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CAPITULO 9.- BANQUETE MACABRO.

Durante el siglo XIX el hambre era lo cotidiano en el barrio de La Colina Alta, Suburbio de la
Ciudad Capital del País, debido a la guerra de las especies. De un lado tropas de opositores al
Gobierno imperante, del otro, el sitio del ejercito leal al gobierno. En medio, un pueblo que moría de
inanición.
Los invasores se posicionaron de los huertos, los jardines y los establos, lo que impedía a los
habitantes obtener siquiera algunos productos de granja. Incluso el cementerio quedo en terreno de
nadie, lo cual nos explica que en la Capital del País exista más de un cementerio.
Pronto las reservas comenzaron a escasear y los embutidos, como los chorizos, los jamones
ahumados, las chistorras y morcillas aderezadas con nueces, entre otros fiambres, adquirieron
precios de locura. Ni hablar de las reservas de jamones, salchichas, tasajo, cecina y otras viandas.
Hasta el pan duro y el queso añejo o agusanado comenzaron a tener un valor de no creerse.
Curiosamente en una plazoleta existía un pequeño restaurant regenteado por dos guapas gatas que
eran hermanas; en este lugar no faltaba nada, ni menudencia ni carne. Con oro y Plata que ganaban,
bien podían abastecerse de guarniciones frescas, las que, según se contaba, mercaban a los soldados
opositores que gustosos cambiaban su raciones por doblones de oro u onzas de plata pura. Así que ni
a verduras les faltaba. Y lo más llamativo del asunto es que cobraban precios módicos a su regular
clientela; bueno, si lo comparamos con los dineros que alcanzaban a costar las viandas en esos días,
hablando en Plata no era lo mucho que cobraban.
Llego el momento en el que ya no hubo carne en ninguna casa del barrio de La Colina Alta, excepto
en el restaurant de la plazoleta, donde a diario se ofrecían suculentos platos preparados con jugosas
chuletas, sabrosos picadillos e inolvidables embutidos. Se cuenta que el jamón asado no tenía
comparación. Y que el picadillo preparado por las hermanas estaba de rechupete.
El restaurante propagaba unos humores aromáticos, vapores de ensueño. Perfumes paradisiacos para
todos aquellos muertos de hambre, pues no había en la capital ni un hueso que roer. Lo notable es
que no habiendo carne en ningún otro lugar, en este establecimiento no faltaba. Se corrió el rumor y
fueron muchos los jefes y generales de la tropa aliada al gobierno que dejaban los garbanzos rancios,
que era el último alimento para la tropa en el cuartel, y se iban al restaurante de las dos hermanas
para regresar orondos a sus parapetos, con el estómago a reventar y chupándose los dedos.
Está claro que las iras y las envidias no se hicieron esperar. Los Humanos y Bestias que manejaban
otros establecimientos de comida comenzaron a sospechar que allí algo andaba mal. Entre varios se
propusieron a vigilar a las hermanas para averiguar los medios por los que se proporcionaban de
dicho alimento, pues cabía la sospecha de que ambas debían tener pacto con el demonio, solitaria
explicación que permitía comprender la forma en que estas dos damas gatas se hacían de carnes
apetitosas.
Se les mando seguir y espiar, lo que ocurrió durante varios días. Pero no se descubría nada anormal.
Mientras tanto, en el restaurant de la plazoleta las tropas seguían devorando platillos compuestos
por sesos salpimentados, higaditos encebollados, picadillo de lengua a la vinagreta y otras delicias
por el estilo, entre las que destacaban guisos típicos y comida de estilo casero deliciosa.
Uno de los alguaciles encargados de la averiguación, un pastor alemán muy fornido, se acercó hasta
el restaurant de las hermanas y, sin darle muchas vueltas al asunto comento:
-Señoras, tenemos información de que ustedes obtienen carnes de manera ilícita.
Las dos hermanas dieron un respingo, pero de inmediato recobraron la compostura y le pidieron al
alguacil que tomara asiento. Mientras, ellas, le explicarían el asunto con lujo de detalle.
Así lo hizo el pastor alemán. Y de inmediato una de las gatas fue a la cocina y le trajo al can un
plato de carne guisada con papas, el cual no pudo despreciar, ya que el hambre por aquellos días era
mucha y fiera.
-Nada hay de sospechoso, señor alguacil, en nuestro proceder.
-No, ¿eh? –Exclamo el alguacil limpiándose los bigotes y relamiéndose.
-Nada. Nada de qué preocuparse.
-Y entonces, señoras, como podemos explicarnos la abundancia que está presente en esta mesa.
-Mire, señor alguacil. Ya que lo pregunta, tendremos que develarle una parte del misterio. Cuando la
sepa, comprenderá porque no podemos decirle abiertamente la totalidad del secreto.
-Adelante –pidió el pastor alemán una vez que había dado cuenta hasta del líquido que bañaba a
aquel guiso tan sabroso.
-Tenemos un correo secreto.
-¡Como!
-No podemos decirle más… seria como evidenciar el cuerpo del delito –dijo una de las hermanas en
tono de broma.
-Por lo tanto, ¿admiten que hay un delito? –interrogo el alguacil que era corto de entendimiento y
carente de sentido del humor.
-No aguacil, no hay ningún delito. Nuestro correo puede ir y venir a través del cerco de las tropas
enemigas, pero no podemos revelarle ni quien es ni que procedimiento realiza, porque eso sería
delatarlo, con lo cual todos perderíamos irremediablemente.
La explicación satisfizo al alguacil, quien se la comunicó a sus superiores y estos a su vez dieron
difusión de la noticia. El único que no creyó peo nada de aquel embuste fue Carlitos Calasanz, Único
hijo del alguacil, quien antes de la guerra gustaba de ir al Mesón de la Colina, que administraba una
de sus tías maternas. Como juego, puso un teatro de títeres en los portales del mesón, dando
funciones a los comensales.
Pero desde la llegada de la hambruna, su tía estaba cada vez más triste y taciturna y ya no le dejaba
montar sus obras, alegando que nadie iría a soportar, además de la miseria, las travesuras de un
muchacho. Ni que decir que Carlos estaba furioso. Y le daba una rabia tremenda ver que aquellas
dos restauranteras cada día estaban más gordas mientras que su madre y tía se acababan a ojos vista.
Una de esas noches en que no podía dormir porque las tripas se le revolvían en un nudo de hambre
decidió ir a espiar a las dos hermanas. El niño se dirigió hacia la casa de las gatas.
En ese tiempo que separa a la noche profunda de la luz de la madrugada, cuando el mundo es más
oscuro que nunca, vio un bulto negro deslizarse de la casa de las gatas hacia el bosque.
Sin hacer el menor ruido siguió al personaje embozado, hasta que se perdió dentro de la espesura.
No daba con el paradero del perseguido y lo mismo debió haberles ocurrido a los anteriores espías.
Era evidente que allí debía existir una entrada secreta o un pasadizo, los cuales, debido a la
penumbra nocturna, eran prácticamente invisibles. Pero Carlos tenía una ventaja: su olfato infalible
de pastor alemán. Al perro no lo confundieron las sombras ni la oscuridad, porque el rastreo olfativo
evidenciaba a quien seguía.
Dio, efectivamente, con un túnel, oculta su entrada por una empalizada que le servía como
camuflaje. Después de entrar y caminar varios cientos de metros, se abría en un claro en medio del
bosque, a un lado del cementerio y a pocos pasos del campamento enemigo. Vio, a quien venía
siguiendo, entrar a una casucha. Una vela iluminaba tenuemente el interior de la casa. Se aproximó
a ver el interior a través de una hendidura en la madera que precia un ojo. Casi se vomita el pobre de
Carlitos al descubrir lo que adentro sucedía. Pero pudo más su coraje y determinación. Contuvo el
aliento y volvió a su casa.
Ahora conocía una parte de la historia, pero debía comprender la manera en la que se iniciaba.
Millones de conjeturas, cada una de ellas más asquerosa que la anterior, venían a su cabeza.
Nuevamente espero a que se hiciera de noche y llegara la hora en que las sombras mandan. Fue
directamente hacia la casucha del bosque y esta vez espero para ver quien entraba.
Al poco tiempo llego una muchacha, una gran osa marrón; era grande y fuerte. Y casi de inmediato
se entrevistó con las dos hermanas. Las escucho cuchichear, reír y ponerse de acuerdo.
-Hoy serán tres –establecieron.
Luego la osa salió y se dirigió directamente hacia el campo de la tropa enemiga. Y no había pasado
ni una hora, cuando regreso con lo que a Carlos le pareció una enorme y pesada carga. Nada había de
anormal en ello, pensó. Y aguardo, pues el había visto con sus propios ojos la procedencia de la
carne.
Volvió a salir la osa. Se escuchó entonces un grito apagado y risas ahogadas, y Carlos comprendió a
la perfección cuanto ocurría en el interior de la choza. Se dijo que era su oportunidad, iría a buscar
a su padre, a dar aviso a la gente de La Colina Alta, para atrapar a las tres mujeres bestia en su
sangrienta obra.
Corrió hasta la casa paterna. Al principio el padre no daba crédito a lo que decía el cachorro. Luego
le dio por vomitar. Cuando finalmente se repuso, toco una campana de alerta y con una docena de
seguidores armados de trinches, palos y antorchas, corrieron en pos de Carlitos.
Cuando abrieron la puerta de la casucha, el ánimo les falto casi a todos. Un asco mayor que el
espanto les recorrió de pies a la cabeza al comprobar que diariamente se habían deleitado con carne
de… soldado. La osa se dirigía al campamento enemigo, esperaba a que uno de los hombres, humanos
o bestias, se alejara a hacer sus necesidades y en ese momento salía de su escondite como una
aparición seductora. Con mimos y caricias convencía a los soldados para que la siguieran; en
ocasiones los golpeaba, para llevarlos inconscientes hasta la casucha, dentro las dos hermanas
acuchillaban al desgraciado. Luego procedían a descuartizar, destazar y cortar en rodajas de carne
que podían guisarse. Huesos, vísceras y otras menudencias inservibles o delatoras eran prontamente
enterradas en el cementerio vecino. Otras veces llegaban medio borrachos. Las más de las ocasiones,
sin embargo, entraban a la casucha, convencidos de que iban a pasar una noche de amor con aquella
osa, cuando dos harpías caían sobre sus huesos y sin decir agua va, comenzaban a destriparlos.
En la madrugada iban por la carne, pues esto era el contenido de los grandes y pesados bultos que las
autoridades habían visto y reconocido. Muy espantosa fue la reacción de los moradores de La Colina
Alta. Decir que los vómitos se produjeron como reacción en cadena es poco. Cataratas de repudio
llovieron sobre aquellas antropófagas. Hubo mujeres que se enfermaron y que casi mueren por una
anorexia nerviosa. Muchas se dedicaron a la cocina vegetariana y esta es la razón, cuentan, de que se
hayan proliferado los dulces regionales. Nadie en ese lugar volvió a comerse una buena chuleta
asada con gusto o regocijo.
Se cuenta que las dos hermanas del restaurant de la plazoleta, como también la osa, de quienes no se
guarda no se guarda memoria de sus nombres, habían sido condenadas a muerte, pero un abogado
defensor, un oso polar de vestimenta y porte elegante, logro la libertad de las inculpadas alegando
que habían dado muerte a muchísimos enemigos.
El fiscal indignado, se levantó de su asiento y le recrimino al leguleyo que le ganaba el caso:
-Tú también comiste carne de soldado.
-Cierto. Ni modo, hermano. También nuestros ancestros, a lo largo de la historia, comían la carne de
sus prisioneros de guerra.
Las tres mujeres bestia fueron dejadas en libertad… ¡Caso Cerrado!
Cuentan los rumores que emigraron a una ciudad de provincia y se establecieron muy cerca de un
panteón, pusieron una escuela de cocina y enseñaron a muchas cocineras las técnicas culinarias más
sofisticadas jamás imaginadas como carnitas, sopa de medula, pozoles, carnes en adobo, morongas y
quesadillas de sesos.
Sin olvidarnos, claro está, del tasajo y la cecina, formas muy prácticas de preparar la carne para su
conserva.
¡Guacala que rico!

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