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“Los profesionales en la mira”.

Un ensayo sobre las relaciones


entre élites de expertos y ciencias sociales.*

Joaquín Perren** (CV)

Resumen:

Las profesiones han sido un elemento característico del siglo XX. Pese a esta
importancia, el análisis de las mismas no despertó demasiada atención
académica. Este ensayo pretende ser un recorrido por diferentes estudios que
posaron su mirada en la formación de grupos expertos. Una lectura crítica de
los textos dedicados a estos temas puede que nos brinde pistas sobre un
proceso donde interactuaron elementos materiales, culturales y simbólicos. No
trata de presentar una única forma de apreciar este fenómeno, sino revisar una
serie de hipótesis elaboradas desde muy diversos ángulos. El objetivo de este
trabajo es, entonces, posibles caminos por podría circular la historia de las
profesiones en espacios donde esta temática ha sido ciertamente descuidada.

Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Perren, J.: “Los profesionales en la mira - Un ensayo sobre las relaciones entre élites de
expertos y ciencias sociales" en Contribuciones a la Economía, agosto 2007. Texto completo en
http://www.eumed.net/ce/2007b/jp.htm

Las profesiones han sido uno de los rasgos distintivos del siglo XX. Tan
importante fue su influencia que muchos aspectos asociados a ellas
funcionaron como principios organizadores de las sociedades modernas. El
énfasis en la “carrera”, la “educación especializada” y la “meritocracia”
permitieron el desarrollo de la economía capitalista, pero también modelaron un
novedoso mundo cultural. Ese antiguo ideal decimonónico que valorizaba a
los self made man y la cultura del esfuerzo terminaría siendo, con el paso del
tiempo, un lejano recuerdo del pasado. En su lugar, cobró impulso un “ideal
profesional” que cifraba sus expectativas en la figura del experto. Después de
todo, este último no era resultado de una “sabia” decisión del mercado, sino de
un entrenamiento prolongado y de una selección basada en el merito y en el
juicio de los pares. La relevancia de los profesionales en la modernidad, sin
embargo, no dio lugar a una frondosa literatura académica. En parte por la
dificultad de separarlos de categorías más familiares como “técnico” o
“intelectual” y en parte por el interés que despertaron los estudios sobre
obreros y burgueses, los expertos fueron por largo tiempo un territorio virgen en
materia investigativa.

Este ensayo pretende ser un recorrido por diferentes autores que


pusieron a las profesiones en el centro de sus preocupaciones. Se trata de
mostrar las escalas de un itinerario que, por momentos, pareciera confundirse
con la segunda mitad del siglo XX. Una revisión de las distintas miradas sobre

1
la formación de grupos de expertos, desde los funcionalistas hasta los
foucaultianos, puede que nos brinde pistas sobre un proceso que no fue
precisamente lineal. En el dialogo entre diferentes enfoques encontramos una
forma de profundizar en torno a los elementos materiales, culturales y
simbólicos que estuvieron detrás de la emergencia del “ideal profesional”. No
deseamos que estas páginas se conviertan en una receta -única y definitiva-
para el abordaje de las profesiones. Preferimos, en todo caso, presentar una
serie de hipótesis elaboradas en distintos momentos y desde diferentes ópticas
teóricas. En resumidas cuentas, intentaremos sumar una colaboración,
seguramente menor, al vasto programa que González Leandri delineo hace
algunos años. Este historiador entendía que los estudios sobre la formación de
grupos expertos debían marcar temas, problemas y metodologías que
permitieran “encarar nuevas investigaciones históricas, espacialmente para
aquellas que tienen como objeto de estudio las profesiones de países- como
los latinoamericanos- cuya problemáticas no han sido abordada
suficientemente”.[1]

1.

Por mucho tiempo, el estudio de las profesiones ocupó un lugar marginal en la


agenda de las ciencias sociales. Pese a ser un rasgo por excelencia de la
modernidad, el abordaje de las mismas fue obstruido por la presencia de
algunas categorías fetiche. Mucha importancia allí la escasa atención que los
fundadores de la sociología prestaron a la aparición de los expertos. Un mundo
académico interesado por las fuerzas que modelaban un paisaje industrial,
mostró escaso interés en descubrir la dinámica de sectores cuyo principal
capital era el manejo de conocimientos específicos. Esto fue así al punto que
los breves comentarios de Marx y Weber sobre esta temática transitaron con
éxito la primera mitad del siglo XX. Las profesiones, en la mirada del primero,
eran ‘hermanas menores’ de la burguesía y no tenían demasiada incidencia en
la anatomía del conflicto social. El magnetismo del concepto de clase privilegió
el tratamiento de “empresarios” y “trabajadores” en desmedro de sectores
numéricamente menos significativos y difíciles de encasillar en modelos
teóricos duales. El mínimo refinamiento de los postulados weberianos, por su
parte, no permitió desprender a las profesiones de otros grupos ocupacionales
que habían logrado una clausura del mercado.[2] La lógica monopolización-
desmonopolización, si bien explicaba cómo algunas profesiones habían
eliminado a sus potenciales competidores, no servía para establecer
diferencias entre organizaciones estatales, asociaciones colegiadas y
sindicatos.

El estudio de los expertos ganó terreno con la ampliación del radio


explicativo de algunas categorías tradicionales. Gracias a esta nueva actitud,
aparecieron en escena una multitud de conceptos que, sin abandonar su matriz
original, intentaban examinar el surgimiento de especialistas en diferentes
materias. El creciente uso de nociones como “clase media no capitalista”,
“clase de servicios” o “trabajadores de cuello blanco” fue la forma de
examinarlos como variables dependientes de procesos de vasto alcance

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temporal. La ‘modernización’ o el montaje del ‘capitalismo avanzado’ fueron las
puertas que permitieron el acceso de los profesionales al campo de la
academia. Sin prestar atención a sus singularidades, el universo profesional fue
observado sólo a partir de sus similitudes y diferencias respecto a los super-
conceptos del marxismo y la sociología weberiana.[3]

El tratamiento particular de las profesiones tuvo que esperar a la


década de 1950. En esos años, el funcionalismo enunció algunos principios
que se convirtieron en una férrea ortodoxia dentro del estudio de los expertos.
Ante todo, esta corriente partía del convencimiento que estos últimos
constituían la novedad más relevante del siglo XX y que esa naturaleza
obligaba a crear nuevos instrumentos teóricos. En tanto “no eran capitalistas ni
trabajadores, tampoco campesinos o propietarios, y sólo ocasionalmente
burócratas” venían a reemplazar al Estado y a la organización capitalista como
articuladores de la vida social.[4] El montaje de un ‘complejo profesional’ era
presentado como la muestra más clara del avance de la razón y la eficiencia en
una sociedad que ganaba en complejidad. La aparición de nuevas
necesidades, nacidas al calor del desarrollo industrial, volvía necesaria la
creación de un cuerpo de saber sintonizado en una frecuencia científica.[5] Con
su concurso, un paisaje desgarrado por tensiones sociales sería relevado por
un escenario armónico asociado al ejercicio responsable de diferentes
competencias. Un ejército de expertos encarnaba, en consecuencia, la misión
altruista de dar solución a las demandas emanadas por una monolítica entidad
social.[6] Las asociaciones de profesionales, vistas de esta forma, eran
importantes porque suturaban heridas que difícilmente podían ser resueltas por
un Estado prescindente. Un ethos de servicio modelaba una élite que, lejos de
estar vinculada al monopolio de los medios de producción o a privilegios
hereditarios, promovía un futuro democrático en el que las diferencias sociales
estarían supeditadas al desarrollo de capacidades intelectuales.[7]

Detrás de estas líneas maestras se estructuró una definición de


profesión que no sólo hizo culto de determinadas características acumulables,
sino además establecía un sendero único para la adquisición de las mismas.
Muchas de las imágenes que tenemos sobre los profesionales fueron influidas
por las claves conceptuales heredadas del funcionalismo. Un recorrido por ellas
nos obliga a destacar la importancia de la “carrera”, la posesión de un conjunto
de habilidades demostrables en el campo empírico y, por supuesto, una serie
de mecanismos que aseguraban la calidad de los servicios prestados.[8] En
conjunto, estas características señalaban la importancia que las credenciales y
el autogobierno profesional tenían en la estructuración de las sociedades
modernas. Esto fue así al punto de relegar a un segundo plano los conflictos
entre diferentes clases sociales y las propias dinámicas del mercado. A la
misma distancia de “sociedad sin clases” marxista y de la “jaula de hierro”
weberiana, el fortalecimiento de las organizaciones colegiadas se presentaba
como una versión funcionalista del fin de la historia.[9]

La historia de las profesiones, desde esta perspectiva, se reducía a una


narrativa a partir de la cual distintos grupos ocupacionales iban adquiriendo un
monolítico estatuto de profesionalidad. A salvo de cualquier síntoma de
conflicto, la conformación de grupos de expertos era la respuesta natural y

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automática a una sociedad que desconfiaba de los excesos del laissez-faire.
[10] Las demandas sociales se traducían en un cuerpo de conocimientos que,
luego de institucionalizarse en entidades académicas, prestaban las bases para
el control colegiado y el reconocimiento del Estado.[11] Se trataba de un relato
teleológico que contaba con dos actores relevantes: el primero, diferentes
ocupaciones que pretendían ingresar al mundo de las profesiones cubriendo un
servicio vacante; y un segundo, la sociedad, que tomando una forma
personificada establecía un menú de demandas. La relación entre
profesionales y clientes esculpía un vínculo asimétrico que era justificado por
los altos fines contenidos en la tarea de los primeros y, especialmente, por su
entrenamiento prolongado. Por ser garantes de la cohesión social, los
profesionales se aseguraban una recompensa que se traducía en prestigio y
recursos económicos. El Estado, en esta apacible versión de la historia, venía a
convalidar una situación de hecho, sin mostrar mayor intención de incidir en el
armado de prioridades y, menos aun, en la ingeniería interna de las
profesiones. Los ritmos de la sociedad civil eran suficientes para explicar un
proceso que parecía darse de una vez y para siempre. No es extraño,
entonces, que se haya planteado a intervención y autonomía como pares de
opuestos, limitando la posibilidad de conciliarlos en una misma
conceptualización. La capacidad de cada sector de crear nuevas demandas, la
influencia del Estado en la formación de los distintos grupos profesionales, las
relaciones entre los ámbitos productores de conocimiento y los practicantes, o
las tensiones existentes entre un mosaico de profesiones que disputaban el
monopolio de una actividad, quedaron sumidas en un profundo interrogante.

Más preocupados en las formas que asumía el ‘deber ser’, los aportes
funcionalistas brindaron una justificación académica a un puñado de
profesiones que, lejos de ser la norma, se parecían más a casos singulares.
Quizás por ello, el resultado más palpable de sus postulados fueron estudios
que no abandonaron su carácter de meras constataciones, en ciertos grupos
ocupacionales, de atributos que se acercaban o no a la definición ideal de
profesión.[12] La contundencia de sus supuestos, si bien tenía solvencia para
explicar sociedades con larga tradición asociativa, mostraba menor aptitud para
retratar una variedad de situaciones que oscilaba entre el control de los propios
consumidores y la intervención estatal. De allí que su universo de análisis haya
sido reducido al mundo anglo-parlante, impidiendo que muchas de sus
conclusiones puedan ser contrastadas con otras realidades. Esta mirada
insular, que no estaba desprovisto de etnocentrismo, terminaría ubicando a las
profesiones en el sitial de las anormalidades más relevantes del mundo
desarrollado. A propósito de esta naturaleza, Burrage, en un tono humorístico,
diría que las profesiones eran como el cricket: el rey de los deportes, pero
nadie fuera del imperio conocía sus reglas.[13]

Con el cuestionamiento de los supuestos funcionalistas hubo un lento


despertar de los estudios sobre las profesiones en diferentes países
occidentales. Aquello que, durante veinte años, había conservado una
apariencia sagrada, mostraría grietas difíciles de reparar. La más evidente de
ellas se relacionaba con uno de los pilares donde se sostenía la liturgia
funcionalista: “la unidad funcional de la sociedad”. Esa idea que equiparaba a la
sociedad con un todo homogéneo era inútil para explicar las percepciones de

4
los profesionales en diferentes parcelas del paisaje social. Tampoco quedaban
claros los mecanismos y actores que intervenían en la distribución de prestigio
y remuneraciones.[14] Una plantilla dual no dejaba apreciar las mediaciones
que intervenían en la formación de cuerpos de expertos. Esa apariencia
pacífica que presentaba la relación entre clientes y profesionales ocultaba
detrás de sí una urdimbre de relaciones de poder que operaban a nivel capilar.
Aun cuando las profesiones representaban un ideal de cientificidad, no menos
cierto era que la obtención de ese estatuto requería la puesta en escena de
estrategias de persuasión y disciplinamiento. Todo esto configuraba un proceso
esencialmente político y, por ese motivo, alejado del ideal de armonía.

Si bien en los años centrales del siglo XX asomaron enfoques


alternativos, encarnados básicamente en la escuela de Chicago y el
estructuralismo, éstos no consiguieron ofrecer una alternativa consistente a la
hegemonía funcionalista. Mientras que la primera, en su afán por explorar el
mundo simbólico que envolvía al ejercicio de diferentes profesiones, perdió de
vista las relaciones que ellas establecían con otros actores sociales;[15] el
segundo trasladaba muchos de los vicios del funcionalismo a un análisis que
defendía el concepto de clase: las profesiones dejaban de ser un reflejo de
necesidades sociales para convertirse en el producto de las ansiedades de la
burguesía.[16] Al igual que en el funcionalismo, una mirada macroscópica era
el instrumento elegido para dar contenido a una relación de correspondencia
entre profesiones y el modo de producción capitalista. De este modo, las
referencias a las estructuras económicas, más que presentarse como un marco
general para el despliegue de estudios particulares, cerraban la discusión justo
en el punto en el que debería comenzar. Las profesiones, con el uso de este
cristal, carecían de autonomía, mostrando la vigencia de una concepción de
poder unilateral que las tenía como legitimadoras del capitalismo avanzado.

Con la difusión de las obras de Foucault y Bourdieau -pero


especialmente bajo el influjo de la New Power Literatura- lo que destacaba por
su pasividad y homogeneidad se transformaría en un espacio jerárquico,
segmentado y atravesado por un conjunto de fricciones.[17] Quedaba claro que
la formación de las profesiones, lejos de constituir un breve momento de ajuste
entre oferta y demanda, era la punta de un iceberg cuya materia prima era el
conflicto. Los orígenes de esta nueva actitud pueden rastrearse recurriendo a
dinámicas propias del campo académico, pero también a contextos sociales
mucho más amplios. En la década de 1960 las profesiones constituían un valor
central de la modernidad. El final de esa década, y bajo los efectos de
cimbronazos que no se limitaron al espacio universitario, marcaron tiempos de
profunda desconfianza hacia los sectores expertos. Una sociedad que le daba
la espalda a sus instituciones más representativas, no podía dejar de impugnar
la validez de las carreras profesionales. Al igual que los sindicatos o partidos
políticos tradicionales, las credenciales comenzaron a desandar un camino que
señalaba sus ‘funciones ocultas’.[18]

Algo no muy diferente sucedía en los ámbitos académicos


estadounidenses. Una primera plana sociológica, identificada con el tandem
Merton-Parsons, fue atacada por el carácter a-histórico y a-conflictivo de sus

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conclusiones. El juego de fuerzas planteado en el seno de las ciencias sociales
favoreció el tránsito hacia posturas que se encontraban en coordenadas
opuestas al funcionalismo. La perdida de centralidad de este holding intelectual
puso en entredicho cada uno de los principios que sostenían el estudio
tradicional de las profesiones. Este relevo paradigmático, si bien permitió
avistar territorios desconocidos, no ayudó a distinguir interesantes matices. A
propósito

de ello, las palabras de Geison nos parecen válidas:

Por concebir a los profesionales como un grupo benigno, apolítico y no económico; o por
entenderlas en términos conspiracionales, los modelos existentes han sido incapaces de
dar cuenta los matices y la distribución de los grupos profesionales. [19]

Sostener que las producciones que se opusieron a la ortodoxia


funcionalista compartieron algunas líneas maestras, no significa que hayan
conformado una masa homogénea de trabajos. Lejos de eso, se trataba de un
mundo que albergaba una enorme variedad de encuadres teóricos y una
voluntad de estudiar múltiples escenarios. De todos modos, es posible señalar
algunos fundamentos que sirvieron de hilo conductor a este universo de
investigaciones “criticas”. El primero de ellos acordaba en definir a la realidad
como una construcción social y a profesionalización como un proceso sujeta a
múltiples acuerdos[20]. Alejándose de definiciones rígidas y teleológicas, los
cuerpos de profesionales parecían ser ahora el resultado, no tanto del azar,
como de una auténtica guerra política. Quedaba claro que la narrativa clásica
alrededor de la formación de las profesiones no reflejaba del todo a la realidad
histórica. Ese apacible itinerario que tenía como escalas obligadas en la
escuela, la asociación, la ley de incumbencias y finalmente el código ético,
mudaba en un sendero sembrado de incertidumbres.

De esto último se desprende un segundo elemento que ponía al


problema de la autonomía al tope del listado de preocupaciones. El estatuto de
profesión no estaba vinculado a un mandato social, sino al control que una
ocupación ganaba posicionándose en un conflictivo campo de fuerzas. Gracias
a esta vigilancia, las profesiones obtenían el dominio de las condiciones de
trabajo, pero también una situación ventajosa en el mercado. Si, en un primer
momento, los expertos parecían situarse en un terreno ajeno a la lógica
costo/beneficio, con el avance de las posturas radicales la profesionalización
se convirtió en una estrategia adecuada para cerrar el paso a posibles
competidores. De este modo, el manejo de una técnica intelectual o el
entrenamiento dejaron de ser fines en si mismos para volverse medios en la
obtención de una autonomía traducible en prestigio social y recursos
económicos. Todo parecía indicar que el surgimiento y consolidación de un
saber específico no bastaba para definir la capacidad de controlar y disciplinar
una actividad determinada[21]. Junto a ello, era necesario descubrir un no
menos importante -aunque si descuidado- mundo de estrategias,
negociaciones y conflictos.

6
2.

Una escala obligada en este recorrido nos lleva a los tempranos aportes de
Terence Johnson. A mediados de la década de los setenta, este autor
presentaba una serie de trabajos que se encontraban alineados con los
postulados de la New Power Literature. Alentando un viraje en el estudio de las
profesiones, Johnson prestaría una especial atención al devenir de los grupos
expertos en un análisis profundamente histórico. Con ese propósito nos
avisaba sobre una ley de hierro que comprendía a las sociedades modernas:
el surgimiento de habilidades ocupacionales creaba relaciones de dependencia
y, éstas a su vez, un panorama surcado por la distancia social.[22] Al mismo
tiempo que el avance de las fuerzas productivas generaba una cada vez más
depurada especialización en la producción de bienes y servicios, era visible
una creciente des-especialización en el mundo del consumo. Esta asimetría
generaba una estructura de incertidumbre que modelaba el vínculo entre
clientes y productores. Las relaciones de poder entre ambos polos era,
entonces, la clave para comprender las formas que hacían posible una
disminución en la indeterminación: ella podía hacerse a expensas de los
consumidores o bien a costa de quienes ostentaban el dominio de alguna área
de conocimiento.

A partir de este simple enunciado, Johnson mostraba la inconsistencia


de una idea fuerza del funcionalismo. Esa lectura mecánica de la relación entre
sociedad y expertos se estrellaba con la evidencia que suministraba la historia.
El control colegiado de una ocupación, aun cuando constituía una forma de
resolver la incertidumbre del vínculo productor-cliente, no era la única. Lejos de
ello, Johnson descubrió una amplia gama de posibilidades que marcaba los
límites de una interesante tipología. Una primera forma de control
institucionalizado brindaba al productor la posibilidad de definir las necesidades
del consumidor y las formas en que esa demanda debía ser satisfecha. En
este casillero se encontraban las asociaciones de profesionales, nacidas en el
contexto de la Inglaterra decimonónica, pero también los gremios artesanales
que caracterizaban a la temprana urbanización europea.[23] Cuando los
clientes definían sus propias necesidades, nos encontramos frente a formas de
patronazgo o a diferentes modos de control comunal. Las formas de
patronazgo presentaban dos formas distintivas, cada una de ellas
característica de un momento histórico en particular: si en las sociedades
tradicionales era una oligarquía la mayor consumidora de distintos bienes y
servicios, respaldando con su mecenazgo la actividad de arquitectos, artistas o
ingenieros; en la actualidad son las grandes corporaciones quienes dictan las
formas en que deben ser colmada las expectativas de un público masificado.
El control comunal, por el contrario, era un mecanismo a partir del cual un
colectivo imponía a sus miembros determinadas formas de producir. Para
encontrar ejemplos de esta manera de resolver la incertidumbre entre
consumidores y productores tendríamos que remontarnos a comunidades
primitivas de pioneros, donde la idea de grupo era superior a una suma de
individualidades. Algunos casos más modernos de control comunitario los

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hallamos en distintas organizaciones de consumidores o en cooperativas de
gran dimensión.

Pero otra solución al dilema clientes-productores era de exclusivo


patrimonio del corto siglo XX. Con la aparición de un tercer actor, que hacía las
veces de dique de al dominio de cualquiera de los restantes, quedaba
edificado un tipo “mediativo” de relación entre oferta y demanda.[24] Una
primera variante de esta modalidad intermedia estaba dada por la existencia
de un eslabón capitalista que oficiaba de vaso comunicante entre los mundos
de la producción y el consumo. El mercado, desde esta perspectiva, aparecía
como una garantía para evitar los perniciosos efectos de monopolios y
monopsonios. A esta primera variante, ciertamente ingenua, Johnson añadió
un segundo subtipo. Al mismo tiempo de señalar la importancia
del emprendedor en la sociedad moderna, dicho autor destacaba el papel
cumplido por la intervención estatal. Teniendo en mente al Estado de
Bienestar, las relaciones entre productores y consumidores quedaban
cercadas por un abultado cuerpo de legislaciones y normativas que debían su
cumplimiento al accionar de un ejército de funcionarios públicos. De este
modo, un árbitro con apariencia neutral venía a reproducir la relación entre los
sectores afectados, más que a uno u otro en particular: los desequilibrios
quedaban opacados por un mecanismo homeostático que regulaba las
relaciones entre productores y consumidores.

Tomando distancia de las posturas tradicionales, Johnson evitó la


reificación de los valores sociales y, para ello, acuñó una definición de
profesión empapada de dinamismo.[25] Es interesante observar cómo las
características acumulables que caracterizaban al funcionalismo perdieron
relevancia en favor de otros recursos más vinculados a la posibilidad de
controlar una ocupación. La calidad del conocimiento, la existencia de
entidades académicas o el espíritu de cuerpo, facilitaban el tránsito desde una
ocupación convencional hacia el mundo de las profesiones, pero no eran
suficientes.[26] Ese aspecto imprescindible en la creación de un grupo
profesional estaba más relacionado con el campo simbólico. Más allá de la
superioridad cognitiva, que en definitiva tiene mucho de arbitrario, el núcleo
mismo de la profesionalización residía en su capacidad de “mistificar” una
determinada actividad. O, utilizando otros términos, de crear rituales que
acentúen la distancia social entre un público carente de especialización y un
grupo de profesionales que administraba selectivamente el ingreso de nuevos
miembros.[27]

Las profesiones, con el uso de este lente, comenzaron a ser vistas como
una forma de control institucional sobre una determinada ocupación. No se
trataba de la única, pero sí de aquella que aseguraba mayor autonomía para
los grupos expertos. Con una mirada menos lineal, donde convivía una
multiplicidad de destinos, cobraron relevancia los mecanismos a partir de los
cuales un grupo conseguía el monopolio sobre su lugar de trabajo.[28] La
conjunción de una labor de persuasión frente a la autoridad estatal y la
construcción de una distancia respecto al lego fue la vía elegida para
garantizar una escasez artificial de servicios indispensables. Gracias a ello, las
profesiones se aseguraban una posición de privilegio en un mercado

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crecientemente competitivo, donde diferentes grupos ocupacionales pugnaban
por cumplir nuevas funciones.

Aun cuando los aportes de Johnson abrieron el paso a investigaciones


posteriores, muchas de ellas obras clásicas en la materia, es justo señalar una
deficiencia conceptual de primer orden. El descubrimiento de diversas
posibilidades que escapaban a una profesionalización en el sentido clásico,
perdía efecto con un uso poco flexible de la noción de Estado. En su afán de
buscar caminos intermedios al dominio de consumidores o productores, el
análisis de Johnson prestó poca atención a los lazos que unían a los grupos
profesionales y al entramado de funcionarios que formaba al Estado. Antes
bien, ubicó a estos últimos en un espacio externo que tenía como finalidad
evitar los excesos que nacían del dominio absoluto sobre un espacio
ocupacional. Un Estado que pretendía extender sus áreas de incumbencias,
colisionaba con grupos profesionales cuya aspiración más sentida era la
autonomía. Se trataba, en todo caso, de dos actores guiados por lógicas
totalmente diferentes y hasta opuestas: uno que intentaba intervenir en
actividades consideradas fundamentales para el “bien común”, mientras que el
otro buscaba una posición ventajosa en el mercado que sólo era posible con
el retroceso del Estado.[29]

Esta mirada, que tiene mucho de dicotómica, era acompañada por cierta
tendencia a concebir a profesiones y Estado como actores preconstituidos,
coherentes y totalmente calculadores.[30] La capilaridad entre estos dos
mundos fue una gran incógnita que sólo posteriores investigaciones
comenzaron a resolver. Recién a partir de los trabajos de Foucault fue posible
ver a Estado y profesiones anudados en una misma conceptualización. Si el
Estado moderno para asegurar la gobernabilidad ponía en juego nuevas
tecnologías de poder, todas tendientes a lograr un efecto normalizador, su
condición de posibilidad residía en la formación de grupos expertos. De ahí
que no sea adecuado sostener una separación tajante entre Estado y
profesionales. La independencia de los expertos, en todo caso, dependía de la
intervención oficial, aunque el Estado era al mismo tiempo “dependiente de la
independencia” de las profesiones para asegurar su capacidad de gobernar.
[31]

3.

Un itinerario por las más relevantes obras de la literatura ‘radical’ no estaría


completo si no incluyéramos los trabajos de Sarfatti Larson.[32] Tomando
prestados algunos conceptos weberianos, especialmente el de clausura, esta
autora examinó la evolución de las profesiones en un intento por discutir los
alcances de miradas tradicionales. Su aporte más significativo -pero a su vez
más polémico- fue definir a las profesiones como una particular forma de “falsa
conciencia”. Más allá que la profesionalización estaba gobernada por el deseo
de los expertos de obtener status, no menos cierto parecía que ese logro
oscurecía la subordinación que éstos presentaban frente a los sectores
dominantes y al aparato burocrático.[33] De este modo, detrás de una

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satisfacción coyuntural, traducible en prestigio y dinero, se ocultaba una trama
de relaciones de explotación que terminaba por acercarlos a un público del que
deseaban diferenciarse.

Una idea que sobrevuela la obra de Sarfatti Larson identificaba a los


profesionales con élites huérfanas de poder. Si bien su leitmotiv era
incrementar su radio de acción, ello no se traducía en una completa
emancipación de la órbita oficial. Con este giro en el tratamiento de las
profesiones, el estudio del Estado cobró una renovada vitalidad, abandonando
esa naturaleza que alternaba, según el enfoque, entre pasividad absoluta y
vocación interventora. En su afán de asegurar una porción cautiva del
mercado, algunos grupos ocupacionales iniciaban un juego de seducción cuyo
propósito era obtener el “monopolio de la credibilidad”. Precisamente con ese
objetivo, estos sectores utilizaban peculiares instrumentos asociativos,
institucionales y académicos que se orientaban a la obtención de legitimidad y
recursos, tanto materiales como simbólicos. El estrecho vínculo resultante
terminaba por insertar a los expertos en la senda del desarrollo burocrático,
pero eso dificultaba su percepción de un panorama caracterizado por
asimetrías sociales.

Como es lógico suponer, una definición tan categórica no podía dejar de


impactar en la forma de abordar a los profesionales: la escasa atención que
Sarfatti Larson prestaba a las relaciones establecidas con los consumidores,
corría paralela a su importancia como engranajes centrales del “capitalismo
corporativo”.[34] Y en ese carácter, las profesiones se acercaban más al ideal
conspirativo que a la misión altruista señalada por el funcionalismo. Quedaba
claro que los expertos, en su búsqueda de independencia ocupacional, perdían
de vista el andamiaje social donde se insertaban y fortalecían las instituciones
burguesas. Así pues la ideología del “profesionalismo”, aunque seductora,
suponía una barrera que impedía el montaje de una sociedad igualitaria.
[35] Puede que algunas palabras de la propia Sarfatti Larson nos ayuden a
despejar este punto:

Hoy, el servicio individualizado se convierte en un remedio ideológico para las


enfermedades de la situación social, una especie de de pantalla para los problemas
sociales causados por los sistemas burocráticos a través de los cuales esos servicios
son distribuidos.[36]

Ahora bien, el esfuerzo realizado por Sarfatti Larson para demostrar la


falta de agencia de los profesionales, dejaba de lado su capacidad para
apropiarse de ciertos nichos institucionales. La fórmula funcionalista que los
tenía como dueños absolutos de su actividad y como una nueva ‘élite
democrática’, era relevada por otra que los ponía como dispositivos
ideológicos, sin influencia alguna en la cartografía del poder. Aunque sea
complicado homologar a las asociaciones colegiadas con los sectores
dominantes, eso no debería llevarnos a caricaturizar su importancia en la
construcción de las sociedades modernas. Esto es particularmente visible en el
caso de la medicina que logró el gobierno de una institución tan compleja como
el hospital, pero también entre los ingenieros quienes consiguieron acoplarse
exitosamente a la Revolución Gerencial del siglo XX.[37]

10
Otro aspecto significativo de la mirada de Sarfatti Larson, que se aleja
de lo sostenido por Johnson, era la complementariedad que encontraba entre
profesiones y burocracia. Lejos de concebirlos como un par antitético, esta
autora se esforzaba por demostrar su naturaleza común: una y otra nacieron
con propósito fundamental de poner orden a un mundo laboral que, bajo el
efecto desestructurante de la doble revolución del siglo XIX, se había vuelto
particularmente caótico. Así, desafiando la clásica oposición entre autonomía e
intervención, nos muestra cómo hasta las profesiones que siguieron el guión
tradicional mostraban una creciente inserción en el Estado durante el siglo XX.
Si bien el ideal de autonomía no fue cuestionado en ningún momento, era
interesante observar cómo los profesionales entraban al mundo del trabajo con
un “nombre, grado, y un número de serie adquirido durante el entrenamiento
en una enorme organización burocrática, la universidad”.[38] No es casual,
entonces, que ambos actores fueran considerados como una suerte de “motor
dual” que impulsaba la modernización capitalista de la sociedad. Suavizando
las aristas más rígidas del planteo de Weber, Sarfatti Larson afirmaba que los
profesionales no sólo no podían abstraerse de este proceso, sino que además
eran parte integrantes del mismo. Esto era así porque se enrolaban en las filas
del Estado, pero también por el papel ideológico que desempeñaban: la
medicina y el derecho nos enseñaban a buscar soluciones individuales a los
problemas estructurales de la sociedad.[39]

Esta ideología profesional, central en el planteo de Sarfatti Larson, se


materializaba en un proyecto que mostraba “objetivos y estrategias claros más
allá que no sea transparente para todos sus miembros”.[40] Este plan
delimitaba tres áreas prioritarias. La primera se relacionaba con la urgencia de
capturar el mercado, siguiendo una hoja de ruta inaugurada por las
profesiones liberales del siglo XIX. La segunda estaba más vinculada con la
puesta en marcha un mecanismo colectivo de movilidad social ascendente.
Una tercera, y no por ello menos importante, se desprendía de las dos
anteriores: la clausura del mercado a posibles competidores tuvo como
correlato la creación de una identidad acorde a esas necesidades. Como un
acto de defensa frente a una sociedad crecientemente competitiva, los
sectores profesionales proyectaron una imagen de si mismos que facilitaba el
control institucional sobre su lugar de trabajo.

Sin descuidar la persuasión o la necesidad de crear una base


sistemática de conocimientos, Sarfatti Larson mostraba mayor disposición a
destacar las aspiraciones compartidas por los profesionales de distintas áreas.
Aquello que identificaba a los profesionales era, a la vez, su relación con un
conocimiento esotérico y la posesión de una clara percepción de si mismos.
Esa imagen los colocaba en un plano superior a otros sectores, aunque no
dejaban de ser “burócratas con una la divertida ocurrencia de que ellos tenían
o debían tener la libertad del físico del siglo XIX”.[41] Esta mirada, llevada al
paroxismo, terminaría considerando a las profesiones como patologías que
afectaban a ciertas capas de trabajadores intelectuales. O peor aun, una
enfermedad que no estaba asentada sobre terreno firme, sino en el pantano
de ilusiones.

11
Un interrogante que no podemos dejar de formular es: ¿cómo una
ideología basada en la idea de servicio podía legitimar el orden vigente? La
respuesta dada por Sarfatti Larson se organizaba en la oposición entre
individuo y clase, pero también en el conflicto entre continuidad y cambio. A
diferencia de los sindicatos, las asociaciones colegiadas privilegiaban las
soluciones individuales, encarnadas en el ideal de movilidad, antes que una
salida colectiva orientada a la transformación social. Esta conciencia se
edificaba sobre una percepción que los tenía como un grupo moralmente
superior. Y eso no se debía a la posesión de ciertos bienes o privilegios
hereditarios sino, por el contrario, al culto que rendían a “la inteligencia, el
esfuerzo, y la libertad”.[42] De allí nacía la necesidad de que esas
características sean recompensadas con una posición monopólica en el
mercado, lo cual retroalimentaba la percepción de superioridad experimentada
por las élites profesionales. No sería incorrecto, por este motivo, imaginar al
dominio sobre el espacio laboral como causa y resultado de una ideología que
hacía enormes esfuerzos por desconectarse de un contexto surcado por
diferencias sociales.

Pese a la importancia de Sarfatti Larson en el estudio de los expertos,


sus trabajos despertaron dudas, principalmente en lo referido a la
homogeneidad del “proyecto profesional”. Sobre este último punto, Schudson
llamaba la atención sobre una falencia que bien podría ser achacada a las
aproximaciones funcionalistas: más allá de identificar algunas particularidades
de los escenarios británico y norteamericano, uno orientado a la obtención de
prestigio y el otro más dispuesto a clausurar el mercado, creía necesario
pensar en un proyecto único e invariable.[43] La conclusión general, como
antes advertimos, mostraba las dificultades que tenían las profesiones para
impugnar la arquitectura social vigente. Al quitar su potencial innovador, Sarfatti
Larson puso a la ideología profesional como un resorte legitimante del statu
quo. Aunque sugestiva, esta afirmación tenía serias dificultades para explicar
por qué algunas profesiones habían prestado su apoyo a procesos de
transformación social de cierta envergadura. El compromiso de los
profesionales con la democracia jacksoniana o la participación orgánica de
grupos de abogados y médicos en procesos revolucionarios en el continente
americano, nos ofrecen algunas pistas sobre la poca ductilidad de los
enunciados de Sarfatti Larson.

La tendencia a imaginar las categorías como herramientas rígidas y


totalmente carentes de dinamismo, muy habitual por cierto en las ciencias
sociales, obstaculizó un tratamiento que descubriera los diferentes usos que
pueden hacerse de la ideología. No estaríamos errados si supusiéramos que
los símbolos que dan forma a esta última rara vez contienen un sólo
significado. Por el contrario, pueden asumir diferentes significados, así como
servir a múltiples y hasta contradictorios propósitos. Haciendo gala de una
erudición poco habitual, Shudson advertía que: “si la idea del servicio era una
pantalla para su interés egoísta, ésta también podía ser un arma que, en
manos de algún segmento profesional, podía reformar una profesión, como
efectivamente ocurrió en los sesenta”.[44]

12
Algunos avances posteriores brindaron una mayor flexibilidad a los
supuestos defendidos por Sarfatti Larson. Esto es especialmente evidente en
el caso de Berlant, quien sostuvo la necesidad de entender a los grupos
profesionales como el resultado de un ejercicio de persuasión. El auxilio de
una élite convencida de la utilidad social de una ocupación, era una condición
indispensable para que ella ganara en autonomía. No es extraño que sea el
poder económico o la influencia política la regla utilizada para medir el éxito de
un proceso de profesionalización. Hasta allí, las miradas de ambos autores son
coincidentes. La novedad presentada por Berlant era mostrar la capacidad, por
parte de las profesiones, de establecer nuevas ideas o actividades que se
alejaban de la propuesta primitiva. Una vez conseguido el padrinazgo de una
élite, cada una de ellas lograba una dinámica propia, muchas veces
contradictoria a las expectativas de aquella.[45] Con un enfoque menos rígido,
las profesiones perdieron parte de esa imagen que las tenía como un producto
derivado de la burocracia o como un instrumento ideológico al servicio del
poder. En contrapartida, comenzaron a ser interpretadas a la luz de la
ambivalencia: aunque era imposible desprenderlas del proceso de
estratificación social, no menos cierto era que gozaban de cierto margen de
acción que, inclusive, podía convertirlas en herramientas de cambio.

4.

Siguiendo el rastro inaugurado por Sarfatti Larson, Collins profundizó el uso de


algunas claves weberianas, en especial las relacionadas con la teoría
sociológica del conflicto. La premisa fundametal de su trabajo era pensar a los
“comportamientos sociales como respuestas individuales a un deseo de
maximizar su poder, bienestar y status”.[46] Para hacer viable esta aspiración,
eran puestos en marcha distintos mecanismos que apuntaban a controlar otras
organizaciones o bien evadir la subordinación respecto a ellas. En ese camino,
y al igual que Sarfatti Larson, Collins destacaba la relevancia de lo simbólico,
aunque poniendo énfasis en los rituales. En sintonía con el interaccionismo
simbólico, este sociólogo estaba convencido que eran justamente las creencias
y valores aquello que ofrecía la posibilidad de contrarrestar la vocación
hegemónica de otras redes de individuos.[47]

Este conjunto de afirmaciones ubicaría a sus aportes en coordenadas


opuestas al estructuralismo. Si este último cerraba filas detrás de un concepto
de clase asociado al lugar ocupado en la estructura productiva, la mirada de
Collins se nutria de la tradición abierta por Weber. Para descubrir los modos en
que cobraba vida una determinada conciencia cultural, dicho autor empleó el
concepto de ‘grupo de status’. A diferencia de las perspectivas objetivistas, que
tanto éxito tuvieron sobre mediados del siglo XX, su meta era examinar
diferentes elementos que facilitaban la construcción de un sentimiento de
comunidad. Aunque puedan parecer irrelevantes, estos aspectos culturales
eran importantes para comprender las dinámicas que estructuraban al
mercado. En efecto, la posibilidad de contar con un sólido repertorio de pautas
compartidas beneficiaba la posición ocupada por un grupo en el marco de una
competencia por recursos limitados, desplazando a competidores que no

13
contaban con identidades de la misma consistencia. La edificación de este
universo simbólico favorecía, en definitiva, el pasaje de ‘grupo ocupacional’ a
‘profesión’. Sin un espíritu de cuerpo, sea éste conciente o no, permanecía en
suspenso la posibilidad de concretar una exitosa clausura ocupacional.

Lo verdaderamente novedoso del análisis de Collins era ubicar a la


profesionalización dentro de una mainstream que modelaba a la economía
moderna. Tomando distancia de lecturas estáticas, este autor suponía que la
historia era un interminable conflicto por el logro de la clausura del mercado.
Las estructuras ocupacionales, al igual que el capitalismo en general, no
podían estar ajenas de esta lógica. Así como determinados nichos productivos
eran monopolizados por ciertos grupos empresarios, lo mismo ocurría en el
mundo del trabajo. Nada parecía estar condenado a la inmutabilidad. La
historia era una lucha constante “de algunas ocupaciones de ganar la clausura
de su mercado y de otras ocupaciones por evitar perder sus privilegios”.[48] Y
en este paisaje conflictivo, las posibilidades de ganar terreno no estaban tan
ligadas a la credibilidad epistemológica como a elementos que rescataban el
valor del honor y una ética que debía ser cumplida por todos sus miembros. En
este sentido, las palabras del propio Collins son de una claridad meridiana: “las
profesiones fuertes son aquellas que saben rodear su trabajo de rituales
sociales, convirtiendo a sus tareas mundanas en usinas productora de
símbolos sagrados”.[49]

Esa lucha por el control de actividades consideradas fundamentales,


lejos de ser una característica de los tiempos modernos, ha sido una constante
a lo largo de la historia. Algunos ejemplos clásicos al respecto los encontramos
en el sistema de castas que estructuraba la sociedad de la India, en el ejercicio
del shamanismo dentro de sistemas tribales, así como en las organizaciones
gremiales del medioevo europeo. Esta continuidad nos advierte sobre la
naturaleza ubicua del mercado, reflejada en el bizantino conflicto entre
monopolización y desmonopolización. Cada forma de clausura, sin embargo,
se nutría de diferentes resortes simbólicos que aseguraban la distancia entre
una élite de expertos y una masa de consumidores legos. En el caso de las
profesiones, su ascenso coincide con la consolidación de los sistemas
educativos estatales. En un esfuerzo por conciliar los aportes de Weber y
Bourdieu, Collins identificaba a la educación como un ritual que distribuía
capital cultural al interior de la sociedad, sirviendo de exclusa a una movilidad
social desenfrenada. Sin embargo, la educación no era un tipo tradicional de
ritual, con formas y fines manifiestos, sino más bien una forma que carecía de
una ceremonia explícita. Esta naturaleza hacía que los profesionales salidos
de la maquinaria educativa se convirtieran en sacerdotes de un conocimiento
que tenía mucho de esotérico. De ahí que las clases populares, absolutamente
ajenas de ese universo simbólico, hayan cubierto a las profesiones con un
“aura heroica”, reforzando aun más esa imagen que las tenía como élites
diferenciadas.[50] El éxito de las profesiones dependía, entonces, de su
capacidad de presentarse como una especie de actividad mágica. O, para
decirlo en otros términos, de lograr que la noción de ‘ciencia’ emergente sea
objeto de una adulación que poco tiene que ver con la solidez de sus
presupuestos epistemológicos.[51] Quizás por ello, uno de los pilares del
proceso de profesionalización, como también de su permanencia en ese

14
casillero, se sostenía en la constante necesidad de crear un ‘conocimiento
abstracto’ que debía complementarse con la invención de rituales. Sólo
escapando a los dictados del “sentido común” era posible mantener la brecha
que separaba a los expertos de su público, haciendo legítima y hasta “natural”
la clausura del mercado.

De esto último de desprende un salto cualitativo en el tratamiento del


concepto de profesión y, más específicamente, respecto a lo que Sarfatti
Larson denominó ‘proyecto profesional’. Esta autora, como ya dijimos, lo
entendía como un rígido grupo de rasgos culturales, todos ellos orientados a
lograr una autonomía –aunque nunca completa- respecto del Estado. Collins,
en cambio, intentó mostrarnos una realidad mucho más dinámica y llena de
matices. La naturaleza del mercado, inestable en esencia, volvía importante la
capacidad de cada grupo ocupacional de generar una identidad lo
suficientemente flexible como para reaccionar frente a sus periódicos virajes.
[52] Algunas apreciaciones de Geison nos ayudan a clarificar la propuesta de
Collins:

Las profesiones son construcciones socio-culturales cuyos contornos están


constantemente cambiando en respuesta a las transformaciones en la percepción de la
naturaleza de los grupos ocupacionales.[53]

Ahora bien, la mirada de Collins, aunque más sofisticada respecto a la


de sus antecesores, tuvo un defecto fundamental. Al igual que Sarfatti Larson,
desplegó una argumentación que pivoteaba alrededor de una lectura dual de la
realidad: si esta última autora, en su afán de asimilar el surgimiento de élites
de expertos con el proceso de burocratización, puso énfasis en la relación
entre profesionales y el Estado; Collins estaba más dispuesto a contemplar los
vínculos que unían a profesionales y clientes. La monopolización de un área
ocupacional hacía imprescindible el logro de una distancia entre aquellos polos
y, para ello, era necesario el concurso de rituales que fortalecían un sentido de
comunidad y despertaban la admiración de los clientes. Uno y otro resaltaron
la importancia que la seducción tenía en la formación de grupos profesionales,
pero sus postulados colisionaban cuando examinamos el destinatario de ese
ejercicio retórico. Parece lógico pensar que Sarfatti Larson, al ubicar a las
profesiones como parte del montaje de la “jaula de hierro”, perdía de vista las
alternativas que asumía el vínculo profesional-público. La mirada de Collins,
por su parte, ponía su foco en la competencia que diferentes ocupaciones
tenía para capturar una porción del mercado. Y en esa pugna era de
fundamental lograr distancia respecto de una población desprovista de
ese background cultural. Esa perspectiva, sin embargo, dejaba abierta una
frontera de conocimientos que se relacionaba con el reconocimiento del Estado
como un interlocutor válido –y hasta necesario- en la profesionalización, las
diferencias existentes dentro de cada grupo ocupacional entre practicantes y
académicos, así como las importantes disputas y negociaciones entre una
profesiones madres y subordinadas.

Era claro que la actualización de algunos supuestos weberianos había


servido para cubrir algunos vacíos poco abordados en los años de hegemonía
funcionalista. No obstante, la posibilidad de avanzar sobre estas zonas grises
volvía necesario incorporar algunas categorías que habían servido para

15
comprender, desde miradas dinámicas y asentadas en la idea de conflicto,
procesos tan variados como la construcción de ‘sociedades carcelarias’, la
edificación de un grupo de instituciones de control social, así como también la
constitución de arenas de fricción en áreas antes consideradas pacíficas.

5.

La década de 1980 fue particularmente fecunda en lo que a renovación teórica


se refiere. El deshielo conceptual iniciado veinte años antes llegaría a su punto
más alto, justo en el momento en que las revisiones a los clásicos comenzaban
a mostrar rendimientos decrecientes. Si bien los aportes de la New Power
Literature cedieron el terreno a nuevas pesquisas, nunca superaron su carácter
de ingeniosas lecturas de antiguos aportes de Weber o Marx. Algo no muy
diferente sucedía con los alcances geográficos de los estudios sobre las
profesiones. Su innegable precisión a la hora de definir a los grupos expertos,
no logró sentar las bases para estudios comparativos. Esto era particularmente
palpable en el caso de Sarfatti Larson: esa tendencia a considerar a las
profesionales como organizaciones orientadas al dominio sobre el mercado,
convivió con un escaso tratamiento de las profesiones “estatalizadas” del
continente europeo o del modelo “organizativo” que tenía al ejército y el clero
como principales exponentes.[54]

La llegada de nuevos modelos teóricos tuvo que aguardar a la difusión


de las categorías acuñadas por Bourdieu. Pocas dudas caben de la
repercusión que el sociólogo francés ha tenido en las ciencias sociales.
Gracias a sus aportes, esas miradas unilaterales del poder cedieron terreno a
otras que lo asumían como un juego recíproco de interacción. En sus
contornos se divisaban “relaciones de fuerza y monopolios, luchas y
estrategias, intereses y beneficios, pero donde todos estos invariantes revistían
formas específicas”.[55] Se trataba, en definitiva, de una arena que resaltaba
por su dinamismo, alejándose de otras perspectivas que descansaban en la
capacidad explicativa de los aparatos represivos e ideológicos del Estado. El
mundo de las profesiones, como otros ámbitos de la sociedad, no podía
abstraerse de esta naturaleza. Los grupos expertos podían pensarse como una
variedad particular de campo científico. Esto era evidente en el caso de los
ámbitos académicos que brindaban respaldo a las aspiraciones de distintos
grupos ocupacionales en su proceso de profesionalización. Pese a no ser
demasiado atendidos en el pasado, resultaban de suma importancia para
explorar un terreno que escapaba a las formulaciones clásicas. Tanto el
funcionalismo como la literatura radical habían posado su mirada en el trípode
que conformaban practicantes, Estado y Clientes, descuidando mayormente
los ámbitos de producción académica.

En un intento por saldar ese déficit, Abbott destacó la trascendencia


que tenía la producción de conocimiento abstracto en el montaje de cualquier
profesión.[56]Esto era así porque la autoridad científica podía traducirse
fácilmente en dominio sobre los competidores. Quedaba claro que, conforme
una élite de expertos incrementaba sus recursos científicos, era más factible

16
obtener un mayor nivel de autonomía.[57] De ahí que el acento haya sido
puesto, menos en la organización interna de la profesión, que en el análisis de
la competencia entre diferentes profesiones y, más precisamente, en su
capacidad para invocar una autoridad científica. El control sobre los
conocimientos y sus aplicaciones significaba dominar a contendientes que
constituían una amenaza externa a su hegemonía. Por este motivo, un
elemento clave en todo proceso de profesionalización era, al decir de González
Leandri, institucionalizar un saber mediante la creación de escuelas, facultades
y otros ámbitos académicos exclusivos, como un paso necesario para avanzar
en lo que han denominado ‘monopolio cognitivo’.[58]

El logro de este propósito ponía a las profesiones en condiciones de


dosificar el ingreso de nuevos integrantes, pero también de cerrar el paso a
posibles competidores o bien admitirlos en una situación de subordinación.
Semejante empresa, sin embargo, no podía abreviarse al estudio de las
dinámicas internas del campo científico; es decir, “del lugar de una lucha de
concurrencia, que tiene como apuesta específica el monopolio sobre la
autoridad científica”.[59] Aunque importante, era insuficiente si los grupos
ocupacionales no se lanzaban a conquistar al Estado y a los propios
consumidores. Parece lógico imaginar que la capacidad de generar un
conocimiento preciado de científico eliminaba importantes escollos en el
tránsito hacia el reconocimiento social y el apoyo político, pero no era una
solución mágica a los problemas que debían enfrentar un grupo ocupacional
en su camino hacia la profesionalización. [60]

Con la intención de ahondar en el tratamiento de los lazos entre mundo


académico y otras esferas de la vida social, Burrage identificó cuatro actores
en claro desafío a las posturas tradicionales. La interacción entre practicantes,
especialistas en el conocimiento profesional, clientes y Estado esculpía una
plantilla que tenía como propósito fundamental brindar la base para futuras
comparaciones.[61] Desde su perspectiva, estos actores conformaban un
mapa magmático que ayudaba a entender el establecimiento, evolución y
hasta la destrucción de las profesiones, así como los recursos que ellas podían
tener a su disposición.

Sumándose a una tradición académica que hundía sus raíces en


Johnson, Burrage suponía que los expertos contaban con una agenda que,
salvo algunas excepciones, incluía el auto-gobierno, el dominio del
reclutamiento y el control de su práctica cotidiana.[62] Pero a diferencia del
funcionalismo, la solución a estos requerimientos no eran atributos per se de
los expertos, sino que necesitaban de la cooperación de los restantes actores.
Por este motivo, el proceso de profesionalización no dejaba de ser un producto
contingente que dependía de las limitaciones y oportunidades que ofrecía la
estructura del campo. Los recursos que facilitaban el tránsito hacia el mundo
de las profesiones estaban vinculados con la organización y la ideología. Hasta
allí, la mirada de Burrage no distaba demasiado de la sostenida por Collins o
Johnson. El punto que los diferenciaría descansaba en la necesidad de
examinar dos conceptos que separaban profesiones de otros grupos de
presión. Aunque importantes, la organización y la ideología no eran privativas
de los grupos ocupacionales. Los partidos políticos, los sindicatos o las

17
asociaciones tenían a ambas como elementos constitutivos. La ‘persistencia’ y
la ‘proximidad’, en cambio, eran características exclusivas de las élites de
expertos: mientras que la primera se refería a la uniformidad, en la larga
duración, de los objetivos profesionales (facilitada por la existencia de de
esferas formales e informales de sociabilidad); la segunda tenía relación con la
permanencia de ciertas demandas atendidas los expertos que, a diferencia de
los conflictos entre Estado y grupos de presión, no entendía de intermitencias.
[63]

La posición de los clientes se encontraba igualmente condicionada por


su lugar en ese vasto juego de fuerzas que establecía con los restantes
actores. Su accionar dependía enormemente de su capacidad organizativa. Si
los grupos profesionales contaban con un abanico de recursos que oscilaba
entre el manejo de un conocimiento abstracto y la posesión de una sólida
imagen de si mismos, los clientes presentaban al agrupamiento como única
herramienta para consolidar su posición. Así, entre los clientes atomizados de
la era dorada de las profesiones liberales y la consolidación del Estado como
consumidor de bienes y servicios, existían diferentes niveles de organización
que favorecían u obstaculizan la formación de profesiones. Estaba claro que
los usuarios, lejos de conformar una fuerza ambiental, eran de gran
importancia en el diseño de las características que regían la vida de los
expertos. Tomando una inteligente distancia de los relatos teleológicos,
Burrage descubría que independencia respecto de la orbita oficial no era
imprescindible para la consolidación de un espacio profesional. Esta flexibilidad
le permitiría aproximarse a “ocupaciones estatales” que habían sido
descuidadas en los análisis centrados en el autogobierno colegiado.

El tercer actor que configura esta red de relaciones eran las


universidades. Haciendo propios los avances de Abbott, Burrage sostenía que
“los mayores recursos de las profesiones provienen del prestigio que da el
conocimiento”[64]. De ahí la importancia de revisar los lazos establecidos entre
practicantes y profesores. En un carril opuesto a lo dictado por el sentido
común, esa relación, desde la óptica del autor, no era siempre era armónica.
Precisamente en ese punto residía uno de sus aportes más novedosos. En
determinadas circunstancias los practicantes ejercían una férrea resistencia al
avance de la universidad, pues ella ponía en riesgo en la continuidad de
comportamientos consuetudinarios. En otras situaciones, en cambio, sucedía
lo contrario: los ámbitos académicos, desde muy temprano, regían los destinos
de la práctica profesional convirtiéndola en su apéndice.

No muy diferente era la relación que unía a los espacios formativos y la


práctica profesional. Si bien el estatuto de ciencia brindaba elementos para
conseguir autonomía, eso no debería llevarnos a pensar que sólo constituía
una esfera desconectada de la cotidianidad profesional. En este sentido,
Burrage se domiciliaba en coordenadas completamente distintas a Collins.
Aquella aproximación que la suponía un ritual ficticio que servía de válvula
reguladora de la movilidad social, mudaba en otra más matizada que tomaba
prestados algunos aportes de Foucault. Así pues la Universidad, aunque
operaba sobre el ‘campo de discurso’, no cortaba sus lazos con la práctica. La
mirada intermedia postulada por Burrage se esforzaba en señalar que la

18
educación superior era creadora de identidades, pero a su vez difusora de
técnicas y conocimientos que podían ser aplicados en el mundo del trabajo.
[65]

En el estudio del cuarto actor de esta trama de lazos Burrage señaló


algunas pistas que posibilitaron edificar estudios comparativos. El Estado,
desde su mirada, estaba profundamente envuelto en cada una de las facetas
de la profesionalización, poniendo en entredicho muchos de los principios que
habían estructurado a los estudios clásicos. Esta importancia nacía justamente
en el hecho que el prestigio estatal dependía de las políticas públicas y éstas
eran producto del trabajo de distinta clase de profesionales. El Estado no era
un actor pasivo, pero tampoco uno que instintivamente ponía coto a la
autonomía de los expertos. En un intento por superar esta bizantina polémica,
Burrage prestó especial atención a esa zona gris cuyo material era la
interacción entre expertos y la esfera pública.[66]

A partir de esta afirmación, el autor estableció una interesante tipología


que destacaba por su flexibilidad. En primer lugar, los nuevos Estados, en su
afán por sedimentar su autoridad, requirieron la colaboración de abogados y
médicos, quienes aseguraban el montaje exitoso de instituciones legales y de
la “salud pública”. Los Estados, en segundo lugar, contaban con un interés
estratégico en las profesiones, especialmente para garantizar una posición
dentro del ajedrez geopolítico internacional. Este era el caso de los
conocimientos necesarios para poner en marcha maquinarias militares
crecientemente complejas. Las profesiones, además, resultaban importantes
desde un punto de vista político: eran esa argamasa que sostenía a gobiernos
que, alejados del ideal rousseauniano, funcionaban con una lógica corporativa.
Por último, los grupos expertos se presentaban como un sector social ideal
para colmar el apetito fiscal de entramados oficiales que aumentaban de
tamaño.[67]

Casi sin saberlo, los mojones dejados por Burrage facilitaron el


desembarco de Foucault al estudio de las profesiones. La idea de profundizar
los lazos -casi incestuosos- entre Estado y profesiones fue retomada por Terry
Johnson, quien intentó aplicar el concepto de “gobernabilidad” a los procesos
de especialización ocupacional. El Estado, lejos de constituir un actor
preconstituido, era el resultado de un espeso universo de interrelaciones.
Autonomía e intervención dejaban de ser dos conceptos opuestos, para
convertirse en parte de un proceso más amplio a partir del cual se
materializaban nuevas tecnologías de poder. La edificación de una sociedad
moderna, asentada sobre espacios territoriales extensos y con un gran peso
demográfico, hacía necesario un “ensamble de instituciones, procedimientos,
análisis, cálculos, reflexiones y tácticas que constituyen la ‘gobernabilidad’, (es
decir) un complejo muy específico de formas de poder”.[68]

La aparición de estas nuevas formas de poder facilitó enormemente la


institucionalización de las profesiones. En ese contexto, la autonomía de
distintos grupos ocupacionales debía entenderse como un proceso político,
pero no podía reducirse a una mera intervención estatal. No era así
simplemente porque el Estado moderno se construía a partir de la autonomía

19
profesional. Sin los conocimientos nacidos de la acción profesional faltaba esa
llave maestra que hacía posible la capacidad técnica e institucional para
ejercer formas complejas de poder.[69] A propósito de esta simbiosis entre
Estado y profesiones, Johnson dice:

La gobernabilidad se asocia con el reconocimiento oficial y la licencia del experto como


parte un proceso general de implementar los objetivos del gobierno y estandarizar
procedimientos, programas y juicios. También porque los gobiernos dependen de la
neutralidad de los expertos para modelar la realidad social, las profesiones establecidas
han sido distanciadas de las esferas políticas.[70]

Esta posición, que ponía a Estado y profesiones en el lugar de parteras


de una nueva configuración social, impedía que sus definiciones
permanecieran estáticas. En tanto las políticas estatales fluían en función de
coyunturas particulares, los límites que establecían la jurisdicción de una
profesión han conservado un estado completadamente líquido. Este feed
back ha venido a discutir buena parte de lo sostenido por el funcionalismo,
pero especialmente algunos principios de la literatura crítica. Si en el primer
caso el Estado era prescindente, al punto de convalidar situaciones que
sucedían fuera de su órbita, en el segundo funcionaba como un actor externo
con una lógica diferente a la profesional. Con estos avances, lo que se
imponía como una frontera impermeable, se convirtió en una porosa línea
divisoria con enorme tráfico entre ambas áreas.

6 (o epílogo).

Luego de examinar los contactos existentes entre ciencias sociales y


profesiones durante el siglo XX: ¿Qué conclusiones generales pueden
extraerse?

Ante todo, es necesario afirmar que, pese de la importancia que han


tenido en la formación de las sociedades modernas, las profesiones sólo
fueron tratadas de manera secundaria. Mucha importancia tuvo allí el vigor que
conservaron categorías tradicionales, inútiles para explicar la aparición de
sectores que escapaban a lecturas duales de la realidad. Por ese motivo, la
producción de herramientas teóricas específicas permaneció por largo tiempo
retrasada respecto a relevancia de los expertos en la arquitectura social
contemporánea. No es casual que, en estas circunstancias, no hayamos
contado por décadas con una definición consistente del concepto “profesión”.
En su lugar, sólo divisamos sensaciones encontradas acerca de su naturaleza:
mientras algunas miradas la tenían como un germen democrático, otras las
consideraban un obstáculo para la construcción de una sociedad igualitaria.
[71]

Si tuviéramos que establecer una cronología que describa la trayectoria


de los estudios sobre profesionales, en ella se distinguirían tres etapas
diferenciadas. La primera de ellas, como es lógico suponer, podríamos
denominarla el “momento funcionalista”. En sus años de hegemonía
percibimos un tratamiento específico de los grupos de expertos, aunque sus

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análisis pecaron de cierta linealidad fundada en la idea de armonía. Quedó así
construida una imagen idílica a partir de la cual algunos grupos ocupacionales
transitaban sin obstáculos la senda de la profesionalización. El segundo
momento se nutrió de los aportes de la New Power Literature. En clara
oposición a las primeras miradas, esta perspectiva se esforzó en demostrar la
importancia de las estrategias monopolizadoras implícitas en la actividad
profesional. Guiados por una novedosa lectura de Weber, pusieron en el centro
de su atención aquello que había brillado por su ausencia en la etapa anterior:
el conflicto. El tercer grupo de trabajos renunció a este principio programático,
pero sumó a su agenda otros puntos antes descuidados. Con los aportes
teóricos de Bourdieu y Foucault, se edificaron estudios comparativos que
“rompieron definitivamente con esa mirada parroquialista hegemónica desde la
época del estructural funcionalismo”[72]. El uso criterioso de las nociones de
campo y gobernabilidad permitió poner en el candelero una mirada dinámica
de las profesiones que destacaba por la interacción de una multitud de actores.
A modo de cierre, y abusando de una metáfora artística, podríamos decir que
el bastidor teórico de la obra se encuentra instalado; solo resta que comiencen
las pinceladas empíricas sobre espacios y tiempos poco explorados.

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SCHUDSON, Michael, “A discussion of Magali Sarfatti Larson’s ‘The rise of professionalism: a


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* Este articulo es parte de un trabajo más extenso realizado en ocasión del seminario “El
estudio de los grupos y élites profesionales. Conceptos, recorridos y problemas”, dictado por
Ricardo González Leandri en el marco del Programa de Doctorado de la Universidad Nacional
del Centro de la Provincia de Buenos Aires.

** Centro de Estudios de Historia Regional-Universidad Nacional del Comahue. Becario


doctoral del CONICET. Dirección: Avenida Argentina 1400, Neuquen (8300). E-mail:
Joaquinperren@hotmail.com

[1] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones: entre la vocación y el interés


corporativo. Fundamentos para su estudio, Madrid, Catriel, 1999, p. 12.

[2] BURRAGE, Michael, “Introduction: the professions in sociology and history”, en BURRAGE,
Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory and history, Sage, Londres, 1990, Cap.
1, p. 1.

[3] BURRAGE, Michael, “Introduction: the professions in sociology and history…” op. cit., p. 3.

[4] GEISON, Gerard, “Introduction”, en GEISON, Gerard (ed.), Professions and professional
ideologies in America, Chapel Hill, University of North Carolina Press, Cap. 1, p. 3

[5] MURPHY, Raymond, “Power and autonomy in the sociology of education”, Theory and
Society, vol. 11, 1982, p. 185.

[6] RUESCHEMEYER, Dietrich, The Sociology of the professions, Londres, Mc Millan, 1983,
Cap. 2, p. 43.

[7] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, “Las profesiones en Argentina. Algunas reflexiones sobre
nuevos estudios de caso”, Argumentos. La revista del doctorado, Rosario, año 1, nº 1, 2003, p.
136.

[8] GEISON, Gerard, “Introduction…”, op. cit., p.4.

22
[9] SCHUDSON, Michael, “A discussion of Magali Sarfatti Larson’s ‘The rise of professionalism:
a sociological analysis’”, Theory and Society, num. 9, 1980, p. 214.

[10] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…op. cit., pp. 16-17.

[11] RUESCHEMEYER, Dietrich, “Professional…”, op. cit., p. 41.

[12] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…op. cit., p. 30.

[13] BURRAGE, Michael, “The professions…”, op. cit., pp. 4-5 (traducción mía JP).

[14] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…,op. cit., p. 27.

[15] La Escuela de Chicago, con la intención de explorar muchas de las aristas del paisaje
urbano estadounidense, dio forma a un enfoque cualitativo que reposaba en
la importancia del trabajo de campo. Esta predisposición metodológica se encontraba
claramente influida por el interaccionismo simbólico. De ahí que haya centrado su atención en
grupos pequeños, más o menos marginales, donde existía un caudaloso flujo de ideas y
percepciones. El estudio de comunidades étnicas, bandas de jóvenes delincuentes o médicos
fueron algunos ejemplos de un enfoque claramente internista. Cf. SALTALAMACCHIA,
Homero, Historias de Vida, Costa Rica, Caguas, 1989; o para el caso particular de los
médicos: GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…, op. cit., pp. 33-34.

[16] MURPHY, Raymond, “Power and…”, op. cit., p. 187.

[17] GEISON, Gerard, “Introduction… op. cit., p. 5.

[18] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…op. cit., p. 38.

[19] GEISON, Gerard, “Introduction…, op. cit., p. 6 (traducción mía JP).

[20] SCHUDSON, Michael, “A discusión…”, op. cit., p. 218.

[21] Cf. GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, “Las profesiones en Argentina…op. cit., p 138; o para
el caso de los historiadores: EUJANIAN, Alejandro, “Método, objetividad y estilo en la
profesionalización de la historiografía argentina entre 1910 y 1920”, Argumentos. La revista del
Doctorado, Rosario, año 1, nº1, 2003, pp. 166.

[22] JOHNSON, Terence, “Types of occupational control”, Professions and power, Mc Millan,
Londres, 1972, Cap. 3, p. 41. Una ajustada síntesis de sus postulados en: GONZALEZ
LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…, op. cit., pp. 40-44.

[23] JOHNSON, Terence, “Types of occupational …, op. cit., pp. 45-46.

[24] Ibid, p. 46.

[25] JOHNSON, Terence, “Types of occupational …, op. cit., p. 44.

[26] SCHUDSON, Michael, “A discusión…”, op. cit.., p. 219.

[27] JOHNSON, Terence, “Types of occupational …, op. cit., p. 43.

[28] RIGOTTI, Ana María, “La que no fue. Notas preliminares para un análisis de la
profesionalización del urbanismo en Argentina”, Argumentos…, op. cit., p. 187.

23
[29] JOHNSON, Terry, “Governmentality and the institutionalization of expertise”, en JOHNSON,
Terry, LARKIN, Gerry y SAKS, Mike (ed.), Health professions and the state in Europe, Londres,
1995, p. 9.

[30] Ibid, p. 9.

[31] Ibid, p. 16.

[32] En especial: SARFATTI LARSON, Magali, The Rise of professionalism: A sociological


Analysis, Berkeley, University of California Press, 1977.

[33] SCHUDSON, Michael, “A discusión …, op. cit.., p. 217.

[34] JOHNSON, Terry, “Institutionalization…, op. cit., p. 14

[35] SCHUDSON, Michael, “A discussion …, op cit., p. 219.

[36] SARFATTI LARSON, Magali, The Rise of professionalism…,op. cit., p. 236.

[37] Ibid, p. 222.

[38] SCHUDSON, Michael, op cit, p. 222.

[39] SARFATTI LARSON, Magali, The Rise of professionalism…, op. cit., p 225.

[40] Ibid, p. 220.

[41] Ibid, p. 223.

[42] SARFATTI LARSON, Magali, The Rise of professionalism…, op. cit., p. 241.

[43] SCHUDSON, Michael, “A discussion…, op. cit., 224.

[44] SCHUDSON, Michael, “A discussion…, op. cit., p. 227.

[45] BERLANT, Geoffrey, Professions and monopoly, University of California Press, Berkeley,
1975, Cap. 4, p. 73.

[46] COLLINS, Randall, “Market closure and the conflict theory of the professions”, en
BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory…op. cit., p. 24.

[47] COLLINS, Randall, “Market closure and the conflict theory of the professions”, en
BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory…op. cit., p. 24.

[48] Ibid, p. 25.

[49] COLLINS, Randall, “Market closure and the conflict theory of the professions”, en
BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory…op. cit., p. 26.

[50] Ibid, p. 39 o para el caso de los arquitectos: RIGOTTI, Ana María, “La que no fue…, op.cit.,
p. 188.

[51] COLLINS, Randall, “Market closure …, op. cit,, p. 40.

[52] COLLINS, Randall, “Market closure …, op. cit., p. 25.

24
[53] GEISON, Gerard, “Introduction…”, op. cit., p. 6. (Traducción mía, JP).

[54] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…, op. cit., p. 48.

[55] BOURDIEU, Pierre, Intelectuales, política y poder, EUDEBA, Buenos Aires, 1999, Cap. 2,
pp. 75-76.

[56] JOHNSON, Terry, “Governmentality and the institutionalization…, op. cit., p. 16.

[57] BOURDIEU, Pierre, “El campo científico…, op. cit., p. 76.

[58] GONZALEZ LEANDRI, “La teoría y la historia…op. cit.,

[59] BOURDIEU, Pierre, “El campo científico… op. cit., pp. 76-77.

[60] RUESCHEMEYER, The Sociology of the professions…, op. cit., pp. 50.

[61] BURRAGE, Michael y otros, “An actor based framework for the study of the professions”,
en BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory…op. cit., p. 203.

[62] Ibid, p. 207.

[63] BURRAGE, Michael y otros, “An actor based framework for the study of the professions”,
en BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory…op. cit., pp.209-210.

[64] Ibid, p. 203.

[65] BURRAGE, Michael y otros, “An actor based …, op. cit., p. 216.

[66] Ibid, p. 210.

[67] BURRAGE, Michael y otros, “An actor based …, op. cit., p. 212.

[68] JOHNSON, Terry, “Governmentality and the institutionalization…, op. cit., p. 8.

[69] Ibid, p. 22.

[70] Ibid, p. 22.

[71] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, “Las profesiones en Argentina…”, op. cit., pp. 135-136.

[72] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, “Las profesiones en Argentina…”, op. cit., p. 136.

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