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EL EJERCICIO DE LA AUTORIDAD EN LA VIDA DEL PRESBÍTERO

APUNTES PARA LA REFLEXIÓN


Encuentro del Clero – Arquidiócesis de San Juan de Cuyo - 26 de marzo de 2019
Pbro. Lic. Juan Pablo Dreidemie

1. La experiencia de la paternidad en nuestros días


Vivimos tiempos complejos. Quizás esta frase se aplica a cualquier tiempo, pero a cada uno le
cabe en virtud de una serie de características en particular. Por cuanto nos toca en relación al
tema de la autoridad y la paternidad en la experiencia del sacerdote, podemos decir que
estamos en tiempos de cambio.
La tumultuosa discusión sobre las cuestiones de género, las nuevas masculinidades y los
paradigmas contemporáneos de relaciones de poder están sobre la mesa cotidiana de muchas
familias y comunidades. Ser padres hoy representa un concepto mucho más fluido de lo que
pudo ser en otras épocas. La figura del varón está en crisis, en cambio, en revisión, nos dirán
muchos. La figura del padre, por ende, comparte esta misma suerte. No es un secreto que
vivimos en una crisis de paternidad donde la figura paterna aparece ausente o desdibujada en
numerosas ocasiones.
La paternidad tiene que ver en primer lugar con hacerse cargo del otro, con ser responsables
de alguien distinto de mí que se supone puesto a mi cuidado. Un síntoma del deterioro es el
crecimiento del fenómeno de los “niños amos”, que crecen en una asombrosa paridad de
poder con sus padres. Falta la saludable intervención paterna, según enseñan los
psicoanalistas, que ponga un límite al deseo caprichoso del infante y le permita abrirse a
otros, más allá de su ombligo. El padre, la autoridad, interviene diciendo “no” al deseo
omnipotente, colocando bordes, límites, contención. También interviene diciendo “sí” a la
vocación, al proyecto personal, a la apertura de horizontes. El padre acoge, asegura, sostiene y
empuja. Sabe usar la autoridad ocupando el lugar de poder propio. No tiene miedo al ejercicio
del mismo.
La tendencia hoy es a un padre ausente. Un dato importante: cuando hay abandono del hogar
por parte de uno de los cónyuges, en el 80% es el varón el que se va. Particularmente evidente
ha sido en el doloroso debate por la despenalización del aborto en la Argentina. Como señala
agudamente la Dra. Zanotti de Savanti: “no se escuchan muchas referencias a la existencia
de un padre exigiendo su derecho a saber que hay un fruto sobre el que tiene una palabra, y a
exigir su participación en la decisión. Antes bien, aparece un hombre confortable en este
planteo sobre ella y su embarazo que lo libra del dolor de la decisión, del inmenso vacío que
deja en él el saber que puede dar vida a un ser que sale de sus mismos genes y daría
prolongación a su existencia.”1 En una curiosa vuelta de rosca, el feminismo radical le hace
el juego al machismo despreocupado más tradicional, cancelando sus responsabilidades.
El feminismo, en su versión más radical, ha enfatizado y naturalizado una equivalencia entre
distintos conceptos pasando por alto matices y complejidades de la cuestión: hoy padre es
igual a patriarcado, poder, opresión, dominio, autoritarismo y abuso. La realidad no es tan
monolítica, aunque no podemos negar que una buena parte de las relaciones de poder en la
sociedad se han construido en base a estas identidades mencionadas. A renglón seguido hay
que decir que no todas, no siempre y no en todos los lugares. Hay variedad.
Esta crisis de paternidad no puede dejar de tocar la existencia sacerdotal. En el pasado la
sociedad daba identidad (y autoridad) al sacerdote con las atribuciones proyectadas sobre él.

1
Cf. https://www.revistacriterio.com.ar/bloginst_new/2018/08/02/debate-sobre-el-aborto-la-ausencia-del-padre/
1
En el pasado, particularmente en la cultura de los pueblos más pequeños, el sacerdote era el
“señor cura”. Su palabra autorizada tenía un peso sustancial tanto en las decisiones personales
en las vidas de sus fieles, como en la cosa pública. Hoy está todo más desdibujado. Hay que
decir que en parte es una buena noticia, ya que nos preserva de excesos del pasado. Puede
pensarse el caso de Irlanda, donde hasta los años noventa toda la educación estaba en manos
de la Iglesia Católica y sus ministros. Esta omnipresencia de la Iglesia en la vida de los
ciudadanos explica la violenta reacción antieclesial de los últimos años, catalizada por los
escándalos de abusos sexuales aunque no causada exclusivamente por éstos.
Los estudiosos de la familia y su evolución señalan desde hace tiempo un desdibujamiento de
las imprescindibles jerarquías internas dentro del sistema familiar que generan la
disfuncionalidad, es decir, la incapacidad del mismo para alcanzar sus objetivos: generar
pertenencia y autonomía en sus miembros. La estructura, con diversos niveles de autoridad
dentro de la misma, no es necesariamente sinónimo de rigidez. Es condición de posibilidad
para un ambiente sano y saludable.
La tentación, como reacción a excesos del pasado, es dejar lugar al miedo a educar y
conducir. Sucede en las familias, y también en las instituciones. Vivimos tiempos de
autoridad líquida, parafraseando a Z. Bauman, con alergias varias a las necesarias asimetrías
en las relaciones interpersonales. Una necesidad tanto para la vida de la Iglesia, como la de la
familia o la escuela. Privilegiar la horizontalidad plana es una fuga fácil, pero ineficaz. Una
capitulación ante la incapacidad de reinventar una autoridad no autoritaria. La otra salida es el
encapsulamiento en viejos esquemas, de verticalidad rígida y palabras atrapadas en los
pasillos de la institución.
Por último, hay que señalar que el concepto de autoridad va estrechamente relacionado al de
poder. “Muchas veces se utilizan de manera intercambiable las palabras ‘autoridad’ y ‘poder’.
Así lo hacemos cuando llamamos a los funcionarios gubernamentales ‘las autoridades’. Pero
también muchas veces se distinguen la autoridad y el poder, como cuando decimos que un
funcionario del gobierno carecía de autoridad para comprometerse a algo”.2 En términos
simples, poder es la capacidad para hacer algo; autoridad es el derecho legítimo de hacerlo.
2. La autoridad del sacerdote: aspectos teológico-espirituales
2.1. La autoridad de Jesús
La credibilidad que tenía Jesús al enseñar, en contraposición a los fariseos, suscitaba la
admiración de sus interlocutores: “Enseña con autoridad, no como los escribas y fariseos”
(Mc 1, 22). ¿Qué diferencia había con los escribas y fariseos, mejores conocedores que nadie
de la Ley y sus codificaciones?
Jesús hablaba con autoridad es el Hijo perfecto del único Padre, su relación filial con Dios es
total. La gente lo percibe. Cuando habla, es Dios (su Padre) quien habla: “Les aseguro que el
Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace
el Padre, lo hace igualmente el Hijo.” (Jn 5,19-20). Del Padre recibe toda autoridad: “Así
como el Padre dispone de la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella, y
le dio autoridad para juzgar porque él es el Hijo del hombre” (Jn 5,28-29).
La filiación de Jesús es absoluta y por eso la paternidad de Dios Padre es absoluta; y por eso
incluso en el Cristo histórico todo se reduce a la filiación y todo lo que vive humanamente lo
vive desde la filiación. El sacerdocio de Jesús no puede comprenderse sino desde esta relación
única con su Padre. En última instancia, se trata de comprender la autoridad primero como
obediencia, como filiación.

2
Sennet, R. Authority (1980), citado en: C. HERMIDA, «Poder y autoridad», Isonomía 13 (2000), 179-190.
2
“Comprender la autoridad como obediencia, significa no conformarse exclusivamente con la
autoridad, sino buscar también la competencia que sólo puede venir del hecho de que Dios está
contigo y respalda tu decisión. Significa acercarse a aquel tipo de autoridad que irradiaba de las
obras de Cristo y hacía exclamar a la gente: «¿Qué autoridad es ésta? ¡Habla con autoridad!» (cfr.
Me 1, 22-27; 11, 28; Mt 7, 29). La gente conocía bien, en aquel tiempo, la autoridad; el judaísmo
estaba plagado de «autoridad»; y, sin embargo, ante Jesús se percibe la autoridad como algo
nuevo, nunca visto anteriormente. En efecto, se trata de una autoridad distinta, de un «poder» real
y eficaz, no sólo «oficial» o nominal; de un poder intrínseco, no extrínseco.”3
2.2. La autoridad del presbítero: un repaso del magisterio reciente
Pastores dabo Vobis nos recuerda en pocas líneas el horizonte evangélico de la autoridad
propia del sacerdote: “Este tipo concreto de autoridad, o sea, el servicio a la Iglesia, debe
animar y vivificar la existencia espiritual de todo sacerdote, precisamente como exigencia de
su configuración con Jesucristo, Cabeza y Siervo de la Iglesia” (n.21). Autoridad como
servicio. Ése es el concepto repetido hasta la saciedad en el Magisterio reciente de la Iglesia.
Se apoya sólidamente en el testimonio bíblico y en la enseñanza de los padres.
Un texto para rumiar en la lectio: “En cuanto a ustedes, no se hagan llamar "maestro", porque
no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos a nadie en el mundo llamen
"padre", porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco "doctores",
porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías. Que el más grande de entre ustedes se haga
servidor de los otros.” (Mt 23, 8-11) Jesús rubricaría esta enseñanza con su entrega en la cruz,
que Él comprendió como servicio supremo a la salvación de todos.
Hablando de la autoridad como servicio al otro, San Pablo VI decía que «hace falta hacerse
hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y
maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía: el servicio. Debemos recordar todo
esto y esforzamos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó (Jn. 13,
14-17)»
En la misma línea se expresa frecuentemente el papa Francisco: “Para los discípulos de Jesús,
ayer, hoy y siempre, la única autoridad es la autoridad del servicio, el único poder es el poder
de la cruz, según las palabras del Maestro: ‘Ustedes saben que los gobernantes de las naciones
dominan sobre ellas y sus líderes les oprimen’” (Discurso Sínodo de la Familia, 2015):
Francisco (a obispos de USA, enero de 2019): “La credibilidad nace de la confianza, y la
confianza nace del servicio sincero y cotidiano, humilde y gratuito hacia todos, pero
especialmente hacia los preferidos del Señor (Mt 25, 31-46). Un servicio que no pretende ser
marketinero o estratégico para recuperar el lugar perdido o el reconocimiento vano en el
entramado social sino porque pertenece «a la sustancia misma del Evangelio de Jesús»”
2.3. Paternidad “josefina” del presbítero
La paternidad del presbítero, y por ende la autoridad a ella asociada, es completamente
“josefina”. No es originaria, sino ejercida “en nombre de…” el único Padre. Los fieles no son
nuestros hijos, son hijos de Dios. Nos toca como a San José, acompañar sin haber
engendrado, sostener sin oprimir ni ahogar la única filiación completa. Las nuestras son todas
parciales, incompletas. Una imagen puede ayudar: el sacerdote es como el esposo de una
mujer viuda con tres hijos. Si intenta controlar demasiado, los hijos le pondrán límites, le
recordarán que lo aprecian pero que no es su padre. Recuerda Lorenzo Trujillo4 que “cuando
los grandes fundadores y reformadores han puesto a San José como patrono, como modelo,
podía haber algo de pietismo, pero había una intuición genial, porque José es el que acompaña
a la Iglesia madre, preñada de Dios, y desaparece a tiempo. Es un modelo ideal. El sacerdocio
3
R. CANTALAMESSA, Obediencia. Edicep, Madrid 1990
4
Charlas sobre la paternidad de los formadores en los Seminarios pronunciadas en el Encuentro de la OSAR
(1999).
3
es 100% josefino; nosotros no tenemos útero para engendrar a los hijos de Dios.
Acompañamos a la Iglesia madre donde Dios los engendra, con un respeto exquisito”.
La paternidad de la que podemos hablar, siempre es una paternidad misionada, encargada,
representativa, pero no propia, originaria, y por lo tanto tiene que estar asentada y tiene que
perfeccionar lo que sí es nuestra condición fundamental: hijos de Dios.
3. Anatomía de la paternidad
3.1. Prehistoria de mi paternidad: la Gracia supone la naturaleza
Paternidad y ejercicio de la autoridad van de la mano. El modo en que se han configurado en
cada individuo tiene una prehistoria ligada a las figuras significativas de apego temprano, es
decir, a las personas que cuidaron de nosotros principalmente en los primeros años de vida.
También forman parte las personas que tuvieron autoridad sobre mí en los años de la
adolescencia y la formación inicial. Cada uno condiciona el modo en que comprendo
existencialmente (más allá de lo nocional) mi modo de ejercer la paternidad y la autoridad.
Juntos forman la historia de mis condicionamientos, sin que necesariamente me hayan
determinado.
Todos somos hijos de una paternidad deficitaria. Nadie puede, sensatamente, afirmar que ha
tenido un padre perfecto. Somos hijos de padres parciales, con aspectos luminosos y otros
sombríos o menos maduros. Padres y madres que manejaron como pudieron la distribución de
afecto entre los distintos hijos, madres ligeramente depresivas que sutilmente culpan a sus
hijos de sus fatigas; hijos de familias rotas y ensambladas varias veces, con poca claridad de
roles y fragilidad en los vínculos afectivos; hijos de familias estupendas, tan estructuradas y
presentes que dejaron poco aire para la exploración de la propia identidad, para equivocarse y
aprender de los errores. Nadie, excepto Jesús, el Unigénito del Padre, ha experimentado una
paternidad completa, perfecta, totalizante, sin déficits.
Es imprescindible, en algún momento de la vida, repasar estas vivencias. Evocar las personas,
los rostros, las emociones asociadas a estas experiencias primarias y fundantes. ¿A quién me
parezco más? ¿Quién mandaba en casa? ¿Quién me alentaba en mis iniciativas? ¿Quién ponía
límites? ¿Quién me frustraba o me negaba el reconocimiento? ¿Tuve un padre/madre presente
o ausente? ¿Qué impresión me causaba la experiencia de filiación-paternidad de otros, mis
amigos, mis compañeros?
El ambiente cultural intra y extra eclesial es un factor a tomar en cuenta. ¿Qué estilos de
paternidad han atravesado o atraviesan el pueblo al cual pertenezco, la Iglesia de la cual soy
miembro? ¿Qué mensajes no escritos circulan en los ambientes donde me muevo, donde me
he movido?
3.2. El presente y el futuro de mi paternidad: la Gracia perfecciona la naturaleza
En la configuración progresiva de nuestra identidad, en sus múltiples dimensiones, nos vamos
identificando a lo largo de la vida con diversos modelos. La temporada alta en este proceso es
la adolescencia, pero nada acaba completamente allí. Seguimos construyendo la respuesta a la
pregunta “¿quién soy?” durante toda la vida. Las identificaciones con estilos, valores y modos
de ejercer la autoridad condicionan pero no determinan nuestra experiencia actual, hemos
dicho. De hecho, existen numerosos ejemplos de paternidades groseramente deficitarias que
han dado grandes y santos ministros al servicio del pueblo de Dios. Esto no es una fuga en el
pensamiento mágico. Dios supone la naturaleza, pero también la puede perfeccionar, en la
medida que la persona se abre a la acción eficaz de la Gracia.
Detrás de toda la colección de padres deficitarios que pueda traer una persona a sus espaldas,
está “el Padre” que lo ha engendrado verdaderamente. Captar teologalmente esta verdad a la
base de toda fragilidad humana es clave para madurar un ejercicio de la autoridad y la

4
paternidad “a partir”, y “no a pesar”, de la propia biografía. La palabra clave aquí es
“integrar”, sin negar, sin reprimir, pero tampoco sin exacerbar la herida o la fragilidad.
Integrar la propia experiencia de filiación y paternidad implica reconocerla, aceptarla y ganar
en libertad para decidir con libertad creciente cómo quiero acompañar, cuidar y educar a
otros. La ignorancia de este inframundo personal genera una variedad multicolor de
patologías en el ejercicio de la autoridad. Como siempre, los que más sufren son los demás.
Que la naturaleza sea perfectible por la Gracia no implica que se llenen los vacíos dejados por
una paternidad defectuosa. Significa aprender a convivir con esos vacíos, sin compensaciones
mediocres, sin lamentaciones ni victimizaciones. Significa hacer de la debilidad fuerza, de la
herida compasión. Interesante repasar aquí las intuiciones de Nowen en su concepto del
“sanador herido”. Somos eso, sanadores heridos. Ojalá que conscientes de esa herida, y no
limitados a ella.
3.3. Fuentes de la autoridad
Un trabajo señero en el campo de la psicología social de los años 60’ nos puede orientar en
nuestra aproximación al tema de la autoridad. Se trata de un estudio5 acerca de las distintas
fuentes del poder que pueden distinguirse a la base de otros tantos tipos de liderazgo
consecuente. Su vigencia es sorprendente, a pesar de los años que nos separan de su
publicación original.
Los autores señalan diversas fuentes posibles del poder o autoridad de un líder. Cada una
generará distintos tipos de adhesión a los ideales de la organización en cuestión. La aplicación
al caso del liderazgo del presbítero en el contexto de la comunidad que le ha sido
encomendada predice modos más o menos maduros de pertenencia eclesial y adhesión a los
valores propuestos por el Evangelio. Veamos uno por uno estos distintos modos.
Poder por coerción: utiliza la amenaza de ejercer la fuerza (física o simbólica) para influir en
la conducta del otro. Se basa en la asimetría de poder entre las partes: hay uno que sabe más,
puede más o tiene más. Estrategias típicas: amenaza de retiro de afecto (“si no hacés lo que te
indico, no podré contarte más entre mis colaboradores cercanos”; amenaza de despido de un
trabajo. Puede dar lugar a abusos de diversa índole. Genera obediencia por complacencia
(extrínseca, es decir no por convicción propia).
Poder por recompensas: utiliza los premios, regalos o reconocimientos para conseguir la
obediencia del otro. Pueden ser materiales o simbólicos, muchas veces sutiles e implícitas.
Estrategias típicas: “si no me confrontas y me apoyás frente a las críticas de otros, te voy a
nombrar ministro extraordinario de la comunión”, elogios, privilegios respecto al resto de la
comunidad. Genera obediencia por complacencia (extrínseca, es decir no por convicción
propia).
Poder por el rol ocupado: el título conferido a una persona social o eclesialmente hace de
ella una autoridad dentro del ámbito de su competencia. Si va acompañado de un poder de
referencia o conocimiento, puede ser sumamente eficaz. Si aparece como única fuente, puede
dar lugar a numerosas fragilidades. Estrategias típicas: (uso positivo) las personas escuchan y
siguen las indicaciones porque es la autoridad legítima y autorizada. (uso negativo si es el
único recurso) “Tenés que hacer lo que te digo porque soy tu párroco”. Genera obediencia por
complacencia o por identificación.
Poder de referencia: aparece frecuentemente en las celebridades y en los políticos. Se apoya
en la simpatía con valores y proyectos comunes que el líder parece encarnar. Mientras más
coherente, más creíble y mayor influencia desarrolla. Estrategias típicas: en el caso de un
presbítero, su vida concreta orientada al Padre y a la misión tendrían que despertar adhesiones
5
J. R. FRENCH - B. RAVEN, «The bases of social power», en D. CARTWRIGHT - A. ZANDER (edd.), Group
Dynamics, Harper & Row, New York 1959, 61-74.
5
sinceras, no tanto a su persona sino al Padre que lo ha enviado. En su versión más narcisista,
concentrará las miradas sobre sí mismo. Genera obediencia por identificación o
internalización.
Poder por el conocimiento: el líder sabe de lo que habla, es experto en su campo de
competencia. En el caso del sacerdote, se refiere a la preparación integral para el ejercicio del
ministerio combinando la formación intelectual con la sabiduría existencial en el
discernimiento de la realidad cotidiana. Estrategia típica: cuando ofrece una opinión o un
parecer, presenta también con claridad los argumentos que fundamentan tal punto de vista o
indicación. En su versión negativa, opina sobre temas más allá de su competencia específica
usufructuando la confianza en él a partir de aquello de lo que sí sabe.
La fuente de poder o autoridad ideal para un presbítero debería ser su identificación con
Cristo Buen Pastor y siervo. La credibilidad debería brotar espontáneamente de su intimidad
con el Padre. En este sentido se aproxima al poder de referencia, evitando toda
autorreferencia. Un equilibrio difícil. Por el contrario, las formas más disfuncionales de
sostener su autoridad se apoyan en el poder de coerción, de recompensa o en el recurso al rol
o “título” como argumento de autoridad. Las personas probablemente obedezcan, pero será
una adhesión completamente extrínseca.
4. Deformaciones de la paternidad
4.1. Autoridad y madurez personal
El ejercicio de la paternidad y de la autoridad que ésta supone está atravesado, como hemos
visto, por nuestra humanidad tocada por incontables factores que han hecho que seamos
quienes somos. Desde una perspectiva teologal, no podemos olvidar la marca de la
concupiscencia. Entonces, nuestra experiencia de paternidad y autoridad no será neutra, sino
declinada según nuestras fortalezas y debilidades.
Hemos dicho que el hombre maduro es el hombre integrado, no el hombre perfecto, sin
fisuras. El hombre maduro es aquél que conoce en profundidad sus motivaciones más hondas,
consigue ponerles nombre, calificarlas en función de su sistema de valores y decidir seguir su
impulso o rechazarlo. En otras palabras, conoce su inconsistencia central y la vuelve más y
más consciente. Se trata de un proceso que no acaba nunca, por la madurez es eso, un proceso
antes que un estado.
El haber gozado de reconocimiento incondicional desde pequeños, el haber tenido la
posibilidad de jugar y explorar, de estudiar y comprometerse, influyen fuertemente en la
imagen de sí mismos y de los demás con las que vivimos. La autoestima, la capacidad de
conectar empáticamente, de salir de sí mismos, de acoger la realidad del otro como prójimo y
no como juez, derivan en paternidades saludables, en autoridad funcional: esto es, que
consigue su fin, el crecimiento y la salvación del otro, en el caso de un ministro de la Iglesia.
Podemos imaginar este tipo de madurez detrás de un párroco que no teme el brillo de un
joven vicario, que busca sinceramente pensar las acciones evangelizadoras y la marcha de la
parroquia con los miembros del Consejo de Pastoral. Algunas estadísticas, sin embargo,
sugieren que estos indicadores no abundan. Actualmente el 60% de las parroquias en el
mundo no cuentan con Consejo de Asuntos Económicos ni Consejo de Pastoral Parroquial, a
pesar de estar mandado por el Código de Derecho Canónico6. Un dato interesante para
interpretar: ¿falta de tiempo y personas adecuadas? ¿miedo a compartir el poder? ¿temor a un
desdibujamiento de la propia autoridad? ¿amenaza a un yo frágil?
4.2. Paternidad ausente

6
Discurso del Santo Padre Francisco a la “Unión Internacional de Superiores Generales”, 12 de mayo de 2016
6
Una distorsión de la paternidad le hace el juego a la cultura dominante. El miedo a ocupar el
lugar del padre en una sociedad que rechaza la autoridad y las asimetrías conduce
frecuentemente a un tipo laissez faire que no educa, que tiene terror al conflicto inevitable que
conlleva el rol de liderazgo.
Señala acertadamente Amoris Laetitia (n.176): “Se dice que nuestra sociedad es una
«sociedad sin padres». En la cultura occidental, la figura del padre estaría simbólicamente
ausente, desviada, desvanecida. Aun la virilidad pareciera cuestionada. Se ha producido una
comprensible confusión, porque «en un primer momento esto se percibió como una
liberación: liberación del padre-patrón, del padre como representante de la ley que se impone
desde fuera, del padre como censor de la felicidad de los hijos y obstáculo a la emancipación
y autonomía de los jóvenes. A veces, en el pasado, en algunas casas, reinaba el autoritarismo,
en ciertos casos nada menos que el maltrato»”.
En algunos presbíteros el riesgo a ser confrontados (por ser la figura paterna) o el miedo al
autoritarismo sufrido, provoca un retiro a un lugar seguro, lejos de la toma de decisiones y de
las responsabilidades concomitantes. Se limitan a dejar que las cosas fluyan, a no complicarse
en los conflictos comunitarios evitando mediar o tomar decisiones. La no intervención les
ahorra el riesgo de equivocarse, aunque esto ya es una equivocación: una capitulación al
servicio imprescindible que una sana paternidad ofrece a una comunidad en general y a cada
uno de sus miembros en particular. Normalmente generan comunidades anárquicas y
huérfanas.
4.3. Paternidad entre la realidad y la fantasía
El psicoanálisis ofreció un concepto útil para describir ciertas dinámicas que se establecen en
las relaciones interpersonales asimétricas: feligrés-párroco, acompañado-director espiritual,
profesor-alumno, etc. El concepto de transferencia señala la tendencia involuntaria en las
personas a reactivar y repetir patrones de vinculación del pasado (especialmente con las
figuras parentales) en el presente. Cuando una catequista dialoga con su párroco, está
dialogando efectivamente con él pero al mismo tiempo lo hace con su propio padre. Ésta es
parte de la explicación por la que frente a dos personas que acaba de conocer, un mismo
sacerdote puede despertar sentimientos de confianza incondicional en una y de prudente
distancia en la otra. En cada una la misma figura despierta estilos vinculares distintos con las
figuras de autoridad. “Entonces, cada relación es una mezcla de una relación real (los que
somos ahora) y un fenómeno transferencial (repetición de relaciones anteriores) ya que la
transferencia se sobreimpone sobre características reales”7. El hecho de que al presbítero se lo
llame comúnmente “padre” refuerza la transferencia.
4.4. Paternidad usurpadora
Existen ocasiones en que la autoridad y la paternidad sacerdotales se alejan de la clave
josefina. No acompañan y protegen, sino que invaden y reclaman una paternidad totalizante.
El fin del cuidado y las atenciones no es la persona que le ha sido encomendada, sino él
mismo. El otro puesto a mi cuidado se transforma en fuente de seguridad, de afecto, de
reconocimiento y estabilidad para mí. Emerge una creciente perversión de los roles: aquél que
tiene que ser servido/cuidado se transforma en servidor de las necesidades del que detenta la
autoridad o el poder. Paulatinamente el que cuida se convierte en el punto de referencia del
universo vital del acompañado.
En todas las formas de abuso de poder se esconde esta dinámica. Las señales son los celos
(“¿por qué fue a confesarse con el párroco si soy yo su confidente y confesor?”), los reclamos
absorbentes (“¿por qué le preguntaste a X. si sabías que yo te puedo ayudar?”) y la
manipulación de la conciencia (“serías un desagradecido si no aceptás lo que te propongo”).

7
A. ZANOTTI DE SAVANTI, Pensar las crisis en la vida sacerdotal y consagrada, Ágape, Buenos Aires 2013.
7
Un fenómeno sutil pero sumamente difundido en el mundo clerical es el de la codependencia.
Puede resumirse como la necesidad imperiosa de ser necesitado por otro, de hacerse cargo de
otro. Normalmente se estructura en un círculo relacional vicioso donde una de las partes
presenta rasgos dependientes y necesitados, y la otra parte rasgos asistidores y mesiánicos
exagerados. El codependiente asistidor necesita que alguien lo necesite para evitar la
frustración, el vacío y la depresión. La aparente dedicación abnegada e incondicional esconde
una obsesión por el cuidado del otro y una compulsión resolver sus dificultades que puede
terminar ahogando la autonomía del asistido. El codependiente suele relacionarse con gente
problemática, frágil, inestable, que le ayuda a negar sus emociones negativas: miedo a no ser
querido, a ser abandonado, a ser prescindible. Hay que enfatizar: ayudar está bien, muy bien.
Tiene que ver directamente con el Evangelio y sus consecuencias éticas. Lo negativo aparece
con la compulsión, la ansiedad exagerada, el robo de la autonomía y la libertad del otro, “por
su bien”.
4.5. Paternidad narcisista
Algunos sostienen que cada época tiene su mal dominante. En tiempos de Freud fue la
histeria. Hoy sería el narcisismo8. Más allá de la probable simplificación, no podemos negar
que las personalidades narcisistas tienen un gran reconocimiento en nuestra cultura
occidental. Basta encender un momento la TV o navegar por los titulares en el mundo digital.
Los presbíteros somos hijos también de nuestro tiempo. El ejercicio de la autoridad a través
del ministerio crea un escenario ideal para que florezcan los rasgos narcisistas en las
personalidades más inmaduras. Cada fin de semana el sacerdote tiene delante una gran
cantidad de personas, un auditorio de potenciales admiradores que pueden gratificar sus
necesidades menos maduras de aparecer, ser reconocido y aplaudido. Lo mismo puede
suceder en la conducción pastoral: los bautizados miembros de la parroquia dejan de ser tales
para convertirse en ejecutores de originales y geniales intuiciones del pastor, última
referencia.
El presbítero narcisista normalmente tiene cualidades y gran potencial 9. Al principio pueden
ser extremadamente efectivos y creativos, pero tarde o temprano, debido a la insaciabilidad de
su necesidad de admiración, los problemas aparecen. La gente percibe falta de empatía,
excesiva autorreferencialidad, explotación de los otros, arrogancia y envidia de los párrocos
vecinos o de sus colaboradores. Suele ser evidente su sentido de grandiosidad y
exhibicionismo. Todo hay que publicarlo, todo tiene que ser visto y admirado. Suelen ser muy
autoritarios, no toleran el disenso. En general son hipersensibles a la crítica; las personas no
se atreven a corregirlo. La vida de la comunidad termina girando cada vez más en torno a las
necesidades básicas (emocionales y materiales) del pastor, y se aleja de sus objetivos o misión
(el anuncio del Evangelio, la salvación de los hombres) transformándose así en un sistema
disfuncional. Todos pierden.
En la conducción pastoral es frecuente reconocerlos por la tendencia a arrasar con todo lo que
hizo el párroco precedente, manifestando poco aprecio por los procesos recorridos,
concentrado en la luminosidad que su presencia traerá a la comunidad. En el caso de ser
narcisistas creativos, tienden a crear parroquias feudos donde la jurisdicción no es un lugar
desde donde se misiona sino un título de propiedad sobre las personas y las cosas. La
jurisdicción es un ordenamiento que favorece el respeto a los co-presbíteros. Nada más.
Otra manifestación de este paternalismo narcisista a través de la acción pastoral es la
construcción de la comunidad parroquial a la medida del pastor. Cada detalle estético,

8
J. M. TWENGE - W. K. CAMPBELL, The Narcissism Epidemic: Living in the Age of Entitlement, Simon and
Schuster, New York 2009.
9
L. SPERRY, Ministry and Community: Recognizing, Healing, and Preventing Ministry Impairment, Liturgical
Press 2000.
8
arquitectónico, carismático; cada grupo, acento espiritual o asociación invitada a participar
responde exclusivamente a los gustos y criterios del párroco. La comunidad (o los que
resistan en ella) tendrán dificultades crecientes para sentirse “en casa” en otro lugar que no
sea su parroquia. Se volvió menos católica, perdió contacto con el Espíritu en la medida que
el párroco usurpaba su lugar. Le queda una tarea muy difícil a su sucesor. Frecuentemente una
parte de círculo de colaboradores más estrecho del presbítero-propietario lo seguirá a su
próximo destino pastoral.
Una nota importante: un buen pastor, un líder eficaz necesita de una dosis de narcisismo sano
que le permita cierta autonomía (no depender de la aprobación continua de los demás) y le
permite tomar decisiones en función de valores y no de temores al conflicto o rechazo.
4.6. La paternidad aniquiladora
4.6.1. Una mirada sistémica
Un modo simple de explicar las distorsiones en el ejercicio de la autoridad consiste en atribuir
las fallas al que ocupa el rol de liderazgo (párroco, obispo, vicario) a causa de sus problemas
de personalidad, intenciones o incapacidades. Ésta es una parte de la historia. En la psicología
de las organizaciones y de todo sistema donde están interrelacionados diversos individuos rige
el principio de causalidad circular. En la causalidad lineal, A es causa de B: el párroco
maltrata a las personas porque tiene un carácter fuerte. En la causalidad circular A es causa de
B, que a su vez causa A: el párroco maltrata a las personas porque tiene un carácter fuerte. El
problema se agrava porque siempre lo envían a comunidades donde no va a tener conflicto,
porque las personas se van a someter y no lo van a confrontar. Entonces su autoritarismo
aumenta. El círculo se vuelve vicioso.
Cuando un presbítero conduce de forma autoritaria, agresiva o impropia en cualquier manera
una comunidad, hay que preguntarse no sólo por sus problemas emocionales o sus conflictos
psíquicos; también hay que preguntarse por el sistema presbiteral que no ve, no escucha y no
habla; por la comunidad laical que se le ha encomendado, ¿por qué no habla? ¿por qué no se
la escucha?
4.6.2. La paternidad clericalista y sus consecuencias abusivas
En el último tiempo ha saltado a los titulares de la vida eclesial la palabra “clericalismo”. No
es nueva, aunque parece nueva la conciencia creciente de su poder destructivo aunque
silencioso. La sana e imprescindible diferenciación de roles e identidades dentro del sistema
eclesial tiene su riesgo: la rígida estratificación de una casta superior que detenta el poder y
otro grupo (infinitamente más numeroso) que debe ofrecer colaboración y sumisión. El
clericalismo engendra conductas abusivas fundadas en la pertenencia a un status privilegiado.
Invocando implícita o explícitamente la propia condición de clérigo pueden ‘permitirse’
ciertas transgresiones como evitar una multa de tránsito, ser dispensados de un trámite
burocrático, no pagar lo debido por un trabajo, aprovecharse de la generosidad de las
personas, inmiscuirse impropiamente en las conciencias de quien pide consejo o manipular a
través de recompensas materiales y/o simbólicas. También puede exigir una serie de
seguridades económicas poco realistas, de confort habitacional excesivo y evitar la rendición
de cuentas ante la autoridad superior (falta de accountability). Por último, anota Greshake, el
clericalismo “se deja sentir también allá donde se pretende saberlo todo mejor, donde se
rechazan las críticas, se moraliza desde lo alto o bien se hace ostentación de un paternalismo
sentimentalista que fluye «con suma benevolencia».”10
El clericalismo se apoya, desde un análisis sistémico, en dos patas: un clero clericalista y un
laicado clericalista. Señala con fuerza el Papa Francisco: “El clericalismo, favorecido sea por
los propios sacerdotes como por los laicos, genera una escisión en el cuerpo eclesial que
10
G. GRESHAKE, Ser sacerdote hoy: teología, praxis pastoral y espiritualidad, Sígueme, Salamanca 2003.
9
beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos”11. Estos sistemas
disfuncionales pueden verse claramente detrás de la crisis de los abusos en la Iglesia.
Benedicto XVI12 señaló entre sus causas una deficiente formación moral y espiritual de los
candidatos al sacerdocio, que luego se encontró con una tendencia en la sociedad a disimular
y justificar las conductas impropias del clero. El círculo se cerró, la tragedia se desató
insidiosamente. El clericalismo bloquea la retroalimentación de información que permitiría la
autocrítica, la corrección de rumbos y maneras, el ajuste del timón en dirección a los objetivos
primarios de la organización.
4.6.3. La paternidad abusadora
Se trata de la deformación quizás más grave de la autoridad y la paternidad. Avasalla al otro,
abusando de él en beneficio de las propias necesidades. Admitimos que presenta distintos
grados pero representa siempre una transgresión de los límites que protegen la intimidad del
otro, apoyada en un abuso de poder debido a la asimetría entre las personas involucradas en la
relación. La escalada en la seriedad de los abusos comienza con pequeños gestos trasgresores
que, como deslizándose por un plano inclinado, van ganando profundidad y gravedad13. Los
grandes crímenes contra los menores y adultos vulnerables comienzan con una vida mediocre
llena de pequeñas compensaciones y micro transgresiones.
Desde el ámbito de la psicología de las organizaciones se ha propuesto el síndrome de
Betsabé14 como una explicación al hecho de que personas que ostentan puestos de liderazgo
de gran importancia cometen transgresiones morales o legales extremadamente graves.
Incluso sucede entre aquellos particularmente exitosos. Podemos pensar en altos ejecutivos de
empresas envueltos en graves escándalos morales que ocupan con frecuencia los titulares de
los medios. El nombre del síndrome evoca la historia de encumbramiento y posterior caída
del rey David: un hombre de orígenes humildes que terminó en el trono de Israel llegando a
tener todo lo que quiso: bienes, prestigio, favor del pueblo y de Dios. Todo esto no le impidió
enredarse en una serie de decisiones que lo fueron llevando a un abuso de poder extremo:
matar a uno de sus mejores oficiales para quedarse con su mujer.
Las causas que han sido individuadas en los altos ejecutivos de empresas pueden aplicarse
mutatis mutandi al liderazgo ejercido por un presbítero en la Iglesia: 1) el éxito o
reconocimiento social distrae la atención hacia cosas ajenas a su misión específica; 2) el rol
permite acceso a información privilegiada a través de las confidencias recibidas; 3) el rol le
permite evadir controles y hacer uso discrecional de recursos; 4) excesiva confianza en poder
mantener bajo control las consecuencias de las propias acciones. Una racionalización
frecuente es: “trabajo tanto, me sacrifico tanto, he renunciado a tantas cosas, que me puedo
permitir un poco de esto o de aquello.”

11
Carta del Santo Padre Francisco al Pueblo de Dios, 20 de agosto de 2018.
12
Carta Pastoral del Santo Padre Benedicto XVI a los Católicos de Irlanda, 19 de marzo de 2010.
13
A. CENCINI, ¿Ha cambiado algo en la iglesia después de los escándalos sexuales?: análisis y propuesta para
la formación, Sígueme, Salamanca 2016.
14
D. C. LUDWIG - C. O. LONGENECKER, «The Bathsheba Syndrome: The ethical failure of successful leaders»,
Journal of Business Ethics 12/4 (1993), 265-273.
10
5. Caminos de crecimiento y maduración
Retomando el principio de que “la Gracia supone la naturaleza y la perfecciona”, proponemos
tres caminos para crecer en un ejercicio de la autoridad y la paternidad cada vez más fiel a la
identidad y alcance propio del ministerio sacerdotal. Dos caminos vienen del ámbito de la
psicología, el tercero (y más importante) del ámbito de la espiritualidad.
5.1. Atención a las ideas tóxicas
Este camino proviene de la perspectiva cognitivo conductual. Puede ser el más superficial,
pero ayuda a mantener una evangélica vigilancia sobre nuestras conductas y sus raíces. Parte
de la suposición de que a la base de las actitudes paternas distorsionadas existen en nosotros
ciertas ideas o pensamientos que podemos denominar “tóxicos”. No impiden la consecución
de la actividad concreta pero la orientan más bien en la dirección del “bien aparente” y no del
“bien real”.
Esos pensamientos o ideas se forman de modos diversos y normalmente están asociados a
nuestro proceso de maduración y crecimiento humano y cristiano a través de las distintas
experiencias que constituyen nuestra biografía personal. Son como una especie de
“mandamientos” o esquemas inconscientes que influyen con fuerza en nuestro obrar
consciente y racional sin que los notemos. Las ideas se refieren principalmente a nosotros
mismos, al mundo, a los otros y a Dios. Algunas de estas ideas funcionan muy bien y están
ajustadas a la realidad. Otras, en cambio, sufren de alguna distorsión que las vuelven
“tóxicas” (por ejemplo, una imagen de Dios excesivamente severo y castigador). Podríamos
comparar estas ideas “tóxicas” con los “baobabs” del misterioso asteroide en el que habitaba
el Principito de Saint Exupery15. Allí debía ocuparse constantemente de arrancar de raíz estos
árboles que, una vez crecidos y adultos, hubieran destruido el pequeño asteroide con sus
enormes raíces. Por eso, lo mejor, es cuidar el jardín de los propios pensamientos antes de que
ellos amenacen con destruir el espacio que habitamos. Esta tarea puede realizarse en tres
pasos:
a. Identificar las ideas “tóxicas” que nos habitan. Podemos intuir la presencia de alguna
de ellas operando en un segundo plano de nuestra consciencia cuando frente a alguna
situación o actividad nos encontramos de pronto angustiados, ansiosos, inquietos,
insatisfechos, irritables o imprevistamente tristes. Es probable que alguna idea
“tóxica” esté detrás de tal acción que habitualmente se desarrolla con gusto y está en
línea con nuestro ministerio pastoral propio. Algunos ejemplos extraídos de
experiencias concretas:
Todos tienen que participar, pero al final el único que sabe bien adónde llegar soy yo.
Si no me esfuerzo por estar presente en todo, la gente se irá a la parroquia vecina.
Tengo que agradar a todos porque si alguien me confronta estoy perdido.
Si reconozco que me equivoqué perderé autoridad para decisiones futuras.
Lo primero que notamos cuando logramos identificarlas y enunciarlas es que muchas
veces presentan contradicciones o parecen absurdas. Otras veces parecen apropiadas
excepto por algún pequeño aspecto que no encaja del todo con el sentido común o no
resisten la confrontación con una lectura madura de la visión del mundo, de nosotros
mismos, de los otros y de Dios que presenta explícita o implícitamente el Evangelio.
La identificación de estas ideas muchas veces puede ser vergonzosa y difícil porque
nos descubre menos maduros y “racionales” de lo que hubiéramos pensado.

15
Seguimos aquí la sugestiva imagen propuesta por: R. ALMADA, El cansancio de los buenos, Ciudad Nueva,
Buenos Aires 2011.
11
b. Modificar o sustituir las ideas “tóxicas”. Una vez confrontadas serenamente con
algún parámetro objetivo (el Evangelio, sanos principios de espiritualidad sacerdotal,
etc.) descubriremos que son “tóxicas” porque sufren algún tipo de distorsión
(generalizan, son catastróficas, exageran, son negativas o polarizadas, etc.). En algunas
la distorsión es tan grande que deben ser directamente sustituidas por otras más
adaptadas a la realidad y coherentes con el Evangelio. Otras, en cambio, reclaman una
corrección pero no están totalmente equivocadas. Por ejemplo, en el deseo de
acompañar de cerca una nueva iniciativa pastoral puede haber sincera responsabilidad
de pastor pero también inseguridad y desconfianza en la capacidad de los laicos.
c. Apropiarse de la idea “correcta” o sana. Una vez descubierta la idea “tóxica” es
importante escribirla para que no se vuelva a ocultar en el inconsciente. Pero más
importante aún es reescribirla (si necesitaba alguna corrección menor) o sustituirla por
una idea correcta o sana de la cual nos queremos apropiar. Por ejemplo, puede
sustituirse la idea de “tengo que agradar a todos porque si alguien me confronta estoy
perdido” por otra que diga “tengo que intentar tratar bien a todos para que descubran a
través mío al Buen Pastor”.
Para apropiarnos de la nueva idea conviene redactarla de un modo en que nos resulte
interesante y creíble, que pueda ser fácilmente memorizada y llevada a la oración. La
súplica confiada de que este nuevo modo de mirar al mundo, a mí mismo, a los otros o
a Dios (según corresponda) hará que me resulte cada vez más connatural, con la ayuda
de la Gracia con la cual queremos cooperar.
5.2. Conocerse mejor para amar mejor
La maduración en el ejercicio de la autoridad supone integrar nuestras zonas frágiles de forma
consciente. Hemos dicho que no puede borrarse el pasado, pero puede asumirse en forma
adulta. Podrá condicionarnos pero no determinarnos. Si tuve experiencias de paternidad
autoritaria, no tengo por qué replicar ese modelo. ¿Cómo hacemos?
Es necesario “aceptar” lo que sentimos y somos, nuestras inseguridades y tendencias que nos
desvían de la paternidad “josefina” de la que hemos hablado. Aceptar no significa
“resignarse”, como quien se somete ante un enemigo más poderoso: aceptar está en la línea
del “integrar”. Este verbo casi mágico que abunda en los textos de formación humana inicial y
permanente, es la clave. ¿Pero qué significa concretamente? Significa en primer lugar evitar
dos extremos: el primero, niega la existencia de la dificultad y camina por la vida como si no
molestara el defecto, “ojos que no ven, corazón que no siente” reza el dicho popular. En
términos psicológicos, se trata del mecanismo de “negación” que tiene consecuencias
desastrosas para quien lo practica en modo habitual. El otro extremo es del “dejarse llevar”
por las fuerzas internas y externas, sin filtros y sin control, “al fin y al cabo, es inútil luchar
contra ellas, la gente tiene que entender”. Un modo de capitulación que hace poca justicia al
misterio de la libertad humana.
En medio de estos extremos, aparece la invitación a “integrar”. Esta vía puede aplicarse a las
más variadas dimensiones: sexualidad, agresividad, afectividad, estados de ánimo, etc.
“Integrar” armónicamente en el conjunto de mi persona estas fuerzas supone: 1. Reconocer
que estoy sintiendo algo (ansiedad, rabia, tristeza, inseguridad, baja autoestima, etc.); 2.
Ponerle nombre a lo que siento (etiquetarlo); 3. Poner la emoción en el contexto de mis
valores y opciones como pastor y discernir qué acción sobre ella sería más consonante; 4.
Actuar en consecuencia, con la gracia de Dios. Lograr “integrar” las emociones que genera el
desafío siempre nuevo de la paternidad sacerdotal y la conducción pastoral es un camino que
lleva tiempo y tiene mucho de arte, pero vale la pena recorrerlo.

12
5.3. Crecer en la filiación al único Padre
El presbítero, si quiere permanecer fiel a su identidad más profunda, tiene que suplicar
volverse cada vez más y mejor hijo del único Padre. Era el secreto de la autoridad de Jesús.
No se acreditaba a sí mismo, sino que su Padre lo legitimaba ante el pueblo como servidor.
Profundizar en la conciencia de hijo es la vocación primera. En la descripción de la jornada
inaugural de Jesús, en el primer capítulo de Marcos, podemos ver el papel de la oración en
medio del frenesí pastoral. Su alimento es hacer la Voluntad del Padre. Su vida entera, gestos
y palabras, hablan de ese vínculo primordial. De otra forma, la misión de ser padre nutricio se
vuelve contra él, lo absorbe y destruye junto a aquellos que pretende acompañar.
Enseñaba el Papa Benedicto, con ocasión de comentar el munus regendi durante el año
sacerdotal: “¿De dónde puede sacar hoy un sacerdote la fuerza para el ejercicio del propio
ministerio en la plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, con una dedicación total a la grey? Sólo
hay una respuesta: en Cristo Señor. El modo de gobernar de Jesús no es el dominio, sino el
servicio humilde y amoroso del lavatorio de los pies, y la realeza de Cristo sobre el universo
no es un triunfo terreno, sino que alcanza su culmen en el madero de la cruz, que se convierte
en juicio para el mundo y punto de referencia para el ejercicio de la autoridad que sea
expresión verdadera de la caridad pastoral”16.

16
Audiencia general del Santo Padre Benedicto XVI, 26 de mayo de 2010.
13

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