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TEATRO Y ANTITEATRO

LA VANGUARDIA DEL DRAMA


EXPERIMENTAL
BIBLIOTECA DEL CONGRESO
DE LITERATURA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA

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TEATRO Y ANTITEATRO
LA VANGUARDIA DEL DRAMA
EXPERIMENTAL

E dición dirigida p o r Salvador M ontesa

Han colaborado en la celebración de este


Congreso y en la edición de las presentes Actas
Area de Cultura y Educación. Diputación Provincial de Málaga
Concejalía de Cultura. Ayuntamiento de Málaga
Secretaría General de Universidades e Investigación
Junta de Andalucía

PU B LIC A C IO N ES D EL CONGRESO D E LITERATU RA


ESPA ÑOLA C O N TEM PO R Á N EA
Actas del XV Congreso de Literatura Española Contemporánea
Universidad de Málaga, 12, 13, 14, 15 y 16 de noviembre de 2001

Organización del Congreso:


Presidente de honor: Cristóbal Cuevas García
Director: Salvador Montesa Peydro
Comisión Científica: Enrique Baena, Ana Gómez Torres, Antonio A.
Gómez Yebra, María Isabel Jiménez Morales, Amparo Quiles Faz y María
Victoria Utrera Torremocha

Primera edición: noviembre 2002

© Congreso de Literatura Española Contemporánea

Edita: AEDILE
ISBN: 84-921919-4-5
Depósito legal: MA-1.407-2002
Impresión: Imagraf impresores. Tel. 95 232 85 97

Impreso en España - Printed in Spain


ÍNDICE

PONENCIAS

Las vanguardias en el teatro occidental contemporáneo, por


Angel Berenguer...................................................................... 7
Antecedentes de la vanguardia escénica, por César Oliva... 33
Sobre un teatro (en) vivo, por José Romera Castillo.......... 45
Teatro y antiteatro: la ardua cuestión del público, por
Felipe B. Pedraza Jim énez..................................................... 63
La guerra no ha terminado, por José Monleón..................... 79
Barroco y neo vanguardia: la obra dramática de Miguel
Romero Esteo, por Pedro Aullón de H aro............................ 113
La poética teatral de Francisco Nieva, por Jesús Rubio
Jim énez........................................................................................ 127

CREADORES

Entrevista con Fernando Arrabal............................................... 157


¿Realismo versus vanguardia?, por Jerónimo López Mozo..... 169
Mi experiencia y esperanza en el teatro español, por José
Martín Recuerda.......................................................................... 179
Riaza y las vanguardias, por Luis Riaza................................... 185
Mi generación realista, por José María Rodríguez Méndez 199
Mi teatro, por Miguel Romero Esteo..................................... 207

COMUNICACIONES

Jerónimo López Mozo: últimas tendencias (1990-2001), por


José Paulino Ayuso.................................................................. 223
El teatro último de Jerónimo López Mozo: combate de ciegos
y la Infanta de Velázquez, por José Luis Campal Fernández... 241
José Martín Recuerda: un teatro de libertad poética, por
Miguel Avila Cabezas.............................................................. 257
Martín Recuerda: un paso comprometido, por Antonio A.
Gómez Yebra........................................................................... 267
El Nudo (1982) de José Luis Sampedro: balance de una
tentativa teatral, por Francisco Martín M artín.................... 287
Parábasis para una dramática conjetural, por Juan Hurtado .... 299
Formas del teatro español actual: génesis y renovación en
el período transitorio, por Manuel P érez............................... 309

MESA REDONDA

Orígenes, contexto y actualidad del teatro experimental e


independiente........................................................................... 327
PONENCIAS
LAS VANGUARDIAS EN EL TEATRO
OCCIDENTAL CONTEMPORÁNEO

Ángel Berenguer
Universidad de Alcalá

En un artículo publicado recientemente, el Premio Nobel Steven


Weinberg afirma (y mide perfectamente el alcance de sus palabras):
“Here we can make a prediction with fair confidence-that sooner or
later we shall discover the physical principies that govern all natural
phenomena.” (“Podemos predecir, con bastante confianza, que antes
o después descubriremos los principios físicos que rigen todos los
fenómenos naturales”)-1
La cuestión no deja de tener interés ya que plantea cuestiones
fundamentales relacionadas tanto con el desarrollo de la ciencia como
también el de la mente humana que elabora esas teorías. No olvide­
mos que su objetivo fundamental es la comprensión de los fenóme­
nos complejos que pueblan nuestra vida cotidiana para elaborar una
explicación plausible de los mismos. Naturalmente, una Teoría Ge­
neral de la Física exige una aplicación eficaz en otros terrenos cien­
tíficos como son la biología y todas aquellas ramas del saber que,
desde ella, estudian sus efectos en la comunicación humana com­
prendida cual rama de la que nacen otras (que en ella se sustentan y,
al mismo tiempo, la nutren), como son los lenguajes humanos y su
empleo como signos y como símbolos.1

1. “The future of Science, and the Universe”, The New York Review o f Books,
15-11-2001, pâg. 5 8 ,1. La traduction es nuestra.
Sin embargo, el camino es largo (aunque científicamente viable),
y posible puesto que la mente humana (en este caso un premio Nobel
de Física, es decir una persona fiable a la hora de formular una afir­
mación tan importante) puede imaginar un sendero viable para su
elaboración. Esta futura teoría que, aunque parece viable, aún exige
un recorrido cuya duración ignoramos hasta alcanzar su formula­
ción, tiene un punto de partida cuya fecha conocemos.
Se sitúa en los albores del siglo XX, es decir hace menos de cien
años. En efecto, los trabajos de Einstein y sus primeras publicacio­
nes sobre la Teoría de la Relatividad plantean la evidencia de las
interrelaciones existentes entre los fenómenos así como entre las di­
ferentes ramas del conocimiento.
Frente a los sistemas hieráticos precedentes (la dura ciencia
decimonónica) se planta un sistema elaborado con elegancia y cuya
fragilidad aparente es, sin embargo, su mayor fuerza. Así, su sistema
de interrelación que asume los hallazgos de los distintos campos y
los incluye, pone en duda el catálogo inflexible de la ciencia del
siglo XIX y, al mismo tiempo sus métodos y principios.
Son éstos los que han inspirado nuestra Historia Literaria y los
mismos cuya heterogeneidad me sorprendía ya en mis tiempos de
estudiante de la Facultad de Letras de Granada. No entendía aquella
nomenclatura de generaciones que no explicaban nada y que, sin
embargo, parecían mostrar una carencia absoluta de comprensión y
explicación del fenómeno literario que deseaban aclarar. Años más
tarde, en el París de los años sesenta y setenta se materializó ese
escepticismo en una convicción clara y doble: alguna vez España
entraría en el Mercado Común y los criterios literarios en la Historia
de su Literatura. Lo primero ya ha ocurrido, lo segundo se está ha­
ciendo.
Pero volvamos al párrafo de más arriba y continuemos nuestra
presentación. Como la ciencia decimonónica, la expresión artística
había mostrado una tendencia chocante a elaborar sistemas (que ve­
nían a proponer nuevos acercamientos a nuevas realidades desde
conciencias individuales también nuevas) que terminaban por
encorsetarse, academizarse, y exigir el respeto que sus hallazgos in­
negables les hacían merecer.

10
Por estos mismos años en que Einstein pensaba la Relatividad,
Picasso estaba atento y al corriente de los caminos que abría la nueva
ciencia gracias a Maurice Princet (le mathématicien du Cubisme) y a
sus lecciones de física en la tertulia a la que asistía también Max
Jacob y el resto de la bande à Picasso. En ellas los artistas se entera­
ban de los últimos avances de la ciencia no euclidiana, la cuarta di­
mensión y las aclaraciones vulgarizadoras de un libro científico fun­
damental para explicar la revolución cultural de aquel principio de
siglo: La science et l ’hypothèse, de Elenri Poincaré.2
En esa pasión desbordada por el descubrimiento de que la Gran
Ciencia Decimonónica estaba siendo puesta en duda por uno de sus
grandes pilares académicos y desbordada por la imaginación
rompedora de un oscuro empleado de la Oficina de Patentes de Zurich,
hay que situar la aparición del creador vanguardista. Su juventud
desenfrenada acerca su estilo de vida al de un tropel decimonónico
cuya bohemia muestra más el desencanto ante el sistema que la ca­
pacidad de abrir brecha en él para plantarle cara y deshacer su
encorsetado universo de afirmaciones y certezas.
Los bohemios constituyen, pues, el resultado desilusionado de la
última verdad artística del siglo XIX, el simbolismo, mientras que
los vanguardistas abordan su entorno con una actitud bien diferente,
propia del siglo XX: la puesta en duda de las bases de la realidad en
que se sustenta el sistema y que también cuestionan los nuevos (y
también vanguardistas) científicos liderados por Einstein.
Poner en duda las bases de la realidad significa romper los prin­
cipios estáticos que gobiernan las relaciones humanas, su universo
simbólico y los modos de comunicación establecidos.
Como señala William H. McNeill refiriéndose a las bases teóri­
cas de la actual historiografía:

Durante el siglo XX las ciencias de la física convergieron con


la biología para transformar la máquina newtoniana del mundo,
gobernada por leyes matemáticas eternas y universales, en un cos­

2. Véase el libro de Arthur I. Miller, Einstein, Picasso, Basic Books, New


York, 2001, pág. 100 y siguientes.

11
mos que evoluciona - e incluso estalla- en el que prevalece la in­
determinación, y los esfuerzos humanos de observación afectan lo
que observan. Ello acerca las ciencias matemáticas a las ciencias
sociales y convierte a la historia en otra especie de agujero negro
del cual ninguna rama del saber puede ahora escapar.
Pocos historiadores han prestado, hasta ahora, la atención de­
bida a esta extraordinaria transformación intelectual, pero ha lle­
gado la hora de que la profesión historiadora ensanche su heredada
aspiración de realizar una historia “científica” basada en la crítica
de fuentes y similares, e intente conectar los asuntos humanos con
este retrato revisado de una realidad que evoluciona, ajustando la
carrera humana sobre la tierra con sus contextos cósmicos, bioló­
gicos y sociales...
.. .Lo que nos hace diferentes de otras formas de vida es nuestra
capacidad de inventar un mundo de sentimientos compartidos y sig­
nificados simbólicos y, después, actuar sobre ellos concertadamente.
A través de los milenios que ocupa la vida humana sobre la tierra, el
esfuerzo de cooperación entre grupos cada vez mayores de seres hu­
manos ha probado la capacidad de obtener los resultados persegui­
dos de una manera más o menos fiable. Más aún, los significados
concertados, asociados a nuevas habilidades o ideas que funciona­
ban mejor que sus precedentes tendían a imponerse y cambiar la
forma en que los seres humanos hacían las cosas. Los significados
compartidos, en otras palabras, eran capaces de producir una evolu­
ción rápida, descartando radicalmente viejos procesos biológicos
para la mutación genética y la supervivencia selectiva. Pero el pro­
ceso de la evolución simbólica no parece ser fundamentalmente más
diferente de la evolución biológica que ésta lo es de la evolución fí­
sica y química del cosmos que la precedió y la sostuvo.
¿Cómo pudieron los símbolos alzarse y conseguir tal poder?
¿Cómo un acuerdo sostenido por significados simbólicos se sus­
tancia entre grupos de seres humanos? ¿Y cómo cruzan fronteras
entre diferentes sociedades humanas significados convenidos, que
provocan actuaciones inusualmente satisfactorias? Estas son las
cuestiones principales que se le plantean a una historia de la hu-
3
manidad satisfactoriamente científica...

3. William H. M cNeill, “A Short History o f Humanity”, New York Review of


Books, 29 de junio de 2000, págs. 9-11. La traducción es nuestra.

12
Así pues los grupos humanos se relacionan estableciendo siste­
mas simbólicos aceptados. Pero la evolución de la ciencia y la de la
especie humana que la sustenta pone en duda, por aquellos años, la
eficacia de ese universo cerrado convertido en sistema que es múlti­
ple pero se expresa en el aislamiento de los campos en que se ali­
menta. Tal situación debía ser cuestionada por la nueva generación
de personas que en los distintos campos del conocimiento y su ex­
presión artística pretenden hacer avanzar el complejo sistema sim­
bólico occidental.
Desde este inicio, la vanguardia plantea claramente su identidad
y va cobrando prestigio con los años. Tal prestigio aprovecha, más
tarde, a otros creadores que identifican ruptura de las bases de la
realidad con provocación. La ruptura vanguardista entraña provoca­
ción, pero no nos engañemos, su objetivo no es provocar sino rom­
per el sistema establecido. La provocación complaciente (aquella que
rompe el sistema en uno sólo de sus parámetros, no en todos) se
convierte, poco a poco en moneda habitual y constituye un lenguaje
artístico ilegítimo del arte, pues se presenta como algo que no es.
¿Qué es la vanguardia?. La pasión por colocar el sistema de la
representación simbólica frente sus propios límites convertida en acti­
tud artística. Lo que une a los vanguardistas es esta actitud vanguardis­
ta que no constituye un estilo sino que concita los lenguajes del arte y
los enfrenta con sus posibilidades de destrucción. Porque, en definiti­
va, el arte del siglo XX que mejor lo representa es el que adopta la
actitud vanguardista, asumiendo la labor de destrucción y fragmenta­
ción que servirá de denominador común al siglo que nos precede.
Un siglo de Guerras Mundiales, Guerras Frías, causas naciona­
listas donde se exporta el terror que terminará demoliendo las bases
de una convivencia al parecer imposible, al menos en el contexto de
esos lustros en los que los amaneceres radiantes del futuro han justi­
ficado las actitudes destructivas que lo delimitan y definen.
El viaje de los lenguajes artísticos que se acaba de hundir en el
océano de la historia nos transporta desde una realidad imposible a
otra desconcertante. De la figuración al abstracto, del símbolo elabo­
rado al sueño gratuito, del tiempo vivido al tiempo perdido, de lo
público a lo privado, de la razón a la sinrazón...

13
Así lo reconoce una reciente publicación francesa Dictionnaire
culturel des sciences.45A ella se refiere Jean-Paul Thomas de modo
muy significativo.

Louis Jouvet, comme Baudelaire et Marie Curie, figure au


Dictionnaire culturel des sciences. L ’acteur a, en effet, rédigé un
mémoire sur “L ’apport de l’électricité dans la mise en scène au
théâtre et au music-hall”. L ’entrée de Louis Jouvet dans l ’histoire
des sciences, celles du savant Cosinus, de Bouchard et Pécuchet et
d’Hedy Lamarr, manifestent la volonté de s’écarter des représen­
tations communes du savoir.
Entre les sciences et les arts, la littérature, le cinéma, la
politique et la philosophie, les interférences prolifèrent et des
agencements insoupçonnés se créent et se défont. Le splendide
isolement d’une science sacralisée n ’est qu’un leurre, sorte
d’image d’Epinal destinée à préserver de toute critique -comme
de toute véritable admiration- le travail scientifique. La première
ambition de ce dictionnaire culturel des sciences est de contester
cette vision scolaire, furtivement religieuse. Est-ce pour mieux
imposer une autre conception, moins édulcorée, mieux informée
des multiples biais par lesquels les sciences, vulgarisées ou non,
affectent nos manières de vivre, de penser et de ressentir?

Como podemos ver, la actitud vanguardista no sólo afectará con el tiem­


po a la expresión de la investigación artística sino que acabará, lógicamente,
imponiéndose en los terrenos plurales de la investigación científica.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? La presunción científica
decimonónica nos impulsaba a crear sistemas historiográficos an­
clados en grandes sistemas que pudieran contener, de un modo u
otro, la plural actividad artística. Nos refugiamos en la Historia, cuya
metodología ya hemos visto poner en duda, y agrupamos a los indi­
viduos en grupos generacionales que muestran lo que no pueden ex­
plicar, ni siquiera comprender.

4. Publicado bajo la dirección de Nicolas Witkowski. Ed. du Regard/Seuil,


Paris, 2001, 450 p.
5. Jean-Paul Thomas, “Une invitation à la navigation culturelle”, Le Monde des
livres, 1-11-2001, pág. VI.

14
Partimos de una visión diacrònica lineal y nos quedamos con los
estilos sucesivos, más bien con su formulación técnica que con su gé­
nesis estructural. Al considerar el arte individual como el hilo conduc­
tor de la historia del Arte dejamos de lado la interrelación existente en
la génesis de la obra de Arte. No era sólo el yo creador quien iba a
darnos las pautas de la creación imaginaria. Porque su acción artística
consistía en buscar otro sistema de simbolización más adecuado a la
constante evolución del entorno en que se hacía el creador individual,
la base de toda sistematización tenía que ser, al menos, binaria.
En efecto, la linealidad histórica estaba ahí, a nuestra disposi­
ción, y tenía un valor importante para establecer el desarrollo tempo­
ral de la creación artística en general, y del teatro en particular. Pero
sólo como m ediación histórica, no como teoría general de su desa­
rrollo y las leyes que lo rigen. Además de ello necesitábamos cono­
cer otras m ediaciones que nos permitieran comprender y explicar el
fenómeno artístico teatral desde la perspectiva de su creador como
individuo en una sociedad concreta. Ello constituye lo que he llama­
do la m ediación psicosocial. Pero la propia obra y su representación
tenían sus propias leyes, su modo de materializar el universo simbó­
lico imaginado y necesitado por el artista que busca en el arsenal del
lenguaje artístico las palabras, los silencios, los conflictos, la ima­
gen, el tiempo del acto creador que transmita al espectador la enor­
me tensión del creador. Este campo es el que trata de cubrir la m e­
diación estética.
En el marco de la m ediación psicosocial, se incluyen las relacio­
nes complejas del individuo creador con su ámbito social, desde su
entidad como persona afectada por la sociedad de su tiempo. Los
creadores pueden, de esta forma, ser considerados en su calidad de
personas en un contexto social que responde a las señales (concep­
tos, factores sociohistóricos...) del tiempo histórico que les ha toca­
do vivir. En muchos casos el lugar social del individuo lo marca, y se
expresa a través de sus obras. En algunos, es el creador quien impo­
ne a un determinado grupo vías de expresión y de análisis de la reali­
dad no evidentes en el plano conceptual de la realidad.
Aquí se produce la relación compleja del creador con su entorno
que, como queda dicho, puede definirlo (en los casos de una produc­

15
ción menos original) o ser definido por la excelsa realidad imagina­
ria elaborada en la obra artística producida por un autor de genio.
Todo lo dicho nos ha llevado a la conclusión de que la historia
del teatro (como la de todas las artes, incluida la literatura) en la
Edad Contemporánea, está íntimamente ligada al desarrollo de dos
conceptos operativos (antes apuntados y a los que ahora confiero su
exacto alcance, en este contexto sociopolítico), a través de los cuales
he reagrupado la aparición de mentalidades colectivas cuya expre­
sión aclara la producción artística en general y la del teatro español
contemporáneo durante el siglo XX. Estos dos conceptos son:

• El entorno, como conjunto de señales y circunstancias que, de


algún modo, imponen al yo un marco definido de actuación. Es
modificado por las propuestas felices de los individuos renova­
dores y revolucionarios, y por las consecuentes iniciativas
institucionales que atienden a la transformación de las condicio­
nes de vida. Constituye este marco el fermento en el que se desa­
rrolla una visión de la realidad que afecta al grupo, conforma el
universo en el que se identifica un colectivo determinado, y sirve
de sustento a la génesis de ortodoxias. En este plano de la expe­
riencia humana se va consolidando una visión del mundo que
comprende e interpreta las distintas experiencias de esa colecti­
vidad. Desde esta perspectiva, el entorno se relaciona exclusiva­
mente, de modo significativo, con el yo transindividual, aunque
afecta e incita al individuo material para actuar creativamente.
• El yo, es decir, la perspectiva del individuo como medida de la
realidad en que está inmerso. Aquí los valores más radicales del
Arte (no necesariamente de la sociedad) encuentran su expre­
sión. La persona humana define “su” realidad, la crea, la comba­
te, la destruye. Desde esta visión se explica la aparición de acti­
tudes personales {“artisticidad”) que se constituyen en lengua­
jes artísticos, como ocurre en el caso de las vanguardias. En este
ámbito de la experiencia humana debemos situar las característi­
cas básicas de un sujeto, y su acumulación de experiencias indi­
viduales que se concretan en una forma personal de enfrentarse
con la realidad del entorno en que nace y se desarrolla. En este

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plano se sitúa la conciencia individual, a través de la cual una perso­
na decide y diseña su posicionamiento así en la vida como en el arte,
y se generan fórmulas heterodoxas. Conocemos la naturaleza del yo
únicamente por sus efectos públicos, en la medida en que alteran el
entorno. En sí mismo (ensimismado) es completamente hermético e
irrelevante en el contexto de la contemporaneidad.

Desde la flexibilidad y movilidad que caracterizan a la Edad Con­


temporánea (frente a la inmovilidad del sistema anterior) el indivi­
duo genera una respuesta al variable entorno (del artesanado a la
industria, de la servidumbre al proletariado, de la ciudad a la gran
urbe, de la familia extendida a la nuclear, etc.) en el que debe sobre­
vivir, y lo hace de un modo particular, con un estilo personal, que
acaba convertido en un lenguaje a través del cual expresa, en el pla­
no de la realidad imaginaria, las noticias y las circunstancias cam­
biantes y contradictorias del plano de la realidad conceptual, cuyos
datos y circunstancias nos revela el estudio de la mediación históri­
ca. En esta nueva forma de intervención del individuo en los proce­
sos históricos, con su también nueva identidad individual (sujeto y
objeto de la historia, percepción diferente de la realidad sensorial),
reside la definición del yo que se inaugura a partir del último cuarto
del siglo XVIII en la civilización occidental, y se irá implementando
en los dos siglos siguientes.
Contenido en los grandes principios de las revoluciones burgue­
sas, el concepto de persona y su lenta implantación representan un
largo camino, no lineal sino realizado desde un constante retorno a
los grandes principios que inspiraron aquellas revoluciones.
Esta vía transcurre a través de un paisaje constantemente nuevo y
en transformación: el entorno en que evoluciona la experiencia indi­
vidual (la cual incluye la necesidad imperativa de una transvaloración
que afecta a todos los valores, y constituye una visión de la realidad
entendida como ruptura y salto respecto a las condiciones imperantes,
para conseguir una existencia auténtica, es decir regida por los idea­
les revolucionarios contemporáneos).
Como podemos ver, el concepto de persona más que una defini­
ción estable es un proceso de actualización inherente a la esencia

17
misma del sistema occidental contemporáneo. Su puesta en duda
acarrea necesariamente un efecto regresivo en su desarrollo y consti­
tuye un atentado punible desde la concepción más avanzada de los
principios cuyos valores definen la contemporaneidad.
En dicho entorno se sitúa el marco para la producción de distin­
tas visiones del mundo. Es el lugar de la acción colectiva y el espacio
de las transacciones entre individuos y grupos. Se trata del ámbito
histórico de la colectividad que tiene su propia entidad (duración en
el tiempo y en el espacio), frente a la parcialidad dispersa y efímera
del YO, que preserva o ataca los valores establecidos aceptando o
discutiendo el sistema de alienaciones (existencia inautèntica) a que
se ve sometido en su entorno.
La agónica lucha del yo con dichas alienaciones (ampliamente
contempladas por la teoría psicoanalítica) deja huellas indelebles en
los productos de la creación artística y sirve de base a las actitudes
vanguardistas. Así, por ejemplo, ocurre con las obras de arte en que
se critica la tecnificación o la burocratización de las relaciones hu­
manas, consideradas como elementos de una nueva racionalidad re­
presiva propagada, generalmente, desde los espacios institucionales.
La relación problemática del yo con su entorno nos parece cons­
tituir la base de una realidad cada vez más ligada a la experiencia
individual que, por tanto, deja de ser estable y objetiva como en las
edades históricas precedentes. El discurso de la Gran Historia se
atomiza en múltiples historias particulares cada vez más especializa­
das (desde la nación hasta el ámbito más local, de la humanidad a
sectores minoritarios, de las grandes fuentes historiográficas a los
detalles de lo singular y lo cotidiano). Ello contribuye a la falta de
valores establecidos de modo absoluto y también a la búsqueda de
los mismos.
El ser humano se tiene que ir instalando en la provisionalidad y
la inestabilidad como consecuencia de un sistema de valores así ca­
racterizado, que no será ajeno a las manifestaciones efímeras del arte
(con su carga de inaccesibilidad al tráfico mercantil), que indagará
las posibilidades expresivas de la transitoriedad. En el seno de estos
valores se plantearán las opciones del individuo en relación con los
demás individuos, formando grupos que promueven mentalidades

18
en constante proceso de realización entre la afirmación y la nega­
ción, y el retorno a los ideales de la contemporaneidad.
Esos conceptos (entorno/yo) muestran bien, como podrá verse,
el desarrollo dialéctico de las artes y del teatro, oscilando entre dos
polos de atracción cuya identidad está más en su acción que en su
definición. Si repasamos someramente los valores sociales que se
desarrollan en la Edad Contemporánea, podremos distinguir, con
bastante claridad, lo que de tradicional y de innovador existe en las
teorías teatrales formuladas en dicho período histórico.
Fundamentalmente (y volvemos a insistir en ello), se trata de la
consagración como práctica social del individualismo, y el descubri­
miento de un entorno completamente nuevo (y siempre en proceso
de ser redefinido), en el que se desarrolla un nuevo concepto indivi­
dual inédito impuesto por las revoluciones burguesas del siglo XVIII,
y sus corolarios económicos, sociales y políticos durante los siglos
XIX y XX.

Las actitudes vanguardistas y el teatro

Como hemos visto, la vanguardia es una actitud generalizada


durante los primeros años del siglo XX. Todo debe ser reformulado
puesto que el sistema, aparentemente sólido, heredado del siglo XIX,
se tambalea y se pone en duda sistemáticamente. Del mismo modo,
en el terreno teatral, lo verdaderamente vanguardista será poner en
duda la estructura del sistema. La vanguardia formula más preguntas
que respuestas. Es el espacio artístico de la pregunta, no de la siste­
matización.
Resulta de un interés enorme colocar también esta fórmula tea­
tral en su contexto, como una expresión soterrada (el “verdadero tea­
tro” de la época está en los escenarios comerciales) del conflicto
interno del ser humano (y de su arte) desarrollado desde el inicio de
nuestro siglo, consecuencia de la incertidumbre provocada por el
derrumbamiento del orden presente en las postrimerías del siglo XIX,
y el desarrollo, en occidente, de una carrera desenfrenada hacia el
futuro, como orden posible. Recordemos, a continuación, algunas
circunstancias y sus formuladores durante el siglo precedente.

19
Guillaume Apollinaire, en el temprano y pletórico ensayo Los
pintores cubistas, publicado en París en 1913, define la tarea creado­
ra del artista con concisión y lucidez espléndidas.

Los grandes poetas y los grandes artistas tienen la función so­


cial de renovar constantemente la apariencia que reviste la natura­
leza ante los ojos de los hombres. Sin los poetas, sin los artistas,
los hombres se cansarían enseguida de la monotonía natural. La
sublime idea que tienen del universo caerla a una velocidad verti­
ginosa. El orden que se manifiesta en la naturaleza y que no es
más que un efecto del arte se desvanecería enseguida.

El Manifiesto de los pintores futuristas, firmado por Boccioni,


Carra, Russolo, Baila y Severini, y fechado el 11 de febrero de 1910,
en medio de una desenfrenada gesticulación contiene afirmaciones
sorprendentemente certeras; así, después de execrar el culto al pasa­
do y la “pereza vil”, que se contenta con una imitación insignifican­
te, reclama un arte al servicio de la vida moderna.

Es vital sólo ese arte que encuentra sus elementos en el am­


biente que lo rodea [...] ¿Y podemos permanecer insensibles ante
la frenética actividad de las grandes capitales, ante la psicología
novísima del noctambulismo, ante las figuras febriles del viveur,
de la cocotte, del apache y del alcohólico?

De esta apuesta nacieron los primeros esbozos futuristas en el


territorio europeo. No debemos, sin embargo, olvidarlos porque su
presencia en España (en hora muy temprana) parece evidenciar su
influencia en nuestros artistas, así como la buena disposición ante
el futurismo existente en un sector de la intelligentzia española. En
efecto, si la publicación parisina del Manifiesto del Futurismo de
Filippo Marinetti se realiza (en la primera página del Fígaro) el 20
de febrero de 1909, esa misma primavera se publica en España,67

6. Lourdes Cirlot (ed.), Primeras vanguardias artísticas: textos y documentos,


Labor, Barcelona, 1993, págs. 66-67.
7. Ibid., pág. 85

20
incluido en el número 6 de la revista Prometeo (correspondiente al
mes de abril) ,8
Esta publicación (tan temprana) en España de una fórmula tan
radical para la acción artística, constituye la aparición del primer
movimiento vanguardista del siglo dirigido expresamente contra los
ideales defendidos por el simbolismo y, en buena parte, por el “tea­
tro del arte”: primacía del texto, vuelta a los clásicos, relevancia del
actor, simplificación del escenario, etc. La actitud radical de los
futuristas proclama un nuevo credo en el que resaltan el culto a la
velocidad, la violencia (la Guerra), el humo de las fábricas, las ma­
sas, y la sustitución de la Victoria de Samotracia por el (más hermo­
so) automóvil de carreras “que parece correr sobre metralla...” La
definición del “jefe”, el patriotismo, y el “gesto destructor de los
anarquistas” (como elementos positivos del nuevo orden necesario),
así como el desprecio no sólo del moralismo, los museos y las bi­
bliotecas, sino también del feminismo e incluso de la mujer, pro­
mueven una animación generalizada en el mundo intelectual de la
segunda década del siglo, que hereda algunos presupuestos filosófi­
cos debatidos en la Viena de Sigmund Freud y Otto Weininger.
Más que una estética definida o un proyecto ideológico, este
movimiento representa una actitud desde “el promontorio extremo
de los dos siglos” (Marinetti) de renovación radical no exenta de una
marcada herencia romántica. Precisamente por su carácter de ideal
combativo y su escasez de “recetas” precisas, encontrará un eco con­
tinuo y profundo entre los artistas españoles que reniegan de una
atmósfera tan mediocre como la heredada por nuestra Edad de Plata.
Es necesario anotar que este vanguardismo radical será conocido y
recogido en España pero no compartido de un modo tan activo como
en otros países europeos. Se podría pensar que la afirmación de la
marginalidad como valor artístico incuestionable, se mantiene más
en la permanencia del ideal bohemio finisecular hasta bien entrados
los años 20.

8. Además del señalado, otros manifiestos futuristas aparecieron en Prometeo'.


“Un manifiesto futurista para España” (núm. 19, 1910) y la “Proclama a los
españoles” (núm. 20 ,1 9 1 0 ).

21
Aunque los futuristas se proponen cantar “a las grandes muche­
dumbres agitadas por el trabajo, el placer o la rebeldía”, su eco mo­
viliza sobre todo a las élites intelectuales europeas. Entre 1909 y
1910, Marinetti organiza Serate, reuniones futuristas donde se leen
proclamas y poemas ante un público que les es, con frecuencia, hos­
til. El rechazo del público se convierte, de hecho, en un factor positi­
vo que demuestra la validez del “mensaje” y desarrolla “la voluntad
de ser abucheado”. En ellas, como en sus publicaciones, Marinetti
insiste en la necesidad de desmantelar el teatro tradicional comba­
tiendo las técnicas heredadas (construcción de personajes, elabora­
ción catártica, planteamiento lógico de las situaciones, etc.), y desa­
rrollando realidades no fotográficas, en las que se condensen situa­
ciones, sensaciones y símbolos. El teatro debe convertirse en un “gim­
nasio” en el que se ejerciten los espectadores para comprender la
nueva realidad creada por los también nuevos factores inaugurados
con el siglo: el espíritu científico y la velocidad.
Marinetti, en el Manifiesto del futurismo, entre otros exabruptos,
arroja lo siguiente

Para los moribundos, para los enfermos, para los prisioneros,


pase: el admirable pasado es tal vez un bálsamo para sus males por­
que para ellos el futuro está bloqueado... ¡Pero nosotros no queremos
9
volver a saber del pasado, nosotros, jóvenes y fuertes futuristas.

Lo admisible en cierto sentido a principios de siglo, es hoy, ya en


otro siglo, un patético y triste disparate.
En el polo opuesto del tono autocràtico y marcial, que no tolera ré­
plica ni desviación, ostentado por el líder futurista, se halla el humor
deconstructivo del dadaísmo, que incluye en la dinámica incondicional
de su discurrir toda especie de contradicción y diferencia. En definitiva,
proclama la equivalencia siguiente, “Libertad: dada, dada, dada, aullido
de dolores crispados, entrelazamiento de los contrarios y de todas las
contradicciones, de lo grotesco, de las inconsecuencias: la vida.” 190

9. Lourdes Cirlot (ed.), Primeras vanguardias artísticas: textos y documentos,


Labor, Barcelona, 1993, pág. B2.
10. Lourdes Cirlot (ed.), ibid, pág. 109.

22
Esta propuesta vanguardista se mantendrá vigente en el teatro
italiano hasta la década de los años treinta y debe situarse como an­
tecedente claro del movimiento dadaísta que, aunque más disperso
que el italiano y aún desarrollando una estructura organizativa me­
nos evidente que éste, se manifiesta en torno de una figura central:
Tristán Tzara (1896-1963). Los dadaístas ofrecen una actitud más
libre y radical (en el marco de las propuestas vanguardistas generali­
zadas en la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial) que la de
su inmediatos predecesores, los futuristas.
Como señala Tzara en su Chronique zurichoise (1919), refirién­
dose al primer espectáculo dadaísta realizado en Zurich el 14 de abril
de 1917, en él

se decidió el papel de nuestro teatro, que conducirá la direc­


ción escénica hacia la invención del viento explosivo; el escenario
en el público; una dirección visible en términos grotescos; el Tea­
tro Dadaísta. Ante todo, máscaras y pistoletazos, la efigie del di­
rector.

En unas afirmaciones algo más coherentes vertidas en “El da­


daísmo y el teatro” (1922),

Tzara saludó el paso del realismo y del “teatro de lo ilusorio”.


Liberado del peso que le suponía imitar la vida, el teatro podría “pre­
servar su autonomía artística, es decir, vivir por su propios medios
escénicos”. Los actores podrían liberarse de la jaula del escenario, y
los efectos escénicos y luminosos podrían ser colocados a la vista de
12
los espectadores, convertidos así en parte del mundo teatral.

Al apostar por la autonomía del hecho artístico, como señala el


mismo Carlson, se sitúan los dadaístas en una práctica artística que
se acerca al surrealismo de Appolinaire, expresado en el prólogo al
ballet Parade (1917) de Cocteau, Picasso y Satie, cuando afirma que
en el espectáculo la realidad está presente12

11. La obra era Sphitvc und Strohman, de Oscar Kokoshka.


12. Mervin Carlson, Theories o f the theatre, Londres, 1984, pag. 343.

23
por una especie de síntesis-análisis que encuadra a todos los
elementos visibles, y también, si ello fuera posible, a la
esquematización integral que trata de armonizar contradicciones,
mientras que, en ocasiones, renuncia al aspecto inmediato del ob-
13
jeto.

En realidad, se está iniciando con estas experiencias, la línea más


cercana (dentro de los vanguardismos), a lo que será el movimiento
surrealista. La teatralidad de la vanguardia se despierta como un acto
de afirmación y se irá definiendo, a través de sus distintas propuestas
futuristas, dadaístas y, más tarde surrealista, hasta encontrar un nudo
de expresión material (siguiendo la fórmula teórica “disidente” de
Artaud) en los años de la segunda postguerra mundial, con el grupo
bautizado como Teatro del Absurdo por el crítico Martin Esslin.1314
Walter Gropius, director de la Bauhaus hasta 1928, responsable
del proyecto del Teatro Total para Erwin Piscator, manifestó siempre
un gran interés por el teatro y las artes escénicas, a causa del carácter
sintético que les atribuía, lugar de confluencia y enriquecimiento de
las diversas actividades artísticas. Oskar Schlemmer, renovador de
la danza y el teatro de los años veinte, finaliza el sugerente artículo
“Hombre y figura artificial” (1925) con reflexiones, que transfieren
el esquema que propongo (para el estudio de la actitud vanguardista
en el teatro español del siglo XX), de la dimensión ideológica aquí
operativa, a un plano estético-formal. En sentido estricto, el autor
entiende por “artista del mundo del teatro” el que desempeña las
labores de escenógrafo, artífice de los efectos ópticos Una interesan­
te extrapolación a otros dominios viene realizada por el propio
Schlemmer.

¿Así pues, actualmente al artista del mundo del teatro sólo le


quedan tres posibilidades?: busca la realización dentro de los lí­

13. Carlson, págs. 343-344.


14. Curiosamente, Jean Cocteau en su “Prólogo” a Los novios de la torre Eiffel
(1922) emplea el término en el mismo sentido con que Esslin lo acuñará más tarde,
al contraponer su concepto al de un crítico nostálgico del pasado, “lo que es tan
absurdo. N o el absurdo organizado, deliberado, el buen absurdo, sino el absurdo a
secas”, Buenos Aires, 1957, pág. 101.

24
m ites de la situación dada. Esto significa colaborar con la forma
existente de la escena. Se trata de realizar escenificaciones en las
que se sitúe al servicio del autor y del actor Busca de la reali­
zación bajo unas condiciones de libertad máxima. Esta puede de­
sarrollarse en las áreas de la escena destinadas a efectos visuales,
aquéllas en las que el autor y el actor quedan en un segundo plano
[...] O bien queda completamente aislado respecto al teatro exis­
tente y echa el ancla allá lejos, en el mar de la fantasía, lleno de in­
finitas posibilidades. En este caso, sus proyectos sobre el papel,
modelos y materiales quedarán para efectuar conferencias y expo­
siciones de arte teatral. Sus planes fracasan en tanto que resulta
imposible llevarlos a cabo. Pero esto carece de importancia para
él; su idea ha quedado expresada y su realización dependerá del
tiempo, de los materiales y de la tecnología. [...] La realización
dependerá de la transformación interna del espectador. El hom­
bre es el alfa y el omega de toda actividad artística, pero la reali­
zación práctica de ésta será utópica, mientras no halle la
receptividad espiritual necesaria.

Durante los años de las vanguardias a que nos hemos venido re­
firiendo, surgen propuestas que García Lorca conoce y ensaya en sus
obras teatrales vanguardistas. Desde 1925, año en que Guillermo de
Torre publica su Literaturas europeas de vanguardia, los posiciona-
mientos de las mismas eran evidentes. Sin embargo, es necesario
distinguir entre las experiencias vanguardistas, que representan más
una actitud que una formulación de escuela, y la materialización del
espíritu vanguardista (cultivado también por Lorca, a su manera y
con su talento) en un proyecto artístico estricto y coherente; la cons­
titución y ordenación del grupo surrealista liderado por André Bretón.

Dada, como el cristianismo primitivo (señala David Sylvester) es


férvidamente nuevo, algo nómada, poco metódico en su doctrina, sin
burocracia; el superrealismo se parece a la Iglesia establecida, con su
dirección centralizada y su imperialismo, su jerarquía y su hagiogra­
fía, su ortodoxia y sus herejías, sus excomunicaciones y sus cismas.156

15. Lourdes Cirlot (ed.), Primeras vanguardias artísticas: textos y documentos,


Labor, Barcelona, 1993, págs. 265-266.
16. Citado por Ian Gibson en Federico García Lorca, Barcelona, 1985,1, pág. 417.

25
En las palabras que preceden puede identificarse un elemento de
diferenciación entre ambas vanguardias, que se convertirá en factor
decisivo a la hora de comprender la diferencia que las separa.
El movimiento surrealista se centra en las actividades del Grupo
Surrealista que dirige, con mano firme, André Bretón, convertido en
el pontífice de la nueva iglesia: fuera de ella no hay surrealismo en
sentido estricto.

Teorías vanguardistas del teatro tras la Segunda Guerra Mundial

Terminada la Segunda Guerra Mundial, el teatro occidental se


plantea la urgencia de renovar los lenguajes legítimos (estética y so­
cialmente) del teatro. El momento histórico exigía a los creadores
una respuesta adecuada a las nuevas realidades sociales, políticas y
económicas. Los dramaturgos se plantean, en términos escénicos,
esas demandas y se dividen en tres grupos que formulan respuestas
bien distintas al nuevo entorno.
Los primeros se identifican con el nuevo orden y practican en la
escena una representación éticamente conservadora del estatuto im­
plantado por la pax americana, que se formula en los múltiples pro­
ductos del teatro comercial. Entre ellos destaca la comedia de corte
tradicional, que recoge asuntos teatralm ente válidos por sus
implicaciones anecdóticas o éticas.
Una segunda opción aparece entre los autores que ponen en duda
el sistema implantado en las democracias occidentales y tratan de
reformarlo. Para ello acuden a las contradicciones de la sociedad
capitalista empleando los argumentos políticos, sociales y éticos de
los distintos modelos existentes en los estados socialistas y comu­
nistas.
En cierto sentido, se podría decir que, para ellos, el teatro se
convierte en una opción más entre todas aquellas que pretenden
reformar el orden establecido. Para conseguir su propósito emplea­
rán, mayoritariamente, un lenguaje escénico realista, claro en sus
propuestas y eficaz ante el público. El realismo social se convierte
así en un lenguaje legítimo del teatro y los dramas realistas investi­
gan formalmente los aspectos más conflictivos de las relaciones

26
humanas, en tanto que consecuencias de un orden social básica­
mente injusto.
En tercer lugar, debemos recordar la aparición de un teatro que
incorpora el panorama trágico del destino humano en la nueva socie­
dad y hunde sus raíces formales en la tierra fértil y oscura de los
lenguajes vanguardistas producidos entre las dos guerras mundiales.
El legado de dichas vanguardias que nos afectan al referirnos al
teatro vanguardista, se sitúa en la tradición surrealista y pretende
materializar en los escenarios un lenguaje artístico bien planteado ya
en otros medios de la expresión imaginaria como la poesía, la narra­
tiva, la pintura, etc.
La dudosa comprensión del arte escénico y sus posibilidades por
parte de André Bretón y su grupo surrealista, les llevó a pensar que
no podía existir un teatro verdaderamente surrealista. Como conse­
cuencia de ello observarán una actitud muy crítica hacia sus defen­
sores, llegando incluso a la expulsión de Antonin Artaud del grupo.
Sin embargo, y curiosamente, será el mismo Artaud quien siente
las bases del nuevo lenguaje escénico vanguardista de expresión
surrealista. En efecto, terminada la Segunda Guerra Mundial, la pro­
puesta estética artaudiana seguirá tres vías bien diferenciadas, aun­
que íntimamente relacionadas, en el desarrollo de los escenarios
vanguardistas.
La primera en formularse se referirá fundamentalmente al len­
guaje teatral. Martin Esslin estudiará más tarde y dará nombre a esta
tendencia general bajo el epígrafe de Teatro del Absurdo. La inclu­
sión indiscriminada de autores en su estudio hará que figuren juntos
algunos que no coinciden ni en el tiempo ni en las propuestas
escénicas.
Sin embargo, es cierta la enorme revolución que en el lenguaje
teatral supuso la aparición de autores como Ionesco o Beckett, quie­
nes expresaron de manera eficaz y legítima su percepción del entor­
no en el que se desenvolvían. En efecto, la soledad de la persona, su
aislamiento y su existencia en un espacio degradado y desperso­
nalizado forman el lugar escénico adecuado para contener los cáus­
ticos y absurdos diálogos de sus personajes. A través de ellos plas­
man todas las circunstancias que afectan al desarrollo de las perso-

27
nas en un entorno donde el anonimato y la pérdida de toda autentici­
dad conviven con la incapacidad, cada día más manifiesta, de los
individuos para transformar o, al menos, influir en los cambios so­
ciales de la sociedad implantada tras la Segunda Guerra Mundial en
los países occidentales, como ya había señalado Adamov: “he tenido
siempre la impresión de una imposibilidad de comunicar, de un ais­
lamiento, de un encerramiento.” A lo que Beckett respondía: “Yo
exploto la impotencia, la ignorancia.17
Si en los diálogos se encerraba toda esta circunstancia, los direc­
tores, actores y escenógrafos tenían que buscar también las formas
adecuadas para enmarcar las palabras pronunciadas en la escena.
Algunos actores y directores se lanzaron a la aventura consiguiendo
representar los textos con técnicas adecuadas. Las experiencias de
Roger Blin y Jean Marie Serreau, siendo de enorme importancia,
planteaban (más que resolvían) la cuestión fundamental de las nue­
vas técnicas para desarrollar con libertad y plenitud los aspectos más
básicos de la representación: la actuación, la propuesta escénica que
integrara los distintos factores de la realización, y las nuevas formas
para acotar los sectores más contradictorios de la realidad.
Las respuestas no se hicieron esperar. En lo que se refiere a la
segunda vía del lenguaje vanguardista, la actuación, Grotowski pro­
pone fórmulas eficaces para la formación de los actores, recurriendo
a desnudar de todo ropaje accesorio el cuerpo de los actores y a in­
cluir en su imagen los aspectos más vigorosos de su actividad. En el
escenario los cuerpos se nos ofrecen cercanos y en toda su desnudez
expresiva. Son cuerpos humanos que, al actuar, asumen las expresio­
nes (y sus consecuencias) del ser humano en el mundo. Frente al
anonimato, la asepsia y el conformismo en el atuendo, se erige el
nuevo actor con su cuerpo flexible y capaz de conmovernos en sus
acciones múltiples, sus gestos inéditos, sus secreciones animales.
El nuevo actor se desnuda para conocer los resortes de su cuerpo,
dominarlos y ser capaz de construir los personajes desde dentro, no
sólo en el plano emocional, sino también en su aspecto físico identi-
ficable por la complejidad de sus gestos unificados por una identi­

17. Michel Corvin, “Une écriture plurielle” en Jacqueline de Jomaron, Le


théâtre en France, vol. 2, pág. 420, Armand Colin, Paris, 1989.

28
dad inconfundible. Se está iniciando el largo viaje del actor: desde
Humphry Bogart a Robert de Niro.
Finalmente aparecerán unas respuestas adecuadas al problema
de la propuesta escénica desde los últimos años de la década de los
cincuenta. Por aquellos años se inician experiencias en dos lugares
apartados y sin ninguna comunicación. En New York, dentro de las
actividades de la Brooklyn Academy ofthe Arts, un grupo de artistas
provenientes de campos muy distintos, tratan de formular las rela­
ciones existentes entre las distintas áreas de la creación artística.
John Cage, el compositor musical, Merce Cuningham, el baila­
rín que revolucionaría la danza, Jaspers Jones y Andy Warhol, artis­
tas que marcarían los derroteros nuevos de la pintura actual y Alan
Kaprow, el creador del happening en Estados Unidos, entre otros,
plantearon las bases comunes de la representación una de cuyas con­
secuencias sería la aparición de la performance.
Lejos de allí, en París, otro grupo de artistas realizaban actos
escénicos y planteaban fórmulas teóricas que, plasmadas en los es­
cenarios, recuperaban y hacían avanzar las bases del lenguaje teatral
que habían sentado sus antecesores y contemporáneos, ya bien esta­
blecidos en los escenarios de todo el mundo, Ionesco y Beckett.
En este grupo, que surgió como una herejía del grupo surrealista,
militaban (y el verbo empleado tiene aquí su exacto valor), dentro de
los círculos intelectuales franceses, pintores como Roland Topor,
artistas que practicaban la literatura y el cine como Alejandro
Jodorovski y el dramaturgo español Fernando Arrabal.
Sus propuestas ampliaban las de Ionesco, Beckett o Génet en el
sentido de la puesta en escena: su plástica, su sentido ceremonial, la
marginalidad de sus infantiles héroes y su búsqueda del espectáculo
total eran elementos nuevos y frescos que acabarían transformando
la desnudez de los espectáculos anteriores y se irían, poco a poco,
adentrando en los círculos del concepto renacido de lo barroco como
signo de un deseo de intimidad rica y ensimismada, caótica y orde­
nada (como un ritual), transcendente y auténtica, capaz de recuperar
los viejos valores del individuo libre y creador en una sociedad cada
vez más alejada de los valores que constituyeron su propia esencia.
“La ruina del lenguaje conlleva la de la comunicación: ‘Nadie en­

29
tiende a nadie’, dice Adamov; a lo que le responde Tardieu: 'L a pala­
bra es inútil y nadie se comprende. Como es sabido: no hay nadie’.
De hecho, la incomunicabilidad provisional es el rechazo de los pos­
tulados de la comunicación normal (principio de identidad, referen­
cia a una memoria común, principio de causalidad), la fragmenta­
ción y la explosión del discurso (por el empleo de diálogos desco­
yuntados en un Dubillard) empujados hasta el babelismo en Arrabal
{Concierto en un huevo, 1958) no significan que no haya otros me­
dios de comunicación. El ritmo y el gesto.” 18
Todo ese perfume, denso, rico y aplastante, era el incienso de sus
llamadas representaciones efímeras pánicas, tan cercanas a los
happenings norteamericanos y tan ligadas, al mismo tiempo, a las
celebraciones y fiestas surrealistas. Bretón se admiraba, Sartre les
abría las puertas de su revista Les temps modernes, Ionesco recono­
cía en ellos su propia casta, Beckett los observaba y bebía de ellos en
los pozos profundos de la conciencia humana, alejada del ruido en­
sordecedor de un entorno cada día más bullicioso y sin sentido.
Así lo ha señalado el mismo Michel Corvin:19

Como un ejercicio de terapia personal, el teatro de Arrabal lo


encamina hacia un lenguaje directo, no verbalizable, del cuerpo.
Puede ser que se dé cuenta, aunque un poco tarde, de lo que
Artaud había soñado, tanto más que la imagen no pierde en abso­
luto lo esencial de su poder para dejar de ser virtual. En ese caso,
se saldría del teatro-representación en el que la palabra -interme­
diaria- se interpone entre la escena física y el espectador para con­
vertirse en teatro-acción, en el happening.

Lo que he venido recordando en esta conferencia son realidades


evidentes en los círculos científicos actuales. Mis reflexiones y la
aportación de datos que las acompañan, pretenden solamente conci­
tar algunos elementos de reflexión sobre la génesis de las actitudes
vanguardistas con que iniciamos el nuevo siglo. A través de ellas, el
público paciente ha podido seguir varios caminos diferentes. Abu­

18. Michel Corvin, ibid,. pág. 418


19. Ibid., págs. 432-433.

30
rrirse y desconectar su cerebro, reafirmar sus convicciones teóricas
sedentarias ante tamaño desorden, aclararse a sí mismo que ese des­
orden ambiental bien podría explicar el caótico universo en que se
mueve...
En realidad, he querido, en la forma y en el fondo, documentar la
complejidad de los sistemas artísticos vanguardistas. Quizás estas
palabras consigan aclarar cómo concibo las vanguardias, esas actitu­
des a través de las cuales el artista dialoga consigo mismo y ataca
frontalmente las coordenadas que le impone una realidad ordenada
por un orden de bronce cuyos pies se deshacen en su barro.

31
ANTECEDENTES DE LA VANGUARDIA
ESCÉNICA

César Oliva
Universidad de Murcia

Origen de la vanguardia escénica española

Si quisiéramos hablar con propiedad de vanguardia escénica,


parece evidente que tendríamos que tener en cuenta las fechas en las
que aparecen las primeras innovaciones artísticas del siglo XX. Re­
cordemos que el manifiesto Futurista de Marinetti es de 1909; de
1918, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, el manifiesto
Dadá de Tzara; en 1919 es cuando Gropius crea el Bauhaus en
Weimar, plena extensión del expresionismo (El gabinete del doctor
Caligari, de Weine, es de 1920); y en 1924, Bretón publica el primer
manifiesto del Surrealismo. Pocos años después lo documenta Buñuel,
residente en París, acompañado de la pareja Dalí-Lorca, pues de 1929
es su primera película, Un perro andaluz, modelo del surrealismo
cinematográfico. En España se producirá un impacto inmediato en
los círculos artísticos más avanzados, aunque, en el teatral, no tiene
la fuerza que era de esperar. Será la generación del 27 la que acepte
y asuma la mejor vanguardia de nuestras letras y nuestro teatro. El
reflejo de ese clima de inquietud lo había dado de manera admirable
Ortega en La deshumanización del arte (1925), ensayo que recogía
el creciente sentimiento de arte minoritario, y que proponía la divi­
sión del público entre los que entienden las obras contemporáneas y
los que no.
Pero el teatro español había dado antes evidentes muestras de
preocupación por la renovación, abriendo pequeños caminos hacia
determinadas formas de vanguardias. Dejemos para otro lugar si ésas
podrían denominarse con rigor vanguardia o no, porque lo que nos
interesa ahora es rastrear los primeros comportamientos escénicos
que se salen de la norma, formas distintas a las habituales, rupturas
tanto de contenido como de continente, es decir, la evidencia de que
la vanguardia teatral existía antes de que llegara del exterior. Existía
en la teoría, pues en la práctica de los escenarios pocos son los ejem­
plos que podemos aportar. Esta desproporción entre teoría y práctica
tiene su razón en los siguientes postulados:

1. En el siglo XX se produce con todas sus consecuencias una pa­


tente separación entre mayorías y minorías en la recepción de las
formas artísticas.
2. En el terreno teatral, las minorías se circunscriben a un tipo de
teatro sin público, que caracteriza las empresas de producción de
los teatros íntimos, primero, y de cámara y ensayo, en tiempos de
la dictadura de Franco.
3. La vanguardia, sea la plena de los años veinte, o sus anteceden­
tes, se sitúa por derecho propio en el campo de las minorías, ya
que lo exige su enfrentamiento a cualquier tipo de imposición
comercial.

Estos tres puntos (de los que no vamos a demostrar ahora su


evidencia) van a servirnos para desarrollar nuestra propuesta, que
no es otra sino hacer un recorrido por una serie de creadores y
obras en los que, a nuestro entender, haya intentos de superar lo
establecido, abandonar la reiteración del hábito, dejar de repetir
constantes visitadas desde mucho tiempo atrás por otros. Intentos
que difícilmente titularemos de vanguardia, pero que se relacionan
de manera exhaustiva con ella. Esos puntos serán observados des­
de el plano de la escena, aunque a veces, ante la ausencia de docu­
mentos, nos tengamos que apoyar en la literatura, a sabiendas de
que la letra escrita o impresa en teatro está siempre presta a su
actualización en los escenarios.

34
En los primeros intentos de renovación de la escena española po­
demos encontrar los antecedentes más lejanos de la vanguardia espa­
ñola teatral. Y ninguno tan evidente como los que proceden de los
hombres del 98. Es allí en donde están los gérmenes iniciales de una
forma de entender el arte diferente a lo que se veía. Todos esos autores
coincidieron en oponerse al naturalismo, y todos sufrieron una evi­
dente limitación para ser producidos por las empresas comerciales.
Los casos de Unamuno, Azorín y Valle-Inclán son de sobra cono­
cidos. Sus esfuerzos por situarse en las carteleras convencionales
chocaron con la cruda realidad de no contar con un público predis­
puesto a sus innovaciones. Es la gran enseñanza que nos trae la pers­
pectiva del tiempo. La vanguardia está reñida con el público y con la
empresa comercial. Unamuno, Azorín y Valle-Inclán sin proponér­
selo eran vanguardistas. Sorprende el empeño de los tres por estre­
nar, por llevar a los escenarios propuestas renovadoras, sin darse cuen­
ta que los escenarios habituales no lo iba a consentir.
Era un momento en el que el teatro buscaba refugio en la intimi­
dad de los espacios menores, en donde el público fuera tan cercano
como distinto. Strindberg había inventado el concepto de teatro ínti­
mo para pocos actores y pocos espectadores. Era una relación mino­
ritaria que parecía adecuada a los nuevos tiempos. Los empeños de
Paul Fort y Lugné-Poe, a finales del siglo XIX, estaban abocados al
fracaso como empresa comercial, aunque tuvieran éxito al descubrir
nuevos comportamientos escénicos. De pronto el naturalismo, que
había surgido como oposición a las postreras formas románticas, se
había convertido en vía por donde discurría el negocio del teatro.
Otra cosa será cómo se utilizaba ese naturalismo.
Mientras, el simbolismo se dirigía hacia empresas de talante poco
o nada comercial, idealistas, de público restringido. Las primeras
innovaciones vendrían por esa moda, aunque no faltaron tampoco
quienes aplicaron el nuevo estilo para modernizar el viejo naturalismo,
con excelentes resultados de taquilla. Es lo que hizo con primor
Benavente y el propio Martínez Sierra. Pero entonces, quienes se­
guían experimentando, dando siempre pasos adelante, ya habían roto
con el simbolismo para tentar nuevos caminos. Es el caso del primer
Ramón Gómez de la Serna cuando publicaba en Prometeo su teatro

35
muerto y pantomimas. El proceso de «reteatralización», en el que
tanto insistiría Pérez de Ayala desde las páginas de Las máscaras
(1917), estaba iniciado. Fenómeno éste de la reteatralización que
aparece precisamente cuando el Naturalismo muestra sus carencia, y
se le combate desde la propia esencia del teatro.

Teatros íntimos y vanguardia

En este tiempo, los teatros íntimos se habían consolidado como


espacios en donde representar lo que no se podía en las salas comer­
ciales. El propio Benavente, a partir de La comida de las fieras tenía
sitio seguro en las carteleras, había propiciado un Teatro Artístico, en
1899, en donde Valle-Inclán se estrenaba como autor con Cenizas. En
1909, el propio Benavente impulsaba el Teatro de los Niños en el que
presentaba obras de diferente recepción a la habitual, comedias de
apariencia infantil, que encerraba inventos del interés de El príncipe
que todo lo aprendió en los libros o La cabeza del dragón.
El crítico Anselmo González (Alejandro Miquis) puso en marcha
en 1908 otra iniciativa de enorme interés, el Teatro de Arte, nombre
que procede del proyecto de Stanislavski, y que se repetirá con fre­
cuencia en otras empresas posteriores. Todo ello sin olvidar que el
verdadero introductor de este teatro minoritario en España fue Adriá
Gual, cercano a las experiencias de Antoine, Fort o Lugné-Poe, a los
que conocía directamente, y que en 1898 inició en Barcelona una
larga trayectoria de búsqueda de nuevos recursos escénicos. Una tra­
yectoria que tuvo altibajos e intermitencias, pero que resulta ser la
más propia y genuina de los orígenes de las vanguardias escénicas
españolas.
Volviendo a la relación de experiencias que se producían en Ma­
drid en las primeras décadas del siglo XX, el también crítico Ricardo
Baeza impulsó en 1919 un ambicioso grupo, llamado Atenea, que
proyectaba presentar títulos y autores fundamentales en el teatro con­
temporáneo. Mayores dimensiones, y por consiguiente, más discuti­
bles resultados como línea de vanguardia y experimentación, consi­
guió Martínez Sierra con su Teatro de Arte, que desarrolló de 1917 a
1925 en el Teatro Eslava. La entidad del local, uno más de los del

36
circuito madrileño, daba una condición ambigua a su ambigua pro­
gramación. Más entidad de grupo minoritario tuvo El Mirlo Blanco,
en 1926, entre otras razones, porque sus representaciones se celebra­
ban en un espacio más pequeño, como es la casa de Ricardo Baroja y
Carmen Monné. La empresa, de la mano de Valle-Inclán, uno de sus
colaboradores, intentó continuar en una sala más amplia, la del Cír­
culo de Bellas Artes, con el grupo El Cántaro Roto. En la línea de
actuación en salones privados, el matrimonio Martínez Romarate y
Pilar de Valderrama montaron, en su casa de la calle Rosales, Fantasio,
en donde produjeron una serie de obras de idéntica tendencia mino­
ritaria. Este breve repaso a las empresas que cargaron con la respon­
sabilidad de investigar en las formas escénicas modernas no debe
concluirse sin citar El Caracol, propiciado por el director escénico
Cipriano de Rivas Cherif que, instalado en la Sala Rex, en 1928,
presentó algunos de los hitos de la nueva escena, como el estreno de
Orfeo, de Cocteau, o Lo invisible, de Azorín. Así mismo, en 1933,
Anfístora, iniciativa de Pura Maórtua Ucelay, con inspiración de
García Lorca, se benefició del clima de pujanza cultural que propi­
ciaba el gobierno de la Segunda República.
Los nombres que han desfilado por esta rápida relación atestiguan
un talante intelectual y comprometido fuera de toda duda. No se mete
a una empresa tan altruista quien no mide bien el alcance de sus pasos.
Son humanistas los que acometen estos proyectos de renovar nuestro
teatro, pues la vanguardia no deja de ser más que una suerte de huma­
nismo. Los títulos de las obras que programaron estos grupos, así como
los nombres de sus autores, conforman la mejor guía para conocer los
primeros pasos de la vanguardia teatral española.
Es lo que vamos a hacer a continuación, con vistas a fijar algunas
claves elementales para ver cómo la escena interpretó esas ideas que
se oponían al canon de la representación de esos años. No será un
rastreo exhaustivo, pues, por una lado, va acomodado a los límites
de tiempo de esta exposición, y, por otro, la ausencia de una comple­
ta documentación gráfica de esas representaciones condiciona de­
masiado cualquier valoración crítica que podamos acometer. He­
mos de conformarnos con las acotaciones escritas por el autor, aun­
que también intentaremos descifrar las imágenes que nos dejan bo­

37
cetos y escenas. En cualquier caso, no dejamos de trabajar sobre
supuestos, más que sobre la evidencia escénica.

La vanguardia de la escritura teatral

Partimos de un primer período en el que se intentó cambiar las


formas en los escenarios españoles desde la intelectualidad del 98.
Unamuno, con su oposición al realismo, buscando espacios vacíos,
propios de la teatralidad desnuda e innata de los trágicos griegos.
Esa desnudez está patente en la propia descripción inicial del medio
en el que se desarrollan los dramas, pues no pocas de sus obras care­
cen de toda indicación explícita del espacio (Fedra, El pasado que
vuelve, El otro, Sombras de sueño) y algunas, sólo tienen escuetas
indicaciones (Soledad, Raquel encadenada, El hermano Juan). No
olvidemos que los textos escritos para el teatro comercial estaban
llenos de indicaciones sobre cómo presentar la escenas y los perso­
najes. Las empresas lo exigían para facilitar la puesta en escena.
Azorín es también escueto, aunque inclinado a dar las explica­
ciones técnicas propias de la época. Es la espléndida contradicción
del autor de Monóvar: deseoso de innovar, sobre todo por vía del
simbolismo de Maeterlink, tropieza él mismo con la evidencia de
unos escenarios preparados para el naturalismo, en donde todo se
leía desde la perspectiva figurativa. Es algo propio de la época, pues
en idéntica paradoja cayeron no pocos creadores del teatro europeo.
El deseo de renovar el lenguaje escénico se encontraba con el pro­
blema de la forma, de cómo mostrar en las tablas una innovación que
no fuera más allá de las palabras. Y no nos referimos sólo a la esce­
nografía sino también a la interpretación.
De ello se quejaba, y mucho, Valle-Inclán: no había actores pre­
parados para decir los nuevos textos con otros modos y ademanes
distintos a los de la declamación. Don Ramón es otro de los autores
del 98 que hace un teatro distinto al que querían los empresarios. No
tenemos más que recordar sus terribles polémicas con las grandes
figuras de la época para comprobar que más allá de sus enojos había
una imposibilidad para hacerse entender por el público mayoritario.
Los actores no lo querían montar porque tachaban a sus textos de

38
exceso de literatura. Y tanto. Como que terminó por no saber si lo
que escribía era teatro o novela. El teatro lo imaginó creyendo en lo
fronterizo con la novela, aunque una profesión intelectualmente dota­
da hubiera estrenado sus textos con regularidad. No es más literario el
teatro de Valle-Inclán que el de Claudel, pero éste encontró el poeta
escénico que no tuvo don Ramón. Al contrario que Unamuno, Valle
aderezaba de más las indicaciones técnicas de sus obras, desbordándolas
de imaginación para que no cupiesen en los viejos escenarios. Multi­
plicó escenas y personajes con el deseo de vulnerar la convención de
su época, más que de renovarla.
Pero sería Gómez de la Serna el que inició un proceso de cambio
más profundo. Al menos en los libros. En la revista Prometeo publi­
có, de 1909 a 1912, diecisiete piezas, la mayor parte de pequeño
formato. De La Utopía se anunció su estreno, pero ni ésta ni el resto
vieron los escenarios. En todas ellas da muestra de la influencia que
las nuevas corrientes del teatro experimentaron en él. Pero ninguna
responde a un concepto o teoría dramática concreta, sino que son
meros bosquejos, tanteos sobre las posibilidades escénicas que el
teatro tenía cuando se apartaba de manera radical del dicentismo de
la época. Utiliza espacios vacíos, curioso juegos de luces, personajes
que no lo son, sino meros fantasmas que desfilan y no parecen pre­
tender la representación. No se vieron en los escenarios. El concepto
de experimentación alcanza así su máximo significado. Sin embar­
go, la escritura escénica no indica novedades visuales tangibles, pues
detalla con la misma minuciosidad que los naturalistas la composi­
ción del decorado: tienda de imágenes sagradas, para La Utopía; un
amplio salón oscuro de paredes tapizadas, para El drama del palacio
deshabitado, en el que necesita de un epílogo narrado a modo de
cuento, etc. Mayor originalidad tiene El teatro en soledad, pues el
decorado era el mismo teatro. Bastantes años después, en 1929, es­
trenó Los medios seres, logrando cierto favor de la crítica pero la
total repulsa del público. El mismo autor habló de «el calvario del
teatro» que suponía la representación. Empieza a evidenciarse que la
vanguardia teatral más pura es la que no se representa.
Martínez Sierra dirigió varias obras de vanguardia, con similar
recepción a la de Los medios seres. Recordemos que fue el artífice

39
del fracasado montaje de El maleficio de la mariposa, de García Lorca,
en 1920. Pero su Teatro del Arte se abría todos los días a la taquilla,
y tuvo que ser tan ecléctico y ambiguo como su propia personalidad.
Renunció a estrenar El señor de Pigmalión (1923), de Grau, aunque
sí lo hizo con El hijo pródigo (1918), del mismo autor. Alternó tex­
tos insólitos con otros absolutamente convencionales, como los su­
yos propios o los de Muñoz Seca. Su mayor mérito fue incorporar a
una serie de pintores de gran imaginación al campo de la escenogra­
fía y de la ilustración. A la cabeza de ellos, Sigfredo Bürmann, de
cuyas aportaciones trataremos después.
Para encontrar el gran autor de vanguardia español de los años
veinte hemos de citar por fuerza a Federico García Lorca. Una rápi­
da mirada sobre su obra dramática nos demuestra la naturaleza que­
bradiza que las nuevas tendencias ejercieron sobre él, pero también
la enorme relación que guarda la escena con el público que la susten­
ta. Autor bifronte, fue capaz de avanzar en la sensibilidad del drama
rural, cargado hasta él de costumbrismo folklorista, tanto o más como
en la renovación más absoluta de las imágenes teatrales. Sus obras
cortas, desde El paseo de Buster Keaton hasta Quimera, son el mejor
modelo de vanguardia surrealista, en la que es más importante la
imaginación leída que la representación. No son obras de espectado­
res, como bien lo entendió el propio autor, aunque tan surrealista o
más es Amor de don Perlimplín, y quizás sea la más bella síntesis del
tema clásico del viejo y la niña. García Lorca entendió tan bien que
el problema de la renovación era más un problema de público que de
creación, que escribió una enorme y cruel metáfora que lleva por
irónico título El público. Incluso en sus dramas poéticos, de aparien­
cia naturalista, los artistas encontraron motivos suficientes para con­
tinuar la renovación plástica de la escenografía.
Otros autores que en la encrucijada de los años veinte con los
treinta aportaron textos que sirven para medir el alcance de la van­
guardia, son Sinrazón (1928) [«Al levantarse el telón, sala y escena­
rio están completamente a oscuras. Siluetados, con pasta luminosa,
se ven todos los aparatos de un Laboratorio moderno. Entre ellos se
mueven las tres batas blancas de dos médicos y un ayudante»], del
torero Sánchez M ejías, estrenada con cierto éxito por Lola

40
Membrives; ¡Tararí! (1929), de Valentín Andrés Álvarez; Tic-Tac
(1930), de Claudio de la Torre, y El sonido 13 (1930), de Mario
Verdaguer. En todos ellos no es difícil advertir la influencia de las
teorías de Freud, popularizadas en España durante esos años, y que
se reflejaron también en textos de Azorín (Cervantes o la casa en­
cantada) y García Lorca {Asíque pasen cinco años), los dos de 1931.
Poco antes, hacia 1927, el surrealista Buñuel había dejado un Hamlet
en el que negaba la tradición de la comedia española, desde el Siglo
de Oro hasta los intentos de pervivencia románticos. De ese mismo
año cabe citar otra singular obra de Bergamín, Enemigo que huye, en
firme oposición al habitual naturalismo.

La vanguardia de la representación

Considerados los autores como pioneros de la vanguardia escénica


española, hemos de pasar enseguida a los directores y escenógrafos
para comprobar la aportación plástica que ofrecieron al teatro de este
tiempo. Situamos a la cabeza a Cipriano de Rivas Cherif, cuya in­
fluencia en la técnica de la representación fue decisiva. Formado con
Gordon Craig en Italia, de 1911 a 1914, su vida fue una continua expe­
riencia teatral. En 1918 había dirigido la Fedra de Unamuno, en el
Ateneo de Madrid. Un año después está en París, en donde coincidió
con Azaña, conociendo de primera mano los trabajos de Lugné-Poe,
Pitoeff, Gémier, Copeau y Diaghilev, el famoso organizador de los
ballets de Moscú. En España puso en marcha multitud de experien­
cias, desde el Teatro Escuela de Arte, en 1920, hasta El Caracol, en
1928, pasando con sus colaboraciones con El Mirlo Blanco y conti­
nuando con su larga etapa de director artístico de la compañía de Mar­
garita Xirgú. Sin duda fue el hombre de teatro más decisivo para el
establecimiento de la vanguardia escénica española, encontrando en
sus propias contradicciones, las de la renovación teatral de ese tiempo.
Director de escena fue también García Lorca, al que se deben no pocas
ideas de montaje, sobre todo con los clásicos en La Barraca.
Pero el momento más interesante para la consolidación de la van­
guardia fue cuando un grupo de pintores se hicieron escenógrafos,
con la tendencia de ir más allá de la vieja consideración del teatro

41
como verdadero cuadro en movimiento. Esas nuevas tendencias se
activaron con el establecimiento en España, durante unos años, de
los famosos ballets rusos de Diaghilev, pues permanecieron aquí lar­
gas temporadas: en 1916, 1917, 1918 y 1921. El decorador Bakst
demostró las posibilidades de la luz, así como el uso de colores vivos
no necesariamente complementarios. De la estancia de este ballet
surgió el estreno de Le tricorne (1919), una versión de El Corregidor
y la Molinera (1917), pantomima de Martínez Sierra sobre la novela
de Pedro Antonio de Alarcón El sombrero de tres picos, y música de
Manuel de Falla. Los decorados y vestuario de esta producción diri­
gida por Diaghilev fueron de Picasso.
El artista más decisivo para la renovación de la escenografía en
España fue Sigfredo Bürmann, formado en su Alemania natal junto
a Reinhartd, y que desarrolló una amplia labor desde 1917 a 1980.
Su trabajo fue enorme, como lo fue el salto que produjo la decora­
ción de simples telones pintados a elementos corpóreos, así mismo
pintados, pero dispuestos en un juego de volúmenes que dotaba al
espacio de una profundidad hasta el momento ignorada. Los practi­
cables y plataformas a diversas alturas, los giratorios cuando el esce­
nario lo permitía, los elementos fijos que se transformaban con pe­
queños aditamentos, hizo posible que los autores rompieran con la
obligación técnica de partir las obras en tres actos, con entreactos
más o menos prolongados para los cambios.
Todas estas circunstancias se beneficiaron del uso de nuevos sis­
temas de iluminación que, aunque tardaron en entrar en España de
manera plena, se aplicaban con más imaginación que medios. Más
que inventar, Bürmann trajo en su bagaje de artista formado en el
norte de Europa una serie de posibilidades aptas para el genio y ner­
vio de los dramaturgos españoles, con algunos de los cuales se iden­
tificó de manera plena. Pudo trabajar con libertad gracias a las faci­
lidades que encontró con Martínez Sierra, el cual montó un verdade­
ro taller para su Teatro de Arte. Junto a aquél trabajaron el uruguayo
Rafael Pérez Barradas, excelente ilustrador aunque no dotado plena­
mente para la escena, y Manuel Fontanals, decorador y cartelista
catalán que se reconvirtió para el teatro gracias a la influencia de
Bürmann. Esta triada, en un momento dado, y a falta del director

42
pleno que nunca tuvo nuestro teatro, fue cabeza de la renovación
escénica española. Barradas proyectó un decorado con elementos
corpóreos para El maleficio de la mariposa, de García Lorca, aun­
que finalmente fue sustituido por objetos de Mignoni y un dispositi­
vo escénico del propio Bürmann.
En 1925 tuvo lugar en Madrid una Exposición de la Sociedad de
Artistas Ibéricos, de la que surgieron las escenografías más
vanguardistas del momento. Muchos de ellos se integraron al teatro
después, en la experiencia de La Barraca, donde, a pesar de que su
repertorio estaba formado en su mayoría por autores clásicos, desa­
rrollaron de manera admirable una plástica plenamente surrealista.
Colaboraron en ello artistas como Santiago Ontañón, Alfonso Ponce
de León, Ramón Gaya, Benjamín Palencia, Pepe Caballero y Alber­
to Sánchez, entre otros. De Benjamín Palencia, por ejemplo, hemos
de recordar su escenografía para La vida es sueño, formada por un
gran telón de fondo, flanqueado por dos rompientes laterales, todo
ello en tonos grises, azules y blancos. De Alberto Sánchez, el telón
de boca para la Numancia, dirigida por Rafael Alberti y María Tere­
sa León en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, en plena guerra civil,
obra cuyos decorados fueron de Santiago Ontañón.
Una serie de conclusiones surgen de la contemplación de las
escenografías de algunos de estos pintores, sobre todo, del paso de
sus bocetos a las tablas, según las fotos que nos perm ite
documentarlos. En primer lugar, lo que empezó a cambiar no era el
concepto en sí del decorado (como sucedió con la puesta en escena),
ya que las escenografías de Dalí, Picasso o Bartolozzi se apoyaban
en los mismos telones pintados que había en el naturalismo, sólo que
con distinto tratamiento pictórico (Mariana Pineda, Orfeo, Divinas
palabras).
En ese sentido es bueno advertir la diferencia entre el decorado
del pintor o el de un hombre de teatro, como Adriá Gual, que él
mismo era autor de escenografías llenas de intención teatral. A ve­
ces, los telones pintados adquirían gran importancia por su textura
expresionista {Yerma). Cuando los montajes son en espacios más li­
mitados que los habituales, la escenografía se reduce a cortina de
fondo, espacio vacío y objetos {El Caracol). Más frecuente es aún la

43
puesta en escena naturalista para textos que no lo son (Sombras de
sueño), aunque a veces no falte cierto atrevimiento, dentro de la mis­
ma estética (El otro). Finalmente, advirtamos que Bürmann fue el
escenógrafo que más sentido teatral dio a los decorados, pues junto a
elementos de todo punto pictóricos añadía volúmenes, practicables,
que permitían los cambios de nivel y, por consiguiente, la búsqueda
de profundidad (Bodas de sangre). Es una aportación que seguiría
con rigor Ontañón (Numancia) y Emilio Burgos, en sus trabajos pos­
teriores a la guerra civil.

44
SOBRE UN TEATRO (E N ) V IV O 1

J o s é R o m e r a C a s tillo
UNED. Madrid

Pórtico

Me complace enormemente intervenir, por segunda vez, en uno


de los Congresos Internacionales, dedicados a la Literatura Españo­
la Contemporánea, que con tanto acierto y tino organiza la Universi­
dad de Málaga, anualmente -desde hace quince años-, que se han
convertido, gracias a la calidad de sus contribuciones y a la puntual
publicación de sus Actas, en un punto de referencia obligada para los
interesados en este ámbito literario, en sus diversas manifestaciones
genéricas y autoriales. Gracias a la generosidad de una serie de cole­
gas -el amigo y maestro Cristóbal Cuevas; el compañero querido
Salvador Montesa; el dilecto Enrique Baena y los otros componen­
tes de la Comisión Científica: Antonio Gómez Yebra, Amparo Quiles,
Ana Gómez, María. Isabel Jiménez Morales y María. Victoria Utrera,
a quienes doy las gracias más sinceras, en esta sesión inaugural del
Congreso me dispongo a compartir con todos ustedes - a quienes
también agradezco su deferente atención- unas (unas pocas) reflexio­
nes sobre el hecho teatral en un momento de nuestra historia, por
otra parte no tan lejana.1

1. Este trabajo se inserta dentro del proyecto de investigación (n° BFF2000-


0081; años 2000-2003), concedido por el Ministerio de Ciencia y Tecnología, para
el estudio de la reconstrucción de la vida escénica española.
Creo que ha sido un acierto elegir como ámbito de estudio en
este Congreso el teatro en la época final del franquismo (los últimos
años de la década de los sesenta y los primeros de los setenta) porque
se presenta como etapa muy viva -y empiezo ya a remitir al rótulo de
mi intervención-, por lo que significó, por una parte, de revulsivo
ideológico contra un sistema autocràtico (base semántica que no
podemos olvidar, aunque no me pare a examinarla con detenimiento
por razones de espacio), y de otra, por el vanguardismo y la experi­
mentación en la dramaturgia del llamado -entonces- nuevo teatro
español.2
Con todas las precauciones que toda etiqueta comporta -máxime
si a lo que nos referimos es a un conjunto teatral variado y, por lo
tanto, difícil de encasillar siempre-, partiremos del rótulo de Nuevo
Teatro, acuñado por los historiadores de nuestra dramaturgia cerca­
na, que nace a mediados de los años sesenta como reacción a lo que
se estilaba entonces: de un lado, la llamada generación (aunque el
concepto no sea sostenible en la actualidad) o grupo realista; y, de
otro, el teatro más convencional, inserto en lo tradicional, evasivo y
adicto al régimen.
Dejando a un lado ambas rotulacional es genéricas, me centraré
en este trabajo en el nuevo teatro, el cultivado por diversos autores
(el teatro independiente, el universitario o el de creación colectiva, el
de los grupos, merece otra mirada), con sus características propias (y
variadas) -que, por conocidas, no me voy a detener en ellas-, como
han puesto de manifiesto las numerosas historias teatrales,3 así como
importantes investigaciones, entre las cuales figuran,4 por citar algu­
nas -m uy pocas-, desde la pionera -y discutible- de George E.
Wellwarth, Teatro español underground,5 pasando por las de L. Te­

2. El grupo de dramaturgos ha recibido diversas denominaciones, además de la


indicada: generación simbolista, teatro experimental y neovanguardista, etc.
3. Como las muy conocidas de Francisco Ruiz Ramón, César Oliva y tantas otras...
4. Posteriormente me referiré a estudios teóricos de algunos integrantes del
nuevo teatro, que tratan sobre el tema.
5. Madrid, Villalar, 1978, con interesante prólogo de Alberto Miralles, un nuevo
autor (traducción de Spanish Underground Drama, University Park, Pennsylvania,
The Pennsylvania State University Press, 1972); complemento de su estudio sobre el
nuevo teatro europeo: Teatro de protesta y paradoja (Barcelona, Lumen, 1966).

46
resa Valdivieso, España: bibliografía de un teatro "silenciado”,678910
María Pilar Pérez-Stanfield, Direcciones del teatro español de pos­
guerra. Ruptura con el teatro burgués y radicalismo contestatario,1
Klaus Pórtl (ed.), Reflexiones sobre el Nuevo Teatro Español,8 Ri­
cardo Salvat, El teatro de los años 70,9 Juan Emilio Aragonés, Veinte
años de teatro español, 1960-1980,10 Ignacio Bonnín Valls, El teatro
español desde 1940 a 1980. Estudio histórico-crítico de tendencias
y autores,11 Fernando Cantalapiedra, El teatro español de 1960 a
1975. Estudio socio-económico,12 Riaza, Hormigón y Nieva, Tea­
tro,1314 Manuel F. Vietes (ed.), Do novo teatro á nova dramaturxia
(1965-1995),14 etc.
Como no pretendo hacer un estado de la cuestión sobre los estu­
dios dedicados al nuevo teatro, me interesa destacar, en este pórtico
de mi exposición, algunas investigaciones muy recientes que, sin duda
alguna, nos conducirán a los objetivos previstos (que expondré des­
pués). Ni que decir tiene que algunas revistas teatrales, además de
reflejar carteleras, difundir artículos y publicar piezas dramáticas,
han servido también para dar impulso a la renovación dramatúrgica.
Por ello, conviene tener en cuenta para el estudio de este grupo tea­
tral las recientes publicaciones del Centro de Documentación Tea­
tral (especialmente sobre dos revistas señeras): los dos volúmenes
de Primer Acto, 30 años: I. Antología y II. índices (desde 1957 a
1986), editados por la citada revista en 1991, bajo coordinación de
Moisés Pérez Coterillo15 y Yorick. Revista de Teatro (1965-1974).

6. Boulder, Colorado, Society o f Spanish and Spanish-American Studies, 1979.


7. Madrid, José Porrúa Turanzas, 1983.
8. Tübingen, Niemeyer, 1986.
9. Barcelona, Peninsula, 1974.
10. Boulder, Colorado, Society o f Spanish and Spanish-American Studies,
1987.
11. Barcelona, Octaedro, 1998.
12. Kassel, Reichenberger, 1991 (con prólogo de José Romera Castillo).
13. Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973. Cf. las páginas introductorias de
Miguel Bilbatúa, “En tom o a la dramaturgia española actual” (págs. 5-23).
14. Vigo, Xerais, 1999.
15. Cf. la continuación: Primer Acto. Historia, antología e índices 1987-1998
(Madrid, CDT, 1999).

47
Historia, antología e índices,16 que nace precisamente en estos años.1617
Como visión de las diversas parcelas escénicas que articulan el nue­
vo teatro -sobre todo por la bibliografía actualizada de las mismas-
remitiré a la empresa llevada a cabo, también recientemente, por ADE
Teatro, la revista de la Asociación de Directores de Escena de Espa­
ña. De las tres entregas monográficas dedicadas al Teatro de la Es­
paña del siglo XX, nos interesan las dos últimas.18 Los años que van
desde 1939 a 1985 se estudian en los números 82 (septiembre-octu­
bre, 2000) y 84 (enero-marzo, 2001). Del número. 82 destacaré el
estudio de César Oliva “Literatura dramática española de los seten­
ta: auge y variedad estética” (págs. 154-161),19 así como los diver­
sos trabajos de la sección VI sobre “La dirección de escena” (centra­
dos en la labor de Luis Escobar, José Tamayo, José Luis Alonso20 y
Adolfo Marsillach21 y otros). Del número 84 habría que resaltar, en
la sección VII (“Alternativas estéticas”), los actualizados trabajos -
sobre aspectos que yo no voy a tratar- de César de Vicente Hernando,
“Los teatros de cámara y ensayo: un espacio de negociación estética
para la posguerra” (págs. 38-45), Jesús Rubio Jiménez, “Teatro uni­
versitario entre 1939 y 1965. Una aproximación” (págs. 46-56), Cris­
tina Santolaria Solano, “Eslabones para una historia del teatro inde­

16. Madrid, CDT, 2001.


17. Como la labor de los integrantes del nuevo teatro proseguiría tras la muerte
de Franco (en 1975), conviene tener en cuenta los recientes volúmenes: Pipirijaina
1974-1983. Historia, antología e índices (Madrid, CDT, 1999) y El Público.
Historia, antología e índices (1983-1992) (Madrid, CDT, 1999). Sobre otras
revistas teatrales, señalaré, por ejemplo, que no es casual que Estreno (EE.UU.),
publicada desde 1975, iniciara su andadura con la publicación de obras de algunos
de nuestros autores: vol. 1.1, Guernica, de López Mozo; vol. 1.2, Paraphernalia de
la olla podrida, la misericordia y la mucha compasión, de Romero Esteo; vol. 1.3,
Los placeres de la egregia dama, de Martínez Ballesteros; vol. 2.2 (1976), El
arquitecto y el emperador de Asiria, de Arrabal, etc.
18. La primera comprende los años 1900-1939 (n°. 77, octubre, 1999).
19. Más los artículos de Joan Abellán, “El teatro catalán de 1940 a 1985: una
dramaturgia en permanente estado de recuperación” (págs. 162-167) y Dolores
Vilavedra, “Begin the beginning: la literatura dramática gallega” (págs. 168-174).
20. José María Pou, “Una visión personal: José Luis Alonso” (págs. 297-302).
21. Carlos Rodríguez, “Adolfo Marsillach o la pasión teatral” (págs. 303-306).
Con motivo de su muerte, el día 21 de enero de 2002, le dedicó un número
monográfico la revista ADE Teatro 90 (abril-junio, 2002).

48
pendiente” (págs. 57-70) y José A. Sánchez, “Las fronteras de lo
escénico: arte y acción en la España pre-democrática” (págs. 71-
76).22 Un conjunto de estudios, muy actualizados bibliográficamente,
que bien vale la pena tener en cuenta.
Pero sin duda alguna la investigación más profunda, aparecida
recientemente, sobre esta etapa teatral (y sobre el espectáculo teatral
en su conjunto) -fruto de la tesis de doctorado (defendida en la Uni­
versidad Autónoma de Madrid, en 1997) y la participación en diver­
sos proyectos de investigación- es la de Óscar Cornago Bernal, que
ha dado lugar a dos libros fundamentales (además de diversos artícu­
los23). El primero, Discurso teórico y puesta en escena en los años
sesenta: la encrucijada de los “realismos”,2* tiene como finalidad
acercarse, de un lado, “desde una metodología estructural a la
historización de la escena, para exponer el proceso de consolidación
de los nuevos modelos de sistemas teatrales llamados a definir el
actual paisaje escénico, así como su repercusión en la generación de
los lenguajes teatrales contemporáneos”; y de otro, centrarse en el
análisis de las puestas en escena, a través de “diferentes opciones
dramatúrgicas”, a través de diversas “propuestas escénicas”, de quie­
nes destacaron en la renovación escénica: José Luis Alonso, Adolfo
Marsillach, Francisco Nieva, José Carlos Plaza, José Tamayo, Fabiá
Puigserver, Ricard Salvat, César Oliva, y tantos otros, que constitu­
yen “un amplio abanico de lenguajes estéticos, actitudes teatrales y
opciones ideológicas desplegadas en torno a una idea clave de ‘rea­
lismo’, entendido éste de muy diversas formas”. Y el segundo, La
vanguardia teatral en España (1965-1975). Del ritual al juego,25
que continúa en la misma dirección y amplía la labor anterior de
análisis. Con todo ello, cierro el pórtico de algunas novedades bi­
bliográficas.

22. Asimismo son de interés las secciones dedicadas a “La interpretación”


(VIII), “La plástica del espectáculo” (X), “El teatro musical” (XI), “La crítica y la
investigación” (XII), “Sociología, pedagogía y formación teatral” (XIII), para
terminar con una bibliografía de César de Vicente (XIV).
23. Como “Claves formales de la renovación escénica en España (1960-1975)”,
Revista de Literatura, 121 (1999), págs. 177-212.
24. Madrid, CSIC, 2000.
25. Madrid, Visor Libros, 1999.

49
¿ U n tea tro v iv o ?

Son varios los caminos que se pueden recorrer cuando remito al


sintagma teatro vivo. Entre otros, destacaré tres. El primero, referido
tanto a la dramaturgia, a cuya renovación de sus lenguajes (y de sus
temas ¿por qué no?) tanto contribuyeron los autores del nuevo tea­
tro, que por haberlo estudiado muy bien Oscar Cornago no me voy a
detener en ello.26
El segundo -cuyo estudio dejaré para otra ocasión-, se refiere
tanto a los ensayos teóricos metateatrales como a los escritos
autobiográficos (confesionales) de los componentes del mundo tea­
tral, que tan útiles son para reconstruir esta historia viva del teatro
que venimos postulando. Por lo que respecta a la primera ramifica­
ción, señalaré que frente a posturas teóricas anteriores (las de Buero
Vallejo,27 Alfonso Sastre28 o las del grupo realista, como las de José
María Rodríguez Méndez2930) los autores del nuevo teatro harán las
suyas propias, como es el caso, por ejemplo, de Jerónimo López
Mozo, en Teatro de barrio, teatro campesino,30 Alberto Miralles, en
Nuevo teatro español: una alternativa cultural [sic] social,31324los apun­
tes de José Ruibal, Teatro sobre teatro32 así como los posteriores de
Fermín Cabal y José Luis Alonso de Santos, Teatro español de los
80,33 Fermín Cabal, La situación del teatro en España,34 etc. Y por

26. Cf. además, entre otros trabajos, el de Maria M. Delgado (ed.), Spanish
Theatre 1920-1995. Strategies in Protest and Imagination, Contemporary Theatre
Review (1998) 7.2, 7.3 y 7.4.
27. Cf. Antonio Buero Vallejo y otros, Teatro español actual (Madrid,
Fundación Juan March / Cátedra, 1977).
28. Con una obra teórica abundante, reeditada en Hondarribia por la editorial
Hiru, Prolegómenos a un teatro del porvenir (1992), Crítica de la imaginación
(1993), Drama y sociedad (1994), La revolución y la crítica de la cultura (1995),
Anatomía del realismo (1998; Barcelona, Seix Barral, 1965, Ia. ed.), etc.
29. En obras como Comentarios impertinentes sobre el teatro español (Barcelona,
Pem'nsula, 1972) y La incultura teatral en España (Barcelona, Laia, 1974).
30. Madrid, Zero-Zyx, 1976.
31. Madrid, Villalar, 1977. Cf. además su estudio más genérico, Nuevos
rumbos del teatro (Barcelona, Salvat, 1974).
32. Madrid, Cátedra, 1971.
33. Madrid, Fundamentos, 1985.
34. Madrid, Asociación de Autores de Teatro, 1993.

50
lo que se refiere a la escritura autobiográfica, poseemos ya algunos
textos de gentes del teatro de gran interés como, por ejemplo, los de
Fernando Fernán-Gómez, El tiempo amarillo. Memorias ampliadas
(1921-1997),35 Alfredo Marsillach, Tan lejos, tan cerca. Mi vida,36
Albert Boadella, Memorias de un bufón,2,1 Francisco Nieva, Las co­
sas como fueron. Memorias,38 el diario -un tanto surrealista- de
Fernando Arrabal, La dudosa luz del día,29 las memorias -todo lo
sui géneris que se quiera- del polifacético Luis Escobar, En cuerpo y
alma. Memorias,40 la recopilación postuma de los papeles de uno de
los directores de escena más importante que ha tenido España en
estos últimos tiempos, el malogrado José Luis Alonso, Teatro de cada
día. Escritos de teatro de José Luis Alonso41 y algunos otros más (de
dramaturgos, actores y actrices, etc.),42 así como una bibliografía al
respecto.43 También son de interés, para la reconstrucción de este

35. Madrid, Debate, 1998. Cf. además de F. Fernán-Gómez, El actor y los


demás (Barcelona, Laia, 1987); Cristina Ros Berenguer, Fernando Fernán-Gómez,
autor (Alicante, Universidad, 1997; Tesis de doctorado en versión electrónica, 2
disquetes); D iego Galán, La buena memoria de Fernando Fernán-Gómez y
Eduardo Haro Tecglen (Madrid, Alfaguara, 1997), etc.
36. Barcelona, Tusquets, 1998.
37. Madrid, Espasa Calpe, 2001.
38. Madrid, Espasa Calpe, 2002. Volumen aparecido después de la realización
de este Congreso.
39. Madrid, Espasa Calpe, 1994.
40. Madrid, Temas de Hoy, 2000.
41. Madrid, ADE, 1991; edición de Juan Antonio Hormigón. Cf. especialmente
de José Luis Alonso, “Autobiografía: un trabajador del teatro” (págs. 117-131),
además de los artículos de Andrés Amorós, Angel F. Montesinos, María del
Carmen Calvo, Luis Escobar, Francisco Nieva, José María Pou, Andrés Peláez y
una entrevista a María Jesús Valdés. Vid. además Jesús Rubio, “José Luis Alonso.
Su presencia en los teatros españoles”, en Andrés Peláez (ed.), Historia de los
teatros nacionales: 1960-1985 (Madrid, Centro de Documentación Teatral, 1995,
págs. 1-89).
42. Como los testimonios de Antonio Gala, Ahora hablaré de mi (Barcelona;
Planeta, 2000), Jaime de Armiñán, La dulce España: memorias (Barcelona,
Tusquets, 2000), etc. N o puedo tampoco recoger en este trabajo las biografías de
gentes del teatro, que tanto interés tienen para el objetivo propuesto.
43. Cf. los repertorios de José Romera Castillo, “Panorama de la literatura
autobiográfica en España (1975-1991)”, en Suplementos Anthropos 29 (1991),
págs. 170-184 -lu eg o ampliado en “Hacia un repertorio bibliográfico (selecto) de la
escritura autobiográfica en España (1975-1992)”, en José Romera et alii (eds.),

51
teatro vivo las entrevistas con gentes del teatro, recogidas luego en
libro, como, por ejemplo, las de Armando C. Isasi Angulo, Diálogos
del teatro español de la posguerra,44 Miguel Ángel Medina Vicario,
El teatro español en el banquillo45 el volumen colectivo, Conversa­
ciones con el autor teatral de hoy,*
456 etc. Al tema dedicaremos el XII
Seminario Internacional del Centro de Investigación SELINET @T,47
que versará sobre Teatro y memoria en la segunda mitad del siglo
XX, bajo mi dirección, en la Universidad Nacional de Educación a

Escritura autobiográfica (Madrid, Visor Libros, 1993, págs. 423-505)-; “Senderos


de vida en la escritura española (1993)”, en Manuel Criado de Val (ed.), Actas del
II Congreso Internacional sobre Cominería Hispánica (Guadalajara, Aache
Ediciones, 1996, vol. II, págs. 461-478); “Senderos de vida en la literatura española
(1994)”, en Estanislao Ramón Trives y Herminia Provencio Garrigós (eds.),
Estudios de Lingüística Textual. Homenaje al Profesor Muñoz Cortés (Murcia,
Universidad / CAM, 1998, págs. 435-445). A sí como los estudios de Juan Antonio
Ríos Carratalá, Cómicos ante el espejo. Los actores españoles y la autobiografía
(Alicante, Universidad, 2001, 191 págs.), complemento de otro interesante libro
suyo, El teatro en el cine español (Alicante, Universidad, 2000, 2a. ed.), en el que
trata también sobre testimonios de actores.
44. Madrid, Ayuso, 1974. Con entrevistas a Max Aub, Rafael Alberti, Buero
Vallejo, Alfonso Sastre, Salvador Espríu, Alfonso Paso, Manuel de Pedrolo,
Femando Arrabal, José Martín Recuerda, José María Rodríguez Méndez, Lauro
Olmo, Luis Matilla, José Ruibal, Manuel Martínez Mediero, Jerónimo López
M ozo, Josep Maria Benet i Jornet, Diego Salvador, Miguel Romero Esteo, Grupo
Tábano, Nuria Espert, José Monleón, Ricard Salvat, George Wellwarth, Peter
Handke, Edward Bond y Peter Hacks.
45. Valencia, Fernando Torres Editor, 1976. Con cincuenta y dos entrevistas a
diversos profesionales de la escena, para establecer las líneas básicas (tanto éticas
como estéticas) del teatro español en los años finales del franquismo.
46. Madrid, Fundación Pro-RESAD, 1998. En el mencionado volumen, Andrés
Amorós conversa con José Luis Alonso de Santos, “Del manuscrito al escenario,
del escenario a la publicación” (págs. 17-45); Juan José Granda con Francisco
Nieva, “El teatro y la transgresión” (págs. 47-71); Luis Landero con Fermín Cabal,
“Fuentes y temas del autor” (págs. 73-106); José Monleón con Alfonso Sastre, “El
autor y el compromiso” (págs. 107-134) y Femando Doménech -con la
participación de Miguel M edina- con Lourdes Ortiz, “El diálogo en el teatro y en la
novela” (págs. 135-162).
47. Cf. José Romera Castillo, “El Instituto de Semiótica Literaria, Teatral y
Nuevas Tecnologías de la UNED”, Signa. Revista de la Asociación Española de
Semiótica, 8 (1999), págs. 151-177. La revista puede consultarse también en la
siguiente dirección: http://cervantesvirtual.com/hemeroteca/signa/.

52
Distancia (del 26 al 28 de junio de 2002) -cuyas Actas, como las
anteriores, serán publicadas por Visor Libros-, al que invito a parti­
cipar a los interesados en el tema.
El tercer aspecto, dentro del estudio del teatro vivo -sobre el que
intentaré aportar algo-, está muy vinculado a una de las líneas de
investigación que estamos llevando a cabo, también bajo mi direc­
ción, en el seno del mencionado Centro de Estudios. La investiga­
ción se centra en la reconstrucción de la vida escénica en España,
desde la segunda mitad del siglo XIX y siglo XX, así como la pre­
sencia del teatro español, puesto en escena, en diversos lugares de
América (México) e Italia,48 Nuestros esfuerzos, unidos a los lleva­
dos a cabo por otros grupos de investigación,49 están arrojando mu­
cha luz sobre la historia de nuestra escena (el teatro en vivo) que
tanta importancia ha tenido en la cultura española y que, muchas
veces, lleva un rumbo diferente de la historia de nuestro teatro (como
texto dramático literario).

El n u e v o te a tr o en escena

Antes de abordar este aspecto, creo que es necesario hacer algu­


nas precisiones. Ante todo, hay que tener en cuenta que los drama­
turgos del nuevo teatro escriben y escriben sin cesar. Generan y pu­
blican muchos textos dramáticos, reciben muchos premios, pero las
puestas en escena de sus obras -como suele ocurrir- se refugian en
los grupos (independientes o universitarios) y salas alternativas (como

48. Los resultados de las numerosas Tesis de Doctorado y Memorias de


Investigación, realizadas bajo mi dirección, pueden verse en la página web: http://
www.uned.es/centro-investigacion-SEUTEN@T.
49. Dejando a un lado la labor llevada por investigadores de forma individual o
Congresos dedicados al tema, mencionaré como grupos de investigación más
destacados en esta dirección, por ejemplo, el del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, bajo la dirección de María Francisca Vilches de Frutos
y Dru Dougherty; el de la Universidad de Alcalá, bajo la dirección de Ángel
Berenguer -lo s dos sobre el teatro representado en Madrid en el siglo X X -; el de la
Universidad de Alicante, centrado en la actividad escénica de la ciudad levantina en
la segunda mitad del siglo XX, bajo la dirección de Juan Antonio Ríos Carratalá
(sobre todo); el de la Universidad de Granada, bajo la batuta de Antonio Sánchez
Trigueros, etc.

53
diríamos hoy). Tal es el caso, por poner un ejemplo muy significati­
vo, de Jerónimo López Mozo, un autor premiadísimo -que no cesa
de escribir-, pero con una escasa presencia en los escenarios.50
Asimismo, para la etapa del teatro (en) vivo que aquí nos ocupa,
es preciso señalar que no abundan las reconstrucciones de carteleras
y, sobre todo, el estudio profundo que éstas requieren. Por ejemplo,
además de carteleras más o menos generales,51 poseemos algunas
calas en la vida escénica de Valencia,52 Alicante,53 Cataluña,54 etc.
Ni que decir tiene que ha sido la cartelera de Madrid la más estudia­
da. Por lo que respecta a las piezas teatrales de los autores del nuevo
teatro llevadas a la escena en la capital de España contamos con
bibliografía pertinente,55 Destacaré unos pocos trabajos para la épo-

50. Cf. el prólogo de José Romera Castillo a Jerónimo López Mozo, Combate de
ciegos. Yo, maldita india... (Dos obras de teatro) (Madrid, UNED, 2000, págs. 9-24).
51. Como los diversos anuarios teatrales, El espectador y la crítica. El teatro
en España en [año...], de Francisco Alvaro -que inician su andadura en 1959
(Valladolid, Server Cuesta)-, que son una fuente inagotable de informaciones y
críticas de estrenos teatrales para cada una de las temporadas (los volúmenes desde
1960 hasta 1972 fueron editados en Valladolid, Edición del Autor / Gráficas Ceres
y posteriormente, hasta 1977, se publicaron en Madrid, Prensa Española); las series
de Federico Carlos Sáinz de Robles, Teatro español [años] (publicadas en Madrid,
por la editorial Aguilar, desde 1954 para la temporada 1952-53), etc.
52. Como los trabajos de Ferrán Carbó, El teatre a Valencia entre 1963 i 1970
(Valencia, Universitat / Departamento de Filología Inglesa y Alemana, 1999);
Ramón X. Roselló (ed.), Aproximado al teatre valencia actual (1968-1998)
(Valencia, Universitat / Departamento de Filología Inglesa y Alemana, 2000), etc.
53. Como por ejemplo la tesis de doctorado de Eva García Ferrón, El teatro en
Alicante entre 1966 y 1993 (Alicante, Universidad, 1997, versión electrónica, 2
disquetes) y la Memoria de Licenciatura (inédita) de Jesús Moreno Ramos, La cartelera
teatral de Alicante (1970-1975) -defendida en la Universidad de Alicante, dirigidas por
Juan A. Ríos Carratalá- y el artículo, “Cinco años de vida teatral en la ciudad (Alicante,
1970-1975)”, Canelobre (Alicante, Diputación) 28 (1994), págs. 41-46.
54. Cf. los trabajos de Ramón Batlle i Gordo, Quinze anys de teatre caíala
(Barcelona, Instituí del Teatre, 1984); Xavier Fábregas, De l ’ojf Barcelona a
l'acció comarcal. Dos anys de teatre caíala, 1967-1968 (Barcelona, Institut del
Teatre, 1976); Teatre en viu: (1969-1972) (Barcelona, Instituí del Teatre, 1987);
Teatre en viu: (1973-1976) (Barcelona, Instituí del Teatre, 1990), etc.
55. Además de los diversos anuarios teatrales de Francisco Alvaro y Federico
Sáinz de Robles -y a m encionados- conviene tener en cuenta también trabajos
com o los de Crisógono García, Estrenos teatrales en el Madrid de las últimas
décadas (Madrid, Grupo Libro 88, 1993); María del Carmen Pérez Cabrera, Teatro

54
ca que nos ocupa: la tesis de doctorado (defendida en la Universidad
Complutense) de Paloma Cuesta Martínez, Comunicación dramáti­
ca y público: El teatro en España (1960-1969),*56 la Memoria de
Investigación de Juan Pedro Sánchez Sánchez, La escena madrileña
entre 1970 y 1974, dirigida por Angel Berenguer,57 el artículo de
María Francisca Vilches de Frutos, “La generación simbolista en el
teatro español contemporáneo”,58 en el que proporciona datos sobre
la presencia en los escenarios de obras del grupo desde los años fina­
les del franquismo hasta 1994, etc.59

Español de Madrid: un cuarto de siglo de cartelera (1950-1975) (París, Université


de París IV, 1984; Tesis de doctorado); Nathalie Cañizares Bundorf, Memoria de
un escenario. Teatro María Guerrero (Madrid, Centro de Documentación Teatral,
2000); Andrés Peláez (ed.), Historia de los Teatros Nacionales, 1960-1985
(Madrid, Centro de Documentación Teatral / Ministerio de Cultura, 1995, vol. 2);
César Oliva, “Cuarenta años de estrenos españoles”, en César Oliva (ed.), Teatro
español contemporáneo. Antología (México, Centro de Documentación Teatral /
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Gran Festival de la Ciudad de
M éxico, 1991, págs. 11-54); José María de Quinto, Crítica teatral de los sesenta
(Murcia, Universidad; con edición de Manuel Aznar Soler) -q u e recoge las críticas
teatrales aparecidas en ínsula (1965-1968)-; Juan Mollá, Teatro español e
hispanoamericano en Madrid (1962-1991) (Boulder, Colorado, Society o f Spanish
and Spanish-American Studies, 1993); Óscar Comago Bemal, “Historia del teatro
en España: la escena madrileña 1969-70”, Anales de la Literatura Española
Contemporánea 22.3 (1997), págs. 405-448-; Luciano García Lorenzo, “Cartelera
teatral”, en El año literario español 1974 (Madrid, Castalia, 1974, págs. 49-65), etc.
56. Madrid, Universidad Complutense, 1988. Cf. además de Paloma Cuesta
Martínez, “Hacia una historia recepcional del teatro español (Madrid, 1960-1969)”,
Siglo XX/20th Century 6 (1-2), (1988-89), págs. 65-79.
57. Publicada en el número monográfico de Teatro. Revista de Estudios
Teatrales 12 (1997), 390 págs. Labor que sería continuada por Manuel Pérez
Jiménez en La escena madrileña en la transición política (1975-1982), Teatro.
Revista de Estudios Teatrales 3-4 (1993), 509 págs. -número m onográfico- y El
teatro de la transición política (1975-1982). Recepción, crítica y edición (Kassel,
Reichenberger, 1998).
58. En Martha T. Halsey y Phillis Zatlin (eds.), Entre Actos: Diálogos sobre
teatro español entre siglos (University Park, Pennsylvania, Estreno, 1999, págs.
127-136).
59. Como el trabajo de Óscar Comago, “Historia de la puesta en escena en
Madrid: temporada 1969-1979”, Anales de la Literatura Española Contemporánea
22.3 (1997), págs. 405-448.

55
La investigación de Juan Pedro Sánchez consiste en reconstruir
la cartelera madrileña (desde 1970 a 1974) y proporcionar, funda­
mentalmente, una serie de fichas,60 Pues bien, mi labor va a consis­
tir, basándome en los datos proporcionados por el citado investiga­
dor, en examinar la presencia viva de nuestros autores en las tablas
de la capital de España, durante los cinco años señalados, con más
de tres obras estrenadas.61
En primer lugar, hay que señalar que los dos autores más destaca­
dos fueron Alfonso Paso y Juan José Alonso Millán, con veinte y quin­
ce obras (respectivamente) puestas en escena. No podía ser (pero no
debía) de otra manera: su teatro evasivo y adicto al régimen, así lo
pone de manifiesto,62 Les siguen dos clásicos: Cervantes (con nueve
obras) y Lope de Rueda (con ocho) -al igual que Enrique Bariego
(¿quién se acuerda de él?), también con ocho-; Valle-Inclán (con seis)
y Federico García Lorca (con tres); Antonio Buero Vallejo (con cin­
co); Calvo Sotelo, Antonio Gala y Ana Diosdado (con cuatro), etc.
¿Dónde están los autores del nuevo teatro? De Antonio Martínez
Ballesteros se ponen en escena cinco piezas: Los opositores (en el
teatro Marquina) y Retablo en tiempo presente (en el teatro Cómi­
co), en los Ciclos de Teatro Nacional de Cámara y Ensayo (28-6-70
y 22-3-71, respectivamente, siempre con una representación); Los
esclavos (en el teatro-Club Pueblo, el 28-4-71, con una representa­
ción por el grupo Pigmalión; y en el Pequeño Teatro Magallanes, el
9-7-71, por el TEI, con otra representación); El hombre vegetal (en
el Teatro-Club Pueblo, el 28-4-71, con una representación, por el

60. Las fichas están organizadas del modo siguiente: texto (autor, país,
adaptación, traducción y género); montaje: lugar y tiempo (lugar, fecha de inicio y
final de la representación, carácter de la primera representación, representaciones
semanales y semanas en cartel); montaje: responsabilidades (dirección, producción,
escenografía, decorados, vestuario, figurines, coreografía, ballet, iluminación,
música, realización, procedencia de la compañía e intérpretes) y observaciones (si
las hubiere).
61. Para ello -por razones de espacio-, tengo en cuenta la Tabla III (págs. 332-
333) de la citada investigación, con todo lo señalado en ella. Aunque, como es
obvio, convendría ampliar el estudio a los autores que estrenaron una o dos obras
en este periodo.
62. Por ejemplo, de José María Pemán se ponen en escena tres obras.

56
grupo Pigmalión); hasta llegar a la farsa, La muy leal esclavitud,
versión de su obra Los esclavos (estrenada en el Pequeño Teatro
Magallanes, el 7-7-71, permaneciendo en cartel 15 semanas).
De José María Bellido, se escenifican cuatro piezas: dos en cir­
cuitos ocasionales: El vendedor de problemas (en el teatro Marquina,
en el ciclo de Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, el 28-6-70, por
el grupo Pigmalión, con una representación) y Tren af... (en el Salón
de Telefónica, el 4-6-72, con una representación); y otras dos en cir­
cuitos comerciales: la comedia Milagro en Londres (en el teatro Goya,
el 23-6-72, con 42 semanas en cartel, bajo la dirección de Luis
B alaguer; que posteriormente se repondría en el teatro Arlequín, desde
el 7-6-73 hasta el día 29 del citado mes) y la comedia dramática
Letras negras en los Andes (en el teatro Arlequín, el 1-3-73, bajo la
dirección de Luis Balaguer, con 4 semanas en cartel).6364
Se ponen en la escena tres obras de José Ruibal y Manuel Martínez
Mediero (a los que me referiré después); Juan Antonio Castro, con
Ejercicios en la noche (en el Ciclo de Teatro Nacional de Cámara y
Ensayo, en el teatro M aría Guerrero, desde el 22 al 30-6-71),
Quijotella (en el Café-Teatro Ales, el 6-12-71, con 3 semanas en
cartel) y la de mayor éxito, Tiempo de 98,64 puesta en escena en el
teatro de la Comedia, el 20-5-71, bajo la dirección de José Manuel
Garrido, que permaneció en cartelera 17 semanas); Luis Matilla, con
El adiós del mariscal y El piano (en el Colegio Mayor Calasanz, el
29-4-70, en la misma sesión, con una representación) y Post mortem
(en el teatro Español, al haber ganado el Premio Tirso de Molina,
bajo el seudónimo de Eduardo Puerta, el 11-5-70, bajo la dirección
de Aitor de Goiricelaya, con una representación).
Es cierto que otros nuevos autores también estuvieron en la esce­
na madrileña, pero con menos de tres obras durante los años indica­
dos. Citaré un caso: el de Miguel Romero Esteo, del que se represen­
taron dos obras: Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y

63. Sobresalen dos casos de mujeres que escriben teatro: Pilar de Molina y
Concha Llorca, de las que se representan cuatro obras, de cada una de ellas, en
cafés-teatros.
64. La obra se estrenó en el teatro Rosalía de Castro de La Corufia, el 3 de
octubre de 1969.

57
la mucha consolación (estrenada por el grupo Ditirambo Teatro-
Studio, en el Teatro Goya, el 5-2-73, con 8 días en cartel) y Pasodo-
ble (en el teatro Alfil, por Ditirambo, el 26-10-76 y el 14-11-74, con
3 representaciones en total). Y también es cierto que de algunos au­
tores, como es el significativo caso de Jerónimo López Mozo, no
aparece referencia a alguna puesta en escena.
Tras lo anteriormente expuesto, conviene, sin más dilación, ha­
cemos una pregunta: ¿qué presencia tienen, en estos cinco años, los
autores más vanguardistas65 (Arrabal, con su teatro pánico-, Nieva,
con su teatro furioso y Martínez Medierò, con su teatro antropágicol).
De Arrabal,66 nada (condiciones geográficas y políticas así lo deter­
minaban); de Nieva,67 nada (que por entonces estaba dedicado a otras

65. Si esto sucedía con los autores españoles ¿qué estaba pasando con los
dramaturgos extranjeros, sin tener en cuenta los hispanoamericanos? Bertolt Brecht
figura en primer lugar con seis obras en el período (tres en teatros comerciales y
tres en circuitos minoritorios) -c f. Alberto Fernández Torres (ed.), Brecht en
España (Sevilla, Diputación Provincial, 1999)-; le siguen Chejov, Ionesco y
Molière (con cinco); Pinter, Roussen y Shakespeare (con cuatro); Coward, Dorin,
Dürrenmatt y Strinberg (con tres); Albee, BUchner, A. Cristie, Frisch, Goldoni,
Hanke, Ibsen, Miller, Pirandello (con dos). ¿Dónde estaban otros autores que
dejarían huellas en nuestra escena? ¿Por ejemplo, Antonin Artaud? Pues relegado a
la escenificación del Grupo de Teatro Experimental de Barcelona (T.U.C.) que
escenificó Los Cenci, en el teatro Marquina, en el ciclo de Teatro Nacional de
Cámara y Ensayo, el 19-4-70, con una sola representación. Y punto...
66. Cf. su diario (un tanto surrealista), La dudosa luz del día (Madrid, Espasa
Calpe, 1994).
67. Cf. además de Francisco Nieva, “Autobiografía”, en José Monleón (ed.),
Cuatro autores críticos: José María Rodríguez Méndez, José Martín Recuerda,
Francisco Nieva y Jesús Campos (Granada, Universidad / Gabinete de Teatro,
1976, págs, 99-102); “Autobibliografía”, Primer Acto 153 (1973), págs. 18-21; el
diálogo de Juan José Granda con Francisco Nieva, “El teatro y la transgresión”, en
el volumen colectivo, Conversaciones con el autor teatral de hoy (Madrid,
Fundación Pro-RESAD, 1998, págs. 47-71); además de Las cosas como fueron.
Memorias (Madrid, Espasa, 2002). C f además J. Francisco Peña Martín, El teatro
de Francisco Nieva (Alcalá de Henares, Universidad, 2001, 2 vols.); Francisco
Nieva: exposición antològica. Teatro Albéniz (marzo-mayo 1990) (Madrid,
Comunidad Autónoma, 1990); el número monográfico coordinado por Jesús María
Barrajón, Francisco Nieva en la vanguardia del teatro español, Insula 566 (1994);
Andrés Peláez y Fernanda Andura Varela (eds.), 50 años de figurinismo teatral en
España: Cortezo, Mampaso, Narros, Nieva (Madrid, Comunidad de Madrid /
Consejería de Cultura, 1988), etc.

58
labores como las de escenógrafo y figurinista). Manuel Martínez
Mediero es el único de los tres del que se montan algunas de sus
obras y que podemos utilizar como prototipo de lo que le sucedía a
nuestros autores.
De Martínez Mediero se escenifican tres piezas: La primera, la
farsa grotesca El último gallinero, obra premiada en el Festival de Sitges
(1969), que se pone en escena, dentro del Ciclo de Teatro Nacional de
Cámara y Ensayo, en el teatro Marquina, una sola vez en la noche del
24 de mayo de 1970, por el grupo bilbaíno “Akelarre”. La segunda,
una pieza breve, de un acto, El convidado (escrita en 1968, dentro del
teatro de la crueldad, que continuaría en Las planchadoras, de 1971,
una de sus mejores obras que no llegó a estrenarse en la época), puesta
en escena el 28 de abril de 1971, con una sola representación, por el
Grupo Chrysler España, bajo la dirección de Emilio Ruiz Quintana.
¿Pero dónde se representó? en el Teatro-Club Pueblo, un lugar habili­
tado para la práctica teatral de grupos minoritarios (no aficionados),
en cuyo seno se llegaron a representar en total treinta y cinco obras. La
única obra que llega a los escenarios comerciales, con gran éxito de
crítica y de público, es la tragedia vodevilesca El bebé furioso, estre­
nada en el Teatro Alfil, bajo la dirección de Ángel García Moreno, que
estuvo en cartel desde el 8 de agosto hasta el 20 de octubre de 1974
(con reposición posterior en el mismo teatro desde el 15 de noviembre
de 1974 hasta el 12 de enero de 1975).
Muchos de los autores del nuevo teatro, para poner en escena sus
piezas teatrales, además de estos tres circuitos anteriormente men­
cionados, tuvieron que recurrir a los festivales (el de Sitges, funda­
mentalmente) -sobre lo que no me puedo detener- o a los cafés-
teatros. Así, por ejemplo, de José Ruibal se pondrían en escena algu­
nas de sus piezas cortas: El rabo y La secretaria, en los Cafés-Tea­
tros Lady Pepa (2-5-1969) y Folies (11-4-1971), etc.
Hasta aquí un pequeño muestrario de lo que sucedía en este teatro vivo
en estos cinco años: presencia escasa (una representación en general) en
ámbitos oficiales (Ciclo de Teatro Nacional de Cámara y Ensayo),68 re­

68. Cf. Francisca Bemal y César Oliva, El teatro público en España (1939-
1978) (Madrid, J. García Verdugo, 1996).

59
presentaciones en lugares universitarios o “alternativos” de los gru­
pos independientes, lugares habilitados para tal fin, festivales, cafés-
teatros y, por fin, teatros comerciales, para algunos autores, en los
que alcanzarían algún éxito en los años cercanos a la muerte del
dictador, no exento de algún que otro altercado y prohibición.
Prohibición surgida de la negra y larga mano de la censura. De
ello sabían mucho los grupos teatrales, los del teatro independiente o
el universitario, que, aunque redujesen sus actuaciones a un público
minoritario, en locales habilitados para tales eventos, sin embargo la
sufrieron en sus carnes. Hay un caso significativo, entre otros, cual
fue el del espectáculo Castañuela 70, una parodia de una revista
musical, creada por el grupo teatral Tábano69 y el musical Las Ma­
dres del Cordero. La obra se escenificó en el Ciclo de Teatro Nacio­
nal de Cámara y Ensayo, en el teatro Marquina, el 21 de junio de
1970, haciéndose una función extraordinaria -junto con La sesión
de Pablo Población- por haber sido la pieza de mayor éxito en el
citado Ciclo, el 5 de julio. En vista del triunfo (más de público que
de crítica), la obra se repondría en el teatro de la Comedia, el día 28
de agosto del citado año (con calor incluido), estando en cartel hasta
el 26 de septiembre, siendo prohibida por la censura, tras cien repre­
sentaciones, debido a una serie de incidentes protagonizados por gru­
pos políticos que arremetieron contra los actores.
Al tratar de uno de estos grupos, es preciso añadir que muchos de
los autores del nuevo teatro que trabajaron colectivamente, abando­
narían los grupos para iniciar o seguir una trayectoria de creación
teatral individual. Pondré un ejemplo, entre los muchos que se po­
drían aducir, el del leonés Fermín Cabal, quien en un retazo de su
autobiografía dialogada,70 al referirse a la génesis de su obra Tú es­
tás loco, Briones (estrenada en 1978), contaba lo siguiente:

69. Cf. Equipo Pipirijaina, Tábano, un zumbido que no cesa (Madrid, Ayuso,
1975).
70. En el diálogo de Luis Landero con Fermín Cabal, “Fuentes y temas del
autor”, en el volumen colectivo, Conversaciones con el autor teatral de hoy
(Madrid, Fundación Pro-RESAD, 1998, págs. 73-106).

60
“Yo escribí la obra porque había trabajado durante varios años
en la compañía del grupo Tábano y, de pronto, estaba un poco has­
ta las narices del grupo, de los compañeros del grupo, de las actua­
ciones del grupo, de la mecánica... y necesitaba cambiar. Entonces
dije: ‘Pues voy a dejar el grupo Tábano’”.

En la calle, y sin dinero, tuvo que ganarse la vida en otros menes­


teres. Entonces pensó:

“Estoy haciendo encuestas para el Banco de Bilbao, qué cosa


más absurda, voy a escribir una obra y me la voy a escribir para
mí, porque si yo voy en un seiscientos que tengo de segunda mano
y puedo meter toda la escenografía en el seiscientos, me puedo re­
correr el circuito de Tábano [...] Con mi seiscientos me voy, ense­
ño la obra, la escribo para mí, la interpreto yo, me la dirijo, no ten­
go ningún problema de discusiones estéticas, que si Brecht, que si
Artaud, que si no sé qué no sé cuantos, no, yo voy a escribir la
obra como a mí me dé la gana”.

Y así, teniendo como referencia el Diario de un loco de Gogol,


tras la experiencia del teatro de grupo, surgió la obra individual, el
texto de Tú estás loco, Briones.

Final

Pese a lo discutible que pueda ser el fragmento temporal tenido


en cuenta, los datos analizados nos proporcionan una radiografía de
la realidad de la escena madrileña que puede servir como elemento
emblemático de lo que estaba sucediendo por entonces en España:
mientras se renovaba el teatro en la factura de textos dramáticos por
los nuevos autores, dicha renovación, en general, se mantenía aleja-71

71. A este respecto, convendría tener en cuenta también la formación de los


actores, sobre la que es preciso constatar, que en España, a inicios de la segunda
mitad del siglo, dentro del teatro amateur y al margen de los circuitos oficiales y
comerciales, “nacen dos iniciativas que resultaron con el paso del tiempo de gran
importancia para la trayectoria futura de la actuación en España”. De un lado, “en
Barcelona, de la mano de Ricard Salvat -recién llegado de Alemania- y de María
Aurelia Capmany, abre sus puertas la Escuela de Arte Dramático Adriá Gual, una

61
da de los escenarios,71 Habría que esperar unos años, tras la muerte
de Franco, para que algunos espectáculos de los nuevos autores adqui­
riesen notoriedad manifiesta. Y si esto pasaba en Madrid, intuimos
que la situación fuera de la capital de España -exceptuando quizás
Barcelona y alguna que otra población universitaria- era todavía peor.
Habría que esperar a la transición política para que el nuevo teatro
tuviese una presencia mucho más viva.72 Pero ésta es ya otra historia...

escuela de formación de actores que basaba su método en los sistemas alemanes


inspirados en las técnicas de Brecht”; y de otro - y paralelamente-, “en Madrid da
sus primeros pasos el T.E.M. (Teatro Estudio de Madrid), donde William Layton,
profesor y director americano, discípulo de Sanford Meisner, enseña una de las
múltiples variantes del Método de Strasberg. Es decir, se produce el primer
acercamiento del actor español a Stanislavski, aunque fuera a través de un prisma
norteamericano”, com o constata Juan Manuel Joya, en “Cincuenta años de
interpretación en España", ADE. Teatro 84 (2001), págs. 88-107. Cf. además Juan
A. Ríos Carratalá, Cómicos ante el espejo (Alicante, Universidad, 2001).
72. Según María Francisca Vilches de Frutos (“La generación simbolista en el
teatro español contemporáneo”, en Martha T. Halsey y Phillis Zatlin, eds., Entre
Actos: Diálogos sobre teatro español entre siglos, University Park, Pennsylvania,
Estreno, 1999, págs. 127-136), fue entre 1976 y 1986 “cuando hubo una importante
presencia en los principales escenarios”, com o lo avala “el elevado número de
estrenos de algunos de ellos”: los siete títulos de Nieva -La carroza de plomo
candente [1976], El combate de Ópalos y Tasia [1976], Sombra y quimera de Larra
[1976], Delirio del amor hostil [1978], La señora Tártara [1980], El rayo colgado
[1980] y Coronada y el toro [1982]-; cuatro de Riaza -Retrato de dama con perrito
[1976], El palacio de los monos [1979], Medea es un buen chico [1984] y Retrato
de niño muerto (Novela de amor) [1984]-; tres de Romero Esteo -E l vodevil de la
pálida, pálida, pálida, pálida rosa [1978], Antigua y noble historia de Prometeo el
Héroe con Pandora la Pálida [1986] y Fiestas gordas del vino y el tocino [1986]-.
Destaca, a continuación, los autores y obras que descollaron en aquellos años:
Martínez Mediero, Alberto Miralles y López Mozo (con cinco piezas cada uno de
ellos), García Pintado (con cuatro), Luis Matilla (con una), etc. Señala, además, que
entre 1986-1990 “la presencia de esta generación fue disminuyendo
paulatinamente”, siendo a partir de 1991 cuando “los teatros del sector público
comenzaron a presentar algunos textos de estos autores”: Nieva y Gómez Arcos
(con tres obras cada uno de ellos), así como Martínez Mediero, Martín Elizondo y
Alberto Miralles (con una).

62
TEATRO Y ANTITEATRO: LA ARDUA CUESTIÓN
DEL PÚBLICO

Felipe B. Pedraza Jiménez


Universidad de Castilla-La Mancha

La comunicación dramática: el ejemplo del príncipe de los poetas


cómicos

Recordemos una muy conocida y significativa anécdota que re­


coge Ricardo de Turia en su Apologético de las comedias españolas
(1614):

el príncipe de los poetas cómicos de nuestros tiempos, y aun


de los pasados, el famoso y nunca bien celebrado Lope de Vega,
suele, oyendo así comedias suyas como ajenas, advertir los pasos
que hacen maravilla y granjean aplauso, y aquellos, aunque sean
impropios, imita en todo, buscándose ocasiones en nuevas come­
dias, que como de fuente perenne nacen incesablemente de su
fértilísimo ingenio, y así con justa razón adquiere el favor que toda
Europa y América le debe y paga gloriosamente.

Desde la antigüedad es bien sabido que la comunicación no se


produce si no existe un receptor. Ese polo del acto comunicativo es
especialmente relevante en la relación desinteresada que aspira a es-1

1. Federico Sánchez Escribano y Alberto Porqueras Mayo, Preceptiva


dramática española del Renacimiento y el Barroco, “Biblioteca románica
hispánica”, IV, 3, Gredos, Madrid, 1972, 2a ed., pág. 179.
tablecer la obra de arte. A diferencia de los mensajes ordinarios, en
que existe un interés práctico ajeno al propio mensaje, la codifica­
ción artística ha de atraer por sí misma al receptor y, si no lo logra, el
acto comunicativo no se consuma y de hecho no existe. Nuestro
Marcial (libro 3, epigrama 9) lo dijo en un rotundo y agudo dístico
dirigido contra el poetastro Cinna:

Versículos in me narratur scribere Cinna.


Non escribit, cuius carmina nemo legit.

Que podemos traducir en una coplilla, como se hacía con fre­


cuencia en otros siglos

Hoy me han contado que Cinna


escribe contra mí versos.
No escribe si nadie lee
los poemas que ha compuesto.

Estos versos los aplicó Quevedo a Góngora con manifiesta im­


propiedad. Don Luis siempre tuvo un público entusiasta y, en mu­
chos sentidos, amplio:

Dices que don Luis me ha escrito


un soneto, y digo yo
que, si don Luis lo escribió,
será un soneto maldito.
A las obras me remito:
luego el poema se vea;
mas nadie que escriba crea,
mientras más no se cultive,
porque no escribe el que escribe
2
versos que no hay quien los lea.

A la poesía lírica podemos suponerle una existencia potencial sin


el público. Como las esporas de los hongos, puede esperar siglos2

2. Obra poética, ed. de José Manuel Blecua, Castalia, Madrid, 1969-1981,


tomo IV, pág. 451.

64
hasta que llegue el lector que la haga germinar. Como el arpa de Bécquer,
puede encerrar las notas músicales hasta que ‘‘llegue la mano de nieve que
sepa arrancarlas”. Pero el teatro no. El teatro es un arte que exige la estricta
coincidencia cronológica y espacial de su producción y recepción. García
Barrientes lo expresó con un conceptuoso juego paranomásico:

El espectáculo no solo se consume, sino que también se consu­


ma en el trascurso de su realización. Producción y consumo no son
3
estrictamente procesos simultáneos; son el mismo proceso.

Es cierta la afirmación de Stepun: “Jamás se ha dado un teatro


sin público [...]. Un actor al que nadie mira no es un actor”3 4 5.
Por eso tiene algo de absurdo el crear teatro para un público inexis­
tente. Eso es lo que en buena medida hicieron muchos dramaturgos
del nuevo teatro español. Así lo declaraba Luis Maúlla en 1973:

...¿qué sentido tiene esto?, ¿qué sentido tiene escribir teatro


para una sociedad conformista que lentamente ha ido perdiendo su
sentido crítico positivo y que en ningún momento va a necesitar de
autores que vengan a poner en cuestión unas verdades tras las cua­
les se atrincheran con una desesperación tal, que consigue poner
en evidencia la endeblez de sus postulados? Es totalmente necesa­
rio ir en busca del público del futuro allí donde este se encuentre.

La historia del teatro -si, en efecto, la historia es maestra de la


vida- debería enseñarnos que las creaciones más perennes del dra­
ma y de la escena nacieron para ser consumidas en caliente. ¿Escri­
bían Sófocles o Aristófanes para el público de un hipotético futuro?
Evidentemente, no. Escribían para los atenienses (y no para los
lacedemonios) de su tiempo. ¿Escribía Shakespeare para los directo­
res de la calle 42? No. ¿Escribían Lope y Calderón para unos espec­
tadores distintos a los que encontraban en los corrales de comedias?

3. José Luis García Barrientes, Drama y tiempo. Dramatología, I, CSIC,


Madrid, 1991, pág. 50.
4. F. Stepun, El teatro y el cine, Taurus, Madrid, 1960, pág. 55.
5. Luis Matilla, “Algunas desordenadas notas”, Primer acto, núms. 123-124
(agosto-setiembre de 1970), pág. 74.

65
Francisco Ruiz Ramón reflexionó unos años más tarde sobre las
contradicciones y puntos débiles del razonamiento de Matilla y su­
brayó los riesgos, la imposibilidad quizá de un teatro sin público:

En el presente radical en que el autor dramático escribe,


¿cómo escribir para un público del futuro, para un público que no
existe hoy sino como pura posibilidad y aun pura posibilidad im­
previsible? ¿Es seguro que, de existir en el futuro, acepte un teatro
escrito hoy para mañana? La aporta [de la tesis de Matilla], sin
embargo, tiene profundo sentido: la eficacia del teatro solo puede
venir de la negación dialéctica del “público de teatro”. A su muer­
te como “público de teatro” encaminan sus esfuerzos buena parte
de los dramaturgos de este grupo. [...] Ahora bien, cuando llegue
ese momento, si llega, ¿existirá todavía el teatro o se habrá consu­
mado su destrucción desde dentro?

En otras épocas esa pretensión de escribir teatro al margen del


público era insólita. En el Arte nuevo de hacer comedias se puede
observar cómo Lope, poeta que habla ante una academia literaria
sobre el arte de escribir, no de representar, tiene siempre en cuenta al
más importante de los elementos del espectáculo: el público. Véase
la cadena, no exhaustiva, de afirmaciones sobre este punto (las cursi­
vas son mías):

.. .describa los amantes con afectos


que muevan con estremo a quien escucha.
Los soliloquios pinte de manera
que se trasforme todo el recitante
y, con mudarse a sí, mude al oyente, [vv. 272-276]

Remátense las scenas con sentencia,


con donaire, con versos elegantes,
de suerte que al entrarse el que recita
no deje con disgusto al auditorio, [vv. 294-297]6

6. “Prolegómenos a un estudio del nuevo teatro español”, Primer acto, núm.


173 (octubre de 1974), pág. 8.

66
El engañar con la verdad es cosa
que ha parecido bien. [vv. 319-320]

.. .siempre el hablar equívoco ha tenido,


y aquella incertidumbre anfibológica,
gran lugar en el vulgo... [vv. 323-325]

Los casos de la honra son mejores


porque mueven con fuerza a toda gente, [vv. 327-328]

.. .que doce [pliegos] están medidos con el tiempo


y la paciencia del que está escuchando... [vv. 339-340]

Un teatro contra el público

Con los matices que indudablemente existen, el nuevo teatro, y


de manera particularísima el antiteatro independiente, se empecinó
en el desprecio suicida al público. Ni se preocupó de “moverlo con
fuerza” ni atendió a los límites razonables de “la paciencia del que
está escuchando”.
Admira la contum acia con la que algunos dramaturgos y
escenificadores fueron abiertamente contra el público. Luis Riaza co­
mentaba en septiembre de 1974 la desoladora situación del festival de
Sitges, en el que se estrenaban una obra suya y otra de Romero Esteo:

...la [crítica] de Barcelona, de una forma sistemática, a excep­


ción de Manegat, ha dicho de mi teatro que no entiende ni una sola
palabra. [...] En Sitges se estrenó también Paraphernalia, de Ro­
mero Esteo. Se esperaba la obra con una gran expectación. Bueno,
pues en el entreacto ya noté una repulsa casi general a través de
los comentarios del ambigú. En el segundo acto el teatro quedó
casi vacío; se podían contar con los dedos de las manos los espec­
tadores que estábamos: los cinco gatos de siempre. ¿Por qué?...

Cabría esperar, después de este intento de comunicación fallida,


una consideración autocrítica de su concepción dramática. Sin em­
bargo, la conclusión no va por ese camino:

67
7
Lo que hoy falta en España [...] es un público.

Una y otra vez se repite en las revistas teatrales de la época la


quimérica idea de “fabricar un público al servicio de un teatro hecho
de antemano sin contar con él por una minoría selecta”,78910Los
patrocinadores de esta operación son, como señala Serafín Adame,

los paladines de una dramaturgia oscura, antiteatral, capaz úni­


camente para deleite de minorías seleccionadas entre selectos por
autodeterminación. Con la sorprendente paradoja de que, al patro­
cinar tales productos, lo hagan bajo la pancarta de “Hay que acer­
car las masas al arte teatral”.

Fue una época en que el público estaba abandonando el teatro,


motu proprio, porque las costumbres habían cambiado y porque otros
espectáculos (cine, televisión) competían ventajosamente con la esce­
na. Parecía que la crítica joven y los dramaturgos y directores tenían
una prisa grande por consumar la expulsión de los pocos espectadores
que seguían asistiendo a las representaciones. Cargado de razón, Ri­
cardo Doménech describía con hostilidad al público teatral:

minoritario, reducidísimo, integrado por unos matrimonios bur­


gueses que van allí como podrían ir a merendar a una cafetería [...].
Van al teatro -ellos son los primeros en decirlo- a “distraerse”.

Desde que leí esta frase, me estoy preguntando por qué el públi­
co no puede acudir a “distraerse” al teatro. El mismo Aristóteles
-q u e algo ha aportado a la crítica teatral- señalaba como fin del arte
dramático “dar contento y gusto al pueblo”, o dicho con palabras

7. Ángel García Pintado, “El Dante Riaza: entre el más allá y el más acá”
[entrevista], Primer acto, núm. 172 (setiembre de 1974), pág. 10.
8. Sol Nogueras, “John Littlewood y el teatro popular”, Primer acto, núms.
123-124 (agosto-setiembre de 1970), pág. V.
9. Serafín Adame, “Inventar el público”, Primer acto, núm. 121 (junio de
1970), pág. I.
10. En Documentos sobre el teatro español contemporáneo, ed. de Luciano
García Lorenzo, SGEL, Madrid, 1981, pág. 42

68
literales de la Poética-, “es connatural al hombre [...] el regocijarse o
complacerse en las imitaciones”,11 Lo que hacían o pretendían hacer
esos pobres espectadores aristotélicos, que con tanta inquina descri­
be Doménech, era precisamente eso: “regocijarse o complacerse en
las imitaciones”. Si esto era considerado un grave delito contra el
arte y la cultura, ¿a qué habían de acudir al teatro?
Conste que soy de los que se suman a la paradójica opinión que
expresaba hace unos días Fermín Cabal: “El teatro de entretenimien­
to no me interesa, básicamente porque me parece muy aburrido”.11213
En efecto, piensen ustedes en los espantosos, perversos teatrillos con
que José Luis Moreno atormenta a los espectadores de la 1 los sába­
dos por la noche, o en esa representación deleznable con que una
compañía de comicastros acaba de destrozar Usted tiene ojos de mujer
fatal de Jardiel Poncela, con la pretensión de convertirla en “teatro
de entretenimiento”.
Enseguida añade Fermín Cabal un detalle trascendental desde mi
perspectiva: “Como yo hago teatro para divertirme, y como casi siempre
lo consigo, sospecho (y espero) que algo de esa energía se comunique a
los espectadores”. Fermín Cabal se formó en aquellos años setenta, pero
no olvidó nunca la necesidad imperiosa de comunicarse con el público.
Sin embargo, aquel era un tiempo en el que críticos y dramaturgos
-determinados críticos y determinados dramaturgos- echaban sobre
las espaldas del espectador extrañas responsabilidades. Así, José
Monleón, en una interminable frase muy de la época, abogaba por

un teatro que imponga sobre el público una actitud fundamen­


talmente activa que implique una elaboración personal del espec­
tador, sin que la propuesta sea inútil, porque esto en definitiva su­
pone la realidad compleja y disfrazada que la propia vida ofrece y,
al mismo tiempo, de un determinado sistema cultural que circula
por los consabidos y lineales moldes con los que nos apedreamos
unos a otros cuando nos comunicamos.

11. Poética, trad. de F. P. Samaranch, Aguilar, Madrid, 1972, cap. 4, pág. 66.
12. “Cara a cara con los dramaturgos que mañana estrenan sus últimas obras:
Fermín Cabal, Ramírez de Haro”, El cultural. El mundo (7-11-2001), pág. 40.
13. “Ditirambo, entre la profanación del rito y la degradación de la tragedia”,
Primer acto, núm. 157 (junio de 1973), pág. 7.

69
El espectador tenía que ir al teatro a que dramaturgos, directores
y actores le impusieran, contra su voluntad, una “actitud fundamen­
talmente activa” y se convertía en culpable de no complacerse en los
espectáculos que una parte del teatro independiente le ofrecía.

Los malos ejemplos: Valle-Inclán

Los intentos fallidos de comunicación con el público se mitifican


y se convierten en paradigma de la creación artística. Es el momento
en que Valle-Inclán adquiere un prestigio nuevo. Todavía en el libro
de Díaz-Plaja Modernismo frente a 98,14 don Ramón es el cincela­
dor de la palabra, el creador para un público exquisito, selecto y
entusiasta. Poco a poco, deja de ser el prosista del Modernismo y se
recuperan las ideas que Salinas esbozó en “Significación del esper­
pento o Valle-Inclán, hijo pródigo del 98”.15 De esteta evasivo y re­
accionario pasó a ser contestatario en conflicto con el público bur­
gués, sobre todo en su dimensión teatral.
Jean-Paul Borel había planteado agudamente la cuestión:

¿A qué público va dirigida la obra que estudiamos [los dramas


de Valle-Inclán]? Es una pregunta que hay que hacerse si quere­
mos comprender este extraordinario “teatro”. Ya hemos hablado
de la importancia del factor burgués en el teatro español contem­
poráneo. [...] En él [Valle] hay el mismo odio al burgués que en
Rimbaud, y este odio es una desventaja terrible para un autor dra­
mático de principios del siglo XX. Valle-Inclán no quiere escribir
para el público burgués. Ni sus poemas ni sus novelas van dirigi­
das a él; pero esto no es tan grave como en la obra dramática. Una
novela impresa, un poema que casi nadie lee, siguen siendo una
novela o un poema. El teatro de Valle-Inclán estaba destinado,
desde su creación, a no ser representado, o a casi no serlo. Desde
las primeras obras se ve que el autor es completamente consciente
de este fenómeno: no sólo no hace concesión alguna al único pú-

14. Modernismo frente a 98. Una introducción a la literatura española del


sigloXX, Espasa-Calpe, Madrid, 1951; 2a ed., 1966.
15. Reimpreso en Literatura española. Siglo XX, Alianza Editorial, Madrid,
1970, págs. 86-114.

70
blico capaz de llenar una sala de espectáculos, sino que ni siquiera
intenta hacer sus obras técnicamente representables.

Cabe matizar un punto de lo dicho por Borel. La cuestión no


radica sólo en que una novela o un poema sin público sigan siendo,
más o menos, una novela o un poema, sino en que las novelas, inclu­
so los poemas, de Valle-Inclán encontraron un número de lectores
suficiente entre la burguesía ilustrada para existir en la conciencia
colectiva. En cambio, sus dramas no lo consiguieron como teatro,
aunque sí como obra legible en forma de libro, de folleto o de folle­
tín de periódico.
Valle culpó mil veces a los actores y directores de su ausencia de
los escenarios. No tenía razón. Mantuvo amplias aunque conflictivas
relaciones con el mundo del teatro y buena parte de sus obras las
estrenaron los mejores actores, compañías y directores de su época:
María Guerrero, Margarita Xirgú, Cipriano Rivas Cherif... Fue el
público, acostumbrado a un determinado tipo de escenificación, el
que rechazó una vez tras otra sus propuestas. Pero esa misma socie­
dad que no lo quería en los escenarios era capaz de sostener la publi­
cación de sus obras completas y seguir con el interés necesario su
exigente evolución estética.
Simplificando la compleja realidad sociocultural, podemos afir­
mar que en los años sesenta y setenta el ejemplo de Valle-Inclán, el
“mal ejemplo” de Valle-Inclán sirvió como coartada a los fracasos
del nuevo teatro. Los dramaturgos podían poner en paralelo el desin­
terés por sus obras del público burgués y adocenado, con el desinte­
rés, todavía vigente, por las representaciones de Valle-Inclán. En
medio de la amargura del fracaso, habían encontrado una compañía
prestigiosa.
No se tenía en cuenta que Valle mantenía su crédito como autor
literario, que la colección “Austral” había incorporado a su catálogo
el conjunto de la obra, incluidos los dramas que no habían podido
ser vistos aún en el teatro.1617

16. El teatro de lo imposible, Guadarrama, Madrid, 1966, págs. 180-181.


17. Las ediciones que pudimos comprar y leer los aficionados revelan cómo
creció el interés por el teatro de Valle-Inclán en aquellos años. En “Austral”

71
De la figura literaria de Valle-Inclán se potenciaron dos rasgos:
su disidencia radical del entorno burgués en que le tocó vivir y la
“invisibilidad” de su teatro.18 Se convertía así en símbolo de la
marginalidad y avanzado de un drama que caminaba hacia su ruptu­
ra interna por la vía de la degradación, la caricatura grotesca y el
absurdo existencial.
Se olvidó que Valle crea los esperpentos como resultado de una
trayectoria literaria coherente en extremo. El satanismo decadentista
de las Sonatas está en la base del universo moral de Divinas pala­
bras o Luces de bohemia. El estilo relamidamente modernista de las
primeras obras es el que evoluciona hasta el impresionismo expre­
sionista (valga el oxímoron) del Ruedo ibérico.
Sin haber escrito nada que se parezca a las Sonatas, sin ese disci­
plinado ejercicio de miniaturista, el nuevo teatro corrió hacia la cari­
catura bufa, las retahilas machaconas, los símbolos nihilistas. El re­
sultado sólo se parece a Valle-Inclán en el rechazo del públicos tea­
tral. Pero difiere en que no consiguió tampoco lectores adeptos.

Trasgresiones a costa de los espectadores

El “mal ejemplo” de Valle-Inclán se complementó con toda una


estética de la trasgresión en la que el público, burgués él -ya se sabe-,
era el enemigo a batir. Evidentemente a aquellas sesiones de provo­
cación y ruptura no asistíamos más que exiguas minorías a las que
había que suponer, cuando menos, cierta adhesión al nuevo teatro.
Algunos espectáculos llegaban a ser un ejercicio sadomasoquista en
el que el público inquieto se convertía en representación del audito-

aparecieron sucesivas impresiones de la totalidad de sus dramas: Cuento de abril y


Voces de gesta (1944, 1954, 1960). Águila de blasón (1946, 1964, 1972). Cara de
plata (1946, 1964, 1970). Romance de lobos (1947, 1961, 1968, 1973). La
marquesa Rosalinda y El marqués de Bradomín (1961, 1971). Divinas palabras
(1961, 1964, 1966, 1970, 1972, 1974). Luces de bohemia (1961, 1968, 1971, 1973).
Martes de carnaval (1964, 1968, 1973). Tablado de marionetas (1961, 1970).
Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte (1961, 1968).
18. Vid. Francisco Ruiz Ramón, “La invisibilidad del teatro español
contemporáneo”, en Estudios de teatro español clásico y contemporáneo,
Fundación luán March/Cátedra, Madrid, 1978, págs. 130-132.

72
río burgués que iba abandonando los teatros. Los creadores escénicos
infligían humillaciones, flagelaban sin piedad, ponían incluso en
peligro la integridad física del público adepto a sus radicalidades, ya
que en aquel extraño juego encarnaba vicariamente a la odiada bur­
guesía.
No piense nadie que exagero. Yo soy uno de los privilegiados
asistentes a una representación de Estricta vigilancia de Jean Genet
en una “Escola d’estudis artistics” que dirigió Ricard Salvat por bre­
ve tiempo en Hospitalet de Llobregat.19 La función se celebraba en
una buhardilla ocupada por una maraña de tela metálica, con estre­
chos pasadizos (había que entrar a gatas) y huecos, a modo de nidos
o nichos, en los que nos alojábamos los espectadores sobre balas de
paja. Cerca de nosotros los focos iluminaban a los actores. La menor
chispa hubiera provocado una catástrofe: hubiéramos muerto achi­
charrados por el fuego y apresados por la tela metálica. El director
había dispuesto todo perfectamente para que sintiéramos la angustia
del preso en una cárcel de alta seguridad; pero no lo consiguió por­
que aquel público juvenil, del que yo formaba parte, acudía a aque­
llas peligrosas ceremonias con una desconcertante inconsciencia.
Nadie dio el menor relieve al peligro que corría ni tampoco al hecho,
entonces insólito, de que los actores aparecieran enteramente desnu­
dos a escasos centímetros de los espectadores. A lo largo de una hora
y pico nos llegaron en vivo y en directo los sudores, los olores, los
esputos de aquellos aficionados iconoclastas que jugaban con fuego
al anfiteatro.
En el mismo edificio pero en otra sala, unos días más tarde, junio
caluroso y húmedo de Barcelona, acudimos a ver otro Genet: Las
criadas. Sólo veintinueve espectadores. La acción dramática se de­
sarrollaba en una bolsa hecha con sábanas, una esfera irregular de
unos cuatro metros de diámetro. Los espectadores (los veintinueve
espectadores) teníamos que introducir la cabeza por sendos agujeros
ad hoc. Los actores nos colocaban una máscara, convenientemente
sudada por los asistentes a la representación anterior. Durante el tiem­

19. Esta institución dependía del Patronato Municipal de Cultura. Las


representaciones a que me refiero a continuación tuvieron lugar en el mes de junio
de 1976, dentro de la 1 setmana de teatre de l ’Hospitalet.

73
po de la acción, espectadores y actores respirábamos el aire viciado
de la bolsa, participábamos de los jadeos, compartíamos olores y
aun sabores de aquella atmósfera nauseabunda.
Eran tiempos en que la renovación teatral corría a menudo hacia la
provocación, la agresión y el desprecio al espectador. Se habló con
cierta frecuencia de teatro de participación. A veces la participación se
limita a que el público se mueva de un lado para otro. Casi siempre se
le añade la provocación. Provocación falaz y ventajista puesto que el
autor-director-actor incordia, insulta, a veces escupe o zarandea a los
espectadores, pero estos no tienen el derecho de réplica.
A Dios gracias, la participación del público nunca llegó a darse.
Por esas fechas Henri Gouhier anunciaba extraños horizontes para el
arte escénico: “lo que interesa [es] que la representación deje de pa-
recerme una representación”20. Si se produjera este fenómeno, el re­
sultado sería la desaparición del teatro. Hoy todos los estudiosos del
tema parecen estar de acuerdo en que la vivencia dramática engen­
dra una paradójica simpatía entre actor, personaje y espectador que
se basa en la conciencia de la ficción. En el momento en que público
e intérpretes se confunden y son todo uno, se acaba esta experiencia
singular a la que llamamos teatro.
Pero la verdad es que el antiteatro nunca llegó a persuadir a los
asistentes de que aquello no era una representación. Nos persuadía
más bien de que estábamos ante algo burdamente teatral, plomizo,
que establecía una distancia insalvable entre los intérpretes y el pú­
blico, entre la acción dramática, en estado larvario, y la emoción del
espectador. No seguía el modelo aristotélico de la comunión simpá­
tica del escenario y la platea, ni el del extrañamiento brechtiano. El
antiteatro de los años 70 era, en realidad, un teatro de profundas
antipatías, de odio al auditorio.

El desencuentro con los espectadores

Había también un teatro que, pidiendo disculpas, buscaba que el


público vibrara con la acción dramática, se riera con ella, se divirtie­

20. La cita de Gouhier la trae a colación Enrique Cerdán Tato en su artículo


“Problemática de la participación”, Primer acto, núm. 133 (junio de 1971), pág. III.

74
ra.212Cuando lo conseguían, sus creadores se veían en la necesidad
de justificarse. Así, en noviembre de 1973, “Los goliardos” tienen
que contestar con un desplante a la redacción de Primer acto, repre­
sentada por Ricardo Arana, que les exige “diferenciar entre ‘teatro
popular’ con carácter alienatorio, y el que nace de una inquietud, de
una concienciación.. Y dicen:

Puestos a hablar de teatro popular, diremos que Manolita Chen


es quien tiene unas campañas realmente populares... Pues bien,
ese aspecto sí lo tuvimos en cuenta al montar el Buenalma. Incluso
los intelectuales, la crítica seria, nos reprocharon una especie de
excesiva facilonería, que nosotros estábamos utilizando deliberada
y no muy desatinadamente, puesto que recibimos comentarios
22
como “es teatro clásico y nos hemos reído como en la revista”.

Un año más tarde, “Tábano” hace propósito de la enmienda: “Que­


remos hacer textos que interesen y que tengan una historia construi­
da, con solidez dramática”.23 La confesión es reveladora pues indica
que, hasta ese momento, habían querido hacer textos que no intere­
saran y que carecieran de solidez dramática, es decir, teatro contra el
espectador.
En la renovación formal de los años setenta hubo de todo, pero
no cabe negar que pesaron mucho, más de lo necesario, las doctrinas
que propiciaban un radical desencuentro entre los dramaturgos, el
teatro y el público.
Hubo autores que en un momento habían sintonizado con sus
posibles espectadores. Lauro Olmo, por ejemplo, consiguió esa
especialísima comunicación propia del teatro al estrenar La camisa.
No supo o no quiso o no pudo perseverar en esa línea. Pronto derivó,
a impulsos de lo que dictaba la crítica, hacia un expresionismo des­

21. En ese teatro de simpatías estaban algunos de los dramaturgos, actores y


directores que han alcanzado el éxito en etapas posteriores: Ángel Fació, José Luis
Alonso de Santos, Fermín Cabal, El Brujo...
22. Ricardo Arana, “Goliardos o la desintegración de un grupo” [entrevista],
Primer acto, núm. 162 (noviembre de 1973), pág. 58.
23. “Con Tábano, una reflexión en voz alta” [entrevista anónima], Primer acto,
núm. 172 (setiembre de 1974), pág. 48.

75
carnado y mala sombra que disgustó al auditorio: al tradicional y al
nuevo público juvenil hipercrítico, reventador y contestatario, criado
a los pechos de las revistas teatrales de aquellos tiempos. Al cumplir­
se las 50 representaciones de English spoken, ese público nuevo armó
la marimorena. Tina Sainz lo contó para Yorick:

En el segundo acto la cogieron con un gran pitorreo. A los estu­


diantes les parecían pueriles algunas escenas y personajes. En un mo­
mento de la obra que salen unos policías se oyó arriba: “¡Con la Social,
no, eh!”, y al bajar el telón, en el patio de butacas se gritaban “¡Bravos!”
y en la general “¡Fuera!”, “¡Muy malo!”, y tacos, muchos tacos. Al salir
Lauro -¡porque salió, vaya si salió!- a presentar a Paco Ibáñez, aquello
ya no era un teatro sino un circo romano. Lauro aplaudía a los actores y
los actores al público, la general insultaba a los del patio de butacas y el
patio de butacas a la general. Dos coches de la policía había en la puerta
del teatro sin saber si entrar o no. Una fila de barbudos -mo lo digo en
sentido peyorativo, eh- coreaba “¡Libertad. Libertad. Libertad!” y a
Lauro le llamaron “comunista de mierda”...

La conclusión es que tampoco este nuevo público es el adecuado:

Este movimiento estudiantil se lo carga todo y no aporta nada.

Ya en la transición (en junio de 1978), Luis Riaza sigue pensan­


do en la culpabilidad del espectador:

La principal causa [de que no se estrenen sus obras], creo,


consiste en la inexistencia de un público (¿una sociedad?) capaz
de encajar otro teatro de mayor enjundia que la que le ofrecen los
tenderos del espectáculo. [...] a un público cadavérico,
25
teatralidades cadavéricas. Y no hay más carbón.

Poco después de publicarse estas palabras de réquiem por un tea­


tro muerto, se afirmaban sobre los escenarios algunos textos y es-245

24. “Lauro Olmo víctima de la necesidad del mito” [nota anónima que recoge
las declaraciones de Tina Sainz], Yorick, núm. 28 (noviembre de 1968), pág. 48.
25. “Encuesta a los que no estrenan”, Pipirijaina, núm. 7 (junio de 1978), pág. 63.

76
pectáculos que volvían a interesar a los espectadores y se convertían
en grandes éxitos; Fermín Cabal estrenaba Esta noche gran velada y
Vade retro (1982); Rodolf Sirera, El veneno del teatro (1983); Fer­
nando Fernán Gómez, Las bicicletas son para el verano (1982); José
Luis Alonso de Santos, Bajarse al moro (1985); Sastre, La taberna
fantástica (1985; escrita en 1966); Sanchis Sinisterra, ¡Ay, Carmela!
(1987)... Abandonamos las tinieblas del antiteatro.
El público se reconcilia con el drama, como se reconcilia con la
novela o con el cine español. Con una diferencia significativa: el
nuevo cine de la democracia, la nueva novela arraigan y se desarro­
llan con fuerza hasta nuestros días, crean un público constante y adep­
to. ¿Y el teatro? Pronto surge una crítica paralizante. Se habla des­
pectivamente del tono sainetesco, de un neorrealismo de escaso inte­
rés, de la pobreza del lenguaje... Se intenta desprestigiar y marginar
ese teatro que ha logrado comunicarse con el público. La nueva
dramaturgia de la democracia, que rechaza las aventuras antiteatrales
precedentes, no logra consolidarse. No puede renovar temporada tras
temporada los lazos que la unen a sus espectadores.

Hacia un teatro de repertorio

El teatro gira entonces hacia el repertorio. Los clásicos se adue­


ñan de la escena. Alguno de los dramaturgos reacciona contra esta
moda. Alberto Miralles estrena Céfiro agreste de olímpicos embates
(1981), la historia de una compañía teatral que se ve obligada, para
recibir una subvención, a representar una obra calderoniana,
mitológica por más señas.26 La obra de Miralles, bien construida, no
tuvo éxito, en mi opinión, por una razón muy sencilla: a los especta­
dores no les interesan ni poco ni mucho los problemas de las compa­

26. N o es malo recordar que las comedias mitológicas de Calderón son


auténticas obras maestras del teatro simbólico, poético y espectacular. Además, su
comicidad, su humor, ocasionalmente absurdo, las convierten en piezas en extremo
divertidas. Algunos de los mejores momentos que he vivido como espectador en los
últimos años se los debo a Calderón, representado por el Aula de Teatro de la
Universidad de Alcalá, dirigida por Luis Dorrego (Céfalo y Pocris), o por el Teatro
Corsario, dirigido por Femando Urdíales (El mayor hechizo, amor). Miralles erró
los tiros al atacar obras tan bellas y de estética tan de nuestros días.

77
ñías teatrales. Las representaciones se hacen para que el público ría
o llore, no para que los actores nos cuenten sus penas.
Yo soy entusiasta de los clásicos y celebro que hoy se represen­
ten algo sus obras; pero lamento que la literatura dramática corra
hacia la esterilidad. Como la ópera, el teatro se nutre casi exclusiva­
mente del pasado. A menudo se levantan voces de los dramaturgos
vivos protestando por su marginación, pidiendo que se les saque a la
luz de los focos; pero, contra el gusto del público, esas protestas son
inútiles.
El espectador no es el dueño del teatro. Es un interlocutor de la
comunicación artística. Hay que contar con él. Algunos dramaturgos
y directores actúan como el que quiere mantener una conversación,
pero desprecia a su interlocutor, farfulla frases ininteligibles y se
ofende cuando el escuchante lo dejo solo con su incoherente monó­
logo. Todavía hablar es un acto voluntario. No se puede obligar a
nadie a escuchar lo que no quiere oír. La comunicación exige com­
plicidad, esfuerzo mutuo. El narcisismo es inherente a todo el que
quiere comunicarse; pero si no se limita, aborta cualquier conato de
entendimiento. Si no se respeta y se quiere al interlocutor (y se le
debe querer, al menos porque quizá nos escuche), la comunicación
es imposible.
¿Han perdido los poetas dramáticos de hoy la capacidad de ha­
cerse oír por el público? No lo sé. Pero sí sé que sus creaciones (hay
excepciones, pero son eso: excepciones) apenas existe en la realidad
de las tablas. Se ha perdido la sintonía entre dramaturgos y especta­
dores y en esta pérdida les cabe cierta responsabilidad a las expe­
riencias antiteatrales, al mito de la renovación estética sin tregua y a
la execración crítica del éxito.

78
LA GUERRA NO HA TERMINADO

J o s é M o n le ó n
Crítico teatral

En el programa del Congreso se dice que éste “va a estar dedica­


do básicamente al grupo de autores dramáticos que protagonizaron
la renovación del teatro en E spaña sobre presupuestos
neovanguardistas y experimentales en torno a los primeros años 70".
Para comprender a los distintos autores, más allá de su singulari­
dad, se impone interrogarse sobre cuáles eran las circunstancias que se
daban en la España de la época, extremo éste que permitirá vertebrarlos
entre sí. Porque palabras como Nuevo Teatro, Generación Realista, Tea­
tro Independiente, Vanguardia, Experimentalismo y otras que, sin duda,
van a barajarse, deberían ser entendidas según lo eran en la España de
entonces y no desde los supuestos que esas mismas palabras significan
hoy, en un tiempo de normalización cultural y vida democrática. Para
algunos, el afirmar que durante los años sesenta y los primeros setenta -
prácticamente hasta la muerte del dictador- seguía gravitando la Guerra
Civil, parece una especie de tozudez ideológica. De hecho, hay muchas
personas que han llegado después a la vida cultural española o, incluso,
que participaron en la asfixia intelectual de aquellos años, aunque luego
haya resultado más cómodo olvidarlo, que ven en juicios como el mío
poco menos que un enfermizo empecinamiento. Y, por consiguiente,
que esa memoria debe ser eliminada para poder hablar, simplemente, de
arte, de teatro, de literatura, sin permitir que las circunstancias históricas
pesen en la estimación estética.
Personalmente, pienso que tan absurdo sería que pretendiéramos
valorar toda la creación literaria y teatral española de aquellos años,
aludiendo una y otra vez a la existencia de una censura previa, mini­
mizando los discursos poéticos, las aportaciones personales, y cuan­
to había en las obras de creación real y no de mero eco de una situa­
ción política, como eliminar la incidencia de la Dictadura sobre nues­
tra realidad poética.
Es cierto que los años sesenta parecen muy lejos del año 39, pero
ésa es una percepción distinta a la que teníamos entonces. Hoy, la
duración de los meses y de los años, más allá de las estimaciones dic­
tadas por las situaciones subjetivas, responde, más o menos, al tiempo
real, cosa que no sucedía entonces. Hoy, un año, en la vida política y la
vida social, tiene doce meses, en los que pueden pasar muchas cosas.
Y cuatro años agotan una legislatura, con la posibilidad de pasar de un
gobierno socialista a un gobierno popular, o viceversa. La conciencia
del tiempo que tenemos hoy no es la que teníamos entonces. Y creo
que ese fue un sentimiento colectivo fundamental, que debemos tomar
en consideración para entender muchas de las manifestaciones de aque­
lla época. Por ejemplo, la creciente explicitud del teatro de la oposi­
ción, que fue pasando desde el sentimiento de la eternidad del Régi­
men a una conciencia de su final, de manera que si, en una primera
época, la mayor parte de nuestros dramaturgos tuvieron claro que, de
no sortear la censura, sus obras estaban definitivamente condenadas,
se fue pasando a otra época en la que algunos pensaron que la censura
sólo era un obstáculo temporal, y que, en el peor de los casos, las obras
podrían estrenarse tras el fin del franquismo.
Cuando en el último parte de guerra -significativamente bautiza­
do como Parte de la Victoria-, se decía que la guerra había termina­
do, parecía proclamarse literalmente que iba a comenzar la paz; pero
no era cierto. Empezaba una larga posguerra en la que íbamos a estar
todos: los que ganaron, los que perdieron, y los que nacieron des­
pués, o, como sucedía con la mayor parte de los autores que van a ser
estudiados en este Congreso, los que fueron niños durante la guerra
y estaban marcados por ella.
Yo recuerdo, por ejemplo, cuando, muchos años después del 39,
a cuenta de El verdugo, de Rafael Azcona y Luis García Berlanga, el

80
Ministro de Información y Turismo, señor Sánchez Bella, nos recor­
dó en un discurso que el debate ideológico había sido zanjado, de
una vez para siempre, en el 39 y, por tanto, que no tenían cabida en
nuestro país las obras que no respetaran el resultado de la contienda.
Es decir, que el 39 fue interpretado por la sociedad vencedora y, más
concretamente, por sus rectores políticos, como una norma -dotada
del radicalismo que es propio de una guerra-, establecida para siem­
pre. Por tanto, aquellas producciones, o creaciones, o ideas, o re­
flexiones, que estuvieran en contra, no eran simplemente la expre­
sión de otro punto de vista, sino de lo que entonces se llamó la “anti-
España”, de un mundo que había sido definitivamente aniquilado.
La vieja identificación de los adversarios políticos con los vagos y
maleantes, con los delicuentes, se reencarnaba entre nosotros des­
pués de haber sido eliminada desde hacía tiempo en los países occi­
dentales. O, más exactamente, en los países democráticos, que no
era el caso de España.
En este orden, recuerdo que cuando en un Festival de Teatro
Universitario, celebrado en Murcia, se estrenaron Los cuernos de
Don Friolera, de Valle-Inclán, la obra, además de sufrir numerosos
cortes, tuvo que reducir su título a Don Friolera, y soportar una crí­
tica local en la que se explicaba que no se había ganado una guerra
para que se representara ese tipo de teatro y menos por estudiantes
jóvenes e inocentes. El desenlace del 39 contiene una vocación de
rescribir la historia de la cultura española; de, por ejemplo, calificar
a García Lorca de un mal autor teatral, de un poeta homosexual -a
cuya causa se atribuyó su muerte en la tesis de Schonberg, publicada
en La Estafeta Literaria -elevado a las alturas por la propaganda
antifranquista, ávida de sacarle provecho a las circunstancias de su
muerte. O de puntualizar que Muñoz Seca -y así se reiteró seriamen­
te por algunos críticos durante años-era un referente del pensamien­
to occidental. Se ignoró a los escritores del exilio, o se les evocó con
breves juicios peyorativos, encaminados a mostrar que su obra no
tenía nada que ver con la nueva historia que se estaba construyendo.
A Valle se le convirtió en un esteta resentido y malhumorado, cuyo
modernismo literario era la negación del lenguaje dramático. Lógi­
camente, las vanguardias, encarnadas en Unamuno, Bergamín, o Max

81
Aub, fueron literalmente borradas. Y si, a veces, se citaba a Azorín,
es porque, como Benavente, había escrito numerosos artículos -¡que
lejos del Azorín finisecular!- de elogio al nuevo Régimen.
De manera que aquí teníamos una España dispuesta a aceptar esa
historia -salpicada de referencias al Imperio, a los Reyes Católicos,
y a la Contrarreforma- y, frente a ella, una España que intentaba,
poco a poco, construir un discurso crítico, que analizara lo sucedido,
sin aceptar cortes ni anatemas.
Si cuando escribo estas notas tengo a mi lado la novela que acaba
de aparecer, Rabos de lagartijas, de Juan Marsé, ambientada en la
posguerra, es porque, para su autor, esa posguerra española sigue
estando, de algún modo, presente. Han pasado varias décadas y, sin
embargo, es un tema que seguimos manejando no como un episodio
del pasado, sino como un espacio oscurecido que es necesario clari­
ficar, para entender lo que sucedió entonces y mucho de lo que ha
sucedido después.
Curiosamente, son muchas las personas que cuando oyen que
una obra de teatro, una película o una novela están situadas en la
posguerra, manifiestan un rechazo, como si se volviera sobre algo
requetedicho y conocido por todos hasta la saciedad. Yo pienso que,
en realidad, tales personas saben poco de lo que sucedió, aunque se
haya generado un subconsciente colectivo para el cual eso no tiene
interés o no hay por qué contarlo.
Por mi parte, además de pensar que el ejercicio de la desmemoria
histórica es una pereza de la inteligencia, creo que no podemos ha­
blar del teatro de aquella época sin tener presente la singularidad de
sus circunstancias.
Cuando acabó la guerra, asistimos a la proliferación de los jui­
cios sumarísimos, concebidos como un ajuste de cuentas, con la con­
dena o la ejecución de miles de personas. Es decir, a la liquidación
terrorífica que es propia de todas las guerras civiles, sobre todo cuando
alcanzan el encarnizamiento de la nuestra. Paralelamente, se creó la
estructura política y policial del nuevo Estado y se puso en marcha la
cultura de los vencedores.
Esta cultura, refiriéndonos al teatro, es la que va a potenciar a sus
dramaturgos, su concepto del teatro y la revigorización de la tradi­

82
ción conservadora, de manera que, para el sector de la sociedad es­
pañola disconforme, va a surgir la progresiva necesidad de un teatro
que, si no su réplica, se asiente cuanto menos en una historia que esa
cultura de la Victoria ignora, niega o menosprecia.

España reserva espiritual frente a una Europa decadente

El curso de los acontecimientos internacionales, tras la Segunda


Guerra Mundial, nos van deslizando, poco a poco, desde una España
oficial que comulga claramente con el nazismo, que desea la victoria
de Hitler y Mussolini, que aporta la División Azul, e incluso llega a
plantearse qué ventajas territoriales podrá sacar de esa victoria, a un
triunfo de los Aliados, que para muchos -en España y fuera de ella-
debe significar el fin de la Dictadura. Cosa que no sucedió porque
las potencias occidentales pensaron en la previsible confrontación
con la Unión Soviética -Capitalismo contra Comunismo- y el
anticomunismo de la Dictadura española era un pequeño tesoro que
podía ir al traste en una España democrática, quizás abocada, tras
una liquidación violenta del franquismo, a una realidad política cer­
cana a la Unión Soviética.
Esta situación, que políticamente se explica muy bien, no se co­
rrespondía, sin embargo, con la realidad intelectual y literaria. Por­
que en toda la Europa Occidental de la posguerra germina una litera­
tura democrática, una literatura crítica, unas tendencias encamina­
das a la construcción de un mundo laico y solidario, donde la ideolo­
gía fascista, con sus exaltaciones bélicas, su elitism o y su
pseudoidealismo histórico, no tenía lugar. Lo que situó a nuestro país
fuera de su tiempo.
Esa es la razón de que, por ejemplo, la mayor parte de las compa­
ñías europeas se negaran a trabajar en España, sencillamente porque
consideraban que la persistencia de la Dictadura franquista contra­
decía un mundo que se calificaba a sí mismo de libre y democrático.
No basta, pues, pensar que había un aparato de control que obs­
truía la expresión de aquellas ideas críticas o antagónicas respecto
de las postuladas oficialmente. Lo importante fue que, durante mu­
chos años, Europa tuvo una cultura que aquí era frenada e interpreta­

83
da como una especie de consigna internacional contra España. La
afirmación de que la única cultura española era la que se había pro­
clamado en el 39, no hacía, pues, sino radicalizar la dicotomía. Y
esto, durante varias décadas, controlado desde el poder, y asumido
como normalidad por la mayor parte de los españoles.
Del alcance de esa dicotomía no tuvieron, sin embargo, concien­
cia quienes se limitaron a encarar los periodos de estrechez o de
crecimiento, ajenos como estaban a la acción política y sometidos a
una propaganda tranquilizadora. Recordemos que, por ejemplo, to­
das las emisoras del país estaban obligadas a difundir los mismos
boletines informativos, que se retransmitían desde Radio Nacional.
Boletines no ya sujetos a la previsible orientación ideológica, sino
presididos por la enmascarada selección e interpretación de la infor­
mación. En última instancia, todos los departamentos de censura es­
taban enmarcados en el Ministerio de Información. Para esa España
pasiva, el ascenso económico, fruto del turismo y de cuanto sucedía
en la economía occidental, eran argumentos más que suficientes para
su adhesión. Posición que, lógicamente, no podía ser la de quienes
sabíamos que una gran parte del pensamiento y del curso de la histo­
ria europea no nos llegaba o, como sucedía en el caso del teatro, sólo
estaba al alcance de una reducida minoría. Me refiero a la venta clan­
destina en las trastiendas de las librerías, o a las deslumbrantes esca­
padas a Francia, o a las sesiones únicas de los Teatros de Cámara.
Práctica esta última que permitía, en una especie de hipocresía esta­
dística, afirmar que en nuestro país se habían estrenado buena parte
de las obras consideradas fundamentales en el panorama occidental,
sin añadir que se habían representado una sola vez y ante un reduci­
do número de espectadores de las grandes ciudades. Eran estrenos
que alimentaban la erudición de unos pocos espectadores, más o
menos especializados, pero que en absoluto llegaban al “público es­
pañol”, ni menos aún a la sociedad española.

La Vanguardia

Es importante a los efectos del temario de este Congreso, com­


prender que las palabras tenían una significación - a menudo

84
subtextual- muy influida por las circunstancias. Por ejemplo, el con­
cepto de Vanguardia tenía en Francia, por citar el lugar más cercano,
donde los ismos de las Vanguardias maduraron y, desde allí, influye­
ron sobre ciertos sectores de la vida española, un valor “normaliza­
do”, propio de una expresión enfrentada a las formas tradicionales,
pero incorporada a la vida del teatro francés. En España, desde la
crítica y la posición oficial ese valor era negado. Cabía, por supues­
to, un cierto formalismo inocuo cuyos contenidos tenían bien poco
de transgresores, pero cuando la obra no se entendía desde el pensa­
miento tradicional, se encendía la luz de alarma y se le arrojaba,
como si fuera una piedra, el epíteto de Vanguardia.
Vanguardia era lo oscuro, lo que no declaraba su significado, juz­
gado por muchos críticos como un “camelo”, como producto snob
jaleado por una reducidísima minoría. En la lista aparecían autores
muy heterogéneos, ligados simplemente por su no pertenencia a la
preceptiva de la escena española burguesa. Para muchas personas no
se trataba de que hubiera un teatro apacible y reiterativo, de ingenio
y entretenimiento, frente a otro considerado, por su no aceptación de
la norma, experimental o de vanguardia. Para este sector, el primero
era, llanamente, el Teatro, cuanto mejor escrito, por supuesto, tanto
mejor, pero en el que no cabían una serie de preguntas, o aventurar
lenguajes nuevos. Esta lectura conservadora incluso tenía la conno­
tación de proponernos la existencia de un teatro sano, claro, donde el
espectador nunca era sorprendido, frente a otro teatro enfermizo y
transgresor. No creo que en lo que acabo de decir exista exageración
alguna. Basta un repaso a las críticas de la época para comprobarlo.
Pero, en todo caso, contamos con una reflexión explícita de José
María Pemán. Es la que hizo en un homenaje a los hermanos Álvarez
Quintero contraponiendo la salud y el clasicismo de un “teatro de lo
sabido” al carácter neurótico de un teatro de lo ignorado. Los Princi­
pios estaban ahí -y Pemán los identificaba con lo clásico- y lo mejor
que podía hacer el teatro era afirmarlos.
Es evidente que esta concepción de la cultura y el arte era opues­
ta, más allá de cualquier divergencia, a la de cuantos creíamos que
una de las funciones del arte en general y del teatro en particular es
la de cuestionar los principios establecidos, contemplarlos dentro de

85
su relatividad histórica, desvelar las contradicciones o injusticias de
su aplicación, como parte de un proceso crítico ininterrumpido. Una
característica de todo el mejor teatro del siglo XX ha sido la indaga­
ción en los subtextos, en las realidades escondidas detrás de las apa­
riencias, explorar cuanto esconden los imaginarios personales y co­
lectivos. Privar al teatro de esa posibilidad, sacralizar la explicitud
de las palabras, cerrar las puertas a la indagación del subconsciente,
considerar que la sociedad necesita que los seres humanos sean sólo
lo que aparentan es, sin duda, una tranquilidad para quienes gobier­
nan en cualquier esfera social, pero también es la condena del arte
teatral. Y no lo digo porque no crea en la existencia de personajes
transparentes, angélicos y sin contradicciones, ni en manifestacio­
nes y relaciones sociales elementales y sin sombra alguna. Sólo que
el ámbito de su expresión está en la cotidianidad, en el automatismo
social, y no tiene sentido que tales personajes suban a escena para
mostrarnos su obviedad.
Este es el nudo de la cuestión. Detrás de la actitud de los censo­
res, de la política teatral, de la formación de los públicos habituales,
de las ideas de los críticos oficiales, del rechazo sistemático de una
serie de escritores, generalmente incluso sin conocer su obra, lo que
realmente existía era un tejido intelectual alimentado por los princi­
pios del 39, que se oponía a dos cosas: a nuestra percepción de la
contemporaneidad, que nada tenía que ver con ese camino, y a nues­
tra negativa a atribuir al conjunto de la sociedad española un credo
que sólo correspondía a los vencedores y a quienes, consciente o
pasivamente, se identificaban con ellos.

La Segunda República: sociedad española y público teatral

Por lo demás, esta reflexión, que podría parecer extremada, re­


sulta del todo explicable en el caso del teatro español a poco que
hagamos un poco de historia. No debemos olvidar que el ideario de
la Segunda República Española incluía el rescate y desarrollo de una
cultura popular, como parte fundamental de la incorporación de ese
medio social a la vida política. Nuestra realidad política y cultural
giraba en torno a un pequeño sector, y lo que proponía la República

86
es que se diera entrada en la vida española a los millones de personas
que se limitaban a subsistir o a expresarse en su círculo estrictamen­
te inmediato. Los movimientos obreros habían mostrado la pujanza
y la capacidad de organización de una clase social. Y la República
significaba no sólo su reconocimiento político sino la voluntad de
poner en marcha el proceso cultural correspondiente.
Es decir, no se trataba de un simple cambio de régimen, sino de
un cambio de país, y, si uno lee a los poetas del 27 o examina las
iniciativas culturales de la República, advierte de inmediato este pro­
pósito. Concretamente, en el campo del teatro, por no citar otros
ejemplos, hay uno que tiene el carácter de emblemático y que sirvió
de referencia en otros muchos países. Me refiero a La Barraca, que
nació, administrativamente, del apoyo de un ministro, pero que con­
tó de inmediato con la adhesión de numerosos sectores, instituciones
y municipios que estaban a favor de la República, al tiempo que
obstáculos para presentarse en ciudades gobernadas por los conser­
vadores. Siguiendo las declaraciones de García Lorca en torno a La
Barraca, se ve como en un plazo, relativamente breve, pasa del entu­
siasmo a la decepción, simplemente porque la experiencia de La
Barraca estaba montada sobre un proyecto de cambio que no se estaba
produciendo. Cuando La Barraca tiene graves problemas de sub­
vención, nuestro autor llega a preguntarse, un tanto irónicamente,
por la nueva actitud gubernamental -tras las elecciones del 34, gana­
das por la CEDA- ante lo que sólo era una representación de los
clásicos en el medio popular.
Naturalmente, la cuestión era otra. Y estaba ligada a ese debate
sobre un proyecto de país, que conllevaba otro sobre la función y el
concepto de cultura. Precisamente, un sector de la izquierda -por
ejemplo María Teresa León- reprochará a La Barraca su repertorio,
apoyándose en la evidencia de que la República no va a producir la
transformación social inicialmente programada, lo cual, conduce a
la necesidad de ofrecer respuestas más militantes y políticas. Proba­
blemente, lo que en el proyecto inicial estaba lleno de sentido, luego,
a la vista del curso de los acontecimientos, fue resultando un tanto
ingenuo. Basta pasar de las declaraciones de Federico en torno al
nacimiento de La Barraca o al concepto de poesía sostenido durante

87
años -cuando le reprochó a Albertí la militancia de sus versos- a La
casa de Bernarda Alba y a sus últimas reflexiones en torno a las
relaciones entre la poesía y la sociedad española de su tiempo, para
comprender que también él tuvo una clara conciencia del cambio de
situación.
En este punto hay que referirse a un hecho que ha sido consus­
tancial con la vida teatral española: la distancia entre nuestros públi­
cos habituales y el conjunto del país. Sin caer en generalizaciones
radicales, cabe afirmar que el público teatral ha representado básica­
mente los intereses y el pensamiento de una clase concreta, sin que
los movimientos registrados fuera de la misma tuvieran el debido
reflejo en los escenarios. Eso explica la perplejidad de Rafael Alberti y
Margarita Xirgú frente a la violenta reacción del público y la crítica
ante su Fermín Galán, cuando la obra se estrenó en el Español y los
héroes de Jaca eran todavía magnificados en los murales y en el nuevo
romancero popular. No fue, evidentemente, un simple rechazo teatral
sino, básicamente, un rechazo político, porque el público no represen­
taba la movilización democrática y popular que se estaba produciendo
en España. La Segunda República tiene un censo de grandes escritores
y poetas, pero incide muy ligeramente en el teatro. Es cierto que se
auspician determinados Teatros de Cámara; es cierto que existen ejem­
plos, como el caso de La Barraca o El búho de un nuevo Teatro Uni­
versitario; es cierto que nacen iniciativas como el Festival de Mérida,
de la mano de Margarita Xirgú, que pertenecen a la nueva corriente.
Pero, si examinamos las carteleras, veremos que este teatro ocupa es­
pacios minoritarios -que era, justamente, lo contrario de su vocación-
mientras la práctica escénica habitual sigue dominada por los criterios
conservadores. Podríamos decir que la República “rescata” dos auto­
res, Valle Inclán y García Lorca. Pero, al mismo tiempo, no debemos
olvidar que Valle Inclán alcanzó un respeto literario, entre ciertas mi­
norías, en nada equiparable a la proyección escénica; y que García
Lorca fue objeto de durísimas críticas que, en buena medida, confor­
maron la imagen que motivó el asesinato de Viznar.
Luego, cuando llega la Guerra, la República, a través sobre todo
de la figura de Rafael Alberti y María Teresa León, crea el Teatro de
Arte y Propaganda, el Teatro de Urgencia o Las Guerrillas del Tea­

88
tro, cuyas características no sólo responden a la situación bélica del
país sino que, además, entrañan un sentimiento de vacío, de no con­
tar con una tradición teatral inmediata en la que apoyarse, de tener
poco menos que inventárselo todo: desde los textos y puestas en es­
cena a los públicos. Un artículo de Luis Cernuda sobre las dificulta­
des para conformar el repertorio del nuevo Teatro de Arte y Propa­
ganda ilustra a la perfección este desconcierto. Cita Cernuda a Valle
y a Federico García Lorca, muertos ambos en el 36, a Rafael Alberti
-quien había guardado silencio tras el escándalo del Fermín Galán-
y alguna obra primeriza de Benavente. Luego, ha de mirar hacia atrás,
muy hacia atrás, a nuestro Siglo de Oro, para encontrar la presencia
del pueblo en el censo de personajes, fuera de la pasiva sumisión de
coros, figurantes y domésticos.

Vuelta a empezar

De manera que, cuando acaba la guerra, el teatro español lo úni­


co que hace es apretar de nuevo sus filas y reafirmar la tradición
conservadora que tenía antes del 31 y que había mantenido básica­
mente durante todo el período republicano. De los disidentes, unos
se exilian, y van a alimentar esa España Peregrina, cuya producción
dramática se ignora, o, cuanto más, sólo unos pocos consiguen leer,
gracias a la difícil circulación de algunas editoriales argentinas y
mexicanas; otros, como Carlos Arniches, son puestos en entredicho
por no haberse definido claramente a favor del franquismo; a Jacinto
Benavente también se le piden cuentas por haber suscrito declara­
ciones antifranquistas en su época de Valencia, a lo que él responde
diciendo que le obligaron y que accedió para proteger su vida -cosa
que se entiende perfectamente-, escribiendo en contrapartida una
serie de artículos con los que obtuvo el perdón y ocupó el puesto que
en verdad le correspondía. Artículos en los que Don Jacinto tuvo que
escribir cosas que tampoco se correspondían con el tono liberal de
su conservadurismo, como, por ejemplo, el reprocharse haber sido
tolerante con ese liberalismo, origen de todos los radicalismos ulte­
riores, o denostar el sufragio universal comparando a determinados
grupos étnicos con los conejos, etc.

89
Así que el teatro de la posguerra fue, entre nuestras expresiones
artísticas y literarias, la que menos problemas tuvo. Porque le bastó
retomar una tradición conservadora, que había sido muy firme en el
teatro español y defenderla con los instrumentos que proporcionaba
la Dictadura.

El teatro de ninguna parte

Esta radicalización no dejó de producir un malestar entre los sec­


tores críticos que se habían alineado con el bando vencedor. Porque,
lógicamente, de ese pensamiento no emergió ningún gran teatro,
hipotéticamente ligado a la España Nueva, sino que, simplemente,
se entronizaron los caminos del teatro viejo, desde el melodrama de
Adolfo Torrado a los juguetes cómicos de Tejedor, siguió oyéndose
la voz del apuntador, se rechazó la función creadora de la puesta en
escena -salvo en los dos teatros nacionales de M adrid- y se mantu­
vieron las catorce funciones semanales. Es decir, que se impuso un
teatro que tenía bien poco que ver con la promesa de una España
nueva, de una juventud radiante, que, aún dentro del fascismo, tuvie­
se una cierta calidad y grandeza, siquiera formal, coherente con la
promesa histórica del 39.
Cuando uno repasa el intento de determinados autores para salir
de ese atasco, se encuentra con comentarios -y recuerdo, en ese sen­
tido, algunos de Alfredo Marquerie- que revelan el entusiasmo e
ilusión con que esos críticos esperaban la aparición de nuevos textos
y de criterios de montaje que rompieran con lo que Jardiel Poncela
se atrevió a llamar el “teatro asqueroso de la época”. Resulta signifi­
cativo que la operación no pudiera hacerse con autores jóvenes, cu­
yas propuestas -aún cuando no fueran explícitamente críticas- casi
siempre resultaban incómodas, por su forma o por la ambigüedad de
sus mensajes. Así que fueron López Rubio, Miguel Mihura, Edgar
Neville, Víctor Ruiz Iriarte, Jardiel Poncela o Jacinto Benavente,
quienes merecieron las palmas, precisamente porque su teatro no
ponía el dedo en ninguna llaga y era sensible e inteligente. Era un
teatro que no exaltaba al franquismo, pero que no era hostil y que
aceptaba el principio fundamental del teatro conservador: que el tea­

90
tro y el arte son expresiones para eludir el mundo, para soslayar su rea­
lidad, verdaderos refugios, que, en consecuencia, no tienen por qué en­
cerrar los conflictos de la vida social y personal. Ese teatro fue recibido
con enorme entusiasmo y, a veces, metido con calzador en la historia del
teatro europeo, citando a dramaturgos y directores de escena cuya ambi­
ción había sido muy distinta. Nombres que figuraban en los manuales
de la historia del teatro europeo contemporáneo y que, indudablemente,
no cabía invocar en la práctica escénica española.
Padecíamos un teatro rutinario, rutinariamente celebrado, que no
podía satisfacer a un grupo de autores que habían mostrado su adhe­
sión al franquismo, pero que no suscribían la realidad de la época y
que se inventaron un teatro de “ninguna parte”, al que corresponde el
título de una de sus obras, Ni pobre ni rico sino todo lo contrario,
precisamente cuando riqueza y pobreza acababan de ser dos de los
argumentos de una sangrienta guerra civil. Es la época en la que
Miguel Mihura reprocha a un escritor tan poco sospechoso como
Alvaro de la Iglesia que se permita algunas observaciones críticas
elementales, diciéndole que eso era más propio de una crónica mu­
nicipal y que “La Codorniz” no había sido hecha con esos fines. Lo
poético era un ejercicio de la fantasía y no un modo de transcender lo
inmediato e ir más allá para descubrir -o crear- los sentidos ocultos
de lo real. En este punto del viaje estábamos cuando comenzó a ma­
durar un teatro de la oposición. Oposición política en último término
-y esto es fundamental-, pues lo fue, en primer lugar, oposición cul­
tural, un distinto modo de entender la vida social y el respeto a la
persona.

Los realistas

Esto es tan importante y ha sido después tan mal entendido, que


yo, que fui uno de los responsables de la calificación de Generación
Realista, he tenido que explicar, en reiteradas ocasiones, que para
nosotros el realismo no significaba un estilo, sino una actitud ética.
Y que'en ninguna de las declaraciones teóricas de los escritores de
esa Generación existe afirmación alguna en torno a la “forma” de
teatro que debería hacerse; su discurso era siempre histórico y políti­

91
co, vinculado a un compromiso y nunca a una opción formal. Realis­
mo era lo contrario de evasión; significaba, frente a todo ese tejido
cultural apoyado en una herencia nacionalista, en el desenlace del
39, alzado contra las distintas vías democráticas, y que consideraba
la disidencia como una traición al país, significaba, digo, una llama­
da a la observación de lo real y una apelación a la libertad. Tal vez el
término “realismo” no era bueno, por la misma razón que sentimiento
es un concepto noble y no lo es sentimentalismo, o lo es islam y no lo
es islamismo. Quizá sea un problema de la lengua castellana. Al poner
el ismo se hace una especie de esquematización, cuando lo que se está
queriendo decir es que en el sustantivo, y no en las dogmatizaciones
que puedan hacerse a partir del adjetivo, hay una demanda que recla­
ma la fidelidad. Para nosotros, el problema estaba en que la cultura
oficial española nos prohibía la realidad, obstruía el acceso a una serie
de libros fundamentales, reinterpretaba interesadamente los aconteci­
mientos, manipulaba los hechos, y, en consecuencia, estimulaba nues­
tra necesidad de acercarnos a lo real. Por eso en el Realismo convivie­
ron muchos ismos, según la personalidad y la respuesta estética de
cada autor, cosa que hubiera sido absurda de tratarse de un compromi­
so de estilo. Hablábamos, sin ver en ello contradicción alguna, de un
realismo expresionista, de un realismo naturalista, de un realismo
sicológico, de un realismo simbólico, etc., que diferían en su poética,
pero que coincidían en su propósito ético y político.
Fue Buero quien en un artículo del 63, titulado Sobre teatro, in­
cluido en la revista Agora, dijo que

La cuestión de la realidad es el mayor deber del dramaturgo


pero tiene justamente que hacerse cuestión de ella, porque no está
resuelta. Cuando se recomienda el realismo se expresa un propósi­
to saludable, pero que carece de fórmula inequívoca. Lo que ayer
no era realista, resulta serlo hoy; lo que hoy se tilda de
antirrealista, puede ser realista mañana.

Añadía -y con ello, sin duda respondía a determinadas simplifi­


caciones de los antirrealistas- que no había que confundir el realis­
mo con el teatro “solucionista”, el de las respuestas claras, que solía
ser teatro de propaganda:

92
Si los problemas sociales sufriesen en la escena un tratamiento
exclusivamente didáctico y basado en generalidades racionaliza­
das, las obras serían sociología, pero no serían teatro social. Cuan­
do los problemas sociales se encaman en conflictos singulares y
en seres humanos concretos, puede haber teatro social. Una obra
de teatro que puede ser ventajosamente sustituida por la explica­
ción de sus contenidos es una mala obra.

En última instancia, la misma dificultad de aproximarse a lo real


sin dejarse conducir por las ideologías, expresa cuanto hay de esti­
mulante e inaprensible en un concepto que ocupa el centro de la
filosofía y de la existencia humana.
Ya que cito a Buero, recordemos que cuando estrenó Historia de
una escalera, en el 49, provocó el escándalo que provocó, precisa­
mente, porque desveló una dimensión de lo real que por entonces esta­
ba vetada. Para quienes han conocido la obra mucho después y no
vivieron su estreno, resulta bastante inexplicable lo que ocurrió con
ella, ya que les parece algo así como un sainete, en el que se cuentan
las desventuras cotidianas de un grupo de vecinos. Pero no es así. La
obra es la historia de un fracaso y lo que expresa es la evidencia de que
buena parte de la sociedad española estaba sometida por la propagan­
da oficial a un proyecto de vida que, luego, no se cumplía. Se trata, sin
duda, de una experiencia, contada en muchos lugares y en muchos
dramas. Pero, a partir del talento del autor, la historia cobraba entre
nosotros una dimensión reveladora frente al optimismo oficial y la
reiterada usurpación de la imagen del país por los representantes de
los vencedores. Aquí eran los otros, la inmensidad de los perdedores
silenciosos, el hombre común, quienes, lejos de las sirenas de la Victo­
ria, mostraban la vida popular en la gran ciudad.
La obra indignó al público conservador y entusiasmó a quienes
nos rebelábamos contra la exclusión oficial del fracaso, en una so­
ciedad vigilada y sujeta a las normas derivadas de una victoria mili­
tar. En el teatro de la época eran muchos los conflictos que no podían
ser abordados, muchas las conductas que debían ser ocultadas, mu­
chos los problemas cuya solución debía ajustarse a las normas de
censura. Existía una prédica ideológica que nos impedía el acerca­
miento a lo real. Y aquí me permitiré la referencia a un texto lumino­

93
so del siglo XIX, el Manifiesto de Zola, en el que señalaba que una
de las primeras exigencias del teatro era la de liberarse de la conduc­
ción ideológica, que si, en su tiempo, correspondía al romanticismo,
posteriorm ente, éste ha sido sustituido por una sucesión de
dogmatismos igualmente opuestos a una libre indagación en lo real,
y cuando hago esta reflexión pienso en todo el teatro de “cartilla” -
en el que se ilustra un credo preestablecido- que, tantas veces, por
esta sumisión, ha incumplido o incluso deteriorado la función políti­
ca que se había impuesto.
Este era el contexto histórico y cultural donde creció el teatro
examinado en el Congreso.

La obra y su contexto

Llegados a este punto, quizá sea procedente interrogarse por la


necesidad de conocer el contexto de una obra para su comprensión.
En principio, las obras valen por sí mismas y, por ejemplo, una tra­
gedia de Esquilo, o de Shakespeare, pueden ser gozadas y valoradas
sin conocer las correspondientes realidades históricas en las que fue­
ron escritas. Tales obras contendrían en sí mismas los valores poéti­
cos que explican su supervivencia y determinan la emoción y el en­
riquecimiento de sus espectadores. ¿Hasta dónde, entonces, es nece­
sario conocer los contextos?
Creo que es una pregunta importante que tiene varias respuestas.
Probablemente, tan absurdo es decir que el conocimiento del con­
texto es irrelevante como sostener lo contrario; entre otras cosas,
porque tendríamos que referirnos a obras concretas y a estrenos pun­
tuales, que, en algunos casos, no necesitan de ese conocimiento, y a
otras obras y otras circunstancias, en las que sí es relevante.
Rehuyendo, pues, cualquier generalización, sí quiero decir que,
por ejemplo, cuando en aquellos años leíamos los estudios de algu­
nos hispanistas referidos a los autores críticos españoles de la época,
sentíamos cierta desazón. El hecho de que Buero estrenara con re­
gularidad, incluso en los teatros nacionales, alcanzara la condición
de académico y fuera tratado con respeto por la crítica oficial, con­
ducía a presentarlo como un autor “integrado” en las líneas domi­

94
nantes del teatro español. El propio López Rubio, en su discurso de
ingreso en la Academia, lo incorporó a una lista de buenos escritores
-entre los que figuraba el propio López Rubio- con los que Antonio
Buero tenía escasa relación. Buero, viejo soldado republicano, con­
denado a muerte por los tribunales franquistas, pendiente de su eje­
cución durante meses, era, a nuestro entender, gravemente traiciona­
do en estos estudios “descontextualizados”, porque en la obra de
Buero sí había una percepción de la realidad española, que buena
parte de sus espectadores entendíamos muy bien, y que era minimi­
zada o excluida por la crítica oficial y por muchos estudiosos de su
obra. En Buero estaba presente su conciencia de la guerra y la pos­
guerra civil, y de ella surgió la alegoría de La fundación, donde pre­
senta una sociedad a la que se quiere convencer de que está en una
plácida fundación cuando en realidad está en una cárcel.
¿Cómo aceptar un estudio de la obra que no parta del carácter
histórico de la alegoría? ¿Significa eso, entonces, que si el especta­
dor no conoce las circunstancias en que fue escrita la obra, ésta care­
ce de sentido? Pues no exactamente. Porque la alegoría contiene una
serie de reflexiones sociales que los espectadores que no conocen la
experiencia española habrán podido situar en su propia realidad o en
otras que forman parte de su perspectiva política. Lo que sí me pare­
ce evidente es que se trata de un conflicto político, cuya significa­
ción social no puede ignorarse.
Algo análogo podríamos decir de La casa de Bernarda Alba, que
también para algunos estudiosos es una invención lorquiana, capaz
de construir una serie de conflictos dramáticos. Independientemente
de la existencia probada de unos hechos y unos personajes que sir­
vieron al autor de inspiración, hay que decir que la obra no se le
ocurrió a Federico, sino que ocurrió realmente en el ámbito granadi­
no y que el autor la rescribió hasta hacer de ella el drama de una
represión, transferible a otras sociedades, a más de una premoción
poética de la inmediata Guerra Civil española y de sus profundas
causas. Teníamos que saber que detrás de sus conflictos existía un
testimonio social, un alimento que procedía de la historia, como en
el caso de los esperpentos de Valle Inclán. ¿Qué importa que noso­
tros viéramos los esperpentos durante el franquismo y cambiáramos

95
el nombre del Dictador? ¿Acaso la propia dictadura franquista no
mostraba un celo especial frente a los esperpentos por su paralelis­
mo? Lo que no hubiera tenido sentido era creer que los esperpentos
eran invenciones deshistorizadas, meras propuestas de la fantasía.
Había que desarrollar nuestra conciencia histórica para entender como
se insertan en los esperpentos, conflictos, claudicaciones y perver­
siones que reconocíamos en la continuación de una historia que era,
precisamente, la que estábamos viviendo.

Teatro independiente

Pensemos en el Teatro Independiente que tuvo entre nosotros unas


características que lo distinguen de los movimientos que, con ese
mismo nombre, se dieron en numerosos países de América. La
itinerancia, por ejemplo, que fue uno de sus rasgos fundamentales,
nació como una respuesta al control censor y a la rigidez de la es­
tructura comercial; asociaciones culturales, centros diversos, univer­
sidades y hasta parroquias, ofrecían sus locales en pequeñas y gran­
des ciudades, para que los grupos, con escasas exigencias técnicas,
presentaran sus trabajos y desaparecieran rápidamente. Algunas de
las obras estaban autorizadas para una sola representación y la res­
puesta fue hacerlas una sola vez pero en muchos lugares. A la censu­
ra de los ensayos generales, se respondió, a menudo, con una repre­
sentación recortada que luego, y ante los públicos, se ampliaba o
mantenía según la presumible ausencia o presencia de policías e ins­
pectores. A los textos de los autores vivos reconocidos, se prefería el
collage de textos del pasado o los escritos por miembros del propio
grupo, precisamente, por la posibilidad de cambiarlos con toda li­
bertad. Conjunto de circunstancias que determinaron, -aun con dis­
tintas poéticas-, un estilo, un modo de concebir el teatro y la profe­
sión teatral y, en otro orden, la presencia del teatro en muchos luga­
res donde, ni antes ni después, se ha dado con la misma intensidad.
O, incluso, no se ha dado en absoluto.
El público del Teatro Independiente se caracterizaba por su sen­
sibilidad política, que contribuía al carácter militante -compatible
con la exigencia estética en muchos casos- de la actividad. Hablar

96
hoy del Teatro Independiente sin analizar las circunstancias que lo
determinaron y su proyección en la sociedad de la época carece de
sentido. Muchos se sorprendieron de que el Teatro Independiente,
que había sido una de las expresiones de la resistencia a la Dictadu­
ra, agonizara con la llegada de la Democracia. Sin embargo, fue del
todo lógico, porque se hallaba profundamente ligado a una realidad
social que, con la Democracia, se alteró. Y si los grupos de mayor
calidad estética -Cuadra, Joglars, TEI, Comediants- siguieron ade­
lante fue, porque, m anteniéndose fieles a sus principios, se
replantearon sus bases organizativas -pasando de cooperativas a socie­
dades mercantiles- y orientaron sus trabajos tomando en considera­
ción la actitud de los nuevos públicos.

La complicidad

Estas reflexiones nos sitúan ante otro punto fundamental para enten­
der buena parte del teatro de la época: la complicidad. Cuando los con­
textos son afines -como, por ejemplo, ocurría entonces en el Occidente
democrático-, no es necesario estar atento al lugar de donde proceden
los dramas. Para quienes vivían en esa realidad, las claves contextúales
eran básicamente las mismas, más allá de las singularidades de cada
lugar. Incluso en el caso de tratarse de realidades muy específicas, como
era la Alemania derrotada, enfrentada a su reciente pasado nazi y a todas
sus consecuencias -como había sido el holocausto-, no había problema,
porque estábamos informados y, sin el menor esfuerzo, situábamos los
textos, las ideas y los repertorios de sus grandes compañías en la conmo­
ción ética y política que sacudía al país.
España era diferente. Aquí vivíamos, según hemos visto, en una
situación muy distinta de la que se daba en la Europa democrática, a
la cual, sin embargo, por razones estratégicas, pertenecíamos. Nues­
tro teatro nos sólo emergía de un contexto antagónico, sino que, ade­
más, por su propio anacronismo, tendía a enmascararse en la retórica
oficial. Es decir, que la parte más viva de nuestro teatro no sólo ope­
raba sobre claves distintas a las habituales, sino sobre claves que no
cabía analizar y exponer con regularidad. Así, Buero hablaba de las
“limitaciones expresivas”, término lo bastante ambiguo como para

97
que la censura lo tolerara, en tanto que esas limitaciones podían te­
ner distinta procedencia: del autor, de la producción, de las caracte­
rísticas de la industria teatral o editorial, etc. “Limitaciones expresi­
vas” no señalaba a ningún responsable y, sin embargo, para todos los
que nos movíamos dentro del pensamiento “realista” contenía una
alusión concreta. De ahí emergía el principio de complicidad. Yo,
hacía por entonces crítica teatral en la revista Triunfo. Cuando veía
una obra adscrita al pensamiento oficial, mi sistema de alarma per­
manecía apagado: la obra significaba lo que parecía. En cambio, cuan­
do mediaba algún dato para sospechar que no era así, la alarma se
encendía y no sólo tenía que preguntarme por aquello que la obra
quería y no podía decir, sino que, además, debía renunciar, porque
hubiera sido contradictorio, a explicarlo en mi crítica. Nuestros cen­
sores eran los mismos. Así que, en este punto, mi trabajo era un nue­
vo eslabón en ese enmascaramiento revelador. A la alegoría del au­
tor, yo debía responder con una interpretación de esa alegoría que,
sin embargo, no traspasara descaradamente la frontera que se había
impuesto el propio autor. Y ello porque, de un lado, habría roto las
reglas del juego y, lo que no es menos grave, reducido la obra a una
especie de acertijo, aclarado desde la crítica. Es decir, atribuyendo a
la obra la condición de un sermón “solucionista” -según la adjetiva­
ción propuesta por Buero- artificiosamente oscurecido para sortear
la censura.
En algunos casos, el propio censor entraba en la complicidad,
fingiendo ignorar la significación de la alegoría, y ateniéndose a su
calculada falta de explicitud. Eran los casos en los que el censor le
pedía al autor que se limitara a eliminar las referencias concretas a la
vida española, es decir, autorizando historias que sólo el público de­
bería “españolizar”. Recuerdo, por ejemplo, el caso de El tintero, de
Carlos Muñiz, cuya primera versión fue prohibida, y para cuya auto­
rización bastó que el autor sustituyera los nombres españoles de los
personajes por nombres irreales, que contribuían, aparentemente, a
alejar el drama de nuestra sociedad. En tales casos, los censores menos
rigurosos resolvían un problem a de conciencia, puesto que
viabilizaban la presencia de esos textos y cubrían sus espaldas al
eliminar la cita española. Fue una extraña y difícil historia, alimenta­

98
da por un sistema de complicidades y por la doble moral, en el que
muchos buscaban simplemente conciliar su inteligencia con su peno­
so ejercicio de censores. Los censores se comportaban de modo dis­
tinto según los autores, y los autores defendían con distintas estrate­
gias sus textos. Ciudades había donde no podían representarse obras
que habían circulado o circulaban normalmente por el resto del país.
Era un laberinto, a veces peligroso, a veces relajado. Una historia, al
comienzo nítida, luego cada vez más ambigua y contradictoria, en la
medida que se fueron debilitando los clarines de la Victoria.

Posibilismo, distanciación estratégica, distanciación poética

Esta situación determinó, desde la posición de los autores, varios


tipos de respuesta. Había una en la que el recurso a la complicidad
era tan evidente, que, en la inmensa mayoría de los casos, tales obras
no pasaban la censura y se limitaban a circular, mecanografiadas,
entre una minoría. Otras veces no se llegaba a esos extremos en la
expresión literaria y la obra era autorizada para una sola representa­
ción, en la que, a partir de la actitud del público y la expresión gestual
de los actores, se conformaba un verdadero e inequívoco acto políti­
co. A veces también, como sucedió con la versión castellana de El
retablo delflautista, del catalán Jordi Teixidor, presentada por el grupo
Tábano de Madrid, y autorizada para su presentación regular, era la
explicitud escénica de las, en principio, veladas alegorías, la que iba
otorgando a la obra un carácter de manifestación nítidamente políti­
ca que el sistema no podía tolerar y que, en este caso, se resolvió con
el tumulto organizado por una asociación de la derecha y la subsi­
guiente prohibición gubernativa. Tales casos y otros semejantes es­
taban más cerca del agit prop que del teatro. Simplemente, carecía­
mos de una serie de derechos fundamentales y el teatro se convertía
en el pretexto para su ejercicio.
Pero también existía otro tipo de complicidad, mucho más rica,
que no debe ser identificada con la anterior. Es la que solicitaban
ciertas obras que sostenían un discurso dramático complejo, nos pro­
ponían un lenguaje escénico renovador y creativo, y en tanto que
estaban alimentadas por algo que no se podía decir, solicitaban, inex­

99
cusablemente, a partir de la mediación creadora del espectador, su
disposición a la complicidad. La existencia de este código producía
con frecuencia lamentables y pueriles consecuencias, sobre todo en
los espectadores que no vivían en España y buscaban
sistemáticamente en nuestros dramas y nuestras películas las pistas
que pudieran llevarles a descubrir la velada intención de sus autores.
Y es que la complicidad, salvo los casos en que era solicitada de
forma elemental, del todo irrelevantes en mi reflexión, funcionaba
como una realidad incorporada a la vida social, como un lenguaje
y un ejercicio del imaginario que se producían espontáneamente,
sin la deliberada búsqueda de equivalencias. Aprendimos a hablar
de casi todo sin nombrarlo, no tanto a través de una autocensura
deliberada, como de un modo de sentirnos libres, de integrar a los
valores del subtexto -fundamentales en el teatro y en la literatura-
una mirada política que, a su vez, los destinatarios se habituaron a
percibir. Y que, desde luego, no cabía traducir a un juego de sim­
ples sustituciones.
Las ideas brechtianas sobre la distanciación, además del valor
dramático de la ambigüedad -com o propuesta que dejaba abiertas
distintas interpretaciones o lecturas que debía concretar el especta­
dor- se sumaron en una práctica y una forma de comunicación que
resulta irrepetible en otras circunstancias. Quien parta de la signifi­
cación “evidente” de muchas de aquellas obras, o quien se empeñe
en clarificar el sentido de sus hipotéticas alegorías, se equivocará
igualmente, porque ningún texto de Buero, de Sastre, o de los auto­
res señeros de la Generación Realista o del llamado Nuevo Teatro
Español, carecía de elementos críticos refugiados en la alegoría, ni, a
su vez, aquellos eran susceptibles de ninguna reducción pedagógica.
Existía, en definitiva, un arte que había incorporado, de un modo
orgánico, natural, la complicidad. Entre otras razones, porque, a tra­
vés de los años, había asumido la Dictadura como una limitación
permanente, y necesitaba crecer y manifestarse dentro de ella,
burlándola sin hacer del engaño un ejercicio del ingenio. Sabíamos,
por seguir con la alegoría bueriana, que estábamos en una cárcel y
jugábamos a aceptar que estábamos en una Fundación. Y cuantos
compartíamos ese conocimiento, nos entendíamos.

100
Quisiera ahora evocar brevemente la polémica del “posibilismo”,
cuya resonancia probó que excedía de la confrontación entre Antonio
Buero y Alfonso Sastre, que fueron, en las páginas de “Primer Acto”,
que yo dirigía, sus protagonistas. La cuestión vino suscitada por los
modos de encarar la existencia de la censura. ¿Debía el escritor consi­
derar los criterios de la misma y buscar el modo de sortearlos? ¿Hasta
dónde al hacerlo, y puesto que tales criterios no estaban nítidamente
establecidos, no se incurría en una “autocensura” y se facilitaba, de
algún modo, el trabajo de los censores?
Eran preguntas que, por entonces, debían de hacerse muchos de nues­
tros jóvenes escritores, para los que el enfrentamiento entre Buero y Sas­
tre, dada la estimación que merecían, vino a ser una disputa “magistral”,
un cruce orientador de opiniones. Buero pensaba que el autor debía me­
dirse con la censura buscando los modos de sortearla; Sastre rechazaba
ese cálculo y sostenía que el autor debía escribir libremente y presionar
con su obra para que la censura, de fronteras inciertas, fuera abriéndose.
Es obvio que ambas posiciones, expresadas en términos extremos, carece­
rían de sentido. Ni Buero defendía la autocensura, ni Sastre postuló nunca
que debía escribirse cualquier cosa, aunque para algunos resultó cómodo
radicalizar la posición del escritor que les merecía menos simpatía. Los
dos se planteaban el mismo objetivo, los dos se preguntaban por el mejor
camino para alcanzar la mayor libertad, aunque la perspectiva era lógica­
mente distinta entre quien había hecho la guerra, como militar del ejército
republicano, y la había perdido, y quien, más joven, había conocido la
guerra en su infancia. Para el primero, que había sido juzgado por los
tribunales de los vencedores, condenado a muerte y pasado varios arios en
las cárceles, España estaba sujeta a un cuerpo de celadores que era preciso
burlar mediante estrategias bien calculadas; para Sastre, que no había per­
dido la guerra, se trataba, precisamente, a través de la escritura y del teatro,
de declararla, reavivando sus términos ideológicos.
El hecho de que el nombre de Alfonso Paso se incorporara al deba­
te y algunos lo colocaran junto al de Antonio Buero frente a Alfonso
Sastre, bastaría para revelar la torpeza o mala fe con que tales personas
analizaron una discrepancia que, en el caso de Buero y de Sastre, era
del todo coherente con su biografía, con su obra y con su común resis­
tencia al autocratismo de la Dictadura.

101
El valor de la memoria

Estas reflexiones en torno a las posiciones -igualmente honestas,


en mi opinión- de Antonio Buero y de Alfonso Sastre, me llevan al
tema del valor de la memoria. Los autores examinados, y otros que
no aparecerán por los límites naturales del Congreso, pero que po­
drían estar con el mismo derecho, habían vivido la guerra civil desde
la infancia. Es decir, no habían nacido con la suficiente antelación
para participar en ella -como sí era el caso de Buero-, ni habían
nacido después. Era una generación que tenía una memoria infantil
de la guerra; memoria que luego confrontó con la España de la pos­
guerra. Para quienes habíamos sido niños en la zona republicana,
nos quedaba la memoria de las escuelas mixtas, donde habíamos
cantado La Internacional y la Joven Guardia, y, si recordábamos epi­
sodios crueles -como la visión de cadáveres en las cunetas de las
carreteras, las lágrimas de los familiares de personas asesinadas por­
que iban a misa o gozaban de una buena posición económica, o las
casas recién bombardeadas, con los vecinos sepultados por los es­
combros- lo cierto era que, en muchos de nosotros, dominaba el
recuerdo de un estallido de promesas, en el que se anunció un futuro
que, efectivamente, tenía muy poco que ver con la realidad de la
Dictadura.
La guerra civil, enfrascados los adultos en la contienda, había
supuesto para buena parte de la infancia un periodo de libertad, de
aventura, de acceso a una serie de experiencias que habían desapare­
cido radicalmente en la nueva época. Pienso que el triunfo de los
aliados nos salvó de la educación ideológica que nos habían destina­
do. Ciertamente, incluso en las carreras universitarias, se integraron
cursos de religión, de formación política y de educación física, tres
pilares en la teoría pedagógica del nuevo Estado; pero lo cierto es
que, pese a los rigores de la vida cotidiana -presidida por la propa­
ganda oficial, el anatema de los diversos grupos e ideas considera­
dos enemigos de España y un permanente temor al pecado-, la infor­
mación europea, aun celosamente controlada, puso patas arriba mu­
chos de los principios oficiales. Bastaba confrontar la aún reciente
apología del fascismo hitleriano con las fotos y documentales de los

102
campos de concentración, o la información, que sí llegaba, del Juicio
de Nuremberg, para que la educación del Nuevo Régimen abriera
vías de descrédito, que se fueron multiplicando y contribuyeron a
distanciar la realidad oficial de esa otra expresada por los autores
disidentes. Paralelamente, también comenzó a llegar la información
de los procesos stalinistas -que tenían entre sus víctimas a periodis­
tas y soldados que habían luchado en las filas republicanas durante
la guerra civil-, pero, paradójicamente, el sectarismo del Régimen
bloqueó la influencia de ese tipo de noticias, que a muchos parecían
mera invención del poder.
Este es otro punto que conviene recordar, pues, ante las revela­
ciones sobre la conducta del stalinismo, no sólo con los disidentes
políticos sino con los grandes artistas revolucionarios que no acepta­
ban las directrices estéticas del dictador, más de uno ha atribuido la
pasividad crítica de nuestros escritores de la oposición a su condi­
ción de militantes sin criterio ni independencia. No fue así exacta­
mente. Y, aparte de que la realidad soviética la conocimos tarde y
mal, la censura franquista vino a ser, contra toda previsión, la que
nos inmunizó contra esa información que interpretábamos como una
mascarada de la propaganda oficial.
Citaré dos obras. Una, Murió hace 15 años, en la que se sostenía
que el comunismo era un microbio y que quien lo sufría no podría
curarse jamás. Recuerdo que aparecía un personaje que era uno de
los muchachos españoles que los rusos evacuaron a su país al térmi­
no de la guerra civil. La familia conseguía que volviera y el tipo se
comportaba de un modo abominable, porque en realidad era ya un
individuo sin voluntad, a quien quince años antes le habían inocula­
do el microbio del comunismo.
También recuerdo otra obra, aunque no el título, que se presenta­
ba como una réplica a El vicario, de Hochuht, defendiendo la con­
ducta del Papa frente a la acusación de no haber defendido a los
judíos del genocidio hitleriano. Lo curioso es que la obra de Hochuht
estaba prohibida. Elijo estos dos ejemplos, entre otros muchos posi­
bles, para mostrar hasta dónde nuestra interpretación de las noticias
estaba influida por la hipocresía del sistema y la necesidad de defen­
dernos. De otra parte, también eran muchos los que aplicaban la cali­

103
ficación de fascista con ligereza como si, a partir de ella, ya no hubiese
nada más que discutir. Así que entre las afirmaciones o acusaciones de
fascismo y comunismo, a menudo hechas a la ligera, quedaba muy
poco espacio para el juicio libre, las matizaciones y aún las correccio­
nes autocríticas que son propias del ejercicio intelectual. A la división
esquemática propuesta por los vencedores en la guerra civil, se añadía
el enfrentamiento de los dos grandes bloques internacionales, forzan­
do a cada paso la necesidad de definirse de un modo elemental. La
conocida y tantas veces reiterada afirmación de que “quien no está con
nosotros está contra nosotros”, unida a la de “Franco sí, comunismo
no”, nos condujo a muchos, a la vista del pensamiento y la conducta
de quienes hacían estas afirmaciones, no sólo al antifranquismo sino a
la identificación, nominal o real, con las corrientes que expresaban, en
el orden internacional, la misma oposición. Así que se sumaron dos
dicotomías radicales, que, como sucede siempre en estos casos, empo­
brecieron el discurso crítico. El hecho de que amplios sectores que
militaban en la izquierda se sintieran ideológicamente desamparados
cuando la liquidación del orden bipolar abrió el camino a un nuevo y
más democrático análisis de la realidad internacional, forma parte del
fenómeno. Porque fueron muchos los que, en vez de sacar las perti­
nentes conclusiones, olvidaron sus preguntas o radicalizaron las res­
puestas que habían mostrado ya sus errores.

Formalismo, experimentación y respuestas “totales”

Formalismo y experimentación son dos conceptos opuestos que,


sin embargo, en muchos casos, se confunden. Aquí, desde luego, la
diferencia nunca se cargó de ese dogmatismo que castigó a tantos
creadores soviéticos y, en algunos casos -quizá el más escandaloso,
Meyerhold-, incluso los llevó al juicio sumarísimo y a la muerte. Si
definimos el formalismo como una especulación, derivada de la imi­
tación y la moda, las corrientes más en boga, reducidas a sus corres­
pondientes modelos, tuvieron entre nosotros sus episódicos epígonos
formalistas: Brecht, Living, Beckett, Artaud...
Pero, junto a ese formalismo efímero y de escaso interés, tuvi­
mos también un experimentalismo, en el que, de hecho, militaron

104
cuantos rompieron la rutina confortable, el “teatro de lo sabido”, e
intentaron construir el teatro español lúcido de la época. En este sen­
tido no creo que puedan hacerse análisis meramente formales. De­
trás de cada obra significativa de los años sesenta y primeros setenta
hay una respuesta “total”, que, lógicamente, incluye la “experimen­
tación” del lenguaje, inseparable, como es sabido, de la estilización
que el dramaturgo -y luego el director- proponen como la poética de
su indagación.
Cada autor fundamenta el estilo de cada una de sus obras en un
mismo compromiso, y si un dramaturgo alterna sus estilos -como es
el caso de Carlos Muñiz, de Lauro Olmo, de Rodríguez Méndez, de
Alfonso Sastre, de Antonio Buero, de Domingo Miras, de Jerónimo
López Mozo, de Manuel Martínez Mediero, etc.- no se debe a una
decisión formal sino a la distinta naturaleza del conflicto.
No creo, pues, que, fuera de cierta práctica académica, tenga
mucho sentido desmenuzar las diferencias formales entre la Genera­
ción Realista y el Nuevo Teatro Español. Autores inscritos en la pri­
mera, sujetaron luego su obra a criterios adscritos a la segunda. Bási­
camente eran respuestas que conciliaban el curso de la historia so­
cial española con la evolución personal del autor, y que arrojaban, en
su conjunto, un discurso vertebrado por la confrontación cultural y
política que vivía nuestro país.

Cultura popular y populismo

La lenta recuperación de la literatura republicana y el progresivo


conocimiento de la obra del Exilio -alimentada en su mayoría por la
memoria de la República y de la guerra civil- nos acercó, como an­
tes señalábamos, a uno de los discursos centrales del pensamiento
revolucionario: la cultura popular. Discurso que había cruzado por
las reflexiones de nuestros Valle y Unamuno, primero, y García Lorca
y Alberti, después.
El debate tenía múltiples frentes, a partir ya de un entendimiento
opuesto del concepto. De una parte, estaba el propósito de hacer lle­
gar la cultura y el arte al medio popular, en ocasiones excepcionales,
como una Fiesta y una muestra de la atención del poder. Ese fue el

105
principio de los Festivales de España, que tuvieron el valor de ocupar
una serie de espacios de gran belleza -Teatro Romano de Mérida, ruinas
de Sagunto, Cástrelos, Plaza Porticada de Santander-, y que, a través de
un repertorio heterogéneo, presidido por los clásicos y las compañías de
danza, cumplió los objetivos que se había propuesto: favorecer el consu­
mo de la cultura establecida en ámbitos donde no era posible hacerlo, o
lo era en muy escasa medida, durante el resto del año.
Frente a esa posición -conectada con el populismo- estaba la
que trataba al medio popular no como mero consumidor del arte
mesocrático, sino como “sujeto” de la cultura. Lo cual, obviamente,
no era obstáculo, sino más bien lo contrario, para que se intentara
llevar esos textos y espectáculos ante públicos populares.
Autores como Lauro Olmo o José María Rodríguez Méndez se­
rían difíciles de entender sin asociarlos a esta preocupación. La ad­
miración por el Carlos Arniches de los Sainetes Rápidos, la identifi­
cación de uno y otro con sectores populares castigados por el orden
social -la emigración obrera, los vecinos del barrio barcelonés de
Verdún, los muchachos que no podían pagar la cuota liberatoria y
eran mandados a la guerra de África, etc.-, su admiración por el
Valle de los esperpentos, impregnado de materiales del género chi­
co, y aun muchos de los compromisos y experiencias personales -
como fue el caso de “La Pipironda”, de Ángel Carmona en Barcelo­
n a- estaban vinculados a esa visión transformadora, y opuesta al
paternalismo, de la cultura popular. Fenómenos teatrales tan impor­
tantes como el de La Cuadra o Comediants quizá no hubieran sido
posibles sin ese camino, mal andado y siempre latente, en toda la
historia del teatro español.

La difícil y desordenada relación con el teatro europeo

Otro extremo significativo en el teatro de la época fue la desor­


denada percepción del mejor teatro foráneo. Por las razones ya ex­
plicadas, el Régimen mantuvo una posición de vigilancia y suspica­
cia ante el teatro del Occidente democrático. Esta suspicacia, unida a
la resistencia conservadora de nuestra práctica teatral, determinó, en
el mejor de los casos -pues, en el peor, no existía relación alguna-,

106
una comunicación difícil, discontinua, y, a menudo, compulsiva con
el teatro occidental. De muchos dramaturgos y compañías, cuyo pro­
ceso de creación, de trabajo nos era desconocido, nos llegaban refe­
rencias puntuales, que, desde nuestro páramo escénico, algunos con­
vertían poco menos que en sagradas escrituras. Era lógico. Nuestra
teoría teatral era pobre, porque pobre era la experimentación escénica.
Volvía a cumplirse la antigua paradoja de Valle, quien para escribir
un buen teatro tuvo que romper con la industria escénica española,
aunque siempre nos quedará la duda de saber hasta dónde hubiera
llegado Don Ramón sin ese divorcio.
Así que nuestra teoría escénica tenía que apoyarse en ejemplos
que apenas conocíamos directamente, de los que sólo teníamos las
referencias de algún que otro artículo, algún que otro testimonio,
unas fotos y, a veces, algún libro teórico.
Pese a ello, y aunque la crítica tradicional siguió encerrada en las
adjetivaciones habituales, gracias a las revistas experimentales y a la
multiplicación de los foros y los coloquios, en nuestro país se teorizó
sobre el teatro como nunca se había hecho antes. A las estimaciones
de los textos y de los autores se añadió una creciente atención a la
poética escénica, a cuanto proponían los directores más renovado­
res, con su correspondiente incidencia en las técnicas de actuación,
en la escenografía, en el trabajo dramatúrgico e, incluso, en el trata­
miento del espacio teatral, que algunos pensaban que debía ser dis­
tinto para cada obra.
Nuestra industria teatral rechazaba aún la figura del Director de
Escena en la década de los cuarenta. Los dos teatros nacionales de
Madrid y, muy pronto, la aparición de José Tamayo al frente de la
Compañía de Lope de Vega, contribuyeron a que fuera aceptado que
dirigir una obra no era simplemente ilustrar inteligentemente un tex­
to. La batalla de la iluminación, a partir de la exigencia de una míni­
ma dotación técnica en los teatros, también se dio en aquellos años,
y no se ganó siempre. Los escenógrafos eran más admirados por su
habilidad técnica para resolver en poco tiempo los cambios de deco­
rado que por su aportación a la poética del espectáculo. En muchos
lugares seguían usando los tresillos donde los personajes despacha­
ban sus largas parrafadas, catorce veces por semana, y hasta quince

107
si el éxito aconsejaba hacer tres funciones el sábado. Para nuestros
profesionales mas cualificados, Stanislawsky o no era nada o era un
nombre pasado de moda, que se asociaba a pueriles ejercicios y a
una cierta jerga presidida por la palabra motivación. El teatro era
otra cosa y la Escuela de Arte Dramático lo probaba llamándose
Conservatorio. Si la trinidad era Stanislawsky, Artaud y Brecht, nin­
guno de ellos tenía un puesto en nuestros altares; de hecho, su afán
de indagar en la psicología subyacente de los personajes, en la con­
dición humana desvelada por las situaciones límite, o en la inciden­
cia de las relaciones de producción, eran tres impudicias alzadas contra
la transparencia de las palabras y de los sentimientos del buen teatro,
donde todas las trampas se hacen a la vista y el espectador sabe siem­
pre a que atenerse. Sabe siempre más de los personajes que los pro­
pios personajes, como escribió Sender en un estudio del teatro de
Valle Inclán cuando señaló su inferioridad respecto del teatro de
Benavente.
Frente a ese rutinarismo y ese menosprecio de la investigación
escénica, frente al tardío y desordenado conocimiento de las prácti­
cas renovadoras de la escena europea, fue necesario interpretar y
construir una teoría, ganar tiempo, con el riesgo, a menudo vence­
dor, de sumergirnos en posiciones dogmáticas, en iluminados descu­
brimientos de un Mediterráneo cultural que había sido eliminado de
nuestros mapas. El llamado “teatro del absurdo” fue uno de los cam­
pos de batalla. Mientras la revista Primer Acto incluía el texto de
Esperando a Godot en su primer número, numerosos críticos y co­
mentaristas teatrales repetían sus aburridas pullas cada vez que se
estrenaba, en sesiones de cámara, algún título integrado en esa co­
rriente. Cuando le dieron el Nobel a Beckett más de uno debió de
pensar que el mundo ya no tenía remedio.

La visión endógena del teatro

Nuestra crítica teatral conservadora siempre se ha resistido a re­


lacionar las obras y las puestas en escena con las realidades sociales
de donde procedían. Y la incidencia, en la significación variable de
las primeras y en los criterios de las segundas, de las circunstancias

108
del lugar donde se leen o representan. La historia del teatro aparece
como una sucesión autónoma de manifestaciones escénicas y litera­
rias, regida por los hábitos y el talento personal de sus creadores. Las
circunstancias favorecen o dificultan su expresión, pero cualquier
intento de enraizar regularmente la historia del teatro -y aún los tér­
minos de su concepción y existencia- en los procesos sociales de
cada lugar parece, a ese pensamiento conservador, una impertinen­
cia política. Según esto, sólo en casos excepcionales tendría sentido
la referencia sociológica. Y además, disponemos del término
“parateatro”, para aquellas expresiones populares, españolas o no,
que no encajen en la tradición teatral reconocida.
Si ésta es una constante, en la España de la Dictadura se impuso
con especial contundencia. Y es lógico que así fuera, porque el exa­
men de las circunstancias que conforman las características de la
expresión teatral -desde la libertad de los autores a la composición
de los públicos, desde el apoyo al teatro privado a la presencia o
ausencia del teatro de los planes de educación, desde el número y
funcionamiento de los teatros públicos a la realidad social inmedia­
ta, etc - conlleva una interpretación política de la historia, necesaria­
mente atenta a los factores culturales, ingerencias religiosas y des­
igualdades económicas que se han cruzado en el camino.
El examen de la historia del teatro desvela la relatividad de los
valores, el complejo de razones culturales, políticas y económicas,
que modifican, según el tiempo y el lugar, sus formas, su función
social y su sentido. Todo lo contrario de lo que solicita cualquier
idealismo que haga de su sociedad la medida del mundo y defienda
sus valores como verdades absolutas.
La censura, la manipulación de la información, la sacralización
del pensamiento oficial, la misma tosquedad de la interpretación na­
cionalista de la historia de España -desvirtuando su pluralismo y la
riqueza de sus mestizajes culturales-, la visión demonizada de Euro­
pa, las salpicaduras del nacional-catolicismo, eran verdaderas losas
para el ejercicio regular de la conciencia histórica. Y el teatro tam­
bién lo sufrió. Para la mayor parte del pensamiento y del público
tradicional, en cuanto uno se salía de las referencias teatrales espa­
ñolas mas o menos aceptadas, en cuanto intentaba asomarse a los

109
BARROCO Y NEOVANGUARDIA: LA OBRA
DRAMÁTICA DE MIGUEL ROMERO ESTEO

Pedro Aullón de Haro


Universidad, de Alicante

Mi exposición consta de tres partes. La primera de ellas está des­


tinada a presentar de manera breve y funcional las categorías artísti­
cas de Barroco y Neovanguardia, teniendo en cuenta naturalmente
que esta última presupone la de Vanguardia. En segundo lugar plan­
tearé la distinción de dos épocas en el conjunto de la obra dramática
de Miguel Romero Esteo. En tercer y último lugar, guiado por un
fuerte propósito de síntesis, me voy a proponer enunciar los que con­
sidero diez grandes conceptos o principios técnicos que rigen la cons­
trucción dramática de las obras de Romero Esteo.

Barroco y Neovanguardia

Barroco es categoría estética e histórico-artística, o histórico-cul-


tural incluso, cuya especificidad mayor se sitúa como superación
dinám ica del canonism o clasicista representado por el arte
renacentista. Se trataría así del Barroco histórico. No es el caso ofre­
cer aquí una caracterización conceptual del Barroco.1 Ahora bien,
siguiendo a Eugenio D ’Ors,12 mantendremos una categorización de

1. Véase especialmente Luciano Anceschi, La idea del Barroco, Madrid,


Tecnos, 1991.
2. Eugenio D ’Ors, Lo Barroco, Madrid, Tecnos, 1993.
Barroco como constante, como eón, que tiene lugar de manera aná­
loga en distintas épocas de la historia frente a un eón clasicista, digá­
moslo así. Por ello lo barroco sería helenístico, gótico, romántico, lo
que llamamos Barroco histórico o lo que también se ha dado en lla­
mar Neobarroco referido al siglo XX, a la segunda mitad, pero he­
mos de decir que también a la primera.3 Por lo demás, es evidente
que el Barroco es precedente del Romanticismo.
La Vanguardia es categoría definible por su proyecto de novedad. Lo
nuevo es el afán y la predicación constante del programa vanguardista
internacional, que constituye un proceso de desubjetivización
antirromántico-simbolista.4 Neovanguardia es categorización perfecta­
mente aceptada (y de naturalidad histórica y no meramente metodológica,
según en principio se pudiera creer) en el orden artístico de la segunda
mitad del siglo XX y que, como otras de análoga naturaleza y función
terminológica (por ejemplo, neorrealismo, neodecadentismo), describe
al fin un fenómeno de reflujo que se funda en principios de avanzada
revolucionaria retomados de la Vanguardia histórica, esto es de la pri­
mera mitad del siglo XX, en un intento de reimplantación.5
El concepto romántico de originalidad es kantiano, atribuido al
genio, que es naturaleza, como primera cualidad en la Crítica del
Juicio.6 La originalidad se puede extender como tal, retroactivamente,
hacia el Barroco histórico, y en sentido histórico contrario, hacia la
Vanguardia pero transformada en Novedad, que hemos dicho, esto
es objetualizada en supresión antipsicológica y antisentimental.

3. Es preciso establecer la categoría de Neobarroco, o cuando menos de


barroquismo para la literatura de la primera mitad del siglo en España, tan influida
por Góngora, y en coincidencia con las decisivas interpretaciones barrocas de la
época. En todo esto es preciso además tener en cuenta a Hispanoamérica. Para los
aspectos más generales de décadas posteriores, véase Omar Calabresse,
Neobarroca, Madrid, Cátedra, 1987.
4. Puede verse mi “Teoría general de la Vanguardia”, ahora compilada en La
Modernidad poética, la Vanguardia y el Creacionismo, Málaga, Analecta
Malacitana, 2000; y Javier Pérez Bazo, “La Vanguardia como categoría”, en J.
Pérez Bazo (ed.), La Vanguardia en España, París, Ophrys, 1998, págs. 7-29.
5. Cf. Jesús García Gabaldón y Carmen Valcárcel, “La Neovanguardia literaria
española y sus relaciones artísticas”, en J. Pérez Bazo (ed.), La Vanguardia en
España, cit., págs. 439-482.
6. Parágrafo 46.

114
El Barroco histórico fue por primera vez debidamente interpreta­
do y asumido durante la primera mitad del siglo XX, justo en la
época de la Vanguardia histórica. Es una operación que llevó a cabo
un buen número de hombres entre los que se encuentran Wolfflin,
Benjamín, Dámaso Alonso o Eugenio D ’Ors. Ese Barroco histórico
tiene su lugar central en el mundo hispánico, y esto es así porque la
cultura española y su lengua poseen las condiciones para que así
pueda suceder, pues define un aspecto sustancial de su tradición más
propia. De ahí el peculiar relieve adquirido en España por el barro­
quismo tanto en la Vanguardia como en la Neovanguardia, y tenien­
do en cuenta, en cualquier caso, que barroco y vanguardismo detentan
constituciones de convergencia. Pues bien, la obra dramática de Ro­
mero Esteo se origina en esa convergencia hispánica, y desde un
primer momento revela una singularidad francamente notoria.

Epocas en la obra dramática de Romero Esteo

La obra dramática de Romero Esteo se configura en dos períodos


o épocas fácilmente determinables en razón sobre todo de su materia
temática. Esta distinción se puede efectuar de manera nítida, aun
indicando alguna mínima excepción.

Ia Época
Pizzicato irrisorio y gran pavana de lechuzos 1966.
Pontifical 1966.
- Patética de los pellejos santos y el ánima piadosa 1970.
Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha
consolación 1971.
Pasodoble 1971.
- Fiestas gordas del vino y el tocino 1972-73.
- El barco de papel 1975.
El vodevil de la pálida, pálida, pálida, pálida rosa 1975.
La oropéndola 1980.
- Horror vacui 1974-94.

- Bricolage 1997.

115
Tinieblas de la madre Europa o Las naranjas de la tropa 1999.
2a Época
Tartessos 1982-83.
Antigua y noble historia de Prometeo el héroe con Pandora
la pálida 1985.
Liturgia de Gerión, rey de reyes 1985.
Liturgia de Gárgoris, rey de reyes 1986.
Norax, rey de reyes 1998.
Habbis, rey de reyes 2000.
Omalaka 2001.

- Argantonio.

Las dos obras enumeradas al final de la lista de la primera época,


pertenecen técnica y temáticamente a ésta, a pesar de su datación. La
segunda de ellas, Tinieblas de la madre Europa o Las naranjas de la
tropa, es una obra decididamente menor. Por último, Argantonio, el
título que cierra la lista de la segunda época, es un texto que actual­
mente se halla en estado de elaboración.

Principios en la construcción dramática de la obra de Romero


Esteo

A mi juicio, existen diez grandes aspectos o principios técnicos


que rigen la construcción dramática de Romero Esteo. Para esta dis­
criminación me baso en los varios análisis que en distintas ocasio­
nes, desde 1979, he efectuado sobre la obra del autor.7 Éstos, al me­
nos en un cierto orden aparente, desde la generalidad a la particulari­
dad, son los siguientes:

7. Por orden cronológico, “El texto del teatro”, Revista de Literatura, 83 (1890);
“La obra dramática de Miguel Romero Esteo”, en M.R.E., Tartessos, Madrid,
Pipirijaina, 1983, pág. 519; “Prolegómenos”, en M.R.E., Teatro, Universidad de
Málaga, 1986, págs. 7-16; “Prólogo”, en M.R.E., Liturgia de Gárgoris, Rey de Reyes,
Málaga, Diputación Provincial, 1990, págs. 5-8; “Ritual barroco”, en la antología
Teatro Español Contemporáneo, México, Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes, 1991, págs. 699-707.

116
1) lo trágico
2) desmecanización en general
3) dualidad temática correspondiente a las dos épocas antes se­
ñaladas: heteróclita grotesca y homogénea protohistórica
4) desproporción anticlásica
5) apertura estructural del texto, que se modera en la segunda
época
6) integración de contrarios
7) primitivismo y pedestrismo como novedad por contraste
ideologizada
8) perversión retórica
9) desestructuración de la fábula
10) desestructuración del personaje.

Como se supondrá, estas distinciones, finalmente, se superponen.

1. Lo trágico
En general, las obras de Romero Esteo son trágicas, a excepción
de la bellísima El barco de papel, que es obra infantil aunque tam­
bién destinada a una recepción más general. Aquí cabría suscitar el
concepto de tragedia en relación a su consideración factual así como,
sobre todo, a su consideración genérica y al paradigma griego que lo
creó para Occidente. La constitución trágica es en principio de ca­
rácter no vanguardista sino barroco, pero en este último el problema
conceptual, que ahora no es momento de dirimir, se refiere a la dua­
lidad, asumida por Benjamín,8 drama/tragedia. A mi modo de ver,
las obras de Romero Esteo pertenecientes a la primera época sólo
resisten la denominación de tragedias si mantiene ésta la calificación
de grotescas (sólo tragicómicas en apariencia, pues es una risa de
contraste que nos aniquila el horror), cosa que por otra parte el mis­
mo autor propone barrocam ente m ediante el térm ino de
grotescomaquias. En ellas, el alto grado de ironización paródica in­
terrumpe, de manera muy premeditada e incisiva por otra parte, la

8. Walter Benjamín, El origen del drama barroco alemán, Madrid, Tauros,


1990.

117
entereza trágica. Esto al margen de que sea o no el par aristotélico
compasión/terror, concebido como causa final, efecto, el elemento
definitorio, pues la risa entrecortada que procuran los textos pervier­
te esta fenomenología. Por contra, la segunda época de las obras de
Romero Esteo, desde la monumental Tartessos, surge radicalmente
ideada por un orden trágico análogo al clásico antiguo, si bien ante­
puesto históricam ente, lo cual no contraviene los preceptos
aristotélicos, y en cualquier caso otorga un carácter preeminente a la
concepción de Karl Jaspers consistente en que lo trágico se mani­
fiesta bajo forma histórica. Esto dicho más allá de que el aspecto
esencial de histórico reservado por Jaspers para la tragedia reside en
una concepción de lo trágico que se funda no en el ser sino en el
aspecto de la aparición de éste en el tiempo.9 En Romero Esteo la
tragedia histórica es una epopeya trágica reintegradora del drama
musical curiosamente mediante la liturgia. De este modo erige una
portentosa síntesis.

2. Desmecanización en general
Subsumiendo los conceptos formalistas de desautomatización y
deshabitualización prefiero usar el término “desmecanización” con
sentido más abarcador. El principio desmecanizador que promueve
la obra de Romero Esteo atañe a tantos elementos y en tan diversos
planos de la misma que es posible afirmar que se trata en último
término de su fórmula constructiva, bien sea respecto de las realiza­
ciones del lenguaje verbal, de las estructuras textuales y de fábula,
de personaje y, lo que es muy importante, de la significación y cier­
tamente del proceso de recepción, ya de lectura o ya espectacular.
Todo esto tiene lugar en un grado extremo, radical de vanguardización
con base barroca. Por consiguiente, aquellos conceptos o aspectos a
los cuales nos vamos a referir en lo que sigue habrán de ser necesa­
riamente considerados en tanto que conceptos o aspectos de dicha
desmecanización general.

9. Karl Jaspers, Lo trágico. El lenguaje, de. J.L. del Barco, Málaga, Agora,
1995.

118
3. Dualidad temática
En primer término es preciso partir del punto de que la dualidad
temática, relativa a primera y segunda época, responde permanente­
mente, casi, a la categorización también temática de tragedia, a su
vez grotesca respecto de la primera y protohistórica o histórica res­
pecto de la segunda. Ahora la gran diferenciación consiste en la múl­
tiple entidad heteróclita de la tragedia grotesca frente a la posterior
homogeneidad de la tragedia histórica, que lo es, con base arqueoló­
gica y antropológica, de los orígenes de España y Europa. Ahí lo
trágico posee fundamento mítico y arcaico, es decir originario. Por
su parte, en la tragedia grotesca no sólo la diversidad temática es
referible al todo de las obras sino a la particularidad de cada una de
ellas, al juego fortísimo de contraste determinado por la intromisión
de contrarios, si bien predominantemente habría que hablar más a
este propósito de subtemas y sus peculiares entretejimientos que no
de temas propiamente.
En cualquier caso, la multiplicación de mundos actuales y pasa­
dos en un orden espacio-temporal superador precisamente de las
determinaciones históricas por sí, posee una base formal barroca,
pero en unos extremos de radicalización y entremezclamiento sólo
posibles desde un régimen vanguardista. El extremo heteróclito de
Horror vacui al reunir varias obras como parte de un todo, aunque
puede recordar algún ejemplo memorable calderoniano, incluso en
una de esas partes integradas, lo cierto es que propone una supera­
ción tal que habría que llegar a planteársela en tanto que historia del
teatro occidental.
No es ahora momento de ejemplificar, pero téngase de todo pun­
to presente lo antes referido respecto de la intromisión de contrarios
y el hecho de que la distinción temática de géneros no es sino formu­
lación parcial, puesto que lo temático no es fácilmente desglosable
de las formas. Por último, nótese cómo las tematizaciones a menudo
literalmente no son más que pseudoalegorizaciones que enmascaran
un puro conflicto esencialista sin más adjetivos, tal puede ser el caso
de hombre/mujer en Pasodoble.

119
4. Desproporción anticlásica
Barroco y Vanguardia definen artísticamente los momentos ma­
yores de la realización anticlásica. Esta última en doble grado, por
posición histórica. Ahora bien, no se piense vagamente en que el
rompimiento del orden canónico acostumbrado de las proporciones
constituye una mera expresión de desbordamiento. De entrada ha­
bría que tener muy en cuenta en este sentido el fuerte racionalismo
subyacente tanto a la ideación barroca como a la vanguardista, o
mejor neovanguardista o incluso supravanguardista, si se pudiera
decir, puesto que los elementos lúdicos de este teatro, aun en sus
grados extremos de vaciedad, o precisamente mejor en éstos, hacen
patente el fondo de la nada y son solidarios con la actitud trágica que
a este punto se torna absurdo, nunca un jugar por jugar o un ludismo
infantilista al que fue tan proclive la Vanguardia histórica y cuya
justificación consistía en una regresión a la infancia con el proyecto
de volver a ver el mundo por primera vez.
La densa concepción barroca disuelve en estas obras esa pers­
pectiva lúdica e intensifica un intelectualism o anticlásico
problem atizable m ediante el concepto histórico-artístico de
Manierismo, creo que mejor allegable al concepto de estructura que
después se considerará. La desproporción ha de referirse más bien y
como tantas otras veces, a un radicalismo caracterizado por la des­
mesura, el valor de lo ingente que se configura en la frecuente
inabarcabilidad de las obras en razón de su extensión. Desde el pun­
to de vista del discurso lo que se observa es su capacidad de encade­
namiento autorreproductivo y, al fondo, la extremosidad de las pro­
pensiones barrocas a la infinitud. La desproporción es de discurso,
de disposición textual parlamento/acotación y de estructura general
o segmental de la obra.
T em áticam ente tam bién podría plantearse la cuestión
desproporcional, pero más relevante a este punto es lo relativo a las
posibilidades de representación escénica que ofrecen estas obras. Son
obras muy difíciles de representar, pero que en su propia naturaleza,
o disposición, brindan, más o menos alejado de la luz, el principio de
su ordenación a fin escénico, el sentido selectivo y reductor con que
el dramaturgo o realizador ha de enfrentarse a una masa textual para

120
poder conducirla a ese fin. Tanto en la primera como en la segunda
época el problema es análogo, sólo que en esta última se presenta de
forma más lineal.

5. Apertura estructural del texto


Ya lo he señalado en alguna otra ocasión, pero quizás no sea éste
un mal lugar para empezar por decir que el concepto de apertura fue
enunciado primeramente por Wolffin, y además en un lugar muy
visible, en sus Conceptos fundamentales de la historia del Arte, a fin
de diferenciar la forma barroca de la renacentista estática y cerrada.
Pues bien, la desmesura antes referida, especialmente en dos ocasio­
nes, en los prólogos del propio autor a Pizzicato irrisorio y gran
pavana de lechuzos y a Fiestas gordas del vino y el tocino, viene
referida o racionalizada por un proyecto de ejecución según varias
posibilidades. En el caso de Fiestas gordas se trata de que el autor
brinda las tres posibilidades de “gran fiesta desenfadada”, “gran fiesta
trágica” y la intermedia “gran fiesta agria” según se proceda a selec­
cionar unos u otros núcleos dramáticos de los que presenta
organizadamente el texto.
Estas técnicas de disposición, muy cultivadas por la música de la
neovanguardia, las publicitó grandemente Umberto Eco en un escri­
to famoso en su tiempo en el cual se refería en particular a obras de
Stockhausen y Boulez; pero en el caso de Romero Esteo hay que
pensar más bien en Ligeti. Las tragedias históricas presentan una
regularización del orden estructural de los textos en correspondencia
con una moderación del radicalismo determinado por la dominante
especificidad de formas que tienden a servir ahora a un mundo de
representaciones mítico-arcaicas. En estas tragedias históricas se pro­
duce, pues, una linealización que hace sin embargo no menos difícil
la posibilidad de reducción textual con linealidad escénica, sobre
todo por carecer de fuertes evidencias estructurales, señaladas inclu­
so por el autor en varias ocasiones.
Con todo, por sus dimensiones, es Tartessos, indudablemente, la
obra más problemática en este sentido. La disposición extremada­
mente multiplicada, formulada como expresión laberíntica del enga­
ño de artificio que alcanza su culmen técnico y de sumarización ar­

121
tística en Horror vacui, final prodigioso y auténtica síntesis superadora
con que se cierra la primera época del autor, cede aquí al sentido de
unidad dramática como consecuencia de la regularización de la fá­
bula. Las tendencias de apertura guardan, pues, limitadas, formal­
mente, a lo que permanece, que es la extensión y rasgos heterodoxos
de parlamentos y acotaciones, más los elementos musicales, muy
frecuentes y que pasan a desempeñar una función más directriz en
orden a la configuración litúrgica de las obras.

6. Integración de contrarios
El Romanticismo alemán, sobre la base anterior de los grandes
maestros iniciadores del Idealismo, especialmente Schiller, formuló
en términos prácticos y poetológicos concretos la idea de mezclar for­
mas distintas, el romance con la filosofía y la narración, el verso, etc.
En realidad, sin darse propiamente cuenta de ello, estos poetas alema­
nes habían establecido una fórmula que cabe sea elevada a principio
constructivo global pero también, en consecuencia, a principio expli-
cativo-descriptivo del arte de su época, desde los elementos menores
de verso y estrofa, pasando por las disposiciones de estructura hasta
los aspectos semántico-temáticos. Esta intromisión de opuestos o con­
trarios, se recordará, fue popularizada por Víctor Hugo en su famoso
prólogo a Cronwell, tomado en Francia como manifiesto romántico,
pero su ascendencia remonta especialmente al Lope del Arte Nuevo.
Pues bien, el hecho es que Romero Esteo funda el que es proba­
blemente el aspecto más radical y revolucionario de su teatro en este
principio de la integración de contrarios. Y esto lo hace en dos pla­
nos decisivos y convergentes, el del lenguaje y el del género. Básica­
mente, el procedimiento consiste en la integración de un lenguaje
eminentemente artístico con otro eminentemente popular, y, desde
el punto de vista del género, la integración de las formas litúrgicas y
ceremoniales con las del teatro bufo. Todo ello define, sobre la base
de una disposición laberíntica, la primera época del autor. En la se­
gunda época tiene lugar una disolución de contrarios justo en la me­
dida en que los componentes enjuego permiten una conducción ge­
nérica asumible en el marco de un diseño trágico-epopéyico acerca
del mundo histórico de los orígenes.

122
7. Primitivismo y pedestrismo
La originalidad romántica así como la novedad vanguardista po­
dían ser realizadas mediante procedimientos de contraste. Es lo que
yo he denominado para la Vanguardia histórica como “novedad por
contraste”. Este tipo de novedad, principalmente fundada en el exo­
tismo según los criterios románticos, que prefirieron olvidar por ilus­
trada la figuración del “buen salvaje”, se constituyó para la Vanguar­
dia en un intento de recuperación de las “artes salvajes o primitivas”.
El primitivismo, que vanguardistamente también sería asociable a la
ingenuidad o al infantilismo lúdico, en la obra de Romero Esteo po­
dría ser referido a la materia arcaica de su segunda época, pero suce­
de que aquí el proceso de reconducción de este elemento deviene
poco menos que inconmensurable.
Lo cierto es que aquel radicalismo primitivista de la vanguardia
histórica, en la vanguardización que efectúa nuestro autor accede a
un radicalismo básicamente vinculado a las formas muy gruesas de
la realización de su lenguaje popular, en cualquier caso artistizado, y
que convendrá denominar “pedestrismo”. Estamos, pues, ante un
modo revelador y perverso de agresión a la burguesía culta, cosa que
en último término no deja de ser una de las intenciones más constan­
tes e incisivas de todo movimiento de vanguardia.

8. Perversión retórica
Desde un punto de vista retórico elocutivo, que es el que aquí
más concierne, la inicial perversión retórica de Romero Esteo viene
regida por esa intromisión de contrarios consistente en la integración
de un lenguaje artístico y un lenguaje fortísimamente popular. El
autor, de hecho, al poner en marcha un discurso de procedimientos
ampliamente morfosintácticos y tropológicos conducidos a una de­
formación que transciende con mucho cualquier consideración
prosaísta, popularista o coloquial, eleva a categoría de norma el de­
fecto del discurso. Decía él en el prólogo que antepuso a Pizzicato
irrisorio, que existe “una sacrosanta preceptiva literaria y una sacro­
santa preceptiva teatral que a toda una larga serie de cosas y quisicosas
las consideran unos vicios infaustos. Y la verdad es que, utilizándo­
las sistemáticamente como recursos, con todas esas prohibidas cosas

123
y quisicosas se pueden organizar cursos y el gran esplendor de unos
fastos nefastos (....) Todas esas cosas y quisicosas -aliteraciones,
cacofonías, disonancias, reiteraciones, anacolutos, etc - las ha ve­
nido utilizando la música tan impertérrita, y no le ha ido tan mal.
Esos vicios literarios y teatrales les rompen a las reglas del juego
sistemáticamente el corazón. Porque la sacrosantas reglas de juego
tienen su corazón, y hasta incluso su corazoncito. Una poética de
las reglas de juego como delito, ahí está el intríngulis del asunto.”
Esa transgresión delictiva desenvuelve una elocución de encadena­
miento altamente reiterativo y encadenadamente multiplicado como
proyección descodificadora cuya mecanización deshabitual agrede
e interrumpe el orden de la habitual mecanización literaria o psí­
quica.

9. Desestructuración de la fábula
La obras de la primera época son aquellas que consuman la des­
integración de las estructuras tradicionales de fábula regidas por el
orden aristotélico. Las estructuras de fábula son sometidas a una alta
atomización por medio de la dispersión de multiplicidades significa­
tivas que de manera sucesiva se tejen y se destejen y podríase decir
que propenden al paroxismo. El hecho es que los elementos acceso­
rios de la fábula en ocasiones alcanzan la función de básicos, mien­
tras que los elementos básicos en ocasiones pueden resultar relega­
dos a la situación de accesorios, cuando menos en la medida en que
éstos pueden ser utilizados con el fin único de articular meras inci­
dencias. Quiere decirse que frecuentemente se produce un entrecru­
zamiento en el orden gradatorio de las modulaciones de lo esperable
y lo inesperable. Viene a ejecutarse una proyección fabular laberíntica.
La intensidad dramática deja de estar sustentada en el núcleo evolu­
tivo de la fábula y tiende a expandirse, más o menos simultáneamen­
te desde diferentes niveles. Por contra, las obras de la segunda época
contienen un retorno al orden aristotélico de la causalidad y la nece­
sidad apto para la constitución de una acción trágica unitaria, esca­
samente anecdótica destinada a reconstruir mistéricamente el mun­
do primordial de los orígenes.

124
10. Desestructuración del personaje
A náloga y solid ariam ente con el caso anterior de la
desestructuración de la fábula, el personaje es asimismo sometido a
un tratamiento riguroso de disolución de los paradigmas tradiciona­
les. Incluso se diría que con frecuencia los personajes se disuelven
engastados en la propia dominancia de una corriente dramática me­
diante el juego de continuidad y discontinuidad del discurso lingüís­
tico y teatral. En su conjunto, las obras de las dos épocas ofrecen una
extraordinaria gama y riqueza de personajes. En la primera, éstos se
caracterizan por su multiplicidad heteróclita; en la segunda se carac­
terizan por su hom ogeneidad de base temática. Aquéllos se
entrecruzan, se hacen planos en el sentido de la pérdida de las con­
venciones psicológicas y dram áticas tradicionales, pero se
complejizan sumamente, devienen contradictorios, pluriformes,
detentadores de una faz poliédrica que sumerge las posibilidades de
identificación por parte del lector o del espectador en el régimen de
lo imprevisible o extrañamente acuciante y desgastador.

125
LA POÉTICA TEATRAL DE FRANCISCO NIEVA

Jesús Rubio Jiménez


Universidad de Zaragoza

Hubiera querido escribir este ensayo dentro de cuatro o cinco


meses, después de leer las memorias de Francisco Nieva, cuya edi­
ción anuncia Espasa Calpe para la próxima primavera.1 Es un impo­
sible y apenas he podido adivinarlas en los fragmentos que cita Juan
Francisco Peña en su reciente libro El teatro de Francisco Nieva.12
Mi deseo tiene una explicación: en ellas es presumible que ofrecerá
Nieva una visión de conjunto de su trayectoria, ordenada y decanta­
da con la perspectiva que da el paso de los años.
No es que Francisco Nieva haya sido parco en declaraciones so­
bre su relación con el mundo del teatro. Al contrario. Ha prodigado
en entrevistas y en diversos escritos sus opinions.3 Con frecuencia
incluso ha recurrido en los títulos de estos a términos como “auto­
biografía”, “autobibliografía”, “confesiones” (“Confesiones en voz
alta”, “Confesiones de un autor indigno”), y otros más cercanos al
que encabeza este ensayo o coincidente con él: la “Breve poética

1. Suelto de ABC Cultural, 3-XI-2001.


2. Juan Francisco Peña, El teatro de Francisco Nieva, Universidad de Alcalá
de Henares, 2 0 0 1 ,2 vols.
3. Un repaso de sus escritos ofrece no menos de 200 entradas sobre temas
teatrales entre artículos y entrevistas. Su estudio excede este ensayo donde serán
citados sólo los principales.
teatral” que acompaña a Malditas sean Coronada y sus hijas y Deli­
rio del amor hostil.A
El título de este ensayo parte de estos escritos y ha sido utilizado antes
en aproximaciones a sus ideas teatrales: La poética de Francisco Nieva
(1987), tituló Jesús María Barrajón un libro madrugador.4 56O casi todos
sus estudiosos y editores dedican un espacio más o menos extenso a sus
ideas teatrales. Todos ayudan a buscar las líneas de fuerza, que soportan su
sistema teatral, que no ha sido descrito ni con mucho como se merece.
Aquí usaré el sintagma “poética teatral” para referirme a los es­
critos de Nieva, que arropan sus textos dramáticos y sus creaciones
escénicas en sentido amplio, ya que se trata no de un autor teatral,
sino de un hombre de teatro, que ha compaginado la escritura dra­
mática con las labores de escenógrafo y figurinista, director de esce­
na y esporádicamente hasta las de empresario teatral o crítico teatral.
Nunca como en nuestro tiempo la creación artística va acompa­
ñada de una reflexión del artista sobre su arte. Lo ha recordado el
mismo Nieva en su “Breve poética teatral” al comenzar:

cada vez son más apremiantes -sin que se me haga muy clara
la razón- las peticiones de autodefinición del escritor. Peticiones
que parecen un tanto insidiosas; “díganos usted “por quién se tiene
a sí mismo” y nosotros le diremos quién es usted en realidad.

4. Francisco Nieva, Malditas sean Coronada y sus hijas y Delirio del amor hostil,
Madrid, Cátedra, 1980, págs. 93-117. Edición de Antonio González.
Véanse, los artículos de Francisco Nieva, “Lo que he escrito. La magia anecdótica y
el realismo psíquico”, Primer Acto, 132 (mayo de 1971), págs. 65-66. “Autobibliografia”,
Primer Acto, 153 (febrero de 1973) págs. 18-21. “Confesiones en voz alta”, Primer Acto,
153 (febrero de 1973), pág. 23. “Autobiografía”, en Teatro jurioso: Coronada y el toro,
Madrid, Pipirijaina Textos, 1974, págs. 5-6. “Autobiografía”, en José Monleón ed., Cuatro
autores críticos. José María Rodríguez Méndez, José Martín Recuerda, Francisco Nieva,
Jesús Campos, Universidad de Granada, 1976, págs. 99-102. “Confesiones de un autor
indigno. Pipirigallos”, Pipirijaina, 4 (1977), págs. 33-35.
5. Jesús María Barrajón, La poética de Francisco Nieva, Ciudad Real,
Diputación de Ciudad Real, 1987. Y “La concepción teatral de Francisco Nieva”,
Primer Acto, 219 (mayo-agosto de 1987), págs. 70-79. También, Urszula Aszyk,
“En busca de la teatralidad total: Francisco Nieva”, en Entre la crisis y la
vanguardia. Estudios sobre el teatro español del siglo XX, Varsovia, Universidad
de Varsovia-Cátedra de Estudios Ibéricos, 1995, págs. 175-194.
6. Francisco Nieva, Malditas sean Coronada y su hija, ed. cit., pág. 93.

128
La propia obra de arte adquiere con facilidad dimensiones re­
flexivas sobre sí misma, en nuestro caso metateatrales: Nieva ha ofre­
cido ejemplos magníficos en piezas completas como Sombra y qui­
mera de Larra, Tórtolas, crepúsculo y... telón o Salvator Rosa y en
un sentido más amplio permea esta actitud toda su escritura.7 Esta
conciencia crítica se acentúa en los artistas de vanguardia y más to­
davía cuando deben introducir sus creaciones experimentales en un
medio no sólo ignorante sino declaradamente hostil. Cualquier crea­
dor teatral que tratara de cambiar la situación del teatro español en
los años sesenta o setenta se encontraba en este trance. Francisco
Nieva -es sabido- lo hizo, y de aquí la oportunidad y aun la necesi­
dad de estudiar su obra comenzando por sus ideas estéticas -su poé­
tica teatral- que ha ido exponiendo a lo largo de los años indicando
vías de acceso a sus piezas teatrales y a sus espectáculos. Escritos y
declaraciones que deben ser analizados desde distintos puntos de
vista entre los que sobresalen de entrada: lo autobiográfico, la nece­
sidad de explicar y explicarse unas creaciones rompedoras; y la ne­
cesidad también de poner orden en un proceso creativo desbordante
y polifacético en el que se han ido produciendo constantes reajustes.
Los ensayos teatrales de Francisco Nieva oscilan entre el manifiesto
provocador y la nota explicativa de un trabajo concreto; entre la ex­
posición sucinta de un planteamiento estético rompedor y la nota
explicativa que aclara algún aspecto de una edición o de una función
en su programa.
Todos estos escritos tienen un carácter fragmentario, que es de
suponer habrá quedado remediado en esas deseadas memorias, que
habrá que esperar un poco más, conformándonos con jugar de mo­
mento con las piezas conocidas del rompecabezas, pero sin la lámi­
na de conjunto del puzzle que oriente su colocación como unas ins­
trucciones para armar el artefacto de su estética teatral. Para escribir
este ensayo he procurado reunir, ordenar y encajar un buen número

7. Véanse, en especial, los estudios de José A. Hernández, “El teatro de la


crueldad en Tórtolas, crepúsculo y...telón”, Estreno, 12-2, 1986, págs. 72-74; José
Antonio Zabalbeascoa, “Metatheatralicism and Nieva's Sombra y quimera de
Larra”, Gestos, 7 (1989), págs. 65-73; Phyllis Zatlin, “La metateatralidad de
Francisco Nieva”, Insula, 566, 1994.

129
de piezas del complicado puzzle que conforman los escritos sobre el
teatro de Francisco Nieva. Piezas que se encuentran muy dispersas,
ya que la edición de su Teatro completo,8 muy incompleta aún en sus
textos teatrales, prescindió de estos otros escritos. Las dos recopila­
ciones de artículos periodísticos que se han hecho son claramente
insuficientes en este aspecto: En tela de juicio y El reino de nadie.89
Lo que voy a exponer es una primera ordenación de estos materiales;
se advertirán las calvas del puzzle, piezas que no acaban de encajar
aún, etc. De aquí mi deseo de haber podido leer sus memorias, para
contrastar el dibujo resultante de esta ordenación con la del escritor.
Para poder calibrar mejor cómo espejean unos textos en otros y cómo
Francisco Nieva, además de haber dado testimonio de su permanen­
te pasión por el teatro, ha ido perfilando una estética teatral que des­
borda lo biográfico -aunque recalca constantemente su dedicación
al arte escénico como una honda pasión- para convertirse en una de
las más incitantes propuestas teatrales de la segunda mitad del siglo
XX en España.
No pretendo escribir su biografía, sino describir algunas de las
líneas maestras de su sistema estético, las ideas que han arropado sus
creaciones de hombre de teatro que ha tenido una insistente presen­
cia en muchos de los hitos que permiten hoy diferenciar el teatro de
los años sesenta y setenta del de los decenios anteriores. Y adivinar
también algunas de las tendencias del teatro de hoy mismo en los
albores de un nuevo siglo.
Desde niño jugó con teatrillos y asistió al teatro en Madrid; se
familiarizó con la música de ópera y realizó numerosas lecturas de
textos dramáticos.10Su vida parecía predestinada al teatro. Ya en los
años cuarenta se formó como pintor en la Academia de San Fernan­
do de Madrid, participó en el movimiento postista, marchándose

8. Francisco Nieva, Teatro completo, Toledo, Junta de Comunidades de


Castilla-La Mancha, 1991, 2 vols. Con prólogos de Angélika Bécker, Carlos
Bousoño, Jesús María Barrajón y Phyllis Zatlin-Boring.
9. Francisco Nieva, En tela de juicio, Madrid, Arnao, 1988. El reino de nadie,
Madrid, Espasa Calpe, 1996.
10. Aproximaciones biográficas de interés pueden verse en el estudio de Peña y
en la edición de Antonio González, ya citados. O el número monográfico de
Cuadernos El Público, 21 (febrero de 1988), dedicado a su teatro.

130
después becado a París a comienzos de los años cincuenta.11 Vivió
allí intensamente el mundo artístico y cultural, trató a grandes artis­
tas y escritores del momento y asistió a espectáculos que han resul­
tado hitos fundamentales en la historia del teatro universal de la se­
gunda mitad del siglo XX: La cantante calva, de Ionesco; Esperan­
do a Godot, de Beckett; las representaciones en 1954, en el Teatro de
las Naciones, de Madre Coraje del Berliner Ensemble, que descu­
brieron a Occidente la compleja poética del teatro brechtiano.12
Tuvo ocasión también de investigar sobre la obra de los dos gran­
des dramaturgos españoles que son los hitos indiscutibles de la pri­
mera mitad del siglo XX: Valle-Inclán y García Lorca. Es un pionero
en la reivindicación de los aspectos más modernos de su dramaturgia.
Con el complejo mundo simbolista de don Ramón tratará de empa­
rentar su teatro: con su plasticidad, con su ritualidad, que revela
muchos de los aspectos soterrados de la cultura española. La plasti­
cidad de Valle le llegará a parecer cinematográfica.13

11. Jaume Pont, El Postismo: Un movimiento estético-literario de vanguardia,


Barcelona, Edicions del Malí, 1987. Y “Nieva, en el postismo”, Insula, 566 (febrero
de 1994). Este movimiento marginal duró unos cinco años y acabó con la diaspora
de sus miembros; trataba de recuperar el horizonte vanguardista como señaló el
propio Nieva en un artículo de ABC el 22-VII- 1984, evocándolo como una
anticipación del posmodemismo actual. Opiniones de Nieva sobre el movimiento
postista en sus ensayos: “A partir de una exposición. Los movimientos de
vanguardia en la postguerra (El postismo)”, Informaciones, 11-XI-1976,
Suplemento, 435, págs. 1-2. “El Postismo una vez más”, ABC, 22-VII-1984, pág. 3.
Sobre sus miembros: “Con Carlos Edmundo de Ory en el Madrid de nadie”,
Litoral (Homenaje a Ory), 19-20 (abril-mayo de 1971), págs. 129-32. “Eduardo
Chicharro: la realidad del arte y lo que podemos contra ella”, Trece de nieve, 2
(invierno 1971-1972). Homenaje a Chicharro. “Gracias Arrabal: el homo de una
imaginación irritada y lírica”, Informaciones, 12-V-1977. Suplemento “Artes y
letras”, 461, pág. 7. Y “¿Conjura contra Arrabal?”, El País, 18-XII-1977.
12. Francisco Nieva, “El espectáculo como técnica de persuasión en Brecht”,
Primer Acto, 184 (abril-mayo de 1980), págs.29-37.
Ionesco figura entre los autores para los que trazará escenografías: véase, F.
Nieva, “El escenógrafo: solución a un problema escenográfico”, Primer Acto, 59
(diciembre de 1964), págs. 18-19 (sobre El rey se muere).“Bs difícil traducir a
Ionesco”, Primer Acto, 155 (abril de 1973), págs. 40-43.
13. Véanse los escritos de Francisco Nieva: “Vertus plastiques du théâtre de
Valle-Inclán” (1958), y en español 1967: “Virtudes plásticas del teatro de Valle-
Inclán”, en El teatro moderno. Hombres y tendencias, Buenos Aires, Eudeba, 1967,

131
Y cuando se refiera a García Lorca se tiene la impresión de que
está apuntalando su propia poética al comentar el “auroral teatro” de
Federico, que tanteó muy diversos géneros hasta el punto de que
considera que

Esta movilidad genérica es propia de un incipiente Picasso del


teatro. Es posible que lo hubiera sido de haber vivido más. Recoge
vientos escénicos que le vienen de los cuatro puntos cardinales.
Todo el teatro le atrae. El sentido del espectáculo es innato en él.
Si el liberalismo romántico es su regalo de las hadas, el surrealis­
mo -consecuencia extrema del simbolismo- es su talismán con­
temporizador. Entiéndaseme, contemporizar la tradición es atribu­
to de los grandes creadores. El clasicismo de Lorca es tan evidente
como su modernidad, y de ello surge el misterio expresivo que
insufla las viejas esencias de vida nueva.

Con la obra de ambos ha mantenido un diálogo permanente muy


fructífero en la elaboración de sus ideas teatrales. Es obvio, pero hay
que decirlo una vez más: cada escritor inventa su propia tradición. Y -----
diálogo también con la mejor tradición de la literatura y del teatro
españoles, ampliado su horizonte hacia el pasado, según se irá vien­
do, y con una visión nada ortodoxa de los modelos. El Libro de Buen
Amor, La Celestina, los entremeses cervantinos o el teatro barroco*14

págs. 231-248 y PA, 82, 1967, págs. 12-22. “Lorca y Valle-IncIán:dos latifundios
culturales”, Informaciones, 10-VII-1975, Suplemento “Artes y Letras”, 365, pág. 5.
“La visualización del tema en Valle-Inclán”, en Busca y rebusca de Valle-Inclán, J.
A. Hormigón ed., Madrid, Ministerio de Cultura, 1989, I, págs. 387-390. “Valle-
Inclán cinematográfico”, En tela de juicio, op. cit., págs. 216-220. “Facetas sobre
Valle-Inclán”, en Valle-Inclán. Homenaje del Ateneo de Madrid, Madrid, Ateneo,
1991. Y “Un acontecimiento: Las comedias bárbaras”, ABC, 2-VI-1991. Una
aproximación a sus relaciones en Jesús Rubio Jiménez, “Prolegómenos para un
estudio de las relaciones entre Francisco Nieva y Valle-Inclán”, Insula, 566
(febrero de 1994).
14. Francisco Nieva, En tela de juicio, op. cit., págs. 209-210. Véanse también,
“García Lorca, metteur en scène: les intermèdes de Cervantes”, en Jacquot y
Veinstein eds., La mise en scène des oeuvres du passé, Paris, Centre National de la
Recherche Scientifique, 1956, págs. 81-90. Y “Vanguardia y epigonismo de Así que
pasen cinco años, de F. García Lorca”, Primer Acto, 182 (diciembre de 1979),
págs. 36-39.

132
serán estudiados por Nieva atendiendo a sus potenciales de teatrali­
dad e integrados en su sistema decididamente orientado hacia una
visión del arte escénico como convergencia de artes. O manifesta­
ciones teatrales en apariencia menores como el género chico en cuya
elementalidad descubre un primitivismo que lo acerca a algunos de
sus presupuestos vanguardistas tal como lo sostuvo en su discurso
de ingreso en la RAE.15 El mismo valor halla en géneros populares
como el melodrama o el teatro libertino del siglo XVIII:

Es incontable lo que aún se puede decir y especular sobre el


teatro libertino del XVIII. Éste fue un tema que me fascinó desde
el principio de mis trabajos literarios o escénicos. La generación
de los sesenta, en la cual cuentan intemacionalmente escritores
como Italo Calvino, Pasolini, García Márquez, Mishima, practi­
cantes digamos que de un “realismo mágico”, ha tenido verdadera
fruición por estos temas graciosos y desorbitados, las formas po­
pulares y arcaicas, el cuento mágico, el teatro menor. Por circuns­
tancias biográficas y cronológicas, me honro en pertenecer a ella.
Dio al traste con el verismo y naturalismo social y convirtió al per­
sonaje de ficción en alguien que carga con algo paradójico y mis­
terioso que lo acerca más al personaje romántico y nos aproxima
también sensiblemente al símbolo y al mito. La verosimilitud in­
ventada fue un hallazgo de Kafka, que esta generación adoptó y
completó de forma casi virtuosista. Fue el segundo descubrimiento
de Freud y la entronización formal de Sade en la gran literatura.
Fue también la aparición de Foucault, con sus trabajos científicos
sobre la culpa y la enfermedad, y de la revisión crítica del hasta
entonces coactivo marxismo. El exotismo, el extrañamiento histó­
rico -véase I antenati, de Calvino- fueron para esta generación
una apoyatura considerable. Mishima practicó un teatro moderno
en formas arcaicas, como el No japonés. Para mí, las antiguas ma­
nifestaciones europeas de teatro menor, desde el clásico entremés
español hasta el cabaret expresionista de Viena, pasando por las
“parades” del siglo XVIII en Francia, han sido grandes incentivos.

15. Francisco Nieva, Esencia y paradigma del Género Chico. Discurso de


ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, el día 29 de abril de 1990.
Madrid, Real Academia Española/Comunidad de Madrid, 1990. Se cita por Teatro
completo, ed. cit., II, págs. 1135-1150.

133
Uno de mis primeros estrenos, El combate de Ópalos y Tasia, lo
deja ver.

Nieva busca la teatralidad allí donde se encuentre. Y al pregun­


tarse “¿Dónde está el teatro?”, no dudará en responder que no sólo
en la gran literatura sino en la pantomima, en la comedia atelana, en
los minigéneros teatrales y musicales de ayer y de hoy. Comenta un
concierto “Por África” dado en televisión. Para Nieva Plauto y
Terencio se dan la mano con los Rolling Stones:

Trabajamos por conservar la esencia de las cosas con las que te­
nemos que convivir. La esencia del teatro ¿dónde está? Donde se la
encuentre. Si yo la encuentro en el estadio de Wembley, me lío el
manteo y allá voy a decidir por qué la gente no va al teatro y conti­
núa viendo a Mick Jagger; por qué principios básicos, clásicos o
conservadores esto tiene que tener más esencia teatral que lo otro. Y
si veo salir a esa fiera sexual de Tina Tumer, esa imagen de otra
moral, de un feliz mundo sin “doble vida”, al lado del andrógino
David Bowie, cuya vida no es doble sino múltiple, estoy viendo
algo equivalente a lo que también mantenía efervescente al afanoso
y sensual pueblo romano: un principio humano de belleza, una dra-
matización simple y una necesidad de forma, pero “propia”.

Con serenidad clásica miro a Tina Turner y, por dentro, me en­


ciendo. Con una melena feroz, cuyas mechas tienen un volar de plu­
mero, Tina se mueve encaramada en unos increíbles zapatos de agu­
ja; se mueve como se tiene que mover una cómica, como una desver­
gonzada bacante y como un ser divino.
Luego aparece el grupo Queen: Freddie Mercury, un “rockero”
de la clase apolínea, hace con armoniosa procacidad la serie de mo­
vimientos que debían enloquecer a las “señoras” de Roma, muchas
de las cuales regalaban villas a sus preferidos de esta especie exhibi­
cionista y narcisoide. Como un oficiante taumaturgo, hace que se
muevan a su voluntad veintisiete mil personas y lo adoren como a un
héroe antiguo. Para qué quiero más prueba. Teatro es siempre “esta16

16. Francisco Nieva, “El teatro libertino”, en En tela de juicio, ed. cit., págs.
181-182.

134
carne en este asador”. Teatro es siempre donde se levantan los atri­
butos de Dionisios: sexualidad y muerte. Teatro es tentación siempre
renovada. Y meditación también, porque los sentidos meditan. La
meditación de los sentidos es muchas veces más clara que la del
cerebro programado y preceptista”.17
Nada resulta en principio ajeno a este hombre de teatro defensor
tenaz de las posibilidades del arte del pastiche en el teatro actual, si
bien entendido éste no como mera acumulación sino como resultado
de una aguda conciencia de los problemas de nuestro tiempo, que se
expresan artísticamente con un rigor formal exquisito.
Espectáculos como los citados y copiosas lecturas resultaron de­
cisivos en la conformación de sus gustos teatrales y en la decisión de
dedicarse al teatro a cualquier precio. Entre las lecturas de Nieva en
sus años parisienses hay que recordar al menos las de las teorías del
teatro de la crueldad de Antonin Artaud (1896-1948) ;18novelas como
El balcón (1957), de Jean Genet (1910-1986), para él una “ceremo­
nia dionisíaca”, que dinamitaba la vieja sociedad;19 el pensador
Georges Bataille (1897-1962) y sus reflexiones sobre la transgresión
o el erotismo; las teorías sobre la forma pura del polaco Stanislaw
Ignacy Witkiewicz-Witkacy (1885-1939); o las radicales teorías de
Foucault.20
Iban a resultar decisivos también -aunque con cierto desfase tem­
poral- en la renovación teatral español de los años sesenta, jugando
Nieva un papel notable en su difusión, porque llegó oportuno y pre­
parado, con lo cual no quiero decir que encontrara facilidades, sino
todo lo contrario, ya que iba a defender una poética teatral radical y
minoritaria en un medio decididamente hostil a lo renovador.

17. Francisco Nieva, “¿Dónde esta el teatro?”, Un tela de juicio, ed. cit., págs.
198-202. El texto citado, en pág. 200.
18. Sus opiniones al respecto en: “El hipnótico y sibilino Artaud. Miscelánea”,
Primer Acto, 159-160 (agosto-septiembre de 1973), págs. 34-35. Y “Artaud y
Vitrac”, id., págs. 47-53.
19. Francisco Nieva, “Esencia teatral del relato de Genet”, Pipirijaina, 7 (junio
de 1978), págs. 38-41. “Final de partida: la cosificación oficial de Genet”, El
Público, 32 (mayo de 1986), pág. 3.
20. Un repaso de sus lecturas en el volumen primero del libro de Peña, ya
citado.

135
Tras unos años viviendo en Venecia decidió regresar a España,
intentando abrirse camino en el proceloso mundo del teatro, distan­
ciándose de algún modo de su dedicación a la pintura. Es el momen­
to en que comienza a interesar para la historia del teatro español,
aunque haya que hurgar en su prehistoria y en como se fueron con­
formando sus gustos que ahora debían rendir sus frutos en un mo­
mento en que entraban en crisis formas teatrales realistas que habían
predominado en las décadas anteriores.
Oscar Cornago ha historiado en un libro reciente -Discurso teó­
rico y puesta en escena en los años sesenta: la encrucijada de los
"realismos el debate suscitado por el agotamiento de ciertas fór­
mulas realistas teatrales en aquellos años.21 O si se prefieren relatos
más vividos y ceñidos a la crónica de lo sucedido aún son útiles
libros como el de Alberto Miralles, Nuevo teatro español: una alter­
nativa social.22 El debate sobre el realismo social fue intenso y no
hay que olvidar su variedad y riqueza. No es que de repente llegara
Brecht y barriera todo con su drama épico-, otras formas realistas -el
realismo norteamericano, los angryyoung me«-presentaban ya gran
complejidad en sus técnicas realistas y venían tensando la discusión
desde los años cincuenta. Lo sabemos mejor ahora tras estudios como
el de Angel Abuín -E l narrador en el teatro-, donde analiza este
procedimiento en autores como Paul Claudel, Thornton Wilder,
Tennessee Williams, Arthur Miller, el teatro No japonés, Brecht y
los recursos de identificación y distanciamiento en Buero Vallejo.23
Cualquiera de ellos ejemplifica bien que para nada ya se creía en la
traslación mecánica de la realidad a la escena, sino que se procedía
con una gran conciencia autocrítica y un consciente uso de los
convencionalismos escénicos.
O si se trata de descender de las abstracciones a la realidad histó­
rica, la controvertida recepción de estos autores en España da la

21. Óscar Cornago , Discurso teórico y puesta en escena en los años sesenta:
la encrucijada de los "realismos", Madrid, CSIC, 2001.
22. Alberto Miralles, Nuevo teatro español: una alternativa social, Madrid,
1977.
23. Angel Abuín, El narrador en el teatro. La mediación como procedimiento
en el discurso teatral del siglo XX, Universidade de Santiago de Compostela, 1997.

136
medida de cuánto se ha simplificado después el debate presentando
sin más, enfrentados los autores del realismo social español a los
nuevos autores entre los que se contaría a Nieva. Y en la propia pre­
sentación que hago del problema se advertirá una distorsión restric­
tiva más: se habla mucho de autores, pero poco de la vida escénica
de sus dramas, del sistema completo de producción teatral y de cómo
se fueron insertando determinados dramas en la vida cultural espa­
ñola, que es donde realmente se debe medir la importancia y
operatividad de un texto dramático con las adhesiones que suscita y
también las reticencias o rechazos.
John London ha ejemplificado los avatares de algunos de estos
dramaturgos o el centenario de Brecht ha permitido evaluar las insufi­
ciencias de su recepción junto con el revulsivo que supuso.24 Su difu­
sión fue minoritaria y distorsionada. Con demasiada frecuencia se rea­
lizaban análisis contenidistas de las funciones y mucho menos de la
forma en que eran presentados. Se creía más en la eficacia de los te­
mas que en la de su formalización adecuada, para hacerlos verdadera­
mente eficaces. Pero fue por este lado por donde vendrían las críticas
más sagaces y la valoración de la verdadera aportación al teatro occi­
dental por Brecht. Nieva contribuyó a esta correcta valoración.25
Cuando Nieva regresa a España en los años sesenta entra en con­
tacto con gentes del teatro, que venían luchando desde hacía años
contra la inercia de la crítica y del público españoles, tratando de
ensanchar sus gustos aunando audacia temática y formal: pienso en
Luis Escobar, quien no le dio trabajo, pero le animó;26 o sobre todo,

24. John London, Reception and Renewal in Modern Spanish Theatre: 1939-
1963 (London, 1997). Sobre al recepción de Brecht, al menos, véanse el
monográfico que dedicó al tema la revista ADE-Teatro (números 70-71, octubre de
1998) y las Actas del Encuentro Internacional Brecht. Brecht en España,
Diputación Provincial de Sevilla, 1999.
25. Véanse, al menos, Francisco Nieva, “El espectáculo como técnica de
persuasión en Brecht”, Primer Acto, 184 (abril-mayo de 1980), págs. 29-37. Y un
tiempo antes -en 1 976- había expuesto su “Pequeña teoría sobre un teatro histórico-
didáctico”, acompañando la edición de Sombra y quimera de Larra, Madrid,
Fundamentos, 1976, págs. 5-28, que parte de este riguroso espíritu brechtiano.
26. Lo acaba de recordar él mismo en unas declaraciones recogidas en el
catálogo Luis Escobar y las vanguardias, Madrid, Comunidad de Madrid, 2001,
págs. 155-160.

137
en José Luis Alonso y Adolfo Marsillach con quienes iba a protago­
nizar como escenógrafo algunos de los estrenos más memorables de
la década de los sesenta. Con ellos se encontró en unas trincheras
desde las que se luchaba por el buen teatro artístico y rompedor,
forzando casi siempre los límites de la permisividad de la censura.
Hoy se les reconoce el haber sido de los grandes hombres de teatro
de aquellos años. Alonso, sobre todo, desde la dirección de los Tea­
tros Nacionales. Con Nieva puso en escena: El nuevo inquilino y El
rey se muere (1964), de Ionesco; Intermezzo (1965), de Giraudoux;
El zapato de raso (1965), de Paul Claudel; La dama duende (1966),
de Calderón; Romance de lobos (1970), de Valle-Inclán. Años más
tarde sería Alonso uno de los directores que se arriesgaron a estrenar
a Nieva.27
Con Marsillach, más sinuoso en sus movimientos y más indeciso en
sus planteamientos renovadores durante algunos años, iba a montar: Pig-
malión (1964), de Bernard Shaw; Después de la caída (1965), de Arthur
Miller; Biografía (1969), de Max Frisch; El tartufo (1969 y 1979), de
Molière; y sobretodo Marat-Sade (1968), de Peter Weis, para algunos el
espectáculo español más rompedor de aquella década.28
Habría que recordar también: La marquesa Rosalinda (1970), de
Valle-Inclán, dirigida por Miguel Narros; Los secuestrados de Aliona
(1972), de Sartre, dirigida por José María Morera; La muerte de
Danton (1972), de Büchner, dirigida por Alberto González Vergel;

27. Sobre estos montajes, véase, Historia de los Teatros Nacionales, Madrid,
Ministerio de Cultura, vol. II, 1993. Ed. de Andrés Peláez.
Sobre los estrenos de Nieva, véanse los estudios de Oscar Cornago La
vanguardia teatral en España (1965-1975). Del ritual al juego, Madrid, Visor,
1999. Y Discurso teórico y puesta en escena en los años sesenta: la encrucijada de
los “realismos", Madrid, CSIC, 2001.Y los ensayos editados por Manuel Aznar en
Teatro y democracia en España (1975-1995), Barcelona, Cop d'idees-Citet, 1996.
Mercé Pujadas, “No es verdad y Te quiero, zorra, de Francisco Nieva: una doble
aventura”, págs. 155-162. Claudia Ortego, “El estreno de Teatro furioso en 1976: el
dramaturgo emerge de los subterráneos”, en Manuel Aznar ed., 1996, págs. 41-50.
Claudia Ortego y Mercé Pujadas, “Francisco Nieva y los escenarios españoles”, en
Manuel Aznar ed., 1996, págs. 35-40.
28. Oscar Cornago ofrece un balance sopesado de estos y de los siguientes
espectáculos en sus libros, ya citados , La vanguardia teatral en España (1965-
1975). Y Discurso teórico y puesta en escena en los años sesenta.

138
La boda de los pequeños burgueses (1973), de Brecht, dirigida por
Angel Fació.
Aun sin abundar en ejemplos salta a la vista, que conviven auto­
res clásicos (Molière, Calderón, Büchner, Shaw) con otros más cer­
canos que bordean formas complejas de realismo (Miller, Frisch,
Weiss). Representan lo que entonces se consideraba vanguardia
(Ionesco, Brecht) o testifican la voluntad de recuperar la mejor tradi­
ción próxima española (Valle-Inclán). Alguno fue impuesto por los
caprichos políticos del momento: Claudel en cuyo drama ensoñaba
Manuel Fraga Iribarne quién sabe qué nostalgias político-religiosas.
La gran novedad, sin embargo, estaba más que en la literatura dra­
mática -que no era poca- en la manera de entender la puesta en
escena, más rigurosa y moderna de que lo que se solía hacer. Una
literatura de verdadera entidad permitía embarcarse en valientes fun­
ciones. Apenas unos ejemplos: con El rey se muere realizaron un
montaje hiperteatralizado; resultaba sorprendente el seguimiento de
la agonía del rey medieval con música de jazz; la interpretación gro­
tesca y hasta circense; los decorados, que tenían algo de collages
surrealistas, recreando imágenes barrocas. Después de la caída, se
representaba sin mobiliario, diferenciando niveles en el escenario
para acompasarlos a los distintos estratos de la memoria del perso­
naje; al fondo, un espectacular collage con recortes de periódicos
que daban la noticia de la muerte de Marilyn Monroe. En El Tartufo,
la farsa se reforzaba con el gran armario del que se iban sacando
elementos de la obra. Al Pygmalión, de Shaw, se le dio un tono de
farsa y la escena desbordaba el escenario para ir al encuentro del
espectador. A Romance de lobos, de Valle-Inclán, mediante un juego
de rampas se le otorgaba una dimensión de retablo, que engrandecía
la música de Cristóbal Halffter...
Nieva aplicaba a estos montajes su excelente oficio de escenógrafo
adquirido en su ya contrastada trayectoria de artista plástico y en el
estudio cuidadoso de las tendencias escenográficas internacionales
más importantes. Tenía muy clara la enseñanza de Brecht de que el
interés de un espectáculo no venía tanto de su contenido como de su
montaje y en este sentido, el decorado era el emblema visual de toda
la obra, contribuyendo decisivamente en su formalización.

139
Hay que subrayar e insistir en que, después de todo, estamos en
el teatro de repertorio y en el corazón del debate del realismo escénico
pero entendido éste no como una fórmula cerrada, mimètica y sim­
plista, sino abierta y preocupada tanto por los contenidos como por
su formalización. O mejor, especialmente, centrado en la discusión
de las formas como requisito indispensable para hacerlo eficaz esté­
tica e ideológicamente. Que este repertorio fuera visto como van­
guardista responde al desfase del público español respecto a los rum­
bos internacionales del teatro.
En 1977 dirá Nieva en unas jornadas sobre Teatro español ac­
tual, organizadas por la Fundación Juan March:

Si el teatro ha cambiado de manera esencial es, sin duda, en el


terreno de lo formal, tanto en escritura como en puesta en escena y
actuación. Pero este cambio apenas se ha hecho notar en nosotros.
Con evidente superficialidad hemos creído -seguimos creyendo-
que los temas tratados son el todo, sobre cualquier otra reflexión,
si en especial esos temas expresan la actualidad. La actualidad es
llamada por muchos “realidad”. La realidad de nuestro tiempo,
exigida con perentoriedad y hasta con un poquito de malos modos
por el público más juvenil y menos habituado a Shakespeare o
29
Moliere.

Acusaba a la crítica de haber ayudado a este conformismo, in­


cluida la crítica progresista que fundaba toda su esperanza en que
“sobre una escena se tratasen temas de salarios, exilios, emigracio­
nes, miserias del subdesarrollo. Sin advertir que la primer miseria
del subdesarrollo consistía en la forma en que el propio tema era
tratado”.2930 Por esos caminos sólo era posible un teatro “noblemente
feo, dignamente ramplón”, que no interesaba a Nieva y era lo que
encontraba que había dominado en España en los años cincuenta. El
venía a defender un teatro diferente, nacido de “una nueva moral que
genera también una nueva estética”. Frente a la cerrazón española de
los años cincuenta, en ese tiempo

29. F. Nieva, “El nuevo teatro”, en Teatro español actual, Madrid, Fundación
Juan March, 1977, págs. 265-266.
30. tó.,pág. 266.

140
Por el contrario, fuera de España se hace un nuevo descubri­
miento de Artaud y su teatro de la violencia. El surrealismo descu­
bre nuevos brotes. El mundo de Genet, Gombrovitz, Vitkievich,
Mrozeck, Beckett comienza seriamente a interesar. Pensadores
como Georges B atadle minan mucho más eficazmente el sistema
de coherencias moralizantes para escarbar en el corazón humano
de forma mucho más conflictiva, angustiosa, interrogante. Ya el
artista no intenta ser justo, sino confesar humanamente su propia
verdad hasta los límites del jeroglífico personal. Aparecen en el
cine personalidades tan importantes como Bergman, Fellini,
Passolini... El resultado en su doble vertiente lo tenemos ahora en
realizadores como Eric Rhomer o Miclos Jackso, cuya obra -el
cine puede unirse también al teatro como sistema de expresión es­
pectacular- se halla en estos momentos en lo opuesto del realismo
ejemplar y despersonalizado. No hay militancia oposicionista a un
sistema concreto y local. El arte trata no de defender unos dere­
chos sociales concretos, sino de descubrir nuevas zonas
inexploradas del espíritu humano. Cosa bien palpable en el, por
desgracia, último film de Passolini, Saló o los 120 días de
Sodoma. 31

Nieva siente la necesidad de romper la inercia española y sus


múltiples represiones, “de hablar claro y firme sin temor a la violen­
ta controversia”, sosteniendo que

Para que haya evolución, es preciso, sin la menor duda, sentir


profundamente la necesidad de ruptura. Y a veces es necesario
romper con todo. Romper con la saturación de un teatro intimida­
do por el deber de calibrar la injusticia, de acusar a los malos de su
maldad y enaltecer la inmaculada bondad de los buenos. Romper
con una crítica salomónica que pone en la balanza lo que pesa el
dolor de los doloridos y la crueldad de los crueles para justificar el
servicio que el arte debe rendirle a la sociedad.

Reclamaba un teatro capaz de algo nuevo, donde la juventud no


cargara con las frustraciones de sus mayores, propensos al confor-312

31. M.,pág. 269.


32. Id., pág. 279.

141
mismo y a la desconfianza, a la autocensura. Nieva escribía esto
muerto el dictador intuyendo que la transición no acababa de satisfa­
cer su anhelo de libertad que yo calificaría de artaudiana:

Celoso de esa libertad me encrespo un tanto contra la amenaza


de nuevas e inmerecidas inquisiciones para nuestra autonomía de
pensamiento, para nuestro derecho a la experimentación, para lo
que pudiera ser nuestro gusto por el matiz, por la singularidad, por
la diversidad, por nuestra necesidad de una moral más abierta, de
una conducta más irresponsable y feliz, por nuestra exigencia de
nuevas luces, nuevos prestigios, valores e, incluso, mitos. Hay.que
descargarse de ese fardo de sensatez y de ejemplaridad para gustar
como recién nacidos la aventura del mundo. (...) Aún no hemos
gozado en España un teatro en libertad. Pues bien: hagámoslo po­
sible y por el tiempo que sea posible, por crear un terreno de tole­
rancia expectante en el que la libertad, como un ávido y osado
acto de alto erotismo, no encuentre trabas dogmáticas que la coar­
ten, la entristezcan, la despersonalicen y la suman en nuevos cala­
bozos.

¿Y si en el fondo no hubiera libertad posible? Ah, pues entonces


sigamos siendo marginales si sólo en la marginación queda una vaga
sospecha de libertad”.33
Sorprende este tono en Nieva en un momento en que era recono­
cido como gran escenógrafo y figurinista, que iba estrenando piezas
aunque con dificultades: Sombra y quimera de Larra (Teatro María
Guerrero, 4-III-1976); del Teatro furioso: La carroza de plomo can­
dente y El combate de Ópalos y Tasia (Teatro Fígaro, 27-IV-1976);
La paz. Celebración grotesca sobre Aristófanes (1977); Delirio del
amor hostil o el barrio de doña Benita (1977). Y reconocido no sólo
en España sino solicitado por grandes teatros europeos -la Komische
Oper, de Berlín Oriental- y norteamericanos: había montado La dama
duende, de Calderón, en Nueva York con José Luis Alonso.
Nieva lanza una proclama, apelando a la marginalidad si es pre­
ciso antes que renunciar a la libertad creativa. En realidad, es una
actitud recurrente en el escritor manchego. Los escritos programáticos
33. Id., págs. 274-275.

142
de Nieva son artaudianos, proféticos, poéticos; se repiten cíclicamente
y me parece que ahí está el meollo de su poética teatral: la ruptura
permanente, el convencimiento de que no hay fórmulas cerradas; se
inserta de modo natural en la tradición de la ruptura que diría Octavio
Paz, colocándose bajo la enseña de la oposición al realismo
aristotélico. Cuando se leen sus artículos y declaraciones, ya desde
el comienzo de su trayectoria, llaman la atención las continuas anda­
nadas contra el realismo doméstico dominante y la progresiva confi­
guración como alternativa de una personal teoría de su teatro como
teatro poético, intuido instintivamente en sus primeros escritos, pero
decididamente asumido en otros más cercanos. Así, en el prólogo a
Nosferatu, explicando su decisión en 1969 de lanzarse a competir
públicamente como autor dramático, escribe:

Iba a tratar de enlazar voluntariamente con una gran tradición


escénica, y mis obras habían de pasar por un tamiz muy fino que
formaban aquellos oyentes “de buen juicio” y no poco exigentes
[Se refiere a Aleixandre, Bousoño, Brines, Hierro o Claudio
Rodríguez a quienes leía sus dramas]. Dadas las características de
lo que había escrito, mi intento parecía ser el de un “teatro poéti­
co” -y de vanguardia para mayor inri- que tenía parientes de la
más alta talla en Yeats, en Claudel, en Ghelderode, en T. S. Eliot,
en Singe, en Christopher Fry y en tantos otros, todos ellos poetas
francotiradores, ninguno proveedor asalariado de la industria del
espectáculo. Y había antecedentes españoles de la medida de Va-
34
lle-Inclán y Lorca.

El rechazo matizado del realismo y la defensa del teatro poético


es el primer vector sobre el que monta su idea del teatro Nieva. Aho­
ra bien, enlazando con un determinado teatro poético y rechazando
otro. Valle-Inclán y García Lorca, pero no Villaespesa o Pemán. Cal­
derón y Beckett por sus procedimientos ceremoniales. Se pregunta
Nieva: ¿Qué es lo poético en el teatro? Responde:34

34. Francisco Nieva, Nosferatu, Zaragoza, Biblioteca Golpe de Dados, 2000,


pág. XII.

143
No sólo se reduce a una mera expresión en verso rimado. Creo
que muy bien puede ser la facultad de enfatizar simbólicamente
toda realidad, cualquiera que ella sea, de elevar cuanto concierne
nuestra percepción al poderoso cuanto complejo y ambiguo plano
de los símbolos. La creación de estos símbolos, que son concentra­
dos emocionales e intuitivos del pensamiento y la sensibilidad.
Única vía posible para la entera consecución del mito, la más po­
derosa invención que cabe darse. Hamlet, Fausto, don Juan, Celes­
tina, Harpagón...

Lo que mi teatro más temprano expresaba era esa tendencia, uni­


da a una percepción intuitiva de la comicidad aristofanesca. Yo había
leído algo de Aristófanes en mi adolescencia, con bastantes dificul­
tades -aunque con no poca pasión- [...]. Con los años y de manera
quizá inconsciente, se fue formando en mí ese sistema que enlazaba
espontáneamente con la arcaica fórmula aristofanesca: poesía satírica,
religiosa, ditiràmbica, poesía teatral en todos sus términos. Tal cosa
no suponía ningún tipo de limitación ni de carencia, porque en un
poema cómico-dramático, cabía todo y de todo”.3536
La mezcla de géneros, la escritura libre a ultranza, la intuición
temprana de que

lo más genuinamente teatral no era la verosimilitud ilusionista,


sino todo lo contrario, para que los espectadores, no perdieran en
ningún momento el sentido de estar asistiendo a la materialización
de un poema escénico y no a la imitación de una realidad objeti-
36

Esto suponía una apuesta vanguardista sin concesiones. De gran


exigencia para el dramaturgo pero no menos para unos hipotéticos
espectadores:

Yo requería, pues, unos espectadores muy depurados “a la in­


versa”, próximos a los del auto sacramental, aunque se tratara de
un auto profano. Pero no de otro modo era recibida la tragedia clá­

35. Id., pág. XIV.


36. Id., pág. XV.

144
sica, con todas las diferencias que puedan separar estos géneros
entre sí. Hablamos de super-realidad. En tal sentido me tendía la
mano un movimiento de vanguardia, que había terminado por in­
crustarse en la sociedad, el surrealismo. Y luego su curiosa deriva­
ción en el “postismo”, curioso movimiento de vanguardia español
del que hube de sentirme muy próximo al igual que Fernando
Arrabal. El gran vector del surrealismo -como del ignorado y na­
cional postismo- fue la poesía. Había convivido por un tiempo
con el inefable cuanto gran poeta Carlos Edmundo de Ory, cuya
despeñada inspiración había sido ejemplo para mí de confianza en
37
la palabra mágica y profètica.

En el momento de apostar por la escritura dramática, Nieva re­


torna a sus orígenes vanguardistas, a su escritura poética, que enton­
ces y ahora son ejercicios de libertad en un doble sentido: liberan de
represiones y producen un placer, el placer que disfruta quien escri­
be por gusto y no por obligación poemas escénicos.
Nieva ha recordado en numerosas ocasiones cómo durante sus
años parisienses cuando asistía a determinados espectáculos y leía
ciertos textos tenía la impresión de haber caminado en la misma di­
rección en sus escritos juveniles, que tenía guardados y que solo a
partir de los años setenta iban a comenzar a ser editados o retomados
para ser reescritos. La semilla vanguardista cultivada durante años
afloraba ahora pujante, abonada y ratificada con el profundo conoci­
miento de la mejor cultura europea.
En los años setenta Nieva trata de poner orden y dar un desarrollo
coherente a lo que en gran parte hasta entonces habían sido intuicio­
nes. No es extraño que se prodigue entonces en textos de autodefinición,
que desbordan la divulgación de lo que sucedía en el teatro internacio­
nal y otros en los que explicaba su labor de escenógrafo en espectácu­
los como los citados antes. Superaba esta fase e integraba su reflexión
sobre la escenografía y la puesta en escena en un nivel superior de la
concepción estética del teatro como un arte total.
Durante los años sesenta insistía una y otra vez en difundir los
cambios que se estaban produciendo en el teatro; en “Un nuevo sen-37

37. Id., págs. XV-XVI.

145
tido de la puesta en escena” daba cuenta de las novedades introduci­
das en Estados Unidos y Gran Bretaña por la cultura pop\ el Berliner
Ensemble en Berlín, o el teatro en Checoslovaquia y Polonia. Pero
sobre todo lo que subrayaba Nieva era lo que llamó “El estilo como
conciencia”, que asociaba a “la emancipación del realismo” para
buscar hacer un teatro que desbordando las fronteras, creaba un nue­
vo estilo:

Ese estilo lo forma la voluntad de comunicar por medio del


divertimento, del fasto de la asimilación del surrealismo, de la abs­
tracción y de tantas cosas más. Con mayor conciencia que el pop,
ese estilo pretende también un ‘provocación atractiva’ y una trans­
misión de la cultura sin formalismos ni dogmatismos. [...] Nos ha­
llamos ante un teatro puro, emancipado y...materialmente libre a
causa de subvenciones que lo defienden contra el público mismo.
No de otro modo - a pesar de las apariencias- Alfeed Radok u
Otomar Krejca han conseguido puestas en escena que desde un
principio, fueron ‘vanguardia popular’ y no minoritaria.

Una protección suficiente pero no excesiva, compensada por el


compromiso de dar un número suficiente de funciones; una crítica a
la que se exigía sobre todo un análisis riguroso de los espectáculos;
un público, en fin, dispuesto a una mayor atención y tolerancia eran,
según él, las claves de este nuevo estilo teatral, que proponía seguir
por dos motivos: porque indicaba los nuevos rumbos del teatro y ya,
personalizando, porque se identificaba placenteramente con él:

La escenografía ha cambiado radicalmente ayudada por


Svoboda, el arquitecto teatral checo, inventor de la “Linterna Má­
gica” -u n compendio de cine y teatro para mi gusto excesivamente
sometido a efectos visuales- y creador de nuevos espacios
escénicos fascinantes. Mi entusiasmo ante la nueva escenografía
viene de una coincidencia de temperamentos que me ha valido el
honor de colaborar con Walter Felsenstein. Y, a decir verdad, ja­
más seguí tal dirección por considerarla teóricamente una imposi-38

38. Francisco Nieva, “Un nuevo sentido de la puesta en escena”, Primer Acto,
88 (1967), págs.48-52. El texto citado, en pág. 50.

146
ción evolutiva del arte escénico, sino por ser ésta el camino más
placentero de mi afición al teatro. Es decir, que a ello me ha guia­
do especialmente un sentimientio de libertad, desde luego afortu­
nadamente estimulado por la actitud del público y de la crítica res-
, . . 39
pecto a casi todos mis intentos.

Lo importante, en definitiva, era que detrás de un espectáculo se


descubrieran unos hombres conscientes que habían elegido y arries­
gado en su montaje. Dirá: “Ese es todo el riesgo y toda la gloria del
moderno arte escénico”.3940
Realizó una nueva exposición de estas ideas en “La estética mo­
derna y las nuevas tendencias del teatro”, que publicaron Yorick y
Primer Acto, reclamando un teatro no sobrecargado “de intenciones
éticas”, con intención “provocativa”, eso sí, porque “Toda verdad
recién conquistada es provocativa. Toda convicción firme también lo
es”.41 Un teatro imaginativo, dispuesto a una revisión de los clásicos
para recrearlos y también para conservarlos virtuosamente como había
aprendido de Walter Felsenstein. Pero un teatro también atento a la
realidad moderna y a los profundos cambios que han experimentado
las artes en el siglo XX con los que se sentía más identificado y cuyo
aprovechamiento en el teatro reclamaba. Tras realizar un recorrido
por las propuestas más exigentes que se habían dado desde la Segun­
da Guerra Mundial en Francia -Sartre y Camus; luego Ionesco y
Adamov; más exigente, Beckett; la sorpresa de Brecht- concluía
apelando al horizonte que abría el mayo del 68:

Las jomadas estudiantiles de mayo han barrido en París mu­


chas cosas. En ese solar desbrozado pudiera surgir un teatro que
fuera todo ‘compromiso’, pero compromiso con el mundo circun­
dante, un nuevo compromiso con la vida. La iconoclastia y la vio­

39. Id., pág. 52. Sobre Felsenstein, véase la necrología que le dedicó Francisco
Nieva: “En la muerte de Felsenstein: un creador de teatro total y popular”,
Informaciones, 16-X-1975. Suplemento Artes y letras, 379, págs. 6-7.
40. Ibid.
41. Francisco Nieva, “La estética moderna y las nuevas tendencias del teatro”,
que publicaron Yorick, 33 (abril de 1969) y Primer Acto, 107 (abril de 1969), págs.
8-27. El texto citado, en esta segunda, pág. 14.

147
lencia que no fueran fruto involuntario de una profunda originali­
dad del ser continuarían sosteniendo el intimidante, oscuro y viejo
edificio en que, después de unos espléndidos comienzos para el
arte -en que se anunciaban libertades ilimitadas- se nos está con-
42
virtiendo nuestro propio siglo XX.

En el espacio fronterizo entre la tradición moderna evocada y las


radicales propuestas nacidas del mayo del 68 se situaba Nieva justo
en el momento de reiniciar la escritura dramática, realizando una
“Defensa condicionada del teatro de autor”, como tituló un ensayo
sobre las formas abiertas en la dramaturgia de Peter Weiss, que tras­
ciende al análisis de este dramaturgo para defender un teatro moder­
no de ideas aliado a cierta sensualidad espectacular, resultado de una
colaboración entre el dramaturgo y sus intérpretes, que contaban con
libertad para la puesta en escena, con lo que los viejos textos dramá­
ticos cerrados eran sustituidos por otros abiertos, que buscaban com­
pletarse en la puesta en escena.4243 La concurrencia de Weiss-Brook
había dado origen a un Marat-Sade inolvidable, verdadero hito del
teatro occidental. Opiniones similares le merecían trabajos como el
Orlando furioso de Ronconi y otros.44
Un tiempo después, en 1973, iba a llamar a esta manera de escri­
bir teatro “escritura teatrante”. La misión del autor era algo así como
la del libretista en la ópera. Debía orientar el texto escrito hacia el
texto teatral sin temor a “la derrota de la palabra por la restricción
que el nuevo teatro, el teatro futuro, le ha necesariamente de impo­
ner en beneficio de una totalidad de recursos escénicamente tan legí­
timos como es la palabra misma”.45
Nieva recurre otra vez al ejemplo de Valle-Inclán, que fue consi­
derado autor para lectura porque su peculiar teatro poético no era

42. Id., pág. 27. También, Francisco Nieva, “Las escuelas de arte dramático: la
imaginación al poder y la inteligencia al teatro”, Informaciones, 26-11-1976.
Suplemento Arte y letras, 398, pág. 3.
43. Francisco Nieva, “Defensa condicionada del teatro de autor”, Primer Acto,
123-124 (agosto-septiembre de 1970), págs. 42-44.
44. Véase, Primer Acto, 126 (noviembre de 1970), pág. 62.
45. Francisco Nieva, “En torno a una escritura teatrante”, en Riaza, Hormigón,
Nieva, Teatro, Madrid, Edicusa, 1973, págs. 155-164. El texto citado, en pág. 155.

148
fácil. Sus obras de este periodo que él consideraba reóperas exigían
para su comprensión cabal y plena la puesta en escena, puesto que
eran piezas que miraban hacia un teatro total:

Toda frase o situación sugeridas exigen ser completadas por la


puesta en escena y sus numerosos recursos expresivos: mímica,
expresión corporal, clima visual y sonoro. El mismo lenguaje ex­
tremoso, patético y nada realista debe incluir a este género de pro­
yección.

Las reóperas como las ha definido recientemente

Son funciones que no embarcan al espectador en un argumen­


to, sino en un tema, y en la exposición de sus muchos aspectos es­
triba su auténtica progresión dramática, como si hojeáramos las
páginas de un álbum. Presenta una serie de cuadros que se super­
ponen e inciden todos, con variaciones, en la explicitud de esa
idea general. El coro como intérprete. Los personajes se distin­
guen por una pequeña entidad simbólica, integrados todos al con­
junto ideológico como en un auto sacramental. Esta es su forma.
En cuanto al fondo, ya puede comprenderse que no tiene la inten­
ción dogmática ni moralizadora de un auto sacramental, sino la li­
bertad crítica y satírica de la comedia antigua, cuyo paradigma es
Aristófanes.

Era una escritura abierta e imaginativa que causó verdadera sor­


presa cuando empezó a ser conocida y se produjo su primer estreno,
el de un texto menor dirigido por Santiago Paredes en la Real Escue­
la Superior de Arte Dramático: Es bueno no tener cabeza, función
para luces y sombras (1971). Suscitó comentarios como éstos:

Técnicamente, el espectáculo estaba lleno de ingenio y de su­


gerencia, Las siluetas desplazándose tras un telón transparente, a
contraluz, tenían la plástica de los dibujos y pinturas de la cerámi­
ca helénica. El tono era, decididamente aristofanesco, aunque Nie-467

46. Id., pág. 160.


47. Francisco Nieva, Nosferatu, ed. cit., págs. XX11-XXI11.

149
va trascendiera lo erótico con incitaciones intelectuales de la ale­
goría y la exaltación del mundo sensorial con una vivencial melan­
colía.
[...] Teatro feérico; teatro fantástico; teatro quizá menor, pero
inteligente, culto y calculadamente irrespetuoso. Nadie se olvide al
leer el texto que se trata de una “función para luces y sombras”,
donde las palabras -grabadas en una cinta magnetofónica- tienen
un peso y un juego distinto al que tendrían entre personajes de car­
ne y hueso.

Y Angélica Becker marcaba sus diferencias con el teatro del ab­


surdo para recalcar que “El teatro de Nieva pretende ser captado a la
vez por la mente, la emoción y todos los sentidos. [...] En escena, la
obra adquiere un dinamismo virulento, una explosividad casi insos­
pechados en la mera lectura.[...] La plástica es de peculiar violencia.
Se les ha dado una bella y grotesca solución escénica, un aire trági­
camente convincente al cuerpo que anda sin cabeza, a la criatura
bicéfala, al niño con testa de viejo, subrayándose de esta manera el
trasfondo filosófico-crítico de esta pornografía ‘despornografiada’
por el humor, la poesía y la continua sorpresa”.4849
Las constantes rupturas durante sus quince secuencias producían
sorpresa y obligaban a hacerse preguntas, porque la función resulta­
ba a la postre como un breve auto profano, acaso no del todo ajeno al
Valle-Inclán de los “autos para siluetas”. Y el propio Nieva recorda­
ba que retomaba así su costumbre adolescente de escribir “absurdas
comedias”, después cada vez más insólitas y no naturalistas. Volvía
ahora a la escritura con su experiencia plástica, con énfasis operístico.
Anunciaba haber escrito en los doce últimos años seis comedias largas
y unas diez pequeñas, además de libretos operísticos para su herma­
no.50 Insertaba su escritura sin vacilar, aunque con despreocupación,
en la tradición antirrealista a la que vengo aludiendo. Declara su creencia
en las fábulas antiguas, libres y ambiguas, capaces de fundamentar un

48. Primer Acto, 132 (mayo de 1971), pág. 61.


49. A. Becker, “Un teatro de la sorpresa”, Primer Acto, 132 (mayo de 1971),
págs. 62-64.
50. Francisco Nieva, “Lo que he escrito”, Primer Acto, 132 (mayo de 1971),
pág. 65.

150
teatro de dimensiones míticas. Y para justificar su escritura disparata­
da en apariencia recurría a citar una serie de modelos:

Es cierto que los sueños pueden ser aleccionadores. Esta idea


es de una gran tradición humanística. Hay en los sueños de
Quevedo y en los de Goya un clima de “temerosa lección”, mez­
clada de libre delirio. Estra tradición -que por cierto es muy espa­
ñola- me es sumamente atrayente, como puede serlo también el
esperpentismo apocalíptico de Valle-Inclán y las chistosas asocia­
ciones deformantes de Gómez de la Sema.
Es así que no intento hacer un teatro de personajes, sino prefe­
rentemente de temas, acaso basado en cierta crueldad atávica del
español hacia el individuo, que casi siempre se nos convierte en si­
lueta grotesca sumida en un conflicto.

De la mención de modelos españoles -tanto literarios como plásti­


cos- pasa después a referirse a otros como Aristófanes, Ghelderode,
Artaud sobre todo, que se había convertido quizás en su lectura más
influyente en ese momento, con sus ideas sobre el teatro de la crueldad.
También de pintores como El Bosco, de gran capacidad sugestiva. Dirá:

En Es bueno no tener cabeza, como en algunas otras obras


cortas, he intentado, mediante el juego de situaciones tensas y má­
gicas, un sentimiento de liberación en los instintos básicos, algo
que en la plástica aparece dado de forma tan natural. Es verdad
que esto se da en el Arcipreste o en Rabealis, pero muy escasas
veces y muy tímidamente en el teatro. Creo natural que, frente a
las normas establecidas de pensamiento, toda proposición plástica
de una realidad deseada -y el teatro es plasmación física de ideas-
tenga que tener un carácter milagroso y mágico. Esto quizá sea lo
que nos haga atribuirle un sentido alegórico o simbólico excesivo.
Un sueño o un deseo son realidades. Pueden ser muy claros, pue­
den ser contundentes, pueden incluso carecer de misterio y apare­
cer como algo cotidiano. Sólo la ya larga tradición naturalística
52
del teatro puede dar aquella impresión de simbolismo abstruso.512

51. Francisco Nieva, “La magia anecdótica y el realismo psíquico”, Primer


Acto, 132 (mayo de 1971), págs.65-66; El texto citado, en pág. 66.
52. Art. cit, pág. 66.

151
Y seguía el inevitable ataque a las limitaciones del teatro realista:

En la tradición naturalística y realista los personajes de un


modo o de otro, de forma más o menos hábil, deben de contamos
lo que les pasa. Sin embargo, en el teatro de Beckett, en el de
Artaud, en el mismo teatro de Weiss, a quien le pasa algo es al au­
tor, el cual no considera necesario hacer creer en los personajes
,. ,5 3
sino en el conflicto .

Todo cuanto ayude a conseguir un espectáculo poéticamente su­


gestivo es válido. De aquí la creación de una tradición personal le­
yendo a autores como los que vengo citando a los que habría que
añadir otros como Jarry o también las tradiciones teatrales orienta­
les. Y autores y textos no necesariamente teatrales como Cervantes.
La breve poética teatral que incluyó al frente de Malditas sean
Coronada y sus hijas. Delirio del amor hostil (1980) sintetiza o su­
giere los tanteos en múltiples direcciones emprendidos por Nieva
durante aquellos años. Un texto singular y sin duda de los más inte­
resantes producidos por el nuevo teatro español. Construido sobre
modelos artaudianos tiene un desarrollo desordenado y consciente­
mente fragmentario. Un pequeño tratado de estética teatral lleno de
máximas relativas a múltiples aspectos de la creación escénica, im­
prescindible pórtico que hay que cruzar para internarse en sus dra­
mas. Casi al comienzo, el tratadito incluye un poema que marca la
pauta de por donde irá su exposición:

El teatro es vida alucinada e intensa.


No es el mundo, ni manifestación a la luz del sol,
ni comunicación a voces de la realidad práctica.
Es una ceremonia ilegal,
un crimen gustoso e impune.
Es alteración y disfraz:
Actores y público llevan antifaces,
maquillajes,
llevan distintos trajes...
o van desnudos.53

53. Ibid.

152
Nadie se conoce, todos son distintos,
todos son “los otros”,
todos son intérpretes del aquelarre.
El teatro es tentación siempre renovada,
cántico, lloro, arrepentimiento, complacencia y martirio.
Es el gran cercado orgiástico y sin evasión;
es el otro mundo, la otra vida,
el más allá de nuestra conciencia.
Esa medicina secreta,
hechicería,
alquimia del espíritu,
jubiloso furor sin tregua.

Como en los viejos tratados sigue una glosa o ampliación a este


concentrado y provocador poema donde la estética artaudiana está
claramente asumida, para en el tramo final volver a repetirlo mezcla­
do con una visión más reducida de la glosa en el colofón. Y
ejemplifica, además, sus apreciaciones con el teatro que ha escrito y
sus modalidades de escritura, cómo ha teatralizado sus ideas en las
modalidades de “teatro furioso”, de “farsa y calamidad” o de “cróni­
ca y estampa”, dando al desarrollo de las piezas un carácter en cierto
irracionalista, fiel a la idea de progenie vanguardista de que por ese
camino se obtiene, a veces, lo imprevisible y revelador. Un teatro
con la lógica de los sueños, onírico.
El teatro es una ceremonia que descubre los estratos más profun­
dos del ser humano, que las modernas sociedades han inhibido, su­
primiendo su carácter orgiástico. Nieva defiende la vuelta a un teatro
perturbador, que asuma los riesgos del pensar en una sociedad repre­
siva. Traspasar las prohibiciones sociales es el gran reto, pensarlo
todo. La transgresión social fascina, pero crea también conciencia
de culpa. En ese espacio fronterizo sitúa Nieva su dramaturgia, bus­
cando en el humor una dimensión conciliadora.
Si el argumento es sometido a la movediza lógica de los sueños
no lo serán menos movedizos otros niveles: los personajes, decidida­
mente alejados del psicologismo del teatro burgués, cuyos persona­
jes son sustituidos por otros con sentido prototípico o simbolizante.
54. Ed. cit., pág. 94.

153
La palabra constituye otro centro de experimentación: “la pala­
bra se mueve”, dirá Nieva para referirse al inacabable poder creador
de la palabra en todas las direcciones y en todos sus niveles. Coinci­
de en estos con los primeros tiempos de la vanguardia, con Ramón
Gómez de la Serna muy en particular, que ya por los años diez lanza­
ba proclamas desde Prometeo sobre estas posibilidades.55 Una vi­
sión no académica del lenguaje, que aspirará a utilizar tanto el len­
guaje culto como los lenguajes de argot para construir sus artefactos
lingüísticos. El lenguaje de argot tiene niveles de irracionalidad pro­
digiosos, tantos como la mente del artista más alucinado. “La pala­
bra se mueve”.
Estoy naturalmente simplificando y abreviando esta sugestiva
poética que sirve, como digo, de perfectas andaderas para internarse
en su teatro “secreta y constantemente guiado por una complacencia
desafiante, saturnal, convulsiva”.56
Nada tiene de extraño por ello que haya sido definido con ex­
presiones como teatro de los sentidos, “la orgía de lo real”,57 “un
teatro de la sorpresa”58 o “teatro de lo maravilloso”.59 Es lógico
que Francisco Nieva haya sido catalogado como una “figura in­

55. La relación entre la escritura ramoniana y la de Francisco Nieva necesitaría


una cuidadosa investigación. Sobre las ideas teatrales de Gómez de la Serna véanse
nuestras ediciones de su teatro: Teatro muerto, Madrid, Cátedra, 1995. Esta
realizada en colaboración con Agustín Muñoz Alonso. Y Teatro de vanguardia,
vol. XIII de sus Obras completas, Barcelona, Nueva Galaxia Gutenberg, en prensa.
56. Francisco Nieva, art. cit., pág. 114.
57. José Monleón, “Francisco Nieva o la orgía de lo real”, Primer Acto, 153
(febrero de 1973), págs. 14-17. También, “Francisco Nieva”, en Cuatro autores
críticos: José marta Rodríguez Méndez, José Martín Recuerda, Francisco Nieva,
Jesús Campos, Granada, Gabinete de Teatro-Universidad de Granada, 1976, págs.
22-31. Y “Francisco N ieva”, Primer Acto, 239 (separata), (marzo-abril de 1991),
págs. 14-23.
58. Angélika Bécker, Un teatro de la sorpresa”, Primer Acto, 131 (mayo de
1971), págs. 62-64. También, “Sorpresa enelteatro español: un nuevo autor
“antigua””, Cuadernos Hispanoamericanos, 253-254 (enero-febrero de 1971),
págs. 260-268.
59. Emil Georges Signes, “Francisco Nieva; spanish representative o f the
theater o f the marvelous”, en AA. VV., The contemporary spanish Theater. A
collection o f critica! essays, Lanham, 1988, págs. 147-161. Y “Francisco Nieva y el
‘teatro de lo maravilloso’”, Insula, 566 (febrero de 1994).

154
sólita”.60 Yo definiría su teatro situándolo donde justamente él ha
querido: en la tradición del mejor teatro poético español del siglo
XX, cuyos dos grandes representantes fueron Valle-Inclán y García
Lorca en la primera mitad del siglo y en la segunda, con toda proba­
bilidad, Nieva.
Como ellos, ha tenido que vencer múltiples reticencias sociales.
Ha tenido reconocimiento en ciertos momentos, pero muchos más
de olvido; ahora mismo casi se podría hablar de su vuelta a la
marginalidad, refugiándose en la escritura de novelas no ya libres
sino libérrimas. Como ocurrió con Pérez Galdós a comienzos del
siglo XX o después con Valle-Inclán y el García Lorca más difícil y
arriesgado. ¿Otra vez un dramaturgo cuyo teatro es teatro para lec­
tura'?
Otra vez movimientos en ese territorio mixto donde se sitúan obras
como La Celestina, La Dorotea, las novelas dialogadas galdosianas,
el teatro de Valle-Inclán, el teatro imposible de García Lorca... No
son malos espejos en que mirarse. Nieva tiene ya un peso específico
y un lugar insustituible en la historia del teatro español. Responde
ante la tradición evocada y ante sí mismo; es de esos autores que no
tienen empacho en publicar un artículo titulado “Uno mismo y la
libertad”.61

60. César Oliva, “Los autores que surgieron de la transición política: de la


figura insólita de Francisco Nieva a un aparente nuevo realismo”, en El teatro
desde 1936, Madrid, Alhambra, 1989, págs. 435-459.
61. F. Nieva, “Uno mismo y la libertad”, ABC, 3-XII-1992.

155
CREADORES
ENTREVISTA CON FERNANDO ARRABAL

F.A. Primeramente felicitarte y, puesto que has hablado mucho


de ciencia, voy a emplear un término que solamente podemos em­
plear en la ciencia, y hablo de la patafísica. Yo diría que tu conferen­
cia1 es una conferencia trascendente, ¿no?
A.B. Pero en la conferencia, como sabes, una cuestión que me
parece importante, porque finalmente la historia de la literatura es­
pañola la hemos hecho de una manera un poco peculiar, es justamen­
te que expliques algo del surrealismo, es decir, todo el mundo habla
de surrealismo: esto es surrealista, Lorca escribe surrealista, pero en
realidad, no tenemos una idea muy exacta de lo que es eso del su­
rrealismo. Tú llegas a París en el año cincuenta y cuatro y te metes en
el grupo surrealista, ¿qué es aquello?
F.A. Yo solamente he vivido tres años en el grupo surrealista, que
era un grupo de una disciplina férrea, que comenzaba a las seis en
punto de la tarde y terminaba a las siete y media. Y en ese grupo, no
se podía hablar de teatro puesto que el teatro estaba reservado para
los triunfadores, para el sol de la literatura que era el dramaturgo.
Por lo tanto, el grupo surrealista no interesaba al dramaturgo. El su­

1. Es entrevistado por Ángel Berenguer. Se refiere a la conferencia de Ángel


Berenguer reproducida en este volumen.
rrealismo es un avatar de la modernidad. Yo prefiero la palabra mo­
dernidad a la palabra vanguardia pero en fin, tú, hablando de van­
guardia, lo has hecho con mucho talento. Yo diría que la moderni­
dad, la actualidad, estaba representada en ese momento por el
futurismo, aunque el futurismo ya empezaba a coquetear con el fas­
cismo. El dadá es el primero que va a decirnos lo que van a decir,
poco más o menos, todas estas corrientes científicas que, a caballo
con la ciencia, intentan echar un vistazo al mundo con mucha mo­
destia. La primera de ella es dadá y, más que en el diecisiete, en el
seno del catorce y con la presencia capital y teatral de Lenin. Hoy
sabemos, gracias al profesor Dominique Nogés, que Lenin, cuando
estaba exilado en Zurich, vivía en la calle del espejo, exactamente en
la bien llamada callejuela del espejo, enfrente de Tristan Tzara; y los
primeros textos y manifiestos dadaístas van a estar escritos de puño
y letra por Lenin, es decir, que en ese momento, este líder que va a
ser atroz, duda, en un momento dado, entre ser dadaísta-leninista o
marxista-leninista.
El acto fundador, como ha muy bien recordado Berenguer, va a
desarrollarse en el café Voltaire de la ciudad de Zurich y en él van a
participar los dos: Lenin y Tzara. Este último ha tenido la suerte y la
desgracia de conocer y jugar mucho al ajedrez al final de su vida cuan­
do él ya era comunista-estalinista. Entonces, hay que imaginar a Tristan
Tzara, que es un hombre muy masculino, bailando desnudo con un
tutú en el café Voltaire, con el deseo de matar a la danza, de asesinar al
teatro, todo lo que de teatral tiene el teatro, todo lo que de danzante
tiene la danza. Y para el público de Zurich, acostumbrado a ver espec­
táculos sorprendentes, eso era demasiado.Ver a este gordinfloncete,
tan masculino, bailando casi desnudo con un tutú “El baile de los cis­
nes” era imposible, y todo el mundo gritó “¡No, no, esto no!”. Y una
sola persona gritó “Dadá! Oui, ouil". Este es el origen probable, aun­
que el profesor Nogés, colega de mi mujer, más bien hermana espiri­
tual, ha estudiado la posibilidad de que esta leyenda, como las otras
leyendas de la fundación de dadá, no sea la cierta.
¿Y qué es el dadaísmo? ¿Y qué es el futurismo? ¿Cuáles son los
pilares de dadá? Los pilares de dadá son dos: el primero es que en el
arte, en la filosofía, en el arte de vivir tan bien, todo es posible. Y el

160
segundo pilar es que la moral no existe. A partir de ahí, todos van a
seguir el dictado, se van a interesar por la ciencia y van a estar a
caballo con la ciencia, porque, como muy bien señala el doctor
Berenguer, la literatura se ha echado a la espalda la ciencia. No es el
caso de Cervantes o Shakespeare, pero es lo que va a suceder a la
llegada de Hegel que, cuando podíamos esperar que los hombres de
literatura se interesaran por la ciencia, es cuando dejan de interesar­
se. Muerto Goethe habrá que esperarnos a nosotros para que nos
volvamos a interesar por la ciencia. Y cuando van pasando los años,
todos estos grupos rompedores de la modernidad, con lo efímera que
es la palabra “moderno”, más aún incluso que la palabra “vanguar­
dia”, van a conceptuarse a través de sus dos pilares.
¿Y qué va hacer el grupo surrealista? El grupo surrealista es el
más hermoso en el que, quizás, hemos vivido más hermosamente mi
mujer y yo. Como me dijo poco antes de morir Octavio Paz: “Tú y
yo hemos estado en los bancos de esa universidad”. Y en efecto, eran
como los bancos de la universidad en la que era maravilloso hablar
de ciencia y ele filosofía, y era un poco menos maravilloso hablar de
política porque casi podía derivar en un tiro en la nuca, al menos
espiritual. ¿Qué hace el grupo surrealista? El grupo surrealista apor­
ta una variedad vaticanista o bolchevique. Decían Tzara o Lenin,
probablemente fue Lenin el que lo dijo primero: “Los pilares son, la
moral no existe, y en el arte y el amor, todo es posible”.
A.B. Quería preguntarle una cosa, ¿cómo ejemplarizarías tú esa
relación extraña entre el dadaísmo y el surrealismo?
F. A. El paso está señalado en los manifiestos que ha escrito Bretón,
que añade un tercer pilar: el que no acepte los dos primeros pilares,
es decir, que en el arte todo es posible y que la moral no existe, ése
será expulsado. Y así, comienzan las terribles épocas de expulsiones.
Yo creo que sí ha habido autores dramáticos como yo. Me parece
que si fui el primero y el único que fue publicado y editado por Bretón,
es porque consideró que mi teatro no era teatro, sino antiteatro y, por
lo tanto, podía entrar en los márgenes que ellos se conceptuaban.
El surrealismo es hermoso, pero está lleno de ponzoña. Ocasionó
muchas muertes, muchos suicidios, como los que lo hicieron por el
hecho de ser homosexuales. Porque la homosexualidad no entraba

161
dentro de esa moral antimoral en la que creía Bretón, y así, no cabe
otra posibilidad que el suicidio. A nosotros, y cuando digo nosotros
somos muchos de todo tipo, nos interesó inmediatamente la ciencia,
de ahí, el pánico. Mucha gente ha pensado que el pánico es el teatro
pánico, no cabe duda de que efectivamente es el teatro pánico, pero
también es el movimiento pánico que hemos creado, trenzado con la
ciencia desde el primer momento hasta hoy.
¿Y qué significa para nosotros ciencia? Ciencia significa dudar.
En el principio dudamos sobre cosas evidentes, sobre los dos pilares,
es decir, el azar y la memoria. ¿Es que no será todo azar? ¿Es que la
memoria puede existir? ¿Qué es la imaginación? ¿Es que la imagi­
nación no será nada más y nada menos y, sobre todo nada menos,
que el arte de servirse de los recuerdos, y la inteligencia nada más
que el arte de servirse de la memoria? Y empezamos a calcular a
partir de ese momento, a interesarnos por la ciencia, y a no cobrar
ningún respeto por las bases que tenía el teatro de ese día. Pero el
teatro nos interesó sobremanera. ¿Por qué nos interesó sobremane­
ra? Porque la ciencia, a la que se ha referido el doctor Berenguer y
que ha llamado las matemáticas de Euclides, aunque yo diría más
bien la geometría de Euclides, en la que hemos vivido casi todos
hasta el final, hasta hoy, nos decía una cosa evidente, que es que
podemos contar las cosas y, por eso, las cosas serán siempre definiti­
vas y habrían sido definitivas. Y cuando nosotros nos interesamos
por este nuevo concepto de las matemáticas, que es un concepto filo­
sófico y teatral, ¿qué significan el tiempo y el espacio que el doctor
Berenguer ha puesto muy bien en duda? Solamente lo podemos mi­
rar a través de su representación teatral. Es por eso por lo que muy a
menudo se me pregunta: pero, ¿y su teatro pánico? Imaginando que
el teatro pánico existe. El teatro de vanguardia, ¿qué tiene que decir
hoy?, ¿está pasado? ¿Puede estar pasado el teatro? ¿Puede estar pa­
sado el tiempo? ¿Puede estar pasado el espacio? Podemos verlo de
una manera o de otra, podemos verlo a través del conflicto que exis­
tió desde tiempos de Sófocles y que lo plasmaron mejor Aristóteles
y Platón, el conflicto entre el mito y la razón, y ahí estamos, y en ese
punto nos apasiona.

162
Por eso, sí es importante para mí la representación de mi teatro y
todo eso, aunque yo diría que hay una cosa un poquitín más impor­
tante, una cosa que aún me llena más de dudas que mí propio teatro
y el teatro de mis colegas, y eso que me llena de dudas son mis re­
uniones con hombres de ciencia. Me interesa lo que ha dicho el doc­
tor Berenguer que os ha hablado, sin referirse demasiado, de una
cosa capital, la mecánica cuántica; pero se ha referido al principio de
indeterminación, es decir, a las matemáticas, visión filosófica del
contar del uno más uno, igual a dos. Se ha referido a eso, pero se
estaba refiriendo a algo más interesante aún, y es el hecho de que,
llegado el momento, nuestras dudas sobre las matemáticas y sobre la
física, sobre la astrofísica, sobre eso que sería el comienzo del mun­
do de una manera verdaderamente cómica, ese bang, big bang, o ese
final del mundo, que sería otro bang en el sentido opuesto, son infe­
riores, y hay algo que empieza a interesamos más. Por eso, cuando
nos reunimos en París, por ejemplo, con Kundera o con físicos y
matemáticos de hoy, nos interesan algunas cositas más que el arte y
la filosofía del contar, hoy nos interesa la biología.
La biología era y es formidable. Era el principio del que habló a
lo largo de su conferencia con tanto arte y tanta profundidad el pro­
fesor Berenguer. Pero hay algo con lo que dudamos, parecía que las
cosas eran el principio de causalidad, parecía que no podía nada más
que aplicarse la biología molecular, que no podía nada más que ser
cierta la biología molecular. Podíamos filosofar a partir de las mate­
máticas fractales y, sobre todo, a partir de las de hoy, tan interesan­
tes, tan pánicas, es decir, la teoría de motivos, encontrar la fórmula
matemática para saber por qué creo en Dios o por qué no creo en
Dios, eso es lo que interesa a los grandes matemáticos, a los mayo­
res genios en vida. Pero antes, la biología molecular, ¡que felicidad!.
Creíamos que existían estafilococos, bacilos y virus, no podíamos
imaginar que pudiera haber enfermedades, objetos, sujetos de biolo­
gía molecular tan teatrales, en que el espacio y el tiempo se pusieran
como en un escenario teatralmente y nos hicieran dudar ¿Cuál es la
enfermedad de la que probablemente muchos de nosotros morire­
mos si algunos de nuestros amigos chistosos y bromistas no hacen
en el jardín de su casa un poco de ántrax para damos un susto? ¿De

163
qué moriremos realmente todos o la mayoría de nosotros? ¿Morire­
mos de una enfermedad? ¿De la enfermedad que llega, que está lle­
gando? El prión, enfermedad teatral por antonomasia como diría el
profesor Berenguer, enfermedad vanguardista, enfermedad de la
modernidad diría yo, enfermedad de hoy, de la que conocemos per­
fectamente las lesiones que causa en el cerebro, conocemos como
ocasiona la muerte de la vaca, de la oveja, sabemos por qué baila la
vaca y por qué bailan los seres humanos que se están muriendo de
esto, unos con el nombre de Alzheimer y otros con otros nombres.
Pero he aquí que no conocemos la causa cuando nuestros amigos
hablan de prión. Prión que significa primitivo, ¡qué broma primiti­
vo!, lo que nunca se vio, lo que quizás nunca se verá. Por eso, esta­
mos dudando, estamos queriendo saber y si nos reunimos en París en
mi casa, y si nos reunimos en casa de Berenguer, nos reunimos para
saber, para intentar saber, porque no sabemos, porque estamos en la
plena teatralidad y no nos satisface el creer en lo que no vemos y en
lo que no pensamos.
A.B. Habría, quizá, una pregunta que todo el mundo se hace y es
que, cuando se habla con Fernando Arrabal o cuando aparece Fer­
nando Arrabal, la gente se pone un poco nerviosa.
F.A. ¿Ah sí?
A.B. Sí.
F.A. ¿Por que soy muy guapo?
A.B. Porque eres muy guapo, muy joven y muy atractivo. Pero al
margen de eso, a mí me da la sensación de que hay una especie de
relación de amor y de odio entre el público español y, no sólo tu obra
-e n realidad tu obra tiene un gran éxito, como sabemos por las edi­
ciones que se venden-, pero hay una sensación de que estás jugando
con una serie de conceptos y de actitudes que en España nunca han
estado bien vistas, es decir, en España la gente que ha dicho las cosas
que no eran convenientes, que ha adoptado las actitudes que no eran
usuales, siempre ha estado mal vista desde el siglo XIX. Pero al mis­
mo tiempo, es también verdad, que todo el mundo te concede una
calidad, no diré vanguardista para que no te metas conmigo, pero sí
muy moderna y efímera como da tu aspecto de oráculo. Tú eres una
persona que con tu forma de comportarte, con tu forma de hablar,

164
con tu forma de escribir, con tu forma de enfrentarte con una reali­
dad - a la que nosotros en este país estamos acostumbrados a enfren­
tar por las cortas, a pelearnos, a hacer manifestaciones, a decir que
esta ley es buena, que esta ley es mala, es decir, el español se ha
vuelto un ser completamente racional, estamos llenos de grandes
razones, de grandes verdades, de grandes enemistades y de grandes
discusiones-, ya que tú de pronto llegas y dices unas cosas y de una
manera que colocan a la gente ante la necesidad de hacerse pregun­
tas. Ese es tu aspecto de oráculo, el que ve, el que prevé, el que
adopta actitudes que más tarde van a ser generalizadas, tienes una
forma especial de percibir la realidad, por eso, en este momento ¿cómo
ves tú tu relación con el proceso de creación? Por último, tú eres una
persona fundamentalmente creativa, a ti lo que te interesa es la crea­
ción, y lo haces en el teatro pero lo haces también en la novela, en el
cine, en la poesía y en tu vida ¿cómo ves tú tus líneas de la creación?,
es decir, ¿hacia dónde vas?
F.A. Se nos abren a todos dos posibilidades. Hasta una persona,
sin hacer demagogia, tan tonta como yo, puede aprender. Cuando
estuvo a Nueva York, por ejemplo, Mandelbrot, en presencia de la
viuda de Picasso, nos enseñó los últimos avatares de las matemáti­
cas, y yo creo que si me pongo a ello, a pesar de no ser inteligente,
sobre todo matemáticamente, puedo llegar a repetirlo y a aprenderlo.
Ésa también fue la impresión que tuve estando en Tel-Aviv, en lo que
pasa por ser el mejor seminario de matemáticas del mundo. En el
mundo de las matemáticas, en el de la biología molecular, en el de la
astrofísica, en el de la filosofía, e incluso en el amor puedo imitar,
puedo copiar, y llegar casi al amor del amor, levitar con Sócrates
como nos cuenta Platón en El banquete. Y me parece muy mal lo que
me dijeron mis amigos japoneses, y entre ellos Mishima, que imitar
quería decir crear. Creo que hasta los más tontos pueden imitar, pue­
den seguir lo que ha aparecido en la moda. Lo que creo que no está al
alcance de ninguno, y sobre todo de mí, es la creación. Pero eso es
también lo único que nos apasiona: ¿cómo nos puede colmar imitar
cuando tenemos la posibilidad de crear? Yo quisiera ser un Dios. Me
acuerdo de cuando El País pedía a los famosos -hago un paréntesis
para decir que yo soy relativamente célebre en España, todo lo céle­

165
bre que puede ser un escritor, pero completamente desconocido en el
fondo- pues cuando El País me pide, como célebre, la foto que pide
a todos, a Felipe González o a José María Aznar, para que le repre­
sente en la imagen de la persona que querría ser, y uno se pone en la
figura del don Juan, otro de un conquistador español, pues para mí,
parecía evidente, que si me daban a elegir, yo elegía ser Dios, es
evidente. Cuando he observado a mis colegas, y he tenido la suerte
de tener junto a mí a colegas que eran verdaderos creadores, y que
eran infinitamente superiores a mí, y no me refiero a gente baladí
como Picasso, me refiero a los verdaderos creadores, a gente como
Dalí, Beckett, como Ionesco, tengo la impresión de que jugaron en
el sentido más noble, lúdico, angélico y diabólico de la palabra jue­
go, jugaron a ser Dios, y alguna vez lo consiguieron.
España me da para esta creación, por eso es tan interesante esa
pregunta, como todo lo que hace el doctor Berenguer, algo que no
me gustaría tener porque a mí me gustaría no tener raíces. Me gusta
tener piernas. Me dicen mis amigos del premio Nobel “Vamos a te­
ner muchos problemas si un día queremos darte el premio Nobel
porque tú no eres español, España no te puede presentar, pero tam­
poco eres francés, porque los franceses tampoco te puede presen­
tar”. Y qué satisfacción no tener raíces, tener piernas como San Igna­
cio de Loyola y salir desde Salamanca hasta París. Sin embargo, esas
raíces, ese lugar en que nací hace cosas por mí, y ha hecho cosas por
mí que no las puedo pagar, entre ellas, la grandeza que hace conmi­
go, excepcionalmente, de no tomarme en serio, y al no tomarme en
serio, me permite tomarme yo a mí mismo en serio debido a la falta
de seriedad de los demás. Y no tenemos una palabra en castellano
para decir que mi arte de vivir o de crear indigno, me hacen digno y
gano dignidad en la indignidad con la que me consideran los demás,
y no me quiero comparar a ellos pero, como Cervantes y como
Shakespeare, yo también estoy en plena ambigüedad. Es que
Shakespeare..., ¿qué era Shakespeare? ¿a quién amaba Shakespeare?
¿en qué ciencia cría Shakespeare? ¿Y Cervantes? No sabemos nada
de Cervantes. Lo que sabemos es que Cervantes se refiere a Fernan­
do de Rojas a la hora de hablar de dramaturgos, nos lo ha repetido
todo el mundo, que Cervantes se refiere a La Celestina de Rojas.

166
Pero nunca se ha referido a Rojas, se puede crear una falsedad, repe­
tirla en el ruedo ibérico y que termine por ser cierta, Cervantes nunca
se refirió a Rojas, e incluso odiaba a Rojas. Es normal, Rojas es un
cretino, es un mal autor de teatro. ¿Quién le gusta a Cervantes? Le
gusta Feliciano de Silva y, desde la primera página de El Quijote, se
refiere a Feliciano de Silva y, cuando va a hacer un libro, ¿adonde lo
va a hacer? Con el Duque de Béjar, que es el que hace La Celestina
de Feliciano de Silva, la verdadera Celestina. E, imaginemos, no es
ironía, que nos pegamos un gusto los que estamos a veces un poquitín
perseguidos, ese mismo gusto que se da Cervantes cuando de pronto
da a entender en su libro que Feliciano de Silva es un malísimo autor
de textos infames, que escribe frases pasadas de moda, retóricas y
sin sentido, y es la frase de más sentido que nunca escribió la filoso­
fía ni la literatura española antes de Cervantes que es “La razón de la
sin razón que a mi razón se hace”. En todos los libros, hablando de
Cervantes, estos hombres que nacieron en la misma geografía que
yo, y que hubiéramos tenido que tener las mismas raíces, nos dirán
siempre que esa frase es tonta, cuando es la frase que le gusta a
Cervantes y, a lo largo del libro, si hay alguien de quien habla, es de
él, con gran elogio. Cuando se refiere a La Celestina ¿qué dice en
sus poemas, versos que llama de pie quebrado? ¿Por qué quebrado?
¿Qué tiene que decir que no puede decir? ¿Qué inquisición anda allí
detrás? ¿Qué gulag va a matarle? ¿Qué talibán? ¿Qué dice Cervantes
hablando de La Celestina? “Libro que sería divino si escondiera más
lo humano”, pero es evidente que se refiere a Feliciano de Silva y no
a Rojas. Entonces, hasta en nuestra insignificancia y modestia, estos
retrasos nos alimentan y nos nutren en ver lo poquito que hicimos
alguna vez de nuestra vida.
A.B. Hay una última pregunta que me gustaría hacerte que creo
que puede tener sentido. Acaban de darte el Premio Nacional de Tea­
tro y yo he dicho unas cosas, desde mi punto de vista, con las que a
lo mejor tú no estás de acuerdo, con la que probablemente tú no estés
de acuerdo. ¿Para qué querrías tú que sirviera ese Premio Nacional
de Teatro que te acaban de dar?

167
F.A. La pregunta es muy interesante y creo que ¿por qué centrar­
nos solamente en este premio? Cuando tenía diez años me dieron un
premio, el Premio Nacional de Superdotados. Creo que es el único
premio que realmente merecí puesto que fue a través de un concurso
nacional. Pero, a partir de ese momento, los premios son una lotería.
Por ejemplo, Borges no pudo participar porque dijo dos o tres evi­
dencias sobre los sistemas sociales que había en el este. Los premios
se dan así. Siempre he tenido la misma opinión sobre ellos, y respeto
mucho lo que tú dices porque me parece muy exacto ese criterio de
que un premio tenga una cierta legalidad, pero pienso que un premio
es algo que no se debe nunca solicitar, que nunca se debe rechazar,
¡qué cosa tan ridicula rechazar un premio! Sabéis, entre paréntesis,
que Sartre tenía once novias a las que siempre les daba el dinero que
podía. Al final ya no tenía dinero, y a última hora tuvo que pedir el
Premio Nobel que había rechazado anteriormente. Por eso digo que
un premio no se debe solicitar, no se debe rechazar y no se debe
exhibir. Yo como soy un poquitín presumido y como a casa vienen
una vez por semana, para que mi Dulcinea les encante, algunas de
las personas que yo más admiro y respeto del siglo, hemos colocado
todos los premios en el retrete y espero que algún día no se atasque.

168
¿REALISMO V E R S U S VANGUARDIA?

J e r ó n im o L ó p e z M o z o

Sí el teatro de un país se define exclusivamente por lo que se ve


en sus escenarios, el teatro español rezuma realismo por cada uno de
sus poros. Se diría que todos hemos acabado siendo realistas. Hasta
los más jóvenes. Es cierto que no se puede hablar de un realismo
único. Los hay de diverso cuño y cada cual emplea el suyo.1 Nos
sentimos cómodos instalados en ese realismo plural, no sólo los au­
tores, sino los demás sectores de la profesión teatral, desde los acto­
res y los directores hasta el eslabón último, que es el público. Apenas
existen propuestas teatrales que se salgan de sus amplios cauces. Es
difícil encontrarlas, incluso en las salas independientes, esos espa­
cios gestionados por profesionales jóvenes e inquietos que luchan1

1. Eso ya pasaba en tiempos de la llamada “generación realista”, la de Buero


Vallejo, Alfonso Sastre, Rodríguez Méndez, Martín Recuerda, Lauro Olmo y
Carlos Muñiz. A sí la bautizaron los estudiosos, pero los propios autores se
ocuparon, en cuanto pudieron, de poner apellidos a su realismo, o de negar su
militancia en él, que de todo hubo. Se habló de realismos reivindicativo, sensual,
reformista, expresionista, sarcástico... El etcétera era tan largo com o larga la
nómina de autores. Y es que, como bien dice Rodríguez Méndez, los caminos del
realismo son tan infinitos como infinita e inagotable es la realidad. De estas
cuestiones se trató en el ciclo “Teatro español actual”, celebrado en la Fundación
Juan March, de Madrid, en junio de 1976, cuyas comunicaciones y coloquios
fueron recogidos en Teatro español actual, Madrid, Fundación Juan March/
Cátedra, 1977.
por atraer a un público también joven. La presencia en sus progra­
maciones de nombres como Carlos Marqueríe o Antonio Fernández
Lera, por citar dos ejemplos significativos, es cada vez más escasa.
Las excepciones que confirman la regla son Rodrigo García, Eusebio
Calonge y su compañía La Zaranda y, tal vez, La Fura del Baus. Ex­
cluyo otras experiencias que sólo tienen una relación tangencial con el
teatro o en las que el texto tiene escasa presencia o está totalmente
ausente. Adelanto que mi reflexión gira en tomo al teatro llamado, no
sé si correctamente, de autor. Una reflexión provocada por el conteni­
do de este Congreso de Literatura Española Contemporánea.
Tan sumergidos estamos en el realismo, que uno llega a dudar de
que, en el pasado reciente, existieran corrientes teatrales que pudie­
ran catalogase, si no de vanguardistas, entendidas como provocadoras
de rupturas, sí, al menos, como inquietas o experimentales. Duda
absurda, pues yo mismo navegué por ellas. ¿No será más bien que
evitamos volver la vista atrás porque renegamos de aquella expe­
riencia y la mejor forma de hacerlo es fingiendo que no tuvo lugar?
Muy probablemente.
De ahí que la convocatoria de este foro tenga un enorme interés. En
primer lugar, la enumeración de los temas propuestos confirma que hubo
un movimiento que pretendió introducir aires nuevos en nuestra escena.
Teatro y anfiteatro, vanguardia, drama experimental, ruptura o nuevas
fronteras son expresiones que lo evidencian. Pero, la invitación a que los
autores aborden, junto a especialistas en la materia, estas cuestiones tie­
ne algo de sana provocación. Obliga, a los que tenían los ojos cerrados,
a abrirlos, e invita a otros a que mostremos nuestros puntos de vista. En
mi caso, lo hago con agrado, porque el teatro que ahora escribo, aunque
abunde en elementos realistas, es deudor del anterior. No hay ruptura
entre uno y otro, aunque en algún caso las apariencias parezcan desmen­
tirlo. Pero me mueve, además, otro interés, cual es el de reivindicar el
papel, todo lo modesto que se quiera, que el teatro inquieto español2 ha
jugado, contra viento y marea, a todo lo largo del siglo pasado.

2. Bajo ese título -Teatro inquieto español- la editorial Aguilar publicó en


1967, en su colección “Teatro contemporáneo”, las siguientes obras: Sombras de
sueño, de Miguel de Unamuno; Angelito, de Azorín; El señor de Pigmalión, de
Jacinto Grau; Los medios seres, de Ramón Gómez de la Serna; Así que pasen cinco

170
Hace algún tiempo tuve la oportunidad de referirme a ello en
otro foro. Titulé mi intervención El teatro vanguardista en Espa­
ña: los ojos del Guadiana.3 Reconocía las dificultades que cual­
quier proyecto vanguardista encuentra en el teatro por la especial
naturaleza de éste. Recordaba que Arthur Miller lo llamaba el arte
de lo posible, y lo es porque requiere más que ningún otro el con­
curso y la aceptación del público. Pero, a pesar de ello, en otros
países de nuestro entorno cultural, las vanguardias teatrales han
encontrado, primero, acomodo y, luego, han gozado del reconoci­
miento de su enorme aportación al arte del siglo pasado, hasta el
punto de que no sería posible explicarle prescindiendo de ellas.
Por otra parte, gracias al apoyo de amplios sectores de la sociedad,
el teatro convencional fue asimilando con provecho una parte im­
portante de sus propuestas.
En España también ha habido vanguardias. Para algunos no han
pasado de ser un pequeño repertorio de gestos aislados y sin relie­
ve. Pero no es así. Un recorrido por la historia del teatro español
del siglo XX, proporciona una lista nada desdeñable de dramatur­
gos empeñados en una renovación profunda de nuestra escena. En
ella figuran, entre otros, Azorín, Jacinto Grau, Ramón Gómez de la
Serna, García Lorca y Valle Inclán. Pero ellos no tuvieron la fortu­
na de alcanzar un reconocimiento parecido al de sus colegas euro­
peos, a pesar de que estudiosos de su teatro consideran que su obra
está vinculada a las mismas corrientes innovadoras y que han vivi­
do todas sus etapas evolutivas.
Esto último es cierto, aunque sea difícil percibirlo. De ahí la
referencia, en el título de aquella conferencia, al Guadiana, pues a
nuestras vanguardias escénicas les ha sucedido como al río, que,
unas veces, discurrían a la vista de todos, y otras, demasiadas, des­

años, de Federico García Lorca; y Espejo de avaricia, de Max Aub. Curiosamente,


el volumen que, en la misma colección, reunía obras de Beckett, Ionesco, Adamov
y Schéadé se titulaba Teatro francés de vanguadia.
3. Conferencia pronunciada en la Universidad de Murcia el 7 de noviembre de
1997. Publicada con el título “La vanguardia teatral española: los ojos del
Guadiana” en Mariano de Paco (ed.), Creación escénica y sociedad española,
Murcia, Universidad de Murcia, 1998, págs. 73-98.

171
aparecían bajo tierra para reaparecer dónde y cuándo menos se es­
peraba.
La última salida a la superficie fue la que se produjo en la década de los
sesenta. Lo hizo de la mano del llamado Nuevo Teatro Español y del Teatro
Independiente, movimientos ambos a los que estuve estrechamente vincu­
lado. Aunque no tuvo una vida fácil a causa del permanente acoso que sufrió
por paite de la censura, lo cierto es que su presencia -a veces, su ausencia4-
se hacía notar. Curiosamente, a partir de 1975, cuando las esperanzas depo­
sitadas en la nueva situación política hacían presagiar tiempos mejores, su­
cedió todo lo contrario: desapareció sin que hasta el momento haya dado
nuevas señales de vida. Tan prolongado paréntesis alimenta la duda a la que
me refería más arriba sobre su existencia real y, más aún, cuando voces
autorizadas niegan que, en aquella época, existiera en nuestro país algo que
mereciera el nombre de vanguardia. Su argumento más rotundo es que, en
realidad, lo que hacíamos era practicar una escritura confusa, cuyo único
objetivo era poner a pmeba la inteligencia de los censores.
Sin embargo, otras voces no menos autorizadas tienen otra opinión.
Entre ellos, César Oliva, que, al referirse a algunas de las peculiaridades
del Nuevo Teatro, ha destacado su búsqueda de formas teatrales imagi­
nativas como el absurdo, la farsa esperpéntica y el drama postbrechtiano.5
Genoveva Dieterich, por su parte, afirmaba en su Diccionario del teatro
que el Nuevo Teatro Español propugnaba un teatro abierto y experimen­
tal en consonancia con las corrientes vanguardistas y los movimientos
teatrales coetáneos.6 Justo es decir, sin embargo, que no todos los miem­
bros del Nuevo Teatro Español fueron vanguardistas y, algunos, ni si­
quiera dieron pruebas de sentirse atraídos por lo experimental.
Algo conviene decir sobre esta cuestión. Es cierto que, salvo esas
excepciones, la mayoría rechazábamos el realismo y nos proclamá­
bamos vanguardistas. Pero, ¿a que realismo nos referíamos y a qué

4. George E. Wellwarth, autor de Teatro de protesta y paradoja, publicó en


1972 un ensayo sobre el Nuevo Teatro Español titulado Spanish Underground
Drama, en clara alusión a las dificultades que tenía para ser publicado y
representado. De hecho, tuvo acceso a buena parte de los textos analizados gracias
a las copias mecanogafiadas que le proporcionamos los propios autores.
5. César Oliva, El teatro desde 1936, Madrid, Alhambra, 1989, pág. 338.
6. Genoveva Dieterich, Diccionario del teatro, Madrid, Alianza, 1995,
pág. 191.

172
vanguardia? Porque, como he comentado, no había uno, sino varios
realismos. Y, en cuanto a la vanguardia, no hacíamos ascos a ninguna
de las que habían existido a lo largo del siglo. Para nosotros, todas se
resumían en una sola, que iba, desde las históricas, hasta el absurdo,
que vivía, fuera de España, sus mejores momentos. Tiempos de confu­
sión, sin duda, en que cualquiera podía declararse, a un tiempo, dadaista,
artaudiano, pánico y brechtiano. Admito que yo lo hice porque es ver­
dad que bebí en todas esas aguas. Esa confusión hizo posible que en el
cajón de sastre vanguardista cupiéramos todos y que, además, según
parecía, estuviéramos bastante a gusto. Buena prueba es que, por en­
tonces, casi nadie hizo el más mínimo intento por salir de él.
Andando el tiempo, y a medida que cada cual desarrollaba su obra,
se produjeron algunas mudanzas que a nadie sorprendieron porque
eran fruto de una evolución lógica. Pero simultáneamente, se produjo
otro fenómeno que también redujo la nómina vanguardista. Cuando
empezamos a comprobar que, en la nueva situación política, seguían
soplando malos vientos para nosotros, algunos entendieron que aquél
no era el mejor camino y cambiaron de rumbo. Unos lo hicieron pro­
clamando con voz irritada y bastante ofendidos que alguien les había
colocado allí sin razón alguna. Otros, con mayor sigilo, tanto que sólo
percibimos su marcha quienes, seguidores de su obra, advertimos sig­
nificativos, por oportunistas, cambios de estilo en su escritura.
En la conferencia sobre la vanguardia teatral española a la que
antes he aludido, resumí todo esto con las siguientes palabras:

No todos sus miembros [los del Nuevo Teatro Español], ni bue­


na parte de los que fueron incorporándose a él, participaban de ese
espíritu vanguardista. Ni siquiera creo que, algunos de los que nos
considerábamos acreedores a tal título, fuéramos algo más que in­
quietos dramaturgos en busca de una estética que se adecuara a
nuestra idea del teatro y que resultara original por estos pagos tan
devotos de las tradiciones más rancias. En resumen, no eran todos
los que estaban, como el tiempo se encargo de establecer. Pero tam­
poco estaban todos los que eran. Autores había que, por las razones
más diversas, permanecieron al margen del Nuevo Teatro Español y
que, sin embargo, proponían un teatro absolutamente innovador.7

7. “La vanguardia teatral española: los ojos del Guadiana”, op. cit., pág. 93.

173
Son palabras pronunciadas hace cuatro años. Hoy las suscribo,
pero a pesar de la distancia, que parece mayor por aquello de que
hemos saltado de un siglo a otro, contemplo aquellas deserciones
con cierto regusto amargo, no tanto porque se produjeran, sino por­
que, junto a las explicaciones que se dieron y siguen dándose para
justificarlas, han contribuido a echar tierra sobre un periodo impor­
tante de la historia del teatro español contemporáneo.
Antes de reafirmar mi pertenencia a aquel movimiento renovador y
de reconocer lo que a él debe mi actual teatro, no quiero dejar de citar
algunos nombres que lo hicieron posible. Me parece un acto de justicia,
sobre todo para aquellos que lo dieron todo y fueron injustamente olvi­
dados con el paso de los años. Entre ellos, José Ruibal. Otros autores
importantes fueron Angel García Pintado, Luis Matilla, Miguel Romero
Esteo, Luis Riaza, Alberto Miralles y Arias Velasco. Entre nuestro con­
temporáneos, aunque alejados de nosotros, estaban Femando Arrabal,
Manuel de Pedrolo, Joan Brossa y Francisco Nieva.
Por lo que a mi respecta, siempre he reconocido mi interés por
las vanguardias europeas, cuya influencia es muy patente en mi pri­
mer teatro. En numerosas ocasiones me he declarado deudor del
movimiento Dadá, el surrealismo, el teatro de la crueldad, el del ab­
surdo y el happening. Fui lector o espectador de las obras de Beckett,
Ionesco, Artaud, Grotowski, Jacques Level, Lúea Ronconi, Genet,
Peter Weiss, Peter Brook y Brecht, entre otros. Todavía hoy conser­
vo vivas en la memoria las imágenes de espectáculos como el Orlando
furioso, de Ronconi, Esperando a Godot, representado por Dido,
Antígona y Paradis Now, del Living Theatre de Julián Beck y Judith
Malina, Marat-Sade, de Weiss, y Las criadas, de Genet. Huellas de
todo ello pueden encontrarse a lo largo de mi producción dramática,
pero de forma más evidente en la comprendida entre 1964 y 1972.8
También he dejado constancia de mis inclinaciones vanguardistas en
artículos e intervenciones en congresos y seminarios.

8. A dicho periodo pertenecen obras como Los novios o la teoría de los


números combinatorios (1965), El testamento (1966), Moncho y Mimí (1967),
Collage Occidental (1967), Blanco en quince tiempos (1967), Negro en quince
tiempos (1967), Crap, fábrica de municiones (1968), Matadero solemne (1969),
Guernica (1969), Anarchía 36 (1971) y El caserón (1972).

174
En 1981 manifesté mi alarma porque ya era palpable el rechazo
que nuestro teatro -y, en general, todo cuanto tuviera que ver con la
vanguardia escénica- sufría en nuestro país.910En la revista norte­
americana Estreno escribí lo siguiente:

España, en el campo del teatro, apuesta por la tradición, no


siempre ejemplar, en perjuicio de la vanguardia, que ha sido y es
sistemáticamente rechazada. Y es esa ausencia de vanguardia cau­
sa muy importante de su estado de postración, porque en la van­
guardia y sólo en ella se contiene la savia que permite que el arte
dramático no envejezca, sino que permanezca vivo y sin arrugas .

Más adelante pedía que la vanguardia fuera, si no recibida con


los brazos abiertos, respetada y que no se la condenara antes incluso
de nacer. Aludía con ello al escaso interés por lo experimental que
sentían otros profesionales de la escena, que se hizo más patente a
partir del rápido desmoronamiento del Teatro Independiente. Su ne­
gativa a asumir las más arriesgadas propuestas de los autores nos
condenaba al silencio, dado que la puesta en escena no es posible sin
su concurso. He de decir que, para entonces, este debate había deja­
do de interesar a bastantes autores que hasta poco antes habían inter­
venido en él. Lo descubrí en un encuentro de dramaturgos celebrado
en Caracas.11 Allí me expresé en términos muy parecidos a los del
artículo y, al concluir, algunos de los colegas españoles presentes se

9. Recientemente me he referido a ese periodo con estas palabras: “En los años
80 percibí un salto atrás en autores que, por su talante y antecedentes profesionales,
podrían haber enarbolado la bandera del vanguardismo. Entendieron que en el
realismo estaba la respuesta a las necesidades de la sociedad española en la época
de la transición, pero no en el realismo de nuevo cuño que se había instalado en el
teatro europeo, ni siquiera en el realismo ibérico de los Martín Recuerda o
Rodríguez Méndez, sino en formas degradadas que nos devolvían al tiempo del
sainete y del costumbrismo con un lenguaje que reproducía el de la calle, pero que,
desde el escenario, sonaba a falso”. Jerónimo López Mozo, “La búsqueda del
despojamiento”, Acotaciones, n° 6 (enero-junio 2001), pág. 52.
10. Jerónimo López Mozo, “El teatro de vanguardia en España”, Estreno, vol.
VIII, n° 1 (primavera 1982), págs. 4-7.
11. “Encuentro de dramaturgos de España y latinoamertica”, celebrado en
Caracas (Venezuela) en julio de 1981 en el marco del Festival Internacional de
Teatro.

175
sintieron molestos con mi intervención. Apenas un año después vol­
ví sobre el tema de la vanguardia. Esta vez fue en las páginas de la
revista Pipirijaina12. Escribí un artículo áspero, en el que denuncia­
ba a quiénes nos impedían transitar por los caminos de la investiga­
ción y en el que exigía, como antaño lo hiciera Bretón, toda clase de
licencias para el arte.
Jamás abdiqué de aquella vocación primera. Sin embargo, cuan­
do en el 95 publiqué Eloídes,13 escrita cinco años antes, algunos co­
nocedores de mi teatro manifestaron su sorpresa. ¡Era un texto rea­
lista! No faltaron quienes me felicitaron por el cambio, pues, aunque
tardíamente, me había apeado del burro y corregido mi trayectoria
para bien, como pronto podría comprobar. En efecto, había alumbra­
do una obra realista, como lo fue Ahlán,14 escrita a lo largo de casi
un lustro y concluida en el 95. En ambos casos, elegí el realismo
porque me parecía el vehículo más adecuado para platear sus argu­
mentos. Pero no era, o al menos yo no lo pretendía, un realismo en
estado puro, sino contaminado con otras estéticas a las que me siento
cercano. Así lo vieron algunos estudiosos y críticos. Eduardo Pérez
Rasilla encontró en la primera de ellas ecos clásicos y contemporá­
neos. Entre éstos, los de Woyzeck, Max Estrella y Edmon.15 Por su
parte, Pedro Manuel Villora ha calificado Eloídes de tragedia con
resonancias koltesianas.16 Con ocasión de su estreno, la periodista
María José Zaragoza aludió a suaves pinceladas de surrealismo y
breves muestras del teatro de vanguardia.17 Respecto a Ahlán, su
prologuista, Virtudes Serrano, señalaba que

12. Jerónimo López Mozo, “¿Vanguardia? ¡Sí, por favor!”, Pipirijaina, 23


(julio 1982), págs. 43-45.
13. Jerónimo López Mozo, Eloídes, Sevilla, Padilla Libros Editores &
Libreros, 1995. Editada también por Visor, Madrid, 1996.
14. Jerónimo López Mozo, Ahlán, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica,
1997.
15. Eduardo Pérez Rasilla, “JerónimoLópez Mozo: Eloídes”, ADE Teatro, 52-
53 (julio-septiembre 1996), págs. 151-152.
16. Pedro Manuel Villora, “Eloídes”, ABC Cultural, 12 septiembre 1997.
17. María José Zaragoza, “Simposium y sentimientos humanitarios”, La
Prensa de Alicante, 21 octubre 1999. El estreno tuvo lugar el 19 de octubre de 1999
en el Aula de Cultura de la CAM, en Alicante, por la compañía Acción Futura,
dirigida por Antonio Malonda.

176
a pesar del cañamazo clásico, la propuesta espectacular ideada
por López Mozo muestra bien a las claras su conocimiento de los
más actuales y diversos procedimientos dramatúr|icos y mantiene
viva la llama del “nuevo autor” que sigue siendo.

Por su parte, María Francisca Vilches de Frutos advierte, en las


dos piezas, la presencia de una de las técnicas más queridas por mí y,
al mismo tiempo, de las más utilizadas por el discurso de renovación
teatral del período comprendido entre los años 1960 y 1975, como es
la presencia de narradores externos a la acción dramática.1819 De nada
he desertado, pues. Obras posteriores, como Combate de ciegos
(1997), El engaño a los ojos (1997), El arquitecto y el relojero (1999)
y La Infanta de Velázquez (1999), lo atestiguan, sobre todo la última.
En ella planteo dos imaginarios encuentros entre La infanta
Margarita y Tadeusz Kantor, por el que siempre he sentido verdade­
ra admiración. El primero, muy breve, en el museo del Prado, en la
sala en que se expone el cuadro Las Meninas, de Velázquez, en el
que ella aparece retratada. El segundo, en Cracovia, ciudad natal del
artista polaco, a la que la Infanta llega tras escaparse del cuadro.
Carmen Perea, autora del prólogo que acompaña su edición,20 consi­
dera que se trata de una obra compleja y transgresora en su estructu­
ra y desarrollo, en la que el cuerpo central no es el viaje de la Infanta,
sino su representación, en la que se mezclan personajes reales e ima­
ginarios, muertos y vivos, y hay un continuo fluir de épocas y de
espacios.
A modo de conclusión, he de decir que, cuando elegí el camino
de la experimentación, estaba en contra del realismo. Justificar el
rechazo alegando que el que conocía no me gustaba y que no adiviné
que existían otras variantes, puede parecer pueril, pero es cierto.

18 Virtudes Serrano, “Prólogo: Escenarios del presente”, en Jerónimo López


M ozo, Ahlán, ed. cit.
19. María Francisca Vilches de Frutos, “El compromiso del hombre con la
historia: Eloídes (1992) y Ahlán (1996), de Jerónimo López M ozo”, Estreno,
volumen X X V , 2 (otoño 1999), págs. 43-47.
20. Carmen Perea, “Prólogo”, en Jerónimo López Mozo, La Infanta de
Velázquez, Bilbao, Ayuntamiento de Santurtzi, 2001, págs. 5-13.

177
Durante años estuve convencido de que realismo y vanguardia eran
incompatibles. Pero desde que Peter Weiss demostró, con la ayuda
de Peter Brook, que Artaud y Brecht podían convivir en un escena­
rio, todo es posible. He incorporado el realismo a mi teatro, pero no
a costa de prescindir del que hice antes. Al contrario, con el ánimo de
que los dos convivan y lleguen a una gozosa promiscuidad. La citada
Carmen Perea encabezaba su prólogo con esta frase que puse en boca
del Autor, personaje de la obra: “Aunque en el teatro casi todo es
posible, bien sé que no es bueno transgredir sus reglas. Prometo no
volver a hacerlo. Gracias y perdón”. Y más adelante hacía el siguien­
te comentario: “Desde luego, a la luz de lo visto hasta ahora sobre el
autor, [la cita] es poco fiable. Subvertir el funcionamiento de los com­
ponentes del sistema dramático es algo que Jerónimo López Mozo
lleva haciendo muchos años, y seguramente es germen de su inque­
brantable vocación investigadora”.
Así es, en efecto. Aunque la vanguardia, la experimentación, la
curiosidad por lo nuevo o como quiera llamársele no esté de moda,
yo seguiré instalado en ella.

178
MI EXPERIENCIA Y ESPERANZA EN EL TEATRO
ESPAÑOL

J o s é M a r tín R e c u e r d a

Desde la infancia, mi vocación fue siempre el teatro, a pesar de


alguna incursión en la novela. Mi pasión siempre ha sido, puede de­
cirse, el crear vida desde un escenario. Así es que concibo la escritu­
ra teatral en función de su representación escénica, sacrificando cual­
quier expresión retórica o literaria que no pueda “mantenerse en pie”
desde la realidad escénica y pueda menoscabar la verdad dramática.
Nunca he estado de acuerdo con que a mí, y a otros compañeros
míos, se nos llame “generación realista”. No hay tal si por “realismo”
se entiende un estilo decimonónico y pretendidamente fotográfico...
Yo, hace ya muchos años declaré que hacía, y quería hacer, un teatro
“iberista”. Y así ha sido. Y así es como, desde hace ya bastante tiempo,
se está analizando mi teatro: formal e ideológicamente “iberista”. Con
el término “iberismo” yo quise expresar lo que tanto oí decir a Ángel
Ganivet y a Unamuno. Es lo siguiente: “para hacer verdaderas crea­
ciones hay que saber arrancar el terruño de donde vivimos”.
Yo llamo “iberista” a mi teatro porque lo saco de las entrañas de
nuestra raíz ibérica: un teatro que aspira a la “violación” de las con­
ciencias, cuyo personaje protagónico (en su fase evolucionada) es
coral, su estructura y acción dramática tienen como vehículo la fies­
ta española; fiesta que ha de llevar hasta el paroxismo y la crueldad
ibérica... Este es el teatro que he querido hacer, y que estoy tratando
de hacer. Y he aquí cómo trata, en síntesis, de explicarlo Ángel Cobo:
Estando de acuerdo con el propio Martín Recuerda al conside­
rar poco acertada la denominación de “realistas” dada a él y a sus
compañeros de generación, ¿en qué consiste su proclamado
“iberismo”? Sin duda, la designación de “teatro iberista” o
“iberismo” sólo adquiere pleno significado en la obra dramática de
Martín Recuerda: existencialismo, absurdo y crueldad, con raíces
en nuestra tradición teatral y literaria popular, desde los pasos de
Lope de Rueda al esperpento de Valle Inclán, pasando por los en­
tremeses de Cervantes, nuestro género chico -¡tan grande!- y la
asimilación de una idiosincrasia acosante -con símil en nuestra se­
cular afición a la tauromaquia- reflejada en una técnica que po­
dríamos denominar “circular”, o en espiral, en oleadas que van ro­
deando al personaje, o personajes, hasta llegar al “grito” final, y
una catarsis que se nos da no sólo por piedad ante el ejemplo del
drama o tragedia, sino también por liberación participativa ante la
rebelión del personaje (individual o coral).

Mi modesta, aunque apasionada, pretensión, desde que con diez


o doce años escribiera una obra infantil titulada El país de las tonte­
rías, ha sido ir creando y poder ofrecer una obra y una labor teatral
nunca, hasta ahora, interrumpida, como ejemplo de lo que podría ser
una sencilla y primigenia definición del teatro, mejor dicho, del tea­
tro al que siempre aspiré: “Un medio de expresión artística -igual
podría decirse: “información o cultura sensibilizada”- que en su con­
tinua lucha por la libertad busca la liberación y transformación del
hombre”. Esta definición, claro está, deja claro e invalida cualquier
duda o sospecha de esa vieja superchería que nos ha vuelto a invadir:
“el arte por el arte” . Siempre me ha parecido que el arte sin conteni­
dos éticos, “el arte por el arte”, es, por lo menos, una majadería cur­
si. Además, todo aquel que proclama esa pretendida pureza artística,
está tomando, obviamente, una actitud ética muy definida.
Ese “arte por el arte” venía disfrazado de vanguardia, haciendo
tabla rasa del texto teatral: viejas rémoras nos invadieron años atrás,
modas interesadas que como insignes catetos nos tragamos en este
país, entre el arrobo y los intereses creados de muchos; modas que, a1

1. Cobo, A., José Martín Recuerda: vida y obra dramática, Granada, 1998,
págs. 276-277.

180
Dios gracias, están pasando, y que vinieron con los “bolos
intemacionalistas” o espectáculos creados para los llamados Festiva­
les Internacionales. También ha sido algo muy propio de los llamados
directores que, ante su impotencia creadora, solían, como se dice, “po­
ner el huevo en nido ajeno”. Pero creo que se está restableciendo el
equilibrio necesario en todos los elementos componen el hecho tea­
tral. Estamos, creo, ante una nueva conciencia del valor del texto.
Por lo demás, y ateniéndome a la definición del teatro más arriba
expresada, habrá que convenir en que hoy, el teatro, es un reducto de
libertad teórica, sólo “teórica”, ya que tiene que buscar, necesariamen­
te, las subvenciones. Por tanto, el autor escribe, si aspira a estrenar,
amordazado por las circunstancias económicas en que está el teatro:
que si pocos personajes; que si le gustará o no, al organismo
subvencionador de turno; que la compañía llamada comercialmente
solvente (¡qué risa!), una vez aceptada tu obra, a lo único que aspira es
a sacar la ganancia en las subvenciones: ¿el público, y ése quién es?
En cuanto a la función del teatro en esta sociedad de fin de un
siglo y milenio, y principio de otro, que nos ha tocado vivir, pienso
que debe ser más revolucionaria que nunca. Yo, desde luego, ni estoy
dispuesto -como no lo he estado nunca- ni puedo escribir obras bur­
guesas españolas, ni otras que algunos creen -o pretenden creer-
modernísimas, sacadas a imitación de vanguardias trasnochadas...
No sé de ninguna obra que pueda ser equivalente a El jardín de los
cerezos, de Chejov, La casa de muñecas, de Ibsen, o Un tranvía lla­
mado deseo, de T. Williams, y otras. En España no sé si habrá alguna
obra que refleje el fin de siglo. Si las hay, estarán muy escondidas.
Siempre ha sido -y sigue siendo- muy peligroso sacar nuestra ver­
dad a flote. Por lo demás, la función liberadora que el teatro tiene,
como hecho vivo, para mí, es más necesaria que nunca en esta socie­
dad decadente de entre siglos y milenios...
También quiero dejar constancia aquí de una reflexión que, allá
por el año 1979, me hacía yo, con motivo de mi obra El engañao:

Estamos en una Granada física cuya orografía, ciertos lugares


y monumentos, configuró y configura a poderosos o indigentes.
No podemos decir, por otro lado, que hayan cambiado gran cosa

181
las estructuras religiosas. Y la noción y fines del Poder son los
mismos, aunque los estímulos y resortes hayan cambiado. En fin,
podremos observar a las mismas gentes desheredadas del Poder y
los poderosos; gentes a la deriva en busca del espíritu de San Juan
de Dios. Un Poder que siempre dejará a los hombres indefensos,
con la sola esperanza puesta en la llegada de un espíritu liberador,
de una fuerza revolucionaria que conmocione el determinismo fa­
talista que, en forma de destino, han acuñado los eternos podero­
sos: un guerrillero de Dios -caso de San Juan- o del mundo, que
restituya la confianza en el semejante y la fe en la vida.

Ni que decir tiene que abordo la creación de mis obras, tanto las
históricas como las que tratan temas actuales, desde una misma rea­
lidad actual y con igual proceso de elaboración y valorización de
fuentes. Siempre con un mismo afán y deseo: fijar en el presente al
hombre eterno, o también podría decir, como todos los poetas, que
busco en el hombre ese Presente inmanente, en la eternidad de los
tiempos.
También quiero dejar constancia y decir que tanto la Historia,
como la actualidad son, para mí, el mito o pretexto para la celebra­
ción de un rito o praxis teatral. Los hechos históricos o actuales son
sólo, en sentido teatral, convenciones desencadenantes de una reali­
dad superior, la realidad dramática, que será la que nos conduzca a
que el teatro cumpla esa “transfiguración mágica del hombre”23de
que nos hablaba Nietzsche. No olvidemos que el teatro, en su géne­
sis, no obedece a una trasposición, imitación, de la realidad -históri­
ca o actual-, sino que es una invocación de fuerzas, intuidas pero
desconocidas, que nos llenan de interrogantes físicas y metafísicas:
dolor y miedo ante lo desconocido que se libera o conjura por medio
de un ceremonial, un rito que da la medida -en cada época o autor-
de nuestra lucha o “agón” por mitigar ese dolor o la comprensión de
lo desconocido o fin último.

2. Martín Recuerda, J., Génesis de “El engañao". Versión dramática de la otra


cara del Imperio, Universidad de Salamanca, 1979, pág. 15.
3. Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia, ed.1973, pág. 202.

182
Sigo creyendo, con Duvignaud, y hago acto de fe, en que “el
teatro es una revolución permanente”4 y que, su esencia misma es
una continua transformación...
En cuanto al futuro de nuestro teatro... Yo no me fío mucho de
las esperanzas. Mejor dicho, en el teatro no se pueden tener muchas
esperanzas. Se sueña, se vive esperando; pero los sueños y esperan­
zas son casi siempre baldíos, sobre todo, para aquel que hace arte
escribiendo teatro, e incluso busca, por encima de todo, una profun­
da verdad dramática. Y casi mejor que estos dichos es aquel que
encierra la siguiente idea: “si haces arte en el teatro, indagando en
las raíces de la sociedad en que vives, casi condenarás tu vida”. No
hay cosa más peligrosa que reflejar en las obras teatrales la sociedad
en que se vive sin pensar en la trilogía de “él, ella y el amante” que
tan al uso estuvo en todos los tiempos decadentes, y en éste en que
vivimos, por supuesto también.
Pero lo terrible de todo esto es que el teatro -m ás allá de
“espectaculitos”, más o menos “digestivos” o espectáculos de gran
presupuesto, pero, naturalmente, totalmente intrascendentes, a ve­
ces, de un “vanguardismo intemacionalista” absolutamente trasno­
chado- casi no existe en la actualidad, lo cual nos dice que puede
existir una gran decadencia cultural, debida a que los políticos que
están en el poder, mejor dicho y, sobre todo, con mayor propiedad: al
capitalismo salvaje que sin freno ni control rige, en la actualidad,
nuestro país -¡y el mundo!-, no le interesa que se diga la verdad
existente en que se vive. A pesar de todo, observo que en los pueblos
españoles se va levantando una juventud desorientada tal vez, que
quiere luchar por el teatro; juventud que quiere decir con angustia lo
que bien sabe, aunque le cierren las puertas en sus caminos.
Aunque mis esperanzas en el presente, a veces estén llenas de
escepticismo, sin embargo, sin querer o queriendo, tengo que seguir
luchando por el teatro, siempre, claro está, haciendo el teatro que
hice y que hago, sin pensar que éste pueda llegar a realizarse. No me
importa. Escribo como escribo y todo mi teatro va quedando como
un hermoso desahogo de mi conciencia. Y sí, a veces tardé en estre­

4. Duvignaud, J., Sociologie du Théatre, PUF, París, 1965.

183
nar obras unos diez años. Obras que ya estaban escritas. Por eso
sueño en que lo que se escriba con amor y arte reflejando el mundo y
la sociedad en que se vive, tarde o temprano, llega a los escenarios o
a la lectura de muchos, no sólo españoles, sino extranjeros.
Termino estas líneas, pero no quiero dejar de decir que tengo
obras empezadas y tengo muchas que quisiera vivirlas más. Sueño
con ver y ver mundo cada día. Sueño con conocer más y más la vida
humana. Conocer la vida de mis andaluces y de mi España. De aquí,
como muchas veces he dicho, ha brotado siempre mi teatro. Me pa­
rece, en estos momentos, ver y ver todo un mundo andaluz y español
que me dice casi a gritos: “¡Sigue, sigue! ¡No dejes de luchar conti­
go mismo y con las obras que te aprisionan y desean salir de ti! ¡Si­
gue, sigue!”.

184
[RIAZA Y LAS VANGUARDIAS]

L u is R ia z a

Empecemos la cosa hablando del verdadero inventor del esper­


pento, un cuarto de siglo antes de que lo hiciese el que presumió de
serlo. Empecemos la cosa hablando de Alfred Jarry. De sus ubús
nace no sólo un contrateatro de la época, sino, incluso, de todo teatro
posible. ¿Acaso el ubú rey no pretende cargarse, ya desde el título, al
mismísimo Sófocles y a su “Edipo Rey”? Pero, poniedo coto al tiem­
po, digamos que el padre al que, sobre todo, quiso apiolar el primer
vaguardista del siglo fue al teatro de boulevard como paradigma del
teatro de éxito. La vanguardia es siempre un intento de acabar con el
padre o, al menos ponerle con el culo al aire, y el padre, casi siem­
pre, es lo que gusta al público y lo que el público, como dueño abso­
luto de la mediocridad de cada época, pone de moda.
Penetremos en la patria y veamos quién era, por entonces, el pa­
dre triunfante de aquí dentro. Se trataba de cierto Don José de nom­
bre y, de sonoro apellido, Echegaray. Se trataba del ínclito autor de
El gran Galeota, un culebrón con cuernos de entre siglos cuyo titulito
ya era indicio de lo que se traía entre las tripas. En todo caso el viejo
idiota, como le llam ó uno que pronto saldrá en esta tira de
vanguardistas, es nuestro primer Premio Nobel de Literatura. ¿Quién
es el correspondiente matador oficial del padre, siempre en el inte­
rior del jaulón nacional? Cierto Don Jacinto, segundo Premio Nobel
de la escena autóctona y que lo es porque escribe como los públicos
medianeros suponen que lo hacen los ángeles benditos. ¿Qué más se
puede decir de Banavente respecto a posibles “vanguarderías” for­
males?
Allá lejos, las vanguardistas rusos, Meiekhold y comparsa, po­
nen las patas por alto al teatro anterior a la revolución, que para eso,
se creían, los muy ingenuos, se había tomado el palacio de invierno.
(Ya vendría, si no el tío Paco, si el tío Pepe, con la rebaja y acabarían
todos, cuando no bajo tierra, sí en Siberia o en el realismo soviético,
sin que se sepa cuál de las dos acabamientos era el más lindo). Un
poco más cerca, en un café de Zürich, Dadá y la comparsa surrealista
ponen patas arriba no ya el teatro anterior sino todas clases de herra­
mientas que sirvan para fabricarlo; Dadá y la comparsa surrealista,
escamada por el derrumbe de la confianza en el ser humano y por el
hundimiento del Titanic, a pesar que se le cacareaba como ejemplo
del progreso imparable y de la técnica insumergible; Dada y com­
parsa, asqueadas por la hecatombe de la primera y gorda matanza
europea, prueba de que el hombre está hecho para la guerra, la mujer
está hecha para la guerra, la literatura está hecha para la guerra y
todo lo demás son cosas del amigo Federico.
Y don Jacinto y comparsa en la más dulce de las inopias creyedo
que, con sólo clavar alfilerazos en el gordo trasero de la burguesía, a la
que el propio Don Jacinto pertenece, todo queda resuelto. En resumidas
cuentas, un mero intento de limpiar la engorrinada conciencia de las
clases medias y de los intereses creados en la mediocridad. Benavente y
la comparsa que se alarga en forma de Calvo Sotelos, Lúea de Tenas, y
Pemanes. Todos adictos al correctísimo lenguaje de la tercera página del
ABC y al de los “Libros de Estilo” de otros rotativos menos monárqui­
cos pero igual de correctos en cuanto al hablar y el escribir.
Y Don Ramón María, que ya fue anunciado cuando lo del viejo
memo, aparece todo tremebundo, ya con todas las barbas, aunque
todavía no manco. Se trata del próximo asesino de la serie. Pero hay
dos Valles y sólo el segundo asesina al primero y a todo lo que se le
ponga por delante. O, si se prefiere, el uno es la vanguardia respecto
a la retaguardia del otro. El “retaguardero”, católico y sentimental,
escribe Sonatas de todas y cada una de las estaciones, escribe poe­
mas modernistas, al modo del Rubén de moda, escribe sobre las gue­

186
rras carlistas en las que se siente más requeté que el propio Carlos no
sé cuántos. Escribe sobre el señorío feudal a la gallega, modelo de
toda nobleza bienacida y a la que aspira a pertenecer aunque, para su
desgracia, no consigue integrarse en su seno sino, ya postumo, me­
diante hijo interpuesto, al que se le nombra, aunque con un cierto
retraso, Marqués de Bradomín. El otro, el matador de viejos estúpi­
dos, el “vanguardero”, se pasea por el callejón del Gato y pone a
parir y a deformar a los que le negaron la posesión de un pazo galle­
go. También reinventa la “revolución” de la bohemia ya sacada a
colación, hasta en la ópera, casi un siglo antes.
Eso en cuanto a significados que por lo que respecta a
significantes, su teatro es hasta tal punto enlenguajado que hace lite­
ratura incluso en las didascalias, pedante forma literaria de llamar a
los acotaciones. También ejerce de experto en preceptiva literaria
haciendo que alguno de sus personajes explique en qué consiste el
esperpento, presuntamente inventado por el autor que lo arrojó al
tablado, siempre olvidándose del amigo Alfred. ¿Pero fue el segun­
do Valle, en realidad, un continuador de la preceptiva exigencia de
cargarse progenitores? Nos permitimos dudarlo. No se mata a nadie
desde el fondo de un armarito de los venenos casi irrepresentados en
donde no le recluyeron solamente sus innovaciones sino, sobre todo,
el poner verdes a los mandamases, pasados y presentes, desde la
castiza reina de las Españas hasta el Ministro del Interior o como se
le llamara por entonces.
Si hubiera continuado siendo el primer Valle, dada la buena plu­
ma que se gastaba, seguramente hubiera sido nuestro tercer Premio
Nobel y a D. Jacinto lo hubiera arrumbado en la morgue de los no
resucitables, en la que ahora permanece, aunque muchos nostálgicos
de la media clase, quieran ignorarlo y retrotraérnoslo. Pero no fue
así y sus famas se extendieron, sólo después de muerto, por las
Españas y por parte, la verdad que no demasiado grande, del extran­
jero. Tal vez este humilde servidor al que llaman, como a casi todos
los teatreros de detrás, discipulejo de Valle, desde luego sin merecer
tan inmarcesible honor, habla de él con la saña del que se dirige a
uno de los muchos muertos puestos de pie y repintados para ser uti­
lizados para enterrar vivos.

187
Todavía no había salido a la palestra de la patria otro gallego
pardo, no solamente por el palacio donde moraba los inviernos (en
verano lo hacía en un pazo gallego que le regalaron los gallegos agra­
decidos al ver como mandaba en el solar de la patria uno de sus
paisanos), sino por el color a mierda seca que se extendió por el solar
de la patria durante su generalisifato. Sin embargo, ya andaba por
allí, con un mono de obrero y una camioneta, otro Federico que no
quería que le llamaran Federico. Y andaba por allí intentando despa­
rramar esa vanguardia que los izquierderos de entonces llamaron tea­
tro popular (como si al honrado pueblo le interesa otro teatro que no
fuera el de ir a las Ventas, a ver los toros, y el de atiborrarse, a la
salida, de mollejas y de morapio en los puestos de la “calcalá”, en
compañía de la parienta, como el buen lenguaje popular denominaba
a la señora esposa).
Un Federico que, como le sucedió a Valle , no fue único, pues
existieron dos Federicos dentro del mismo pellejo. Un Federico Caín,
y un Federico Abel, matado por el primero, y no sabemos cuántos
Federicos le hubieran sucedido si al asesino no le hubieran asesina­
do los camisas viejas y azulpardas de su patria. El primer Federico
(esa especie de traidor a su cuna de señorito andaluz, pero no hay
que olvidar que sólo los finos traidores, asqueados de haber nacido
donde les obligaron a nacer, son los capaces de romper con su clase
y condición) se empapuzó de marianas pinedas, bordadoras de pen­
dones predemócratas, de don perlimplines de cachiporra y de gita­
nos marginaditos que morían de perfil, tiraban limones al agua de
paso que iban a Sevilla (no a las Ventas del Espíritu Santo) a ver los
toros. El primer Federico se preocupó de la inmensa desgracia de la
que no podía parir sin parar. (Hoy las tales mujeres son las menos
paridoras del mundo, véanse las estadísticas demográficas, y si no
son yermas, casi como si lo fueran, digámoslo entre paréntesis y a
toro pasado). El primer Federico se dedicó a escribir sobre la triste
condición de las mujeres de España, (hoy las mujeres de España se
reirían a mandíbula liberada de Federico, de su Bernarda y hasta del
empalmado garañón del patio, digámoslo entre paréntesis y a toro
pasado) hasta que a la segunda mitad de Federico le llega la onda de
lo que pasó en en el Cabaret Voltaire de Zürich y escribe, aparte de

188
sus mejores libros de poesía, como Poeta en Nueva York, unas cuan­
tas piezas de las pocas verdaderamente vanguardistas de la España
del siglo veinte, como A sí que pasen cinco años, Comedia sin título
y, sobre todo, El público, donde ya cala como se las gasta el tan poco
respetable respetable. Lo que es seguro es que no le habrían dado el
Premio Nobel aunque no se lo hubieran cargado tan pardamente.
Y formando parte de la Profesión, con P mayúscula, aparece un
tal Enrique, revuelto con críticos aleccionadores de los secretos del
asunto y de empresarios caricaturizados detrás de un cigarro puro.
Aparece cierto Jardiel al que ahora, aprovechando su centenario, (esa
efemérides repetida, (con absoluta pleitesía hacia el sistema decimal
como dijo el amigo Jorge Luis)) al cumplirse un número de años re­
sultante de multiplicar diez por diez, esa purificación y lavado de la
encochinada conciencia del olvidadizo, esa resurrección provisional
mediante la cual se blanquea un sepulcro y se esparce por todos los
teatros de la patria su pútrido contenido para, una vez pasado el múltiplo
de diez, devolverle a su olvidada sepultura de la cual, en la mayoría de
los casos, no hubiera tenido que salir) se le quiere hacer pasar como
ejemplo de la innovación teatrera y como antecesor de lo que, de fron­
teras para afuera, se vino a llamar teatro del absurdo. Pero no hay que
olvidar que éste fue hijo también, aunque un tanto postumo, de cierto
Cabaret, que fue hijo también del desengaño de la especie humana,
que fue hijo también, ya se ha dicho, de la escabechina del cartorce,
que fue hijo también del horror que se experimenta en cuanto uno se
asoma al borde del mundo y contempla el vacío que se abre a los pies
del asomado, que fue hijo también del desencanto que ya empezaba a
sentirse en eso que bien prontito se llamaría la posmodemidad. ¿El
amigo Poncela experimentó algo parecido que le hiciera padre de tan­
to hijo? No nos lo llegamos a creer. Todo lo que pretendió es lo que
pretendía todo plumífero: tener éxito y que se aceptasen sus radicales
novedades consistentes en una nueva manera de contar chistes, siem­
pre dentro de la estructura del juguete cómico con sus tres actos, su
exposición, su nudo y su desenlace, sin jamás salirse del eterno arte de
hacer comedias ingeniosillas.
Ya se extiende como una mancha de mierda la época parda y, del
pardo teatro tapado por ella, poco queda. En cuanto a vanguardia

189
escénica, ni virutas. Ño obstante, por aquello de presumir de mente
abierta a la cultura en general y al teatro en particular, entre censura
y censura, el pardo régimen se deja dar algunos arañazos que no le
hagan demasiada pupa. Sobre todo cuando el Gran Padre Pardo ya
se va convirtiendo en una ruina temblequeante por el párkinson y por
los mucho años de cabalgar sobre el machito pardo. Entre estos con­
sentidos arañadores superficiales figuran los pertenecientes a la ge­
neración de La codorniz. Los chistes del amigo Enrique, por cierto,
dan lugar al brote de esta camada de chistosos y no, desde luego, se
insiste, al de esa otra cosa que es el teatro del absurdo. El añorado
M ihura es una de las glorias de esa quebradora generación
codornicera, ¿Acaso cierto señor de Murcia no es una muestra total
de la vanguardia desplegada en todo su esplendor? Y entre estos con­
sentidos arañadores o picoteadores, figura Castañulea 70, esa bom­
ba del teatro no pobre, sino progre, que acabó por fin, de manera
absoluta y definitiva, como es bien sabido, con el régimen del enano
sangriento.
Y otra muestra de la revolución consentida nace, ya declinante el
imperio amarronado, por no repetir tanto lo de pardo, hacia los mis­
mos setentas de la explosiva castañuela. Es la llamada posvanguardia
para distinguirla de la vanguardia a secas, de la antevanguardia, de la
antivanguardia, de la supervanguardia, de la transvanguardia, de la
retrovanguardia o retaguardia de la vanguardia y de otros cuantos guar­
dias de guardia. Justamente sobre la que incide la presente reunión
para debatir el teatro, el anfiteatro y la vanguardia del drama experi­
mental, de manera que lo dicho hasta ahora sólo constituye una espe­
cie de prólogo, más o menos prolijo, de lo que ahora interesa.
Existió cierto trío como representante de la posvanguardería. Lo
aseguran la mayoría de los teoretas, como los denomina uno del triun­
virato que no es otro que el amigo Miguel. Existen, indudablemente
otros insignes colegas fuera del tríptico mentado y a algunos de ellos
se tendrá el inmenso placer de escucharlos. De descuageringar la
escena establecida no tienen la menor culpa, pero su presencia es del
todo precisa. No hay manera de saber lo que es una fría sombra
antiteatrera si no se la contrasta con la cálida luz del eterno teatro.
Como no es posible conocer la muerte si se desconoce la vida. Ro­

190
mero, Nieva, Riaza, y es una lástima que el de en medio no tenga un
apellido empezando por la misma letra que el primero y el último
porque, de haber gozado de tal inicial, a la trinca antiteatrera se la
hubiera podido denominar la de la triple Erre, la misma con la que
comienza Revolución.
Empecemos por el primero de la lista aunque ya se ha hablado de
él en este evento, con mucha mayor erudición y conocimiento que el
que tiene el ex-dramaturgo ahora metido, con notorio intrusismo, a
teoreta. A Miguel Romero Esteo se le ha considerado el demoledor
más importante del llamado teatro al uso. Y no sólo del de la época,
sino del tiempo todo. Y no sólo de dentro de casa, sino del universo
completo. Empieza por romper con la duración de la representación
y con el tiempo patrón fijado como el habitual en nuestras tablas,
según se asegura en las bases de un importante premio nacional de
teatro con el fin de fijar los límites que deben tener, por arriba y por
debajo, las obras que al mismo se presenten. El mamotrético Pontifical
debería representarse, para evitar que el respetable se muera de ham­
bre, de modo que la señora esposa del señor respetable le lleve al
teatro una tartera como la que su parienta aportaba a los albañiles
hasta el tajo. Hoy, el curre. Y, ahora, aprovechando que ha enseñado
su respetable faz, se me permitirá, o se nos permitirá, un larguísimo
paréntesis para hablar del público de teatro, del propio teatro y de
algunas cosas más.
¿Qué es el público? Desde luego la más importante de las tres
patas en que se apoya, sobre el vacío, el teatro, siendo las otras dos el
Actor y el Autor. Pero para mejor explicar el asunto habría que pre­
guntarse, con antelación, qué es eso del teatro. Y responderse: el
teatro es ese lugar, o ese no lugar, en donde alguien, una de las patas,
la nombrada, justamente, en último lugar, huye de lo que es y de las
miserias de su día a día, convirtiendo los fantasmas que se le atravie­
san en patas de mosca, de manera que otros, la segunda pata, la que
no se enterraba en sagrado hasta hace poco, la de los que, también
hartos de ser lo que son, abandonan su personalidad cotidiana y to­
man la apariencia mentirosa, (palabra clave para definir el teatro esa
de la mentira) y materializan el simulacro de ser uno de los persona­
jes embadurnados por la ya mentada pata como primera en meter la

191
pata. De modo y manera que se pavonean y patalean mientras per­
manecen sobre el tablado tal si fueran Cleopatra, Napoleón o la ma­
dre que parió a cualquiera de los dos. Todo para que los mirones/
escuchantes también se crean, mediante el conocido truco de la
indentificación, que son Cleopatra, Napoleón o la madre que parió a
cualquiera de los dos. Huidiza necesidad de todas las patas, en resu­
midas cuentas, de ser, o al menos de parecer, algo diferente a lo que
se les obligó a ser desde que nacieron. Lo que no es en nada diferente
a ser lo que continúan siendo en casa. Sólo falta aclarar antes de salir
del maldito paréntesis, si es verdad que el público es la más impor­
tante de las tres patas del gato. ¿Existe un teatro sin manipuladores
que mueva los hilos de los pataleantes sobre el tablado? Teatro ha
existido en el que los propios pataleantes se han erigido, colectiva,
casi koljósicamente, en titiriteros movedores de sus propios hilos.
¿Existe un teatro sin pataleantes? Hay quien dice, sobre todo si el
dicente es vendedor de libretos, que el teatro también se lee. ¿Existe
un teatro sin público? El amigo Grotowski lo consideraba como la
ceremonia ideal y suprema y hay quien se imagina su creación tea­
tral, con puesta de luces y todo, en medio de la oscuridad, sin siquie­
ra encender la bombilla de la mesilla. Y, asimismo, hay quién se con­
vierte en el único lector de lo que ha escrito, antes de quemarlo o
hacer que lo queme un buen amigo. De manera y modo que no existe
certeza sobre cuál es la más importante de las patas engañadoras,
engañadas o engañosas. Pero, aun con riesgo de convertir esta in­
crustación en el paréntesis interminable, no nos privamos de encajar
una cita del amigo Michel a propósito de las relaciones entre la pata/
’’creador” y la pata/público. Dice Tournier: “Toda obra [...] debe
permanecer independiente de la acogida del público. El artista que
trabaja en función del éxito esperado, esforzándose por responder a
la demanda que creyó detectar en la sociedad, ese artista tendrá éxi­
to, sin duda, pero no creará nada importante”. Y ahora si que nos
libramos de la cárcel parentesitera).
Hablábamos ayer, antes del paréntesis, del Pontifical y de su
aguante por el público. Hablemos hoy de otra conocida obra, que no
ha sido posible conocer por los cuartos que acarrearía su puesta en
escena y por la desconfianza sobre si los cuatro gatos mal contados

192
que acudirían al hecho consumado y escenificado, compensaría el
monetario montón del montaje. Es posible que sí, que lo compensara
ese ingente montón de gentes conformado por eso que llaman la pos­
teridad, que acudiría el mañana y el mañana y el mañana a la repre­
sentación negada en el hoy. Pero cualquiera sabe lo que se hará con
el teatro en eso del insondable futuro, aunque, puestos a profetizar,
no es muy creíble que haya manera de resucitar ese muerto.
La obra sobre la que intentamos hablar, sin terminar de hacerlo,
es la llamada Tartessos y una de las maneras de soslayar la necesidad
de un público consiste en la utilización en ella de un lenguaje priva­
tivo del autor (con tantísimas sospechosas “kas” [óigase la siguiente
muestra musical: urristubiarrunku biarrunkurristesko urrunkunarrunku
urrunkunarrunkuu] que seguramente fue fabricado a base de imitar
otra lengua oprimida por los que niegan a sus neohablantes al dere­
cho al recobre de un tiempo original, dorado y perdido, de una iden­
tidad autóctona y vernácula, desde luego superior a la de los simila­
res ojos-del-culo del resto de la península) y que el autor se saca de
un supuesto manuscrito hallado por los arqueologuetas en el fondo
de una muy añorada madre Atlántida.
Pero dejémonos de verbos inventados y ciñámonos al resto de
los u tilizad o s por M iguel Rom ero para llevar a cabo su
superteatralidad. Hablemos del origen absolutamente vanguardista
de los mismos. Es indudable que el teatro barroco, escrito sobre todo
por cuatro frailes o parecido género, ha utilizado hasta la náusea el
lenguaje barroco y hasta el churrigueresco, sobre todo para fascinar
a los que empezaban a no creérselo. Es indudable que los del teatro
grotesco, desde Aristófanes hasta Jarry, pasando por Rabelais, han
utilizado hasta la náusea el lenguaje popular como liberación del
encorsetado lenguaje de los expertos y se han ido a tomar del frasco
mientras yo me la casco. Es indudable que desde los pulpitos de los
padres de la Iglesia, hasta los seminarios de los aspirantes a padres
de la Iglesia, pasando por la catcquesis de los sábados, ha sido utili­
zado hasta la náusea lo de la mucha santidad, la mucha piedad y la
mucha consolación. Es indudable que desde La traca hasta el El
Frailón, los poetajas callejeros y bajeros, más o menos obsesionados
por el metisaca, han rimado lo de la cebolleta sacada de la bragueta

193
ante la teta de Enriqueta. Es indudable todo eso, pero no se había
conocido en jamás de los jamases de un montaje de tan de acojonante
como ese de ingente de potaje o de mejunge que de acoge, de encaja
y de arrejunta del de ensamblaje o del de maridaje de los de despojos
del de lenguaje.
Ese enfrentamiento de los contrarios, más viejo que mear en una
tapia, como resulta el emparejar lo procaz con lo sublime, lo soez con
lo celestial, lo raez con lo angélico, lo zafio con el cogérsela con un
papel de fumar, lo profano con la sagrado, lo humano con lo divino,
como cuando se habla de los huevos bienventurados o los nabos del
ánima. Tanto y tanto contralenguaje desintegrador de la tragedia no se
ha dado nunca con la sabia intensidad vanguardista que en el teatro de
Romero Esteo. Con todo, nos creemos, dentro de nuestra piadosísima
ignorancia y nuestra sacrosantísima resignación, que el contralenguaje
de Romero es un lenguaje superenlenguajado (con didascalias conver­
tidas en otros interminables culebrones por entregas) elevado a la máxi­
ma potencia. Pero, antes de seguir adelante, cumple admitir la posibi­
lidad de que todo lo que uno del tríptico ha dicho sobre el otro tribuno
sólo sea producto de la más cochina de las envidias.
Y como, igualmente, otros sabios doctores han hecho uso de sus
muchos saberes para hablar de Nieva, este vulgar autodidacta se abs­
tiene de dar su indocta lata sobre el segundo de la lista.
Sobre Riaza no tiene Riaza mucho que decir, sobre todo porque
apenas si lo conoce. No obstante el que Riaza hable de Riaza tiene la
ventaja de que el Riaza puede soltarle al Riaza cuatro verdades como
puños. Sin que el segundo Riaza se enfade con el primer Riaza. Y si
se le enfada, que se le enfade. Este cuarteto de verdades se presenta
en forma de cuatro interrogaciones y Riaza, siempre generoso con
su homónimo, permite a éste cuatro contestaciones para cubrirse del
ataque riacesco.
Primera verdad como puño: ¿Por qué Riaza, presume de ex-dra-
maturgo y jura y perjura que no volverá a escribir una pieza de tea­
tro? ¿No será que no están maduras y que, si le encargaran la paridura
de, incluso, una pieza para el teatrito encristalado o le dieran el Pre­
mio Nobel de Literatura, (enésimo para la patria) me correría, como
alma que lleva el Maligno a cumplir con la Circe (esa Maga

194
convertidora de los telemirones en cerdos) y a escribir el discurso
para Estocolmo? Primera contraverdad, ya en primera persona. So­
bre lo primero, y pongo a todos los dioses por testigos, juro que
jamas utilizaré el argumento del primum vivere. Mejor morirme de
hambre que hundirme en la mierda hasta morir ahogado en un tonel
rebosante de mierda.
En cuanto a lo del Premio Nobel tan pronto como me lo den, lo que
no tardará en suceder, ya veremos. Segunda verdad como puño: Si
considera que el teatro es el padre de todo el maldito simulacro
sustituidor de la realidad, porquería desparramada en nuestro tiempo
hasta el punto de que se terminará por damos por el saco virtual, ¿por
qué continúa haciéndose cómplice del engaño y no cesa de acudir a
tertulias de teatro y en hacer lo que hace en esto momento, que no es
otra cosa que hablar de teatro? Segunda contestación: Porque el hom­
bre o se engaña o revienta. Porque el hombre tiene necesidad de una
religión que le garantice un trasmundo con premio, tiene necesidad de
un “aleti” que le integre en la tribu, de alguien del sexo contrario a
quien amar antes de degollarlo, incluso de un dinero y de un cigarro
puro, siempre de alguna mentira que dé sentido al sinsentido de la
existencia. Y Riaza, como buen humanista que es, quiere facilitar al
ser humano el que pueda engañarse. En cuanto a las tertulias teatreras
sólo son velatorios de cuatro deudos, desheredados a mayor inri, del
cadáver del teatro, todavía de cuerpo presente.
Tercera verdad como puño: ¿Por qué, si se ha pasado la vida pen­
sando en el público, por mucho que lo niegue, no le facilita la cosa y
en lugar de hacer que uno de sus personajes suelte aquello de “Mi
espíritu, mi buen Boni, se disuelve en las delicuescencias del crepús­
culo”, el actante se limite a informar de su situación, a Bonfacio, di-
ciéndole, simplemente, “Envejezco”. Tercera contrargumentación, res­
pondiendo esta vez a la pregunta con otra pregunta: ¿Por qué al amigo
William, en lugar de poner en la boca de uno de sus personajes mori­
bundos un secillo par de palabras, como podían ser “Me muero”, se
suelta aquello de “But thought’s the slave of life, and life time’s fool;
and time, that takes survey of all the world, must have a stop”.
Y Riaza, al amigo Luis, como cuarta y última verdad como puño.
De tu última contestación -Riaza se permite ahora tutear a Riaza- se

195
deduce que Shakespeare, como más tarde Valle, como todavía más
tarde Romero y Nieva sólo son una tira de enlenguajada retórica des­
plegada a través de los tiempos. En cuanto a Riaza basta y sobra con
fijarse en estas mismas verbosidades con las que ahora regala las
orejas del auditorio.
Y aquí se concreta la última pregunta de Riaza a Riaza. ¿No ha­
bría sido mejor que, de una puñetera vez, te hubieras callado? La
cuarta y última respuesta será un tanto larga y ocupará casi todo el
final de este borboteante verboteo. En ella se ofrecerá la última sali­
da del terreno patrio en busca de saber cómo se las gastan por ahí
afuera en la cuestión de las últimas vanguardias. O de las penúlti­
mas, no hay manera de acabar con ellas. Por ahí afuera no se busca la
sustitución de un lenguaje por otro, sino que la desconfianza hacia el
verbo, ya iniciada en un café de Zürich, ocupa todos los rincones de
los cráneos.
El hombre es el único animal que habla pero, sobre todo, el único
que se complace en matar a su prójimo. Cuando habla y poetiza lo
único que pretende es poner una alfombra de palabras para tapar la
sangre. ¿Después de Auschwitz, aunque sea un topicazo repetirlo, es
lícito seguir soltando poesía o prosa, sea dramática o sin dramatizar?
Desde el Cambridge del amigo Ludwig, hasta el Friburgo del amigo
Martin (pasando por la Venecia donde el amigo Ezra [no todos ha­
brían de ser filosofetas] a punto de morir, escribe en su Canto CXX y
último “I have tried to write paradise. Do not move let the wind speak
that is paradise”), la desconfianza hacia el decir o el escribir se ha
hecho patente. La Sprachkritik constituye la madre del cordero en
los extramuros hispánicos y los que viven de la semántica positiva
quedan amenazados con caer en el paro. En cuanto al teatro, el ver­
dadero vanguardista del siglo no es otro que el amigo Samuel el cual
busca desesperadamente la palabra, o la antipalabra, con la que, pre­
cisamente, se termina este parlotaje.
Por lo que respecta a Riaza debería intentar, igualmente, ponerse
al pairo, y callarse. Pero no hay manera de que lo haga y los que,
quizás, se aprestaban a los corteses aplausos, se quedan sin saber si
ha llegado la hora de hacerlo. Todavía pretende enjaretar la última
traca, alegando que la tiene prometida de antiguo. No para hablar de

196
las vanguardias comparadas sino de la vanguardia monda y lironda y
de su inevitable fracaso, sea en cualesquiera géneros literarios y en
el lugar y el tiempo en que aparezca. La tragedia de los neologismos
es que se encuentran encadenados a los logismos aunque intenten
desesperadamente escapar de los mismos. La tragedia de lo nuevo es
que se encuentra encadenado a lo viejo. La tragedia de la vanguarddia
es que se encuentra encadenada a la retaguardia. La tragedia del len­
guaje es que se encuentra encadenada a lo que dispusieron los ante­
pasados sobre la relación de las cosas con las palabras, sepultas al
efecto en los cementerios llamados diccionarios. La tragedia de la
vida es que se encuentra encadenada con la muerte. A no ser que las
cadenas se rompan y se conquiste aquello a lo que aspiraba desespe­
radamente Beckett y que se dejó un tanto en el aire, sin decir de qué
se trataba. Se conquiste, con cierta antelación, lo que, según Hamlet,
nos llegaría en el después, impepinablemente y de regalo, sin esfuer­
zo alguno para conquistarlo. Se conquiste el Silencio. Y, ahora, sí
que sí, ha llegado el momento de agradecer los corteses aplausos. O
el silencio.

197
MI GENERACIÓN REALISTA

J o s é M a r ía R o d r íg u e z M é n d e z

“Tras de la generación realista no ha surgido otra con intención


aglutinadora, igual talante estético común e incluso motivos temáti­
cos tan similares”. Así define a mi generación realista el maestro
César Oliva, que ha estudiado en profundidad esta generación, que
se abre en 1949 con la obra del recientemente fallecido Antonio Buero
Vallejo Historia de una escalera, y que tal vez se cierre también con
su última obra Viaje al pueblo desierto.
Pero tal vez antes de entrar en la exposición de las intenciones y
resultados de lo que se conoce como Generación Realista, habrá que
hablar una vez más de lo que ha sido y es el realismo literario en
España. No siempre, pese a que lo mejor de nuestra literatura es la
realista, se ha mirado con buenos ojos. Más bien se ha mirado como
algo de segunda categoría y con no poca desconfianza. Ante la reali­
dad (adequatio intelectus rei, adecuación del intelecto al mundo de
la realidad) siempre se han levantado los libros de caballerías en for­
ma de invenciones de mundos, de lenguajes, de ideas. En suma, frente
a la realidad, se ha construido siempre una vanguardia más o menos
estética y formalista. Cuando, sin embargo, es posible que no haya
cosa más vanguardista que el decir, o intentar decir, la verdad, la
pura verdad de lo que vemos y nos rodea. Vanguardismo y peligroso
vanguardismo es éste, aparte de que la realidad es infinita y nunca
llega a agotarse.
Lo que sucedió es que cuando apareció un nuevo realismo teatral
en la segunda mitad del siglo que ha terminado, a los componentes
de esa generación nos interesaba primordialmente hablar de la reali­
dad que nos rodeaba, de lo que estaba simplemente sucediendo. Y
así, el teatro de la generación realista fue, principalmente, un teatro
de perdedores y de marginados de una historia oficial plagada de
gestas “históricas” y pronunciamientos grandilocuentes, como había
sido la tradición del teatro habitual no sólo en España, sino también
en Francia o en Alemania.
El teatro de Buero Vallejo -desde la historia aquella en que unos
vecinos de una casa de vecindad que han ido conociéndose a través
de una escalera contaban la historia de los continuos descalabros
sociales y morales que tienen que ir asumiendo- exhibía la dureza de
la vida en aquella sociedad popular, la española, que contrastaba
duramente con la sociedad del poder o adscrita a ese poder que va
subiendo en estimación material y hasta espiritual. A este propósito
habría también que hablar de una obra de la que no se habla pero que
casi coincidió con Historia de una escalera, y fue aquella obra de
Benavente titulada La honradez de la cerradura, que fue un alegato
tremendo contra los indeseables que se hicieron ricos gracias al lla­
mado estraperlo.
Quiere decirse que con Buero empezó a escribirse la intrahistoria,
esa corriente subterránea que como un guadiana ha ido corriendo y
surgiendo desde los tiempos de La Celestina, a veces enmascarada
por la retórica de Calixto y Melibea.
Claro que no sólo la marginación y los perdedores de la sociedad
y de la historia fueron los motivos de esta dramaturgia social realis­
ta. También se unió a ella el didactismo brechtiano que late en las
obras de casi todos ellos, así como el fenómeno del existencialismo
francés de Sartre, de Camus y de Marcel. Yo recuerdo frecuentemen­
te los artículos que Alfonso Sastre escribía en aquella revista univer­
sitaria titulada La Hora, artículos encabezados por el título general
de “De Sartre a Sastre”, en los que se nos informaba de una manera
solapada de las obras que en el país vecino se iban estrenando y que
naturalmente nos estaban vedadas por la censura. El mismo autor,
Alfonso Sastre, se iría convirtiendo en uno de los puntales del realis­

200
mo dramático español, cargado de una crítica contundente, siguien­
do los postulados de la filosofía sartriana. Llegó incluso a formarse
un grupo denominado “Teatro de Agitación Social” en el que se pre­
tendía sacudir conciencias y posturas mediante el realismo del so­
cialismo marxista. Y cuando ya entrados los 60 se forme un Grupo
Realista más moderado, que ponga en escena unas cuantas obras
como El tintero de Carlos Muñiz, junto con algo de Pirandello para
disimular, y alguna otra obra de Alfonso Sastre con el antecedente de
Buero, creo que ya tenemos lanzado a la palestra el grupo que José
Monleón llegaría a bautizar como “Generación Realista”, y que a mí
me parece muy bien denominado, porque por la edad y por la convi­
vencia en una realidad común, creo que así puede denominarse, aun­
que el realismo de todos nosotros fuera evolucionando, porque la
realidad es infinita y porque el arte admite distintos y variados ángu­
los. El mismo César Oliva escribiría su tesis doctoral acerca de la
evolución que el realismo de estos autores fue experimentando al
compás de los tiempos y los acontecimientos.
La fructífera realidad favoreció el despliegue de un puñado de
autores que hasta el final, es decir, hasta hoy, no han abjurado de los
postulados realistas del teatro español, aquellos que están ya inscri­
tos en La Celestina y se han continuado en otros autores más jóvenes
tras el salto de aquella generación vanguardista que pretendió conso­
lidar Wellmann.
En el mejor de los casos, como digo, era la postura ética lo que
nos caracterizaba y definía. Y luego estaba lo que César Oliva llama
“la impermeabilidad realista de los primeros años de la generación,
desde Buero Vallejo, el más fiel seguidor de sí mismo, hasta Martín
Recuerda o Rodríguez Méndez, que en no pocas ocasiones rechaza­
ron incluso con rotundidad las influencias llegadas del exterior”. Se
debe referir a lo que Martín Recuerda quiso bautizar con el nombre
de “iberismo”, para caracterizar un talante o, más bien, un impulso
para la creación. Pero tal vez no sea exactamente así. Creo que a
ninguno de nosotros se nos podría acusar de xenofobia literaria pues,
al perseguir fundamentalmente la verdad, que es lo que persigue cual­
quier escritor honesto, no podía estar ajena a nuestra obra lo que
influía en aquel momento, y están claras las influencias en todos

201
nosotros de Brecht, Williams, Miller, Sartre, etc. Lo que pasa es que
más patente tenía que ser en nosotros la gloriosa tradición del Siglo de
Oro español, de los entremeses cervantinos y de los sainetes populares
del XVIII y XIX, que la última aventura de un vanguardismo forma­
lista que estuviera de moda. En todo caso ningún escritor que lo sea
realmente tiene o debería tener vocación de mero epígono. Lo que
pasa es que en ningún caso -y sigo citando a Oliva- esta generación
perdió del todo su origen realista. Lo cual es verdad. Creo que no
había tiempo que perder en esas invenciones de lenguaje y esa “imagi­
nación” tan buscada por los más novedosos que nos siguieron.
Volviendo a nuestras pretensiones, nos preguntamos ahora, ya
prácticamente liquidada la generación realista: ¿qué pretendíamos
nosotros con eso de hacer realismo para buscar la verdad?
Nosotros queríamos hablar de los hechos y los problemas coti­
dianos con su correspondiente carga crítica, y hablar claro está de
personajes vivos y corrientes. Algo que sucedía también en Italia
con el neorrealismo cinematográfico y ocurría también en la Francia
existencialista y continuaba en Alemania con Bertold Brecht y sus
sucesores. Quiero decir que no dejábamos de estar, pese a la dictadu­
ra que padecíamos, conectados a todo un mundo de ideas y vivencias
que componían una era histórica. De manera que a través de nuestro
teatro, por ejemplo, pudiera reconstruirse la intrahistoria de nuestro
tiempo con lo que parece ser, como dice muy bien César Oliva, que
nuestro aglutinamiento y nuestros motivos estéticos, más o menos
comunes, hayan sido suficientes para perfilar lo que se entiende por
una “generación”.
Lo malo es que, si escribir así, crear así, supuso enfrentarse
peligrosamente a los sistemas políticos, también, sin quererlo, nos
vimos opuestos por algunos críticos a otras generaciones más “ima­
ginativas”, calificándonos a nosotros, los realistas, de moralistas, tes­
timoniales, éticamente correctos, etc. Pero como siempre dejando
bien sentado que literariamente, que para ellos era lo importante,
dejábamos mucho que desear y que nuestro destino no podía ser otro
que el costumbrismo garbancero, lo que ya se había dicho de Galdós.
Pero a nosotros nos insultaron más, nos dijeron que éramos la “Ge­
neración de la berza”.

202
Tras de nosotros venían los escritores de la “imaginación”, los
del boom hispanoamericano, los vanguardistas, los de la invención
del lenguaje, etc., y aunque nosotros no teníamos nada contra ellos,
el caso es que supuso aquella moda literaria un freno, poderoso fre­
no, tal vez más fuerte que el que nos ponía el sistema dictatoria] que
nos rodeaba.
¿Qué pretendíamos? Pues contestando un poco presuntuosamen­
te podíamos decir lo que aquel no menos pedante principito de Dina­
marca denominado Hamlet dice: “¡Maldición, el mundo es un caos y
yo he tenido que venir a poner orden en él...!”. Y la verdad es que
nuestra generación había recibido una herencia verdaderamente caó­
tica, aunque no creo que las generaciones siguientes, incluida la ac­
tual, recojan algo mejor. Nosotros creíamos tenerlo todo perdido,
pero teníamos una ventaja: que nos parecía que podíamos hacer algo
por un mundo futuro, solidario, humanista, etc. Habíamos salido de
una guerra civil verdaderamente dura, algunos habían intervenido en
ella, como el propio Buero, y los demás habíamos asistido en la reta­
guardia a sus secuelas de hambres, bombardeos, asesinatos, perse­
cuciones y demás. Yo recuerdo que en mis años de bachillerato, cuan­
do la segunda guerra mundial estalla en Europa y el Eje vencía en
todas las fronteras, estábamos convencidos plenamente de que noso­
tros teníamos claro un destino: el frente de batalla, y nos veíamos
arrancando con los dientes la cinta de la granada de mano. Y así se
nos educó castrensemente, acostumbrándonos a la milicia, seguros
de que una tercera guerra mundial era inevitable. Carlos Muñiz ha­
blaba algunas veces de sus andanzas de niño por lo que habían sido o
eran campos de batalla, rebuscando proyectiles y chatarra bélica...
Por eso, ¿cómo íbamos a preocuparnos solamente de la estética
como los que nos siguieron cuando ya todo parecía aquietado?
Talante ético, dijeron. Porque teníamos la pretensión de abrir los
ojos críticos de nuestros semejantes. Pero era porque creíamos en
ellos y en una posible salvación.
Porque, claro está, la realidad es como el mar y vuelve a llenar
los espacios que se han pretendido hacer y, por consiguiente, tras
aquella generación llamada “underground” o “neosimbolista”, han
ido apareciendo nuevos y jóvenes autores realistas como Antonio

203
Álamo y sus interesantes interpretaciones de personajes realmente
históricos, que han vivido y que no son símbolos, en Los borrachos,
o el desfile de figurones de la política internacional en Los enfermos;
Paloma Pedrero y sus personajes noctámbulos bajo la luna alegre de
los parques y los suburbios; Ignacio del Moral, Ernesto Caballero,
Onetti. Una nueva generación que se orienta al mundo real y practica
la adequatio intelectus rei.
Puede que estos nuevos autores atisben una nueva realidad, un
ángulo realista que abra nuevas perspectivas críticas o poéticas. Como
sucedía en nuestra generación en la que la acotación, o mejor dicho,
el asedio constante a la realidad que nos circundaba, estaba lleno de
matices poéticos. Puesto que a la dura crítica de Alfonso Sastre, ha­
bía que enfrentar la poética crítica de Martín Recuerda que ponien­
do, por así decirlo, un poco de orden en la desmesura lorquiana, en el
mundo poético de su paisano granadino, revivía la historia de
M añanita Pineda en Arrecogías del Beaterío de Santa María
Egipciaca, dando una nueva dimensión a la historia granadina, del
mismo modo que había acertado a crear el clima bélico civil en La
llanura, o el amortiguado dolor de los perdedores en El teatrito de
Don Ramón y en Las salvajes de Puente San Gil. Preocupados por
nuestra historia estábamos todos los de la generación realista y qui­
simos aportar nuestra visión personal o nuestra intrahistoria de per­
dedores. Tal hizo Buero con sus historias de Velázquez (Las Meninas)
o con El concierto de San Ovidio; y Carlos Muñiz en La tragicome­
dia del Príncipe Don Carlos; y yo mismo al estudiar el mundo de la
restauración borbónica a través de sus marginados, el desastre del
98, las épocas de la dictadura primorriverista y las causas de la gue­
rra civil en obras como Bodas que fueron famosas del Pingajo y la
Fandanga o el año 1898, Historia de unos cuantos, Vagones de ma­
dera o Flor de otoño. Para contrarrestar la visión heroica de los triun­
fadores nos entregamos a bucear en la intrahistoria, por lo que pedía­
mos el testimonio de todos los perdedores que en nuestra historia
han sido.
Pero pese a nuestros fallos, que los ha habido como es natural, no
cabe la menor duda de que nuestro realismo ha alcanzado, como
dice el maestro Oliva, una cierta coherencia y, si no puede mostrar

204
grandes resultados artísticos o por mejor decir estéticos, sí que pode­
mos decir que hay algunos resultados humanos dignos de tenerse en
cuenta, como puede ser en caso de Lauro Olmo y su obra La camisa,
donde aparece ese personaje inédito, y que tanto dará que hablar
después, del emigrante. El emigrante que tiene que abandonar su
tierra para poder subsistir en el extranjero con todo lo que ello supo­
ne. El emigrante no había sido más que un elemento folklórico, has­
ta que Lauro Olmo mostró la humanidad de la tragedia.
¿Qué hubiera sido del majo dieciochesco si Ramón de la Cruz o
González del Castillo no lo hubieran tratado en sus sainetes y entre­
meses? ¿Qué hubiera sido del Lazarillo de Tormes si un escritor no
lo hubiese descubierto entre los callejones de la vieja Castilla? ¿Y
tantos picaros como arrastraron su vida en un mundo que no estaba
hecho para ellos, como es el mundo de La Celestina, ese mundo
secreto y recóndito?
Nosotros quisimos presentar, poner ante las candilejas, el mundo
de los perdedores, no sólo de nuestra época, sino de épocas prece­
dentes para que viéramos lo que sucedía. Porque como dice
Shakespeare: “El teatro, una de las cosas que traduce, es el atribula­
do corazón del hombre”.

205
[MI TEATRO]

M ig u e l R o m e ro E s te o

Buena tardes, tengo un resfriado bastante fuerte y he venido de


casa así, un poco como el oso de las cavernas. Estoy allí muy retira­
do del mundo, tengo una biblioteca con unos diez mil libros, estoy
escribiendo mucho y estoy disfrutón. Ahora por fin estoy de escritor,
que es lo que quería hacer cuando era niño; quemé veinte años de mi
vida en esta universidad tontamente, ¿qué hacía yo aquí de profesor?
Hice lo que buenamente pude. En fin, me iba a presentar.
Empecé a escribir y quería ser escritor, pero estudié Periodismo
y después Ciencias Políticas. Era el principio de los sesenta y, por
aquellos tiempos, estaba muy politizado, era muy izquierdoso. Tra­
bajaba desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde y luego
me iba a la universidad. Me pagaba los estudios y los libros, lo que
me ha hecho ser como muy independiente y un poco feroz. Este país
no me ha dado ni un duro, y eso te hace ser un poco orgulloso y un
poco intratable. A veces soy tratable, a veces soy intratable. Total,
que me daban tres mil pesetas al mes y me podían echar al paro
cuando me descuidara. Estaba trabajando con los yanquis de pinche
en una cocina, luego pasé a la contabilidad y, finalmente, ya me metí
de periodista en el Plan de Desarrollo. Podría escribir una novela
sobre mis estudios de periodismo pues, por aquella época, trampeaba
mucho. Quería ser periodista en el Hola o en el Diez Minutos, ganar
un pastón, fotografiar a tías divinas y ligar lo que pudiese por allí.
Así que me puse a escribir y he terminado siendo, más o menos, un
escritor, aunque no me lo creo mucho.
Ultimamente lo que escribo es mucho ensayo: Orígenes de Euro­
pa, Orígenes de España, Orígenes de Andalucía, Orígenes de Mála­
ga. Tenía una obra sobre Málaga a medio hacer, ¡Oh, Malaca!, que
es la Málaga de los Tartesos 1000 años a.C. , y este verano la he
terminado. Es un espectáculo muy bonito y muy simpático, con
muchos iberos ligando a iberas, las iberas que se desnudan en lo
arroyos, los Tartesos que llegan, un niño malagueño negro que busca
a su madre, que es una mami malagueña negra guapísima, y que va a
ser rey de los Tartesos, etc., etc., etc. Está bonito.
Ahora he estado haciendo otro libro sobre los Orígenes de Euro­
pa-, tengo otros varios que irán saliendo. También he escrito narra­
ciones breves y poemillas muy simples. Creo que a mí lo que mejor
me sale es lo que escribo como si fuera subnormal. Aquí al hablar de
teatro voy a tener que decir cosas que son como grandezas
megalomaníacas, teatrales, pero yo en teatro nunca me he creído un
autor teatral, me siento como un infiltrado, como medio autor, me­
dio teatral. Sin embargo narrador sí me he creído, creo que la narra­
tiva se me da muy bien, creo que es lo mejor que escribo, me salen
unos cuentecillos como subnormales con mucho talento. De vez en
cuando la vena de talento se me va de cretina. Total que me pongo a
escribir.
Escribo una primera obra que se llama Pizzicato, el zorro y la
lámpara de lechuzo. Como estoy muy politizado, la obra también
está muy politizada, es como una especie de gamberrada, pero la
escribo porque estoy muy concienciado con la izquierda. En el fon­
do, en ese tiempo soy un majaron muy inocente y quiero hacer un
arte muy arte, que dure, que perdure, que no sea de consumo. Ya ha
empezado un poco la masificación de la universidad; en el curso
primero de Ciencia Económica, yo era un mil quinientos. Entonces
en el Rectorado decidieron, en plan de sabiduría académica, dividir­
nos en tres secciones de quinientos cada una. Pero era lo mismo, un
tortillón inmenso, donde el tío se ponía aquí abajo con el micrófono,
y yo me ponía allí arriba con una novela a leer, en fin, cada uno hacía
lo que podía.

20 8
Entonces escribí esto que yo creo que es bastante divertido. La
historia es la de un estudiante universitario, un poco adicto a las teo­
rías del Ché Guevara sobre la guerrilla como un fermento revolucio­
nario que se comunicaba a toda la masa poblacional y que se llama­
ba técnicamente revolución en la revolución. Este muchacho univer­
sitario quiere hacer la revolución en la revolución. Es un niño bien
burgués, de una familia burguesa con un gran chalé, con un papi y
una mami que son unos señorones y que toman el té al estilo inglés.
Un día, mientras están tomando el té con la novia del muchacho que
es una pijilla que no es universitaria, aparece, de repente, (yo creo
que es lo mejor de la obra) la pierna de un obispo que ha sido arran­
cada con un hacha, la han pasado por la barbacoa y se la llevan en
una bandeja de plata para que se la merienden con el té inglés. Así
que ponen la pierna del obispo, peluda y sangrienta, allí. Creo que es
lo más gamberro de la obra.
Pero detrás de esto, hay una meditación política: dentro de la
iglesia, Juan Pablo I ha girado un poco hacia la izquierda, o hacia el
centro derecha por lo menos, por lo que la iglesia y el Papa se están
izquierdoseando un poco, y como este obispo, que es conocido de
estos señores, ha izquierdoseado un poco, lo han matado. Total, que
el niño quiere hacer la revolución, y la quiere hacer en su casa, aca­
bar con el padre y con la madre, fusilarlos. El padre y la madre tie­
nen conversaciones de rollo generacional, sobre que la juventud está
muy loca, sobre la música rock, la revolución, etc. Entonces, para
que el niño tome conciencia política de en qué mundo vive, una se­
mana lo tratan con píldoras laxantes y el niño tiene cagalera, otra
semana con píldoras astringentes y el niño está estreñido, es decir,
que es un estudiante universitario que tiene el culo prácticamente
mártir. El muchacho estudia Medicina y, de vez en cuando, va por la
facultad entre cagalera y cagalera con un esqueleto. Al esqueleto unas
veces lo llama la muerte canina y otras veces lo llama la universi­
dad. Esto tiene cierta mala idea por mi parte, ya ha empezado la
crisis de la universidad que sigue hasta ahora con la masificación.
Cuando el niño dice que quiere acabar con el capitalismo burgués y
con la burguesía, y con el padre y la madre, cogen al muchacho entre
el papá, la mamá, la novia pijilla, los padres de la pijilla, un profesor

209
universitario y unos policías y le dicen que le van a hacer un lavado
de cerebro para integrarlo en la sociedad. El lavado de cerebro consis­
te en que le bajan los pantalones y los calzoncillos y le ponen una
lavativa de agua caliente y, luego, intentan meterle por el trasero la
guía telefónica, el Derecho Mercantil, el Derecho Civil, el Anual de
Banca y Bolsa, y cuando el universitario tiene el trasero realmente
hecho ya una pura calamidad, cae el telón y acaba la obra.
Yo creo que es bastante divertida. Como veis va del problema
universitario y, como estoy aquí en la universidad, creo que es bueno
sacarlo ¿no? La envié a un concurso muy izquierdoso en San
Sebastián, y les debió parecer una gamberrada, aunque una gambe­
rrada con mucho arte, muy simpática; pero, ¿qué hay detrás? Pues
detrás de esta obra está, por un lado, la masiñcación de la universi­
dad, y, por otro, que la universidad masificada se ha dividido, en
gran medida, en extrema derecha y en extrema izquierda. Este mu­
chacho, que es de extrema izquierda, es delirante. El final de la teo­
ría del Ché Guevara es lo de la ETA, una minoría iluminada y
mesiánica, que realmente va a contagiar un fermento. O sea, que la
obra es gamberra pero no lo es del todo, hay una meditación, porque
aunque estudié mal Periodismo, Ciencias Políticas lo hice muy bien.
Detrás de todo esto está el filósofo marxista heterodoxo Herbert
Marcuse y su famoso libro de principios de los años sesenta Eros y
civilización. Este hombre es un marxista evolucionado y heterodoxo,
que dice que lo que diría Carlos Marx es que la revolución con base
en el obrero ya ha pasado a la historia, porque eso es muy de princi­
pios del siglo XIX; que realmente los obreros están llegando a la
clase media, sus hijas están estudiando bachillerato, algunas van a la
universidad, tienen su cochecito, quieren un apartamento, e incluso
quieren una parcelita para sembrar árboles, y que ya no están para el
aventurismo de la revolución, para destruir todo el sistema y empe­
zar de cero a ver qué pasa. Y entonces dice que el fermento para
transformar a la sociedad ya no son los obreros, sino que son los
estudiantes universitarios, y claro, los muchachos universitarios lo
leíamos y se nos caía la baba, decíamos que éramos los héroes que
íbamos a transformar el mundo. También Marcuse dice que a la ju­
ventud hay que quitarle la miseria sexual y darle permisividad sexual

210
porque, realmente, el control de los órganos genitales significa eco­
nomizar energía para la producción y que hay exceso de producción
en las sociedades capitalistas postindustriales, y que entonces ya no
hay que ser tan duro en la represión sexual de la juventud, sino que
hay que ser permisivo. Entonces, los estudiantes estábamos muy con­
tentos con esto, es decir, éramos los auténticos revolucionarios y
además íbamos a ligar como locos porque realmente Marcuse nos
dice que eso es lo que tenemos que hacer. Esto es un poco lo que hay
detrás de Pizzicato, el zorro y la lámpara de lechuzo.
Luego sigo con los marxistas heterodoxos y escribo una obra un
poco inspirada en La revolución sexual de Wilhelm Reich. Este fue
un marxista heterodoxo al que echaron del Partido Comunista. Nor­
malmente a estos marxistas heterodoxos los echaban de allí. En gran
medida yo estoy con unos pocos estudiantes que estamos en una
onda que se llama de Nueva Izquierda. Somos cuatro gatos mal
mirados, que leemos a Foucault, a Roland Barthes, a Marcuse, lee­
mos lo que podemos y, un poco en esa onda, yo estoy cogido de la
Nueva Izquierda, de los renovadores. Por fin han llegado los míos
con esto de Rodríguez Zapatero, tarde han llegado, pero algo es algo.
Este país lo tiene muy duro con la renovación.
En fin, yo estoy allí y creo que Madrid es una jaula de fieras, en la
que todo el mundo es más o menos trepa. Además todo es cutre, el
fascismo español es muy cutre porque, además, una cosa que deben
saber ustedes del fascismo español es que el fascismo español iba muy
de izquierdas, era como la tercera vía, anticapitalista, antiburgués,
anti Washington, antimperialismo americano, antieuropa, antipapa, \ojú\
Eran fachas perdidos de extrema derecha y parecían de extrema iz­
quierda. \Ojá, qué gente más viva, más espabilados! Juegan con todas
las cartas de la baraja, van de extrema derecha pero dan una imagen de
extrema izquierda, había que andarse con mucho cuidado. Entonces,
escribo esta obra que se llama Pontifical. Se hizo como una cosa clan­
destina y se la apropió la censura. No me había atrevido a enviar a la
censura el Pisicato, el zorro y la lámpara de lechuzo, pero ésta sí la
envié. Después la envié a Sitges y la echaron fuera, pero la parte
izquierdosa del jurado me dijo que la volviera a enviar al año siguien­
te, y así, en el sesenta y seis, la volví a enviar y la volvieron a echar

211
fuera. El alcalde era un facha perdido, posiblemente iba de izquierdas,
iba de antiburgués, anticapitalista, antipapa, antitodo. Carlos Marx ya
dijo que España y Rusia eran países muy primitivistas y que cualquier
rollo de evolución política era una evolución fatal.
Pero Pontifical, ¿qué es Pontifical? Pues es un parque zoológico como
el que había en Madrid, que no era de estos parques que hay ahora con
árboles, donde las fieras están al aire libre, eran muchas jaulas y en cada
jaula una fiera, en una jaula un tigre, en una jaula un león,... ése era el
parque zoológico de Madrid. Yo había pasado por allí de vez en cuando
y estaba muy solidarizado con lo de las fieras. Parece que era demasiado
izquierdoso porque era solidario hasta con las fieras.
Total que se me ocurre hacer una obra sobre eso, sobre el desa­
rrollo económico en el que entra el parque zoológico, pero claro, el
desarrollo económico en un parque zoológico son más jaulas y más
fieras y, a ser posible, muchísimas jaulas y muchísimas fieras, así
que los barrenderos del zoológico dicen que no, porque están hartos
de limpiarle la mierda a las fieras y, para ellos, el capitalismo zooló­
gico es un capitalismo de mierda, y están hartos. Entonces, los man­
dos sindicales dicen que sí, que tienen que hacer la revolución. A
todo esto, el problema que tiene el zoológico es que la gente paga
más si ve al elefante con la elefanta, así que tienen que copular y la
elefanta se queda preñada y pare elefantitos, pero el elefante tiene un
problema en el pito y llaman al veterinario que dice que hay que
circuncidar al elefante. Cuando llega el veterinario trae un falo muy
grande para practicar un poco, pero le meten prisa porque va a venir
el obispo a las nuevas instalaciones del parque zoológico.
Esto realmente pasaba en Madrid, venía el obispo y bendecía
como si tal cosa. Igual que en la obra anterior, en el trasfondo de ésta
también está una iglesia católica izquierdosa, aunque aquí es más
bien derechosa; hay que repartir a un lado y a otro, hay que ser ecuá­
nime. Así que viene el obispo y los barrenderos inician una revolu­
ción violenta para acabar con todas las jaulas y las fieras, y con el
capitalismo y todo el desarrollo económico. De alguna forma, lo que
ellos defienden en su delirio también es de extrema izquierda, de­
fienden el anticapitalismo, la descapitalización, ni más fieras ni más
jaulas, pero los mandos sindicales dicen que no, y los barrenderos se

212
pelean con ellos y empiezan la revolución. A todo esto, el veterinario
está con los técnicos para circuncidarle el pito al elefante, pero se
equivocan y lo que hacen es que le circuncidan la trompa, que se le
desangra, y entonces el elefante muere y, mientras se escuchan los
barritas, aprovechan para hacer la revolución en el parque zoológi­
co, y aparecen con sus escobas cantando la revolución. Los mandos
sindicales, que son como una izquierda moderada, son totalmente
desbordados por esta izquierda de los barrenderos con sus escobas
hartos limpiar, de las fieras y de las jaulas.
A todo esto, ha llegado el obispo para bendecir con unos canóni­
gos y también han llegado el gobernador civil y el alcalde. Entonces,
aparece un falo enorme, de la anchura de todo este tinglado, que va
avanzando desde el fondo del escenario y destruye la luminotecnia,
los decorados, destruye al obispo, a la mecanógrafa, a los barrende­
ros, a la revolución, destruye todo. Es un inmenso falo de diez me­
tros de ancho por treinta o cuarenta de largo, que avanza sobre el
patio de butacas y aterroriza a los espectadores, y algunos técnicos
del zoológico le disparan, lo desinflan y muere. Mi idea sobre el
desarrollo, el capitalismo y todo esto sigue siendo ésa, que cada vez
hay más jaulas y más fieras, y que a dónde vamos a llegar. Esto es,
como la otra, una gamberrada.
La tercera que escribí se llama Patética de los pellejos santos y el
ánima piadosa. Son dos estudiantes universitarios que abandonan la
universidad, la revolución política y la revolución social, y se van al
Himalaya y dicen que lo que hay que hacer es la revolución interior
del alma, buscar la paz interior, autorealizarse uno mismo, seguir la
mística y el misterio del universo. El se llama Pataleta y ella Patale­
ta. Lo más bonito de esta obra es que todos los personajes son
subnormales y lo que hablan normalmente son cretinadas. Se me
presenta un problema cuando los especialistas académicos se en­
frentan con esta obra y dicen: “Esto es una cretinada”. Claro, si es
que son unos cretinos. Así que Pataleta y Pataleta se van al Himalaya
a buscar la paz interior en plan hippie: las flores, la paz del alma, el
misterio del universo. Allí caen en manos de un gurú hindú muy
gordo, muy comilón, que come como una bestia, y que les habla de
la mística de las flores y la mística de la miel, la filosofía de la miel

213
que nos da la dulzura del alma; pero hay otro gurú que es vegetaria­
no, que come lechuga, que dice que para entender la mística del uni­
verso lo que hay que hacer es tomar vinagre en las ensaladas, es
decir, comida a la vinagreta, que el vinagre te da conciencia de en
qué mundo vives, un mundo áspero, un mundo agrio, un mundo des­
agradable en el que la gente se muere de hambre. Total, que quieren
violar a la chica en un campo de flores con girasoles enormes, allí
está la gran tinaja de vinagre y al gurú avinagrado, porque es el gurú
izquierdoso, lo meten en la tinaja, lo ahogan y se baja el telón. Bue­
no, también es una gamberrada, pero tiene cierto encanto.
Luego ya no sé qué escribir y pasa el tiempo. Yo odiaba la
facilonería porque mi vida era muy dura, tres mil pesetas para todo
el mes y estar en el paro en cualquier momento, ustedes me dirán. Si
mi vida era dura, mis obras serían duras y los lectores de mis obras,
los espectadores y los lectores profesionales que son directores de
teatro tendrían que apechugar con la dureza de la obra, es decir, iba a
hacer obras duras, erizadas y ásperas. Para lograr esto, lo que hacía,
en lugar de una obra unilineal, era una plurilineal. Como bien dice el
profesor Aullón de Haro, yo en la obra prodigo mucho lo que en
informática se llama ruido, es decir, las interferencias parasitarias.
Todos los argumentos están llenos de interferencias parasitarias, con
lo cual, en la lectura uno se hace un lío porque realmente nunca sabe
por donde va.
A mí lo que más me apasiona del teatro son las acotaciones. Siento
vergüenza cuando me llaman autor teatral, yo no me acabo de sentir
autor teatral, es decir, soy como un aventurero en el teatro, como un
intruso o algo así, medio autor, medio teatral. En realidad, las obras
las escribo para mi disfrute, disfruto escribiéndolas y realmente es­
cribo un espectáculo muy bien hecho, el espectáculo que a mí me
gustaría hacer sobre esos temas. A las acotaciones las contagio de las
cachondadas y, si los diálogos son cretinos, las acotaciones que ex­
plican lo que pasa en la escena son acotaciones disfuncionales que
también están llenas de cretinadas, se contagian del diálogo y real­
mente son, como dice alguno, como novelas teatralizadas o cosa así.
A veces las acotaciones pueden tener cuatro o cinco páginas, y así,
estoy muy entretenido, disfruto escribiendo cretinadas en las acota­

214
ciones y, claro, un director teatral lee una acotación con cuatro pági­
nas de cretinadas y no sabe como ponerlas en el escenario. Cuando
tradujeron Pontifical al alemán, que acaba diciendo: en ese momento
terrible cuando revienta el gran falo [...], miles de cuervos se lan­
zan sobre la sala y le arrancan los ojos a los espectadores, el traduc­
tor de la lengua alemana me dijo: “Señor Romero realmente eso es
muy atrevido y muy temerario porque, técnicamente, es casi no rea­
lizable, pero creo que se podía intentar”. Así que sí, se interesaron
por la obra, la tradujeron al alemán y me dieron treinta y dos mil
pesetas. Creo que el mayor dinero que he ganado con el teatro. A
partir de aquí imprimen Pontifical en una imprenta clandestina por­
que estaba prohibido por la censura, y se vende por aquí, por allá, a
los nuevos autores, a los grupos de teatro, etc.
Luego, ya más calmadito, escribo Parafernalia de la olla podri­
da, la misericordia y la mucha consolación. Es como una parábola
de España y del fascismo español. Este país es un país que tiene tela
marinera y sigue teniéndola, un país bastante cutre. Sin democracia
o con democracia, esto no se acaba de arreglar. Hay un dato relevan­
te: somos, según estadísticas, el país que menos lee, tenemos el nú­
mero uno de Europa en volumen de libros publicados, el número
uno también en volumen de traducciones hechas, pero el último en
volumen de lectores. Un poco, éste es el país.
Lo de la obra es un manicomio, llevado por unas monjas, donde
los cocineros hacen rituales. Entonces llega un aprendiz nuevo y jo­
ven, como de Nueva Izquierda o cosa así, un renovador que quiere
cambiar las cocinas del manicomio porque todos los días sirven olla
podrida. Olla podrida es un guiso castellano en el que echan de todo
en una gran perola: nabos, puerros, coles, carne, pescado, chorizo,
morcilla..., y todos los días van sacando cosas de ésas y, cuando lle­
vas quince días sacando cosas de ésas, está todo medio podrido. El
muchacho dice que hay que cambiar un poquito la comida española
y pasar, no digo a la dieta mediterránea, pero sí un poco a las ensala­
das. También hay un pinche de cocina, que por ser sólo un poquito
renovador, pone a los otros histéricos.
Total, que hacen allí unos ceremoniales con la viuda de un coci­
nero que se mató ahorcándose de una pata en vez de ahorcarse del

215
cuello, y que todavía sigue ahí colgado. La viuda anda por allí con
negros crespones y se enamora del muchachillo, y el muchachillo de
ella y, en los ceremoniales, cantan una canción que creo que es de lo
mejorcito que he escrito, es como una metáfora de España. Dice:
Gloria al garbanzo que es nuestra esencia, nuestro futuro, nuestra
existencia, nuestro pasado, nuestro esplendor. Gloria al garbanzo,
gloria y honor, gloria al garbanzo sin discusión, gloria al garbanzo,
que siga la olla podrida, la gran garbanzada. Esto lo representó el
grupo Ditirambo que hacía cosas muy raras. La obra fue a Sitges, lo
que creo que fue un pequeño triunfo, y luego la pusieron en circuitos
independientes de izquierda. Al final, al pinche de cocina que quería
cambiar un poco la cocina mostrenca de la gran garbanzada españo­
la, lo sodomizan como al estudiante universitario, pero no lo violan
por el trasero, sino por la boca, le meten un embudo y le echan mu­
cho zumo de tomate. El muchacho hace sus conclusiones mientras
suelta zumo de tomate, y la gente ya no distingue si es sangre o
zumo de tomate. Desde luego cantaban unas canciones muy bonitas
y creo que esta obra me quedó bastante bien.
Luego, hice Pasodoble que era, un poco, la lucha desatada entre
el macho y la hembra, el hombre y la mujer. Ella es derechosa, él
izquierdoso; se aman, se adoran, se casaron enamorados, pero ahora
se quieren matar. Toda la obra cuenta como él quiere matarla a ella y
ella quiere matarlo a él. Al final, hacen como una especie de pacto de
convivencia porque se necesitan mutuamente y, entonces, parece que
van a bailar un pasodoble que no bailan nunca. También son unos
cretinetes, pero ya no lo son tanto; ya voy haciendo algo más natura­
lista. También funcionó bien porque lo llevaron por los teatros de
izquierda, por los circuitos del teatro independiente y progresista.
Lo mejor del espectáculo son los pasodobles toreros que yo elegía,
sobre todo cuando él quiere hacerle daño a ella, que es una latifun­
dista, en su fe religiosa. Esto surgió porque fui a Extremadura y ha­
bía un latifundista que pegaba tiros en la nuca a los jornaleros, y
tanto su hija como su mujer lo odiaban. Llamarlo fascista sería algo
honorable, es un animal y un psicópata homicida. Todo esto es lo
que está detrás de ese cortijo de Extremadura. En un momento dado
él dice que el obispo que tiene allí en el palacio, que es un obispo

216
izquierdoso, es un santo varón, y ella, que no está de acuerdo, coge
un cuchillo y se lo clava al obispo en mitad del corazón, y luego se
pone a llorar diciendo que ha matado al santo de su devoción, y el
marido la acusa de ser una víbora y una puta.
Total, que después de esto escribo Fiestas gordas del vino y del
tocino, y luego, una cosa de niños: Viaje en el mar. Los mitos del mar
son algo muy bonito, muy lírico. Ahí no hay cretinadas, es ya un
momento en el que acabo un poco con las cretinadas. Entonces ven­
go a Málaga, a la universidad, a dar clase como profesor. No había
oído nada sobre los Tartesos, esa civilización que hubo en Andalucía
pero, de repente, empiezo a leer mucho y se me ocurre hacer sobre
ellos un gran ensayo, pero no me sale, intento escribir un gran poe­
ma, y tampoco me sale, así que al final escribo una obra de teatro, un
tocho de unas quinientas páginas. Más tarde representan unas cuan­
tas páginas porque éste es un tocho que no se puede ni leer, es una
reconstrucción de lo que hubo en Andalucía hace mil años, antes de
su final cuando llegan los Cartagineses que son los que, según los
expertos, acaban con los últimos Tartesos, esa civilización antiquísi­
ma, que es incluso citada en la Biblia en cuatrocientas ocasiones.
A partir de ahí, gano el Premio Pablo Iglesias y me presento al
Premio Europa y lo gano compartido. Algunos del Premio Europa lo
llevaron a la antecámara del Premio Nobel en Estocolmo, y explica­
ron que podía ir con Cien años de soledad de García Márquez como
obra extraordinaria y que España lo único que tenía que hacer era
una traducción al francés o al inglés, y de ahí una traducción al sue­
co. Entonces, entraba por la vía extraordinaria de obra extraordinaria
y yo me embolsaba los ciento setenta y cinco millones limpios y el
Premio Nobel. Allí hubo algo feo por parte de España. Pero bueno,
ya sabéis que este premio está muy desprestigiado, que se lo han
dado a muchos cretinos. A mí que más me daba; ahí lo interesante
era que a mí me dieran los ciento setenta y cinco millones.
En fin, pusieron la obra como broche de oro para terminar la
Expo 92 pues venían el rey y la reina. La iba a hacer un valenciano
que estaba en Madrid que se llama... no lo sé. Total, que se quería
gastar un presupuesto como de tres mil o cuatro mil millones, tal vez
por eso la echaron del broche de oro. Cuando me preguntaron “¿Qué

217
opina usted, señor Romero, de este presupuesto, cómo cree usted que
va a salir?”. “Una mierda”, dije yo, “cuando hay cuatro mil millones
por medio, todos van a trincar; aquí se podía poner menos dinero”.
Querían poner al orfeón donostiarra, dos orquestas con noventa profe­
sores de violín y violonchelo en el escenario y los bailarines. Entonces
le dije al director que tenía una objeción técnica, “¿qué objeción técni­
ca?”, me preguntó el director. “Que si están en el escenario el orfeón,
los profesores de orquesta y los cantores, dónde ponemos a las actri­
ces y a los actores ¿en el patio de butacas?”
Total, al mismo tiempo quieren hacer un congreso sobre Tartesos
muy académico y científico y me dan a mí la lista de todos los cate­
dráticos de protohistoria que van a venir. Cuando la vi, me di cuenta
de que todos los catedráticos de la lista eran de los que decían que no
hubo Tartesos, eran de los que sólo hablaban de fenicios, griegos y
babilonios. Propuse dar una lista de los catedráticos de protohistoria
izquierdosos que o admitían que hubo Tartesos o, al menos, que pudo
haberlos, porque si no, ¿cómo se iba a poner Tartesos como origen
de la civilización hispana?
De hecho, fue un gran espectáculo del origen de la civilización
hispana. César Oliva, en un libro suyo, dice que es una obra mons­
truo y que parece que es una ópera. Realmente es una ópera, hay
muchos coros, muchos cantos, muchas danzas, mucho barullo. Es
una épica donde se pelean los grandes machos, yo te mato a ti, tú me
matas a mí. Hay un problema político que es el acoso al que está
sometido el centro izquierda por la extrema derecha, la derecha, la
extrema izquierda y los anarcas. Todos contra la opción moderada
de centro izquierda con la que los Tartesos puedan existir sobrevi­
viendo pero, esa opción moderada y esa opción de centro izquierda,
es batida por todos, es una tragedia y los grandes machos se matan.
Los coros y algunos diálogos están hechos en lengua tartesia. La
lengua tartesia existe y hay muchas inscripciones, el alfabeto es, más
o menos, el nuestro, o sea, que transliterar el alfabeto tartesio al alfa­
beto latino es fácil, lo que pasa es que cuando se translitera de un
alfabeto a otro, salen unas palabras que no se sabe que es lo que
dicen. El único libro que vendí aquí de Tartesos en la librería Ibérica
en calle Nueva lo compró un ancianito y, como al principio hay co­

2 18
ros en la lengua tartesia, lo devolvió al día siguiente diciendo que le
devolviesen su dinero porque había empezado a leerlo y estaba en
inglés.
Después de esto, he seguido escribiendo Reyes tartesos, del que
ya tengo un tocho impresionante, pueden ser cinco mil páginas. Tam­
bién los libros de ensayo: Orígenes de Europa, Orígenes de España,
Orígenes de Andalucía, Orígenes de Málaga, Orígenes de Asia, que
eso, aunque sea un poco medianero, un poco mediocre, son diez mil
páginas, eso impresiona. Cuando ya escribes tantas páginas no se
puede saber si aquello es mediocre, pero es impresionante. Yo mis­
mo me impresiono.
Ahora, yo no las voy a leer ni loco porque soy muy mal lector.
Cuando hay más de veinte, treinta, cuarenta páginas me lo pienso
muy bien. De hecho, las correcciones de Tartesos no las he podido
hacer, se las di a una chica para que ella corrigiera las erratas. ¿Leer­
me quinientas páginas?, si ya con ochenta estoy mareado. Cuando
llegué a la página cincuenta o sesenta de La Regenta pensé: quita,
quita. Y el Ulises de Joyce, famosísima novela, me costó cuatro años
leerla y al final, ¿para qué? Ulises de Joyce ¿qué es? Una catetada de
un cateto que va por Dublín por las tabernas catetas de borrachera en
borrachera, se va con unas putas, no se come un rosco... ¡anda ya!
Por lo menos, al final, hay un monólogo de una gibraltareña, muy
española, muy caliente.
Bueno, yo creo que ya les he contado suficiente, he cumplido mi
tiempo, me siento por ahí o me voy a fumar un cigarrito. Muchas
gracias.

219
COMUNICACIONES
JERÓNIMO LÓPEZ MOZO: ÚLTIMAS
TENDENCIAS (1990-2001)

J o s é P a u lin o A yu so
Universidad Complutense. Madrid.

Vamos a suponer que a mediados de los años ochenta la aventura


del llamado Nuevo Teatro hubiera entrado en un proceso de acaba­
miento, que tal cosa haya sido testificada por quienes formaban par­
te de ese movimiento; y que ello ocurriera sin que llegaran a realizar­
se las expectativas de los dramaturgos, desviada la sociedad y la po­
lítica institucional hacia otras tareas urgentes y otras preferencias
culturales. A los diez años del comienzo de la transición, y ya asen­
tada la línea directriz de la cultura dominante, los presupuestos del
Nuevo Teatro quedaban al margen y del mismo modo los autores
que los habían promovido e intentado aplicar.1 En medio subsistía el
reconocimiento ofrecido por los trabajos de Wellwarth y de Ruiz
Ramón y el apoyo de las revistas críticas.12

1. Conviene recordar la complejidad del fenómeno en su momento, con una estética


realista acomodada, otra realista crítica, el teatro de estética neovanguardista, en sus
vertientes de ritual escénico o de juego, la relación con los grupos de Teatro Independiente
y la adquisición de nuevos espacios para la representación, así como la importancia de
algunos Festivales. Véase ahora el libro de Oscar Comago Bemal, La vanguardia teatral
en España (1965-1975). Del ritual aljuego, Madrid, Visor Libros, 1999.
2. George E. Wellwarth, Spanish Underground Drama, Pennsylvania,
University Park and London, The Pennsylvania State University Press, 1972.
Jerónimo López Mozo es estudiado individualmente en Francisco Ruiz Ramón,
Historia del Teatro Español. Siglo XX. (a partir de la segunda edición, 1972, págs.
71-80), Madrid, Cátedra, 1981.
Ante esta situación cabe lamentar que no se hubieran podido cum­
plir los deseos y proyectos de renovación que apelaban a tradiciones
teatrales distintas de las vigentes; pero es necesario preguntarse tam­
bién por los elementos comunes y por los verdaderos trazos de cohe­
sión de ese movimiento y sus diferentes agrupaciones, tarea en parte
realizada en manuales y libros de historia del teatro español, como
los mismos de Ruiz Ramón y de César Oliva.3 También, aunque no
se menciona a Jerónimo López Mozo, en el estudio de Angel
Berenguer y Manuel Pérez.4
Pero es lícito también tratar de seguir esa historia después del
límite señalado. Y ahora es necesario. Porque la actividad de un au­
tor como Jerónimo López Mozo no ha quedado encerrada en el pro­
ceso de esa agrupación, en la cual ha sido incluido con su propio
testimonio, sino que es imprescindible atender a su obra como la
creación individual de un escritor que ha tenido un empeño constan­
te en investigar las posibilidades del género, una constante
autorreflexión acerca de la dramaturgia y, en los últimos años, un
proceso de decantación y de concentración que le proponen como
uno de los escritores teatrales más significativos e importantes del
cambio de siglo. Que esto haya sido reconocido por los numero­
sísimos premios y, en particular, por el Premio Nacional de Literatu­
ra Dramática del año 1998 (a su obra Ahlan, de 1997) no deja de ser
una corroboración externa, que suscita, sin embargo, la pregunta por
las características de esta su particular escritura teatral.
Se trata, por consiguiente, en este acercamiento, de analizar los
rasgos propios de lo que -a mi juicio- constituye una época bien
definida de Jerónimo López Mozo y que tiene su comienzo, y no por
casualidad, en el momento de la crisis institucional del Nuevo Tea­
tro, es decir, en la segunda mitad de los años ochenta. Se cumple así

3. César Oliva, El teatro desde 1936, Madrid, Alhambra, 1989, dedica una
amplia atención a este teatro y, en particular a Jerónimo López Mozo, en págs. 337-
339, 363 y ss. y 409-212. Hay que recordar también del mismo crítico El teatro de
Jerónimo López Mozo. Análisis del Teatro español, Madrid, Ministerio de Cultura,
1980. Y véase María José Ragué Arias, El teatro de fin de milenio en España.fDe
1975 hasta hoy), Barcelona, Ariel, 1996.
4. Angel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la
transición política (1975-1982), Madrid, Biblioteca Nueva, 1998.

224
una tarea que es también imprescindible: pasar de la historia del tea­
tro, desde sus configuraciones en grupos y movimientos, al análisis
de los autores, para constituir un corpus crítico acerca de la literatura
dramática que cada uno ha impulsado: no se trata de excluir ninguno
de los aspectos, pero parece que este segundo ha tenido hasta el
momento menor importancia. En el caso de López Mozo los trabajos
de César Oliva y Ricard Salvat, entre otros, y, recientemente, la tesis doc­
toral de Carnien Perea5 han ofrecido un importante desarrollo teórico y
analítico. Queda todavía abierta la posibilidad de acercamos hasta los años
inmediatos (que descriptivamente ha comenzado a situar el prólogo, rico
en noticias, de Romera Castillo6). Y quiero proponer como hipótesis que
esos años de transición en los ochenta significan precisamente el eje de un
cambio tal vez central en la obra de López Mozo, lo que finalmente nos
permitiría hablar de dos largos y complejos ciclos, el segundo de los cua­
les -aún abierto y en evolución- se inicia al superar personalmente la
decepción del fracaso colectivo y la desesperación de una escritura que
había sido puesta en cuestión7 por causas que inmediatamente describiré.
Esto nos deberá llevar a ver los trazos permanentes en su evolución (como
él mismo ha cuidado de analizar en un artículo de Acotaciones8) y los

5. Ricard Salvat es otro de los directores, estudiosos y críticos que más interés
ha demostrado por López M ozo. Véanse en particular los páginas que le dedica en
las ediciones de Cuatro Happenings, Murcia, Cuadernos de teatro de la
Universidad de Murcia, 1986, y de Yo, maldita india, en su primera edición en los
Cuadernos de El Público, Madrid, 1990. La tesis doctoral de Carmen Perea,
Jerónimo López Mozo: El teatro de la desilusión fue defendida en la Universidad
Complutense en el curso 1999-2000. Es también una referencia necesaria su
prólogo a La infanta de Velázquez, Santurce, Ayuntamiento, 2001.
6. José Romera, “Prólogo” en Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos. Yo,
maldita india. (Dos obras de teatro), Madrid, UNED Ediciones, 2000, págs. 9-24.
7. César Oliva escribe en su Prólogo a El arquíetcto y el relojero, Alicante,
Ayuntamiento, 2001: “López M ozo se ocultó en el ninguneo de los autores;
también hay que decir que lo ocultaron; como otros, dudó de todo, pero siguió
escribiendo, alternando esa modernidad que se le exigía con su comprometido
pasado... en vez de bajar la guardia, siguió con más ahínco. Se había dado cuenta de
que el camino de Eloldes era el suyo. Después de atravesar el desierto del teatro
blanco, sin color, olor ni sabor, se afirmó más aún si cabe en que en su propio
compromiso estaba la solución” (págs. 7-8)
8. Jerónimo López Mozo, “La búsqueda del despojamiento”, Acotaciones.
Revista de investigación teatral, 6 (2001), págs. 41-55.

225
nuevos procesos, que he dicho ya de decantación y concentración,
como renovación de su escritura, más o menos equivalentes a lo que
el propio López Mozo llama “despojamiento” o “sobriedad”, térmi­
nos todos que -ante la abundancia nunca reprimida de su produc­
ción- aún quedan demasiado generales.9
Ya en 1985 Alberto Miralles sentenciaba “El Nuevo Teatro Espa­
ñol ha muerto ¡Mueran sus asesinos!”101Y al revisar las causas de ese
fracaso, podía anotar dos series relacionadas: una de carácter socio-
político, que tenía que ver con la relegación general del teatro frente
a una política de prestigio cultural a corto plazo, promovida por la
administración, la situación de un público más bien desorientado y,
consecuencia de ello, la decepción recíproca de los dramaturgos y de
ese público que esperaba obras que, por haber estado prohibidas,
deberían ser buenas. La otra serie atendía al mismo hecho teatral:
escasez de medios y pobreza de resultados en las representaciones,
irregular calidad de los textos, crisis de los grupos que eran habitua­
les cómplices de los dramaturgos, desprestigio general de la van­
guardia de los años sesenta que había unido de nuevo la utopía del
cambio social y la revolución cultural. Con todo ello, “desapareció
la alternativa y con ella la posibilidad de una verdadera vanguar­
dia”... Y así, “en 1984 se llegó al índice más bajo de estrenos de
autores españoles vivos”.11 De esta manera el llamado Nuevo Teatro
Español no llegó a culminar su pretensión de ser el Teatro Alternati­
vo que la sociedad en cambio parecía necesitar.

9. Si parece un tanto exagerado o arbitrario reducir la compleja, extensa y


variada trayectoria dramática de López M ozo a estas dos épocas, debo decir que no
se trata de una reducción o simplificación que olvide los pasos intermedios, sino el
modo de destacar la importancia y renovación de estos años, juicio que se apoya en
testimonios ajenos y en el suyo propio, coincidentes en afirmar, al menos, un
cambio en la dramaturgia del autor a partir de Eloldes. Véanse el Prólogo citado de
César Oliva y el artículo de Eduardo Pérez Rasilla, “López Mozo, Jerónimo:
Eloídes", ADE Teatro, 52-53 (1996), págs. 150-152.
10. Estreno, XII, 2 (1986), págs. 21-24. Alberto Miralles ha ido trazando la
trayectoria contemporánea de este desencuentro y desencanto en varios artículos,
por ejemplo: “Epílogo. D e la agonía a la esperanza y se van a cumplir cinco años”,
Primer Acto, 184 (1980), págs. 121-123; “La peripecia del desencanto en el teatro
español: la culpa es de todos y de ninguno”, Estreno, VI, 2 (1980), págs. 7-10.
11. Ib., págs. 23-24

226
Y, sin embargo, esa tendencia alternativa perdura en el trabajo de
los dramaturgos como López Mozo. Pero para ello tuvo que dar fe
también del fracaso de las propuestas colectivas (del Teatro Indepen­
diente y del Nuevo Teatro) y superar el juicio negativo exterior que
entonces se abatió sobre la función social de su obra y sobre al estética
“simbolista”, alegórica y vanguardista que les caracterizaba. A este
respecto, él mismo dijo y escribió: “...hoy, apenas diez años después
de la inauguración de un nuevo sistema político, nuestros pronósticos
[habría que decir también deseos o propósitos] y los de muchas perso­
nas que confiaron en nosotros, no se han cumplido”. Y al ocurrir la
marginación y por ella el fracaso, “el argumento esgrimido por el sec­
tor más influyente de la crítica era que una vez concluida la etapa de
oposición al franquismo quedábamos incapacitados para asumir las
funciones que correspondían a la nueva situación”.12
En esta tesitura, ¿cuál era el camino que se podía seguir? Desde
luego, la fidelidad a un compromiso renovador del teatro y crítico
con la sociedad implicaba la ausencia de los escenarios convencio­
nales y más vinculados a las instituciones. Parece que de esto era
bien consciente López Mozo en esos años, tal como muestra su diag­
nóstico del fenómeno que comentamos en el artículo “¿Dónde está
el Nuevo Teatro Español?”13 De este texto es significativo, en primer
lugar, el detenido análisis de las causas del fracaso y, entre ellas, la
distinción entre el aspecto ideológico o sociopolítico y el aspecto
estético y teatral; pero es también importante la reflexión implícita
sobre la propia labor, con una reafirmación en la línea planteada, no
exenta de cierto voluntarismo: “Quede claro que lo que escribimos
lo hacemos por propia voluntad, que si concebimos el teatro de una
forma determinada es porque entendemos que así podemos contri­
buir a la necesaria renovación teatral en nuestro país”.
Y, sin embargo, la reflexión parece encaminarle hacia otra di­
mensión, que es la que justifica el planteamiento de estas páginas:

12. Jerónimo López Mozo: “Breve panorama del teatro español durante el
postfranquismo”, Estreno, XIII, 2 (1987), págs. 25 y 26.
13. Publicado también en la revista Estreno, XII, 1 (1986), págs. 36-39 (y 35).
En este tiempo hay otros trabajos del mismo tenor en otras publicaciones, Reseña,
171 (1987), y 184 (1988), por ejemplo.

227
más precisamente, hacia una autonomía de la creación dramática,
fiel a sí misma pero desvinculada ya de la pertenencia a grupo y a
tendencia que, en cuanto fenómeno colectivo, habían quedado defi­
nitivamente clausuradas.14 Aparecía ahora la necesidad de una
redefinición personal (que en López Mozo es siempre fiel a su ori­
gen y a su doble dimensión crítica y experimental) ante el horizonte
de la propia creación dramática: “Me pregunto, por si acaso se hu­
biera agotado, si no sería más correcto hablar desde ahora de dra­
maturgos libres de etiquetas globalizadoras”. Lo que López Mozo ha
hecho, pues, es revisar el propio concepto de Nuevo Teatro y ponerlo
en cuestión. La certificación va más allá del final de un proceso: duda
de su existencia -más allá de un marbete de identificación colectiva-
al llamarlo “fenómeno ficticio”. Esto nos permite abordar su obra des­
de el origen, con una perspectiva crítica particular, sin olvidar que es­
tuvo vinculada a ese movimiento autoafirmado y a una etapa de lucha
antifranquista. Pero nos permite también pensar que, a partir de esta
sospecha, que es una forma encubierta de afirmación, López Mozo se
planteó escribir también un teatro “libre de etiquetas”. Y que eso abría
verdaderamente una nueva etapa para su creación.
Todavía en un texto muy reciente emite una queja acerca de la
reducción crítica a que se le somete por vincularlo, sobre todo, con
su etapa anterior de 1975 y a la creación de un teatro marcado por la

14. Respecto de la denominación Nuevo Teatro español, que estoy usando por
economía, pero también por cierta fidelidad histórica, dice López Mozo:
“denominación generacional que, por otra parte, muchos han rechazado y que yo
mismo puse en tela de juicio hace algunos años cuando respondí a una encuesta
diciendo que se trataba de un fenómeno ficticio creado por la existencia de un
grupo de autores enfrentados a problemas comunes. La existencia de esos
problemas, añadía, ha representado la imagen del grupo, cuando en realidad las
diferencias entre nosotros eran abismales”, Estreno, XII, 1 (1986), pág. 39. La
reflexión de López M ozo entre 1986 y 1989 se resume en los siguientes
enunciados: negación de un grupo coherente que responda al nombre de Nuevo
Teatro Español; sospecha del agotamiento de sus propuestas como algo que pudo
ser y no fue (cambios de momento histórico); salida de los dramaturgos, de acuerdo
con su propia estética individual; esperanzas, aunque de nuevo insatisfechas, en
fórmulas como el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas. Con todo ello,
cierta sensación de injusticia respecto de su pasado, a la que se suman las
dificultades para entenderse con los “jóvenes profesionales” de los años ochenta o
con grupos que olvidan el texto dramático.

2 28
sociedad de la censura. Desde que inicié la actividad profesional -
escribe- “hasta la muerte de Franco sólo transcurrieron diez años.
Diez años frente a veintitrés. Y, sin embargo, aquellos, que apenas
representan un tercio del total, pesan como una losa”. Y añade
significativamente: “Volviendo al presente, insisto en que siguen
existiendo obstáculos que dificultan el trabajo de los creadores.

Tales obstáculos, cuya existencia niegan algunos porque ape­


nas son perceptibles, en el caso que nos ocupa, que es el teatro, es­
tán apartando a no pocos autores de su compromiso con la socie­
dad a la que pertenecen y convirtiéndolos en obsesivos contempla­
dores de su propio ombligo

Pero la justificación del cambio hay que encontrarla también en


su propia obra dramática. Y, en primer lugar, en lo que escribe preci­
samente en este periodo de los años ochenta. Porque su producción
(conocida y desconocida) nos señala en un sentido que implica clau­
sura y nuevo comienzo, cuyos rasgos más generales trataremos de
concretar, aunque, en resumen, se pueden ya anticipar: en el punto
de conexión del fenómeno teatral con el social, aparecerán nuevos
aspectos vinculados a la crítica del sistema y de su realización, fruto
de los cambios económicos y sociales en que se consolida la transi­
ción, con nuevos personajes víctimas y con el debate acerca de los
discursos ideológicos; desde la perspectiva de su estética teatral, los
textos parecen más autorreflexívos, es decir, frecuentemente
metateatrales, y su investigación en las formas dramáticas se hará
revisando e incorporando la historia misma de esas formas y mante­
niendo siempre una exigente construcción del texto.
Dos son las obras que nos resultan de interés. La primera de ellas
es su drama Yo, maldita india,'6 en el que parecen acumularse y culmi­
nar algunos de los procesos dramatúrgicos anteriores: complejidad156

15. Jerónimo López M ozo, “Teatro y silencio”. ALEC, 24 (1999), págs. 685-
686.
16. Escrita en 1988 y publicada en la colección de teatro de El Público en
1990. Recibió el Premio Hermanos Álvarez Quintero de la Real Academia
Española en 1992. Las ediciones manejadas son las que figuran en las notas
correspondientes.

229
del texto, tanto literario como espectacular, revisión de la historia y,
en este caso particular, de un caso histórico convertido en mito y
presentado en su vertiente conflictiva, gran alarde verbal y desarro­
llo de parlamentos, importancia de una escenografía cambiante y,
además, como complemento, proceso de escritura que parte de una
colaboración, hecho que está presente de distintas formas en la his­
toria de López Mozo como autor. Por otra parte, enlaza con la pers­
pectiva de la historia contada desde los débiles o las víctimas, juega
con los aspectos de realidad y fantasía, historia y ficción, representa­
ción escénica y fantasmagoría mental, aspectos que encontrarán un
amplio desarrollo posteriormente, como centro de su concepción tea­
tral en los últimos años. (En estos aspectos coincide también con
otro texto coetáneo que contiene igualmente una propuesta de
desmitificación. Me refiero a D.J., reflexión y crítica acerca del mito
teatral de Don Juan Tenorio). Mi impresión es que Yo, maldita india
puede verse como un cierre o mejor como la adecuada síntesis de
muchos procesos dispersos en su obra anterior, y como reafirmación
del valor del texto, ya que en esa obra “la palabra es algo más que
una palabra de autor, pues llega a formar parte del argumento”, al
convertirse Mariana {La Malinché) en el cauce de comunicación de
las tres lenguas, culturas y etnias.17 Aunque no sólo, porque en ella
se cumple también la unión física, biológica del mestizaje.
Precisamente a partir de la década siguiente, Eloídes planteará
un nuevo tipo de obra dramática, con lenguaje directo y seco, adhe­
rido como la piel a las situaciones del personaje que, a su vez, siguen
un proceso discursivo lineal dentro de una poética que, en líneas
generales pero no reductoras, podemos considerar realista, algo que
es una incorporación en el caso de López Mozo. Y en este aspecto, a
Eloídes le seguirá Ahlán. Aunque soy muy consciente de los rasgos
de simbolización de oscuras fuerzas que proyecta López Mozo en
algunas escenas y de la virtualidad mágica o poética de otras, así
como de la elaboración lingüística y discursiva de un texto, de nuevo
basado en la pura dialéctica verbal, como es El arquitecto y el reloje­
ro. Pero quede esto para otro momento y ocasión.

17. Jerónimo López Mozo, “La búsqueda del despojamiento”, cit., pág. 50.

230
Es posible que también esta tendencia esté influida -como reac­
ción creadora- por lo que él llama el realismo fácil e incluso degra­
dado de algunos autores de los años ochenta, de quienes había podi­
do esperarse otra andadura más arriesgada. Sin embargo, esta situa­
ción compleja, que he descrito antes, desembocó en un texto, escrito
para su uso particular, y cuyo protagonista es el Teatro. De él sólo
conozco lo que López Mozo ha contado y lo que puedo deducir que
haya llevado a obras como El engaño a los ojos y La infanta de
Velázquez. Ese texto es de 1987 y se titula Los personajes del drama.
El conflicto estalla entre dos concepciones del teatro, mostradas en
el escenario grande y en otro más pequeño que ocupa el fondo del
grande y que reviste caracteres anacrónicos, como la presencia de la
concha del apuntador.

En él se representaban, con decorados pintados, fragmentos


del teatro que dominaba la cartelera: burgués, de la derecha, de
tresillo... del teatro que yo odiaba. En el escenario grande habita­
ban mis autores queridos o sus personajes [Gómez de la Sema,
Ionesco, Beckett, Mihura, Arrabal] Y yo, representado por un jo­
ven espectador que acababa desentendiéndose de lo que ocurría en
el escenario pequeño para volcar toda su atención en lo que suce­
día a su alrededor. Disfrutaba escuchando a esos seres sorprenden­
tes y entrañables y acababa uniéndose, uniéndome a ellos...

Después de una pelea, en la que llegaban refuerzos de los nuevos


autores, como García Pintado o Romero Esteo e, incluso, de Kantor
y La Fura deis Baus, y se vencía a la prosa rancia y ramplona,

el joven debería estar satisfecho, pero advirtió que los nuevos in­
quilinos del escenario, convertidos en marionetas, no empleaban pala­
bras para expresarse. Así acaba la obra. Con la frustración del joven,
con mi frustración ante el declinar de la oralidad en el teatro.

Tal es como -a la vista de los testimonios- se me ha presentado


el proceso del autor en esos años cruciales. No estará de más, sin

18. Id., págs. 52-53.

231
embargo, hacer caso una vez más a la consideración de López Mozo,
lo que nos llevaría a retrasar algo el punto de inflexión o de partida
para situarlo en la escritura de otra obra de gran envergadura: Bagaje
(1983). En cualquier caso, creo que de sus palabras no se deduce una
visión fundamentalmente distinta de la esbozada:

Eran, aquellos años, de confusión y de chalaneo en procura de


una transición pacífica. Para mí fueron años de relativo silencio
porque la confusión también me alcanzaba. Escribí algunas obras,
cinco o seis, de las que no reniego, pero que no me satisfacen ple­
namente. En 1983 concluí Bagaje, balance personal de lo vivido
hasta entonces y punto de arranque de una nueva etapa que llega
hasta hoy.

Los procesos de cambio suelen ser lentos y éste se realiza en un


lapso entre cinco y siete años (desde Bagaje a Yo, maldita india),
centrado en tomo a esa mitad de los ochenta para culminar en la
década siguiente.
En resumen, a partir de la conciencia de final de un movimiento
que había sido también el suyo, del triunfo de un teatro de consumo
con la recuperación de modos tradicionales y de un lenguaje colo­
quial, costumbrista y callejero, López Mozo plantea y comienza a
escribir un teatro que acepta, como él reconoce, cierto tratamiento
realista y que, por otra parte, reelabora la tendencia simbolista do­
tándola de un contenido más explícito y, sobre todo, de una dimen­
sión metateatral de gran densidad, en la cual confluyen y se integran
teatro e historia, como en la otra vertiente se integran historia y tea­
tro. Quiero decir que estos son los dos vectores esenciales de las
obras siguientes, de modo que en Eloídes o Ahlán se cuenta dramáti­
camente una historia, mientras en La infanta de Velázquez, por ejem­
plo, se teatraliza la historia reconstruida como un escenario o una
representación.
Del cúmulo de textos producidos por la fecundidad inagotable de
López Mozo a partir de los años noventa, los más importantes, que
han sido editados, reconocidos con premios y, hasta cierto punto,

19. Jerónimo López Mozo, “Teatro y silencio”, cit., pág. 686.

2 32
difundidos, son seis que pueden ser clasificados en tres grupos, a mi
juicio:

Io. Dos obras de carácter social, estructura narrativa lineal y esté­


tica de un realismo que convendrá adjetivar luego. Sus perso­
najes son dos seres marginados, y su trayecto vital se escenifica
como un viaje hacia el fondo: Eloídes (1990. Premio Herma­
nos Machado, 1992) y Ahlán (1995. Premio Tirso de Molina,
1996).
2o. Dos obras sobre las consecuencias morales del mal, que se
convierten en un juego dialéctico entre la memoria y el olvi­
do, como posibilidades -auténtica e inautèntica- de vivir la
historia desde el presente: Combate de ciegos (1997) y El
arquitecto y el relojero (Premio Carlos Arniches, 2000). A su
vez, estas obras incluyen explícitos homenajes teatrales que
exigen una lectura intertextual de los diálogos y las didascalias.
3o. Dos obras sobre el teatro e, incluso, más en particular sobre el
espacio escénico que se convierte en dramático y donde co­
bra presencia la historia, bien sea del teatro español mismo,
y, más en particular, de algunos habitantes fantasmales que
proceden de Cervantes mismo y de sus criaturas escénicas;
bien sea de la historia de Europa, reconstruida como un juego
de espejos y proyecciones, de la realidad y del arte.

De este modo se puede resumir el conjunto en términos de un tra­


yecto, realizado por varios caminos y con diversos lenguajes escénicos,
que va de la realidad (histórica, por tanto colectiva) a la conciencia (sub­
jetiva e individual) y de la conciencia a la historia. En cualquier punto de
cruce de este doble sentido aparece una obra actual de López Mozo, que
nunca puede ser enteramente leída desde uno solo de sus extremos, aun­
que necesariamente uno de ellos sea el punto de enfoque o de partida.20
20. Una de las características que se mantienen en el teatro de López Mozo es
el recurso a escenas de una gran crueldad, sea con violencia física, casi siempre, o
psicológica. Parece que hay una denuncia constante en sus obras a la condición de
violencia social que se esconde y enmascara en nuestras formas habituales de
relación y que el drama muestra en su escueta y desnuda realidad, con una misión
de conciencia y de depuración.

233
Y lo que actúa como catalizador para mostrar este punto preciso es
el escenario, bien sea espacio que representa (sugiere o propone)
referentes sociales y lugares reales; o bien ámbito de la conciencia,
espacio de la representación interior y de la memoria. Aunque hay
un caso atípico (en realidad por su doble valor semiótico). Porque, a
mi juicio, el espacio dramático de El arquitecto y el relojero tiene la
concreción de un lugar conocido y la ambigüedad y amplitud
inconcreta de un espacio simbólico o casi onírico en su clausura y su
desnudez, y con su pantalla de proyecciones (memoria) al fondo.
En esta nueva etapa López Mozo ha verificado también algunas
correcciones en su dimensión crítica, lo que podríamos considerar la
temática de la que hablan sus obras y, a veces, de la que habla en sus
obras. Creo que la necesaria oposición al franquismo con que se ini­
ció el Nuevo Teatro tenía como motivo principal (aunque no exclusi­
vo) la falta de libertad, y, más en concreto, la represión del pensa­
miento, de la opinión y de la palabra. Y esto vuelve ahora, aunque
como motivo de reflexión del presente sobre el pasado, en El arqui­
tecto y el relojero. Es la llamada a mantener viva una memoria colec­
tiva acerca de la historia, que puede ser expulsada por las nuevas
formas de autocomplacencia y de autocensura. Sin embargo, desde
Eloídes y Ahlán la denuncia directa apunta también a la marginación,
destrucción de los seres y de los valores humanos y, finalmente, a la
injusticia no sólo como estructura social, sino como modo no cons­
ciente de comportamiento habitual de nuestra sociedad burguesa y
democrática.21 La inhumanidad de la humanidad egoísta. Y con esto
López Mozo corrige pero no altera su fundamental actitud de denun­
cia militante en un nivel doble: a los hechos políticos (sea del Régi­
men de Franco o de la democracia maquilladora) y a la estructura de
la sociedad burguesa occidental, basada en la explotación, la
marginación y la violencia.

21. Véase el Prólogo “Escenarios del presente” de Virtudes Serrano a la


edición de Ahlán. Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1997, (Agencia
Española de Cooperación Internacional), págs. 9-13. Francisca Vilches, “El
compromiso del hombre con la historia: Eloídes (1992) y Ahlán (1996), de
Jerónimo López M ozo”, Estreno, XXV, 2 (1999), págs. 43-47.

234
También en el aspecto de la estética teatral López Mozo ha se­
guido manteniendo algunos principios constitutivos de su quehacer
anterior. Y por ello insiste en que la “estética simbolista” o plantea­
miento no realista de las categorías dramáticas era un modo volunta­
rio y no primariamente un efecto de la censura, es decir, un modo
obligado de salvar el mensaje crítico cifrándolo de manera artificial.
De este modo, la desaparición de la censura política no implicaba
necesariamente un cambio radical de su estética. Ahora, sin embar­
go, ha trazado unas líneas nuevas, especialmente en función de la
representación realista y didáctica de los conflictos sociales más co­
tidianos. Reconocemos, en esta nueva etapa, la persistencia del do­
ble pivote de su dramaturgia: el espacio escénico, variable y protei­
co, y el texto, dotado de complejidad verbal y discursiva. Espacio y
lenguaje articulados y en esencial y estricta correspondencia. Am­
bos se reclaman en las obras de López Mozo y crean la situación y le
confieren su teatralidad.22 Porque el espacio escénico, antes de ser
dramático, mimético o representativo es exactamente la pura matriz
de la teatralidad en su entidad y en su desnuda materialidad de ámbi­
to: y el texto adquiere un grado de precisión y de eficacia directa en
los diálogos, que puede verse realizado de forma diversa en la dialé­
ctica retórica de El arquitecto y el relojero o en la brutal sobriedad de
la escena XXI, “Mascarada”, de Ahlán (entre Larbi y un Hombre),23
en una evocación lírica o en un discurso incrustado.
También en este momento seguimos reconociendo su tendencia
a la experimentación y a la asimilación de las fuentes del teatro. Si al
comienzo encontramos a los autores del teatro del absurdo, luego

22. Del conflicto entre ambos sistemas de signos teatrales, el visual y el verbal,
con que se encontró en las representaciones de su texto Moncho y Mimi (1967) en
el Festival de Sitges, ha pasado a esta fecunda y madura integración de ambos
sistemas.
23. Acerca de esto ha escrito César Oliva: “Son estas últimas obras irregulares,
en que el autor no duda en utilizar la palabra de manera más acentuada que en otras
de anteriores: es su actual refugio cierto. Salvo Eloídes... las demás tienen amplias
divagaciones sobre el tema central que mueve a sus personajes...” Y respecto de El
arqutitecto y el relojero añade: “Con una expresión oral cada vez más depurada,
López M ozo acierta de pleno a la hora de contar los puntos de vista de sus
personajes...” “Prólogo” a El arquitecto y el relojero, cit., págs. 8-9.

235
hay que mencionar a Bertolt Brecht y más tarde al Living Theatre y
a los grupos de teatro de calle. Ahora será Kantor, por ejemplo, la
referencia última, mientras reelabora mental y dramáticamente la lí­
nea genética -y más bien anticanónica- del teatro español en la cual
se inserta {El engaño a los ojos). La novedad, sin embargo, parece
también a la vista y se aprecia en esta obra citada. Y es que -como ya
he dicho, pero debo volver a resaltar- la experimentación o vanguar­
dismo asumido ya como tradición se integra dentro de su reflexión
acerca del teatro. Forma ahora parte de esa misma reflexión. Cada
texto va más allá de lo que ideológicamente representa y de lo que
temáticamente denuncia, para ser una prueba y una experimentación
acerca de los límites de la representación y del teatro, una investiga­
ción en las virtualidades de la escena y de la palabra en la constitu­
ción de verdaderos espacios dramáticos, cuya autonomía y vigencia
les confieran el estatuto de mundos definidos y autosubsistentes, Y,
en este sentido, la recuperación de ciertos recursos y modelos del
realismo no es sino otro medio de configurar un mapa completo de
las posibilidades teatrales en este momento de la escena española y
de su evolución como autor.
Creo que merece la pena abordar en particular este punto, último
de la presente exposición. López Mozo se manifestaba de este modo
en su reflexión acerca de su carrera como autor:

A un autor no encasillado no le basta un único molde, sino que


habrá de buscar los más adecuados para dar forma a cada una de
sus ideas. Desde el momento en que asimilé las influencias recibi­
das y creí disponer de mis propias herramientas de trabajo, traté de
que cada obra nueva que abordaba, poseyera la forma que, en mi
opimon, mejor le convenía.

Sin embargo, para ese momento que describe en el texto citado,


el realismo aún no se le había presentado como una opción posible y
válida dramáticamente. Será precisamente después de esa crisis de
la segunda mitad de los ochenta y con la escritura de Eloídes, cuando
su teoría se encuentra con la nueva práctica. Porque, según se expre-

24. Jerónimo López Mozo, “La búsqueda del despojamiento”, cit., pág. 49

236
sa el autor, no parece una opción premeditada, sino hallada al buscar
la “forma” para “la idea”. He aquí su explicación:

La estructura y el sentido de Eloídes es el resultado de la bús­


queda del molde adecuado al argumento. Consideré que le conve­
nía un tratamiento realista, movimiento por el que nunca tuve sim­
patía, hasta que algunos autores contemporáneos me convencie­
ron, con sus obras, de que era posible y hasta conveniente recupe­
rarlo.2526

Pero en esta aceptación creo que sigue arrastrando mucho de su


vanguardismo, al extremo de que en verdad prefiero hablar -pese a
la aparente contradicción- de un realismo expresionista de estas dos
piezas de López Mozo, ya sugerido por Virtudes Serrano cuando, en
el prólogo de Ahlán había escrito:

Las dos últimas criaturas de López Mozo son descendientes de


Woyzeck en su itinerancia hacia la destracción y guardan relación
con otros seres surgidos al tiempo que ellos, productos extranjeros
de un mismo modelo social, como algún personaje de Mamet o el
Roberto Zueco de Koltés.

En este sentido el realismo no es mimètico ni estrictamente cos­


tumbrista, sino que acepta el esquematismo, la deformación, la cua­
lidad abstracta de una situación que no describe tanto el exterior como
radiografía el interior de la realidad social y que presenta al persona­
je sujeto en su ejemplar relación conflictiva con un medio hostil. De
esta manera, y aunque suene de modo muy impreciso, hemos de ha­
blar de un realismo abierto, crítico y complejo. Más allá del realismo
convencional. Y sus cualidades dramáticas me parece que se pueden
describir de manera sucinta: se trata de fábulas reconocibles con per­
sonajes situados en marcos sociales definidos; estos personajes apa­
recen con cualificaciones que les confieren un grado de humanidad
concreta y particular, desde sus mismos nombres; el lenguaje es di­
recto, conciso (antirretórico) y mantiene cierto decoro respecto del

25. Id., pág. 55.


26. Virtudes Serrano, loe. cit., pág. 11

237
personaje que lo usa, aunque con libertad, ya que tampoco los perso­
najes son réplicas exactas de modelos individuales; las referencias a
la actualidad y a sucesos verdaderos y recordables (incendio de las
chabolas de Peña Grande en Madrid) contribuyen a dotar de concre­
ta precisión las circunstancias dramáticas de los personajes. Hay un
personaje central protagonista que articula la sucesión de espacios y
tiempos en la forma abierta del drama; y estos protagonistas son des­
plazados y víctimas; los demás personajes conforman sólo la cir­
cunstancia humana y ocasional del personaje; además, la secuencia
de la fábula -pese a su carácter abierto- se articula también median­
te conexiones de causa-efecto que determinan el proceso externo de
la acción y justifican el proceso interno del personaje.
Por todo ello, estas obras de López Mozo elaboran renovadora­
mente la tradición, pues seleccionan no sólo elementos de la reali­
dad social, sino que los disponen de suerte que todo queda referido a
ese proceso singular, a esa aventura humana de “descenso al fondo”
del ámbito social o de viaje ejemplar hacia la destrucción. Y aquí
está la cualidad expresionista de su realismo que configura una nue­
va propuesta de teatro narrativo: lenguaje breve, despojado; escenas
igualmente breves, sucesivas, multiplicidad de espacios y, a la vez,
capacidad de salir hacia espacios oníricos o simbólicos (estación de
Atocha en Eloídes o cacería de conejos en Ahlán)\ centralidad exclu­
siva de un personaje víctima.27

27. Tendrá que quedar pendiente la posibilidad de establecer las corres­


pondencias que nos reclaman estas obras de López Mozo con el teatro esperpéntico
de Valle; sin ser una copia, nos parece una remodelización de la estética
valleinclanesca, perfectamente actual, por otra parte. Véase El engaño a los ojos,
diálogo de la primera escena entre Cervantes y Vagal y relación entre estos dos y
Valle en la escena segunda. Salamanca, Junta de Castilla y León, 1998, págs. 16-17
y 21-44. Tiene que quedar también para mejor ocasión comentar la reflexión que
incluye esta obra sobre el teatro en general y sobre los modelos que López Mozo
reconoce, que son un indicio para comprender lo que en estos momentos pretende.
Por ejemplo, lo que dicen estas afirmaciones de Vagal: “Su teatro es el patrón del
mío, señor Cervantes... Las máscaras se humanizaron. Desde entonces, los
personajes se miran y se interrogan sobre el sentido de su existencia... Estalla el
duelo entre el ser y el parecer, entre lo real y lo ficticio... Usted ha inventado el
teatro de la libertad. Un teatro que se niega a ser espejo de disparates” etc.

238
Pero es preciso terminar con una afirmación complementaria:
tampoco ahora López Mozo ha recalado de forma definitiva en este
puerto integrador de lenguajes y de modelos dramáticos. Sus obras
siguientes, antes mencionadas y cuyo análisis queda también para
otra ocasión próxima, mantienen una estética de expresionismo oní­
rico y subjetivo y un planteamiento más ceñidamente dramático, que,
sin perder de vista la realidad, la abordan, como ya dije antes, desde
el otro lado, desde la conciencia moral y la memoria histórica que
construye dentro de sí esa realidad, conciencia y memoria cuyo ám­
bito es el mismo espacio escénico. De esta manera continúa un pro­
ceso que está dando sus frutos mejores porque camina hacia una
definitiva integración personal de todos los aspectos o categorías dra­
máticas en una fórmula de gran complejidad. O, al menos, así me lo
parece.

239
EL TEATRO ÚLTIMO DE JERÓNIMO LÓPEZ
MOZO: C O M B A T E D E C IE G O S Y L A IN F A N TA D E
VELÁZQUEZ

J o s é L u is C a m p a l F e r n á n d e z
Real Instituto de Estudios Asturianos (Oviedo)

Jerónimo López Mozo es, antes que nada, un hombre de teatro


inasequible al desaliento, un autor que ha escrito mucho pero publi­
cado en formato de libro en menor cantidad, y estrenado en el ámbi­
to comercial1 infinitamente menos, ya,que durante el franquismo la
censura no le dio paso a bastantes de las piezas que presentó para su
dictamen, generalmente por causas ideológicas, dado su contenido
crítico, desde una óptica simbólica, con el régimen dictatorial imperante.
Ocasionalmente, se les concedió a las obras de López Mozo el recurso
de la representación única por grupos de cámara y ensayo. En contra­
partida por la ausencia de los escenarios, incluso cuando el país entró
en normalidad democrática, muchas de sus piezas fueron galardona­
das, lo que compensó la desatención o indiferencia.
La casi totalidad del teatro12 de López Mozo se distingue por la
permanente innovación y asimilación de elementos que refuercen y

1. No tenía López M ozo buena opinión del teatro comercial. En una entrevista
de mediados de los años 70, declaró: “El teatro comercial me repugna por principio.
Yo distingo entre el teatro comercial y el profesional. N o entiendo el teatro como
un producto de consumo” (Miguel Ángel Medina, El teatro español en el banquillo,
Valencia, Fernando Torres Editor, 1976, pág. 107)
2. Sobre la bibliografía de López Mozo, puede consultarse nuestro trabajo:
“Introducción a una bibliografía de la obra dramática de Jerónimo López Mozo”,
La Ratonera [El Entrego, Asturias], 4, 2002.
asienten el mensaje que nos lanza; el teatro irrealista de López Mozo
tal vez pueda fundamentarse en 4 puntos: 1) la búsqueda de un cauce
expresivo experimental que redunde en un mayor rendimiento
dramatúrgico de sus propuestas; 2) la reinterpretación del hecho tea­
tral como espectáculo total; 3) la multiplicidad y hasta heterogenei­
dad confrontada de recursos que incorpora al desarrollo de sus plan­
teamientos escénicos; y 4) una tendencia indisimulada al compromi­
so social inmediato, ojo avizor a la realidad circundante.
Como genuino representante que fue de lo que en su día se llamó
“Nuevo Teatro Español”, y cuyos presupuestos transformadores o de
transgresión no ha abandonado en sus obras últimas, López Mozo rom­
pe en sus planteamientos escenográficos la barrera que separa el escena­
rio del patio de butacas, a fin de integrar al espectador en lo que se está
contando y solicitar su intervención activa en el desentrañamiento del
problema dramático. Las piezas de López Mozo no se cierran con la
bajada del telón, sino que permanecen abiertas, puesto que para él el
teatro es una experiencia globalizante, compleja y colectiva en la que
hay una serie de preguntas planteadas a las que se busca responder.34La
importancia otorgada a la cooperación entre autor del texto y escenógrafo
que va a materializarlo en un espectáculo, queda patente en lo que escri­
be, por ejemplo, en las palabras preliminares de la edición de Yo, maldita
india..., a raíz de su colaboración con Antonio Malonda

Surgió, como colofón a muchas horas de charlas informales, la


idea de afrontar un nuevo trabajo basado en una estrecha colabora­
ción desde el mismo instante de haber seleccionado el tema. (...) La
autoría de Yo, maldita india... no es cosa de uno, sino el fmto del
trabajo de dos profesionales que, por pertenecer a distintas esferas
creativas, han logrado compaginar sus aportaciones sin estorbarse.

3. Carmen Perea, estudiosa de la obra de López Mozo, afirma que “este


desplazamiento de interés -d e lo individual a lo colectivo- es el responsable del
dinamismo que alienta la producción dramática de López M ozo y, paradójicamente,
de la coherencia básica que late en tanta diversidad” (“Prólogo”, en Jerónimo
López M ozo, La Infanta de Velázquez, Santurce, Vizcaya, Ayuntamiento de
Santurtzi, 2001, pág. 9).
4. Jerónimo López Mozo, “A propósito de la autoría de Yo, maldita india...”,
en Yo, maldita india... Madrid, El Público/Centro de Documentación Teatral,
“Teatro”, 8 ,1 9 9 0 , pág. 22.

242
Distingue López Mozo entre esta clase de colaboración, en la
que cada una de las partes interviene, y el proceso seguido en las
creaciones colectivas en los grupos independientes, “consistente en
que el autor elabora el texto a partir de las improvisaciones que los
actores realizan apoyándose en un guión o en las indicaciones del
director”.3
El rechazo del escenario a la italiana de los teatros al uso le em­
pujó, en sus comienzos, a emplazar sus obras en espacios atípicos
para la mentalidad teatral

Apoyé -escribe López M ozo- el uso de locales no teatrales


como lugar de actuación, tales como naves industriales, cafés o es­
pacios urbanos y la conveniencia de crear espectáculos que pudie­
ran representarse en espacios escénicos distintos al escenario a la
italiana que, entre otras ventajas, posibilitaran nuevas y originales
formas de comunicación entre los actores y el público.

Aspira, pues, López Mozo a un teatro entendido como espectáculo


total,567 no únicamente como texto susceptible de ser representado.8
Para la ordenación de su producción creo que resultaría pertinen­
te una distribución entre dos ejes que no son incompatibles: un pri­
mer bloque en el que la herencia experimental y del teatro del absur­
do prevalece formalmente; y un segundo momento en el que hay una
mayor decantación por un teatro documento,9 por un fresco o sátira

5. Ibídem.
6. Jerónimo López Mozo, “Bio-bibliografía de Jerónimo López Mozo”, Cuatro
happenings, Murcia, Universidad de Murcia, “Antología teatral española”, 4, 1986,
pág. 30.
7. El malogrado crítico y profesor universitario Amando Carlos Isasi Angulo
piensa que López M ozo alcanzó por vez primera tales pretensiones con Guernica
(Amando C. Isasi Angulo, “Blanco en quince tiempos/ Negro en quince tiempos”,
en Jerónimo López Mozo, Cuatro happenings, op. cit., pág. 21).
8. “El texto por sí solo no es teatro -d ic e López M ozo-, sino literatura
dramática. El hecho teatral se produce cuando se alcanza la representación sobre el
escenario” (Jerónimo López Mozo, “Bio-bibliografía de Jerónimo López Mozo”,
Cuatro happenings, op. cit., pág. 30).
9. La transcendencia concedida por el autor a la documentación previa al
abordaje de determinados asuntos, queda reflejada, por ejemplo, en el hecho de que

243
historicista que bucea y adapta las fuentes bibliográficas en las que
se basa para la construcción escénica.*101No son las enunciadas dos
vías autónomas que no se interfieran, si bien la primera de ellas, en
la que el influjo de Beckett, Ionesco o Kafka es muy fuerte, se co­
rresponde con sus producciones de los años 60. A partir de los 70,
cuajan las enseñanzas de Valle-Inclán y el esperpento, las ideas de A.
Artaud y del teatro político de Piscator, las aportaciones del Living
Theatre de Julián Beck y Judith Malina o del dramaturgo alemán
Peter Weiss, y fundamentalmente de la versión cinematográfica de
su Marat-Sade, realizada por Peter Brook; a éstos se añadirían los
planteamientos de Harold Pinter, John Littlewood o el teatro pobre
de Grotowski. Todo ello, junto a un interés progresivo por la reflexión
metateatral y el pasado literario, parece ser lo característico a partir
de la década de los 70 en el teatro de López Mozo.
Las obras de López Mozo presentan cierta variedad temática,
dentro de una línea de compromiso humanista dotado de un senti­
miento desencantado pero afianzado en una firme voluntad de de­
nuncia y resistencia.11 Dramaturgo interesado en su tiempo y en el
hombre coetáneo, en sus creaciones suele plasmar los interrogantes
que le suscita un mundo tan poliédrico y contradictorio como el que
le ha tocado vivir. Cuando se retrotraiga al pasado cercano o lejano,
lo hará para extraer una mínima enseñanza de los errores cometidos;

Bagaje tenga 144 folios de texto, a los que hay que añadir “otros 110 folios en los
que se incluyen notas sobre las fuentes de inspiración” (Jerónimo López Mozo,
“Escritura reciente”, El Público [Madrid], 5 (febrero de 1984), pág. 42. En el
prólogo de El engaño a los ojos, se señala que una parte del texto “procede de los
escritos y de las ideas de diversos dramaturgos y ensayistas” (Jerónimo López
M ozo, El engaño a los ojos, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1998, págs. 7-8).
El prólogo de D.J., por otra parte, es una larguísima relación de obras y autores que,
dentro y fuera de nuestra historia literaria, han tocado el mito de Don Juan.
10. Afirma Gómez García que las obras de López Mozo son “un valioso y
comprometido testimonio sobre su tiempo histórico”, Manuel Gómez García,
Diccionario Akal de teatro, Madrid, Akal, 1997, pág. 488.
11. Benítez Pedraza y Rodríguez Cáceres afirman que López Mozo “asume lo
que considera un compromiso del dramaturgo: poner las cartas boca arriba para que
la gente tome conciencia de los problemas”, Felipe Benítez Pedraza y Milagros
Rodríguez Cáceres, Manual de literatura española. XIV. Posguerra: dramaturgos y
ensayistas, Pamplona, Cénlit Ediciones, 1995, pág. 478.

244
las siguientes declaraciones del autor, efectuadas en torno a 1976,
pueden tomarse como orientativas

Mi preocupación actual se centra en un teatro social y político.


Es decir, mi teatro es un vehículo de ideas. Ahora el teatro me pa­
rece que tiene una labor formativa (...) en el plano social. El teatro
12
es un arma de denuncia, pero nunca un arma revolucionaria.

En sus creaciones, López Mozo habla de la soledad que engen­


dra incomunicación, de la educación como liberación del lastre del
pasado; del paso del tiempo; de la guerra como negocio infame o
como patraña ideológica; de la hipocresía del poderoso; de la dife­
rencia generacional; de la inmigración ilegal y el horizonte de ex­
pectativas ante el nuevo milenio; de la pena de muerte; del egoísmo
ideológico; de la esterilidad como modo de frenar el sufrimiento; del
capitalismo consumista, etcétera. Remite, así, su mirada al desvali­
miento del situado en el escalafón social más bajo, del ser próximo
indefenso ante los embates del poder. López Mozo busca, como ha
escrito recientemente Adelardo Méndez, “atacar el germen de lo es­
tablecido, refrescar la memoria”.1213
El tema de la guerra civil (sus causas y consecuencias) y la dic­
tadura le ha servido de motivación más o menos reincidente para
elaborar un teatro socio-político poco complaciente, pero no ha sido
una preocupación obsesiva, como ha subrayado el propio autor.14 El
submundo de la dictadura y sus ramificaciones oscuras está muy pre­
sente en Combate de ciegos, pieza escrita en 1997 y nunca estrena­
da, por lo que hablamos, como en el caso de La Infanta de Velázquez,

12. Miguel Ángel Medina, op. cit., pág. 108.


13. Adelardo Méndez Moya, “Prólogo”, en Jerónimo López Mozo, El
arquitecto y el relojero, Madrid, Asociación de Autores de Teatro y Consejería de
Cultura de la Comunidad de Madrid, 2001, pág. 15.
14. “Fui crítico con el régimen político existente, pero en contra de las
afirmaciones de los recientes y numerosos detractores del teatro que hacemos los
autores integrados en el Nuevo Teatro Español en el sentido de que fuera del tema
de la dictadura franquista nada habíamos hecho, he de decir que traté esa cuestión
de manera directa en no más de cuatro obras” (Jerónimo López M ozo, “Bio-
bibliografía de Jerónimo López M ozo”, en Cuatro happenings, op, cit., pág. 29).

245
de nuestra lectura textual, nunca espectacular, que por el momento,
desgraciadamente, no existe.
Combate de ciegos representa, dentro del teatro de López Mozo,
una regresión madurada y sin el impedimento de la mordaza de la
censura, al tema de las sangrantes consecuencias de la imposición
por la fuerza de las ideas y de los efectos de la reconducción de la
disidencia por vías violentas y crueles. Se dramatiza, en clave
alucinatoria, la devastación que constituye para la memoria la anula­
ción del pasado, a la par que se hace una reflexión sobre la imposibi­
lidad de borrar del recuerdo las atrocidades de la tortura, y por exten­
sión de cualquier mutilación, física o psíquica. La pieza es un ejerci­
cio de mostración valiente de una de las fallas de la sociedad con­
temporánea, ya que López Mozo trata de combatir la amnesia colec­
tiva. Combate de ciegos no se queda en la mera denuncia del proce­
dimiento de la tortura, sino que transciende tales coordenadas histó­
ricas para convertirse en una potente constatación de la fragilidad
humana incapaz de domeñar sus pulsiones interiores. El dramaturgo
lleva este caso al extremo, encarnándolo en Anglada, un torturador
de la dictadura, no especificado, pero sí que intuido cuando en el
segundo acto ya declara: “Tengo mucho respeto a los voltios”.15 Luego
se nos dirá que trabajó en la Brigada de Investigación y que es dies­
tro en el manejo de armas.16 La sospecha de acciones ilícitas practi­
cadas por Anglada se explicita ya en las incursiones nocturnas del
protagonista en las habitaciones de los demás internos y el acto de
cegarles con el haz de luz de la linterna. La conjunción antitética de
luz y sombra halla su expresión más contundente y efectiva en la
estancia/celda de castigo donde no existen interruptores y las bom­
billas no se apagan, creando una desazón desagradable y preludiando
lo que vendrá después. La oscuridad lo invade todo, y a ella se rinde,
en su desesperación postrera, el derrotado Anglada, tirándose al pozo
del jardín, que toma por el gran ojo, por su personal demiurgo.

15. Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos y Yo, maldita india... Madrid,
UNED, 2000, pág. 51.
16. “Siempre han elogiado mi puntería. Donde pongo el ojo, pongo la bala”,
vid. nota 15, pág. 57.

2 46
En un clima de inconcreción temporal, y con el auxilio de com­
ponentes altamente definidores de la naturaleza de los hechos que se
están revisitando, el dramaturgo va tejiendo, en la relativa irraciona­
lidad de las situaciones que se suceden, un discurso indirecto sobre
la confusión que propicia el remordimiento en quienes han desahu­
ciado su propia humanidad al servicio de fines viles. Este desorden
moral conlleva a la postre un aturdimiento cronológico, que hace
que el personaje central entre en el territorio de la ceguera, con lo
que de angustia conlleva esto para el actante y su repercusión en el
receptor/espectador. Se crea, entonces, dentro de la primera línea
argumentativa del texto, otro mundo complementario, y asistimos a
los acontecimientos que tienen lugar en ese universo mixto de reali­
dad y virtualidad, un terreno alegórico donde el tiempo transcurre de
otro modo: entre el primer y último acto pasan sólo unas horas, pero
del tercero al cuarto han transcurrido años, información que se nos
transmite por vía olfativa, ante el olor nauseabundo que despide la
habitación cuando llega a ella un personaje. En el submundo creado
por el desquiciamiento se desencadenan los temores ocultos, y el
protagonista se encara con el espectro de una de sus víctimas, David
Gondar,17 ciego como lo estará muy pronto él, de ahí el título de la
obra. Se produce, en esta nueva realidad creada por la conciencia, un
intercambio de roles y un retroceso que, bajo la apariencia de manía
persecutoria, le hace sentirse, al protagonista, manipulado por un
sentimiento de culpa del que no puede librarse. Anglada piensa que
todos, sin excepción, confabulan contra él para buscar su perdición.
En este descenso a las mazmorras de la dignidad, López Mozo elige
a una víctima, pero, como apunta en la literaria acotación final del
tercer acto, son muchos más los damnificados; escribe López Mozo
Anglada tiembla de ira. A su alrededor, los hombrecillos, cuyos
cuerpos muestran tales mutilaciones que apenas pueden moverse, se
van metamorfoseando en raros ángeles, diablos negros, reptiles, sal­
tamontes, perros alados, peces voladores y pájaros.18

17. A diferencia de su torturador, al que conocemos sólo por el apellido, la


víctima tiene también nombre propio.
18. Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos..., op. cit., pág. 73.

247
Combate de ciegos se divide en cinco capítulos dramatúrgicos
equivalentes a actos sin divisiones, ya que en ningún momento habla
López Mozo de “actos, cuadros o escenas” al modo tradicional. Los
capítulos primero y quinto, que actúan a la manera de prólogo y epí­
logo, transcurren en un espacio reconocible y más o menos real, mien­
tras que el grueso de la acción, los tres capítulos restantes, se desa­
rrollan en la cabeza del protagonista, en dos escenarios que se fun­
den: la celda en la que se le recluye y la hipotética casa de su vícti­
ma; el emplazamiento desconcentra, dado el sentido ionescano del
ambiente reproducido, que le hace manifestar a Virtudes Serrano que
estamos ante “una pieza intranquilizadora, extraña” porque “el es­
pectador percibe lo anómalo, lo inhabitual de los comportamientos
(...) sin llegar a explicarse el porqué”.19 El autor gerundense empla­
za el arranque de la acción en una institución misteriosa en la que “se
duerme hasta muy tarde”,20 según nos informa el conserje, pues “[los
residentes] necesitan dormir mucho para ahorrar energía vital”,21
según la enigmática explicación de Anglada.
En ese otro mundo paralelo donde interaccionan pasado y pre­
sente, el dramaturgo enfrenta a sus criaturas con la memoria históri­
ca, con sus propias convicciones y responsabilidades, orquestando
entre los personajes unos diálogos ajustados a los caracteres y muy
bien organizados, que ilustran la hondura de la meditación dialéctica
que se pretende trasladar a los oyentes y la circularidad de la expe­
riencia que se revive. Los personajes, al modo de los interrogatorios
policiales, diríamos que “combaten” por parejas, como ocurre con
Anglada y su hija Adela en el acto primero, escenificando un choque
de ideologías y comportamientos; o, en el segundo con Damián y
Anglada, donde se produce una inversión de valores (amabilidad del
guardián y exigencias petulantes del recluido); o entre torturador y
antiguo torturado en el acto siguiente. Se establece, del mismo modo,
un paralelismo entre las causas de la ceguera de ambos contendien­
tes, ya que ésta se la provocan ellos mismos: Gondar para no ver la

19. Virtudes Serrano, “Combate de ciegos y Yo, maldita india..., de Jerónimo


López M ozo”, en Las Puertas del Drama [Madrid], 4 (Otoño de 2000), pág. 28.
20. Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos..., op. cit., pág. 32.
21. Ibídem, pág. 36.

248
vejación de su mujer y Anglada para librarse de la luz que le hace
proferir en un momento dado “¡No hay quien lo soporte! ¡Se me
quiebran los ojos!”.22 El cuidado puesto por López Mozo en la con­
catenación de situaciones y referentes sígnicos habla de una esmera­
da elaboración por parte de su autor, donde los hechos que desfilan
ante nosotros tienen sus motivaciones y sus efectos, el paso de unas
a otros ha sido meticulosamente calibrado.
En una obra en la que se reafirma la vigencia del pasado en el
presente como un espejo de continuidades, elementos como el reloj
de agua (la clepsidra) cobran una importancia crucial y cíclica, hasta
el punto de que el primer acto se rotula “Bajo la clepsidra” y el últi­
mo “La clepsidra rota”. El símbolo de la clepsidra equilibra los dos
espacios en los que se libra el conflicto, el real y el pesadillesco. Ese
tiempo detenido o que va a re-escribirse23 permite el retomo de los
muertos, para que se sumen al carrusel de la contravenganza que se
urde en la mente del verdugo, donde un fantasma del pasado acude
en procesión ritual a saldar sus deudas y azuzar el subconsciente
inculpatorio del torturador; venganza que encuentra su culmen en la
violación de su propia hija en el penúltimo capítulo, donde él entien­
de, (espantado de su infame comportamiento en un instante de luci­
dez, aunque sin salir del estado de alucinación) que tal horror no
puede castigarse más que con el suicidio.
La recurrencia en el tema de la ceguera resulta algo muy bueriano,
dramaturgo por el que López Mozo, como se ha señalado, siente
gran admiración. En la residencia de Combate de ciegos parece pla­
near la sombra del espacio mudable de La Fundación de Buero
Vallejo, y en el caso del torturador que sufre en su demencia el mis­
mo daño infligido años ha a sus semejantes nos sentiríamos muy
prestos a realizar equivalencias con La doble historia del doctor Valmy.
Con todo, las pretensiones del teatro bueriano no son adscribibles en
su integridad a las intenciones de López Mozo, excepción hecha de
la de provocar en el receptor una catarsis que lo sitúe en el centro del
problema y le induzca a tomar posiciones al respecto.

22. Ibídem, pág. 55.


23. El polvo acumulado en el mostrador de recepción por el que pasa su dedo
la hija del torturador, al com ienzo de la obra, constituye un claro indicador.

249
La ceguera ya la tenemos en los primeros compases de la obra de
López Mozo, asociada, en su carga de incertidumbre y amenaza, a la
noche, cuando el protagonista refiere a su hija el extravío que sufrió
viniendo del pueblo. Una de las partes de Combate de ciegos se titu­
la “Los ojos de Edipo”, en directa alusión al mito helénico del hijo
de los reyes de Tebas Layo y Yocasta que se arrancó los ojos cuando
descubrió que el terrible oráculo de Delfos se había cumplido en su
persona; en Combate de ciegos el personaje de David Gondar se
autolesiona cuando contempla la violación de su esposa a manos de
Anglada, tal y como le recuerda a éste: “Incapaz de contemplar du­
rante más tiempo la atroz escena, desgarré con las uñas mis párpa­
dos, hundí los dedos, convertidos en aguijones, en los ojos hasta lle­
narlos de sangre”.24 En la obra sofoclea Edipo rey, interviene, como
es sabido, un adivino ciego llamado Tiresias cuya invidencia se con­
trarresta con la virtud de predecir el futuro, un don que conserva
incluso más allá de la muerte. La referencia a Sófocles y Edipo no es
gratuita, ya que, como apunta García Gual, el eje de la obra griega es
la búsqueda de la verdad, por lo que Edipo es “el buscador de la
verdad que le lleva al conocimiento trágico”.25 La ceguera es la espi­
ta que da paso al reconocimiento de los errores del pasado y a la
expiación. La insistencia en la actualización del mito edípico se
completa con la música de la ópera-oratorio de Igor Stravinsky
Oedipus Rex (1927), que se basa no en Sófocles sino en la versión
que firmó Jean Cocteau (1889-1963), y que suena al final del segun­
do capítulo, cuando Anglada entra en la ceguera reveladora.
El empleo de obras sinfónicas con valor significativo en el dis­
curso teatral se repite en el capítulo cuarto, cuando la fingida hija de
Anglada toca al piano unas notas de la ópera de Benjamin Britten La
violación de Lucrecia (1946). El piano es en esta obra, a nuestro
juicio, el objeto-puente entre el pasado de Anglada y la venganza
que su mente imagina que está sufriendo en un presente multiplica­
do. No son los únicos indicios de ceguera diseminados por la obra,
ya que, entre otros, nos encontramos con un antifaz, con el juego de

24. Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos..., op. cit., pág. 58.
25. Carlos García Gual, Diccionario de mitos, Barcelona, Editorial Planeta,
1997, pág. 145.

250
la gallina ciega que Anglada sueña en su reclusión, con la caja de
bombones que contiene ojos de cristal, con la lámina anatómica del
ojo que preside la cuarta parte o mismamente el bastón del que se
ayuda y con el que trata de agredir a sus atípicos carceleros.
Por otra parte, la ceguera lleva aparejada en quien la padece la
desorientación, y López Mozo ha añadido una representación espa­
cial de la misma en la asimetría arquitectónica y la perspectiva vi­
sual de escaleras que ascienden hacia pisos inferiores y viceversa, y
que están sacadas del mundo del dibujante holandés M. C. Escher
(1898-1972). Semejante diseño escenográfico cuestiona la falta de
sintonía entre lo que se representa y la forma de representarlo, por lo
que no están alejadas ni mucho menos de las pautas dramatúrgicas
de López Mozo. “El laberinto de Escher” es el título del acto III de
Combate de ciegos, en el que el personaje del guardián Escher ad­
quiere relevancia en el juego de simulación y engaño a que se some­
te a Anglada.
Si Combate de ciegos constituía un viaje mental al pasado opro­
bioso, en La Infanta de Velázquez, escrita en 1999 y premiada en el
concurso “Serantes” del Ayuntamiento vizcaíno de Santurce en el
año 2000, López Mozo recurre a la recreación metateatral para con­
ducirnos en un itinerario heterodoxo y simbiótico por la Europa de
los últimos cuatro siglos, a la que se enjuicia negativamente, inci­
diendo en que los errores se cometen ininterrumpidamente.26 Por la
obra desfila desde el servilismo cortesano de Felipe IV,27 al que los
personajes velazqueños tildan de cobarde y lascivo, hasta nuestro
presente más crudo del conflicto bélico de los Balcanes, con paradas
en las guerras mundiales, el holocausto judío, la guerra civil, el esta-
linismo y el Telón de Acero, el Muro de Berlín, la Primavera de Pra­
ga, el mayo del 68, el franquismo28 y la transición española. Con

26. Afirma el personaje de Kantor en el último acto: “A sí eran España y


Europa hace trescientos años y así son ahora. (...) Explotan a los que huyen de la
barbarie de las guerras que ellos mismos alimentan y a los que van llegando de
continentes todavía más miserables” (pág. 107)
27. El personaje de Nicolasillo proclama que “lo nuestro es dar gusto al amo”
(pág. 25).
28. Reproduce, ridiculizadas espléndidamente, la muerte agónica y el velatorio
de Franco, así com o su célebre testamento (pág. 85)

251
este fragmentarismo crítico que facilita una visión caleidoscópica de
la realidad, pretende el autor involucrar activamente al receptor en la
asunción de las incoherencias que la civilización occidental presenta
en lo que atañe a la libertad, la guerra,29 la explotación y el poder del
dinero. Ahí tenemos, para corroborarlo, la diatriba del personaje del
viajero, que se erige en la obra en voz de la conciencia, proclamando
que “están creando gigantescos aparatos de producción que aplastan
al individuo”.30
No vierte López Mozo tales preocupaciones en una farsa sim­
plista, sino que las enmarca dentro de una aguda meditación sobre el
teatro, y singularmente sobre los aportes y el mundo personal e in­
transferible del dramaturgo y pintor polaco Tadeusz Kantor. La In­
fanta de Velázquez31 es un inteligente homenaje intertextual al teatro
total de Kantor. Una parte sustancial de la obra recoge, en un juego
de transferencias e identificaciones, las representaciones llevadas a
cabo por el célebre grupo de teatro Cricot 2, fundado por Kantor en
1955, y cuyos actores dan vida aquí a más de una veintena de perso­
najes, donde los reales se entremezclan con otros ficticios o anóni­
mos, o con los extraídos de las producciones de Koltés, Kafka o
Kantor, como es el caso del tío Carlos o de Adas, presentes en el
espectáculo Wielopole, Wielopole (1980), o de los empleados de la
funeraria, que remiten tal vez al propietario del depósito de cadáve­
res del cementerio que aparecía en ¡Que revienten los artistas!
(1985).32 La presencia de López Mozo como el personaje del autor
de la obra alude directamente a la alteridad kantoriana, al deseo de
éste de que el arte fuera verdadero y personal para así conmover al
público. La forma de trabajar de Kantor ya quedó plasmada en el
retrato que el guía del Prado hace de Kantor al principio de la obra:
“Me han dicho que, en el teatro, acostumbra a entrar en el escenario

29. D ice el viajero en el penúltimo cuadro: “El negocio de la guerra sigue


dando buenos dividendos” ( pág. 101)
30. Jerónimo López Mozo, La Infanta de Velázquez, op. cit., pág. 72.
31. López Mozo ya había escrito en 1998 un cuento titulado El día en que la
Infanta de Velázquez conoció a Tadeusz Kantor.
32. Grito que López M ozo pone en boca de N icolasillo al comienzo de La
Infanta de Velázquez.

252
durante la representación y a mezclarse con los actores. E incluso
que, en presencia del público, corrige sus movimientos y les repren­
de cuando lo que hacen no le gusta”.33 El escenario se puebla de
seres vivos, alguno asesinado en actos anteriores y al que se revive; y
de otros que son sólo la representación de personajes, como los com­
ponentes de Cricot 2 que gracias a sus trajes se convierten en trasun­
to de personajes históricos. Aparecen también maniquíes y figuras
de cera, empleados constantemente por Kantor y a cuyos espectácu­
los nos emplazan. No faltan personajes literarios como Roberto Zueco
o Gregorio Samsa, así como un sinfín de materiales inútiles, despo­
jos que se cargan de sentido cuando son accionados por los actores
en un contexto determinado. No se olvida el autor español de recu­
perar artefactos como la maquina familiar que Kantor utilizó en La
clase muerta (1975), y con la que se persigue infructuosamente que
la Infanta dé a luz un hijo al que bufonescamente llamarán Euro.
Asistimos, pues, a una liturgia de la integración y el desdobla­
miento, borradas definitivamente las distancias espacio-temporales,
como advertimos rápidamente en el tercer cuadro, cuando en el fra­
gor de la revuelta que llega a las puertas de palacio, en un reflejo
especular de la conflictiva política militar del monarca y la España
republicana, los hechos se solapan con la irrupción de milicianos
que están desalojando los cuadros de la pinacoteca del Prado, una de
cuyas obras inconclusas, Las Meninas, por expreso deseo de
Velázquez, se factura en dirección a Cracovia. La asociación que
López Mozo hace entre la Infanta y Kantor se funda en la atracción
de éste por Goya y Velázquez, veneración que se tradujo en dos se­
ries pictóricas concebidas en momentos distintos: Mofa del museo
(1966-1970) y En adelante nada más (1988).34 Una nueva represen­

33. Jerónimo López Mozo, La Infanta de Velázquez, op. cit., pág. 18.
34. A la primera serie pertenece el cuadro Infanta según Velázquez, que
Turowski ha descrito así: “El lienzo de tela de saco está dividido en dos partes
unidas con bisagras y cerrado con un cerrojo de madera. Es como un díptico
portátil, el altar devocional de un peregrino.(...) En la parte superior del cuadro se
encuentra (...) la cabeza de la Infanta y, encima de ella, en lugar de la mirada
reinante, del espejo transcendente con la pareja real, una banal tabla de madera
sujeta con dos clavitos. En la parte inferior del cuadro está atado un saco-mochila
lleno de correas y hebillas que cuelgan del marco. Un envoltorio pobre, quizá un

253
tación de la Infanta de los Austria con traje oscuro es una instalación
de 1990 destinada al que sería su espectáculo postumo Hoy es mi
cumpleaños,35 La percepción de pobreza y marionetización, tan gra­
tas a Kantor, nos la traslada López Mozo en la siguiente acotación de
La Infanta de Velázquez, que denota un aplicado estudio de la
imaginería del escenógrafo polaco; dice así: “Ya no viste el traje
blanco (...) sino otro negro de parecida hechura tan gastado y deshi­
lacliado que con él parece, no la modelo del pintor, sino su espectro.
Viene descalza, con los brazos al aire y el torso oprimido por un
rígido corsé. Abierto el vestido por delante, quedan al descubierto,
entre la maraña de hierros y ballenas que sostienen la falda, unas
piernas flacas y ensangrentadas”.36 Hay también guiños intratextuales,
caso de la gelidez del semblante de la Infanta, que quizá tenga rela­
ción con la actuación de Cricot 2 en un glaciar.
La Infanta de Velázquez se articula en 14 cuadros heterogéneos
que se desenvuelven,37 a partir ya del número IV, en “el cuarto de la
imaginación de la memoria de su propietario”.38 El encuentro imagi­
nado de la Infanta Margarita con Kantor se produce en primera ins­
tancia en el Museo del Prado ante la contemplación expresionista
del famoso lienzo, en el que ella se encuentra atrapada y del que,
durante la obra de López Mozo, entra y sale constantemente, tratan­
do de burlar las leyes de la lógica física y dramática. Pensaba Kantor,
como dejó escrito, que la acción no se encontrará en la escena, ya
que, a su entender, “la acción no existe. Se trata más bien de un viaje
hacia el pasado, hacia los abismos de nuestra memoria, hacia el tiempo
que ya se ha ido y que no cesa de atraemos”,39 declaración que debió

bolso vacío, sinónimo metonímico del viajero” (Andrzej Turowski, “Infantas y


soldados” en Tadeusz Kantor. La escena de la memoria, Madrid, Telefónica/
Fundación Arte y Tecnología, 1997, pág. 44).
35. En referencia al cual viene dado el parlamento final de Kantor en La
Infanta de Velázquez'. “Hoy es mi cumpleaños. El último” (pág. 109).
36. Jerónimo López M ozo, La Infanta de Velázquez, op. cit., pág. 36.
37. A semejanza de como ocurría en el caso de la regresión expiatoria de
Anglada en Combate de ciegos.
38. Jerónimo López Mozo, La Infanta de Velázquez, op. cit., pág. 35.
39. Tadeusz Kantor, / Que revienten los artistas!, Madrid, Cuadernos El
Público, 11 (febrero de 1986), pág. 51.

254
inspirarle a López Mozo su proyecto. Para Kantor el arte es “un viaje
mental, el desarrollo de la idea, el descubrimiento de nuevas áreas de
exploración”, y “el teatro se identifica con el viaje”.40 En el contacto
de Kantor y la Infanta, el autor polaco la dibuja como dulce, distraí­
da y ansiosa,41 contradiciendo al guía que le había dicho que se creía
que tenía “algo de marioneta”.42 El encuentro Infanta-Kantor sirve
para recrear las etapas más significativas de una biografía imagina­
ria de la Infanta, y hacer entrar en escena, a la mínima indicación de
aquélla, a los actores de Cricot 2, que ponen en pie episodios de
nuestra historia reciente sin reparar en veracidades realistas.43 La
mención, por parte de la Infanta, de un soldado, una maleta o un
viajero, abre el juego representativo, ya que, como dice el Kantor de
López Mozo, “el episodio aparentemente más insignificante sirve
para iniciar una representación”, igualando realidad y ensueño. López
Mozo nos propone un Kantor dispuesto en todo momento a darle
gusto a la Infanta, que es la que guía su movióla con la complicidad
del creador polaco, hasta que la muerte le sobreviene y con ella con­
cluye la representación y todo retorna a su estado primigenio.

40. Vid. “Cricot 2, 1955-1981. Itinerario de una vanguardia radical”, en


Pipirijaina Textos [Madrid], 19-20(octubre de 1981), pág. 16.
41. Jerónimo López M ozo, La Infanta de Velázquez, op. cit., pág. 19.
42. Turowski ha definido a ia marioneta kantoriana com o “construcción
racional de la realidad artificial” (Andrzej Turowski, “Infantas y soldados”, op. cit.,
pág. 43).
43. Así, por ejemplo, el emperador Leopoldo se nos presenta como un
aficionado al g olf y el cine cuyos discursos se emiten por televisión.

255
JOSÉ MARTÍN RECUERDA: UN TEATRO DE
LIBERTAD POÉTICA

M ig u e l Á v ila C a b e z a s
Crítico literario y teatral

El teatro es un hecho total de comunicación viva y directa. Con­


venimos con Samuel Selden en que “las mejores obras dramáticas
tienen un valor de esclarecimiento, ayudan al espectador a verse a sí
mismo, a los otros seres y al mundo en general en una forma más
comprensiva. Y más aún, pues cuando una obra esclarece y estimula,
también puede inspirar una nueva visión, puede exaltar y señalar un
rumbo”.1 En efecto, la fuerza del teatro, en ese espacio mágico e
inim itable de la sala en el que se cumple su plena función
comunicativa, reside esencialmente en su capacidad para producir
en el público “diversión, estímulo y esclarecimiento”, y ello dentro
de un proceso de interacción actor-espectador en el que si el “grado
de inteligibilidad” se establece entre el que dice y el que escucha,
entre el que observa y es observado, entre el que interpreta y es inter­
pretado... a su vez el proceso de transferencia y transcripción se com­
pleta en la línea de un propósito común por el que se intercambian
innumerables sentidos y se revelan no menos significados, y siempre
en el plano de lo instantáneo. Evidentemente, no vamos a pretender,
en la exigua relación espacio-temporal que permite una actividad
académica como la que nos ocupa, ofrecer una “teoría de la comuni­

1. Vid. Selden, Samuel, La escena en acción, Editorial Universitaria de Buenos


Aires, 1972, 2“ ed., pág. 12.
cación teatral” aplicada a la ingente obra de un dramaturgo de la
talla de José Martín Recuerda (Granada, 1922). Bien es cierto que
hablar de teatro (de su teatro) supone referirse en todo momento a
esa su “virtualidad representativa”, pues si, como afirma Anne
Ubersfeld, el teatro “es el arte de la paradoja; a un tiempo represen­
tación literaria y representación concreta; (...) arte de la representa­
ción, flor de un día...”,2 no en vano el autor que en este género artís­
tico se precie de tal ha buscado y buscará siempre que el destino
último de su obra sea el de servir de centro, eje, razón y forma en un
acto de raíz y esencia litúrgica por el que también se busca desvelar
conciencias, propias y ajenas, y expulsarlas del templo falso y cobar­
de de la autocomplacencia. He aquí la clave sobre la que se funda­
menta la producción teatral de José Martín Recuerda en su significa­
ción y finalidad plenas: la de una incansable (por irreductible) lucha
en pos de esa libertad tan negada a sus personajes como a sí mismo
en una etapa histórica en la que el ser estaba secuestrado y hundido
en el zulo asfixiante de la simulación y el miedo. Todos los más
destacados críticos y estudiosos de la dramaturgia de Martín Recuer­
da (desde Ángel Cobo Rivas a la cabeza, hasta Martha T. Halsey,
pasando por Alicia Marchant Rivera, César Oliva, Gerardo Velázquez
Cueto, Sixto E. Torres, Cornelia Weege o Denise Glanadda Mills)
coinciden en destacar como uno de sus signos fundamentales el de
“la reivindicación y búsqueda incesantes de la libertad, concebida
como sostén, motor y vínculo de un teatro proyectado en el plano de
la rebelión; la libertad como signo determinante y decisivo...”3
En efecto, si nos enfrentamos con cualquiera de sus treinta y cin­
co obras, desde la aún inédita La Garduña (terminada de escribir el
20 de noviembre de 1942) hasta la última, Queremos la revolución,
también inédita y que al día de hoy continúa padeciendo los más
diversos avatares de cambios de título y planteamiento argumental,
comprobaremos que es ese imaginario trascendido de una realidad

2. Vid. Ubersfeld, Anne, Semiótica teatral, Cátedra/Universidad de Murcia,


1989, Murcia, pág. 11.
3. Vid. Ávila Cabezas, Miguel, “La liturgia de la libertad en el teatro de José
Martín Recuerda”, en Actas Jornadas-Homenaje a José Martín Recuerda. Edita:
Ayuntamiento de Salobreña, 1999, pp. 79-80.

258
lacerante lo que el autor proyecta en su amplia producción, que no
deja de ser, asimismo, la expresión más sangrante y auténtica de su
yo transformado en absoluta materia teatral a través, fundamental­
mente, de tantas mujeres protagonistas que representan la voz y el
grito y la conciencia de una libertad que quiere hacerse cuerpo y
sangre de otros cuerpos desde la escena verdadera donde todo asume
su sentido y su realidad, esto es, su verosimilitud.
Hemos de tener en cuenta que la palabra en su dimensión dramáti­
ca no explica una teoría del pensamiento, ni aún menos sirve, aquí,
para construir el edificio inestable de los sueños. La palabra en el tea­
tro de José Martín Recuerda explica, como decimos, un estado del
vivir en la forma de un grito constante que traspasa la batería de la
escena, quiebra cuantas paredes (sean terceras o cuartas... o quintas)
se le interpongan y se hace verdad amplificada dentro y fuera de la
sala, gracias, entre otras constantes suyas, a la repetición verbal que
los personajes realizan continuamente, pues es con dicho procedimiento
como ellos mejor afirman su “verdad”, ya que carecen de capacidad
discursiva (y no precisamente por causa de una falla, digamos, “esti­
lística” del autor) aunque sí poseen un alma cargada de razón, de irre­
primible fuerza sexual y de libertad absoluta.
Tal sucede, por ejemplo, con la Madre y la Hija de La llanura o tam­
bién con la Madre y la Muchacha de Los Átridas, o bien con sus ‘‘arrecogías’’
(aquí más que con su Mariana Pineda, que se nos presenta con pruritos de
personaje teórico y discursivo), con su “engañao” San Juan de Dios, con
El Poeta de El payaso y los pueblos del sur, con el Hermano Aníbal de La
cicatriz, sin duda con su Trotski y sus compañeras de fatigas, La Miura y
La Carajaca, e incluso con el Don Ramón de aquel su “teatrito” del ático
de la casa familiar, en el núm. 9 de la Plaza Bibarrambla en Granada, los
cuales no dejan de ser, todos ellos, y bastantes más (las “hermanas viaje­
ras”, Julita Torres, la Paula de El caraqueño, “el escultor de su alma”,
Ángel Ganivet, Enrique IV en Las conversiones, el Padre Juan de El Cris­
to...), trasuntos, como decimos, en mayor o menor medida, del propio
autor, quien igualmente proyectaría su experiencia norteamericana en La
deuda (1988) y El enamorado (1994).
Según hemos apuntado más arriba, la sexualidad (y la condición
sexual) es un aspecto determinante en la configuración del persona­

259
je, no sólo en lo concerniente a la relación que mantiene con su pro­
pio universo personal sino también con el de aquellos que le rodean
y, por lógica extensión, con ese ámbito de falso orden y concierto en
el que todos se encuentran absolutamente perdidos. Los personajes
de Martín Recuerda se debaten en un nivel de causalidad y contra­
dicción en el que la represión más virulenta (y no digamos “castrante”,
por ser más que evidente la correlación semántica de este término
con el anterior) de continuo está ejerciendo su presión metastásica
sobre el yo y sus circunstancias.
Así, podemos afirmar, y sin procurar parecer por ello exagera­
dos, que en el acto repetido de la ritualización de su existencia, prác­
ticamente todas las personas de sus dramas, tragedias, comedias o
tragicomedias (y así hasta sus 35 obras escritas hasta la fecha), de
una manera más o menos patente, evidencian una sexualidad que
podríamos definir como “anormal”.
En efecto, nadie llega a sentirse realizado sexualmente en el teatro
de José Martín Recuerda,4 y es por ello que su actitud de permanente
conflicto nos está desvelando una verdad dramática que, por mucha
evasión compulsiva o trascendentalismo que se le eche al asunto, nos
lanza a gritos otra verdad más sangrante y dolorosa: la de la pérdida
definitiva de la armonía y la reconciliación con un cosmos que, indife­
rente, ve cómo ellos y ellas sufren, se consumen, enloquecen y mue­
ren obsesionados por el advenimiento de un día (y un cuerpo) que los
redima del caos, la degradación y el definitivo aniquilamiento. Bien es
cierto que podemos encontrar excepciones (por ejemplo, la de aque­
llos personajes que se atreven a traspasar las fronteras del miedo y los
límites del “qué dirán”), pero más cierto es aún que esas excepciones
(como pudiera ser el caso de Julita Torres, en Como las secas cañas
del camino, o el mismo de las “salvajes”, o el de la Trotski... tal vez, si
bien nunca el de la Hija de La llanura o el de La Hija Menor o La
Muchacha de Los Atridas, por citar de nuevo) no los rescatarán ni
salvarán jamás de su desolación y extrañamiento frente al mundo.

4. Evidentemente ni el propio autor que, siguiendo una de las premisas


fundamentales de la creación literaria, ama tanto a sus personajes como a sí mismo,
y en ellos por consiguiente se reconoce.

260
Para las mentes bienpensantes de la época en que José Martín
Recuerda escribe Como las secas cañas...5, la protagonista, Julita
Torres, responde exactamente al perfil de una “corruptora de meno­
res”. (¡Una maestra de un pueblo del sur como la Salobreña de aque­
llos años rancios, amargos y retorcidos..., una mujer entera que se
muestra expansiva, vitalista, que quiere gustarse y gustar y que, para
mayor delito, se enamora de uno de sus antiguos alumnos...!6 Algo
impensable entonces... y quizás también ahora.) Ocurría lo mismo
con la protagonista de Un tranvía llamado deseo de Tennessee
Williams. Por lo visto, en su escuela de Laurel, Blanche Dubois se
dedicó a seducir y “corromper” a varios de sus alumnos. Como afir­
ma Ángel Cobo Rivas, “sea verdad o mentira, lo cierto es que seme­
jante episodio es un dato importante que configura el carácter frus­
trado de Blanche y, por otro lado, ello dice mucho sobre la actitud
social-moral del universo dramático que la rodea”.7 En definitiva,
ambas mujeres viven una vida ilusoria, una ilusión sin futuro ni pre­
sente, un presente que quieren llenar a toda costa con un amor tan
grande como imposible. Julita y Blanche, Blanche y Julita no pre­

5. Nuestro autor la terminó de escribir, en 1960, en la pensión San José de


Salobreña, con el título de “Ricitos de oro”. Fue estrenada el 6 de noviembre de
1965, con dirección de José Ariza, en el Teatro “Capsa” de Barcelona, y emitida
por T.V.E. el día 12 de noviembre de 1968, a partir de las 22:05 horas, en el
Programa “Estudio 1”, bajo la dirección de Pilar Miró. En 1983 fue estrenada en el
Teatro Antas de la calle 42 de Nueva York. Fue publicada por vez primera en el
número 17-18 de la revista teatral Yorick (1966). En 1967 fue editada por Escelicer,
Colección de Teatro, n° 536.
6. Recordemos en este punto las palabras que La Reverenda, “llena de odio y
rencor” (también de envidia), le lanza, como dardos envenenados, a Julita:
“¡Vamos, Conchita! ¡Reputación! ¡Qué risa! (A voces.) ¿Quién le da dinero a ese
niño para que se emborrache? ¿Quién? ¡Habla, honrada mujer! ¿Quién ha
trastornado, ha enviciado al hijo del guerrillero? (...) ¡Habla! ¡Todo el mundo sabe
que esta mujer, con su capa de buena, lo ha trastornado porque se ha enamorado de
él a la vejez! ¡Iros las dos de aquí, que ocultáis la una y la otra vuestros pecados!
¡Pero pronto vais a sentir pedradas en vuestras ventanas! ¡Que no hay cosa más
grave que a tu edad enamorarse de un menor, y el niño enviciado por ti! ¡Por tu
culpa!”(V'!'d. pág. 54 de la edición de Escelicer.)
7. Vid. Cobo, Angel, “Blanche Dubois y Julita Torres: sensibilidades afines en
mundos diferentes”, en Actas Jornadas-Homenaje a José Martín Recuerda,
Ayuntamiento de Salobreña, Salobreña, 1998, pág. 54.

261
tenden otro objetivo que gozar de su “alegría y su persona”, esto es,
de esa utópica libertad por medio de la cual pudieran saberse proyec­
tadas por encima de un tiempo histórico lleno de desencanto e hipo­
cresía y vaciado a la vez de su sentido primordial. (Lo mismo le
sucedería a la Soledad Montoya del “Romance de la Pena Negra”,
pero ésa, como diría el crítico, es una transferencia lorquiana de cuerpo
y tono muy diferentes.)
Del gesto nace la palabra y la palabra en libertad es la verdadera,
la no fingida, el signo definitivo en boca de los personajes que la
trasmutan en grito, sin posibilidad de cambio o de retorno. Si quere­
mos entender el gesto en toda su magnitud, lo hemos de hacer desde
su sentido de esfuerzo físico con el que el personaje pretende extraer
de su adentro la palabra precisa, la que diga justamente lo que siente
y lo que demanda. De ahí que la mayor parte de los personajes del
teatro de Martín Recuerda se encuentren sometidos a un movimien­
to continuo y frenético, aunque dialécticamente limitado y condicio­
nado, para poder encontrar esa palabra precisa. En dicha afirmación
de su “verdad dramática”, un ademán, un suspiro, una mera jitanjáfora,
una onomatopeya, funcionan como reactivos, como puntos de in­
flexión a través de los cuales el actor-personaje persigue la complici­
dad, la connivencia, la vía de interacción comunicativa con el públi­
co-personaje a la que nos referíamos más arriba. En tal sentido, Las
salvajes en Puente San Gil es un claro ejemplo de lo que aquí afir­
mo. En esta obra,8 la acción es ya, sin discusión alguna, un elemento
absolutamente protagonista puesto que el escenario dentro del esce­
nario funciona como un juego de espejos que la reflejan hasta el
enervamiento total de las protagonistas, y también del público. De
hecho, tras el estreno en Madrid, prácticamente todas las críticas -
que fueron numerosísimas- coincidieron en valorar la transforma­

8. Terminada de escribir en el verano de 1961, en la localidad costera de


Torrenueva, fue publicada en 1965 por la Editorial Escélicer (Colección Teatro,
núm. 452) y su estreno se produjo en el Teatro Eslava de Madrid el día 30 de mayo
de 1963, bajo la dirección de Luis Escobar. Tuvo su versión cinematográfica
dirigida por Antonio Ribas, con guión propio y de Miguel Sanz. Su estreno se llevó
a cabo en París el 27 de mayo de 1967 y también se ofreció de la misma un pase
privado en el Festival Internacional de Cannes.

262
ción escénica que llevan a cabo las nueve “salvajes” de la “Compa­
ñía de Revistas de Palmira Imperio” con adjetivos como “constan­
te”, “vertiginosa”, “imparable”.
Rescatamos aquí la del Diario “Arriba” de Madrid (sábado, 1 de
junio de 1963) realizada por Francisco García Pavón quien aporta
ficha técnica y de reparto, por orden de aparición, y en cuyo arran­
que, con un estilo algo “redundante” de conceptos, destaca ese am­
biente trepidante, enérgico y electrizante de la obra: “Una furia
escénica, de revuelo y ademán ibérico; de voces, vino, curas, beatas,
prostitutas,9 locas, guardias, rasgó anoche el viejo escenario del tea­
tro Eslava.” Continúa ofreciendo un pequeño resumen de su argu­
mento y una relación de los diversos ingredientes que la conforman:
denuncia de unas constantes arcaicas e inhumanas en la vida rural
española; gama variada (y airada) de situaciones, a veces enfrenta­
das en su estilo e intención (“de alto bordo dramático”, unas, otras
más débiles, y casi en la antesala de lo sensiblero, y algunas “desafi­
nadas que hacen reír al espectador inoportunamente”). Señala asi­
mismo la sobreabundancia de gritos de falsete (“gritos postizos”) en
la representación y se extiende en una consideración sobre los moti­
vos que impulsaron al autor a escribir su obra: abordar “...la vieja
pugna española de “las locas” por el hambre, por la falta de caridad,
por la desorganización social, y por otros imponderables raciales,
frente a los escalofriantes muros de la moral pública mal entendida;
de la moral energuménica y sin espiritualidad, que es tan popular y
lamentable como el arrebato de “las locas”, porque en ella influyen
parecidos condicionantes sociales, psicológicos y económicos.” Fi­
naliza la crítica refiriéndose a la excelente dirección de Luis Esco­
bar, al predominio de “momentos felices” en el plano de la interpre­
tación y al entusiasmo del público que con sus aplausos interrumpió
varias veces la representación, premiándola al final con aclamacio­
nes y una “apoteósica” ovación al autor que saludó desde el prosce­
nio. En realidad, Las salvajes... representan un proceso de
“hiperbolización” que, en pos de alcanzar lo grotesco y chocante,

9. Aunque del ejercicio de la prostitución no hay nada de nada en esta obra,


pues si, en todo caso, La Chica comete “desliz” sexual con Don Jorge, a fin de
cuentas no le cobraría ni un céntimo por ello, pues lo hizo simplemente por caridad.

263
llegará a su cota máxima con el personaje de La Trotski quien con­
vertirá su grito en un gesto sarcástico, manifestado casi siempre a
destiempo, puesto que este personaje representa como ningún otro el
sentido del contraste hilemórfico entre cuerpo y alma, es decir, la
lucha de contrarios en un universo aparente y, como tal, falso. Ve­
mos, por tanto, que en esa búsqueda (infructuosa) de la libertad (el
bien perdido, la catarsis absoluta), los personajes, sin excepción, ex­
perimentan una caída ineludible hacia la más absoluta de las derro­
tas, aunque ello no los privará jamás de su perentoria necesidad de
gritar, digamos, desproporcionada e inconscientemente, pues no en
vano son hijos de un único padre que trasladaba su observación de la
realidad a las instancias “ilógicas” de seres reprimidos en un modelo
de sociedad restrictivo y represivo de las libertades. Esto es, con un
estupor casi infantil.
En Las salvajes..., José Martín Recuerda se sitúa en un aleph
escénico, desde el que podrá “copiar” literalmente todo lo que allí
está “viendo”; como Luis Escobar, por su parte, hiciera al disponer a
los personajes de la obra en un escenario de estructura corporal, de
tres pisos, donde la mujer quedará trascendida a la categoría de mito
y quedará igualmente convertida en un arquetipo actancial, en un
personaje que se halla atosigado por las convenciones, la hipocresía
y la insidia, y que acabará finalmente emplazado frente al muro, cie­
go, de la frustración, puesto que no llegará nunca a consumar su
ideal de amor y de vida.
Desde la perspectiva de la acción dramática, Las salvajes... supo­
nen una aportación definitiva (y podríamos decir que absoluta) al
teatro español contemporáneo en la forma que su autor tiene de pre­
sentar a los personajes (29 en total). Ciertamente, ante una obra de
estas características, cualquier espectador se podría llegar a plantear
qué hacer tras el primer acto, que posee una fuerza tremenda, casi
definitiva, puesto que la obra comienza con un clímax y acaba en
una cima tensional muy difícilmente alcanzable en otras obras. Esta
es, sin duda, la verdadera esencia del “iberismo” y de su hermana de
sangre la “crueldad ibérica”, como modelo de dramaturgia que pone
los sentimientos y las sensaciones de los personajes en un nivel altí­
simo de enardecimiento. No podemos decir que se trate de un teatro

264
“pánico”, ya que en el mismo no detectamos ningún elemento carac­
terístico del teatro del absurdo, pero sí podemos contemplar (y sen­
tir) puntos de tremendismo en la concepción (y en la solución tam­
bién) de determinadas situaciones que se nos muestran extremas,
como ya ocurriera en La llanura, una obra “suicida” para el tiempo
en que se escribió -1 947 - e intentó vanamente representar sin las
habituales amputaciones de la censura, como Las arrecogías del
Beaterío de Santa María Egipciaca, como El engañao y Caballos
desbocaos y Carteles rotos, y como tantas y tantas obras más en las
que la proyección emocional de la rabia ante la represión es pura
lucha y agitación interior que saca a la luz el sentido de una paradoja
incontrovertible: el que resiste, aunque al final acabe siendo venci­
do, gana.

265
MARTIN RECUERDA: UN PASO
COMPROMETIDO

Antonio A. Gómez Yebra


Universidad de Málaga

En torno a la obra

En 1965 Martín Recuerda está en Madrid dedicado a la enseñan­


za en el centro filial del instituto Ramiro de Maeztu. La ciudad y sus
gentes, de modo particular los intelectuales que por ella se mueven,
le resultan sumamente decepcionantes.
Se había creado la ilusión de que hallaría una urbe moderna, abier­
ta a novedades, dispuesta a romper todo tipo de barreras, en rápida
progresión a la modernidad. Y se encuentra una ciudad anclada en sí
misma, más en su pasado que en su presente histórico.
El dramaturgo, entonces provinciano, que iba dispuesto a desa­
rrollar en la capital todas las ideas que germinaban en su mente des­
de la época del TEU granadino, se siente prisionero justo en el lugar
donde pensaba que hallaría mayores posibilidades de libertad en cual­
quier tipo de expresión.
Ya en diciembre de 1963 había manifestado en la revista Primer
Acto: “En Madrid veo muchísimo más una especie de vida-cárcel, y
comprendo que el teatro madrileñista de La historia de una escalera
o de La camisa tenga una perfecta razón de existencia”.1

1. Primer Acto, n° 48 (diciembre de 1963), tomado de Ángel Cobo, José Martín


Recuerda. Génesis y evolución de un autor dramático, Granada, Diputación, 1993, pág. 124.
Las dos obras, y algunas otras, habían significado sendos
aldabonazos en la conciencia de la opinión pública, al delatar situa­
ciones de asfixia de un pueblo incomprendido, desarraigado, aislado
en su indefensión. Los personajes de ambas piezas dramáticas repre­
sentaban un pueblo oprimido por las penurias económicas o por las
trabas individuales y sociales que le impedían levantar la cabeza. Y
que, cuando la levantaban era para descubrir en todo caso su laceran­
te situación, y, cuando mucho, rescatar a alguno de sus miembros
por su especial valía.
Aquel Madrid de corralón, aquel Madrid donde la mayoría de
sus habitantes malvivía a la espera de tiempos mejores apenas vis­
lumbrados aún, no era el Madrid que Martín Recuerda se había ima­
ginado. Pero es el que se encuentra.

Yo he venido a clamar, -dirá asumiendo una voz profètica que


lo dignifica- a rebelarme contra esta razón de existencia, porque
quiero respirar otros aires españoles y no quiero ahogarme en “el
pozo del tío Raimundo” [...] quiero [...] huir para seguir haciendo
un teatro de ferias y caminos, de cartelones ibéricos que un día ex­
pliquen un crimen pasional, otros la muerte de un torero, la despe­
dida de un soldado, el amor de una maestra de escuela, vieja, a la
orilla del mar, o las terribles denuncias de unos pueblos a otros,
todo menos “el sueño de las calaveras” de Quevedo, o las desola­
das casas de vecinos del Madrid viejo, o del Madrid que empieza
detrás de los palacios de Oriente, ¡ese Madrid tan nuevo y tan do­
minado!

En cierto modo se estaba considerando, y así se ha dicho en otras


ocasiones, como un continuador de la labor de García Lorca en su
actividad de director de La Barraca tanto como en la producción de
sus propias obras. Martín Recuerda es, como su paisano, un ardiente
apasionado del teatro de acción social, y como aquél, empezó traba­
jando con jóvenes en la presentación al pueblo de obras clásicas, y
terminó con obras propias. Para él, como para el autor de Mariana
Pineda, “el teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos2

2. Ibid., id.

2 68
para la edificación de un país y el barómetro que marca su grandeza
o su descenso”3.
Ya había dado a la escena con notable éxito, fuera de Granada, El
teatrito de Don Ramón (1959, Teatro Español de Madrid), Las sal­
vajes de Puente San Gil (1963, Teatro Eslava de Madrid), y tiene
escrita desde 1960 Como las secas cañas del camino (que estrenará
a finales de 1965 en el teatro Capsa de Barcelona).
Pero quiere más, mucho más. Ha terminado El Cristo, y teme
que una obra de tal talante no llegue a escena por culpa de una censu­
ra particularmente activa cuando se trata de poner en escena asuntos
que tienen que ver con la religión. Sus peores vaticinios se cumplie­
ron. La obra sigue sin ser llevada a los escenarios comerciales aun­
que se ha pasado por la televisión italiana y ha sido publicada.
La negativa a poner en escena esta obra podría haber acabado
con muchas de sus esperanzas de autor, tal como había acabado con
algunas de sus energías. Pero Martín Recuerda no se desanimó por
ello. Buceando en nuestros autores y obras clásicas se había sentido
atraído, sin duda desde la época granadina, por la figura del Arcipreste
de Hita y su Libro de buen amor.
Una carta a su maestro y mentor, don Benigno, así lo delataba en 1963:

Estos días también se me ocurre una obra que puede ser estu­
penda, El arcipreste de Hita, con lo cual, sin perder fuerza ni
españolismo, cambiaría de ambiente. ¿Sabe usted que Hita, pueblo
de la Alcarria, fue en el siglo XIV, villa de arciprestes que guarda­
ban los tesoros de los Reyes de Castilla? Nuestro arcipreste estuvo
preso en Toledo por mandato de un arzobispo. ¿Robaría de aque­
llos tesoros, para satisfacer sus aventuras amorosas, sus ansias de
gozar de la vida? Creo que esto es el tema. Gran tema...

Había encontrado un filón del que ningún dramaturgo anterior se


había percatado. Porque en el siglo XIX, cuando se volvieron los
ojos a la Edad Media para localizar personajes y asuntos de interés,
nuestros mejores autores teatrales se habían fijado especialmente en
3. Federico García Lorca, “Charla sobre teatro”, en Obras Completas, til,
Madrid, Aguilar, 19S7, pág. 459.
4. Carta a don Benigno desde Almufiécar, 24-7-1973, en A. Cobo, cit., pág. 129.

269
los de tipo legendario, tradicional o épico, muchos de ellos proce­
dentes del Romancero. Donceles más o menos dolientes, trovadores,
bastardos, infantes, juglares, mozárabes, héroes de distinto pelaje
(pajes, corsarios, grumetes, capitanes, monjes) habían aportado per­
sonalidades variopintas a nuestro teatro, pero todos los dramaturgos
habían olvidado al Arcipreste de Hita como posible protagonista de
una obra teatral. De hecho el interés por el Libro de buen amor, con
contadas excepciones, había sido muy escaso desde el siglo XVI al
XX, tanto en nuestras letras como en las universales.
A principios del 65, durante un encuentro fortuito en el café Gi-
jón con el actor Fernando Guillén, le contagia su entusiasmo por la
idea, hasta el punto de que éste la dará a conocer al recién nombrado
director del Teatro Español de Madrid, Adolfo Marsillach.
Pretendía Marsillach en aquel momento dar un giro al teatro, y,
al mismo tiempo “vivificar y hacer un espectáculo actual de los au­
ténticos valores clásicos”.56La obra, aún en sinopsis, le llegaba como
caída del cielo, y enseguida acordó con nuestro autor que la pondría
en escena ese mismo año.
El joven escritor granadino se percata de la oportunidad de triunfo
que esa puesta en escena le brinda, y se lanza con pasión a la redacción
de la obra. A mitad de mayo la tiene prácticamente finalizada, y se
siente como un auténtico poeta jurens cuando escribe a su maestro

Nada nunca me salió con tal donaire y soltura. Estoy entusias­


mado. No crea usted que, por este fenómeno de rapidez, la obra es­
tará descuidada, todo lo contrario. Estoy escribiendo desde las siete
de la mañana, son las doce y media. Llevo escritos 80 ó 90 folios.

No se ha limitado a estudiar a fondo el Libro de buen amor. Ha


visitado la ciudad de Hita y otros lugares7 que el Arcipreste había

5. Ángel Cobo,, cit., pág. 131.


6. lbid., id.
7. “Fui también a Sopetrán, a Atienza, a Guadalajara, a Guadarrama, a
Talavera, y ante el misticismo y soledad de esta Castilla, sentí imperiosa necesidad
de llevar a nuestro Juan Ruiz a orillas del Guadalquivir, a tierras andaluzas, con su
mucha luz y alegría”, J. Martín Recuerda, “Autocrítica”, en ABC, martes 16 de
noviembre de 1965, pág. 99.

270
pisado por diversos motivos. Martín Recuerda ha pretendido situar­
se en la piel del protagonista, poniendo sus ojos en los hitos
paisajísticos, rurales y urbanos, que Juan Ruiz (arcipreste o no) ha­
bía tenido ocasión de contemplar, así como en los tipos humanos
(hombres y mujeres) con cuyos antepasados aquél se relacionó. No
descuidó tampoco otros aspectos socioculturales, religiosos y profa­
nos. Locuciones, situaciones, elementos de la gastronomía, modos
de vida, todo lo que le hablaba de otras épocas, lejanas pero ancladas
en las gentes humildes de los pueblos de Castilla, lo fue recopilando
para introducirlo como elemento concordante en un mundo que él
había decidido recrear varios siglos más tarde.
Iniciados los ensayos, surgió el primer gran problema: la censura
había prohibido la representación. Y lo hacía en base a que

la figura del Arcipreste se presenta de forma casi exclusiva en


sus momentos alegres e inmorales, utilizándose para ello aquellos
poemas de El libro de Buen Amor que determinan esa acusada ca­
racterística, y el resultado es que Juan Ruiz, del que casi nada se
sabe, queda convertido, a la vista de los espectadores, en un cléri­
go lleno de defectos [...] se evidencia una cierta tendencia
anticlerical que exige unas matizaciones, teniendo en cuenta ante
todo que la obra ha de representarse ante un público mayoritario y
en un Teatro Oficial, y no debe presumirse de la formación cultu­
ral del espectador en general le permita apreciar, sin consideracio­
nes o consecuencias negativas, aquellas escenas, situaciones o diá­
logos en las que tales reparos se acentúan. [...] se origina una vi-
sualización teatral muy parcial del mismo, objeción a la que hay
que añadir una cierta complacencia en el exabrupto verbal [...] y
junto a ello la utilización de un vocabulario y unas expresiones
mucho más eróticas y cínicas de las familiares al de Hita. // La es­
cena final [...] presenta un tinte social particularísimo, que cabe
considerar ajena al texto y al contexto, tanto de la obra original
objeto de estudio, como de todo aquello que ha escrito Juan Ruiz,
o de lo que del Arcipreste se conoce.8

8. “Documento censor de ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita?” en


A. Marchant Rivera, Claves de la dramaturgia de José Martín Recuerda, Málaga,
Universidad, col. “Estudios y ensayos” n° 35, 1999, pág. 191.

271
En extracto, la prohibición se fundamenta en estos puntos: 1) El
arcipreste aparece como un personaje inmoral, lleno de defectos. 2)
Se advierte anticlericalismo. 3) El pueblo no está preparado para
discernir. 4) El vocabulario deja mucho que desear. 5) La escena
final presenta connotaciones sociales.
Los puntos 1 y 2 tienen que ver con la clerecía, supuestamente
intachable; el 3 y el 4 pretenden salvaguardar la teórica inocencia del
receptor; el 5 tiene que ver con cuestiones sociopolíticas que pare­
cen intocables. Iglesia intachable, pueblo dormido y sociedad que
está bien como está, son los motivos de una censura aún activa, pese
a que con Fraga en el Ministerio parecía que iba a desaparecer.
Pero lo cierto es que, como advierte, sobre el Libro de buen amor,
la crítica especializada, “el arcipreste protagonista, en efecto, es un
transgresor más de los mandamientos divinos”9 que se encuentra
con la paradójica misión de “hacer cumplir en su jurisdicción la nor­
mativa eclesiástica sobre el celibato”.10 Y el libro, en general, se ha
venido considerando como una ficticia autobiografía erótica a la que
se incorporan otros múltiples elementos de diversa índole. El origi­
nal, para su época, era mucho más inmoral que la pieza de Martín
Recuerda, y así lo entendieron quienes a lo largo de la Historia, y
para desesperación de los estudiosos, arrancaron las páginas en don­
de lo erótico tenía mayor relevancia: esos censores previos que nos
han privado, entre otras, de escenas como la de la consecución sexual
de doña Endrina por parte de Don Melón. Y que han dejado, sin
embargo, los textos que demuestran cómo tantos clérigos del siglo
XIV incumplían, cuando menos, el voto de castidad que su estado
exigía y aún exige.
Si la censura oficial pudo salvarse, con algunas matizaciones de
la escena final y arreglos varios, peor fue la de los críticos, miopes o
míseros en sus apreciaciones tras el estreno, y la de grupos como la
Asociación Nacional de Padres de Familia, que se quejaron porque
en el primer Teatro Nacional “se pusiera la historia de un cura golfo

9. Nicasio Salvador Miguel, “Estudio preliminar” a Libro de buen amor,


Madrid, Alambra, 1994, pág. 41.
10. Menéndez Peláez, El ‘Libro de buen amor’: ¿Ficción literaria o reflejo de
una realidad?, Gijón, 1980, tomado de Nicasio Salvador Miguel, cit., pág. 41.

272
cuando el país había luchado y derramado tanta sangre por mantener
la fe unida”.11
Pérez Fernández, crítico del diario Informaciones, dirá al día si­
guiente del estreno: “Martín Recuerda ha llevado a cabo su trabajo
con una enorme dignidad, con una fidelidad muy estimable y el he­
cho de que no haya logrado unos resultados completos hay que acha­
carlo a lo desproporcionado y lo ambicioso de su intento”.12
Claro que el intento era ambicioso, por eso nadie se había puesto
manos a la obra hasta ese momento. La obra del Arcipreste puede
considerarse a la altura de las mejores de nuestra literatura de siem­
pre, como La Celestina, El lazarillo, Don Quijote, El Buscón, Don
Juan Tenorio, y su personaje central no tiene nada que envidiar a
ninguno de las obras recién citadas y de muchas otras. La dificultad
era evidente, pues se trataba de dar vida, además, por primera vez, a
un protagonista bastante diluido en la obra original. Un protagonista
que se autodenomina en la obra medieval de diversas maneras, como
si su autor no lo tuviera demasiado claro, o como si pretendiese os­
curecer su personalidad, o como si la repartiera entre varios persona­
jes que al final configuran uno solo.13 Un protagonista que podía ser,
en todo caso ese Johanne Roderici, archipresbitero de Fita que enca­
beza la lista de los ocho venerabilibus testigos de una sentencia dic­
tada en Alcalá de Llenares a principios de 1330.14
Martín Recuerda había de crear un personaje que asumiera el
protagonismo de la obra, así como darle cuerpo escénico a un con­
junto de textos medievales mejor o peor hilvanados, que la crítica ha
estudiado sin terminar de ponerse de acuerdo. Todavía hoy, 36 años
después del estreno (16/XI/1965) de ¿Quién quiere una copla del
11. Ángel Cobo, cit., pág. 133.
12. Pérez Fernández, Informaciones, 17/XI/1965, pág. 18.
13. “Concurren en el Libro de buen amor, en resumen, el yo del arcipreste
protagonista, cuya persona actúa como vehículo conductor de la ficción
autobiográfica; el yo protagonista de otros episodios, desdoblado o identificado, a
veces, con el autor o con el protagonista principal (cruce obvio en el episodio de
don Melón); el yo moralista que apostilla didácticamente algunos pasajes; y el yo
del poeta que integra su yo histórico y el de escritor”, Nicasio Salvador Miguel, cit.,
págs. 22-23.
14. Ver Jacques Joset, “Introducción” a Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Libro de
buen amor, Madrid, Taurus, 1990, pág. 12.

273
Arcipreste de Hita?, y tras no pocos nuevos estudios de primera mag­
nitud sobre el Libro de buen amor, que nuestro autor no pudo cono­
cer por ser posteriores al estreno de su obra, seguimos sin noticias
absolutamente fidedignas sobre Juan Ruiz, al que unos consideran
nacido en Alcalá, otros en Hita, y algunos, los menos, en Alcalá la
Real, provincia de Jaén. Todavía hoy desconocemos la verdadera
causa de su prisión, y si ésta fue auténtica o de tipo metafórico, pues
argumentos hay a favor de una y otra posibilidad. Todavía hoy igno­
ramos si llegó a ser arcipreste de Hita en la época en que debió serlo,
pues las dudas se mantienen al respecto.
Y se encontraba el escritor granadino ante la difícil tarea de si­
tuarlo en escena con otros personajes a los cuales también tenía que
proporcionar cuerpo y entidad propia.
Martín Recuerda se vio en la obligación de dar cuerpo a su prota­
gonista y acompañarlo con un grupo de personajes que le dieran el
pie y el contrapunto. Algunos de ellos podía extraerlos de la obra que
seguía, pues gozaban de cierta identidad en el Libro de buen amor,
caso de Trotaconventos, de Doña Endrina, de la panadera Cruz, de la
monja doña Garoza, o de Fernando García, su infiel escudero. Pero
eran pocos para urdir unos ambientes donde se recrease el espíritu
de la Edad Media. Un espíritu que no todos han entendido igual.
Porque ese período se ha visto a veces como una etapa gris, encerra­
da en sí misma, donde los vasallos vivían bajo la tutela de un señor
guerrero que los ataba a su antojo sin permitirles la alegría de rela­
cionarse y disfrutar del momento presente que todo ser humano ne­
cesita para seguir adelante, para ser feliz aunque sólo sea unos mo­
mentos del día o del año. Poner esto en las tablas, cuestionándolo,
era, en buena medida, el objetivo de Martín Recuerda con ¿ Quién
quiere una copla del arcipreste de Hita?
No todos lo comprendieron, pero Alfonso Paso se dio cuenta, y lo
hizo público, felicitando al dramaturgo granadino por su obra, unos
días después del estreno a través de las páginas del diario Madrid.

No es posible concebir la Edad Media sin la orgía de vino y


carne, sin el arrepentimiento, sin la ira, la cólera, el miedo, la ven­
ganza. No es posible, pues, concebir la Edad Media sin la pasión
[...] Tras los muros de las tabernas, en los bosques, en las plazas

274
de las aldeas, que ni tal nombre merecen, el pueblo se divertía
como no se ha divertido nunca, se desordenaba como jamás se ha
desordenado [...] se había hecho del cristianismo una religión llena
de santo y seña, de consignas, esotérica, más plantada en el temor
al castigo que en el amor a Dios y al prójimo. Pero no estoy segu­
ro de que de esto tuviera la culpa el pueblo, sino [...] los malos
obispos.

Martín Recuerda, en palabras de quien podía entender, por su


condición de dramaturgo, las grandezas de una obra de teatro, había
acertado plenamente en su plasmación escénica de la época en la
cual había situado la acción a lo largo de, y esto hay que recalcarlo,
“un texto formidable”.1516
Dispuesto a incorporar personajes que concedieran la dimensión
pretendida a su obra, el autor de Las arrecogías llegó a la configura­
ción de 40 inexistentes en El libro de buen amor. Pese a ello, fue
acusado de plagio, y hubo de defenderse señalando que nunca pre­
tendió arrogarse los versos del Arcipreste, como se advierte con la
simple lectura del título, y matizando que la suya era obra de teatro,
con tres cuartas partes en prosa y una en verso.

Lo propio y lo ajeno

Martín Recuerda escribe una obra de teatro a partir de una obra


en verso. Pasa de un género donde lo que predomina son los senti­
mientos a otro donde lo que importa es el desarrollo de una trama a
través de la acción y del diálogo. Tenía que crear caracteres, empe­
zando por el arcipreste, del cual apenas conocía datos más o menos
autobiográficos que lo mostraban como una especie de clérigo
apicarado, quizás goliardo, un hombre que conoce las poéticas me­
dievales tanto como el público al que va destinada su obra. El autor
(y hasta cierto punto personaje central) del Libro de buen amor da
por hecho que las gentes a las que pueden llegar sus escritos se en­
cuentran vitalmente prendidos por la dicotomía buen amor / loco

15. Alfonso Paso, “Pepe Martín, gracias”, Madrid, 30/XI/1965.


16. Ibid., id.

275
amor, y que, como él, aunque intenten usar del buen entendimiento
para actuar con corrección, unas veces lo harán bien y otras lo harán
mal. El que actúe cristianamente escogerá el buen camino, mientras
el que se mueva con otros parámetros, buscará el de la perdición. Y
sugiere ambas posibilidades, de modo que cada cual escoja según su
sentido común le dicte.
Pero no olvida tampoco que incluso quien intente seguir el cami­
no recto, se torcerá en ocasiones. El cristiano traiciona a veces su
ideario en busca de los placeres que le proporciona la carne, y ha de
rehacer su vida mediante actos de reconciliación con Dios, que siem­
pre acoge al pecador.
El seguro perdón de Dios permite el tira y afloja entre la carne y
el espíritu, motivo por el cual el arcipreste confía en el buen amor
que salva a todos los hombres.
A partir de ahí el escritor granadino propone un protagonista que
se deja llevar por el amor a la mujer, una especie de donjuán prime­
rizo del que todas las mujeres abominan pero al que todas quisieran
tener consigo alguna vez.
El Arcipreste de Martín Recuerda ha robado los tesoros que los
reyes de Castilla tenían depositados en Hita, y parte con ellos para
utilizarlos a lo largo de sus correrías. Además de mujeriego, y amante
de la buena mesa, de la que el vino no está ausente, es un ladrón a
quien la justicia perseguirá hasta conseguir que dé con sus huesos en
la cárcel, y ésta no será metafórica, aunque en ella sea donde dé térmi­
no al Libro de buen amor, del que hasta entonces sólo habrá compues­
to algunas canciones para escolares nocherniegos, ciegos, etc.
Sus cuitas amorosas están extraídas del libro original, si bien las
aventuras con las cuatro serranas17 quedan reducidas a dos. Sólo
mantiene un encuentro sexual, y será con La Chata, ya que de Menga
Llórente sale huyendo al no soportar el mal olor de sus ropas. La
serrana de Gadea y Alda de Tablada han desaparecido de ¿Quién
quiere una copla del Arcipreste de Hita?

17. Para Pérez Fernández, sin embargo, el autor de El engañao ha construido


“un texto demasiado dilatado, en el que sobran algunos cuadros -lo s dos de las
serranas, por ejem plo-”, cit.

276
La historia con doña Endrina, que pudo haber dado pie a escenas
eróticas de mucho calibre de haber llevado a las tablas las estrofas
censuradas en El libro de buen amor, no pasa de unas secuencias en
que los amantes se toman de la mano y se dan un púdico beso. Aun­
que con doña Endrina parece surgir el amor redentor, el que salva las
barreras del tiempo y de la carne, el que le hace gritar, en la última
escena del primer acto: “¡Por ti me salvaré! ¡Oh, bendita mujer de
Castilla!¡Por ti saltaré tapias y ventanas, pasaré ríos y cruzaré tie­
rras, y volveré allí donde tú estés!”.18
Doña Endrina se deja vencer, quizás con demasiada facilidad,
por las artes de Trotaconventos y por las palabras del propio Don
Melón. La sustitución del nombre del protagonista por el de Don
Melón en la fase de conquista de Doña Endrina, tan analizada por los
especialistas en el Libro de buen amor, se debe, en la obra teatral, a
que están en época festiva, carnavalesca, y el Arcipreste se disfraza
de mancebillo: cambiado el traje, cambiado el nombre, algo bastante
frecuente en la literatura posterior al Libro de buen amor.
Trotaconventos es quizás el personaje más trabajado por Martín
Recuerda, y en el que aporta mayor número de novedades. Actúa
con la sabiduría de la Urraca casamentera y correveidile, y con ca­
racterísticas que luego desarrollará Celestina. Pero también se muestra
como hembra maternal que cuida al Arcipreste cuando se encuentra
en mala situación física tras sus devaneos por el territorio agreste
donde padeció dos rigores opuestos: el del frío climatológico y el del
vigor y el calor sexual de las serranas.
Esta vividora asume una posición de liberalidad en lo sexual.
Para ella todo el amor es bendito y sagrado, razón por la que no
puede considerarse pecado la relación entre el Arcipreste y cualquier
mujer, incluida la monja Doña Garoza.
Trotaconventos, que morirá en escena, invita al Arcipreste a otra
de las novedades de la obra respecto a su antecedente literario: viajar
a la frontera con la tierra de moros, donde se vive una vida más ale­
gre, más desenfadada, sin los apremios de la religión cristiana, pues
allí se puede disfrutar de varias mujeres sin que ello represente rompi­

18. José Martín Recuerda, mecanoscrito de ¿Quién quiere una copla del
Arcipreste de Hita?, pág. 31.

277
miento de norma alguna. Y aquí es indudable que el escritor granadino
parte una lanza a favor de su tierra, aunque en el momento de concep­
ción de su obra no podía tener noción de las hipótesis de Sáez y Trenchs,
quienes, en el I Congreso Internacional sobre el Arcipreste de Hita (1972)
dieron a conocer la sugestiva teoría de que Juan Ruiz era originario de
Alcalá la Real, en Jaén, y había regresado a Castilla hacia los 10 años.
Doña Garoza se convierte en un personaje de mucho calibre, por
cuanto alcanza gran dimensión humana hasta el punto de fallecer
por encontrarse ante una gran diatriba: amar a Dios o amar a un
hombre, algo que su estado de desposada mística no puede permitir.
De alguna manera doña Garoza puede considerarse, así, una figura
de Doña Inés. Pero no menos una imagen de Melibea, pues se siente
desasosegada, como ésta por la acción de las palabras de Celestina.
La escena de “La noche en el huerto” es significativa al respecto,
aunque entre la monja y el Arcipreste no llegue a existir contacto.
En cuanto a Fernando García, escudero del Arcipreste, asume
mayor protagonismo que en el Libro de buen amor, acompañándolo
en algunas bellaquerías y francachelas y convirtiéndose en una espe­
cie de criado nada bobo, próximo a los que acompañaban a los seño­
res en nuestro teatro áureo.
Personajes de la clerecía (Chantre, Tesorero, Legos) o de baja
estofa (El Ciego de la Extremadura, Mendigos), damas de alcurnia
verdadera o falsa, caballeros cruzados, troteras, penitentes, mesone­
ros, moros, moras y escolares, dan cuerpo a una obra en que se suce­
den vistosas escenas a un ritmo frenético, un ritmo acompañado
muchas veces por la música19 y la coreografía.20
La puesta en escena en el estreno fue elogiada por todos los críti­
cos, y por el mismo autor, quien observó que se sentía contento con
la obra “en lo que se refiere a la dirección sabia de Marsillach, los
geniales decorados de Caballero, los exquisitos figurines de Cortezo,
la calidad de los intérpretes, Rodero, Mari Carillo, Nuria Torray... y
todos los demás actores, insuperables en sus papeles respectivos”21.

19. La música, en el estreno, era original de Carmelo A. Bemaola.


20. Corrió a cargo de Alberto Portillo.
21. Francisco Ochoa, “Después del estreno de ¿Quién quiere una copla del
Arcipreste de Hita?", en Informaciones, 10/XII/1965, pág. 19.

278
Por lo que se refiere al texto en sí, sobre el que ya la censura
previa había advertido cómo Martín Recuerda se apropia los pasajes
correspondientes a los momentos alegres e inmorales, ha de señalar­
se que los utilizados son, en su mayoría, los que suponen acciones
del protagonista. Y esto es comprensible porque ahora estamos ante
una obra de teatro, como se advirtió más arriba.
Cierto que el comediógrafo granadino sabe hacer uso de diversos
apólogos procedentes del texto primitivo que pone en boca de algu­
nos personajes de su obra, aprovechando perfectamente el material
del que disponía22.
En ocasiones reorganiza el orden de algunas estrofas, o lo invier­
te, o suprime versos, o los modifica. También incorpora otros de su
propia invención, para ponerlos en boca de sus nuevos personajes.
Suele ser bastante fiel al modelo, y sigue en general la disposi­
ción temporal del Libro de buen amor. Pero a veces da saltos hacia
atrás o hacia delante, para sacar mayor partido a una secuencia o a
un personaje.
Crea un hilo argumental nuevo sobre el original del siglo XIV. Y
lo hace siguiendo las aventuras del arcipreste original, al que sitúa en
escena por primera vez en una secuencia que corresponde a los últi­
mos momentos del Libro de buen amor.
Si hacemos un seguimiento de las estrofas del Libro de buen amor
incorporadas a ¿ Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita? ob­
servamos lo siguiente:

• Primera parte: estrofas 1692-1709, y 71 a 788. Evidentemen­


te, las 1692 a 1709 estaban al final del Libro de buen amor,
pero el resto pertenecen a la primera mitad del Libro, que
situaremos hacia el final de la estrofa 891.
• Segunda parte: estrofas 953-1069,217-249,1047-1711. Tam­
bién en este caso se produce un salto hacia otra zona del Li­

l i . Baste recordar la conversación entre Trotaconventos y dofia Garoza,


cuando Martín Recuerda pone en boca de la monja el ejemplo del hortelano y la
culebra, al que aquélla responde con el del galgo y el señor, y Garoza replica con el
del ratón de Guadalajara.

279
bro de buen amor (estrofas 217-249), pero la gran mayoría de
las estrofas corresponde a la segunda mitad del Libro.

Un esquema puede ejemplificar lo recién expuesto:

PRIMERA PARTE

El itinerario que el dramaturgo sigue a través de la primera parte


de la obra del Arcipreste23 es el siguiente: empieza por las estrofas
finales (1692-1707); efectúa un salto atrás (71-76) regresa al final
(1709); nuevo salto atrás (11, 44, 20-21, 80-101, 82-88, 100-102,
123, 152); salto hacia delante (a 427, hasta 500); salto atrás (a 115-
120, 174-177, 166-169); salto adelante (a 712); pequeño salto atrás
(a 627-653-686, 669,723-761, 782-788).
La primera parte de la obra de Martín Recuerda no tiene en cuen­
ta las estrofas 788 a 1692, que configuran el cuerpo general de la
segunda parte de el Libro de buen amor.

23. Los números hacen referencia a las estrofas del Libro de buen amor.

280
SEGUNDA PARTE

La segunda parte de ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de


Hita? empieza haciendo uso de estrofas situadas hacia la mitad de El
libro de buen amor (953), y sigue hasta 1069; salto atrás, (a 217,
230, 249, 248, 221); salto adelante (a 1047,1045); nuevo salto ade­
lante (a 1332); avance hasta 1397; pequeños saltos adelante (a 1485-
1487, a 1500-1506); nuevo salto adelante (a 1608, hasta 1711); salto
atrás (a 1510-1512; avance hasta 1572); salto adelante (a 1711).
En esta zona no encuentran cabida las estrofas 249 a 953 de El
libro de buen amor, que configuran la segunda parte de esta obra.
Por tanto, el itinerario cronológico en la obra primitiva y en la de
Martín Recuerda es muy similar, aunque no idéntico.
A través del texto de ¿ Quién quiere una copla del Arcipreste de
Hita?, se tiene una lectura bastante cabal, aunque incompleta del
Libro de buen amor, pero no está de más la observación de lo que se
dejó en el tintero Martín Recuerda, cuál fue el tipo de textos descar­
tados.

281
De la primera mitad del Libro de buen amor el dramaturgo ha
omitido las estrofas 1 a 10, y todas las estrofas entre la 44 y la 71,
donde se abordaban dos asuntos: “de cómo todo hombre se debe
alegrar”, y “de la disputa entre griegos y romanos”.
Tampoco ha utilizado las estrofas 250-428, donde aparecían nu­
merosos ejemplos24 y otros textos sobre los pecados capitales, así
como el asunto de las horas que reza Don Amor, la pelea que éste
mantuvo con el Arcipreste, y dos espléndidos relatos humorísticos:
parte del de los perezosos que se querían casar, y el del pintor Pitas
Payas completo.
Sólo se ha servido parcialmente del texto sobre las propiedades
del dinero, pero no ha hecho lo mismo con otros textos sobre las
mujeres, las casamenteras, las buenas costumbres (también la de no
beber), el abandono de Don Amor al Arcipreste, y los consejos de
Venus (500-527).
Apenas ha hecho uso de los textos sobre doña Endrina y la alca­
hueta, que Juan Ruiz dice haber tomado de la historia de Pánfilo y
Nasón, y no lo ha hecho en absoluto de los consejos a las mujeres,
los nombres de las alcahuetas, y de la vieja que va a ver al arcipreste
(788-949).
De la segunda mitad del Libro de buen amor el autor de Las con­
versiones ha olvidado, como ya se advirtió, todo lo referente a dos
serranas (1005-1042).
Tampoco utiliza los apartados donde se aborda la Pelea de Don
Carnal con Doña Cuaresma (1069-1127), y todos los que se refieren
al pecado, al pecador, al Miércoles de Ceniza, a la Cuaresma, y a
cómo recibieron a Don Amor los miembros de la clerecía (1128-
1314). Y ocurre lo mismo con las siguientes, donde el Arcipreste
llama a su vieja para que le consiga una dueña y luego se enamora de
la que hace oración (1315-1331).

24. Ejemplo del lobo, de la cabra y de la grulla (252-256), ejemplo del águila y
del cazador (270-275), ejemplo del pavo y la corneja (285-290), ejemplo del león y
el caballo (298-303), ejemplo del león que se mató con ira (311-316), el pleito del
lobo y la raposa con Don Simio (321-371), y ejemplo del ratón topo y la rana (407-
422).

282
Asimismo olvida las estrofas 1397 a 1485, casi un centenar, pues,
donde aparecen varios ejemplos,25 algunos de mucho interés. Omite
también algunas de las estrofas tras la muerte de Trotaconventos (1569-
1575), el epitafio de la sepultura de Urraca (1576-1578), las armas del
cristiano (1579-1605) y parte del texto sobre las cualidades que las
mujeres chicas han (1606-1607), del que utiliza lo esencial.
Por fin, de los cantares de ciegos, no se ha servido de ninguno de
los dos (1710-1728).
Traslada, a su obra teatral, 550 de los versos originales del
Arcipreste, lo que equivale a un 8% del total, algunos de los cuales
prosifica y otros modifica. Incluye 66 estrofas completas en la pri­
mera parte y 35 en la segunda, lo que significa una proporción mu­
cho menor, si tenemos en cuenta que en el Libro de buen amor hay
1728 estrofas.
Por su parte, creó cuatro composiciones poéticas: la de las morillas
de Sopetrán (12 versos), una puesta en boca de Trotaconventos (20
versos), otra en la del protagonista (8 versos) y una más a cargo de
doña Endrina (3 versos).
En general, Martín Recuerda ha hecho una buena selección de
textos, rechazando la mayoría de los ejemplos, que resultaban dema­
siado narrativos, y quedándose con aquellos que invitaban a la ac­
ción de su personaje central. Pero también ha omitido textos sobre el
pecado, que echaba en falta la censura, y sobre el pecador, con lo
que, en efecto, proporciona una visión festiva y transgresora de la
figura del arcipreste, que apenas se sentirá emocionado penitencial­
mente cuando llega a la iglesia de Santa María del Vado.
Su mayor aportación está en la creación de personajes (que he­
mos visto) y escenas, aunque también ha incorporado un número de
versos de interés inexistentes en el texto de Juan Ruiz.
En cuanto a las escenas, son de resaltar las que tienen que ver
con la clerecía talaverana, cuyos miembros se encuentran en mala

25. Parte del ejemplo del gallo que encontró un zafir en el muladar, ejemplo del
asno y del perro (1401-1411), ejemplo de la raposa que comía gallinas (1412-1424),
ejemplo del león y del ratón (1425-1436), ejemplo de la raposa y del cuervo (1437-
1444), ejemplo de las liebres (1445-1453), ejemplo del ladrón que dio su alma al
diablo (1454-1484).

283
disposición ante la llegada del Arcipreste en la primera parte de la
obra.
Pero resultan mucho más vistosas las que tienen de fondo una
bodega (bodego), mesón o tugurio, donde Martín Recuerda crea si­
tuaciones con muchos personajes, casi siempre de diversas etnias y
religiones, que salen y entran, cantan, bailan y tocan instrumentos26
de un modo difícilmente controlable. Es la desmesura y grandiosi­
dad del autor granadino, aspecto éste en el que se han fijado algunos
críticos: “hay siempre un desequilibrio entre la eficacia dramática de
las escenas sueltas, que no hacen sino revelar la pericia desde el pun­
to de vista técnico-teatral del autor, y el cierto descuido en la estruc­
tura total”.27
Llamativa y novedosa resulta, también, la última escena de la
obra, donde tras acontecimientos de gran importancia, como la muerte
de Trotaconventos, el Arcipreste es cogido prisionero. Su actitud en
ese momento dista mucho de la del hombre pesaroso por sus delitos
(robo de los tesoros del rey, vida disoluta) al que llevan a prisión. Se
muestra, y ahí la censura hallaba una quiebra respecto al texto de
Juan Ruiz, como un hombre vitalista que anima a todos a continuar
la fiesta y a seguir cantando a pesar de haber sido él apresado.
También hallaba la censura un motivo de tensión en el lenguaje
del personaje central, especialmente en el uso de algunos vocablos
como cabrón, cabrito, etc. Más determinantes, y de mayor proyec­
ción me parecen ciertas alusiones sexuales como la encerrada tras la
expresión metafórica “conejo”. Porque sirve para referirse al miem­
bro masculino tanto como para el femenino. Aquél, cuando Fernan­
do García ha birlado su presa (la panadera Cruz) al Arcipreste y se
excusa en estos términos: “No le miraba el canalillo, sino que mi
conejo empezó a dar saltos dentro de mi zurrón, hasta salir y caer en
la cama de ella, y, por buscarlo, tuve que meterme entre las sába-

26. “¡Vengan zampoñas y tamboriles, y que baile de nuevo la Grimalda! ¡Ea,


ya sube al tabladillo!¡Menea, menea! Que el de Hita te hará las coplas, para que las
cantes en el moro” José Martín Recuerda, mecanoscrito de la obra, cit., pág. 18.
27. Antonio Morales, “Estudio preliminar” a José Martín Recuerda, Las
ilusiones de las hermanas viajeras. Las Conversiones, Murcia, Editorial Godoy,
1981, pág. 45.

284
ñas” .28 El femenino cuando el protagonista va por la Sierra de
Guadarrama y se queja en estos términos: “Días sin ver conejo llevo
por esta sierra, que lo que fue primavera en Talavera se tomó en
invierno desde que ando por estos peñascos”.29
La sexualidad, desde luego, se explica con metáforas campesi­
nas, que le dan un tono de medieval ruralidad a la obra, por ejemplo:
“si el trigo está en molino, quien antes llega, antes muele”;30 “mas
como en mi zurrón había conejo vivo, ella prefirió conejo vivo al
trigo añejo”;31 “sino que está echada en camisa sobre la cama, como
la que se hartó de comer cordero”;32 “Seguramente la tal serrana está
de fiesta, o tiene gana que le embista un toro de la Atienza”;33 o de
tipo musical: “¿Sabes qué es esto que tengo aquí bajo la sotana? Un
tamboril”.34
Tales alusiones sexuales tienen sabor antiguo, con lo que Martín
Recuerda da muestras de saber lo que tiene entre manos.
El hilo argumental es suyo, los personajes son caracteres de su
invención en gran medida, y algunos versos también pertenecen a su
musa. La obra supuso un toque de atención a los dramaturgos dormi­
dos o adormilados a la sombra de la quietud aparente impuesta por
un gobierno que no quería que nada se moviera, aunque pretendía
demostrar lo contrario ante el exterior.
Si ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita? no alcanzó
un sonoro éxito en su estreno se debió, sin duda, a que el público (y
ahí tenía razón la censura, pero con otros matices), pero especial­
mente el crítico teatral, no estaba preparado para recibir un persona­
je así en una obra total. Martín Recuerda se adelantó a su tiempo y
dio un paso comprometido. Ese tipo de teatro en que se delataban
situaciones amorales y donde la acción, la música, el baile, las can­
ciones, forman una unidad, tardaría aún unos años en llegar a nues­
tro país.

28. Mecanoscrito, cit., pág. 20.


29. Id., pág. 31.
30. Id., pág. 23.
31. Id., pág. 20.
32. Id., pág. 21.
33. Id., pág. 35.
34. Id., pág. 33.

285
(1982) DE JOSE LUIS SAMPEDRO:
EL N U D O
BALANCE DE UNA TENTATIVA TEATRAL

F ra n c is c o M a r tín M a r tín
l.E.S.Teruel

José Luis Sampedro comenzó su andadura teatral conocida entre


la denuncia burlesca y satírica -un tanto valle-inclanesca- de La
paloma de cartón (1950)1 y la parodia grotesca y la predestinación
pesimista de Un sitio para vivir (1955).12 Se trata de unas obras escri­
tas en los años cincuenta, que gustan de conocer y desentrañar un
trasfondo político y económico cifrado en clave, en el que rebusca

1. José Luis Sampedro fue galardonado con el primer Premio Calderón de la


Barca, que se repartió entre cinco, en un jurado compuesto por Guillermo Reyna, el
marqués Lúea de Tena, Luis Escobar, Alfredo Marqueríe, Luis Fernández Ardavín,
David Jato y como secretario José María Ortiz. El fallo del jurado y la posterior
discrepancia por el resultado fue publicado por el diario ABC (15-X I-1950). La
obra se representó dos años más tarde por el Teatro Español Universitario, en una
sesión de cámara, bajo la dirección de Modesto Higueras, el 22 de diciembre de
1952. Los intérpretes fueron María Adela Bugler, Cecilia Ferraz, María Paz
Carrero, Ana María Gutiérrez, Aurora Hermida, Germán Cobo, Leopoldo Rodao y
José Burgos.
2. Esta obra fue estrenada el 28 de noviembre de 1955 en el “Teatro María
Guerrero”, bajo la dirección de Modesto Higueras, ayudado por Carmen Troitiño,
en la “Compañía Nacional de Cámara y Ensayo”. La escenografía estuvo a cargo de
Miguel Narros y fueron intérpretes Julita Martínez, Julia Delgado Caro, José Luis
Heredia, Valeriano Andrés, Agustín González, María Recio, Ramón Corroto, Juan
Alberto, Bárbara Orbis y Rafael Gil Marcos, luego ha seguido siendo representada
en teatro de cámara y por compañías de aficionados. Esta obra sólo ha sido
publicada por ediciones ALFIL en su colección Teatro (184), 1958.
un lenguaje adecuado a este tipo de códigos: un lenguaje simbólico -
verbal o artístico-gestual- capaz de desplegar la ambigüedad y fuerza
necesarias con que poder expresar lo prohibido, desvelar los tabúes,
deformando y transformando para ello la materia literaria cuyo refe­
rente inmediato es la realidad objetiva. El teatro de José Luis Sampedro,
desde el primer momento, se orienta hacia un acto de comunicación
llevado a efecto con medios de expresión propios del código literario y
artístico, pretendiendo con ello provocar la reacción del público, mas
no como pasivo espectador sino para ejercer potestad en el hecho dra­
mático al que asiste. Los problemas para llevar a las tablas sus obras
dramáticas nos señalan, bien a las claras, que su teatro tiene algo de
provocador.3
Tras un largo paréntesis en la creación dramatúrgica, José Luis
Sampedro vuelve a tomar la pluma farandulera en 1982, año en el que
crea su última obra de teatro, por el momento: El nudo. La pregunta se
nos antoja inmediata, ¿se presenta El nudo, tras el largo descanso como
dramaturgo, como un cambio en la trayectoria teatral de Sampedro? Si
en las primeras obras teatrales de nuestro autor su escritura revela un
perfil comprometido, donde lo dramático estriba en la palabra y poco
en la acción, adoptando elementos autobiográficos para proyectarlos
sobre un fondo onírico; en El nudo su palabra escudriña la analogía
entre lo real y lo teatral, dentro de un espacio que se crea entre el
protagonista y el espectador. José Luis Sampedro vendría a crear una
alegoría abierta en la que cada cual pudiese rellenar con elementos de
su propia vida. En la obra que aquí nos ocupa, Sampedro busca como
fuente de inspiración la realidad que le rodea, haciendo resaltar una
serie de códigos circunstanciales, que operan en el mundo cotidiano y
que el autor entiende relevantes para testimoniar el momento histórico
en que se sitúa la acción de la obra, códigos, por otra parte, familiares
a la mayoría del público, como ha resultado ser cada una de las teselas
que componen el mosaico creativo del autor.

3. Ya su primera incursión en la creación teatral, con tan sólo 19 años, se


propuso escribir una obra con clara inspiración del expresionismo de O 'Neill, y que
tituló El que no tiene nombre, que formaba parte de su revista de particular creación
UNO, que más tarde (1986) ha editado de forma limitada. Esta primera creación
forma parte de la prehistoria de nuestro dramaturgo.

288
Nos hallamos en El nudo ante una estructura dramática equi­
librada, en función de la cual los personajes actúan conforme a
los imperativos de la intriga, el nudo conflictual y el desenlace.
Por lo que se refiere a los registros del lenguaje, se da fundamen­
talmente el nivel coloquial del mismo y, dentro de él, predomina
el argot de la marginalidad moral. Diríase que estamos ante una
obra que responde fielmente a una receta teatral, destinada a con­
vertirse, a la hora de su representación, en un producto de presu­
mible éxito, integrado en la dinámica de la sociedad de consumo
de los años ochenta.4
El nudo, drama que parodia la estructura social de un pequeño
pueblo de los Estados Unidos que, a fuer de ser sinceros, podría va­
ler para la España profunda, es una caricatura del enjambre de códi­
gos lingüísticos y socio-culturales. La distorsión de la realidad y la
suave esperpentización de la misma, permite a Sampedro construir
una trama inspirada en el amor como sustituto de la hipocresía de la
sociedad: la injusticia social, la explotación del hombre por el hom­
bre y por la sociedad, la lucha de clases, el desenmascaramiento de
los criterios y valores totalitarios impuestos por la minoría oligárquica,
la invalidez de los actuales valores sociales y de las represiones reli­
giosas, morales y políticas, así como la deshumanización y pérdida
de la identidad del hombre, quedan escenificadas en la piel de unos
secuestradores esperpénticos, una familia grotesca, y una policía

4. N o es aquí el momento -estudios más acertados y concretos que el mío


existen - de aproximarme hacia un planteamiento sobre qué tipo de público y
cartelera teatral conformaba el mundo teatral de la transición española. De modo
sucinto se podría recurrir al trabajo de María Francisca Vilches de Frutos, “El teatro
español de los años 80. Tendencias predominantes”, Insula, n° 456-457
(noviembre-diciembre 1984), pág. 14-15; así com o sus trabajos sobre las carteleras
teatrales de los ochenta publicados en las revistas ALEC y Gestos-, pero tampoco
debemos olvidar el estudio de Ángel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del
teatro Español durante la Transición política, (1975-82), Madrid, Biblioteca
Nueva, 1988; el volumen de María Pilar Pérez-Stanfield, Direcciones del Teatro
español de posguerra, Madrid, ed. José Porrúa Turanzas, 1983; como también el
estudio de María José Ragué-Arias, El teatro de fin de milenio en España (de 1975
hasta hoy), Barcelona, Ariel, 1996; y una extensa nómina de investigadores en la
que figurarían Luciano García Lorenzo (1981); Víctor García Ruiz (1999); Manuel
Gómez García (1996); Alfonso de Toro y Wilfried Floeck (1995), etc.

289
despótica y tiránica, en asunción de la propia sociedad. Si a todo le
añadimos el simbolismo de los aparatos tecnológicos, como poder y
alienación del ser humano alcanzamos el universo que el autor quie­
re interpretar.
En las siguientes líneas queremos demostrar, en su justa medida,
la trascendencia de esta obra inédita, que se encarta dentro del deno­
minado Nuevo Teatro Español, y pergeñar la dedicación de un autor,
que lejos de las corrientes teatrales del momento, decidió agregar su
soledad como dramaturgo y romper con la estética del teatro burgués
del momento.

Desatemos E l nudo (1982)

Resumamos brevemente el argumento. La historia se desarrolla


en una pequeña ciudad, cabeza del condado de Georgia, en verano y
en dos días: sábado y domingo. La vida aparentemente apacible de
una pareja en una pequeña granja a las afueras de la ciudad se ve
violentada por la llegada de dos presos fugitivos de la justicia. Entre
la pareja, Elka, la mujer y Gray, el hombre, convive Deborah la ma­
dre, y no sólo de forma espacial, sino en una asfixiante relación don­
de la nuera intenta resistir los acosos de la suegra celosa y castradora.
Cuando aparecen los presos, Arp y Nikos, fugados de una cárcel
próxima, la pareja se halla en una sorprendente soledad, ya que su
madre les ha dejado solos, motivo sorprendente por lo inhabitual. Lo
que comienza con un secuestro forzado por las circunstancias se
enrevesará al entablar relaciones sexuales entre los secuestradores y
la pareja, que acabará con la huida de los cuatro, unos huyendo de la
justicia, los otros de su vida pasada. El Sheriff aprovechará la oca­
sión para constatar su potestad e inmolar a los fugados y a sus acom­
pañantes en una escena final, teñida de travestismo, sadismo y con­
notaciones bíblicas.

Subamos el telón: la arquitectura teatral

La obra se desarrolla a lo largo de tres actos, a los que el autor ha


añadido, en la acotación inicial, que los dos primeros deben ir sin

290
interrupción.5 En el plano más superficial, la obra se articula en una
serie de líneas intertextuales, en una relación ya coordinativa, ya
subordinativa. Podemos destacar, en primer término, el código del
orden social frente al de la marginalidad, códigos éstos que se mani­
fiestan sea de forma explícita (lingüística), sea de forma implícita
(situacional): el del código familiar frente al de los partidarios de la
libertad conyugal, el código de la hipocresía educacional frente a las
relaciones homosexuales, el código de la sociedad moralmente insti­
tuida frente a la conducta temperamental de los jóvenes, etc.
La pugna y el contraste entre los códigos socialmente homolo­
gados, de una parte, y de otra la conducta y la actitud del individuo
refractario a ellos marcan la clave para entender la esencia dramática
del texto. Como texto dramático presenta a sus personajes principa­
les de forma súbita. Surgen en escena y en primer término Deborah
(madre), Gray (hijo) y Elka (nuera). Todo parece en orden. “En
América todo está en orden” atestigua con fuerza moral la madre,
con lo que tenemos un primer cuadro donde se respira tranquilidad y
paz. Sin embargo, otros dos personajes pronto van a romper ese re­
manso de paz ambiental, son los presos fugados de una cárcel próxi­
ma: Arp y Nikos. El desequilibrio desde esta primera parte, aparen­
temente sosegada, viene por la secuencia temporal que impone el
autor sobre la escena. Los presidiarios fugados van acercándose a la
casa desde las calles próximas y Sampedro nos relata este acota­
miento espacial desde acotaciones como éstas: “Calle Primera, Ca­
lle Segunda, Calle Tercera”, de esta forma se acerca el peligro a la
casa de los protagonistas. Aparte de estos personajes principales te­
nemos a otros que van apareciendo a lo largo del primer acto como
es el Sheriff y Willie, aprendiz de policía se nos dice, pero con la
carrera de abogado terminada.
La intención connotativa que a lo largo de la obra se perfila, aso­
ma onomatopéyicamente ya en los nombres de algunos personajes.

5. Hemos consultado la cuarta y última versión de El nudo, (septiembre de


1983) depositado en la Biblioteca Nacional. El volumen está mecanografiado por
José Luis Sampedro, con los dibujos sobre la ambientación de la escena y
acotaciones sobre la música, practicables en escena y efectos visuales. La obra
consta de 112 páginas.

291
Así, frente al de Deborah cuya carga im plícita es evidente
(devoradora), tenemos el de Gray (Gay) que cree que es homosexual
o el Sheriff6 que carece en la obra de nombre propio, siendo ese
nombre común suficiente para saber que él es el orden o el desorden,
pero en todo caso, el autoritario.
En este espacio agobiante nos encontramos con un personaje, tal
vez, el principal: Elka, cuyo aspecto reviste ribetes de antihéroe.
Desempeña un pesado trabajo de esposa y resignada nuera ante la
prepotente suegra. Su pasado es difuso y complicado. Hija de emi­
grante polaco, ha trabajado como prostituta en Chicago y ahora fe­
lizmente casada e intentando olvidar su pasado es brutalmente gol­
peada psicológicamente y chantajeada por la madre de su marido,
precisamente, recordándole su pasado. La intensa relación con la
suegra y la incomprensión de un marido dominado por su madre se
fragmenta en mil pedazos con la irrupción en escena de la pareja de
fugados. El autor se esfuerza para que veamos la necesaria comu­
nión de los intrusos y los habitantes de la casa. Una y otra pareja son
los representantes de la desintegración y de la marginalidad.
La obra gira, pues, en relación con el proceso iniciático de Gray
y con la resignación desesperada de Elka, que ante los acontecimientos
cae en la vorágine aniquiladora que inicia su marido. Si Gray y Elka
forman una pareja con indudables problemas de comunicación, la
llegada de los delincuentes les une, en un principio, pero el nudo de
la trama traza un espectacular lazo cuando descubren la sexualidad y
la sensibilidad en cada uno de los intrusos, lo más anecdótico y
esperpéntico es, sin duda, la relación homosexual en la que cae Gray.
La trama se bifurca en dos caminos, cuando Deborah, la madre, que
había salido de viaje comienza a preocuparse por el estado de su hijo
que ha dejado solo, por primera vez, desde que se casó. Los diálo­
gos, que a partir de entonces inician Deborah y el Sheriff, nos permi­

6. El Sheriff es el único personaje que no posee nombre propio en la obra. En


este punto José Luis Sampedro sigue la tendencia que persigue la abstracción desde
el alegorismo, y donde los personajes no dejan de ser meros discursos críticos que
encarnan de forma global un pensamiento. José Ruibal y Nieva encabezan este
planteamiento estético, sin olvidar a Martínez Medierò y García Pintado. Una leve
aproximación de esta tendencia se puede esbozar en Francisco Ruiz Ramón,
Historia del Teatro Español. Siglo XX, Madrid, Cátedra, 1986, págs. 527-540.

2 92
ten conocer aspectos oscuros de la vida de los personajes y de las
ambiciones, poco nobles, que cada uno persigue. Como al héroe clá­
sico, precede a Deborah la aureola de la fama. El espacio reservado a
él en la casa es tabú para los demás. Ella se presenta como la perfecta
madre americana, que ante su viudez prematura ha sacado a su hijo
adelante, pero que no ha podido impedir que se casase con alguien
que no era de su agrado. Su majestuosa solidez de pensamientos le
hace ser respetada,7 pero esa admiración está sustentada, como nos
hace ver el Sheriff, en su aspecto personal y en oscuros aspectos de
su vida, que rodean enigmáticamente a Deborah. Así pues, lo sagra­
do se manifiesta en forma mítica, por vía de referencia, y no con la
presencia del ser mitificado. Al decir lo sagrado, sin embargo, debe
tenerse en cuenta juntamente lo tabú, lo vitando, que viene a ser lo
sagrado negativo. Lo sagrado en Deborah es su casa, su hijo y su
difunto marido. El efecto cómico que inspiran sus grotescas referen­
cias a la bebida, la muerte de su marido -en accidente de coche cuando
estaba acompañado por una prostituta y que el propio Sheriff se en­
cargó de ocultar- le sirven a José Luis Sampedro para aproximarnos
a una realidad que se debate entre esperpento e ironía, entre hipocre­
sía y ambición.
Este clima dramático, que hemos ido componiendo a través de
estas acuarelas de los personajes, estaría incompleto si no planteára­
mos el boceto de los presidiarios fugados y buscados por la policía
de Estados Unidos. Sus nombres y sus situaciones personales son
peculiares: Arpad Varosz es un condenado a muerte por matar a un
policía. Nikos Bastiades está condenado por tráfico de drogas. El
juego de lo sagrado, el matrimonio, y de lo profano, el acto del se­
cuestro, tienen valores relativos en función de cada personaje, que
responden de distinta forma y, en ocasiones, de forma paródica. Lo
sagrado opera en la realidad en cuanto inaccesible; mas ya una vez
las cosas al alcance de la mano, se ve en ellas el lado lucrativo.
En fin, y en lo que afecta a nuestros intereses, una vez presenta­
dos los personajes, con las dos parejas principales, se trenza el moti­

7. La madre en un momento del primer acto afirma que: “En América todo está
en orden”, “vivir en comunidad en diálogo con el vecino”, “tener confianza en la
Ley y en D ios”, El nudo..., op. cit., pág. 4.

293
vo argumental con los preparativos de la aventura. Los secuestrado­
res entablan relación amistosa con los secuestrados (¿síndrome de
Estocolmo?), el lazo va cerrando un nudo de imprevisibles inciden­
cias, a saber, la declarada homosexualidad de Nikos y la debilidad de
Gray que afirma su inclinación sexual, como el amor sorprendente,
por pasional e intenso, de Arp y Elka. La descripción de lo que he­
mos llamado viaje iniciático se desarrolla desde lo más fútil y pro­
saico como la promesa de Nikos a Gray de que si se fugan juntos,
éste podrá por fin trabajar como diseñador de ropa femenina “la vo­
cación de mi vida”,8 a una visión idílica de un amor platónico en el
sentido amplio de la palabra, ya que la imagen de su amor va a ser
transmitida por el hijo que Elka cree tener engendrado en su primera
relación con Arp. Y en el acto segundo los vínculos entre estas pare­
jas en las horas que transcurren dentro de la casa son cada vez más
intensos, mientras los esposos se distancian, señalando el autor cómo
el mundo de los casados se está separando irremediablemente. Gray
persuadido de que ha llegado el momento de “romper el nudo” y
dejar a “mi cuerpo vomitando la farsa”9 se explaya en monólogos
cortos en los que quiere romper las ataduras que le oprimen; sin
embargo, Elka no quiere “volver a ese desorden”.10
El relato de Sampedro da soporte a una doble lectura: una hori­
zontal, icástica, literal; en vertical la otra, entendida como el rito
iniciático del descensus ad inferos en busca del objeto misterioso.
Elka desde la inminente ruptura de su, por fin, ordenada vida, está
desalentada, se resiste a volver al mundo que ya ha conocido, y por
ello intenta convencer a su marido, Gray, que reconsidere su actua­
ción. Elka que ya ha perdido toda esperanza se ha encariñado de
Arp, el otro secuestrador, de origen húngaro y bajo nivel social. En
el tercer y último acto, los secuestradores preparan la huida, aunque
hay discrepancias de cómo llevarla a cabo. En estos momentos
Sampedro recurre a la utilización de la televisión del gran salón, por
la que nos enteramos de la huida de los dos presos, un sofá será el
lecho de amor entre Elka y Arp, mientras las motocicletas sirven

8. El nudo, op. cit., pág. 46.


9. El nudo, op. cit., pág. 47.
10. El nudo, op. cit., pág. 47.

294
para encontrar el nudo fatal.11 Elka sabe que acompañar a Arp significa
embarcarse en la aventura rumbo hacia un mundo degradado, lleno de
peligros; sin embargo, para Gray ese mundo al que se enfrenta lejos de
la casa materna es una vorágine irresistible. Salir de la casa representa la
transfiguración del peregrino, logrando su objetivo. Mas no acaba la
prueba en este punto, ya que los procesos iniciáticos continúan y una
vez que Gray ha logrado desenmascarar y burlarse del poder de su ma­
dre, travestido de mujer y burlándose frente al retrato de su madre, acaba
su borrachera física y vital en una reivindicación de la memoria de su
padre, vistiéndose con la cazadora de su difunto padre y ostentando con
aire marcial el protagonismo que nunca había tenido un hombre en esa
casa. Finalmente, tras este éxtasis de alcohol y a la mañana siguiente
cuando deben partir hacia su destino trágico, Gray entraña el remate
final de la prueba: al igual que Perseo no ha de mirar de frente la cabeza
de Medusa, trofeo de su hazaña, si no quiere convertirse en piedra, las
dos parejas deben llevar oculta su victoria, única manera de que ésta
llegue a salvo a su destino. Este plan de los delincuentes se torcerá, ya
que serán delatados por su supuesto enlace en la fuga; de este modo, el
binomio guía-héroe queda fundido en un solo personaje. El final se pre­
senta con una anagnórisis trepidante y fugaz. La madre, tan casta y tan
pura, fue amante, recién enviudada, del Sheriff. El Sheriff busca deses­
peradamente terminar la operación “Nudo”, que le reportará un ascenso
y podrá dejar “este pueblo de mierda”. Elka le confiesa su pensado em­
barazo a Arp y la lucha que, ahora sí, deben emprender por su futuro
hijo. La muerte final, violenta, dramática y las escenas inmóviles de los
personajes en su caída mortal, nos revelan al Sampedro más romántico
de toda su trayectoria dramatúrgica. Obsérvese este final de trágica pau­
sa en las acotaciones del autor:

A la izquierda Arp muere en el acto. Elka vive unos segundos


más, que le permiten sostener a Arp como la Pietà de Rondatimi,
hasta caer abrazada a él.12

11. A sí lo expresa en la acotación general de la Escena 58 donde además


añade: “Si es posible, por el pasillo de butacas un fotógrafo con su equipo y una
periodista”.
12. El nudo, op. cit., pág. 122.

295
Sin duda esta secuencia surte un efecto cómico en el público. La
muerte es grotesca y esperpéntica, no sólo por la intensidad desme­
dida de estas escenas, sino porque Gray para no ser reconocido por
la policía iba travestido de mujer, el destino fue a buscarle y lo en­
contró con sus mejores galas. Cuando un modelo clásico de estirpe
mítica (cuyos actantes están recubiertos por personajes hieráticos,
solemnes, arquetípicos) es trasladado a un contexto profano y trivial,
el efecto será tanto más cómico cuanto mayor disparidad exista entre
los personajes homólogos del modelo originario y los de la versión
paródica.
Frente a estas limitaciones, más o menos flexibles, del texto dra­
mático, es necesario decir, que el relato se mueve por espacios ima­
ginarios y oníricos sin limitación alguna; de ahí que los recuerdos
que salpican los actos sean más bien unas pequeñas acotaciones im­
plícitas para poder comprender el drama, que una representación real
de un flash-back, tan difícil por otra parte en el mundo del teatro.
El espacio del escenario en la obra está caracterizado por una
casa, con salón, cocina, alcoba izquierda y derecha, porche, escale­
ras y pasarela, junto a la casa debe haber una iglesia. Los efectos
visuales también ayudan simbólicamente a los espacios y remiten a
espacios oníricos, el autor apostilla: “Escenas mímicas, televisión en
gran pantalla, muy recomendables sombras chinescas en las alco­
bas”.13 El espacio escénico presente no suele ser un lugar abstracto,
sino que generalmente se concibe como una parte de un continuo: la
ciudad, la casa y el campo, que se segmenta en el escenario, pero en
ningún caso se aísla y, paralelamente, el tiempo de la escena fluye
como una incesante secuencia temporal de la historia, que el autor
recoge por su especial intensidad, por su dramatismo.

A la hora de bajar el telón...

Se nos podrá decir, con razón, que el cúmulo de datos ofrecidos


en estos párrafos no dice nada en sí mismo, o no dice demasiado. Sin

13. Esta acotación se encuentra en la página 2 de El nudo, op. cit., y se


acompaña de los practicables necesarios como moto, banda sonora, ruidos fuera de
escena, etc.

2 96
embargo, creemos sinceramente que eliminando la vetusta teoría de
las generaciones de Pinder y Petersen, José Luis Sampedro se enmarca
entre los dramaturgos que alrededor de los años setenta, en plena
transformación cultural y política de España, se atreven con un tea­
tro que Wellwarth estudió como Spanish underground drama.14 En­
tre esta corriente de teatro rupturista se encuentra el grupo que Ruiz
Ramón denomina “generación perdida” o “generación realista”, que
cronológicamente corresponde a los primeros atisbos del Nuevo Tea­
tro.15 Porque en definitiva, como ya expuso Angel Fernández Santos
esta vanguardia también estaba formada por autores no tan nove­
les.16 Si hubo renacimiento efímero o tan sólo consolidación a una
nueva realidad social no es este el lugar donde plantearlo, lo que nos
importa es que Sampedro se suma a la corriente temática de la injus­
ticia social, de la hipocresía moral y social, la violencia, la pérdida
de identidad del hombre, la miseria de las llamadas clases bajas, la
inmisericordia de las críticas sociales, la sexualidad reprimida por
falsos puritanismos, etc. Todos estos elementos están tratados con
particular distanciación, esperpento y farsa, sin olvidar la alegoría y
el absurdo. Los personajes generalmente pierden la nominación par­
ticular y representan conceptos (poder, miseria, violencia, etc.). La
ambientación escenográfica requiere el uso de objetos como partes
del discurso dramático (máquinas, cuadros, televisión, motocicletas,
etc.). Aún con todo, los personajes arrastran su culpa y la expiación

14. Wellwarth, George E, “Teatro español de vanguardia”, Primer Acto, 119


(1970), págs. 50-58.
15. Ruiz Ramón..., op. cit., pág. 487. En esta clasificación de autores del
N uevo Teatro hay dramaturgos jóvenes y no tan jóvenes, juntos más por los temas
elegidos y la manera de tratarlos en escena, que por un sentimiento de grupo que
nunca tuvieron. Una aproximación a los temas, técnicas y lenguajes del Nuevo
Teatro nos la ofrece con meridiana exposición la obra de María Pilar Pérez-
Stanfield, op. cit., pág. 286-306. Para la nómina sobre quiénes pudieron ser
constituyentes de esta tendencia teatral se puede consultar el trabajo de la misma
profesora en Direcciones de Teatro..., op. cit., págs, 279 y ss; o el estudio de César
Oliva, op. cit., pág. 349 y ss.
16. Para Ángel Fernández Santos “N o es este teatro ni mejor ni peor que el de
entonces; simplemente es el mismo, y ésa es su nueva muerte”, véase su interesante
exposición en “La vanguardia calva”, ínsula, 456-457 (noviembre-diciembre 1984),
págs. 5 y 7.

297
que el autor quiere que interpreten. Estéticamente, la destrucción de
la realidad conlleva la desorientación de la conciencia, que se trans­
forma en pánico, crueldad y provocación: un teatro como respuesta a
un mundo que no es racional17. Por todo lo expuesto, parece más que
evidente, que cuando el conjunto de las anteriores propuestas éticas
y estéticas, escenográficas y dramatúrgicas se imbrican nos ofrecen
una obra rupturista y reveladora, que no deja de ser una obra exce­
lente. No hay duda de la calidad de la obra de Sampedro en El nudo,
que amén de asimilar las nuevas tendencias escénicas, como ya he­
mos ido demostrando, sirve para presentar un aspecto esencial de la
obra dramatúrgica del autor: la palabra, que le convierte en un dra­
maturgo que compagina la idea de un teatro catártico y liberador,
cuya finalidad es mostrar la esencia humana.
José Luis Sampedro rebusca en la idea de la rebeldía y de la trans­
gresión desde sus primeros escritos teatrales. El mito antropofágico
de Cronos y Saturno que Sampedro encuentra cruelmente vigente en
la sociedad de los años cincuenta le inspira las dos obras que hemos
citado, pero también su drama inédito El nudo, en el que su libertad
de creación roza con la disciplina autoimpuesta en su afán de expre­
sar los sentimientos, anhelos y temores de su existencia y del futuro
de la humanidad.

17. Véase M. Bilbatúa, “¿Qué es la vanguardia teatral?”, Cuadernos para el


Diálogo, 39 (1966), pág. 42.

298
PARÁBASIS PARA UNA DRAMÁTICA
CONJETURAL

Ju an H u r ta d o

Todo es simbología y analogía

“Todo es símbolo y analogía / el viento y esta noche tan fría / son


otra cosa que noche y viento / sobras de vida y pensamiento”. Con
estos versos inicia F. Pessoa su particular tragedia subjetiva “Faus­
to”, anunciando el tema esencial de cualquier escritura teatral: el
origen de la dramática está en la antinomia Pensamiento-Vida. Lo
que hay en común a todo lo existente es el ser. La existencia es un
haber. Vivir es actuar sobre el mundo de una manera creativa.
En cuanto al ser humano para no diluirse en la nada vegetativa
indaga sobre el marco circunstancial de su existencia. La creación es
una manera de dilucidar la vida, una forma instrumental de interro­
gar al misterio. La dramática conjetural es una interrogación, la ex­
presión de una pregunta. Antígona, Segismundo, Hamlet, o hasta el
mismísimo Don Quijote de la Mancha, son una extensa y fecunda
pregunta. La pregunta si bien realizada, permanece en el tiempo ge­
nerando continuos estados de respuestas a la vez sustento de nuevas
preguntas. La respuesta, como finalidad artística tiende a diluirse en
la entropía de un tiempo histórico convencional pues siempre es
axiología (valorativa moral o ideológicamente).
La vida no es un eterno de lo mismo, como tampoco el teatro es
una recreación de la vida en cuanto conservación. Para eso ya se
inventó la fotografía, los congeladores frigoríficos, los best-sellers,
las Navidades de “Corte Inglés” y el B.O.E.
El individuo es criatura dispuesta a perseguir una meta en conti­
nua recesión. De la necesidad de conocer y evolucionar surge la ne­
cesidad de la obra de arte como elucidación del ser humano en el
devenir. “El texto dramático, resulta, una oscilación entre alternati­
vas penosamente inadecuadas, articuladas para salir de la confusión”.
Para organizar la realidad y tratar de comprenderla hay que re­
presentarla, re-crearla, intentando atrapar su fugacidad y sus enigmas.
La realidad es fenoménica en un sentido radical. El mundo es un
escenario y todo lo que ocurre sucede en el ser. El ser habita en el
lenguaje, es palabra en el tiempo. “El tiempo no es más que el paso
de una palabra a otra, -nos dice Peter Handke- El tiempo no es
exterior al mundo, fuera del tiempo no existen hechos reales”.
El texto conjetural puede entenderse como una interrogación so­
bre el ser enunciada formalmente dentro de una estructura analógica
en un espacio simbólico significativo. “El ser se revela mediante sig­
nificados. El significado señala el principio de conciencia. Merced a
la creación y comprensión de significados somos capaces de repre­
sentamos el mundo” refiere Jaspers. El texto dramático, pues, no es
más que la materialización de ese interrogante en sus diversos géne­
ros, estilos, modos, contra-modos, formas, etc.
Tanto el autor como el texto siempre son re-presentados, altera­
dos, modificados. “La representación del texto literario pertenece a
otro orden físico y artístico”, nos dice Gordon Craig. La materiali­
dad espacial permite escapar al texto dramático de su narratividad, y
por ello tanto valor artístico tiene una indicación escenográfica, la
creación de un ambiente, la acotación intencional de los personajes,
la trama, la música o la estructura de la fábula, como su intención
semántica o sus recursos estilísticos.
El lenguaje del teatro es una gramática interrogativa de la conje­
tura, en cuanto aspecto de la imaginación operando como posibili­
dad sobre la realidad, una construcción artificial e intelectiva del in­
dividuo funcionando con intención epistemológica donde la metáfo­
ra se convierte en herramienta clarificadora del misterio y de las pa­
radojas del ser y del tiempo. Toda obra dramática no es más que la

300
formulación de una operación ontològica conducente a entender el
mundo en todas sus manifestaciones. Concepto este -el ontológico-
que ha sido uso exclusivo de filósofos y que nos remite a la inoperan-
cia de ciertas retóricas metafísicas. Tal vez por ello nos produce pavor
en estos días pragmáticos. Pero no hay que olvidar que “el ser habla
por todas parte y a través de todos los lenguajes”, Heidegger dixit.
Lo que hace apreciable una obra dramática es las ideas en ella
expresadas y el valor trasgresor de su “explosión lírica” en cuanto
comunicación y experiencia esencial para descubrir nuevos esta­
dos de conciencia y conocimiento. “El dramaturgo que no es poeta
es sólo un dramaturgo a medias”, refiere Lawson. El estado lírico
trasciende formas y estilos y sobre todo transforma la realidad ofre­
ciendo nuevas perspectivas. Una obra que carezca de novedad en el
sentido de creación incitadora carecerá de posibilidad en el campo
del arte, entendiendo por arte la capacidad de ofrecer la forma más
clara, y por tanto aprensible, de una idea. Arte y novedad son sinó­
nimos. Lo contrario es oscuridad, miedo, plagio, repetición, trai­
ción y muerte.
Toda involución en el campo de las ideas es una traición que se
produce sobre el ser, sobre todos nosotros, sobre la esencia misma
de la vida.
A un período de teatro más o menos realista, comprometido con
la ética social del momento, le siguió en los escenarios españoles
una etapa de cierto eclecticismo artístico, durante la cual algunos
críticos cretinos y ciertos teóricos lapidarios se encargaron de difun­
dir la idea de que el teatro era una plasta mortecina que no entendían
ni los propios creadores.
Sabido es que el espectáculo teatral sufre la crítica feroz de la
parte por el todo. Cuando a un espectador no le gusta un espectáculo
dice: “el teatro es un aburrimiento”, cosa que no ocurre con el cine ni
con la música, donde la crítica se hace de manera particular sin con­
fundir la mala película o la mala composición con el medio que la
produce. “El teatro es una de las artes que más indiferencia y odios
produce en el espectador”, señala Alain Badiou; y yo añado: porque
el espectador es convocado no exclusivamente a la contemplación y
al gozo sino que necesariamente al pensamiento.

301
Mayakowski señalaba en los años 20: “no hay que bajar el arte al
pueblo (léase hoy: al público), sino que hay que subir el pueblo al
arte”.
(“Los espectáculos de humor son los que más pide el público. La
vida es ya bastante dura de por sí, y la gente va al teatro a divertirse”,
Cristina Higueras, dixit).
Frente a ese estado de opinión se generó una respuesta irreal: el
público va al teatro a divertirse y no a que le cuenten problemas. Y
creadores, gestores, programadores y empresarios deslizaron sus tra­
seros por el gran tobogán de la risa a cualquier precio. Y hasta hoy
esa es la opinión más extendida -salvo muy honrosas excepciones-.
El teatro como concepto artístico tiene muy poca presencia en los
escenarios españoles actuales.
(Y los dramaturgos vivos, pues siguen expatriados de la escena.
De los 35 estrenos anunciados para Madrid en esta temporada, sólo
4 son autores españoles vivos).
La risa fácil se asocia a una intención mercantil, a una estética de
la fealdad y a la humorada soez, produciendo estados narcóticos en
la conciencia del público y separando el género cómico de la inteli­
gencia del espectador. Si imposible hoy la tragedia moderna en cuanto
género escénico, y abundante hasta la náusea el drama urbano neo-
costumbrista, mitad sádico-mitad lacrimógeno, creo en lo ya apun­
tado por Tadeusz Kantor en el año 44: “el teatro en su forma actual
es una creación artificial de una pretensión insoportable”.
Esa pretensión insoportable -en superficie- no es otra que la in­
tención de algunos por hacer del teatro una industria convencional,
frívola y productiva como lo es el cine de consumo o la T.V. Y a la
vez que esto pretenden, consiguen hacer de la Dramática un sub­
producto mercantil para espectadores conformes y uniformados cuyo
índice de analfabetismo semántico es cada día mayor (vivimos en un
lenguaje sintético precario. ¡Los autores neo-barrocos lo tienen difí­
cil! Un espectador medio no decodifica más de trescientas palabras)
(¡Pues, vamos al teatro, nos echamos unas risas y después nos vamos
a cenar! ¿Qué obra ponen? -No lo sé, pero es de una compañía cata­
lana, será divertida. O: No lo sé, pero trabaja Maribel Verdú, estará
bien. ¿Y el autor? -Ah, no tengo ni idea).

302
“Pensamos con nostalgia en un universo donde el hombre en vez
de actuar furiosamente sobre la apariencia de lo visible, se emplee
no sólo en deshacerse de ella sino en desnudarse lo bastante para
descubrir en nosotros mismos ese lugar secreto a partir del cual será
posible una aventura humana muy distinta de la actual”, refiere Jean
Genet.
Tengo la sensación de que hemos vuelto a poner de actualidad la
prédica del Concilio de Nicea, siglo IV, donde se dejó sentado que a
los artistas les tocaba ejecutar aquello que ordenaban los padres de
la iglesia infundidos por la gracia del espíritu santo - o sea, del po­
der- y poseedores de la verdad absoluta -o sea, de los dineros-, que­
dando los artistas como meros palafreneros de esas elevadas ideas.
Así hoy los gestores y programadores de la empresa pública y los
empresarios de la cosa privada. La autocensura por las leyes del mer­
cado, por lo culturalmente conveniente, por la frivolidad de la moda y
por las públicas subvenciones sectarias, está más vigente que nunca.
(Esta dependencia esclavista entre el artista y el mecenas se rompió en
los años post-ilustrados y más concretamente con Mozart, a quien de­
bemos no sólo su genial música sino también su deseo de libertad
frente a las imposiciones del exterior. Años más tarde Beethoven re­
mata la faena y ya podemos hablar de libertad plena del creador a la
hora de plantear sus obras ¡El esfuerzo de poco nos ha servido!).
La ideología -operatividad de las ideas actuando sobre la reali­
dad de la vida con deseo de transformación- interesa a muy pocos. Y
la estética de las ideas, en cuanto compromiso ético del creador con
su obra, pues menos. (Si lo pagan bien montamos cuatro Autos
Sacramentales, mañana mismo. Y si hace falta, pues versionamos La
Lozana Andaluza. O si se trata de epatar por vía de ingenio, pues
ponemos en escena a los Alvarez Quintero con una perspectiva
brechtiana; y el “Baal, Babilonia” de Bretch, pues nos lo montamos
a lo Carlos Arniches; y el sainete “Sandías y Melones”, pues a lo
“Satán-nislavski”, dado que a las sandías hay que sacarle todas las
endo-emociones que guardan en su dulce corazón). ¡He aquí la van­
guardia de la escena española!
Si se aceptan ciertas divergencias es para mostrar que en este
mundo limpio y moral toda infección viene del exterior. Los malos y

303
los buenos, oriente y occidente, la dualidad moral y Manix y Zoroastro
y Moisés y Mahoma y hasta el Mesías resucitado, cabalgando de
nuevo entre las sombras y la luz, entre el infierno y el paraíso, entre
la hambruna del cuerno de África y la abundancia de Bill Gates. Y ya
tenemos presente el eufemismo del ideario occidental: “la libertad
perdurable y la justicia infinita”, como panorama absolutista de los
nuevos tiempos. Pero, no hay que desesperar...
El grito es la mejor manera de expresar el dolor, decía Isadora
Duncan. Ocurre que el grito en los espacios sociológicos del teatro
resulta un recurso poco recomendable.
El gran dramaturgo de los silencios Antón Chéjov, escribió una
carta a Stanislawsky a propósito del montaje de una obra suya: “Mire,
si usted es capaz de hacer pasar un tren por escena sin que haga
ruido, pues póngalo”. (El analítico Stanislawsky se quedó perplejo).
Pues de eso se trata, de hacer pasar el tren por escena sin que el ruido
apague la palabra, pero procurando que el tren y los viajeros lleguen
a su destino.

De los nuevos paradigmas científicos y su encarte en la escena


actual

Igual que ocurriera en el siglo XVIII cuando la geometría estaba


de moda, los matemáticos daban charlas por las esquinas, en los ca­
fés se polemizaba sobre axiomas euclidianos con la misma pasión
que hoy se discute de fútbol, y hasta las damas más refinadas pedían
a sus amantes que les hablasen de la cuadratura del círculo antes de
obtener sus favores, en los actuales tiempos es moneda común en­
cartar el arte del teatro con los nuevos paradigmas de la ciencia. Per­
dido el horizonte de los sistemas filosóficos y de las ideologías so­
ciales, es usual en cualquier intervención o ponencia manejar con­
ceptos de la física cuántica, de la astrofísica o de la genética con total
desparpajo. Así, no es difícil coincidir en el manejo de ciertas termi­
nologías con un señor de Albacete cuando se habla de atractores,
simetrías, fractales, parámetros, sistemas invertibles, variables y otras
jergas utilizadas como referentes analíticos para despejar el paisaje
dramático. Hace treinta años se hablaba de la sociología del espectá­

304
culo, del compromiso político del creador en su obra, de la transfor­
mación del modelo teatral burgués, de la censura, del realismo so­
cial, del realismo fantástico, del realismo subversivo, del anti-realis-
mo, del teatro pobre, del teatro de guerrilla, del teatro de trinchera y
hasta de si Lady Macbeth era la figura trasunta de la mismísima Car­
men Polo de Franco. Diez años después sólo se oía hablar de mode­
los lingüísticos, de la semiología de la representación y la jerga teó-
rico-teatral no salía de estructuras y macro-estructuras, oxímoron,
actantes y deconstrucciones (por cierto, salvo William Forsythe y
algunos otros creadores de danza-teatro, pocos han sacado partido
teatral a las teorías de Jacques Derrida).
La teoría sobre los procesos artísticos suele convertirse en una
categorización expresada en una terminología que le hace - a veces-
apartarse del objeto mismo causa de su análisis. Ocurre que los
encartados en este oficio del teatro no se ocupan demasiado en re­
flexionar sobre su propio arte, y como apunta Fernández Lara: “se
preocupan más por gustar que por investigar”, y sólo los más conse­
cuentes discurren, leen y viajan abriendo nuevas perspectivas a su crea­
ción y los más avispados se limitan a adaptar -como camaleones- los
inventos más floridos de la dramática europea o norteamericana. La
tópica prédica noventayochista (citada hasta la náusea): “que piensen
ellos”, salvo excepciones -que las hay- nos tiene inmersos en un pe­
ríodo de Climaterio Creativo: una parada biológica, un receso produc­
tivo en cuanto a las ideas en el teatro, que no es más que el reflejo
recesivo del espacio intelectual español en le terreno del pensamiento.
Los actuales tiempos con sus nuevos paradigmas están reclamando
nuevas ideas para la escena. Y no melodramas sobre temas de aparente
actualidad: sida, maltrato a la mujer, o seudo-comedias baratas sobre
la represión del macho y los equívocos de la convivencia, o didácticos
discursos sobre la integración del negro sub-sahariano, o burdas
trasposiciones de guiones cinematográficos exitosos: {El hombre ele­
fante, El verdugo, Trainspotting, La tentación vive arriba. No me ex­
trañaría ver en escena -pronto- una adaptación de Ciudadano Kane
dirigida por Miguel Narros, o Con faldas y a lo loco dirigida por José
Carlos Plaza, o Los diez mandamientos, puesta en escena a todo color
por Gustavo Pérez Puig en el Teatro Español de Madrid).

305
Para innovar hay que investigar y no van por ahí precisamente
los aires de actual teatro español. Parece que la investigación es te­
rreno exclusivo de la ciencia y/o de algunos sesudos especialistas
que pasan veinte años de su vida -normalmente los más floridos-
estudiando la vida sexual de los lagartos de Islas Columbretes o el
sinarmonismo de las lenguas turcas. O investigando sobre algoritmos
genéticos en la música, tal como Al Bites, de cuyo jazz-genético ya
salen piezas tan hermosas como hermosos tomates transgénicos de
la huerta murciana, y tan alegres y fecundas como la más inspirada
composición de Louis Armstrong.
Leonardo -e l maestro renacentista- sostenía que el arte es cien­
cia, punto culminante de la observación y estudio sobre la naturaleza
y el hombre. La ciencia encuadrada tradicionalmente en conocer los
fenómenos físicos y en establecer leyes acerca de su funcionamien­
to, entiende hoy que no puede separar al ser humano del mundo. La
ciencia, en los actuales tiempos, tiende a sustituir sus lenguajes
abstractivos de signos por lenguajes metafóricos singulares. Algu­
nos de estos lenguajes se asimilan más al subjetivo lenguaje de la
fábula que el lenguaje oscuro y categórico de la lógica. En los labo­
ratorios actuales hay más invenciones, duendes y fábulas que en los
escenarios del teatro europeo. O no les parecen fábulas portentosas:
la reversibilidad del tiempo, los mundos paralelos, los principios
antrópicos (aquellos que señalan que el mundo es de la forma que es
porque si fuese diferente no estaríamos aquí para contarlo), o las
órbitas homoclínicas, o la singularidad desnuda (que no es precisa­
mente una señora en cueros, sino un punto en el espacio-tiempo no
rodeado por un agujero negro).
Todas nuestras percepciones, sensaciones y construcciones for­
man parte del mundo físico. El dualismo espíritu-materia quedó in­
tegrado en un monismo neutral, después de Mach. La distinción en­
tre lo mental y lo físico es superficial y resulta irrelevante, nos dice
Bertrand Russell. Frente al esquematismo dual del racionalismo
mecanicista, el holismo propone la integración del ser en todos los
territorios posibles de la existencia.
Pero tengamos cuidado con las neo-jergas por muy apetecibles
que estas resulten y por mucho que nos liberen de la sensación de

306
orfandad intelectual. Las ideas no son sólo visiones significantes del
aspecto de una cosas, ni exclusivamente entidades mentales, sino
conceptos que han de ser equiparados con una cierta realidad.
“Las falsas teorías crean horarios ficticios para trenes que nunca
emprenderán la marcha”, nos dice el gran compositor galo Pierre
Boulez.
Personalmente, yo, refractario al optimismo universal, no creo
que los actuales tiempos estén para categorizar la creación, sistema­
tizar la realidad y homogeneizar la vida propagando antinomias del
tipo: discriminación positiva, integración controlada, liberalización
de los parques cementerios, control del jolgorio juvenil, y otras puertas
abstrusas que a la mar se le quieren poner y que al teatro no les hace
falta pues ya tenemos sobre nuestras cabezas los telones de acero
para prevenirnos de las catástrofes.
Estamos necesitados de nuevas ideas acerca del ser y de la exis­
tencia, aunque éstas se planteen como meras conjeturas en la
trasposición del ser humano hacia metas no definidas. Y no se trata
tanto de diseñar el plano ideal de una nueva Arcadia o de rescatar el
lenguaje de la utopía artística y mesiánica de ciertas vanguardias,
como del lenguaje abierto de la posibilidad de la vida, última defen­
sa contra la invasión homogeneizadora y reduccionista que amenaza
por asfixiar al ser humano.
El lenguaje artístico pierde su valor ontològico cuando se desna­
turaliza y se convierte en un mero instrumento de evasión. Converti­
do el arte del teatro en arte-facto, sus creadores se convierten en
manufactureros a sueldo, des-nortados e incapaces para salirse de la
cadena de montaje o del espíritu castrante y envolvente de las ideas
dominantes. El creador, cautivo enamorado de un arte, acaba pen­
sando como el individuo aquél condenado a galeras que se evadía de
su esclavitud soñando que él guiaba la nave, cuando en realidad era
ajeno al rumbo, desconocía su puerto de arribada y el motivo mismo
de su ardua travesía.
Cetegorizadas las ideas, necrotizado el pensamiento. Ocurre que
las cárceles del pensamiento sistemático, iglesia de creadores me­
diocres ¡no tiene puertas de emergencia! Y así, todos atrapados en la
sutil telaraña global de lo políticamente correcto y de lo aséptico y

307
conveniente. Y es que, cuando socialmente más se nos globaliza,
pues más se nos extraña y erradica interiormente. Cuanto más lejos
queda el ser de la palabra, más infecundo el arte y más distante la
vida. Ser es pensar y pensar es ser. Y es que el genial Shakespeare
tenía razón: “ser o no ser, he aquí la cuestión”.

308
FORMAS DEL TEATRO ESPAÑOL ACTUAL:
GÉNESIS Y RENOVACIÓN EN EL PERÍODO
TRANSITORIO

M a n u el P érez
Universidad de Alcalá

Propósitos y perspectivas

A través del presente estudio pretendemos trazar una reflexión


sobre varios aspectos que, a nuestro entender, comienzan ya a ser
tarea ineludible para la investigación teatral de nuestros días, si es
que ésta desea liberarse de lugares comunes (impuestos quizá por la
relativa proximidad del período germinador del teatro español ac­
tual) y abordar, desde perspectivas metodológicas acordes con los
nuevos tiempos, la sistematización de nuestra historia y de nuestra
estética teatrales de hoy mismo.
Es el primero de estos aspectos la necesidad de desvelar los elemen­
tos específicamente estéticos de la creación y producción teatrales, para
lo cual se hace preciso realizar estudios pormenorizados de los estilos o
lenguajes escénicos puestos en juego y dibujar el panorama general de
la evolución de los mismos en las últimas décadas. El breve texto que
aquí presentamos trata de colaborar modestamente en dicha tarea, adop­
tando para ello una perspectiva fundamentalmente estética, que se tra­
duce en el esbozo de las formas o estilos presentes en el teatro de hoy.
El segundo aspecto aplazado se refiere a la correcta valoración
de la etapa teatral conformada por los años anteriores y posteriores a
1975. Desde el promontorio de nuestros días, resulta obligada la asi­
milación de las transformaciones producidas en el teatro español de
aquellos años a la revolución experimental llevada a cabo en el tea­
tro occidental en las décadas precedentes1 y cuya materialización en
el teatro español constituye la verdadera esencia y razón de ser de
aquellas transformaciones.
El tercero de los aspectos aludidos apunta a la trascendencia efec­
tiva de aquella etapa. En efecto, a las descripciones y sistematiza­
ciones, ya efectuadas, que han aclarado notablemente el universo
teatral de aquellos años,12 es preciso añadir de inmediato el estableci­
miento de las relaciones entre el teatro de aquel período y el del
siguiente, esto es, el de nuestro presente mismo. Se trata, en suma,
de precisar el concepto de renovación aplicado al teatro de este pe­
ríodo transitorio (últimos años sesenta y década siguiente, esto es,
tardofranquismo y Transición Política) y de calibrar el alcance y ca­
pacidad germinadora del mismo. Entendemos, así, que el sentido de
dicho concepto vendrá dado por la efectiva contribución de los len­
guajes escénicos entonces vigentes a la formación y desarrollo de
los cauces formales de nuestro presente teatral.
En virtud de los supuestos anunciados, iremos arrojando, a lo
largo de este estudio, miradas alternativas al presente y a aquel in­
mediato pasado teatral, tratando de precisar si la abigarrada activi­
dad experimentadora que caracterizó a aquel período transitorio ge­
neró efectivas vías de renovación de las que pudieran haber surgido
los lenguajes teatrales de nuestra actual época democrática.

Los lenguajes escénicos del teatro actual

El conjunto de estos lenguajes o estilos dibuja un panorama que,


en síntesis, proponemos compendiar en tres principales apartados,

1. Ángel Berenguer, “Bases teóricas para el estudio del teatro español del siglo
X X ”, en Théâtre et Territoires. Espagne et Amérique hispanique 1950-1996,
V V .A A ., 17-56. Bordeaux, Presses Universitaires de Bordeaux, 1998.
2. Ángel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la
Transición Política (1975-1982), Madrid, Biblioteca Nueva (Historia del Teatro
Español del Siglo XX, 4), 1998; Manuel Pérez, “La escena madrileña en la
Transición Política (1 9 7 5-198 2 /’, Teatro. Revista de Estudios Teatrales 3-4 (junio-
diciembre de 1993); y Manuel Pérez, El teatro de la Transición Política (1975-
1982). Recepción, crítica y edición, Kassel, Reichenberger, 1998.

310
determinados por el predominio en cada uno de ellos de los tres con­
ceptos siguientes: espectacularidad, dramaticidad y textualidad.
Dichos conceptos se corresponden, a nuestro entender, con otras
tantas modalidades del ya clásico (y, en modo alguno, preciso ni
práctico) concepto de teatralidad, de manera que cada una de ellas
consistiría en la materialización de la teatralidad característica de un
lenguaje escénico (o de un conjunto de ellos) a través de los siguien­
tes tipos de elementos preferentes: códigos escénicos, acción dramá­
tica y texto autónomo.
Así, las que denominamos formas de la espectacularidad, for­
mas de la dramaticidad y formas de la textualidad constituyen, a
nuestro juicio, las principales vías o cauces estéticos apreciables en
la creación teatral de nuestros días. Dicha diferenciación resulta
discernible, incluso, desde la propia instancia de la escritura teatral,
esto es, a través de la variada configuración de los textos que actual­
mente están siendo o acaban de ser publicados, los cuales, como es
natural, no hacen sino traducir la diversidad de concepciones que
afectan, de un lado, a la composición interna de las obras y, de otro,
a las materializaciones escénicas propuestas por sus creadores y con­
figuradas tanto por los aspectos plásticos y espaciales de la represen­
tación como (muy especialm ente hoy) por el tipo de trabajo
interpretativo demandado en cada caso.
A continuación, al referirnos separadamente a cada uno de di­
chos modelos formales, nos interrogaremos sobre su posible génesis
en la revolución teatral de la coyuntura transitoria, atendiendo así al
segundo de los objetivos implícitos en el título de este trabajo, cual
es el intento de valorar la efectiva capacidad renovadora de aquellos
estilos y de aquel período teatral en su conjunto.

L a s f o r m a s d e la e s p e c ta c u la r id a d

Las formas de la espectacularidad articulan sus lenguajes teatra­


les en la preeminencia de los elementos escénicos dentro del conjun­
to de los componentes de la teatralidad. La esencia de la composi­
ción de estas obras aparece constituida por la evidenciación de los
códigos específicos del escenario, en donde la plástica (estática o

311
dinámica) se erige en objeto primordial de la comunicación con el
espectador y en elemento articulador de la puesta en escena. Los
modos de la ritualidad, singularmente efectivos entre los aspectos
dinámicos de la espectacularidad, vehiculan con frecuencia la pro­
gresión de las piezas. Y, como es natural, la actuación persigue la
integración del intérprete en el conjunto general de los códigos
escénicos, a la vez que el máximo despliegue de todos los signos
externos deparados por la imagen dinámica del actor.
Los modos de la teatralidad así descritos recorren, hasta hoy, el
último tercio del siglo XX y su génesis debe ser situada, precisamen­
te, en la actividad experimental de las décadas sesenta y setenta.
Los espectáculos creados por Salvador Távora constituyen quizá
el más acabado ejemplo de esta vigencia. Tanto Carmen (1998) como
Don Juan (2000), por no citar sino dos de los más recientes, ponen
un énfasis considerable en el despliegue de los signos visuales,
auditivos e incluso de otros órdenes sensoriales, y ello hasta el punto
de incluir elementos (taurinos, sobre todo) que, si extraños a la sus­
tancia teatral de sus espectáculos, manifiestan sin embargo la efica­
cia que la espectacularidad más impactante adquiere en las creacio­
nes de La Cuadra de Sevilla.
El ejemplo resulta, además, especialmente revelador de los vín­
culos genéticos existentes entre este grupo de lenguajes y la coyun­
tura marcadamente experimental de la época transitoria. Dichos len­
guajes, en efecto, surgen (con evidente acento de novedad, clara­
mente vislumbrado por la crítica coetánea)3 en un contexto que, co­
incidiendo precisamente con aquella época, hace de la transforma­
ción de la teatralidad tradicional uno de sus objetivos y de sus valo­
res irrenunciables. En el marco de dicho propósito, merecidamente
considerado como revolucionario, los modos tradicionales de la tea­
tralidad son identificados de inmediato con el predominio abruma­
dor que venían ejerciendo los códigos verbales en la creación y re­
presentación de las obras, de manera que el cuestionamiento y la
negación de la verbalidad discursiva viene a ser estandarte preferen­

3. Manuel Pérez, El teatro de la Transición Política (1975-1982). Recepción,


crítica y edición, op. cit. 1998.

3 12
te del general impulso renovador. La recepción de Quejío (1972),
Los palos (1975), Herramientas (1977) y Andalucía amarga (1979),4
primeras creaciones de La Cuadra de Sevilla, muestra hasta qué pun­
to el despliegue de los códigos espectaculares es identificado en aquel
contexto con uno de los principales requisitos de la deseada y nece­
saria renovación.
El efecto de esta consideración es el interés por dichos códigos
espectaculares suscitado en todas las tendencias y subtendencias tea­
trales de la Transición Política,56a través de obras representativas de
todas ellas. Animados por los nuevos aires deparados por el nuevo
juego de las mediaciones en la España de la época, autores y colec­
tivos prestan una creciente atención a lo que (con abuso y simplifica­
ción terminológicos) se empieza entonces a denominar la “teatrali­
dad”, mientras que la crítica hallaba en otra expresión de moda, la .de
“teatro total”, el ideal de una renovación entendida como huida apre­
surada del dominio del discurso. Si el estreno de Las arrecogías del
beaterío de Santa María Egipcíaca (1977), de José Martín Recuer­
da, resulta, en ese sentido, emblemático, también es cierto que los
ejemplos podrían multiplicarse sin dificultad.7
Así pues, este interés por lo espectacular alcanza, como hemos
dicho, a determinadas manifestaciones de la Tendencia Restauradora
(obras de Eloy Herrera y, sobre todo, de Antonio D. Olano) y de la
Tendencia Innovadora (especialmente, los espectáculos estrenados
por Juan José Alonso Millán). Sin embargo, el despliegue significati­

4. ídem, págs. 495-501.


5. Angel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la
Transición Política (1975-1982), op. cit. De este libro proceden el esquema y las
denominaciones que, para las tendencias teatrales del período de la Transición
Política, seguimos en el presente trabajo. El lector puede consultar allí la definición
y contenido de cada una, lo cual nos exime aquí de detenernos a realizar dicha
tarea.
6. Ángel Berenguer (2001), “El teatro y su historia (Reflexiones metodológicas
para el estudio de la creación teatral española durante el siglo X X )”, Teatro. Revista
de Estudios Teatrales 13-14 (junio 1998-junio 2001), págs. 9-28.
7. Manuel Pérez, El teatro de la Transición Política (1975-1982). Recepción,
crítica y edición, op. cit. 1998. Véanse especialmente las páginas 220-223, referidas
a la obra mencionada de Martín Recuerda.

313
vamente acusado de los códigos escénicos hallará en los autores y
grupos de la Tendencia Renovadora la atención preferente que de la
denominación y características de dicha tendencia teatral cabría es­
perar.
En efecto, la búsqueda, en el interior de esta última, de una
renovación estética capaz de traducir en el plano formal la mentali­
dad de cambio mayoritaria en la sociedad española de la Transi­
ción, hace que el campo prometedor y fértil de la espectacularidad
sea cultivado de modo especialmente relevante por determinados
autores inscritos tanto en la Subtendencia Radical (el caso más
notable es el de Martín Recuerda) como en la Subtendencia
Reformadora, en ésta última bajo la forma de otros tantos esfuer­
zos por remozar los lenguajes del realismo introduciendo elemen­
tos del musical, del cabaret, o bien, fórmulas de carácter ritual o
festivo (son los casos, sobre todo, de Juan Antonio Castro y de
Jesús Campos García, pero también de los espectáculos estrena­
dos por José Heredia, Juan Margallo, Jesús Morillo o Adolfo
Marsillach).8
De m anera especialm ente intensa (en el seno de ambas
subtendencias recién mencionadas) los grupos independientes ha­
cen de la aceptación incondicional de los códigos espectaculares uno
de los postulados de su quehacer teatral, basando en dichos códigos
buena parte de la eficacia e inmediatez que caracterizó por entonces
a unos espectáculos fundamentalmente contestatarios y destinados a
establecer comunicación inmediata con la complicidad del especta­
dor. Ello es así, sobre todo, para colectivos tales como Els
Comediants, Dagoll-Dagom, Tábano, TEI, GIT y Cómicos de la
Legua, entre los más notables de los que durante la coyuntura transi­
toria practican la creación colectiva. Precisamente, al carácter
marcadamente coyuntural de la intención crítica de este teatro habrá
que añadir el mantenimiento de una espectacularidad cada vez me­
nos acorde con los nuevos tiempos, si es que se quieren explicar las
razones intrínsecas (modos de producción aparte) de la extinción

8. Ángel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la


Transición Política (1975-1982), op. cit. 1998, págs. 30-31.

314
progresiva e inexorable del singular y extremadamente relevante fe­
nómeno del teatro independiente.9
Con todo, serán los creadores de la Subtendencia Rupturista quie­
nes harán de la espectacularidad su principal instrumento para mate­
rializar sobre los escenarios la mentalidad de separación con respec­
to al entorno inmediato que los caracteriza. En efecto, algunos de
estos dramaturgos y colectivos (Arrabal, Riaza, Matilla, Ruibal, Nieva,
Els Joglars y La Cuadra) llevan a cabo, de manera efectiva, la asun­
ción decidida de los lenguajes generados por la revolución experi­
mental, cuyo aspecto más evidente es la incorporación de los signos
de la materialidad escénica como elementos fundamentales para la
configuración de sus creaciones.
De esta manera, la experimentación vanguardista acontecida en
el teatro occidental desde los años sesenta tuvo su materialización
efectiva, también, en el teatro español de la Transición Política y de
los años precedentes, especialmente, como decimos, a través de los
autores de esta Subtendencia Rupturista. Como ha puesto de relieve
Angel Berenguer,10 dicha revolución tiene su germen en la vanguar­
dia surrealista, su estímulo inexcusable en Antonin Artaud, su pri­
mera formulación eficaz en los hallazgos verbales y escénicos de los
autores del absurdo y su pleno desarrollo (en los ámbitos concretos
de la puesta en escena y del trabajo actoral, respectivamente) en las
creaciones del happening y del movimiento pánico, así como en la
teoría y práctica llevada a cabo por Jercy Grotowski.
Sin embargo, este mismo investigador ha mostrado cómo la mé­
dula de la revolución vanguardista occidental reside en el descubri­
miento y desarrollo de la gestualidad, de tal forma que ésta constitu­
ye tanto el núcleo vertebrador de los nuevos conceptos teatrales ge­

9. El caso de Tábano resulta especialmente revelador de lo que apuntamos, en


tanto que este colectivo llevó a cabo, en sus últimos espectáculos, un meritorio
esfuerzo por evitar, o retrasar al menos, el presentido final; y lo hizo, precisamente,
ensayando diferentes combinaciones de fórmulas teatrales inscritas, todas ellas, en
las formas de la espectacularidad.
10. Angel Berenguer, “El cuerpo humano como imagen dinámica de
representación en el escenario”, Teoría y crítica del teatro (Estudios sobre teoría y
crítica teatral), págs. 11-26. Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Alcalá, 1991.

315
nerados, cuanto el elemento distintivo de la teatralidad actual. Este
aspecto, no percibido por la crítica española anterior y posterior, cuen­
ta sin embargo con formulaciones teóricas tan elaboradas como las
de Peter Brook y constituye, como decimos, la verdadera piedra de
toque del trabajo teatral moderno.
La cuestión es importante porque las opuestas actitudes de aten­
ción o de olvido de los aspectos gestuales, no sólo han creado las
diferencias entre los estilos de los distintos autores españoles del
último tercio de siglo, sino que han sustentado las razones de la vi­
gencia y modernidad de dichos estilos, más allá de la inicial identifi­
cación de la vanguardia con la espectacularidad y una vez superados
los períodos en que aquella identificación simplista resultaba posi­
ble. En consecuencia, la común asunción inicial de la espectaculari­
dad por parte de los autores de la Subtendencia Rupturista durante la
Transición Política no comporta necesariamente la homogeneidad
estética entre ellos, de modo que el evidente impulso de renovación
formal generado por esta subtendencia tenderá a encauzarse a través
de fórmulas de desigual fortuna e influencia en el teatro posterior. Y,
si es cierto que dicha desigualdad es debida, en parte, a la incorpora­
ción (sobre el común molde de la espectacularidad) de fórmulas ex­
presivas propias de cada creador, que singularizan por lo mismo a
autores y colectivos, pensamos que el hecho verdaderamente dife­
rencial (y trascendental, como hemos dicho, para la eficaz renova­
ción del teatro posterior) aparece constituido por la capacidad para
incorporar la gestualidad como elemento primordial y para, con ello,
situar al actor y al desarrollo de los signos deparados por la imagen
dinámica en el centro mismo del proyecto y de la escritura teatral
generada por cada creador.
Así, resulta posible afirmar, desde las perspectiva actual, que los
rasgos formales constitutivos de las señas de identidad de las respec­
tivas labores creadoras de Luis Riaza, José Ruibal o Luis Matilla no
han configurado (pese al indudable valor concreto de sus obras) efec­
tivos derroteros para la progresión del teatro español desde la época
transitoria hasta la actualidad. Así también, pensamos que el intenso
brillo de su verbalidad, barroca y desbordante, condicionó la poten­
cial capacidad del teatro de Francisco Nieva para señalar a futuros

316
creadores vías efectivamente transitadas. Bien es cierto que la indu­
dable raíz vanguardista del teatro de este autor, así como su capaci­
dad para generar imágenes que traducen las obsesiones aprendidas
en la tradición surrealista, han sido compatibles, en los numerosos
estrenos que van desde la Transición Política hasta hoy, con un des­
pliegue de los códigos espectaculares especialmente privilegiado en
algunos casos; pero no es menos cierto que, tanto la complejidad
material de sus puestas en escena, como la abundante carga de una
verbalidad muy elaborada, parecen estar circunscribiendo (en el pa­
norama de nuestro presente teatral) la obra dramática de Nieva a los
contornos de una labor genial vinculada a la circunstancia y al talen­
to personales del dramaturgo.
Junto a la trayectoria de este autor, también las de Femando Arra­
bal, Albert Boadella y Salvador Távora mantienen hasta hoy un salu­
dable vigor cuya capacidad vivificadora de nuestro teatro tiene su
origen en la revolución experimental de los años transitorios. Y ello,
no sólo por la perduración efectiva de la labor creadora de estos au­
tores, ni por su presencia regular en los escenarios, sino sobre todo
por sus respectivas posiciones centrales en el seno de lenguajes
escénicos que les son propios. Y, con todo, lo manifestado unos pá­
rrafos más arriba nos advierte sobre la necesidad de reflexionar por
separado acerca de la efectiva capacidad renovadora de la obra de
cada uno.
Como hemos señalado, la especificidad (bien demostrada) del
lenguaje escénico de Salvador Távora y de La Cuadra de Sevilla
viene dada, en primera instancia, por una preferencia por los códigos
espectaculares que convierte en divisa de sí misma la proscripción
casi absoluta de la verbalidad. En consecuencia, cromatismo, plasti­
cidad, dinamismo escénico y, en suma, aquellos elementos destina­
dos la estimulación sensorial del espectador vienen a constituir los
procedimientos expresivos esenciales de dicho lenguaje escénico.
Sin embargo, estos aspectos (que recogen, como hemos dicho, una
parte de las propuestas de la experimentación occidental de los años
sesenta) no se ven acompañados por la incorporación sistemática ni
por el desarrollo primordial de los aspectos gestuales, elemento fi­
nalmente medular (como se ha señalado) de la revolución teatral

317
vanguardista. En efecto, en el lenguaje escénico de la compañía sevilla­
na, el trabajo interpretativo, lejos de responder a una voluntad expresiva
preponderante y autónoma, queda supeditado a una dinámica escénica
destinada a materializar sobre el escenario los patrones folclóricos y
rituales de la tradición andaluza. Si el cante y el baile (sobre todo, fla­
mencos) se constituyen en los procedimientos comunicativos más di­
rectos, la actuación se pone al servicio de los elementos musicales y
melódicos, mientras que la imagen dinámica del intérprete queda inte­
grada en la molde de la danza o del rito recreados.
No ocurrirá lo mismo en el caso de Els Joglars, colectivo cuya
trayectoria guarda no pocos paralelismos cronológicos (desde su co­
mún origen dentro de los grupos independientes de la época transito­
ria) con La Cuadra de Sevilla. En efecto, la evidente dosis de especta-
cularidad presente en las creaciones del grupo dirigido por Albert
Boadella iba a servir de fundamento, antes que de obstáculo, para el
desarrollo de una gestualidad asumida ya desde la inicial proximidad
de Els Joglars al lenguaje del mimo (El Diari, 1969). De este modo, la
nítida singularidad del lenguaje escénico del colectivo sitúa a éste en
pleno centro de la corriente renovadora del teatro occidental y garanti­
za, hasta el mismo momento actual, la actualización de su estilo a
través del aspecto más relevante del quehacer teatral de nuestro días.
La configuración ritual de las creaciones de La Cuadra iba a cons­
tituir, como hemos señalado, otro de los rasgos propios del estilo del
grupo. En el origen de su labor creadora (Quejío, 1972), situado de
lleno en el contexto del proceso transitorio, dicho rasgo iba a signifi­
car un indudable elemento de renovación, en tanto que alteraba la
construcción dramática tradicional y destruía la coherencia semánti­
ca esencial a la tradición realista.11 Ahora bien, la sucesión de los
espectáculos de La Cuadra iría desvelando progresivamente la limi­
tación expresiva que dicho recurso impone, a la larga, en los lengua­
jes escénicos que lo mantienen como elemento predominante. Así, a
nuestro entender, la insistencia del colectivo sevillano en recrear
universos imaginarios preexistentes (desde la novela o el teatro uni­

11. Óscar Cornago Beraal, La vanguardia teatral en España (1965-1975). Del


ritual al juego, Madrid, Visor, 1999.

318
versales, hasta el acervo legendario andaluz) se ha correspondido
con la progresiva atenuación de la carga conceptual de sus propues­
tas, de modo bien contrario a lo que constituye un objetivo tan co­
mún a la creación teatral de nuestros días como lo es la intensifica­
ción del conflicto generador de la obra y la organización en tomo a
él de la composición interna de la misma. Ello se relaciona, en nues­
tra opinión, con la situación un tanto señera que, inserto en una vía
teatral escasamente transitada, mantiene el colectivo sevillano en el
panorama de la creación teatral de nuestros días.12
También en este aspecto resulta diferente la trayectoria de Els
Joglars. A la vista de sus últimas creaciones (especialmente, La increí­
ble historia del Dr. Floity Mr. Pía, 1998), puede afirmarse que la com­
pañía catalana ha llevado a cabo, especialmente en la última fase de su
labor creadora, una integración de los procedimientos expresivos que
le eran característicos y de aquellos que, tradicionalmente ausentes de
su lenguaje escénico, resultaban sin embargo imprescindibles para la
renovación conceptual de su teatro y para la normalización de sus po­
sibilidades expresivas en el contexto teatral actual.13 En efecto, la acer­
tada incorporación de la instancia conflictual y de la composición in­
tema presidida por el concepto de progresión dramática ha supuesto, a
nuestro entender, una renovación enriquecedora en el lenguaje escénico
de Albert Boadella, viniendo a materializar la asunción parcial por la
compañía catalana de las que denominamos (en el siguiente apartado
de este estudio) formas de la dramaticidad.
Consideración aparte merece la dilatada trayectoria que, ya des­
de antes del período transitorio, ha venido desarrollado hasta el pre­
sente Femando Arrabal. La función esencialmente renovadora que,
desde el vórtice de la revolución vanguardista occidental, lleva a cabo
este autor a través de las varias fases de su obra,14 nos permite com­

12. Manuel Pérez, “Un jardín de senderos que se bifurcan”, Anuario Teatral
1998, págs. 47-50, Madrid, Centro de Documentación Teatral.
13. ídem.
14. Véanse, para la sistematización de las etapas del teatro arrabaliano llevada
a cabo por Angel Berenguer, las referencias siguientes: Ángel Berenguer, edición y
estudio introductorio a Pic-Nic. El triciclo. El laberinto, Fernando Arrabal, Madrid,
Cátedra, 2000; y Ángel Berenguer, edición y estudio preliminar a Teatro completo,
Femando Arrabal, vol. I, Madrid, CUPSA, 1979.

319
prender el verdadero alcance transformador de las formas de la es-
pectacularidad, a las que hemos dedicado los párrafos precedentes.
En este sentido, resulta enormemente revelador el hecho de que la
atención sistemática (y, a veces, tan minuciosa y predominante como
en las piezas de su “teatro pánico”) prestada por el autor melillense a
los códigos espectaculares se nos aparezca, contemplada desde la
perspectiva actual, como instrumento, antes que como fin, de su in­
gente obra dramática. En efecto, de manera correlativa a la incorpo­
ración de los códigos espectaculares, y a través de la asunción de los
mismos, Arrabal ha ido recorriendo todos los estadios del desarrollo
de la vanguardia teatral de los años sesenta y setenta, desde la inicial
función de aquellos signos consistente en suplir unos códigos verba­
les ya cuestionados, hasta su posterior misión de favorecer la labor
experimentadora de los códigos gestuales, hasta, finalmente, su inte­
gración en unos lenguajes teatrales que, cosechando los frutos de la
transformación operada, acogerían de nuevo los códigos verbales
antes desechados, si bien situándolos ahora en un plano de igualdad
con el resto de los aspectos escénicos.15 De este modo, creaciones de
tan lograda madurez como El arquitecto y el emperador de Asiria
(1967) muestran bien cómo la potenciación de la espectacularidad
aparece compaginada con el desarrollo de las posibilidades de la
gestualidad y, a la vez (culminando con ello la capacidad renovadora
del teatro arrabaliano), con la configuración de la progresión dramá­
tica en torno a un conflicto que, como veremos a continuación, re­
gresa al teatro de hoy articulando el conjunto de las formas de la
dramaticidad.

L a s f o r m a s d e la d r a m a t ic i d a d

El conjunto de lenguajes escénicos que describimos bajo el mar­


bete deformas de la dramaticidad hacen del conflicto y de su desa­
rrollo los elementos centrales de su teatralidad específica. Circuns­
tancias de diverso género han determinado la concreción de estos

15. Ángel Berenguer, “El cuerpo humano como imagen dinámica de


representación en el escenario”, op. cit. 1991.

3 20
modos compositivos como una vía especialmente transitada y fértil
en la creación teatral actual. Numerosos autores consagrados, como
Josep María Benet i Jornet (Testamento, 1995) o Jesús Campos García
(Triple salto mortal con pirueta, 1997), así como otros de trayecto­
rias menos dilatadas, como Ernesto Caballero (Auto, 1992; Retén,
1991) o Antonio Álamo (Los borrachos, 1993), han configurado
buena parte de sus obras más notables en torno a un núcleo conflictual
y a una acción muy concentrada (esto es, sostenida en un reducido
número de antagonistas y en una notable contención en los elemen­
tos accesorios), a los que sirve un discurso cuyas réplicas vehiculan
la progresión dramática y, a la vez, traducen las posiciones adopta­
das por los personajes.
Si bien los textos de estas piezas suelen contener, junto a una
precisa codificación de las réplicas, indicaciones de diversa natura­
leza y alcance sobre los aspectos de la puesta en escena, en ellos
sucede con frecuencia que los elementos espectaculares (por lo ge­
neral, parcamente indicados) poseen una clara función subsidiaria
con respecto a la acción y a la vehiculación de la misma a través de
unos actores que cifran la esencia de su trabajo interpretativo en la
encarnación de los antagonistas, por lo general, con el concurso de
las técnicas de la sim ulación procedentes de la tradición
stanislavskiana.
Pese al aparente carácter tradicional (por esencial al ser mismo
del teatro) de estas formas, en la precisa configuración que acaba­
mos de describir el conjunto de las mismas constituye un lenguaje
específico del teatro de los últimos años, sin otras manifestaciones
(por lo tanto) en la Transición Política que los contados dramas El
veneno del teatro (1992), de Rodolf Sirera, o Vade retro (1982), de
Fermín Cabal. Pese a ello, resulta razonable aceptar que las formas
del drama cultivadas en el período transitorio por el común de los
autores de la Subtendencia Reformadora constituyen el correlato, si
ya no la fase anterior, de las actuales formas de la dramaticidad. En
efecto, el lenguaje predom inante entre los autores de dicha
subtendencia había sido el drama reformista que, en su propósito de
dialogar con el entorno inmediato, adoptaba el molde figurativo pro­
porcionado por la tradición naturalista como instrumento apto para

321
lograr la deseada homología entre sus universos imaginarios y los de
la experiencia real que sirve como objeto y referente.
Bien es verdad que en el seno de este teatro reformista de la Transi­
ción se aprecia una considerable variedad entre los procedimientos des­
tinados a la renovación actualizadora del patrón dramático del realismo,
variedad que (desde la perspectiva de la teoría de las mediaciones)16 se
corresponde con la voluntad de renovación que, en todos los órdenes de
la vida española, caracteriza a la mentalidad de reforma durante el pe­
ríodo. Se explican así las personales y muy características alteraciones
del molde realista llevadas a cabo durante la Transición Política por au­
tores como Buero Vallejo, Lauro Olmo, Rodríguez Méndez o Carlos
Muñiz, así como, también, la incorporación sistemática de elementos
extraños al realismo, tales como los esperpénticos y farsescos (Juan
Antonio Castro), festivo-populares y celtibéricos (Alfredo Mañas) o de
carácter documental (Miguel Signes), a lo que habría que añadir los
tanteos creativos llevados a cabo por autores nuevos en el período tran­
sitorio, tales como José Sanchis Sinisterra, José Luis Alonso de Santos,
Femando Fernán Gómez, Fermín Cabal y Francisco Ors, entre otros.17
Sin embargo, por encima de esta variedad constatable, las obras
más representativas del drama reformista de la Transición (La con­
decoración, Jueces en la noche, Flor de Otoño, Motín de brujas,
Contradanza)18 ofrecen un patrón común, cuya comparación con las
actuales formas de la dramaticidad permite establecer, junto a la deuda
genética señalada, un significativo contraste. En efecto, a diferencia
de sus predecesoras, las actuales formas de la dramaticidad basan su
eficacia (como hemos puesto de relieve al comienzo de este aparta­
do) en el énfasis otorgado a una acción esencialmente condensada,
la cual predomina sobre una mimesis naturalista que (ahora) se deja
alterar sin que sufra por ello la naturaleza de la pieza ni su relación
con el universo imaginario dramatizado.19

16. Angel Berenguer, “Bases teóricas para el estudio del teatro español del
siglo X X ”, op. cit. 1998.
17. Angel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la
Transición Política (1975-1982), op. cit. 1998.
18. ídem.
19. Véase nuestro Prólogo a Jesús Campos, Triple salto mortal con pirueta,
Delegación de Cultura del Ayuntamiento de Alcorcón, 1997.

322
L a s f o r m a s d e la le x tu a l id a d

El tercero de los conjuntos que estamos considerando dentro de


los lenguajes teatrales de hoy se refiere a las formas de la textualidad
y comprende manifestaciones ya abundantes en los últimos años, tales
como las de José Sanchis Sinisterra (Lope de Aguirre, traidor, 1992;
Naufragios de Alvar Núñez, 1991); Rodrigo García (Acera derecha,
1990); Juan Mayorga (Más ceniza, 1994); YolandaPallín (Lista negra,
1997); o las varias de Borja Ortiz de Gondra (Metropolitano, 1992;
)Dos?, 1993; Mane, Thecel, Phares, 1997), entre otras notables.
La propia configuración textual de estas obras revela el carácter
predominante que (hasta el punto de adquirir un valor prácticamente
autónomo) poseen en ellas los elementos verbales. Como ha señala­
do Patrice Pavis,20 este predominio de las elementos discursivos sir­
ve, en último término, al despliegue de la alteridad, entendida como
descubrimiento e intento de relación comunicadora con el otro, y no
tanto a la dramaticidad, entendida ésta como mantenimiento de una
oposición entre agonistas. Las manifestaciones más unidireccionales
de esta alteridad deparan, ya en la totalidad de las obras, ya en frag­
mentos de las mismas, la adopción de la narratividad como configu­
ración textual preferente, a veces incluso codificada en los moldes
de la oralidad narrativa.
Dicho cauce formal, que comporta nuevas concepciones de la
práctica escénica y del trabajo interpretativo, constituye en sí mismo
una vía específica del teatro de los últimos años, sin que su segura
contribución a la renovación de los lenguajes escénicos actuales ten­
ga contraída deuda directa con ninguno de los lenguajes concretos
puestos en marcha por la revolución experimental que precede y abar­
ca el período de la Transición Política española.

La renovación sin descendencia

Si hasta el momento hemos considerado el concepto de renova­


ción, referido a las formas del teatro español de la coyuntura transi-
20. Patrice Pavis, “Síntesis prematura o cierre provisional por inventario de fin
de siglo”, Las puertas del drama -2 (primavera de 1999), págs. 4-12.

323
toria, en los términos de su efectiva aportación a la creación de nue­
vas vías para el teatro actual, ahora parece justo interrogarse sobre
aquello que quedó en el camino. Encontramos así que una parte con­
siderable de las formas escénicas surgidas y desarrolladas en los pe­
ríodos tardofranquista y transitorio estaba llamada a extinguirse al
compás de unos procesos históricos y psicosociales que iban a dife­
rir cada vez más de aquéllos que las habían propiciado. Precisamen­
te, dicha porción es aquélla que en la memoria colectiva (y también
en algunos enfoques de la historia teatral contemporánea) ha sido
considerada como la más representativa de aquella circunstancia his-
tórico-social hoy prescrita.
Estos lenguajes escénicos carentes de descendencia renovada en
el panorama teatral actual caracterizaron principalmente al teatro de
la Subtendencia Radical de la Transición Política, el cual traducía a
su vez una mentalidad rupturista en el plano ideológico, esto es, no
acorde con el ritmo y la naturaleza del proceso de cambios puestos
en marcha durante aquellos años en todos los órdenes de la sociedad
española y materializados especialmente en el carácter reformista (y
no rupturista) que adoptó el proceso transitorio. A ello debe añadirse
que, debido a que la génesis del teatro radical estuvo vinculada a
formas y actitudes derivadas de una mentalidad de oposición a los
aspectos deficientes del tardofranquismo, la combatividad que man­
tuvo durante la Transición Política iría quedando sin objeto a medida
que el nuevo sistema democrático fue resolviendo aquellas deficien­
cias.21
Este teatro adoptó como forma predominante el drama crítico de
carácter radical, que incluiría diferentes procedimientos para atacar
y/o degradar la realidad que deseaba combatir. La fórmula del drama
del realismo socialista seguiría siendo cultivada durante el período
por autores como Alfonso Sastre o José Martín Recuerda, así como
también lo fue la fórmula alternativa del teatro crítico occidental es­
tablecida por Bertolt Brecht, si bien ésta antes como conjunto de
procedimientos técnicos que como modelo de composición de las

21. Ángel Berenguer y Manuel Pérez, Tendencias del teatro español durante la
Transición Política (¡975-1982), op. cit. 1998, pág. 83 y ss.

324
obras {La sangre y la ceniza, Crónicas romanas y otras obras de
Alfonso Sastre son ejemplos de lo que acabamos de afirmar). Con
todo, la forma predominante de este teatro radical iba a venir depara­
da por la simbolización alegorizadora, de referencialidad indirecta,
cuya utilización, según señala Angel Berenguer,22 responde a razo­
nes no principalmente de censura, sino, sobre todo, a una voluntad
de crítica integral del sistema, diferente del carácter aspectual de la
crítica codificada en el lenguaje escénico del realismo social cultiva­
do por autores como Buero Vallejo, Lauro Olmo, Rodríguez Méndez
o Rodríguez Buded.
Este drama simbolizador, que ampliaría su capacidad de atrac­
ción a obras de autores de las Subtendencias de Reforma (tales como
Jesús Campos) y de Ruptura (como José Ruibal), halla, como hemos
dicho, cultivadores especialmente relevantes dentro de la Subtenden­
cia Radical, tales como Manuel Martínez Medierò, Antonio Martínez
Ballesteros o Miguel Romero Esteo, junto a los mencionados Alfon­
so Sastre y José Martín Recuerda. Por otra parte, el abundante teatro
histórico producido en aquella época adoptaría también el lenguaje
de la alegorización, como lo muestran las notables creaciones de
Domingo Miras, de Martín Recuerda y del propio Buero Vallejo.
Como hemos señalado, estos lenguajes escénicos estaban llama­
dos a desaparecer. En efecto, tanto el cambio de la coyuntura históri-
co-social, como la evolución de los estilos teatrales acontecida en la
época democrática, han acabado por privar de continuación a aque­
llas fórmulas. Es cierto que en nuestro teatro más reciente no han
faltado manifestaciones de las mismas durante los últimos años; de
ello son buena prueba algunos estrenos de Alfonso Sastre (Tragedia
fantástica de la gitana Celestina, 1985; El viaje infinito de Sancho
Panza, 1992); José Martín Recuerda {Las conversiones, 1985) y
Agustín Gómez Arcos {Queridos míos, es preciso contaros ciertas
cosas), así como también los sobresalientes textos creados por Fer­
nando Martín Iniesta, entre otros autores notables. Sin embargo, tan­
to la singular circunstancia de tratarse de creaciones realizadas casi

22. Ángel Berenguer, “José Ruibal y la tradición del Teatro de Resistencia”, en


Teatro español contemporáneo. Autores y tendencias, Alfonso de Toro y Wilfried
Floeck, eds., págs. 191-215. Kassel, Reichenberger, 1995.

325
siempre por autores provenientes del período transitorio, cuanto la
percepción que de las mismas reciben el espectador y la crítica ac­
tuales, vinculan de algún modo la teatralidad de estas formas con los
recursos expresivos, ya envejecidos, del antiguo teatro combativo,
antes que con los procedimientos eféctivamente renovados de la crea­
ción teatral de nuestros días.

326
MESA REDONDA1

ORÍGENES, CONTEXTO Y ACTUALIDAD DEL


TEATRO EXPERIMENTAL E INDEPENDIENTE

E nrique B aena. Vamos a celebrar esta mesa redonda que es, desde
luego, una mesa de honor. Está compuesta por Enrique Llovet, uno
de los críticos de teatro más importantes en las últimas décadas en
nuestro país, malagueño además. María Jesús Valdés, una actriz ex­
celente; quien la haya visto en sus actuaciones pensará como yo.
Milagros Rodríguez Cáceres, profesora de literatura de la Universi­
dad de Castilla-La Mancha, coordinadora en la compañía de teatro
clásico e investigadora de literatura. José Luis Sirera, catedrático de
la Universidad de Valencia y también autor teatral. Y Jerónimo López
Mozo, uno de nuestros más representativos autores teatrales. Mi pro­
puesta a la mesa es que cada uno intervenga en este orden unos mi­
nutos porque se trata de hablar de un mismo fenómeno con puntos
de vista diversos, con experiencias distintas y, a partir de ese peque­
ño parlamento, podemos dialogar entre todos, de manera que Enri­
que Llovet tiene la palabra.
E nrique L lovet. Voy a tratar de ser muy preciso, por eso, he
hecho unas notas, porque no quiero que el tiempo me quite la posibi­
lidad de ser muy concreto. Todo hecho teatral formula de alguna
manera un dibujo, un retrato, por parcial que sea, de la sociedad en

1. Modera Enrique Baena. Intervienen Jerónimo López Mozo, Enrique Llovet,


Milagros Rodríguez, José Luis Sirera y María Jesús Valdés
que se produce. Entre Lope de Vega o Calderón, entre el absolutismo
político y la vida económica del siglo XVII español, debió existir
cierta correlación indiscutible como debió existir igualmente, aun­
que en ámbitos más limitados, entre los primeros escritores liberales
y los primeros burgueses de nuestra modestísima ilustración. Hoy
sabemos muy bien que está sintonía está en parte perdida o muy
debilitada, sabemos muy bien que la provocación y la rebeldía de la
literatura teatral indican, una y otra vez, su aspiración no servil como
un gran objetivo del teatro soñado, pero ese mismo chirrido genera
una brutal e inmisericorde sanción. El convenio entre el teatro y su
público, o mejor dicho, entre el creador y la dirección económica y
social de la cultura dramática tiene un sistema defensivo de eficacia
total. No estrena el autor, no se estrena la obra que intenta salirse de
ese marco convenido, hoy, como siempre en el teatro español, sólo
se estrena lo que acepta el ámbito social de cada época. Se puede
escribir un texto, efectivamente no hay censura porque sólo será con­
siderado como prueba de una atención personal. Pero representar
ese texto es convertir de alguna manera la afirmación personal en
afirmación general, es pedir de alguna forma a la sociedad que sus­
criba con su asistencia una propuesta determinada y eso, nos guste o
no, es lo que nuestra sociedad no hace si no está conforme con ella.
Todos estamos de acuerdo en la necesidad de que nuestra vida teatral
testimonie la vida real española y colabore en su evolución y cam­
bio, ampliando su área de proyección mediante el ensanchamiento
de su problemática y la mejoría de sus formas expresivas. Con ello,
parecen buscarse nuevos destinatarios precisamente en aquellas par­
tes del cuerpo social más necesitadas de ilum inaciones y
esclarecimientos, sin perder la vieja población adicta, es decir, la
burguesía a la que esa nueva vida teatral también debe hacer reaccio­
nar enérgicamente. Me temo que salir de ahí es, con seguridad, ju­
guetear a las exquisiteces m inoritarias y, bajo una capa de
maximalismo patronal, caer en el vicioso círculo de los lenguajes
crípticos, cuyas claves ignora la mayoría aunque su posesión pro­
duzca un muy legítimo placer a la minoría mejor informada.
Pero además no es eso sólo. Nuestra población teatral, casi toda
integrada en la burguesía media, se ha encontrado desorientada en su

328
gusto, pasiva en su consumo y aburrida e incierta. Esa ausencia de
interés y el miedo económico de los empresarios tradicionales no
han podido enfrentarse con el nacimiento de una vida política
promotora por sí sola de un gran cupo de emociones, variantes de
tensión y teatralidad superior a veces a la ofrecida por los escena­
rios. Habría sido el momento de intentar la captura de un público
nuevo, pero no ha sido posible.
La perseverancia también se nota, ese drama experimental del
que hablamos hoy ha hecho que las quemaduras, y aun los fracasos
de autores y grupos, hayan llevado a unas cuantas cosas que no son
muchas pero sí importantes. Son: una cierta corrección evidente del
inmovilismo tradicional, así que la audiencia española, creo yo, ha
aceptado con facilidad una actualización del lenguaje, especialmen­
te en cuanto se refiere al ensanchamiento del vocabulario. Por decir­
lo de alguna manera, el público ya no tiembla ante los tacos. Un
retoque de los caracteres, que ya pueden desplegar casi con plenitud
toda una nueva dialéctica de los instintos. Un ensanchamiento gran­
de de los análisis, de las afectividades y de su censo completo: pode­
mos ver en escena, sin escándalo, todo tipo de personajes. Una ma­
yor importancia teatral de los conflictos producidos por la concien­
cia de la soledad humana, la famosa problemática de la comunica­
ción y el sentimiento de la angustia. Una denuncia de la injusta orga­
nización social, un supuesto general de inestabilidad.
Esa misma audiencia ha admitido, aunque con más duda y con cier­
to disgusto, la dramatización indiferente a la conceptualización clásica
de los espacios y, sobre todo, de los tiempos; la supuesta irracionalidad
de los comportamientos; las ficciones automáticas, oníricas o sencilla­
mente intuitivas; los comportamientos de explicación puramente
existencial, ese famoso drama y, en general, todas las abstracciones que
incluyen elementos surrealistas; la fértil incorporación del simbolismo
modernista a la tradición española de las retorsiones exasperadas y crí­
ticas -por ejemplo, la agria, digna y frontal violencia de Quevedo parece
potenciada, lista para afrontar la batalla con armas muy capaces contra
los todavía tremendos rescoldos del naturalismo-.
No todo es positivo en esta propuesta, la sociedad contra la que
Valle disparó sus fantásticas andanadas no es más que un anteceden­

329
te biológico de la actual, y gran parte de su mitología se pulverizó en
los últimos cincuenta años. Su diana ya no existe y el arco de sus
disparos está sostenido por las incopiables columnas de su lenguaje.
Lo que sí, en cambio, es absolutamente válido con vigencia riguro­
sa, imperativa y urgente es el código comunicativo que trató, sin for­
tuna, de imponerse a su época, y cuyo rescate es casi cuestión de
vida o muerte para la nuestra. Este código, refrescado por el surrea­
lismo y retocado por los beneficios de la gran escritura teatral que
llega hasta Becket, es un signo de identidad muy visible y muy claro
de nuestro actual momento teatral. Pero es lógico que sea aquí, en
esta propuesta experimental y antirealista, donde haya que afrontar
las máximas dificultades de instalación y acomodo.
Hay que reconocer que el desencanto y aun el ademán de antipa­
tía producidos en nuestro público por los primeros montajes no rea­
listas se debió, que duda cabe, al desamparo cultural en que surgie­
ron. Los signos no eran entendidos, faltaba información, hábito de
lectura y traducción personal. Posiblemente faltaba también ilusión
por descifrar unas propuestas aparentemente poco conectadas con el
imperativo complejo de ilusiones inmediatas con que el espectador
español se instalaba finalmente en la libertad. Un valor necesario,
pero incapaz por sí sólo de descodificar los signos de un no realismo
altivo y violento. Ya llegaremos. Hay que darle tiempo a esa libertad,
tiempo y discernimiento, porque gran parte de sus propuestas ade­
más instaladas en el irracionalismo, en la simbología, en la surrealidad,
hasta alguno de nuestros espectáculos, que se autodefinen como so­
ciales o neopopulares, se cargan muchas veces de un ingrediente sa­
tírico que los transforma en simbólicos y por supuesto culturalistas.
Y por último, otra atención que nuestro no realismo, que el
experimentalismo está viviendo es el conflicto, relativo pero exis­
tente, entre imagen y lenguaje. Curiosamente, este tiempo, esta épo­
ca es la de la imagen, y los directores de teatro naturalmente lo sa­
ben, lo que olvidan es que no existe ninguna imagen, según creo yo,
que tenga un valor superior a la del rostro humano. La luminotecnia
ha servido muy bien a esta potenciación del rostro del actor, subra­
yando inteligentemente que ese rostro transparentaba o está obliga­
do a transparentar una idea. El famoso narcisismo de ciertos actores

330
es seguramente una forma de proyectar esa idea e incluso de
fortalecerla pero, a la vez, esa potenciación de la imagen coincide en
España con una especie de sacralización autónoma del lenguaje, no
es sólo la influencia y la veneración valleinclanesca, es una concien­
cia apasionada de que el lenguaje anda tan vinculado a la propia
identidad que, sin él, pierde todo color cualquier reivindicación de
las culturas nacionales. Y nosotros estamos, sobre todo, en pleno
proceso recuperador de identidades que fueron y se sintieron largos
años m enospreciadas y marginadas. Imagen y lenguaje, dos
importantísimos mitos de nuestro teatro no realista que, por el mo­
mento, aún no hemos sido capaces de integrar.
Sucede, finalmente, y no quiero olvidar ese tema, que todas estas
vocaciones de identidad y planteamientos de novedad tropiezan ade­
más en el teatro, cuando es más lógico que tropiece cualquier trabajo
teatral en la economía. De toda la cadena productiva de bienes cultu­
rales, el teatro es sin duda el eslabón más encarecido. En las viejas
etapas de reducción aristocrática o aun burguesa de la población tea­
tral, esas clases se pagaban el teatro que querían y ahí terminaba la
cuestión. La lógica aspiración a ensanchar esas bases supone una
llamada a toda la sociedad, o sea, una petición formal cada vez más
fuerte al estado y a sus dineros. Es natural. El viejo modelo econó­
mico no es válido para el nuevo modelo teatral, el desajuste produce
ansiedad, desasosiego, frustración y sentimientos de fracaso. Enton­
ces se culpa a la derecha torpe, al centro tonto, a la izquierda intran­
sigente, al espectador, al estado evidentemente mediocre, al centra­
lismo, a las autonomías, al empresariado, a la fiscalidad, al intrusismo,
a la crítica, a la burocracia, a la crisis económica y al Espíritu Santo.
Y claro, en esa enorme relación de culpables, la culpabilidad se re­
parte, se diluye, se borra y desaparece. Es un fuenteovejuna tan in­
maculado como impunible, un fuenteovejuna revelador de que el tea­
tro no sabe venderse a sí mismo y se revuelve con angustia ante
tantas indiferencias frente a su doloroso empobrecimiento. Una so­
ciedad en tránsito tiene naturalmente un teatro en evolución, por eso
chirrían los gritos de la vanguardia y crece el reverencialismo ante el
repertorio; por eso se abre la compuerta de la centralización y nacen
como primer gesto gigantescas unidades de producción domestica­

331
das en Madrid naturalmente; por eso se han desestabilizado las vie­
jas rutas itinerantes y se aferran a su parcelilla local los nuevos esta­
bles que a su vez reconstruyen la imagen más clásica y tradicional de
las antiguas compañías titulares; por eso en fin, esta crítica de fin de
siglo nos ha sorprendido con una base teatral mayoritariamente ser­
vida por espectadores de clase media, que van al teatro como van a
comer o a tomarse una copa, y con un centro de actores que lógica­
mente prefieren ser seres humanos a ser actores. Nos sorprende so­
bre todo la no respuesta a la inquietante pregunta de siempre, ¿es
forzoso que una sociedad en crisis tenga un teatro en crisis? Y final­
mente, ¿debemos primero hacer una buena sociedad para que ella
nos permita después un buen teatro?, o ¿debemos hacer ya un buen
teatro para contribuir a crear una mejor sociedad? Creo que no co­
nozco, que no conocemos la repuesta y ésa es la crisis. Muchas gra­
cias, buenas noches.
M aría J esús V aldés. Queridos amigos todos, después de las pa­
labras de Enrique Llovet que han sido muy claras, muy precisas y,
quizás, un poco tristes, creo que yo soy mucho más optimista con
respecto al teatro, aunque en ese momento también estoy muy pre­
ocupada por el teatro de vanguardia, que es del que estamos hablan­
do aquí en este momento, y que es el que nos ha hecho reunirnos
aquí esta tarde. Hace ya bastantes años, hubo un actor, un autor que
todos conocéis, Alfonso Sastre, que escribió una obra titulada Es­
cuadra hacia la muerte. Esta obra fue considerada por todos primer
teatro de vanguardia fuerte, escrita por un hombre vanguardista, que
quiere anticiparse a su época. Después empezaron a imitar, a existir
una serie de grupos, pequeños grupos en las facultades, y ha llamar a
todo lo que hacían “teatro de vanguardia”. Con ese afán, esa ilusión
de hacer cosas diferentes, cosas distintas, estos grupos y estas escue­
las -que, en ocasiones, han estropeado mucho a los actores- han
iniciado, a veces, sin darse cuenta, una serie de funciones, de estilos
distintos diciendo que son “teatro de vanguardia”.
Hace muy pocos días, un actor joven, muy preocupado también
por el teatro de vanguardia y por el teatro en sí, me preguntó: “Pero
vamos a ver, dígame usted, teatro es cuando dos personas caminan
por la calle y van hablando: eso ya es teatro; ¿Gran hermano no es

332
teatro?; hay un grupo de gentes que están hablando, que están expe­
rimentando una serie de sentimientos que es teatro; y no me diga
usted que la vida no es teatro”. Y yo le dije: “Vamos a ver, yo creo
que ninguna de las tres cosas: dos señores que van hablando sin más
por una calle no están haciendo teatro, están dialogando, ahí no exis­
te absolutamente nada; en cuanto a esa especie de cárcel de Gran
hermano tampoco me dice nada; y, desde luego, que la vida es tea­
tro, tampoco. La vida es el reflejo, eso sí es cierto, del teatro, el
teatro es el reflejo de la vida. Porque el teatro, para ser teatro en sí,
necesita una dramaturgia; el teatro necesita sobre todo un tercer ac­
tor que es el público, que es el que está colaborando; yo estoy ha­
blando como actriz, naturalmente. Yo he sido una actriz muy
rompedora, seguramente demasiado osada, pero creo que hay que
romper las cosas siempre con talento, no dejarnos llevar por esos
aires que vienen de pronto. Evidentemente, ha habido un “teatro de
vanguardia” que ha echado al público del teatro. Sólo la expresión
corporal no es teatro, hay que tener la palabra, la magnífica palabra
que tenemos nosotros en nuestro idioma. Me divierte mucho más el
rompimiento que pueden hacer nuestros autores españoles, me di­
vierto mucho más con una obra de Riaza o de López Mozo o de
señores que están aquí, que con Fedeau, por ejemplo. Y no porque
sea mejor ni peor, sino porque necesito mi idioma, en el que hablo,
para expresarme en el teatro. Y después, si se puede hacer una tra­
ducción de Fedeau, se hace, pero ya no es lo mismo que el lenguaje
directo.
Hemos defendido muchísimo más todo lo que ha venido de fuera
que lo nuestro, nuestros autores y literatura, que es de una riqueza
excepcional. Pienso que todo esto pasará, y espero que nuestros au­
tores, muchos y magníficos, escriban y sean ayudados, y que el tea­
tro tenga una ayuda, que no es precisamente llevar a los niños a ver
una obra interesantísima en la que se van a aburrir o van a tirar las
coca-colas en las butacas porque no están preparados. Creo que se
necesitan muchas cosas alrededor nuestro para que el teatro, y este
teatro nuevo de vanguardia y de rompimiento, sea bueno, sea espe­
cial; pero hecho por nosotros y que no se confunda de ninguna ma­
nera con el teatro de ceremonia, con el teatro de rito, que es intere­

333
sante también, pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que tene­
mos una línea que ha de ser pura y clara para nosotros, y aquí tienen
que intervenir las autoridades porque solos no podemos hacer abso­
lutamente nada.
Me dicen si es bueno el teatro en televisión, yo me niego a hacer
teatro en televisión y todo el mundo me mira con una cara terrible,
pero es imposible estar haciendo una escena de Hamlet y, en un
momento determinado, que el ama de casa se vaya a la cocina por­
que se le quema la tortilla de patatas y que cuando llegue, pregunte:
“¿Qué ha pasado, por fin?”. No, es imposible. La gente tiene que
salir de casa y pagar una entrada para el teatro, no es suficiente la
televisión. Sí es necesaria la televisión para una amplia y gran propa­
ganda, que enganche, que tenga imán para algo que se haga, para un
autor que se estrena, para emocionarle, para que se produzca esa
magia, si no, es imposible.
Hay algo curiosísimo, me contaba Agustín González que un día
en televisión, le dijeron: “Mire, no puede usted hacer este persona­
je”. “Pero, ¿por qué? Pero si ya me han apalabrado el personaje”.
“No, porque a usted se le entiende lo que habla, tiene que decirlo, de
una manera más natural, como si no se le entendiera”. Y a veces, eso
ocurre en la televisión, en los teatros y en los grupos de vanguardia.
Eso no puede ser, hay que ser optimista y hay que luchar en este
sentido, la gente joven ha de luchar, yo todavía estoy luchando con
los años que tengo. Yo con mi compañía no puedo hacerlo, porque
no la tengo, pero, en la medida que pude, lancé a Jaime Salóm o a
Alfredo Mañas con La feria de cuerno y cabra, es decir, proteger
siempre al autor español que me parece que es lo mejor del mundo,
sin despreciar, por supuesto, el teatro de lo absurdo, pero sabiendo
que hay que anteponer, ante todo, el teatro español y nuestro idioma.
Perdonadme porque tienen que hablar todos estos señores y les
vamos a dejar a cada uno diez minutos o cinco. Nada más.
M ilagros R odríguez C áceres. Buenas tardes a todos. Antes
que nada, quisiera dar las gracias al comité organizador por haberme
invitado a estar aquí presente. En realidad, no tengo otro mérito que
el haber sido durante mi juventud una asistente asidua y entusiasta a
toda clase de funciones. Bien es verdad que luego tuve la inmensa

334
fortuna de trabajar durante varios años en la Compañía Nacional de
Teatro Clásico, con lo que se amplió considerablemente mi horizon­
te de experiencias. Pero mi palabra no tiene más valor que la de un
entusiasta cualquiera. Lo que sí es cierto es que a lo mejor podemos
pensar que cualquier persona entusiasta del teatro puede expresarse,
y sus opiniones pueden tener cierto valor. No quiero sentar ninguna
tesis porque hay aquí personas mucho más autorizadas para hacerlo
que yo. Pretendo recordar unas experiencias que viví como especta­
dora en otros tiempos, en la medida en que la memoria me lo permi­
ta, que no siempre es lo suficientemente fiel.
Mi etapa universitaria coincidió con los años de esplendor del
teatro independiente, tuve la suerte de ser un testigo permanente de
ese magnífico movimiento renovador en una ciudad como Barcelo­
na, que desempeñó un papel muy importante. Tenían lugar numero­
sas funciones que se desarrollabon en el teatro Capsa y en la sala
Villarroel, que eran lugares emblemáticos. Fueron tiempos de entu­
siasmo que eso es lo que principalmente los diferencia de los de hoy
en día. No hay que negar, desde luego, que ayudó muchísimo el ali­
ciente de la resistencia antifranquista, el morbo de asistir a veces a
representaciones semiclandestinas, o el saber que en cualquier mo­
mento podía pasar algo, eso daba una emoción innegable pero, al
margen de esto, fue un movimiento de renovación que a mí me me­
rece toda clase de alabanza y desde luego de nostalgia.
A la hora de clasificarlo, todo aquello que vi pertenecía al teatro
o lo que podíamos llamar antiteatro, aunque pienso que de todo hubo
en la viña del señor. Bien es cierto, que mis inclinaciones tendían a
que los espectáculos a los que asistía fuesen lo más parecido al tea­
tro, me gustaban más las formulaciones del teatro que las del
anfiteatro, pero en cualquier caso, vi de todo. Quería valorar dos as­
pectos muy importantes de este universo teatral, por un lado, la labor
interesantísima de los grupos de teatro independiente, recuerdo a
muchos: Aquelarre, Tábano, Els Juglars, etc. Para mí, la actividad
que ellos eligieron fue extraordinaria y supuso una renovación es­
pléndida de las fórmulas caducas del teatro comercial. Por otra par­
te, otro aspecto también importante fue la actividad de los nuevos
autores que tuvieron la osadía, rayando en la temeridad, de romper

335
con las fórmulas habituales en los circuitos de teatro y que lo paga­
ron con la marginalidad, teniendo muchos inconvenientes para acce­
der a los escenarios. Bien es verdad, que dificultaron en buena medi­
da que ese público no se enganchara al teatro pero, en cualquier caso,
su actitud de expresar inquietudes que estaban más de acuerdo con la
insatisfacción de buena parte de los asistentes es válida, y algunas
obras en concreto merecen una apreciación particular.
Me gustaría también romper una lanza, lo digo muy sinceramen­
te, por esa promoción que se llamó la generación realista. Creo que,
aunque luego merecieron duras críticas por parte de sus continuado­
res del teatro underground, fue una promoción que inició un camino
de renovación interesantísimo porque sus primeros planteamientos
fueron realistas, pero luego caminaron hacia el expresionismo, hacia
otras formulaciones más atrevidas y, sin romper con la esencia del
teatro, sin crear un teatro cerrado para el público, lograron una reno­
vación que personalmente me parece muy interesante. Quisiera, pues,
romper esa lanza por autores como José María Rodríguez Méndez,
Martín Recuerda, y algunos ya fallecidos como Lauro Olmo o Car­
los Mufiiz, que pertenecen a esa generación que ya evolucionó y que
su teatro ya no se puede denominar realista, pero que lo fue en su
momento. En fin, me parece que esa generación dio un paso muy
importante en ese camino y quiero hacer constar mi aprecio por esos
primeros pasos que llegaron a un grado de renovación que a mí me
parece francamente satisfactorio. Bueno, pues si hay qup tocar otros
temas ya los tocaremos.
J osé L uis S irera. Quiero agradecer, por supuesto, a la organiza­
ción del Congreso el haberme invitado a participar en la mesa y tam­
bién quiero felicitarles por la brillante idea de organizar el Congreso
de un tema particularmente actual. Hace una hora escasa, Jesús Ru­
bio recordaba un texto de Paco Nieva del año setenta y siete, donde
sacaba a colación palabras como “ruptura”, “marginalidad” o, refi­
riéndose al público, acababa por decir que hacía falta que el público
tuviese una cierta disposición mística, emotiva hacia el teatro que se
le representaba. Creo que son términos que actualmente vuelven a
salir mucho, es decir, hay muchos autores y muchos grupos que re­
cogen ese espíritu, y volvemos a oír el término “teatro marginal”,

33 6
mejor incluso que teatro independiente, que juega con la idea de que
público y espectáculo, público y actor tienen que tener una relación
de comunión emotiva y, por supuesto, teatro que rompe las fronteras
del lenguaje escénico. Por eso, recordar esa época me parece muy
interesante y, precisamente en esta especie de proyección, respon­
diendo un poco al último apartado del título de la mesa que es la
actualidad de este teatro, me gustaría poner un poco a reflexión dife­
rencias que, quizás, sean algo preocupantes -y puedo valorarlas como
autor y como escritor- entre rasgos que tenía ese teatro, no diría
únicamente de las vanguardias, sino el teatro español desde finales
de los cincuenta hasta bien entrado los setenta, y que quizá ahora
sería conveniente también que se tuviesen en cuenta.
Pienso, por ejemplo, en el optimismo del que hablaba la profeso­
ra Milagros Rodríguez, y que yo tenía que apuntarlo: vitalismo, es­
pontaneidad, una gran carga de ingenuidad, es decir, creo que en
aquel momento éramos todos muy ingenuos pero, al mismo tiempo,
había una gran vitalidad en las propuestas, en la escritura, en los
planteamientos escénicos que se hacían; ahora, por supuesto, predo­
mina quizás lo contrario, predomina una formación muy superior.
Curiosamente, alguna vez se nos dice en mi facultad que somos una
fábrica de autores pues de Valencia surgen muchos premiados de
veintipocos años, y realmente son autores con una formación que yo
no tuve a su edad. Yo he ido adquiriendo mi formación poco a poco,
y también es positivo ese aspecto vitalista de ir uno mismo creándo­
se el currículo, ir descubriendo las trampas de la escritura.
Los que siguen la cuestión del teatro actual, por ejemplo en Ali­
cante donde la semana que viene se hacen unas jornadas sobre la
muestra de teatro de autores españoles contemporáneos, siempre or­
ganizan y participan en una mesa de debate donde se discute el mis­
mo tema y surgen reflexiones por parte de los autores jóvenes sobre,
por ejemplo, hasta qué punto el exceso de talleres es bueno o no para
la formación de un autor. Nosotros no teníamos talleres y ahora qui­
zás sobran talleres, lo que provoca que surjan bromas y se hable ya
de autores clónicos (no voy a decir clones de quien porque los nom­
bres son bastante conocidos). Quizá un segundo contraste es que los
autores de los años 50 ó 70 éramos autores con una dramaturgia

337
amplia y me temo que en el teatro de los noventa, (ciertamente el
periodo es muy breve todavía pero hay indicios preocupantes) lo
que predomina es la reiteración de esquemas, autores dramáticos
que escriben la misma obra de teatro. No me extraña, pues escriben
tres o cuatro obras en un mismo año y, a la vez, hacen otras cosas,
lo que es admirable, pero claro, al final resulta que la memoria
falla y es difícil llegar a distinguir unas obras de otras en según que
autores. Creo que es un elemento del que tendrían que aprovechar­
se esas generaciones del teatro independiente y tenerlo en cuenta
ahora que la evolución del autor forma parte inexcusable en la pro­
pia escritura.
Finalmente, una tercera diferencia es que creo que en los años
setenta la ingenuidad nos llevó a plantear un teatro optimista y un
teatro que pensaba en la transformación, no sólo del lenguaje dramá­
tico, sino también de las estructuras teatrales -Enrique Llovet ha
hablado de esto muy bien-. De alguna forma había una idea de que
era posible llegar a una transformación del teatro hasta alcanzar tam­
bién una transformación de la sociedad. Creo que en los autores de
ahora hay síntomas en sentido contrario que me alegran mucho. Pero
ha predominado durante muchos años la idea del autor testigo, del
autor notario, del autor que levanta acta de la realidad inmediata.
Creo que esa imagen utópica de teatro independiente habría que po­
nerla en contraste con esta imagen del notario que levanta acta. Creo
que son tres diferencias, tres contrastes que me parece que para el
teatro de ahora mismo sería conveniente que tuviésemos en cuenta.
Gracias.
J erónimo L ópez Mozo. Bueno, en primer lugar, creo que hay
materia más que suficiente para un coloquio con todo lo que se ha
oído aquí. En segundo lugar, llevo dos días en este congreso y todas
las intervenciones que he oído han partido de la mesa hacia allá y,
desde luego, no me gustaría marcharme de Málaga sin que en algún
momento se invirtiera la dirección de las voces. De verdad, me gus­
taría oír a los que nos están escuchando y escucharles yo también,
porque esto es la esencia de todo coloquio y de todo encuentro. Por
tanto, voy a intentar ser breve para dar oportunidad a que hablemos
todos. El tema es muy amplio pero hay dos términos en el título:

3 38
“experimental e independiente” que, aunque parece que están uni­
dos, yo no diría tanto. Hago esta reflexión a partir de la intervención
de ayer de José Romera, que nos dio unos datos muy interesantes y,
a pesar de que las cifras en estas materias son manipulables y se
puede hacer maravillas con ellas, realmente aportó unos datos muy
interesantes que quisiera tener en cuenta. Del título me gusta lo de
“experimental” más que lo de “vanguardia” porque, aunque nos he­
mos llamado vanguardistas y a mí me gustaría que me llamaran van­
guardista, reconozco que quizá sea excesivo. Es decir, la vanguardia
ya estaba inventada, ya se estaba haciendo por toda Europa y noso­
tros íbamos por detrás de ellos en algunas cosas y en algunas ocasio­
nes. Así que no estábamos rompiendo, sino subiéndonos a un tren
que ya estaba en marcha, los vanguardistas eran ellos y nosotros éra­
mos viajeros de ese tren, gente que estaba experimentando, por eso,
me parece que es más modesta y más correcta la definición de “ex­
perimental”.
El teatro experimental y el teatro independiente siempre han apa­
recido ligados el uno al otro, sin embargo, son dos movimientos dis­
tintos coincidentes en el tiempo. Aquí viene al hilo lo que decía ayer
José Romera, él hablaba de los autores que se estaban representan­
do, lo que llamaba el teatro vivo, el teatro que se ve, el teatro que se
queda en las carteleras. Por supuesto, la generación realista aparecía
con más frecuencia que nosotros, lógico pues habían empezado an­
tes y sus planteamientos eran más comprensibles; nosotros venía­
mos intentando romper algo y era más difícil. Es cierto que en las
carteleras de aquellos afios hay una ausencia casi absoluta de los
autores realistas y sobre todo del Nuevo Teatro, que generalmente se
explica por la existencia de la censura que prohibía y nos impedía
contactar con el público. Sin embargo, la censura ha sido utilizada
muchas veces para tapar otras cosas.
Yo creo que esto hay que desvelarlo porque muchos se han refu­
giado en la censura para no confesar qué es lo que rechazaban, es
decir, no se estrena la obra de alguien porque la han prohibido o la
van a prohibir, pero cuando desaparece la censura, esa misma perso­
na sigue sin estrenar, ¿por qué? Bueno, en realidad, entre el autor y
el público hay un intermediario que no se da en otros géneros litera­

339
rios y que es el aparato que hace posible la producción del espectá­
culo, me estoy refiriendo fundamentalmente al director, al productor
y a los actores. Nosotros tuvimos un problema, no sólo de censura,
sino también a causa de ese intermediario que tenía que actuar entre
nosotros y el público, y que, realmente, no conectaba con nosotros.
Yo esto lo sospechaba, lo intuía, lo sabía y pude verificarlo en una
conversación con un director de aquella época, Juan Antonio Hormi­
gón. Coincidimos los dos solos en un diálogo en una mesa, Hormi­
gón conocía mi teatro pero nunca se había interesado por él y yo
conocía a Hormigón y nunca me había entusiasmado. Al final llega­
mos a la conclusión de que realmente entre los autores de Nuevo
Teatro y los directores de entonces no había habido ninguna comuni­
cación, ellos no entendían nuestro teatro y por lo tanto no lo repre­
sentaban.
Los autores no éramos un grupo homogéneo, sino un grupo hete­
rogéneo unido por un planteamiento político común, y en eso está­
bamos todos de acuerdo, también estábamos de acuerdo con la Ge­
neración Realista y eso era lo que creaba una falsa unidad, pues en lo
estético no existía tal unidad, como se ha demostrado en la medida
que cada cual ha ido evolucionando. Con los grupos independientes
ocurría otro tanto de lo mismo. Claro que había grupos avanzados
pero, ¿alguien me puede decir si el espectáculo Castañuela del gru­
po Tábano era de vanguardia o experimental? No, aquello no era ni
de vanguardia ni experimental. Encontró una fórmula eficaz para
hacer la labor que tenía que hacer y está muy bien que en el teatro
español haya existido Tábano. Pero, esto lo digo aquí y se lo he di­
cho también a Juan Margallo, aquello no tenía nada que ver con lo
experimental ni con la vanguardia. No todo el teatro independiente
experimentaba. Fuimos aliados pero aliados a medias, según con
quién. Tendría que hablar, refiriéndome más al área de Madrid que
es la que mejor conozco, de gente que sí conectó, ¡qué suerte tuvo
Miguel Romero Esteo de que Luis Vera entendiera su teatro desde el
primer día! Si no me equivoco Luis Vera estaba en la Escuela de Arte
Dramático, como alumno supongo, y estos alumnos tuvieron una
serie de iniciativas y nos llevaron a unos cuantos autores de Nuevo
Teatro para que charláramos con ellos. Una iniciativa realmente in­

340
teresante, por allí pasamos unos autores, pero de pronto estos seño­
res dijeron “aquí hay un autor que nos interesa: Miguel Romero
Esteo”, y todo el teatro que se ha hecho de él es interesante, lo han
hecho ellos.
Yo tengo experiencias satisfactorias en el teatro universitario, fun­
damentalmente con César Oliva, que ha montado muchos espectá­
culos míos y nos hemos entendido muy bien. Podrían citarse más
nombres, un hombre que lo perdió el teatro y lo ganó la política, no
sé si para bien o par mal, José Manuel Garrido que dirigía un grupo,
el TUM (Teatro Universitario de Madrid) e hizo cosas muy intere­
santes. Es decir, que hubo gente del Teatro Independiente que conec­
tó con nosotros pero no es algo global.
No voy a insistir en esto, y sí quiero apostillar algo que ha dicho
José Luis muy interesante, porque aquí se ha hablado también de
actualidad. Yo creo que el último movimiento experimental que hubo
fue el nuestro, el de Nuevo teatro, al menos desde el punto de vista
de la autoría de textos. La única excepción sería Rodrigo García, que
es un autor de la nueva ornada, que creo que ese hombre está experi­
mentando otra cosa a partir del texto. Respecto a los nuevos autores,
no me duele prenda hacer crítica de ellos porque soy un gran defen­
sor de ellos, esto está escrito y por eso no hay duda de cuánto apoyo
a los nuevos autores, cuánto me gusta que haya tanto apoyo a los
nuevos autores, cuánto me gusta que haya tantos autores y cuánto
me sorprende siempre que, después de los padres y de los abuelos
que han tenido, todavía hayan querido hacer y estén haciendo teatro
porque, después de la experiencia realista y la del Nuevo Teatro, es
para no coger los bártulos. Quiero creer que algo influyó en animar a
que siguiera la escritura teatral casos como el de José Luis Alonso de
Santos que llegó allí en los años ochenta, y su éxito fue quizá lo que
movió esta proliferación tremenda de autores, pero es cierto que de
estos autores muy poquitos son interesantes, experimentan y avan­
zan. Me sorprende, viendo algunos espectáculos y sobre todo leyen­
do algunos textos que me suenan mucho a textos que escribíamos
nosotros, que estos autores, como me ha confesado alguno, no hayan
leído jamás ni nuestro teatro ni el realista Incluso cuando se puso el
último montaje de una obra de Buero en el Centro Dramático Nacio­

341
nal, alguien muy ligado a la producción de aquel espectáculo confe­
só que jamás había leído una obra de Buero Vallejo. Uno se queda de
piedra y no le sorprende, por tanto, que de pronto encuentre textos
que hubiera podido firmar cualquiera de nosotros hace ya treinta años,
siempre están las excepciones afortunadamente y hay un grupo de
ocho o diez autores que están haciendo un teatro innovador.
¿Por qué ocurre esto? Primero porque no hay curiosidad, nosotros
fuimos enemigos de la Generación Realista, pero leíamos a la Genera­
ción Realista y veíamos sus obras. Por eso después, nos tirábamos los
trastos a la cabeza con conocimiento de causa, cada uno defendía su
postura porque la conocíamos; ahora no se conoce lo que se ha hecho
antes, y entonces, se está repitiendo, ya que no se puede decir plagian­
do porque no puede plagiarse lo que no se conoce.
Hay un hecho que puede influir que son los talleres, yo no me he
formado en talleres, y me asustan, sé que hay malos talleres y buenos
talleres, pero como todo, también abundan más los malos que los bue­
nos, y me asusta porque creo que se están creando autores clónicos.
Me parece un fenómeno muy peligroso y recomendaría a la gente que
vea con quién estudia y diversificara sus estudios para recibir más in­
fluencias que una sola. Creo que ya he agotado el tiempo.
E.B. Creo que si a la mesa le parece bien podemos invitar al pú­
blico para que entre todos hagamos una mesa redonda completa.
- Quería decir que no puedo estar más en desacuerdo con algunas
de las cosas que has dicho, Jerónimo, además sorprende que lo digas
tú, que conoces bastante lo que es la escritura de la gente joven, y
que digas que Salvo Rodrigo García no hay autores de vanguardia.
Yo lo cogería con muchas reservas. Hay autores jóvenes muy impor­
tantes, por ejemplo, Juan Mayorga, Pere Peiró que José Luis lo co­
noce bastante bien. Podría empezar a decir nombres y no parar, nom­
bres que no sólo no son clones ni de Sánchez Sinistierra, ni de Fermín,
ni de los talleres de esta gente, sino que están aportando una visión
nueva desde el texto. También has hablado al principio de tu inter­
vención sobre la censura como excusa. Antonio Buero decía que siem­
pre se escriben las mejores obras de la literatura universal y del tea­
tro en particular en época de censura porque hay que buscar la forma
de esquivar y de transmitir a una gente de lejos y de otros tiempos

342
algo que es permanente en toda época y lugar. A mí eso me parece
muy peligroso y no estoy de acuerdo, pienso que la censura es algo
impresentable. En cualquier caso, gracias a todos por la intervención
y nada más.
J.L.M. Como tú me conoces muy bien, me sorprende que no ha­
yas entendido lo que he dicho. Claro que hay autores que están ha­
ciendo un teatro importantísimo, he dicho diez, pueden ser veinte,
pueden ser quince, no lo sé. Tú has dicho que no querías agotar la
lista y has dicho tres o cuatro, estoy de acuerdo en los tres o cuatro
que has dicho y seguramente en otros seis más que añadas, pero lo
que sí me sorprende es que tú, que tienes unas de las mejores bi­
bliotecas de obras publicadas e inéditas del teatro contemporáneo, di­
gas esto porque está clarísimo que hay un porcentaje muy alto de tex­
tos que repiten esquemas muy antiguos. Y esto es lo que he dicho, no
he dicho otra cosa y además insisto en que está por escrito la defensa
que en muchos foros he hecho y seguiré haciendo de los autores jóve­
nes españoles. No sé exactamente que es lo que me has criticado.
Y en cuanto a lo de Buero, qué quieres que te diga, la censura es
mala, no creo que ayude a escribir y sea un estímulo, y además, la
censura sigue existiendo, no es censura política, pero hacer una obra
con treinta personajes es una forma de censura en la producción, así
que si eso me estimula a escribir, acabaré haciendo monólogos. El
otro día me censuraba Enrique Centeno en otro foro: “Jerónimo,
¿cómo quieres estrenar si escribes obras con veinte personajes y quin­
ce escenografías?” Entonces saqué ese último libro mío que tiene
dos personajes, y mi primera obra Moncho y Mimí que eran eso,
Moncho y Mimí, dos personajes y la escenografía un lienzo blanco
de fondo. La censura no es nunca un estímulo.
- Quería plantear la cuestión de que se ha estado hablando del
teatro separando por un lado el texto, y por otro la representación, no
sólo en esta mesa sino en otras tantas intervenciones durante el Con­
greso, y lo que yo me he planteado es si cuando el teatro ya no tiene
texto o empieza a ser una representación gesticulada, ¿sigue siendo
teatro tal como se ha entendido? ¿se tendría que interpretar como
algo diferente? ¿un nuevo género incluso? ¿tendríamos que seguir
estudiándolo desde la misma perspectiva? ¿sería, por tanto, compe­

343
tencia de filólogos y críticos de teatro o sería otro tipo de arte?
MJ.V. Yo creo que sin texto no existe teatro, es imposible, es otra
cosa, es distinto, es otro tipo de espectáculo, muy válido, pero creo
que siempre tiene que existir el texto. Sin el texto, sin una dramaturgia
alrededor, no puede existir teatro. Me niego absolutamente a decir
que eso es teatro. (María Jesús Valdés)
E.LL. Ya hemos vivido aquella famosa inflación de la archifamosa
expresión corporal, que subió como un cohete y bajó como un rayo,
porque es evidente que si no hay texto, difícilmente hay teatro. Hay
otras cosas, por ejemplo, en las calles están los mimos que reciben
algunas monedas, es heroica su actitud y a veces su técnica es sober­
bia. Pero, en realidad, sin texto no creo que pueda haber teatro. Son
estas contradicciones de vocabulario, “el teatro independiente”, que
lo primero que hace es ir a pedir dinero al ayuntamiento, esto en la
vida privada no se soporta y en la pública tampoco se debería sopor­
tar, pero esas contradicciones están en la vocación por un lado, y por
otro en el deseo de hacer las cosas y en el hecho, evidente e indiscu­
tible, de que el teatro se escribe, no para satisfacción personal, es
decir, para que lo vea nuestra madre y un primo nuestro, sino para
una audiencia fuerte. Es un producto cultural que en los últimos años
se ha encarecido y que, por lo tanto, no peligra su independencia
porque basta con que no acepten lo que le proponen, pero sí está
rozando el ser devorado por la organización social tal como ésta ya
existe. Dicho brutalmente, y aunque la cortesía lo disimule, el que
paga manda, y eso hay que saberlo, porque si no, se pierde la sub­
vención y se pierde la esperanza.
M.R.C. Si hay alguien que es partidaria del texto sólido que ten­
ga una trama bien trabada, que tenga un argumento progresivo, que
mantenga la tensión, desde luego soy yo. A mí me gusta muchísimo
ese tipo de teatro, pero tengo que reconocer que en esa época dorada
a la que antes aludíamos de los grupos de teatro independiente, había
otras opciones que también vi, espectáculos muy valiosos con una
dramaturgia pero que no siempre respondían a esta concepción tan
sólida. Había grupos como Tábano, Cambio de tercio, etc., que eran
renovadores, pero era otra concepción, es decir, eran escenas sueltas
con una concepción menos trabada y abierta. Y sinceramente, yo,

344
que soy partidaria del texto y lo sigo siendo, vi cosas muy bonitas
con una concepción distinta, con trabajos que eran colectivos, y dada
esa experiencia, no me atrevería a negar que aquello fuera teatro. No
soy particularmente aficionada a la expresión corporal pero reco­
nozco que grupos como Els joglars, por ejemplo, eran espectáculos
que incluso sin voz, mantenían la coherencia, la atención del público
y aportaba cosas nuevas.
Y si hay alguien a quien le guste la palabra, es a mí, para mí la
palabra es lo esencial en el teatro, pero tengo que reconocer que tam­
bién a veces podemos transmitir prescindiendo de ella, cosa que no
me parece que sea un modelo fundamental, pero que a veces lograba
que las cosas quedasen muy redondas. Son distintas concepciones
del texto. Para mí es importante que haya una estructura pero puede
haber espectáculos sin tener un texto tan sólido. La verdad es que no
he visto en los últimos tiempos nada en ese sentido tan bien elabora­
do, la verdad es ésa.
J.L.S. Yo quería decir una cosa pero voy a decir dos. La primera
es que hay algo que me hace reflexionar mucho y es el problema de
los autores de los noventa pese a lo que he dicho. Creo que hay una
docena de buenos autores, y decir que hay una docena de buenos
autores en diez años es decir muchísimo. Creo que hay un problema
de malas etiquetas, ¿hasta qué punto podemos hablar hoy de teatro
de vanguardia y de teatro experimental? Creo que es imposible por­
que esas etiquetas, objetivamente cuando surgen, parten del hecho
de un teatro como tal, es decir, se refieren a un conjunto teatral que
tiene una vida normal, o sea, hay una vanguardia o un teatro experi­
mental respecto a una situación teatral normalizada. Creo que el pro­
blema de base es que hay vanguardias y cuerpo de ejército, o hay
experimentos y no experimentos. El teatro no es como hace treinta
años cuando aparecieron las vanguardias históricas. En aquel mo­
mento sí que había un cuerpo teatral perfectamente normalizado que
permitía hablar de esto. Hoy no, por eso esas etiquetas hay que mati­
zarlas. Yo prefiero hablar más bien, en lugar de teatro experimental,
de teatro de investigación.
Y respondiendo en concreto, tengo que decir que estoy en una
situación muy paradójica: como autor de teatro, me pongo con la

345
mayoría de la mesa; como profesor universitario que reivindico que
las en enseñanzas de teatro tienen que estar en la universidad, me
pongo en contra. Digo que, por supuesto, eso también es teatro y que
a Els joglars y a La fura deis baus hay que estudiarlos en la facultad.
En mi situación, no sabría qué decir, creo que objetivamente me iría
por la segunda rama, pero entraríamos en una discusión sobre si hay
texto en última instancia, salvaríamos diciendo que en el fondo Els
joglars y La fura del Baus tienen un texto, hay detrás un texto, tal y
como entendemos el concepto texto en Teoría de la Literatura. No
hay teatro sin texto aunque el texto no sea oral en ese sentido.
J.L.M. Contestando y para que tengas también una pluralidad
mayor, yo creo que sí es teatro el que no utiliza las palabras. Se ha
puesto el ejemplo de Els juglars o La fura deis baus. Lo que sí creo
es que el teatro, que es una suma de signos, se enriquece cuando
están presentes cuantos más signos mejor, y la palabra evidentemen­
te es uno de ellos. Durante algún tiempo se dijo lo de que una imagen
vale más que mil palabras, eso es mentira, una imagen vale lo que
vale, y en un momento determinado de desarrollo del teatro sin pala­
bras y de la eliminación del texto, surge de pronto la necesidad de
recuperar el texto, de hacer aquello más comprensible, de añadirle
un signo que, si fue quizás justamente expulsado del teatro o castiga­
do, porque fue excesivo en épocas anteriores, una vez cumplida la
penitencia de la palabra, justo es que retomase a los escenarios en su
justa medida, no para ocupar aquel lugar único que tuvo, sino para
ocupar el lugar que le corresponde dentro de un conjunto que es el
teatro. Para mí el hecho de que Els joglars en un momento determi­
nado incorpore el texto y dé lugar a los espectáculos que tiene ahora,
que son puro texto, es un hecho significativo. Pero es casi más signi­
ficativo que La fura deis baus, que empieza sin texto, hace ya un
espectáculo sobre Lorca y el Fausto en el que ya incorpora texto.
Quizá La fura deis baus comienza ha encontrarse encorsetado. Y de
la validez de las palabras, un ejemplo muy claro para mí es el de
Kantor. Yo he admirado a Kantor, he visto sus espectáculos, los he
entendido, me han encantado pero no entendía el texto, no entendía
lo que decían aquellos actores. Cuando tuve ocasión de leer las tra­
ducciones, entendí mucho mejor a Kantor y entonces me di cuenta

346
de la importancia de la palabra, porque si antes lo entendía, ahora
que leía el texto lo entendía mucho mejor. Creo que la palabra es
esencial en el teatro en su justa medida.
- No voy a entrar en el terreno que se estaba discutiendo sobre el
texto, la representación, etc. Pero sí quiero valorar la labor de los
directores a la hora de la puesta en escena, y en la época que aquí nos
ocupa, creo que el director que más renovó el teatro en estos años
fue José Luis Alonso. Como tenemos la magnífica oportunidad de
tener a alguien que lo conoció tanto y que trabajó con él, querría, si
no es pedir mucho, que María Jesús nos contase sus experiencias, en
una especie de confesión personal, y lo que significó José Luis para
esta renovación del teatro. Sería magnífico que nos dijese algo. Mu­
chas gracias.
M.J.V. Siempre que hablo de José Luis, lo recuerdo como una
gran película de mi vida y me emociona. José Luis era un hombre
que se adelantó en su época con una forma de hacer teatro absoluta­
mente moderna, que no tenía nada que ver con ampulosidades, era
un teatro absolutamente natural. Y respecto a la expresión corporal
que decíamos, fue capaz de montar Unafierecilla domada con texto
pero como un ballet. Esto se ha hecho después, pero esto ya lo hacía
José Luis hace muchísimo tiempo. Recuerdo que la mayoría de los
actores, divinamente dirigidos por él y que él ha formado -Jesús
Puente, Berta Riaza, Agustín González, Julieta Serrano, José María
Prada, Paco Valladares, etc.- han llegado a ser primeras figuras. Re­
cuerdo ensayos curiosísimos en los que se representaba todo, si tenía
que hacer que había un caballo, él se subía encima de una silla. Tenía
su mímica especial y lo recuerdo, sobre todo, haciendo un gesto que
repetía a veces, se rascaba la cabeza cuando tenía que pensar en algo
interesante sobre la marcha de la escena.
Era un creador impresionante y magnífico director de actores,
que es esencial. Me acuerdo de montajes como El cuarto de estar,
por la que fui multada por la censura dos veces, La obra de la fanta­
sía de Ana Bonachi, por la que también fui multada con veinticinco
mil pesetas que, por aquel entonces, era bastante dinero. Pero todo
esto él lo hizo con mucho encanto y la compañía era de gente muy
joven, que quería hacer lo mejor y que las puestas en escena del

347
teatro fueran de verdad, con poca escenografía, pero todo muy mo­
derno. Hizo incluso un Macbeth absolutamente moderno, no había
más que tres módulos importantes, un texto bien hecho y la expre­
sión corporal que, por supuesto, es necesaria. Nosotros no hemos
tenido escuela, hemos sido autodidactas, yo para hacer Volpone tuve
que aprender a batirme a puñal, pero todo se lo debemos a ese estí­
mulo nuestro, a ese entusiasmo, a esa alegría de querer hacer bien las
cosas, de hacer un gran teatro.
Creo, además, que es una generación que seguimos siendo jóve­
nes, jóvenes con arruguitas pero jóvenes, y tenemos curiosidad, por­
que al perder la curiosidad por las cosas es cuando uno se siente
verdaderamente mayor, y eso no hay que perderlo jamás.
Gracias por tu recuerdo tan cariñoso a una de las personas que
han valido tanto en mi vida. Lo tengo así siempre presente. Gracias.
- Bueno, en cierto sentido se ha respondido ya un poco a mi inte­
rrogante. Planteo la cuestión de si el texto exclusivamente, sin otra
cosa, es realmente teatro. El texto por si sólo, ¿es teatro? Si es un
texto que se muere en la escena, que está mal dicho, que adormece,
que no se levanta del libro, como diría Lorca, que queda muerto,
¿qué pensáis del texto solo?
M.J.V. Yo pienso que el texto debe ir adornado con muchas co­
sas, porque si no, en un momento dado, puede resultar inaguantable
o reservado para una élite muy especial. Tiene que acompañarse de
una luminotecnia, de una escenografía bien hecha y de la participa­
ción, siempre lo digo, de ese tercer actor que es el público. Natural­
mente, ahí está el director para agilizarlo mucho más y para dirigirlo
bien. Creo que Camilo José Cela tiene escrita una Celestina que dura
cuatro horas y media, eso es realmente insoportable, dentro de un
texto maravilloso. Todo tiene su medida.
- Quisiera decir, ya que se ha hablado tanto, que a mí no me
parece tan importante esta discusión sobre el texto. Al fin y al cabo,
pienso que el teatro es una combinación de lenguajes y lo importante
es alcanzar un equilibrio, y si no hay textos, el autor o el director o
quien sea, tendrá que hacer lo posible porque en escena emerja toda
esa combinación y surja lo que él tiene en la cabeza. Si no hay texto,
lo suplirá con la luz, con el color, con esto o con lo otro.

348
M J.V. Pero sería otro espectáculo, sin texto, sería un mimo ma­
ravilloso. Si no hay conflicto, no hay teatro.
- Yo no estoy diciendo eso, es que yo pienso que el lenguaje es
mucho más que la palabra, es una combinación de signos, de cosas
que están ahí y que muchas veces ni siquiera las vemos. Sé que es
importantísima la palabra, pero si hay autores que son capaces de
prescindir de la palabra y crear una obra con todos los demás refe­
rentes, esto es tela marinera, eso es tremendo.
M.J.V. Eso es un espectáculo.
- Tras esta mesa redonda, me han surgido una serie de dudas, yo
soy fanática, por decirlo de alguna manera, de los tres componentes
del Tricicle que me parecen excepcionales, hasta ahora, les llamaba
actores teatrales, me gustaría saber cómo los denominan ustedes o
en dónde los encasillan. Pienso que se debería dar la misma impor­
tancia a estas personas que, prescindiendo de un texto explícito,
causa en el público el mismo sentimiento.

349
ÍNDICE

PONENCIAS

Las vanguardias en el teatro occidental contemporáneo, por


Angel Berenguer...................................................................... 7
Antecedentes de la vanguardia escénica, por César Oliva... 33
Sobre un teatro (en) vivo, por José Romera Castillo.......... 45
Teatro y antiteatro: la ardua cuestión del público, por
Felipe B. Pedraza Jim énez..................................................... 63
La guerra no ha terminado, por José Monleón..................... 79
Barroco y neo vanguardia: la obra dramática de Miguel
Romero Esteo, por Pedro Aullón de H aro............................ 113
La poética teatral de Francisco Nieva, por Jesús Rubio
Jim énez........................................................................................ 127

CREADORES

Entrevista con Fernando Arrabal............................................... 157


¿Realismo versus vanguardia?, por Jerónimo López Mozo..... 169
Mi experiencia y esperanza en el teatro español, por José
Martín Recuerda.......................................................................... 179
Riaza y las vanguardias, por Luis Riaza................................... 185
Mi generación realista, por José María Rodríguez Méndez 199
Mi teatro, por Miguel Romero Esteo..................................... 207

COMUNICACIONES

Jerónimo López Mozo: últimas tendencias (1990-2001), por


José Paulino Ayuso.................................................................. 223
El teatro último de Jerónimo López Mozo: combate de ciegos
y la Infanta de Velázquez, por José Luis Campal Fernández... 241
José Martín Recuerda: un teatro de libertad poética, por
Miguel Avila Cabezas.............................................................. 257
Martín Recuerda: un paso comprometido, por Antonio A.
Gómez Yebra........................................................................... 267
El Nudo (1982) de José Luis Sampedro: balance de una
tentativa teatral, por Francisco Martín M artín.................... 287
Parábasis para una dramática conjetural, por Juan Hurtado .... 299
Formas del teatro español actual: génesis y renovación en
el período transitorio, por Manuel P érez............................... 309

MESA REDONDA

Orígenes, contexto y actualidad del teatro experimental e


independiente........................................................................... 327

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