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LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE ARISTÓTELES

David Torrijos Castrillejo

Estamos acostumbrados a asumir una imagen extemporánea del filósofo 1 característica de los cínicos
cuando en realidad se trata de todo lo contrario. Es verdad que habría que admitir que en la filosofía
presocrática pudo darse un cierto apartamiento de la cotidianeidad; pensemos en la hilarante historia de Tales
cayendo en un pozo, en Heráclito al margen de la vida pública de Éfeso, Anaxágoras condenado al exilio por
impiedad, etc. No obstante, desde el principio el nacimiento de la filosofía se ha visto por otra parte asociado
a un compromiso con la política: Solón, el gran legislador de Atenas, es tenido por uno de los siete sabios y
se cuenta que Parménides dotó de constitución a la ciudad de Elea. Pero, independientemente de estos
llamados presocráticos, cuya paternidad respecto a la figura de Sócrates es muy leve, vamos a fijarnos en la
peculiaridad de éste. La política era, en definitiva, su preocupación principal. Si cabe alguna duda sobre la
cualidad de su pensamiento, acojámonos tan sólo al reflejo de su identidad que se halla en la Apología. Las
acusaciones principales contra Sócrates eran la de impiedad y la de la corrupción de los jóvenes. Ambos
asuntos están directamente vinculados al problema del estado. Sócrates era acusado de ser un mal ciudadano,
pero en realidad es él el verdadero ciudadano. Platón se ocupará de presentarnos esa excelencia cívica de
Sócrates a lo largo de toda su obra.
Sócrates ha sido combatiente en la guerra del Peloponeso, donde sobresale por su valor, lo cual le
hace digno de una especial estima por parte de sus conciudadanos. Además, es notorio su afecto hacia su
ciudad natal, de la que no ha salido nunca excepto para cumplir el deber bélico. Tanto es así, que prefiere la
muerte al destierro. Por otra parte se le reconoce un sometimiento ejemplar a las leyes. No en vano las invoca
como interlocutores en su defensa: las leyes son las que le han educado y son ahora las mismas que le guían
en el momento decisivo que supone la inminente muerte.
Pero sin ninguna duda lo más característico de la concepción que Sócrates presenta del estado es la
noción de areté. No cabe ninguna duda de que éste era el tema fundamental de sus disquisiciones como
filósofo y su motivo principal de discusión con los sofistas. La gran pregunta de Sócrates es si se puede
enseñar la virtud. Y es que el objetivo del estado para Sócrates es sin duda la virtud. A nosotros puede
resultarnos algo extraño esto, porque estamos condicionados por el juicio respecto al estado y la sociedad
que hacen tanto la mentalidad marxista como la liberal donde no hay más que un referente, a saber, la
economía (Aristóteles nos ha enseñado que un estado así se denomina oligarquía y se caracteriza por la
crematística, con todo lo que ello conlleva). En cambio, entre los griegos, el objeto de la vida social era la
perfección humana de cada ciudadano. No nos resulta extraño si apreciamos el desarrollo histórico de esta
idea. En el mundo homérico se descubre una sociedad aristocrática en la que cada uno compite por la
excelencia. La areté en esa sociedad se valora sobre todo como una virtud bélica, de forma que es el agon
donde se desenvuelve. El combate no está determinado por objetivos de tipo lucrativo o estratégico sino que

1 «También los griegos se retiraron del Estado (abandonaron las obligaciones del Estado) cuando empezaron pensar; y
empezaron a pensar cuando fuera, en el mundo, todo era turbulento y desdichado; por ejemplo, en la época de la guerra
del Peloponeso. Entonces, los filósofos se retiraron a su mundo ideal; los filósofos han sido, como el pueblo los llamó,
unos holgazanes. Y, de esta manera, en casi todos los pueblos la filosofía surge solamente entonces, cuando la vida
pública ya no satisface y deja de tener interés para el pueblo, cuando el ciudadano ya no puede tomar parte alguna en la
administración del Estado» (HEGEL, Introducción a la historia de la filosofía, B, I).
es ante todo el escenario donde cada uno muestra su excelencia. No se trata de conquistar Ilión sino la gloria
y el honor. Sin embargo, la sociedad aristocrática pronto entra en crisis debido quizá a una mayor toma de
conciencia de los intereses de la masa agricultora, como suele entenderse a Hesíodo. En todo caso se aprecia
que, a pesar de diversos intentos como el que representa Teognis, la sociedad aristocrática es recordada por
Aristóteles tan sólo como una reliquia del pasado.
La genialidad de Sócrates versa precisamente sobre la idea de areté. En lo que él apunta y Platón
desarrolla ampliamente se recoge la más añeja tradición a la vez que se introduce una nueva forma de
concebir la virtud. Esta excelencia humana, que sigue consistiendo en último término en la justicia que
salvaguarda la ley, ahora se debe alcanzar mediante el cultivo de la filosofía. Es por ello que un problema
primordial para la acusación contra Sócrates sea particularmente la educación de los jóvenes. Frente a los
sofistas, que proponen una vaga y universal erudición en aras a la utilidad, Sócrates anima a una posesión de
la virtud que se logra a través del conocimiento. No es el lugar de discutir el así llamado ‘intelectualismo
socrático’, pero dejemos dicho tan sólo que su aportación no puede reducirse a un mero conocimiento teórico
que asegura la consecución práctica. Más bien la idea de Sócrates apunta al íntimo conocimiento que es
ulterior respecto a la conquista de la virtud moral, puesto que para él la filosofía no es tanto un conocimiento
abstracto de la moral cuanto más aquello que él llamaba ‘cultivo del alma’, cosa que se lleva a cabo en la
vida social que surge entre amigos.
Platón toma como punto de partida este interés socrático de forma que en buena medida su filosofía
debe entenderse sobre todo a partir de la búsqueda del estado ideal. No podemos interpretar otra cosa si
tenemos en cuenta que el conjunto de la República y de las Leyes constituyen una parte amplísima de su
obra. Además, si atendemos al contenido de la Carta VII le vemos a él mismo haciendo esa declaración de
intenciones. Estaba persuadido de que todos los estados estaban mal gobernados y no había otro camino para
alcanzar la justicia que o bien los filósofos llegaran a ser reyes o que los gobernantes llegaran por algún azar
a filosofar. Teniendo en cuenta esto, incluso convendría relativizar el papel de la epistemología, la cual ha
ocupado el primer lugar en la interpretación de Platón debido a una lectura condicionada por un Aristóteles
leído parcialmente.
Sin querer profundizar demasiado en Platón, vemos que históricamente su lugar en la política
ateniense queda marginado. Después de los fallidos intentos de inocular la filosofía en el alma del tirano de
Siracusa y perpetuamente determinado por el trágico final de Sócrates parece acabar dominado por el
escepticismo respecto a la intervención directa en política, situándose en las antípodas de la propuesta de
Isócrates. Esta situación resulta curiosa, máxime perteneciendo Platón a la aristocracia ateniense. Vemos
empero que Aristóteles, quien es meteco en Atenas y legalmente incapaz de introducirse en política, es el que
enseña la postura contraria, animando a intervenir aunque no se den las condiciones ideales del estado. De
hecho, parece ser que durante su época en la Academia impartía lecciones de Retórica constituyéndose así en
opositor del mismo Isócrates. Ciertamente Aristóteles no tuvo ocasión de alcanzar ningún protagonismo en
política pero su doctrina es una apuesta por actuar en ella incluso en un régimen inadecuado e injusto. En
cierto modo vemos que ésta postura se acerca más a la de Sócrates quien no cesó de intervenir a pesar de que
era consciente de la decadencia del estado ateniense.
En efecto, pensamos que Aristóteles presenta en la doctrina política una forma práctica, muchas
veces hasta pragmática, de llevar a cabo el ideal socrático. En esta problemática, aun haciendo aportaciones
originales, está plenamente inserto en la tradición. La figura de Sócrates es siempre el referente, aunque no lo
conociera en vida, pero estaba determinado por el atractivo que seguía ejerciendo a través de Platón. Existen
multitud de pasos de la Política donde está latente la figura de Sócrates. ¿En quién otro hemos de pensar
cuando se habla profusamente del papel de los justos en el estado? Igual que Sócrates es el modelo para los
ejemplos de juicios que propone Aristóteles así lo es también cuando habla de política. Aristóteles se ciñe a
la idea común según la cual se ha de aprender a mandar obedeciendo, es decir, viviendo sometido a las leyes.
Aquí la referencia es el maestro que en su defensa ante el tribunal trae como defensoras a las mismas leyes
que lo han educado desde su juventud y a cuyo cumplimiento cordial ha dirigido su vida. Igual que en la
Apología Sócrates declara, con una risueña a la vez que trágica ironía, que más que la muerte merecería un
retiro a costa del erario público como pago por el servicio que ha llevado a cabo, así Aristóteles propone que
los ancianos, después de haber servido a su ciudad combatiendo en el campo de batalla y educando a los
jóvenes, deberían dedicarse finalmente a ejercer el oficio sacerdotal. De este modo también se halla en
continuidad con la percepción de Sócrates respecto a su labor educadora, que veía como un servicio sagrado.
En definitiva, Sócrates, ‘el mejor (aristós) de los hombres que hemos conocido’, como dice Platón en el
Fedón, es el arquetipo del ideal aristocrático que propone Aristóteles sin cesar en su pensamiento político.
De hecho, se llega a admitir que «si existiera alguno que fuera mejor por virtud y por capacidad de cumplir
las acciones mejores, sería hermoso seguirlo y justo obedecerle» (VII, 3; 1325 b 10-12).
Creemos pues que el centro que articula la idea del estado aristotélico es la virtud y el cultivo de la
virtud como ideal socrático el cual viene a estar identificado con la consecución de la felicididad como
objetivo primordial del estado. Esto tiene un gran valor como aportación para nuestros días en que los
gobiernos pierden de vista que el objetivo del estado es el mayor bien común que existe, a saber, el hombre,
cada persona humana. Pero el hombre no de cualquier manera, sino que se debe buscar la excelencia. La
propuesta de Aristóteles es exigente porque está llena de altura moral, es una propuesta maximalista, que
busca la excelencia. En este sentido, también quiebra una lanza a favor de Platón, poniendo la educación
como el primer cometido del gobernante. En efecto, éste había dejado la intervención pública para dedicarse
al cometido educativo, una tarea aparentemente poco pragmática pero de largo alcance. Esto sigue siendo
hoy una llamada de plena actualidad a los filósofos y a los estados modernos a ocuparse de la educación del
individuo, buscando no tanto soluciones inmediatas a los problemas sino dándose cuenta de que el progreso
ha de ser sobre todo moral.
Veamos algunos pasos de la Política para ilustrar esta concepción aristocrática que propone
Aristóteles. Para Aristóteles, la política es la más importante de todas las ciencias en cuanto procura la
consecución del más alto de los fines.2 Su concepción de la política es maximalista, no aspira a lograr algún
bien segundo, sino que en último término busca el bien de la persona, pero no de sólo un individuo, sino de
toda la comunidad: «el fin que se proponen todas las ciencias y las artes es un cierto bien, y es el bien
máximo y más alto aquel que se propone la más importante de todas las ciencias. La más importante es la
política y el bien que la política se propone alcanzar es la justicia, esto es, aquello que es útil a la
comunidad» (III, 12; 1282 b 14-18). De este modo, en el centro del estado queda el hombre, que necesita de
la vida común para vivir como tal, pues no es tan perfecto que pueda prescindir de la vida pública, sino que,
para mejorarse a sí mismo y superar la condición bestial, ha de convivir con otros (cf. I, 2; 1253 a 1-4). El
hombre se caracteriza por la voz (cf. ibíd.; 1253 a 9-10), puesto que este mejoramiento se realiza sobre todo
a través del diálogo. En efecto, Sócrates había enseñado que la educación se adquiría con el diálogo entre
hombres virtuosos en la amistad común, pues los árboles, siendo mudos, no tienen nada que enseñarle (cf.
Fedro).
El problema del mejor régimen posible, característico del pensamiento platónico, parece apagarse en
Aristóteles si bien tampoco es del todo descuidado (cf. IV, 1; 1288 b 21-37). Esto se debe a que se da
prioridad a la intervención de los justos, los hombres mejores en política. En ese sentido, su postura es
favorable en particular a la aristocracia, por cuanto es el único sistema en que de suyo la primacía pertenece
a la areté: «digamos que son tres las constituciones rectas, y que necesariamente de éstas la mejor es aquella
administrada por los hombres mejores, esto es, aquella en la que hay un individuo que supera en virtud a
todos, o una estirpe, o un grupo que sobresalen por su virtud, y en la que algunos pueden ser gobernados y
otros gobernar en vista de la vida mejor» (III, 18; 1287 a 32-37). Es una ley de toda la realidad que lo mejor
gobierne sobre lo peor, del mismo modo que el entendimiento preside el alma entera (cf. VII, 14; 1333 a
16-25); así se verifica también la hipótesis platónica según la cual el estado es imagen del alma y viceversa:
«es evidente que los hombres tienen el mismo fin tanto colectiva como singularmente, y necesariamente
persiguen el mismo fin el mejor hombre y la mejor ciudad» (VII, 15; 1334 a 11-13).
La idea de Aristóteles supera los referentes puramente externos del bien común, pues declara que
aquello que constituye una comunidad humana en estado es la unión social en vistas al mejoramiento
humano de los ciudadanos: «es por tanto evidente que la comunidad ciudadana no está constituida sólo de la
identidad del lugar, de la defensa del peligro común y de la garantía de las transacciones comerciales,
porque, aunque estas cosas sean imprescindibles para la existencia de la ciudad, sin embargo, aunque se
realicen todas, no se trata todavía de una ciudad, sino que ésta es la comunidad que garantiza la vida buena a
las familias y a las estirpes, y que tiene como fin la vida independiente y perfecta […]. Y todo esto es obra de
2 Podría parecer que aquí se niega el primado que debería recibir la vida filosófica: «si puede decir que todos los
hombres, tanto antiguos como modernos, que han querido distinguirse por la virtud, practican uno de estos géneros de
vida, la vida política o la filosófica» (VII, 2; 1324 a 29-32). En Platón no había ninguna oposición porque estaba claro
que la propuesta consistía en reclamar el gobierno para aquel que filosofase, pero aquí parece algo problemático al
pertenecer la filosofía a la theoria y la sophía mientras que la política es el reino de la frónesis. Sin embargo, la vida
filosófica merece ser puesta por encima puesto que también el pensamiento es una actividad (práxis), y por cierto la
más excelente porque es fin en ella misma (autoteleis): «Si lo que precede está bien y adecuado se ha identificado la
felicidad con una buena actividad, de modo que la vida práctica es la mejor tanto para la ciudad en su conjunto como
para el individuo tomado singularmente. Pero la vida práctica no es necesariamente en relación con los otros, como
algunos creen, ni son prácticos sólo aquellos pensamientos que existen en función de los resultados de las acciones, sino
más bien las consideraciones y los pensamientos que tienen en sí mismos su propio fin y son fines para sí mismos […]
porque de otro modo la divinidad y el mundo entero, en cuanto gozarían inútilmente de una buena situación, desde el
momento en que no cumplen acciones externas fuera de las que le son propias» (VII, 3; 1325 b 16-30).
la amistad en cuanto ella se dirige a la vida en común. El fin de la ciudad es por tanto la vida buena y para
lograr este fin se emplean todos esos medios» (III, 9; 1280 b 29-40). El que busca alguna de estas cosas
materiales por encima de la perfección eudemónica de los ciudadanos tiene una concepción equivocada de la
política. Es ésta la razón por la que se critica la crematística y la constitución de Esparta, 3 la cual es juzgada
junto a la de Cartago como una de las mejores, pero aquella ciudad cae en el error de poner la virtud del
valor guerrero por encima de todo, así como la preferencia de la guerra sobre la paz. Este desorden se
manifestó históricamente cuando Esparta, llevada por la avaricia, prefirió los bienes a la virtud que era el
verdadero tesoro. La corrupción de Esparta está en que no se cultiva la virtud por sí misma 4 sino en función
de otro bien ulterior.
La visión de Aristóteles del estado, como hemos dicho, es eminentemente ética, es decir, anclada en
la elevación del carácter (ethos) de los ciudadanos. No puede proceder de algún acaso, «sino de la ciencia y
de la decisión deliberada» (VII, 13; 1332 a 32). Esta perspectiva determina también una concepción de la
justicia y de la ley. La ley es taxis, orden (cf. III, 16; 1287 a 18), es «entendimiento sin apetito» (ibíd., 32), es
decir es una disposición de la razón del hombre justo, del hombre que goza de la frónesis y que puede regular
de manera adecuada la vida de los hombres. Esto resulta decisivo en el mundo griego. Considérese que hasta
entonces el estatuto de la justicia resultaba incierto. Diké parecía mandar sobre dioses y hombres,
representaba un orden más antiguo que aquel en el que impera Zeus, de forma que un destino caía sobre la
cabeza de los dioses y ni ellos mismos eran capaces de superarlo. Por una parte parecía fatídico y desprovisto
de toda razón, inexorable en su alcance. Además tenía un alcance trágico porque parecía acabar con el
costoso desarrollo de la vida. Los dioses que representan la justicia están cargados de resonancias negativas y
suelen ser odiados por los mortales: las Moiras, hijas de la Noche, las Erinias, concebidas accidentalmente
por Urano. Sin embargo, Aristóteles sanciona últimamente el orden de la justicia como el orden racional, de
forma que se orienta más al bien de la persona que a la retribución y la venganza. Por otra parte esto significa
también una visión más perfecta de la divinidad, ya que «quien pretende que gobierne sólo la ley quiere que
gobierne sólo Dios y la mente» (ibíd., 28-30).
Esta noción de justicia significa superar también la visión monista de la justicia donde sólo es justo
aquello que está mandado. Se expresa así de modo temático la existencia de una justicia divina superior a la
que se debe ajustar el estado bajo la forma de lo que podemos llamar ‘recta razón’, en el sentido de aquella
razón guiada por la frónesis del hombre justo.5 Esto significa una trascendencia de las leyes positivas del
estado en la línea de la rebeldía de Antígona. Tal postura también había sido defendida por Platón para
justificar a Sócrates.
Así pues, al poner en los fines de la ciudad la formación del ethos, hace falta retener la importancia
de la educación, la empresa emprendida por Sócrates. Resulta curioso que en la República, para explicar a
los interlocutores qué cosa sea la justicia, el Sócrates platónico despliega la idea de estado que está
configurado, más allá de todo aspecto geográfico o económico, fundamentalmente por un proyecto
educativo. Igualmente, Aristóteles dedica sobre todo el libro octavo de la Política a explicar cómo deba ser la
educación de la juventud en aras a lograr la justicia. «Ninguno dudaría de que el legislador debe ocuparse
sobre todo de la educación de los jóvenes» (VIII, 1; 1337 a 11-12). De todos los medios que hay que poner
en práctica para cuidar de la subsistencia de una constitución, el más importante es «la educación en vistas a
los fines de la constitución» (V, 9; 1310 a 14). A pesar de que Platón, siguiendo el modelo espartano, se
ocupaba de la educación de los ‘rebaños de niños’ proponiendo la enseñanza a través del juego, Aristóteles es
mucho menos amable en este punto puesto que afirma que «jugando no se aprende, puesto que el aprendizaje
está acompañado de dolor» (VIII, 5; 1339 a 28-29), de forma que se acerca más a la tradición. No obstante,
se ve próximo a las ideas de Platón sobre la educación cuando piensa que los jóvenes deben aprender música
si bien evitando que desarrollen con perfección la técnica sino apartándoles de los oficios en vistas a las artes
liberales.

Una institución en la que se apoya buena parte de la filosofía política de Aristóteles es la de la


esclavitud. Debido al escándalo que suscita al lector contemporáneo, merece que le prestemos alguna
atención. Existen dos posturas respecto a ésta que empobrecen el contenido de este pensamiento. Se puede

3 En este punto es también Aristóteles deudor a Platón, quien toma como referencia para la educación de los guardianes
la constitución de Esparta.
4 «La vida feliz es aquella que se desarrolla según la virtud y sin impedimentos» (IV, 11; 1295 a 36-37).
5 «Es adecuado llamar aristocracia sólo a […] aquella constitución que admita el gobierno de los hombres que son
mejores en absoluto […]. Pues sólo una ciudad que tenga una constitución hecha de esta manera el hombre de bien y el
buen ciudadano coinciden, mientras que en los otros casos los hombres son buenos en relación al modelo que prevalece
en la ciudad» (IV, 7; 1293 b 1-7).
pasar por alto disculpando al estagirita ser víctima de los prejuicios de su época o bien se puede vituperar la
aceptación acrítica de semejante injusticia. Ambas posiciones son igualmente estériles. Más bien hemos de
atender al fondo de este pensamiento para sacar algún provecho de él. Resulta que la oposición entre
hombres libres y esclavos es característica de lo que estamos calificando como una interpretación
aristocrática de la política. No debemos fijarnos tanto en el desprecio por los más débiles sino más bien
atender a cómo Aristóteles persigue un estado en que se dé la posibilidad de desplegarse la excelencia
humana. El hombre libre no goza de un privilegio tomado apriorísticamente sino que debe manifestar en su
vida la propia virtud.6 El hombre libre es aquel que toma parte en política porque es el que está más
conformado con el objetivo del estado, que es el cultivo de la excelencia. 7 Lo que se da por supuesto es el
organismo de un estado que conserva cuidadosamente sus tradiciones educativas en las que los mismos
hombres libres transmiten la excelencia de sus antepasados a través de la convivencia con sus
descendendientes.8 Se trata más bien de una perfección humana del hombre griego que ha adquirido y
tampoco retiene ávidamente, sino que debe tratarse de comunicar incluso al esclavo para que supere de ser
posible su abyecta condición. Por esto no debe proyectarse indebidamente la imagen de una esclavitud
faraónica sobre la institución que vivían los griegos. Éstos trataban bastante bien a los esclavos y los
consideraban parte de la familia. Pensemos por ejemplo en la compasión que sienten los miembros del coro
ante la cautividad de Electra en el Agamenón de Esquilo. La institución de la esclavitud entre los griegos era
completamente diversa de aquella que se ha dado en el mundo moderno, pero incluso era superior a la que se
practicaba entre egipcios y romanos.
Sin embargo, una recta inteligencia de las referencias a la esclavitud nos puede hacer entender el
desprecio que Platón sentía por la democracia, régimen que también recibe unas críticas, mucho más
desapasionadas, por parte de Aristóteles. En efecto, la democracia se entendía como un sistema fundado en la
igualdad que se apoyaba sobre la libertad (cf. IV, 4; 1291 b 30-39; VI, 2; 1317 a 40 – b 7), pues ésta era lo
único que podían tener en común nobles, ricos y pobres. Según Aristóteles, el momento en que la masa de
los pobres adquirió lo que podríamos llamar ‘conciencia de clase’ tuvo lugar en la batalla de Salamina,
victoria llevada a cabo gracias a las multitudes de remeros formadas a partir de aquella. Igualmente, se
atribuye a la configuración del ejército el surgimiento de la idea de igualdad pues se dice que es debido a la
formación en falange de los hoplitas donde los guerreros combatían hombro con hombro.9
El problema es que la igualdad y la libertad no resultaban suficientes para construir un estado que
fuera capaz de mirar hacia delante. Por eso, tal idea en que prima la igualdad sobre la jerarquía fundada en la
areté a la larga supone que no haya ninguna aspiración a la virtud. Si todos son libres, todos acaban siendo
esclavos, porque allá donde ninguno es mejor todos acaban confinados en la mediocridad. Al contrario,
Aristóteles piensa que la ley no entorpece para nada la libertad de cada uno, sino al contrario, una legislación
que fomenta la virtud es la única que puede promover el bien de los hombres y rescatarlos de la esclavitud de
la arbitrariedad, aquello que ya Platón llamaba ‘demasiada libertad’: «son dos las características que parecen
definir la democracia: la soberanía de la mayoría y la libertad. En efecto, parece que la justicia es igualdad y
que la igualdad consiste en atribuir autoridad a quien parece a la mayoría; pero entonces la igualdad y la
libertad consisten en la posibilidad para cada uno de hacer lo que quiere. Por eso en estas democracias cada
uno vive como quiere, como dice Eurípides, según su capricho; y esto está mal. Así pues, no se debe pensar
que vivir según el dictamen de la constitución es esclavitud, sino salvación» (V, 9; 1310 a 28-36).

6 «No se distingue el esclavo del hombre libre, el noble del plebeyo, con ningún otro criterio que el de la virtud y el
vicio» (I, 6; 1255 a 39-40).
7 «Es necesario admitir que la comunidad política tiene como fin las bellas acciones y no simplemente la convivencia.
Cuantos contribuyen en la medida más alta a la vida de esta comunidad participan en la ciudad en un grado más alto de
aquellos que iguales a ellos por la libertad en que han nacido o por la estirpe de la que proceden, incluso siendo ésta
superior, son inferiores en virtud politica» (III, 9; 1281 a 2-8).
8 «Será la misma educación y las mismas costumbres las que harán al hombre bueno y formarán al político y al
rey» (III, 18; 1288 b 1-2).
9 Más allá del valor histórico que tienen estas valoraciones simbólicas, parece tener algún fundamento pues
efectivamente Pericles, tras la guerra, se sirvió del apoyo de esta masa popular para instaurar la democracia.

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