Anda di halaman 1dari 248

Karen Harper

En lo más profundo
Prólogo
Clearview, Ohio
18 de septiembre de 1997
El viento gemía por las esquinas de la granja, y la paja formaba remolinos
en el patio. Rachel Mast se secó las manos en el delantal y miró por la
ventana de la cocina. Al observar las nubes grises que cubrían el cielo,
frunció el ceño. Tendría que encender pronto los faroles de queroseno. En
cuanto Sam volviera de desenganchar y dar de comer a los caballos, ella
serviría la cena caliente que estaba reservando. Mal tiempo, pensó, para su
vigésimo quinto cumpleaños. Aunque ellos estarían calientes y cómodos
aquella noche. Rachel había oído a Sam enseñarles la canción de felicitación
de cumpleaños a los niños, pero de todas formas, ella fingiría que estaba muy
sorprendida al oírla.
Tras ella, arrodillado sobre una silla, poniendo la mesa tal y como le
habían pedido, su hijo Aaron olisqueaba el pan recién cortado. Rachel lo
habría regañado si no hubiera estado preocupada por la tardanza de Sam.
Entonces vio a Andy, su otro niño de tres años y medio, por la ventana. No
estaba en el establo con su Daadi como se suponía que debía estar, sino
agachado, mirando alguna cosa del suelo junto a la puerta. ¿Por qué no lo
estaba vigilando Sam? Si el viento continuaba soplando de aquella forma, la
vieja puerta del establo podría romperse y caer sobre su hijo.
—Mamm, se me ha caído una cuchara —dijo Aaron, mientras el cubierto
chocaba contra el suelo de linóleo.
—Quédate ahí mismo y no te acerques a la cocina —le dijo Rachel,
mientras lo bajaba de la silla—. Voy a avisar a Andy y a Daadi.
El viento sacudió la puerta trasera cuando salió.
—¡Andy, ven aquí! —le dijo desde el porche. El miró hacia arriba, pero
no se movió. Una ráfaga de viento le quitó el sombrero de la cabeza y se lo
llevó, pero el niño no le prestó atención. La semana anterior hacía tanto calor
para estar a mediados de septiembre que Rachel todavía no les había hecho
cambiar sus sombreros de paja por los de fieltro negro de ala ancha de
invierno.
—¡Mira, Mamm! —le dijo Andy en el dialecto alemán que hablaban los
amish—. El búho del establo se ha comido la cabeza de un topo otra vez.
Para consternación de Rachel, el niño tomó el trocito peludo de muerte,
extendió el brazo y echó a andar hacia ella.
—¡Tira eso! Entra en casa y espera a que te lave. ¿Dónde está tu Daadi?
Él miró hacia la puerta del establo, y Rachel comenzó a andar hacia allí,
al mismo tiempo que señalaba hacia la casa.
—Me dijo que fuera a decirte que casi está listo —le dijo el niño.
De los dos gemelos, Andy había comenzado a hablar el primero, y mejor
que Aaron. Algunas veces parecía que traducía a su hermano. Era el mayor
de los dos, y el dirigente del par. Nadie, salvo Sam y ella, era capaz de
distinguir a los dos pelirrojos pecosos entre sí. Incluso Sam tenía que mirarlos
de cerca, a menos que Andy estuviera mandando y arrastrando a Aaron de un
sitio a otro. Pero, además de ser el jefe, Andy tenía la cara ligeramente más
redondeada.
—Si Daadi ya está listo, ¿por qué no viene? —le preguntó a su hijo en un
tono de voz seco.
Evidentemente, Andy debió de pensar que quizá se llevara un azote si su
madre se acercaba a él de nuevo, así que soltó el cuerpo del topo y se fue
corriendo hacia la casa.
Rachel se apresuró a abrir las puertas del establo. No sólo se le estaba
enfriando el pollo asado y el puré de patatas en la cocina, sino que además no
quería dejar a los niños solos. ¿Qué le ocurría a Sam?
Al entrar, le pareció oír unos pasos arrastrados, un profundo resoplido y
un ruido sordo. Chester, el enorme percherón canela que dirigía el tiro de
trabajo, salió del establo por delante de ella. Asombrada, Rachel dio un salto
hacia atrás. Después, se acercó al animal y lo agarró por la brida. ¿Sam ni
siquiera había tenido tiempo de quitarle el arnés?
Chasqueando la lengua para que el caballo la siguiera, Rachel volvió a
meterlo en el establo. Era obvio que Sam no había encendido el farol. Ella
esperó un momento para que se le ajustaran los ojos a la penumbra, pero
estaba más oscuro que la boca del lobo, pensó Rachel con un escalofrío.
El establo de los Mast, en Ravine Road, justo a la salida de Clearview,
Ohio, era una antigua construcción del tiempo de los peregrinos, pero ellos se
habían sentido entusiasmados al encontrar uno tan grande y tan bonito.
Algunas otras familias amish habían comprado granjas con casas mucho
peores que aquélla sólo por conseguir un establo sólido y resistente.
—Sam, ¿estás ahí? Chester se ha salido.
Mientras hablaba, metió al caballo en el compartimiento, junto a los otros
dos. Después, le quitó los arneses. Más allá de la zona de trillado, los dos
caballos de la calesa se movieron y piafaron de inquietud. Rachel intentó
calmarlos.
—Sehr gut, Bett. Sehr gut, Nann.
Parecía que los animales sentían que se aproximaba una tormenta. Incluso
los enormes percherones relincharon y se pegaron contra la pared, con los
ojos muy abiertos de miedo. Rachel le dio una palmadita a Chester en las
ancas antes de salir de su compartimiento y cerrar la puerta.
—¿Sam?
Rachel se sobresaltó al oír que la puerta trasera se cerraba de un portazo.
Probablemente, Sam había salido del establo justo después de enviar a Andy
a la casa, y por eso no la había oído. En aquel momento, acababa de entrar.
Sin embargo, no fue así. A ella se le encogió el estómago.
Mientras pasaba por la amplia zona de trillado hacia el granero,
observando las siluetas de los montones de heno, tuvo la sensación de que el
establo entero dejaba escapar un enorme suspiro debido a los embates del
viento. Rachel oyó el crujido de la veleta al girar sobre la cúpula y las
vibraciones del riel metálico de la polea del gancho con el que se elevaba el
heno por las alturas del establo hasta el pajar. Aunque los olores familiares
del grano, el heno, el polvo e incluso, el olor acre de los animales, la
reconfortaban, también percibía el olor del miedo de los caballos, y se
preguntaba si no sería el de ella misma.
Rachel se agachó cuando notó que algo le rozaba la cara y la cofia. Uno
de los búhos de la pareja que residía en el establo debía de haber entrado por
la puerta en vez de hacerlo por la ventana del pajar. El borde de sierra de sus
alas le permitía volar silenciosamente cuando se disponían a matar a su presa,
pero aun así, ella había sentido su presencia sigilosa. Se le erizó el pelo de la
nuca.
—¡Samuel Mast! ¿Dónde estás?
Entonces lo vio. El grito de Rachel se elevó por encima del gemido del
viento. Los caballos golpearon las paredes de sus compartimientos mientras
la lluvia comenzaba a repiquetear contra el altísimo tejado.
Capítulo 1
Clearview, Ohio
18 de septiembre de 1998
—Un año entero, un año entero —susurró Rachel mientras entrecerraba
los ojos para mirar al sol brillante desde el establo—. Te echo de menos,
Sam, pero tenía que seguir trabajando en este lugar por nuestros hijos.
Al principio, después del extraño accidente de Sam, ella tenía pánico de
entrar en el establo, pero con la ayuda de los hermanos amish, había
conseguido que la granja marchara. Poco a poco, había conseguido
reconciliarse con el lugar en el que él había muerto, aunque le había costado
todo un año.
El día de su vigésimo sexto cumpleaños, Rachel Mast intentó no pensar
en que en el cumpleaños anterior había encontrado el cuerpo ensangrentado y
sin vida de Sam. Aunque los regalos de cumpleaños eran mundanos, aquel
día se iba a conceder uno para sí misma: una hora de silencio antes de cruzar
el campo de calabazas para recoger a los niños de casa de su amiga. Tal y
como había hecho muchas veces en casa de su familia, iba a subir al pajar e
iba a tenderse sobre la paja fresca. Iba a leer de nuevo la carta de su hermana
Susan, que había recibido el día anterior. Su hermana continuaba viviendo en
la gran comunidad amish de Maplecreek, al otro lado del estado, de la cual
habían salido tres años antes los cuarenta y un miembros de la comunidad de
Clearview, en busca de tierras y granjas de precio asequible, para ellos
mismos y para sus hijos.
Rachel iba a descansar y a soñar.
Se quitó la capota negra y recorrió el establo descalza, de puntillas, como
si fuera un lugar sagrado. Se había quitado la capota y los zapatos sólo
porque quería aferrarse al verano. Aquel día parecía que el establo estaba
vacío, y no sólo porque Sam hubiera muerto allí, sino por que los percherones
estaban ayudando a otras familias, por turnos, en sus tierras. Al menos los
caballos de la calesa, los gatos y las palomas sí estaban allí para hacerle
compañía. Las palomas y las golondrinas habían muerto después de que los
búhos se hubieran marchado, la noche en que había muerto Sam.
Rachel colgó la capota en una de las perchas que había junto a la puerta
mientras les hablaba a los caballos, Bett y Nann, y después acarició a los
gatitos que estaban bebiendo leche en los cuencos que ella les había sacado.
Los gatos estaban a salvo, también, desde que los búhos se habían marchado.
Aunque Sam siempre había dicho que los gatos del establo no eran
mascotas, Rachel tenía debilidad por la madre de los gatitos, una gata
atigrada de color caramelo que tenía los bigotes hundidos en la leche. La gata
cojeaba a resultas de la lesión que había sufrido cuando Sam había caído
sobre ella. Rachel la había bautizado como Mila, por milagro, porque la gata
había sobrevivido a la horrible muerte de Sam. Mila había estado con Sam al
final, cuando ella no había podido acompañarlo.
Rachel se apoyó durante un instante contra la escalera del pajar, que
estaba sobre los compartimientos de los percherones. Con la frente posada
sobre uno de los escalones, se colgó de la escalera. Tenía que admitir que,
pese a lo ocupada que estaba, echaba de menos a Sam no sólo en los campos,
en el establo y en la casa, sino también en la cama. Sin embargo, sus
recuerdos eran cada vez más vagos, incluso aquellos de sus manos rápidas,
encallecidas, acariciándola por debajo del camisón, y la sensación de tenerlo
contra la piel, dentro del cuerpo.
Rachel sabía que Sam no había sido el amor de su vida, en parte porque
lo había perdido prematura y trágicamente. Pero lo conocía de toda la vida,
porque él se había criado en la granja de al lado. Era un hombre sólido,
completamente seguro de que la quería, así que acceder a casarse con él le
había parecido lo mejor que podía hacer. Además, la mayoría de sus amigas
ya estaban casadas, y ella se estaba acercando a los veinte años después de
haber estado enseñando en la escuela amish durante más de dos años. Aunque
ella adoraba a aquellos niños, sabía que había llegado el momento de tener
los suyos. Y el hecho de que los gemelos fueran niños y de que fueran a
necesitar su propia tierra para cultivar algún día era la razón por la que Sam y
ella habían dejado su hogar. Por esa razón y por algunas otras, Rachel no
podía volver a casa. Aquella granja de Clearview se había convertido en su
hogar.
Suspiró, subió por la escalera y se dejó caer entre el heno. Se estiró y
movió los dedos de los pies, pero volvió a sentirse tensa al oír el ruido de
unos cascos de caballos. Con cierta culpabilidad, Rachel rogó al cielo para
que la calesa pasara de largo. Sin embargo, aunque ella no estaba esperando a
nadie, sabía que no había ninguna granja amish más allá de la suya. Trepó
por entre las balas de heno hasta que llegó a la ventana del pajar y miró aquel
enorme cuadrado de cielo.
A través de aquella ventana, que permanecía cerrada durante el invierno,
se había subido al pajar la cosecha de heno desde las carretas. El pesado
gancho de metal con el que se elevaba la carga todavía estaba colgado de la
polea, y ésta del riel por el que discurría, en lo más alto del tejado. Rachel se
estremeció, sin saber con seguridad si el motivo era aquel gancho o los
cascos de los caballos.
No llevaba puestas las gafas, así que tuvo que entrecerrar los ojos para
ver.
—Oh, no —musitó al darse cuenta de quién, con casi toda seguridad,
estaría en aquella calesa.
Como la mayoría de los amish, Rachel sabía a qué familia pertenecía cada
calesa, pese a que todas tenían idénticas capotas negras, por el tamaño y el
trote del caballo. Sin poder evitarlo, deseó con todas sus fuerzas que fuera su
amiga Sarah Yoder quien hubiera ido a visitarla, y no el padre de Sarah,
Eben, el obispo de su pequeña comunidad de almas. No aquel día, no a solas,
y no en una calesa de las que los hombres jóvenes usaban para el cortejo.
Su primer instinto fue esconderse allí hasta que Eben se hubiera
marchado, pero la puerta trasera de la casa estaba abierta, y probablemente él
se preocuparía de que le hubiera ocurrido algo. Además, no servía de nada
esconderse de las cosas. Finalmente, siempre había que enfrentarse a ellas.
Todo el mundo de la comunidad amish de Clearview, y bastantes más en
Maplecreek, esperaba que Rachel Mast se casara con Eben Yoder.
Exactamente igual que cuando se había casado con Sam, era, evidentemente,
lo correcto. La gente decía que así se resolvían muchos problemas, y aquello
era cierto. Los amish tenían que casarse entre sí. Y casarse con Eben
solventaría sus dificultades financieras. Ya no necesitaría que los demás la
ayudaran, cuando ya estaban lo suficientemente ocupados con sus propias
casas y sus propios hijos. Eben estaba solo con seis niños, y los dos que tenía
Rachel daban mucho trabajo. Los niños y ella podrían mudarse a la granja
lechera de los Yoder, y alguna otra familia de casa, una que tuviera a un
hombre como cabeza de familia, podría comprar la granja de Rachel y unirse
a su pequeña comunidad.
Sin embargo, Rachel no quería casarse con Eben Yoder ni con ningún
otro en aquel momento, aunque fuera lo correcto.
Entrecerró los ojos de nuevo para ver con más claridad. Al cerciorarse de
que era Eben, a solas, el que se acercaba, se le cayó el alma a los pies.
Lentamente, bajó del pajar para saludarlo.

Eben Yoder tenía cuarenta y dos años, pero parecía que tenía diez menos.
El pelo rubio y abundante no había empezado a caérsele, aunque tenía
algunas canas en la barba. A pesar de que no era bueno enorgullecerse de las
cosas, él sabía que era un hombre guapo, musculoso de trabajar en la granja y
disciplinado de ordeñar las vacas a la misma hora todos los días. Y, como
Eben Mary se había marchado hacía ya tres años, la misma semana en la que
habían llegado a Clearview, él pensaba que había llegado la hora de casarse
de nuevo. Lo había dejado bien claro ante su comunidad, y además, ya no
tendría que volver a casa, a Maplecreek, para un cortejo rápido, aunque sus
hijos y los vecinos pudieran llevar a cabo el ordeño.
Deseaba con todas sus fuerzas que Rachel se convirtiera en su esposa y en
la madre de los cinco hijos que permanecerían en su casa después de que la
mayor de los seis, Sarah, se casara. Sam Rachel y él podrían tener más hijos
juntos. Él metería en cintura a sus dos gemelos, y la metería también en
cintura a ella, cuando se hubiera cambiado el nombre por el Eben Rachel
Yoder, porque era costumbre llamar a las mujeres amish por el nombre de sus
rnaridos.
Con su experta visión, Eben observó la propiedad de los Mast: tenía un
campo de cultivo a cada lado de la casa, y otro en la parte trasera.
Aproximadamente, cuarenta y cinco hectáreas. El establo era viejo, pero era
robusto. Tenía algunos parches de tejas marrones en el tejado, aunque las
paredes todavía conservaban el color rojo del que las pintaron los peregrinos
que lo construyeron. Al menos, tres de las paredes.
Desafortunadamente, la pared que daba a la carretera del pueblo estaba
cubierta con anuncios pintados que lo tentaban a uno para que probara los
pecados del mundo. Sobre un fondo amarillo había pintadas unas letras
blancas, con sombras negras, que formaban el nombre de una marca de
tabaco para mascar, y debajo en letras más pequeñas, decía que mascar servía
para calmar los nervios.
Eben Yoder soltó un resoplido y agitó las riendas. Desde luego, Sam
Rachel nunca le había calmado los nervios a él durante aquel último año,
mientras esperaba para cortejarla y casarse con ella. Incluso cuando Sam
Master y él habían dirigido el grupo que había emigrado a Clearview para
comprar granjas baratas y para librarse de las masas de turistas de
Maplecreek, le tenía echado el ojo a Sam Rachel.
Eben notó que la casa blanca no estaba repintada, pero los huertos y el
jardín estaban muy bien atendidos, sobre todo para ser otoño, cuando la
maleza se descontrolaba. Sam Rachel había trabajado mucho para mantener
aquel lugar en forma. Había plantado también un huerto de calabazas para
tener ganancias extras, aunque él no aprobara que lo hubiera hecho con ayuda
de su vecina gentil, que tampoco tenía marido. El hecho de que Rachel se
hubiera sobrepasado más de una vez haciendo trabajo propio de hombres y
mezclándose con los ingleses era una mala señal, pero él se encargaría de que
aquello terminara rápidamente. Bajo ningún motivo iba a permitir que su
segunda esposa fuera una rebelde como la primera.
Rachel salió del establo a saludarlo, sacudiéndose paja de la falda negra y
el delantal blanco. Estaba descalza y no llevaba capota, sólo la pequeña cofia
blanca. Las mujeres no llevaban capota dentro de las casas, entre la gente,
pero fuera, no llevarla era casi como estar desnuda. A Eben se le aceleró el
pulso. Apretó con fuerza los pies contra el suelo de la calesa, como si tuviera
frenos.
Entró en el camino de gravilla de la granja y tiró de las riendas. Aunque
era el interior de las personas lo que importaba, el exterior de Sam Rachel
Mast también era muy bueno. Tenía un rostro ovalado y precioso, aunque
últimamente se había quedado muy delgada. Rápidamente, Eben se sacó el
reloj del bolsillo y lo abrió. Buena hora. Había llegado hasta allí en veintiséis
minutos. Los chicos empezarían a ordeñar en media hora. Pensó en recordarle
a Rachel que no iba a poder supervisar el ordeño aquella tarde, para que ella
se diera cuenta de lo importante que era aquella visita para él.
—Un bonito día de final de verano —dijo ella, a modo de saludo.
—Sí, verdaderamente.
Rachel tenía el pelo del color de la miel oscura, y el sol le arrancaba
brillantes reflejos rojizos. Tenía los ojos verdes como la hierba. Cuando
llevaba los anteojos para leer la Biblia o el libro de los himnos, su mirada le
recordaba a Eben a la laguna que había en su propiedad. Eben no había vuelto
a nadar desde que era un niño, pero le gustaría nadar en aquellos ojos.
—Sam Rachel —le dijo él, mientras bajaba del coche de un salto—.
Tengo buenas noticias.
—Eso siempre viene bien.
—Le he dado a Jacob Esh permiso para casarse con Sarah —le dijo él,
asintiendo—. La primera boda que se celebrará en nuestra iglesia de
Clearview.
—Eso es maravilloso. Han esperado mucho tiempo. Pero si se casan antes
del verano que viene, tendrás que comprar el apio.
—Bueno —respondió él, aliviado porque Rachel parecía más feliz en
aquel momento que hacía un minuto—, se casarán en enero, así que tendré
que comprar unos doscientos manojos en el SuperMart.
Los dos se rieron durante un instante. La crema de apio era uno de los
platos tradicionales de las bodas, y los manojos se usaban también como
centros en la mesa nupcial.
—Jacob ha esperado pacientemente a Sarah durante todos estos años,
mientras ella ayudaba a organizar el caos que su madre dejó atrás —dijo
Eben, carraspeando—. Así que yo apruebo que se casen pronto. Eso ayuda a
crear una unión sólida, creo. No tiene sentido que una pareja espere si los
miembros son maduros y se sienten seguros.
Rachel movió los dedos nerviosamente y asintió, y en aquel momento, él
recordó que le había llevado un regalo y se volvió hacia la calesa para
sacarlo.
—Te he traído algunos de los bulbos que Sarah comienza a plantar en
otoño para disfrutar de ellos en primavera —dijo él, tendiéndole una bolsa.
Sus dedos se rozaron ligeramente—. Azafrán de primavera, y esas otras
flores que huelen tan bien…
—Jacintos —dijo Rachel mientras tomaba la bolsa y los dos caminaban
hacia el porche. No había necesidad de decir gracias o por favor entre los
amish, porque el significado de aquellas palabras se sobreentendía. Era lo
mismo que desearle a alguien felicidad por un compromiso o una boda.
Rachel le señaló la mecedora más grande para que se sentara. Eben se dio
cuenta de que tenía polvo, pero de todas formas se sentó, sin hacer ningún
comentario ni quitárselo con el pañuelo. Ella le preguntó si quería tomar
algún refresco, pero él quería pasar rápidamente aquella parte y respondió
que no.
—¿No están aquí los niños? —preguntó él, moviéndose en la mecedora y
haciendo que crujiera.
—Están en la casa de al lado. Tengo que ir a buscarlos para la cena.
—Vaya, no ves los peligros, ¿verdad?
Ella frunció el ceño, probablemente sin darse cuenta.
—Jennie está cuidando a sus dos nietos, y ellos juegan muy a gusto con
los gemelos —dijo Rachel—. No pago a Jennie Morgan por cuidarlos, sino
que le hago pasteles y le doy verduras y frutas en conserva.
—Antes, Sarah cuidaba de los gemelos —dijo él, muy seriamente.
—Pero tiene media hora de camino para llegar hasta aquí, y media hora
más para volver a casa. Y es obvio —protestó ella— que va a estar mucho
más ocupada de lo que ha estado hasta ahora.
—Los Troyers o los Lapps podrían ayudarte.
—También tienen un camino largo hasta aquí. Esto funciona bien por el
momento, Eben.
Él se ajustó el sombrero a la cabeza y plantó los pies con firmeza en el
suelo.
—Por el momento, Rachel. Creo que debería haber algunos cambios.
Ella también se sentó más erguida. Se le movieron las aletas de la nariz
como si estuviera olisqueando el viento. Eben había cazado lo suficiente
como para conocer aquella mirada, aquella alarma, aquella cautela y aquella
rigidez del que esperaba y escuchaba. Estaba lista para saltar. Pero, pese a
todo, él iba a disparar a matar muy pronto.

Rachel sintió pánico. No había forma de malinterpretar lo que se


avecinaba. Eben había llegado solo durante el tiempo de ordeño, en una
calesa de cortejo que probablemente le había pedido prestada a su hijo mayor,
Dan. Le había llevado un regalo. Llevaba su mejor sombrero, y se había
puesto el abrigo wamus sobre los pantalones de fiesta, con una camisa blanca
y los inconfundibles tirantes que distinguían a todos los hombres amish de
Clearview. Peor aún, la había llamado Rachel, cuando a las mujeres, incluso a
las viudas, siempre se las llamaba por el nombre de sus maridos antepuesto al
suyo propio.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó él—. Parece que estás inquieta.
—Estaba pensando de nuevo en Sarah otra vez —respondió Rachel,
aunque aquello era una pequeña mentira—. Me siento muy feliz por ella.
Quiere a Jacob y está lista para casarse. Eso hace que todo sea distinto en el
mundo.
—En el mundo, ¡ja! —dijo él, mientras sacudía la cabeza—. Nosotros no
hacemos las cosas como en el mundo, no estamos en el mundo. Y el
matrimonio es el estado legítimo de la mujer.
—Cuando es el estado legítimo.
Él frunció el ceño, y se agarró las manos con tanta fuerza que los nudillos
se le pusieron blancos como salchichas.
—Me gustaría pedirte permiso para cortejarte, Rachel, con miras a
casarnos pronto, quizá justo después que Sarah y Jacob. Mis intenciones no
pueden sorprenderte mucho. Hace un tiempo que murió Sam…
—Hoy hace un año —interrumpió ella—. Exactamente.
—No lo sabía. ¿Hoy? Entonces es tu cumpleaños.
—Creía que en parte me habías traído el regalo por eso…
—Entonces, tienes veintiséis años, Rachel, más de un cuarto de siglo.
Eres lo suficientemente mayor como para saber qué es lo mejor y lo más
justo. Para ti y para tus buenos chicos.
—¿Y para ti, Eben?
—Sí —respondió él, asintiendo vigorosamente—. Para mí, seguro. Lo
mejor para todos.
Rachel sabía que Eben era un hombre de pocas palabras, y hasta el
momento, había hablado mucho. Ciertamente, era el obispo de su comunidad,
pero le había tocado serlo por suerte, no porque fuera un buen orador, aunque
hubiera mejorado con la práctica. Él era un hombre de deber, de disciplina y
de dedicación.
Todas aquellas cosas estaban bien, pero no eran lo que ella quería cuando
accediera a que la cortejaran para casarse. Tenía que haber algo más que la
economía, la necesidad de la familia o la aprobación de la comunidad. Rachel
había sido una buena esposa para Sam, y habían sido muy amigos cuando no
estaban discutiendo sobre cómo manejar las extrañas rebeliones de sus
pequeños. Rachel sabía que nunca había amado a Sam con todo su corazón,
pero habían formado un buen equipo, habían tirado juntos y cómodamente,
como si fueran un tiro de caballos. Pero incluso entonces, ella había sabido
que tenía que haber algunas profundidades o alturas nuevas en una relación,
algo más que respeto mutuo y cuerpos compartidos.
Rachel se puso de pie. Eben también se puso en pie, mirándola como si se
le hubieran terminado las palabras. Las mecedoras se balancearon como si
hubiera un par de fantasmas sentados en ellas.
—Eben, me siento honrada, pero no puedo acceder. Tengo demasiadas
cosas entre manos y en la cabeza como para…
—¡Mujer, yo quiero quitarte muchas preocupaciones de las manos y de la
cabeza! Lo único que ocurre es que te he sorprendido, te he abrumado. El
domingo a las nueve os llevaré a ti y a los niños a la subasta que hay cerca
del pueblo —añadió rápidamente, y alzó una mano cuando vio que Rachel
iba a protestar—. Puedes ayudar a Sarah a planear su gran día.
«Pero ni siquiera eso me pondrá de buen humor para el mío», pensó
Rachel, desafiadoramente. Sin embargo, le permitió tener la última palabra
por el momento. Se despidió de Eben agitando la mano mientras él se alejaba
caminando por el porche y después en la calesa, mirando con el ceño
fruncido el reloj, y después a ella.
Rachel se dejó caer en la mecedora y observó el coche negro de Eben
reduciéndose a la nada por la carretera.

Después de que Eben se marchara, Rachel se quedó nerviosa, pero de


todos modos caminó de nuevo hacia el granero para retomar sus planes. Se
tumbó sobre la paja, observando los rayos de sol y las motas de polvo
bailando en las sombras del altísimo techo que se alzaba sobre ella. La cofia
se le arrugó y se le aplastó, así que se la quitó. Al hacerlo, tiró de las
horquillas, y la trenza se le soltó sobre el heno. Por el momento, no se
molestó en recogérsela de nuevo.
Una mujer amish nunca se cortaba el pelo, y su melena era su gloria, sólo
para los ojos de su marido. Durante el tiempo llamado rumspringa, los
jóvenes solían decir que si una chica se quitaba la cofia para un chico, se
acostaría con él. Gracias a Dios que ella llevaba la cofia puesta cuando había
aparecido Eben.
De todas formas, ella siempre había pensado que, si la melena se hacía
tan pesada que comenzaba a provocarle jaquecas como a su madre, o
comenzaba a caérsele a la edad de cuarenta años, se lo cortaría. Se imaginó
cortándoselo un poco, clip, clip. Estaba tan cansada, y tenía tanto sueño…
¿Era aquel ruido otra calesa por la carretera? Clip, clop. Si lo era, Rachel no
pensaba levantarse de nuevo.
Una mosca perezosa se había quedado atrapada en la tela de araña
mientras el sol se ponía. Los rayos acariciaron la pátina de las vigas y de los
tablones del establo, los nudos y las vetas de la madera. Aunque nunca se lo
había contado a nadie, ella veía cosas allí, como en las nubes o en el dibujo
de un calendario. Veía rosas en flor, lagunas, caras. Olas que rompían contra
una playa dorada. Rachel siempre había querido ver el océano. O, al menos,
el lago Erie.
Estaba flotando, quizá caminando en sueños como hacía algunas veces
Aaron, antes de despertarse y ponerse a gritar por lo que su amiga Jennie
llamaba terror nocturno. En aquel momento, Rachel vio a Sam ante ella, con
la mano extendida, rogándole algo, con la cabeza y la espalda
ensangrentadas, con el cuerpo atravesado como los de los viejos mártires de
Alemania, que habían sido la causa por la que los amish habían huido a
Norteamérica…
Al instante, se despertó. ¿Eran pasos lo que estaba oyendo en la zona de
trillado, en el piso de abajo? Alguien, un hombre, carraspeó, y dijo en inglés:
—¿Hay alguien ahí?
Con el corazón acelerado, Rachel se arrastró hasta el borde del granero y
miró hacia abajo. Su respiración entrecortada la delató, y el extraño alzó la
vista.
—Siento haberla asustado, señora —dijo el hombre—. Llamé a la casa
para pedir permiso para echar un vistazo, pero no había nadie.
Rachel asintió, sin decir nada. Se dio cuenta de que durante toda su vida
había estado tan protegida que nunca había estado cara a cara con un hombre
inglés, ni siquiera cuando repartía las colchas de Mamm en casa. Aquel
hombre era alto, de hombros anchos y mandíbula cuadrada. Llevaba unos
pantalones vaqueros negros y una camisa de cuadros rojos, el color
prohibido. En vez de tirantes llevaba un cinturón que acentuaba aún más sus
costillas, su torso ancho y las caderas estrechas. Estaba tan bronceado por el
sol como un amish, pero la similitud cesaba allí. La mayoría de los amish
eran bajos, o de mediana estatura, y aquel hombre era muy alto.
Rachel pensó todo aquello en un instante, aunque le pareció que la mirada
duraba toda la vida. Sabía que debía apartar la vista de sus ojos marrones,
intensos, escrutadores, porque aquella mirada era íntima y atrevida. Pero fue
su bigote espeso y prohibido sobre la boca firme y su rostro recién afeitado lo
que realmente la puso nerviosa. Era lo contrario a los hombres amish, que
llevaban barba pero no bigote. Por no mencionar que los amish llevaban el
pelo cortado a la altura del cuello, y aquel hombre llevaba el pelo, negro
como el azabache, mucho más corto.
El impacto que le causó a Rachel aquel hombre fuerte y decidido, en
medio de su establo con las piernas ligeramente separadas, le trajo a la
memoria aquellas historias de los ogros que perseguían a los amish, los
soldados que acosaban y arrestaban a los fieles en The Martyr's Mirror para
encerrarlos, torturarlos e incluso matarlos. Nunca, en toda la vida, Rachel se
hubiera imaginado que podría experimentar unos sentimientos tan
entremezclados y tumultuosos por un hombre, y mucho menos por un gentil.
—Ésta es mi granja, y éste es mi granero —dijo ella en tono firme—. ¿Se
ha perdido? ¿Qué quiere?
Él sonrió tanto que se le entrecerraron los ojos. El blancor de sus dientes
resaltó a la débil luz del atardecer.
—Es posible que esté perdido —respondió el hombre con su voz
profunda—, pero en realidad, quiero su granero.
Capítulo 2
—¿Mi granero? —Rachel repitió las palabras del hombre sin entender lo
que quería decir, con el pulso cada vez más acelerado—. No está a la venta, y
va con la granja. ¿Quiere decir que está buscando una granja para comprar?
Molesta e intrigada a la vez, Rachel comenzó a bajar por las escaleras,
con cuidado de no mostrar sus piernas más de lo estrictamente necesario.
Lamentó haberse dejado los zapatos en la casa y, además, ya era demasiado
tarde para recogerse la trenza y volver a colocarse la cofia en la cabeza.
—Permítame que le explique —le dijo el hombre cuando ella llegó al
suelo—. Yo compro y desmantelo establos, y después los reconstruyo para
hacer viviendas para gente que los aprecie. En otras palabras, rescato
establos. Tenga, ésta es mi tarjeta.
Rachel tomó la tarjeta blanca que él le tendía mientras se dirigía hacia la
puerta. En la entrada del establo, leyó a la luz del sol:
Mitch Randall
Establos restaurados, reconstruidos, trasladados
Recuperación de establos dañados o en ruinas
Rachel reconoció la dirección. Estaba en una carretera rural cerca de
Woodland, en un pequeño pueblecito al norte de allí. En la tarjeta aparecía su
número de teléfono y unos números con unas letras llamados correo
electrónico y página de Internet. Ella no lo comprendió, pero no dijo nada.
—Este establo no necesita nada de esto —le dijo, mientras le devolvía la
tarjeta. Él la tomó de mala gana y se la metió en el bolsillo de la camisa—.
Este establo ya es muy apreciado —añadió.
—Pero lo cierto, señora, es que es un establo muy antiguo, histórico, y
que necesita algunas reparaciones importantes —dijo Mitch Randall—. Si no
se hacen pronto, las cosas podrían empeorar. Sé que los amish necesitan los
establos y se ocupan de ellos, pero pensé que, en este caso, quizá usted
quisiera los veinticinco mil dólares que ganaría al construir uno nuevo aquí.
Ya sé que los amish no quieren cosas nuevas, pero sé lo importantes que son
sus establos para ellos.
A Rachel le costó unos minutos asimilar la cifra que él había mencionado.
—¿Veinticinco mil dólares? —dijo ella con la boca abierta.
Mientas él asentía, Rachel hacía mentalmente cálculos rápidos. En casa,
una hectárea de buena tierra de cultivo podría costar dos mil o cuatro mil
dólares, si aún quedaba alguna granja disponible. Allí, en Clearview, la tierra
costaba una tercera parte, y los hermanos podrían construir un establo nuevo
entre todos, con el único coste de los materiales. Pero una fortuna como
aquélla podría resolver muchos de sus problemas. ¡Dos proposiciones
distintas de dos hombres muy diferentes el mismo día! Aquello era
asombroso.
—Pero este establo lleva aquí desde mil ochocientos treinta y ocho —dijo
ella, intentando resistirse a la avaricia por el dinero.
Mitch Randall arqueó las cejas al escuchar la fecha. Ansiosa por
demostrárselo, Rachel lo condujo hasta fuera del establo, hasta la fachada del
edificio, apartó una pala de grano que estaba apoyada contra la pared y le
señaló una inscripción que había en la piedra angular.
—Mil ochocientos treinta y ocho, es cierto —dijo él, muy impresionado
—. Sabía que había varios establos de los tiempos de los peregrinos por esta
zona, pero pensé que éste sería de mil ochocientos sesenta o setenta, por la
cúpula victoriana, incluso aunque las puertas con bisagras, como las suyas,
daten de mil ochocientos cincuenta —continuó, señalándole a Rachel las
diferentes partes del establo a medida que hablaba—. Su cúpula —dijo él,
mirando hacia arriba—, que necesita una reparación, debió de ser un añadido
posterior. Pero yo debería haberme dado cuenta por otras muchas cosas —
añadió, mientras se agachaba y tocaba los números grabados casi con
reverencia, antes de ponerse en pie de nuevo.
—¿Qué cosas? —preguntó Rachel, antes de poder controlar la curiosidad.
—El abrevadero está tallado de un tronco entero, por ejemplo. Y dentro
del establo, he visto en una viga las marcas que hacían los trilladores para
hacer las cuentas. Y esa pala de grano es de una pieza de madera sólida. Es
una antigüedad. Ya ve —añadió, y le sonrió a Rachel—. Los amish son
bastante modernos comparados con los peregrinos que construyeron este
lugar.
Entonces, miró al otro lado de la esquina del establo, a las puertas
inclinadas que se abrían a las escaleras del sótano.
—¿Todavía lo usa? —le preguntó—. Está lleno de maleza.
—Lo abrimos al principio, cuando llegamos, pero nunca lo usamos —le
explicó mientras él examinaba la trampilla, que estaba cubierta de
enredaderas—. A este sótano también se puede entrar por una trampilla que
hay dentro del establo, pero no merece la pena. Yo almaceno los nabos y las
patatas en el sótano de la casa.
Rachel comenzó a caminar hacia la furgoneta roja y brillante para que él
la siguiera hacia el camino que llevaba hasta la carretera.
—Mire —dijo él, gesticulando mientras seguía sin dificultad el paso de
Rachel—. Sé que los amish no quieren que les saquen fotografías, pero ¿le
importaría si viniera a sacarle alguna fotografía al establo? Estaría encantado
de pagársela, claro. ¿Debo pedirle permiso a su marido?
Rachel no quería mentir, pero tampoco quería decirle que estaba sola.
Quizá aquel hombre pensara que era una presa fácil y la presionara más para
que le vendiera el establo o le permitiera fotografiarlo.
—Yo puedo tomar decisiones sobre el establo —le dijo ella,
concentrándose en mantener la voz firme—. Supongo que no importa que
tome una o dos fotografías. Pero no para venderlas, y tampoco vaya
diciéndole a los compradores que el establo se vende. Bueno, ¿y cómo
transforma los establos en casas?
Él se quedó un poco sorprendido ante su cambio de tema, pero después se
sintió aliviado.
—Hay dos maneras: a veces levantamos la estructura completa, la
ponemos sobre un remolque y nos la llevamos. Pero lo que nos vemos
obligados a hacer más a menudo es desmontar tabla por tabla, codificar hasta
la más pequeña pieza, lavarlas con agua a presión y después volver a montar
el establo. Por supuesto, hay que dotarlo de instalación eléctrica, fontanería,
aislamiento, muros interiores y hay que hacer ciertos acabados de diseño
interior. En general, los graneros pasan a ser las habitaciones, y los
compartimientos se convierten en cocinas, salones, despachos… quizá en
baños…
Rachel asintió mientras él hablaba, intentando imaginarse todo lo que él
decía. Pasó la mirada por el servicio exterior de la familia. Ellos tenían un
baño en el piso superior de la casa, así que, en invierno, Rachel colgaba la
ropa en aquel servicio, y lo usaba como armario para la ropa blanca. Tenían
un pozo que los abastecía de agua corriente, pero todos los amish de
Clearview habían pagado para que les quitaran de las casas la instalación
eléctrica y la línea de teléfono.
—Me encantaría enseñarle algunos de los establos que hemos resucitado
si quiere —añadió Mitch, con la mano posada en la puerta de la furgoneta.
Fue entonces cuando ella se dio cuenta de que quería decir que la llevaría a
ver aquellos establos.
—¿En persona? ¿No en fotos? —preguntó, y dio un paso atrás—. No, eso
no es necesario. Así que, ¿está acostumbrado a examinar los establos y
determinar las reparaciones que necesitan? Y, aparte de un tejado nuevo y de
la cúpula que usted mencionó, ¿qué más le haría falta al mío? —le preguntó
con la esperanza de que pareciera que no le importaba demasiado. Rachel se
cruzó de brazos con aire despreocupado y lo miró.
Mitch esbozó una ligera sonrisa, como si aquella pregunta le hubiera
complacido.
—Necesitaría estudiarlo con más detenimiento —le explicó—, pero por
lo que he visto, diría que es necesario reemplazar algunas de las vigas de
carga que se han expuesto al exterior. Dos de ellas están justo bajo el tejado.
Son, como si dijéramos, los omóplatos del establo.
—Del tejado —repitió ella, rápidamente—. ¿Se refiere a la viga en la que
está el riel del gancho del heno?
—Podría afectar a esa viga —admitió Mitch—, pero tendría que
comprobarlo. La zona de trillado está en buen estado, pero las tablas de la
zona este, donde parece que algunas veces tiene caballos, necesitan algunas
reparaciones. Aunque es evidente que tienen algunos parches.
Rachel asintió, intentando concentrarse en todo lo que decía.
—Mire, señora, a cambio de que me deje hacer algunas fotos, le haré un
estudio en profundidad del establo, y le señalaré las reparaciones necesarias.
Incluso puedo darle un presupuesto aproximado de lo que podría costarle
cada cosa. ¿Le parece bien?
—En realidad, no es necesario hacer ahora las reparaciones —respondió
Rachel, intentando desanimarlo—. No es un buen momento, ahora que se
acerca el invierno, y todo eso.
—Es el mejor momento —insistió él—, antes de que la lluvia pudra más
la madera, o de que el peso de la nieve y el viento le causen más problemas.
Sé que parece que en un establo antiguo las cosas tienen que quedarse
siempre igual, pero eso no es del todo cierto. El cambio y el progreso pueden
ser buenos.
—En primer lugar —replicó Rachel, y se dio cuenta de que iba a cambiar
de tema de nuevo—, es una locura pensar que alguien quisiera vivir en mi
viejo establo. Sobre todo en un establo que tiene un anuncio antiguo de
tabaco de mascar en un costado —protestó. Sin embargo, se arrepentía de
haber empezado aquella conversación. Estaban hablando de establos, pero
parecía que estaban hablando de mucho más.
—Al contrario. Se sorprendería de ver cómo ese tipo de cosas atraen a la
gente. Muchas de las personas que quieren un establo para vivir son artistas,
y usan su vivienda como estudio. Y una muestra de esa pintura primitiva, casi
art déco, les resultaría muy atractiva.
¿Art déco? Rachel tendría que buscar aquello en un libro, si acaso volvía
a entrar en la pequeña biblioteca de Clearview. En aquel momento, un coche
pasó por la carretera y pitó. Sin apartar la mirada de ella, Mitch alzó la mano
y saludó.
Rachel estaba exasperada en aquel momento, porque quería que se
marchara, pero él no hacía ni el más mínimo ademán.
—Arte primitivo. Así es como alguna gente ve a los amish —espetó ella,
cuando lo que en realidad quería decirle era que se marchara.
—Pues no tiene razón. Los establos amish tienen más que ver con
fábricas que con museos. Son entes vivos que respiran, únicos, bellos.
Sus miradas se quedaron atrapadas. Mitch entrecerró los ojos y respiró
profundamente. Rachel sabía que llegaba tarde a recoger a los niños, pero no
se movió. Notó cómo el viento acariciaba todo su cuerpo, y cómo la trenza le
golpeaba suavemente la mejilla y la barbilla. Nunca había tenido el pelo
suelto al viento, nunca en su vida. Cuando la agarró para echársela a la
espalda, se dio cuenta de que tenía pajitas metidas entre el pelo y que se le
habían soltado los rizos de las sienes. Por fin, se acordó de hablar.
—Está bien, señor Randall, sólo unas cuantas fotografías si no menciona
mi nombre.
—¿Puedo preguntarle cómo se llama?
—Rachel Mast —dijo, y se dio cuenta al instante de que debería haber
dicho Sam Rachel, pero aquello habría resultado confuso para él, y habría
originado más preguntas.
—Mast… —dijo él, y frunció el ceño—. El año pasado leí en el
periódico… hubo un extraño accidente en un establo…
—Sí —dijo Rachel rápidamente. No quería que lo dijera, y menos aquel
día.
—Lo siento —dijo él con la expresión y la voz tristes—. No quería
husmear, ni sabía que éste era el lugar.
Rachel miró hacia atrás, hacia el granero, con los ojos llenos de lágrimas.
—Creo recordar que tiene usted unos hijos gemelos.
—Es cierto, y esta granja y el granero son su herencia. Algún día será
reparado, pero nunca vendido y deshecho, al menos mientras yo siga viva.
Mitch asintió.
—Aunque me haya devuelto la tarjeta —dijo él—, me gustaría que se la
quedara. Hay algo en el reverso que uso como publicidad, pero realmente lo
pienso. Gracias por atenderme tan amablemente pese a mi intromisión.
Estaba muy… intrigado.
Mitch se sacó la tarjeta del bolsillo y se la puso a Rachel en la palma de la
mano. Después subió a la furgoneta y se despidió agitando el brazo. Salió a la
carretera y se alejó.
Con un suspiro, Rachel se dio cuenta de que no iba a poder disfrutar de su
momento de tranquilidad en el pajar. Le quedaba el tiempo justo para
recogerse el pelo, ponerse los zapatos, la cofia y la capota y cerrar la casa y el
establo antes de atravesar el campo de calabazas para recoger a los gemelos.
Mientras iba hacia el establo, Rachel le dio la vuelta a la tarjeta y leyó la
frase que había escrita en el reverso.
No hay pasado que podamos recuperar con la nostalgia, sino sólo un
presente eterno que se construye y se crea a sí mismo con los elementos del
pasado. Johann Goethe, 1749-1832.
Rachel se mordió el labio inferior. Goethe parecía un apellido alemán.
Había muerto diez años antes de que aquel establo fuera construido. Pero
aquel hombre hablaba con la cabeza y el corazón, justo como había hablado
aquel extraño llamado Mitch Randall.

—¡Jennie! —dijo Rachel desde la puerta lateral—. ¡Siento llegar tarde!


—¡Estamos aquí, jugando a los indios! —le respondió su amiga, con la
voz alegre, como siempre. Al menos, pensó Rachel, cuatro niños de menos de
cinco años no habían conseguido terminar con ella. Además de a los gemelos,
Jennie cuidaba a sus propios nietos, Jeff de cuatro años, y Mike, de dos, los
niños de su hijo Kent. Kent llevaba el almacén de maderas del pueblo, que
los amish frecuentaban mucho. Su mujer, Marci, la hija del comisario del
condado, trabajaba de lo que los gentiles llamaban estilista en el centro de
belleza del pueblo, The Hairport, donde ningún amish había puesto jamás los
pies.
Rachel tuvo que reírse cuando vio la última creación de Jennie. En la sala
de estar, había cubierto una mesa de cartas con mantas y la había convertido
en una tienda, y había colocado una falsa hoguera de troncos en medio del
suelo. Había trozos de manzana pinchados en palos, como si estuvieran
tostándose en las llamas inexistentes, volviéndose marrones al aire como si se
estuvieran cocinando.
—Me alegro de ver a una adulta —dijo, deletreando la última palabra. Su
risa de niña se abrió paso entre los gritos de guerra. Los cánticos de los niños
continuaron, y Mike siguió tocando una caja vacía con una cuchara, como si
fuera un tambor.
—¿Han sido buenos? —preguntó Rachel, inclinándose para darles un
beso a sus guerreros pelirrojos, que llevaban cintas de papel alrededor de la
cabeza, con plumas de gallina como adorno. Además, tenían pintura en la
cara, que podría ser desde lápiz de labios de Jennie a colorante alimentario.
—Buenísimos. Y todos han aprendido el idioma indio que les he
enseñado. Ya sabes, canoa y wampum. E incluso les he enseñado la colección
de puntas de flechas de Kent. Tú no eres la única que se las ha encontrado
mientras araba. Seguro que son shawnee.
—Eres una gran profesora, porque siempre les educas y les diviertes a la
vez. No sé qué haría sin ti.
—Tendrías más pasteles y tartas que comer y engordarías un poco, eso es
lo que harías sin mí —respondió Jennie con una sonrisa.
Mientras Rachel la observaba con asombro, su amiga se acercó
rápidamente a Mike y ahuecó la caja que el niño había dejado plana con la
cuchara para que tomara de nuevo forma de tambor. Era una mujer rápida y
vital, sobre todo para ser una abuela de cincuenta y dos años, pero decía que
los niños la mantenían joven. Siempre estaba en perpetua actividad.
Aun así, estaba regordeta como una matrona amish, y más de una vez le
había confesado a Jennie que se había dado una comilona. Pero para Rachel,
Jennie Morgan era una bendición. No sólo cuidaba a sus niños a cambio de
conservas y pasteles, sino que además, también era una mujer sola, aunque su
ex marido viviera al otro lado del pueblo.
—Vamos, indios —dijo Rachel—. Al menos, los indios pelirrojos.
Tenemos que irnos a casa antes de que oscurezca.
—¡Nosotros no tenemos miedo de la oscuridad! —declaró Aaron en
inglés, y metió la cabeza bajo las faldas de una silla que Jennie había
tapizado.
Uno de los mayores problemas de dejar a los niños allí mientras ella
trabajaba, aparte de la desaprobación del obispo Eben Yoder y de algunos
amish más, era que los niños hablaban tanto inglés como alemán amish.
Rachel había enseñado inglés y otras asignaturas a los estudiantes del colegio
antes de casarse, pero los niños amish que todavía no estaban en edad escolar
sólo hablaban alemán, salvo Andy y Aaron Mast.
—Espera a que te cuente qué dos visitantes he tenido hoy.
Pese a que las risas continuaron mientras Jennie intentaba sacar a Aaron
de debajo de la silla, ella volvió la cabeza hacia Rachel y le preguntó en un
susurro:
—¿Eben?
Rachel asintió y miró al techo con una expresión resignada.
—Y un hombre que quería reparar o comprarme el establo.
—¿Estás de broma?
—No, pero no creo que vuelva.
—Bueno, ya me lo contarás mañana. Vamos, Nube de Lluvia. Sal de ahí
—le dijo Jennie a Aaron mientras Rachel preparaba a Andy para marcharse.
Cuando Jennie sacó a Aaron por las piernas de debajo de la silla, el niño
tenía un marco con una fotografía en las manos. Sus hijos apenas veían fotos,
porque los amish evitaban las imágenes grabadas, y Jennie no tenía ninguna
por el salón. Los gemelos se inclinaron a mirarla. Rachel vio a una joven
vestida como los ingleses se vestían para ir a la iglesia, sonriendo. Tenía el
pelo rizado. Jennie tomó la foto y, sin decir una palabra, la puso boca abajo
sobre la estantería, tan alto que nadie pudiera alcanzarla ni verla.
Se hizo el silencio en la habitación. Rachel se dio cuenta de que por fin
había visto la cara de la hija que su amiga había perdido hacía tanto tiempo,
Laura.

Kent Morgan entró en la calle de la casa de su madre para recoger a sus


hijos justo en el momento en el que Rachel salía con los suyos.
—¡Espera un momento y te llevo! —le dijo Kent—. Ese campo de
calabazas es un lío de lianas. No quiero que la mejor granjera de Clearview se
rompa una pierna yendo a casa.
Ella asintió y le dio las gracias. Kent Morgan era un poco mayor que
Rachel y bastante guapo. Era esbelto y alto, y tenía el pelo castaño y los ojos
marrones. Como su madre, siempre estaba ocupado haciendo cosas útiles,
pero se parecía a su padre, a quien Rachel había visto varias veces en el
pueblo. Kent tenía paciencia con los clientes del almacén de maderas y sabía
un poco de todas las cosas. Y Rachel le agradecía que, al igual que su madre,
fuera estupendo con los niños.
Todo el mundo del pueblo conocía y apreciaba a Kent. En el instituto de
Clearview había sido una estrella del baloncesto. Ella había oído decir que
sus fotos estaban colgadas en el vestíbulo principal del instituto, por haber
ido a la competición estatal. Pero en aquel momento, por primera vez, Rachel
se preguntó por qué Jennie no tenía fotografías de Kent por la casa. Más o
menos, entendía que no tuviera fotos de Laura. Quizá fuera porque las fotos
de los éxitos de Kent y las fotos de sus nietos le recordaran a Jennie todas las
bendiciones de la vida que Laura se había perdido.
Kent salió de la casa rápidamente. Rachel sabía que no debía aceptar que
la llevara un gentil, por mucho que estuviera casado y fueran con cuatro
niños, pero estaba exhausta. Estaba segura de que aquella noche iba a dormir
muy bien.
—Mamá estaba muy callada hoy —le dijo Kent, cuando ya iban en
camino de casa de Rachel—. ¿Se siente bien?
Rachel se preguntó por qué no se lo había preguntado él mismo, pero
posiblemente tendría prisa. Su mujer, Marci, trabajaba hasta tarde, los niños
tenían hambre, y quién sabía qué otros problemas tenía la gente.
—Se encuentra perfectamente —respondió Rachel—. Sólo estaba un
poco disgustada porque uno de los niños sacó una fotografía de tu hermana
que estaba bajo una silla.
—¿Uno de mis niños?
—No, lo siento —admitió ella—. Uno de los míos.
—No te preocupes. Mi madre no puede superarlo. Ni siquiera piensa en
los buenos recuerdos.
—Nunca había visto su foto. El hecho de tener fotografías por casa sería
una forma de recordarla, ¿no?
Kent aceleró, y cuando iban a entrar en el camino de gravilla de la granja
de Rachel, frenó bruscamente. La furgoneta derrapó, y los cuatro niños
chillaron al unísono.
—Bueno, tiene fotos de Laura. Tiene cientos, créeme —respondió él.
Agarraba el volante con fuerza, y movía nerviosamente la pierna izquierda.
Rachel notó, aunque ya lo había visto antes, que tenía las uñas comidas—.
Simplemente, no quiere compartirlas con nadie más. Y eso es todo.
Después, al ver que Rachel se hacía un lío con la manilla de la puerta, se
inclinó para abrirle. Ella bajó de la furgoneta, y mientras veía cómo sus hijos
bajaban al suelo de un bote, pensó que algún día iba a preguntarle a alguien
qué había pasado realmente con Laura Morgan diez años antes. Necesitaba
saberlo, y los Morgan no iban a revivir su pesadilla para ella. Rachel lo
entendía.
Cuando iban hacia casa, se dio cuenta de que se había dejado la puerta del
establo abierta.
—Vamos a cerrar la puerta del establo juntos —les dijo a los niños.
Sin poder evitarlo, comenzó a pensar que había pasado un año entero
desde la muerte de Sam. Y los niños echaron a andar solemnemente, en
silencio por una vez. Rachel no estaba segura de que hubiera cerrado con el
cerrojo las puertas grandes. En el umbral, titubeó y asomó la cabeza al
interior, pensando que quizá los Lapps hubieran dejado los percherones en
sus compartimientos, aunque se suponía que no iban a devolvérselos en unos
días más.
Los compartimientos estaban vacíos, y los caballos de la calesa piafaron
nerviosamente. No era posible que Mitch Randall hubiera vuelto a echar un
vistazo él solo.
Rachel recordó que había dejado su capota colgando del perchero y se dio
la vuelta para recogerla. En efecto, estaba allí colgado, pero a su lado había
otro sombrero, un sombrero amish de paja.
Rachel emitió un sonido de angustia. Aunque los sombreros de los
hombres amish eran muy parecidos, Sam tenía la costumbre de llevar varios
clavos enganchados en la cinta, por si acaso tenía que hacer alguna
reparación cuando no llevaba sus herramientas encima. De la cinta
sobresalían las cabezas de dos clavos, y uno de ellos estaba atravesando el
alero.
Rachel tomó su capota y se la apretó contra el estómago mientras pensaba
febrilmente. Ella había guardado algo de la ropa de Sam para los niños y le
había dado el resto a los demás amish, pero estaba segura de que había
quitado los clavos de los sombreros.
—Te lo dije, Aaron —oyó que le susurraba Andy a su hermano, tras ella
—. Daadi ha vuelto.
Capítulo 3
—Ya os he dicho más de una vez que Daadi no va a volver —les dijo
Rachel a los gemelos mientras los acostaba.
Habían charlado sin parar sobre la presencia de Sam en el establo, y le
habían hecho preguntas a Rachel para las que no tenía respuesta. En aquel
momento, se sentó en la cama de Aaron y respiró profundamente.
—Todos queremos que Daadi vuelva —intentó explicarles—, pero no
puede. La vida y la muerte no funcionan de esa manera. No es que él no
quiera estar con nosotros y…
—Cuidarnos —intervino Andy.
—Sí, pero cuando muere alguien, si van al cielo, como Daadi, allí son
felices, y saben que Dios cuidará de su familia, y que volverá a verlos algún
día.
—¿Cuándo? —preguntó Aaron con los ojos muy abiertos, con el pelo
rojo extendido por la almohada como si estuviera hecha de rayos de sol.
—Cuando nosotros también vayamos al cielo.
—¿Y cuándo será eso? —insistió él.
Ella quería decirle que dejara de hacer preguntas, pero Aaron, raramente
preguntaba cosas. El silencio de Aaron comparado con la forma de controlar
de Andy, era la forma por la que los distinguía la gente. Últimamente,
también se había hecho evidente que Andy era diestro y Aaron zurdo. El
hecho de que los rizos de la parte trasera de la cabeza les crecieran en
direcciones opuestas era demasiado sutil para los que no eran de casa. Para
Rachel, no eran completamente idénticos. Andy era el cabecilla dominante, y
Aaron era más callado, calmado y sensible.
—Recordad lo que os ha dicho Maam —continuó ella, animosamente—.
La mayoría de la gente no muere hasta que es vieja, así que no quiero que os
preocupéis por que pueda pasaros a vosotros algo como lo que le ocurrió a
Daadi.
—Pues yo nunca voy a volver a andar por debajo de ese gancho —dijo
Andy, y se cruzó de brazos por encima del embozo de la manta, aunque
aquella noche hacía frío en la habitación.
Rachel se mordió el labio. De ninguna manera iba a entrar en una
conversación acerca de los que también eran sus mayores miedos y dudas.
Era evidente que Sam estaba en mitad de la tarea de desenganchar a los
percherones cuando, de repente, había enviado a Andy a la casa, y después
había caminado bajo el gancho del heno, que estaba en medio del establo
suspendido de la polea. El informe del comisario decía que el viento, las
vigas debilitadas del techo y el peso del gancho de metal, que no estaba bien
asegurado en el riel oxidado del techo, habían sido las causas de la tragedia.
Sin embargo, eran los amish los que habían insistido en que se cerrara el
caso.
Rachel les dio un beso a los niños en la frente y se levantó. No podía
soportar recordar la visión de Sam tal y como lo había encontrado, ni
tampoco el dudar de la sabiduría de Eben y de los hermanos amish al no
querer que los gentiles comenzaran la investigación de un accidente que era
la voluntad de Dios. Y ella no iba a llorar frente a los gemelos.
—Que el Señor os guarde y os bendiga a los dos esta noche.
Después de recitar la versión de la despedida nocturna de su madre,
Rachel salió de la habitación y dejó la puerta abierta para que entrara el calor
de la estufa de gas natural que había en el salón, en el piso de abajo. En los
hogares amish, incluso en los que habían sido reformados, no había
calefacción central. Entonces recordó que la abertura del suelo que había en
la habitación de los niños, por la cual podía entrar calor, posiblemente estaría
bloqueada por sus zapatos y su ropa. Algunas veces, sin darse cuenta de que
aquello hacía que la habitación estuviera más fría por las noches, los gemelos
dejaban sus cosas encima de la abertura, para que estuvieran calientes por la
mañana.
Rachel dejó el farol en el último de los escalones y subió de nuevo, de
puntillas. Junto a la ventana había dos pequeñas formas, mirando hacia el
establo.

Eran casi las nueve cuando Rachel, finalmente, consiguió que los
gemelos se quedaran dormidos. Sin embargo, sabía que ella no conseguiría
conciliar el sueño, y no estaba dispuesta a perder el tiempo acostada si no
podía dormir. Decidió bajar a la cocina a hacer la colada. No había peligro de
que el ruido de su vieja lavadora, accionada por un motor de gas que le había
instalado Sam, despertara a los niños. Dormían como muertos.
Sacudió la cabeza al darse cuenta de la expresión que había utilizado,
aunque sólo fuera mentalmente. Había comenzado a entender mucho mejor
por qué Jennie y Kent no querían hablar ni pensar en que habían perdido a
Laura. Rachel había oído decir que, al menos, el comisario había investigado
mucho para encontrar a la niña desaparecida, aunque finalmente no había
podido resolver el caso. Los gentiles, sin duda, exigían investigaciones y no
las atajaban.
—Pero debemos aceptar las cosas —se dijo—. Aceptarlas y continuar.
Cuando Eben se convirtió en el obispo de la comunidad, justo después de
que su mujer hubiera abandonado a su familia, meses antes de que Sam
hubiera muerto, había dado un sermón entero sobre aquel tema.
—Aceptar la voluntad de Dios —susurró Rachel al recordar el mensaje
—. La caída de un gorrión es voluntad de Dios, aunque nosotros no
entendamos nuestras propias caídas ni queramos aceptarlas.
Rachel suspiró y puso dos enormes ollas de agua a calentar. Después
comenzó a separar la ropa para meterla en la lavadora. Mientras hacía la
primera colada, se puso a colocar todos los tarros de conservas que tenía en
las estanterías de la cocina. Después, sacó la ropa con el mango de una
escoba y la echó en un barreño de agua limpia para aclararla. La dejaría allí
hasta el día siguiente. Debía de haberse hecho tarde, pensó, así que quizá
debiera acostarse e intentar dormir algo.
Antes de salir de la cocina, apartó la cortina de la ventana y miró hacia
fuera. El establo tenía un aspecto oscuro y amenazante a la fría luz de la luna,
y proyectaba su sombra sobre la casa. Y entonces, Rachel escuchó un ruido.
¿Un crujido? ¿Un golpe?
Se le puso la carne de gallina, y aunque siguió mirando, no vio nada. Sin
embargo, ella había oído un golpe, seguido del sonido de unos pasos, y no
desde la habitación de los niños.
Rachel recorrió toda la casa apresuradamente, mirando por las ventanas a
la noche oscura, y dándose cuenta de por qué los hogares ingleses tenían
luces externas. Mientras iba de una ventana a otra, alguien llamó a la puerta.
Una sombra oscura se movió desde el porche a una de las ventanas y miró
hacia dentro, con las dos manos elevadas hasta la cara. La figura llevaba
pantalones y un abrigo, como los hombres amish. No llevaba sombrero, pero
tenía el pelo cortado a la altura del cuello, como Sam…
Atrapada en aquella pesadilla, Rachel tuvo ganas de gritar, de huir, pero
tenía la sensación de que los pies se le habían vuelto de plomo. La figura dio
un golpe en el cristal y le hizo un gesto para que se acercara a la puerta.
Aquella cara…
Era Jennie, con su nuevo traje de pantalón azul marino. Debía de haber
aparcado en el camino de gravilla. Aquel golpe había sido la puerta de su
coche, y los pasos eran los suyos mientras recorría el porche.
Rachel descorrió el cerrojo de la puerta y abrió.
—He visto tu luz encendida, y sé que es demasiado tarde como para que
estés despierta —le dijo Jennie.
Con el corazón todavía acelerado, Rachel la miró y consiguió decir:
—Es sólo que nunca viene nadie por la puerta delantera. Me has dado un
susto.
—Lo siento, pero ¿estás bien? Sé que te acuestas temprano, y al ver tu luz
encendida cuando pasaba en coche, me pregunté si alguno de los niños se
habría puesto enfermo. O tú —añadió, observando el rostro de Rachel—. Sé
que hoy has debido estar disgustada.
—No, no, estoy bien —dijo Rachel. Se apartó y le cedió el paso a su
amiga. Después, la condujo por la casa oscura hasta la cocina. Rachel tomó el
farol del cuarto de la colada y lo puso sobre la mesa—. ¿Te apetece un café, o
un chocolate caliente?
—No, gracias. He ido a Country Kitchen a cenar con mis compañeros del
coro, después del ensayo. Bueno, dime, ¿estás bien?
—Sí, es sólo que no podía dormir —respondió Rachel. No sabía si decirle
que el sombrero de Sam había reaparecido, porque no quería que su amiga
pensara que estaba loca.
—En realidad —dijo Jennie, mientras se sentaba—, también me moría de
curiosidad por que me hablaras de la visita de Eben y de tu hombre
misterioso.
—No es mi hombre —protestó Rachel, y se dio cuenta de que la voz le
había sonado estridente—. Ninguno de los dos lo es, y quiero que las cosas
sigan así.
—¿Sabes? Por mucho que a los demás les parezca que estás destinada a
casarte con Eben Yoder, yo estoy de tu parte —le aseguró Jennie, y le cubrió
la muñeca con la mano.
—Tú eres la única. Las cosas se van a poner difíciles para mí cuando se
sepa en la iglesia que no voy a casarme con él.
—¿Te rechazarán?
—No, no es eso, pero ya sabes lo mucho que nos necesitamos los unos a
los otros en esta pequeña comunidad. Es cooperación, no la vieja competición
norteamericana. De todas formas, algunas veces estoy convencida de que casi
podría llevar la granja sin ayuda si no estuviera tan mal visto que una mujer
haga el trabajo duro, el trabajo de los hombres. Y si tuviera mi tiro de trabajo
todo el tiempo.
—En otras palabras, la discriminación sexual está viva y coleando
también en la comunidad amish —refunfuñó Jennie.
—No, no es eso. Todo el mundo hace su papel, cumple con su función
como parte de un todo. Pero, pase lo que pase, no quiero dejar esta granja.
Quiero quedarme por mis hijos, porque era el sueño de Sam, y estoy segura
de que podré conseguirlo si me dejan, y si tú sigues ayudándome con los
niños hasta que empiecen el colegio, el año que viene. Después, cuando
crezcan un poco, podrán ayudarme con la granja.
—Si os fuerais, yo os echaría mucho de menos —dijo Jennie—. Pero
también entendería que quisieras cambiarte a una casa más grande como la de
Eben, y empezar de nuevo.
Rachel tiró de la mano para zafarse de la de Jennie.
—Creía que lo entendías. Yo ya tuve un nuevo comienzo en mi vida, y
sucedió cuando vine a vivir aquí.
—Está bien, está bien —le dijo Jennie conciliadoramente—. Lo entiendo.
Pero entonces, aparece ese hombre que ha venido a ver el establo. Creo que
he leído algo de eso en el periódico. Es un tipo que desmantela establos, y
seguro que le saca todo lo que puede a la gente —añadió, frunciendo el ceño
—. No quiero perder a mi mejor amiga, a mi vecina y a sus gemelos, a los
que quiero como a mis nietos. Al menos, sé que tú nunca le venderías el
establo, sobre todo después de que Sam…
—Claro que no, pero Mitch Randall me ofreció un buen dinero.
—¿De veras?
—Veinticinco mil dólares. Y me sugirió que hiciera algunas reparaciones
en las vigas, en el suelo…
—Que probablemente te descontará del precio que te dijo. Mira —le dijo
Jennie, que estaba más enfadada a cada segundo que pasaba—. Yo sé otro
modo de proteger el establo de tipos como ése. Hay gente sin escrúpulos que
busca viejos establos, los despedaza y vende la madera.
—Yo no he dicho que Mitch Randall no tuviera escrúpulos —protestó
Rachel, asombrada al darse cuenta de que ella también se había enfadado—.
Sólo que fue un poco insistente, y muy interesante… y muy interesado,
quiero decir.
—Astuto, diría yo. Pero estaba pensando —intervino Jennie— en que
podrías preservar el establo de otra manera. De una manera que mantendría
alejados a los intrusos.
—¿Cómo?
—Conozco a un señor llamado Lincoln McGowan que va a mi iglesia. La
gente lo llama Linc. Es profesor en una universidad del sur de Ohio, pero está
de año sabático. Hace mucho era el profesor de historia del instituto de
Clearview. Su madre está en el asilo del pueblo, y él la lleva a la iglesia todos
los domingos. Ha empezado a cantar en el coro, y tiene una hermosa voz de
barítono.
Rachel la escuchaba con atención, asintiendo, aunque no sabía con
seguridad adonde se dirigía.
—Pero lo más importante es que Linc ha llevado a cabo algunos
proyectos con el Departamento de Conservación Histórica de Ohio, y
podríamos preguntarle si tu granero cumple los requisitos para recibir el
certificado de edificio protegido. Una vez que lo tuviera, nadie podría intentar
comprártelo. Ellos preservan las cosas tal y como son, pero por supuesto, te
permitirían hacer las reparaciones necesarias para que tú continuaras
trabajando en él.
—Pero eso atraería a muchos visitantes, ¿no? Una de las razones por las
que nos marchamos de Maplecreek fue que los turistas nos acosaban.
Algunas veces, parecía que éramos animales del zoológico, aunque también
tengo que decir que algunos hermanos sacaban provecho de los dólares de los
turistas.
Jennie sacudió la cabeza.
—Aparte de Linc, probablemente vendría a visitarlo un comité, pero
después de eso, registrarían el edificio y quedaría protegido. Ninguno
queremos que venga gente a fisgonear por aquí. La gente de protección del
patrimonio no están interesados en el aspecto comercial de los edificios,
como Mitch Randall.
—No sé. Tendría que pedir permiso —le dijo Rachel—. Al menos, los
amish sí creen en la conservación de las cosas antiguas, y en el vive y deja
vivir. El comité de conservación tendría que entender que los establos amish
son más fábricas que museos —dijo, y se dio cuenta de que acababa de citar a
Mitch.
Rachel dejó escapar un suspiro tan grande que pareció que se desinflaba,
pero el hecho de tener a Jennie allí también la animaba. Una de las cosas que
más echaba de menos al haber perdido a Sam era tenerlo para hacer planes
con él y poder consultarle cuando había algún problema, incluso cuando, a
veces, discutían por los niños.
—No puedo responderte por ahora, pero te doy las gracias por ser una
amiga —dijo Rachel, parpadeando para que no se le cayeran las lágrimas. De
repente, se sintió agotada.
—Sólo una amiga gentil —dijo Jennie con una mirada adusta,
encogiéndose de hombros.

La subasta del sábado por la mañana fue incómoda. Eben actuaba como si
ya fueran una familia, les daba órdenes a los niños y se pegaba a las faldas de
Rachel como un abrojo, cuando lo normal entre los amish era que las mujeres
y los hombres fueran cada uno por su lado. Los hombres se ponían a la cola
para recoger el número de la subasta, o a mirar la maquinaria antigua de la
granja, y las mujeres se reunían alrededor de los muebles y los cacharros de
cocina.
Eben envió a su yerno, Jacob Esh, a recoger el número, y siguió
escoltando a Rachel a todas partes. Ella se sentía como si estuviera en
exposición, como si fuera alguna cosa que Eben quisiera comprar. Muchos de
los amish los miraban, y algunas de las mujeres le guiñaban el ojo sabiamente
a Rachel, o asentían. Rachel aún no había tenido tiempo de explicarle a
Sarah, la hija de veintidós años de Eben, que la quería mucho y que quería
ayudarla a preparar su boda, pero que no tenía intención de casarse con su
padre. Era imposible estar a solas con alguien que no fuera Eben.
La situación empeoró cuando los niños se soltaron de las manos de Eben
y fueron a darle un abrazo a Jennie y a Kent, y a charlar en inglés con sus
amiguitos Jeff y Mike.
—Linc McGowan está aquí, y quiero que lo conozcas —le dijo Jennie.
—Quizá en otro momento —respondió Rachel, sacudiendo la cabeza.
Jennie asintió rápidamente. Era obvio que se había dado cuenta de que no era
el momento oportuno. Se inclinó a hablar con los gemelos y los envió de
vuelta con su madre.
Eben parecía un profeta del Viejo Testamento preparado para anunciar el
fin del mundo. Rachel estaba segura de que las cosas no podían ir peor, pero
entonces vio a Mitch Randall no muy lejos. Estaba al otro lado de la valla,
cerca de unas puertas y una barandilla de madera tallada, y Rachel se dio
cuenta de que la había estado observando.

Mitch se volvió hacia las puertas de madera para que no pareciera que
había estado mirando a Rachel Mast, pero sabía que ella lo había visto. Él la
había visto llegar a ella, con un hombre fornido de pelo rubio, en una gran
calesa, así que Mitch se preguntó si estaría comprometida o incluso si se
habría casado de nuevo. O quizá fuera su hermano. No importaba. Aquél no
era asunto suyo.
Él odiaba las subastas de las granjas, y al mismo tiempo le encantaban.
Para él significaban la ruina de otra familia granjera, algo que conocía muy
bien, pero al mismo tiempo, necesitaba rescatar lo que pudiera. Para empezar,
aquellas puertas se podían restaurar. Pero mientras observaba el precioso
roble labrado del que estaban hechas, vio otra puerta, una que su abuelo había
cerrado en las narices de un hombre hacía veinticinco años, cuando Mitch
tenía sólo ocho.
—¿Qué ha dicho esta vez? —le preguntó la abuela de Mitch. Había
estado en la esquina del salón, agarrando por los hombros a su nieto para que
no pudiera correr a estar con su abuelo.
—Me ha llamado viejo estúpido y me ha insultado. Tenía un papel, un
aviso de expropiación —había murmurado el abuelo—. Me ha dicho que si el
estado o el país quieren este lugar, no tenemos derechos, y que hará que me
arresten. De todas formas, no pienso firmar.
—¿Qué significa eso? —había preguntado Mitch, con un nudo en el
estómago.
Sus abuelos debían de haberle ocultado aquello, debían de haber pensado
que no podía ayudar. Llevaban semanas susurrando, y él pensaba que había
hecho algo malo. Mitch recordaba la cara cruel de aquel hombre, su enemigo,
pero se convirtió en la de su propio padre, que lo había abandonado allí.
—Significa que puede venir al estado y hacer una carretera por las tierras
de un hombre y destrozarle la vida —había tronado el abuelo. Mitch notó que
su abuela le apretaba los hombros al oír jurar a su abuelo, ¿o era que se estaba
estremeciendo?
—Russ, ¿dónde vas? —gritó ella, y corrió tras él a la habitación donde el
abuelo guardaba todas sus cosas—. ¿Qué vas a hacer con eso?
—Voy a hacer justicia de la única forma que un hombre puede hacerlo,
voy a maldecir sus papeles y sus abogados, tal y como él me ha maldecido a
mí. No voy a hacer esto por nosotros, Ellen, ni siquiera por Mitch. Es por los
otros granjeros, esos a los que los chicos de ciudad creen que pueden pisar a
su antojo.
—¡No te lleves el rifle al pueblo!
Sonó un portazo, y después, sollozos. Cuando el abuelo salió de la
habitación con el rifle, miró a Mitch, y Mitch se dio cuenta de que había
estado llorando. Y también escuchaba el llanto de la abuela.
—Incluso cuando no hay nada que un hombre pueda hacer, hijo, tiene que
hacer algo. Nunca lo olvides —le dijo su abuelo. Después salió por la puerta
trasera y se fue hacia el pueblo en la furgoneta.
Desde aquel horrible día en adelante, sobre todo durante el juicio de su
abuelo y la enfermedad final de su abuela, Mitch había sentido sobre los
hombros la carga de la pérdida y el miedo a perder más, a perderlo todo.
Primero, su madre en aquel accidente de tráfico, después el abandono de su
padre, y por último aquello…
Le dio un puñetazo a la puerta, y el ruido hizo que volviera a la realidad.
Se obligó a mirar a la otra gente, a los que estaban allí en aquel momento.
Todos estaban preparados para devorar los tesoros de otra familia. Al menos,
los amish, los menonitas y la gente a la que ellos llamaban ingleses estaban
allí para comprar las cosas de otro granjero que no lo había conseguido. Los
Blake, los dueños de aquella granja, se habían ido más silenciosamente que
sus abuelos. Una apoplejía había dejado paralizado al granjero y lo había
sentenciado a convalecer en un centro especializado hasta su muerte, y la hija
iba a llevarse a su madre a vivir con ella cerca de Chicago, pese a que la
mujer no quería.
Aun así, Mitch lo entendía y lo aceptaba, incluso se ganaba la vida, en
parte, con aquel tipo de cambios. Sin embargo, no le gustaba el hecho de
borrar el pasado. Aunque la mayor parte de las granjas que sobrevivían
crecían más y más, usaban los que Mitch llamaba cultivos basados en la
química. Una de las muchas razones por las que admiraba a los amish era que
ellos sólo utilizaban fertilizantes naturales para sus cultivos, y aún así,
conseguían cosechas más grandes que las de las granjas modernas.
Los sentimientos de Mitch por los amish en general eran una de las
razones por las que él quería ayudar a la joven viuda, si todavía era viuda.
Intentaba convencerse de que no era nada personal.
La subasta comenzó con la venta de las pequeñas cosas domésticas y
continuó con el mobiliario, entre el cual había algunas antigüedades. Mitch
pujó por la barandilla y la adquirió para un establo que estaba convirtiendo en
casa en Wood County.
Después, sintió una oleada de entusiasmo entre los amish cuando
comenzó a subastarse la maquinaria vieja y oxidada. La presión de la
muchedumbre lo empujaba hacia Rachel, que estaba junto al hombre rubio y
a una joven pareja. Cuando estuvo muy cerca, a sólo una persona de ella, oyó
que estaban hablando en alemán entre ellos, así que no entendió nada de lo
que decían.
Entonces se dio cuenta de que habían comenzado a subastar las tres
puertas de madera de roble.
—Cincuenta dólares por el lote —dijo él, levantando la paleta de madera
con su número.
—Cincuenta dólares por estas preciosas puertas antiguas del número
veintisiete —dijo el subastador con su interminable cantinela—. ¿He oído
cincuenta y cinco?
Para sorpresa de Mitch, el hombre que estaba con Rachel, dijo:
—Cincuenta y cinco.
Entre los dos, rápidamente elevaron la puja hasta setenta y cinco. Mitch
estaba empezando a perder la pista porque Rachel, que evidentemente había
reconocido su voz, le estaba lanzando rápidas miradas de reojo. Ella tenía que
volver la cabeza entera a causa del borde de la capota. Parecía que estaba
inquieta por algo. Él se preguntó si aquellas puertas serían para su vieja casa.
Valían más de cien dólares, y él era muy competitivo, pero por alguna
razón, Mitch lo dejó. El hombre amish las consiguió por ochenta y cinco
dólares, y se alejó de Rachel para acercarse al subastador con el dinero.
Entonces, entre la gente, Mitch se dio cuenta de que Rachel tenía a cada
mano a un niño pelirrojo. Los dos pequeños iban vestidos exactamente igual,
y eran idénticos. Probablemente, no tenían más de cinco años, la edad a la
que su padre lo había dejado con sus abuelos y no había vuelto más.
Rachel se volvió hacia él en aquella ocasión, y Mitch se hundió en sus
ojos verdes mientras ella le hablaba en inglés.
—Son para una casa nueva. Su hija se casa este verano —le explicó, y
señaló con la cabeza a la mujer joven que había seguido al hombre—. Le
agradezco que no haya elevado el precio.
Mitch se sintió tremendamente aliviado. No parecía que ella estuviera
casada con el tipo.
—No tiene que agradecérmelo —respondió él—. Son unas buenas
puertas. De nada. Acerca de las fotografías de su establo… ¿podría ir…?
—¡Sam Rachel! —una voz estentórea los interrumpió—. Trae a los niños,
y entre todos nos llevaremos las puertas.
—Si no pueden meterlas a la calesa y necesitan que se las lleve… —
comenzó a decir Mitch, dirigiéndose todavía a Rachel. Obviamente, el
hombre lo oyó. Y, como quisiera desafiar a Mitch para que dijera algo más, le
lanzó una mirada asesina. Después asintió a modo de saludo. Mitch asintió
también, estiradamente.
—No, gracias —dijo Rachel, mientras tiraba de los niños—. No
necesitamos ayuda del exterior.
Mitch la miró mientras se perdía entre el mar de capotas negras y
sombreros de ala ancha. Había entendido claramente el mensaje, pero ella era
una de las mujeres más fascinantes a las que había conocido, y quería ver
aquel establo más personalmente.
Capítulo 4
El lunes por la mañana, cuando Rachel estaba con los gemelos
arrancando malas hierbas del huerto, vio que se acercaba una calesa tirada
por uno de los caballos de los Yoder, y pidió al cielo que no se tratara de otra
visita de Eben.
Afortunadamente, a medida que la calesa se acercaba, Rachel distinguió a
su amiga Sarah sobre el pescante. Les pidió a los gemelos que continuaran
con el trabajo y se acercó al camino de gravilla.
—¡Qué sorpresa más agradable! —dijo Rachel.
La hija mayor de Eben era bajita, algo regordeta y muy rubia. Era una
gran trabajadora, con una personalidad estoica, y había pospuesto su propia
boda para hacerse cargo de la familia y cuidar a sus hermanos pequeños. Su
hermano Dan tenía dos años menos y la ayudó cuando Eben Mary tuvo una
crisis nerviosa y huyó.
Sin embargo, Sarah, la misma chica que estaba tan contenta en la subasta
y en la misa el día anterior, aquel lunes tenía una expresión sombría.
—¿Va todo bien? —le preguntó Rachel, alarmada al ver que Sarah ni
siquiera se bajaba de la calesa.
—Tengo cosas que hacer en el pueblo. Jacob me está esperando allí. Ésta
es su calesa.
Sarah se quedó callada, mordiéndose el labio, y Rachel esperó a que le
dijera algo más.
—¿Y?
—Y el obispo me ha dicho que parara en tu casa y te dijera una cosa.
A Rachel se le encogió el estómago y se apretó la mano contra el delantal.
Un decreto, no de Eben el hombre, sino del obispo. Sarah sólo le llamaba así
cuando estaba enfadada con él. Rachel se sintió mal por que Sarah se viera en
mitad de todo aquello.
Finalmente, la chica dijo:
—Se ha llevado a los percherones de casa de los Lapp a nuestra casa,
Rach. Ha dicho que era para que descansaran y para darles de comer.
—Pero él me dijo que tus hermanos vendrían a traerlos a media mañana y
que me ayudarían a arar y a plantar el centeno de primavera —protestó
Rachel ligeramente, intentando mantener la calma—. ¿Están bien Dan y Ben?
Sarah asintió. Estaba ocurriendo algo, pero Rachel no lo entendía.
—Me ha dicho —continuó Sarah— que confiara en él, que confiara en
sus decisiones, y que todo se haría bien. Mira, será mejor que me vaya al
pueblo.
—Claro, pero avísame cuando estés lista para planear la boda, ¿de
acuerdo? Y, ¿podrías venir el día antes del baile del establo de este fin de
semana? Es el modo perfecto para comenzar tu rumspringa.
El rumpspringa era una temporada de la que todos los amish disfrutaban
en su adolescencia. Podían tener citas, salir hasta tarde por las noches… y
muchos iban más allá. Probaban cosas prohibidas, como las películas, las
radios, el tabaco, la bebida. En aquellos días, algunos incluso probaban las
drogas. Los amish querían asegurarse de que, cuando un miembro pedía el
bautismo, estaba seguro de lo que hacía y sabía las cosas mundanas a las que
tenía que renunciar, porque romper aquellos votos significaba el rechazo de la
comunidad.
Pero aquel momento tan importante también significaba que la Iglesia
quería ofrecerles a los más jóvenes alguna actividad ocasional que les
resultara atractiva, y casi sin supervisión. Justo antes de que Sam muriera, los
Mast habían sugerido que se celebrara una fiesta en su establo, aunque se
había pospuesto un año entero. Recientemente habían invitado a otros amish
de las comunidades cercanas. Incluso algunos de los niños de Maplecreek
irían en un coche alquilado.
Rachel vio que una sonrisa le iluminaba la cara a Sarah.
—Rach, ¿estás segura de que todavía quieres hacerlo? ¿Ahí? —le
preguntó Sarah, señalando el establo.
Rachel asintió.
—Sam dijo que debíamos hacerlo para darles a los demás una ocasión
para el cortejo. Yo estoy deseándolo, sobre todo por ver a los niños de
Maplecreek. Incluso tu padre dijo que sí.
Ante la mención de su padre, el rostro de Sarah se tornó serio de nuevo.
—Tengo que irme —dijo la muchacha, y levantó las riendas.
—Sarah —le dijo Rachel—. ¿Te dijo tu padre cuándo iban a venir los
chicos con los percherones? Creo que después de pasado mañana comenzarán
las lluvias…
Pero su voz se vio ahogada por el ruido de los cascos del caballo mientras
la calesa se alejaba.
Rachel se quedó observando cómo su amiga se iba hacia el pueblo.
Después miró el campo que tenía que sembrar, y decidió que los percherones
llevaban demasiado tiempo lejos de casa.

En media hora, había llevado a los niños a casa de Jennie y había


enganchado a Bett y a Nan a la calesa. Mientras iba de camino a la granja de
los Yoder, no podía evitar pensar en que Eben estaban intentando dirigirla,
determinar si ella se sometería a su voluntad. Y Rachel sabía que, tanto en el
hecho de plantar centeno en un campo o en el de planear su futuro, haría lo
que ella pensara que era mejor, aunque, por supuesto, también escucharía el
consejo de la comunidad amish.
Cuando llegó a la granja, se había preparado para plantarle cara a Eben,
pero sólo se encontró con dos de sus hijos: Dan, de veinte años, y Benjamín,
de dieciséis, lo cual significaba que no estaban ocupados en el ordeño
todavía. Eben le había dicho que enviaría a los chicos a que la ayudaran, pero
seguramente no había cumplido su palabra porque sentía que ella había
sobrepasado los límites con Jennie y con Mitch durante la subasta, por no
mencionar que no se había quedado encantada y ruborizada por su
proposición de matrimonio.
La granja de los Yoder era la más impresionante de todas las de los amish
de Clearview. Eben tenía la familia más numerosa, así que tenía derecho a
poseer la granja más grande y nueva también. Además, era el hombre más
rico de toda la comunidad, y no le debía nada a su familia ni a ninguna otra
familia por sus tierras.
—He venido a buscar mi tiro de trabajo —les dijo Rachel a los chicos—.
Descansarán y comerán en mi casa. Además, tienen que trabajar, y los he
echado de menos.
Los chicos intentaron convencerla de que esperara mientras iban a buscar
a su padre, pero aunque Dan salió corriendo hacia el corral, donde había ido
Eben con dos de sus hijos pequeños a atender a un ternero que se había roto
una pata, ella no se detuvo y fue directamente a la cuadra a buscar a Chester,
Gid y Cream, los amados percherones de Sam. Ben se apresuró a ayudarla, y
cuando los estaba sacando de la cuadra, Eben apareció en el umbral.
—¿Te has vuelto loca, mujer?
—Todavía no —respondió Rachel—. Y te agradezco que hayas cuidado
de mis caballos, pero no hay razón para que dependan de tu amable
hospitalidad durante más tiempo. He oído que Ben y Dan están ocupados en
este momento, y veo que tú también, así que no os entretendré más.
—No puedes llevarte a los percherones mientras vas conduciendo la
calesa.
—Me obedecen como corderos, así que no te preocupes. ¡Vamos, chicos,
sehr gut, Chester!
Los animales resoplaron y siguieron caminando, arremolinándose a su
alrededor como si fueran tanques protectores que entraran en batalla.
Al obispo Eben Yoder no le quedó más remedio que apartarse de su
camino.

Afortunadamente, Eben no tomó su calesa y siguió a Rachel por la


carretera. Su propia calesa y los cinco caballos hacían un extraño desfile, y
ella intentó mantenerse en el arcén todo lo que podía. La Old Pike Road sería
la parte más difícil de todo el camino. Tendría que entrar en Clearview, y
después tomar Ravine Road, el camino hacia su casa, desde el pueblo. Era
una carretera de sólo dos carriles, pero tenía mucho menos tráfico.
Rachel esperaba no haberse sobrepasado, no sólo por el hecho de haberse
enfrentado a Eben, sino también intentando llevarse al tiro de percherones a
casa sin ayuda. Los percherones estaban acostumbrados a tirar de la
maquinaria de trabajo hombro con hombro, no a ser dirigidos como los dos
elegantes caballos de la calesa, que iban entre ellos. Había enganchado a
Chester el primero, y era evidente que el caballo quería trotar, no estar
enganchado.
Cada vez que pasaba un coche junto a ellos, Rachel tenía que ponerse de
pie en la calesa y llamar a los caballos para que el tiro estuviera calmado.
Tenía la esperanza de encontrarse con alguien que pudiera ayudarla en
Clearview, pero cuando llegó al pueblo, no encontró a ninguna familia amish.
Respiró profundamente para darse valor y tomó Ravine Road para continuar
el camino a casa. Aún le quedaban por recorrer cuatro kilómetros.
Pronto, Bett y Nan levantaron las orejas y se dirigieron hacia el establo,
así que Rachel tuvo que tirar de las riendas para contenerlos. Pero los
percherones también olieron el aire y se dieron cuenta de que se acercaban a
casa, con lo que comenzaron a trotar más rápido. Sus enormes cascos
retumbaban en el asfalto como si fueran truenos lejanos. De repente, Rachel
oyó la bocina de un coche y se volvió a mirar.
Era una especie de Jeep, pintado con manchas de color verde y beis de
camuflaje. En él iban dos hombres riéndose, vestidos con ropa militar. Tenían
la cara sucia y la barba larga. A Rachel se le encogió el estómago al sentir la
mirada lujuriosa que le lanzó el que iba en el asiento del pasajero.
—Eh, cariñito amish, ¿vas a las carreras? —le gritó—. ¿Dónde está tu
hombre? Escucha, haznos un favor y quítate la capota.
Rachel se dio cuenta que no era del tipo de hombres con los que se podía
razonar. Tenía que continuar su camino. Sin embargo, ellos adelantaron a la
calesa y le bloquearon el paso con la furgoneta. Ella no podía escaparse por el
arcén, puesto que había una zanja que sería imposible de superar. Tenía que
aparecer alguien pronto, seguramente aparecería algún inglés que no se
comportara como si acabara de bajar de los árboles.
Con otra mirada al interior del Jeep, Rachel se asustó aún más. Tenía dos
rifles en el asiento trasero. Era la temporada de caza del ciervo, pero a Rachel
no le gustaban las armas, aunque sólo fueran para cazar.
—Déjenme pasar. Van a venir otros coches…
—Creía que os llamaban gente sencilla. ¿A ti te parece sencilla, colega?
Parece muy guapa, pero habría que verla sin la capota para saberlo con
seguridad.
—O sin algo más que la capota —dijo el conductor, y los dos se rieron.
—Mira, cariño, si te quitas la capota para que podamos echarte un buen
vistazo, nos marcharemos.
Rachel tuvo la tentación de bajarse de la calesa y tirar de los caballos
hacia el otro carril, pero ellos habrían movido el coche y le habrían bloqueado
el paso igualmente. O peor aún, habrían bajado del coche. «Oh, Dios, protege
a los tuyos», imploró al ver que el conductor se ponía en pie dentro del Jeep,
se apoyaba contra la barra protectora y hacía ademán de bajar.
—¿Te ha comido la lengua el gato? —le preguntó—. ¿Te parece que
somos demasiado bajos como para hablar con nosotros?
Rachel vio que se acercaba una furgoneta que se dirigía en la misma
dirección que ella. Era de color rojo brillante, y el conductor se aproximaba
haciendo sonar la bocina como un loco. Cuando ella se dio cuenta de que era
Mitch Randall, él ya había clavado los frenos, se había bajado y les estaba
gritando a sus acosadores. Rachel quiso advertirle a Mitch que llevaban rifles,
pero seguramente él ya lo había visto, y ella no quería darle ideas a nadie.
Además, el conductor también estaba gritando juramentos, pero había puesto
en marcha el motor.
—Es tu novia, ¿no? Pero no te preocupes, volveremos por ella…
El Jeep se alejó, y con las piernas temblando de alivio, ella se volvió
hacia Mitch.
—¿Está bien? —le preguntó él, acercándose a grandes zancadas. Rachel
asintió—. Me he quedado con su número de matrícula. Estoy seguro de que
son de ese grupo paramilitar que tiene por aquí su retiro campestre. La
pegatina que llevaban en la parte trasera del coche decía «Armas, Dios y
gloria». Y, bueno, ¿qué demonios está haciendo sola en la carretera con cinco
caballos? —le preguntó él, mientras se quitaba las gafas de sol y se las metía
en el bolsillo trasero de los pantalones.
—Estaba intentando llevarme mi tiro de trabajo a casa, y lo estaba
consiguiendo hasta que aparecieron ellos —respondió Rachel con la voz
temblorosa.
—Supongo que querrá presentar una denuncia contra ellos —dijo Mitch.
—No puedo hacerlo, señor Randall. No es nuestra forma de hacer las
cosas —le explicó ella al ver que se quedaba sorprendido—. El señor y usted
se han ocupado de las cosas.
—Pero no puede dejar que se marchen tranquilamente —protestó Mitch
—. Yo no soy de los que corren a la policía, créame, pero quién sabe lo que
podría haber ocurrido.
—Como ya he dicho, no es nuestra forma de hacer las cosas. Sin
embargo, quiero darle las gracias.
Mitch exhaló un suspiro de exasperación.
—Estuve en su casa y comprobé que no estaba —le dijo él—. Pensé que
quizá pudiera hacer las fotos y después estudiar el establo con más
detenimiento para darle una valoración detallada de las reparaciones que le
hacen falta. Sólo para que la use en un futuro, si decide renovarlo.
—Eso sería magnífico, pero hoy no. Tengo que llegar a casa con los
caballos. Esta tarde, y mañana por la mañana, tengo muchas cosas que hacer.
—Está bien —dijo él, y se acercó a acariciarle el flanco a Chester.
Aunque Mitch llevaba el pelo muy corto, la brisa se lo revolvió.
—Estoy seguro de que conseguirá llevar la calesa a casa con ayuda de
estos pequeños ponis.
Rachel se rió sin poder evitarlo, y después, cuando sus miradas se
cruzaron, se quedó seria. En aquella ocasión, fue él quien apartó los ojos
antes que ella. Rachel observó sus manos grandes, bronceadas, y de repente,
sólo se le ocurrió decir:
—Los percherones consiguen que todas las demás cosas parezcan
pequeñas.
—Salvo los problemas como los que causan esos idiotas. De veras, creo
que debería presentar una denuncia. No se preocupe de tener que ir al
juzgado, ni nada por el estilo. El comisario les hará un aviso para que esto no
vuelva a repetirse.
—Por otra parte, si presento una denuncia, ¿quién me dice que no
intentarán vengarse de mí? Lo mejor será perdonar y olvidar.
—¿De verdad lo cree?
Rachel quiso decir que sí, pero sabía que sería una mentira. Al menos,
acerca de aceptar y olvidar la extraña muerte de Sam.
—Es lo que cree mi gente —repitió ella—. Pero no olvidaré su ayuda de
hoy.
En unos minutos, escoltada por Mitch, Rachel llegó hasta el camino de
gravilla de la granja. Cuando ella estuvo a salvo dentro de su parcela, él se
despidió con la mano y siguió su camino. Rachel estaba deseando cepillar a
los caballos, darles de comer y de beber y dejar que descansaran antes del
trabajo de aquella tarde. Pero lo que encontró en el establo hizo que deseara
haberle pedido a Mitch que se quedara.

Jennie Morgan agradeció aquel momento de paz y tranquilidad. Los


cuatro pequeños habían estado muy agitados aquella mañana, tanto, que ella
les había dicho que tenían que acampar antes de comer. Así que los niños
habían extendido por el suelo de la sala de estar unas mantas a las que ella
había llamado sacos de dormir y se habían quedado dormidos de verdad.
Todos, menos Andy, que estaba haciéndose el dormido, pero que al menos
estaba callado.
Ella fue a la cocina a hacer macarrones con queso y después decidió
tomarse un descanso. Sólo unos minutos con Laura.
Jennie recorrió de puntillas el pasillo hasta la puerta más alejada. Aquella
granja de mil novecientos setenta había sido una vez el sueño de Mike y el de
ella, pero después se había convertido en una pesadilla. Sin embargo, aquella
habitación, su santuario privado, la reconfortaba. Era como ir a rezar a una
tumba y recordar, porque Laura no tenía sepultura en la que ella pudiera dejar
flores.
Abrió la puerta y entró rápida y sigilosamente. Después volvió a cerrar.
Entonces encendió la luz. Siempre olía un poco a moho al entrar, pero ella
nunca abría las cortinas ni las ventanas. Jennie no quería que nadie más
entrara allí. Quería que aquel lugar permaneciera tal y como había sido antes
de que todo comenzara a ir tan mal.
Jennie había leído, una vez, que la reina Victoria de Inglaterra había
mantenido los efectos personales de su marido colocados en su habitación
exactamente igual que estaban en el momento en que él murió. Sus zapatillas,
su cepillo del pelo, su último periódico… La reina había culpado a su hijo de
la neumonía fatal del príncipe Alberto, porque su marido había ido a visitar a
aquel vago, y ella nunca lo había perdonado. La gente decía que se había
vuelto loca, pero Jennie lo entendía.
Se apoyó contra la cama, sobre la que había una colección de peluches.
En una de las estanterías estaba la colección de muñecas Barbie de Laura, y
sobre la cómoda y el tocador todavía descansaban sus cosméticos, por los que
Jennie pasaba el plumero todos los días. Encima del escritorio había una pila
de deberes, y encima de los folios, un examen de biología. Jennie levantó la
vista hasta el espejo, donde había una fotografía de Bruce Springsteen
enganchada en el marco y algunos recibos de las compras que Laura había
hecho por su décimo sexto cumpleaños a Southwick Mall, en Toledo. El
vestido de uno de aquellos recibos era el que llevaba Laura aquella última
noche.
Jennie cayó de rodillas sobre la alfombra rosa descolorida, agarrándose a
la colcha, con la cara escondida en la tela de flores. Durante un momento, se
limitó a escuchar el viento, que sacudía las contraventanas. Después comenzó
a sollozar silenciosamente, entrecortadamente, hasta que de repente se quedó
en silencio al oír que el pomo de la puerta giraba. Ojalá la puerta se abriera de
par en par y entrara Laura, llena de vida y de diversión.
Jennie observó, anonadada, cómo se abría la puerta y vio la cabeza rojiza
de Andy Mast asomándose antes de gritarle que saliera de allí.
Capítulo 5
Rachel dejó la calesa fuera e hizo entrar a los percherones en el establo. Y
se quedó helada.
Alguien había llenado los cinco abrevaderos de los caballos de agua
nueva, y había puesto heno fresco en los comederos. También habían puesto
heno limpio en el suelo, que había estado barrido y limpio durante varios
días, en ausencia de los animales.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó Rachel, primero en alemán y después en
inglés.
Sin soltar las riendas, miró a su alrededor y hacia arriba, pero no vio nada
más que los rayos de sol que entraban por la cúpula y el polvo del heno que
flotaba en el ambiente. Así que quien hubiera llenado los comederos acababa
de hacerlo.
Mitch le había dicho que había pasado por allí para buscarla, pero él no
sabría hacer aquello. Los Yoder no podían haber llegado antes que ella.
Quizá hu— biera sido Jennie… pero había algo que asustaba mucho a
Rachel, y era el modo en que estaban hechas las cosas. El agua estaba al nivel
exacto al que Sam la dejaba, y también el heno estaba colocado en el centro
de los comederos, tal y como Sam lo ponía. Y el hecho de poner heno limpio
en el suelo por si los animales querían tumbarse… sólo Sam hacía aquello.
Rachel se dio la vuelta y vio el sombrero de Sam, que no se había
atrevido a tocar todavía. Estaba en el perchero, pero en una percha diferente.
Después de atar a los caballos fuera de sus compartimientos para evitar que
comieran o bebieran justo después de haber trotado y que sufrieran un cólico,
Rachel tomó el sombrero y fue hacia la casa. Entró por la puerta de la cocina,
tomó sus gafas de la mesa, se las puso y salió de nuevo. Se apoyó en la pared
del establo e inspeccionó el sombrero atentamente.
Parecía de la talla de Sam, y tenía marcas de sudor por dentro, que
confirmaban el hecho de que estaba muy usado, como estaban los de Sam
antes de que él decidiera comprar uno nuevo. Los dos clavos continuaban en
la cinta, pero el que antes estaba atravesando el alero estaba bien colocado.
Y… sin aliento, Rachel comprobó que había unos cabellos rojizos
enganchados entre la paja del sombrero, que tenían que ser de Sam.
Rachel cerró los ojos y se apretó el sombrero contra el pecho. «Siempre
intenté quererte con toda el alma, Sam. Y ahora estoy intentando querer a los
hermanos amish, obedecer a los mayores, pero tengo que saber qué fue lo que
te ocurrió en realidad. No puedo aceptar que murieras en un accidente, y no
puedo aceptar a Eben como mi marido».
Bett relinchó en el establo, y Rachel miró de nuevo el sombrero. Decidida
a hacer algunas preguntas sobre él, sobre el heno y el agua, volvió al establo
y dejó el sombrero colgado en su percha. Cerró las puertas y se subió de
nuevo a la calesa. Antes de dar de comer a los percherones y comenzar a
trabajar en el campo de centeno, quería comprobar que los mellizos estaban
bien, y quería pedirle a Jennie que la acompañaran para que vieran cómo
trabajaba.
Y no quería quedarse allí sola, no en aquel momento. Ni siquiera en
medio del huerto, ni en el campo, ni el jardín a plena luz del día.

Sus preocupaciones continuaron, porque Jennie le dijo que ella no había


llenado los abrevaderos ni los comederos de los caballos, pero aun así,
Rachel trabajó aquella tarde, con alegría, su campo oeste, corriendo detrás del
tiro mientras Jennie y los cuatro niños le hacían compañía.
Estaba arando el campo para poder plantar el centeno al día siguiente.
Rachel se imaginaba las espigas verdes, flexibles, meciéndose con la brisa
durante el mayo siguiente, como si fueran un campo de trigo en invierno.
Había llegado el otoño. Rachel sentía la calidez del sol en la espalda y la
brisa fresca en la cara. Sobre ella volaba una bandada de gansos que se
dirigían al sur, formando una uve perfecta. Aquel día, el silbido del tren al
pasar hizo que el rugido de los motores dobles pareciera alegre y no solitario,
como parecía cuando pasaba de noche.
Era delicioso estar viva, pensó.
Mientras giraba en una de las esquinas del campo, Rachel se dio cuenta
de que los niños estaban de pie en la manta que habían colocado en el suelo,
señalándole a Jennie el tren con un dedo. Sam los llevaba a menudo cerca de
las vías, a verlo pasar. Sin embargo, desde su muerte, Rachel les había
prohibido que volvieran a acercarse por miedo a que pudiera haber un
accidente.
Al dar otra vuelta, notó que comenzaban a dolerle los hombros y los
músculos de las piernas, pero era un buen dolor. Si seguía manteniendo el
ritmo de producción que había conseguido hasta aquel momento, podría
hacer frente a los pagos de la granja. El beneficio que obtuvieran Jennie y ella
del campo de calabazas también sería una gran ayuda. Rachel no tenía miedo
del trabajo de la granja. Al contrario, disfrutaba de él. Sam había muerto, y
ella le debía dinero al hermano de Sam, Zebulon, que vivía en Maplecreek.
Y, lo más importante de todo, tenía dos preciosos niños a los que cuidar y
criar.
—Aquellos que siembran con lágrimas recogerán con alegría —recitó en
voz alta, y Chester levantó las orejas.
Fue entonces, en la vuelta siguiente, cuando vio algo que se movía junto a
las pilas de madera, a lo lejos. Al principio, los colores de los árboles la
distrajeron, pero después distinguió claramente la figura de un hombre
vestido con ropa oscura, sin sombrero, escondiéndose detrás de un tronco.
Alguien la estaba vigilando desde su propia leñera.
Para calmar el pánico, Rachel miró a Jennie y a los niños. Aaron la saludó
con la mano, mientras Andy lanzaba bellotas contra la valla.
Rachel volvió la mirada de nuevo hacia la leña, y estuvo a punto de
tropezarse. Lo que le faltaba era caerse al suelo y que los caballos la
arrastraran. Sin embargo, miró de nuevo para comprobar si aquel extraño
seguía allí. Los castaños de indias ya habían perdido todo el follaje, y ella se
preguntó si lo que había visto no habría sido uno de sus oscuros troncos, y no
a un hombre.
Rachel dejó el arado fuera y condujo el tiro hacia el establo. Mientras los
gemelos y sus amigos corrían a su alrededor, Jennie se acercó a Rachel con la
manta doblada entre las manos, y Rachel aminoró el paso para que ella los
alcanzara. De todas formas, estaba tan cansada como los caballos.
—Cuando estaba terminando —le dijo a Jennie, asegurándose de que los
niños no oyeran nada— me ha parecido ver a un hombre junto a la leña. ¿Tú
has visto algo? Ya sabes cómo soy yo sin las gafas.
—¿Junto a las pilas de leña? Te refieres al hombre que había en la
carretera…
¿Más de uno? ¿O el mismo hombre moviéndose por allí para encontrar el
mejor punto de observación?
—¿Qué estaba haciendo?
—Supongo que observar. No vi ningún coche, ni una calesa. No sé —dijo
Jennie, encogiéndose de hombros—. Quizá estaba mirando cómo una mujer
amish araba un campo andando. Corriendo, mejor dicho. Es algo poco común
por aquí. Quizá quisiera sacar una foto, o algo así.
Mitch.
—¿Llevaba cámara?
—Creo que no.
—Sé que estaba lejos, pero ¿podrías describírmelo?
—Mmm… Llevaba ropa oscura, y algo como un abrigo o una chaqueta
larga. No estoy segura de qué color tenía el pelo porque llevaba sombrero.
—¿Un sombrero amish, una gorra de béisbol, o qué?
—¡Rachel, no lo sé! No puedo distinguir el estilo de un sombrero a tanta
distancia. ¿Qué te pasa? ¿Estás preocupada por si acaso esos tipos
paramilitares te han seguido hasta casa?
—No, no. Es sólo que estoy demasiado sensible. Quiero que las cosas
salgan bien ahora.
—Dios sabe que te lo mereces —dijo Jennie—. Perdóname, no quería ser
tan seca.
—No tiene importancia.
Rachel metió a los caballos en el establo y Jennie se quedó en la puerta.
Los niños ya estaban dentro, acariciando a Mila. Rachel se atrevió a mirar el
sombrero de paja. Continuaba en el mismo lugar; nadie lo había tocado. Sí, se
había asustado demasiado sin motivo. Nadie la estaba vigilando. La gente del
pueblo, por no mencionar a los turistas, algunas veces se paraban a mirar
cómo los amish cultivaban sus campos. Era posible que preguntara en la
comunidad si alguien había encontrado aquel sombrero en alguna visita a su
granero, olvidado en el suelo en algún rincón, y lo había dejado colgado de la
percha. Pero de todas formas, tenía que calmarse.
—Sería estupendo —dijo Jennie con los ojos cerrados y la cara vuelta
hacia el sol, apoyada contra la puerta del granero— pasar buenos ratos aquí.
Si todavía vas a dar esa fiesta el sábado, estoy dispuesta a ayudarte.
—Acepto el ofrecimiento y te lo agradezco —le dijo Rachel mientras
comenzaba a desenganchar a los animales—. Vendrán los siete adolescentes
de esta comunidad, y además, he recibido una carta de Maplecreek, en la que
me dicen que van a venir de allí varias furgonetas llenas de chicos de su
comunidad. Y quién sabe cuántos más vendrán de las otras comunidades de
Ohio. Nos vendrá muy bien la ayuda durante el baile.
—¿Un baile? —preguntó Andy—. ¿Podemos ir nosotros?
Rachel iba a decirle que no, pero los gemelos también necesitaban tener
buenos recuerdos de aquel establo.
—Sólo un ratito. Si cuando yo diga que es hora de irse a la cama,
obedecéis sin rechistar.
—¡Sí! —dijo Aaron, y levantó la mano como si la profesora hubiera
hecho una pregunta en clase y él quisiera responderla.
Andy miró a Jennie.
—Yo también. No volveré a ir donde no debo nunca más.
«Oh, vaya», pensó Rachel. «Ha debido de fisgonear en los armarios de la
cocina de Jennie otra vez».
Tendría que hablar con él sobre aquello.

Aquella noche, Rachel durmió como un tronco hasta que, de repente, se


despertó. Todavía faltaban unas horas para el amanecer.
Pero ¿qué era lo que la había sacado de un sueño tan profundo? Cinco
minutos después, aunque no había oído nada, seguía con los ojos abiertos,
tumbada en la oscuridad, escuchando los ruidos de la noche. Nada más. Sin
embargo, sacó la linterna del cajón de la mesilla de noche y se levantó para ir
a ver a los niños. Recorrió de puntillas el pasillo y alumbró dentro de la
habitación de sus hijos. Andy estaba dormido. Aaron no estaba en su cama.
A Rachel se le hizo un nudo de angustia en el estómago. Aaron era
sonámbulo, aunque no había caminado en sueños durante todo el verano.
Había empeorado cuando su padre había muerto. Se levantaba dormido, pero
con los ojos abiertos, y bajaba las escaleras sin tambalearse, hasta que por
algún motivo se despertaba y comenzaba a gritar de terror. Rachel había
pensado que por fin lo había superado, tal y como los dos niños habían
superado el lenguaje secreto en el que hablaban cuando eran más pequeños.
Ella recorrió todas las habitaciones con la linterna, buscando a Aaron, y
después bajó corriendo las escaleras. Sin embargo, no lo encontró ni en la
cocina, ni en el salón ni en la sala de estar. La puerta trasera estaba cerrada
por dentro. Rachel quería pararse para encender un farol, pero estaba
empezando a sucumbir al pánico. Ella raramente lo llamaba por miedo a que
se despertara y comenzara a gritar.
Sin embargo, en aquel momento el grito de terror de su hijo le atravesó el
alma. Alumbrando el camino con la linterna siguió el sonido del grito y llegó
hasta el sótano, donde la oscuridad era total.
—Aaron —le dijo ella, buscándolo—. No pasa nada. Mamm está aquí.
Sin embargo, no lo veía, y sólo podía guiarse por sus gemidos entre los
sacos de cebollas, nabos y patatas. Finalmente, el niño se quedó en silencio.
—¿Aaron? Estoy aquí, hijo mío.
Por fin lo encontró acurrucado en el suelo, a los pies de dos viejos
caballitos tallados que Sam les había hecho a los niños. Se les habían
quedado pequeños pero Rachel no había querido deshacerse de ellos, así que
habían terminado allí.

Aaron luchó por abrir los ojos. Al menos, era Mamm la que estaba allí, y
no Daadi, porque había empezado a darle miedo. Mamm se sentó en el suelo,
a su lado, y lo abrazó.
—No pasa nada —le dijo ella mientras lo mecía—. No te asustes, no pasa
nada.
Él se secó las lágrimas y se acurrucó contra ella. Mamm lo abrazó durante
mucho tiempo, y le canturreó con la voz dulce. Al final se le quebró la voz y
dejó de hablar, pero él no quería que se callara. A él le gustaba cómo su voz
llenaba el aire. Sería mejor que se lo contara todo.
—Ha vuelto al establo con los caballos —dijo—. Daadi quiere que salga
y que le ayude a darles de comer, pero ahí fuera está muy oscuro.
Cuando Mamm intentó hablar, al principio no pudo.
—Sólo ha sido un sueño —le dijo por fin, después de carraspear—. Hoy
has visto a Mamm arando, y me has oído preguntarle a Jennie si ella les había
puesto el heno a los caballos, y eso te ha recordado a Daadi, eso es todo. Pero
eso es un sueño y un buen recuerdo. Te has acordado de Daadi en el establo,
con los caballos.
Aaron no quería disgustarla, pero sacudió la cabeza fuertemente contra su
pecho.
—Está enfadado contigo, Mamm, porque tú estás haciendo su trabajo. Él
es el jefe, no tú.
Ella lo abrazó con más fuerza.
—Yo… sé que él te dijo eso hace mucho tiempo, Aaron. Pero Mamm
tiene que ser la jefa ahora que él se ha ido. Y no se ha ido al establo. Eso ya
te lo he explicado, y no quiero volver a tener que decírtelo de nuevo.

—¿Se da cuenta, señora Mast, de que su establo está construido al estilo


inglés y no al estilo alemán? —le preguntó Mitch Randall al día siguiente,
por la tarde. Rachel se dio cuenta de que le brillaban los ojos. Estaba
bromeando.
—Entonces, supongo que hay algo que los ingleses hicieron bien,
comparados con los alemanes —respondió ella sin poder evitar una sonrisa.
Entraron juntos, y con él tuvo la sensación, por primera vez durante
varios días, de sentirse segura en el establo.
—¿Tardará mucho en saber cuáles son las reparaciones que hacen falta?
—le preguntó, mientras se detenían en la zona de trillado.
—No, más o menos lo mismo que he tardado en hacer esas estupendas
fotografías —respondió Mitch. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y dio unos
golpecitos contra la carpeta sobre la que iba a escribir.
Rachel asintió. Él había pasado una hora con la cámara por el establo
mientras ella terminaba de plantar el centeno aquella mañana, atendía a los
caballos y se lavaba. Estaba exhausta al empezar el trabajo, porque lo que
había ocurrido con Aaron la había dejado muy inquieta. Después de acostarlo
y acompañarlo hasta que se durmió, ella no había sido capaz de conciliar el
sueño. Sin embargo, a medida que transcurría el día, el ejercicio la había
fortalecido, o quizá hubiera sido la presencia de Mitch.
—Este viejo establo es espléndido —le dijo él, mirando la cúpula—. Lo
más fascinante de estas construcciones es que el interior, el esqueleto, por
decirlo de algún modo, está totalmente expuesto a la vista, al contrario de lo
que ocurre con la gente. Así que, con un poco de conocimiento, no es difícil
diagnosticar las patologías.
—Estaría muy bien que los médicos pudieran hacer eso con los pacientes
—dijo Rachel, y él asintió.
A ella le resultaba excitante pensar en lo bien que se entendían, aunque
fueran tan distintos.
—¿Le importaría ir escribiendo las cosas para que yo tenga las manos
libres y pueda trepar un poco? —le preguntó él, y le tendió la carpeta.
—De acuerdo —respondió Rachel.
Mitch subió por la escalera y recorrió el pajar, hablando desde las alturas
y haciendo comentarios sobre las estacas y las vigas que necesitaban
reparaciones. Le dictó a Rachel los diferentes tipos de madera que iba
encontrándose: roble, arce, nogal y olmo en las vigas y los tablones del
tejado.
—¿Cree que el riel del que cuelga el gancho del heno está bien fijado al
techo? —le preguntó Rachel—. Quizá entre agua por ahí.
—Necesitaría montar un andamio con dos escaleras para echarle un
vistazo, pero puedo hacerlo.
—Oh, no se preocupe. Quizá otro día. No quiero que se arriesgue a
caerse.
Después, Rachel vio que él subía por la pequeña escalera que ascendía
hasta el interior de la cúpula.
—¡Tenga cuidado ahí arriba! —le gritó—. ¡Ya me ha dicho que hay que
repararlo!
—Eso es cierto. Y no suba hasta que esté arreglado.
—Sin embargo, es toda una tentación. Las vistas desde ahí arriba son
maravillosas.
Mitch miró hacía abajo, directamente hacia ella, apoyándose con los
brazos por encima de la cabeza. Tenía las piernas abiertas para mantener el
equilibrio sobre la estrecha pasarela que rodeaba la sección central abierta de
la cúpula. Desde allí, a través de las lamas rotas, se veían los campos y las
vías del tren, y más allá. Rachel se imaginaba lo preciosa que debía de ser la
escena en aquel momento, a comienzos de otoño, con todos sus colores. Sin
embargo, él continuaba mirando hacia abajo, no hacia fuera.
—Es cierto, hay una vista maravillosa —dijo Mitch, y después se irguió y
miró a través de los tablones—. Apunte que el tejado necesita unos cuantos
parches, porque uno nuevo resultaría prohibitivo en este momento —su voz
comenzó a sonar más alta a medida que él descendía—. Es asombroso cómo
esas viejas tejas de asfalto se han fundido tan bien con la pizarra original.
Cuando llegó al pajar de nuevo, miró hacia arriba a su alrededor.
—Cómo me gusta ver todas esas vigas por todas partes. Aún se nota la
huella de la azuela de los pioneros. Esa herramienta no se usa desde hace
muchos años, y casi nadie la reconocería. ¿Y usted? —le preguntó a Rachel,
mirándola.
—Tengo que admitir que no. ¿De qué le parece que es el suelo? —
inquirió ella a su vez. De repente, se sentía nerviosa de nuevo. Él había
saltado a la zona de trillado y estaba dando palmas para quitarse el polvo de
las manos.
—En la parte central del establo la madera está bien. Son tablas muy
gruesas, y soportan bien el paso del tiempo a menos que el tejado se
deteriore. Es en la parte de los animales donde hace falta repararlo.
—Pero nosotros… yo mantengo el establo muy limpio.
—Sí, ya me he dado cuenta, pero estamos hablando de ciento cincuenta
años de uso. ¿Alguna vez se ha preguntado quiénes han sido los dueños del
establo antes que usted? —le preguntó él, mientras salían de allí. Al pasar
junto a los compartimientos de los caballos, Mitch le acarició la nariz a Bett.
—Sí, pero sólo conozco a la viuda que nos lo vendió a nosotros.
—Una viuda, ¿eh? —murmuró él. Tomó la carpeta y leyó rápidamente lo
que ella había escrito—. Tiene usted una preciosa letra, señora Mast.
—Antes era maestra. Bueno, sólo lo fui durante dos años.
Él asintió y sonrió al elevar la vista de la carpeta. Hubo un momento de
silencio.
—Señora Mast, me gustaría hacer un trato con usted. No —dijo, al ver
que ella comenzaba a protestar—. Por favor, escúcheme. No es para
comprarle el establo. No exactamente.
Rachel se agarró las manos por detrás de la espalda y se quedó callada.
—Me gustaría ofrecerle algunas reparaciones gratis, o mejor dicho, a
cambio de que me permita usar las fotografías que he hecho hoy en mis
anuncios y mi página de Internet.
—Oh, algo comercial. No puedo.
—Yo protegería su identidad y la situación del establo —le prometió él
—. Simplemente, diría que es uno de los muchos establos de Ohio. Usted y
yo podríamos confeccionar una lista de las reparaciones prioritarias. Lo
primero, la cúpula, y después las dos vigas de carga, y más tarde, el suelo. Yo
tomaría fotos de mi trabajo mientras lo llevo a cabo, y las usaría también para
promocionarme.
—No sé —titubeó ella—. Quizá le pida a los de conservación del
condado que declaren el establo bien histórico —añadió, y apartó la mirada.
—Pero eso, o lo que yo le propongo, no haría que el establo dejara de ser
un lugar de trabajo, y para que cumpla su función va a necesitar las
reparaciones.
Por muy grande que fuera el regalo de poder hacer aquellas reparaciones
gratis, Rachel sabía que debería decirle a Mitch Randall que no en aquel
mismo momento. Tenía que sofocar aquel impulso antes de tener que ir a
pedir permiso para aquellas cosas mundanas e inusuales a los mayores y a
Eben. Incluso había estado dudando sobre si pedirles consejo sobre la
declaración de bien histórico del establo, y había decidido esperar a que Linc
McGowan se pusiera en contacto con ella antes de mencionárselo a Eben.
Pero cuando Rachel abrió la boca para decir que no, Mitch dijo:
—¿Sabe? Mucha gente mira los establos de madera y piensan que sólo
son cosas viejas, o sólo se dan cuenta de la pátina del tiempo. Aunque
parezca una tontería, algunas veces yo veo dibujos en una madera como ésta.
Veo a gente, veo lugares, mapas, e incluso nubes y agua, como en los lagos.
—¿Los Grandes Lagos? —preguntó Rachel sin poder evitarlo—. Yo
siempre he querido ver el lago Erie —añadió antes de ser capaz de
contenerse.
Pero Rachel nunca había oído a nadie, y mucho menos a un hombre, decir
algo como que se imaginaba que veía cosas en la madera. Aquello le asustaba
porque significaba que Mitch se parecía mucho a ella. Y el hecho de que un
hombre inglés y una mujer amish sintieran las mismas cosas y tuvieran la
misma nostalgia no sólo era una ridiculez. Era algo absolutamente prohibido.
Capítulo 6
Rachel estaba tan contenta que iba casi dando brincos por el camino.
Como si fuera un regalo de Dios, le habían ofrecido reparar el establo gratis.
Y era posible que, más adelante, consiguiera reunir el valor suficiente como
para hacerle más preguntas a Mitch sobre si el riel de la polea podría haber
dejado que el gancho de cincuenta kilos cayera sobre Sam. Aquello
significaría que no aceptaba la voluntad de Dios, como los hermanos creían,
pero el deseo de saber la verdad, aunque estuviera prohibida, la estaba
reconcomiendo por dentro.
Estaba casi segura de que Eben, como obispo, y los otros dos
predicadores de la iglesia le permitirían a Mitch usar las fotografías de su
establo si no revelaba dónde estaba situado. Los establos amish de
Maplecreek, las casa y los campos, habían salido en fotografías de
calendarios, e incluso se habían publicado en libros. Cuando Mitch la había
invitado a ver su propia casa, la que él se estaba haciendo con un viejo
establo, Rachel le había dicho que si conseguía convencer a Jennie para que
la acompañara, iría. Después de todo, tenía que saber si aquel hombre era
bueno antes de permitir que se acercara más a su establo.
Rachel comenzó a andar por el campo de calabazas, entre las lianas
enredadas, que se extendía hasta el patio delantero de la casa de Jennie, y que
iba paralelo a un campo de maíz más grande. Decidió caminar hacia el maíz,
porque le resultaría más fácil avanzar entre las filas anchas del campo.
Aquella cosecha casi estaba lista para la recogida. Las mazorcas estaban muy
gruesas, y los tallos y las hojas estaban secos y crujientes.
De repente, tuvo la sensación de que las espigas se la tragaban y se puso
nerviosa. Comenzó a andar más rápidamente, y la capota se le fue cayendo de
la cabeza hasta el hombro. Cuando era niña, le encantaba correr entre el maíz
hacia casa. Sin embargo, en aquel campo la cosecha era casi medio metro
más alta que ella, y no le permitía ver nada más allá de las plantas.
Rachel caminó por un surco recto hasta que el camino se torció para
rodear el contorno de la leñera. Entonces ella comenzó a caminar incluso más
deprisa, y después se detuvo, sin aliento. Había oído algo tras ella, en el
campo, algo que no era el viento. Había alguien más caminando entre el
maíz, no en aquel surco, pero sí muy cerca. Era algo grande. Quizá un ciervo.
Pero, normalmente, si un ciervo olisqueaba a una persona, no se acercaría, y
mucho menos haciendo ruido.
Asustada, Rachel echó a correr, intentando encoger los hombros para que
las hojas no se le engancharan en el vestido. Las mazorcas le golpeaban al
pasar, como si quisieran hacerla retroceder. Jadeando, intentando no prestarle
atención al dolor que sentía en el costado, siguió corriendo. Pese a que el día
había comenzado soleado, en aquellos momentos, el cielo estaba cada vez
más oscuro. Incluso por encima del sonido de su respiración entrecortada,
Rachel notó, por el ruido que hacía su perseguidor, que se estaba acercando
más y más a ella. ¿Estaba en aquel mismo surco, o en el siguiente? Estaba
muy cerca, y sin embargo, ella no podía ver nada. Pensó en gritar, por si
acaso era un cazador que pensaba que ella era un ciervo asustado, pero tenía
los pulmones a punto de estallar. Y no quería que él, aquella bestia invisible,
la encontrara.
De repente tuvo una idea salvaje. Más de una vez, Sam la había
perseguido por los campos de maíz de sus familias, cuando la estaba
cortejando. Cuando la atrapaba, la besaba, pero en aquel momento, el campo
estaba susurrando, gritando… «Daadi está enfadado contigo, Mamm, porque
estás haciendo su trabajo. Está enfadado contigo, Mamm, enfadado…».
Jadeando, Rachel consiguió salir del campo de maíz y se encontró en el
patio de la casa de Jennie. Nunca había estado tan feliz de ver aquella casa,
aunque allí había un coche extraño, que significaba que su amiga tenía visita.
Corrió a esconderse tras el garaje, y asomó la cabeza por la esquina para ver
quién más salía de entre el maíz que crujía a causa del viento.
Pero aquéllos fueron los únicos sonidos que oyó. Nadie salió como
expelido del maíz, igual que había salido ella. Nadie en absoluto.
Rachel se apoyó contra el muro trasero de la casa de Jennie y se cubrió la
cara con las manos. Ella lo había oído. No se lo había imaginado. Aunque en
realidad, podría haber sido una broma pesada de alguien, o sólo un ciervo, y
ella había huido como si la estuviera persiguiendo el mismo demonio.
Lentamente, Rachel recuperó el aliento. Se colocó la cofia y se puso de
nuevo la capota, que le colgaba del cuello. Entonces, se sobresaltó al oír un
ruido tras ella. Jennie había abierto la puerta trasera y había salido.
—¿Qué estás haciendo ahí? —le preguntó—. ¿Estás bien? Parece que has
visto un fantasma.
Rachel quiso decirle lo que había ocurrido, pero los gemelos salieron
corriendo de la casa hacia ella, y ella se agachó para abrazarlos.
—Es que he venido corriendo para que no me alcanzara la tormenta —
pudo decir por fin—. No tenía aliento.
—Ya está llegando. Yo te llevaré a casa más tarde —le dijo Jennie,
haciéndole un gesto para que entrara en la casa.
—Será mejor que nos vayamos ya —protestó Rachel—. Además, he visto
que tienes compañía.
—La compañía —replicó Jennie, sonriendo—, no es sólo para mí, sino
para ti también. Vamos, entra.

—Rachel, te presento a Linc McGowan, el amigo del que te he hablado


—dijo Jennie, señalando cortésmente a un hombre elegante que se levantaba
del sofá de la sala de estar.
No tenía ni una de sus prematuras canas fuera de lugar, y sus pantalones,
camisa de punto y chaqueta de color gris perla iban a juego con su pelo,
incluso con sus ojos plateados. Iba tan perfectamente arreglado que Rachel,
que había crecido escuchando que era pecado de orgullo preocuparse por la
apariencia, se dio cuenta de que ella debía de parecer algo que el gato había
arrastrado de la calle.
—Me alegro mucho de conocerla —dijo Linc con un ligero asentimiento.
Era evidente que sabía que no debía intentar estrecharle la mano a una
mujer amish, y aquello estaba bien, pensó Rachel. Parecía un poco chapado a
la antigua, y eso también la complació. Incluso su tono de voz era suave y
controlado, tal y como se les enseñaba a los amish que debían hablar.
Linc le indicó que se sentara y Rachel se dio cuenta de que Jennie se
había llevado a los niños a la cocina, seguramente, para que ella tuviera la
oportunidad de hablar con aquel hombre sin quedarse realmente a solas con
él. De aquel modo, podría concentrarse en lo que él tuviera que decirle.
—Jennie me ha comentado que está pensando en solicitar que se registre
su establo como bien artístico —dijo Linc. Tiró hacia arriba ligeramente de
cada pernera del pantalón antes de sentarse, seguramente para que no se le
arrugaran—. Me parece una estupenda idea, y estaré encantado de servirle de
guía durante el proceso, señora Mast.
—Aún no lo he decidido, porque estoy pensando en hacer algunas
reparaciones básicas —le explicó ella—. Por eso Jennie pensó que yo debería
estar protegida de alguien que pudiera querer cambiar demasiado el establo.
Pero aún pienso que registrarlo puede ser una buena idea, así que le
agradezco su consejo y su información —añadió. Estaba sentada al otro
extremo del sofá, casi al borde, pero de cara a su interlocutor—. Supongo que
le gustaría verlo primero.
—En realidad, llevo observando su establo durante años. Bueno, es una
exageración —se corrigió él rápidamente, y se encogió de hombros—. He
pasado junto a él en coche frecuentemente, y antes de que usted fuera su
propietaria estuve varias veces en el interior.
—Cuando era de la familia Bricker.
—Exacto. Su establo tiene una historia larga y venerable —continuó él,
que evidentemente estaba disfrutando del hecho de ser el centro de la
atención—. Yo he dedicado mi vida a estudiar la historia de Ohio, y nuestros
establos son una gran parte de ella, como grandes álbumes de familia, si uno
sabe cómo leerlos bien. Ahora estoy en periodo sabático para escribir, pero
yo siempre les digo a mis alumnos que no fueron los aventureros y los
exploradores los que dominaron Norteamérica, sino los granjeros con sus
establos junto a los huertos y las plantaciones.
Rachel esperó a ver si continuaba, pero cuando él la miró esperando su
aprobación, dijo:
—Estoy segura de que es usted un estupendo profesor. Y me gustaría
escuchar lo que tiene que decirme sobre el establo, para poder explicárselo a
los líderes de mi Iglesia —añadió, intentando encauzar la conversación—.
Así que si pudiera explicarme las ventajas y desventajas….
Entonces, él la sorprendió. Se inclinó hacia delante y susurró:
—En realidad, me gustaría visitar el granero, para poder rellenar los
formularios de la solicitud. Pero tengo que decirle que no sólo estoy
entusiasmado por ayudarla a conservar su magnífico establo. Llevo años
intentando conseguir una cita con Jennie Morgan, así que espero que no le
importe que intente involucrarla en esto a ella también. Me sentí halagado
cuando me lo pidió.
En aquel momento, Rachel comenzó a sentirse más cómoda con él. Las
mujeres amish eran eternas casamenteras, y a ella siempre le había
preocupado que Jennie estuviera tan sola. Alguien le había dicho que todavía
estaba enamorada de su ex marido, pero Rachel notaba que había algún
motivo más en aquella soledad.
—Deje que le invite a usted y a Jennie a comer mañana, y después
podremos visitar el granero —le propuso Rachel, sonriéndole con
complicidad—. Diré que fue idea mía, porque lo ha sido.
—Entonces, ya le debo cualquier ayuda que pueda prestarle —dijo Linc,
y estiró el brazo para tomar un maletín de cuero que estaba junto al sofá—.
Ahora, permítame que le explique unas cuantas cosas, y después puede
preguntarle a Jennie por la comida de mañana.

Al día siguiente, Rachel terminó invitando también a Mitch a comer. Él


paró por la granja para llevarle un contrato de acuerdo para que ella lo leyera
y, si quería, lo firmara con él. Había estado lloviendo durante horas, e
invitarlo era una cuestión de hospitalidad. Rachel vio cómo olisqueaba el
aroma de la comida y volvía la cabeza en dirección al sonido de las voces de
sus invitados.
—Le agradezco que lo haya escrito todo —le dijo Rachel en la puerta—,
pero yo no creo en firmar acuerdos. Mi palabra, la palabra amish, es válida.
—Lo creo —dijo él, un poco molesto, o quizá avergonzado—. Sólo
quería que usted entendiera con claridad lo que yo le he propuesto.
Sus miradas se encontraron y ella asintió.
—Entonces, entre y siéntese a comer mientras se seca. Puede conocer a
alguien que ha venido a echarle un vistazo al establo.
Rachel se dio cuenta de que había despertado la curiosidad de Mitch
cuando él entraba en la cocina con ella.
—Mitch Randall, le presento a Lincoln McGowan —dijo ella—. Y a mi
amiga, Jennie Morgan. Los niños son sus nietos, Jeff y Mike, y mis hijos,
Andy sentado a la derecha y Aaron a la izquierda.
—Como dos gotas de agua, de eso no hay duda —dijo Linc, mientras se
adelantaba para estrecharle la mano a Mitch—. Su nombre me resulta
familiar —le dijo—. Yo fui profesor en el instituto de Clearview durante
años, y también en varias universidades del estado. En la actualidad estoy en
periodo sabático de mi trabajo en la Ohio Southern University, y colaboro
con el Departamento de Conservación Histórica de Ohio.
—Los departamentos gubernamentales, locales o nacionales, no son el
sitio donde nos hemos conocido —respondió Mitch en un tono de voz frío—.
A menos que yo estuviera allí demandándolos o protestando. He leído sus
artículos en los periódicos locales. Recuerdo sobre todo uno de no hace
mucho, en el que decía que el tipo de trabajo de conservación que yo hago es
desfigurar el pasado y traicionar el presente —Mitch se cruzó de brazos y
arqueó las cejas en un gesto de desafío—. Y usted mencionó mi nombre en el
artículo, así que quizá por eso le resulte familiar.
«Oh, oh», pensó Rachel.
—Ah, tiene razón —respondió Linc mientras se sentaba de nuevo—. No
es nada personal. Los derechos derivados de la Primera Enmienda, ya sabe.
—¿El hecho de utilizar nombres no lo convierte en algo personal? —
replicó Mitch.
Rachel intervino.
—Los norteamericanos son buenos en muchas cosas, incluido el hecho de
no estar de acuerdo en algo. Pero también son capaces de sentarse a compartir
el pan.
Rachel le lanzó a Jennie una mirada de exasperación cuando los dos
hombres continuaron lanzándose miradas asesinas. Jennie la incomodó al
articular con los labios mientras señalaba a Mitch con la cabeza:
—Guapísimo pero peligroso.
—Al menos, los dos nos preocupamos de conservar este establo —
admitió Mitch.
—Aunque veamos las cosas desde un punto de vista completamente
distinto —insistió Linc—. Deshacer un establo antiguo y cambiarlo de
ubicación destruye la autenticidad de su carácter.
—¿De veras? —contraatacó Mitch, separando la silla de la mesa—.
Supongo que podríamos tener una conversación personal sobre el carácter.
Dejar un establo en manos de gente que lo valora es mejor que moverlo para
construir una carretera o un centro comercial, o dejarlo a merced de los
vándalos, o permitir que se venga abajo enterrado en papeleo académico o
burocrático.
—Bueno —interrumpió Jennie—. Lo que ustedes dos tienen en común es
una magnífica comida amish, si conseguimos comenzar a comer antes de que
se enfríe. No es demasiado —dijo con una carcajada, mientras señalaba la
mesa—. Sólo sopa de alubias, carne asada, rollitos de col rellenos, pan
casero, ensalada caliente de patatas, compota de manzana y natillas. ¿Alguien
se pregunta por qué me encanta ser amiga de Rachel Mast?
—¿Porque hace comida rica? —preguntó Andy.
Gracias a Dios, todo el mundo se rió mientras Mitch se sentaba y abría su
servilleta.
—Ésa es la silla de Daadi —dijo Aaron.
Silencio. Rachel sintió que le ardía la cara. Tenía ganas de patearse a sí
misma por no haber sentado a nadie más allí desde que había muerto Sam,
pero no se había presentado la ocasión.
—Sí —dijo Rachel—. Era la silla de Daadi, pero él estaría muy contento
de tener la visita del señor Randall, junto con Jennie y con el señor
McGowan. Bueno, todo el mundo a rezar para pedir la paz en el mundo y en
esta mesa, y después todos los presentes a servirse.

—Me disculpo por mi papel en el pequeño levantamiento que ha habido


hoy —le dijo Mitch a Rachel mientras ella lo acompañaba hacia la puerta
trasera después de comer.
Había dejado de llover, así que él se imaginó que ya no había motivo para
que no se marchara. Ya había visto a Linc McGowan tomar su maletín y los
formularios por triplicado y marcharse al establo a ser el gran hombre. Jennie
había mandado a los cuatro niños a jugar al patio y estaba recogiendo la
mesa. Había resultado que era la madre de Kent Morgan, el hombre que
llevaba el almacén de maderas del pueblo al que él iba asiduamente. Lo cual
significaba que Jennie era también la madre de aquella adolescente que había
desaparecido diez años antes.
—Es que —siguió explicando Mitch, contento de poder hablar a solas un
momento con Rachel— estoy completamente dedicado a lo que hago, y me
pongo a la defensiva.
—Lo entiendo, créame —respondió ella con aquella expresión tan franca.
Sin embargo, se le había ocurrido que en realidad estaba celoso del
hombre del establo. Rachel podría decidir confiar en McGowan en vez de en
él. Pero no. El pensar aquello lo conduciría inevitablemente a pensar por qué
estaba tan interesado en ella como en su granero, y pensar en aquello sólo le
traería complicaciones, y grandes, teniendo en cuenta que ella era una viuda
amish con dos niños pequeños. No le haría ningún bien implicarse
personalmente con una mujer como aquélla.
—Sus niños son estupendos, y la comida estaba deliciosa —continuó—.
No había vuelto a comer una comida casera de verdad desde que mi abuela
cocinaba. Sé que no la ha preparado para mí, pero me honra que me invitara.
—Algún día prepararé una para usted —dijo Rachel, y después se mordió
el labio inferior como si lamentara haber sido tan sincera.
Sin embargo, Mitch notó que el estómago le daba un vuelco por lo que
ella había dicho.
—Y algún día —respondió él—, yo la llevaré a ver el lago Erie.
Rachel se rió, y se le iluminó el rostro. Sólo llevaba la cofia blanca
almidonada, y sin aquella capota oscura, estaba muy natural y muy guapa.
Sólo alguien con unos rasgos tan equilibrados y bellos podría permitirse
llevar el pelo con raya en medio y recogido hacia atrás. Aquel rostro había
hecho que él pusiera en marcha miles de reparaciones en el establo,
reparaciones para las que no tenía tiempo ni dinero.
—Bueno —dijo ella, observando cómo jugaban los niños. Después lo
miró de nuevo—. Será mejor que vaya a ver lo que tiene que decir el señor
McGowan sobre el registro del granero. Después tendré que pedirle permiso
a mi Iglesia, para ver si autorizan sus reparaciones.
—Escucha, Rachel… Escuche, señora Mast —dijo él—. No se tome
demasiado en serio lo que le diga Linc McGowan, ¿de acuerdo? Él piensa
que tiene respuestas para todo.
—Mmmm… —murmuró ella—. Entonces tendré que leer sus artículos.
Me vendrían bien respuestas para muchas cosas en este momento.
—Si puedo ayudarla, llám… —él sonrió y se pasó la mano por el pelo—.
Iba a sugerirle que me llamara, pero será mejor que me pase por aquí mañana.
Ahora voy a hablar con el hijo de Jennie al almacén de maderas, para pedirle
un presupuesto por los materiales que necesitaremos para el establo, por si
acaso usted me da luz verde. Ya sabe, su consentimiento.
—No tiene que traducirme las cosas. Linc ha dicho que los amish todavía
hablamos el idioma de Lutero, pero yo también hablo inglés correctamente.
—Bien —respondió Mitch, mirándola a los ojos—, porque eso significa
que estamos empezando a hablar el mismo idioma —añadió, y se obligó a
darse la vuelta y caminar hacia su furgoneta.
—¡Al menos, con respecto a reparar graneros! —le dijo ella.
Aunque a Mitch le habría gustado darse la vuelta, se limitó a sonreír y
siguió caminando.
Capítulo 7
Rachel fue al establo a reunirse con el señor McGowan después de que
Mitch se marchara. Mientras él tomaba numerosas notas para adjuntar a la
solicitud, Rachel lo acompañaba, sin saber muy bien qué le ocurría.
Se sentía casi aturdida, como cuando tenía doce años y había tomado sin
permiso unos sorbos del vino de diente de león medicinal de su abuela. Aquel
día, quizá fuera debido a la posibilidad de poder arreglar aquel lugar sin hacer
estragos en sus escasas finanzas o quizá por el entusiasmo que le producía el
baile que se acercaba. O quizá fuera aquella mirada que Mitch le había
lanzado antes de marchar.
Cuando Linc terminó de revisar el interior del establo, aunque los aleros
todavía goteaban agua de lluvia, Rachel salió con él por la pequeña puerta
trasera para que pudiera ver la pintura de la publicidad del tabaco.
Linc le prometió que intentaría datar la pintura y que investigaría quiénes
habían sido los propietarios del establo desde su construcción, dado que en
aquel momento, dijo, su conocimiento se reducía a los diez años anteriores.
Después de tomar notas sobre la pintura, se dirigieron hacia la entrada del
sótano. Rachel tomó uno de los faroles que había colgados en la pared y lo
encendió. Mientras ella sostenía la luz, él abrió la trampilla e inclinó la
cabeza para mirar dentro.
—Está absolutamente vacío, al menos por lo que yo puedo ver. Algunas
veces, estos sótanos contienen auténticos tesoros de viejas herramientas y
vajilla abandonados aquí, pero éste no es el caso. Tenga cuidado, voy a
cerrar.
Dejó caer la trampilla, que provocó una nube de polvo y paja al cerrarse.
Mientras Rachel colgaba de nuevo el farol, se dio cuenta de que hacía ya tres
años desde que Sam y ella habían inspeccionado aquel sótano y habían
decidido que era inútil para ellos.
—Perdóneme por ser tan atrevido, señora Mast —le dijo Linc mientras se
quitaba el polvo de las manos—, pero tengo que advertirle que desconfíe de
Mitch Randall. Si necesita hacer reparaciones aquí, contrate a otra persona,
aunque él le haya prometido regalos.
Rachel se puso furiosa.
—Podría haber supuesto cuál es su opinión por la conversación que
ustedes han mantenido en mi casa —dijo, y se preguntó si Linc se disculparía
por su comportamiento, tal y como había hecho Mitch, pero el hombre se
limitó a asentir mientras volvía a tomar más notas en su libreta—. Al menos
—continuó ella—, leeré el artículo que usted escribió sobre él.
—Estaré encantado de hacerle llegar una copia, pero mi advertencia va
más allá de las teorías opuestas sobre la conservación del patrimonio
arquitectónico norteamericano —respondió él con el ceño fruncido, sin
mirarla—. No creo que sea un cotilleo decirle que Randall viene de una
familia problemática, y que él ha estado a la altura de su herencia.
Ella se puso muy rígida.
—¿Qué significa eso, señor McGowan?
—Preferiría no decirlo.
—Pero sus insinuaciones podrían ser peores que la verdad —protestó
Rachel—. Si se limita a mencionar algo muy negativo, no decir después a lo
que se refiere no es justo.
—Está bien —dijo él—. Su padre era un juerguista y abandonó a su
familia, y su abuelo entró un día en el ayuntamiento con un rifle. Mató a un
hombre e hirió a otros dos. Terminó en prisión, donde su constructor, el
mismo Randall, también pasó una temporada.
Rachel se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
Quería saber el motivo por el que Mitch había ido a la cárcel, pero se lo
preguntaría ella misma. Y si tenía algo que ver con un fraude o un robo, sobre
todo de establos, se despediría de él para siempre.
—Es agresivo y beligerante, por decirlo suave— mente, señora Mast —
prosiguió Linc—. No es fiable en lo profesional, y mucho menos en lo
personal.
«Guapísimo pero peligroso», le había dicho Jennie con respecto a Mitch.
Si Jennie sabía todo aquello de él, ¿por qué no se lo había dicho? Sin
embargo, su amiga le había advertido de que Mitch podía intentar engañarla.
Rachel apoyó la parte trasera de las rodillas contra la escalera que subía
hacia el pajar mientras Linc continuaba tomando notas. Se sentía aplastada,
porque Mitch le había caído muy bien. Se habían reído juntos, y él le había
mirado de una manera…
—Siento haber tenido que decirle todo esto, señora Mast, pero es mejor
que no se deje engañar. Además, usted es amiga de Jennie, y por lo tanto, es
posible que yo también me convierta en amigo suyo. Me gusta desde hace
muchos años, y siempre he tenido intención de salir con ella… es decir, desde
el momento en que se rompió su matrimonio.
Pese a su consternación por Mitch, el modo en que McGowan habló de
Jennie le hizo pensar a Rachel que él pretendía tener una aventura con Jennie
incluso antes de su matrimonio. Aquel hombre llevaba años observando su
granero, así que también podía haber estado vigilando a su vecina, ¿no?
Tenía que conseguir que él se marchara para poder ir a hablar con Jennie
sobre Mitch y sobre Linc.
—No haga demasiado trabajo previo, señor McGowan —le dijo—. Al
menos, no hasta que yo tenga permiso de mi Iglesia.
—Si no se lo conceden, será una catástrofe para este lugar —afirmó él.
—Ya ha habido una catástrofe —replicó Rachel—. Eso hace que todo lo
demás no sea demasiado importante.
—Exacto. Oh… ¿se refiere al fallecimiento de su marido? —le preguntó,
y al ver que ella asentía lentamente, le dijo—: Entonces, en este granero ha
habido dos grandes tragedias.
—¿Qué más? Usted me ha dicho que no conocía su historia.
—Creía que Jennie se lo habría contado —dijo él azoradamente—. ¿No
lo sabe?
—¿Qué?
—Hace diez años, la hija de Jennie fue secuestrada de un baile del
instituto que se celebraba en este establo. Nunca más volvió a saberse nada
de ella.
Aaron tuvo que ir a recoger el disco azul al otro lado del jardín, donde lo
había lanzado Andy. Saludó a Mamm cuando ella entraba en casa, tomó el
disco de la hierba y se lo lanzó de nuevo a Andy. Mamm había estado sola en
el establo desde que el nombre del pelo plateado se había ido.
—¡Eh, me toca a mí! —gritó su amigo Jeff—. No podéis jugar solos todo
el tiempo.
—Tonto —susurró Andy, pero Aaron lo oyó.
No era muy agradable decirle eso a su amigo, así cue Aaron le lanzó el
disco a Jeff. El niño se resbaló sobre la hierba mojada y el disco de plástico
pasó sobre su cabeza.
Aaron observó a Jeff perseguirlo, y a Mike perseguir a Jeff. Después miró
hacia el establo. En la ventana más alta vio a un hombre. Y casi al instante,
como en el juego del escondite, el hombre desapareció.
¿Quién estaría allí arriba? Los dos hombres que habían ido a comer se
habían marchado hacía tiempo. Además, aquel hombre parecía un amish.
Aaron no estaba seguro, porque todo había sucedido muy rápidamente.
Aaron se quedó boquiabierto, y el disco que le lanzó Jeff le golpeó en la
rodilla. Intentó decir que lo tenía, pero no pudo emitir ningún sonido. Era
como la otra noche, en la que había tenido tanto miedo. Había sentido terror,
porque el hombre que había visto por la ventana se parecía mucho a Daadi, y
Mamm le había dicho que no quería volver a oír aquello. Así que sería mejor
no decirle lo que había visto. Aunque Daadi estuviera muy enfadado por
haber visto a aquel hombre sentado en su silla.

—Jennie, no tenías por qué lavar todos esos platos —le dijo Rachel a su
amiga al entrar en la cocina—. Creía que sólo estabas recogiendo la mesa.
—Es lo menos que puedo hacer, después de esta estupenda comida.
Rachel tomó un trapo y comenzó a secar las sartenes que había en el
escurridor. Tenía muchas cosas que preguntarle a Jennie, pero no sabía cómo
empezar. Ni si debería hacerlo.
—Ahora que has conocido a Mitch Randall en carne y hueso, ¿qué
opinas? —comenzó Rachel, mientras observaba cómo Jennie quitaba el tapón
de goma del fregadero para que el agua jabonosa se fuera por las tuberías—.
Dices que Mitch es guapísimo, pero también que es peligroso.
—Linc te ha contado algo, ¿no? —le preguntó Jennie, al tiempo que
retorcía la bayeta y la plegaba junto al fregadero.
—Me contó que el abuelo de Mitch mató a un hombre, y que su padre era
un juerguista. Creo que no está bien culpar a la gente por lo que hace su
familia, pero ¿tú sabes por qué fue Mitch a la cárcel?
Jennie suspiró.
—Kent me contó que le dio una paliza a un hombre en medio de una
borrachera en un bar de Toledo. Estuvo a punto de matarlo.
—¡Oh, no! —exclamó Rachel, y se desplomó sobre una de las sillas de la
cocina.
Entre su gente, el no cometer actos de violencia contra el prójimo era
prácticamente el undécimo mandamiento. Apoyó los dos codos en la mesa y
se tapó la cara con las manos. Ella había accedido a ir a ver la nueva casa de
aquel hombre al día siguiente, con Jennie y los cuatro niños. E iba a hablarles
a Eben y a los diáconos sobre él, para que le permitieran que reparara su
establo.
Sin embargo, Rachel no conseguía vincular aquellos terribles hechos con
el Mitch al que ella estaba conociendo. Aquella tarde había demostrado frente
a Linc que tenía carácter, pero Rachel no podía culparlo. Y no iba a juzgar a
los demás sin pruebas.
—No puedo decirte cómo tienes que vivir tu vida —dijo Jennie con la
voz entrecortada—, pero esa es la razón por la que pienso que debes alejarte
de Mitch Randall.
—Al menos —murmuró Rachel, dejando caer los brazos sobre la mesa
mientras Jennie se sentaba a su lado—, no ha estado engañando a las viudas
para quitarles sus establos, ¿no?
Jennie sacudió lentamente la cabeza.
—Kent dice que es un buen constructor, pero es evidente que tú no
puedes arriesgarte. Es una pena, porque tenía ganas de ver su casa.
—Yo voy a ir a verla —afirmó Rachel, dando una palmada en la mesa
con ambas manos—. Ese sería un buen modo de conocerlo, si tú todavía
quieres acompañarme, claro. Quizá pudieras llamarlo por teléfono y decirle
que no tiene que venir a recogernos, para que nosotras podamos marcharnos
cuando queramos. Si tú conduces, yo pagaré la gasolina, ¿de acuerdo? Mira,
todavía no he pedido permiso para que me permitan que trabaje aquí. Si
durante la visita tiene alguna actitud sospechosa o malhumorada, no le
encargaré las reparaciones —prometió, asintiendo con vehemencia—. Pero la
gente puede cambiar, y por encima de todo, a mí me han enseñado a perdonar
y a no juzgar, ni siquiera a aquellos que no son amish.
—Está bien —dijo Jennie.
Después, se levantó y fue hasta el fregadero a llenar un vaso de agua. Lo
mantuvo bajo el grifo hasta que el agua rebosó, pero ella siguió mirando por
la ventana. Rachel se dio cuenta de que había empezado a lloviznar de nuevo,
pero quería hablar más con ella antes de decirles a los niños que entraran en
casa.
Rachel se puso de pie y se agarró al respaldo de la silla.
—Jennie, aparte de mi hermana Sarah, nunca he tenido una amiga mejor
que tú. Conocer de verdad a la gente es difícil, y no quiero presionarte. Pero
¿por qué me dijiste que me ayudarías con el baile de este fin de semana si eso
te traerá malos recuerdos sobre ese otro baile de hace diez años?
A Jennie se le cayó el vaso. Se rompió en el fregadero, pero ninguna de
las dos se movió al oírlo. Jennie cerró el grifo y después se apoyó en la
encimera.
—Linc también te contó eso —dijo con la voz ahogada—. Me sentía tan
bien contigo, tan segura porque no sabías nada y, por lo tanto, no podías
hacerme preguntas, ni dejar escapar algo… —añadió con amargura, y
comenzó a recoger los trozos de cristal.
—Lo siento —le dijo Rachel. Se acercó a ella, sin saber si tocarla o no—.
Es sólo que ahora sé por qué nunca has puesto un pie en el establo.
—Y tampoco pienso hacerlo el sábado —admitió Jennie con un ligero
movimiento de la cabeza—. Te dije que ayudaría en la cocina. Y cuidaré de
los niños. Después me los llevaré a pasar la noche a mi casa, para que puedas
alojar a más gente aquí.
La voz de Jennie no parecía la suya. Sonaba temblorosa, débil como la de
una niña pequeña, y entrecortada.
—Si es demasiado duro para ti —susurró Rachel—, sólo porque seamos
amigas no tienes por qué sentirte obligada a ayudar…
—¡Tengo que hacerlo! —soltó Jennie mientras seguía recogiendo
fragmentos de cristal—. Quiero estar aquí para ver que las cosas salen bien.
Quiero ver a los niños divirtiéndose, quiero saber que la vida continúa en el
baile, en el mismo establo donde todo el mundo la vio por última vez.
Rachel le tocó el brazo.
—Jennie, quiero ayudarte.
—No puedes. Nadie puede. Bueno, al menos no me hables más de ello, y
deja que haga las cosas a mi manera. Deja que sea tu amiga. Deja que cuide
de tus niños y que te ayude con el baile amish.
—Claro. Ya sabes lo mucho que significa para mí.
—Yo estuve aquí en aquel otro baile —continuó Jennie, como si no la
hubiera oído—. En esta misma cocina, ayudando a los Bricker con la comida.
Laura y Kent estaban con los demás. Yo no me preocupé de nada, al menos al
principio, ni siquiera cuando no podíamos encontrarla. Pensaba que estaría
bien en un baile del instituto, o que se habría escapado a ver una película al
cine. Esto es una zona rural, por Dios, en el mismo corazón de Ohio…
—Tranquila… —le dijo Rachel para intentar consolarla.
—¡No puedo! —exclamó Jennie con rabia, y se volvió hacia ella con una
expresión que Rachel apenas pudo reconocer—. Rachel, deja también que sea
como una madre para ti si puedo, porque Dios sabe que hice algo mal con
mi… mi….
Rachel la abrazó. Sin embargo, mientras los niños entraban parloteando
por la puerta de la cocina, Jennie dejó los trozos de cristal de nuevo en el
fregadero, se apartó de ella y salió corriendo de la habitación.

En cuando Rachel vio que Mitch había hecho una especie de fuerte para
que jugaran los niños con unos caballetes, unos tablones y cartón en su jardín,
estuvo convencida de que Lincoln McGowan era un mentiroso. Nadie podía
ser tan amable con unos niños y ser agresivo con los adultos. Y ella nunca
había percibido el más mínimo olor a alcohol en la respiración de Mitch.
Rachel bajó ansiosamente de la furgoneta con los tres niños mayores,
mientras Jennie sacaba de la silla del asiento trasero a Mike. Mitch salió de su
vieja granja para saludarlas, junto a un hombre fornido y sonriente. Aquel
lugar limpio, ordenado y pequeño era también la oficina de Mitch. Él les
explicó que su nueva casa estaba situada en aquella misma propiedad.
Mitch les presentó a su capataz, Gabe Carter, y les dijo que iba a quedarse
al cuidado de los pequeños mientras él les enseñaba el establo que estaba
transformando en su casa.
—El fuerte es más seguro que el establo en este momento —les explicó
Mitch a las mujeres mientras las acompañaba a su camioneta—. Aún le faltan
rejas y barandillas, y no quiero que los niños se hagan daño.
—Muchas gracias. Les encantará el fuerte —aquello, al menos, era
evidente. Los cuatro estaban ya inspeccionando la entrada a la caja vacía de
una vieja nevera con la ayuda del capataz.
Mientras iban hacia el establo, Rachel se dio cuenta de que aquél era el
momento en que había estado, físicamente, más cerca de él. Se había sentado
entre Jennie y Mitch, y su pierna musculosa botaba contra su cadera y su
muslo con los baches del camino. Ella se sintió embriagada con su olor
limpio, que tenía un matiz de lima.
—Oh, es enorme —dijo Jennie, y Rachel desvió su atención de Mitch y
miró al exterior de la furgoneta entre los rayos del sol que se reflejaban en el
parabrisas.
La casa nueva de Mitch era una maravilla. El establo, de un color gris
envejecido, estaba situado en el claro que había en un bosquecillo de árboles
otoñales bañados por la reciente lluvia. Enroscándose ligeramente junto a la
parte trasera y lateral de la estructura, había una laguna brillante en forma de
ele. Donde antes habían estado las puertas del establo y la ventana del
segundo piso, había un enorme hueco que enmarcaría la nueva puerta
principal y que permitiría que entrara la luz en la casa.
—Iban a desmantelar este establo porque un vendedor de coches de
Toledo necesitaba un aparcamiento más grande en su negocio —les explicó
él mientras detenía la furgoneta—. Me imaginé que sería mejor convertirlo en
la casa de mis sueños. Llevo mucho tiempo rescatando establos para otros,
pero éste me dijo algo.
Cuando Mitch se dirigió a ella, Rachel cometió el error de mirarlo. Él
debía de haberse inclinado ligeramente hacia ella, porque sus perfiles estaban
muy cercanos. Su respiración olía a pasta de dientes de menta.
—Es precioso —dijo Rachel con la voz ronca.
—Espero que también le guste el interior —respondió Mitch.
Rachel no podía creer que Mitch hubiera sido alguna vez un borracho
pendenciero. Ella era la que se sentía embriagada cuando estaba a su lado, y
tenía que evitar aquel sentimiento.
Mitch las acompañó hacia el establo. Era una mezcla de pasado y
presente. Comenzaron la visita, y con una sonrisa de orgullo, Mitch les
explicó:
—La casa ofrece espacios abiertos y también lugares acogedores, como
transmite nuestra página de Internet.
El establo era de diseño holandés, y la estructura tenía tres pisos. El
primero, en el que antiguamente se encontraban los compartimientos de los
animales, albergaba un garaje, una zona de almacén, un lavadero y una sala
de estar con un porche trasero que daba al bosque y a la laguna. Al piso
siguiente, que había sido la zona de trillado, se ascendía por unas escaleras
anchas, y contenía una espaciosa cocina, un gran salón comedor y un
despacho con un baño. Rachel se quedó maravillada de que alguien pudiera
tener un baño para una sola habitación. El despacho también tenía una
chimenea compartida con el salón. En el tercer piso había dos habitaciones
unidas por un baño, y Mitch les dijo que más tarde podrían construirse más
dormitorios bajo el tejado abuhardillado. Había algunas alfombras con
combinaciones de colores a juego con las pocas piezas de mobiliario
tapizadas que había en la casa, y que le daban unidad al conjunto.
Pero el milagro real de aquella casa-establo era el equilibrio entre los
espacios abiertos y los cerrados. Las enormes piezas de mobiliario rústico no
conseguían que los detalles más sutiles pasaran desapercibidos, como una
colección enmarcada de puntas de flecha indias, ni las colchas que adornaran
las camas y, como si fueran pinturas abstractas, paredes también.
—Qué colchas más maravillosas —comentó Jennie—. Pero no son amish.
—No, pero están hechas a mano —dijo él—. Mi abuela hizo las que hay
por las paredes y la que está sobre mi cama. Ella fue la única madre que yo
conocí. Murió, y se llevó muchas cosas consigo.
Rachel quería hacerle preguntas sobre su familia, pero con Jennie tan
cerca, sería una situación incómoda. Mitch comenzó a señalarles los
ventiladores del techo y a explicarles cómo habían instalado el aislamiento, la
fontanería y la electricidad. Rachel notó que estaba orgulloso de aquel lugar,
y a ella le habían enseñado que el orgullo era un pecado. Sin embargo, aquél
era un buen orgullo por una buena casa. Al mirar hacia arriba y ver las vigas
de madera entre los rayos de sol, tuvo la sensación de estar en casa. Por las
dos ventanas del tejado, que él llamaba claraboyas, la casa se abría al cielo, y
parecía que la luz bendecía el lugar.
Más tarde, Jennie caminó hasta la laguna para dar de comer a los gansos
mientras Rachel y Mitch se quedaban en el porche.
—Su nueva casa es preciosa. Y muy grande —le dijo ella.
—Pero aun así, a mí me parece que resulta íntima —respondió Mitch.
—Sí, es cierto. Usted cree que es su mayor logro, ¿no es así?
—Quizá el segundo. Para mí es más una casa que un hogar, por algún
motivo. En realidad, yo soy mi mejor logro. El hecho de haber sobrevivido a
todo.
Entonces, sus miradas se quedaron atrapadas.
—¿Una infancia dura? —le preguntó Rachel.
—Mala, después buena, y luego una pesadilla.
Rachel se mordió el labio inferior. Quería hacerle cientos de preguntas,
pero no quería ser entrometida.
—No es que culpe a los demás —le confió él con las manos agarradas a
la barandilla del porche—. Mi abuelo me dijo que lo que un hombre hace de
sí mismo no tiene nada que ver con unos malos padres, ni con sus
circunstancias, y que yo tenía que superar todo aquello.
Rachel asintió.
—Mi madre —continuó Mitch—, murió en un accidente de tráfico.
Conducía borracha. Aquella noche debería haber estado cuidando de mí, que
sólo era un bebé. No sé, quizá se escapara para estar unas horas alejada de mi
padre. No puedo culparla por eso.
—Así que se quedó sólo con su padre.
—Hasta que me trajo a Ohio y me dejó en casa de mis abuelos. Se
marchó y no volvió. Mis abuelos eran fantásticos, pero cuando yo tenía nueve
años, el estado les expropió la granja para construir la I-75. la carretera
nacional que comunica el norte de Michigan con el sur de Florida. ¿Quién
podía luchar contra eso? —preguntó él con amargura.
—Pero él lo hizo… ¿su abuelo? —preguntó Rachel, que había entendido
por qué tuvo lugar aquel tiroteo.
Mitch se volvió hacia ella y apoyó la cadera contra la barandilla.
—Creyó que uno podía enfrentarse al estado. Fue al ayuntamiento y
disparó al techo, pero una de las balas rebotó y mató a un funcionario.
Después hirió a otros dos que intentaron reducirlo. Murió de pena en la
cárcel, según mi diagnóstico. Y mi abuela murió al perderlo a él y a la granja.
La minuta de los abogados y la estancia en el hospital de mi abuela
terminaron con el dinero que el gobierno les había dado por echarlos de su
tierra y construir aquella carretera sobre sus vidas.
Instintivamente, ella le cubrió la mano con la suya, y se dio cuenta de que
estaba temblando.
—Mitch, lo siento muchísimo.
Le brillaban los ojos porque los tenía llenos de lágrimas, pero aun así, él
frunció el ceño.
—Me alegra ver que ya me llamas por mi nombre de pila —le dijo él,
pero ella no quería que cambiara de tema. Tenía que saber por qué había ido a
la cárcel. Y si iban a ser amigos, tenía que asegurarse de que él no recurriría
nunca más a la violencia—. Pero lo que no quiero de ti, Rachel, es
compasión. De cualquier forma, cuando perdí a mis abuelos viví en un par de
casas de acogida, y después me marché a buscar a mi padre.
Otra larga pausa. Rachel se daba cuenta de lo doloroso que era aquello
para él, y aun así, se lo estaba contando todo.
—¿Y lo encontraste?
—Sí, lo encontré. Ahora está muerto. Fin de la historia.
Su semblante y su humor se habían oscurecido tanto que Rachel rogó al
cielo que no fuera su padre el hombre al que había golpeado en aquel bar.
Mitch se apartó de la barandilla y se encaminó hacia el interior de la casa,
pero ella lo agarró del brazo.
—No creo que sea el final de tu historia —se atrevió a decirle—. Creo
que querías decirme algo más, admitir algo…
Él se volvió y la agarró con fuerza por los hombros.
—Sé que yo empecé con esto, pero no excaves demasiado rápidamente,
Rachel. Porque entonces es cuando se derrumban los muros.
Rachel tuvo ganas de replicar algo, pero entonces comenzó a oír voces.
Miró por encima del hombro de Mitch y vio que Gabe había llevado a los
niños por el camino hacia la casa.

A la mañana siguiente, después de otra noche de llovizna, pese a que el


día anterior había sido soleado, había una espesa niebla. Rachel ni siquiera
pudo ver el establo desde la ventana de su dormitorio cuando se asomó, al
amanecer. Agonizando por lo que sentía hacia Mitch, apenas había dormido y
estaba somnolienta, pero, sin embargo, algo la había despertado. Estaba
segura de que había oído abrirse las puertas del establo, el tintineo de los
arneses y ruido que hacían unos enormes cascos de caballos.
Ella levantó la ventana y escuchó con atención. Sí, oyó un resoplido y un
quejido a través de aquella espesa niebla gris.
—¡Chester! —gritó.
Al oír el relinchar inconfundible de los percherones, pensó que alguien
estaba intentando robarle el tiro de trabajo. Sin perder un segundo, se puso la
bata y, descalza, bajó corriendo las escaleras y salió hacia el establo. Las
puertas abiertas se cernían ante ella como una boca oscura. Comprobó que los
compartimientos de los percherones estaban vacíos y que sus arneses
tampoco estaban en las perchas de la pared.
—¡Chester, Cream, Gid! —gritó—. ¡Venid aquí! ¡Komm!
Desde el otro lado del establo, Nann y Bett relincharon nerviosamente.
Gracias a Dios, nadie los había tocado. Pero Rachel estaba segura de que los
sonidos que estaban haciendo los percherones provenían de los campos, no
de la carretera. Tomó el cuchillo largo de cortar el maíz, que estaba en su
caja, junto a la puerta, y salió a la niebla.
—¡Chester!
En aquella ocasión no hubo ningún relincho. Sólo percibió de nuevo el
tintineo de los arneses en una cadencia rítmica, como si los caballos
estuvieran trabajando en el campo. Sin prestar atención a lo frío y mojado
que estaba el suelo bajo sus pies descalzos, Rachel comenzó a correr en
dirección al campo de cebada que había plantado dos días antes.
Jadeando, se detuvo al borde del campo. El arado tampoco estaba en su
sitio. Alguien lo había movido, y aquello era una locura. A nadie en su sano
juicio se le ocurriría arar un campo embarrado por la reciente lluvia.
Aun así, Rachel entró al campo. Efectivamente, bajo sus pies notó los
surcos recién hechos, que habían creado terrones de barro mucho peores que
los que ella había deshecho. Agarró el cuchillo del maíz con ambas manos
frente a ella y siguió caminando por el campo. El barro le llegaba hasta los
tobillos. Era imposible correr hacia los sonidos. Tenía que mantenerse firme,
llamar al que emergiera de aquella niebla a la siguiente vuelta del arado y
decirle que…
Rachel gritó cuando su propio tiro de trabajo apareció entre la calima y
estuvo a punto de derribarla. Ella se lanzó al suelo después de tirar el cuchillo
para no cortarse mientras rodaba por el barro para impedir que los caballos la
atropellaran. Furiosa y enfadada, miró hacia arriba y vio que nadie llevaba las
riendas detrás del arado, sino que los caballos las arrastraban por el suelo,
atadas a una gruesa cuerda con la que quizá alguien había estado manejando
al tiro. De lo contrario, los animales no tirarían de aquella manera del arado.
—¡Chester, so! —gritó ella.
Su voz anegada de terror rebotó en la niebla.
Los caballos, confusos y molestos, se detuvieron agitando las crines. Ella
comenzó a llorar de alivio, y se puso de pie torpemente. Las tres grandes
bestias a las que había lavado y cepillado después de volver de ver la casa de
Mitch el día anterior estaban llenas de barro, pero sin embargo, sus arneses
brillaban. Alguien había aplicado aceite a las correas de cuero y había
bruñido cada arandela y cada tachuela.
Con los ojos muy abiertos, Rachel se acercó al tiro. Ella no había tenido
tiempo de ocuparse de los arreos, y nunca podría haberlo hecho de la misma
forma que lo hacía Sam. Exactamente igual.
Miró el arado. Los caballos estaban amarrados a él tal y como los
amarraba Sam, y la cuerda estaba anudada como él lo hacía. Y allí, clavado
en una de las púas de hierro del arado, tal y como el pesado gancho de metal
se había clavado en el cuerpo de Sam, estaba su sombrero de paja, el que ella
había colgado en el granero.
En su alma, Rachel oyó los susurros de los gemelos: «Mamm, Daadi ha
vuelto, Mamm, Daadi está enfadado contigo…».
Las rodillas no pudieron sostenerla más, y se derrumbó, sollozando, sobre
el barro.
Capítulo 8
La noche del baile de los amish en el establo, Jennie Morgan se mantuvo
tan ocupada como pudo en la cocina de Rachel. Al menos, no tenía que
cuidar a los cuatros niños en aquel momento, porque su nuera, Marci, que
tenía un descanso en el trabajo, había ido a casa de Jennie y estaba con los
pequeños.
Así que Jennie intentó concentrarse en hornear bandeja tras bandeja de
los pasteles de manzana y canela que Rachel había preparado con antelación.
Además, se ocupaba de almacenar y refrigerar toda la comida que las mujeres
amish le llevaban por la puerta trasera de la cocina en sus adoradas tarteras.
Jennie hizo todo lo posible por ser útil y por no pensar en que estaba allí.
Si podía superar aquel baile, se dijo, sería como dejar aquel primer cigarro o
aquella primera copa en el camino hacia la recuperación.
—¡Ay!
Al ver a su hijo en la puerta de la cocina, se quemó con la puerta del
horno.
—Ah, claro —dijo, y se metió el dedo en la boca—. Tú le has prestado a
Rachel los tablones de madera para hacer las mesas en el granero.
—Sí —respondió Kent—. Ha sacado los caballos y ha frotado todo el
suelo, y después ha extendido una alfombra de tela resistente. Allí es donde
ha pedido que colocáramos las mesas de comida. Para bailar sólo van a usar
el suelo de la zona de trillado.
Jennie asintió mientras se acercaba al grifo para poner el dedo bajo el
chorro de agua fría.
—No ha sido idea mía venir aquí hoy, mamá —dijo Kent sin moverse de
la puerta—. ¿Sigues queriendo que Marci deje a los niños aquí cuando vuelva
para sus últimas citas?
—Claro —dijo ella sin mirar a su hijo, con la vista fija en su dedo—. Así
podréis pasar una noche de sábado tranquila. Id al cine, o algo así. Pásalo
bien…
—¿Contigo aquí, intentando demostrarte algo a ti misma o a mí? —dijo
él. Después dio un portazo.
Jennie suspiró junto al fregadero mientras observaba cómo llegaban más
calesas amish y Rachel corría a saludar a todo el mundo. Se iba a agotar,
pensó Jennie. Había tenido aspecto de estar reventada durante todo el día. Al
menos, tenía ayuda de varias parejas amish jóvenes, como los Lapp, los
Troyer y los Detwiler, además de Sarah Yoder, la hija de Eben, y de su
prometido, Jacob Esh. Aquélla era una de las razones por las que no resultaba
extraño que Jennie se quedara en la cocina. Era evidente que nadie de más de
treinta años iba a asistir a aquello que los amish llamaban rumspringa danze.
Apoyada contra el fregadero, con el grifo todavía abierto, a Jennie
Morgan le pareció que retrocedía diez años a través de un torrente de miedo y
dolor. No veía a los chicos amish, sino a Laura y a sus amigos corriendo por
allí, y no veía calesas, sino coches. El tocadiscos hacía sonar la banda sonora
de Dirty Dancing, la película de Patrick Swayze, que a las chicas del instituto
les encantaba. Jennie no oía alemán, sino inglés, jerga adolescente, charla de
Kent sobre el equipo olímpico de baloncesto de Seúl. Oía la conversación que
había tenido con Laura un poco antes de la fiesta sobre la película que quería
ver.
—¡Ya sabes que me gustan mucho las películas de miedo, mamá! —le
había dicho Laura cuando había salido de su habitación, vestida para el baile
—. Si esto termina pronto, voy a irme con mis amigas a ver Pesadilla en Elm
Street 4, a Bowling Green.
—¿Cuatro? ¿Han hecho cuatro películas de esa horrible historia de
cuchilladas? —había protestado Jennie—. Ya sabes que a tu padre no le gusta
que vayas a ver cosas de ésas.
—¡A Kent le deja ir a verlas!
—¿Le deja ir a ver qué? —preguntó Jennie. En aquel momento se dio
cuenta de que no vigilaba las cosas que hacía Kent ni la mitad de lo que
vigilaba lo que hacía Laura.
—¡Todas las películas de la saga de Viernes 13! ¡Y hay siete!
—No quiero que veas algo tan degradante. Elige otra cosa con tus
amigas. Quizá podáis ir a ver Los búfalos de Durham. El protagonista es
Kevin Costner, y es una historia de béisbol.
—Mamá —dijo Laura, exasperada—. En realidad, esa película es una
historia de amor disfrazada. El béisbol es algo secundario, salvo como
símbolo de los fracasos y la salvación en la vida. Eso es lo que nos dijo el
señor McGowan en clase de historia la semana pasada. Él es muy listo y muy
mono, todas las chicas lo piensan.
—No estamos hablando del señor McGowan, así que no cambies de tema.
Tú y yo tendremos que ir a ver una película juntas, como hacíamos antes —
sugirió Jennie.
—Sí, claro —dijo Laura con las manos en las caderas—. Como si
fuéramos a tener tiempo antes de las vacaciones de Navidad, dentro de
muchos meses. Pero, no, de verdad, me encantaría ir a ver una película
contigo y pasear por el centro comercial otra vez. Gracias por el vestido
nuevo, mamá —dijo Laura, y le dio un abrazo.
—Te quiero, cariño —le dijo Jennie, y la abrazó con fuerza. Momentos
como aquél escaseaban últimamente. Jennie recordaba cómo antes, Laura iba
siempre colgada de ella y que, cuando era más pequeña, siempre quería que
la abrazaran.
—¿Y esta noche? —le preguntó Jennie cuando Laura se apartó de ella y
tomó su bolso.
—¡Está bien, no iré! De todas formas, seguro que el baile dura mucho —
le había dicho Laura mientras salía por la puerta.
Y, pensó Jennie en aquel momento, en cierto modo aquel baile había
durado para siempre. Ella nunca había vuelto a hablar con su hija. El tiempo
se había detenido, no sólo para Laura, que había desaparecido y que
probablemente estaba muerta, sino para Jennie también. ¿Qué era lo que tenía
que haber hecho de un modo distinto?
En el baile de aquella noche fatídica, Laura y Jennie habían llegado al
acuerdo de que si Jennie ayudaba a los Bricker con la comida, no saldría a
vigilar durante el baile. Así que no había comprobado dónde estaba Laura
como debería haber hecho, o se habría dado cuenta mucho antes de que su
hija había desaparecido y no se había ido a ver aquella película prohibida ni
se había escapado a la parte trasera del establo a besuquearse con Jim
Thomas, el jugador de rugby por el que su hija bebía los vientos.
—Jennie —la voz de Rachel la sacó de su abstracción—. ¿Estás bien?
¿Cómo van los pastelillos?
Rachel se apresuró a sacar una bandeja del horno, que estaba irradiando
todo el calor en la cocina. Jennie se dio cuenta de que se había dejado la
puerta abierta.
—Lo siento —dijo Jennie, y se apresuró a ayudarla—. Me quemé, y tenía
que poner el dedo bajo el chorro de agua fría.
Rachel dejó la bandeja en el salvamanteles, sobre la encimera.
—Si quieres irte a casa… —le dijo a Jennie.
—Ni hablar —respondió Jennie, sacando fuerzas de flaqueza. Rachel la
miró como si fuera a decirle algo más, pero alguien la llamó en alemán desde
fuera, y ella salió.
—¿Irme a casa? —susurró Jennie, en la cocina vacía—. Después de
aquella noche, nunca más he podido volver a casa de veras.

Rachel corría de invitado en invitado, de tarea en tarea, pero sabía que


también se estaba agotando rápidamente. Quien estuviera jugando con ella de
aquella manera tan cruel no sólo estaba hostigándola, sino también
obsesionándola. Había decidido que debía averiguar quién estaba detrás de
todo aquello indagando las posibles razones.
¿Eben, para obligarla a que se casara con él? ¿Algún otro hermano o
hermana amish que conociera los hábitos de Sam y quisiera aquella granja, o
pensara que le estaba haciendo un favor al asustarla? ¿Alguien que quisiera
hacerle ver que se estaba sobrepasando al llevar la granja ella sola? Tenía que
ser alguien amish. Alguien de su propia gente la estaba traicionando, pero
¿por qué?
Rachel no podía imaginarse quién. Allí estaban sus amigos, ayudándola a
preparar aquel baile: Sim y Annie Lapp, los Troyer, Dan y Ben, los hijos
mayores de Eben, Sarah y Jacob… además, otros muchos Amish que no iban
a quedarse al baile habían ido a llevar comida y la habían entregado
directamente en el granero, o la habían dejado en la cocina, en manos de
Jennie. En la mejor cooperación de los amish, todos tiraban como un solo
tiro.
Aunque aquella noche sólo iban a asistir al baile siete jóvenes de la
comunidad de Clearview, Rachel esperaba casi cincuenta personas
hambrientas, y además tenía a ocho ayudantes.
Rachel corrió a recibir a una gran furgoneta que se había detenido en el
camino de gravilla. No la reconoció. No era un taxi alquilado de casa.
Durante horas, habían estado esperando a los jóvenes de Maplecreek,
incluidos sus dos sobrinos, los hijos del hermano de Sam, Josh y Ferd Mast.
En aquel momento vio, para su alivio y su sorpresa, que era Josh quien
conducía.
—Vienen otras dos furgonetas detrás, pero yo he conducido más
rápidamente —le dijo el chico, mientras bajaba la ventanilla automática del
vehículo.
—¡Mira lo que has crecido! —le dijo Rachel, y le dio unos golpecitos
cariñosos en el brazo. Después saludó a Ferd y a los otros cuatro chicos de
casa, dos de los cuales habían sido alumnos suyos. Les dijo que después se
pondrían al tanto de las noticias, cuando hubieran aparcado y hubieran
descansado.
Sacudiendo la cabeza, Rachel observó cómo Josh aparcaba sobre el
césped y aceleraba el motor varias veces antes de apagarlo. Muchos de los
chicos que estaban en aquel periodo rebelde incluso hacían carreras de
coches, cuando en sus días, una calesa trucada y un transistor fueron los
pecados que cometió Sam durante la rumspringa. Rachel lamentaba haberse
hecho a Sam, que siempre era tan recto y convencional, y no haberse
rebelado un poco más de lo permitido. Quizá habría conseguido sacarse la
rebeldía de la mente.
Rachel se encontró con su sobrino Josh mientras él rodeaba la esquina del
establo. Josh y Ferd eran el segundo y tercer hijo del hermano de Sam, Zeb,
de una familia muy parecida a la de Eben: grande, rica y respetada en la
comunidad.
Al ver que ya no estaba en su coche con los demás, Rachel tuvo la
tentación de darle un abrazo, pero no lo hizo. Era posible que todavía fueran
niños, pero estaban intentando ser mayores.
—¿Has pedido prestada esa furgoneta? —le preguntó.
—No —respondió él, y se encogió de hombros—. Fuimos juntos a
alquilar una para no tener que venir con un adulto. Ah, casi se me olvida —
añadió, y se palpó los bolsillos traseros del pantalón vaquero.
La mayoría de los chicos que habían ido al baile aquella noche iban
vestidos al estilo moderno, no como los amish. Estuvo a punto de caérsele el
paquete de cigarrillos, pero rápidamente se lo metió al bolsillo de nuevo.
—Aquí tienes. Es una carta de mi padre. Oí cuál es el contenido cuando
se lo estaba contando a Mamm.
—¿Y estás seguro de que deberías decírmelo?
—Vas a leerla, ¿no? —le dijo en un tono de voz casi brusco—. Papá
piensa que deberías casarte o dejar este lugar y volver a casa. Después de
todo, él es el propietario de casi la mitad —añadió el chico, mirando a su
alrededor—. Y con Ferd y conmigo creciendo, Daadi está buscando buenas
granjas para nosotros.
Rachel se sintió como si la hubiera abofeteado. Y no sólo porque Zeb
quisiera aquel lugar para sus propios hijos. Zebulon Mast nunca la había visto
con buenos ojos. Rachel sabía que había intentado convencer a Sam de que
era demasiado frívola como para casarse con ella.
Rachel se quedó en silencio, asombrada. No había pensado en la
posibilidad de que alguien que conociera todos los hábitos de Sam, alguien a
quien los caballos conocieran y obedecieran al instante, alguien que quisiera
que a ella le resultara difícil continuar allí, pudiera ser alguien de fuera de su
comunidad. Como alguien de Maplecreek.
—Danke, Josh —le dijo, mientras el chico le entregaba la carta y entraba
al establo a echar un vistazo, como probablemente le había dicho su padre.
¿Podría ser que su propio cuñado le hubiera pedido a alguno de los hermanos
que la asustara, creyendo que correría a los brazos de Eben o a casa con su
familia en Maplecreek? ¿Podría haber ido él mismo hasta allí para hacerlo?
Cuando llegaron las otras dos furgonetas llenas de chicos de Maplecreek,
fue corriendo a saludarlos.
Sarah vio que Rachel se encaminaba al establo después de saludar a los
invitados de Maplecreek, y se acercó a ella.
—¿Estás bien, Rach? —le preguntó por encima del barullo.
Rachel se sobresaltó. Después se puso a doblar y desdoblar la carta.
—No, sólo muy emocionada con todo esto —respondió.
Sin embargo, Sarah pensaba que su amiga estaba exhausta, y el baile ni
siquiera había empezado. Al menos, Rachel tenía una excusa para estar triste,
ya que su marido había muerto allí, y sin duda, ella lo echaba mucho de
menos, sobre todo aquella noche en la que tenía que cumplir su papel de
anfitriona a solas. Sarah se sintió muy culpable. Allí estaba ella, evitando a
Jacob, cuando tenía por delante toda la vida con él.
—Pese a todo, te gustaba estar casada, ¿verdad? —le preguntó Sarah,
agarrándose las manos con tanta fuerza que se le entumecieron los dedos.
—Claro que sí. Algunas veces requiere dedicación, pero la recompensa es
grande.
—No quería interrumpirte si necesitas leer esa carta —le dijo Sarah, al
darse cuenta de que Rachel miraba el sobre.
—No pasa nada. Tengo que esperar a tener las gafas. Es una carta de la
familia, de casa.
—¿De tu madre? —le preguntó Sarah.
Al instante se dio cuenta de que no debía fisgonear, y que había delatado
la nostalgia que sentía por su madre. Rachel había sido la única a la que había
podido confesarle lo mucho que la añoraba cuando se suponía que debería
odiarla. Por supuesto, su padre nunca lo había dicho, pero era, evidentemente,
otra de sus reglas tácitas.
—Estás echando de menos a tu Mamm porque se acerca la boda, ¿verdad?
—le preguntó Rachel, mientras caminaban juntas hacia el establo.
—Jacob… él no lo entiende. No entiende las cosas de mujeres —protestó
Sarah, pero se le quebró la voz. Últimamente, siempre que pensaba en decirle
a Jacob que tenían que adelantar la boda, casi lo odiaba, cuando en realidad
sabía que lo quería de verdad. Se sentía muy confusa. Y cuando su padre se
enterara…
Rachel le tomó la mano a Sarah.
—Sé qué es lo que te preocupa —le dijo—. Esta noche termina tu periodo
de rumspringa, y comienzas una vida nueva.
Sarah se quedó helada. Tal y como lo había dicho Rachel… ella tuvo la
tentación de contarle la verdad. Pero no podía. Se echaría a llorar, y todo el
mundo se daría cuenta.
Cuando Dan Yoder comenzó a tocar la harmónica, interpretando El pavo
entre la paja, y todo el mundo se le unió haciendo música vocal, Sarah se
despidió de Rachel y fue hacia la parte trasera del establo. Antes de que Jacob
la viera, tenía que escabullirse por la puerta de atrás y subir por la escalera
hacia el pajar. No tardaría mucho en recuperar la compostura, y después
bajaría y se lo pasaría bien. Más tarde, sin embargo, tenía que reunir valor y
contárselo. Y después, a su padre. Pero hasta entonces, no había ningún pavo
entre la paja, sino una gallina escondida allí.

Al principio, no parecía que los muchachos se mezclaran mucho. Las


parejas estaban sentadas en un lateral del establo, los chicos sobre balas de
paja frente a las chicas. Pero muy pronto, los adolescentes amish comenzaron
a llenar la pista con un baile que los primeros peregrinos también habrían
podido bailar.
La danza se volvió más exuberante a medida que la armónica de Dan
Yoder sonaba más alta y más rápida. Después de un buen rato, todo el mundo
se tomó un descanso para jugar al lanzamiento de aro y para comer algo. A
medida que anochecía, las lámparas de gas que había colgadas por las
paredes y las vigas iluminaron suavemente el establo. Algunos volvieron a
bailar, otros se sentaron y otros salieron, y todo el mundo comió.
Rachel fue varias veces a la casa, en parte para llevar comida al granero y
en parte para asegurarse de que Jennie estaba bien. Marci había dejado allí a
los niños, y Rachel los llevó al granero para que vieran cómo era el baile y
para darles de cenar. Los niños de Maplecreek se emocionaron mucho al ver
a sus primos pequeños, y los gemelos consumieron aquello mucho más
rápido que la comida. Cuando volvía de dejar a los niños con Jennie de
nuevo, Jacob, el prometido de Sarah, estaba esperándola en la puerta del
establo.
—¿Está Sarah ahí dentro, con la mujer inglesa? —le preguntó Jacob.
—¿Sarah? No. Pensaba que estaba contigo. No la he visto desde hace una
hora, más o menos —admitió Rachel.
—No se sentía del todo bien y quería descansar, y yo le dije que adelante.
—Entonces iré a buscarla —le aseguró Rachel, volviéndose hacia la casa
—. Seguramente está tumbada dentro.
Sin embargo, Sarah no estaba en ninguna de las habitaciones de la casa,
ni siquiera en el sótano. Jacob le dijo que él tampoco la había encontrado, y
para evitar que la gente se dejara llevar por los nervios, Rachel les pidió
discretamente a Dan y a Ben que ayudaran a su cuñado a buscarla por el
establo.
No la encontraron.
Rachel decidió que le pediría a Jennie que se fuera a su casa a telefonear
para pedir ayuda y que se llevara a los niños. Mientras, debía parar el baile y
hacer que todo el mundo se pusiera a buscar. ¿Se enfadaría Eben si llamaba
también al comisario de Clearview?
Rachel sintió un nudo de angustia en el estómago. Había estado
demasiado consternada con sus propios problemas y preocupaciones, y
cuando Sarah había querido hablar con ella, no había sido capaz de
escucharla ni de hacer que se quedara con ella.
Rachel volvió a la casa para decirles a Andy y a Aaron que tenían que irse
a casa de Jennie. Los cuatro niños la rodearon en el umbral, y entonces,
Rachel vio a Aaron señalar hacia el tejado del establo. Ella se dio la vuelta y
vio una figura allí arriba, apoyada en la cúpula.
—¿Sarah? —gritó Rachel, y le hizo un gesto a Jacob para que mirara
hacia allí.
La mirada de Jacob siguió el brazo de Rachel, y acto seguido, despareció
dentro del establo. Ella corrió hacia allí, abriéndose paso entre los jóvenes
que bailaban y charlaban, y subió por las escaleras hacia el pajar tan
rápidamente como pudo, y después por la siguiente escalera hacia la cúpula,
intentando alcanzar a Jacob.
El tejado del establo era muy inclinado. ¿Qué era lo que le había pasado a
Sarah? Incluso en los peores momentos después de la muerte de Sam, a
Rachel nunca se le había ocurrido subir allí para… para…
Vio que Jacob ya estaba en la pasarela de la cúpula, justo encima de ella.
—Sarah, voy a salir a por ti —dijo Jacob, y Rachel lo oyó.
E incluso por encima de la armónica, las voces y las risas de abajo, oyó
también la respuesta:
—Si lo haces, me tiraré.
Capítulo 9
Hacía una hora desde que Aaron había visto a Sarah en el tejado, pero a
Rachel le parecía que había pasado un año. La fiesta se había interrumpido, y
todo el mundo estaba fuera, en el césped.
Rachel miró por la ventana del pajar y vio las siluetas de Kent y a Jennie
recortadas en la luz de la puerta trasera de la casa, donde estaban en pie como
centinelas. Jennie se había llevado a los cuatro niños a su casa y desde allí
había llamado al comisario, y después a Kent y a Marci. Rachel oyó a Kent
contarle a su madre que, aunque había protestado, Marci se había quedado en
la casa de al lado con los niños. No era que Marci pensara que su marido y su
suegra no podrían soportar la tragedia de otra chica joven en aquel establo,
había admitido él. Marci quería ver a su padre, el comisario, en acción.
Tim Burnett, el antiguo y apreciado comisario de Clearview había llegado
en un coche patrulla, con las luces encendidas, y había traído a Eben. El
comisario se había puesto al mano de la organización. Había dirigido a los
curiosos que estaban aparcados por la cuneta de la carretera hasta detrás de la
cinta policial que había extendido su ayudante. En la muchedumbre, Rachel
habló brevemente con Linc McGowan, que le dijo que pasaba por allí en
aquel momento. Ella también vio a los dos hombres paramilitares que la
habían acosado en la carretera. Intentó no prestarles atención, pero por dentro
se le encogió el estómago. Ya sabían dónde vivía.
El comisario Burnett había llamado a los bomberos y les había ordenado
que extendieran sus lonas de rescate a ambos lados del establo por si acaso
podían ponerse bajo Sarah e interrumpir su caída. Había llegado también una
ambulancia de urgencias desde Bowling Green. Las sirenas de los vehículos
oficiales atrajeron a más espectadores de las granjas colindantes y del pueblo.
Todo aquello le recordaba a Rachel la noche en que había muerto Sam.
Entonces, el comisario Burnett y el obispo Eben también habían estado en
total desacuerdo sobre el modo de proceder.
Eben quería que se marcharan la multitud y la policía para poder
ordenarle a Sarah que bajara, pero el comisario no le había permitido
acercarse a la distancia necesaria como para hablar con ella. En vez de eso,
Burnett, un veterano de su trabajo con el rostro curtido como el cuero viejo,
iba a valerse de Jacob Esh como intermediario entre la angustiada muchacha
y él, mientras llegaba un negociador especializado en intentos de suicidio,
que ya estaba de camino desde Toledo.
Jacob bajó de la cúpula al piso de arriba, donde Eben y Rachel estaban
esperando con el comisario. Estremecido, casi como si se esperara que iba a
recibir un golpe, Jacob dijo:
—No quiere hablar con usted, obispo Eben.
—¿No quiere hablar con su propio padre? —explotó Eben—. Claro que
va a hablar conmigo. Va a bajar aquí ahora mismo para que yo averigüe qué
es lo que la ha poseído —dijo. Tenía un tono de voz tan severo como el de
siempre, pero Rachel sabía que estaba frenético.
El comisario elevó las manos para acallar el estallido de Eben.
—¿Qué más ha dicho, hijo? —le preguntó a Jacob.
—Dice —continuó el muchacho, frunciendo el ceño a la vez que hablaba
—, que no quiere hablar ni siquiera conmigo. Sólo quiere hablar con Sam
Rachel.
Pese a las airadas protestas de Eben, Rachel dijo que subiría al tejado con
Sarah.
—La pasarela de la cúpula —dijo Jacob— es muy inestable.
—La señora Mast pesa menos que tú —le dijo el comisario a Jacob.
Rachel se dio cuenta de que estaba llorando. El comisario le dio un
pañuelo, y ella asintió para darle las gracias. Después se secó los ojos y las
mejillas y se limpió la nariz. Por algún motivo, parecía que Eben estaba
incluso más enfadado que antes.
—Iba a hacer que repararan esa pasarela muy pronto —admitió Rachel—,
pero sé dónde tengo que pisar. Tendré cuidado.
En silencio, pero furioso, Eben tomó la manta que ella tenía sobre los
hombros como si le estuviera sosteniendo el abrigo. Rachel recordó, mientras
subía por la pequeña escalera de la cúpula, que Mitch había hecho que le
prometiera que no subiría allí hasta que él la reparara. Rachel pensó que,
definitivamente, iba a pedirle que lo hiciera, quizá al mismo día siguiente, en
cuanto Sarah estuviera a salvo.
Rachel se subió a la estrecha pasarela y se asomó por la ventana de la
cúpula al tejado, por donde debía de haber salido Sarah.
—Sarah, estoy aquí —le dijo suavemente—. ¿Querías decirme algo antes,
y yo no te he escuchado?
Sarah no respondió al principio, y después preguntó:
—¿Estás sola?
—Puedes estar segura. Estos tablones no aguantarían a más de uno.
—Más de uno —repitió la chica débilmente. Sarah estaba sentada a
horcajadas sobre la arista del tejado, con la espalda apoyada contra la cúpula
—. Yo he caminado por esos tablones, y soy más que uno —dijo, y alzó la
cabeza para mirar a Rachel en la oscuridad.
—¿Qué? —preguntó Rachel. Y entonces, lo supo. Había estado tan
ocupada, tan obsesionada, que no había visto ni oído a su amiga—. Estás
embarazada —susurró.
—Sí. Una rumspringa alocada, ¿no te parece?
—¿Lo sabe Jacob? Estoy segura de que tu padre no.
—Jacob… todavía no. ¿Y el obispo? —Sarah soltó una carcajada
nerviosa—. Ya me habría tirado desde el tejado de nuestro establo si lo
supiera.
Rachel se asomó aún más y se inclinó hacia su amiga.
—No pienses eso, Sarah. Estas cosas ocurren algunas veces entre nuestra
gente. Lo único que ocurre es que se adelanta la boda. ¿Te acuerdas de Leah
Yoder, en casa…? Y ella es tu prima menor. La gente frunció el ceño, pero
todo el mundo se lo perdonó.
—No intentes convencerme, Rach. Leah no es la misma persona que yo.
Lo que han hecho Jacob y la hija del obispo que tiene una madre pecadora,
incluso antes de estar prometidos, ¡está mal!
—Pero ocurre —insistió Rachel para intentar calmarla—. Como otras
cosas en la vida. Un bebé es una bendición. Sarah, no es el fin del mundo si
tú no quieres que lo sea. La solución no es suicidarte y matar también a ese
bebé que depende de ti y que no merece morir sin haber tenido la oportunidad
de nacer…
Rachel se interrumpió. Quizá hablar con dureza no fuera lo más acertado.
—También es el bebé de Jacob —añadió Rachel con la voz más suave—.
Así que él también tiene algo que decir en esto, y él te quiere.
—Sí, pero yo también pensaba que, a su manera, mi madre quería a mi
padre. Yo entiendo por qué tú no quieres ser mi madrastra, pero deseaba que
lo fueras. Entonces, podría dejar de echar de menos a Mamm, quererla y
odiarla al mismo tiempo por marcharse. Esa nota que nos dejó, que le dejó a
papá… Sólo la leí una vez antes de que él la rompiera, pero era tan rara…
parecía que no era suya…
—¿Por qué no me das la mano y te pones de pie muy despacio, para que
las dos podamos hablar dentro? —le sugirió Rachel.
Sarah no se movió. Rachel cambió el peso de pierna para descansar la
espalda, y los tablones crujieron bajo ella.
—No quiero estar muerta de miedo, Rach, no como debió de haber estado
Mamm —le dijo su amiga.
—Entonces, entra aquí y cuida de Jacob y de ese bebé —le dijo Rachel—.
Y muévete muy despacio, hasta que yo pueda agarrarte.
En cuanto Sarah se puso en pie y se acercó a la cúpula, Rachel estiró los
brazos para asirla por la cintura. Sí, estaba ligeramente hinchada por el
embarazo. Qué idiota y egoísta había sido, se dijo Rachel, tan atrapada en sus
propios terrores que ni siquiera se había dado cuenta. Tenía que comenzar a
mirar todas las cosas y a todo el mundo más de cerca.
—Tendrás que sentarte en el alféizar —le dijo Rachel.
Sarah siguió sus indicaciones y entró en la cúpula, primero una pierna y
después la otra. Como si todo el mundo hubiera estado conteniendo el aliento
en el piso de abajo, un aplauso subió hasta sus oídos. Rachel y Sarah se
quedaron dentro de la cúpula, abrazándose durante un momento sobre los
tablones temblorosos.
—Siento que esto siga siendo tan peligroso, incluso dentro de la cúpula,
Sarah —le susurró Rachel, mientras la tomaba de la mano para guiarla hacia
abajo—. Este establo necesita que lo arreglen, pero bueno, todos lo
necesitamos.

El comisario Burnett se apresuró a bajar desde el pajar, antes que los


demás, para enviar a todo el mundo a casa antes de sacar a Sarah. Rachel oyó
los motores de los coches y los relinchos de los caballos. Casi todo el mundo
se marchó, salvo los niños de Maplecreek, que iban a quedarse a dormir en
casa de Rachel. El comisario volvió muy rápidamente e insistió en que Sarah
debía ir al hospital para que la examinaran. Y quería que le prometieran que
iría a ver a un psicólogo.
—Mi hija no necesita nada de eso —declaró Eben—. Va a dormir en su
propia cama esta noche, y no en un ataúd, gracias a Dios.
—Y gracias a Jacob y a la señora Mast —añadió el comisario mientras
salía del establo, sacudiendo la cabeza.
Rachel lo había visto haciendo lo mismo cuando Eben y los diáconos le
habían dicho que la muerte de Sam era voluntad de Dios y que ellos no
querían a ningún investigador fisgoneando en el establo. En aquel momento,
Eben estaba junto a Jacob y Sarah, que estaba sentada en una bala de paja,
entre los restos del baile.
—Padre —le dijo Sarah a Eben con una voz asombrosamente firme,
mientras lo miraba—. Quiero hablar con Jacob a solas.
—Está bien —respondió Eben, dejándolos a todos sorprendidos.
Acompañó a Rachel fuera del establo y ambos caminaron hasta el lateral
del edificio.
—¿Qué te dijo ahí arriba? —le preguntó él—. ¿Por qué ha hecho eso, por
qué ha seguido los pasos de su madre y nos ha avergonzado a todos?
—Tiene que contártelo ella misma —respondió Rachel.
—Entonces, habla tú conmigo. No quería decir nada que le causara un
disgusto a ella, ni a ti, estos últimos días —dijo Eben. Era difícil de creer,
pensó Rachel, pero tenía un tono de voz casi de disculpa—. Ya ves lo mucho
que te necesita Sarah —continuó él—. Y yo también.
Rachel se quedó mirándolo, atónita, en las sombras. Aquéllos eran un
tono y una táctica completamente distintos de los que ella se había esperado.
—Creía —le dijo—, que tenías la misión de demostrarme lo mucho que
yo te necesitaba a ti, Eben.
—¿Qué quieres decir?
—Para empezar, me dijiste que Dan y Ben me ayudarían a plantar el
campo de cebada, y después no cumpliste tu palabra, y además te llevaste a
mis caballos. Eben, deja que te diga qué es lo que más me molesta de tus
proposiciones de matrimonio indirectas. Tu primera esposa se rebeló contra
el hecho de tener que mudarse aquí y huyó, y ahora tú estás intentando
cortejar a otra esposa que no traspase tus límites.
Él se quedó estupefacto, y le apretó la mano con tanta fuerza que ella hizo
un gesto de dolor.
—Entre tú y yo las cosas no serían así —le dijo él, casi tartamudeando de
ansiedad—. Ya he aprendido a tratar eso.
Rachel decidió lanzarle otro argumento. Era consciente de que debía tener
más prudencia, pero estaba exhausta, y aún muy enfadada con aquel hombre,
que Dios la perdonara.
—¿Cómo es que estás tan seguro de que Eben Mary está realmente
muerta y de que, por lo tanto, tú puedes volver a casarte? —le preguntó—.
¿Y si ella vuelve algún día?
Él exhaló un suspiro de alivio y volvió a sorprenderla.
—Vaya, ¿es eso lo que te preocupa? —Eben sacudió la cabeza con
vehemencia—. Ya sabes que pedí que la declararan fallecida.
—En la Iglesia —replicó Rachel—, pero no hiciste que el comisario la
buscara, y ella no ha sido declarada fallecida legalmente.
—¿Legalmente? ¿El comisario? ¿Acaso crees que el gobierno de los
gentiles o un comisario tiene poder o autoridad sobre nosotros?
—¿Por qué estás tan seguro de que ella ha muerto? —insistió Rachel sin
responder a su pregunta.
—Lo sé. ¡De lo contrario, habría vuelto ya! —rugió él—. No tiene cómo
ganarse la vida. Al menos, se habría puesto en contacto conmigo y con los
niños. De ninguna manera podría haber estado ausente durante tres años si no
estuviera muerta. Rachel, si te parece que he sido indirecto, u obstinado, o
poco atento, perdóname, y empecemos de nuevo con un cortejo de verdad.
Al notar que él le apretaba con ambas manos la suya, ella se quedó
asombrada por haberle permitido que se la sostuviera durante tanto tiempo.
Tiró del brazo y sacudió la cabeza para aclararse la mente, pero él entendió
que se estaba negando.
—No digas que no —insistió Eben, suplicante—. Nuestra unión
resolvería todos tus problemas. Los niños y tú vendríais a vivir conmigo
mientras Dan encuentra una esposa y trabaja en esta granja y…
—¡Yo estoy trabajando en esta granja! —exclamó ella—. Ni Dan, ni los
hijos de mi cuñado, ni siquiera un hermano como Sim Lapp, que se sacrificó
para salvarla para mí después de que muriera Sam.
—¡Y tú me hablas de que actúo de una manera extraña con respecto al
hecho de haber perdido a Eben Mary! —le dijo él, señalándola con el dedo
índice—. Sam está muerto con toda seguridad, pero tú te comportas como si
tuvieras un hombre escondido por aquí.
En aquel momento, ella tuvo la certeza de que era Eben el que había
encontrado la forma de meterse en su establo, alterar los sombreros y utilizar
a los caballos para aterrorizarla.
—Quizá mi unión contigo resolviera mis problemas financieros, pero
crearía problemas personales —le respondió Rachel con la voz helada—.
Eben, quiero informarte de que he decidido que un constructor gentil haga las
reparaciones del establo, a cambio de que pueda utilizar fotografías del
establo en sus anuncios.
—¡No se pueden usar imágenes grabadas!
—Antes, en casa, ya lo han hecho. En los anuncios, el constructor no dirá
dónde está el establo, ni quién es su propietaria. Y voy a solicitar que el
estado lo registre como bien histórico. Es mi establo, un establo amish, pero
también es parte de Estados Unidos, un país que ha sido muy bueno para los
amish.
Rachel esperó a que él asimilara todo lo que le había dicho. Mientras,
pensaba que, si él podía aceptar que ella tenía opiniones propias y que podía
tomar decisiones por sí misma, quizá se hubiera equivocado al juzgarlo.
—Te has convertido en una gentil —declaró Eben, y escupió al suelo, a
los pies de Rachel. Los ojos le ardían en la oscuridad—. Confías en el
comisario, permites que se use en un anuncio el establo donde murió Sam, y
donde ha estado a punto de morir Sarah, y permites también que lo registre el
estado. Por no mencionar que has hecho caso omiso de mi advertencia previa
sobre el hecho de que una mujer mundana cuide a los gemelos durante el día.
Y un constructor inglés… ¿te refieres al hombre de la subasta?
Rachel lo miró largamente, intentando percibir alguna señal de que
estuviera tan desesperado como para intentar asustarla para que dejara la
granja y el establo. Podría disculparse en aquel momento, decir que estaba
soportando mucha tensión, retirar todo lo que acababa de decir. Pero aquella
rumspringa que estaba sintiendo le corría por las venas.
—Sí —respondió, alzando la barbilla—. Ése es el hombre, y eso es lo que
pienso hacer.
—Entonces, apártate de mi Sarah hasta que tengas permiso para hacer
otra cosa. Como tu obispo, debo advertirte de que estás en peligro de
expulsión por semejante actitud y comportamiento. Hablaré de esto con los
diáconos y te informaré de lo que decidamos. Y recuerda, Sam Rachel Mast,
que el orgullo precede a las caídas, y un espíritu altivo conduce a la
destrucción.

Poco después de que Rachel hubiera dado de desayunar y hubiera


despedido a los chicos de Maplecreek, que se habían quedado a pasar la
noche en su casa, alguien llamó a la puerta trasera de la cocina. Rachel abrió
y se encontró allí a Mitch Randall, con el periódico en la mano.
—¿Lo han publicado? —preguntó ella mientras se secaba las manos en el
delantal.
Él asintió.
—Gracias a Dios que la chica está bien.
Rachel se apartó para dejarlo pasar sin decir nada. Aún estaba tan
enfadada con Eben que no le importó estar a solas con él tan temprano. Los
gemelos habían pasado la noche en casa de Jennie y continuaban allí.
—¿Te importaría leerme el artículo mientras preparo algo para los dos?
—le pidió, mientras tomaba dos huevos más de la despensa—. He estado
dando de desayunar a los invitados y estaba a punto de prepararme unas
salchichas y huevos revueltos. Lo haré por el tacto —añadió con una risita
nerviosa—, porque no encuentro mis gafas por ninguna parte. Sólo he sabido
que eras tú el que estabas en la puerta por tu voz…
Su propia voz se quebró, y ella tuvo que carraspear. Mientras rompía los
huevos en un cuenco, Mitch se acercó tras ella y le puso las manos en los
hombros para hacer que girara lentamente hacia él.
—Mitch, no puedo —protestó Rachel débilmente, y entonces se dio
cuenta, demasiado tarde, que había pensado que él iba a besarla.
—No he dicho ni hecho nada, todavía. Sólo quiero enseñarte mis gafas, y
explicarte por qué no las pierdo.
—¿Tú llevas gafas? —le preguntó ella, aliviada por hablar de algo
prosaico—. Ah, te refieres a esas gafas que flotan en los ojos.
—Lentes de contacto. Mira a la luz de la ventana —le dijo él, y se inclinó
ligeramente hacia ella.
Rachel sabía que era una treta para calmarla, para acercarse a ella, pero
no le importó. Ladeó la cabeza para que sus narices no chocaran y elevó la
cara hacia la suya. Entonces, vio unos discos diminutos y transparentes que
flotaban en sus ojos marrón oscuro.
—No me había dado cuenta —susurró.
—Nunca te habías acercado lo suficiente. Estoy seguro de que son
mundanas y están prohibidas, pero deberías probar las lentillas.
—No puedo. No quiero.
—Lo entiendo. Pero puedes cambiar de opinión. Yo admiro tu mente,
Rachel. También.
Ella asintió como una boba. Él no la atrajo hacia su cuerpo, pero parecía
que la estaba sosteniendo, o quizá a ambos. No se estaban tocando, salvo el
hecho de que él tuviera las manos sobre sus hombros, pero Rachel se sentía
como si estuvieran pegados el uno al otro.
—Te das cuenta de que esto no es una buena idea —le dijo ella en un
susurro—. Nuestra… cercanía es imposible.
—Es evidente que no. Sólo es imposible que estemos los dos aquí, tan
contenidos.
—¿Esa mirada y esta sensación son algo contenidos?
Él se rió y, para alivio y pena de Rachel, la soltó. Ella pensó que iba a
abrazarla, pero pasó a su lado, tomó el cuenco y comenzó a batir los huevos
con el tenedor.
—Vete a buscar las gafas mientras yo preparo el desayuno —le dijo—.
Vamos a ir al establo para que te enseñe exactamente lo que quiero hacer con
la cúpula, para empezar. Después hablaremos de los demás planes.
Rachel se fue apresuradamente hacia el salón, y allí se detuvo. ¿Otros
planes? Y los hombres no preparaban el desayuno. Aquel inglés se estaba
haciendo cargo de su cocina, por no mencionar también de su establo y de su
vida.
Capítulo 10
—¿No te meterás en problemas por no ir hoy a misa? —le preguntó
Mitch a Rachel cuando entraron en el establo, después de desayunar.
Ella estuvo a punto de decirle que no estaba ni siquiera segura de que
fuera bienvenida en la iglesia, al menos, por el obispo.
—Nuestra gente ha tenido misa todos los demás domingos, y esta semana
es de descanso —le explicó ella, agradecida por no tener que enfrentarse a
Eben aquel día—. Hacemos turnos para celebrar las reuniones en las casas.
Cuando Sam y yo recibimos aquí a los hermanos, la semana anterior a que él
muriera, usamos el establo, ya que la casa no es lo suficientemente grande.
¡Tuvimos que trabajar mucho para que quedara completamente limpio!
Parece que ahora tampoco le vendría mal —añadió casi con nostalgia,
mientras observaban los restos del baile interrumpido.
Después de que Sarah estuviera a salvo, el comisario había enviado a todo
el mundo a casa rápidamente, y las balas de paja todavía estaban colocadas en
círculo. Sin embargo, Rachel había desmantelado las mesas y había metido
de nuevo a los caballos en el establo para que no pasaran la noche a la
intemperie. En aquel momento, comenzó a poner paladas de heno en sus
comederos, empezando por los percherones, aliviada porque ningún fantasma
se le hubiera adelantado, ni los hubiera enganchado a los arneses. Pensó en
contarle todo aquello a Mitch, pero decidió dejar que él se concentrara en las
reparaciones del establo.
Sin embargo, Mitch comenzó a ayudarla a dar de comer a los caballos y,
cuando hubieron terminado, comenzó a acariciar una gata que estaba
dormitando junto a la pared.
—Esa es Mila, mi gata favorita del establo —le dijo Rachel—. Tiene las
patas traseras y la cola paralizadas por un accidente… por el accidente de
Sam. Yo la cuidé hasta que se recuperó, y deseaba haber podido hacer lo
mismo con él… —de repente, se le quebró la voz y no pudo seguir hablando.
Quería contarle todos los detalles sobre cómo había caído Sam sobre la gata
cuando el gancho del tejado se había precipitado sobre él. Accidente, había
dicho ella… ¿pero no habría debido decir, más bien, asesinato?
Al preguntarse aquello, no pudo evitar que se le llenaran los ojos de
lágrimas. Se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar.

Rachel no protestó cuando Mitch se sentó en una bala de paja e hizo que
ella se sentara en sus rodillas. Tal y como Aaron se había abrazado a ella en
el sótano, la semana anterior, ella se abrazó a Mitch. Toda la pena y la rabia
que había acumulado por perder a Sam y tener que reprimir todas sus dudas
sobre su muerte la rebasaron.
—¿Sospechas que fue juego sucio? —le preguntó, finalmente, Mitch.
Ella se incorporó, se encogió de hombros y después asintió.
Por fin, pensó, lo había admitido ante alguien. Rachel se levantó y se secó
la cara con el delantal. Mitch se levantó también.
—Pero… ¿quién, y por qué? —insistió él—. Sé que los amish creen que
deben perdonar y continuar viviendo, y que no quieren que intervengan las
autoridades, pero tú no has podido olvidarlo, ¿verdad? Te ha estado
obsesionando.
—Sí. Y por más de un motivo. Tú has venido a aquí a trabajar en el
establo, y si confío en ti para eso, creo que puedo confiar en que serás
imparcial y escucharás lo que pienso, y que me ayudarás a encontrar algo que
es posible que a mí se me escapara acerca de aquel día, de lo que realmente le
ocurrió a Sam.
—Por supuesto que quiero ayudarte. Iba a trabajar en la pasarela de la
cúpula —le dijo él, mirando hacia arriba—, pero…
Su voz se fue apagando, y Rachel se dio cuenta de que estaba mirando el
gancho del techo.
—¿Por qué tiene todos esos nudos la cuerda del gancho? —le preguntó.
—Oh, siempre se hace así —le explicó ella—. Sam empezó a hacerlo, y
los hombres que lo usaron para recoger la pasada cosecha lo hicieron
también. Son nudos dobles para asegurarse de que las cuerdas aguantan.
—Pero no aguantaron —dijo él con el ceño fruncido—. No aguantaron
cuando Sam murió. Está bien, vamos a hablar de ello e investigaremos las
pruebas, empezando con el gancho.

Rachel y Mitch subieron al piso de arriba, y con unos tablones, él


improvisó un andamio. Colocó tres tablones apoyados en las gruesas vigas y,
a gatas, los recorrió hasta que estuvo junto al riel de metal y la cuerda que
sujetaban el gancho.
—Las cuerdas están casi nuevas —le dijo Rachel—. Las usamos a
mediados de agosto pasado, durante la cosecha. Si, desde fuera, miras hacia
la parte superior de la ventana del pajar, verás que el riel continúa hasta allí.
Los caballos tiran del carro lleno hasta que está situado justo debajo y
entonces, desenganchamos a los caballos y hacemos que tiren de la cuerda
para elevar el heno con el gancho. Cuando la carga entra por la ventana y se
traslada por el raíl al lugar elegido, usamos una cuerda para hacer que el
gancho se abra y sus dientes liberen la carga en el pajar.
—Y supongo que cuando el mecanismo está en uso, la cuerda no tiene
esos nudos.
—No.
—¿Hay que controlar las cuerdas desde fuera del establo? —continuó él.
—No, no necesariamente. Alguien puede estar dentro, incluso aquí arriba
en el pajar, donde las cuerdas se enroscan y se anudan cuando no se van a
usar.
—Hace años vi subir el heno de este modo —le dijo él desde el andamio
—. El hombre que me lo enseñó había estado en la marina, y le llamaba a
este gancho el arpón. En realidad, era el padre de Gabe, que era granjero.
Aunque Rachel conocía a Gabe y tenía muy buen concepto de él, se
estremeció ante la imagen que le evocó la palabra arpón: un cuerpo
atravesado… luchando por mantenerse en el agua, por huir… Sam en el
suelo…
Rachel se abrazó a sí misma y observó cómo Mitch se deslizaba por el
andamio de espaldas para comprobar la estabilidad de las tablas en las que
estaba fijado el riel de metal del gancho.
—Sé que funciona perfectamente —insistió Rachel—, aunque esté
oxidado y sea viejo. He oído que eso figuraba en el informe del comisario,
aunque fuera breve. Decía que es viejo, que está oxidado y que algunas de las
tablas son inestables, pero que funciona. Y las cuerdas estaban en perfecto
estado.
—Debemos leer ese informe —murmuró él—. Y si hiciste una
declaración, también deberíamos leerla, para que se te refresque la memoria.
—Sí. No lo había pensado.
—Supongo que el viento puede sacudir este riel y hacer que las cuerdas
se aflojaran —dijo mientras se bajaba del andamio. Después se limpió el
polvo de las manos—. Pero si estos nudos estaban aquí, no entiendo cómo es
posible que la cuerda se haya deslizado y el gancho haya caído.
En el pajar, se acercó a examinar los ganchos y los nudos que mantenían
tensa la cuerda principal. Después, sacudió otras cuerdas más pequeñas.
—Y —dijo, sacudiendo la cabeza—, aunque un viento fuerte podría
haber hecho que cayera, dudo que el gancho tuviera los dientes abiertos.
—No, nunca lo dejamos así —dijo ella, lamentando no haber pensado
aquello hacía mucho tiempo—. Su peso los obliga a permanecer cerrados.
Así que —razonó Rachel en voz alta, temblando aún más—, aunque se
cayera accidentalmente, alguien tuvo que quitar los nudos antes y tirar de la
cuerda que abre los dientes del gancho.
—A menos que la cuerda no tuviera nudos en aquel momento y que los
dientes del gancho se abrieran por sí mismos al caer. Podemos hacer una
prueba. Y, como tú me has contado —continuó Mitch—, si Sam estaba
desenganchando a los caballos, ¿por qué iba a caminar hasta el suelo de
trillado y se iba a quedar justo debajo del gancho?
—Me he hecho esa pregunta mil veces —respondió Rachel—. Quizá
oyera algún sonido, o quizá fuera a recoger a Mila… Sam no consideraba que
los gatos del establo fueran mascotas, pero quizá pensó que podría subírsela a
su madre, porque es evidente que la gata se había separado de sus hermanos y
había caído desde aquí hasta abajo.
—Quizá ya tuviera las patas lesionadas antes de que Sam fuera por ella.
También puede ser que él caminara hasta colocarse bajo el gancho para
comprobar si los nudos de seguridad estaban hechos.
—No creo… probablemente, estaba demasiado oscuro como para poder
verlo —le explicó ella.
Mitch estaba haciendo que se diera cuenta de que debía haberle pedido
ayuda a alguien para resolver aquel rompecabezas mucho antes. Sin embargo,
estaba agradecida por haber esperado a Mitch. Él no tenía un punto de vista
personal sobre la muerte de Sam.
—Voy a lavarme y lo revisaremos todo. Si es que aún estás segura de que
quieres indagar —le dijo él con expresión de preocupación.
—Sí. Estoy segura.

—Iba a haber tormenta, y estaba muy nublado. El cielo se había


oscurecido demasiado temprano —narró Rachel, mientras recordaba aquella
noche—, pero Sam no había encendido ningún farol aquí dentro. Eso era
corriente, porque se conocía este sitio de memoria. Cuando llegué a las
puertas del establo, me encontré a Andy mirando la piel de un topo muerto
junto a la trampilla del sótano, y lo envié a casa.
—Por esa trampilla no pudo entrar ningún extraño, ¿no? —le preguntó él
de repente.
—No —respondió ella, sacudiendo la cabeza—. Yo la he inspeccionado
más de una vez para comprobarlo, pero las malas hierbas que la cubren están
intactas. Al menos, lo estaban antes de que Linc McGowan la abriera y
mirara dentro, la semana pasada.
Mitch asintió y ella continuó hablando.
—Andy me contó que su padre le había dicho que fuera a casa a decirme
que ya estaba casi listo para la cena. Pero, después de que hubiera mandado a
Andy a casa, Chester se salió del establo y todavía llevaba las bridas puestas,
así que Sam debía de haberse distraído con algo, o ya estaba muerto para
entonces. Tan rápidamente.
—¿Le has preguntado a Andy si se acuerda de algo?
—No —respondió ella, tajante—. No tiene por qué revivir nada de eso.
Ni siquiera tenía cuatro años. Aaron estaba mirando desde la puerta de la
casa, y con él es lo mismo. No, no les he preguntado nada.
—Lo entiendo. Y… ¿oíste algo que te resultara extraño antes de que
saliera el caballo?
—Sí. Oí a Chester moverse, resoplar y golpear algo. Fue un ruido seco.
—¿Estás segura de que fue Chester? ¿Y cómo fue ese ruido?
—Creía que era Chester. No sé. Fue un golpe pesado. Quizá no fuera el
caballo.
—¿Y en qué orden oíste esos sonidos? Fue primero el movimiento,
después el resoplido y después el golpe?
—No estoy segura. He pensado en tantas de las maneras en las que pudo
suceder esto, que ahora me resulta difícil recordarlo con exactitud.
—Está bien. Continúa, entonces.
—Me quedé muy sorprendida al ver que Chester estaba suelto, pero lo
agarré por la brida y volví a meterlo en el establo.
—¿Le hablaste a Chester?
—¿Y qué importancia tiene eso? —preguntó ella. Cada vez se sentía más
nerviosa.
—Rachel —replicó él. Se levantó de la bala de paja y se le acercó—. Si
crees que ha habido algún tipo de juego sucio, ¿no te parece que alguien que
no debería estar dentro pudo haber estado ahí? Si tú hiciste algún sonido, él, o
ella, te pudo haber oído y reaccionó.
—Quieres decir que me oyó y escapó.
—O se escondió hasta que pudo escapar más tarde. No lo sé.
—Siento estar tan alterada —se disculpó ella—. Continuaré.
Mitch volvió a sentarse.
—Creo que es posible que chasqueara la lengua para Chester, pero creo
que les hablé a Nann y a Bett para que se calmaran. Hacía mucho viento, y
creía que se sentían inquietos por eso. Antes, creo, había llamado a Sam por
primera vez. Le pregunté que dónde estaba. No sé por qué se lo pregunté,
porque si Sam hubiera estado en el establo, él habría sabido que Chester se
había escapado.
—Pero él no habría dejado que Chester se escapara —dijo Mitch
suavemente—. Así que ésa es una prueba casi definitiva de que debía de
haber muerto ya. ¿Y después?
—Volví a llamarlo, quizá un par de veces. Recuerdo que pensé que la
tormenta, o quizá la angustia de mi voz, estaba asustando a los caballos, pero
quizá estuvieran agitados por lo que le había sucedido. Aquel golpe. O
porque vieron a alguien extraño en el establo. Después pensé que quizá Sam
hubiera salido por la puerta trasera a buscar algo y que volvería enseguida. El
viento, o algo, la habría cerrado de un portazo.
—Rachel —le interrumpió él—, no llevabas las gafas puestas, ¿verdad?
—No. No, así que eso pudo limitar lo que vi, aparte de que estaba
bastante oscuro. Sé que cometí errores.
—Yo no he dicho eso. Sigue.
—Más o menos aquí —dijo ella, y señaló el lugar—, tuve que agachar la
cabeza, porque el búho del establo vino volando hacia mí y estuvo a punto de
golpearme en la cabeza.
—¿Tenéis búhos? No los he visto.
—La pareja que había se marchó el día que murió Sam. Tenían el nido en
aquella viga, encima del pajar —le explicó ella, señalándosela—.
Normalmente entraban y salían por la ventana cuando estaba abierta. Pensé
que el hecho de que el comisario entrara y recorriera el establo, y que les
destrozara el nido, o al menos, alguien lo hizo, era la razón por la que no
volvieron. Los búhos vuelan en silencio, ¿sabes? Para poder caer sobre sus
presas sin previo aviso.
A Rachel se le había quebrado la voz al decir aquellas últimas palabras.
Sus emociones estaban devorando de nuevo sus pensamientos. Tuvo miedo
de echarse a llorar, cuando lo que quería era seguir explicándose, y le hizo un
gesto a Mitch con las palmas de las manos cuando él comenzó a levantarse de
la bala de paja.
—No, no, estoy bien —le aseguró—. Llamé de nuevo a Sam y volví a
preguntarle dónde estaba. Entonces, lo vi aplastado bajo el gancho. Tres de
los dientes le habían atravesado el cuerpo. Mila estaba bajo él. Yo estaba de
pie en un charco de sangre, y me puse a gritar. Corrí a la carretera y paré un
coche para pedir ayuda, y Jennie fue a avisar a los hermanos. Y entonces, el
obispo y los diáconos me dijeron que era la voluntad de Dios, y le pidieron a
la policía que no investigara más. Desde entonces, siempre tengo ganas de
gritar.

—Sam Rachel tiene la culpa de mucho de lo que ha ocurrido —insistió


Eben.
—No, padre —protestó Sarah. Jacob y ella estaban tomados de la mano,
de pie frente al obispo, confesándose—. Nada de esto es culpa de Sam Rachel
—le dijo—. Salvo el hecho de que yo esté viva esta mañana.
Eben resopló y se levantó de la silla.
—No me respondas —le ordenó—. Creo que también eso lo has
aprendido de Sam Rachel.
El obispo Yoder comenzó a caminar por el salón de su casa, donde Sarah
y Jacob se habían reunido con él aquella mañana. La noche anterior, la chica
se había desmayado del agotamiento, pero Eben había hecho que una de sus
hermanas durmiera con ella para asegurarse de que no se hacía más daño.
Sin embargo, parecía que aquella mañana Sarah era distinta. Más fuerte, a
pesar del hecho de que acababa de admitir que había tenido relaciones
carnales ante su padre y su obispo, y a pesar de que tendría que confesarlo
ante la congregación en la iglesia, antes de que él oficiara la ceremonia de
matrimonio entre los dos, el domingo siguiente. Evidentemente, la boda se
había adelantado.
—Sam Rachel se ha estado propasando. Ha estado trabajando como un
hombre, tomando decisiones como un hombre, también, rompiendo las reglas
y haciéndole caso omiso a la Ordnung, nuestras sagradas reglas, las que
hacen que la comunidad amish se mantenga unida. Hijo mío —le dijo a Jacob
—, asegúrate de que Sarah no cae bajo el hechizo de Sam Rachel.
Jacob asintió, retorciendo el sombrero de paja nerviosamente entre las
manos. Sarah se mantuvo firme, sin embargo. A Eben le recordaba a su
madre cuando lo había desafiado porque no quería mudarse a Clearview.
Eben Mary le había dicho que no estaba actuando por la voluntad de Dios,
sino por la suya propia.
—Aunque —dijo con amargura—, en realidad, no puedo echarle a Sam
Rachel toda la culpa de haber sido una mala influencia para ti, porque tu
propia madre se comportaba igual. Quiero que sepas que le he dicho a Sam
Rachel que se aleje de ti. Y eso quiere decir que no es bienvenida en casa de
los Lapp el domingo que viene en tu boda, y no tienes que acercarte a ella
para decírselo.
—¡Ella no será expulsada! —gritó Sarah, apretándose las palmas de las
manos contra la cara congestionada—. ¿Por qué?
—No, Sam Rachel Mast no será expulsada —le explicó Eben con más
calma—. Pero debo consultarlo y pensar en algún tipo de sanción, quizá una
advertencia de seis semanas para que ella corrija su comportamiento.
Sarah estaba tan asombrada y tan indignada que se lo quedó mirando con
la boca abierta, como un pez fuera del agua.
—Jacob y Sarah, os casaré después de misa, el domingo —dijo Eben—.
Tras vuestra confesión. La cena de la iglesia será vuestra comida de bodas.
—Muy bien —dijo Sarah—. Estaré orgullosa de casarme con Jacob el
domingo, obispo Yoder, tal y como debí hacer cuando me lo pidió al
principio. Y, en cuanto a que Rachel no venga a mi boda… —dijo con el tono
de voz cada vez más elevado—, si no puedo tener a mi madre ni a mi mejor
amiga cerca…
—¡Está bien! —explotó Eben, y se asombró a sí mismo, tanto por su falta
de control como por el hecho de que fuera a ceder—. Está bien, que Sam
Rachel vaya a tu boda, Sarah. Considéralo mi regalo de bodas. Jacob, invita
tú a Sam Rachel a la boda, porque tu prometida tiene mucho que hacer antes
del domingo.
Eben se tiró de la camisa bajo las mangas del abrigo, y se sacó el reloj del
bolsillo para mirar la hora.
—Además, seguro que le vendrá bien escuchar el sermón del domingo.
Pero también puedes decirle, Jacob, que el tiempo pasa. Si persiste en
desobedecer la Ordnung, no a mí, esto no tiene nada que ver conmigo, va a
tener que pagar las consecuencias.

—Vamos a hacer una lista —le dijo Mitch a Rachel— de las cosas que
tenemos que hacer. Lo primero, hacer una prueba con el gancho del heno
para comprobar si, cuando cae, se le abren los dientes.
Ella asintió, sentada junto a él en la bala de paja mientras él tomaba notas
en su carpeta.
—Hablaré con el comisario y leeré su informe —añadió Mitch.
—Yo hablaré con Andy para ver qué es lo que recuerda —dijo ella en un
susurro—, pero detesto hacerlo después de todo este tiempo. Espero que eso
no le haga volver atrás en los acontecimientos.
—Y dijiste que Aaron estaba mirando desde la puerta de la casa cuando
tú saliste a pedir ayuda a la carretera. Pregúntale si recuerda haber visto a
alguien extraño, a alguien corriendo desde la parte trasera del establo hacia
las leñeras o hacia la carretera.
Rachel se quedó mirándolo, asombrada, y estuvo a punto de contarle que
una vez le parecía haber visto a alguien espiándola desde el bosquecillo que
había más allá de las leñeras. Sin embargo, se limitó a protestar.
—Pero estaba oscuro, y los niños eran muy pequeños. No lo recordará.
—Sé que quieres protegerlos, Rachel, pero merece la pena intentarlo.
—Está bien. Y yo quiero hablar un poco más con algunos de los
hermanos, los que llegaron primero aquella noche —dijo ella. Sim Lapp,
pensó, era el primero que había estado allí, y el primero al que debería
preguntar.
—Bien. Entonces, tenemos un plan. Hay otra cosa, por supuesto, que
tienes que hacer. Tienes que pensar, aparte de quién pudo hacerle algo así a
Sam, en un posible motivo. Rachel, ¿quién lo odiaba o quería lo que él tenía?
Capítulo 11
Al día siguiente, Mitch estaba sentado en su furgoneta, en Clearview,
frente a la comisaría del pueblo. No tenía nada que ver con el ayuntamiento,
donde su abuelo había matado a un hombre, pero desde siempre, Mitch había
sentido una desconfianza y un odio instintivos por el estado y las fuerzas de
seguridad. Claro que tres años en la prisión estatal de Marion tampoco habían
ayudado mucho. Pero, por Rachel y por la situación que estaba atravesando,
él le iba a pedir al comisario que le dejara leer el informe sobre la muerte de
Sam Mast.
Entró en el pequeño edificio y le estrechó la mano al comisario Tim
Burnett, que era la única persona que había en toda la comisaría en aquel
momento. Los otros dos escritorios estaban vacíos.
—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó Burnett amablemente—.
¿Quieres saber quién es el dueño de algún otro establo?
—No, señor, aunque estoy trabajando en las reparaciones del establo de
los Mast, en Ravine, desde donde estuvo a punto de saltar esa chica amish.
Espero que pueda hacernos un favor a la señora Mast y a mí. Ella me ha
pedido que lea el informe de la muerte de su marido.
—¿De veras? ¿El hecho de que casi se produjera otra tragedia ha hecho
que piense en la suya? —le preguntó Burnett.
—Creo que con el tiempo, se le han aclarado las ideas.
—Vaya. Los amish son la razón por la que cerré tan rápidamente este
caso —le dijo el comisario, indicándole a Mitch que podía sentarse en uno de
los escritorios mientras él abría uno de los cajones de su archivador y sacaba
una carpeta—. La llegada de la comunidad amish fue muy beneficiosa para
algunos de los negocios del pueblo en los que ellos compran. Así que no
quería irritarles con una investigación minuciosa cuando sus líderes me
dijeron que no lo hiciera, por eso de no cuestionar a Dios. Y, de todas formas,
ellos no iban a presentar una querella.
—Pero ¿investigó el caso?
—Un poco, sí. En realidad, más de lo que ellos piensan. Pero ese establo,
tal y como tú debes saber, está bastante desvencijado, y ese gancho pudo
haberse caído del techo debido a la tormenta que se avecinaba —le dijo el
comisario, mientras le daba la carpeta de cartón que contenía el informe—.
Eché un buen vistazo y no encontré ninguna prueba de que hubiera sido un
crimen, y como ya te he dicho, los amish son un grupo beneficioso para el
pueblo. Dile a la señora Mast que si quiere reabrir oficialmente el caso, tiene
que venir aquí ella misma. Y dile que ella tendrá que hablar con el obispo
Yoder y con ese otro diácono… ah, Simeon Lapp, si se oponen.
—Parece que entiende bien a los amish, comisario —le dijo Mitch,
agradecido por que el hombre cooperara, cuando sólo se esperaba negativas y
discusiones.
—En realidad, no mucho. Es difícil comprender a gente que sólo
escolariza a los niños hasta el octavo curso, que no paga impuestos y que no
reconoce la autoridad legal. Pero todo eso lo negociaron con el gobierno, así
que yo no seré quien lo juzgue. Además, posiblemente la muerte de Sam
Mast fue un accidente. Aquella noche tuvimos muchas llamadas de
emergencia debido a la tormenta.
—Estoy seguro de que se siente un poco atrapado entre los amish y
algunos otros por aquí, como esos guerreros paramilitares del límite del
condado —Mitch estuvo a punto de decirle que habían acosado a Rachel,
pero decidió no remover más las aguas.
Burnett soltó un resoplido.
—Sí. Es el extremo opuesto del espectro de la violencia. Esos tipos creen
que se están preparando para una guerra cuando los ordenadores se paren con
el nuevo milenio. Mira —añadió él, señalando su monitor—. Yo ya lo he
resuelto. He apagado la maldita máquina. Pero, sí, algunos no piensan que los
amish sean tan pintorescos y agradables.
—Esperemos que los amish consigan ganárselos —dijo Mitch, mientras
abría la carpeta.
—Sí —respondió Burnett—. Parece que una de ellas ya lo ha conseguido
contigo.

El expediente policial comenzaba con un detallado informe manuscrito,


por Dios, sobre el estado de la escena del crimen. Mitch también intentó leer
la entrevista que el comisario había mantenido con Rachel dos días después
del funeral de Sam Mast, cuando quién sabía todo lo que se le habría
olvidado, o lo que le habían prohibido decir. Sin embargo, Mitch se dio
cuenta de que coincidía con lo que le había contado en el establo. Era
evidente que nadie había pensando en hablar con los gemelos, o nadie se lo
había permitido, y él no iba a señalárselo al comisario en aquel momento.
El informe del forense era breve. El médico había querido realizar una
autopsia, pero los amish no se lo habían permitido. Habían enviado el cuerpo
a embalsamar y habían celebrado un funeral privado en su casa. Samuel Mast
había muerto a causa de una fractura craneal bajo el peso del gancho y de las
heridas internas que le habían provocado sus dientes al atravesarle el cuerpo.
El forense sí había podido determinar, además, que la muerte había sido
instantánea.
El informe se completaba con recortes de periódicos de Ohio. Salvo por
los titulares y las entradillas, eran artículos idénticos, sin duda, prestados de
un periódico a otro por Internet.
Cuando terminó de leer el expediente, Mitch miró al comisario y a su hija
Marci, que había llegado a visitar a su padre.
—Discúlpeme, comisario —le dijo—, ¿Los amish no pidieron por escrito,
formalmente, que cesara la investigación?
—No, de ninguna manera —respondió Burnett—. Su palabra es
suficiente, y la mía también.
—Bueno —dijo Mitch, mientras metía todos los papeles de nuevo en la
carpeta y la cerraba—. Le agradezco mucho su ayuda, comisario.
—¿Es el informe sobre la chica que estuvo a punto de saltar? —le
preguntó Marci.
—No —respondió su padre—. Es el viejo caso del establo de los Mast.
La muerte del granjero, no la desaparición de Laura.
Mitch se levantó y se dirigió a Marci.
—Es cierto —le dijo—. Laura Morgan habría sido tu cuñada.
—La conocí en el instituto, pero me casé con Kent después de que ella
muriera. Ojalá papá pudiera seguir buscándola, aunque sólo fuera en su
tiempo libre y aunque ella desapareciera hace tantos años. Seguramente Kent
me mataría por decir esto, porque su madre se angustiaría mucho de nuevo,
pero hay muchos casos sin resolver que finalmente consiguen cerrarse.
—Te has aprendido toda la terminología, ¿no, cariño? —le preguntó
Burnett con orgullo—. Marci siempre está pendiente de mi trabajo,
diciéndome lo que tengo que hacer —le dijo a Mitch, y sonrió cuando su hija
le dio un suave puñetazo en el hombro.
—No me he leído todos esos libros de Nancy Drew para nada, y además,
también he visto la serie completa de Remington Steele en la televisión —dijo
Marci.
—Sí, bueno, pero la vida real no es como la retratan en la televisión, hija.
No hubo rastro de Laura Morgan, ni llamaron pidiendo un rescate, e
investigamos a todo el mundo que tuviera que ver algo con ella, a todos los
chicos y los profesores del instituto… y sus padres no me presionaron para
que dejara la investigación como hicieron los amish con la muerte de Sam
Mast. Así que deberías dejar a tu padre que maneje las cosas por aquí.
Marci le dio un beso en la mejilla a Burnett, y Mitch abrió la puerta de la
comisaría y la sostuvo para que ella pasara.
—Gracias de nuevo, comisario —le dijo a Burnett desde la acera.
Después comenzó a caminar con Marci—. He conocido a tus niños. Y
también conozco a tu marido. Es muy amable, siempre me da buenos
consejos con la madera en su almacén.
—Pero no le digas que estoy presionando a papá para que reabra el caso
de su hermana —le pidió ella—. Por fin, él ha dejado que descanse en paz, no
como su madre, aunque su padre nunca lo menciona… bueno, todos ellos
intentan evitar el tema. Además, si tú no se lo dices, nadie se enterará de que
tú también estás jugando a ser detective. Sobre todo, la gente de negro —le
dijo significativamente.
Marci Morgan se despidió y se alejó.
Mitch se dio cuenta de que, en cierto modo, acababan de amenazarlo.

Mientras acostaba a los gemelos, Rachel les preguntó con tacto si


recordaban algo de lo que había ocurrido la noche en que había muerto su
Daadi. Sin embargo, Aaron se limitó a decir que quería que volviera, y Andy
se negó a hablar. Rodó por la cama y les dio la espalda a su madre y a su
hermano.
Rachel les acarició las cabecitas durante unos instantes y después, con un
beso para cada uno, salió de la habitación.
Se quedó en el pasillo, apoyada contra la pared, esperando para
comprobar si ellos se levantaban a mirar por la ventana hacia el establo, como
ella sabía que hacían otras noches. Nada. No se oía ningún sonido, salvo los
que producía la vieja casa. Se estaba volviendo loca, pensó, por sospechar de
sus propios hijos.
De puntillas, bajó las escaleras. Era aquella investigación repentina sobre
la muerte de Sam lo que la había alterado. El martes por la tarde, Mitch había
interrumpido los trabajos de reparación del suelo de la cúpula y los dos
habían hecho una prueba de cómo caía el gancho del heno, haciendo que se
precipitara sobre un espantapájaros que habían colocado en el suelo. Pasar
por aquello había sido un gran esfuerzo por su parte. Habían hecho tres
pruebas, y los dientes del pesado gancho nunca se habían abierto por sí
mismos al caer sobre el espantapájaros. La cuarta vez, desde el pajar, Mitch
lo había abierto tirando de una cuerda, y había golpeado el suelo con el
mismo sonido, exactamente, igual que había hecho cuando había aplastado a
Sam.
Rachel estaba sentada con una taza de chocolate en la mesa de la cocina,
temblando, intentando calmarse. Bajo ningún concepto pensaba interrogar a
sus hijos de nuevo. Agarró con fuerza la taza al oír el pitido del primer tren
nocturno, que pasaba por la vía, más allá de la leñera y el bosquecillo, y de
los campos de cultivo. Cada vez que pasaba el tren, Rachel recordaba las
ocasiones en que Sam llevaba a los niños a verlo pasar, en contra de sus
deseos.
Con un suspiro, se levantó de la mesa y puso la taza en el fregadero.
Decidió irse a la cama para intentar conciliar el sueño, pero justo cuando el
tren pitaba de nuevo, Rachel miró por la ventana hacia las vías que no podía
ver desde allí, y soltó un jadeo. Junto al establo se distinguía la silueta de un
hombre.
Se apartó de la ventana y fue corriendo hacia la puerta trasera para mirar
por el cristal. Sí, era un hombre, pero no estaba intentando esconderse ni huir.
Estaba de pie junto a la puerta del establo, que estaba cerrada. Él levantó la
mano hasta el cerrojo.
A ella se le aceleró el corazón y se le humedecieron las palmas de las
manos. Las rodillas le flaquearon. Si no fuera por el hecho de que alguien ya
había molestado a sus caballos, se habría quedado escondida en la casa, pero
tenía que hacer algo para ahuyentar a aquel intruso. ¿Y si era el mismo que se
había llevado al tiro al campo de cebada y los había hecho correr?
Rachel tomó un escobón, y después pensó que el bate de béisbol de los
niños sería más fácil de manejar. Que Dios la perdonara. A ella la habían
criado rechazando la violencia, pero tenía que hacer algo para que aquel
hombre se marchara. Por segunda vez en su vida, lamentó no tener teléfono
en casa para poder llamar pidiendo ayuda.
Para no delatarse, dejó el farol dentro de la casa, abrió la puerta trasera y
asomó la cabeza. Salió, pero no se alejó mucho de la puerta por si acaso
necesitaba entrar rápidamente de nuevo. Levantó el bate, y dijo:
—¿Quién es usted? ¡El establo se queda cerrado por las noches!
—¿Señora Mast? —preguntó una voz desconocida para ella—. Soy Mike
Morgan, señora. No quería asustarla. Sé que estoy en propiedad privada, pero
tenía que venir.
El ex marido de Jennie. Rachel lo había visto varias veces en el pueblo
con su nueva mujer, pero nunca había hablado con él. Trabajaba en la planta
de producción de Jeep en Toledo, de capataz, así que durante los días de la
semana no estaba mucho en el pueblo. En aquel momento, Rachel se dio
cuenta de que había aparcado el coche al final del camino de gravilla.
—Me ha asustado de veras —le dijo, mientras él se acercaba lentamente.
Tenía una bolsa pequeña en las manos.
—Ya me doy cuenta —respondió el señor Morgan, señalando el bate de
béisbol que ella todavía tenía alzado en el aire—. Lo siento. No le pedí
permiso porque no quería que le dijera a Jennie que había estado en su casa.
Cuando leí lo que pasó con esa chica la otra noche… por fin reuní el valor
necesario para venir aquí, donde Laura fue vista por última vez.
—¿No había vuelto aquí desde entonces?
—No. Este lugar me tiene obsesionado. Pero ahora, tenía que venir y
enfrentarme a ello.
Rachel asintió. Sentía lástima por él. Incluso a oscuras estaba claro que
Mike Morgan era un hombre muy guapo, pero con una expresión muy triste.
Rachel había oído decir en la ciudad que Jennie todavía estaba enamorada de
él, pero ella nunca se lo había contado. Nunca había hablado de aquel
hombre, de igual forma que no hablaba de su hija, como si él también hubiera
desaparecido. Sin embargo, Rachel sabía que Kent y su familia veían a Mike,
y el hijo pequeño de Marci y Kent llevaba el mismo nombre que su abuelo.
—Si quiere, puedo traerle un farol para que entre al establo.
—No sé —dijo él—. Ya que he conseguido venir hasta aquí… claro,
señora, se lo agradecería mucho.
Rachel le entregó el farol en la puerta trasera de casa y esperó allí hasta
que él hubo entrado al establo. Dejó las puertas entreabiertas, y ella vio cómo
se movía la luz en el interior por las grietas de los tablones de la pared. Mike
Morgan cruzó la zona de trillado y se detuvo en el lado derecho del establo,
junto a los compartimientos de los percherones. La luz no se movió durante
un largo rato, y ella se preguntó si, como otros visitantes, él se habría
quedado asombrado, admirando la altura y la fuerza de los caballos.
Por fin, Mike Morgan salió. Seguía llevando la bolsa, pero apretada en el
puño.
—Hoy habría cumplido veintisiete años —susurró—. He dejado unas
rosas dentro, en memoria de Laura. Espero que no le importe.
—Claro que no, señor Morgan. Y no le diré a Jennie que ha venido usted.
—Gracias de nuevo —le dijo él, y se marchó.
A la mañana siguiente, cuando Linc McGowan llegó y le pidió que si
podía visitar el establo de nuevo, Rachel temió que le preguntara quién había
dejado allí aquellas rosas. Pero se dio cuenta de que Mike Morgan había
dejado el ramo demasiado cerca del compartimiento de Cream, y el caballo se
las había comido, con espinas y todo. Sólo habían sobrevivido un tallo
desnudo y un pétalo.

—Durante la investigación que he hecho sobre su establo, he recopilado


una información fascinante —le dijo McGowan.
—¿Le importaría que les diera de comer y de beber a los caballos
mientras habla? —le preguntó ella.
—Claro que no, adelante —respondió él, y cuidadosamente, se sentó
sobre una bala de paja—. De todas formas, he preparado una copia de la
documentación para usted. Empezaré con la familia de peregrinos que fue
propietaria de la granja en primer lugar. ¿Me escucha?
—Sí, profesor —dijo ella, y asintió.
—Bien. El censo de mil ochocientos cuarenta dice que el granjero,
Thomas Wharton, hacía algunos trabajos de herrería durante los meses de
invierno. Un día, mientras ponía unas herraduras nuevas, el caballo le dio una
coz en la cabeza y murió.
—¿En este establo? —preguntó Rachel, alterada. El agua del cubo que
llevaba se le derramó, y caló la paja que había en el suelo. Bett relinchó y
sacudió la cabeza. Rachel se apoyó en la pared del compartimiento, sujetando
el cubo.
—Eso fue lo que me temí al principio. Empecé a pensar que este lugar
tenía algún tipo de maldición —dijo Linc en tono petulante, complacido de
tener toda su atención—. Pero la muerte de Wharton ocurrió en la herrería de
Clearview, que después de muchos años, en mil novecientos veintiocho, se
convirtió en la primera gasolinera de la zona. Pero eso es adelantarse mucho.
Gracias a Dios, pensó Rachel, que nadie más había muerto allí. No quería
oír decir que aquel lugar estaba maldito. No lo estaba, salvo, quizá, en los
corazones de Mike y Jennie Morgan.
—Y aquí viene la parte que realmente tiene que ver con usted —le dijo él,
mientras Rachel volvía al trabajo—. La viuda, una tal Varina Wharton, llevó
la granja sola durante varios años, hasta que se fugó para casarse con un
hombre del pueblo llamado Stephen Keller, que era considerado un vago por
los vecinos.
—¿Una viuda? —repitió Rachel—. Probablemente, el señor Keller tenía
ganas de conocer mundo, y ella lo quería lo suficiente como para marcharse
con él. Pero ¿por qué dejaría esta granja tan bonita? Supongo que querría el
dinero. ¿Se la vendió a los antepasados de los Bricker?
—Sí y no. La señora Wharton debió de marcharse sin vender la granja,
así que finalmente la heredaron unos parientes lejanos suyos, los Bricker. De
todas formas, los detalles están explicados en la documentación, pero deje
que le explique unas cuantas cosas más…
Él siguió hablando como si ella fuera la más ávida de sus estudiantes. Sí,
ella tenía cierta relación con una viuda que había dirigido la granja por sí
misma y que había querido lo suficiente a un hombre como para arriesgarse a
cambiar su vida. Pero ¿huir y dejar todo aquello por lo que había luchado
tanto? Rachel se preguntó si la viuda Wharton había tenido hijos a los que
cuidar y se había sentido sola y asustada. Pero, seguramente, se habría casado
con Stephen Keller porque él le llenaba el corazón y le calentaba la sangre, y
no porque era lo más inteligente que podía hacer, y posiblemente lo único.
—Bueno, y ahora iré a lo más oportuno, teniendo en cuenta que se acerca
Halloween —continuó él—. Hay viejas supersticiones asombrosas, tantas
como para llenar un buen artículo para las revistas de historia locales, o
incluso para publicar en un periódico.
—Si lo escribe, no mencione a qué establo se refiere —le pidió Rachel,
mientras iba a sacar más agua para los caballos. Si McGowan seguía con su
discurso mientras ella no lo oía, mejor aún. Sin embargo, él esperó a que ella
se acercara de nuevo.
—Sólo dos cosas interesantes —añadió, golpeando sus apuntes con el
dedo índice—. Hay muy pocos establos pintados, pero el suyo está pintado
con una pintura roja casera. La receta: óxido de hierro, leche, zumo de lima y
aceite de linaza. Algunas veces contenía también pegamento hecho de las
deposiciones de las vacas. Pero ahora viene lo más interesante: también
añadían sangre animal para intensificar el color. Parece algo como un antiguo
sacrificio ritual, ¿verdad?
—¿Sabe? —dijo Rachel con un nudo en el estómago—. Creo que, a estas
horas tan tempranas de la mañana, preferiría leer esto en vez de escucharlo.
—Sólo una cosa más. Sé que sus parientes amish holandeses de
Pensilvania dibujan símbolos para protegerse de las brujas en sus establos.
—Si cree que esos símbolos son para protegerse del mal, está varios
cientos de años retrasado —le interrumpió Rachel, dejando el cubo de agua
en el suelo con cierta brusquedad. Quería que Linc McGowan se marchara—.
Esos símbolos ya no son más que adornos de decoración, señor McGowan. Y
los amish de Ohio no los usamos.
—Escúcheme —le dijo él en un tono de voz condescendiente—. He leído
que, según el folclore alemán, el marco blanco que se pintaba alrededor de la
puerta y de las ventanas del establo servía para mantener al diablo alejado. Y
debe usted saber que, junto con esta pintura mezclada con sangre que se
utilizó para pintar su establo, algún alma que murió hace mucho tiempo pintó
los marcos de color negro. Yo, por supuesto, no creo en las maldiciones, pero
si creyera, este establo sería el primer candidato a tener una.

Aquella tontería inquietante sobre su establo no fue lo único que le dejó


Linc McGowan cuando se marchó, orgulloso de sus investigaciones. Rachel
miró la carpeta de la información que le había dado, y notó que había otros
papeles enganchados con un clip.
Eran un par de artículos de periódico. El primero era sobre un constructor
que remodelaba establos antiguos sin respetar su naturaleza histórica y su
pasado, y lo había escrito el mismo McGowan. Bueno, pensó Rachel. Al fin y
al cabo, ella misma le había pedido aquel artículo sobre Mitch.
Pero el otro, el que ella no le había pedido, se titulaba: Condenado un
hombre a tres años de cárcel por propinar una brutal paliza al cliente de un
bar, en Toledo.
Capítulo 12
—¡Intento de asesinato! —susurró Rachel.
Leyó el artículo sobre el juicio de Mitch encorvada sobre la mesa de la
cocina. Lo habían acusado de haber agredido salvajemente y causado graves
lesiones a un hombre, y lo habían condenado a tres años de prisión.
Mitch Randall había golpeado a un funcionario del Departamento de
Transportes del estado. El hombre había caído de espaldas y se había
golpeado la cabeza en una esquina, y había estado a punto de morir.
—Tres años por eso —murmuró, horrorizada, y cerró los ojos—. Si
hubiera muerto, Mitch todavía estaría en la cárcel, en… —abrió los ojos y
leyó de nuevo—: En la Institución Penitenciaria de Marion, Ohio.
Se sintió terriblemente culpable. Allí estaba ella, sintiéndolo por Mitch y
no por el pobre hombre al que él había golpeado. Y pensando egoístamente
que, si aquel hombre hubiera muerto, ella nunca habría conocido a Mitch
Randall. Ella, que había nacido amish y se había criado entre los amish,
estaba actuando como si fuera una inglesa gentil.
Rachel volvió a leer el artículo, más lentamente, asimilando todo lo peor
de la noticia. Embriaguez… pelea… puñetazos… ataque sin provocación
alguna… intento de asesinato. Y también mencionaba que Gabe había
intentado proteger a Mitch, así que el fiscal del estado había tratado a su
capataz y amigo, aquel hombre amable y dulce que había cuidado a los niños
durante la visita que Jennie y ella habían hecho a la casa de Mitch, como un
testigo hostil. Ninguno de los dos hombres era lo que parecía ser.
Aunque no servía para excusar a Mitch, Rachel se imaginaba lo que había
sucedido. El hombre al que él había golpeado tan salvajemente debía de tener
algo que ver con el hecho de que su abuelo hubiera perdido la granja.
Después de todo, estaba siguiendo el patrón de sentido de justicia que su
abuelo había establecido tan desastrosamente.
De un salto, Rachel se levantó de la silla y escondió el artículo debajo de
la jarra de azúcar. Después subió las escaleras corriendo para despertar a ios
niños. No quería estar allí aquella mañana, cuando Mitch pasara por la granja
para comprobar cómo había llegado la nueva pila de madera y para hacer los
planes para el trabajo de más tarde. Rachel no quería enfrentarse con él en
aquel momento, y no se sentía con fuerzas para preguntarle sobre todo
aquello. Además, en aquel momento más que nunca, necesitaba demostrarse
que podía resolver el asesinato de Sam por sí misma, sin Mitch.
En mitad de las escaleras, se detuvo en seco. Una vez que había admitido,
finalmente, que Sam había sido asesinado, también podía admitir su otro
temor. Se sentía atraída por un gentil inglés, posiblemente violento y
peligroso, y su relación con él podría significar la expulsión y separación de
su comunidad. Rachel continuó subiendo hasta la habitación de los gemelos.
—Arriba, perezosos míos —les dijo para despertarlos—. Después de
desayunar vamos a ir a decirle a Jennie que no podéis quedaros con ella esta
mañana. Vamos a hacer una excursión al pueblo.
—¿Al pueblo? —preguntó Aaron entusiasmado, sentándose en la cama
mientras Andy abría los ojos y se la quedaba mirando—. ¿Juntos, Mamm?
—Exacto. Los tres juntos.

Rachel terminó con Jennie y los cuatro niños en la calesa. No había


podido negarse cuando su amiga le había pedido que les dejaran
acompañarlos, después de todo lo que Jennie había hecho por ella. Jennie se
quedaría con los niños y los llevaría al supermercado, y después a visitar a
Kent al almacén de maderas, y a Marci, al salón de belleza. Mientras tanto,
Rachel iría a la biblioteca. Después se encontrarían y llevarían a los niños a
tomar un helado.
Rachel estaba contenta, en cierto modo. Después de todo, iba a visitar un
lugar que le encantaba. Sam no aprobaba que ella visitara la biblioteca porque
consideraba la lectura de libros gentiles como algo prohibido. Sin embargo,
como ella estaba decidida a encontrar pistas sobre quién lo había asesinado,
seguramente su marido no refunfuñaría por su visita en aquella ocasión.
—¡Rachel Mast! —exclamó una voz familiar desde detrás de una de las
estanterías de la biblioteca—. Hacía muchísimo que no te veía. ¡Ya era hora
de que volvieras! ¿Dónde están los gemelos?
—Quería traerlos para que te saludaran, pero han preferido ir al almacén
de maderas —le explicó a la bibliotecaria a través de un hueco entre los
libros.
Pat Perkins, la bibliotecaria de Clearview, salió a la vista con los brazos
llenos de volúmenes. Era veinte años mayor que Rachel y también era viuda,
pero una viuda que había vuelto a la universidad y había conseguido la
licenciatura en biblioteconomía. Siempre le decía a Rachel que ella tenía muy
buena cabeza y que debería ir también a la universidad algún día. Lo cual,
pensaba Rachel, demostraba que aquella mujer sabía muy poco sobre los
amish.
—Estoy segura de que te imaginas de cómo cambiaron las cosas cuando
murió Sam —le explicó Rachel, explicándole por qué no había podido volver
durante más de un año—. He estado demasiado ocupada, pero ahora me
alegro de haber vuelto, y me gustaría encontrar algún libro sobre pájaros.
Sobre el comportamiento de los búhos que anidan en los establos.
—Eso es muy distinto de los libros de psicología sobre gemelos que leías
antes —dijo Pat. Dejó el montón que llevaba en los brazos sobre el
mostrador, y continuó— ¿Y necesitas algo específico sobre los búhos?
¿Habitat, alimentación, costumbres? Lo único que sé es que en la antigua
Grecia, los búhos eran el símbolo de la sabiduría. La diosa Atenea tenía uno.
En otras culturas son los mensajeros de la muerte.
Rachel se estremeció, pero no quiso dejarse asustar más de lo que ya la
había asustado Linc McGowan.
—No, nada sobre otras culturas —le dijo a Pat—. Necesito saber por qué
pueden cambiar de repente sus hábitos. Para empezar, si su nido se destroza,
¿por qué no lo rehacen, como todos los años? ¿Y por qué, si normalmente
sólo vuelan en una dirección en el establo, cambian de dirección de repente?
Pat entrecerró los ojos durante un momento. Después le hizo un gesto a
Rachel para que la acompañara al otro extremo de la estancia.
—Te sacaré algunos libros, pero no creo que contengan información tan
específica —le dijo Pat, mientras le hacía un gesto para que se sentara en una
silla que había frente a una pequeña pantalla de televisión, un teclado y un
objeto de plástico gris sobre una alfombrilla—. Para cosas tan específicas, yo
utilizo Internet —continuó, y encendió la pantalla—. Y ya que no conocemos
ninguna página, haremos una búsqueda para conseguir direcciones. Algún
ornitólogo, algún profesor o algún amante de la naturaleza que esté
navegando en el ciberespacio lo sabrá.
Rachel se sintió como una tonta. Aquello era un ordenador, claro, y
«página de Internet» eran las palabras que había usado Mitch para explicarle
dónde había puesto las fotografías de su establo. Algo tan mundano como un
ordenador estaba fuera de sus límites, pero quizá Pat pudiera ayudarla a ver
su establo en la pantalla, así que rebuscó en su bolso la tarjeta que le había
dado Mitch cuando se habían conocido, sólo once días antes.
Pat le explicó las cosas a medida que realizaba la búsqueda. La pieza de
plástico que había sobre la alfombrilla se llamaba «ratón», y en la pantalla se
abrían y se cerraban algo llamado «ventanas», como en la vida real. Rachel
observaba fascinada el procedimiento, mientras Pat escribía sus preguntas
sobre los búhos del establo a los expertos por medio del correo electrónico.
—También puedo ayudarte a mirar en una enciclopedia en CD-ROM —le
dijo Pat—. ¿Sabes? Te resultaría fácil aprender a navegar en Internet. Y
podrías usar el ordenador cuando vinieras a la biblioteca.
—Ya tengo suficientes problemas para navegar por mi propia vida en este
momento —le dijo Rachel. Sabía que la mayoría de los amish se sentirían
insultados ante la sugerencia de que usaran un ordenador, pero ella se sentía
intrigada. Le entregó a la bibliotecaria la tarjeta de Mitch y le pidió que le
buscara la página de Internet.
—Ah, claro. Es una empresa del pueblo, ¿no?
Rachel asintió.
En la pantalla aparecieron fotografías en color y las palabras Establos
restaurados, reconstruidos, trasladados. Pat movió la flecha hasta que la
pantalla cambió.
—¡Ahí está! ¡Ése es mi establo!
Pat hizo clic sobre las fotos del establo, que se describía simplemente
como un establo único del tiempo de los peregrinos, situado en Ohio.
Prototipo. No está a la venta, decía en una de las pantallas. Al menos, Mitch
había mantenido su palabra de no dar el lugar específico donde se encontraba
el establo, y además había dejado claro que no se vendía. Rachel estaba
segura de que quería protegerla, no hacerle daño, pese a todo lo que él
hubiera hecho en el pasado. Pero allí estaba ella, buscando información sobre
Mitch, cuando había ido a investigar la muerte de Sam.
Pat se levantó un momento para atender a una anciana que había ido a
buscar una novela, y Rachel se quedó sola. Tomó el ratón y lo movió como
había visto que hacía la bibliotecaria, y cuando hizo clic, la pantalla cambió.
Poder, pensó Rachel. Poder prohibido y conocimiento en sus dedos amish. Lo
que apareció al final de la página brillante era la cita de Goethe de nuevo, la
que estaba en el reverso de la tarjeta de Mitch:
No hay pasado que podamos recuperar con la nostalgia, sino sólo un
presente eterno que se construye y se crea a sí mismo con los elementos del
pasado. Johann Goethe, 1749-1832.
Mirando aquella cita, Rachel se prometió que había terminado su
nostalgia del pasado. Pero de algún modo, iba a escarbar en él e iba a resolver
el misterio de la muerte de Sam por sí misma.

Cuando Rachel volvió a la granja, después de dejar a Jennie y a sus nietos


en casa, los gemelos vieron a Gabe Carter trabajando en las ventanas de la
cúpula con Mitch y le rogaron que les permitiera ir a mirar. Rachel dejó que
Andy y Aaron subieran al pajar, y, al verse obligada a vigilarlos, se sentó allí
mientras Mitch y Gabe daban martillazos. Cuando los hombres tomaron un
descanso, ella dejó a los niños a su cuidado y fue a la cocina a preparar
chocolate caliente y galletas para todo el mundo.
Mientras salía, Rachel intentó pensar en algún modo de decirle a Mitch
que le agradecía mucho su ayuda, pero que quería indagar por sí misma en la
muerte de Sam. No era necesario que él se implicara, le diría, ya que su
contribución en el establo era un pago más que justo por el uso de las
fotografías en la publicidad de su empresa. Si lo mantenía a distancia, era
para proteger su sitio en la comunidad amish, no porque no pudiera
perdonarle lo que había hecho.
—¡Vaya! —exclamó, y volvió a la casa con la bandeja. Sería mejor que le
dejara una nota a Pat Perkins diciéndole que, si pasaba a dejarle la
información sobre los búhos, que la buscara en el establo.
Cuando Rachel hubo terminado de escribir la nota e iba a salir de nuevo
con la bandeja, se quedó sorprendida al ver que Mitch y Gabe estaban en la
puerta trasera, mientras los niños, junto al establo, recogían muy contentos
puñados de serrín y lo ponían en un cubo.
—No te preocupes, mamá gallina —le dijo Mitch, tomando la bandeja de
sus manos—. Les pagaré el salario mínimo.
—Mejor del que me pagas a mí —dijo Gabe, con una sonrisa mientras
Mitch llevaba la bandeja hacia el establo. Rachel pegó la nota en la puerta y
los siguió.
—¿No te ha contado Mitch —le preguntó Gabe— que fui yo el que vio tu
establo por primera vez? Yo soy el que le encuentra la mayoría de ellos.
—Creo que eso se le olvidó —dijo Rachel.
Se sentía mal consigo misma al tomar parte en aquellas bromas cuando
iba a decirle a Mitch que dejara de ayudarla a encontrar pistas y se distanciara
de ella.
—Tengo algo que confesarte, Rachel —le dijo Gabe en voz baja—.
Quiero ser sincero contigo, porque Mitch dice que algún día tendré que
quedarme cuidando a los gemelos cuando vosotros os vayáis a ver el lago
Erie.
Rachel miró con los ojos muy abiertos a Mitch. Él se quedó con la misma
expresión de un niño cuando lo sorprendían haciendo algo que no debía, pero
Gabe no se dio cuenta y continuó:
—Antes era alcohólico, Rachel. Estaba tan mal que mi mujer me dejó,
pero Mitch me ayudó a salir del hoyo hace tres años y desde entonces no he
vuelto a probar ni una gota.
—Me alegro de que ya no bebas —le dijo Rachel—. Y ruego que puedas
arreglar las cosas con tu esposa.
—No, ya es demasiado tarde para eso —murmuró él, sacudiendo la
cabeza—. No se pueden arreglar los huevos rotos. Tu casa y la merienda que
nos has traído me han hecho añorarla mucho. Pero ahora soy un hombre
nuevo, y tengo que agradecérselo a Mitch.
—Eso es todo un homenaje —dijo Rachel, mientras los niños se
acercaban corriendo a por la comida—. Te agradezco mucho que hayas sido
sincero en cuanto a tu pasado, y que hayas confiado en mí —le dijo a Gabe,
mirando directamente a Mitch.

Aquella tarde, mientras los hombres terminaban, Rachel se llevó a los


niños a casa y les leyó la historia del arca de Noé. Después los acostó para
que durmieran la siesta. Últimamente habían estado tan agotados, que tenía la
sospecha de que no dormían por la noche. Cuando bajó las escaleras, vio que
la furgoneta de Mitch se marchaba sin que él se hubiera despedido, así que
quizá hubiera entendido su mensaje. Aunque, de todas formas, ella le debía
una explicación y él, no Gabe, le debía una especie de confesión.
Un rato después, Pat pasó por la granja y le llevó la información sobre los
búhos. Cuando la bibliotecaria se despidió, Rachel estudió las hojas. Había
dos respuestas de expertos, una de un profesor de la Universidad de Ohio, y
otra de un miembro de una sociedad ornitológica. Ambos mensajes decían
más o menos lo mismo.
Los búhos que anidaban en los establos solían reconstruir sus nidos si se
estropeaban, incluso volvían un año tras otro al mismo establo en
circunstancias normales. Siempre entraban en el establo a través de la misma
ventana o puerta, si estaba abierta, pasara lo que pasara. Pero los dos expertos
decían también que los búhos no regresarían a su lugar de anidamiento y
volarían de un modo distinto al habitual con tal de evitar a una persona que
estuviera demasiado cerca de ellos o de su nido.
—Pero Sam y yo estábamos en el piso de abajo cuando ellos entraron —
murmuró Rachel.
Y entonces, lo supo. Para provocar el hecho de que los búhos cambiaran
su vuelo y que dejaran de anidar en el establo, algún extraño tenía que haber
estado en el pajar aquella noche. Y probablemente, después de aquella noche
también.

El hecho de que los gemelos estuvieran durmiendo tanto le dio a entender


a Rachel que, definitivamente, no estaban durmiendo bien por las noches,
como ella. Aunque ya iba a atardecer, Rachel asomó la cabeza a su
dormitorio, pero los dejó seguir durmiendo y pensó que ella también podría
intentar dormir una siesta corta. Pero, cuando iba hacia su dormitorio,
escuchó un golpe en el establo, como si los hombres continuaran trabajando
en la cúpula. Aquello no podía ser. Quizá la puerta trasera del establo se
hubiera abierto a causa del viento. Ella se envolvió en un chal y salió a cerrar.
En vez de atravesarlo, lo rodeó. Al torcer la esquina, se chocó contra Mitch.
—Oh —gritó, asustada—. No sabía que habías vuelto —le dijo, mientras
él le ponía las manos en la cintura para ayudarla a guardar el equilibrio. Sin
embargo, ella se apartó rápidamente.
—Le pedí a Gabe que me dejara aquí mientras él iba a hacer unos recados
—dijo él calmadamente—. Me he dado cuenta de que el viento ha cambiado.
Ya no sopla del noroeste, sino del norte, que, según el informe del comisario,
es como soplaba la noche en que murió Sam. Estoy intentando comprobar si
esta puerta pudo haberse abierto, y después haberse cerrado de un portazo.
—No te preocupes —dijo Rachel, pensando en decirle que no necesitaba
más su ayuda—. Puedo hacerlo yo misma…
Sus palabras se acallaron mientras él abría la puerta ligeramente y el
viento volvía a cerrarla.
—¿Lo ves? —le dijo él, y la abrió de nuevo estirando el brazo por
completo—. A menos que alguien la hubiera abierto hasta este punto, no
pudo abrirse y cerrarse sola. Rachel, además de Sam y de ti, había alguien
más en el establo aquella noche.
—Creo… creo que tienes razón. Y te doy las gracias por toda tu ayuda,
pero…
—¿Pero qué? —le preguntó él, y la observó atentamente—. No me digas
que vas a ir a ver al comisario y vas a reabrir el caso.
—No exactamente —confesó ella—. Eso podría ser la última gota que
colmara el vaso con mi gente en este momento.
—¿Quieres decir que tu amistad conmigo es la anteúltima gota?
—Quiero decir que siento que te hayas implicado en esto, Mitch. Tus
contribuciones al establo son suficientes, y no tengo derecho a esperar más —
le dijo Rachel, y después comenzó a andar de nuevo para alejarse del establo.
Sin embargo, él la tomó por el brazo.
—¡No! —ella se zafó de su mano y alzó ambos brazos, como si Mitch
fuera a golpearla.
—¿No qué? —le preguntó él—. ¿Qué he hecho o dicho que de repente lo
ha cambiado todo?
—Es… es lo que no dijiste, y… sí, es lo que hiciste.
—¿Hablaste con los niños anoche? ¿Te dijeron algo que te disgustó y te
ha hecho abandonar de nuevo la investigación?
—No les pregunté nada, en realidad. No pude.
—No te preocupes. Lo entiendo —le dijo él, y le pasó un brazo por los
hombros.
—No, estoy bien —afirmó ella, y se apartó de Mitch otra vez.
—Rachel, ayer me permitiste que te consolara, incluso me lo agradeciste
—dijo él, molesto—. ¿Crees que el hecho de que yo esté aquí, que me sentara
en la silla de su padre aquel día, o de que toque a su madre los va a
traumatizar? Sé que un trauma puede hacerle mucho daño a un niño, de veras.
—Tú no eras un niño cuando estuviste a punto de matar a aquel hombre
—le espetó ella.
Mitch se quedó como si lo hubiera golpeado. En su cara se reflejó una
emoción fiera, y ella tuvo miedo de lo que iba a hacer o a decir, pero se
mantuvo firme.
—Nunca aprenderás a confiar en mí —dijo él, golpeándose el pecho con
el puño—, si ni siquiera eres capaz de confiar en tus propios hijos. Enviaré a
Gabe a que termine las cosas aquí y yo me mantendré a distancia.
Entonces, para cumplir su palabra, la rodeó y se dirigió a la carretera a
esperar hasta que Gabe lo recogió.
Capítulo 13
—Vamos a recoger las calabazas y a prepararlas para la venta —les dijo
Rachel a los niños, a la mañana siguiente.
Intentó que pareciera que estaba alegre y emocionada. Tenía la esperanza
de que el trabajo físico, del que tanto disfrutaba, la animara. Pero después de
su discusión con Mitch, se sentía doblemente devastada. No sólo había
manejado mal el asunto, sino que además se había acercado a un extraño lo
suficiente como para hacerle daño a él, y para hacerse daño a sí misma.
—Después del desayuno iremos a preguntarles a Jennie, a Jeff y a Mike si
quieren ayudar —continuó.
—Pero ¿cuándo va a venir todo el mundo a ayudarnos a cortar el maíz?
—preguntó Andy—. En el baile, Sim Lapp dijo que nuestro campo sería el
primero, y que después nuestros percherones ayudarían en los demás campos.
—Sé que lo dijo —admitió Rachel—. Pero no estoy segura de si ése sigue
siendo el plan o no. En cuanto lo sepamos, tendré que preparar mucha
comida.
—Claro —dijo Aaron—, y cuando corten el maíz, Daadi nos estará
mirando desde arriba.
—Eso es —dijo Rachel.
Le sorprendió que Aaron dijera aquello, porque ella nunca había
intentado identificar el paraíso con el cielo, como sabía que hacían los
ingleses. Probablemente, Aaron se lo había oído decir a Jennie, aunque no
habría sido en una conversación sobre Laura.

—Me temo que Sam Rachel Mast cada vez se deja influenciar más por
los gentiles —les dijo Eben a los dos diáconos de la iglesia, Sim Lapp y
Amos Troyer.
Los tres estaban en la parte trasera de la granja Yoder, revisando la
cosechadora de la comunidad para asegurarse de que estaba en perfectas
condiciones para recoger el maíz. Eben le dio unos golpecitos a la máquina,
que funcionaba con gasolina, como si fuera un enorme caballo de metal,
mientras Sim la aseguraba a la carreta.
—No me gusta decir esto —continuó Eben—, pero necesita un buen tirón
de orejas para devolverla al camino recto con su propia gente.
—Ha estado pasando mucho tiempo con esa mujer que le cuida a los
gemelos —dijo Sim—. Vi a la inglesa saludando a los niños en la subasta. Oí
que Sam Rachel y ella van a vender las calabazas a cualquiera para cualquier
uso. Los gentiles las usarán para Halloween.
—Es peor que eso —murmuró Eben—. Va a solicitar que el gobierno
proteja su establo como bien histórico. Y además, sin pedir nuestro consejo,
ha permitido que un hombre gentil lo repare, cuando lo que necesita
reparación es su corazón, y no de él.
—¿Sería necesario hacerle una advertencia severa? —preguntó Amos,
mientras comprobaba si los neumáticos de la cosechadora necesitaban más
aire.
—Le he dado uno personal —admitió Eben—. Y he enviado al joven
Jacob a decirle que se mantenga alejada de Sarah, con la esperanza de que así
se dé cuenta de que puede ser sancionada, o incluso expulsada.
Ambos diáconos se quedaron helados y se miraron. La expulsión era algo
temido por todos, casi como la muerte en vida. El hermano o la hermana
expulsados no podían tener contacto con ningún amish. Peor aún, si el
pecador no se arrepentía y se reintegraba, podía ser exiliado y maldito para
siempre.
—Sí, ella siempre estuvo muy unida a Sarah, así que eso es una buena
advertencia —dijo Sim finalmente.
—Aunque decidí permitirle que asistiera a la boda, para que pudiera
escuchar el sermón de ese día —explicó Eben—, tirándose de las solapas de
la chaqueta. Pero debemos considerar alguna sanción más extrema si ella
no… —Eben estuvo a punto de soltar «si no hace lo que le digo y se casa
conmigo», pero se contuvo a tiempo—. Si no regresa al rebaño —añadió
rápidamente.
—Estoy de acuerdo —dijo Amos.
—Yo también, obispo —afirmó Sim—. La vigilaré de cerca, quiero decir,
cuando vayamos a cosechar su campo de maíz. Porque no es sólo su vida y su
futuro los que están en juego.
—Eso es cierto —dijo Eben, irritado.
—Exacto —añadió Amos—. La seguridad y el alma de sus hijos también
están en juego.
Eben les hizo un gesto para que entraran en casa, donde esperaba que
Sarah ya tuviera listos el café y el bizcocho. Se sentía sólo un poco
avergonzado por no haber estado pensando en los niños, sino en su vida y en
su futuro con aquella mujer apasionada a la que tenía que dominar.

Los niños recogieron y transportaron las calabazas mientras Rachel


escribía un cartel y Jennie pasaba una bayeta por las mesas donde iban a
venderlas. El sistema de venta de su cosecha naranja se basaba en el honor:
Dependiendo del tamaño de la calabaza elegida de los distintos montones, el
comprador debía dejar entre dos y cuatro dólares en una caja de madera que
Rachel vigilaría y vaciaría frecuentemente.
Mientras trabajaban, Jacob Esh se acercó por el camino de gravilla hacia
la granja, y Rachel se acercó a saludarlo. El prometido de Sarah iba a
invitarla a su boda, que se celebraría el domingo siguiente en casa de los
Lapp, después de su confesión frente a todos los hermanos. Después le dio un
importante consejo de parte del obispo Yoder: que respetara la Ordnung, y
añadió que, al día siguiente, todo el mundo iría a su granja para ayudarla a
cosechar el maíz.
Al oír aquello, Rachel se sintió aliviada. Se despidió de Jacob y fue
corriendo hacia los gemelos para darles la buena noticia. Sabía que, aunque
últimamente hubiera sobrepasado ciertos límites, la comunidad le estaba
dando otra oportunidad. Ella necesitaba y quería a su gente. Era parte de los
amish y de la Ordnung, y siempre lo sería. Debía superar la fascinación que
había sentido por Mitch Randall, y debía aceptar que la muerte de Sam había
sido voluntad de Dios. Quizá hubiera sido un accidente o, aunque odiaba
considerar aquello, quizá Sam hubiera sido descuidado y no hubiera
asegurado bien las cuerdas. Los búhos del establo, los dientes del gancho, los
portazos y todo lo demás aparte, ella seguía siendo Sam Rachel Mast, y sus
amados hijos y ella seguían siendo amish de pies a cabeza.

Rachel estaba tan entusiasmada y emocionada como sus hijos cuando los
trabajadores llegaron arrastrando la cosechadora detrás de un carro. Aunque
Rachel había pasado horas cultivando su maíz bajo el sol de verano, algo que
Eben y Sim Lapp le habían dicho que no debía hacer, sabía que sería
imposible para ella cortar y cosechar aquel enorme campo sin ayuda y sin la
cosechadora.
Los gemelos estaban observando los preparativos desde el porche trasero.
Rachel había hecho que le prometieran que se quedarían allí hasta que los
hombres se hubieran marchado al campo. Sabía que a los gemelos les habría
encantado estar por acá y por allá, pero ella necesitaba saber dónde estaban,
con los caballos caminando lenta y pesadamente por la granja y las ruedas de
los carros rodando. Ella había invitado a Jennie y a sus nietos a que fueran a
ver la cosecha, pero Jennie no había querido que se acercaran al establo en
medio de toda aquella confusión. Sin embargo, había dicho que les dejaría
observar el trabajo con unos prismáticos.
Eben y Sim Lapp llegaron en la misma calesa, y bajaron antes que los
demás hombres.
—¿Qué tal está Annie hoy? —le preguntó Rachel a Sim.
Annie, la esposa de Sim, se había quedado embarazada después de varios
intentos fallidos, y su embarazo era delicado. Rachel deseaba con todas sus
fuerzas que, después de tantos fracasos, la pareja por fin consiguiera tener un
hijo.
—Ha estado muy bien que le pidieras a tu amiga inglesa que hiciera los
pasteles de calabaza para dar de comer a todo el mundo, cuando tú tenías tu
propio trabajo que hacer —le dijo él, en vez de responder a la pregunta de
Rachel. Después se alejó de ella para decirles a los hombres dónde tenían que
colocar la cosechadora para enganchar a los caballos.
Entonces, Eben se acercó.
—Con algunas de las cosas que te he dicho últimamente, creo que a veces
debería callarme la boca —le dijo a Rachel—. Sólo quiero lo mejor para ti y
los niños —añadió, y le señaló a los gemelos con la cabeza—. Espero que
puedas encontrar perdón en tu alma para mis palabras ásperas, Sam Rachel.
Asombrada, ella asintió. Eben se estaba convirtiendo en un enigma para
ella. Cuando estaba segura de que iba a condenarla, él le daba otra
oportunidad. Pero si pensaba que al final accedería a casarse con él, Eben
también iba a quedarse sorprendido.
—Te agradezco mucho tu amabilidad, obispo Yoder —le dijo, y se volvió
hacia los percherones para llevarlos junto a la cosechadora.

—Disparos —susurró Rachel, y se quedó helada como un ciervo


asustado. Cuando su ayudante en la cocina, Amos Leona Troyer, y ella
tuvieron la enorme comida preparada, Rachel había empezado a hacer rondas
con termos de agua llenos de agua fresca para los hombres.
Junto al campo de maíz, que ya estaba a punto de ser cosechado, ella se
detuvo a escuchar. El sonido distante de los disparos se oía incluso por
encima del de la cosechadora. Después de todo, era la temporada del ciervo,
se dijo. Ojalá los cazadores no estuvieran en su bosquecillo, porque estaba
junto a la leñera y al final del campo de maíz, donde había un barranco, y un
tiro perdido podría hacerle daño a alguien.
Rachel siguió moviéndose al borde del campo. Sim se había ofrecido
voluntario para cortar a mano las cuatro últimas filas, que seguían la forma de
la quebrada. Allí, la cosechadora no podía llegar. Mientras se acercaba,
Rachel recordó el terror que había experimentado corriendo entre el maíz la
semana anterior. Creía que alguien la estaba persiguiendo, pero debía de
haberse equivocado, de la misma manera que se había equivocado al pensar
en que alguno de los hermanos amish hubiera querido hacerle daño a Sam.
Pero aun así, quería una explicación sobre quién estaba manipulando su
sombrero de paja y quién estaba molestando a los caballos. Aunque Simeon
Lapp no quisiera a hablar con Rachel, ella estaba decidida a hablar con él.
De repente, Rachel recordó que Mitch le había preguntado quién podría
odiar a Sam o querer lo que él tenía. Sim y Sam, aunque habían sido amigos,
habían discutido sobre quién compraría aquella granja con el enorme establo.
Finalmente, el enfrentamiento había terminado, pero el punto delicado era
que los hermanos habían decretado que los Mast deberían comprarla porque
ellos tenían hijos y Sim y Annie no. Rachel comenzó a caminar de nuevo,
despacio.
Como si hubiera sentido su presencia, Sim alzó la vista.
—Annie está bien, ¿no? —le preguntó, en mitad de un tajo a la fila de
maíz.
—Sí, que yo sepa —respondió Sim.
—Antes no me has dicho exactamente cómo estaba, cuando te lo he
preguntado.
Lamentó las palabras y el tono con él que las había dicho. Ella había
pretendido hacer aquello de una manera suave, inteligente.
—Entonces, no tenías que traerme agua. He bebido varias veces del
riachuelo que corre por aquí.
—¿Hoy, u otras veces? —le preguntó ella, y en silencio, se arrepintió de
tener la lengua tan agria. No quería asustarlo.
—Hoy, y en otros días de cosecha —respondió él, encogiéndose de
hombros. Se quitó el sombrero y se enjugó el sudor de la frente. Pese a lo que
había dicho sobre el agua, tomó el vaso que ella le ofrecía y se bebió todo el
contenido.
—Te agradezco que estés haciendo la parte más dura —le dijo Rachel.
Tomó el vaso y se retiró varios pasos.
—Cualquier joven podría hacerlo. Bien, ¿cuál es el problema? —le
preguntó, confuso—. Cuidaré bien de los percherones de Sam en las otras
granjas mientras cosechamos. Siempre lo hago.
—¿Sabes? Hablando de ellos, me estaba preguntando si podrías
ayudarme a averiguar quién ha sido como… bueno, como un ángel amish
conmigo.
—¿Cómo dices? —le preguntó él, mientras ponía las gavillas en una pila.
—El sombrero favorito de Sam ha aparecido como por un milagro hace
algunos días, y, más de una vez, alguien me ha ayudado en secreto con los
caballos, dándoles de comer y de beber, e incluso enganchó una vez a los
percherones cuando yo no estaba en el establo.
Él dejó de trabajar y se irguió frente a ella.
—Una vez quise trabajar en esta granja, Sam Rachel, pero fue para Sam y
para ti. Excepto para ayudarte como lo estoy haciendo ahora, estoy
demasiado ocupado como para ser tu ángel amish. Si crees que puedes
quedarte con este lugar, quédatelo.
Se miraron fijamente mientras oían el ruido de la cosechadora y de los
disparos de los cazadores.
A Rachel se le pasaron por la cabeza muchas cosas que quería decirle a
Sim. Que lamentaba que todavía estuviera resentido porque Sam se quedara
con la granja. Que les deseaba todo el bien del mundo a Annie y a él con su
niño. Pero, sin embargo, mientras se volvía, le dijo:
—Cueste lo que cueste, me lo quedaré, Sim Lapp.

Después de que todo el mundo se marchara, en su habitación, Rachel


estiró los brazos por encima de la cabeza y se estiró. Le dolía todo el cuerpo,
pero era un buen dolor. Había estado encantada de poner una calabaza en
cada calesa y carro amish cuando se marchaban.
El maíz estaba cosechado, y la mayor parte de los tallos se convertirían en
pienso y en camas para los caballos. Las mazorcas eran hermosas. Su cosecha
había sido muy abundante. Ojalá los disparos de los cazadores no se
acercaran y pudiera echarse a la cama vestida, como los niños, y quedarse
dormida.
De repente, el sonido de los disparos se volvió metálico. Rachel miró por
la ventana de la habitación y vio a dos hombres con ropa de camuflaje, que
llevaban el cuerpo de un ciervo atado por las patas a un tronco. Soltaron al
animal y siguieron disparándole a la veleta del caballo que estaba sobre la
cúpula del establo.
Rachel vio, horrorizada, cómo la preciosa veleta giraba salvajemente
hasta que se quedaba hecha pedazos. Y después, los dos gritaron de
entusiasmo y uno lanzó su sombrero al aire. Rachel se dio cuenta de quiénes
eran.
Los dos hombres a los que Mitch había llamado paramilitares, sus
hostigadores de la carretera. Rachel había detestado verlos en la granja la otra
noche, esperando a ver si Sarah saltaba del tejado.
Por desgracia, ellos también la vieron, justo cuando ella se alejaba de la
ventana.
—¡Eh, cariño, baja! —le dijo el que iba conduciendo el otro día—. ¡No
pienses que nos vas a perder de vista otra vez, ni hablar!
Volvieron a disparar y a gritar de alegría. Estaban completamente
borrachos. Ella se puso a gatas, pasó por debajo de la ventana y corrió hacia
la puerta. Se asomó a la habitación de los niños. Estaban dormidos. Al
menos, estaban en el lado seguro de la casa. Cerró la puerta de su dormitorio
con llave, y se la metió en el bolsillo del delantal.
Por la pequeña ventana del rellano, cuando bajaba, Rachel vio que los
hombres dirigían sus disparos a los tablones nuevos con los que Mitch había
renovado la cúpula. Al menos, los percherones estaban en casa de los Lapp,
pero Bett y Nann estarían aterrorizados.
Rachel sintió una furia ciega. Si hubiera tenido un arma en aquel
momento, no sabía qué hubiera podido hacer, con Ordnung amish o sin ella.
Debía de haber hecho caso a Mitch y haber denunciado a aquellos hombres.
Rezando porque dejaran de dispararle a su establo y se marcharan, Rachel
cerró sistemáticamente todas las cortinas del piso bajo de la casa. Sin saber
qué hacer, se mantuvo agachada, asustada por sus gritos y sus disparos.
Al oír romperse una ventana del segundo piso, Rachel se tiró al suelo de
la cocina. Después, a gatas, subió corriendo las escaleras, rebuscando en su
delantal la llave del cuarto de los niños. El sonido del cristal roto le resonaba
en la cabeza.
—¡Eh, preciosa! ¡Baja a la fiesta!
Gracias a Dios, la ventana rota era la del cuarto de invitados. Rachel
estaba temblando tanto que no conseguía meter la llave en la cerradura. Ojalá
pudiera esconderlos en algún lugar y después echar a aquellos hombres.
Oyó un fuerte rugido. Al principio, temió que hubieran prendido fuego a
algo, pero el sonido parecía el de un motor. Se acercó a la ventana rota y miró
hacia abajo. La camioneta de Mitch había aparecido en el patio y había
arremetido contra los hombres. Había estado a punto de aplastar a uno contra
la pared del establo. Ella observó sobrecogida cómo se desarrollaba la escena.
Él que estaba atrapado contra la pared levantó su rifle y disparó contra el
parabrisas, que se rompió en mil añicos. Se abrió la puerta del lado de Mitch,
y Rachel lo vio medio salir, medio caerse.
¿Estaría herido? ¿Muerto?
Pero rodó por el suelo cuando el hombre se abalanzó sobre él,
seguramente sin munición, porque blandía el rifle como si fuera un palo.
Mitch se puso en pie de un salto, le dio un puñetazo en el estómago al
hombre y lo derribó. El cazador se golpeó la cabeza contra el coche y se
quedó inmóvil.
Debía de ser como aquella vez en la que Mitch estuvo a punto de matar a
un hombre.
Rachel estaba paralizada de miedo. Intentó gritar y correr para pedir
ayuda, pero como si estuviera en una pesadilla, los pies no la obedecían y no
tenía voz. El otro cazador se acercó sigilosamente a Mitch, que estaba de
espaldas a él, mareado, sangrando. El hombre levantó el cañón del rifle hacia
Mitch.
—¡Mitch, a tu espalda! —gritó Rachel por la ventana. Comenzó a bajar
las escaleras corriendo, sin hacer caso de los golpes de los gemelos en la
puerta de su cuarto, mientras la llamaban.
—Quedaos ahí, quedaos ahí —les dijo en alemán mientras bajaba los
escalones de dos en dos.
Cuando salió, ni Mitch ni el cazador estaban a la vista, pero ella los oyó
dentro del establo. Alguien se chocó contra una pared, y hubo gruñidos y
gritos. Puñetazos. Cuando los hombres luchaban, pensó Rachel, se podía oír
realmente el sonido de sus puños contra la carne y los huesos.
Rachel tomó los dos rifles y los echó en un abrevadero. Mitch estaba
golpeando al hombre con los puños, pero después comenzó a golpearle la
cabeza contra los compartimientos de los caballos.
—¡Mitch! —gritó ella—. ¡Alto! ¡Recuerda lo que pasó antes!
Mitch se detuvo a medio camino de un puñetazo más y retiró el puño.
Dejó caer al cazador al suelo y sacudió las manos.
—Trae unas cuerdas —le ordenó a Rachel, jadeando.
Rachel corrió a llevárselas.
—Tengo que ir a ver a los niños arriba —le dijo cuando le dio las
cuerdas, y echó a correr hacia la puerta. Antes de salir del establo se dio la
vuelta—. Mitch, entiendo lo que has hecho. Me han enseñado que la
violencia y la fuerza bruta siempre son malas, pero en esta ocasión no lo han
sido.

—Debería haber denunciado que alguien la estaba amenazando —le


reprochó el comisario Burnett suavemente, y tomó otro trago del café que
Rachel le había preparado.
Había vuelto a la granja una hora después de que su coche de policía se
llevara a los dos cazadores y otro coche patrulla se hubiera llevado a Mitch a
la sala de urgencias del hospital de Bowling Green. Marci había ido justo
detrás de su padre y se había llevado a los gemelos a casa de Jennie.
El comisario le aseguró que aquellos dos tipos serían acusados de
intimidación étnica, y posiblemente, sentenciados a varios años de cárcel.
Aunque Rachel no pudiera testificar en el juicio, Mitch lo haría por ella. Y
tenían muchas pruebas que los acusaban.
Al oír hablar al comisario, Rachel estuvo tentada a contarle las otras cosas
que habían estado ocurriendo en la granja últimamente, cosas que no habían
hecho aquellos dos cazadores. A ella le encantaría culparlos y pensar que ya
estaba a salvo, pero el estilo de aquellos dos hombres no era sutil ni sigiloso.
El comisario se limpió los labios con la servilleta y se levantó.
—Bueno, señora Mast, enviaré una grúa para que se lleve la furgoneta de
Randall y el ciervo. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted antes de que
me vaya al pueblo a terminar el papeleo y mandar a esos dos al calabozo?
¿Quiere que le diga a Mitch por radio que traiga a los niños? ¿O puedo hacer
algo con respecto a la investigación de la muerte de su marido?
Rachel había sabido, de algún modo, que el comisario iba a hacerle
aquella pregunta. Ella quería pedirle que reabriera el caso de Sam, pero no
podía hacerlo y continuar siendo una buena amish.
—No, comisario Burnett. Aunque, de nuevo, le doy las gracias por su
amabilidad.
—Que los difuntos descansen en paz, ¿eh? —le dijo él, mientras tomaba
su sombrero de la mesa y se dirigía a la puerta trasera.
Rachel asintió, pero sabía que, pese a lo mucho que los amish la ayudaran
y la apoyaran, ella no descansaría en paz hasta que identificara y se enfrentara
a su otro hostigador. Sobre todo, si era el mismo que había matado a Sam.

Una hora antes de que anocheciera, Mitch volvió en el viejo coche de


Gabe. La grúa ya se había llevado su furgoneta y el ciervo muerto. El pobre
Mitch tenía peor aspecto que su furgoneta. El ojo derecho se le había puesto
azul y negro, tenía cortes en la cara y tenía los puños vendados, incluso con
algunos puntos de sutura.
Rachel sabía que debería darle las gracias y pedirle que se marchara y no
volviera. No porque le tuviera miedo, sino porque estaba empezando a
temerse a sí misma. Aunque hubiera vacilado, todavía quería resolver la
muerte de Sam y quedarse con aquel gentil. Sabía que iba a suceder algo
malo que la haría sentirse muy bien. Y así fue.
Entre el establo y el coche de Gabe, Rachel y Mitch se abrazaron. Ella le
pasó los brazos por la espalda, y él le rodeó la cintura para atraerla a su
cuerpo. La cara de Rachel encajaba perfectamente en la curva del cuello de
Mitch, y ella sentía cómo le latía el pulso en la garganta. Sus pechos se
apretaron contra el torso masculino y duro, y sus rodillas se apoyaron en las
de él, que aun después de la pelea, seguían firmes y sólidas. Durante un
momento, los dos se convirtieron en uno solo y respiraron al unísono.
—No te di las gracias antes —susurró ella—. No sé si tengo un ángel
amish, pero sí tengo un guardián en ti.
Confuso, él la alejó ligeramente para poder mirarle la cara. A Rachel le
pareció que tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no estaba segura. Pensó
que iba a besarla, pero tenía los labios hinchados y rotos.
—Rachel, iba a volver para decirte que sentía haberme marchado así
antes —le explicó él, apretándole las manos—. Vine más temprano, y vi que
todo el mundo estaba aquí cosechando el maíz, así que me marché. Pero
después volví otra vez, y al ver a esos desgraciados disparando contra el
granero, perdí la cabeza.
—¿Como te ocurrió con el hombre que le había quitado la granja a tu
abuelo cuando, por fin, diste con él? —le preguntó ella.
—Creo que ha llegado el momento de que te explique todo eso —susurró
él—. ¿Están aquí los niños?
—Están en casa de Jennie.
—Vamos a evaluar los daños que ha sufrido la cúpula antes de que
oscurezca —le dijo Mitch, mirando la estructura destrozada—. Después
taparemos con unas tablas la ventana que han roto esos tipos y luego iremos a
por los gemelos. Le prometí al comisario que iría a hacer una declaración
antes de volver a casa, pero también tengo que hablar contigo.
—Está bien —dijo Rachel.
Sabía que debía pedirle que se marchara, pero en vez de hacerlo, le
permitió que la tomara de la mano y la llevara hacia el establo.
Capítulo 14
Los daños eran devastadores. Rachel y Mitch se quedaron anonadados
mirando el anochecer a través de los tablones destrozados de la cúpula. Al
menos, la pasarela sólida que había bajo sus pies no había sufrido ningún
deterioro.
—Todavía podemos construir sobre el pasado —le dijo Rachel, citando
las palabras favoritas de Mitch—. Aunque tengamos que hacerlo todo de
nuevo.
—Sí.
Él suspiró y se apoyó contra uno de los seis pilares de carga que todavía
sostenían el tejadillo de la cúpula, aunque la antigua y orgullosa veleta había
desaparecido, prácticamente.
—Ese hombre al que golpeé hace años —dijo Mitch, que evidentemente
estaba luchando por encontrar las palabras—, y mi estancia en prisión… ¿fue
Linc McGowan el que te lo contó?
—Más o menos —admitió ella—. Me dio un artículo que él había escrito
sobre tu empresa, y otro que encontró sobre tu juicio.
—Rachel, te juro que ahora me parece que soy una persona
completamente distinta a aquélla. Pero mi imaginé que, si tú te enterabas de
algo, no me permitirías que me acercara a ti ni al establo.
—¿Así que el hombre al que pegaste era el que tú creías que había
desahuciado a tu familia?
—Exacto —dijo él con la mandíbula tensa.
—Después de lo que ha pasado hoy, entiendo que sintieras furia ante el
desahucio y el dolor de tu familia. Esos hombres sólo han destrozado una
parte pequeña de mi granja, y podría haberlos golpeado con mis propios
puños también… o, si hubiera tenido un arma…
—Pero… cuando yo golpeaba a aquel tipo, en realidad estaba golpeando
a mi padre.
—¿Qué? ¿Tu padre fue quien…?
—No, pero te mentí cuando te dije que había muerto. Aquél no fue el
final de la historia. Después del instituto, tardé casi un año en encontrar a mi
padre, a través de un par de viejos amigos suyos y un tipo que había sido su
jefe —le explicó él—. Averigüé que vivía en un pequeño pueblo llamado
Trenton, en Misuri, y que trabajaba en una fábrica de chocolate. Así que me
fui allí, y lo encontré. Yo me había imaginado muchas veces lo que ocurriría
cuando me reuniera con él. Creía que me daría todo tipo de excusas por su
abandono, ya sabes, me diría que no quería dejarme, que había estado
intentando trabajar muy duro para construirse una casa y que yo me sintiera
orgulloso de él cuando finalmente fuera a buscarme. O que se sentía
avergonzado por haberme dejado, pero que, en cuanto me viera, se echaría a
llorar…
A Mitch se le quebró la voz y volvió la cara. Después, irguió los hombros
y continuó:
—Pero no fue así. Mi padre tenía una casa decente. Y una mujer, que se
parecía a mi madre, que estaba colgando la colada en el patio trasero. Y dos
hijos de unos siete años que estaban jugando, disfrazados, en el jardín.
—Mitch, lo siento…
—El miserable nos había sustituido a mi madre y a mí, nos había tirado
como si fuéramos basura.
—¿Te dijo eso cuando hablaste con él?
—No hablé con él. Me escondí, y lo vi llegar a casa. Los niños lo
abrazaron, y su mujer lo besó. Lo espié durante casi una semana, pensando
que me enfrentaría a él, que lo mataría, no sé… Pero no pude hacer nada.
Veía a aquellos niños abrazándolo y me di cuenta de lo mucho que lo
echarían de menos…
Mitch se volvió y la miró. Para sorpresa de Rachel, tenía los ojos secos,
pero la luz del sol poniente hacía que su rostro pareciera una máscara de
bronce, una máscara temible. Ella dio un paso atrás y se topó con la pared.
—¿Te das cuenta de por qué no quería hablar de todo esto? —le preguntó
Mitch, y se volvió de nuevo—. Te he asustado.
—No. Pero todo esto me ha hecho darme cuenta de lo duro que ha sido
para ti. Por eso dijiste que estabas pegando a tu padre cuando te encontraste
con aquel hombre en el bar.
—No me encontré con él —admitió Mitch con la voz aún más llena de
amargura—. Seguí al tipo que había desahuciado a mis abuelos y los había
provocado. Al principio, me limité a decirle lo que pensaba, lo acusé de
acabar con las granjas y con las vidas de la gente. Él dijo que las granjas
como la de mis abuelos debían ser derruidas para construir carreteras en su
lugar, cosas nuevas. Entonces, su cara se convirtió en la de mi padre y lo
golpeé…
—Te merecías justicia, pero te equivocaste al pegarle —declaró ella.
—Mi pequeña conciencia amish —murmuró Mitch, y la abrazó. Aquel
movimiento súbito la dejó sorprendida, pero no se resistió—. ¿Vas a
juzgarme y a expulsarme, como dice tu gente? ¿Vas a echarme de este establo
que necesita tantas reparaciones? ¿Vas a echar a un hombre que no se ha
sentido en casa en ninguno de los preciosos hogares que ha construido para
otros, que ni siquiera se ha sentido en casa en la suya?
—Yo no he dicho eso, Mitch Randall. No empieces a decirme lo que
pienso. A veces creo que ya he tenido suficiente de eso.
Él esbozó una sonrisa tensa e hizo un gesto de dolor por las heridas.
—Tengo los labios destrozados —le susurró—. Si no, te besaría. Mis
manos no están mucho mejor, pero tendrán que besarte ellas en este
momento.
Lentamente, Mitch levantó las manos y le pasó los dedos hinchados por
los labios, los pómulos y las sienes. Le acarició el pelo y le levantó
delicadamente la cofia, tirando de las horquillas que mantenían las trenzas de
Rachel pegadas a su cabeza.
—¿Alguna vez te quitas esto, como la primera vez que te vi?
—Sólo por la noche, en privado —murmuró ella. Decidió no decirle que
las mujeres amish sólo se soltaban el pelo para sus maridos. Con Mitch,
aquello era incluso más imposible que eso, y eso ya estaba bastante
prohibido.
—Aquí tenemos bastante privacidad, y es casi de noche —dijo él.
Y para su sorpresa, cuando Rachel sacudió la cabeza para decirle que no
lo hiciera, su pesada trenza se liberó, como si fuera una señal. Cuando volvió
a sacudir la cabeza, oyó que una horquilla caía sobre la pasarela de la cúpula,
y otra caía al suelo del establo. La melena se le soltó por la espalda y le
acarició la frente y los hombros.
Mitch la abrazó y escondió la cara en su pelo.

—¿Es Mamm la que está allí arriba con Daad? —le preguntó Aaron en
alemán a Andy, mientras Marci, que era casi como la hija de Jennie, los
llevaba por el camino de gravilla hacia la casa y el establo.
Andy miró hacia arriba siguiendo la mirada de su hermano. Se quedó
boquiabierto por lo que vio.
—Debe de ser —respondió en alemán también—, porque tiene el pelo
suelto. Tenías razón en lo de que ha vuelto. Pero es un espíritu, un alma,
como dice Mamm. No necesita comer, así que no pasa nada si Mamm no le
guarda el sitio en la mesa. Viene y va, y hace lo que quiere. Y quiere vernos.
—¿De qué estáis hablando vosotros dos? —les preguntó Marci mientras
salía del coche y tocaba la bocina—. De veras, no entiendo cómo habéis
conseguido aprender dos idiomas siendo tan pequeños. Bueno, daos prisa, o
voy a llegar tarde para llevarle a Kent las llaves de su coche.
Aaron y Andy vieron que su madre se apartaba de la ventana. El hombre
también desapareció, tal y como desaparecía muchas otras veces.
Marci volvió a tocar la bocina, y después echó a andar hacia la casa, lo
cual les dio a entender a Aaron que no había visto a Mamm y a Daadi en el
establo.
—Está allí arriba —dijo el niño, y señaló la cúpula.
—¡Estoy aquí, Marci! —dijo Mamm.
Estaba muy oscuro, pero Aaron vio que se había arreglado el pelo y que
tenía la cofia puesta de nuevo. Los niños no vieron a Daadi por ningún lado.
Sin embargo, quizá Gabe estuviera por allí, porque su coche estaba en el
camino.
—Me ha llamado Kent para decirme que se ha quedado sin las llaves de
su furgoneta —le dijo Marci a Mamm—. Tengo prisa por llevarle las copias.
Jennie tiene jaqueca, así que le dije que yo traería a los niños.
—Ahora mismo bajo. Ve a llevarle las llaves a Kent. Los niños estarán
bien.
Mamm desapareció de la ventana de la cúpula. Marci se despidió de ellos,
se metió en el coche y se marchó mientras ellos comenzaban a andar hacia el
establo. Sin decirse nada el uno al otro, Aaron supo que tendrían que mirar
dentro para ver si Daadi habría bajado las escaleras. Quizá no siempre
quisiera mirar desde las ventanas más altas. Por lo menos, mamá ya no se
enfadaría con ellos la próxima vez que le dijeran que Daadi había vuelto,
porque ella también había estado con él y lo había abrazado. Aaron soltó un
jadeo. Daadi estaba fuera del establo, así que debía de haber bajado antes que
Mamm y haber salido por la puerta trasera.
Aaron tomó a Andy por el brazo, y los dos se detuvieron y se quedaron
mirando fijamente a Daadi. Él les hizo una señal para que lo acompañaran
por detrás del establo, hacia el bosquecillo, y ellos lo siguieron rápidamente.

Rachel comenzó a bajar las escaleras de la cúpula hasta el pajar mientras


esperaba que los niños entraran por la puerta del establo. Sin embargo, a
medida que descendía desde el pajar al suelo, el corazón se le aceleró
ligeramente. Los niños no estaban dentro, ni esperándolos junto a la escalera,
ni junto a los compartimientos de los caballos.
Conociendo las extrañas ocurrencias que tenían lugar en aquel establo y
en aquella granja, Rachel se alarmó de inmediato y salió rápidamente a
buscarlos.
—Andy, Aaron —dijo mientras recorría el patio delantero del establo. La
casa se erguía ante ella, cerrada y oscura—. Andreas! Aaron! Kommt hier
schneil!
Mitch salió tras ella, intentando calmarla.
—Rachel, tranquilízate, estarán en algún sitio…
—¡Por favor, ayúdame a encontrarlos! —gritó ella—. Ve detrás de la casa
y al campo de calabazas, por si acaso han ido hacia casa de Jennie por algún
motivo.
—Está bien. Pero no vuelvas al establo sin un farol. Abre la casa e
ilumínala. Seguramente, tendrán hambre y entrarán cuando vean que tú ya
estás allí. Ya sabes cómo son los niños.
Él le apretó los hombros y salió corriendo hacia la parte delantera de la
casa. Y entonces, ella oyó el silbido del tren en la distancia, y se dio cuenta
de que se estaba acercando. Debía de haberlo oído una o dos veces antes,
pero estaba demasiado frenética como para darse cuenta.
Rachel miró hacia la silueta de la leñera y del oscuro bosquecillo contra el
cielo, más oscuro aún. Les había prohibido a los niños que fueran allí, pero su
padre les había llevado más de una vez, pese a sus protestas.
Rachel comenzó a correr.

Daadi se mantenía siempre un poco por delante de ellos, y aquello


molestaba a Aaron, y él se daba cuenta de que a Andy también. Llevaban un
buen rato andando, casi corriendo, por entre los árboles. Daadi se volvió
hacia ellos y les hizo un gesto para que se apresuraran. Ellos obedecieron
aunque estaban cansados. Quizá los espíritus siempre fueran así, almas que se
habían ido al cielo y que volvían a la tierra para vigilar las cosas, pensó
Aaron, temblando.
Los gemelos se habían dado la mano, algo que no hacían demasiado
últimamente. Estar allí les daba miedo, aunque estuvieran con Daadi. Lo
veían con su traje amish, su sombrero negro de ala ancha, y veían su barba
rojiza. Sin embargo, no podían verle bien la cara.
Andy se detuvo, y Aaron lo imitó. Si Andy no se iba a acercar, él
tampoco. Andy siempre hacía las cosas primero y aquello a él le parecía bien.
—¿Qué? —le preguntó Aaron.
—¿Oyes el tren? Nos está llevando a las vías. Quiere tomarnos en brazos
y enseñarnos cómo pasa el tren, como antes. Me acuerdo de que Daadi
siempre hacía eso. Ahora entiendo por qué no quiere que Mamm esté aquí.
—Sí, a ella no le gustaba nada que nos trajera. Las vías del tren pasaban
por detrás del bosque, sobre una pequeña colina de piedras hecha por la mano
del hombre. Era raro que a Daadi le gustaran los trenes cuando a Mamm no le
gustaban. A ella le gustaban otras cosas del mundo de los gentiles.
—Daadi también se ha parado —dijo Aaron—. Nos está mirando.
—Quizá se haya dado cuenta de que somos mucho más grandes que
antes, y por eso no nos ha tomado en brazos —dijo Andy sin avanzar.
—Está demasiado oscuro como para ver si sonríe —dijo Aaron.
Tenía que hablar en voz muy alta para que su hermano lo oyera por
encima del sonido del tren. Veía cómo se acercaban sus luces muy
rápidamente por las vías, y hacía que la tierra temblara.
—Creo que está sonriendo porque a él le gustan los trenes y a nosotros
también —gritó Andy al lado de su oído—. Y abrazó a Mamm en el establo.
Ellos se quedaron juntos mientras Daadi caminaba hacia ellos, moviendo
el brazo para indicarles que se acercaran más a las vías. Andy se preguntó por
qué no hablaba, aunque quizá él no pudiera oírlo por el ruido del tren, que era
muy fuerte. La luz delantera de la locomotora era muy brillante, y los
motores rugían cada vez más cerca. Daadi siempre les dejaba que miraran
desde el bosquecillo, a aquel lado de las vías, nunca hacía que cruzaran. Pero
Aaron supuso que Daadi prefería que cruzaran en aquel momento, aunque el
tren se acercara.
Temblando, tomados de las manos, Andy y Aaron se acercaron, tal y
como Daadi quería, y treparon por la empinada colina de piedras hasta las
piezas de madera que sostenían los raíles de hierro. La luz se acercaba a ellos,
brillando como el sol, haciendo que ellos parpadearan y cerraran los ojos. El
silbato gritaba una y otra vez.

Rachel corrió hacia el bosque. Sin aliento, con un terrible pinchazo en el


costado, e intentando apartarse los horribles pensamientos de la cabeza,
siguió corriendo. Sus hijos, guiados por la fascinación de su padre con el
ruido, el movimiento y el poder…
Tropezó con la raíz de un árbol y se cayó, pero volvió a ponerse en pie.
Las luces de la locomotora avanzaban en la oscuridad. El traqueteo rítmico y
metálico de las enormes ruedas sobre las vías continuaba sin cesar. Rachel
caminó de un lado a otro bajo la colina de piedras, y después cayó de rodillas
mientras el resto del tren pasaba. ¿Habría adelantado ella a los gemelos por el
bosquecillo? No los había visto, pero estaba segura de que nunca habrían
cruzado las vías solos.
Sus niños no podían estar allí. Estaban en el campo de calabazas, o
sentados en el porche delantero, y Mitch los habría encontrado. La sensación
de saberse observada, la muerte de Sam, sus conflictos con Eben y el resto de
los hermanos le habían pasado factura. Tenía que volver y encontrar a sus
hijos.
Pero mientras Rachel estaba allí tirada, llorando mientras el ruido del tren
se alejaba y se diluía en el silencio, ella escuchó un sonido. ¿Piedras que
rodaban colina abajo? ¿Sollozos que no eran los suyos?
Todavía arrodillada, se quedó helada cuando Andy y Aaron, que venían
del otro lado, treparon hasta las vías, justo encima del lugar en el que ella se
encontraba.
Los dos tenían la cabeza descubierta, iban de la mano y estaban muy
pálidos. Durante un momento, ella se quedó mirándolos como si fueran
fantasmas.
—¿Te ha traído Daadi hasta aquí a ti también? —le preguntó Aaron—.
Creemos que ha saltado al tren, porque ha desaparecido.

Sin saber cómo, Rachel llevó a los dos niños en brazos durante todo el
camino a casa. Ellos la abrazaban tan fuertemente que casi no podía respirar.
Ninguno de los dos le permitió a Mitch que ayudara cuando él se acercó
corriendo, haciendo preguntas.
—Por favor, nos veremos mañana —le dijo ella, y dejó a los niños en el
suelo el tiempo suficiente como para abrir la puerta trasera y hacer que
entraran en la cocina. Sin más explicaciones, cerró la puerta ante la
asombrada cara de Mitch.
Sentó a los gemelos, que todavía estaban temblando, en la mesa de la
cocina, y les preparó un chocolate caliente con galletas, mientras escuchaba
cómo se alejaba el coche de Mitch. Les lavó la cara y las manos a los niños y
les dio de comer y de beber. Ninguno de los dos había dicho nada acerca de
aquella excusa torpe de que Daadi los había llevado a ver el tren. Rachel
estaba temblando de furia, pero también de alivio.
Ella se sentó en su sitio, entre los dos.
—¿Por qué habéis ido allí, si sabéis que está prohibido? —les preguntó
con la voz temblorosa.
Los niños se miraron.
—Pero tú también lo viste —dijo Aaron.
—¿A quién? Era… Mitch quien estaba conmigo.
Con los ojos muy abiertos, Andy y Aaron se encogieron de hombros al
unísono.
—En las vías —intentó Rachel de nuevo—, mencionasteis a Daadi. Sé
que él os llevaba algunas veces a ver las vías, pero ya no está aquí.
—No, él tomó el tren, pero va a volver —dijo Aaron con tal convicción
que a Rachel se le encogió aún más el estómago.
—Sé que creéis que Daadi todavía está con nosotros, y él siempre estará
en nuestros corazones y en nuestra mente, así que entiendo lo que decís. Pero
en el mundo real, en el que tenemos que vivir, Daadi ya no está. Se ha ido
para siempre, y no sólo en un tren.
—Se ha ido para siempre —repitió Andy—. Pero nosotros lo hemos
visto, y no ha sido muy bueno al obligarnos a cruzar la vía. ¡El tren nos pasó
tan cerca que el viento hizo que se nos volaran los sombreros!
Ella se quedó mirándolos fijamente, y ellos se quedaron mirando
fijamente a su madre. Rachel se prometió que volvería a intentar hablar con
ellos al día siguiente, después de una buena noche de descanso. Sin embargo,
ella no durmió aquella noche, y no estaba segura de que consiguiera domir
nunca más. Sobre todo cuando, a la mañana siguiente, los sombreros de
ambos niños estaban colgados en la percha, a la entrada del establo, junto al
de Sam.
Capítulo 15
Andy y Aaron se pusieron muy contentos cuando vieron que Kent llegaba
en su furgoneta con madera para Mitch y Gabe. Aún no eran las nueve de la
mañana, después de la pesadilla del tren, y Rachel se sentía aliviada al ver
que no había provocado ningún terror duradero, al menos en sus hijos. Ella
aún estaba acongojada, pero decidida a que aquello no la hiciera derrumbarse,
pese a que el tormento se había convertido en una amenaza. Las vidas de sus
adorados hijos habían corrido peligro.
Andy y Aaron se entusiasmaron aún más al comprobar que Mike y Jeff
estaban con Kent. Cuando Kent terminó de descargar la madera, su hijo
mayor se acercó corriendo a él.
—Papá, ¿pueden venir Aaron y Andy con nosotros, por favor? —le
preguntó Jeff, tirándole de la chaqueta.
—No —dijo Rachel—. No podemos molestar…
—Claro que sí pueden venir —respondió Kent—. Yo iba a preguntártelo,
de todas formas. Mamá ha ido al pueblo hoy para comprar algunas cosas —le
explicó a Rachel—. Está muy nerviosa por la cita que tiene mañana con Linc
McGowan, la primera desde que papá se marchó.
—Sí, creo que eso le vendrá muy bien. Pero tú ya has hecho más que
suficiente por nosotros.
—No te preocupes. Ya tengo a los dos míos, así que no me importa tener
cuatro —dijo, riéndose, mientras cerraba la puerta trasera de la furgoneta—.
Deja que me los lleve a hacer los repartos, y después los dejaré en casa de
mamá. Tú puedes ir a buscarlos cuando quieras. Ella volverá pronto, y ya
sabes que le encanta el ruido y la acción, en vez de que la casa esté en
silencio. De verdad —continuó, mientras Mitch y Gabe se acercaban—, no
hay problema. Además, me he enterado de que tú vas a cuidarlos mañana a
los cuatro, cuando mamá vaya a Toledo con McGowan.
Rachel se dio cuenta de que Mitch alzaba la cabeza ante la mera mención
de Linc McGowan. Ella sabía que había enemistad entre los dos hombres, y
alguna vez le parecía que tenía que hacer malabarismos para mantener
contentos a Linc y a Mitch.
—Está bien —concedió Rachel—. Pero antes tengo que hablar con los
gemelos. Andreas y Aaron, venid aquí.
Mientras los tres hombres trasladaban la madera, Rachel les dio un
sermón a los niños sobre cómo debían comportarse. Los envió al baño a
lavarse y a arreglarse mientras ella envolvía rápidamente unas galletas y unos
pastelillos para los cuatro niños y para Kent. Rachel se animó al ver a Aaron
y a Andy mirando y saludando con importancia desde la ventana trasera de la
furgoneta mientras se marchaban.
—Ahora, les llevaré algo de comer a mis otros dos niños favoritos —les
dijo en broma a Gabe y a Mitch, mientras se encaminaba hacia la casa.
—Espera un minuto —le dijo Mitch—. Si no tienes que cuidar a los
gemelos en todo el día, ¿por qué no me dejas que invite yo por una vez? Gabe
estará mejor terminando su trabajo con más espacio. Y yo sé dónde podemos
conseguir una bonita veleta antigua para sustituir la que tenías. Aunque es un
barco, en vez de un caballo.
—¿Dónde? —preguntó ella.
—En un establo abandonado que está a dos kilómetros del lago Erie —
dijo él, sonriendo—. Acabo de comprarlo. El establo, no el lago.
Ella se rió.
—Lo digo en serio —dijo Mitch, y la tomó de la mano—. Puedes
quedarte o no con la veleta. En cuanto al tiempo, creo que va a ser el último
día estupendo que va a hacer en bastantes meses. Y no me digas que tienes
que quedarte a vender calabazas, porque Gabe puede vigilar el dinero de la
caja de la mesa. Dijiste que siempre has querido ver el lago. Pondré el cristal
nuevo en la ventana mientras te preparas. Vamos…
Rachel sabía que no debía ir, porque debía terminar todo el trabajo que
tenía que hacer allí, y además, porque quería recuperar las buenas relaciones
con su gente. Pero cuando abrió la boca para explicárselo, dijo:
—Sí. Vamos.

Mitch tomó la vieja Route 2, que bordeaba la orilla sur del lago. Se
detuvieron en el establo, cerca de Oak Harbor, donde Mitch había dejado la
veleta ya bajada del tejado. Él le explicó que el desvencijado edificio iba a ser
desmantelado, lavado a presión, trasladado y montado de nuevo al mes
siguiente. A ella le encantó la veleta, un barco de cobre que navegaba sobre
las olas agitadas por el viento. Sin embargo, le gustó mucho más el agua real.
—Sabía que sería maravilloso —dijo, mientras estaban sentados con sus
sándwiches y refrescos sobre una enorme roca. Aquel promontorio rocoso de
piedra blanca llamado Marblehead se adentraba en el lago Erie por el norte,
en la bahía de Sandusky.
Cuando el viento le arrancó la capota, Rachel dejó que se le cayera por la
espalda, sujeto a su garganta por las cintas. Pese a la rígida cofia, el pelo
comenzó a soltársele y a revolotear alrededor de su cara mientras ella
admiraba la vista.
El agua era de color cobalto, y las manchas de espuma eran como el
reflejo de las nubes del cielo. La brisa olía a aventura. Pese a sus problemas
en casa, Rachel nunca se había sentido tan feliz.
—Ahora que ya has sido lo suficientemente valiente como para venir
conmigo sin Jennie —le dijo Mitch, mientras lanzaba una piedra a las olas—,
el próximo paso es que te consiga una cita con el oftalmólogo que me hizo las
lentes de contacto. ¿Sabes? Para la gente tan miope como tú, incluso hay
operaciones con láser, que te ahorran tener que llevar gafas nunca más.
—¿Lentes de contacto? ¿Operación con láser? Oh, no —dijo ella con una
suave carcajada—. Imposible.
—¿Tan imposible como permitir que se te suelte el pelo o escaparte
conmigo?
—Eso ha sido como un poema —respondió Rachel, desesperada por
cambiar de tema.
—Hoy me siento poético —dijo Mitch, apoyándose en los codos mientras
el viento le revolvía el pelo—. ¿Qué te parece esto? Eres la mujer más
fascinante que he conocido, además de las más bella, incluso con todo el pelo
revuelto.
De repente, Rachel sintió timidez. Él estaba bromeando, pero a la vez,
hablaba en serio. Aquellos cumplidos mundanos eran sobre cosas
superficiales, pero aun así, se le quedaron atrapados en el corazón. Sabía que
siempre recordaría aquella escapada a un lugar tan bello y salvaje, y las cosas
tan encantadoras que él le había dicho. Ojalá sus vidas no fueran tan
diferentes y pudieran tener un futuro juntos.
—Rachel, no quería molestarte —le dijo Mitch, inclinándose hacia ella
—. ¿Quieres hablar sobre lo que ocurrió ayer con los niños? Me prometí que
no iba a preguntártelo, pero sé que ocurrió algo extraño.
Entonces, ella se lo contó. No sólo le contó que los gemelos decían que su
padre muerto les había llevado hasta las vías y les había hecho cruzarlas, y
que el tren había estado a punto de embestirlos, sino también que sus
sombreros habían aparecido en el establo. Y después le contó que el
sombrero de Sam también había aparecido, y luego, con una catarata de
palabras, le contó todo lo que había estado sucediendo.
—Pero, aunque yo crea en los espíritus, en las almas eternas, no creo en
los fantasmas —concluyó ella—. Estoy segura de que una persona de carne y
hueso quiere asustarme para que me vaya.
Mitch se había acercado aún más a ella, y le había pasado el brazo por los
hombros. Rachel se apoyó en la fuerza sólida de sus costillas y su brazo, y
permitió que sus lágrimas se mezclaran con la neblina sutil mientras el viento
soplaba cada vez más fuertemente.
—Rachel —le dijo él suavemente—, ¿estás pensando que la persona que
mató a Sam os está acosando a los niños y a ti?
Era una de las preguntas que ella no había querido hacerse ni oír.
—No lo sé —admitió ella, sacudiendo la cabeza—. Hay varios hermanos
que piensan que yo debería dejar la granja, por una u otra razón, hombres que
entonces tendrían diferentes planes para el establo y los caballos, y para mí.
¡Pero todo eso es la herencia de Sam y la mía para los gemelos!
—Sí, lo entiendo. Pero entonces, sólo se me ocurre una cosa. Me voy a
esconder en el pajar durante unas cuantas noches, para ver quién o qué
aparece.
—No, no puedo pedirte que hagas eso, no podría permitirlo —dijo ella,
alejándose un poco de él.
—En el establo, Rachel. No he dicho en tu casa, ni en tu dormitorio,
aunque…
Él no terminó lo que había empezado a decir, así que ella replicó:
—Te lo agradezco, pero me niego. Sería peligroso para ti, y para mí está
prohibido permitir semejante cosa con un gentil. Lo siento.
—Creo que debería hacerse. Todo lo que ha ocurrido últimamente
requiere astucia y planificación. Y si crees que alguno de los hermanos amish
podría estar detrás de todo ello, no puedes pedirles que tiendan la trampa.
Además, posiblemente, la respuesta de Eben Yoder sería que dejaras la
granja.
Rachel asintió.
—Lo sé. Que dejara la granja y que me casara con él.
Ella notó cómo el cuerpo de Mitch se tensaba.
—Me alegro de que hayas descartado eso, pero ¿quién crees que podría
ser? Si Eben es sólo el candidato número uno, ¿qué otra persona podría
haberlo hecho?
Rachel se mordió el labio inferior. Había pensado en Sim Lapp cuando
estaba más angustiada, e incluso en su cuñado, Zebulon Mast, pese al hecho
de que vivía al otro lado del estado, en Maplecreek. Pero Rachel no se atrevió
a implicar directamente a Mitch en aquello. Sabía que podría ponerse
violento, y si se convertía en su defensor, incluso calmadamente, contra los
amish, la expulsarían con toda seguridad.
—Mitch —dijo Rachel, y le tomó la mano entre las suyas—. Eres mi
amigo. ¿Me vas a dejar manejar esto a mi manera?
—¿Y cuál es?
—Quiero demostrarle al que me está atormentando que no me voy a
marchar y que no tengo miedo. Que la granja es mía, y que yo la haré
prosperar y la conservaré para mis hijos.
—En otras palabras, lo mismo que estás haciendo con la posibilidad de
que tu marido fuera asesinado, es decir, quedarte estancada y no hacer nada
—la acusó él—. Claro que, no olvidas, pero perdonas y sigues adelante,
como una mujer amish obediente, cosa que en realidad no eres. Repito, tu
acosador podría ser el mismo que mató a Sam, y por lo tanto, es muy
peligroso.
Peligroso. Jennie también había dicho que Mitch lo era. Y lo era, sí,
porque ella estaba empezando a enamorarse de él. Rachel se puso en pie, con
el papel del sándwich arrugado en la mano. Comenzó a andar entre las rocas
hasta la playa, y después hacia la hierba del pequeño parque. Él la alcanzó y
la tomó por el brazo para que se volviera a mirarlo.
—Si es así —le dijo ella—, ese hombre se delatará a sí mismo, y entonces
yo haré que lo arresten, como a esos paramilitares.
—¿Cuando te tenga acorralada, quizá más de lo que te tenían esos tipos?
¿Y a quién llamarás para pedir ayuda con el teléfono amish que no tienes? —
le preguntó él provocativamente.
—Eso no debe preocuparte —respondió Rachel, mientras tiraba a la
papelera la basura y después se colocaba de nuevo la capota sobre la cofia y
se la ataba al cuello—. Encontraré la manera de hacerlo, así que es suficiente
con que tú trabajes duro para reparar el granero.
—Te guste o no, te has convertido en una de mis preocupaciones. Está
bien, no me esconderé en tu establo, pero tú me avisarás en cuanto algo vaya
mal.
—Sí, está bien. Me has ayudado mucho —admitió Rachel. Estaban a
mitad de camino del coche de Gabe antes de que ella se diera cuenta de lo
cierto que era aquello. Más de una vez, Mitch había estado, milagrosamente,
allí para salvarla. Cuando él le tomó la mano y se la apretó ligeramente,
Rachel le devolvió el apretón.
—¿Qué más vamos a hacer de camino a casa? —le preguntó Mitch con la
intención evidente de cambiar de tema y de animarla.
—En realidad, te agradecería mucho que paráramos en algunos
supermercados. Voy a una boda el domingo, y necesito unos trescientos
manojos de apio.
Él se quedó sorprendido, y después se rió.
—Pues compraremos apio. La producción del noroeste de Ohio para la
señora —añadió—. ¿Y qué vas a hacer con tanto apio?
—No me atrevo a hacer la crema tradicional de las bodas, porque no va a
ser así —intentó explicarle—, pero voy a hacer ramilletes para adornar las
mesas. Seguramente, me voy a meter en problemas, pero mi amiga Sarah se
merece ser feliz, pese a lo que diga y haga su padre.
—Parece otra de las rebeliones de Rachel —dijo Mitch mientras
caminaban juntos hacia el coche, rozándose las manos. Para ella, aquello era
algo dulce y delicioso. No, quizá no fuera dulce, porque le provocaba
sensaciones desconocidas en el vientre y en los muslos. Casi se sentía
mareada, exultante, como si estuviera navegando sobre las olas del lago.
Rachel notó que una pareja de ancianos que estaba paseando a su perro
los estaba observando, así como un policía que patrullaba lentamente en su
coche. Probablemente, sentían curiosidad por el modo en que ella iba vestida.
Aunque hacía buena temperatura, Rachel se estremeció. Incluso allí, no había
conseguido escapar del miedo a que alguien la vigilara. Alguien que estaba
esperando a que ocurriera algo.

Mientras Rachel horneaba las tartas de calabaza para venderlas en el


puesto de Jennie y en el suyo, dejó a los niños sentados en la parte delantera
de la casa, supuestamente, cuidando de las calabazas que estaban en
exposición, pero sin quitarles los ojos de encima. Jennie y Linc iban a pasar
por allí, de camino a Toledo en su primera cita, para dejar a Jeff y a Mike.
Rachel ya había lavado cientos de manojos de apio y los había puesto a
vigorizarse en el refrigerador, en pequeños saquitos de plástico llenos de
agua.
Una de las muchas veces que miró fuera para vigilar a los gemelos, vio a
Pat Perkins entre sus clientes, y salió con una tarta recién hecha para ella.
—Espero que no llueva durante tu día de venta —dijo Pat alegremente, a
modo de saludo, mirando hacia el cielo oscuro de media mañana—. Ah,
¿también vendes tartas? —le preguntó.
—Voy a hacerlo, pero ésta es para ti, para agradecerte toda tu ayuda —
dijo Rachel—. La pondré en el asiento trasero de tu coche, porque todavía
está caliente.
—Los niños están preciosos y han crecido mucho, Rachel —le dijo Pat,
mientras elegía una calabaza y se la pagaba. Los niños le dieron las gracias en
inglés y metieron el dinero en la caja—. Oh, estupendo —comentó Pat,
mirando por encima del hombro de Rachel a otro coche que se acercaba—.
La persona que mejor me cae del pueblo.
Rachel supo, por su tono de voz, que quería decir todo lo contrario. Pero
vio que quien venía en el coche era Jennie.
—¿No te cae bien Jennie Morgan? —le preguntó a la bibliotecaria.
—Ella sí. Es el hombre que la acompaña el que no me cae bien —dijo
Pat, mientras todo el mundo salía del coche de Linc.
No había tiempo para averiguar el motivo. Rachel se acercó a saludarlos,
y le aseguró a Jennie que los niños estarían bien hasta que Mitch o Kent se
acercaran a recogerlos más tarde. Después de unos instantes, Jennie y Linc se
despidieron y se marcharon.
—¿Por qué no te cae bien Linc? —le preguntó Rachel a Pat mientras la
acompañaba a su coche. Cuando llegaron, sostuvo la puerta trasera mientras
colocaba la tarta en el asiento.
—¿Aparte de que sea un burro pomposo? Oh… perdón.
—Pat, los amish sabemos lo que es un burro. Es alguien obstinado y
tonto, pero yo no creo que Linc lo sea.
—Es que me molesta mucho que tenga la frescura de despreciar la
biblioteca que a Clearview le ha costado tanto tiempo y esfuerzo conseguir
—le explicó Pat, mientras rebuscaba en su bolso las llaves del coche—.
Siempre está hablando de cómo son las bibliotecas universitarias.
—Si la nuestra es tan insuficiente, ¿por qué la utiliza? —le preguntó
Rachel, mientras Pat se sentaba tras el volante y metía la llave en el arranque.
Antes de cerrar la puerta, bajó la ventanilla.
—¿Sabes? Siempre me he preguntado cómo ha podido conseguir una
temporada sabática después de dar clases en la Universidad de Ohio sólo
durante dos años —dijo Pat sin responder verdaderamente a la respuesta de
Rachel—. Normalmente, los períodos sabáticos te los tienes que ganar, y no
creo que la causa del suyo sean esos articulitos que escribe. Creo que voy a
investigar un poco sobre él.
—¿En Internet? —preguntó Rachel.
—Sí, eso sería un comienzo. Y, en cuanto a la pregunta de por qué va a
nuestra biblioteca y de por qué no me cae bien… Hace un gran show con las
chicas del instituto cuando ellas llegan a hacer los deberes, sobre todo los de
historia, con los que él las ayuda —le explicó Pat—. Sinceramente, me alegro
de ver que sale con alguien de su edad, porque al menos, tiene a un par de
esas niñas encaprichadas con él. Oh, Rachel, perdona, no quería…
—Deja de disculparte. Si me he quedado asombrada ha sido sólo por una
parte de lo que has dicho. Él siempre consigue que yo también me sienta
incómoda, pero no de ese modo. Es porque algunas veces es condescendiente
conmigo. Además, me parece que algunas veces ha vigilado el establo.
—¿El establo? Querrás decir que te ha vigilado a ti, ¿no? Digo esto
porque le he visto perseguir a una de las chicas para ver cuándo entra en la
biblioteca. En realidad, ese hombre me da mala espina —añadió.
Pat le dijo a Rachel que tenía que irse, y se despidió. Rachel se quedó
profundamente inquieta por lo que le había contado la bibliotecaria. Mitch le
había dicho que el comisario Burnett había investigado a todos los
estudiantes y profesores del instituto de Laura Morgan cuando la niña había
desaparecido. Linc McGowan había sido profesor de historia de Laura. Quizá
Linc hubiera tenido una relación más estrecha de lo que la gente hubiera
podido imaginar con ella, más cercana de lo que hubiera debido ser. Pero lo
que realmente asustó a Rachel fue que, cuando había conocido a Linc, él le
había dicho que llevaba observando su establo durante años.
Quizá el lunes por la mañana fuera a ver a Pat para investigar el pasado
de Linc McGowan.

Sin embargo, aquella misma tarde, Linc McGowan fue a visitarla a ella.
Al menos, lo hizo su artículo sobre el establo. Una muchedumbre se acercó a
la granja a comprar calabazas. Algunos de ellos le pidieron que les dejara ver
el establo, y unos cuantos caminaron hacia allí sin pedir permiso, antes de
que ella los alcanzara.
—He leído el artículo —le dijo una mujer con el pelo blanco, las raíces
negras y una gabardina de color verde chillón, como su voz—. ¿Hay
fantasmas en el establo? Me encantaría alquilárselo para una fiesta de
Halloween. Aquí fue donde un hombre murió aplastado por un gancho, ¿no?
Rachel le hizo un gesto a la mujer para alejarla de los gemelos, aunque
era evidente que ya lo habían oído todo.
—¿De dónde ha sacado todas esas cosas sobre mi establo? —le preguntó.
—Del Clearview Chronicle, claro —respondió la mujer—. Salió esta
mañana. ¿No leen el periódico los amish?
La mujer se sacó el periódico del bolso, y Rachel, de un modo muy poco
amish, lo agarró y se lo acercó a la cara para leerlo. Un lugar encantado:
folclore en el corazón rural de Ohio, decía el título. Estaba escrito por
Lincoln McGowan.
Rachel lo leyó rápidamente y se dio cuenta de que él había mencionado la
mayoría de las cosas que le había contado a ella sobre la historia del establo.
No había dado su dirección exacta, ni había mencionado específicamente la
muerte de Sam y la desaparición de Laura, pero había incluido la información
sobre la granja del tiempo de los peregrinos y la descripción de la pintura
roja, explicando que uno de sus componentes era la sangre, y de los marcos
negros. Y decía que el establo era una reliquia de la historia americana que se
encontraba en Ravine Road.
—Es una campaña de publicidad muy buena, porque ahora venderá todas
sus calabazas —le dijo la mujer, cuya voz chillona agudizó la furia de Rachel
—. Debería enseñar el establo. Sé que parece que los amish son pobres, pero
con todos esos restaurantes y tiendas de comestibles, por no mencionar todas
las granjas que tienen ustedes, probablemente le habrían llovido ofertas
para…
—Salga de mi propiedad —le dijo Rachel, primero a la mujer, y después
lo repitió en voz más alta para que todo el mundo la oyera y se marcharan
hacia la carretera.
Lincoln McGowan la había traicionado, y quizá también había
traicionado a su amiga Jennie. Rachel notó que perdía el control.
—Si han venido a comprar una calabaza, está bien —les gritó—. Pero el
establo es privado. ¡Sí, les estoy diciendo que se marchen!
Rachel se sintió muy agradecida cuando Eben apareció en el camino con
sus dos hijos mayores en la calesa, y la ayudó a conducir a todo el mundo
hasta sus coches.
Capítulo 16
Por encima de las cabezas del novio y de la novia, el obispo Eben Yoder
miró directamente a Rachel, que estaba sentada en el ala de las mujeres de la
congregación.
—Escuchad lo que tengo que deciros —dijo él, recitando las palabras de
las bodas tradicionales, del libro apócrifo de Tobías, de la Biblia amish—.
Escuchad y yo os enseñaré sobre quién tiene poder el diablo. Sobre aquellos
que entran en el matrimonio sin respeto por Dios en sus corazones. Sobre
aquellos que prefieren satisfacer el deseo del cuerpo, como la mula y el
caballo, sobre quienes no conocen otra cosa. Sobre éstos, el diablo tiene
poder.
Aquella advertencia indirecta y aquellas acusaciones sacudieron a Rachel.
Cuando Eben hablaba así, ella se convencía de que estaba detrás de todas las
cosas horribles que pasaban en su granja. Pero también sabía que sería inútil,
y quizá peligroso, preguntárselo o acusarlo. Además, cuando lo veía atender
al resto de los hermanos, o cuando la ayudaba y la animaba, no estaba en
absoluto segura de que fuera responsable. Eben y sus hijos habían estado
hasta el anochecer con ella en la granja, ayudando a los gemelos a vender las
calabazas y a mantener a los curiosos alejados de su establo.
La lluvia caía cada vez con más fuerza y repiqueteaba contra el tejado y
contra las ventanas. Sin embargo, Rachel se concentró en la misa de la boda
de Sarah y Jacob. Pese a la vergüenza de tener que confesar sus pecados ante
la congregación, aquella boda debía de ser para la dedicación y la alegría.
Rachel intentó centrarse en lo guapa que estaba Sarah con su delantal blanco
de novia, y con la capa sobre el vestido azul. Después de aquel día, la novia
guardaría cuidadosamente las prendas blancas en el baúl de la dote, y sólo
volvería a llevarlas de nuevo cuando muriera, en su ataúd.
Pese al calor que reinaba en el salón de casa de los Lapp, Rachel se
estremeció cuando la voz profunda de Eben recitó:
—Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
Eben la había ayudado el día anterior, pero también le había echado un
sermón y le había instado a que cortara todos los lazos con los hombres
gentiles, bajo pena de expulsión. Ella lo había escuchado amable y
educadamente, pero sabía que ya no podría dejar las cosas así. Ni con Mitch,
ni con Linc, por muy diferentes razones, aunque no puso ninguna objeción a
las advertencias de Eben.
—¿Hay alguien que se oponga a esta boda —continuó Eben—, antes de
darles la bendición a este hermano y a esta hermana y unirlos en sagrado
matrimonio?
Matrimonio, pensó Rachel durante el silencio anterior a que Eben diera la
bendición final. La pobre Sarah tenía miedo a verse atrapada en un
matrimonio sin amor, como debía de haber sido el de su madre. Y, mientras
cantaban el himno de la boda, Rachel se dio cuenta de que su propio
matrimonio se había visto roto por la muerte. Y si aquella muerte había sido
un asesinato, iba a dedicarse a averiguar la verdad, aunque no supiera cómo
proceder, o a quién investigar.

—Oh, no doy crédito a lo que veo —dijo Sarah con una sonrisa de
emoción, cuando vio a Rachel y a los niños salir hacia la calesa, en medio de
la lluvia, a recoger los jarrones llenos de ramilletes de apio que habían
llevado en una caja de cartón.
—Yo tampoco —murmuró Eben, sombrío, detrás de su hija.
Sin embargo, aquello no impidió a Rachel repartir los pequeños jarrones
por la mesa nupcial. El fresco olor a apio llenó la habitación y se mezcló con
el del pan recién cortado y los sándwiches de queso, que eran los que
normalmente se consumían después de misa, cuando no había boda. Rachel
había oído decir a varias de las mujeres que el hecho de que la comida no
fuera especial era parte del castigo de Sarah. Pero todo el mundo sentía que
estaba siendo castigado también, porque a los amish les encantaban las bodas.
Las mujeres y los niños no se habían privado de llevar los pequeños
regalos tradicionales, hechos a mano, que representaban calesas, mesitas,
casas y establos para el novio y la novia. La mesa nupcial estaba repleta de
manzanas, dulces y vasos de sidra, junto a los ramilletes de Rachel.
De nuevo, el amor fluía de su gente. Rachel no quería entristecerlos con
su desafío. Si lo hiciera, ella sería la más perjudicada, la que más sufriría.
Algunas veces, se sentía dividida y quería tener lo mejor de los dos mundos.
Rachel exhaló un suspiro de alivio al ver que no estaba sola en su
pequeña rebelión. Y se relajó aún más cuando vio que algunas de las
hermanas habían llevado utensilios de cocina y herramientas como regalo de
bodas. La gente, incluso Eben, aplaudió cuando Sim Annie Lapp, la
anfitriona de aquel día, obsequió a Sarah y a Jacob con el regalo tradicional
de una lámpara de queroseno de la congregación.
Después de la comida, la charla y las felicitaciones, Rachel se preparó
para despedirse de Sarah por no sabía cuánto tiempo. Era costumbre que los
novios no se establecieran en su casa hasta varios meses después de la boda.
Hasta entonces, visitarían a sus amigos y familiares, incluso a aquellos de
Maplecreek. Así pues, Rachel dejó a los gemelos sentados en la calesa,
agarrando las riendas de Bett y Nann mientras abrazaba a Sarah en el porche
trasero de la casa de los Lapp. Afortunadamente, había dejado de llover.
—Nunca olvidaré lo buena amiga que eres —le dijo Sarah, agarrándole
las manos—. Me salvaste cuando podía haber… cuando podía haberme
matado.
Rachel se quedó sobrecogida al oírselo decir de aquella manera.
—Sólo quiero que seas feliz —le dijo ella, mirándola fijamente a los ojos
azules.
—Eso es lo que yo también quiero para ti —respondió Sarah, y después,
su voz se redujo a un susurro—. Y entiendo que eso no signifique casarte con
el obispo Yoder. Alguien más aparecerá —le prometió a Rachel, apretándole
aún más las manos.
—¿Has tenido un buen día hoy? ¿Has visto cómo todo el mundo ha
contribuido en hacer que fuera especial para ti? —la animó Rachel—. Ahora
no tendrás dudas.
—Sólo una cosa que se me olvidó decirte aquella noche —le dijo Sarah
sin dejar de susurrar.
—¿La noche del baile?
—Sí. Se me olvidó por todo lo que pasó después, pero cuando estaba
escondida en tu pajar, vi que había una especie de nido.
—¿Un nido? ¿Quieres decir que han vuelto los búhos de mi establo? No
los he visto…
—Un nido del tamaño de un hombre hecho en la paja. Quizá algún
vagabundo de esos trenes haya estado durmiendo en tu establo.
Rachel se estremeció.
—Yo he subido a descansar allí —le dijo a su amiga, intentando
convencerse a sí misma, y no a Sarah—. Hace un par de semanas, estuve
tumbada sobre el heno fresco, junto a la puerta del pajar, para poder mirar
hacia fuera si oía algún sonido y ver si se acercaba alguien. O quizá, el hueco
lo dejó alguien que subió allí durante el baile y…
—No —respondió Sarah, sacudiendo tanto la cabeza que la cofia blanca
se le torció—. No a menos que hayas estado cortándote el pelo allí arriba, y
yo sé que no es cierto. Vi pelo de color rojizo, el envoltorio de una barra de
chocolate y un trozo de papel que no pude leer bien porque estaba oscuro.
Pero parecía un formulario para edificios históricos de Ohio.
—Eso lo explica todo —dijo Rachel—. Linc McGowan debió de subir
allí a descansar. Ya sabes, el hombre que iba a ayudarme a solicitar que el
gobierno declarara mi establo como bien histórico. Eso era antes de que
escribiera un artículo en el periódico del pueblo que ayer me puso en estado
de sitio. Ahora voy a cortar la relación con él.
—Eso molestará al señor McGowan, pero complacerá al obispo —dijo
Sarah—. Así que el señor McGowan es pelirrojo… me alegro de que no haya
sido nada.
Sarah y Rachel se abrazaron de nuevo, y después Sarah se volvió hacia su
hermana, Annie, que había esperado pacientemente mientras hablaban.
Rachel sabía que había engañado a Sarah para no disgustarla en aquel día
tan especial, pero al mirar su calesa en la cola que esperaba para marchar,
Rachel vio a Andy y a Aaron sujetando las riendas orgullosamente,
susurrando entre ellos. Y Rachel sintió que su miedo también susurraba.
Quizá Linc McGowan quisiera poseer su establo. Y quizá también, si le
gustaban las chicas jóvenes como Laura, estuviera involucrado en todo
aquello. Quizá su hostigador fuera el brillante Linc. Para él no sería difícil
conseguir un traje amish y una barba postiza pelirroja. Era un buen
investigador y entrevistador; podría haber aprendido cómo llevaba Sam su
sombrero, y cómo trabajaba. Pero aun vestido con ropa amish y con barba o
sin ella, no podía imaginárselo tumbado en el heno.

Decididamente, Rachel subió a la calesa y se sentó entre los niños.


—Vamos a jugar a una cosa —les dijo, mientras dirigía a los caballos
hacia casa—. Yo os voy a hacer una pregunta sobre algo, y para responder,
no podéis hablar entre vosotros ni miraros, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondió Andy cautelosamente.
—Yo también estoy de acuerdo —afirmó Aaron.
—Quiero saber —les dijo ella con la voz temblorosa—, qué aspecto tenía
Daadi la otra noche, cuando os llevó de paseo hasta las vías del tren. Andy,
tú primero. Dime algo que recuerdes.
—Estaba como antes.
—¿Por qué te lo pareció?
—Llevaba su ropa.
—¿Su ropa de trabajo y su sombrero de paja?
—No. Su ropa negra del domingo y el sombrero negro.
—Bueno. Ahora, Aaron, cuéntame algo de lo que te acuerdes tú.
—Levantaba las manos si nosotros caminábamos lentamente por el
bosque.
—O nos parábamos —añadió Andy.
—Sí, para que fuéramos más aprisa.
—¿Queríais ir con él? —siguió Rachel.
—Claro —respondió Aaron—, pero estaba oscureciendo, y él no nos
llevaba en brazos, como antes.
—Tenía el pelo rojo, como siempre —dijo Andy—. Y la barba.
A Rachel se le encogió el estómago.
—Pero no rojo brillante, porque estaba oscuro. Y no estaba sonriendo,
porque quería que nos diéramos prisa —añadió Aaron.
—¿Le visteis la cara? ¿Era como Daadi?
—Sí, era como Daadi cuando está enfadado contigo —dijo Andy.
—¿Y por qué iba a estar enfadado conmigo?
—Nosotros pensábamos que lo estabas abrazando a él en el establo, pero
era al señor Randall, ¿verdad? —le preguntó Andy en tono de acusación—.
Así que Daadi quería que fuéramos con él, pero entonces, saltó al tren y nos
dejó solos, quizá porque tú también viniste corriendo.
—Sí —confirmó Aaron—. Pero él está siempre en el establo. Nosotros lo
hemos visto, y va a volver.

En casa, Rachel hizo que los niños subieran con ella al pajar. Se estaba
haciendo de noche, así que llevaron un farol. Antes, ella pensaba que sus
hijos estaban inventando que veían a su padre, pero se había dado cuenta de
que todo, desde el hecho de que los búhos hubieran abandonado el establo
hasta el hecho de que Sarah hubiera visto la forma de un cuerpo en la paja,
sugería que había alguien en el establo. Y ella recordaba cosas, detalles
inocentes, según había pensado, que habían dicho los gemelos. Que Daadi
estaría mirándolos desde el cielo. Que a Daadi le gustaba estar arriba, en el
establo.
Ella se detuvo y observó el hueco que había entre la paja. Era distinguible
sólo desde la izquierda de la puerta del pajar. Estaba cerca del lugar donde
ella se había tumbado el día de su cumpleaños, cuando Eben y Mitch habían
ido a visitarla. Pero no pudo encontrar el envoltorio del chocolate, ni el pelo
rojizo ni el formulario por ninguna parte.
—Así que es aquí donde duerme —dijo Andy, cruzándose de brazos.
Aaron asintió, con los ojos abiertos como platos—. Pero debería entrar en la
casa por las noches, cuando no está trabajando en el establo ni en el campo.
Hace frío, y está muy oscuro aquí fuera.
—Y es posible que haya goteras en el tejado —añadió Aaron—. Pero si
todos queremos que vuelva a casa —continuó, mirando a su madre
esperanzadamente y tomándola de la mano—, estoy seguro de que volverá.
A Rachel se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía si seguirles la
corriente, o reprenderlos, o simplemente gritar.

En la casa, en el suelo prístino de linóleo de la cocina, había huellas de


pisadas embarradas. Eran las huellas de un hombre. Pero, cada vez que
McGowan y Gabe entraban, se limpiaban las botas en la piedra de fuera.
Aunque la puerta trasera había estado cerrada, parecía que las pisadas la
habían atravesado. Sin interrumpir el paso, las huellas iban directamente a
través de la mesa de la cocina, al pasillo, por las escaleras hacia arriba y, al
llegar al segundo piso, se interrumpían.
La mente de Rachel comenzó rápidamente a buscar explicaciones. ¿Se
habría dejado la puerta accidentalmente abierta, y Gabe o Mitch habrían
entrado en la casa? No. Acababa de abrir con la llave.
—Nosotros no hemos sido, mamá —protestó Andy, antes de que ella
dijera una palabra—. Es demasiado grande para nuestros pies, ¿lo ves? —
dijo, y puso uno de sus pies junto a una de las huellas.
A Rachel le latía el corazón con tanta fuerza que casi no lo oía ni lo veía.
Aquellas huellas eran de una bota sin puntera, no como las que llevaban
Mitch y Gabe. Botas sin puntera, como las botas de trabajo de los amish.
¿Tendría Linc unas botas como aquéllas en su disfraz? Fuera quien fuera el
que había hecho aquello, quería conseguir que ella creyera que se trataba de
un espíritu que podía atravesar los objetos.
Temblando, sin prestarle atención al hecho de que los niños estaban
susurrando entre ellos, encendió un farol y examinó cuidadosamente las
huellas, que definitivamente, se dirigían hacia arriba.
Se estrujó la mente para intentar recordar quién había tenido alguna vez la
llave de su puerta trasera. Eben y Sam Lapp habían tenido una cada uno
después de que Sam muriera, aunque después se la habían devuelto. Sin
embargo, ellos podrían haber hecho copias. Cuando los niños de Maplecreek
se habían quedado allí a pasar la noche después del baile, la llave de la puerta
había desaparecido, pero Rachel había pensado que se había despistado y la
había perdido.
Temblando, intentando que los gemelos no se percataran del pánico que
sentía, Rachel les dijo que esperaran en la cocina mientras ella se llevaba el
farol al piso de arriba. Estaba lloviendo de nuevo, y casi había anochecido.
En las habitaciones oscuras, miró bajo las camas, en los armarios, detrás de
las puertas, y después bajó de nuevo y siguió buscando, y por último,
inspeccionó el sótano.
Nada. No había absolutamente nada raro, salvo aquellas pisadas.
Los gemelos estaban sentados en la mesa de la cocina, extrañamente
apagados. Probablemente, ellos no se daban cuenta de que era imposible que
las huellas de un hombre pasaran por debajo de la mesa.
—¿Estaba arriba? —le preguntó Andy.
—No hay nadie en casa aparte de nosotros, hijos. Las huellas son sólo…
un accidente. Ha habido alguien durmiendo en el establo, pero no ha sido
Daadi. Voy a limpiar el suelo —dijo, intentando no estallar en sollozos.
Mientras ella tomaba la fregona de la esquina de la despensa, oyó la voz
ahogada de Aaron.
—Ahora tiene los zapatos limpios. Y se quedará donde haga calor.
Rachel salió rápidamente a la cocina para pedirles que dejaran de hablar
de aquello, pero no pudo hacerlo. Antes de que ella pudiera pronunciar
palabra, Andy continuó:
—Sí —dijo, y se volvió hacia ella—. Esas huellas no son un accidente. Y
ahora que tú también sabes que está aquí, Mamm, ya no dormirá en el establo,
sino en tu cama.
Capítulo 17
—¿Ni siquiera tienes tiempo para tomar una taza de café, Rachel? —le
preguntó Jennie, el lunes por la mañana—. Creía que querrías saberlo todo
sobre mi cita con Linc. Estabas muy contenta porque yo fuera a salir con él.
—Lo estaba… lo estoy —respondió Rachel. Aunque se le diera muy mal
engañar a los demás, todavía no quería decirle a Jennie que había comenzado
a sospechar de Linc—. Es que tengo mucha prisa por ir al pueblo. Tengo
muchas cosas que hacer —explicó torpemente.
—Ya lo veo, porque se te ha olvidado darles un beso a tus hijos.
Sacudiendo la cabeza, Rachel volvió al salón a abrazar a los niños.
Parecía que estaban bien aquella mañana. Gracias a Dios, no habían vuelto a
hablar de que Daadi hubiera vuelto a casa de nuevo. Cuando entró
nuevamente en la cocina, Jennie le había servido media taza de café.
—No es que necesites esto para ponerte en marcha esta mañana —
comentó Jennie mientras le señalaba la taza con la cabeza—. Pero quiero que
te quedes lo suficiente como para contarte una cosa.
Rachel se detuvo y tomó la taza.
—Sé —dijo Jennie, lentamente— que la noche del baile amish te diste
cuenta de que no puedo soportar hablar de la pérdida de mi hija. Y te dije que
me sentía bien contigo porque no sabías nada de aquello, y por lo tanto, no
me hacías preguntas ni te entrometías.
Rachel asintió, con la taza en los labios. Jennie no podía saber que ella
estaba a punto de hacer precisamente aquello. Se sentía como una judas.
Jennie continuó mientras ella se obligaba a tragar el café.
—Así que he hecho un trato con Linc, ya que él conocía a Laura. De
hecho, era uno de sus profesores favoritos. Ella tenía el típico enamoramiento
adolescente por él.
Rachel asintió para animarla. Había pensando en varias personas a las que
tenía que entrevistar con respecto a Linc y Laura, pero nunca habría pensado
que Jennie le hablara de ellos.
—Linc y yo no vamos a hablar sobre el pasado en absoluto. Al menos, no
de ese pasado. Lo cual, para un hombre que adora la historia, es una
verdadera concesión. Hasta que yo esté preparada.
—Entiendo. Eso demuestra que le importas mucho.
—Me imagino que es como lo que está haciendo con tu establo.
Honrándolo, conservándolo, pero no alterándolo ni excavando.
Rachel estuvo a punto de decirle que iba a cancelar su trato con Linc
sobre la conservación histórica del establo. Él la había usado y la había
traicionado sólo por conseguir venderle un artículo a un periódico. Era
evidente que Jennie no había leído aquel artículo, y no tenía ni idea de que la
granja y el establo habían estado sitiados por los curiosos el día anterior. Y
Rachel no iba a decírselo en aquel momento, porque quería marcharse.
Tomó el último sorbo de café.
—Me alegro de que disfrutaras en tu cita con Linc, de veras, Jennie.
Dejó la taza en el fregadero y salió por la puerta trasera. Lamentaba salir
tan aprisa, después de todas las veces que Jennie la había escuchado
desahogarse sobre la pérdida de Sam. Pero, aunque le hiciera daño a su frágil
amiga, Rachel tenía que saber la verdad sobre Linc, y conseguir que Jennie
escuchara aquella verdad.

Lo primero que hizo Rachel fue ir a ver a Pat Perkins. Como era de
esperar un lunes por la mañana, la biblioteca estaba vacía, y Pat estaba detrás
de su mostrador.
—Estoy muy enfadada por que Linc McGowan escribiera ese artículo
sobre un establo maldito —le dijo a la bibliotecaria directamente—, así que
estaba pensando que podría investigar un poco sobre él.
Pat sonrió con petulancia.
—Quieres decir que la venganza se sirve fría. No suena muy amish, pero
sí suena norteamericano.
—Lo sé —respondió Rachel con un gran suspiro—. Nosotros ponemos la
otra mejilla, pero en esto, por varias razones, no puedo hacerlo.
—Y sabías que yo también iba a investigar, por eso has venido. Pues te
diré que ese hombre debería estar escribiendo ficción, y no historia, porque
evidentemente es un mentiroso —declaró Pat, haciéndole un gesto para que
se acercara a su mostrador, que estaba lleno de papeles—. He averiguado que
no está en periodo sabático en la Universidad de Ohio, sino que pidió una
excedencia. Me costó mucho sacarle a la bibliotecaria del campus el motivo,
pero es evidente que tiene relación con una falta disciplinaria. Un asunto
personal —dijo Pat con una ceja arqueada.
—Pero eso podría ser cualquier cosa.
—Sí, pero teniendo en cuenta cómo se comporta con las señoritas de por
aquí —continuó Pat, bajando la voz—, tuve un presentimiento y envié un
correo electrónico al periódico de la universidad. He estado chateando con
una estudiante que trabaja allí.
—¿Y?
—El profesor Linc McGowan se metió en problemas por tener una
aventura con una estudiante.
—¡Oh, no! —exclamó Rachel.
Comenzó a angustiarse por si debía decirle a Pat que Linc había sido el
profesor favorito de una chica que había desaparecido misteriosamente de un
baile del instituto que él había supervisado, un baile en su propio establo.
Pero aquello sería acusarlo de demasiado, demasiado pronto. Antes de poder
contarle a alguien sus sospechas o de enfrentarse al hombre, necesitaba hablar
con más gente sobre él.
—¿Sabes? —le estaba diciendo Pat, aunque, después de la revelación
previa, Rachel casi no podía asimilar sus palabras—. Tuve una amiga que
sufrió el acoso de un tipo. Así que miré cuáles eran los rasgos de
personalidad de un acosador, pensando que podría darnos más perspectivas
sobre McGowan. Y escucha —le dijo. Tomó un papel de su escritorio y
comenzó a leer—: Los acosadores son por lo general muy inteligentes, y
algunos se mueven en los círculos universitarios. Pueden ser encantadores,
listos y seductores. ¿Te suena?
—Él encaja en esa descripción —dijo Rachel. Pero, si a Linc le gustaban
las chicas de instituto y universidad, ¿para qué iba a acosar a una viuda con
dos niños?
—Y lo peor de todo es que cuando un acosador se siente frustrado, su
comportamiento empeora. Aunque reciba una orden de alejamiento de las
autoridades, se acerca más y más a la víctima, y el acoso se convierte en
amenazas y violencia. Tienes que admitir que muchos de estos rasgos
también son los de McGowan, aunque no sé si también los que vienen a
continuación.
—¿Cuáles?
—Un acosador —continuó Pat— provoca situaciones que obligan a la
víctima a pedirle ayuda, y entonces se lanza al rescate. ¿Ha hecho eso él?
—¿Qué? Oh, sí, ha intentado ayudarme con mi establo, y después me
asustó —dijo Rachel, aunque no estaba segura de que aquello tuviera sentido.
Se dirigió hacia la puerta.
—Los acosadores tienen una intensa necesidad de controlar —continuó
leyendo Pat—. Sé que McGowan siempre quiere que escuche atentamente
cuando echa sus sermones, y no digamos las niñitas de instituto con las que
coquetea por aquí. Al menos. Y, por último, los acosadores tienen algo
llamado trastorno en las relaciones. En otras palabras, perdió a alguien a
quien quería muy pronto en la vida, y se obsesiona con no volver a sufrir de
nuevo por el rechazo del objeto amado. Si eso sucede, se vuelven violentos,
incluso pueden llegar al asesinato —remachó. Después alzó la cabeza y se
quedó sorprendida—. Rachel, ¿te marchas ya?
—Tengo que irme. Gracias de nuevo por tu ayuda.
—¿Estás segura de que estás bien? —le preguntó Pat, que se puso en pie
de un salto—. ¿Has oído algo de lo que acabo de decirte?
—Claro que sí —respondió Rachel.
Tenía que continuar investigando sobre Linc, y después cortar todos los
lazos con él. Tendría que decidir si contarle todo aquello al comisario para
que interrogaran a Linc, aunque aquello sería devastador para Jennie, y quizá
pusiera en peligro a Rachel con su gente. Mezclarse con las cosas de los
gentiles, en el mundo de los gentiles, podía granjearle la expulsión inmediata.
Rachel decidió acudir al instituto de Clearview y pidió una cita con el
director. Había oído decir que Franklin Mercer era una institución en el
centro, y que llevaba muchos años allí. Por lo tanto, debía conocer a Linc
McGowan. Sin embargo, no podía decirle al director, un hombre de pelo
blanco que la saludó amablemente, que estaba intentando vincular a su
antiguo profesor de historia con sus pecados y sus crímenes.
Nerviosamente, comenzó a darle una explicación falsa, y se quedó
asombrada de que aquella historia inventada saliera tan rápidamente de su
boca.
—Así que —recapituló el señor Mercer—, Lincoln McGowan ha escrito
una historia sobre su establo, y ahora usted piensa que al periódico le gustaría
publicar una historia del hombre en sí —le dijo, repitiendo más o menos lo
que ella le había explicado.
—Sí —respondió Rachel—, y creo que usted es la mejor persona para
preguntarle qué tipo de profesor era. Sus puntos fuertes y sus debilidades.
—Ah, sí. Todos, incluso los profesores más admirados, y él lo era, tienen
sus puntos fuertes y sus debilidades. Lincoln McGowan era muy brillante. Y
era el mejor con los estudiantes que sobresalían. Los desafiaba a que fueran
siempre más allá. ¿No va a tomar notas?
—Tengo buena memoria, pero sí —respondió ella, y comenzó a rebuscar
en su bolso un bolígrafo y un papel—. Entonces, ¿por qué dejó el instituto?
—le preguntó, y notó que Mercer titubeaba y comenzaba a moverse
nerviosamente. Entonces, Rachel supo que había puesto el dedo en la yaga.
—¿Por qué? Sin duda, porque este instituto es una escuela rural —dijo el
señor Mercer, y carraspeó—. Y es una avenida demasiado estrecha para los
muchos intereses de Lincoln.
—Entiendo. Seguro que, al ser tan admirado, sus estudiantes favoritos,
los más brillantes, le harían una fiesta de despedida al final del año en que se
marchó.
—En realidad —dijo Mercer—, Lincoln tomó la decisión de comenzar un
doctorado a mediados de año, así que se marchó repentinamente. Todo fue
manejado internamente, y fue un duro golpe para la mayoría de los
estudiantes.
—Me imagino que fue especialmente inquietante para ellos, debido a que
se marchó poco después de la misteriosa desaparición de una de sus… sus
estudiantes, Laura Morgan. Se marchó aquel mismo año, ¿verdad?
El señor Mercer se agarró los dedos con fuerza.
—¿Adónde quiere llegar con todo esto, señora Mast? —le preguntó, de
repente, en un tono mucho menos amable—. Quizá sería mejor que hablara
con el mismo Lincoln. Yo no tengo la libertad de…
—Iré a verlo, señor, y gracias por su tiempo. Verá, estoy comenzando a
entender que hay algunas cosas que no se pueden manejar internamente. No
importa que se esté a cargo de un colegio, o de una comunidad amish, o de un
simple establo.
—¿Un establo? Señora Mast…
Pero ella ya estaba saliendo del despacho.

Aunque no había nadie en la comisaría salvo el comisario Tim Burnett,


Rachel se sintió azorada al entrar. Ciertamente, no era típico de los amish
entrar por la puerta de un organismo estatal.
—Señora Mast, ¿qué puedo hacer por usted? —le preguntó Burnett desde
su escritorio—. No habrá tenido dudas sobre si debe reabrir el caso de la
muerte de su marido, ¿verdad? —le preguntó, mientras le indicaba que se
sentara en la silla que había frente a él.
—No, comisario, esta vez no. Pero tengo una pregunta que hacerle. Como
sabrá, Linc McGowan, que vive al otro lado de la ciudad, así que supongo
que está bajo su jurisdicción…
No sabía cómo debía decir aquello. Cuando se interrumpió, el comisario
habló para llenar el silencio que se había creado.
—He leído el artículo y me he enterado de que la invadieron los curiosos,
señora Mast. Pero no puedo arrestar a un hombre por hacer uso de la libertad
de expresión.
—Oh, no, no es eso. Es sólo que él me pidió que confiara en él para que
me ayudara a solicitar la declaración de bien histórico de mi establo al estado.
Lo que quiero preguntarle es si, en su opinión, puedo confiar en él o no.
Él frunció el ceño y se movió en la silla.
—Ya entiendo. Bueno, Lincoln McGowan es… un poco superficial con
sus proyectos.
—¿Se refiere a que dejó su trabajo de profesor en el instituto a mitad de
curso, e hizo lo mismo en la universidad?
—Ha hecho los deberes, ¿verdad? ¿Ha hecho McGowan algo ilegal? —le
preguntó él.
—Eso era lo que yo quería que me dijera usted, comisario. ¿Nunca ha
tenido que investigarlo por ninguna razón?
Desde algún lugar de la parte trasera del edificio, Rachel oyó el ruido
distante de la cisterna de un servicio, y una puerta abriéndose. Marci Morgan
entró al despacho secándose las manos en una toalla de papel.
—Oh, Rachel —dijo Marci, muy sorprendida—. No habrá pasado nada
en casa con los niños, ¿verdad?
—No, no, todos están bien —le dijo Rachel, y se levantó.
—Eh, cariño —intervino el comisario. Giró la silla hacia su hija y le
preguntó—: Tú conociste a Linc McGowan cuando daba clases aquí. ¿Te
parecía de fiar?
—Papá, tú fuiste el que lo investigaste cuando…
—Lo sé —la cortó él—, pero yo no puedo hablar de asuntos oficiales, así
que… ¿qué pensabas tú de él?
—Tenía una desmesurada confianza en sí mismo —murmuró Marci, y se
encogió de hombros.
—He oído decir que era un profesor muy admirado.
—Sí, pero no se puede complacer, o engañar, a todo el mundo siempre —
dijo Marci. Hizo una bola con la toallita de papel y la lanzó a la papelera de
su padre—. Sinceramente, yo lo detestaba, porque tenía sus estudiantes
favoritos, y los demás, los niños normales que no lo adorábamos, éramos
insignificantes para él. Pero si estás investigando sobre él para ver si está bien
que Jennie salga con él, yo daría cualquier cosa por verla feliz.
—Yo también —respondió Rachel con la esperanza de que Marci y el
comisario pensaran que aquélla era la razón por la que había ido a preguntar
por él.
Y, si volvía por allí, pensó mientras se despedía y salía hacia su calesa,
sobre todo si iba a decirle al comisario que Linc McGowan debía ser
interrogado de nuevo con respecto a la desaparición de Laura Morgan, se
aseguraría de que Marci no estuviera escondida en el baño.

Aunque estaba empezando a llover, Rachel condujo la calesa hasta el otro


extremo del pueblo, hacia la casa de McGowan. No tenía intención de entrar,
pero quería decirle que había cambiado de opinión en cuanto a poner el
establo en sus manos y que no quería tener más trato con él. Después, le
preguntaría a Mitch qué podía hacer. Aunque Mitch detestaba a Linc, Rachel
confiaba en que le daría un buen consejo sobre si hablar primero con Jennie,
sobre todo porque sólo tenía fuertes sospechas, o si volver a hablar con el
comisario Burnett y pedirle que investigara la desaparición de Laura otra vez.
Y, en el fondo, Rachel tenía la esperanza de que aquello le impediría a Linc
seguir rondando por su establo y su granja.
La casa de McGowan era, como le había descrito Jennie, una granja
antigua, pintada de blanco, con un porche en forma de ele y unos grandes
ventanales. Al ver dos coches aparcados fuera del garaje, Rachel pensó que
sería mejor marcharse. No quería hablar con McGowan si tenía compañía.
Volvería a casa, hablaría con Mitch y después volvería con él.
Mientras se alejaba con la calesa, volvió la mirada hacia la casa de Linc
McGowan, y vio a una chica muy joven, esbelta y con una larga melena
rubia, rodear la casa desde la parte trasera. Linc la seguía, y antes de que la
muchacha subiera a su coche, le dio un azote en el trasero y le sonrió
seductoramente. Después entró en la casa de nuevo.
En cuanto la niña se marchó hacia el pueblo, Rachel arreó las riendas y
continuó su camino tan rápidamente como pudo.

—Al menos, esta casa no parece tan intimidante cuando no llueve y no


estoy sola —le dijo Rachel a Mitch a la mañana siguiente, cuando él detuvo
el coche frente a la granja de Linc McGowan. Los gemelos iban en el asiento
trasero, y se estaban portando muy bien, porque les habían prometido unas
hamburguesas y unos batidos después.
La noche anterior, Rachel le había contado a Mitch lo que sospechaba, y
lo que había visto en casa de McGowan. Después, había hecho que él le
prometiera que no interferiría si la acompañaba a verlo.
El coche de Linc estaba aparcado en el mismo lugar que el día anterior.
—Es evidente que está aquí —comentó Mitch, y sorprendió a Rachel
tocando dos veces la bocina.
—Al menos, si es el único coche no puede haber más tutoría individual
en este momento —murmuró ella.
A los pocos instantes, Mitch volvió a tocar la bocina, pero Linc
McGowan no salió a la puerta. Rachel dijo:
—Voy a acercarme a llamar. Niños, quedaos aquí sentados. Yo volveré
ahora mismo. Mitch… el señor Randall se queda a cargo.
Salió y fue hasta los escalones del porche. Alzó el puño para llamar, y la
puerta se abrió al primer golpe. Quizá estaba entreabierta, y el viento la había
cerrado casi por completo. Entró al recibidor y percibió un fuerte olor a
pintura.
—¿Hola? Soy Rachel Mast. Necesito hablar con usted.
Al no recibir respuesta, salió al porche y le hizo un gesto a Mitch para
que rodeara la parcela con el coche y la esperara en el otro lado. Mitch
asintió.
Rachel cerró la puerta y fue hacia el porche trasero. La ventana del sótano
estaba medio abierta, y por ella Rachel percibió de nuevo el olor a pintura.
Era evidente que Linc estaba allí pintando algo, y que la puerta delantera y la
ventana estaban abiertas para disipar los vapores de la pintura.
En cuanto Mitch y los niños estuvieron a la vista en el coche, ella metió la
cabeza por la puerta trasera, que también estaba entreabierta.
—¡Linc! ¡Linc McGowan!
De repente, se estremeció. Al llamarlo y buscarlo, por muy brillante que
fuera el día, se acordó de aquella noche de tormenta en que había buscado a
Sam… comenzó a temblar, pero reunió valor y recordó con furia lo que había
hecho Linc.
Mientras Mitch y los niños esperaban en el coche, Rachel bajó del porche
y se arrodilló en la hierba húmeda para asomar la cabeza por la ventana
abierta del sótano. Volvió a percibir de lleno el olor a pintura, y también
percibió otro olor, uno innombrable.
—Linc McGowan, ¿está usted ahí abajo? —gritó.
Se puso la mano sobre los ojos para evitar la luz del sol, y vio que había
unas estanterías recién pintadas de blanco. Y, sobre ellas, más bajos que el
nivel de su visión, pero muy por encima del suelo, estaban los mocasines
impolutos de Linc, cubiertos en parte por los bajos de sus pantalones,
suspendidos en mitad del aire.
Capítulo 18
—Lo siento, señora —dijo el comisario Burnett a Rachel. Se había
inclinado hacia la ventanilla trasera de su coche patrulla, donde ella llevaba
sentada dos interminables horas—. Siento que haya sido usted quien lo
encontrara, después de haber encontrado también a su marido —añadió
tímidamente. Después carraspeó y miró de nuevo hacia la casa.
Rachel estaba conmocionada, y sólo pudo asentir. Apoyó la cabeza en el
respaldo del asiento y cerró los ojos para no ver a los policías entrar y salir
por la puerta trasera de Linc. Al menos, Marci había aparecido para llevarse a
los niños, aunque Rachel tenía la impresión de que la hija del comisario
habría preferido quedarse allí. Mitch había mantenido la mano de Rachel
entre las suyas mientras esperaban a que llegara la policía, y aquello también
había ayudado. Si abría los ojos, Rachel lo veía en aquel momento,
respondiendo a las preguntas de uno de los ayudantes del comisario, justo en
el límite exterior que había marcado la cinta policial amarilla.
Le habían tomado las huellas dactilares a Mitch por si acaso había tocado
algo de la casa. Después de que Rachel hubiera visto el cuerpo de Linc
colgado, Mitch había entrado rápidamente para ver si aún podía salvarlo. Sin
embargo, Rachel podría haberle dicho que los pies no se movían. No
pataleaban. No tenían vida.
De todas formas, se obligó a mirar hacia dentro, y vio a Mitch observando
el cuerpo, horrorizado antes de salir corriendo al coche para llamar al
comisario desde el teléfono de su coche. Cuando el comisario Burnett había
llegado, acompañado del estruendo de las sirenas, Rachel le había contado
todo lo que sabía sobre Linc y sus estudiantes femeninas, incluso lo que
sospechaba sobre Laura.
Sin embargo, no le había explicado ninguna de sus quejas personales
contra el hombre. Después de todo, no tenía forma de probarlas, y palidecían
comparadas con la desaparición de Laura y aquel suicidio. A menos que Linc
hubiera matado a Sam. Pero ella no se imaginaba a Linc manejando cuerdas y
un gancho en un establo. De todas formas, si Linc había invadido su establo y
su casa, ya había terminado todo.
Rachel se sobresaltó al oír la voz del comisario.
—Será más fácil para todos si ha sido un suicidio.
—¿A qué se refiere?
—A que debemos ser cuidadosos. Sobre todo, después de lo que ha dicho
que vio ayer. Un hombre que seduce a jovencitas tiene enemigos, y eso
señala muchos sospechosos de asesinato, ¿no?
Con los ojos muy abiertos, a Rachel no le quedó más remedio que asentir.
—¿Quiere decir que es posible que el padre de alguna chica lo averiguara
y se tomara la justicia por su mano?
—Es una posibilidad.
—Pero usted dijo que Linc se había subido a un taburete y que después le
había dado una patada.
—El trabajo de la policía también consiste en analizar el comportamiento
de la gente. ¿Le parece que la despedida que le dio Linc ayer a esa chica, o su
actitud durante los últimos días es algo propio de un hombre consternado o
abatido? —le preguntó el comisario, levantando la vista de la libreta en la que
estaba apuntando cosas según hablaba—. Además, el difunto tiene un golpe
en la cabeza, y aunque había estado doblándose para pintar esas estanterías
nuevas que él mismo había construido de una pila de tablones de madera que
hay ahí abajo, ese golpe podría habérselo dado de muchas formas. Pero ¿por
qué iba a construir uno unas estanterías nuevas cuando se va a colgar? ¿Por
qué empezar una relación con Jennie Morgan?
En aquel momento, uno de los oficiales salió de la casa y le hizo un gesto
al comisario para que se acercara. Burnett pasó bajo la cinta amarilla para
hablar con él. Mientras lo hacían, el policía le mostró al comisario un folio
que estaba dentro de una carpeta de plástico transparente. Rachel percibió
algunos retazos de la conversación.
—¿Estaba en la pantalla del ordenador? Es una nota de arrepentimiento,
pero ¿por qué no la imprimió? Asegúrate de que se toman todas las huellas
del teclado.
Rachel dejó escapar un suspiro de alivio. Al menos, era un suicidio, así
que no se podía culpar a nadie, y a ella no la interrogarían más. Pero
entonces, ¿por qué tenía tanto interés el comisario en que tomaran las
huellas? Quizá, si la nota la había escrito otro, esa persona podría saber
escribir en el ordenador, pero no usar la impresora. Sin embargo, en aquella
nota, ¿se había culpado Linc McGowan de atormentarla, o de hacer cosas
mucho peores con aquellas muchachas?
—Estoy profundamente avergonzado de traicionar su confianza, por
seducirlas, incluyendo a Laura Morgan —oyó Rachel que decía el comisario,
leyendo lo que ponía en la nota con la voz ronca.
Rachel se apretó los labios con los dedos. Su instinto había acertado en
cuanto a Linc. Pero sabía que posiblemente, Jennie se iba a tomar muy mal su
intromisión.

—¿Te importaría echar un vistazo por la casa y por el establo conmigo


antes de que recojamos a los niños de casa de Jennie? —le pidió Rachel a
Mitch mientras iban por Ravine Road hacia la granja, una hora más tarde—.
Ahora que Linc ha muerto, quiero comprobar si todo está… bueno, como
debería estar.
—Claro. ¿De verdad crees que es él quien ha estado intentando asustarte
para que dejaras la granja?
—Sé que Eben, o Sim Lapp, o quizá los dos por turnos, son los
sospechosos más probables —admitió Rachel, retorciéndose las manos en el
regazo, y sacudió la cabeza—. Pero no puedo creerme que un hombre amish
hiciera semejante cosa.
—¿Y un gentil sí? —le preguntó él secamente.
Rachel suspiró, y se le hundieron los hombros.
—Esto se está convirtiendo en una pesadilla en la que estoy atrapada y no
puedo salir.
Él le puso la mano sobre las suyas en el regazo, justo antes de tomar el
camino de gravilla que iba hacia el establo. Cuando detuvo el coche, salió
apresuradamente para abrirle la puerta a Rachel, un hábito que a ella aún le
resultaba raro. Por muy profundos que fueran los sentimientos que estaba
empezando a experimentar por él, sabía que Mitch debería volver a ser un
extraño para ella.
—¿Prefieres que miremos primero en la casa o en el establo? —le
preguntó él.
—Supongo que la casa, porque es lo último que han alterado.
Rachel abrió la puerta, y Mitch la siguió hacia dentro. Ella pasó
rápidamente la mirada por el suelo, en busca de nuevas huellas, pero no
encontró nada.
—Prepararé algo de comer —dijo Rachel—, pero antes tengo que ir al
sótano y al piso de arriba.
—Yo lo haré.
Rachel oyó a Mitch entrar en todas las habitaciones del piso de arriba,
abriendo y cerrando las puertas de los armarios. En circunstancias normales,
nunca habría permitido que un gentil pasara a sus dominios secretos, pero en
aquel momento sólo sentía agradecimiento. De todos modos, era muy
chocante oir las pisadas de un hombre en la casa, después de todo aquel
tiempo.
—¡Aquí arriba todo está bien! —le dijo Mitch mientras bajaba las
escaleras. Después tomó una linterna y descendió al sótano—. Lo primero
que voy a hacer mañana es cambiarte las cerraduras de la casa y comprar
unas nuevas para el establo, para la puerta delantera y la trasera —declaró
Mitch mientras entraba en la cocina y se lavaba las manos—. Me llevaré los
cilindros de tus cerraduras y compraré lo que haga falta en la ferretería del
almacén de madera.
—Ningún amish cierra su establo con llave —dijo ella débilmente—,
pero estoy de acuerdo. Aunque Linc haya muerto, eso me dará tranquilidad.
—Y esta noche, voy a volver para quedarme en el pajar, cerca de la
puerta, para vigilar el establo y la casa. Y no te molestes en discutir —declaró
mientras se sentaba junto a ella en la cabecera de la mesa. La última vez que
él se había sentado allí, ella había sentido pánico. En aquel momento, sin
embargo, le parecía algo natural.
—Mitch, si te viera alguien…
—¿Alguien amish? Me esconderé en el coche en el campo que hay al otro
lado de la carretera —le dijo él con seguridad, como si ya lo tuviera todo
preparado desde hacía días—. Vendré caminando a la granja, atravesaré el
bosque y entraré al establo por la puerta trasera. Nadie, ni siquiera tú, me verá
entrar y salir, pero estaré allí. Y si necesitas que entre, como tu dormitorio da
a la parte trasera de la casa, manten un farol encendido, y sólo tendrás que
abrir las cortinas. O, si el farol se apaga, también sabré que es una señal.
—Está bien —convino ella—. Parece que lo has pensado todo.
Ella no le había dicho a Mitch que pensaba que alguien había estado
durmiendo en el establo, pero debía hacerlo ya.
—Después de que pongamos las cerraduras, sin embargo, creo que sería
mejor que no te quedaras allí. Y no se lo voy a contar a los niños. No puedo
soportar oírles hablar más sobre que su padre está durmiendo ahí fuera y tiene
frío —le dijo, mientras se agarraba las manos para rezar al borde de la mesa.
Ella creyó que Mitch alargaba la mano para tomar la servilleta, pero en
vez de eso, le cubrió las suyas y también inclinó la cabeza. Normalmente, los
amish bendecían la mesa en silencio, pero ella dijo, casi en un susurro:
—Por favor, querido Señor, acude a nuestra mesa y a nuestros corazones.
Y mantennos a salvo de aquellos que quieran hacernos daño. Amén.
Mitch le apretó la mano, y después devoró su comida mientras ella
picoteaba de la suya. Cada vez que él la acariciaba, pensó Rachel, se sentía
segura de todo el mundo salvo de él, porque Mitch conseguía que ella
quisiera tenerlo siempre en su casa y en su vida. Y ninguna de las dos cosas
era posible.

Comenzaba a atardecer cuando salieron juntos hacia el establo. No había


nada extraño en el piso bajo. Abrieron las puertas dobles para que entraran la
luz y el aire, y después dieron de comer y de beber a Nann y a Bett. Quizá,
pensó Rachel, hubiera sido realmente Linc McGowan el que estaba detrás de
todo, y sus problemas hubieran terminado.
—Quiero tener de vuelta a los percherones cuanto antes, ahora que ya
está cortado el maíz de todo el mundo —le dijo a Mitch, con la esperanza de
que Eben y Sim Lapp no intentaran retener el equipo más tiempo del
necesario, como habían hecho antes.
—Antes de que los traigas, ¿qué te parece si arreglo el suelo de sus
compartimientos? Cualquier día van a partirse las tablas, y no querrás que los
percherones se rompan una pata. Gabe y yo podemos terminar esa viga
cuando yo arregle el suelo, pero él no tiene paciencia trabajando a gatas. Le
pediré que corte los tablones esta tarde, y después terminaré el suelo yo solo.
—De acuerdo —dijo ella—. En cuanto esté terminado el suelo, pediré
que me devuelvan los caballos. Para entonces, espero haber recuperado
también mi vida normal. Mitch, si no ocurre nada durante unas noches, sabré
que era Linc el que estaba intentando que yo dejara esta casa para poder
comprarme el terreno con su precioso establo histórico, y para estar cerca de
Jennie y vigilarla. Cuando lo conocí me contó que llevaba años con los ojos
puestos en ella.
Mitch se limitó a asentir mientras ascendían hacia la cúpula para ver la
reparación que había hecho Gabe.
—Como nueva —dijo Mitch con una nota de orgullo en la voz, mientras
miraba a su alrededor.
Rachel asintió y le permitió que le pasara un brazo por los hombros. Ella
colocó su brazo izquierdo sobre el ancho cinturón de cuero de Mitch.
—No hay pasado que podamos recuperar con la nostalgia, sino sólo un
presente eterno que se construye y se crea a sí mismo con los elementos del
pasado —recitó Rachel.
Se quedaron allí el uno junto al otro, mirando hacia fuera desde las
alturas, como habían hecho cuatro días antes, cuando Andy y Aaron los
habían visto abrazarse. Hubo un silencio incómodo.
—Pero —susurró Mitch—, ese presente del que hablas… ¿seremos lo
suficientemente valientes como para encararlo, para abrazarlo, pese a quien
se enfade o nos expulse?
A pesar de aquel franco recordatorio de sus diferencias, a Rachel le
asustaba lo mucho que deseaba lanzarse a sus brazos, colgarse de él, pedirle
que se quedara y los protegiera a los niños y a ella para siempre. Sin
embargo, aquél no era su estilo. Ella había luchado sola por mantenerse en
pie, e iba a continuar haciéndolo así.
—Algunos de nosotros, como los amish, debemos confiar en nuestro
pasado para guiarnos por el futuro.
—Incluso cuando estás con ellos —insistió Mitch en un tono de voz
desafiante—, ¿sigues siendo de verdad parte de tu gente? Claro que habrá
lazos muy fuertes, pero tú eres distinta, Rachel. Tienes una vena de rebeldía,
un corazón imaginativo y directo que…
—No —le interrumpió ella—. Ahora me están sucediendo muchas cosas,
y no puedo enfrentarme también a esto. Por favor, no empieces. Ven abajo
conmigo. Quiero enseñarte una cosa —le dijo, y comenzó a bajar por la
escalera.
En el pajar, lo guió hasta un hueco que alguien había hecho entre la paja,
cerca de la puerta del pajar. Mitch se agachó a mirar el hueco más de cerca.
—¿Quieres decir que crees que yo me he quedado aquí después de que tú
me pidieras que no lo hiciera?
—No, sé que tú no estabas aquí. Cuando me miras, tengo unas
sensaciones muy diferentes a las que tengo cuando me están vigilando, ya
sabes.
—Rachel —le dijo él, incorporándose lentamente, con los labios
apretados y una media sonrisa—, si estás intentando mantenerme a distancia,
no deberías decirme que con mirarte hago que te sientas única y especial.
—Yo no he dicho eso —protestó ella con demasiada vehemencia.
—No tenías que hacerlo, porque yo siento lo mismo cuando tú me miras a
mí.
—Éste no es el momento.
—Por supuesto que sí. Cualquier momento en el que dos personas,
instintivamente, sientan esto uno por el otro, y no hay nadie que se interponga
entre ellos, es el momento perfecto.
Rachel quería bajar al suelo del establo, pero no consiguió que se le
movieran los pies. Tenía la intención de darle las gracias por su ayuda e
insistir en que fueran a casa de Jennie a buscar a los niños, pero por otra
parte, le daba miedo ver a su amiga. Así que, en vez de moverse y hablar,
Rachel se perdió en la profundidad de los ojos de Mitch.
Entonces, se lanzó a sus brazos.
Aquello tomó a Mitch por sorpresa. El impacto hizo que cayeran sobre las
balas de heno en las que él estaba apoyando la espalda. Mitch la abrazó con
fuerza, y sus besos se hicieron tan exigentes y devoradores que ambos
cayeron de rodillas, agarrados fuertemente.
El beso se hizo cada vez más profundo y se escapó de su control. Rachel
notó que su fuerza le recorría el cuerpo y las venas. Su cuerpo encajó con el
de Mitch a la perfección cuando él se colocó sobre ella como si su enorme
estructura fuera un tejado protector contra el mundo despiadado del exterior.
Por muy embriagada que se sintiera, Rachel recuperó la razón y recordó a
los niños. Tenía que ir a por los niños e intentar ayudar a Jennie. Tenía que
recuperar su vida y su mente.
Mitch debió de ver la resignación reflejada en su rostro, porque suspiró,
se apartó de ella y se pasó los dedos por el pelo. Se puso en pie y la ayudó a
levantarse.
—Mitch, yo no quería empezar esto.
—Y tampoco querías terminarlo —respondió él con cierta aspereza—.
No te preocupes. Cuando esto termine, habrá otras oportunidades.
—Hazme un favor —susurró Rachel.
—Lo que quieras.
—Sólo déjame en casa de Jennie, pero no me esperes.
—Quiero que los gemelos y tú lleguéis aquí a salvo.
—Les pediré a Marci o a Kent que me traigan. Así podrás estar preparado
cuando lleguemos, y nadie te verá.
—Está bien —le dijo él mientras bajaba al suelo del establo—. Voy a
llamar a Gabe para que venga a cortar los tablones del suelo antes de que
oscurezca. Tu acuérdate de que puedes sentirte segura esta noche, porque voy
a estar aquí mismo cuando anochezca.

Como de costumbre, Rachel se acercó a casa de Jennie por la puerta


lateral, la entreabrió y comenzó a llamar a su amiga. Sin embargo, fue la voz
enfadada de Kent la que llegó a sus oídos. Rachel decidió que sería mejor dar
un paso atrás y llamar. Madre e hijo no estaban en la cocina, pensó Rachel,
por el sonido de sus voces, debían de estar en el salón o en el pasillo que
llevaba a los dormitorios. Ella comenzó a cerrar la puerta, pero se detuvo.
—¡Ahora tendrás que enfrentarte a ello! —le dijo Kent con un tono de
desesperación y provocación al mismo tiempo—. Siento que Linc te diera
falsas esperanzas, mamá, pero la cuestión es si engañó también a Laura.
—Él está muerto, ya se llevó lo que se merecía, así que, ¿qué importa? —
gritó Jennie—. Y ¿cómo se atrevió a hacer que yo pensara que le interesaba,
y después dar a entender en su nota de suicidio que… había tenido relaciones
con alguien que no está aquí para defenderse?
—Quieres decir que la sedujo. Te dije que ese altar de virgen sagrada que
has estado adorando no es nada más que…
Una bofetada cortó la voz de Kent.
—Debería haber sabido que nunca lo entenderías. ¡Tú no! —gritó Jennie
—. ¡De tal palo tal astilla!
Kent soltó una carcajada seca.
—¡No tienes ni idea de lo que estás diciendo, mamá!
Después se oyó un golpe metálico, y el sonido le unos pasos que se
acercaban. Rachel apenas pudo cerrar la puerta antes de que Kent la abriera
para salir. Se quedó muy asombrado al verla.
—Está tan afectada —le dijo con el semblante muy serio—, que Marci se
llevó a los cuatro niños a nuestra casa. Yo iré a buscar a los gemelos, así que
mira a ver si tú puedes hacer algo por ella.
Kent se marchó hacia su furgoneta dando zancadas. Rachel salió
corriendo tras él.
—Si estás tan disgustado, Kent, yo enviaré a alguien a que vaya a
buscarlos. No quiero que conduzcas así, ni que lleves a mis hijos.
—Está bien, está bien —dijo él, mientras se sentaba al volante. Cerró la
puerta y bajó la ventanilla—. Le diré a Marci que los traiga —añadió, más
calmado, pero todavía con un tono de amargura—. No quiero que les pase
nada a tus niños, no como cuando Laura fue secuestrada y todo comenzó a
girar en torno a ella, incluso más que cuando estaba aquí. Es como si yo
nunca hubiera existido, como si no hubiera sido nada mientras discutían, y
después se separaban, culpándome a mí por esto o lo otro…
Kent arrancó el motor de su furgoneta y dio marcha atrás para salir a la
carretera. Intentando tranquilizarse, Rachel caminó lentamente hacia casa de
Jennie.
Capítulo 19
—¡Jennie, soy Rachel!
Esperó junto a la puerta mientras Jennie se acercaba por el pasillo. Su
amiga llevaba un jersey negro y largo, y unos pantalones también negros.
Aunque el día era húmedo y frío, estaba descalza. Parecía como si hubiera
estado fuera, al viento, pero probablemente, sólo había estado pasándose las
manos por el pelo. Tenía la cara muy pálida.
—Los gemelos están en casa de Marci, pero puedo llamarla para que los
traiga —dijo Jennie. Se había detenido al otro lado de la cocina, y le hizo un
gesto a Rachel para que entrara.
—Lo sé. He visto a Kent cuando se iba. Él se lo dirá.
—¿Y qué más te dijo?
—Que estabas muy disgustada, y que intentara ayudar.
Jennie soltó un resoplido desdeñoso.
—Qué detalle por su parte. ¿Y no le has dicho que ya has ayudado lo
suficiente vinculando a Linc con Laura y revolviéndolo todo otra vez?
—Jennie, siento muchísimo que todo esto te haya hecho daño, pero
comencé a pensar que quizá fuera Linc el que estaba haciendo todas esas
cosas en mi establo para asustarme, y que quizá quisiera mi granja.
—Oh, claro que la quería —dijo Jennie—. Le habría encantado ser el
dueño y señor de ese establo histórico. Y habría estado más cerca de mí para
poder seducirme, como evidentemente hizo con Laura, como si eso le
divirtiera. Tim Burnett me contó lo de su nota de suicidio. Yo ya debería
estar acostumbrada a que me traicionen, pero no es así.
—¿Te refieres a mí? —le preguntó Rachel, y se le quebró la voz.
—No a propósito. Tú no tenías intención de hacerlo.
Rachel asintió, aliviada de oír aquello. Pese a que le parecía que Jennie
estaba a punto de explotar, Rachel sintió un enorme alivio, no sólo por que
Jennie no la culpara de lo que había sucedido, sino porque ya sabía con
seguridad que Linc tenía motivos para asustarla: quería que se marchara de su
granja y de su establo. Aunque se daba cuenta de que, para su amiga, no
había alivio.
—Jennie, al principio yo no sabía que Linc tuviera algo que ver con
Laura, pero cuando me dijiste que ella tenía un enamoramiento adolescente
con él, y yo lo vi con una muchacha muy joven ayer, yo…
—¿Qué? —gritó Jennie, repentinamente—. ¿Creías que además de
impedirle a Linc que siguiera intentando hacerse con tu establo, debías
averiguar lo que había ocurrido con Laura? Creía que los amish no se
involucraban en este tipo de cosas.
—Jennie, sé que no puedes soportar recordarlo, pero ¿no te ayudaría
resolver de una vez por todas la desaparición de Laura? Quizá cuando
registren por completo la casa de Linc, encuentren alguna pista sobre lo que
le ocurrió, o averigüen adonde fue.
—Sé que conocer las respuestas puede ayudar a curarlo todo, pero en este
caso no es así, ¡no es así! ¿Acaso tú has conseguido sobreponerte a la muerte
de Sam?
—Sí y no. Pero yo tenía un cuerpo que llorar y que enterrar, así que me
he dado cuenta de que para mí fue… más fácil.
—Exactamente. Linc McGowan me ha traicionado ahora, y quizá
también en el pasado. Pero, pese a lo que le hiciera o no le hiciera ese
miserable a Laura, yo no tengo su cuerpo, ¡porque ella no está muerta!
Rachel abrió mucho los ojos, y se le encogió el estómago.
—Jennie, han pasado diez años —le dijo suavemente—. Sé que te duele
considerar esa posibilidad, pero tú sabes que la mujer de Eben no lleva
muerta ni un tercio de ese tiempo, y él está seguro de que ha muerto porque
no se ha puesto en contacto con él.
Jennie se volvió y agarró a Rachel por las muñecas. El primer impulso de
Rachel fue liberarse, pero notó que su amiga estaba temblando.
—Pero tú eres amish, así que no lo sabes —insistió Jennie—. No has
visto a la gente en la televisión, ni has leído libros sobre gente que tiene
amnesia y no sabe quién es. Pasan años antes de que lo recuerden, o de que
alguien los encuentre. Hay cientos de niños perdidos temporalmente en este
estado. ¿No has visto los cartones de leche?
—Sí, claro que sé. Pero en este caso, las posibilidades son menores.
Jennie, no está bien que sigas cerrada a esa idea. Tú estás sufriendo, y el
pobre Kent…
—¿Kent? ¡Él tampoco entiende nada!
Rachel no se movió, pero su mente trabajaba febrilmente. Se le ocurrían
cientos de argumentos contra la idea de que Laura estuviera viva en algún
lugar después de diez años, pero se dio cuenta de que no tenía derecho a
acabar con las esperanzas de Jennie. Suavemente, pero con firmeza, se liberó
las muñecas y le tomó las manos a su amiga. Sin embargo, era obvio que
Jennie no estaba lista para calmarse todavía.
—Ven conmigo —le dijo, y tiró de ella por el pasillo.
Abrió la puerta de una habitación que estaba en penumbra, y encendió la
luz. Al ver la habitación de una adolescente, perfectamente conservada,
aunque descolorida y mustia, Rachel se quedó asombrada, y después
estornudó.
—Intento quitarle el polvo todos los días —dijo Jennie, cruzándose de
brazos—, pero el polvo se queda aquí, en el ambiente…
Y el espíritu de Laura, pensó Rachel mientras miraba todos los recuerdos
y los trofeos que había en la habitación. Aparte de posters de actores y
cantantes famosos, había una fotografía grande de Jennie y de Laura colocada
en el marco del espejo. Las dos se estaban riendo. Durante un instante,
Rachel creyó que era Marci la que estaba en la fotografía, porque Jennie le
estaba haciendo algo extraño en el pelo a Laura, pero no podía estar
rizándoselo. Rachel recordaba la otra fotografía que había visto de la
muchacha que tenía el pelo muy rizado.
Mientras Rachel pasaba la mirada por toda la habitación, supo que su
amiga tenía que encontrar la manera de dejar que Laura se marchara por fin.
Pero como Jennie, Rachel no podría tampoco estar en paz con el pasado hasta
que todo estuviera resuelto de una vez por todas.
—Lo siento muchísimo —le dijo Rachel a Jennie, y le puso la mano
sobre el hombro.
—Si aún te estás disculpando por vincular a Linc con Laura, olvídalo —
respondió Jennie—. Al menos, se suicidó por habernos traicionado a todos.
Tim Burnett dijo que incluso había dejado su testamento y su última voluntad
en el escritorio.
—Oh —dijo Rachel—. Yo no sabía lo del testamento.
Era evidente que el comisario no había querido disgustar más a Jennie
insinuando que era posible que Linc hubiera muerto asesinado, y ella no iba a
ser quien se lo dijera.
—Ahora me entiendes, ¿verdad? —le preguntó Jennie de repente—. Tú te
quedaste con cosas de Sam, y no me refiero sólo a la granja y al establo.
—Sí, ahora te entiendo mejor. Y, por supuesto, yo guardé algunas de sus
cosas personales —admitió Rachel—. Además de las herramientas y de su
equipo, guardé ropa y su reloj para el primero que se case de los gemelos.
Jennie, lo entiendo, pero tú sabes que Laura no querría que tú hubieras
guardado todo esto si es una carga, en vez de una bendición para ti.
—Te llevaré a casa —dijo Jennie, y cerró la puerta. Rachel y ella
volvieron a la cocina.
—Iré andando —dijo Rachel—. Acaba de atardecer, y no tienes por qué
conducir. En cuanto Marci me traiga a los niños, le diré que pase a verte. ¿O
prefieres que me quede aquí hasta que llegue Marci?
—No. Ahora estoy mejor, y ella ya ha dicho que vendría, en parte para
responder ella a las llamadas de los periodistas.
—¿Qué periodistas? —preguntó Rachel, alarmada.
—Los de televisión, o lo que sea. Créeme, Rachel, van a saltar sobre esta
historia, sobre todo teniendo en cuenta que hay casos de seducción de
adolescentes, como los buitres.
—Si los reporteros se limitan a llamar, no van a poder dar conmigo —
dijo Rachel, intentando convencerse a sí misma—. Además, tú has
conseguido que me sienta segura —le aseguró a Jennie, mientras le apretaba
las manos en la puerta—. Gracias por decirme que estaba interesado en mi
granja, porque estoy segura de que era él quien me estaba vigilando. Es una
pena que un hombre inteligente fuera también un manipulador y seductor de
mujeres. Pero yo he vuelto a vivir sin preocupaciones.
—Me alegro de que no estés dispuesta a vender la granja —le dijo Jennie
con un suspiro. Extrañamente, se le llenaron los ojos de lágrimas por primera
vez—. Espero seguir siendo tu vecina cuando los gemelos sean granjeros y
estén cultivando las tierras, y quizá también pueda cuidar a sus bebés, algún
día.
Las dos mujeres se abrazaron, y después Rachel cruzó el campo de
calabazas, ya vacío, hacia su casa, cuya silueta se dibujaba contra el cielo
oscurecido.
No tener que preocuparse era una sensación tan buena… A ella siempre
le había encantado pasear de noche. Inhaló el aire fresco, limpio, y siguió
caminando hacia la casa.
Vio que las puertas del establo estaban cerradas, así que Mitch y Gabe ya
debían de haberse ido. Mitch le había dicho que no delatara su presencia en el
establo, pero él no sabía todo lo que ella había averiguado sobre Linc.
Mientras estaba junto a la puerta trasera con las llaves en la mano, miró hacia
el pajar. Una figura gris estaba en la puerta. Así que Mitch estaba en su sitio,
y la había visto.
—Mitch —le dijo—. Ya no estoy preocupada. ¡Baja, y te lo explicaré!
Entrecerró los ojos para intentar distinguirlo mejor. La silueta desapareció
en el establo negro como si la oscuridad la hubiera devorado. Probablemente,
Mitch estaba bajando para hablar con ella. Rachel dejó las llaves en la puerta
y caminó por el porche para reunirse con él, cuando vio una nota pegada al
poste.
¿Una nota de Marci?
La tomó y se acercó a la puerta para encender un farol. La nota decía.
Gabe se ha hecho un corte con la sierra en la mano. Lo he llevado al
hospital. Mismo plan que antes.
Mitch.
Rachel arrugó la nota. Entonces, ¿quién estaba en el establo?

Eben se dio cuenta de que tenía que bajar a hablar con Sam Rachel. Había
querido verla, y tenía una buena excusa para estar en su establo, porque ella
no estaba en casa. Los ojos ya se le habían adaptado a la oscuridad, así que
bajó por la escalera al suelo del establo y se dirigió hacia la puerta trasera, la
misma por la que había entrado. Al pasar junto a los compartimientos de los
caballos de la calesa, los animales relincharon. Eben pensó que se
comportaban mejor que aquellos pacíficos y preciosos percherones que ella
no se merecía tener, por cómo se había estado comportando últimamente.
Aquella mujer no se merecía que él la deseara tanto, incluso después de la
tragedia que había sufrido con su propia mujer.
Y aquella noche, Rachel se había esperado que él fuera el gentil, Mitch
Randall. Lo había llamado por su nombre y le había pedido que bajara porque
todo iba bien. Pero ya nada iba bien entre ellos, aunque Eben le hubiera dado
una última oportunidad. Y si ella no le permitía que la cuidara de una manera,
entonces tendría que cuidarla de otra.
La puerta trasera del establo crujió cuando Eben salía, y después el viento
la cerró tras él. Caminó alrededor de la estructura hasta que llegó adonde
estaba Rachel, en las puertas delanteras, antes de que ella se percatara de su
presencia.
Cuando lo vio, Rachel gritó y dio un salto hacia atrás, con los ojos muy
abiertos, blancos en la oscuridad. Con la boca abierta, miró por debajo del ala
de su sombrero negro.
—¿Eben?
—Sé que pensabas que era él, Sam Rachel —le dijo Eben.
—Me… me has asustado. ¿Eras tú el que estaba ahí arriba?
—He venido de visita —le dijo él, señalando hacia la calesa de cortejo de
su hijo, que había dejado en el camino de gravilla—, y no estabas en casa.
Pensé en subir a comprobar si las cosas se habían arreglado en el granero, ya
que Sarah casi tuvo un accidente en la cúpula.
—Debes de conocer muy bien el granero para entrar ahí sin luz —le dijo
ella en un tono de voz duro, cauteloso.
—Al principio no estaba tan oscuro. También he venido porque me he
enterado de que hoy has encontrado a un hombre muerto, y quería consolarte,
decirte que si necesitas estar entre nuestra gente, Annie y los niños podrían
quedarse contigo durante unos días, o tú podrías venir a visitarnos a la granja.
—Te agradezco la amabilidad —respondió ella—, pero estaré bien aquí
en mi casa.
—Ah, quizá tu Mitch te… reconforta, así que no necesitas a tu gente, no
me necesitas a mí. Otro amigo gentil de esos por los que discutes con los
líderes del rebaño como yo, Sim Lapp y Amos Troyer. Pero verás que eso
puede acarrearte la ruina. Vas buscando a un amigo gentil y allí está, colgado
de una cuerda.
Ella volvió la cabeza hacia él bruscamente y se lo quedó mirando
mientras cerraba las puertas del establo.
—Estoy esperando a que una amiga me traiga a los gemelos —le dijo ella
con la voz temblorosa—. Si quieres, podemos sentarnos en el porche
delantero a esperarlos.
—Muy bien —respondió Eben—. No sería apropiado que entráramos.
Subieron al porche y se sentaron en las mismas mecedoras en las que, dos
semanas antes, él le había propuesto matrimonio. Sin embargo, aquel día,
Eben estaba contento de que hubiera anochecido. La oscuridad encajaba
mejor con su estado de ánimo.
—Estoy aquí, Sam Rachel —comenzó él, secándose el sudor de las
manos en las perneras—, porque mis ojos están llenos de lágrimas, y mi
corazón de tristeza. Mi angustia rebosa hasta el suelo por la destrucción de la
hija de mi gente.
—Espero que ésa no sea tu idea de una nueva proposición matrimonial —
se atrevió a replicar ella—. ¿Es un juicio directo de Isaías?
—Siempre con tus comentarios y preguntas desafiantes, ¿eh? Es del Libro
de las Lamentaciones, y no cambies de tema. Estoy sufriendo por tu casa, por
tu establo y por ti. Has sido advertida, pero persistes en tus transgresiones.
Eliges a los gentiles como amigos, en vez de a nuestra gente.
—Además de a nuestra gente, obispo Yoder.
—¡No me llames obispo Yoder, Sam Rachel! —gritó él—. Deja que sea
todo lo que quiero ser para ti, tu ayuda y tu consuelo, tu salvación terrenal.
—Terrenal o celestial, la salvación de alguien es una tarea demasiado
grande para un simple hombre, obispo o no —respondió ella—. Yo adoro al
Señor, no a ti como dueño y señor.
Él luchó por mantener el control. Al final, Eben Mary también se había
atrevido a desafiarlo. Algunas veces, que Dios lo perdonara, se alegraba de
que se hubiera ido, pero, al igual que su esposa, si aquella mujer no se
doblaba, debía ser doblada, o rota.
—Quiero decir que estoy aquí para salvarte de ti misma. Sam Rachel, a
menos que elijas uno u otro de dos estrechos caminos, ancho es el camino
que te conducirá a tu propia destrucción.
—Es la segunda vez que me amenazas —respondió ella.
—Son advertencias, no amenaz…
—Amenazas de destrucción, obispo Yoder. ¿Vas a explicarme tú cuáles
son esos dos caminos, o prefieres que yo te los recite?
—Si sabes lo que pienso, habla.
—El primero es que debo renunciar a mis amigos gentiles y obedecerte.
De lo contrario, debo dejar esta casa y este establo y vendérselo a otra
persona para que lo trabaje, como tus hijos, o Sim Lapp; la otra posibilidad es
casarme contigo.
De repente, Eben sintió terror porque ella pudiera ver con tanta certeza lo
que había en su alma. Rápidamente, bajó la mirada.
—Eso es —dijo, y volvió a mirarla con los ojos entrecerrados—. Elige
uno de esos dos caminos. He venido a decirte que, de lo contrario, los
mayores hemos decidido que mañana comenzará un periodo de expulsión de
seis semanas. Y entonces, hasta que decidamos si es permanente, no habrá
consuelo de nuestra gente para ti. No habrá nada de nuestra gente, como si no
existieras.
Ella tomó aire bruscamente y se levantó de la mecedora. Se abrazó al
poste del porche, cuando Eben quería que lo abrazara a él. ¿Qué más podía
hacer para asustarla y que se aferrara a él?
—Sospechaba que esto llegaría —susurró Rachel.
Bien, la había vencido, pensó Eben, porque parecía que ella no tenía
aliento en el cuerpo.
—Has ido en coche con Mitch Randall —comenzó a enumerar, contando
con los dedos ante el rostro de Rachel— a casa de otro gentil, y lo has
encontrado muerto. Has conseguido que tu establo, tu granja y tú misma
aparecierais en el periódico. Le confías a tus preciosos hijos a una gentil. Le
has metido en la cabeza quién sabe qué rebeldía a mi hija Sarah. Te han visto
a solas en el establo y en la casa con Mitch Randall, y has ido de viaje
durante el día con él, dejando a los niños al cuidado de Kent Morgan, el
dueño del almacén de maderas del pueblo, que, por muy amable que sea con
los amish…
—Vaya lista de pecados —lo interrumpió ella—. ¿Tienes un ejército de
espías, obispo, o conseguiste toda esa información tú mismo, escondiéndote
en mi establo? ¿Están las suelas de tus botas como tu alma, oscurecidas por el
barro para atravesar mi cocina y mi vida para que…
—¿Qué? Yo sólo he estado esta noche en tu establo, aparte del día de la
siega del maíz. Sam Rachel, yo me preocupo mucho por ti, y sería un honor
hacer que todo lo que tengo sea tuyo, porque necesitas la mano firme de un
marido para corregirte. Y los gemelos también necesitan una mano fuerte y
firme que los guíe, una mano que tú no tienes, y yo sé que mis hijos te
querrían como yo, y…
Ella se tapó la cara con las manos y comenzó a reír, o a llorar. Él se quedó
estupefacto, y después se encolerizó. Histérica, así era como estaba. Eben
había albergado la esperanza de poder hacer que confiara en él, pero vio que
le exigiría más de lo que había hecho hasta el momento.
La tomó por las muñecas y tiró de sus manos hacia abajo. Después, la
sacudió.
—¡Deja de hacer eso! —le gritó—. ¿Te has vuelto loca? ¡Rachel!
Antes de poder controlarse, le dio una bofetada. Sintió calor y picor en la
mano. Ella se quedó mirándolo en silencio, tan impactada como él. Desde la
última discusión que había tenido con Eben Mary, no había vuelto a golpear a
una mujer, y había jurado que no volvería a hacerlo.
Rachel se apartó de él cuando las luces de un vehículo aparecieron por el
camino de gravilla, y la furgoneta se dirigió hacia ellos. Alguien tocó dos
veces la bocina. Si era Randall, Eben Yoder sabía que iba a hacer algo más
que darle una bofetada.
—Rachel, ¿puedo dejar a los niños aquí? —le preguntó una mujer, desde
lo que parecía la furgoneta de reparto del almacén de maderas.
—Claro, Marci. Gracias. ¡Y tu suegra te necesita!
Aquel desafío, la fuerza que había recobrado la voz de Rachel, lo
enfureció más todavía.
—¡Bueno, ya me voy! —dijo la mujer.
Eben estaba horrorizado por el acto violento que acababa de cometer, y
por el que debía cometer a continuación.
—Seis semanas —le dijo en un siseo, señalándola con el dedo índice—.
Y si no te sometes, la expulsión será para siempre.
Bajó del porche mientras los gemelos bajaban del coche e iban hacia su
madre. Eben se volvió hacia ella. Las luces del coche le iluminaban la cara
cubierta de lágrimas.
Él ni siquiera intentó hablar con sus hijos mientras caminaba hacia su
calesa. Se sentó en el estrecho pescante, pensando que, de un modo u otro,
volvería a por ella.

Aquella noche, Rachel no pudo dormir. Al principio tenía mucho frío, y


después tanto calor que casi le parecía que Sam había vuelto a la cama y le
estaba dando toda la calidez de su cuerpo. Le rogó al cielo que no estuviera
poniéndose enferma.
Se sentó en la cama y apartó la colcha, pensando que seguramente su
intranquilidad se debería a que no estaba acostumbrada a dormir con un farol
encendido en la habitación. No estaba segura de que Mitch hubiera vuelto del
hospital para hacer la vigilancia aquella noche, pero supuso que sí estaría en
el establo. Si bajaba la luz o abría las cortinas para echar un vistazo, él podría
pensar que era una señal de peligro e iría corriendo a la casa.
El pulso le latía sonoramente, pero a ella le parecía que oía un tictac
ahogado. Se alegraba de no tener un reloj en su habitación, junto a la cama,
para no mirarlo por las noches y saber que el tiempo estaba pasando. Jennie
tenía uno en la habitación sepulcral de Laura, brillando junto a la cama
intacta.
Rachel se tumbó sobre el estómago y estiró los brazos con la esperanza de
encontrar una posición cómoda. Su mano derecha tocó algo frío y duro, no
bajo su almohada, sino bajo la de Sam. Se puso de rodillas, la levantó
cuidadosamente y miró lo que había debajo.
El reloj de bolsillo de Sam, justo donde él lo guardaba. En hora y
funcionando.
Pero ella lo había guardado, sin volver a tocarlo, en el cajón de la
cómoda. Desde que él había muerto.
Capítulo 20
Rachel cerró los ojos, y después volvió a mirar el reloj de Sam. Se colocó
la almohada en el estómago y se agachó sobre ella para ahogar sus sollozos.
No podía tocar el reloj.
¿A cuál de las personas que tenían acceso a su casa le habría dicho Sam
que guardaba el reloj allí por las noches? Rachel se preguntó si estaría en
hora. «Estar en hora», para Sam, no significaba a la hora exacta, sino cinco
minutos adelantado, porque a él no le gustaba llegar tarde a ningún sitio.
Rachel oyó que el viejo reloj del piso de abajo daba las dos. Lentamente,
tomó el reloj, lo abrió, lo puso junto al farol y lo abrió. El reloj marcaba
exactamente las dos y cinco.
Dejó caer el reloj e, intentando levantarse, se enredó con las sábanas. Se
dio un golpe contra la mesilla de noche. El farol se movió, y el tubo de cristal
cayó al suelo. Rachel oyó cómo se esparcía el queroseno por el suelo. Al
menos, con la luz apagada no habría fuego. En la repentina oscuridad, para
evitar los cristales, saltó de nuevo a la cama.
Se acurrucó allí, con la respiración entrecortada, con el corazón latiéndole
tan fuertemente que ahogaba el tictac del reloj. De repente, las tablas del
suelo del pasillo crujieron, y unos pasos se acercaron a la puerta.
Aterrorizada, ella miró hacia la oscuridad. Alguien entró en la habitación.
Ella lo oyó, lo sintió.
—¿Quién está ahí? —susurró.
—Nosotros, Mamm. ¿Qué se ha roto? —preguntó Andy
temblorosamente.
—Oh, gracias a Dios que sois vosotros. No entréis. A Mamm se le ha roto
la lámpara, y hay cristales en el suelo.
—¿Se ha levantado Daadi y se ha cortado?
Rachel perdió el control. Se lanzó hacia los pies de la cama para evitar los
cristales y se puso de pie. Tomó a Andy por los brazos, lo alzó en el aire y lo
apoyó contra la pared para que la mirara a la cara.
—¡No quiero que digáis esas cosas tan horribles! —gritó—. ¿Habéis
puesto vosotros su reloj bajo la almohada? ¡Y no me digáis que ha sido él!
Asustado, el niño la miró sin decir nada, con los ojos muy abiertos.
Rachel se quedó horrorizada consigo misma, y dejó a su hijo en el suelo
en el mismo momento en que oyó un golpe en la puerta trasera. Ella intentó
abrazar a los dos niños, pero Andy la rechazó.
—Quiere entrar —dijo Aaron—. Estaba en el establo, pero quiere dormir
contigo y con su reloj.
Ella se clavó las uñas en las palmas de las manos para evitar sacudirlo.
Controlando su tono de voz, les dijo:
—Es sólo el señor Randall. Está durmiendo en el establo, pero sólo esta
noche, para asegurarse de que nadie nos molesta. Tengo que bajar y decirle
que estamos bien. Salid de esta habitación y no entréis.
Rachel no se atrevió a acercarse a la cama para tomar el chal, así que sacó
una colcha del armario de la ropa blanca del pasillo y se envolvió con ella.
Bajó las escaleras y oyó que, tras ella, los niños estaban susurrándose el uno
al otro. Estaba tan consternada que tardó unos momentos en darse cuenta de
que no hablaban en alemán ni en inglés.
Rachel se paró unos cuantos escalones más abajo, intentando oír sus
voces por encima de los golpes, cada vez más frecuentes, que alguien estaba
dando en la puerta de la cocina. Se agarró con tanta fuerza a la barandilla que
sintió un calambre en la mano. Los niños estaban hablando en su idioma
particular, con aquellas palabras que ella no había vuelto a oír en dos años.
Palabras que la excluían. Parecía que también su propia carne y sangre quería
expulsarla.

Rachel se asomó por la mirilla y vio a Mitch, agobiado, esperando en la


puerta. Entonces abrió.
—Estaba a punto de echarla abajo —le dijo, y la abrazó—. ¿Qué ha
ocurrido?
—Se me ha roto el farol accidentalmente —murmuró Rachel, apretada
contra él. Aquel abrazo hacía que se sintiera mejor, pero sabía que debía
hacer aquello por sí misma. Estaba atrapada entre el mundo de Mitch y el de
su gente, y no podría vivir en ninguno hasta que decidiera a cuál de los dos
pertenecía. Sin embargo, no se apartó de él.
—Entonces, ¿estás bien? —le preguntó Mitch. Echó la cabeza hacia atrás
y la tomó por la barbilla para que alzara la cara—. No, no estás bien. ¿Qué ha
ocurrido?
—¿Qué tal está Gabe? —le preguntó ella en vez de responder a sus
preguntas.
—Le han dado bastantes puntos de sutura, y no va a poder realizar trabajo
manual durante algunos días, pero ha tenido suerte. Ahora, dime lo que ha
pasado.
—Sé que debería pedirte que entraras a tomar un café o un chocolate
caliente, pero no puedo —le explicó—. Tengo que volver con los niños,
recoger los cristales de mi habitación y dormir un poco. Si no quieres
quedarte en el establo, no pasa nada. Creo que no puede ocurrir nada peor
esta noche. Ven mañana a desayunar con nosotros y después podrás terminar
lo que necesites hacer en el establo, porque luego, voy a tener que hacer las
cosas por mí misma durante seis semanas.
Al decir aquello, vio cómo Mitch fruncía el ceño.
—¿Por qué seis semanas? —le preguntó—. Y que termine de arreglar los
tablones del suelo no quiere decir que haya terminado todo lo demás.
—Mitch, mi gente me ha puesto a prueba, y necesito tiempo para pensar.
Acabo de encontrar el reloj de Sam bajo su almohada, donde él lo guardaba
para dormir, puesto en hora justo como él lo hacía. Supongo que es imposible
que Linc lo hubiera puesto ahí antes de morir, y que alguien le dijera que
Sam lo llevaba adelantado. Así que después del desayuno, voy a llevar a los
gemelos a la ferretería voy a comprar las cerraduras para cambiarlas yo
misma. Tengo que pasar tiempo con los niños a solas. Además, Jennie está
muy nerviosa y…
Rachel se quedó callada. Le temblaban las piernas. Intentó absorber parte
de la fuerza de Mitch. Mitch siempre había estado a su lado, y a ella la estaba
matando tener que separarse de él. Sin embargo, en cuanto el establo
estuviera terminado, tendría que hacerlo. A menos que en aquellas semanas
tan difíciles se diera cuenta de que no podía vivir sin él. Aquella idea le
producía más terror que la posibilidad de ser expulsada para siempre de su
comunidad.
—¿Te han expulsado? —le preguntó él, como si le hubiera leído el
pensamiento.
—Sólo durante seis semanas, como advertencia. Es un tiempo para que
ellos decidan. Y yo también.
Él la abrazó con más fuerza, y Rachel notó su voz cálida en la oreja.
—Te quiero, Rachel. Sé que es demasiado pronto, y que quizá te parezca
una locura, pero me sentí atraído por ti desde el primer día que te vi,
mirándome desde el pajar, con el pelo suelto y los pies descalzos, como
ahora. Y aquella atracción se convirtió en preocupación, y después, en deseo
y necesidad. Necesidad de ayudarte, no sólo de poseerte.
Ella intentó hablar, pedirle que no le dijera aquellas cosas, pero en vez de
eso, se colgó de su cuello, aunque la colcha se le cayó de los hombros y
terminó entre ellos. Y sin que ella supiera cómo, las manos de Mitch
terminaron bajo la colcha de todos modos, y su cuerpo duro irradiaba calor.
—Eso es el amor verdadero —susurró Rachel—. No querer y tomar, sino
dar.
Él siguió hablando con la voz más profunda, más grave.
—Tú has llenado un lugar dentro de mí que llevaba mucho tiempo vacío
y oscuro, cariño. Me has compensado por todas las pérdidas, y no dejaré que
te hagan daño. Te juro, Rachel Mast, que te seguiré hasta el fin de este
mundo y del mundo amish en el que intentas vivir sin mí y sin que yo te
ayude, a ti y a los niños.
Aunque la determinación de Rachel vaciló al oír aquellas palabras,
consiguió separarse de él, con delicadeza, de mala gana.
—Tengo que subir —le dijo—. Mis sentimientos hacia ti también son
fuertes, pero tendrás que darme tiempo y distancia para resolver algunas
cosas y aclararme la mente. Hasta que averigüe adonde van a llevarme los
próximos días, no puedo prometerte nada para después.
La emoción se reflejó en el rostro de Mitch, pero él se limitó a apretar los
labios. Entrecerró los ojos como si estuviera enfadado, pero su voz sonó muy
calmada.
—¿Sigue en pie la invitación a desayunar? —le preguntó. Ella asintió—.
Después te enseñaré a quitar los cilindros de las cerraduras para que puedas
reponerlos. Esta noche estaba pensando que no podría ir a rescatarte con
rapidez si había algún problema, porque no tengo la llave de ninguna de las
puertas. Siento haberte asustado, llamando así.
—No pasa nada. Nunca podré agradecerte lo suficiente todas las veces
que me has ayudado.
—Ya pensaremos en algo —dijo Mitch, pero su sonrisa tensa no le llegó
a los ojos.
Cuando Rachel cerró la puerta, sintió que tenía los pies casi congelados
sobre el linóleo de la cocina. Habían estado en la calle, al viento frío del
invierno, y ella no se había dado cuenta hasta aquel momento.
Sabía que pasaría mucho frío sin él, y sin su gente.

—Recordad cuáles son las normas, niños —les repitió Rachel mientras
arreaba a los caballos al día siguiente, de camino al pueblo—. Si no podéis
hablar inglés o alemán entre vosotros, no habléis. Si no podéis hablar alemán
o inglés conmigo, no me habléis tampoco, aunque no podré saber cuándo
queréis comer o cuándo queréis jugar. Pero recordad que yo os quiero, y que
quiero hablar con vosotros.
Había estado intentando recordar todo lo que había aprendido de los
libros que había sacado de la biblioteca dos años antes. Aquello había
provocado una gran discusión entre Sam y ella, porque Rachel había aplicado
aquellos métodos de los gentiles para que los gemelos dejaran de hablar en su
idioma inventado. Pero había funcionado, y tenían que volver a funcionar.
—¿Y con Nann y Bett? —le preguntó Aaron.
Rachel sintió un profundo alivio al oír algo que entendía. Sonrió y le pasó
el brazo por los hombros. La noche anterior se había sentado en una silla
entre sus camas y les había prohibido hablar en su idioma hasta que, por fin,
se habían dormido.
—Con Nann y Bett hablamos el idioma de los caballos —le respondió
ella—. Arre y so, y ellos nos hablan con sus propias palabras, porque los
caballos sólo saben hablar como los caballos.
—Bueno, pues nosotros somos gemelos que tenemos el idioma de los
gemelos —declaró Aaron con petulancia.
—Da, dumdy morma nos de fam —dijo Andy, y Aaron asintió.
Rachel apretó los dientes.
—¡Basta! —les ordenó con una voz tan alta que Bett y Nann echaron las
cabezas hacia atrás y se detuvieron en un cruce—. No, no a vosotros. ¡Bett,
Nann, arre!
Rachel dirigió la calesa hasta el callejón que había detrás de una hilera de
tiendas, donde los amish ataban sus carruajes. Había una calesa grande y un
carro atados a un poste. Ella hizo lo mismo con su calesa, tomó los dos
cilindros de la cerradura y se fue con los niños a la sección de ferretería del
almacén de madera.
Las puertas se abrieron en su cara cuando Frederick Esh, el padre de
Jacob, salía. Rachel lo había visto en la boda de su hijo con Sarah dos días
antes, y sabía que él le agradecía que hubiera llevado el apio. En aquel
momento, él la miró, y después apartó la vista.
—Buenos días, niños —dijo, y después continuó.
A Rachel se le cayó el alma a los pies. Así que todos lo sabían ya. Así era
estar apartada de la comunidad.
Evidentemente, los gemelos notaron el desaire, pero seguían sin decirle
nada a su madre, obstinadamente. Rachel se dirigió hacia el pasillo donde
Mitch le había indicado que encontraría los cilindros de las cerraduras, y
estuvo a punto de tropezarse con el ex marido de Jennie, Mike. Como era un
día de diario, por la mañana, Rachel se preguntó por qué no estaría
trabajando, pero sabía que los gentiles tenían días de fiesta y vacaciones.
—Señora Mast —le dijo él, agarrándose la visera de la gorra de béisbol
—. ¿Sabe? Siento mucho que se viera mezclada con mi vecino, McGowan,
pero me alegro de que descubriera algo que puede darnos noticias sobre la
desaparición de Laura.
Hablaba en voz baja, quizá para que los gemelos, o quizá su hijo Kent,
que podía estar por allí, no lo oyeran.
—Agradezco sus palabras, señor Morgan —le dijo ella—. Como se puede
imaginar, Jennie no opina lo mismo.
—Ah… no. Ella no quiere dejar que Laura descanse en paz, esté donde
esté, y no deja que nadie la eche de menos… bueno, éste no es el momento ni
el lugar —añadió, mirando nerviosamente a su alrededor.
—Sé que Kent también está disgustado —susurró Rachel.
Durante un momento, Mike Morgan la miró fijamente a los ojos, como si
quisiera leer algo en ellos. Ella vio en su mirada mucho más que curiosidad,
algo a lo que los amish estaban acostumbrados. Era como si quisiera
preguntarle algo sobre Jennie, o incluso sobre Kent. Pero aquella mirada pasó
rápidamente, y el señor Morgan se dirigió a los gemelos.
—¿Conocéis a mi hijo Kent? —les preguntó, inclinándose ligeramente
hacia ellos—. Sé que jugáis con mis nietos, Jeff y Mike.
Rachel contuvo el aliento mientras se preguntaba si los gemelos usarían
su lenguaje secreto. En vez de eso, asombrosamente, sin mirarse y sin
planearlo previamente, ambos asintieron y sonrieron. Rachel volvió a sentir
alivio, por muy trivial que pareciera aquel avance.
Rachel había empezado a moverse de nuevo cuando Mike Morgan le dijo:
—Y gracias por su amabilidad con las flores. Me gustaría hacerlo de
nuevo. Sólo una vez al año, de ahora en adelante. Hace que me sienta…
bueno, un poco mejor.
Rachel asintió. Aunque estaba agradecida de que él no la hubiera culpado
por remover las cosas como lo había hecho Jennie, se preguntó dos cosas.
¿Por qué, si él vivía muy cerca de Linc, nunca se había dado cuenta de que
durante años habían entrado y salido muchachas jóvenes de la casa de
McGowan, y no se había preguntado si Linc tenía una relación estrecha con
Laura? ¿Y por qué, al contrario que Jennie, ya que Laura sólo había
desaparecido oficialmente, estaba tan seguro de que su hija no iba a volver?
Rachel sacudió la cabeza mientras guiaba a los niños hacia el pasillo de
los cilindros. Otra familia de amish, los Zook, pasó junto a ella, pero los
padres ni siquiera dejaron a sus hijas acercarse a los gemelos. Andy y Aaron
miraron a su madre. Ella no les había explicado nada sobre la expulsión de
seis semanas que le habían impuesto, pero evidentemente debía haberlo
hecho. No se había imaginado que sería algo tan frío, tan duro. Y
seguramente, las cosas sólo podían empeorar.
—Tomad —les dijo a los niños, entregándoles los cilindros nuevos—.
Como Daadi no va a volver, vosotros dos sois los que tenéis que ayudarme a
cuidar de la casa y del establo, y también debéis cuidar de mí. Venid conmigo
y decidle al hombre, en inglés, que necesitamos llaves nuevas para estas
cerraduras, y que queremos comprar también dos candados para nuestro
establo, uno grande y uno pequeño. Vamos.
Rachel fue con los niños hasta el mostrador de las llaves.
—Hola, chicos —les saludó una voz familiar y agradable desde detrás,
mientras Kent se apresuraba a meterse tras el mostrador—. ¿En qué puedo
ayudaros?
Rachel miró a Aaron y después a Andy.
—Mamm necesita llaves nuevas —le dijo Andy a Kent—. Hoy no vamos
a ver a Jeff y a Mike, porque tenemos que quedarnos con Mamm hasta que
hablemos mejor.
—A mí me parece que habláis bien, ¿no, Rachel? —dijo Kent, y sonrió
mientras ella se encogía tímidamente de hombros y asentía.
El hombre consternado de la noche anterior no estaba a la vista, pero
Rachel no podía preocuparse, en aquel momento, por el estado de ánimo del
hijo de Jennie. Estaba tan contenta por los avances de sus propios hijos que
casi se echó a llorar, hasta que Kent comenzó a trabajar con una ruidosa
máquina para hacer sus llaves. Después, vio a los gemelos susurrarse algo al
oído, y estuvo segura de que no habría entendido una sola palabra si lo
hubiera oído.

Mitch instaló las cerraduras nuevas de Rachel en cuanto ella llegó a casa.
Ella decidió llevar las llaves nuevas en un cordel en el cuello, bajo el vestido.
Después de prepararle unos sándwiches a todo el mundo, le llevó a Mitch los
suyos al establo, y no le pidió que entrara en la casa. No podía soportar que
viera cómo se estaban comportando sus hijos. En cuanto conseguían darle la
espalda durante un instante, comenzaban a hablar en lo que los libros de
psicología infantil llamaban criptoglosia. Rachel había aprendido que no era
raro que los niños, sobre todo los gemelos, inventaran su propio idioma como
si no necesitaran a nadie más.
Rachel les dijo a los gemelos que no podían jugar ni trabajar juntos ya
que no estaban hablando de verdad, así que puso a Andy a quitar malas
hierbas del huerto y a Aaron a barrer el lavadero. A los dos los veía desde la
puerta delantera del establo, donde se había detenido a reunir valor antes de
hablar con Mitch. Lo que tenía que decirle le causaba tanto malestar como el
hecho de tener que separar a los gemelos.
Rachel se quedó un momento en silencio, inmóvil, observando cómo
trabajaba Mitch. Se movía con agilidad y precisión. Estaba de espaldas a ella,
extendiendo una cinta métrica desde los compartimientos de los percherones
hasta el lugar donde la madera del suelo estaba en peores condiciones.
Rachel pensó brevemente en aquella viuda peregrina, Varina Wharton,
que había sido la propietaria del establo tantos años atrás. ¿Por qué se habría
escapado con Stephen Keller y habría dejado aquel lugar, que seguramente
habría querido y por el cual habría luchado? Rachel se preguntó si ella sería
capaz de hacer algo así, incluso si se enamorara de un hombre más allá de
todo razonamiento.
—Eh, me has asustado —le dijo Mitch cuando la vio allí. Apretó un
pequeño botón, y la cinta métrica volvió a su estuche de metal
automáticamente—. ¿Va todo bien? —le preguntó—. Es decir, aparte de todo
lo que va mal.
Ella tuvo ganas de sonreír ante la forma en que él había formulado la
pregunta, y tuvo ganas también de echarse en sus brazos y esconderse. En vez
de hacerlo, miró hacia atrás, hacia los gemelos, y dijo:
—Espero que entiendas por qué necesito pasar tiempo a solas con mis
hijos para solucionar las cosas. Cosas entre los amish y yo, y cosas entre tú y
yo. Además, necesito saber, de una vez por todas, lo que le ocurrió a Sam.
—Lo entiendo —respondió Mitch mientras se metía la cinta métrica en el
bolsillo trasero del pantalón—, pero no entiendo por qué no me dejas
ayudarte.
Para sorpresa de Rachel, siguió trabajando mientras hablaba, quizá para
aliviar su frustración con algo aparte de ella. Se puso de rodillas, y con un
martillo de orejas, comenzó a tirar de los tablones rotos del suelo.
Rachel alzó la voz para hacerse oír por encima del ruido.
—Estas seis semanas son un tiempo durante el cual tendré que responder
a muchas preguntas —le dijo ella, aunque él seguía arrancando tablas—.
Además, si me vieran contigo, me expulsarían para siempre. Pero quería que
supieras que si crees que debo pagarte por tu trabajo, en vez de hacerlo gratis,
te firmaré un pagaré. No puedo pedirte que te ocupes de mis cosas, por si
acaso no hay futuro para tus… para tus deseos.
Él continuó tirando de la madera.
—Rachel —le dijo en voz alta, intentando no mirar hacia arriba—. Me
encantaría darte espacio, pero me temo que la persona que quiere hacerte
daño puede estar aún por aquí. Tú eres una mujer fuerte y obstinada, pero si
no me dejas que te ayude, me veré a obligado a esconderme fuera de tu
propiedad para vigilar este lugar. Y después, una vez que creas que estás a
salvo, podemos decidir juntos qué pasa conmigo en tu vida.
Mitch dejó los tablones tras él, contra la pila de madera nueva. Rachel se
dio cuenta de que algunos de los tablones nuevos tenían algunas manchas
rojas, que seguramente serían de sangre de Gabe. Como si Linc hubiera
hechizado aquel lugar, Rachel recordó que para oscurecer la pintura del
establo se había usado sangre animal. Se estremeció, mientras Mitch se
inclinaba sobre su trabajo y decía:
—¿Qué demonios…?
Rachel se acercó mientras él tiraba del resto de los tablones para abrir un
espacio de un metro de largo y medio de ancho. Allí sólo llegaba la luz
indirecta desde la puerta abierta del establo. Rachel se puso detrás de Mitch y
miró por encima de su hombro.
—¿Qué es? —le preguntó, intentando mantener un tono de calma, aunque
tuviera un terrible presentimiento—. ¡Huesos!
—Enciende un farol —le ordenó él, pero Rachel tenía los pies clavados al
suelo.
Al inclinarse más, soltó un jadeo. Mitch intentó tocar aquello, pero una
especie de mortaja blanca se le hizo jirones en la mano enguantada. Bajo el
suelo original, en una tumba, yacía un esqueleto humano, con algo de pelo en
el cráneo. Pelo largo, liso, castaño.
Capítulo 21
Rachel cayó de rodillas junto a Mitch en el suelo del establo, junto a la
tumba.
—Mira, hay puntas de flecha esparcidas —susurró él—. Quizá sea un
viejo entierro indio.
—Entonces, el pelo tendría que ser más oscuro —señaló Rachel—. Lo
más probable es que sea Varina Wharton. No lo toques otra vez. Voy por un
farol.
—¿Quién es Varina Wharton? ¿Te refieres a aquella mujer peregrina de
la que McGowan hablaba en su artículo?
—Exacto. La viuda que supuestamente se enamoró de una especie de
vagabundo y se fue con él. Pero quizá no fuera eso lo que ocurrió. Espera un
minuto.
Rachel salió un momento a vigilar a los gemelos. Los dos estaban todavía
trabajando. Ella encendió el farol con la mano temblorosa, se arrodilló junto a
Mitch y elevó la luz sobre la tumba.
—¿Ves esos trozos de un vestido anticuado, o algo que parece un delantal
bajo la colcha podrida que sirve de mortaja? —le preguntó Mitch,
señalándoselos.
Rachel se inclinó y vio varias capas de tela blanca sobre el pelo del
esqueleto. Tomó aire bruscamente mientras Mitch le quitaba el farol de la
mano.
—¿Qué? —le preguntó él, apartando la vista de su horrendo
descubrimiento.
—La mujer de Eben Yoder tenía el pelo largo, y de ese color. Y nosotros,
los amish, enterramos a las mujeres casadas con el traje de novia, la capa y el
delantal blancos.
—Pero tú me habías dicho que se escapó.
—Eso es lo que Eben le ha dicho a todo el mundo.
—Y… ¿no puede ser Laura Morgan?
—Su madre está convencida de que todavía vive. Además, el asesino
habría cometido una estupidez al enterrarla aquí, donde todo el mundo la
estaba buscando. Los Bricker vivían aquí entonces, y nosotros vivíamos aquí
cuando la mujer de Eben se marchó. Esto tiene que ser una tumba del tiempo
de los peregrinos, pero ¿por qué bajo el suelo de un establo?
—No está debajo de los cimientos, así que no puede ser que el establo se
construyera sobre su tumba.
Rachel asintió.
—Por mucho que deteste tener que decir esto otra vez —murmuró Mitch
—, debemos llamar al comisario Burnett. He dejado el teléfono en mi casa,
así que tendremos que ir a por él. No os voy a dejar aquí. Voy a tapar esto de
nuevo. Tú ve a decirles a los niños que hemos encontrado el cuerpo del día.
Rachel, que todavía no había salido por completo del estupor, protestó.
—Eso no tiene gracia. He estado intentando protegerlos, ocultarles todas
estas cosas tan terribles. No les he dicho lo de Linc, y no voy a decirles esto
tampoco.
—Y probablemente, tampoco les habrás contado lo de la expulsión
temporal, ¿verdad? Quizá no deberías ocultarles tantas cosas, aunque sean
terribles —le dijo él mientras comenzaba a poner tablones sobre la apertura
de la tumba.
—Mitch, ¡ni siquiera tienen cinco años!
—Lo sé, pero también sé lo mal que me sentí cuando yo era niño y la
gente susurraba a mi alrededor, y yo sabía que algo marchaba mal y pensaba
que era por mi culpa.
Rachel recordó que Kent le había dicho algo muy parecido cuando salía
de casa de su madre, la noche anterior. Con todas las conversaciones y la
culpabilidad de la familia sobre la desaparición de Laura, él había acabado
por sentir que era culpa suya, y aquello le seguía produciendo amargura. Sin
embargo, ella estaba decidida a proteger a sus gemelos a cualquier precio, se
prometió mientras corría hacia Aaron y Andy.
Mitch la siguió afuera y cerró las puertas del establo, la delantera y la
trasera. Corrió tras ella con las llaves en la mano mientras ella cerraba la casa
y les explicaba a los niños que tenían que llevar juntos la furgoneta recién
arreglada de Mitch al pueblo.
—Ahora que ya está arreglada y no tiene que llevarse el coche de Gabe a
todas partes, vamos a ver cómo funciona —les dijo sin hacer caso de la
mirada de advertencia que le lanzaba Mitch por su última mentira.

—¿Espero aquí con los niños, o esperas tú? —le preguntó Rachel a Mitch
mientras aparcaban frente a la comisaría. Ella nunca había llegado tan
rápidamente al pueblo.
—Será mejor que entremos los dos —dijo Mitch, y apagó el motor.
—Entonces, todo el mundo fuera —ordenó Rachel—. No quiero dejarlos
solos.
—Después de mi difícil infancia y de los años que pasé en la cárcel —
continuó él, haciendo caso omiso de la afilada mirada que le lanzó Rachel
para que se callara—, no me hace nada feliz ver a la policía dos días
seguidos.
Mientras él torcía la esquina del edificio con los niños de la mano, Rachel
lo miró con los ojos entrecerrados. Se había dado cuenta de que había
desafiado a propósito el modo en que ella dirigía a sus hijos. Y, como si
fueran una familia, entraron juntos en la comisaría.
En pocos minutos, le explicaron al comisario que habían encontrado un
cuerpo enterrado bajo los tablones del suelo del establo. Mitch le describió el
esqueleto, diciéndole que parecía una tumba peregrina o india, que el cuerpo
parecía muy antiguo y que aún conservaba algo de pelo largo, liso y castaño.
El comisario avisó rápidamente a un equipo de policía forense de Toledo
para que se dirigieran a la granja de Rachel, y después, todos se fueron hacia
allí.
El sol había ascendido un poco más en el cielo, y sus rayos entraban por
la puerta del pajar, en el segundo piso, iluminando todas las motas de polvo
que danzaban en el ambiente.
—Vamos, destápelo —le dijo el comisario a Mitch, cuando estuvieron
ante la tumba—. Establo histórico, esqueleto histórico, estoy seguro. Después
de que los policías científicos hayan echado un vistazo y el esqueleto esté en
manos del forense, avisaremos a un antropólogo universitario para que lo
examine.
Mitch destapó rápidamente la tumba. Sin embargo, no había nada, salvo
un pedazo de tela blanca y una punta de flecha medio arrancada.
Rachel jadeó. Mitch soltó un juramento.
—Estaba aquí —dijeron al unísono. Rachel lo señaló, y Mitch se inclinó
para meter la cabeza por la apertura, hasta que el comisario tiró de él hacia
arriba.
Rachel cayó de rodillas junto al agujero vacío, y se desmayó, no por el
horror de que los huesos hubieran desaparecido, sino por saber que alguien
todavía estaba vigilando aquel establo cerrado. Y a ella.

Pese a las protestas de Mitch y de Rachel, que intentaron convencer al


comisario de que aquél era el establo de trabajo de una granja, Burnett hizo
que los ayudantes lo precintaran con cinta policial con la leyenda Prohibido
el paso, y les aseguró que iba a investigar aquello hasta el final, pese a lo que
pudieran pensar los amish. También les dijo que iba a dejar allí de guardia,
día y noche, a los ayudantes, por turnos, para que nadie retrasara la
investigación y Rachel pudiera recuperar el establo cuanto antes. Rachel
había sacado a Bett y a Nann y los estaba atando a uno de los postes del
porche. Mitch se acercó a ella. Las caras de los gemelos estaban apretadas
contra la pantalla de la puerta de la cocina, tras ella. Ella siguió mirando a
algún punto entre los niños y Mitch.
—Entiendo cómo te sientes —le dijo Mitch, apretando y soltando los
puños mientras hablaba—. Esto es exactamente lo que ocurrió con la granja
de mis abuelos cuando el estado tomó el control y nos echaron, cuando no
tenían derecho a hacerlo.
—De nuevo, quiero agradecerte tu ayuda y tu apoyo, pero no quiero que
te veas atrapado en todo esto, más de lo que ya estás. Veo que no tengo más
remedio que cooperar.
—Está bien —respondió Mitch sin dejar de mirarla a los ojos—. Con la
condición de que no pierda mi oportunidad de ayudarte en todo esto.
Ella miró a los niños. Sabía que estaban hablando en su idioma.
—Tengo que entrar y decirles alguna cosa sobre todo esto —dijo.
Mitch la tomó por la muñeca cuando ella se daba la vuelta. Su mano era
increíblemente fuerte.
—¿Y si confías en ellos y les dices la verdad, por una vez? —le preguntó
—. No puedes seguir protegiéndolos así. Créeme, no va a funcionar. ¿Por qué
no cierras la casa por el momento, traes a los caballos, incluso a los
percherones, si puedes recuperarlos, a mi casa? Yo puedo trasladarme a la
oficina y así tendréis la casa para vosotros solos.
—No hay necesidad —respondió Rachel, y se soltó de su mano—. Ésta
es mi casa, y ya es hora de que alguien sepa que no voy a huir, pase lo que
pase.

Pero aquella noche, Rachel se arrepintió de no haber huido. Cuando los


periodistas de Bowling Green y de Toledo llamaron a su puerta, ella les dijo
que no concedía entrevistas. La gente desfilaba por la carretera con los
coches, y algunos aparcaron en la cuneta e incluso bloquearon el camino de
gravilla, hasta que el ayudante Jaye, a quien había dejado de guardia el
comisario, los obligó a marcharse y extendió más cinta policial por el
camino. Si el ayudante no hubiera estado allí, Rachel no tenía duda de que la
gente se habría colado en el establo. No sabía cómo, pero aunque las noticias
no hubieran salido aún en el periódico, sí habían sido emitidas por la radio y
la televisión local.
Rachel estaba muy preocupada por lo que la pobre Jennie habría oído
decir de aquel cuerpo. De nuevo, lamentó no tener teléfono.
Después de la cena, Rachel dejó a Andy y a Aaron que jugaran en el
salón, cosa que nunca permitía. Les dijo que se había publicado un artículo en
el periódico sobre el establo porque habían encontrado algunas puntas de
flecha indias y todo el mundo quería verlas.
—¿Por qué? —preguntó Andy—. Por aquí, mucha gente tiene puntas de
flecha. Gabe nos ha enseñado varias. Y en la casa del señor Randall también
había una colección. Jennie también tiene, e incluso el obispo Yoder se las
encuentra arando.
A Rachel le costó admitir el hecho de que quizá Mitch tuviera razón en lo
de que no debía sobreproteger a los niños. No les estaba mintiendo,
exactamente, pero tampoco había confiado en ellos ni les había dicho la
verdad.
—Además de las puntas de flecha —intentó explicar—, también hay
algunos huesos antiguos, probablemente indios.
—¿De veras? ¿Y por qué no podemos verlos? —preguntó Aaron.
—Cuando fuimos a ver al comisario, alguien se los llevó.
En la catarata de palabras inventadas que pasó entre ellos, la única
palabra que ella entendió fue Daadi.
—Bueno, ya está bien —les reprendió en alemán—. Os he dicho que si
hablabais así de nuevo, tendrías que dormir en habitaciones separadas esta
noche. Vamos a acostaros.
No había oscurecido todavía, y había gente fisgoneando fuera. Rachel oía
las voces. Una vez, le pareció oír una calesa pasar al trote, pero sabía que los
amish la habían abandonado a su suerte.
Después de acostar a los niños, bajó a la cocina para asegurarse de que la
puerta trasera estaba bien cerrada. Lo estaba, y seguía llevando las llaves al
cuello. Al mirar a través de la ventana de la cocina, vio una nota pegada al
cristal. Quizá el ayudante había querido decirle dónde se había ido, porque no
lo veía desde allí. La última vez que había encontrado una nota en su porche,
era de Mitch, así que quizá fuera suya. Abrió la puerta, tomó la nota y volvió
a cerrar. Después desplegó el papel.
Quien siembra vientos, recoge tempestades.
Arrepiéntete, ven a mí, y yo te salvaré.
No estaba firmada, y estaba escrita con mayúsculas de imprenta para
evitar que se supiera quién la había escrito. Sin embargo, ella pensó que la
nota era de Eben. Arrugó el papel y lo tiró a la basura, y después corrió
escaleras arriba al oír un ruido ensordecedor que hizo vibrar la casa desde los
cimientos al tejado.
Andy y Aaron ya estaban con la nariz pegada a los cristales de su
habitación. Incluso antes de llegar a ellos, Rachel vio un haz de luz cegadora
que atravesaba la casa desde el exterior.
Rachel se arrojó a por los niños y tiró de ellos hacia abajo. Los tres se
acurrucaron entre las dos camas, de rodillas. La luz pasó por la habitación,
que al instante quedó a oscuras de nuevo. Ella apretó a los gemelos contra su
cuerpo, imaginándose el rugido del tren y las luces de la locomotora que
había estado a punto de devorarlos. Entonces, la luz volvió a pasar por la
habitación, como si se moviera en círculos, y ella supo de qué se trataba.
—¡Es uno de esos aviones! —les gritó a los niños—. Con las hélices
planas. ¡Un helicóptero!
—¡Un helicóptero! —gritó Andy, y después le dijo a Aaron—: De dom
mamm gettun foba.
Sin hacer caso de aquello, los dejó mirando por encima de un colchón y
recorrió las habitaciones del segundo piso. Desde la ventana nueva del cuarto
de invitados, vio a Nann y a Bett corriendo asustados por el patio, y entonces,
al darse cuenta de que las puertas del establo estaban cerradas, volvieron atrás
y se quedaron acurrucados junto a la calesa.
Por la ventana lateral del dormitorio vio el avión, que parecía una
langosta enorme. Estaba aterrizando en su campo de calabazas. Decidió que
ya no le importaba que fuera un helicóptero de la policía o uno de televisión.
Corrió hacia el cuarto de los niños.
—Tomad algo de ropa —les dijo—, y metedla en las fundas de las
almohadas. Nos vamos a escapar para dar un paseo nocturno, ¿de acuerdo?
Daos prisa.
Mientras un equipo de televisión, con una cámara encendida que un
reportero llevaba al hombro, llamaba a su puerta delantera, Rachel y los
gemelos salían por la trasera. Ella los metió en la calesa, y después,
frenéticamente, enganchó a Bett y a Nann. Cuando la calesa se acercaba a la
cinta amarilla que atravesaba el camino de gravilla, los caballos ya iban a un
paso tan bueno que la rompieron.
Sin hacer caso de los gritos de sus invasores, Rachel y los niños llegaron
a la cabina de teléfono de la gasolinera antes de que Rachel viera al
helicóptero en el cielo de nuevo, probablemente, intentando seguirlos. Dio las
gracias porque la cabina tuviera luz, porque tenía que leer la guía para
encontrar el número que ella quería, y que sólo había marcado otras veces en
sueños.
Capítulo 22
Cuando Rachel se despertó, estaba tan somnolienta que se sentía como
drogada. La lluvia golpeaba el tejado, y los truenos rugían y se acercaban
cada vez más. Con los ojos cerrados, se estiró. Después se quedó helada.
Aquella almohada y aquel colchón eran más duros que el suyo. Las sábanas
eran más suaves. Aquélla no era su casa, no era su cama.
Se sentó de un salto. Era la casa de Mitch. Estaba en su casa, y en su
cama.
De repente, lo recordó todo. La noche anterior lo había telefoneado, y
Gabe y él habían llegado a recogerlos con la furgoneta y un remolque para
caballos y los habían llevado allí.
Los gemelos. Tenía que despertar a sus niños y vestirse. El reloj de la
mesilla de noche decía que eran las diez en punto. ¿Estaría tan oscuro sólo
por la tormenta? No podía ser que ella hubiera dormido hasta media mañana.
Rachel saltó de la cama antes de acordarse de que sólo llevaba una
camiseta de Mitch. Había salido tan rápidamente de su casa que ni siquiera
había tomado un camisón.
Atravesó el baño de la habitación anexa, donde Andy y Aaron habían
dormido en unas literas. Estaba asombrada por lo mucho que había confiado
en que Mitch los acogería. Para que pudiera oír si los niños la llamaban por la
noche, ella había dejado las puertas abiertas. ¿Se habrían quedado dormidos
ellos también hasta tan tarde? Si ya estaban despiertos, quizá sus voces no se
oyeran desde el piso de abajo.
En la habitación de invitados, las camas estaban deshechas, pero vacías.
Sus ropas no estaban, y la puerta de la habitación estaba abierta al pasillo.
Olía a café y a beicon. Aliviada, pensó que los niños habían bajado a
desayunar.
Volvió a su habitación, entró al baño y se lavó la cara.
Con un hombro apoyado en la pared, Rachel se tapó la cara con las manos
para evitar sollozar. Debería sentirse agradecida de que Mitch la hubiera
acogido. Pero aquél era el problema, uno de los problemas, al menos.
Mitch y su mundo seductor la habían acogido. Y ella tenía miedo de que
Mitch tuviera razón y hubiera intentado proteger a los gemelos en exceso, y
hubiera sido demasiado misteriosa con ellos. Si había tergiversado a sus
propios hijos, ¿a quién más habría juzgado erróneamente? Alguien estaba ahí
fuera, esperando para hacerla daño.
Rachel dio un salto cuando un trueno rompió junto a la casa y la sacudió.
La puerta de la ducha y el espejo vibraron, haciendo que su imagen temblara.
Volvió apresuradamente a la habitación. Mitch estaba en la puerta. Rachel
se detuvo en seco.
—Me pareció oírte —le dijo él mientras le tendía una taza de café, pero
sin entrar en la habitación. Él había dormido en el sofá, en el piso de abajo,
mientras que Gabe se quedaba en la otra casa. Rachel se azoró al recordar que
sólo llevaba una camiseta. Tomó rápidamente un albornoz que había visto la
noche anterior en el armario y se lo puso.
—Quizá no te apetezca café —dijo él—. Probablemente, acabas de
dormir en condiciones por primera vez en semanas, y un día lluvioso siempre
es bueno para dormir. Puedo traerte el desayuno a la cama.
—Eso es sólo para los enfermos, y yo no estoy enferma —protestó ella,
demasiado acaloradamente.
—Rachel —le dijo él—, relajarse de vez en cuando no es un pecado.
Sirve para recuperar fuerzas y disfrutar antes de enfrentarse otra vez al
mundo.
—No puedo hacerlo hasta que recupere mi establo y averigüe qué ha
pasado con la muerte de esa mujer… y con la de Sam.
—Y quizá con la de Linc —añadió él en tono ominoso.
—Me voy a vestir para desayunar con los niños.
—Desayunaron a las ocho y están en la otra casa con Gabe. Me imaginé
que te despertaría el olor a comida, y que desayunarías conmigo para que
pudiéramos hacer planes. La tormenta se está poniendo muy fea, y me temo
que podría haber cortes de electricidad. Vas a terminar comiendo tostadas
frías.
Su mirada era muy intensa, y sus ojos más oscuros de lo que ella
recordaba. Mitch le parecía más grande y más fuerte de lo normal, como la
primera vez que lo había visto, cuando él había ido a su granja y le había
dicho que quería su establo. Rachel sabía que después había comenzado a
desearla a ella, y ella lo deseaba también a él.
—Me parece muy bien lo del desayuno —dijo para llenar el silencio. El
tremendo magnetismo de aquel hombre la tenía obsesionada—. Voy a
lavarme y a vestirme, y después bajaré. Luego quiero ir a ver a Gabe y
salvarlo de los niños.
—No te preocupes por Gabe. Antes hacía de Santa Claus en Navidad, y
sabe hacer muchas voces diferentes y gestos. Es el mejor actor que hayas
visto, aunque en realidad, se me olvida que nunca has visto una película.
—Mitch, tengo algo que hacer. Quiero resolver algunas cosas con ellos
para que dejen de comunicarse en su idioma y dejen de excluirme de su vida.
—Está bien. Desayunemos primero.

—Venid conmigo, niños —les dijo Rachel. Salió de la furgoneta de Mitch


y los tomó a cada uno de una mano para llevárselos—. Mitch nos va a esperar
aquí.
—Mata dornan fa Daadi —le dijo Andy a Aaron.
—Da fnm Daadi monna gan —respondió Aaron.
—Ya está bien —les dijo mientras los guiaba por el viejo cementerio de
Clearview hasta la esquina donde los amish tenían un terreno reservado para
los suyos. Aunque hasta el momento, allí sólo reposaba Sam—. Vamos a ver
la tumba de Daadi.
No hizo caso de las miradas sorprendidas que los niños intercambiaron al
darse cuenta de que su madre entendía sus comentarios. Pronto, los bajos de
la falda se le mojaron por el agua de la lluvia en la hierba, y el viento helado
le llegó hasta los huesos. Aun así, tiró de los gemelos suavemente cuando
ellos quisieron quedarse atrás. Pasara lo que pasara cuando fuera a
enfrentarse a Eben y a Sim Lapp aquel día, al menos habría intentado hacer lo
mejor para los hijos de Sam y para ella.
Se detuvo ante la lápida pequeña, en la que sólo se leía Samuel Mast,
1969-1997. Las lágrimas de la lluvia habían lavado la lápida y habían llenado
las letras grabadas. En aquel momento se dio cuenta de que debería haber
llevado a los niños más a menudo a ver la tumba de su padre, pero aquel
último año se había enterrado en el trabajo, intentando no pensar en que Sam
había sido asesinado y que su gente podía aceptarlo y ella no.
—¿Os acordáis de cuando vinimos aquí a enterrar el cuerpo de Daadi? —
les preguntó. Sin soltarlos, los miró a los dos hasta que ellos asintieron.
De repente, Andy se soltó para inclinarse, y puso su manita sobre la
lápida. Aaron hizo lo mismo. Pese a lo mojada que estaba la hierba, Rachel se
arrodilló y posó la mano en la piedra, entre las de sus hijos.
—El cuerpo de Daadi todavía está en esta tumba—comenzó a decirles
ella, eligiendo cuidadosamente las palabras—. Pero su corazón y su mente,
eso que llamamos alma, están con Dios en el cielo. Y nene un cuerpo
diferente, celestial. Eso significa que no va a volver a su cuerpo terrenal para
visitarnos. Así que no necesita colgar su sombrero en la percha del granjero,
ni dejar huellas en casa, y no os va a llevar más a ver el tren. No necesita su
reloj, y no duerme en la cama de Mamm. Os estoy diciendo la verdad.
—¡Mora fam Daadi! —protestó Aaron. Rachel se volvió hacia él y le
tomó la barbilla.
Hizo que girara la cara hacia ella para poder verlo con claridad por debajo
del ala de su sombrero negro.
—No, no lo has visto a él realmente —respondió Rachel en el tono más
calmado que pudo—. ¿Es eso lo que acabas de decir? Pero tú crees que lo
viste.
—Sí —respondió Aaron.
—No quería asustaros, niños, pero ahora sé que debería haberos
explicado todas estas cosas. Estaba intentando cuidaros, y ahora veis que yo
también necesito que me cuidéis, como cuando encargasteis las llaves de las
cerraduras nuevas para mí.
Aaron asintió modestamente. Miró a Andy como si le estuviera pidiendo
permiso para confiar en su madre.
—El señor Randall, nuestro amigo Mitch, me convenció de que debía
contaros algunas cosas, y tiene razón. Él también perdió a su padre, y creo
que entiende cómo os sentís.
Sin parpadear, los dos asintieron, y Rachel se dio cuenta de que aquello
ya se lo había dicho Mitch. Dios sabía que necesitaban a un hombre en su
vida, y ella bendijo a Mitch por tenderles la mano. El hecho de que la
estuvieran escuchando tan embelesados le demostraba que Mitch no se había
sobrepasado: había esperado que ella les dijera todo aquello a solas.
—Alguien malo —continuó Rachel—, pero no Daadi, ha estado en
nuestro establo y está intentando asustarnos para que nos vayamos. Sé que da
miedo, pero nada de esto es culpa vuestra, y yo tenía la esperanza de que
vosotros pudierais ayudarme a ser valiente.
Su voz y sus palabras surgieron más deprisa, aunque ella intentó
mantener el control.
—Y la razón por la que la gente, nuestros amigos amish, no me hablan, es
que están enfadados conmigo por ser amiga de gentiles como Jennie y Mitch.
Además, no quieren que averigüe quién le hizo daño a Daadi en el establo.
Pero yo voy a averiguar quién lo hizo y por qué.
Rachel miró a cada niño de nuevo. Andy frunció el ceño. Aaron asintió.
—Y ayer —concluyó ella—, aunque un establo no es un cementerio
como éste, Mitch y Mamm encontraron el cuerpo de una mujer enterrado bajo
las tablas del suelo, junto a los compartimentos de los caballos.
Probablemente, es una tumba de hace mucho tiempo, y por esa razón es por
la que todo el mundo está yendo allí, no sólo por las puntas de flecha.
—Pero —dijo Aaron— en el establo hay un hombre que nos llevó hasta
las vías del tren. Si no es Daadi, ¿quién es?
A ella le causaba asombro que, de todo aquello que la consumía, a los
gemelos sólo les importara su Daadi.
—Todavía no lo sé —dijo ella, y se sonó la nariz—. ¿Creéis que podría
haber sido el obispo Yoder o Sim Lapp, intentando que pareciera que era
Daadi?
Aaron sacudió la cabeza y Andy se encogió de hombros.
—¿O pensáis —continuó Rachel— que esta persona mala se parecía al
padre de Kent, el señor Morgan, al que vimos en el almacén de maderas el
otro día?
—No lo sé —susurró Aaron—, pero vimos a alguien.
—Debería haberos escuchado mejor antes —les aseguró Rachel—. Tengo
que averiguar quién es y ocuparme de que deje de hacer esas cosas y que sea
castigado.
—Bien —dijo Andy—. Pero no llores más, Mamm, porque ya estás muy
mojada. Díselo, Aaron. Quizá pueda mirar ahí y averiguar quién es.
—¿Mirar dónde? —les preguntó Rachel.
—Un día vi a Daa… quiero decir, al hombre, mirándonos por la puerta
del pajar —explicó Aaron—. Así que entré de puntillas y lo vi poniendo un
sombrero y un abrigo en su escondite. No en la percha de Daadi. Mucho más
arriba, cerca de donde estaba el nido de los búhos. Yo te diré dónde tienes
que mirar. Quizá tenga el nombre cosido en el abrigo, como tú cosiste el
nuestro —le dijo, y como si Rachel necesitara que se lo recordara, se abrió el
abrigo y le mostró su nombre.
—Pero Mamm no puede volver al establo —intervino Aaron—, a menos
que se escabulla dentro, como ese hombre malo.
Después, se inclinó a darle unos golpecitos a Rachel en la rodilla para
reconfortarla, como Sam hacía con ellos.

Mitch y Rachel dejaron a los gemelos con Gabe y aparcaron al otro lado
de Ravine Road. Sigilosamente, se acercaron al granero y esperaron a que el
ayudante que estaba de guardia llegara hasta el punto más lejano de su
circuito. Entonces, rápidamente, rodearon el establo y, después de apartar las
malas hierbas que cubrían la puerta del sótano, alzaron la trampilla y bajaron.
Una vez que estuvieron a salvo allí abajo, respiraron con más facilidad
hasta que inhalaron el polvo y el olor a moho. Rachel estornudó y se puso el
dedo bajo la nariz. Los dos habían decidido que usarían la linterna lo menos
posible. Rachel recordaba bien que la noche en que Mike Morgan había ido a
dejar las rosas para Laura, ella había visto la luz por las grietas que había
entre los tablones del establo.
Esperaron unos instantes hasta que la visión se les adaptó a la oscuridad y
encontraron la trampilla que comunicaba el suelo del establo con aquel
sótano. Mitch utilizó su navaja para marcar rápidamente la forma de la
puerta.
Encendieron de nuevo la linterna y abrieron la trampilla. Mitch se
impulsó hacia arriba con los brazos, y ella, rápidamente, guardó la linterna de
nuevo en el bolsillo de su falda. Alzó la cara y vio las siluetas de sus manos y
sus muñecas.
Él tiró de ella y la subió. A Rachel le pareció que lo oía caminar mientras
se sacaba la linterna del bolsillo y la encendía, tapándola con la falda del
vestido para que no alumbrara demasiado. Pero él debía de haberse tropezado
con algo y haberse caído, porque se abalanzó sobre ella e hizo que cayera de
rodillas.
—Mitch, ¿estás bien? —le preguntó.
Sin embargo, él estaba inconsciente. A Rachel se le cayó la linterna al
suelo y rodó hasta que ella vio que a Mitch le sangraba la cabeza.
Intentó tomarlo en brazos, pero una mano fuerte la hizo ponerse en pie.
Alguien dirigió el haz de otra linterna hacia sus ojos y la cegó, pero no antes
de que pudiera ver el cañón de un rifle.
—Mira lo que me obligas a hacer para salvarte —susurró una voz
profunda—. Ahora vamos a dejarlo todo claro de una vez por todas.
Capítulo 23
Rachel reconoció su voz.
—¡Eben! —gritó—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Lo has dejado
inconsciente!
—Se lo merecía por seducirte de esta manera —murmuró él—. Es su
castigo.
Rachel vio que Eben tenía un rifle entre las manos. Aquel obispo amish,
aquel hombre contrario a la violencia, no sólo había golpeado a Mitch, sino
que evidentemente lo había hecho con un arma. Rachel sabía que Eben, como
otros amish, había cazado años atrás para complementar su mesa, pero por
qué…
De repente, mientras él la apartaba de Mitch y la llevaba hasta donde
habían encontrado la tumba, Rachel lo entendió todo, y sintió pánico. Eben
debía de haber matado a su mujer y la había enterrado allí. Pero ¿habría
matado también a Sam, temiendo que él encontrara la tumba? ¿O quizá
porque deseaba a la mujer de su prójimo?
—Tenemos que pedir ayuda para Mitch —insistió ella, intentando zafarse
de su mano.
—Que Dios me perdone, pero he tenido la tentación de dispararlo. Por
embelesarte de esa manera y aprovecharse de ti y de los niños.
—No ha sido así. ¡Baja el arma y deja que me vaya! —exclamó. Sin
embargo, se dio cuenta de que aquello no serviría de nada, y añadió—: Está
bien. Vamos a aclararlo todo primero. Pero baja el rifle, por favor, y la luz,
para que pueda verte.
Rachel notó que vacilaba, aunque la lanzó sobre una bala de paja. Él se
sentó frente a ella, con el arma preparada para disparar. Después, Eben bajó
el haz de luz desde su cara hasta sus pies. Ella rezó por que, a través de las
grietas y rendijas de las paredes del establo, el comisario o algún ayudante
viera que había luz dentro del establo y entrara.
—Ha llegado la hora de la confesión —dijo Eben—. ¿Eres culpable del
pecado de fornicación con ese gentil?
—Si es la hora de la confesión —replicó Rachel—, cuéntame lo que
ocurrió de veras cuando desapareció Eben Mary.
—Ella me dejó, y yo juré por mi alma que eso no volvería a suceder
nunca —dijo él, y escupió en el suelo con amargo desprecio—. Traicionó sus
votos matrimoniales, perdió la razón y se marchó hacia la maldición.
—No puedo creer que no intentaras detenerla como estás haciendo
conmigo, pero peor aún —protestó ella, intentando razonar con Eben para
poder quitarle el arma e ir a atender a Mitch.
—Ella sólo me dejó una nota, como hiciste tú.
Pese al pánico que sentía, aquello atrapó su atención, y se le formó un
nudo en la garganta.
—¿Qué nota? —le preguntó ella—. Tú me dejaste una nota en la ventana
de la cocina, pero yo no te he mandado nada a ti.
—¿También te has vuelto una mentirosa? —preguntó él, haciendo que el
cañón del rifle botara en su mano—. Hoy al anochecer has dejado una nota en
la puerta trasera, en la que decías que tenía que venir rápidamente aquí. No sé
a quién mandaste a llevar la nota, pero decías que viniera al granero por que
el gentil iba a llevarte con él, y que tú sabías que habías pecado y que querías
que yo te salvara.
Rachel sacudió la cabeza sin saber si él estaba mintiendo.
—Tú… ¿entonces no sabes nada del cuerpo de la mujer que encontramos
aquí? —tartamudeó Rachel, señalando hacia la tumba.
—Sé lo que he leído, que era una peregrina. Mujer pecadora, ¿no creerías
que era Eben Mary?
Cuando él alzó la linterna por sorpresa y se inclinó ligeramente hacia
delante, tenía los rasgos distorsionados como los de una calabaza de
Halloween. Sin embargo, parecía que estaba tan completamente horrorizado
que ella lo creyó.
—Entonces, ¿cómo has entrado al establo, si estaba cerrado? —le
preguntó, bajando la voz hasta que sólo fue un susurro.
—Como decías en tu nota. Tú me abrirías el candado nuevo de tu establo
para que yo pudiera entrar y esperar a que tú llegaras con el gentil.
Rachel se apretó las manos contra el pecho cuando entendió lo que podía
estar ocurriendo. A ella no le habían tendido una trampa, porque había ido al
establo por su propia voluntad. Pero alguien había engañado a Eben para que
fuera hasta allí. ¿Por qué?
—Eben, ¡apaga la linterna! —le susurró ella, mientras buscaba con los
ojos en la oscuridad, más allá de la luz.
—¿Para que te escapes? —le preguntó él con un resoplido desdeñoso—.
Quiero saber si vas a volver al rebaño y estás dispuesta a arrepentirte, y
entonces iremos a buscar ayuda para tu antiguo amigo.
—Me temo que no —dijo otra voz que llegaba desde más allá de la
tumba.
Cuando Eben se volvió y dirigió la linterna hacia allí, sonó un ruido
ensordecedor. Rachel cayó de cara al suelo, y Eben cayó sobre ella.
Rachel gritó de miedo, aunque su peso hizo que expulsara todo el aire de
los pulmones. Asombrada, mareada, se quedó inmóvil hasta que alguien le
quitó a Eben de encima y tiró de su brazo para que se pusiera en pie.
Después, la lanzó de espaldas contra uno de los compartimentos.

Después de despedirse del comisario, que había ido a preguntarle qué tal
se encontraba después de conocer el nuevo hallazgo del establo de Rachel,
Jennie cerró de nuevo la puerta trasera y caminó por el pasillo hacia su
habitación. Pero se detuvo en la puerta del dormitorio de Laura, la abrió y
entró. Salvo Andy Mast, cuando había asomado la cabeza, y su madre,
Rachel, a quien se la había enseñado tras el suicidio de Linc, nadie más que
ella había entrado en aquella habitación durante años. Hasta que había
sorprendido a Kent ayer y lo había echado. Sería mejor que lo revisara todo
otra vez, para asegurarse de que no había alterado, nada.
Encendió la luz y el brillo hizo que parpadeara. Su insistencia en
mantener las cosas tal y como siempre habían estado, había sido una de las
razones por las que la había abandonado Mike. Como ella, pero también de
una forma distinta, Mike nunca había vuelto a ser el mismo desde que Laura
había desaparecido. No había podido volverla a mirar a la cara, y mucho
menos a tocarla después de aquello. Parecía que no sólo se culpaba a él por la
desaparición de su hija, sino también a Jennie, incluso a Kent, por no
vigilarla, por no protegerla.
Jennie observó todos los recuerdos y después se quedó mirando su foto
con Laura. Era una fotografía Polaroid que estaba comenzando a amarillear,
pero ella no la había movido del espejo, que era el lugar en el que Laura la
había colocado. El mismo día del baile del establo, en la época anterior a
Marci, Jennie había ayudado a Laura a alisarse el pelo. Una niña con un
montón de rizos, queriendo una melena lisa y larga. Aquella noche, su hija
había llevado un vestido blanco, casi Victoriano, que según ella, era la
manera perfecta de parecer mayor. Aunque, al perderse aquella noche, Laura
no había cambiado, nunca se había hecho mayor en la mente de Jennie.
Mientras se daba la vuelta para salir. Jennie vio que la colcha estaba un
poco arrugada. ¿Se habría atrevido Kent a sentarse o a tumbarse en aquella
cama?
Al ver que el bajo de la colcha estaba metido hacia dentro, Jennie se
arrodilló para ver si había algo debajo de la cama. Laura se escondía allí de
pequeña con sus muñecas, y Jennie había insistido en que aquella parte de la
habitación estuviera impecable después de que la niña la hubiera picado una
araña. Al día siguiente tendría que quitar el polvo y limpiar de nuevo.
Levantó la colcha y se dobló para mirar bajo la cama. Gritó y gritó hasta
que la casa silenciosa gritó con ella.

—¡Le has disparado! —gritó Rachel, mientras el hombre le apretaba el


cañón del rifle contra el pecho, para mantenerla pegada contra el
compartimento.
—Muy observadora, Rachel —respondió Kent Morgan—. ¿Sabes? Los
amish tendéis a pasar por alto las cosas, así que al principio me sentía seguro.
Entonces, cuando Sam murió, comenzaste a hacer preguntas y a
cuestionártelo todo. Una mujer brillante, demasiado lista, que lee los libros de
los gentiles. Así es como te describía Sam. Creo que me lo dijo el mismo día
en que me pidió un presupuesto de la madera que usaría para arreglar el suelo
del establo. Y yo no podía permitirlo.
—¿Sam te contó cosas?
Él había movido el cañón del rifle más hacia arriba y la estaba ahogando.
¿Por qué no aparecía el comisario? ¿Sería posible que Kent y él fueran
cómplices?
—Tu suegro, el comisario Burnett, ¿está también en esto?
—De ningún modo. Digamos que ha tenido que irse porque alguien ha
denunciado el robo de una escopeta. Y estoy seguro de que es la misma
escopeta con la que Mitch disparó al obispo Yoder después de que Yoder le
diera un golpe en la cabeza con ese viejo rifle de caza que tiene. Mitch tiene
antecedentes penales, ya sabes. Entrar a una casa a robar un arma sería algo
muy fácil para él, y también tener un estallido de violencia.
—Tú eres quien citó aquí a Eben. Querías utilizarlo para que nos matara a
Mitch y a mí, aplicando la justicia amish para los amantes.
—Verás, a mí me cae bien Mitch, y siento mucho que se haya visto
mezclado en todo esto —le dijo, como si estuvieran teniendo una
conversación de amigos—. Y no sabía dónde ibais a estar esta noche. Al
principio, había planeado llevar a Eben en su calesa para veros a Mitch y a ti,
a un sitio donde Eben pudiera dispararos a los dos, pero, de nuevo, tú me has
estropeado los planes, Rachel.
—¿Era tu hermana la que estaba en esa tumba? ¿Laura?
—Muy bien. Digamos sólo que es la hija de mi madre, la favorita, la
elegida. Demonios, una vez que nació Laura, parecía que era hija única.
Como mucho, yo soy el hijo pródigo.
—Pero el hijo pródigo era muy querido, y tuvo la bienvenida de sus
padres.
—Entonces, no soy nada para Jennie Morgan. Al menos, mi padre me
entendió y se puso de mi lado.
—Te vestiste de amish y nos espiaste a los niños y a mí —dijo Rachel,
intentando por todos los medios mantenerse calmada. Aunque tenía miedo de
hacer que se lo contara todo, quería saberlo. Además, tenía que mantenerlo
hablando—. Kent, has demostrado que tú sí que sabes lo que es un
allanamiento de morada.
—A tus niños les gustó mucho eso de su Daadi. Lo siento, Rachel, siento
que también tengan que perder a su madre, pero alguno de vuestra gente los
acogerá. He oído decir que Sim Lapp quiere este lugar y quiere tener muchos
hijos, así que quizá pueda quedarse con los gemelos, porque yo tengo
intención de comprar este lugar.
—Tú hablabas con Sam, y él te contó todo esto —dijo Rachel,
aterrorizada por la magnitud de todo lo que había conseguido hacer Kent—.
Pero él no te lo pudo contar todo. Sam no.
—Claro que sí, con un poco de persuasión. A mí me caía muy bien Sam.
Sin embargo, ese pomposo de McGowan se merecía morir. Pero yo tenía que
proteger la tumba de Laura a toda costa. Y hasta que tú comenzaste a
revolverlo todo, me las estaba arreglando muy bien. ¿Te imaginas lo
deprimida que estaría mi madre si supiera que yo había escondido a Laura tan
cerca?
—¿Qué le ocurrió a Laura? —dijo ella casi sin voz.
Él apretó el cañón contra su garganta.
—Esa cualquiera —escupió él—. No sólo tenía novio, sino que también
estaba cegada por McGowan. McGowan esto y McGowan lo otro, igual que
Laura esto y Laura lo otro en casa. Mamá estaba ciega a todo lo que ella
hacía mal, ciega ante todo lo que yo hacía bien… pero perder a Laura por fin
hizo que centrara su atención en algo.
Con amargura y dolor, él continuó:
—Después del baile del instituto de aquella noche, Laura y yo
empezamos a discutir en el bosquecillo. Ella quería que la tapara para poder
irse al cine con sus amigas, y yo le dije que no. Y entonces, doña perfecta me
dio una bofetada, y yo se la devolví. Ella gritó y dijo que le contaría a mamá
que yo la había pegado. Yo quería que se callara, así que le agarré el cuello
con las manos…
En aquel momento, apretó de nuevo el cañón contra el cuello de Rachel.
Ella jadeó y se atragantó.
—A ti también te gustaría descansar en este establo al que tanto amas,
¿verdad? Quizá después de que arreglen todo el suelo, cuando lo reconstruya
y todo el mundo se vaya de nuevo, te ponga también ahí.
—Kent —dijo ella, ahogándose—. Sam. ¿Qué ocurrió con Sam?
—Me imaginé que a él le gustaría morir aquí, así que tiré a la gatita desde
el pajar y, cuando él se acercó a recogerla, le tiré el gancho encima.
—¿Pero por qué? ¿Por qué?
—Ya te lo he dicho, para proteger la tumba de Laura. Entonces, cuando
parecía que tú ibas a traer a gente para que levantara el suelo, tú también
debías desaparecer. O al menos, asustarte mucho. Así, yo podría hacer que
mamá te convenciera para que nos vendieras la granja, y no a los amish, que
no te apoyan como nosotros te hemos apoyado. Lo siento, Rachel, pero ha
llegado tu turno…
Entonces, él le apretó el cañón hasta lo insoportable, y temiendo que se le
rompiera la garganta, Rachel le dio una patada. Sintió que su pie impactaba
en su entrepierna. Él dejó escapar un jadeo de dolor, y el arma y la linterna se
le cayeron al suelo. La linterna se apagó y rodó, y después cayó en algún
sitio, probablemente, en la tumba de Laura. Cuando Rachel lo oyó haciendo
arcadas, palpó el suelo para encontrar el arma y lo tiró a uno de los
bebederos, que estaban llenos de agua. Después se arrodilló junto a Mitch,
pero cuando lo tocó, sintió algo frío y pegajoso en su cabeza y en el suelo.
Sangre. Eben y él se estaban desangrando, o quizá ya habían muerto. Le
buscó el pulso a Mitch en el cuello, pero cuando oyó que Kent corría hacia
ella, supo que no tenía tiempo y salió disparada hacia la puerta del establo.
Kent la alcanzó, y los dos cayeron al suelo rodando, luchando hasta que él
consiguió inmovilizarla bajo su cuerpo.
—Te habría encantado mi imitación de un Daadi amish —le dijo Kent,
provocándola—. Quizá la haga para ti. He oído a los gemelos hablar de que
Daadi iba a volver a tu cama. Me habría gustado eso.
—¡Ellos confiaban en ti, traidor! ¡Todo el mundo confiaba en ti!
Rachel se retorció como una loca. Él era mucho más fuerte, y ella nunca
le había levantado la mano a nadie, salvo para darles un azote a los niños si se
portaban realmente mal.
Los niños… Kent podría haberlos matado en la vía del tren.
En aquel momento, Rachel experimentó una fortaleza que no sabía de
dónde procedía. Aunque él tiró de su falda hasta que se rasgó, ella se retorció
y pataleó, y consiguió escaparse, mareada y desorientada, en la oscuridad del
establo. La puerta trasera. Él había entrado por la puerta trasera, para la que él
mismo le había fabricado la llave, y por la que había huido la noche que
había matado a Sam. ¿Dónde estaba la puerta trasera?
Rachel palpó la madera áspera del compartimento de Bett y Nann y corrió
hacia la diminuta grieta gris que marcaba la puerta en la oscuridad. Sin
embargo, Rachel distinguió allí su silueta. Él había previsto su siguiente
movimiento, como había estado haciendo todo aquel tiempo.
Rachel varió su trayectoria y subió por la escalera hasta el pajar. Si tenía
que hacerlo, se subiría hasta el tejado, como había hecho Sarah. Se sentaría
hasta que amaneciera, gritando y pidiendo ayuda.
Oyó que Kent subía por la escalera tras ella, y notó que el suelo vibraba
bajo su peso. Sin embargo, él ya no tenía linterna ni rifle. Por muchas veces
que él hubiera estado escondiéndose en aquel establo, ella lo conocía mejor.
En vez de correr hacia la siguiente escalera para subir a la cúpula, como
había planeado, se agachó junto a una fila de balas de heno. Oyó que él se
detenía, y se dio cuenta de que estaba mirando a su alrededor, buscándola.
—Deja de jugar, Rachel —le dijo él—. Tengo mucho que hacer esta
noche, antes de que vuelva el comisario. ¿No quieres ir a dar un paseo con
Mitch y con tu obispo? Cada vez que te llevaba a ti o a los gemelos a dar un
paseo, veía una mirada de nostalgia en tus ojos, un deseo de aventura y de
cosas mundanas, como dice tu gente. Es posible que yo me haya extraviado,
pero fue culpa de mi madre y de Laura. Tú te has extraviado de tu gente y
sólo es culpa tuya.
Intentando encontrar algún arma con la que defenderse, Rachel pensó en
el gancho del heno. Kent había asesinado a Sam con aquel gancho. Si ella
pudiera hacer que se soltara y manejar las cuerdas por el tacto, quizá pudiera
hacer que se balanceara y lo golpeara.
Rachel se quitó los zapatos y lanzó uno hacia la parte delantera del
establo para que golpeara debajo de la puerta del pajar. Kent fue hacia el
sonido rápidamente y Rachel, descalza, aprovechó para acercarse a las
cuerdas con las que se manejaba el gancho. La cuerda estaba atada
fuertemente para evitar que el gancho se soltara, y ella intentó frenéticamente
deshacer los nudos dobles.
Cuando Kent se dio cuenta de que Rachel no estaba en el lugar desde el
que había provenido el sonido, volvió hacia el pajar, haciendo crujir la paja
bajo sus pies. Ojalá ella pudiera soltar las cuerdas y hacer que el gancho lo
golpeara.
—Tengo un zapato y sé que te he roto el vestido. ¿Vas a desnudarte,
Rachel? ¿Sabes? Entiendo que Mitch tenga la fantasía de quitarte todas esas
capas de tela negra y blanca que llevas encima. Seguro que eres consciente de
que, cuanto más se tapa el cuerpo de una mujer, más tentador resulta,
¿verdad?
Las cuerdas se soltaron, y el gancho comenzó a vibrar en su raíl. Kent la
vio o la sintió, y arremetió contra ella. Rachel tiró de la cuerda principal y el
gancho avanzó pesadamente por su camino. Sin embargo, iba demasiado
rápido como para golpearlo; Rachel no podría balancearlo lo suficiente como
para que entrara dentro del pajar, ni había desatado la cuerda que podía hacer
que cayera. El gancho recorrería todo el riel y saldría por la puerta del pajar
como si la carreta cargada de heno estuviera esperando sus dientes abajo.
Entonces, Rachel tomó una decisión. Se tiró al gancho y se agarró a los
dientes largos y curvos, rezando porque no se abriera ni se cayera. Entonces,
voló agarrada a aquella herramienta sobre el suelo del establo, después de
pasar por delante de Kent, recorrer todo el camino que seguía el riel, llegar
hasta el pico más alto del tejado, situado sobre las puertas principales, donde
el gancho se detenía en seco, dando un tirón.
Rachel se quedó colgando fuera del establo, a unos seis metros del suelo.
Kent debió de intuir lo que ella había hecho, porque fue corriendo hacia la
puerta abierta del pajar. Ella seguía colgada del gancho, expuesta contra el
cielo gris.
—Vamos —la hostigó él—. Esto será mejor que lo que yo había planeado
para ti. Ese gancho se llevó a Sam. Suéltate y vuela. Si no lo haces, voy a
traerte aquí de nuevo.
A Rachel le dolían los brazos. Todo su cuerpo dolorido gritaba. Oyó sus
pasos por el pajar mientras él corría hacia las cuerdas. Si ella se soltaba y
caía, se rompería las dos piernas, y quizá también la espalda. Miró el oscuro
suelo que había bajo ella, su casa y el camino de gravilla, más allá, y se dió
cuenta de que el comisario no estaba. Las únicas luces que veía eran las de
casa de Jennie.
Si Jennie la oía gritar, ¿la ayudaría a ella o a Kent? Dependía de si ella
había sabido, durante todo aquel tiempo, lo que había hecho Kent, y había
querido proteger el secreto familiar de que uno de sus hijos había matado al
otro. Pero no era posible que Jennie hubiera sabido aquello. Ella querría que
Kent fuera detenido y castigado. Pero quizá, por el bien de sus nietos, no
permitiría que su padre fuera a parar a la cárcel.
El gancho vibró y dio un tirón, y entonces comenzó a deslizarse por el riel
hacia dentro. Rachel supo que tenía que correr el riesgo de soltarse. Recordó
a sus gemelos y a Mitch aquel día, hablando de camiones, de literas y de
construir establos. Recordó la vista desde la cúpula y las olas rompiendo en
las orillas del lago Erie.
Y entonces, se dio cuenta de que el gancho no estaba volviendo atrás,
sino descendiendo. Kent iba a matarla de la misma forma que había matado a
Sam.
Capítulo 24
Rachel gritó, pataleó y se soltó antes de que el gancho se precipitara al
suelo. Cayó sobre el trasero, y después de espaldas, y se quedó mirando al
cielo de estrellas que le volaban por la cabeza.
Kent gritó algo, y ella oyó que corría por el suelo del pajar hacia la
escalera. Cojeando, con el tobillo torcido, Rachel se puso en pie. No veía
luces de coches en la carretera. ¿Dónde estaban los curiosos ahora que los
necesitaba? Jennie era su única oportunidad de conseguir ayuda para Mitch y
para Eben. Rezando para que su amiga la ayudara a ella, y no a Kent, Rachel
se internó en el campo de calabazas. Las lianas y las hojas de los frutos se
habían secado y hacían que se tropezara. Tenía que arrastrar el pie derecho, y
estaba muy mareada.
Continuaba oyendo el ruido que había hecho la culata del rifle al golpear
la cabeza de Mitch. Sentía su sangre, cálida, pegajosa. Eben había recibido un
disparo, y durante todo el tiempo que había pasado luchando con Kent, no
había podido pedir ayuda para ellos. Ojalá Kent no se hubiera quedado en el
establo para acabar con ellos.
Para alejarlo de ellos, se dio la vuelta y formó un altavoz con las manos
alrededor de su boca.
—¡Tu madre se va a enterar de lo que has hecho, Kent Morgan! ¡No me
extraña que quisiera más a Laura!
Se odió por aquello, pero tenía que conseguir que mordiera el cebo. En
aquella ocasión, ella misma se estaba convirtiendo en su presa, en vez de ser
su víctima. Jadeando, con un pinchazo constante en el costado, Rachel siguió
hacia delante, mirando atrás, intentando escuchar a su perseguidor.
Nada. Rachel esperaba que hubiera ido tras ella para que se alejara de los
hombres heridos. Cuando ella había tenido que correr por el campo de maíz,
Kent debía de ser el que la perseguía, así que, ¿por qué no la perseguía
también en aquel momento?
Al cultivar aquellos campos habían aparecido las puntas de flecha que
Mitch y ella habían encontrado en la tumba de Laura. Si Kent había enterrado
allí a su hermana, sobre todo diez años antes, cuando él todavía era joven,
posiblemente habría puesto las puntas de flecha allí para hacerle creer a la
gente que era un entierro indio o peregrino. Las había puesto allí como señal
de sus celos y su cólera.
Un tren nocturno se acercaba por las vías distantes cuando Rachel salió
del campo de calabazas y siguió cojeando hasta la casa de Jennie. La luz del
porche lateral estaba encendida, como de costumbre, pero aunque la casa
resultaba acogedora, Rachel tuvo la sensación de que no presagiaba nada
bueno. El sonido del tren era cada vez más alto, más cercano.
Rachel llamó a la puerta.
—¡Jennie, ayúdame! ¡Soy, Rachel, ayúdame!
El rugido del tren se convirtió en el sonido de una furgoneta cuando Kent
apareció y dio un frenazo en el camino de entrada a la granja. Había ido
conduciendo sin luces, y el tren había ocultado el ruido de su motor.
Rachel rezó por no haberse equivocado con Jennie. Su dolor por la
muerte de Laura era tan grande… No era posible que no supiera que Kent la
había matado. Y aunque lo supiera, Jennie le había dicho a Rachel que la
quería como a una hija, y ella lo había creído. Pero ¿elegiría Jennie salvarla
por encima de Kent?
—¡Jennie! —gritó Rachel.
No tenía idea de qué hora era. Quizá Jennie estuviera durmiendo. Quizá
Kent se la hubiera llevado a su casa.
—¡Jennie! —gritó Rachel de nuevo—. Kent mató a Laura y quiere
matarme a mí también. ¡Dice que fue un accidente, pero tiene miedo de que
la quisieras más a ella, o a mí, y quiere librarse de nosotras!
Unos cuantos metros por detrás de Rachel, Kent se detuvo en seco,
mirándola horrorizado. Sin embargo, cuando vio que se encendía la luz de la
cocina, se lanzó hacia ella.
Intentó tirar de ella hacia la oscuridad, detrás de la casa, pero ella cojeaba,
y él tuvo que arrastrarla.
En la esquina de la casa, Rachel se agarró al canalón. Kent la insultó y
comenzó a darle patadas.
La puerta lateral se abrió. Rachel gritó, pero Kent se tiró sobre ella,
cubriéndole la boca con una mano y apretándole el cuello con la otra.
Ella intentó arañarlo, patearlo, pero no podía respirar. Notó que flotaba.
Nunca sabría si Mitch había sobrevivido, y nunca sabría cómo sería la vida
de sus hijos. Se vio envuelta en la oscuridad.
—¿Qué ha dicho sobre Laura? ¡Suéltala!
—Está loca.
—¡No, tú estás loco! Has tenido que ser tú el que ha puesto los huesos de
Laura bajo su cama. Tú la trajiste desde el establo de Rachel, ¿verdad?
—¿De qué estás hablando? ¿Los huesos de Laura?
—Es ella. Yo conozco su pelo, y tú has estado en su habitación.
—¡El mayor de los pecados, entrar en el santuario! Pero tú siempre
quisiste que volviera, ¿no es cierto? Bueno, pues ahora ya la tienes.
—Estás loco. Si sabías que Laura era la que estaba en el establo, entonces
es porque tú la dejaste allí. ¿Fuiste tú? ¿Fuiste tú?
—¡Fue un accidente! Todo lo que he hecho desde entonces lo he hecho
por ti. Para proteger a Laura, como tú siempre quisiste. Tenía que librarme de
Sam Mast, de ese mentiroso seductor de McGowan, de los hombres a los que
Rachel había implicado en todo esto. Ahora sabe demasiado. ¿Quieres que
mis hijos se queden sin un padre como yo sólo porque tú no pudiste hacer que
papá se quedara contigo? Al menos, él entendió…
—¡Suéltala! ¡No vas a matarla a ella también!
El peso se levantó de Rachel, pero ambas voces siguieron aplastándola.
—Todo por tu hija, ¿verdad? Le doy gracias a Dios por haber tenido a mi
padre, pero tal y como eras tú, no pude vivir más con Laura. Nunca pude.
Más gritos, más llantos. Y después, sollozos. Rachel supo que
probablemente eran suyos, porque quería salvar a Mitch y abrazar a sus hijos.
Tomó bocanadas profundas de aire frío, dulce.
La luz del tren se desvaneció mientras alguien la alzaba del suelo, la
abrazaba, le levantaba la cabeza. Sin embargo, unas luces le atravesaron el
cerebro, y oyó el ruido de un motor muy cerca. ¿Era el tren, que iba a
atropellarlos? La cabeza se le aclaró. Era la furgoneta de Kent, y ella estaba
en brazos de Jennie. Rachel intentó señalar algo, gritarle que Kent también
podía matarlos a ellos, que podía atropellarlos.
Pero él dio marcha atrás y se marchó.
—Se ha ido —dijo Jennie—. Rachel, ¿estás bien?
A la suave luz que provenía de la casa, Rachel vio que Jennie tenía la cara
cubierta de lágrimas.
—Sabía que me ayudarías —intentó decir Rachel, aunque hablar le
producía tanto dolor que aquello sólo fue un débil susurro—. Incluso aunque
supieras que Kent había matado a Laura —jadeó, y después comenzó a toser.
—¿Cómo has podido… pensar eso? —le preguntó Jennie—. Yo… yo
sabía que había rivalidad entre hermanos. Pero… ¿no es normal que la
favorita de la madre sea la hija y el favorito del padre el hijo?
Mientras Rachel luchaba por incorporarse, Jennie se echó hacia atrás y
tomó aire.
—Su padre —susurró—. Él ha dicho que su padre lo entendía. Así que…
Mike debía de saberlo.
Rachel se apretó las sienes con las manos, intentando pensar.
—Jennie, hay que llamar al comisario… —susurró—. Mitch y Eben están
heridos en mi establo.
Jennie se sobresaltó.
—¿Fue Kent? Entonces, tenemos que irnos allí para asegurarnos de que
no va a volver. Aunque creo que está huyendo. Que Dios me perdone, pero
espero que tenga ventaja.

Cuando Jennie llevó a Rachel al hospital, al sur de Toledo, las enfermeras


de la planta de urgencias no le permitieron pasar de la sala de espera. Los dos
hombres, gravemente heridos, habían sido trasladados hasta el hospital en
helicóptero, y no había sitio para que ella los acompañara. Cómo les habría
gustado a los niños ver aquel helicóptero, pensó, agotada, mientras
telefoneaba a Gabe para contarle todo lo que había ocurrido. Él dijo que
despertaría a los gemelos e iría a avisar a la familia de Eben. Finalmente, un
médico salió a explicarles que pasarían varias horas antes de poder conocer el
estado de los pacientes y su evolución.
—Volveré en un par de horas —le dijo Jennie de repente, mientras
rebuscaba en su bolso las llaves del coche—. No me gusta dejarte aquí sola,
pero tengo que ir a ver a alguien.
—¿Vas a ir a ver a Marci para explicarle lo que ha ocurrido?
—Su padre se encargará de eso.
—¿Vas a ir tras Kent?
Rachel vio cómo Jennie apretaba los labios.
—Jennie, ¿de qué va a servir que te enfrentes a Mike ahora? —le
preguntó Rachel, cuando entendió lo que iba a hacer—. Va a amanecer
pronto, y tú estás tan agotada como yo.
—Sí, va a amanecer pronto, y por fin, yo voy a enfrentarme a él. Va a
tener que mirarme a la cara y decirme por qué se marchó. Porque creo que
durante todo este tiempo, él ha sabido lo que hizo Kent.
—Entonces, voy contigo —dijo Rachel, y se puso en pie—. Si Mike es
inocente, porque no se puede confiar enteramente en lo que ha dicho Kent,
puede que se ponga furioso si lo acusas de algo así. O, si encubrió a Kent…
—Eso, posiblemente, lo convierte en cómplice de asesinato, aunque no
fuera premeditado.
—¿Qué? Yo sólo quería decir que si Kent está… desequilibrado, Mike
también podría estarlo. Jennie, yo creo que Mike lo sabía, pero no estoy
segura. Debería habértelo dicho, pero el día del cumpleaños de Laura trajo
rosas al establo, y las dejó justo en su tumba, pero yo no sabía que ella estaba
enterrada allí, y él me pidió que no te lo dijera… ¡Jennie!
Rachel siguió a su amiga por el pasillo hasta la calle. Había amanecido.
Rachel se levantó las faldas para poder correr tras Jennie por el
aparcamiento.
—Tengo que hacer esto yo sola, Rachel —le dijo Jennie, pero Rachel
abrió la puerta del copiloto y entró en el coche.
—No —le dijo a Jennie—. Tú me has ayudado mucho, y yo también te
voy a ayudar. No me entrometeré, pero no vas a ir sola.
Jennie asintió, cerró la puerta del coche y arrancó el motor.
Rachel vio a Mike Morgan salir al porche de su casa, en vez de
preguntarle a Jennie, en la puerta, por qué había ido a visitarlo. El hecho de
estar al otro lado del campo donde se encontraba la casa de Linc McGowan
hizo que se sintiera incluso más nerviosa. Mike miró fijamente hacia el
coche, donde ella estaba sentada. Al recordar que, al menos, él debía haber
avisado a todo el mundo de que Linc McGowan se dedicaba a seducir a
jovencitas, Rachel acercó la cara al parabrisas y le devolvió la mirada. Sin
embargo, en aquel campo que separaba ambas casas había un bosquecillo, así
que quizá Mike no hubiera visto entrar y salir a las chicas de casa de Linc. Y
Linc, como Kent, era muy hábil a la hora de cerrarles los ojos a los demás.
Con los brazos cruzados, se reclinó de nuevo en el asiento del coche.
Mike y Jennie bajaron del porche y se alejaron del coche, pero Jennie
había bajado las ventanillas por el camino hacia Clearview, y sus voces, al
principio bajas, pero después más altas, llegaron a los oídos de Rachel.
—No, no lo he visto y no lo tengo aquí escondido —le decía Mike a su ex
mujer. Su tono de voz no era defensivo, sino de preocupación.
—No sé por qué no lo has hecho, porque durante años lo has encubierto
por el asesinato de Laura. ¿No es cierto? ¿No es cierto? ¡Él la mató y la
escondió, y tú lo sabías! —gritó ella.
—Si tú también lo hubieras querido a él, en vez de estar tan obsesionada
con Laura, tú también te habrías dado cuenta —le dijo Mike—. Él se quedó
atormentado de dolor por lo que sucedió, igual que yo. Pero tú te limitaste a
construir aquel santuario para ella y nos excluíste. Aunque debías de saber
que estaba muerta, no quisiste aceptarlo. Y alguien tenía que ayudar al chico.
¡No iba a perderlo a él también, como perdí a Laura!
—Nosotros no perdimos a Laura. Nuestro propio hijo la mató, y
después…
—Él le dio una bofetada, y ella cayó de espaldas y se golpeó la cabeza,
Jennie —le dijo él, elevando la voz como Jennie—. Yo lo creo. Él no quería
matarla. Fue un accidente horrible, y yo lo salvé de que fuera a la cárcel,
aunque no pude salvar a Laura, ni nuestro matrimonio.
—No me extraña que no pudieras ponerte frente a mí —le dijo ella,
mientras daba unos cuantos pasos hacia atrás—. No me extraña que huyeras
como ha hecho Kent ahora. De tal palo, tal astilla. Pero ya veo que no sabes
que él ha matado a más gente desde entonces.
—¿Qué? ¿Qué estás diciendo?
—Ha matado a Sam Mast y a Linc McGowan. Necesita algo más que
ayuda, Mike, necesita que alguien lo detenga…
Dejaron de gritar y se volvieron al oír un coche. El comisario acababa de
llegar, y había aparcado detrás del coche de Jennie. Pensando que quizá el
comisario los hubiera buscado para avisarlos de que Eben o Mitch habían
muerto, Rachel salió del coche, temblando. Pero él levantó la mano para
indicarle que se quedara donde estaba, y siguió caminando hacia Jennie y
Mike. La mujer de Mike, que seguramente se había despertado con los gritos
y que tenía aspecto de estar agotada, salió al porche en zapatillas y bata, con
una taza de café entre las manos.
—Cuando me enteré de que no estabas en el hospital —dijo Tim Burnett
—, no tenía ni idea de adonde habías ido, Jennie, así que en realidad sólo
venía a ver a Mike.
El comisario se quitó el sombrero y comenzó a darle vueltas en las
manos. Después carraspeó tan alto que Rachel lo oyó desde donde estaba.
—¿Has encontrado a Kent, Tim? —le preguntó Mike, y dio un paso
adelante. Jennie hizo lo mismo. Los tres se quedaron inmóviles.
—Eso me temo —dijo el comisario con la voz quebrada—. También es
mi pérdida, y la de Marci y los niños. Lo siento, pero Kent se ha estrellado
contra ese árbol que hay junto a la carretera en Fremont. Iba a casi doscientos
kilómetros por hora, y los de la patrulla me han dicho que no había marcas de
que hubiera dado un frenazo, así que quizá lo haya hecho a propósito. Ha
muerto, Jennie, Mike. Y como he estado sumando dos y dos en todo esto…
—añadió, mirando a Rachel y después a ellos de nuevo—. No hay forma de
que todo esto no salga a la luz.
Rachel comenzó a andar hacia Jennie, y la mujer de Mike bajó del porche
y también se encaminó hacia él, pero ninguna de las dos hacía falta. Mike y
Jennie Morgan se abrazaron, llorando, para apoyarse el uno al otro.
Epílogo
24 de abril de 1999 Woodland, Ohio
—Rachel, viene una calesa por la carretera —le dijo Mitch.
Había estado luchando con los gemelos en la hierba húmeda de abril, y
los tres estaban hechos un desastre.
Rachel se puso la mano sobre los ojos a modo de visera antes de recordar
que sus gafas de sol eran tan útiles como la capota amish. Y sus nuevas
lentillas eran un milagro moderno, uno de los muchos de los que llevaba seis
meses disfrutando, el tiempo que había pasado desde que Kent había
intentado asesinarla.
—¡Es la calesa de Jacob! —le dijo a Mitch con entusiasmo—. Debe de
ser Sarah, pero no veo si trae al bebé.
Rachel se levantó su larga falda vaquera y comenzó a correr. Aún usaba
muy poco los pantalones, aunque le gustaban bastante. Sin embargo, había
ciertos cambios a los que no podía acostumbrarse tan rápidamente. Los niños
se habían habituado a llevar camisetas y pantalones vaqueros, aunque a
veces, Andy todavía seguía llevando su sombrero de ala ancha. Y Rachel
conducía de vez en cuando la calesa, y tenía la firme intención de cultivar
aquellos campos con los percherones. Los percherones estaban en la pradera
que había detrás de la casa, con Bett y Nann, hasta que se volvieran a montar
sus compartimentos después de la boda del día siguiente. El nuevo suelo del
establo, que Mitch y Gabe habían construido después de trasladar la
estructura, era tan suave y estaba tan limpio que parecía que lo habían pulido
a mano.
Cuando Rachel se acercó a la calesa, vio que Sarah sonreía de oreja a
oreja, aunque parecía que Jacob estaba muy nervioso. Sarah la estaba
saludando con una mano, y llevaba en el regazo una gran cesta. No parecía
que fuera la niña.
¡Apio!
Agarrándose las manos de alegría, Rachel corrió hacia la calesa.
—Hoy por ti, mañana por mí, Rachel —gritó Sarah—. Ya sabes que no
puedo venir mañana, así que quería ayudarte hoy con los preparativos. Ahí
detrás traigo casi un barril de apio, y otras cosas para tu mesa nupcial. No
quería traer botando a la pequeña Mary durante todo el camino, así que Annie
me la está cuidando en casa.
Sarah saltó de la calesa y le dio un abrazo a Rachel antes de que Jacob
hubiera atado las riendas.
—¿De verdad te vas a casar en tu viejo establo? —le preguntó Sarah con
los ojos abiertos como platos.
—Es un establo nuevo, para celebrar mi nueva vida y la de los niños —
dijo Rachel, y señaló el establo.
Su piel y su esqueleto se habían desmantelado, se habían lavado a presión
y después habían sido resucitados junto a la laguna de Mitch, enfrente de su
casa. Pese a que sus pasados fueran diferentes, los dos establos se acoplaban
perfectamente, pensó Rachel.
Cuando Mitch había despertado de la conmoción cerebral y del trauma,
ella le había regalado el establo. A cambio, él les había dado a ella y a los
niños su casa, se había mudado al edificio de la granja, con Gabe, y había
empezado a cortejarla. Y de otro modo que ella no había llegado a
comprender por completo, había aconsejado y cortejado a los niños, que lo
adoraban.
Rachel había dejado su granja y la fe de los amish, aunque les había
preguntado si sus hijos podían pasar algunos días de vacaciones al año entre
ellos, viviendo con Sarah y Jacob. Ella había elegido libremente después de
conocer los dos mundos, y quería que sus hijos pudieran hacer lo mismo.
Rachel saludó a Jacob, y los tres caminaron juntos hacia Mitch.
—Gabe y los gemelos están pescando en la laguna —le dijo Mitch a
Rachel, y después saludó a Sarah y a Jacob—. Es un honor que hayáis venido
a visitarnos. Sarah, ¿cómo está tu padre?
—Refunfuñón, como siempre. No me extraña que aquella bala fuera
directamente hacia él. Y, señor Randall…
—Mitch, por favor.
—Mitch —continuó Sarah—. Mi padre le agradece mucho que no haya
presentado cargos contra él. Aunque nuestra gente lo ha perdonado, todavía
se siente avergonzado por haber tenido que dimitir como obispo. En
confesión pública, ha dicho que fue un fracaso como cabeza de familia y
como cabeza de la Iglesia, pero yo lo conozco muy bien, sí. De todas formas,
me dijo que os saludara a los dos, eso sí. Y estoy segura de que os desea una
buena boda.
Mitch asintió solemnemente, casi como un amish, pensó Rachel.
—Los hombres que se recuperan en la misma habitación de hospital —
dijo Mitch— acaban por entenderse el uno al otro, al menos un poco.
Además, Eben y yo decidimos que está tan mal guardarle rencor a un hombre
muerto como a uno vivo.
Rachel se preguntó si Mitch estaba pensando en cómo había conseguido
aceptar su difícil pasado o si estaba pensando en Kent. Los cuatro se
quedaron en silencio durante un momento. Kent había muerto en el acto, pero
la historia del asesinato de Laura y de los otros crímenes que había cometido
Kent para mantener oculta su tumba eran del dominio público. Sin embargo,
Jennie Morgan no le había dicho a nadie que Mike sabía lo que había hecho
su hijo Kent tantos años atrás.
Rachel había vendido su casa y sus tierras a su cuñado, Zeb, para saldar
sus deudas con la familia de Sam. Eso había permitido que más amish de
Maplecreek se mudaran a Clearview. Jennie le había vendido su granja a otra
familia amish, y se había ido a vivir con su nuera Marci y con los niños.
Marci estaba muy poco en casa desde que había dejado el salón de belleza y
se había apuntado a la academia de policía de Toledo. Mike también ayudaba
mucho a cuidar de los niños. De hecho, pasaba tanto tiempo con Jennie y con
sus nietos, que su mujer lo había dejado, y ¿quién sabía qué podría pasar en el
futuro? Pero, por encima de todo, Jennie y sus nietos iban a ir a su boda, al
día siguiente.
—Ven a ver el establo —les dijo Rachel a sus amigos amish, mientras
tomaba del brazo a Mitch—. No lo vais a creer, pero ha anidado una nueva
pareja de búhos en las vigas.
Su anillo de compromiso brilló al sol de primavera, y la sorprendió.
Después de todo, nunca había llevado un anillo, y mucho menos uno que
brillara como el fuego.
—Oh, el establo está igual —dijo Sarah con la cesta de apio en la mano
—. Y estoy segura de que la vista desde la cúpula sigue siendo preciosa. Oh,
no quería decirlo así… no…
—Jacob y tú deberíais subir ahí juntos —le dijo Rachel—. Es nuestro
lugar favorito para besuquearnos.
Sarah se rió, y Jacob esbozó una sonrisa.
—El establo tiene una vida nueva —continuó Rachel—. Pero sigue
siendo el mismo.
Mitch le deslizó el brazo por la cintura y la abrazó. Junto a la orilla de la
laguna, Aaron tiró de la caña y sacó un pez que comenzó a saltar sobre la
superficie del agua, mientras Andy gritaba de alegría. Y en el prado verde
que había más allá, Nann y Bett rumiaban hierba mientras los percherones
dorados corrían libremente.
Fin

Anda mungkin juga menyukai