En lo más profundo
Prólogo
Clearview, Ohio
18 de septiembre de 1997
El viento gemía por las esquinas de la granja, y la paja formaba remolinos
en el patio. Rachel Mast se secó las manos en el delantal y miró por la
ventana de la cocina. Al observar las nubes grises que cubrían el cielo,
frunció el ceño. Tendría que encender pronto los faroles de queroseno. En
cuanto Sam volviera de desenganchar y dar de comer a los caballos, ella
serviría la cena caliente que estaba reservando. Mal tiempo, pensó, para su
vigésimo quinto cumpleaños. Aunque ellos estarían calientes y cómodos
aquella noche. Rachel había oído a Sam enseñarles la canción de felicitación
de cumpleaños a los niños, pero de todas formas, ella fingiría que estaba muy
sorprendida al oírla.
Tras ella, arrodillado sobre una silla, poniendo la mesa tal y como le
habían pedido, su hijo Aaron olisqueaba el pan recién cortado. Rachel lo
habría regañado si no hubiera estado preocupada por la tardanza de Sam.
Entonces vio a Andy, su otro niño de tres años y medio, por la ventana. No
estaba en el establo con su Daadi como se suponía que debía estar, sino
agachado, mirando alguna cosa del suelo junto a la puerta. ¿Por qué no lo
estaba vigilando Sam? Si el viento continuaba soplando de aquella forma, la
vieja puerta del establo podría romperse y caer sobre su hijo.
—Mamm, se me ha caído una cuchara —dijo Aaron, mientras el cubierto
chocaba contra el suelo de linóleo.
—Quédate ahí mismo y no te acerques a la cocina —le dijo Rachel,
mientras lo bajaba de la silla—. Voy a avisar a Andy y a Daadi.
El viento sacudió la puerta trasera cuando salió.
—¡Andy, ven aquí! —le dijo desde el porche. El miró hacia arriba, pero
no se movió. Una ráfaga de viento le quitó el sombrero de la cabeza y se lo
llevó, pero el niño no le prestó atención. La semana anterior hacía tanto calor
para estar a mediados de septiembre que Rachel todavía no les había hecho
cambiar sus sombreros de paja por los de fieltro negro de ala ancha de
invierno.
—¡Mira, Mamm! —le dijo Andy en el dialecto alemán que hablaban los
amish—. El búho del establo se ha comido la cabeza de un topo otra vez.
Para consternación de Rachel, el niño tomó el trocito peludo de muerte,
extendió el brazo y echó a andar hacia ella.
—¡Tira eso! Entra en casa y espera a que te lave. ¿Dónde está tu Daadi?
Él miró hacia la puerta del establo, y Rachel comenzó a andar hacia allí,
al mismo tiempo que señalaba hacia la casa.
—Me dijo que fuera a decirte que casi está listo —le dijo el niño.
De los dos gemelos, Andy había comenzado a hablar el primero, y mejor
que Aaron. Algunas veces parecía que traducía a su hermano. Era el mayor
de los dos, y el dirigente del par. Nadie, salvo Sam y ella, era capaz de
distinguir a los dos pelirrojos pecosos entre sí. Incluso Sam tenía que mirarlos
de cerca, a menos que Andy estuviera mandando y arrastrando a Aaron de un
sitio a otro. Pero, además de ser el jefe, Andy tenía la cara ligeramente más
redondeada.
—Si Daadi ya está listo, ¿por qué no viene? —le preguntó a su hijo en un
tono de voz seco.
Evidentemente, Andy debió de pensar que quizá se llevara un azote si su
madre se acercaba a él de nuevo, así que soltó el cuerpo del topo y se fue
corriendo hacia la casa.
Rachel se apresuró a abrir las puertas del establo. No sólo se le estaba
enfriando el pollo asado y el puré de patatas en la cocina, sino que además no
quería dejar a los niños solos. ¿Qué le ocurría a Sam?
Al entrar, le pareció oír unos pasos arrastrados, un profundo resoplido y
un ruido sordo. Chester, el enorme percherón canela que dirigía el tiro de
trabajo, salió del establo por delante de ella. Asombrada, Rachel dio un salto
hacia atrás. Después, se acercó al animal y lo agarró por la brida. ¿Sam ni
siquiera había tenido tiempo de quitarle el arnés?
Chasqueando la lengua para que el caballo la siguiera, Rachel volvió a
meterlo en el establo. Era obvio que Sam no había encendido el farol. Ella
esperó un momento para que se le ajustaran los ojos a la penumbra, pero
estaba más oscuro que la boca del lobo, pensó Rachel con un escalofrío.
El establo de los Mast, en Ravine Road, justo a la salida de Clearview,
Ohio, era una antigua construcción del tiempo de los peregrinos, pero ellos se
habían sentido entusiasmados al encontrar uno tan grande y tan bonito.
Algunas otras familias amish habían comprado granjas con casas mucho
peores que aquélla sólo por conseguir un establo sólido y resistente.
—Sam, ¿estás ahí? Chester se ha salido.
Mientras hablaba, metió al caballo en el compartimiento, junto a los otros
dos. Después, le quitó los arneses. Más allá de la zona de trillado, los dos
caballos de la calesa se movieron y piafaron de inquietud. Rachel intentó
calmarlos.
—Sehr gut, Bett. Sehr gut, Nann.
Parecía que los animales sentían que se aproximaba una tormenta. Incluso
los enormes percherones relincharon y se pegaron contra la pared, con los
ojos muy abiertos de miedo. Rachel le dio una palmadita a Chester en las
ancas antes de salir de su compartimiento y cerrar la puerta.
—¿Sam?
Rachel se sobresaltó al oír que la puerta trasera se cerraba de un portazo.
Probablemente, Sam había salido del establo justo después de enviar a Andy
a la casa, y por eso no la había oído. En aquel momento, acababa de entrar.
Sin embargo, no fue así. A ella se le encogió el estómago.
Mientras pasaba por la amplia zona de trillado hacia el granero,
observando las siluetas de los montones de heno, tuvo la sensación de que el
establo entero dejaba escapar un enorme suspiro debido a los embates del
viento. Rachel oyó el crujido de la veleta al girar sobre la cúpula y las
vibraciones del riel metálico de la polea del gancho con el que se elevaba el
heno por las alturas del establo hasta el pajar. Aunque los olores familiares
del grano, el heno, el polvo e incluso, el olor acre de los animales, la
reconfortaban, también percibía el olor del miedo de los caballos, y se
preguntaba si no sería el de ella misma.
Rachel se agachó cuando notó que algo le rozaba la cara y la cofia. Uno
de los búhos de la pareja que residía en el establo debía de haber entrado por
la puerta en vez de hacerlo por la ventana del pajar. El borde de sierra de sus
alas le permitía volar silenciosamente cuando se disponían a matar a su presa,
pero aun así, ella había sentido su presencia sigilosa. Se le erizó el pelo de la
nuca.
—¡Samuel Mast! ¿Dónde estás?
Entonces lo vio. El grito de Rachel se elevó por encima del gemido del
viento. Los caballos golpearon las paredes de sus compartimientos mientras
la lluvia comenzaba a repiquetear contra el altísimo tejado.
Capítulo 1
Clearview, Ohio
18 de septiembre de 1998
—Un año entero, un año entero —susurró Rachel mientras entrecerraba
los ojos para mirar al sol brillante desde el establo—. Te echo de menos,
Sam, pero tenía que seguir trabajando en este lugar por nuestros hijos.
Al principio, después del extraño accidente de Sam, ella tenía pánico de
entrar en el establo, pero con la ayuda de los hermanos amish, había
conseguido que la granja marchara. Poco a poco, había conseguido
reconciliarse con el lugar en el que él había muerto, aunque le había costado
todo un año.
El día de su vigésimo sexto cumpleaños, Rachel Mast intentó no pensar
en que en el cumpleaños anterior había encontrado el cuerpo ensangrentado y
sin vida de Sam. Aunque los regalos de cumpleaños eran mundanos, aquel
día se iba a conceder uno para sí misma: una hora de silencio antes de cruzar
el campo de calabazas para recoger a los niños de casa de su amiga. Tal y
como había hecho muchas veces en casa de su familia, iba a subir al pajar e
iba a tenderse sobre la paja fresca. Iba a leer de nuevo la carta de su hermana
Susan, que había recibido el día anterior. Su hermana continuaba viviendo en
la gran comunidad amish de Maplecreek, al otro lado del estado, de la cual
habían salido tres años antes los cuarenta y un miembros de la comunidad de
Clearview, en busca de tierras y granjas de precio asequible, para ellos
mismos y para sus hijos.
Rachel iba a descansar y a soñar.
Se quitó la capota negra y recorrió el establo descalza, de puntillas, como
si fuera un lugar sagrado. Se había quitado la capota y los zapatos sólo
porque quería aferrarse al verano. Aquel día parecía que el establo estaba
vacío, y no sólo porque Sam hubiera muerto allí, sino por que los percherones
estaban ayudando a otras familias, por turnos, en sus tierras. Al menos los
caballos de la calesa, los gatos y las palomas sí estaban allí para hacerle
compañía. Las palomas y las golondrinas habían muerto después de que los
búhos se hubieran marchado, la noche en que había muerto Sam.
Rachel colgó la capota en una de las perchas que había junto a la puerta
mientras les hablaba a los caballos, Bett y Nann, y después acarició a los
gatitos que estaban bebiendo leche en los cuencos que ella les había sacado.
Los gatos estaban a salvo, también, desde que los búhos se habían marchado.
Aunque Sam siempre había dicho que los gatos del establo no eran
mascotas, Rachel tenía debilidad por la madre de los gatitos, una gata
atigrada de color caramelo que tenía los bigotes hundidos en la leche. La gata
cojeaba a resultas de la lesión que había sufrido cuando Sam había caído
sobre ella. Rachel la había bautizado como Mila, por milagro, porque la gata
había sobrevivido a la horrible muerte de Sam. Mila había estado con Sam al
final, cuando ella no había podido acompañarlo.
Rachel se apoyó durante un instante contra la escalera del pajar, que
estaba sobre los compartimientos de los percherones. Con la frente posada
sobre uno de los escalones, se colgó de la escalera. Tenía que admitir que,
pese a lo ocupada que estaba, echaba de menos a Sam no sólo en los campos,
en el establo y en la casa, sino también en la cama. Sin embargo, sus
recuerdos eran cada vez más vagos, incluso aquellos de sus manos rápidas,
encallecidas, acariciándola por debajo del camisón, y la sensación de tenerlo
contra la piel, dentro del cuerpo.
Rachel sabía que Sam no había sido el amor de su vida, en parte porque
lo había perdido prematura y trágicamente. Pero lo conocía de toda la vida,
porque él se había criado en la granja de al lado. Era un hombre sólido,
completamente seguro de que la quería, así que acceder a casarse con él le
había parecido lo mejor que podía hacer. Además, la mayoría de sus amigas
ya estaban casadas, y ella se estaba acercando a los veinte años después de
haber estado enseñando en la escuela amish durante más de dos años. Aunque
ella adoraba a aquellos niños, sabía que había llegado el momento de tener
los suyos. Y el hecho de que los gemelos fueran niños y de que fueran a
necesitar su propia tierra para cultivar algún día era la razón por la que Sam y
ella habían dejado su hogar. Por esa razón y por algunas otras, Rachel no
podía volver a casa. Aquella granja de Clearview se había convertido en su
hogar.
Suspiró, subió por la escalera y se dejó caer entre el heno. Se estiró y
movió los dedos de los pies, pero volvió a sentirse tensa al oír el ruido de
unos cascos de caballos. Con cierta culpabilidad, Rachel rogó al cielo para
que la calesa pasara de largo. Sin embargo, aunque ella no estaba esperando a
nadie, sabía que no había ninguna granja amish más allá de la suya. Trepó
por entre las balas de heno hasta que llegó a la ventana del pajar y miró aquel
enorme cuadrado de cielo.
A través de aquella ventana, que permanecía cerrada durante el invierno,
se había subido al pajar la cosecha de heno desde las carretas. El pesado
gancho de metal con el que se elevaba la carga todavía estaba colgado de la
polea, y ésta del riel por el que discurría, en lo más alto del tejado. Rachel se
estremeció, sin saber con seguridad si el motivo era aquel gancho o los
cascos de los caballos.
No llevaba puestas las gafas, así que tuvo que entrecerrar los ojos para
ver.
—Oh, no —musitó al darse cuenta de quién, con casi toda seguridad,
estaría en aquella calesa.
Como la mayoría de los amish, Rachel sabía a qué familia pertenecía cada
calesa, pese a que todas tenían idénticas capotas negras, por el tamaño y el
trote del caballo. Sin poder evitarlo, deseó con todas sus fuerzas que fuera su
amiga Sarah Yoder quien hubiera ido a visitarla, y no el padre de Sarah,
Eben, el obispo de su pequeña comunidad de almas. No aquel día, no a solas,
y no en una calesa de las que los hombres jóvenes usaban para el cortejo.
Su primer instinto fue esconderse allí hasta que Eben se hubiera
marchado, pero la puerta trasera de la casa estaba abierta, y probablemente él
se preocuparía de que le hubiera ocurrido algo. Además, no servía de nada
esconderse de las cosas. Finalmente, siempre había que enfrentarse a ellas.
Todo el mundo de la comunidad amish de Clearview, y bastantes más en
Maplecreek, esperaba que Rachel Mast se casara con Eben Yoder.
Exactamente igual que cuando se había casado con Sam, era, evidentemente,
lo correcto. La gente decía que así se resolvían muchos problemas, y aquello
era cierto. Los amish tenían que casarse entre sí. Y casarse con Eben
solventaría sus dificultades financieras. Ya no necesitaría que los demás la
ayudaran, cuando ya estaban lo suficientemente ocupados con sus propias
casas y sus propios hijos. Eben estaba solo con seis niños, y los dos que tenía
Rachel daban mucho trabajo. Los niños y ella podrían mudarse a la granja
lechera de los Yoder, y alguna otra familia de casa, una que tuviera a un
hombre como cabeza de familia, podría comprar la granja de Rachel y unirse
a su pequeña comunidad.
Sin embargo, Rachel no quería casarse con Eben Yoder ni con ningún
otro en aquel momento, aunque fuera lo correcto.
Entrecerró los ojos de nuevo para ver con más claridad. Al cerciorarse de
que era Eben, a solas, el que se acercaba, se le cayó el alma a los pies.
Lentamente, bajó del pajar para saludarlo.
Eben Yoder tenía cuarenta y dos años, pero parecía que tenía diez menos.
El pelo rubio y abundante no había empezado a caérsele, aunque tenía
algunas canas en la barba. A pesar de que no era bueno enorgullecerse de las
cosas, él sabía que era un hombre guapo, musculoso de trabajar en la granja y
disciplinado de ordeñar las vacas a la misma hora todos los días. Y, como
Eben Mary se había marchado hacía ya tres años, la misma semana en la que
habían llegado a Clearview, él pensaba que había llegado la hora de casarse
de nuevo. Lo había dejado bien claro ante su comunidad, y además, ya no
tendría que volver a casa, a Maplecreek, para un cortejo rápido, aunque sus
hijos y los vecinos pudieran llevar a cabo el ordeño.
Deseaba con todas sus fuerzas que Rachel se convirtiera en su esposa y en
la madre de los cinco hijos que permanecerían en su casa después de que la
mayor de los seis, Sarah, se casara. Sam Rachel y él podrían tener más hijos
juntos. Él metería en cintura a sus dos gemelos, y la metería también en
cintura a ella, cuando se hubiera cambiado el nombre por el Eben Rachel
Yoder, porque era costumbre llamar a las mujeres amish por el nombre de sus
rnaridos.
Con su experta visión, Eben observó la propiedad de los Mast: tenía un
campo de cultivo a cada lado de la casa, y otro en la parte trasera.
Aproximadamente, cuarenta y cinco hectáreas. El establo era viejo, pero era
robusto. Tenía algunos parches de tejas marrones en el tejado, aunque las
paredes todavía conservaban el color rojo del que las pintaron los peregrinos
que lo construyeron. Al menos, tres de las paredes.
Desafortunadamente, la pared que daba a la carretera del pueblo estaba
cubierta con anuncios pintados que lo tentaban a uno para que probara los
pecados del mundo. Sobre un fondo amarillo había pintadas unas letras
blancas, con sombras negras, que formaban el nombre de una marca de
tabaco para mascar, y debajo en letras más pequeñas, decía que mascar servía
para calmar los nervios.
Eben Yoder soltó un resoplido y agitó las riendas. Desde luego, Sam
Rachel nunca le había calmado los nervios a él durante aquel último año,
mientras esperaba para cortejarla y casarse con ella. Incluso cuando Sam
Master y él habían dirigido el grupo que había emigrado a Clearview para
comprar granjas baratas y para librarse de las masas de turistas de
Maplecreek, le tenía echado el ojo a Sam Rachel.
Eben notó que la casa blanca no estaba repintada, pero los huertos y el
jardín estaban muy bien atendidos, sobre todo para ser otoño, cuando la
maleza se descontrolaba. Sam Rachel había trabajado mucho para mantener
aquel lugar en forma. Había plantado también un huerto de calabazas para
tener ganancias extras, aunque él no aprobara que lo hubiera hecho con ayuda
de su vecina gentil, que tampoco tenía marido. El hecho de que Rachel se
hubiera sobrepasado más de una vez haciendo trabajo propio de hombres y
mezclándose con los ingleses era una mala señal, pero él se encargaría de que
aquello terminara rápidamente. Bajo ningún motivo iba a permitir que su
segunda esposa fuera una rebelde como la primera.
Rachel salió del establo a saludarlo, sacudiéndose paja de la falda negra y
el delantal blanco. Estaba descalza y no llevaba capota, sólo la pequeña cofia
blanca. Las mujeres no llevaban capota dentro de las casas, entre la gente,
pero fuera, no llevarla era casi como estar desnuda. A Eben se le aceleró el
pulso. Apretó con fuerza los pies contra el suelo de la calesa, como si tuviera
frenos.
Entró en el camino de gravilla de la granja y tiró de las riendas. Aunque
era el interior de las personas lo que importaba, el exterior de Sam Rachel
Mast también era muy bueno. Tenía un rostro ovalado y precioso, aunque
últimamente se había quedado muy delgada. Rápidamente, Eben se sacó el
reloj del bolsillo y lo abrió. Buena hora. Había llegado hasta allí en veintiséis
minutos. Los chicos empezarían a ordeñar en media hora. Pensó en recordarle
a Rachel que no iba a poder supervisar el ordeño aquella tarde, para que ella
se diera cuenta de lo importante que era aquella visita para él.
—Un bonito día de final de verano —dijo ella, a modo de saludo.
—Sí, verdaderamente.
Rachel tenía el pelo del color de la miel oscura, y el sol le arrancaba
brillantes reflejos rojizos. Tenía los ojos verdes como la hierba. Cuando
llevaba los anteojos para leer la Biblia o el libro de los himnos, su mirada le
recordaba a Eben a la laguna que había en su propiedad. Eben no había vuelto
a nadar desde que era un niño, pero le gustaría nadar en aquellos ojos.
—Sam Rachel —le dijo él, mientras bajaba del coche de un salto—.
Tengo buenas noticias.
—Eso siempre viene bien.
—Le he dado a Jacob Esh permiso para casarse con Sarah —le dijo él,
asintiendo—. La primera boda que se celebrará en nuestra iglesia de
Clearview.
—Eso es maravilloso. Han esperado mucho tiempo. Pero si se casan antes
del verano que viene, tendrás que comprar el apio.
—Bueno —respondió él, aliviado porque Rachel parecía más feliz en
aquel momento que hacía un minuto—, se casarán en enero, así que tendré
que comprar unos doscientos manojos en el SuperMart.
Los dos se rieron durante un instante. La crema de apio era uno de los
platos tradicionales de las bodas, y los manojos se usaban también como
centros en la mesa nupcial.
—Jacob ha esperado pacientemente a Sarah durante todos estos años,
mientras ella ayudaba a organizar el caos que su madre dejó atrás —dijo
Eben, carraspeando—. Así que yo apruebo que se casen pronto. Eso ayuda a
crear una unión sólida, creo. No tiene sentido que una pareja espere si los
miembros son maduros y se sienten seguros.
Rachel movió los dedos nerviosamente y asintió, y en aquel momento, él
recordó que le había llevado un regalo y se volvió hacia la calesa para
sacarlo.
—Te he traído algunos de los bulbos que Sarah comienza a plantar en
otoño para disfrutar de ellos en primavera —dijo él, tendiéndole una bolsa.
Sus dedos se rozaron ligeramente—. Azafrán de primavera, y esas otras
flores que huelen tan bien…
—Jacintos —dijo Rachel mientras tomaba la bolsa y los dos caminaban
hacia el porche. No había necesidad de decir gracias o por favor entre los
amish, porque el significado de aquellas palabras se sobreentendía. Era lo
mismo que desearle a alguien felicidad por un compromiso o una boda.
Rachel le señaló la mecedora más grande para que se sentara. Eben se dio
cuenta de que tenía polvo, pero de todas formas se sentó, sin hacer ningún
comentario ni quitárselo con el pañuelo. Ella le preguntó si quería tomar
algún refresco, pero él quería pasar rápidamente aquella parte y respondió
que no.
—¿No están aquí los niños? —preguntó él, moviéndose en la mecedora y
haciendo que crujiera.
—Están en la casa de al lado. Tengo que ir a buscarlos para la cena.
—Vaya, no ves los peligros, ¿verdad?
Ella frunció el ceño, probablemente sin darse cuenta.
—Jennie está cuidando a sus dos nietos, y ellos juegan muy a gusto con
los gemelos —dijo Rachel—. No pago a Jennie Morgan por cuidarlos, sino
que le hago pasteles y le doy verduras y frutas en conserva.
—Antes, Sarah cuidaba de los gemelos —dijo él, muy seriamente.
—Pero tiene media hora de camino para llegar hasta aquí, y media hora
más para volver a casa. Y es obvio —protestó ella— que va a estar mucho
más ocupada de lo que ha estado hasta ahora.
—Los Troyers o los Lapps podrían ayudarte.
—También tienen un camino largo hasta aquí. Esto funciona bien por el
momento, Eben.
Él se ajustó el sombrero a la cabeza y plantó los pies con firmeza en el
suelo.
—Por el momento, Rachel. Creo que debería haber algunos cambios.
Ella también se sentó más erguida. Se le movieron las aletas de la nariz
como si estuviera olisqueando el viento. Eben había cazado lo suficiente
como para conocer aquella mirada, aquella alarma, aquella cautela y aquella
rigidez del que esperaba y escuchaba. Estaba lista para saltar. Pero, pese a
todo, él iba a disparar a matar muy pronto.
Eran casi las nueve cuando Rachel, finalmente, consiguió que los
gemelos se quedaran dormidos. Sin embargo, sabía que ella no conseguiría
conciliar el sueño, y no estaba dispuesta a perder el tiempo acostada si no
podía dormir. Decidió bajar a la cocina a hacer la colada. No había peligro de
que el ruido de su vieja lavadora, accionada por un motor de gas que le había
instalado Sam, despertara a los niños. Dormían como muertos.
Sacudió la cabeza al darse cuenta de la expresión que había utilizado,
aunque sólo fuera mentalmente. Había comenzado a entender mucho mejor
por qué Jennie y Kent no querían hablar ni pensar en que habían perdido a
Laura. Rachel había oído decir que, al menos, el comisario había investigado
mucho para encontrar a la niña desaparecida, aunque finalmente no había
podido resolver el caso. Los gentiles, sin duda, exigían investigaciones y no
las atajaban.
—Pero debemos aceptar las cosas —se dijo—. Aceptarlas y continuar.
Cuando Eben se convirtió en el obispo de la comunidad, justo después de
que su mujer hubiera abandonado a su familia, meses antes de que Sam
hubiera muerto, había dado un sermón entero sobre aquel tema.
—Aceptar la voluntad de Dios —susurró Rachel al recordar el mensaje
—. La caída de un gorrión es voluntad de Dios, aunque nosotros no
entendamos nuestras propias caídas ni queramos aceptarlas.
Rachel suspiró y puso dos enormes ollas de agua a calentar. Después
comenzó a separar la ropa para meterla en la lavadora. Mientras hacía la
primera colada, se puso a colocar todos los tarros de conservas que tenía en
las estanterías de la cocina. Después, sacó la ropa con el mango de una
escoba y la echó en un barreño de agua limpia para aclararla. La dejaría allí
hasta el día siguiente. Debía de haberse hecho tarde, pensó, así que quizá
debiera acostarse e intentar dormir algo.
Antes de salir de la cocina, apartó la cortina de la ventana y miró hacia
fuera. El establo tenía un aspecto oscuro y amenazante a la fría luz de la luna,
y proyectaba su sombra sobre la casa. Y entonces, Rachel escuchó un ruido.
¿Un crujido? ¿Un golpe?
Se le puso la carne de gallina, y aunque siguió mirando, no vio nada. Sin
embargo, ella había oído un golpe, seguido del sonido de unos pasos, y no
desde la habitación de los niños.
Rachel recorrió toda la casa apresuradamente, mirando por las ventanas a
la noche oscura, y dándose cuenta de por qué los hogares ingleses tenían
luces externas. Mientras iba de una ventana a otra, alguien llamó a la puerta.
Una sombra oscura se movió desde el porche a una de las ventanas y miró
hacia dentro, con las dos manos elevadas hasta la cara. La figura llevaba
pantalones y un abrigo, como los hombres amish. No llevaba sombrero, pero
tenía el pelo cortado a la altura del cuello, como Sam…
Atrapada en aquella pesadilla, Rachel tuvo ganas de gritar, de huir, pero
tenía la sensación de que los pies se le habían vuelto de plomo. La figura dio
un golpe en el cristal y le hizo un gesto para que se acercara a la puerta.
Aquella cara…
Era Jennie, con su nuevo traje de pantalón azul marino. Debía de haber
aparcado en el camino de gravilla. Aquel golpe había sido la puerta de su
coche, y los pasos eran los suyos mientras recorría el porche.
Rachel descorrió el cerrojo de la puerta y abrió.
—He visto tu luz encendida, y sé que es demasiado tarde como para que
estés despierta —le dijo Jennie.
Con el corazón todavía acelerado, Rachel la miró y consiguió decir:
—Es sólo que nunca viene nadie por la puerta delantera. Me has dado un
susto.
—Lo siento, pero ¿estás bien? Sé que te acuestas temprano, y al ver tu luz
encendida cuando pasaba en coche, me pregunté si alguno de los niños se
habría puesto enfermo. O tú —añadió, observando el rostro de Rachel—. Sé
que hoy has debido estar disgustada.
—No, no, estoy bien —dijo Rachel. Se apartó y le cedió el paso a su
amiga. Después, la condujo por la casa oscura hasta la cocina. Rachel tomó el
farol del cuarto de la colada y lo puso sobre la mesa—. ¿Te apetece un café, o
un chocolate caliente?
—No, gracias. He ido a Country Kitchen a cenar con mis compañeros del
coro, después del ensayo. Bueno, dime, ¿estás bien?
—Sí, es sólo que no podía dormir —respondió Rachel. No sabía si decirle
que el sombrero de Sam había reaparecido, porque no quería que su amiga
pensara que estaba loca.
—En realidad —dijo Jennie, mientras se sentaba—, también me moría de
curiosidad por que me hablaras de la visita de Eben y de tu hombre
misterioso.
—No es mi hombre —protestó Rachel, y se dio cuenta de que la voz le
había sonado estridente—. Ninguno de los dos lo es, y quiero que las cosas
sigan así.
—¿Sabes? Por mucho que a los demás les parezca que estás destinada a
casarte con Eben Yoder, yo estoy de tu parte —le aseguró Jennie, y le cubrió
la muñeca con la mano.
—Tú eres la única. Las cosas se van a poner difíciles para mí cuando se
sepa en la iglesia que no voy a casarme con él.
—¿Te rechazarán?
—No, no es eso, pero ya sabes lo mucho que nos necesitamos los unos a
los otros en esta pequeña comunidad. Es cooperación, no la vieja competición
norteamericana. De todas formas, algunas veces estoy convencida de que casi
podría llevar la granja sin ayuda si no estuviera tan mal visto que una mujer
haga el trabajo duro, el trabajo de los hombres. Y si tuviera mi tiro de trabajo
todo el tiempo.
—En otras palabras, la discriminación sexual está viva y coleando
también en la comunidad amish —refunfuñó Jennie.
—No, no es eso. Todo el mundo hace su papel, cumple con su función
como parte de un todo. Pero, pase lo que pase, no quiero dejar esta granja.
Quiero quedarme por mis hijos, porque era el sueño de Sam, y estoy segura
de que podré conseguirlo si me dejan, y si tú sigues ayudándome con los
niños hasta que empiecen el colegio, el año que viene. Después, cuando
crezcan un poco, podrán ayudarme con la granja.
—Si os fuerais, yo os echaría mucho de menos —dijo Jennie—. Pero
también entendería que quisieras cambiarte a una casa más grande como la de
Eben, y empezar de nuevo.
Rachel tiró de la mano para zafarse de la de Jennie.
—Creía que lo entendías. Yo ya tuve un nuevo comienzo en mi vida, y
sucedió cuando vine a vivir aquí.
—Está bien, está bien —le dijo Jennie conciliadoramente—. Lo entiendo.
Pero entonces, aparece ese hombre que ha venido a ver el establo. Creo que
he leído algo de eso en el periódico. Es un tipo que desmantela establos, y
seguro que le saca todo lo que puede a la gente —añadió, frunciendo el ceño
—. No quiero perder a mi mejor amiga, a mi vecina y a sus gemelos, a los
que quiero como a mis nietos. Al menos, sé que tú nunca le venderías el
establo, sobre todo después de que Sam…
—Claro que no, pero Mitch Randall me ofreció un buen dinero.
—¿De veras?
—Veinticinco mil dólares. Y me sugirió que hiciera algunas reparaciones
en las vigas, en el suelo…
—Que probablemente te descontará del precio que te dijo. Mira —le dijo
Jennie, que estaba más enfadada a cada segundo que pasaba—. Yo sé otro
modo de proteger el establo de tipos como ése. Hay gente sin escrúpulos que
busca viejos establos, los despedaza y vende la madera.
—Yo no he dicho que Mitch Randall no tuviera escrúpulos —protestó
Rachel, asombrada al darse cuenta de que ella también se había enfadado—.
Sólo que fue un poco insistente, y muy interesante… y muy interesado,
quiero decir.
—Astuto, diría yo. Pero estaba pensando —intervino Jennie— en que
podrías preservar el establo de otra manera. De una manera que mantendría
alejados a los intrusos.
—¿Cómo?
—Conozco a un señor llamado Lincoln McGowan que va a mi iglesia. La
gente lo llama Linc. Es profesor en una universidad del sur de Ohio, pero está
de año sabático. Hace mucho era el profesor de historia del instituto de
Clearview. Su madre está en el asilo del pueblo, y él la lleva a la iglesia todos
los domingos. Ha empezado a cantar en el coro, y tiene una hermosa voz de
barítono.
Rachel la escuchaba con atención, asintiendo, aunque no sabía con
seguridad adonde se dirigía.
—Pero lo más importante es que Linc ha llevado a cabo algunos
proyectos con el Departamento de Conservación Histórica de Ohio, y
podríamos preguntarle si tu granero cumple los requisitos para recibir el
certificado de edificio protegido. Una vez que lo tuviera, nadie podría intentar
comprártelo. Ellos preservan las cosas tal y como son, pero por supuesto, te
permitirían hacer las reparaciones necesarias para que tú continuaras
trabajando en él.
—Pero eso atraería a muchos visitantes, ¿no? Una de las razones por las
que nos marchamos de Maplecreek fue que los turistas nos acosaban.
Algunas veces, parecía que éramos animales del zoológico, aunque también
tengo que decir que algunos hermanos sacaban provecho de los dólares de los
turistas.
Jennie sacudió la cabeza.
—Aparte de Linc, probablemente vendría a visitarlo un comité, pero
después de eso, registrarían el edificio y quedaría protegido. Ninguno
queremos que venga gente a fisgonear por aquí. La gente de protección del
patrimonio no están interesados en el aspecto comercial de los edificios,
como Mitch Randall.
—No sé. Tendría que pedir permiso —le dijo Rachel—. Al menos, los
amish sí creen en la conservación de las cosas antiguas, y en el vive y deja
vivir. El comité de conservación tendría que entender que los establos amish
son más fábricas que museos —dijo, y se dio cuenta de que acababa de citar a
Mitch.
Rachel dejó escapar un suspiro tan grande que pareció que se desinflaba,
pero el hecho de tener a Jennie allí también la animaba. Una de las cosas que
más echaba de menos al haber perdido a Sam era tenerlo para hacer planes
con él y poder consultarle cuando había algún problema, incluso cuando, a
veces, discutían por los niños.
—No puedo responderte por ahora, pero te doy las gracias por ser una
amiga —dijo Rachel, parpadeando para que no se le cayeran las lágrimas. De
repente, se sintió agotada.
—Sólo una amiga gentil —dijo Jennie con una mirada adusta,
encogiéndose de hombros.
La subasta del sábado por la mañana fue incómoda. Eben actuaba como si
ya fueran una familia, les daba órdenes a los niños y se pegaba a las faldas de
Rachel como un abrojo, cuando lo normal entre los amish era que las mujeres
y los hombres fueran cada uno por su lado. Los hombres se ponían a la cola
para recoger el número de la subasta, o a mirar la maquinaria antigua de la
granja, y las mujeres se reunían alrededor de los muebles y los cacharros de
cocina.
Eben envió a su yerno, Jacob Esh, a recoger el número, y siguió
escoltando a Rachel a todas partes. Ella se sentía como si estuviera en
exposición, como si fuera alguna cosa que Eben quisiera comprar. Muchos de
los amish los miraban, y algunas de las mujeres le guiñaban el ojo sabiamente
a Rachel, o asentían. Rachel aún no había tenido tiempo de explicarle a
Sarah, la hija de veintidós años de Eben, que la quería mucho y que quería
ayudarla a preparar su boda, pero que no tenía intención de casarse con su
padre. Era imposible estar a solas con alguien que no fuera Eben.
La situación empeoró cuando los niños se soltaron de las manos de Eben
y fueron a darle un abrazo a Jennie y a Kent, y a charlar en inglés con sus
amiguitos Jeff y Mike.
—Linc McGowan está aquí, y quiero que lo conozcas —le dijo Jennie.
—Quizá en otro momento —respondió Rachel, sacudiendo la cabeza.
Jennie asintió rápidamente. Era obvio que se había dado cuenta de que no era
el momento oportuno. Se inclinó a hablar con los gemelos y los envió de
vuelta con su madre.
Eben parecía un profeta del Viejo Testamento preparado para anunciar el
fin del mundo. Rachel estaba segura de que las cosas no podían ir peor, pero
entonces vio a Mitch Randall no muy lejos. Estaba al otro lado de la valla,
cerca de unas puertas y una barandilla de madera tallada, y Rachel se dio
cuenta de que la había estado observando.
Mitch se volvió hacia las puertas de madera para que no pareciera que
había estado mirando a Rachel Mast, pero sabía que ella lo había visto. Él la
había visto llegar a ella, con un hombre fornido de pelo rubio, en una gran
calesa, así que Mitch se preguntó si estaría comprometida o incluso si se
habría casado de nuevo. O quizá fuera su hermano. No importaba. Aquél no
era asunto suyo.
Él odiaba las subastas de las granjas, y al mismo tiempo le encantaban.
Para él significaban la ruina de otra familia granjera, algo que conocía muy
bien, pero al mismo tiempo, necesitaba rescatar lo que pudiera. Para empezar,
aquellas puertas se podían restaurar. Pero mientras observaba el precioso
roble labrado del que estaban hechas, vio otra puerta, una que su abuelo había
cerrado en las narices de un hombre hacía veinticinco años, cuando Mitch
tenía sólo ocho.
—¿Qué ha dicho esta vez? —le preguntó la abuela de Mitch. Había
estado en la esquina del salón, agarrando por los hombros a su nieto para que
no pudiera correr a estar con su abuelo.
—Me ha llamado viejo estúpido y me ha insultado. Tenía un papel, un
aviso de expropiación —había murmurado el abuelo—. Me ha dicho que si el
estado o el país quieren este lugar, no tenemos derechos, y que hará que me
arresten. De todas formas, no pienso firmar.
—¿Qué significa eso? —había preguntado Mitch, con un nudo en el
estómago.
Sus abuelos debían de haberle ocultado aquello, debían de haber pensado
que no podía ayudar. Llevaban semanas susurrando, y él pensaba que había
hecho algo malo. Mitch recordaba la cara cruel de aquel hombre, su enemigo,
pero se convirtió en la de su propio padre, que lo había abandonado allí.
—Significa que puede venir al estado y hacer una carretera por las tierras
de un hombre y destrozarle la vida —había tronado el abuelo. Mitch notó que
su abuela le apretaba los hombros al oír jurar a su abuelo, ¿o era que se estaba
estremeciendo?
—Russ, ¿dónde vas? —gritó ella, y corrió tras él a la habitación donde el
abuelo guardaba todas sus cosas—. ¿Qué vas a hacer con eso?
—Voy a hacer justicia de la única forma que un hombre puede hacerlo,
voy a maldecir sus papeles y sus abogados, tal y como él me ha maldecido a
mí. No voy a hacer esto por nosotros, Ellen, ni siquiera por Mitch. Es por los
otros granjeros, esos a los que los chicos de ciudad creen que pueden pisar a
su antojo.
—¡No te lleves el rifle al pueblo!
Sonó un portazo, y después, sollozos. Cuando el abuelo salió de la
habitación con el rifle, miró a Mitch, y Mitch se dio cuenta de que había
estado llorando. Y también escuchaba el llanto de la abuela.
—Incluso cuando no hay nada que un hombre pueda hacer, hijo, tiene que
hacer algo. Nunca lo olvides —le dijo su abuelo. Después salió por la puerta
trasera y se fue hacia el pueblo en la furgoneta.
Desde aquel horrible día en adelante, sobre todo durante el juicio de su
abuelo y la enfermedad final de su abuela, Mitch había sentido sobre los
hombros la carga de la pérdida y el miedo a perder más, a perderlo todo.
Primero, su madre en aquel accidente de tráfico, después el abandono de su
padre, y por último aquello…
Le dio un puñetazo a la puerta, y el ruido hizo que volviera a la realidad.
Se obligó a mirar a la otra gente, a los que estaban allí en aquel momento.
Todos estaban preparados para devorar los tesoros de otra familia. Al menos,
los amish, los menonitas y la gente a la que ellos llamaban ingleses estaban
allí para comprar las cosas de otro granjero que no lo había conseguido. Los
Blake, los dueños de aquella granja, se habían ido más silenciosamente que
sus abuelos. Una apoplejía había dejado paralizado al granjero y lo había
sentenciado a convalecer en un centro especializado hasta su muerte, y la hija
iba a llevarse a su madre a vivir con ella cerca de Chicago, pese a que la
mujer no quería.
Aun así, Mitch lo entendía y lo aceptaba, incluso se ganaba la vida, en
parte, con aquel tipo de cambios. Sin embargo, no le gustaba el hecho de
borrar el pasado. Aunque la mayor parte de las granjas que sobrevivían
crecían más y más, usaban los que Mitch llamaba cultivos basados en la
química. Una de las muchas razones por las que admiraba a los amish era que
ellos sólo utilizaban fertilizantes naturales para sus cultivos, y aún así,
conseguían cosechas más grandes que las de las granjas modernas.
Los sentimientos de Mitch por los amish en general eran una de las
razones por las que él quería ayudar a la joven viuda, si todavía era viuda.
Intentaba convencerse de que no era nada personal.
La subasta comenzó con la venta de las pequeñas cosas domésticas y
continuó con el mobiliario, entre el cual había algunas antigüedades. Mitch
pujó por la barandilla y la adquirió para un establo que estaba convirtiendo en
casa en Wood County.
Después, sintió una oleada de entusiasmo entre los amish cuando
comenzó a subastarse la maquinaria vieja y oxidada. La presión de la
muchedumbre lo empujaba hacia Rachel, que estaba junto al hombre rubio y
a una joven pareja. Cuando estuvo muy cerca, a sólo una persona de ella, oyó
que estaban hablando en alemán entre ellos, así que no entendió nada de lo
que decían.
Entonces se dio cuenta de que habían comenzado a subastar las tres
puertas de madera de roble.
—Cincuenta dólares por el lote —dijo él, levantando la paleta de madera
con su número.
—Cincuenta dólares por estas preciosas puertas antiguas del número
veintisiete —dijo el subastador con su interminable cantinela—. ¿He oído
cincuenta y cinco?
Para sorpresa de Mitch, el hombre que estaba con Rachel, dijo:
—Cincuenta y cinco.
Entre los dos, rápidamente elevaron la puja hasta setenta y cinco. Mitch
estaba empezando a perder la pista porque Rachel, que evidentemente había
reconocido su voz, le estaba lanzando rápidas miradas de reojo. Ella tenía que
volver la cabeza entera a causa del borde de la capota. Parecía que estaba
inquieta por algo. Él se preguntó si aquellas puertas serían para su vieja casa.
Valían más de cien dólares, y él era muy competitivo, pero por alguna
razón, Mitch lo dejó. El hombre amish las consiguió por ochenta y cinco
dólares, y se alejó de Rachel para acercarse al subastador con el dinero.
Entonces, entre la gente, Mitch se dio cuenta de que Rachel tenía a cada
mano a un niño pelirrojo. Los dos pequeños iban vestidos exactamente igual,
y eran idénticos. Probablemente, no tenían más de cinco años, la edad a la
que su padre lo había dejado con sus abuelos y no había vuelto más.
Rachel se volvió hacia él en aquella ocasión, y Mitch se hundió en sus
ojos verdes mientras ella le hablaba en inglés.
—Son para una casa nueva. Su hija se casa este verano —le explicó, y
señaló con la cabeza a la mujer joven que había seguido al hombre—. Le
agradezco que no haya elevado el precio.
Mitch se sintió tremendamente aliviado. No parecía que ella estuviera
casada con el tipo.
—No tiene que agradecérmelo —respondió él—. Son unas buenas
puertas. De nada. Acerca de las fotografías de su establo… ¿podría ir…?
—¡Sam Rachel! —una voz estentórea los interrumpió—. Trae a los niños,
y entre todos nos llevaremos las puertas.
—Si no pueden meterlas a la calesa y necesitan que se las lleve… —
comenzó a decir Mitch, dirigiéndose todavía a Rachel. Obviamente, el
hombre lo oyó. Y, como quisiera desafiar a Mitch para que dijera algo más, le
lanzó una mirada asesina. Después asintió a modo de saludo. Mitch asintió
también, estiradamente.
—No, gracias —dijo Rachel, mientras tiraba de los niños—. No
necesitamos ayuda del exterior.
Mitch la miró mientras se perdía entre el mar de capotas negras y
sombreros de ala ancha. Había entendido claramente el mensaje, pero ella era
una de las mujeres más fascinantes a las que había conocido, y quería ver
aquel establo más personalmente.
Capítulo 4
El lunes por la mañana, cuando Rachel estaba con los gemelos
arrancando malas hierbas del huerto, vio que se acercaba una calesa tirada
por uno de los caballos de los Yoder, y pidió al cielo que no se tratara de otra
visita de Eben.
Afortunadamente, a medida que la calesa se acercaba, Rachel distinguió a
su amiga Sarah sobre el pescante. Les pidió a los gemelos que continuaran
con el trabajo y se acercó al camino de gravilla.
—¡Qué sorpresa más agradable! —dijo Rachel.
La hija mayor de Eben era bajita, algo regordeta y muy rubia. Era una
gran trabajadora, con una personalidad estoica, y había pospuesto su propia
boda para hacerse cargo de la familia y cuidar a sus hermanos pequeños. Su
hermano Dan tenía dos años menos y la ayudó cuando Eben Mary tuvo una
crisis nerviosa y huyó.
Sin embargo, Sarah, la misma chica que estaba tan contenta en la subasta
y en la misa el día anterior, aquel lunes tenía una expresión sombría.
—¿Va todo bien? —le preguntó Rachel, alarmada al ver que Sarah ni
siquiera se bajaba de la calesa.
—Tengo cosas que hacer en el pueblo. Jacob me está esperando allí. Ésta
es su calesa.
Sarah se quedó callada, mordiéndose el labio, y Rachel esperó a que le
dijera algo más.
—¿Y?
—Y el obispo me ha dicho que parara en tu casa y te dijera una cosa.
A Rachel se le encogió el estómago y se apretó la mano contra el delantal.
Un decreto, no de Eben el hombre, sino del obispo. Sarah sólo le llamaba así
cuando estaba enfadada con él. Rachel se sintió mal por que Sarah se viera en
mitad de todo aquello.
Finalmente, la chica dijo:
—Se ha llevado a los percherones de casa de los Lapp a nuestra casa,
Rach. Ha dicho que era para que descansaran y para darles de comer.
—Pero él me dijo que tus hermanos vendrían a traerlos a media mañana y
que me ayudarían a arar y a plantar el centeno de primavera —protestó
Rachel ligeramente, intentando mantener la calma—. ¿Están bien Dan y Ben?
Sarah asintió. Estaba ocurriendo algo, pero Rachel no lo entendía.
—Me ha dicho —continuó Sarah— que confiara en él, que confiara en
sus decisiones, y que todo se haría bien. Mira, será mejor que me vaya al
pueblo.
—Claro, pero avísame cuando estés lista para planear la boda, ¿de
acuerdo? Y, ¿podrías venir el día antes del baile del establo de este fin de
semana? Es el modo perfecto para comenzar tu rumspringa.
El rumpspringa era una temporada de la que todos los amish disfrutaban
en su adolescencia. Podían tener citas, salir hasta tarde por las noches… y
muchos iban más allá. Probaban cosas prohibidas, como las películas, las
radios, el tabaco, la bebida. En aquellos días, algunos incluso probaban las
drogas. Los amish querían asegurarse de que, cuando un miembro pedía el
bautismo, estaba seguro de lo que hacía y sabía las cosas mundanas a las que
tenía que renunciar, porque romper aquellos votos significaba el rechazo de la
comunidad.
Pero aquel momento tan importante también significaba que la Iglesia
quería ofrecerles a los más jóvenes alguna actividad ocasional que les
resultara atractiva, y casi sin supervisión. Justo antes de que Sam muriera, los
Mast habían sugerido que se celebrara una fiesta en su establo, aunque se
había pospuesto un año entero. Recientemente habían invitado a otros amish
de las comunidades cercanas. Incluso algunos de los niños de Maplecreek
irían en un coche alquilado.
Rachel vio que una sonrisa le iluminaba la cara a Sarah.
—Rach, ¿estás segura de que todavía quieres hacerlo? ¿Ahí? —le
preguntó Sarah, señalando el establo.
Rachel asintió.
—Sam dijo que debíamos hacerlo para darles a los demás una ocasión
para el cortejo. Yo estoy deseándolo, sobre todo por ver a los niños de
Maplecreek. Incluso tu padre dijo que sí.
Ante la mención de su padre, el rostro de Sarah se tornó serio de nuevo.
—Tengo que irme —dijo la muchacha, y levantó las riendas.
—Sarah —le dijo Rachel—. ¿Te dijo tu padre cuándo iban a venir los
chicos con los percherones? Creo que después de pasado mañana comenzarán
las lluvias…
Pero su voz se vio ahogada por el ruido de los cascos del caballo mientras
la calesa se alejaba.
Rachel se quedó observando cómo su amiga se iba hacia el pueblo.
Después miró el campo que tenía que sembrar, y decidió que los percherones
llevaban demasiado tiempo lejos de casa.
Aaron luchó por abrir los ojos. Al menos, era Mamm la que estaba allí, y
no Daadi, porque había empezado a darle miedo. Mamm se sentó en el suelo,
a su lado, y lo abrazó.
—No pasa nada —le dijo ella mientras lo mecía—. No te asustes, no pasa
nada.
Él se secó las lágrimas y se acurrucó contra ella. Mamm lo abrazó durante
mucho tiempo, y le canturreó con la voz dulce. Al final se le quebró la voz y
dejó de hablar, pero él no quería que se callara. A él le gustaba cómo su voz
llenaba el aire. Sería mejor que se lo contara todo.
—Ha vuelto al establo con los caballos —dijo—. Daadi quiere que salga
y que le ayude a darles de comer, pero ahí fuera está muy oscuro.
Cuando Mamm intentó hablar, al principio no pudo.
—Sólo ha sido un sueño —le dijo por fin, después de carraspear—. Hoy
has visto a Mamm arando, y me has oído preguntarle a Jennie si ella les había
puesto el heno a los caballos, y eso te ha recordado a Daadi, eso es todo. Pero
eso es un sueño y un buen recuerdo. Te has acordado de Daadi en el establo,
con los caballos.
Aaron no quería disgustarla, pero sacudió la cabeza fuertemente contra su
pecho.
—Está enfadado contigo, Mamm, porque tú estás haciendo su trabajo. Él
es el jefe, no tú.
Ella lo abrazó con más fuerza.
—Yo… sé que él te dijo eso hace mucho tiempo, Aaron. Pero Mamm
tiene que ser la jefa ahora que él se ha ido. Y no se ha ido al establo. Eso ya
te lo he explicado, y no quiero volver a tener que decírtelo de nuevo.
—Jennie, no tenías por qué lavar todos esos platos —le dijo Rachel a su
amiga al entrar en la cocina—. Creía que sólo estabas recogiendo la mesa.
—Es lo menos que puedo hacer, después de esta estupenda comida.
Rachel tomó un trapo y comenzó a secar las sartenes que había en el
escurridor. Tenía muchas cosas que preguntarle a Jennie, pero no sabía cómo
empezar. Ni si debería hacerlo.
—Ahora que has conocido a Mitch Randall en carne y hueso, ¿qué
opinas? —comenzó Rachel, mientras observaba cómo Jennie quitaba el tapón
de goma del fregadero para que el agua jabonosa se fuera por las tuberías—.
Dices que Mitch es guapísimo, pero también que es peligroso.
—Linc te ha contado algo, ¿no? —le preguntó Jennie, al tiempo que
retorcía la bayeta y la plegaba junto al fregadero.
—Me contó que el abuelo de Mitch mató a un hombre, y que su padre era
un juerguista. Creo que no está bien culpar a la gente por lo que hace su
familia, pero ¿tú sabes por qué fue Mitch a la cárcel?
Jennie suspiró.
—Kent me contó que le dio una paliza a un hombre en medio de una
borrachera en un bar de Toledo. Estuvo a punto de matarlo.
—¡Oh, no! —exclamó Rachel, y se desplomó sobre una de las sillas de la
cocina.
Entre su gente, el no cometer actos de violencia contra el prójimo era
prácticamente el undécimo mandamiento. Apoyó los dos codos en la mesa y
se tapó la cara con las manos. Ella había accedido a ir a ver la nueva casa de
aquel hombre al día siguiente, con Jennie y los cuatro niños. E iba a hablarles
a Eben y a los diáconos sobre él, para que le permitieran que reparara su
establo.
Sin embargo, Rachel no conseguía vincular aquellos terribles hechos con
el Mitch al que ella estaba conociendo. Aquella tarde había demostrado frente
a Linc que tenía carácter, pero Rachel no podía culparlo. Y no iba a juzgar a
los demás sin pruebas.
—No puedo decirte cómo tienes que vivir tu vida —dijo Jennie con la
voz entrecortada—, pero esa es la razón por la que pienso que debes alejarte
de Mitch Randall.
—Al menos —murmuró Rachel, dejando caer los brazos sobre la mesa
mientras Jennie se sentaba a su lado—, no ha estado engañando a las viudas
para quitarles sus establos, ¿no?
Jennie sacudió lentamente la cabeza.
—Kent dice que es un buen constructor, pero es evidente que tú no
puedes arriesgarte. Es una pena, porque tenía ganas de ver su casa.
—Yo voy a ir a verla —afirmó Rachel, dando una palmada en la mesa
con ambas manos—. Ese sería un buen modo de conocerlo, si tú todavía
quieres acompañarme, claro. Quizá pudieras llamarlo por teléfono y decirle
que no tiene que venir a recogernos, para que nosotras podamos marcharnos
cuando queramos. Si tú conduces, yo pagaré la gasolina, ¿de acuerdo? Mira,
todavía no he pedido permiso para que me permitan que trabaje aquí. Si
durante la visita tiene alguna actitud sospechosa o malhumorada, no le
encargaré las reparaciones —prometió, asintiendo con vehemencia—. Pero la
gente puede cambiar, y por encima de todo, a mí me han enseñado a perdonar
y a no juzgar, ni siquiera a aquellos que no son amish.
—Está bien —dijo Jennie.
Después, se levantó y fue hasta el fregadero a llenar un vaso de agua. Lo
mantuvo bajo el grifo hasta que el agua rebosó, pero ella siguió mirando por
la ventana. Rachel se dio cuenta de que había empezado a lloviznar de nuevo,
pero quería hablar más con ella antes de decirles a los niños que entraran en
casa.
Rachel se puso de pie y se agarró al respaldo de la silla.
—Jennie, aparte de mi hermana Sarah, nunca he tenido una amiga mejor
que tú. Conocer de verdad a la gente es difícil, y no quiero presionarte. Pero
¿por qué me dijiste que me ayudarías con el baile de este fin de semana si eso
te traerá malos recuerdos sobre ese otro baile de hace diez años?
A Jennie se le cayó el vaso. Se rompió en el fregadero, pero ninguna de
las dos se movió al oírlo. Jennie cerró el grifo y después se apoyó en la
encimera.
—Linc también te contó eso —dijo con la voz ahogada—. Me sentía tan
bien contigo, tan segura porque no sabías nada y, por lo tanto, no podías
hacerme preguntas, ni dejar escapar algo… —añadió con amargura, y
comenzó a recoger los trozos de cristal.
—Lo siento —le dijo Rachel. Se acercó a ella, sin saber si tocarla o no—.
Es sólo que ahora sé por qué nunca has puesto un pie en el establo.
—Y tampoco pienso hacerlo el sábado —admitió Jennie con un ligero
movimiento de la cabeza—. Te dije que ayudaría en la cocina. Y cuidaré de
los niños. Después me los llevaré a pasar la noche a mi casa, para que puedas
alojar a más gente aquí.
La voz de Jennie no parecía la suya. Sonaba temblorosa, débil como la de
una niña pequeña, y entrecortada.
—Si es demasiado duro para ti —susurró Rachel—, sólo porque seamos
amigas no tienes por qué sentirte obligada a ayudar…
—¡Tengo que hacerlo! —soltó Jennie mientras seguía recogiendo
fragmentos de cristal—. Quiero estar aquí para ver que las cosas salen bien.
Quiero ver a los niños divirtiéndose, quiero saber que la vida continúa en el
baile, en el mismo establo donde todo el mundo la vio por última vez.
Rachel le tocó el brazo.
—Jennie, quiero ayudarte.
—No puedes. Nadie puede. Bueno, al menos no me hables más de ello, y
deja que haga las cosas a mi manera. Deja que sea tu amiga. Deja que cuide
de tus niños y que te ayude con el baile amish.
—Claro. Ya sabes lo mucho que significa para mí.
—Yo estuve aquí en aquel otro baile —continuó Jennie, como si no la
hubiera oído—. En esta misma cocina, ayudando a los Bricker con la comida.
Laura y Kent estaban con los demás. Yo no me preocupé de nada, al menos al
principio, ni siquiera cuando no podíamos encontrarla. Pensaba que estaría
bien en un baile del instituto, o que se habría escapado a ver una película al
cine. Esto es una zona rural, por Dios, en el mismo corazón de Ohio…
—Tranquila… —le dijo Rachel para intentar consolarla.
—¡No puedo! —exclamó Jennie con rabia, y se volvió hacia ella con una
expresión que Rachel apenas pudo reconocer—. Rachel, deja también que sea
como una madre para ti si puedo, porque Dios sabe que hice algo mal con
mi… mi….
Rachel la abrazó. Sin embargo, mientras los niños entraban parloteando
por la puerta de la cocina, Jennie dejó los trozos de cristal de nuevo en el
fregadero, se apartó de ella y salió corriendo de la habitación.
En cuando Rachel vio que Mitch había hecho una especie de fuerte para
que jugaran los niños con unos caballetes, unos tablones y cartón en su jardín,
estuvo convencida de que Lincoln McGowan era un mentiroso. Nadie podía
ser tan amable con unos niños y ser agresivo con los adultos. Y ella nunca
había percibido el más mínimo olor a alcohol en la respiración de Mitch.
Rachel bajó ansiosamente de la furgoneta con los tres niños mayores,
mientras Jennie sacaba de la silla del asiento trasero a Mike. Mitch salió de su
vieja granja para saludarlas, junto a un hombre fornido y sonriente. Aquel
lugar limpio, ordenado y pequeño era también la oficina de Mitch. Él les
explicó que su nueva casa estaba situada en aquella misma propiedad.
Mitch les presentó a su capataz, Gabe Carter, y les dijo que iba a quedarse
al cuidado de los pequeños mientras él les enseñaba el establo que estaba
transformando en su casa.
—El fuerte es más seguro que el establo en este momento —les explicó
Mitch a las mujeres mientras las acompañaba a su camioneta—. Aún le faltan
rejas y barandillas, y no quiero que los niños se hagan daño.
—Muchas gracias. Les encantará el fuerte —aquello, al menos, era
evidente. Los cuatro estaban ya inspeccionando la entrada a la caja vacía de
una vieja nevera con la ayuda del capataz.
Mientras iban hacia el establo, Rachel se dio cuenta de que aquél era el
momento en que había estado, físicamente, más cerca de él. Se había sentado
entre Jennie y Mitch, y su pierna musculosa botaba contra su cadera y su
muslo con los baches del camino. Ella se sintió embriagada con su olor
limpio, que tenía un matiz de lima.
—Oh, es enorme —dijo Jennie, y Rachel desvió su atención de Mitch y
miró al exterior de la furgoneta entre los rayos del sol que se reflejaban en el
parabrisas.
La casa nueva de Mitch era una maravilla. El establo, de un color gris
envejecido, estaba situado en el claro que había en un bosquecillo de árboles
otoñales bañados por la reciente lluvia. Enroscándose ligeramente junto a la
parte trasera y lateral de la estructura, había una laguna brillante en forma de
ele. Donde antes habían estado las puertas del establo y la ventana del
segundo piso, había un enorme hueco que enmarcaría la nueva puerta
principal y que permitiría que entrara la luz en la casa.
—Iban a desmantelar este establo porque un vendedor de coches de
Toledo necesitaba un aparcamiento más grande en su negocio —les explicó
él mientras detenía la furgoneta—. Me imaginé que sería mejor convertirlo en
la casa de mis sueños. Llevo mucho tiempo rescatando establos para otros,
pero éste me dijo algo.
Cuando Mitch se dirigió a ella, Rachel cometió el error de mirarlo. Él
debía de haberse inclinado ligeramente hacia ella, porque sus perfiles estaban
muy cercanos. Su respiración olía a pasta de dientes de menta.
—Es precioso —dijo Rachel con la voz ronca.
—Espero que también le guste el interior —respondió Mitch.
Rachel no podía creer que Mitch hubiera sido alguna vez un borracho
pendenciero. Ella era la que se sentía embriagada cuando estaba a su lado, y
tenía que evitar aquel sentimiento.
Mitch las acompañó hacia el establo. Era una mezcla de pasado y
presente. Comenzaron la visita, y con una sonrisa de orgullo, Mitch les
explicó:
—La casa ofrece espacios abiertos y también lugares acogedores, como
transmite nuestra página de Internet.
El establo era de diseño holandés, y la estructura tenía tres pisos. El
primero, en el que antiguamente se encontraban los compartimientos de los
animales, albergaba un garaje, una zona de almacén, un lavadero y una sala
de estar con un porche trasero que daba al bosque y a la laguna. Al piso
siguiente, que había sido la zona de trillado, se ascendía por unas escaleras
anchas, y contenía una espaciosa cocina, un gran salón comedor y un
despacho con un baño. Rachel se quedó maravillada de que alguien pudiera
tener un baño para una sola habitación. El despacho también tenía una
chimenea compartida con el salón. En el tercer piso había dos habitaciones
unidas por un baño, y Mitch les dijo que más tarde podrían construirse más
dormitorios bajo el tejado abuhardillado. Había algunas alfombras con
combinaciones de colores a juego con las pocas piezas de mobiliario
tapizadas que había en la casa, y que le daban unidad al conjunto.
Pero el milagro real de aquella casa-establo era el equilibrio entre los
espacios abiertos y los cerrados. Las enormes piezas de mobiliario rústico no
conseguían que los detalles más sutiles pasaran desapercibidos, como una
colección enmarcada de puntas de flecha indias, ni las colchas que adornaran
las camas y, como si fueran pinturas abstractas, paredes también.
—Qué colchas más maravillosas —comentó Jennie—. Pero no son amish.
—No, pero están hechas a mano —dijo él—. Mi abuela hizo las que hay
por las paredes y la que está sobre mi cama. Ella fue la única madre que yo
conocí. Murió, y se llevó muchas cosas consigo.
Rachel quería hacerle preguntas sobre su familia, pero con Jennie tan
cerca, sería una situación incómoda. Mitch comenzó a señalarles los
ventiladores del techo y a explicarles cómo habían instalado el aislamiento, la
fontanería y la electricidad. Rachel notó que estaba orgulloso de aquel lugar,
y a ella le habían enseñado que el orgullo era un pecado. Sin embargo, aquél
era un buen orgullo por una buena casa. Al mirar hacia arriba y ver las vigas
de madera entre los rayos de sol, tuvo la sensación de estar en casa. Por las
dos ventanas del tejado, que él llamaba claraboyas, la casa se abría al cielo, y
parecía que la luz bendecía el lugar.
Más tarde, Jennie caminó hasta la laguna para dar de comer a los gansos
mientras Rachel y Mitch se quedaban en el porche.
—Su nueva casa es preciosa. Y muy grande —le dijo ella.
—Pero aun así, a mí me parece que resulta íntima —respondió Mitch.
—Sí, es cierto. Usted cree que es su mayor logro, ¿no es así?
—Quizá el segundo. Para mí es más una casa que un hogar, por algún
motivo. En realidad, yo soy mi mejor logro. El hecho de haber sobrevivido a
todo.
Entonces, sus miradas se quedaron atrapadas.
—¿Una infancia dura? —le preguntó Rachel.
—Mala, después buena, y luego una pesadilla.
Rachel se mordió el labio inferior. Quería hacerle cientos de preguntas,
pero no quería ser entrometida.
—No es que culpe a los demás —le confió él con las manos agarradas a
la barandilla del porche—. Mi abuelo me dijo que lo que un hombre hace de
sí mismo no tiene nada que ver con unos malos padres, ni con sus
circunstancias, y que yo tenía que superar todo aquello.
Rachel asintió.
—Mi madre —continuó Mitch—, murió en un accidente de tráfico.
Conducía borracha. Aquella noche debería haber estado cuidando de mí, que
sólo era un bebé. No sé, quizá se escapara para estar unas horas alejada de mi
padre. No puedo culparla por eso.
—Así que se quedó sólo con su padre.
—Hasta que me trajo a Ohio y me dejó en casa de mis abuelos. Se
marchó y no volvió. Mis abuelos eran fantásticos, pero cuando yo tenía nueve
años, el estado les expropió la granja para construir la I-75. la carretera
nacional que comunica el norte de Michigan con el sur de Florida. ¿Quién
podía luchar contra eso? —preguntó él con amargura.
—Pero él lo hizo… ¿su abuelo? —preguntó Rachel, que había entendido
por qué tuvo lugar aquel tiroteo.
Mitch se volvió hacia ella y apoyó la cadera contra la barandilla.
—Creyó que uno podía enfrentarse al estado. Fue al ayuntamiento y
disparó al techo, pero una de las balas rebotó y mató a un funcionario.
Después hirió a otros dos que intentaron reducirlo. Murió de pena en la
cárcel, según mi diagnóstico. Y mi abuela murió al perderlo a él y a la granja.
La minuta de los abogados y la estancia en el hospital de mi abuela
terminaron con el dinero que el gobierno les había dado por echarlos de su
tierra y construir aquella carretera sobre sus vidas.
Instintivamente, ella le cubrió la mano con la suya, y se dio cuenta de que
estaba temblando.
—Mitch, lo siento muchísimo.
Le brillaban los ojos porque los tenía llenos de lágrimas, pero aun así, él
frunció el ceño.
—Me alegra ver que ya me llamas por mi nombre de pila —le dijo él,
pero ella no quería que cambiara de tema. Tenía que saber por qué había ido a
la cárcel. Y si iban a ser amigos, tenía que asegurarse de que él no recurriría
nunca más a la violencia—. Pero lo que no quiero de ti, Rachel, es
compasión. De cualquier forma, cuando perdí a mis abuelos viví en un par de
casas de acogida, y después me marché a buscar a mi padre.
Otra larga pausa. Rachel se daba cuenta de lo doloroso que era aquello
para él, y aun así, se lo estaba contando todo.
—¿Y lo encontraste?
—Sí, lo encontré. Ahora está muerto. Fin de la historia.
Su semblante y su humor se habían oscurecido tanto que Rachel rogó al
cielo que no fuera su padre el hombre al que había golpeado en aquel bar.
Mitch se apartó de la barandilla y se encaminó hacia el interior de la casa,
pero ella lo agarró del brazo.
—No creo que sea el final de tu historia —se atrevió a decirle—. Creo
que querías decirme algo más, admitir algo…
Él se volvió y la agarró con fuerza por los hombros.
—Sé que yo empecé con esto, pero no excaves demasiado rápidamente,
Rachel. Porque entonces es cuando se derrumban los muros.
Rachel tuvo ganas de replicar algo, pero entonces comenzó a oír voces.
Miró por encima del hombro de Mitch y vio que Gabe había llevado a los
niños por el camino hacia la casa.
Rachel no protestó cuando Mitch se sentó en una bala de paja e hizo que
ella se sentara en sus rodillas. Tal y como Aaron se había abrazado a ella en
el sótano, la semana anterior, ella se abrazó a Mitch. Toda la pena y la rabia
que había acumulado por perder a Sam y tener que reprimir todas sus dudas
sobre su muerte la rebasaron.
—¿Sospechas que fue juego sucio? —le preguntó, finalmente, Mitch.
Ella se incorporó, se encogió de hombros y después asintió.
Por fin, pensó, lo había admitido ante alguien. Rachel se levantó y se secó
la cara con el delantal. Mitch se levantó también.
—Pero… ¿quién, y por qué? —insistió él—. Sé que los amish creen que
deben perdonar y continuar viviendo, y que no quieren que intervengan las
autoridades, pero tú no has podido olvidarlo, ¿verdad? Te ha estado
obsesionando.
—Sí. Y por más de un motivo. Tú has venido a aquí a trabajar en el
establo, y si confío en ti para eso, creo que puedo confiar en que serás
imparcial y escucharás lo que pienso, y que me ayudarás a encontrar algo que
es posible que a mí se me escapara acerca de aquel día, de lo que realmente le
ocurrió a Sam.
—Por supuesto que quiero ayudarte. Iba a trabajar en la pasarela de la
cúpula —le dijo él, mirando hacia arriba—, pero…
Su voz se fue apagando, y Rachel se dio cuenta de que estaba mirando el
gancho del techo.
—¿Por qué tiene todos esos nudos la cuerda del gancho? —le preguntó.
—Oh, siempre se hace así —le explicó ella—. Sam empezó a hacerlo, y
los hombres que lo usaron para recoger la pasada cosecha lo hicieron
también. Son nudos dobles para asegurarse de que las cuerdas aguantan.
—Pero no aguantaron —dijo él con el ceño fruncido—. No aguantaron
cuando Sam murió. Está bien, vamos a hablar de ello e investigaremos las
pruebas, empezando con el gancho.
—Vamos a hacer una lista —le dijo Mitch a Rachel— de las cosas que
tenemos que hacer. Lo primero, hacer una prueba con el gancho del heno
para comprobar si, cuando cae, se le abren los dientes.
Ella asintió, sentada junto a él en la bala de paja mientras él tomaba notas
en su carpeta.
—Hablaré con el comisario y leeré su informe —añadió Mitch.
—Yo hablaré con Andy para ver qué es lo que recuerda —dijo ella en un
susurro—, pero detesto hacerlo después de todo este tiempo. Espero que eso
no le haga volver atrás en los acontecimientos.
—Y dijiste que Aaron estaba mirando desde la puerta de la casa cuando
tú saliste a pedir ayuda a la carretera. Pregúntale si recuerda haber visto a
alguien extraño, a alguien corriendo desde la parte trasera del establo hacia
las leñeras o hacia la carretera.
Rachel se quedó mirándolo, asombrada, y estuvo a punto de contarle que
una vez le parecía haber visto a alguien espiándola desde el bosquecillo que
había más allá de las leñeras. Sin embargo, se limitó a protestar.
—Pero estaba oscuro, y los niños eran muy pequeños. No lo recordará.
—Sé que quieres protegerlos, Rachel, pero merece la pena intentarlo.
—Está bien. Y yo quiero hablar un poco más con algunos de los
hermanos, los que llegaron primero aquella noche —dijo ella. Sim Lapp,
pensó, era el primero que había estado allí, y el primero al que debería
preguntar.
—Bien. Entonces, tenemos un plan. Hay otra cosa, por supuesto, que
tienes que hacer. Tienes que pensar, aparte de quién pudo hacerle algo así a
Sam, en un posible motivo. Rachel, ¿quién lo odiaba o quería lo que él tenía?
Capítulo 11
Al día siguiente, Mitch estaba sentado en su furgoneta, en Clearview,
frente a la comisaría del pueblo. No tenía nada que ver con el ayuntamiento,
donde su abuelo había matado a un hombre, pero desde siempre, Mitch había
sentido una desconfianza y un odio instintivos por el estado y las fuerzas de
seguridad. Claro que tres años en la prisión estatal de Marion tampoco habían
ayudado mucho. Pero, por Rachel y por la situación que estaba atravesando,
él le iba a pedir al comisario que le dejara leer el informe sobre la muerte de
Sam Mast.
Entró en el pequeño edificio y le estrechó la mano al comisario Tim
Burnett, que era la única persona que había en toda la comisaría en aquel
momento. Los otros dos escritorios estaban vacíos.
—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó Burnett amablemente—.
¿Quieres saber quién es el dueño de algún otro establo?
—No, señor, aunque estoy trabajando en las reparaciones del establo de
los Mast, en Ravine, desde donde estuvo a punto de saltar esa chica amish.
Espero que pueda hacernos un favor a la señora Mast y a mí. Ella me ha
pedido que lea el informe de la muerte de su marido.
—¿De veras? ¿El hecho de que casi se produjera otra tragedia ha hecho
que piense en la suya? —le preguntó Burnett.
—Creo que con el tiempo, se le han aclarado las ideas.
—Vaya. Los amish son la razón por la que cerré tan rápidamente este
caso —le dijo el comisario, indicándole a Mitch que podía sentarse en uno de
los escritorios mientras él abría uno de los cajones de su archivador y sacaba
una carpeta—. La llegada de la comunidad amish fue muy beneficiosa para
algunos de los negocios del pueblo en los que ellos compran. Así que no
quería irritarles con una investigación minuciosa cuando sus líderes me
dijeron que no lo hiciera, por eso de no cuestionar a Dios. Y, de todas formas,
ellos no iban a presentar una querella.
—Pero ¿investigó el caso?
—Un poco, sí. En realidad, más de lo que ellos piensan. Pero ese establo,
tal y como tú debes saber, está bastante desvencijado, y ese gancho pudo
haberse caído del techo debido a la tormenta que se avecinaba —le dijo el
comisario, mientras le daba la carpeta de cartón que contenía el informe—.
Eché un buen vistazo y no encontré ninguna prueba de que hubiera sido un
crimen, y como ya te he dicho, los amish son un grupo beneficioso para el
pueblo. Dile a la señora Mast que si quiere reabrir oficialmente el caso, tiene
que venir aquí ella misma. Y dile que ella tendrá que hablar con el obispo
Yoder y con ese otro diácono… ah, Simeon Lapp, si se oponen.
—Parece que entiende bien a los amish, comisario —le dijo Mitch,
agradecido por que el hombre cooperara, cuando sólo se esperaba negativas y
discusiones.
—En realidad, no mucho. Es difícil comprender a gente que sólo
escolariza a los niños hasta el octavo curso, que no paga impuestos y que no
reconoce la autoridad legal. Pero todo eso lo negociaron con el gobierno, así
que yo no seré quien lo juzgue. Además, posiblemente la muerte de Sam
Mast fue un accidente. Aquella noche tuvimos muchas llamadas de
emergencia debido a la tormenta.
—Estoy seguro de que se siente un poco atrapado entre los amish y
algunos otros por aquí, como esos guerreros paramilitares del límite del
condado —Mitch estuvo a punto de decirle que habían acosado a Rachel,
pero decidió no remover más las aguas.
Burnett soltó un resoplido.
—Sí. Es el extremo opuesto del espectro de la violencia. Esos tipos creen
que se están preparando para una guerra cuando los ordenadores se paren con
el nuevo milenio. Mira —añadió él, señalando su monitor—. Yo ya lo he
resuelto. He apagado la maldita máquina. Pero, sí, algunos no piensan que los
amish sean tan pintorescos y agradables.
—Esperemos que los amish consigan ganárselos —dijo Mitch, mientras
abría la carpeta.
—Sí —respondió Burnett—. Parece que una de ellas ya lo ha conseguido
contigo.
—Me temo que Sam Rachel Mast cada vez se deja influenciar más por
los gentiles —les dijo Eben a los dos diáconos de la iglesia, Sim Lapp y
Amos Troyer.
Los tres estaban en la parte trasera de la granja Yoder, revisando la
cosechadora de la comunidad para asegurarse de que estaba en perfectas
condiciones para recoger el maíz. Eben le dio unos golpecitos a la máquina,
que funcionaba con gasolina, como si fuera un enorme caballo de metal,
mientras Sim la aseguraba a la carreta.
—No me gusta decir esto —continuó Eben—, pero necesita un buen tirón
de orejas para devolverla al camino recto con su propia gente.
—Ha estado pasando mucho tiempo con esa mujer que le cuida a los
gemelos —dijo Sim—. Vi a la inglesa saludando a los niños en la subasta. Oí
que Sam Rachel y ella van a vender las calabazas a cualquiera para cualquier
uso. Los gentiles las usarán para Halloween.
—Es peor que eso —murmuró Eben—. Va a solicitar que el gobierno
proteja su establo como bien histórico. Y además, sin pedir nuestro consejo,
ha permitido que un hombre gentil lo repare, cuando lo que necesita
reparación es su corazón, y no de él.
—¿Sería necesario hacerle una advertencia severa? —preguntó Amos,
mientras comprobaba si los neumáticos de la cosechadora necesitaban más
aire.
—Le he dado uno personal —admitió Eben—. Y he enviado al joven
Jacob a decirle que se mantenga alejada de Sarah, con la esperanza de que así
se dé cuenta de que puede ser sancionada, o incluso expulsada.
Ambos diáconos se quedaron helados y se miraron. La expulsión era algo
temido por todos, casi como la muerte en vida. El hermano o la hermana
expulsados no podían tener contacto con ningún amish. Peor aún, si el
pecador no se arrepentía y se reintegraba, podía ser exiliado y maldito para
siempre.
—Sí, ella siempre estuvo muy unida a Sarah, así que eso es una buena
advertencia —dijo Sim finalmente.
—Aunque decidí permitirle que asistiera a la boda, para que pudiera
escuchar el sermón de ese día —explicó Eben—, tirándose de las solapas de
la chaqueta. Pero debemos considerar alguna sanción más extrema si ella
no… —Eben estuvo a punto de soltar «si no hace lo que le digo y se casa
conmigo», pero se contuvo a tiempo—. Si no regresa al rebaño —añadió
rápidamente.
—Estoy de acuerdo —dijo Amos.
—Yo también, obispo —afirmó Sim—. La vigilaré de cerca, quiero decir,
cuando vayamos a cosechar su campo de maíz. Porque no es sólo su vida y su
futuro los que están en juego.
—Eso es cierto —dijo Eben, irritado.
—Exacto —añadió Amos—. La seguridad y el alma de sus hijos también
están en juego.
Eben les hizo un gesto para que entraran en casa, donde esperaba que
Sarah ya tuviera listos el café y el bizcocho. Se sentía sólo un poco
avergonzado por no haber estado pensando en los niños, sino en su vida y en
su futuro con aquella mujer apasionada a la que tenía que dominar.
Rachel estaba tan entusiasmada y emocionada como sus hijos cuando los
trabajadores llegaron arrastrando la cosechadora detrás de un carro. Aunque
Rachel había pasado horas cultivando su maíz bajo el sol de verano, algo que
Eben y Sim Lapp le habían dicho que no debía hacer, sabía que sería
imposible para ella cortar y cosechar aquel enorme campo sin ayuda y sin la
cosechadora.
Los gemelos estaban observando los preparativos desde el porche trasero.
Rachel había hecho que le prometieran que se quedarían allí hasta que los
hombres se hubieran marchado al campo. Sabía que a los gemelos les habría
encantado estar por acá y por allá, pero ella necesitaba saber dónde estaban,
con los caballos caminando lenta y pesadamente por la granja y las ruedas de
los carros rodando. Ella había invitado a Jennie y a sus nietos a que fueran a
ver la cosecha, pero Jennie no había querido que se acercaran al establo en
medio de toda aquella confusión. Sin embargo, había dicho que les dejaría
observar el trabajo con unos prismáticos.
Eben y Sim Lapp llegaron en la misma calesa, y bajaron antes que los
demás hombres.
—¿Qué tal está Annie hoy? —le preguntó Rachel a Sim.
Annie, la esposa de Sim, se había quedado embarazada después de varios
intentos fallidos, y su embarazo era delicado. Rachel deseaba con todas sus
fuerzas que, después de tantos fracasos, la pareja por fin consiguiera tener un
hijo.
—Ha estado muy bien que le pidieras a tu amiga inglesa que hiciera los
pasteles de calabaza para dar de comer a todo el mundo, cuando tú tenías tu
propio trabajo que hacer —le dijo él, en vez de responder a la pregunta de
Rachel. Después se alejó de ella para decirles a los hombres dónde tenían que
colocar la cosechadora para enganchar a los caballos.
Entonces, Eben se acercó.
—Con algunas de las cosas que te he dicho últimamente, creo que a veces
debería callarme la boca —le dijo a Rachel—. Sólo quiero lo mejor para ti y
los niños —añadió, y le señaló a los gemelos con la cabeza—. Espero que
puedas encontrar perdón en tu alma para mis palabras ásperas, Sam Rachel.
Asombrada, ella asintió. Eben se estaba convirtiendo en un enigma para
ella. Cuando estaba segura de que iba a condenarla, él le daba otra
oportunidad. Pero si pensaba que al final accedería a casarse con él, Eben
también iba a quedarse sorprendido.
—Te agradezco mucho tu amabilidad, obispo Yoder —le dijo, y se volvió
hacia los percherones para llevarlos junto a la cosechadora.
—¿Es Mamm la que está allí arriba con Daad? —le preguntó Aaron en
alemán a Andy, mientras Marci, que era casi como la hija de Jennie, los
llevaba por el camino de gravilla hacia la casa y el establo.
Andy miró hacia arriba siguiendo la mirada de su hermano. Se quedó
boquiabierto por lo que vio.
—Debe de ser —respondió en alemán también—, porque tiene el pelo
suelto. Tenías razón en lo de que ha vuelto. Pero es un espíritu, un alma,
como dice Mamm. No necesita comer, así que no pasa nada si Mamm no le
guarda el sitio en la mesa. Viene y va, y hace lo que quiere. Y quiere vernos.
—¿De qué estáis hablando vosotros dos? —les preguntó Marci mientras
salía del coche y tocaba la bocina—. De veras, no entiendo cómo habéis
conseguido aprender dos idiomas siendo tan pequeños. Bueno, daos prisa, o
voy a llegar tarde para llevarle a Kent las llaves de su coche.
Aaron y Andy vieron que su madre se apartaba de la ventana. El hombre
también desapareció, tal y como desaparecía muchas otras veces.
Marci volvió a tocar la bocina, y después echó a andar hacia la casa, lo
cual les dio a entender a Aaron que no había visto a Mamm y a Daadi en el
establo.
—Está allí arriba —dijo el niño, y señaló la cúpula.
—¡Estoy aquí, Marci! —dijo Mamm.
Estaba muy oscuro, pero Aaron vio que se había arreglado el pelo y que
tenía la cofia puesta de nuevo. Los niños no vieron a Daadi por ningún lado.
Sin embargo, quizá Gabe estuviera por allí, porque su coche estaba en el
camino.
—Me ha llamado Kent para decirme que se ha quedado sin las llaves de
su furgoneta —le dijo Marci a Mamm—. Tengo prisa por llevarle las copias.
Jennie tiene jaqueca, así que le dije que yo traería a los niños.
—Ahora mismo bajo. Ve a llevarle las llaves a Kent. Los niños estarán
bien.
Mamm desapareció de la ventana de la cúpula. Marci se despidió de ellos,
se metió en el coche y se marchó mientras ellos comenzaban a andar hacia el
establo. Sin decirse nada el uno al otro, Aaron supo que tendrían que mirar
dentro para ver si Daadi habría bajado las escaleras. Quizá no siempre
quisiera mirar desde las ventanas más altas. Por lo menos, mamá ya no se
enfadaría con ellos la próxima vez que le dijeran que Daadi había vuelto,
porque ella también había estado con él y lo había abrazado. Aaron soltó un
jadeo. Daadi estaba fuera del establo, así que debía de haber bajado antes que
Mamm y haber salido por la puerta trasera.
Aaron tomó a Andy por el brazo, y los dos se detuvieron y se quedaron
mirando fijamente a Daadi. Él les hizo una señal para que lo acompañaran
por detrás del establo, hacia el bosquecillo, y ellos lo siguieron rápidamente.
Sin saber cómo, Rachel llevó a los dos niños en brazos durante todo el
camino a casa. Ellos la abrazaban tan fuertemente que casi no podía respirar.
Ninguno de los dos le permitió a Mitch que ayudara cuando él se acercó
corriendo, haciendo preguntas.
—Por favor, nos veremos mañana —le dijo ella, y dejó a los niños en el
suelo el tiempo suficiente como para abrir la puerta trasera y hacer que
entraran en la cocina. Sin más explicaciones, cerró la puerta ante la
asombrada cara de Mitch.
Sentó a los gemelos, que todavía estaban temblando, en la mesa de la
cocina, y les preparó un chocolate caliente con galletas, mientras escuchaba
cómo se alejaba el coche de Mitch. Les lavó la cara y las manos a los niños y
les dio de comer y de beber. Ninguno de los dos había dicho nada acerca de
aquella excusa torpe de que Daadi los había llevado a ver el tren. Rachel
estaba temblando de furia, pero también de alivio.
Ella se sentó en su sitio, entre los dos.
—¿Por qué habéis ido allí, si sabéis que está prohibido? —les preguntó
con la voz temblorosa.
Los niños se miraron.
—Pero tú también lo viste —dijo Aaron.
—¿A quién? Era… Mitch quien estaba conmigo.
Con los ojos muy abiertos, Andy y Aaron se encogieron de hombros al
unísono.
—En las vías —intentó Rachel de nuevo—, mencionasteis a Daadi. Sé
que él os llevaba algunas veces a ver las vías, pero ya no está aquí.
—No, él tomó el tren, pero va a volver —dijo Aaron con tal convicción
que a Rachel se le encogió aún más el estómago.
—Sé que creéis que Daadi todavía está con nosotros, y él siempre estará
en nuestros corazones y en nuestra mente, así que entiendo lo que decís. Pero
en el mundo real, en el que tenemos que vivir, Daadi ya no está. Se ha ido
para siempre, y no sólo en un tren.
—Se ha ido para siempre —repitió Andy—. Pero nosotros lo hemos
visto, y no ha sido muy bueno al obligarnos a cruzar la vía. ¡El tren nos pasó
tan cerca que el viento hizo que se nos volaran los sombreros!
Ella se quedó mirándolos fijamente, y ellos se quedaron mirando
fijamente a su madre. Rachel se prometió que volvería a intentar hablar con
ellos al día siguiente, después de una buena noche de descanso. Sin embargo,
ella no durmió aquella noche, y no estaba segura de que consiguiera domir
nunca más. Sobre todo cuando, a la mañana siguiente, los sombreros de
ambos niños estaban colgados en la percha, a la entrada del establo, junto al
de Sam.
Capítulo 15
Andy y Aaron se pusieron muy contentos cuando vieron que Kent llegaba
en su furgoneta con madera para Mitch y Gabe. Aún no eran las nueve de la
mañana, después de la pesadilla del tren, y Rachel se sentía aliviada al ver
que no había provocado ningún terror duradero, al menos en sus hijos. Ella
aún estaba acongojada, pero decidida a que aquello no la hiciera derrumbarse,
pese a que el tormento se había convertido en una amenaza. Las vidas de sus
adorados hijos habían corrido peligro.
Andy y Aaron se entusiasmaron aún más al comprobar que Mike y Jeff
estaban con Kent. Cuando Kent terminó de descargar la madera, su hijo
mayor se acercó corriendo a él.
—Papá, ¿pueden venir Aaron y Andy con nosotros, por favor? —le
preguntó Jeff, tirándole de la chaqueta.
—No —dijo Rachel—. No podemos molestar…
—Claro que sí pueden venir —respondió Kent—. Yo iba a preguntártelo,
de todas formas. Mamá ha ido al pueblo hoy para comprar algunas cosas —le
explicó a Rachel—. Está muy nerviosa por la cita que tiene mañana con Linc
McGowan, la primera desde que papá se marchó.
—Sí, creo que eso le vendrá muy bien. Pero tú ya has hecho más que
suficiente por nosotros.
—No te preocupes. Ya tengo a los dos míos, así que no me importa tener
cuatro —dijo, riéndose, mientras cerraba la puerta trasera de la furgoneta—.
Deja que me los lleve a hacer los repartos, y después los dejaré en casa de
mamá. Tú puedes ir a buscarlos cuando quieras. Ella volverá pronto, y ya
sabes que le encanta el ruido y la acción, en vez de que la casa esté en
silencio. De verdad —continuó, mientras Mitch y Gabe se acercaban—, no
hay problema. Además, me he enterado de que tú vas a cuidarlos mañana a
los cuatro, cuando mamá vaya a Toledo con McGowan.
Rachel se dio cuenta de que Mitch alzaba la cabeza ante la mera mención
de Linc McGowan. Ella sabía que había enemistad entre los dos hombres, y
alguna vez le parecía que tenía que hacer malabarismos para mantener
contentos a Linc y a Mitch.
—Está bien —concedió Rachel—. Pero antes tengo que hablar con los
gemelos. Andreas y Aaron, venid aquí.
Mientras los tres hombres trasladaban la madera, Rachel les dio un
sermón a los niños sobre cómo debían comportarse. Los envió al baño a
lavarse y a arreglarse mientras ella envolvía rápidamente unas galletas y unos
pastelillos para los cuatro niños y para Kent. Rachel se animó al ver a Aaron
y a Andy mirando y saludando con importancia desde la ventana trasera de la
furgoneta mientras se marchaban.
—Ahora, les llevaré algo de comer a mis otros dos niños favoritos —les
dijo en broma a Gabe y a Mitch, mientras se encaminaba hacia la casa.
—Espera un minuto —le dijo Mitch—. Si no tienes que cuidar a los
gemelos en todo el día, ¿por qué no me dejas que invite yo por una vez? Gabe
estará mejor terminando su trabajo con más espacio. Y yo sé dónde podemos
conseguir una bonita veleta antigua para sustituir la que tenías. Aunque es un
barco, en vez de un caballo.
—¿Dónde? —preguntó ella.
—En un establo abandonado que está a dos kilómetros del lago Erie —
dijo él, sonriendo—. Acabo de comprarlo. El establo, no el lago.
Ella se rió.
—Lo digo en serio —dijo Mitch, y la tomó de la mano—. Puedes
quedarte o no con la veleta. En cuanto al tiempo, creo que va a ser el último
día estupendo que va a hacer en bastantes meses. Y no me digas que tienes
que quedarte a vender calabazas, porque Gabe puede vigilar el dinero de la
caja de la mesa. Dijiste que siempre has querido ver el lago. Pondré el cristal
nuevo en la ventana mientras te preparas. Vamos…
Rachel sabía que no debía ir, porque debía terminar todo el trabajo que
tenía que hacer allí, y además, porque quería recuperar las buenas relaciones
con su gente. Pero cuando abrió la boca para explicárselo, dijo:
—Sí. Vamos.
Mitch tomó la vieja Route 2, que bordeaba la orilla sur del lago. Se
detuvieron en el establo, cerca de Oak Harbor, donde Mitch había dejado la
veleta ya bajada del tejado. Él le explicó que el desvencijado edificio iba a ser
desmantelado, lavado a presión, trasladado y montado de nuevo al mes
siguiente. A ella le encantó la veleta, un barco de cobre que navegaba sobre
las olas agitadas por el viento. Sin embargo, le gustó mucho más el agua real.
—Sabía que sería maravilloso —dijo, mientras estaban sentados con sus
sándwiches y refrescos sobre una enorme roca. Aquel promontorio rocoso de
piedra blanca llamado Marblehead se adentraba en el lago Erie por el norte,
en la bahía de Sandusky.
Cuando el viento le arrancó la capota, Rachel dejó que se le cayera por la
espalda, sujeto a su garganta por las cintas. Pese a la rígida cofia, el pelo
comenzó a soltársele y a revolotear alrededor de su cara mientras ella
admiraba la vista.
El agua era de color cobalto, y las manchas de espuma eran como el
reflejo de las nubes del cielo. La brisa olía a aventura. Pese a sus problemas
en casa, Rachel nunca se había sentido tan feliz.
—Ahora que ya has sido lo suficientemente valiente como para venir
conmigo sin Jennie —le dijo Mitch, mientras lanzaba una piedra a las olas—,
el próximo paso es que te consiga una cita con el oftalmólogo que me hizo las
lentes de contacto. ¿Sabes? Para la gente tan miope como tú, incluso hay
operaciones con láser, que te ahorran tener que llevar gafas nunca más.
—¿Lentes de contacto? ¿Operación con láser? Oh, no —dijo ella con una
suave carcajada—. Imposible.
—¿Tan imposible como permitir que se te suelte el pelo o escaparte
conmigo?
—Eso ha sido como un poema —respondió Rachel, desesperada por
cambiar de tema.
—Hoy me siento poético —dijo Mitch, apoyándose en los codos mientras
el viento le revolvía el pelo—. ¿Qué te parece esto? Eres la mujer más
fascinante que he conocido, además de las más bella, incluso con todo el pelo
revuelto.
De repente, Rachel sintió timidez. Él estaba bromeando, pero a la vez,
hablaba en serio. Aquellos cumplidos mundanos eran sobre cosas
superficiales, pero aun así, se le quedaron atrapados en el corazón. Sabía que
siempre recordaría aquella escapada a un lugar tan bello y salvaje, y las cosas
tan encantadoras que él le había dicho. Ojalá sus vidas no fueran tan
diferentes y pudieran tener un futuro juntos.
—Rachel, no quería molestarte —le dijo Mitch, inclinándose hacia ella
—. ¿Quieres hablar sobre lo que ocurrió ayer con los niños? Me prometí que
no iba a preguntártelo, pero sé que ocurrió algo extraño.
Entonces, ella se lo contó. No sólo le contó que los gemelos decían que su
padre muerto les había llevado hasta las vías y les había hecho cruzarlas, y
que el tren había estado a punto de embestirlos, sino también que sus
sombreros habían aparecido en el establo. Y después le contó que el
sombrero de Sam también había aparecido, y luego, con una catarata de
palabras, le contó todo lo que había estado sucediendo.
—Pero, aunque yo crea en los espíritus, en las almas eternas, no creo en
los fantasmas —concluyó ella—. Estoy segura de que una persona de carne y
hueso quiere asustarme para que me vaya.
Mitch se había acercado aún más a ella, y le había pasado el brazo por los
hombros. Rachel se apoyó en la fuerza sólida de sus costillas y su brazo, y
permitió que sus lágrimas se mezclaran con la neblina sutil mientras el viento
soplaba cada vez más fuertemente.
—Rachel —le dijo él suavemente—, ¿estás pensando que la persona que
mató a Sam os está acosando a los niños y a ti?
Era una de las preguntas que ella no había querido hacerse ni oír.
—No lo sé —admitió ella, sacudiendo la cabeza—. Hay varios hermanos
que piensan que yo debería dejar la granja, por una u otra razón, hombres que
entonces tendrían diferentes planes para el establo y los caballos, y para mí.
¡Pero todo eso es la herencia de Sam y la mía para los gemelos!
—Sí, lo entiendo. Pero entonces, sólo se me ocurre una cosa. Me voy a
esconder en el pajar durante unas cuantas noches, para ver quién o qué
aparece.
—No, no puedo pedirte que hagas eso, no podría permitirlo —dijo ella,
alejándose un poco de él.
—En el establo, Rachel. No he dicho en tu casa, ni en tu dormitorio,
aunque…
Él no terminó lo que había empezado a decir, así que ella replicó:
—Te lo agradezco, pero me niego. Sería peligroso para ti, y para mí está
prohibido permitir semejante cosa con un gentil. Lo siento.
—Creo que debería hacerse. Todo lo que ha ocurrido últimamente
requiere astucia y planificación. Y si crees que alguno de los hermanos amish
podría estar detrás de todo ello, no puedes pedirles que tiendan la trampa.
Además, posiblemente, la respuesta de Eben Yoder sería que dejaras la
granja.
Rachel asintió.
—Lo sé. Que dejara la granja y que me casara con él.
Ella notó cómo el cuerpo de Mitch se tensaba.
—Me alegro de que hayas descartado eso, pero ¿quién crees que podría
ser? Si Eben es sólo el candidato número uno, ¿qué otra persona podría
haberlo hecho?
Rachel se mordió el labio inferior. Había pensado en Sim Lapp cuando
estaba más angustiada, e incluso en su cuñado, Zebulon Mast, pese al hecho
de que vivía al otro lado del estado, en Maplecreek. Pero Rachel no se atrevió
a implicar directamente a Mitch en aquello. Sabía que podría ponerse
violento, y si se convertía en su defensor, incluso calmadamente, contra los
amish, la expulsarían con toda seguridad.
—Mitch —dijo Rachel, y le tomó la mano entre las suyas—. Eres mi
amigo. ¿Me vas a dejar manejar esto a mi manera?
—¿Y cuál es?
—Quiero demostrarle al que me está atormentando que no me voy a
marchar y que no tengo miedo. Que la granja es mía, y que yo la haré
prosperar y la conservaré para mis hijos.
—En otras palabras, lo mismo que estás haciendo con la posibilidad de
que tu marido fuera asesinado, es decir, quedarte estancada y no hacer nada
—la acusó él—. Claro que, no olvidas, pero perdonas y sigues adelante,
como una mujer amish obediente, cosa que en realidad no eres. Repito, tu
acosador podría ser el mismo que mató a Sam, y por lo tanto, es muy
peligroso.
Peligroso. Jennie también había dicho que Mitch lo era. Y lo era, sí,
porque ella estaba empezando a enamorarse de él. Rachel se puso en pie, con
el papel del sándwich arrugado en la mano. Comenzó a andar entre las rocas
hasta la playa, y después hacia la hierba del pequeño parque. Él la alcanzó y
la tomó por el brazo para que se volviera a mirarlo.
—Si es así —le dijo ella—, ese hombre se delatará a sí mismo, y entonces
yo haré que lo arresten, como a esos paramilitares.
—¿Cuando te tenga acorralada, quizá más de lo que te tenían esos tipos?
¿Y a quién llamarás para pedir ayuda con el teléfono amish que no tienes? —
le preguntó él provocativamente.
—Eso no debe preocuparte —respondió Rachel, mientras tiraba a la
papelera la basura y después se colocaba de nuevo la capota sobre la cofia y
se la ataba al cuello—. Encontraré la manera de hacerlo, así que es suficiente
con que tú trabajes duro para reparar el granero.
—Te guste o no, te has convertido en una de mis preocupaciones. Está
bien, no me esconderé en tu establo, pero tú me avisarás en cuanto algo vaya
mal.
—Sí, está bien. Me has ayudado mucho —admitió Rachel. Estaban a
mitad de camino del coche de Gabe antes de que ella se diera cuenta de lo
cierto que era aquello. Más de una vez, Mitch había estado, milagrosamente,
allí para salvarla. Cuando él le tomó la mano y se la apretó ligeramente,
Rachel le devolvió el apretón.
—¿Qué más vamos a hacer de camino a casa? —le preguntó Mitch con la
intención evidente de cambiar de tema y de animarla.
—En realidad, te agradecería mucho que paráramos en algunos
supermercados. Voy a una boda el domingo, y necesito unos trescientos
manojos de apio.
Él se quedó sorprendido, y después se rió.
—Pues compraremos apio. La producción del noroeste de Ohio para la
señora —añadió—. ¿Y qué vas a hacer con tanto apio?
—No me atrevo a hacer la crema tradicional de las bodas, porque no va a
ser así —intentó explicarle—, pero voy a hacer ramilletes para adornar las
mesas. Seguramente, me voy a meter en problemas, pero mi amiga Sarah se
merece ser feliz, pese a lo que diga y haga su padre.
—Parece otra de las rebeliones de Rachel —dijo Mitch mientras
caminaban juntos hacia el coche, rozándose las manos. Para ella, aquello era
algo dulce y delicioso. No, quizá no fuera dulce, porque le provocaba
sensaciones desconocidas en el vientre y en los muslos. Casi se sentía
mareada, exultante, como si estuviera navegando sobre las olas del lago.
Rachel notó que una pareja de ancianos que estaba paseando a su perro
los estaba observando, así como un policía que patrullaba lentamente en su
coche. Probablemente, sentían curiosidad por el modo en que ella iba vestida.
Aunque hacía buena temperatura, Rachel se estremeció. Incluso allí, no había
conseguido escapar del miedo a que alguien la vigilara. Alguien que estaba
esperando a que ocurriera algo.
Sin embargo, aquella misma tarde, Linc McGowan fue a visitarla a ella.
Al menos, lo hizo su artículo sobre el establo. Una muchedumbre se acercó a
la granja a comprar calabazas. Algunos de ellos le pidieron que les dejara ver
el establo, y unos cuantos caminaron hacia allí sin pedir permiso, antes de
que ella los alcanzara.
—He leído el artículo —le dijo una mujer con el pelo blanco, las raíces
negras y una gabardina de color verde chillón, como su voz—. ¿Hay
fantasmas en el establo? Me encantaría alquilárselo para una fiesta de
Halloween. Aquí fue donde un hombre murió aplastado por un gancho, ¿no?
Rachel le hizo un gesto a la mujer para alejarla de los gemelos, aunque
era evidente que ya lo habían oído todo.
—¿De dónde ha sacado todas esas cosas sobre mi establo? —le preguntó.
—Del Clearview Chronicle, claro —respondió la mujer—. Salió esta
mañana. ¿No leen el periódico los amish?
La mujer se sacó el periódico del bolso, y Rachel, de un modo muy poco
amish, lo agarró y se lo acercó a la cara para leerlo. Un lugar encantado:
folclore en el corazón rural de Ohio, decía el título. Estaba escrito por
Lincoln McGowan.
Rachel lo leyó rápidamente y se dio cuenta de que él había mencionado la
mayoría de las cosas que le había contado a ella sobre la historia del establo.
No había dado su dirección exacta, ni había mencionado específicamente la
muerte de Sam y la desaparición de Laura, pero había incluido la información
sobre la granja del tiempo de los peregrinos y la descripción de la pintura
roja, explicando que uno de sus componentes era la sangre, y de los marcos
negros. Y decía que el establo era una reliquia de la historia americana que se
encontraba en Ravine Road.
—Es una campaña de publicidad muy buena, porque ahora venderá todas
sus calabazas —le dijo la mujer, cuya voz chillona agudizó la furia de Rachel
—. Debería enseñar el establo. Sé que parece que los amish son pobres, pero
con todos esos restaurantes y tiendas de comestibles, por no mencionar todas
las granjas que tienen ustedes, probablemente le habrían llovido ofertas
para…
—Salga de mi propiedad —le dijo Rachel, primero a la mujer, y después
lo repitió en voz más alta para que todo el mundo la oyera y se marcharan
hacia la carretera.
Lincoln McGowan la había traicionado, y quizá también había
traicionado a su amiga Jennie. Rachel notó que perdía el control.
—Si han venido a comprar una calabaza, está bien —les gritó—. Pero el
establo es privado. ¡Sí, les estoy diciendo que se marchen!
Rachel se sintió muy agradecida cuando Eben apareció en el camino con
sus dos hijos mayores en la calesa, y la ayudó a conducir a todo el mundo
hasta sus coches.
Capítulo 16
Por encima de las cabezas del novio y de la novia, el obispo Eben Yoder
miró directamente a Rachel, que estaba sentada en el ala de las mujeres de la
congregación.
—Escuchad lo que tengo que deciros —dijo él, recitando las palabras de
las bodas tradicionales, del libro apócrifo de Tobías, de la Biblia amish—.
Escuchad y yo os enseñaré sobre quién tiene poder el diablo. Sobre aquellos
que entran en el matrimonio sin respeto por Dios en sus corazones. Sobre
aquellos que prefieren satisfacer el deseo del cuerpo, como la mula y el
caballo, sobre quienes no conocen otra cosa. Sobre éstos, el diablo tiene
poder.
Aquella advertencia indirecta y aquellas acusaciones sacudieron a Rachel.
Cuando Eben hablaba así, ella se convencía de que estaba detrás de todas las
cosas horribles que pasaban en su granja. Pero también sabía que sería inútil,
y quizá peligroso, preguntárselo o acusarlo. Además, cuando lo veía atender
al resto de los hermanos, o cuando la ayudaba y la animaba, no estaba en
absoluto segura de que fuera responsable. Eben y sus hijos habían estado
hasta el anochecer con ella en la granja, ayudando a los gemelos a vender las
calabazas y a mantener a los curiosos alejados de su establo.
La lluvia caía cada vez con más fuerza y repiqueteaba contra el tejado y
contra las ventanas. Sin embargo, Rachel se concentró en la misa de la boda
de Sarah y Jacob. Pese a la vergüenza de tener que confesar sus pecados ante
la congregación, aquella boda debía de ser para la dedicación y la alegría.
Rachel intentó centrarse en lo guapa que estaba Sarah con su delantal blanco
de novia, y con la capa sobre el vestido azul. Después de aquel día, la novia
guardaría cuidadosamente las prendas blancas en el baúl de la dote, y sólo
volvería a llevarlas de nuevo cuando muriera, en su ataúd.
Pese al calor que reinaba en el salón de casa de los Lapp, Rachel se
estremeció cuando la voz profunda de Eben recitó:
—Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
Eben la había ayudado el día anterior, pero también le había echado un
sermón y le había instado a que cortara todos los lazos con los hombres
gentiles, bajo pena de expulsión. Ella lo había escuchado amable y
educadamente, pero sabía que ya no podría dejar las cosas así. Ni con Mitch,
ni con Linc, por muy diferentes razones, aunque no puso ninguna objeción a
las advertencias de Eben.
—¿Hay alguien que se oponga a esta boda —continuó Eben—, antes de
darles la bendición a este hermano y a esta hermana y unirlos en sagrado
matrimonio?
Matrimonio, pensó Rachel durante el silencio anterior a que Eben diera la
bendición final. La pobre Sarah tenía miedo a verse atrapada en un
matrimonio sin amor, como debía de haber sido el de su madre. Y, mientras
cantaban el himno de la boda, Rachel se dio cuenta de que su propio
matrimonio se había visto roto por la muerte. Y si aquella muerte había sido
un asesinato, iba a dedicarse a averiguar la verdad, aunque no supiera cómo
proceder, o a quién investigar.
—Oh, no doy crédito a lo que veo —dijo Sarah con una sonrisa de
emoción, cuando vio a Rachel y a los niños salir hacia la calesa, en medio de
la lluvia, a recoger los jarrones llenos de ramilletes de apio que habían
llevado en una caja de cartón.
—Yo tampoco —murmuró Eben, sombrío, detrás de su hija.
Sin embargo, aquello no impidió a Rachel repartir los pequeños jarrones
por la mesa nupcial. El fresco olor a apio llenó la habitación y se mezcló con
el del pan recién cortado y los sándwiches de queso, que eran los que
normalmente se consumían después de misa, cuando no había boda. Rachel
había oído decir a varias de las mujeres que el hecho de que la comida no
fuera especial era parte del castigo de Sarah. Pero todo el mundo sentía que
estaba siendo castigado también, porque a los amish les encantaban las bodas.
Las mujeres y los niños no se habían privado de llevar los pequeños
regalos tradicionales, hechos a mano, que representaban calesas, mesitas,
casas y establos para el novio y la novia. La mesa nupcial estaba repleta de
manzanas, dulces y vasos de sidra, junto a los ramilletes de Rachel.
De nuevo, el amor fluía de su gente. Rachel no quería entristecerlos con
su desafío. Si lo hiciera, ella sería la más perjudicada, la que más sufriría.
Algunas veces, se sentía dividida y quería tener lo mejor de los dos mundos.
Rachel exhaló un suspiro de alivio al ver que no estaba sola en su
pequeña rebelión. Y se relajó aún más cuando vio que algunas de las
hermanas habían llevado utensilios de cocina y herramientas como regalo de
bodas. La gente, incluso Eben, aplaudió cuando Sim Annie Lapp, la
anfitriona de aquel día, obsequió a Sarah y a Jacob con el regalo tradicional
de una lámpara de queroseno de la congregación.
Después de la comida, la charla y las felicitaciones, Rachel se preparó
para despedirse de Sarah por no sabía cuánto tiempo. Era costumbre que los
novios no se establecieran en su casa hasta varios meses después de la boda.
Hasta entonces, visitarían a sus amigos y familiares, incluso a aquellos de
Maplecreek. Así pues, Rachel dejó a los gemelos sentados en la calesa,
agarrando las riendas de Bett y Nann mientras abrazaba a Sarah en el porche
trasero de la casa de los Lapp. Afortunadamente, había dejado de llover.
—Nunca olvidaré lo buena amiga que eres —le dijo Sarah, agarrándole
las manos—. Me salvaste cuando podía haber… cuando podía haberme
matado.
Rachel se quedó sobrecogida al oírselo decir de aquella manera.
—Sólo quiero que seas feliz —le dijo ella, mirándola fijamente a los ojos
azules.
—Eso es lo que yo también quiero para ti —respondió Sarah, y después,
su voz se redujo a un susurro—. Y entiendo que eso no signifique casarte con
el obispo Yoder. Alguien más aparecerá —le prometió a Rachel, apretándole
aún más las manos.
—¿Has tenido un buen día hoy? ¿Has visto cómo todo el mundo ha
contribuido en hacer que fuera especial para ti? —la animó Rachel—. Ahora
no tendrás dudas.
—Sólo una cosa que se me olvidó decirte aquella noche —le dijo Sarah
sin dejar de susurrar.
—¿La noche del baile?
—Sí. Se me olvidó por todo lo que pasó después, pero cuando estaba
escondida en tu pajar, vi que había una especie de nido.
—¿Un nido? ¿Quieres decir que han vuelto los búhos de mi establo? No
los he visto…
—Un nido del tamaño de un hombre hecho en la paja. Quizá algún
vagabundo de esos trenes haya estado durmiendo en tu establo.
Rachel se estremeció.
—Yo he subido a descansar allí —le dijo a su amiga, intentando
convencerse a sí misma, y no a Sarah—. Hace un par de semanas, estuve
tumbada sobre el heno fresco, junto a la puerta del pajar, para poder mirar
hacia fuera si oía algún sonido y ver si se acercaba alguien. O quizá, el hueco
lo dejó alguien que subió allí durante el baile y…
—No —respondió Sarah, sacudiendo tanto la cabeza que la cofia blanca
se le torció—. No a menos que hayas estado cortándote el pelo allí arriba, y
yo sé que no es cierto. Vi pelo de color rojizo, el envoltorio de una barra de
chocolate y un trozo de papel que no pude leer bien porque estaba oscuro.
Pero parecía un formulario para edificios históricos de Ohio.
—Eso lo explica todo —dijo Rachel—. Linc McGowan debió de subir
allí a descansar. Ya sabes, el hombre que iba a ayudarme a solicitar que el
gobierno declarara mi establo como bien histórico. Eso era antes de que
escribiera un artículo en el periódico del pueblo que ayer me puso en estado
de sitio. Ahora voy a cortar la relación con él.
—Eso molestará al señor McGowan, pero complacerá al obispo —dijo
Sarah—. Así que el señor McGowan es pelirrojo… me alegro de que no haya
sido nada.
Sarah y Rachel se abrazaron de nuevo, y después Sarah se volvió hacia su
hermana, Annie, que había esperado pacientemente mientras hablaban.
Rachel sabía que había engañado a Sarah para no disgustarla en aquel día
tan especial, pero al mirar su calesa en la cola que esperaba para marchar,
Rachel vio a Andy y a Aaron sujetando las riendas orgullosamente,
susurrando entre ellos. Y Rachel sintió que su miedo también susurraba.
Quizá Linc McGowan quisiera poseer su establo. Y quizá también, si le
gustaban las chicas jóvenes como Laura, estuviera involucrado en todo
aquello. Quizá su hostigador fuera el brillante Linc. Para él no sería difícil
conseguir un traje amish y una barba postiza pelirroja. Era un buen
investigador y entrevistador; podría haber aprendido cómo llevaba Sam su
sombrero, y cómo trabajaba. Pero aun vestido con ropa amish y con barba o
sin ella, no podía imaginárselo tumbado en el heno.
En casa, Rachel hizo que los niños subieran con ella al pajar. Se estaba
haciendo de noche, así que llevaron un farol. Antes, ella pensaba que sus
hijos estaban inventando que veían a su padre, pero se había dado cuenta de
que todo, desde el hecho de que los búhos hubieran abandonado el establo
hasta el hecho de que Sarah hubiera visto la forma de un cuerpo en la paja,
sugería que había alguien en el establo. Y ella recordaba cosas, detalles
inocentes, según había pensado, que habían dicho los gemelos. Que Daadi
estaría mirándolos desde el cielo. Que a Daadi le gustaba estar arriba, en el
establo.
Ella se detuvo y observó el hueco que había entre la paja. Era distinguible
sólo desde la izquierda de la puerta del pajar. Estaba cerca del lugar donde
ella se había tumbado el día de su cumpleaños, cuando Eben y Mitch habían
ido a visitarla. Pero no pudo encontrar el envoltorio del chocolate, ni el pelo
rojizo ni el formulario por ninguna parte.
—Así que es aquí donde duerme —dijo Andy, cruzándose de brazos.
Aaron asintió, con los ojos abiertos como platos—. Pero debería entrar en la
casa por las noches, cuando no está trabajando en el establo ni en el campo.
Hace frío, y está muy oscuro aquí fuera.
—Y es posible que haya goteras en el tejado —añadió Aaron—. Pero si
todos queremos que vuelva a casa —continuó, mirando a su madre
esperanzadamente y tomándola de la mano—, estoy seguro de que volverá.
A Rachel se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía si seguirles la
corriente, o reprenderlos, o simplemente gritar.
Lo primero que hizo Rachel fue ir a ver a Pat Perkins. Como era de
esperar un lunes por la mañana, la biblioteca estaba vacía, y Pat estaba detrás
de su mostrador.
—Estoy muy enfadada por que Linc McGowan escribiera ese artículo
sobre un establo maldito —le dijo a la bibliotecaria directamente—, así que
estaba pensando que podría investigar un poco sobre él.
Pat sonrió con petulancia.
—Quieres decir que la venganza se sirve fría. No suena muy amish, pero
sí suena norteamericano.
—Lo sé —respondió Rachel con un gran suspiro—. Nosotros ponemos la
otra mejilla, pero en esto, por varias razones, no puedo hacerlo.
—Y sabías que yo también iba a investigar, por eso has venido. Pues te
diré que ese hombre debería estar escribiendo ficción, y no historia, porque
evidentemente es un mentiroso —declaró Pat, haciéndole un gesto para que
se acercara a su mostrador, que estaba lleno de papeles—. He averiguado que
no está en periodo sabático en la Universidad de Ohio, sino que pidió una
excedencia. Me costó mucho sacarle a la bibliotecaria del campus el motivo,
pero es evidente que tiene relación con una falta disciplinaria. Un asunto
personal —dijo Pat con una ceja arqueada.
—Pero eso podría ser cualquier cosa.
—Sí, pero teniendo en cuenta cómo se comporta con las señoritas de por
aquí —continuó Pat, bajando la voz—, tuve un presentimiento y envié un
correo electrónico al periódico de la universidad. He estado chateando con
una estudiante que trabaja allí.
—¿Y?
—El profesor Linc McGowan se metió en problemas por tener una
aventura con una estudiante.
—¡Oh, no! —exclamó Rachel.
Comenzó a angustiarse por si debía decirle a Pat que Linc había sido el
profesor favorito de una chica que había desaparecido misteriosamente de un
baile del instituto que él había supervisado, un baile en su propio establo.
Pero aquello sería acusarlo de demasiado, demasiado pronto. Antes de poder
contarle a alguien sus sospechas o de enfrentarse al hombre, necesitaba hablar
con más gente sobre él.
—¿Sabes? —le estaba diciendo Pat, aunque, después de la revelación
previa, Rachel casi no podía asimilar sus palabras—. Tuve una amiga que
sufrió el acoso de un tipo. Así que miré cuáles eran los rasgos de
personalidad de un acosador, pensando que podría darnos más perspectivas
sobre McGowan. Y escucha —le dijo. Tomó un papel de su escritorio y
comenzó a leer—: Los acosadores son por lo general muy inteligentes, y
algunos se mueven en los círculos universitarios. Pueden ser encantadores,
listos y seductores. ¿Te suena?
—Él encaja en esa descripción —dijo Rachel. Pero, si a Linc le gustaban
las chicas de instituto y universidad, ¿para qué iba a acosar a una viuda con
dos niños?
—Y lo peor de todo es que cuando un acosador se siente frustrado, su
comportamiento empeora. Aunque reciba una orden de alejamiento de las
autoridades, se acerca más y más a la víctima, y el acoso se convierte en
amenazas y violencia. Tienes que admitir que muchos de estos rasgos
también son los de McGowan, aunque no sé si también los que vienen a
continuación.
—¿Cuáles?
—Un acosador —continuó Pat— provoca situaciones que obligan a la
víctima a pedirle ayuda, y entonces se lanza al rescate. ¿Ha hecho eso él?
—¿Qué? Oh, sí, ha intentado ayudarme con mi establo, y después me
asustó —dijo Rachel, aunque no estaba segura de que aquello tuviera sentido.
Se dirigió hacia la puerta.
—Los acosadores tienen una intensa necesidad de controlar —continuó
leyendo Pat—. Sé que McGowan siempre quiere que escuche atentamente
cuando echa sus sermones, y no digamos las niñitas de instituto con las que
coquetea por aquí. Al menos. Y, por último, los acosadores tienen algo
llamado trastorno en las relaciones. En otras palabras, perdió a alguien a
quien quería muy pronto en la vida, y se obsesiona con no volver a sufrir de
nuevo por el rechazo del objeto amado. Si eso sucede, se vuelven violentos,
incluso pueden llegar al asesinato —remachó. Después alzó la cabeza y se
quedó sorprendida—. Rachel, ¿te marchas ya?
—Tengo que irme. Gracias de nuevo por tu ayuda.
—¿Estás segura de que estás bien? —le preguntó Pat, que se puso en pie
de un salto—. ¿Has oído algo de lo que acabo de decirte?
—Claro que sí —respondió Rachel.
Tenía que continuar investigando sobre Linc, y después cortar todos los
lazos con él. Tendría que decidir si contarle todo aquello al comisario para
que interrogaran a Linc, aunque aquello sería devastador para Jennie, y quizá
pusiera en peligro a Rachel con su gente. Mezclarse con las cosas de los
gentiles, en el mundo de los gentiles, podía granjearle la expulsión inmediata.
Rachel decidió acudir al instituto de Clearview y pidió una cita con el
director. Había oído decir que Franklin Mercer era una institución en el
centro, y que llevaba muchos años allí. Por lo tanto, debía conocer a Linc
McGowan. Sin embargo, no podía decirle al director, un hombre de pelo
blanco que la saludó amablemente, que estaba intentando vincular a su
antiguo profesor de historia con sus pecados y sus crímenes.
Nerviosamente, comenzó a darle una explicación falsa, y se quedó
asombrada de que aquella historia inventada saliera tan rápidamente de su
boca.
—Así que —recapituló el señor Mercer—, Lincoln McGowan ha escrito
una historia sobre su establo, y ahora usted piensa que al periódico le gustaría
publicar una historia del hombre en sí —le dijo, repitiendo más o menos lo
que ella le había explicado.
—Sí —respondió Rachel—, y creo que usted es la mejor persona para
preguntarle qué tipo de profesor era. Sus puntos fuertes y sus debilidades.
—Ah, sí. Todos, incluso los profesores más admirados, y él lo era, tienen
sus puntos fuertes y sus debilidades. Lincoln McGowan era muy brillante. Y
era el mejor con los estudiantes que sobresalían. Los desafiaba a que fueran
siempre más allá. ¿No va a tomar notas?
—Tengo buena memoria, pero sí —respondió ella, y comenzó a rebuscar
en su bolso un bolígrafo y un papel—. Entonces, ¿por qué dejó el instituto?
—le preguntó, y notó que Mercer titubeaba y comenzaba a moverse
nerviosamente. Entonces, Rachel supo que había puesto el dedo en la yaga.
—¿Por qué? Sin duda, porque este instituto es una escuela rural —dijo el
señor Mercer, y carraspeó—. Y es una avenida demasiado estrecha para los
muchos intereses de Lincoln.
—Entiendo. Seguro que, al ser tan admirado, sus estudiantes favoritos,
los más brillantes, le harían una fiesta de despedida al final del año en que se
marchó.
—En realidad —dijo Mercer—, Lincoln tomó la decisión de comenzar un
doctorado a mediados de año, así que se marchó repentinamente. Todo fue
manejado internamente, y fue un duro golpe para la mayoría de los
estudiantes.
—Me imagino que fue especialmente inquietante para ellos, debido a que
se marchó poco después de la misteriosa desaparición de una de sus… sus
estudiantes, Laura Morgan. Se marchó aquel mismo año, ¿verdad?
El señor Mercer se agarró los dedos con fuerza.
—¿Adónde quiere llegar con todo esto, señora Mast? —le preguntó, de
repente, en un tono mucho menos amable—. Quizá sería mejor que hablara
con el mismo Lincoln. Yo no tengo la libertad de…
—Iré a verlo, señor, y gracias por su tiempo. Verá, estoy comenzando a
entender que hay algunas cosas que no se pueden manejar internamente. No
importa que se esté a cargo de un colegio, o de una comunidad amish, o de un
simple establo.
—¿Un establo? Señora Mast…
Pero ella ya estaba saliendo del despacho.
Eben se dio cuenta de que tenía que bajar a hablar con Sam Rachel. Había
querido verla, y tenía una buena excusa para estar en su establo, porque ella
no estaba en casa. Los ojos ya se le habían adaptado a la oscuridad, así que
bajó por la escalera al suelo del establo y se dirigió hacia la puerta trasera, la
misma por la que había entrado. Al pasar junto a los compartimientos de los
caballos de la calesa, los animales relincharon. Eben pensó que se
comportaban mejor que aquellos pacíficos y preciosos percherones que ella
no se merecía tener, por cómo se había estado comportando últimamente.
Aquella mujer no se merecía que él la deseara tanto, incluso después de la
tragedia que había sufrido con su propia mujer.
Y aquella noche, Rachel se había esperado que él fuera el gentil, Mitch
Randall. Lo había llamado por su nombre y le había pedido que bajara porque
todo iba bien. Pero ya nada iba bien entre ellos, aunque Eben le hubiera dado
una última oportunidad. Y si ella no le permitía que la cuidara de una manera,
entonces tendría que cuidarla de otra.
La puerta trasera del establo crujió cuando Eben salía, y después el viento
la cerró tras él. Caminó alrededor de la estructura hasta que llegó adonde
estaba Rachel, en las puertas delanteras, antes de que ella se percatara de su
presencia.
Cuando lo vio, Rachel gritó y dio un salto hacia atrás, con los ojos muy
abiertos, blancos en la oscuridad. Con la boca abierta, miró por debajo del ala
de su sombrero negro.
—¿Eben?
—Sé que pensabas que era él, Sam Rachel —le dijo Eben.
—Me… me has asustado. ¿Eras tú el que estaba ahí arriba?
—He venido de visita —le dijo él, señalando hacia la calesa de cortejo de
su hijo, que había dejado en el camino de gravilla—, y no estabas en casa.
Pensé en subir a comprobar si las cosas se habían arreglado en el granero, ya
que Sarah casi tuvo un accidente en la cúpula.
—Debes de conocer muy bien el granero para entrar ahí sin luz —le dijo
ella en un tono de voz duro, cauteloso.
—Al principio no estaba tan oscuro. También he venido porque me he
enterado de que hoy has encontrado a un hombre muerto, y quería consolarte,
decirte que si necesitas estar entre nuestra gente, Annie y los niños podrían
quedarse contigo durante unos días, o tú podrías venir a visitarnos a la granja.
—Te agradezco la amabilidad —respondió ella—, pero estaré bien aquí
en mi casa.
—Ah, quizá tu Mitch te… reconforta, así que no necesitas a tu gente, no
me necesitas a mí. Otro amigo gentil de esos por los que discutes con los
líderes del rebaño como yo, Sim Lapp y Amos Troyer. Pero verás que eso
puede acarrearte la ruina. Vas buscando a un amigo gentil y allí está, colgado
de una cuerda.
Ella volvió la cabeza hacia él bruscamente y se lo quedó mirando
mientras cerraba las puertas del establo.
—Estoy esperando a que una amiga me traiga a los gemelos —le dijo ella
con la voz temblorosa—. Si quieres, podemos sentarnos en el porche
delantero a esperarlos.
—Muy bien —respondió Eben—. No sería apropiado que entráramos.
Subieron al porche y se sentaron en las mismas mecedoras en las que, dos
semanas antes, él le había propuesto matrimonio. Sin embargo, aquel día,
Eben estaba contento de que hubiera anochecido. La oscuridad encajaba
mejor con su estado de ánimo.
—Estoy aquí, Sam Rachel —comenzó él, secándose el sudor de las
manos en las perneras—, porque mis ojos están llenos de lágrimas, y mi
corazón de tristeza. Mi angustia rebosa hasta el suelo por la destrucción de la
hija de mi gente.
—Espero que ésa no sea tu idea de una nueva proposición matrimonial —
se atrevió a replicar ella—. ¿Es un juicio directo de Isaías?
—Siempre con tus comentarios y preguntas desafiantes, ¿eh? Es del Libro
de las Lamentaciones, y no cambies de tema. Estoy sufriendo por tu casa, por
tu establo y por ti. Has sido advertida, pero persistes en tus transgresiones.
Eliges a los gentiles como amigos, en vez de a nuestra gente.
—Además de a nuestra gente, obispo Yoder.
—¡No me llames obispo Yoder, Sam Rachel! —gritó él—. Deja que sea
todo lo que quiero ser para ti, tu ayuda y tu consuelo, tu salvación terrenal.
—Terrenal o celestial, la salvación de alguien es una tarea demasiado
grande para un simple hombre, obispo o no —respondió ella—. Yo adoro al
Señor, no a ti como dueño y señor.
Él luchó por mantener el control. Al final, Eben Mary también se había
atrevido a desafiarlo. Algunas veces, que Dios lo perdonara, se alegraba de
que se hubiera ido, pero, al igual que su esposa, si aquella mujer no se
doblaba, debía ser doblada, o rota.
—Quiero decir que estoy aquí para salvarte de ti misma. Sam Rachel, a
menos que elijas uno u otro de dos estrechos caminos, ancho es el camino
que te conducirá a tu propia destrucción.
—Es la segunda vez que me amenazas —respondió ella.
—Son advertencias, no amenaz…
—Amenazas de destrucción, obispo Yoder. ¿Vas a explicarme tú cuáles
son esos dos caminos, o prefieres que yo te los recite?
—Si sabes lo que pienso, habla.
—El primero es que debo renunciar a mis amigos gentiles y obedecerte.
De lo contrario, debo dejar esta casa y este establo y vendérselo a otra
persona para que lo trabaje, como tus hijos, o Sim Lapp; la otra posibilidad es
casarme contigo.
De repente, Eben sintió terror porque ella pudiera ver con tanta certeza lo
que había en su alma. Rápidamente, bajó la mirada.
—Eso es —dijo, y volvió a mirarla con los ojos entrecerrados—. Elige
uno de esos dos caminos. He venido a decirte que, de lo contrario, los
mayores hemos decidido que mañana comenzará un periodo de expulsión de
seis semanas. Y entonces, hasta que decidamos si es permanente, no habrá
consuelo de nuestra gente para ti. No habrá nada de nuestra gente, como si no
existieras.
Ella tomó aire bruscamente y se levantó de la mecedora. Se abrazó al
poste del porche, cuando Eben quería que lo abrazara a él. ¿Qué más podía
hacer para asustarla y que se aferrara a él?
—Sospechaba que esto llegaría —susurró Rachel.
Bien, la había vencido, pensó Eben, porque parecía que ella no tenía
aliento en el cuerpo.
—Has ido en coche con Mitch Randall —comenzó a enumerar, contando
con los dedos ante el rostro de Rachel— a casa de otro gentil, y lo has
encontrado muerto. Has conseguido que tu establo, tu granja y tú misma
aparecierais en el periódico. Le confías a tus preciosos hijos a una gentil. Le
has metido en la cabeza quién sabe qué rebeldía a mi hija Sarah. Te han visto
a solas en el establo y en la casa con Mitch Randall, y has ido de viaje
durante el día con él, dejando a los niños al cuidado de Kent Morgan, el
dueño del almacén de maderas del pueblo, que, por muy amable que sea con
los amish…
—Vaya lista de pecados —lo interrumpió ella—. ¿Tienes un ejército de
espías, obispo, o conseguiste toda esa información tú mismo, escondiéndote
en mi establo? ¿Están las suelas de tus botas como tu alma, oscurecidas por el
barro para atravesar mi cocina y mi vida para que…
—¿Qué? Yo sólo he estado esta noche en tu establo, aparte del día de la
siega del maíz. Sam Rachel, yo me preocupo mucho por ti, y sería un honor
hacer que todo lo que tengo sea tuyo, porque necesitas la mano firme de un
marido para corregirte. Y los gemelos también necesitan una mano fuerte y
firme que los guíe, una mano que tú no tienes, y yo sé que mis hijos te
querrían como yo, y…
Ella se tapó la cara con las manos y comenzó a reír, o a llorar. Él se quedó
estupefacto, y después se encolerizó. Histérica, así era como estaba. Eben
había albergado la esperanza de poder hacer que confiara en él, pero vio que
le exigiría más de lo que había hecho hasta el momento.
La tomó por las muñecas y tiró de sus manos hacia abajo. Después, la
sacudió.
—¡Deja de hacer eso! —le gritó—. ¿Te has vuelto loca? ¡Rachel!
Antes de poder controlarse, le dio una bofetada. Sintió calor y picor en la
mano. Ella se quedó mirándolo en silencio, tan impactada como él. Desde la
última discusión que había tenido con Eben Mary, no había vuelto a golpear a
una mujer, y había jurado que no volvería a hacerlo.
Rachel se apartó de él cuando las luces de un vehículo aparecieron por el
camino de gravilla, y la furgoneta se dirigió hacia ellos. Alguien tocó dos
veces la bocina. Si era Randall, Eben Yoder sabía que iba a hacer algo más
que darle una bofetada.
—Rachel, ¿puedo dejar a los niños aquí? —le preguntó una mujer, desde
lo que parecía la furgoneta de reparto del almacén de maderas.
—Claro, Marci. Gracias. ¡Y tu suegra te necesita!
Aquel desafío, la fuerza que había recobrado la voz de Rachel, lo
enfureció más todavía.
—¡Bueno, ya me voy! —dijo la mujer.
Eben estaba horrorizado por el acto violento que acababa de cometer, y
por el que debía cometer a continuación.
—Seis semanas —le dijo en un siseo, señalándola con el dedo índice—.
Y si no te sometes, la expulsión será para siempre.
Bajó del porche mientras los gemelos bajaban del coche e iban hacia su
madre. Eben se volvió hacia ella. Las luces del coche le iluminaban la cara
cubierta de lágrimas.
Él ni siquiera intentó hablar con sus hijos mientras caminaba hacia su
calesa. Se sentó en el estrecho pescante, pensando que, de un modo u otro,
volvería a por ella.
—Recordad cuáles son las normas, niños —les repitió Rachel mientras
arreaba a los caballos al día siguiente, de camino al pueblo—. Si no podéis
hablar inglés o alemán entre vosotros, no habléis. Si no podéis hablar alemán
o inglés conmigo, no me habléis tampoco, aunque no podré saber cuándo
queréis comer o cuándo queréis jugar. Pero recordad que yo os quiero, y que
quiero hablar con vosotros.
Había estado intentando recordar todo lo que había aprendido de los
libros que había sacado de la biblioteca dos años antes. Aquello había
provocado una gran discusión entre Sam y ella, porque Rachel había aplicado
aquellos métodos de los gentiles para que los gemelos dejaran de hablar en su
idioma inventado. Pero había funcionado, y tenían que volver a funcionar.
—¿Y con Nann y Bett? —le preguntó Aaron.
Rachel sintió un profundo alivio al oír algo que entendía. Sonrió y le pasó
el brazo por los hombros. La noche anterior se había sentado en una silla
entre sus camas y les había prohibido hablar en su idioma hasta que, por fin,
se habían dormido.
—Con Nann y Bett hablamos el idioma de los caballos —le respondió
ella—. Arre y so, y ellos nos hablan con sus propias palabras, porque los
caballos sólo saben hablar como los caballos.
—Bueno, pues nosotros somos gemelos que tenemos el idioma de los
gemelos —declaró Aaron con petulancia.
—Da, dumdy morma nos de fam —dijo Andy, y Aaron asintió.
Rachel apretó los dientes.
—¡Basta! —les ordenó con una voz tan alta que Bett y Nann echaron las
cabezas hacia atrás y se detuvieron en un cruce—. No, no a vosotros. ¡Bett,
Nann, arre!
Rachel dirigió la calesa hasta el callejón que había detrás de una hilera de
tiendas, donde los amish ataban sus carruajes. Había una calesa grande y un
carro atados a un poste. Ella hizo lo mismo con su calesa, tomó los dos
cilindros de la cerradura y se fue con los niños a la sección de ferretería del
almacén de madera.
Las puertas se abrieron en su cara cuando Frederick Esh, el padre de
Jacob, salía. Rachel lo había visto en la boda de su hijo con Sarah dos días
antes, y sabía que él le agradecía que hubiera llevado el apio. En aquel
momento, él la miró, y después apartó la vista.
—Buenos días, niños —dijo, y después continuó.
A Rachel se le cayó el alma a los pies. Así que todos lo sabían ya. Así era
estar apartada de la comunidad.
Evidentemente, los gemelos notaron el desaire, pero seguían sin decirle
nada a su madre, obstinadamente. Rachel se dirigió hacia el pasillo donde
Mitch le había indicado que encontraría los cilindros de las cerraduras, y
estuvo a punto de tropezarse con el ex marido de Jennie, Mike. Como era un
día de diario, por la mañana, Rachel se preguntó por qué no estaría
trabajando, pero sabía que los gentiles tenían días de fiesta y vacaciones.
—Señora Mast —le dijo él, agarrándose la visera de la gorra de béisbol
—. ¿Sabe? Siento mucho que se viera mezclada con mi vecino, McGowan,
pero me alegro de que descubriera algo que puede darnos noticias sobre la
desaparición de Laura.
Hablaba en voz baja, quizá para que los gemelos, o quizá su hijo Kent,
que podía estar por allí, no lo oyeran.
—Agradezco sus palabras, señor Morgan —le dijo ella—. Como se puede
imaginar, Jennie no opina lo mismo.
—Ah… no. Ella no quiere dejar que Laura descanse en paz, esté donde
esté, y no deja que nadie la eche de menos… bueno, éste no es el momento ni
el lugar —añadió, mirando nerviosamente a su alrededor.
—Sé que Kent también está disgustado —susurró Rachel.
Durante un momento, Mike Morgan la miró fijamente a los ojos, como si
quisiera leer algo en ellos. Ella vio en su mirada mucho más que curiosidad,
algo a lo que los amish estaban acostumbrados. Era como si quisiera
preguntarle algo sobre Jennie, o incluso sobre Kent. Pero aquella mirada pasó
rápidamente, y el señor Morgan se dirigió a los gemelos.
—¿Conocéis a mi hijo Kent? —les preguntó, inclinándose ligeramente
hacia ellos—. Sé que jugáis con mis nietos, Jeff y Mike.
Rachel contuvo el aliento mientras se preguntaba si los gemelos usarían
su lenguaje secreto. En vez de eso, asombrosamente, sin mirarse y sin
planearlo previamente, ambos asintieron y sonrieron. Rachel volvió a sentir
alivio, por muy trivial que pareciera aquel avance.
Rachel había empezado a moverse de nuevo cuando Mike Morgan le dijo:
—Y gracias por su amabilidad con las flores. Me gustaría hacerlo de
nuevo. Sólo una vez al año, de ahora en adelante. Hace que me sienta…
bueno, un poco mejor.
Rachel asintió. Aunque estaba agradecida de que él no la hubiera culpado
por remover las cosas como lo había hecho Jennie, se preguntó dos cosas.
¿Por qué, si él vivía muy cerca de Linc, nunca se había dado cuenta de que
durante años habían entrado y salido muchachas jóvenes de la casa de
McGowan, y no se había preguntado si Linc tenía una relación estrecha con
Laura? ¿Y por qué, al contrario que Jennie, ya que Laura sólo había
desaparecido oficialmente, estaba tan seguro de que su hija no iba a volver?
Rachel sacudió la cabeza mientras guiaba a los niños hacia el pasillo de
los cilindros. Otra familia de amish, los Zook, pasó junto a ella, pero los
padres ni siquiera dejaron a sus hijas acercarse a los gemelos. Andy y Aaron
miraron a su madre. Ella no les había explicado nada sobre la expulsión de
seis semanas que le habían impuesto, pero evidentemente debía haberlo
hecho. No se había imaginado que sería algo tan frío, tan duro. Y
seguramente, las cosas sólo podían empeorar.
—Tomad —les dijo a los niños, entregándoles los cilindros nuevos—.
Como Daadi no va a volver, vosotros dos sois los que tenéis que ayudarme a
cuidar de la casa y del establo, y también debéis cuidar de mí. Venid conmigo
y decidle al hombre, en inglés, que necesitamos llaves nuevas para estas
cerraduras, y que queremos comprar también dos candados para nuestro
establo, uno grande y uno pequeño. Vamos.
Rachel fue con los niños hasta el mostrador de las llaves.
—Hola, chicos —les saludó una voz familiar y agradable desde detrás,
mientras Kent se apresuraba a meterse tras el mostrador—. ¿En qué puedo
ayudaros?
Rachel miró a Aaron y después a Andy.
—Mamm necesita llaves nuevas —le dijo Andy a Kent—. Hoy no vamos
a ver a Jeff y a Mike, porque tenemos que quedarnos con Mamm hasta que
hablemos mejor.
—A mí me parece que habláis bien, ¿no, Rachel? —dijo Kent, y sonrió
mientras ella se encogía tímidamente de hombros y asentía.
El hombre consternado de la noche anterior no estaba a la vista, pero
Rachel no podía preocuparse, en aquel momento, por el estado de ánimo del
hijo de Jennie. Estaba tan contenta por los avances de sus propios hijos que
casi se echó a llorar, hasta que Kent comenzó a trabajar con una ruidosa
máquina para hacer sus llaves. Después, vio a los gemelos susurrarse algo al
oído, y estuvo segura de que no habría entendido una sola palabra si lo
hubiera oído.
Mitch instaló las cerraduras nuevas de Rachel en cuanto ella llegó a casa.
Ella decidió llevar las llaves nuevas en un cordel en el cuello, bajo el vestido.
Después de prepararle unos sándwiches a todo el mundo, le llevó a Mitch los
suyos al establo, y no le pidió que entrara en la casa. No podía soportar que
viera cómo se estaban comportando sus hijos. En cuanto conseguían darle la
espalda durante un instante, comenzaban a hablar en lo que los libros de
psicología infantil llamaban criptoglosia. Rachel había aprendido que no era
raro que los niños, sobre todo los gemelos, inventaran su propio idioma como
si no necesitaran a nadie más.
Rachel les dijo a los gemelos que no podían jugar ni trabajar juntos ya
que no estaban hablando de verdad, así que puso a Andy a quitar malas
hierbas del huerto y a Aaron a barrer el lavadero. A los dos los veía desde la
puerta delantera del establo, donde se había detenido a reunir valor antes de
hablar con Mitch. Lo que tenía que decirle le causaba tanto malestar como el
hecho de tener que separar a los gemelos.
Rachel se quedó un momento en silencio, inmóvil, observando cómo
trabajaba Mitch. Se movía con agilidad y precisión. Estaba de espaldas a ella,
extendiendo una cinta métrica desde los compartimientos de los percherones
hasta el lugar donde la madera del suelo estaba en peores condiciones.
Rachel pensó brevemente en aquella viuda peregrina, Varina Wharton,
que había sido la propietaria del establo tantos años atrás. ¿Por qué se habría
escapado con Stephen Keller y habría dejado aquel lugar, que seguramente
habría querido y por el cual habría luchado? Rachel se preguntó si ella sería
capaz de hacer algo así, incluso si se enamorara de un hombre más allá de
todo razonamiento.
—Eh, me has asustado —le dijo Mitch cuando la vio allí. Apretó un
pequeño botón, y la cinta métrica volvió a su estuche de metal
automáticamente—. ¿Va todo bien? —le preguntó—. Es decir, aparte de todo
lo que va mal.
Ella tuvo ganas de sonreír ante la forma en que él había formulado la
pregunta, y tuvo ganas también de echarse en sus brazos y esconderse. En vez
de hacerlo, miró hacia atrás, hacia los gemelos, y dijo:
—Espero que entiendas por qué necesito pasar tiempo a solas con mis
hijos para solucionar las cosas. Cosas entre los amish y yo, y cosas entre tú y
yo. Además, necesito saber, de una vez por todas, lo que le ocurrió a Sam.
—Lo entiendo —respondió Mitch mientras se metía la cinta métrica en el
bolsillo trasero del pantalón—, pero no entiendo por qué no me dejas
ayudarte.
Para sorpresa de Rachel, siguió trabajando mientras hablaba, quizá para
aliviar su frustración con algo aparte de ella. Se puso de rodillas, y con un
martillo de orejas, comenzó a tirar de los tablones rotos del suelo.
Rachel alzó la voz para hacerse oír por encima del ruido.
—Estas seis semanas son un tiempo durante el cual tendré que responder
a muchas preguntas —le dijo ella, aunque él seguía arrancando tablas—.
Además, si me vieran contigo, me expulsarían para siempre. Pero quería que
supieras que si crees que debo pagarte por tu trabajo, en vez de hacerlo gratis,
te firmaré un pagaré. No puedo pedirte que te ocupes de mis cosas, por si
acaso no hay futuro para tus… para tus deseos.
Él continuó tirando de la madera.
—Rachel —le dijo en voz alta, intentando no mirar hacia arriba—. Me
encantaría darte espacio, pero me temo que la persona que quiere hacerte
daño puede estar aún por aquí. Tú eres una mujer fuerte y obstinada, pero si
no me dejas que te ayude, me veré a obligado a esconderme fuera de tu
propiedad para vigilar este lugar. Y después, una vez que creas que estás a
salvo, podemos decidir juntos qué pasa conmigo en tu vida.
Mitch dejó los tablones tras él, contra la pila de madera nueva. Rachel se
dio cuenta de que algunos de los tablones nuevos tenían algunas manchas
rojas, que seguramente serían de sangre de Gabe. Como si Linc hubiera
hechizado aquel lugar, Rachel recordó que para oscurecer la pintura del
establo se había usado sangre animal. Se estremeció, mientras Mitch se
inclinaba sobre su trabajo y decía:
—¿Qué demonios…?
Rachel se acercó mientras él tiraba del resto de los tablones para abrir un
espacio de un metro de largo y medio de ancho. Allí sólo llegaba la luz
indirecta desde la puerta abierta del establo. Rachel se puso detrás de Mitch y
miró por encima de su hombro.
—¿Qué es? —le preguntó, intentando mantener un tono de calma, aunque
tuviera un terrible presentimiento—. ¡Huesos!
—Enciende un farol —le ordenó él, pero Rachel tenía los pies clavados al
suelo.
Al inclinarse más, soltó un jadeo. Mitch intentó tocar aquello, pero una
especie de mortaja blanca se le hizo jirones en la mano enguantada. Bajo el
suelo original, en una tumba, yacía un esqueleto humano, con algo de pelo en
el cráneo. Pelo largo, liso, castaño.
Capítulo 21
Rachel cayó de rodillas junto a Mitch en el suelo del establo, junto a la
tumba.
—Mira, hay puntas de flecha esparcidas —susurró él—. Quizá sea un
viejo entierro indio.
—Entonces, el pelo tendría que ser más oscuro —señaló Rachel—. Lo
más probable es que sea Varina Wharton. No lo toques otra vez. Voy por un
farol.
—¿Quién es Varina Wharton? ¿Te refieres a aquella mujer peregrina de
la que McGowan hablaba en su artículo?
—Exacto. La viuda que supuestamente se enamoró de una especie de
vagabundo y se fue con él. Pero quizá no fuera eso lo que ocurrió. Espera un
minuto.
Rachel salió un momento a vigilar a los gemelos. Los dos estaban todavía
trabajando. Ella encendió el farol con la mano temblorosa, se arrodilló junto a
Mitch y elevó la luz sobre la tumba.
—¿Ves esos trozos de un vestido anticuado, o algo que parece un delantal
bajo la colcha podrida que sirve de mortaja? —le preguntó Mitch,
señalándoselos.
Rachel se inclinó y vio varias capas de tela blanca sobre el pelo del
esqueleto. Tomó aire bruscamente mientras Mitch le quitaba el farol de la
mano.
—¿Qué? —le preguntó él, apartando la vista de su horrendo
descubrimiento.
—La mujer de Eben Yoder tenía el pelo largo, y de ese color. Y nosotros,
los amish, enterramos a las mujeres casadas con el traje de novia, la capa y el
delantal blancos.
—Pero tú me habías dicho que se escapó.
—Eso es lo que Eben le ha dicho a todo el mundo.
—Y… ¿no puede ser Laura Morgan?
—Su madre está convencida de que todavía vive. Además, el asesino
habría cometido una estupidez al enterrarla aquí, donde todo el mundo la
estaba buscando. Los Bricker vivían aquí entonces, y nosotros vivíamos aquí
cuando la mujer de Eben se marchó. Esto tiene que ser una tumba del tiempo
de los peregrinos, pero ¿por qué bajo el suelo de un establo?
—No está debajo de los cimientos, así que no puede ser que el establo se
construyera sobre su tumba.
Rachel asintió.
—Por mucho que deteste tener que decir esto otra vez —murmuró Mitch
—, debemos llamar al comisario Burnett. He dejado el teléfono en mi casa,
así que tendremos que ir a por él. No os voy a dejar aquí. Voy a tapar esto de
nuevo. Tú ve a decirles a los niños que hemos encontrado el cuerpo del día.
Rachel, que todavía no había salido por completo del estupor, protestó.
—Eso no tiene gracia. He estado intentando protegerlos, ocultarles todas
estas cosas tan terribles. No les he dicho lo de Linc, y no voy a decirles esto
tampoco.
—Y probablemente, tampoco les habrás contado lo de la expulsión
temporal, ¿verdad? Quizá no deberías ocultarles tantas cosas, aunque sean
terribles —le dijo él mientras comenzaba a poner tablones sobre la apertura
de la tumba.
—Mitch, ¡ni siquiera tienen cinco años!
—Lo sé, pero también sé lo mal que me sentí cuando yo era niño y la
gente susurraba a mi alrededor, y yo sabía que algo marchaba mal y pensaba
que era por mi culpa.
Rachel recordó que Kent le había dicho algo muy parecido cuando salía
de casa de su madre, la noche anterior. Con todas las conversaciones y la
culpabilidad de la familia sobre la desaparición de Laura, él había acabado
por sentir que era culpa suya, y aquello le seguía produciendo amargura. Sin
embargo, ella estaba decidida a proteger a sus gemelos a cualquier precio, se
prometió mientras corría hacia Aaron y Andy.
Mitch la siguió afuera y cerró las puertas del establo, la delantera y la
trasera. Corrió tras ella con las llaves en la mano mientras ella cerraba la casa
y les explicaba a los niños que tenían que llevar juntos la furgoneta recién
arreglada de Mitch al pueblo.
—Ahora que ya está arreglada y no tiene que llevarse el coche de Gabe a
todas partes, vamos a ver cómo funciona —les dijo sin hacer caso de la
mirada de advertencia que le lanzaba Mitch por su última mentira.
—¿Espero aquí con los niños, o esperas tú? —le preguntó Rachel a Mitch
mientras aparcaban frente a la comisaría. Ella nunca había llegado tan
rápidamente al pueblo.
—Será mejor que entremos los dos —dijo Mitch, y apagó el motor.
—Entonces, todo el mundo fuera —ordenó Rachel—. No quiero dejarlos
solos.
—Después de mi difícil infancia y de los años que pasé en la cárcel —
continuó él, haciendo caso omiso de la afilada mirada que le lanzó Rachel
para que se callara—, no me hace nada feliz ver a la policía dos días
seguidos.
Mientras él torcía la esquina del edificio con los niños de la mano, Rachel
lo miró con los ojos entrecerrados. Se había dado cuenta de que había
desafiado a propósito el modo en que ella dirigía a sus hijos. Y, como si
fueran una familia, entraron juntos en la comisaría.
En pocos minutos, le explicaron al comisario que habían encontrado un
cuerpo enterrado bajo los tablones del suelo del establo. Mitch le describió el
esqueleto, diciéndole que parecía una tumba peregrina o india, que el cuerpo
parecía muy antiguo y que aún conservaba algo de pelo largo, liso y castaño.
El comisario avisó rápidamente a un equipo de policía forense de Toledo
para que se dirigieran a la granja de Rachel, y después, todos se fueron hacia
allí.
El sol había ascendido un poco más en el cielo, y sus rayos entraban por
la puerta del pajar, en el segundo piso, iluminando todas las motas de polvo
que danzaban en el ambiente.
—Vamos, destápelo —le dijo el comisario a Mitch, cuando estuvieron
ante la tumba—. Establo histórico, esqueleto histórico, estoy seguro. Después
de que los policías científicos hayan echado un vistazo y el esqueleto esté en
manos del forense, avisaremos a un antropólogo universitario para que lo
examine.
Mitch destapó rápidamente la tumba. Sin embargo, no había nada, salvo
un pedazo de tela blanca y una punta de flecha medio arrancada.
Rachel jadeó. Mitch soltó un juramento.
—Estaba aquí —dijeron al unísono. Rachel lo señaló, y Mitch se inclinó
para meter la cabeza por la apertura, hasta que el comisario tiró de él hacia
arriba.
Rachel cayó de rodillas junto al agujero vacío, y se desmayó, no por el
horror de que los huesos hubieran desaparecido, sino por saber que alguien
todavía estaba vigilando aquel establo cerrado. Y a ella.
Mitch y Rachel dejaron a los gemelos con Gabe y aparcaron al otro lado
de Ravine Road. Sigilosamente, se acercaron al granero y esperaron a que el
ayudante que estaba de guardia llegara hasta el punto más lejano de su
circuito. Entonces, rápidamente, rodearon el establo y, después de apartar las
malas hierbas que cubrían la puerta del sótano, alzaron la trampilla y bajaron.
Una vez que estuvieron a salvo allí abajo, respiraron con más facilidad
hasta que inhalaron el polvo y el olor a moho. Rachel estornudó y se puso el
dedo bajo la nariz. Los dos habían decidido que usarían la linterna lo menos
posible. Rachel recordaba bien que la noche en que Mike Morgan había ido a
dejar las rosas para Laura, ella había visto la luz por las grietas que había
entre los tablones del establo.
Esperaron unos instantes hasta que la visión se les adaptó a la oscuridad y
encontraron la trampilla que comunicaba el suelo del establo con aquel
sótano. Mitch utilizó su navaja para marcar rápidamente la forma de la
puerta.
Encendieron de nuevo la linterna y abrieron la trampilla. Mitch se
impulsó hacia arriba con los brazos, y ella, rápidamente, guardó la linterna de
nuevo en el bolsillo de su falda. Alzó la cara y vio las siluetas de sus manos y
sus muñecas.
Él tiró de ella y la subió. A Rachel le pareció que lo oía caminar mientras
se sacaba la linterna del bolsillo y la encendía, tapándola con la falda del
vestido para que no alumbrara demasiado. Pero él debía de haberse tropezado
con algo y haberse caído, porque se abalanzó sobre ella e hizo que cayera de
rodillas.
—Mitch, ¿estás bien? —le preguntó.
Sin embargo, él estaba inconsciente. A Rachel se le cayó la linterna al
suelo y rodó hasta que ella vio que a Mitch le sangraba la cabeza.
Intentó tomarlo en brazos, pero una mano fuerte la hizo ponerse en pie.
Alguien dirigió el haz de otra linterna hacia sus ojos y la cegó, pero no antes
de que pudiera ver el cañón de un rifle.
—Mira lo que me obligas a hacer para salvarte —susurró una voz
profunda—. Ahora vamos a dejarlo todo claro de una vez por todas.
Capítulo 23
Rachel reconoció su voz.
—¡Eben! —gritó—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Lo has dejado
inconsciente!
—Se lo merecía por seducirte de esta manera —murmuró él—. Es su
castigo.
Rachel vio que Eben tenía un rifle entre las manos. Aquel obispo amish,
aquel hombre contrario a la violencia, no sólo había golpeado a Mitch, sino
que evidentemente lo había hecho con un arma. Rachel sabía que Eben, como
otros amish, había cazado años atrás para complementar su mesa, pero por
qué…
De repente, mientras él la apartaba de Mitch y la llevaba hasta donde
habían encontrado la tumba, Rachel lo entendió todo, y sintió pánico. Eben
debía de haber matado a su mujer y la había enterrado allí. Pero ¿habría
matado también a Sam, temiendo que él encontrara la tumba? ¿O quizá
porque deseaba a la mujer de su prójimo?
—Tenemos que pedir ayuda para Mitch —insistió ella, intentando zafarse
de su mano.
—Que Dios me perdone, pero he tenido la tentación de dispararlo. Por
embelesarte de esa manera y aprovecharse de ti y de los niños.
—No ha sido así. ¡Baja el arma y deja que me vaya! —exclamó. Sin
embargo, se dio cuenta de que aquello no serviría de nada, y añadió—: Está
bien. Vamos a aclararlo todo primero. Pero baja el rifle, por favor, y la luz,
para que pueda verte.
Rachel notó que vacilaba, aunque la lanzó sobre una bala de paja. Él se
sentó frente a ella, con el arma preparada para disparar. Después, Eben bajó
el haz de luz desde su cara hasta sus pies. Ella rezó por que, a través de las
grietas y rendijas de las paredes del establo, el comisario o algún ayudante
viera que había luz dentro del establo y entrara.
—Ha llegado la hora de la confesión —dijo Eben—. ¿Eres culpable del
pecado de fornicación con ese gentil?
—Si es la hora de la confesión —replicó Rachel—, cuéntame lo que
ocurrió de veras cuando desapareció Eben Mary.
—Ella me dejó, y yo juré por mi alma que eso no volvería a suceder
nunca —dijo él, y escupió en el suelo con amargo desprecio—. Traicionó sus
votos matrimoniales, perdió la razón y se marchó hacia la maldición.
—No puedo creer que no intentaras detenerla como estás haciendo
conmigo, pero peor aún —protestó ella, intentando razonar con Eben para
poder quitarle el arma e ir a atender a Mitch.
—Ella sólo me dejó una nota, como hiciste tú.
Pese al pánico que sentía, aquello atrapó su atención, y se le formó un
nudo en la garganta.
—¿Qué nota? —le preguntó ella—. Tú me dejaste una nota en la ventana
de la cocina, pero yo no te he mandado nada a ti.
—¿También te has vuelto una mentirosa? —preguntó él, haciendo que el
cañón del rifle botara en su mano—. Hoy al anochecer has dejado una nota en
la puerta trasera, en la que decías que tenía que venir rápidamente aquí. No sé
a quién mandaste a llevar la nota, pero decías que viniera al granero por que
el gentil iba a llevarte con él, y que tú sabías que habías pecado y que querías
que yo te salvara.
Rachel sacudió la cabeza sin saber si él estaba mintiendo.
—Tú… ¿entonces no sabes nada del cuerpo de la mujer que encontramos
aquí? —tartamudeó Rachel, señalando hacia la tumba.
—Sé lo que he leído, que era una peregrina. Mujer pecadora, ¿no creerías
que era Eben Mary?
Cuando él alzó la linterna por sorpresa y se inclinó ligeramente hacia
delante, tenía los rasgos distorsionados como los de una calabaza de
Halloween. Sin embargo, parecía que estaba tan completamente horrorizado
que ella lo creyó.
—Entonces, ¿cómo has entrado al establo, si estaba cerrado? —le
preguntó, bajando la voz hasta que sólo fue un susurro.
—Como decías en tu nota. Tú me abrirías el candado nuevo de tu establo
para que yo pudiera entrar y esperar a que tú llegaras con el gentil.
Rachel se apretó las manos contra el pecho cuando entendió lo que podía
estar ocurriendo. A ella no le habían tendido una trampa, porque había ido al
establo por su propia voluntad. Pero alguien había engañado a Eben para que
fuera hasta allí. ¿Por qué?
—Eben, ¡apaga la linterna! —le susurró ella, mientras buscaba con los
ojos en la oscuridad, más allá de la luz.
—¿Para que te escapes? —le preguntó él con un resoplido desdeñoso—.
Quiero saber si vas a volver al rebaño y estás dispuesta a arrepentirte, y
entonces iremos a buscar ayuda para tu antiguo amigo.
—Me temo que no —dijo otra voz que llegaba desde más allá de la
tumba.
Cuando Eben se volvió y dirigió la linterna hacia allí, sonó un ruido
ensordecedor. Rachel cayó de cara al suelo, y Eben cayó sobre ella.
Rachel gritó de miedo, aunque su peso hizo que expulsara todo el aire de
los pulmones. Asombrada, mareada, se quedó inmóvil hasta que alguien le
quitó a Eben de encima y tiró de su brazo para que se pusiera en pie.
Después, la lanzó de espaldas contra uno de los compartimentos.
Después de despedirse del comisario, que había ido a preguntarle qué tal
se encontraba después de conocer el nuevo hallazgo del establo de Rachel,
Jennie cerró de nuevo la puerta trasera y caminó por el pasillo hacia su
habitación. Pero se detuvo en la puerta del dormitorio de Laura, la abrió y
entró. Salvo Andy Mast, cuando había asomado la cabeza, y su madre,
Rachel, a quien se la había enseñado tras el suicidio de Linc, nadie más que
ella había entrado en aquella habitación durante años. Hasta que había
sorprendido a Kent ayer y lo había echado. Sería mejor que lo revisara todo
otra vez, para asegurarse de que no había alterado, nada.
Encendió la luz y el brillo hizo que parpadeara. Su insistencia en
mantener las cosas tal y como siempre habían estado, había sido una de las
razones por las que la había abandonado Mike. Como ella, pero también de
una forma distinta, Mike nunca había vuelto a ser el mismo desde que Laura
había desaparecido. No había podido volverla a mirar a la cara, y mucho
menos a tocarla después de aquello. Parecía que no sólo se culpaba a él por la
desaparición de su hija, sino también a Jennie, incluso a Kent, por no
vigilarla, por no protegerla.
Jennie observó todos los recuerdos y después se quedó mirando su foto
con Laura. Era una fotografía Polaroid que estaba comenzando a amarillear,
pero ella no la había movido del espejo, que era el lugar en el que Laura la
había colocado. El mismo día del baile del establo, en la época anterior a
Marci, Jennie había ayudado a Laura a alisarse el pelo. Una niña con un
montón de rizos, queriendo una melena lisa y larga. Aquella noche, su hija
había llevado un vestido blanco, casi Victoriano, que según ella, era la
manera perfecta de parecer mayor. Aunque, al perderse aquella noche, Laura
no había cambiado, nunca se había hecho mayor en la mente de Jennie.
Mientras se daba la vuelta para salir. Jennie vio que la colcha estaba un
poco arrugada. ¿Se habría atrevido Kent a sentarse o a tumbarse en aquella
cama?
Al ver que el bajo de la colcha estaba metido hacia dentro, Jennie se
arrodilló para ver si había algo debajo de la cama. Laura se escondía allí de
pequeña con sus muñecas, y Jennie había insistido en que aquella parte de la
habitación estuviera impecable después de que la niña la hubiera picado una
araña. Al día siguiente tendría que quitar el polvo y limpiar de nuevo.
Levantó la colcha y se dobló para mirar bajo la cama. Gritó y gritó hasta
que la casa silenciosa gritó con ella.