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Revista Boliviana de Investigación,

vol. 13, núm. 1 (mayo, 2018): 153-155

Lucas Bessire. Behold the Black Caiman. A Chronicle of Ayoreo Life


Chicago: Chicago University Press, 2014.
310 pp.; isbn 9780226175577

Pese a los etnógrafos


Diego Villar

Lejos de un mundo en que “la costumbre es rey”, como suponían


Heródoto o los colegas de Marett, la vida de los ayoreos del Cha-
co boreal no está regida por el conocimiento ancestral, el mito o
el ritual: usan teléfonos celulares, demandan a los antropólogos
que les paguen, compran fideos y Coca-Cola en supermercados
menonitas con aire acondicionado y se apasionan por las artes
marciales en los films de Jean-Claude Van Damme. En la seca
frontera entre Bolivia y Paraguay, además son marginalizados,
abusados y despreciados; no sorprende entonces que la narrativa
de Bessire sea una historia de terror, decadencia y desintegración
con bulldozers, asesinatos y violaciones por doquier.
El libro estudia la construcción de la identidad ayorea como
objeto en disputa constante, como así también la lucha nativa por
auto-objetivar ese proceso. Los ayoreos rehúsan adaptarse a los
estereotipos externos que los alienan de aquello que consideran
es su auténtica naturaleza y procuran controlar los términos de
su propia transformación: abandonan las prácticas tradicionales
(pese a los deseos de los viejos etnógrafos) (44), hablan sobre Dios
y no sobre la colonización (pese a los deseos de los etnógrafos
jóvenes) (112) y piden grabadores digitales para grabar aquellos
mismos mitos que supuestamente han olvidado (121). Una y otra
vez desafían las etiquetas primitivistas acuñadas por criollos, mi-
sioneros o antropólogos. Tal vez el punto más controversial, aquí,

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sea la discusión de Bessire de la asfixiante moda de la ontología y


el perspectivismo: “En vez de jaguares que son humanos, encontré
indígenas que eran animalizados” (15).
Más allá de lo programático, sin embargo, algunos análisis
–pienso en las interdicciones puyaque o la significación cultural
de las salinas– no van realmente más allá de los hallazgos de la
ayoreología canónica: Sebag, Kelm, Bórmida, Fischermann, etc. El
recurso analítico a la magia simpática (119, 154) o al milenarismo
(el eufemismo es “futurismo apocalíptico”) tampoco parece muy
feliz (128, 136, 145). La hagiografía en la contratapa afirma que
el libro es iconoclasta. Por el contrario, contiene casi todos los
conceptos de moda: “cuerpos”, “subjetividades”, “inmanencia”,
“ontologías”. El punto menos convincente, no obstante, es la recu-
rrente obsesión con la corrección política (xiii, 171), que denuncia
los “placeres culpables de la etnografía” (13) mientras se disemina
conspicuamente el “yo” a través del texto: “Y aun así estaba acosado
por imágenes que no puedo olvidar y por preguntas que no puedo
responder. El sentimiento perturbador de que pude haber olvidado
algo, de que había malentendido por completo…” (10). De igual
modo se critica la caracterización misionera de los ayoreos como
“oro marrón” (97), pero unas páginas después aparecen sorpren-
dentemente descritos como “cuerpos marrones” (153).
Más que su contribución a la discusión teórica, el fuerte del
libro radica en la descripción etnográfica de la modernidad ayorea.
La característica más atractiva es la abundancia de testimonio oral
y de contexto. Los puntos altos incluyen un cuidadoso análisis del
concepto nativo de vergüenza (147-161), de la prostitución femenina
(165-170), de la adicción a la cola y la pasta de coca (173-175). Tam-
bién encontré convincente la crítica de la retórica del “etnocidio”
(107) y más interesante aún resulta la deconstrucción de la llamada
“política del aislamiento” (194-220). Alimentada por una densa
industria de antropólogos, misioneros, políticos, líderes nativos,
ong y hasta la propia onu, la nostalgia cíclica sobre los indígenas
“aislados” o “sin contacto” tiende a reposar sobre evidencia tenue:
un puñado de cenizas, la huella semioculta, el vistazo de un cuerpo
que se esconde, el chasquido de una rama en el crepúsculo.
villar: Behold the Black Caiman de Lucas Bessire 155

Es realmente una pena que la edición sea tan descuidada en


cuanto al castelllano: “Gaston” (25, 33, 233), “empelotudos” (64),
“Los indios Ayorea” (240), “Relación historical” (246), “orienta
Boliviana” (268), “diciembra” (291), “Perez-Diaz” (270, 293), “her-
meneutica”, “illusion”, “construccion”, “fenomenologica”, “etno-
logia”, “indigenas” (todos en la misma referencia bibliográfica de
la p. 285). El artículo de Bórmida, originalmente titulado “Cómo
una cultura arcaica concibe su propio mundo”, es rebautizado a
“Como una cultura arcaíca conoce la realidad de su mundo” (240).
Y los mismos inconvenientes surgen con el portugués: “casadores”
(caçadores), “comunicacao” (comunicação) (283), etc.
No encuentro particularmente persuasiva la figura literaria
del Caimán Negro. Pero esto es subjetivo y el Caimán no está allí
para convencernos. Bessire no tiene problema en admitir que los
ayoreos pueden estar en desacuerdo con sus interpretaciones (222).
Los esfuerzos nativos para forjar la propia identidad se disuelven
constantemente en fragmentos, se alinean en nuevas constelaciones
y luego vuelven a dispersarse. Si hay una conclusión, entonces, es
casi existencialista. El Chaco es absurdo, distópico y carente de
sentido. Los esfuerzos por reconstruir la cosmología ayorea son
vanos, pues ningún conocimiento indígena puede redimir a la
humanidad del mundo que ella misma ha creado. La experiencia
de leer este libro es tan ambivalente como la realidad que describe:
el lector sabrá juzgar si se trata de un elogio o de una crítica.

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