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II. ¿QUÉ CENTRALIDAD DEL TRABAJO?

*
INTERROGARSE SOBRE LAS FUNCIONES INTEGRADORAS DEL TRABAJO es en gran
medida dar un diagnóstico sobre el devenir y el porvenir de la sociedad sala-rial. En efecto, es en este
tipo de formación social donde el trabajo, en la forma del empleo asalariado, ocupó una posición
hegemónica. No sólo porque el empleo asalariado era ampliamente mayoritario (el 86% de la población
activa en Francia en 1975), sino también porque era la matriz de una condición social estable que
asociaba al trabajo garantías y derechos. Se pudo hablar de "socie-dad salarial" a partir del momento en
que las prerrogativas relacionadas en principio con el trabajo asalariado habían llegado a cubrir contra
los principa-les riesgos sociales, más allá de los trabajadores y sus familias, a los no asala-riados y
hasta la casi totalidad de los pasivos. Éste es el núcleo del "compro-miso social" que culmina a
comienzos de los años setenta: cierto equilibrio, indiscutiblemente conflictivo y frágil, entre lo
económico y lo social, vale decir, entre el respeto de las condiciones necesarias para producir las
riquezas y la exigencia de proteger a aquellos que las producen. ¿Qué ocurre hoy con esta
construcción? Todo el mundo coincidirá en que desde hace más de veinte años se asiste a la
degradación del tipo de regulacio-nes organizadas a partir del trabajo. Pero ¿cuál es el alcance de esta
degrada-ción? Más allá de la fragilización indiscutible de la condición salarial, ¿hay que hablar de una
destrucción de su fundamento? Ubicarse en el marco de la primera hipótesis es pretender que si bien el
tipo de compromiso social asu-mido en la sociedad salarial está amenazado, no es obsoleto: desafíos
societa-les fundamentales siguen cristalizándose hoy en día alrededor del trabajo, de su organización y
de la posibilidad de mantener o de restaurar la función inte-gradora que tuvo en la sociedad salarial. Si
por el contrario uno sostiene que el régimen de empleo de la sociedad salarial no fue más que un
paréntesis de algunas decenas de años que en adelante hay que poner en el debe y el haber de la
historia, la fijación sobre la cuestión del trabajo oculta la necesidad de promover la nueva forma de
organizaciónsocial que podría salir de los escombros de la sociedad salarial. En última instancia, habría
que atreverse a pensar el fin del trabajo —por lo menos el fin de la organización dominante del trabajo
en la forma del empleo asalariado— para estar en condiciones de encontrar, o por lo menos de buscar,
otros fundamentos para mantener la perennidad del lazo social.
En ocasiones, este debate adopta la forma de un enfrentamiento entre los "antiguos" y los "modernos",
los defensores de una sociedad salarial condenada y los promotores de nuevas alternativas. Para tratar
de superar la índole ideológica de esta oposición, nos proponemos aquí afinar el diagnóstico que se
puede dar hoy sobre el estado de la sociedad salarial. ¿Es exacto afirmar que ya casi hemos "salido" de
ella? ¿Vemos perfilarse alternativas creíbles que ocupen el sitio central que tenía el empleo asalariado
en cuanto factor determinante de la cohesión social en una sociedad moderna?
EL DETERIORO DE LA SOCIEDAD SALARIAL
El diagnóstico que se podía dar sobre el estado de la sociedad salarial, por lo menos hasta estos últimos
años, era el de su deterioro. Si pesamos el sentido de las palabras, "deterioro" significa exactamente
que la estructura de este tipo de sociedad se mantiene (o se mantenía) mientras que su sistema de
regulación se fragiliza. Sin duda, se hubiera podido empezar a comprobar esto a partir de mediados de
los años setenta, cuando comenzó a hablarse de la "crisis". Pero se vuelve más manifiesto en Francia a
partir de los inicios de los años ochenta, después del fracaso de la recuperación de tipo keynesiana que
intentó el primer gobierno socialista. Es una consecuencia mayor de la prioridad que comienza a darse
a los imperativos de la rentabilidad económica y a la apología de la empresa pensada como la única
fuente de riqueza social. Los derechos y las protecciones del trabajo son a partir de entonces percibidos
como obstáculos al imperativo categórico de la competitividad. A partir de 1983, Yvon Gattaz, ante la
asamblea general del Consejo Nacional del Empresariado Francés (cNPF), declara: "1983 será el año
de la lucha por la flexibilidad". Y aclara: "El año de la lucha contra las coerciones introducidas por la
legislación en el curso de los Treinta Gloriosos".1 Así, la flexibilidad debe conquistarse contra las
"ventajas adquiridas". Pero esas ventajas adquiridas son, según el propio testimonio del alto
responsable patronal, derechos adquiridos, vale decir, algunos de los derechos del trabajo y algunas
protecciones sociales "introducidas por la legislación". El inicio de los años ochenta, efectivamente,
señala el momento en que se afirma la elección de una política económica de inspiración neoliberal
cuyo auditorio supera ampliamente los sectores patronales, puesto que el socialismo en el gobierno
también adhiere a eso. Es preciso, se dice, "reconciliar a los franceses con la empresa". Pero la
interpretación que se da de esta fórmula tiende a hacer de las exigencias de la empresa los únicos
imperativos que merecen ser tenidos en cuenta.
La primera consecuencia de estas orientaciones, sin embargo, no es el desmantelamiento completo de
la sociedad salarial, sino, precisamente, ese deterioro que se caracteriza por la aparición de nuevos
riesgos que hacen aleatoria la relación con el trabajo. Riesgo de desocupación, por supuesto, pero
también riesgos que provienen de la proliferación de los contratos de trabajo "atípicos", de duración
limitada, de tiempo parcial, temporarios, etc. La desocupación masiva y la precarización de las
relaciones de trabajo, que se agravan en el transcurso del decenio siguiente porque ambas persisten, son
las dos grandes manifestaciones de una desestabilización profunda de las regulaciones de la sociedad
salarial. Este diagnóstico no fue aceptado sin reticencias, porque la expectativa de una "reactivación"
mantuvo largo tiempo la esperanza de poder volver al statu quo ante. Pero con el correr de los años se
hizo cada vez más claro que para un número creciente de trabajadores la relación laboral dejaba de ser
el basamento estable a partir del cual podía alimentarse el proyecto de construir una carrera, dominar
los avatares del porvenir y contener la inseguridad social.
¿REACTUALIZAR EL DIAGNÓSTICO?
Tratándose de un proceso, es decir, de una dinámica en curso de desarrollo, es difícil saber hasta dónde
puede llegar, y en qué puede desembocar. Sin embargo, las comprobaciones más recientes parecen
inclinarse por su agravamiento, dando credibilidad a la hipótesis más pelirnista, la de una salida
definitiva de la sociedad salarial. Se vuelve así cada vez más manifiesto que en adelante la hegemonía
creciente del capital financiero internacional ataca de frente los regímenes de protección del trabajo
construidos en el marco de los Estados nación. Al exigir de las empresas tasas de rentabilidad máxima,
los inversores internacionales imponen también minimizar el costo del trabajo y maximizar su eficacia
productiva, de donde surgen las disminuciones de efectivos y la "tercerización" de una cantidad
creciente de tareas en condiciones cada vez más precarias y menos protegidas. Este mecanismo, que
convierte al trabajo en la principal "variable de ajuste" a tener en cuenta para no quedar invalidado en
la competencia internacional, para muchos parece ineludible. 1
Las transformaciones tecnológicas también parecen tener efectos cada vez más devastadores sobre la
condición salarial. Al reemplazar a los hombres por máquinas más productivas, las supresiones masivas
de empleos que ellas acarrean distan de ser compensadas por los empleos que crean. Sin embargo,
también sería posible que las nuevas herramientas, como el ordenador, lleguen a subvertir
profundamente la naturaleza misma de la relación salarial. El trabajo a distancia, posibilitado por las
redes informáticas, permite desterritorializar la ejecución de las tareas fuera de la empresa y hacerlas
ejecutar por trabajadores "independientes" que pueden responder a medida que aparece la demanda y
garantizar una flexibilidad máxima. En última instancia, la figura del prestador de servicios que
negocia él mismo a su cuenta y riesgo sus condiciones de empleo reemplaza a la del trabajador
asalariado inscripto en sistemas de regulaciones colectivas; también en última instancia, la concepción
de la empresa como colectivo de trabajo se difumina para convertirse en un espacio virtual donde se
intercambiarían servicios entre prestadores "independientes". Llevando al extremo esta lógica, se puede
empezar a soñar con una empresa sin trabajadores. 2
Ciertamente, se trata de dinámicas de las que sería imprudente suponer que se impondrán al conjunto
de las relaciones de trabajo. Pero no se ve con claridad, al día de hoy, lo que podría frenarlas. De
cualquier manera, se comprueba una desconexión creciente respecto del sistema de garantías mínimas
relacionadas con el trabajo en la sociedad salarial. Éstas comenzaban con un Salario Mínimo
Interprofesional de Crecimiento (smic) que asociaba un salario mínimo y la participación en los
derechos colectivos del trabajo. El smic es realmente el pasaporte a la sociedad salarial, ya que
representa la primera etapa de un continuo diferenciado de posiciones unidas por el régimen común del
derecho del trabajo y de la protección social. Sin embargo, hoy en día, en Francia, cerca de tres
millones de asalariados, o sea un asalariado de cada diez, están por debajo del smic, y esta proporción
se halla en constante progresión.3 Estos asalariados subpagos y subprotegidos —en cuyo seno son
mayoritarios las mujeres y los jóvenes de menos de 25 años— son también aquellos que alternan con
más frecuencia empleos precarios y períodos de desocupación. A partir de entonces se desarrolla una
suerte de mercado secundario del trabajo que ya no está comprendido en el sistema de las regulaciones
de la sociedad salarial.
El porvenir del trabajo asalariado y del sistema de regulaciones que gobernaba se ve así profundamente
socavado: reducciones masivas de efectivos que conducen a la desocupación y destruyen
definitivamente empleos que a menudo eran en apariencia estables, corno los del sector industrial

1 Véase, por ejemplo, Hans-Peter Martin y Haraid Schumann, Les Piéges de la mondialisation,
Arles, Artes Sud, 1997 [trad. esp.: La trampa de la globalización, Madrid, Taurus, 1998].
2 Véase William Bridge, La Conquéle du trama, París, Village Mondial, 1995.
3 Véase Fierre Concialdi, "La spirale des has salaires", en La Lellre de Confrontation, núm. 30,
enero-febrero de 1998.
bancario; desarrollo por lo menos igualmente masivo de la precariedad, el subempleo y los bajos
salarios que multiplican las situaciones en las cuales el trabajo ya no puede asumir la función
integradora que tenía en la sociedad salarial; y, al fin y al cabo, instalación en los márgenes de nuestra
sociedad de una categoría de personas que he calificado de "supernumerarios", es decir, que no parecen
ya estar destinados a un lugar en la sociedad, por lo menos si este lugar pasa por la obtención de un
trabajo que responda a los criterios del empleo asalariado clásico.
Los DISCURSOS APOCALÍPTICOS
Estas comprobaciones explican por qué los temas de la salida definitiva de la sociedad salarial y del fin
del trabajo alimentan desde hace poco una abundante literatura sociológica o parasociológica. El
diagnóstico del deterioro de la sociedad salarial parece ser sustituido por el de su derrumbe. El trabajo
concebido sobre el modelo del empleo asalariado ya no puede ser pensado corno el vector principal de
la integración. 4 Por el contrario, habría que desviarse de esta referencia portadora de nostalgias
apegadas al pasado para empezar a construir otros soportes de reconocimiento y de cohesión social.
No obstante, muchas de las reflexiones suscitadas por esta gran transformación proceden por
extrapolaciones y exageraciones, y construyen representaciones apocalípticas de la situación actual que
desembocan en una visión del porvenir del trabajo que tiene más que ver con la fantasía que con una
apreciación objetiva de la amplitud de las modificaciones en curso. Esto ocurre, a mi juicio, por lo que
respecta al doble discurso, a menudo conectado, sobre el "horror económico" y el "fin del trabajo".
"Horror económico", para retomar el título de una obra5 cuya audiencia extraordinaria es sintomática de
la profundidad de las inquietudes actuales, pero también de la manera en que son orquestadas en un
libreto dramático: una economía desenfrenada golpea como una gigantesca ola que rompe a escala
planetaria y arrastra todo a su paso, en primer lugar, las protecciones y las garantías que se habían
construido alrededor del empleo. Al mismo tiempo, transformaciones tecnológicas de fondo —
robótica, informática, etc.— hacen que el trabajo se vuelva cada vez más escaso. En consecuencia, es
en vano aferrarse a esa referencia para establecer cualquier cosa. Nuestra relación con el trabajo está
condenada a ser a tal punto desdichada que encarnizarse en conservar una relación con él es condenarse
a la desdicha.

4 Decir que el trabajo, para hablar como Yves Barel, fue el "gran integrador" de la sociedad
salarial no significa afirmar que representaba el único soporte de integración. Más bien, junto con la
familia, ofrecía la matriz de base de la estabilización de la existencia social a partir de la cual se
posibilitaba el acceso a otros modos de participación: la educación, la cultura, el consumo, los
esparcimientos... O lo que es lo mismo, en la sociedad salarial el trabajo es mucho más que eI trabajo
(Yves Barel, "Le grand intégrateur", en Connexions, núm. 56, 1990).
5 Viviane Forrester, L'Horreur économique, París, Fayard, 1996 [trad. esp.: El horror económico,
México, Fondo de Cultura Económica, 19961.
Bajo formulaciones más matizadas, encontramos la misma temática en una obra reciente de André
Gorz.6 La doble coerción despiadada del capitalismo financiero internacional y de las transformaciones
tecnológicas en curso hace que el empleo se reduzca como piel de zapa. El trabajo ya no es susceptible
de asumir las funciones integradoras que pudo tener en la sociedad industrial y en la sociedad salarial.
Ahora es tiempo de proclamar "el exilio fuera del trabajo" y de tratar de organizar la vida social
alrededor de cualquier otra situación.
Así, para toda una corriente de pensamiento contemporáneo, importante así no fuera sino en virtud de
su gran audiencia en los medios y ante el público, la reflexión sobre el trabajo conduce a minimizar, e
incluso a cuestionar por completo, su importancia. "El trabajo, un valor en peligro de extinción":8 la
centralidad del trabajo sería la herencia moribunda de formas actualmente perimidas de organización
social. No sólo la sociedad industrial ha muerto, dinamitada por el desarrollo vertiginoso de los
servicios, sino que incluso la sociedad salarial que le sucedió, y que, a través del crecimiento y el casi
pleno empleo, garantizaba protecciones sociales fuertes sobre la base de empleos estables, está
irremediablemente condenada. En esta perspectiva la cuestión social, que desde hace más de un siglo
gravitaba alrededor del trabajo, también se descentró y, a decir verdad, estalló. Por un lado, se plantea
la cuestión de la exclusión, vale decir, de la cobertura de las poblaciones que se desconectaron de los
circuitos productivos o no logran volver a incluirse y se encuentran en situación de inutilidad social. De
hecho, el crecimiento actual de la temática de la exclusión refleja la renuncia a poner el trabajo en el
centro de los desafíos que se deben enfrentar en la actualidad: la cuestión social se formula en el vacío
dejado por el retiro del trabajo. Correlativamente, desde un punto de vista positivo, la nueva cuestión
social consistiría en buscar, fuera del empleo clásico, prácticas alternativas, nuevos tipos de actividades
capaces de fundar una ciudadanía social que antaño descansaba ampliamente en la utilidad productiva
de los individuos en la organización del trabajo.
FIN DEL TRABAJO: CONFUSIONES Y MENTIRAS
Esto es, sin embargo, ir un poco de prisa. Los partidarios de estas posiciones pasan por alto dos series
de afirmaciones: la justa comprobación de que las relaciones de trabajo y las relaciones con el trabajo
son cada vez más problemáticas, y la extrapolación, a mi juicio falsa, de que la importancia del trabajo
desaparece ineludiblemente.
Si nos atenemos ante todo a los hechos y a las cifras, el trabajo, y en primer lugar el trabajo asalariado,
sigue ocupando el lugar central en la estructura social francesa. La proporción de los asalariados en la
población activa es exactamente la misma (86%) que a mediados de los años setenta, momento que
puede ser considerado el apogeo de la sociedad salarial. Las estadísticas disponibles no muestran
ninguna regresión ni en el número ni en la proporción de asalariados. Más bien sería lo contrario: en

6 André Gorz, Miséres du présent, richesse du possible, París, Galilée, 1997 [trad. esp.: Miserias
del presente, riquezas de lo posible, Buenos Aires, Paidós, 1998].
Dominique Méda, Le Tratad, une valeur en voie de disparition, París, Aubier, 1995 [trad. esp.:
El trabajo. Un valor en peligro de extinción, Barcelona, Gedisa, 1998].
1998 hubo en el sector privado 155.000 asalariados más que en 1997, o sea un aumento del 1,2% en un
año. Nunca se contaron en Francia tantos asalariados como hoy: 19,6 millones incluyendo el sector
público.7
Es también aventurado afirmar que el tiempo laboral y la inversión en el trabajo disminuyeron
sustancialmente. Por cierto, los empleos nuevos corres-ponden a menudo a ocupaciones frágiles, a
tiempo parcial, mientras que muchos empleos de tiempo completo están definitivamente destruidos.
Pero las situaciones de sobreempleo también parecen multiplicarse. La desocupa-ción no suprimió las
horas extras, sobre todo, dirán los inspectores de trabajo, si se tiene en cuenta aquellas que ni siquiera
son declaradas. En Estados Uni-dos, donde el proceso de degradación del salariado está más avanzado,
se observa a la vez una proliferación de los trabajos precarios y una tendencia al aumento del tiempo
trabajado para compensar la baja media de los salarios.8 En líneas más generales, hoy en día hay que
hablar de una intensificación del trabajo y de las tareas que le están asociadas. Las nuevas formas de
empleo exigen a menudo una movilización mayor de los trabajadores que la relación salarial clásica.
Ciertamente se ha denunciado, con justa razón, la "alienación" del trabajador en la relación salarial de
tipo tayloriano. Pero en cuanto a lo esen-cial el tiempo de trabajo se limitaba a lugares específicos, y se
autorizaba una distancia respecto del trabajo en la vida social (el proletario evocado por Yves Montand
en su canción, que, una vez terminado el trabajo, "callejea por los grandes bulevares" antes de ir a
juntarse con los amigos y olvidar la fábrica). El discurso empresarial moderno exige otra cosa y más,
una disponibilidad constante y, en última instancia, una conversión total a los valores de la empre-sa.
El miedo al despido acentúa todavía más esa sobredeterminación de la relación con el trabajo que juega
durante el trabajo y a la vez fuera de él. Si el trabajador se encuentra en la actualidad con menos
frecuencia atornillado a la ejecución de tareas mecánicas (lo que puede ser discutido, o en todo caso
relativizado, porque el taylorismo o el neotaylorismo no desaparecieron), también está con menos
frecuencia implicado en formas de empleo que dejan todavía menos disponibilidad para actividades
liberadas del trabajo. La implicación excesiva y el sufrimiento en el trabajo son dos componentes

7 Dirección de la Investigación, los Estudios y la Estadística (DAREs), Premiéres Informations,


premiéres synthéses, enero-febrero de 1998.
8 Existe ciertamente una tendencia secular a la reducción del tiempo de trabajo y se cal-culó, por
ejemplo, que el hombre trabaja dos o tres veces menos de su tiempo de vida en la actualidad que a
mediados del siglo xix. Pero esta reducción aminoró considerablemente desde la conquista de la
semana de 40 horas en 1936. Y, sobre todo, no traduce tanto una disminución de la importancia que
una sociedad concede al trabajo sino más bien una rede-finición de lo que entiende por duración media
normal del trabajo. Es una construcción his-tórica que depende de varios factores, en particular de la
evolución de las tecnologías y de las ganancias de productividad. Pudo corresponder a 70, 50 o 40
horas de trabajo, podría bajar a 35, 30 horas, e incluso mucho menos en el porvenir. Sería tanto mejor,
ya que el traba-jo es un placer con menos frecuencia que el tiempo libre. Pero la cuestión es saber si
una semana de 20 horas en 2030, por ejemplo, garantizaría a la vez la producción de la riqueza social
necesaria y el reconocimiento, en términos de ingresos y de protección, de los trabaja-dores que la
producen. Si fuera así, podría hablarse de retomo al pleno empleo más que de desaparición del trabajo.
actuales importan-tes de la relación con el trabajo. Las publicaciones más recientes de la sociología del
trabajo son unánimes en subrayar la intensidad de esas presiones que se ejercen sobre los trabajadores. 9
Por un lado —más allá de la persistencia de islotes clásicos de "organiza-ción científica del trabajo"—,
se desarrollan formas nuevas de parcelación y de automatización de las tareas que se podrían calificar
de neotaylorianas, inclu-so a través de la aplicación de las nuevas tecnologías. Por otra parte, la adqui-
sición de cierto margen de autonomía en la ejecución de los objetivos no exclu-ye, en otro nivel, el
mantenimiento o el incremento de las presiones ejercidas sobre los operadores. Ellos deben
involucrarse por completo, movilizar el con-junto de sus recursos al servicio de la empresa. Esta
presión —a diferencia de la ejecución de las tareas técnicas antaño limitadas esencialmente al taller—
per-siste incluso en los períodos fuera del trabajo. El asalariado moderno es cada vez más solicitado
globalmente por su trabajo para reciclarse, adaptarse a las transformaciones tecnológicas, seguir siendo
competitivo, anticipar los cam-bios en la política de la empresa, etc. El temor a la desocupación
acentúa toda-vía más esas presiones, ya que el miedo a perder el trabajo difunde también las
preocupaciones con respecto al trabajo en el tiempo llamado "libre", que a menudo se vuelve cada vez
menos libre. Los problemas planteados antiguamente sobre la consideración del des-gaste en el trabajo,
las enfermedades profesionales, la psicopatología laboral, etc., conservan o recuperan así una candente
actualidad. Un libro reciente de Christophe Dejours ilustra con claridad la renovación de esta
problemática, que no obstante prolonga la tradición de la sociología industria1.12 Subraya que, bajo la
presentación ideológica de un trabajo liberado de las antiguas coercio-nes, subsiste un sufrimiento del
trabajo, una condición desdichada de los tra-bajadores que, incluso si se expresa a través de una
sintomatología diferente, se inscribe aún en el marco de lo que en otros tiempos se llamaba la
"alienación del trabajo". En líneas más generales y más allá de las situaciones de tipo psicopatológico,
habría que analizar con más profundidad las experiencias de trabajo, es decir, las experiencias de la
vida de los trabajadores en el trabajo de acuerdo con su diversidad, su profundidad y los tipos de
socialización que promueven. Estos análisis muestran que, ya en ese plano del trabajo tal como es
concretamente realizado y vivido por los trabajadores, las declaraciones generales acerca de la pérdida
de la importancia otorgada por los contemporáneos al trabajo están en los antípodas de la realidad. El
trabajo siempre está presente en la vida cotidiana de la gente, ante todo por el espesor de los
sufrimientos y las preocupaciones cotidianas que puede suscitar. El testimonio de un "ejecutivo medio
pasante" comprometido "en cuerpo y alma" en un gran supermercado y que literalmente se quema la
vida para que la empresa lo reconozca antes de hundirse en la desesperación podría servir de ejemplo
paradigmático para ilustrar las nuevas formas de sobreempleo.10

9 Véanse, por ejemplo, Daniéle Linhart, La Modernisation des entreprises, París, La Décou-
verte, 1994 [trad. esp.: La modernización de las empresas, Buenos Aires, Asociación Trabajo y
Sociedad-prErrE/corecrr, 1997]; Jéróme Gautié, C.oíit du fumad et ernploi, París, La Décou-verte,
1998. 12 Christophe Dejours, Souffrance en France, París, Seuil, 1998.
10 Georges Philonenko y Véronique Guienne, Carrefour de l'exploitation, París, Desclée de
Brouwer, 1997. nazados de desocupación, desestabilizados en su relación con el trabajo. En suma, hay
cada vez más trabajadores que no saben si seguirán siéndolo y si podrán construir a partir de esta
En cuanto a la ausencia de trabajo que se experimenta bajo la forma de la desocupación, es
paradójicamente lo contrario de un distanciamiento del trabajo. No hay más que escuchar a los
desocupados, cuya existencia es desestabilizada por completo debido a la pérdida del empleo. La
mayoría, sobre todo aquellos que ya trabajaron, solicitan desesperadamente un trabajo, un empleo, un
"verdadero empleo". Otros, es cierto, en particular los jóvenes que nunca accedieron al empleo, buscan
"otra cosa". Tantean, chapucean, y a veces innovan. Pero el costo de estas búsquedas impide que se
conviertan en el modelo de un destino que uno desearía que todos compartan y que anticiparía un
porvenir mejor. La existencia, en el mejor de los casos problemática y en el peor desesperada, que lleva
la mayoría de los "solicitantes de empleo" muestra por el contrario que sin duda alguna la importancia
del trabajo nunca es tan sensible como cuando falta.
Hablar de desaparición o incluso de aniquilación del salariado, en consecuencia, representa hoy un
error desde el punto de vista cuantitativo. Desde el punto de vista de la relación que la gente mantiene
con el trabajo, hablar de la pérdida de la centralidad del trabajo descansa en una enorme confusión que
asimila el hecho de que el empleo perdió su consistencia al juicio de valor de que habría perdido su
importancia. La "gran transformación" ocurrida desde hace unos veinte años no es, como vimos, que
haya menos asalariados sino -y esta transformación es decisiva- que haya muchos más asalariados
precarios, amenazados de desocupación, desestabilizados en su relación con el trabajo. En suma, hay
cada vez más trabajadores que no saben si seguirán siéndolo y si podrán construir a partir de esta
posición un porvenir estabilizado. De este modo, la relación con el trabajo ha cambiado
profundamente. Muchos la viven con inquietud y en última instancia como un drama, en vez de
concebirla como un basamento estable a partir del cual se podría dominar el porvenir. Pero es sobre el
trabajo, ya sea que se lo tenga o que falte, que sea precario o seguro, donde sigue jugándose en la
actualidad el destino de la gran mayoría de nuestros con-temporáneos. Hannah Arendt era mucho más
lúcida que los actuales ideólogos del fin del trabajo. Ella hablaba de "trabajadores sin trabajo" para
designar la condición de las personas privadas de trabajo pero también privadas, por eso, de su
principal modo de realización. Y añadía: "No se puede imaginar nada peor".
Precisamente respecto de un diagnóstico de este tipo hay que pronunciarse hoy, más que tratar de
imaginar cómo serían el lugar y la naturaleza del trabajo dentro de diez o veinte años. Porque la
situación dentro de diez o veinte años, por lo menos en parte, dependerá de lo que hagamos o dejemos
de hacer hoy. Y sólo así podremos influir sobre los acontecimientos. ¿Hay que renunciar o no a
convertir hoy el trabajo en el frente principal de las luchas para promover mañana un porvenir mejor?

posición un porvenir estabilizado. De este modo, la relación con el trabajo ha cambiado


profundamente. Muchos la viven con inquietud y en última instancia como un drama, en vez de
concebirla como un basamento estable a partir del cual se podría dominar el porvenir. Pero es sobre el
trabajo, ya sea que se lo tenga o que falte, que sea precario o seguro, donde sigue jugándose en la
actualidad el destino de la gran mayoría de nuestros contemporáneos. Hannah Arendt era mucho más
lúcida que los actuales ideólogos del fin del trabajo. Ella hablaba de "trabajadores sin trabajo" para
designar la condición de las personas privadas de trabajo pero también privadas, por eso, de su
principal modo de realización. Y añadía: "No se puede imaginar nada peor".
La respuesta es que renunciar a hacer del trabajo un desafío estratégico sería un error político en virtud
de un argumento decisivo: la presencia, hoy y mañana, del mercado, y el problema fundamental que
plantea su hegemonía desde el punto de vista de la cohesión social.
Acaso se pueda relativizar la importancia del trabajo, pero lo que no se puede relativizar es la
importancia del mercado. Por el contrario, su hegemonía se impone a la medida del debilitamiento de
las regulaciones del trabajo. Esto es lo que se observa todos los días: las instituciones del capitalismo
financiero internacional, como el FMI y el Banco mundial, adoptan cada vez más el lugar de las
instituciones jurídico-políticas de los Estados nación. El mercado "autorregulado", como decía Karl
Polanyi -vale decir, que no obedece más que a sus propias reglas-, no sólo destruye empleos, sino
también las políticas sociales y el tipo de lazos sociales que ellas mantienen. Pero al mismo tiempo no
se puede pensar un porvenir de la civilización sin la presencia del mercado. En efecto, la promoción del
mercado es contemporánea de la promoción de la modernidad a partir del siglo xvru, en el momento de
la salida de una sociedad "holística" dominada por las relaciones de dependencia entre los hombres." 11
Ella es inseparable del advenimiento dé una sociedad de individuos, y hay que atreverse a decir que
tuvo una función progresista. Pero el mercado no crea un lazo social. Funciona en la rivalidad y la
competencia y, abandonado a sí mismo, divide al mundo social en ganadores y perdedores, integrados
y desafilados. Por eso la posibilidad para los hombres de vivir positivamente la modernidad mientras se
sigue "haciendo sociedad" se jugó y todavía se juega en el desafío de domesticar el mercado
aceptándolo, vale decir, rechazando la anarquía del liberalismo y a la vez la regresión a las formas
premodernas de Gemeinschaft [comunidad]. La historia social muestra a las claras que las regulaciones
sociales construidas a partir del trabajo son las que promovieron esta domesticación relativa del
mercado cuyo desenlace fue el compromiso inestable de la sociedad salarial.
De este modo, abandonar el frente del trabajo es correr el riesgo de renunciar a la posibilidad de regular
el mercado y encontrarse no en una sociedad de mercado (estamos en ella desde hace largo tiempo),
sino en una sociedad que se volvió mercado de punta a punta, totalmente atravesada por las exigencias
asociales del mercado. Frente a este escenario de lo peor, ¿cuáles son los soportes posibles para
domesticar el mercado?

REORGANIZAR LA DUPLA TRABAJO-PROTECCIONES


No se trata de mantener tal y como estaba el compromiso social de los años setenta. Aunque se
quisiera, sería imposible porque se produjeron irreversibles transformaciones en la condición salarial
desde hace un cuarto de siglo. Por eso sería en vano pretender derogar la desocupación por decreto,
exigir que no haya más que Contratos de Duración Indeterminada (cm) o querer desandar las
transformaciones tecnológicas en curso. Más bien hay que preguntarse si es posible reorganizar la
dupla trabajo-protecciones construida por la sociedad salarial (un salario decente, las garantías del

11 Véase Louis Dumont, Essais sur l'individualisme, París, Seuil, 1983 [trad. esp.: Ensayos sobre
el individualismo, Madrid, Alianza, 1987].
derecho del trabajo y de la protección social) teniendo en cuenta exigencias de competitividad,
adaptabilidad y movilidad que no siempre son coartadas inventadas por patrones cínicos, si es que en
ocasiones lo son, sino los signos de una transformación profunda de la modernidad.
Esta necesaria reorganización implica que no hay que sacralizar la relación salarial clásica, aunque sin
duda sea más conveniente defendérla cuando todavía existe que dejar que se pierda. Pero la articulación
trabajo-protecciones puede concebirse bajo otras modalidades de la relación salarial, o a través de las
formas de trabajo "independiente". En consecuencia, el camino está abierto para el reconocimiento de
actividades diferentes del empleo asalariado, tales como ' las innovaciones que se buscan por el lado de
nuevos "yacimientos de empleo", del tercer o cuarto sector, de la economía social o solidaria, etc., pero
a condición de que esas aperturas necesarias se impongan por sí mismas y hagan reconocer en el plano
societal un mínimo de garantías colectivas y jurídicas. De no ser así, so capa de inventar el porvenir, se
redescubren con demasiada frecuencia las viejas recetas del capitalismo salvaje o muy antiguos modos
de servidumbre precapitalista que André Gorz califica justamente de 'neodomésticas".
La extrema dificultad de la coyuntura actual radica en que, si bien se ve con claridad que la relación
salarial clásica está profundamente socavada, no se ve (o en todo caso se ve mal) lo que globalmente
podría reemplazarla como alternativa creíble para soportar sistemas de regulaciones colectivas capaces
de enfrentar las desregulaciones impuestas por el mercado. Más bien vemos multiplicarse formas
degradadas de empleo y también emerger iniciativas muy interesantes (por ejemplo, la economía
solidaria), que crean a la vez actividades sensatas y lazos sociales, pero circunscriptos a esas nuevas
esferas de actividades. El riesgo es entonces construir grupos aislados al margen del mercado,
protegidos del mercado pero sin influencia sobre él. Pero la hegemonía del mercado lleva su amenaza
sobre el lazo social en general, destruye las relaciones colectivas de solidaridad que soportan a la
sociedad. ¿Es posible construir, o reconstruir, regulaciones colectivas que no estén basadas en una
organización colectiva del trabajo, que no se inscriban en un régimen general del empleo? No faltan
discursos sobre la ciudadanía social, pero sí faltan enormemente las prácticas que le darían un
contenido real, si se mantiene en todo caso una definición, un poco exigente de la ciudadanía. Por eso,
renunciar a tratar de unir esa ciudadanía con el trabajo es correr el riesgo de ilusionarse con quimeras.
La pretensión de que las regulaciones del trabajo representan todavía el principal garante de la cohesión
social y que sus desregulaciones son el principal desafío que hoy tenemos que afrontar se expone a la
crítica de permanecer ciega a las virtualidades portadoras de un porvenir diferente y más libre que 1
aquel que dominó la "civilización del trabajo". No obstante, hay que impugnar esa oposición del
porvenir y el pasado, de la utopía liberadora y de la fijación sobre coerciones perimidas. Asumir la
cuestión del trabajo para tratar de restituirle su categoría de gran regulador del lazo social también
implica una dimensión utópica, si se entiende con esto la exigencia de no someterse a la imposición de
los hechos. Pero tal vez podrían distinguirse dos tipos de utopía: aquellas que se esfuerzan por dejar su
huella en el presente y aquellas que se construyen cuando se da prioridad al porvenir, porque ya no se
espera nada del presente.

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