El Examen de Estado para litigantes ha revivido viejas polémicas sobre la manera de evaluar las
capacidades de los estudiantes. Este artículo ilustra algunos factores importantes para la
discusión que han sido descuidados por nuestros articulistas nacionales. El formato será el
siguiente: citaré una afirmación (más o menos) categórica de algún columnista e intentaré ilustrar
la complejidad de la discusión que la enmarca.
2. (Ignacio Mantilla: “(...) es decir que, si todos los estudiantes obtuviesen el mismo puntaje,
ese sería la media, y por lo tanto ninguno aprobaría entonces el examen. Pero
adicionalmente, este tipo de evaluación es poco justa porque no es objetiva sino
referenciada a los demás.”) Los exámenes tienen que variar en el tiempo para que los
estudiantes no se soplen las preguntas y, dado lo difícil que es calibrar los exámenes
sucesivos para que sean igualmente complicados, lo más práctico puede ser orientarse
por medidas relativas que, en vez de decirnos qué tan bueno es un estudiante
independientemente de la versión del examen que presentó, lo comparan apenas con los
demás estudiantes que presentaron esa misma versión.
3. (Nicolás Parra: “Por último, se encuentran las críticas a la ideología que la norma impone.
(...) el proyecto parece desconocer la autonomía que deben tener los profesores y las
universidades para repensar (y extender) [la noción de un abogado de calidad].”) Ciertas
políticas públicas, aunque marcadamente imperfectas, pueden ser menos imperfectas
que las alternativas. Por ejemplo, por mucho que nos gustaría medir a los estudiantes de
forma más integral, los exámenes son la manera más costo-eficiente de hacerlo. Aunque
dedicarles una semana de entrevistas nos podría dar una mejor medida de quiénes son
buenos, los costos podrían superar los beneficios de tener una clasificación más precisa.
En esa medida, las limitaciones de los exámenes para evaluar las capacidades de los
estudiantes pueden no ser un reflejo de una determinada ideología (por ejemplo, la
oposición a la idea de inteligencias diversas) sino de un análisis de costo-eficiencia
razonable. En efecto, los exámenes suelen ser la forma menos peor de asignar recursos
escasos –por ejemplo, a los litigantes competentes– a las personas que mayor provecho
pueden sacar de ellos –siguiendo con el ejemplo: las que, al no poder pagar un abogado,
dependen de defensores de oficio asignados por el Estado y que, por eso, son más
susceptibles de recibir abogados incompetentes y de quedar encartadas con ellos–.
Eliminar a los malos litigantes de la bolsa de litigantes posibles es una manera de procurar
que se les asignen buenos abogados a los más vulnerables. Por lo tanto, aún con las
muchas imperfecciones que pueda tener un examen profesional, es posible que se
justifique tenerlo: los datos deciden;
En definitiva, si no se delimitan los factores relevantes para las discusiones, no hay forma de
saber qué datos se necesitan para respaldar las diversas posturas ni de demarcar los terrenos de
la discusión en que, aún si los datos son irrebatibles, las diferencias morales permanecen. Y, sin
datos, no es ni siquiera inteligible la pregunta por quién tiene la razón.