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Viaje a las estepas: Cien jóvenes chilenos varados en la Unión Soviética tras el golpe
Viaje a las estepas: Cien jóvenes chilenos varados en la Unión Soviética tras el golpe
Viaje a las estepas: Cien jóvenes chilenos varados en la Unión Soviética tras el golpe
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Viaje a las estepas: Cien jóvenes chilenos varados en la Unión Soviética tras el golpe

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Martes 4 de septiembre de 1973. Casi un centenar de campesinos chilenos -algunos recién salidos del colegio y otros promediando los veinte años- se dan cita en el aeropuerto de Santiago para emprender el viaje de sus vidas. Su destino es Akhtyrsky, ciudad de las estepas soviéticas, donde permanecerán tres años estudiando técnicas de maquinaria agrícola. Han sido becados por la Unión Soviética con el compromiso político de capacitarse y regresar al país para aportar en la construcción del proyecto socialista de Salvador Allende y salir ellos mismos de su pobreza.

Pero, a un día de su llegada, ocurre el golpe militar en el lejano Santiago de Chile y es entonces cuando el verdadero viaje comienza. En una cultura extraña para ellos, incomunicados, sin poder regresar al país, sobreviven un buen tiempo en tierra de nadie hasta que sus caminos empiezan a trazarse a través del trabajo, la familia o el combate militar.

Este episodio apenas visible del gran fresco de la dictadura militar chilena ha sido reconstruido pieza a pieza en base a los testimonios recolectados de aquellos exbecados que quisieron entregarlos. El viaje a la Unión Soviética fue poco conocido, los documentos desaparecieron en los primeros días del golpe, los viejos dirigentes ya no están: solo queda la memoria y una sorprendente historia con sabor a sueños de juventud, a ilusiones rotas, a coraje y a nuevos comienzos.
LanguageEspañol
Release dateMay 29, 2018
ISBN9789563246216
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    Viaje a las estepas - Cristián Pérez

    Mario.

    NOTA DEL AUTOR

    A mediados de los años noventa, Eduardo Frei gobernaba Chile. Y en uno de esos 11 de septiembre, unos amigos campesinos socialistas me invitaron a la conmemoración del golpe militar en Lo Calvo, un sector rural de la comuna de San Esteban, al interior de la región de Valparaíso. Allí, después del acto, se pasó a las cervezas y se contaron historias, y una, particularmente, me llamó la atención. Era una difusa noción que daba cuenta de que poco antes del golpe de 1973 unos jóvenes de la comuna habían ido a la Unión Soviética a estudiar. Las versiones diferían entre que los militares los habían asesinado antes de salir de Chile, que aún vivían en la URSS o que habían vuelto. Ninguno de los presentes podía precisar más, pero me dieron el nombre de alguien que podía saber. Esa persona era Bernardo Tapia, exrregidor de San Esteban, quien hacía poco había vuelto de su exilio en Alemania y estaba instalado en la zona. 

    Relaté esta historia a Arturo Fontaine, mi jefe de entonces, quien, entusiasmado con la idea, me incentivó a perseguirla. Días después, encontré a Bernardo Tapia. Nos juntamos en el Dominó, un tradicional restaurant ya desaparecido de la ciudad de Los Andes, y, al calor de una botella de vino y unas empanadas, me contó la historia con mayores detalles. De inmediato me despertó la curiosidad, especialmente porque en el relato quedaba claro que había pasado mucho tiempo sin saberse de ellos, y que muchos habían comentado que habían sido asesinados por los militares antes de viajar. Era, en consecuencia, una idea atractiva para trabajar como una investigación histórica. Pero el proyecto nunca se formuló y la idea de escribirla quedó en el cajón de los pendientes. Pasaron casi veinte años desde ese encuentro hasta que, mediante un proyecto de investigación sobre la Guerra Fría del Centro de Investigación y Publicaciones (CIP) de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales, retomé la idea y pude realizar la investigación requerida para escribir el libro.

    Para materializarla, recurrí en primer lugar a mi archivo de entrevistas con militantes de la izquierda chilena y latinoamericana, revisé la prensa de la época y si había algún libro o documental que narrara detalles del hecho. Luego de ubicar a catorce protagonistas, los entrevisté, y de ese modo pude concluir el libro. Las entrevistas fueron en Cuba, vía e-mail con personas que viven en Estocolmo y en Rusia y presenciales en el caso de los que pude ubicar en Chile; dos fueron entrevistados por Ana Sabatini, María Elena Wood y Patricio Pereira, con quienes trabajamos en el proyecto de investigación del CIP de la Universidad Diego Portales La Guerra Fría en Chile. Algunos fueron entrevistados varias veces y con otros solo fue posible hacer una entrevista. Esta etapa tomó un año. 

    Ante ustedes dejo la historia de un grupo de jóvenes campesinos que partieron a la URSS, en septiembre de 1973, ilusionados con la idea de estudiar y retornar después a su país a aportar en la construcción del proyecto socialista de Salvador Allende.

    Los Andes, otoño de 2018

    Al atardecer del martes 4 de septiembre de 1973, tres buses de la Empresa de Transportes Colectivos del Estado (ETCE) partieron sigilosos al aeropuerto Pudahuel desde una casona de calle Dieciocho en el  centro de Santiago. A bordo iban noventa y tres jóvenes campesinos, entre ellos cuatro mujeres. Mientras avanzaban hacia el norponiente de la ciudad, resonaban en las radios de los vehículos las palabras de los conductores del acto de celebración de los tres años de la Unidad Popular en el poder, cuyo punto alto sería el discurso del presidente Salvador Allende. Los muchachos y muchachas no lo sabían entonces, pero faltaban exactamente siete días para el golpe militar que cambiaría para siempre sus vidas.

    Los buses se demoraron en llegar al terminal aeroportuario porque iban eludiendo las barricadas que opositores al Gobierno habían instalado para opacar el acto allendista. Y también porque hicieron rodeos para enmascarar, lo más posible, la salida del contingente juvenil. 

    En el aeropuerto de Pudahuel —gris y feo, como presagio de un desastre, recuerda uno de ellos—, los jóvenes campesinos se despidieron de sus familiares con lágrimas en los ojos. Entre los presentes se encontraba una delegación de campesinos de la zona oeste de Santiago que acudió al aeropuerto a despedir a uno de los suyos y que luego se dirigiría al centro de la ciudad a participar en el acto de la Unidad Popular. Antes de que el grupo embarcase, todos entonaron la conocida canción de Nino Bravo: 

    Dejaré mi tierra por ti

    Dejare mis campos y me iré

    Lejos de aquí

    Cruzaré llorando el jardín

    Y con tus recuerdos partiré

    Lejos de aquí

    De día viviré pensando en tu sonrisa

    De noche las estrellas me acompañarán

    Serás como una luz que alumbre mi camino

    Me voy, pero te juro que mañana volveré

    Al partir un beso y una flor

    Un te quiero, una caricia y un adiós

    Es ligero equipaje

    Para tan largo viaje

    Las penas están en el corazón

    Después de la canción, Raúl Cantillana tomó con fuerza su pequeño bolso de mano y, con las piernas temblorosas, se ubicó en la fila para subir la escalerilla del avión. Antes de entrar, desde lo alto, volvió la vista hacia la terraza del terminal esperando ver a sus familiares, pero estos no aparecieron a despedirlo. Era la primera vez del grupo a bordo de un avión: se ajustaron los cinturones de seguridad, algunos se encomendaron a Dios y a la Virgen María, y entonces los cuatro motores del Ilyushin de Aeroflot, la línea aérea nacional de la Unión Soviética (URSS), rugieron para levantar la mole de la losa. Los jóvenes vieron por última vez las tenues luces de un Santiago secretamente en ebullición, sobre el que ya se cernían días de cambios drásticos y tragedias. 

    Los muchachos estaban becados por la Unión Soviética para realizar un curso especializado de tres años en manejo y mecánica de maquinaria agrícola. Su destino era la ciudad de Akhtyrskiy, cerca de Krasnodar, en las estepas rusas. Planeaban volver a fines de 1976 e incorporarse a la producción agrícola nacional para darle a esta un impulso definitivo y terminar con el desabastecimiento de productos del campo, una tarea muy necesaria en ese momento. 

    Esta es la historia de casi un centenar de campesinos chilenos que emprendieron el viaje de sus vidas para escapar de la pobreza a la que parecían condenados y ayudar en el proyecto socialista encabezado por Salvador Allende. La mayoría de ellos militaban en partidos políticos de izquierda; otros fueron recomendados de cerca por dirigentes del campo que habitaban el espectro político de la Unidad Popular. El sueño de conocer la Europa socialista, especialmente la patria de Lenin y otros próceres, tuvo un rápido despertar cuando, a un día de llegar a Akhtyrskiy, ocurrió el golpe militar y Allende fue derrocado. Con ello, el viaje de estudios con objetivos y plazo acotado desapareció: sus vidas habían cambiado para siempre y no de la manera que imaginaron, entre bromas y adioses, el día de la partida en el aeropuerto. Sin saber de sus familiares, sin que estos supieran, a su vez, si estaban vivos o muertos, tuvieron que adaptarse a la cultura soviética y sobrevivir un buen tiempo en tierra de nadie hasta que sus caminos empezaron a trazarse: el trabajo, el estudio, la familia o el combate militar.

    Apenas hay registro de esta historia: el viaje a la Unión Soviética fue secreto, los documentos desaparecieron en los primeros días del golpe, los viejos dirigentes ya no están. Este sorprendente relato fue reconstruido pieza a pieza a partir de los testimonios recolectados de aquellos exbecados que quisieron entregarlos.

    I

    Ni una tuerca, ni un tornillo

    Hace casi un siglo, el Partido Comunista chileno comenzó a tener estrechas relaciones con su símil de la Unión Soviética y por ende con el Estado soviético. En enero de 1922, el Partido Obrero Socialista (POS), fundado en 1912 por el obrero tipógrafo Luis Emilio Recabarren junto a los trabajadores de las salitreras, se transformó en comunista en el Congreso de Rancagua. Pocos años después, la organización chilena aceptaba las condiciones impuestas por la Tercera Internacional Comunista, o Komintern, para su proceso de bolchevización —entre ellas, el trabajo en células como organización interna—, lo que la convertiría en un miembro pleno de dicha estructura.

    Desde ese mismo instante existió algo más que una cercanía entre ambas colectividades. En general, el partido chileno aceptaba sin muchos cuestionamientos la línea política que el Estado soviético imponía a los adherentes de la Internacional, que generalmente beneficiaban a la URSS. Por ejemplo, a fines de agosto de 1939, cuando los comunistas criollos apoyaron el pacto de no agresión mutua y reparto de Polonia y las repúblicas bálticas, firmado por los cancilleres Joachim von Ribbentrop de Alemania y Mólotov de la URSS, que permitió a Alemania dar inicio a la Segunda Guerra Mundial invadiendo Polonia y luego Bélgica, Holanda y Francia. O en 1968, cuando solidarizaron con la invasión de Checoslovaquia en la llamada Primavera de Praga. Medio en broma y medio en serio, en el ambiente político chileno se decía: Cuando llueve en Moscú, los comunistas chilenos abren el paraguas.

    En 1934, año en que los movimientos fascistas encabezados por Adolf Hitler en Alemania y Benito Mussolini en Italia amenazaban con expandirse por el mundo, la Unión Soviética auspició la creación de frentes populares. Estos eran coaliciones de gobierno de centro-izquierda donde los comunistas se unían con sectores no marxistas pero sí antifascistas, lo que se enmarcaba en la estrategia de José Stalin que auspiciaba la construcción del socialismo en un solo país, para luego, no se sabía cuándo, expandirlo a otros territorios. 

    En Chile, el Partido Comunista (PC) fomentó la creación del Frente Popular, iniciativa que se concretó en 1936 y llegó al gobierno en 1938 con la elección del radical Pedro Aguirre Cerda como presidente de la República. El PC también apoyó a los candidatos radicales Juan Antonio Ríos, quien gobernó entre 1942 y 1946, y Gabriel González Videla, que administró el Estado entre 1946 y 1952.

    Pese a que la relación entre comunistas chilenos y soviéticos era cercana, las comunicaciones formales entre Chile y la Unión Soviética solo se establecieron cuando estaba por finalizar la Segunda Guerra Mundial. El 11 de diciembre de 1944, desde Estados Unidos, se informaba que Chile y la URSS habían iniciado relaciones diplomáticas y consulares¹. El Gobierno radical de Juan Antonio Ríos era el que daba ese paso. Al día siguiente, una gran cantidad de personas salió a las calles de la capital para celebrar el hecho con un desfile y una concentración nocturna. La convocatoria fue hecha por la Unión para la Victoria, la Alianza de Intelectuales, la Central de Trabajadores de Chile² y los partidos políticos. Frente a la estatua de Diego Portales en la Plaza de la Constitución, se dirigieron a los manifestantes el exministro Guillermo del Pedregal, el diputado falangista Bernardo Leighton (posteriormente democratacristiano) y el diputado comunista Ricardo Fonseca³.

    Durante 1945, año en que terminó la Segunda Guerra Mundial con la victoria de las potencias aliadas, no se supo en qué estaban las relaciones entre ambas naciones porque, como todos los actores estuvieron preocupados por el desarrollo del conflicto mundial, las noticias y comentarios sobre su vínculo desaparecieron de la prensa. Finalmente, el 12 de abril de 1946 llegó a Santiago el embajador soviético Dimitri Zhukov, quien fue vitoreado en el trayecto entre el aeropuerto y el Hotel Carrera, ubicado en el centro cívico de la ciudad.

    Chile lo saluda, bienvenido embajador, se leía en el titular de El Siglo, en cuya portada destacaban las fotografías enmarcadas en azul del presidente Ríos y el mariscal Stalin. El matutino publicaba un saludo del profesor Alejandro Lipschütz, presidente del Instituto de Relaciones Culturales con la URSS: [...] Yo, como chileno, soy amigo de la Unión Soviética y anhelo para Chile un acercamiento cultural con aquella poderosa nación. Tienen el mismo anhelo los demás pueblos de este continente, incluso el gran pueblo de los Estados Unidos. Y concluía: La llegada del primer embajador soviético a nuestro país es un gran acontecimiento nacional y americano⁴. 

    Sin embargo, la alegría por la llegada de Zhukov no tuvo contraparte en la Unión Soviética porque el representante chileno ante esta, el radical Ángel Faivovich, nunca llegó a Moscú:

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