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Juan Gabriel Arrieta Zambrano, O. Carm.

Informe de lectura tomado de Borobio, D., Penitencia. En Floristán, C., Tamayo, J. J., (ed.)
Conceptos fundamentales del cristianismo. (pp. 1001-1019). Trotta.

La penitencia implica el esfuerzo permanente del bautizado por mantenerse en santidad, y


por superar las fragilidades de la vida, afirmando y aspirando hacia el ideal divino que es
imposible de alcanzar aquí en la tierra. La virtud de la penitencia se convierte necesariamente
en sacramento cuando la fragilidad del pecado es tan seria que supone no solo una ruptura
con el ideal, sino también una significación eclesialmente reconocida de conversión,
reconciliación y perdón.
Actualmente nos enfrentamos ante una crisis del sacramento. Por un lado, una razón
psicológica que no descubre nuevas formas de perdón y, por otro, una razón teológica por no
armonizar debidamente el perdón y la reconciliación con Dios y la necesaria mediación de la
Iglesia. Otros factores dependen de la concepción de que no es necesario un rito debido a que
muchos fieles no entienden bien el sentido de la penitencia, se olvida que la reconciliación
debe manifestarse en la vida y, finalmente, no se reconoce la importancia de cada uno de los
actores durante el sacramento.
A pesar de lo anterior, el sacramento de la penitencia se encuentra entre la donación
identificante que la Iglesia nos ofrece a través de sus diversos documentos desde el Vaticano
II, y la recepción divergente que los diversos miembros y comunidades hacen a su propia
vida cristiana. No obstante, la identidad propia del sacramento se enmarca dentro de un
proceso de conversión. Que implica la reconciliación y culmina en el perdón. Estas tres
características propias señalan respectivamente la transformación por la gracia y la voluntad
de cambio, la apertura al otro del que se ha separado, y la recepción de la gracia
misericordiosa de Dios.
Así pues, la penitencia se fundamenta en la comprensión que la Sagrada Escritura hace al
respecto. En el Nuevo Testamento se reconoce la praxis preventiva del pecado y permanecer
luchando contra el mal, al igual como que se expone una praxis correctiva que implica la
amonestación fraterna, corrección y reconocimiento del pecado. Lo anterior desemboca en
la reconciliación fraterna que supone el perdón mutuo, y la praxis curativa por la que la
comunidad a través de sus dirigentes interviene al pecador para reinsertarlo. Aunque ningún
texto expone de manera sistemática el sacramento, es claro que se da excomunión ante los
pecados graves, existe continuidad entre la comunidad de la ley judía y el la del Evangelio y
el eje de la praxis se mueve entre a separación y la reconciliación. Así lo entendieron las
comunidades cristianas de la antigüedad que empezó a sistematizar la práctica en los
concilios guardando rigurosidad, procesualidad, comunitariedad y publicidad, a esta práctica
se le llamó canónica, diferente de la tarifada que ponía una pena particular por cada pecado
confesado.
Por su parte, el magisterio resalta especialmente el concilio Lateranense IV (1215) por
prescribir la confesión anual, y el concilio de Trento por explicar la doctrina penitencial. Se
distinguen los pasos constitutivos de la penitencia. Inicia con la contrición como un dolor de
alma y detestación del pecado cometido con el propósito de no pecar en adelante. En segundo
lugar está la confesión necesaria para los pecados mortales, íntegra porque sólo hay sanación
si se conoce la causa del pecado. Posteriormente, la satisfacción porque está atestiguada en
la Sagrada Escritura y en la Tradición y porque hace luchar contra las consecuencias y hábitos
producto del pecado.
Algunas líneas finales impulsan a una visión renovada da la penitencia, en primer lugar, si es
entendida como sacramento de esperanza reconciliadora del hombre actual, pero también
haciendo énfasis de su lugar en la historia de la salvación y la insistencia del carácter litúrgico
celebrativo del sacramento. No se debe perder de vista que la Iglesia es sujeto de la
reconciliación, en cuanto que necesita ser reconciliada con sus miembros; objeto de
reconciliación, en cuanto que sus miembros necesitan reconciliarse con la misma Iglesia a la
que ofendieron con su pecado; y mediadora de la reconciliación, en cuanto que ella es
sacramento visible e instrumento necesario para la reconciliación del pecador con Dios.
Finalmente, Dios otorga su perdón solo con la colaboración y respuesta del mismo pecador,
que significa que en los pasos de la confesión se concentra la conversión sincera y expresa
por palabras y obras.

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