791), niño prodigio que dió su primer concierto de clavicordio a los seis años de
edad y escribió su primera ópera a los doce. También él buscó un mecenas, pero su descontento
con con las desmedidas exigencias del arzobispo de Salzligaron lo obligaron a mudarse a Viena,
donde, al no poder encontrar un protector permanente, hizo su vida miserable. Con todo, escribió
música abundante y apasionadamente hasta su muerte a los treinta y cinco años,hundido en la
pobreza y abrumado por las deudas.

Mozart llevó la tradición de la ópera cómica italiana a nuevas dimensiones con Las bodas de
Fígaro, obra basada en una puesta en escena parisina en la década de 1780, en la que un criado
supera en ingenio y encantos a sus señores nobles, y Don Juan, una “comedia negra” acerca de los
estragos que este personaje hizo en la tierra antes de descender al infierno. Las bodas de Fígaro,
La flauta mágica y Don Juan son tres de las más grandes óperas de todos los tiempos. Mozart
componía con una mezcla de facilidad melódica, gracia, precisión y emoción que
indiscutiblemente nadie ha superado. Haydn dijo al padre que «su hijo es el más grande
compositor que yo haya conocido en persona o por reputación”.

En el siglo XIX, Johannes Brahms fue el único compositor alemán contemporáneo de Wagner que
tuvo jerarquía suficiente para ponerse más o menos a la misma altura. Wagner fue el
revolucionario, el hombre del futuro. Brahms fue el clasicista que abordaba las formas abstractas,
y en el curso de su vida nunca escribió una nota de música de programa, y mucho menos una
ópera. Wagner ejercería enorme influencia sobre el futuro. Con Brahms, la sinfonía, en la forma
que le confirieron Beethoven, Mendelssohn y Schumann, llegó a su fin.

A semejanza de Bach, Brahms resumió una época. A diferencia de Bach, contribuyó poco al
desarrollo de la música, pese a que algunas de sus texturas y armonías encuentran un débil eco en
Schoenberg. Incluso en tiempos de Brahms, los progresistas no tenían una elevada opinión de él.
Mahler decía de Brahms que era “un maniquí con un corazón un tanto estrecho”.

Algunos impetuosos dominados por Wagner, como Hugo Wolf, se arrojaban gozosamente sobre
cada nueva composición de Brahms, y se burlaban de ella. En una crítica de la Tercera Sinfonía
para el Wiener Salonblatt, Wolf proclamó que “Brahms es el epígono de Schumann y
Mendelssohn, y por lo tanto ejerce sobre la historia del arte casi tanta influencia como el finado
Robert Volkmann un compositor académico otrora popular, y ahora olvidado], es decir, en la
historia del arte tiene tan escasa importancia como Volkmann, o sea que no ejerce ninguna
influencia… El hombre que ha compuesto tres sinfonías, y al parecer se propone continuar con seis
más… es sólo una reliquia de los tiempos primitivos y no una parte esencial de la gran corriente del
tiempo”.

Tres creadores de música ligera del siglo XIX han sobrevivido de un modo tan triunfal al tiempo y
las modas que es legítimo llamarlos inmortales. El vals y la opereta vienesa de Johann Strauss (h),
la ópera bufa de Jacques Offenbach y la opereta de sir Arthur Sullivan perduran entre nosotros, y
son obras tan encantadoras, atrevidas y plenas de inventiva como lo fueron otrora. Meyerbeer
prácticamente ha sido olvidado; Gounod perdura sobre todo a través de la ópera; y figuras otrora
tan encumbradas como Goldrnark, Rubinstein, Heller y Raff no son más que nombres en los libros
de historia. Pero el mundo continúa entreteniéndose e incluso encantándose con Strauss,
Offenbach y Sullivan.

En primer lugar fue el vals. Se originó en el Landler, una danza austro-alemana de tres por cuatro.
Entre 1770 y 1780 se asistió a la primera aparición del vals. Casi de inmediato se convirtió en el
furor de Europa, y no sólo en Viena, pese a que esa ciudad fue su centro principal. Michael Kelly, el
tenor irlandés que cantó en el estreno mundial de Las bodas de Fígaro, se refirió a este furor en
1826, cuando escribió sus memorias.

“Los habitantes de Viena”, observó, “en mis tiempos [la década de 1780] bailaban enloquecidos
cuando se aproximaba el Carnaval, y la alegría comenzaba a manifestarse por doquier… La
propensión de las damas vienesas a la danza y a la asistencia a los bailes de disfraces era tan firme,
que no se permitía que nada interfiriese en el goce de su diversión favorita.” Para demostrar
fehacientemente su afirmación, Kelly citaba una disposición adoptada por los vieneses.

Tan abrumador era ese furor, decía, que en beneficio “de las damas embarazadas, a quienes no
podía persuadirse de que permanecieran en el hogar, se preparaban apartamentos con todas las
comodidades necesarias para el parto, ante la posibilidad de que lamentablemente fuesen
necesarias”. Kelly, que era buen conocedor, juzgaba atractivas a las damas vienesas, pero “por mi
parte me parecía que valsar desde las diez de la noche hasta las siete de la mañana, en un
torbellino permanente, era sumamente fatigoso para el ojo y el oído”.

Naturalmente, el vals se convirtió en artículo de uso corriente, y a lo largo del siglo XIX ni siquiera
los más grandes compositores se mostraron tan orgullosos como para negarse a satisfacer la
demanda. Habían existido precedentes, en la historia anterior de la música, incluso remontándose
hasta los isabelinos, los compositores se aplicaban industriosamente a crear música de danza para
el público que la recibía complacido.

Haydn y Mozart habían compuesto considerable cantidad de música de danza. Schubert compuso
varios volúmenes de valses para atender la demanda creada por el nuevo furor. La Invitación a la
danza, para piano solista (después Berlioz la orquestó) de Weber creó el vals de concierto. Chopin
compuso valses idealizados, que no estaban destinados a la danza. Brahms aportó un conjunto
para piano y dos conjuntos para cuarteto vocal. Dvorak compuso varios hermosos valses. El
caballero de la rosa, de Richard Strauss, utiliza mucho el vals. Ravel compuso un gran vals para
orquesta, y un conjunto para piano titulado Valses nobles y sentimentales. Debussy compuso
varios valses. Incluso hay un vals en la sombría Wozzeck de Berg.

Poco después de la aparición del vals se suscitó un clamor que imputaba inmoralidad a este
género. El primer gran exponente del vals luí Johann Strauss (padre), y las naciones puritanas
supieron entonces a quién achacar la culpa.

Igor Stravinsky nació el 17 de junio de 1887 en San Petersburgo, y vivió


para ser reconocido universalmente como el compositor más grande de
su tiempo. Puede afirmarse que desde su iniciación estuvo en la
cumbre. Después de los tres ballets rusos que compuso para Serge
Diaghilev entre 1910 y 1913, en París, no hubo dudas acerca de su
jerarquía.

El pájaro de fuego, estrenado el 25 de junio de 1910, fue el primero y el


compositor de veintiocho años alcanzó la fama de la noche a la
mañana, tal como había pronosticado Diaghilev la víspera del estreno.

La partitura era un brillante ejercicio de nacionalismo ruso, derivado de Rimsky-Korsakov en


general y de una obra suya en particular, El gallo de oro. Pero era mucho más audaz y original que
todas las obras de Rimsky, y todos comprendieron que había aparecido un compositor poco
común.

El agudo oído de Debussy percibió la cualidad esencial de El pájaro de fuego. “No es una pieza
perfecta, pero a causa de ciertos aspectos puede considerársela de todos modos, excelente, pues
en ella la música no es la dócil servidora de la danza, y a veces uno descubre reunidas desusadas
combinaciones de sonidos.”

El 13 de junio de 1911 fue estrenada Petruchka, que consolidó la posición de Stravinsky como la
5gura en ascenso de la música europea. A semejanza de El pájaro de fuego, Petruchka fue un
ballet de tema ruso pero se desarrollaba con más confianza y dominio, y aportaba algunas ideas -
especialmente su politonalidad– que habrían de influir sobre el curso de la música europea.

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