(1) Londres, 1980; edición castellana, «Historia crítica de la arquitectura moderna», Gustavo Gili, Bar-
celona, 1993 (1981).
66 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
(2) Los edificios de viviendas incluyen tanto vivienda común como villas unifamiliares. Lugares para el
trabajo: fábricas, oficinas, hospitales, centros comerciales, etc. En el apartado destinado a centros
educativos y culturales se han contemplado escuelas, universidades, bibliotecas, etc. Por edificios
institucionales se entienden los organismos oficiales o aquellos edificios con una cierta función
representativa. Los espacios de culto incluyen todas las confesiones religiosas. Lugares para el bien-
estar: locales de ocio, exposiciones, hoteles, etc.
(3) Cf. Hitchcock, H.R./Johnson, P., «El estilo internacional. Arquitectura desde 1922», COAAT, Mur-
cia, 1982 (1930), 224-225.
(4) Cf. Sartoris, A., «Enciclopédie de l’Architecture Nouvelle» (t. I), Ulrico Hoepli, Milano, 1948, 201-
205, 398-399 y 413-420, respectivamente.
(5) Cf. Frampton, K., «Historia crítica de la arquitectura moderna», 327, 109-110, 126, respectivamente.
Arquitectura religiosa y modernidad 67
mucho tiempo como la relación ideal del hombre con lo construido. No en vano, la arqui-
tectura diseñada mediante este sistema se sigue denominando «clásica».
Ya los romanos habían puesto en duda el ideal arquitectónico griego introduciendo
la tecnología como factor determinante de la forma, ampliando así el espacio de la arqui-
tectura hacia nuevos usos y nuevas maneras de construir. Los órdenes quedaron reduci-
dos a un mero sistema lingüístico y el control global del proyecto pasó a depender del
tipo. Sin embargo, se seguía considerando que los órdenes —la relación de las columnas
con la superestructura— eran «la Arquitectura», ya que éstos hacían «hablar» a los edifi-
cios a los que habían sido agregados, dominándolos expresiva y visualmente. La carrera
tecnológica comenzada por los romanos propició el que, a lo largo de los periodos romá-
nico y gótico, poco a poco se fueran relegando a un segundo plano los elementos no sus-
tantivos de la construcción, el más importante de los cuales era el lenguaje.
Sin embargo, la llegada del Renacimiento aportó un nuevo método de control: el
uso exclusivo de figuras geométricas elementales y de relaciones matemáticas simples,
y la vuelta de los órdenes de tradición grecorromana. Se consideraba la arquitectura clá-
sica —y por eso, insisto, se le puso ese calificativo— como perenne y eterna, funda-
mentada en unos principios que se creían inherentes a la naturaleza humana, frente a la
pretendida contingencia y coyunturalidad de la arquitectura gótica, fundamentalmente
tecnológica. Alberti, en su «De re aedificatoria», intentó alcanzar un sistema lingüístico
y metodológico definitivo que permitiese abarcar la totalidad del panorama constructi-
vo. Así, en el siglo XV surgió el concepto de «proyecto», y se comenzó a distinguir
entre ideación, composición y ejecución. La perspectiva fue el instrumento que posibili-
tó el paso de la figuración a la realidad, englobando todas las artes en un único acto de
diseño: el dibujo científico. Asimismo, el «Quattrocento» fue el momento de la apari-
ción del arquitecto como artista; a partir de entonces, la personalidad del autor quedaría
inevitablemente unida a su obra en la mente del público.
Hacia finales del siglo XVIII, el debate arquitectónico giraba alrededor de la inter-
pretación de las reglas de composición clásicas postuladas por los tratadistas del
Renacimiento, y la herencia grecorromana se entendía de un modo racional y preciso,
dándole un valor metahistórico e ideal, independiente de tiempos y lugares. La duda abso-
luta que introdujo el pensamiento ilustrado afectó también al ámbito arquitectónico; por
eso, con el fin de aclarar de una vez por todas el valor real del lenguaje clásico se hicieron
las primeras excavaciones arqueológicas, cuyos resultados sistematizó Winckelman en
1755. Esta clarificación empírica ayudó a desmitificar el clasicismo, poniendo al descu-
bierto su dimensión convencional; aún así su prestigio se mantendría algún tiempo más. El
siguiente paso para su relativización absoluta consistió en argumentar que la conveniencia
ideológica y moral que mantenía al clasicismo en una posición privilegiada podía aplicar-
se a cualquiera de los estilos del pasado: el historicismo estaba servido.
Es curioso constatar cómo la voluntad inicial no fue ni revolucionaria ni transfor-
madora, sino más bien todo lo contrario, ya que se trataba de fundamentar sólidamente
—de modo científico— una arquitectura que se creía eterna. El conocimiento objetivo
(experimental) de los distintos estilos permitió reproducirlos con absoluta fidelidad. Sin
embargo, como el estado psicológico del ejecutor era totalmente opuesto al de sus artífi-
Arquitectura religiosa y modernidad 69
ces originarios, la unidad de la arquitectura desapareció. Por otra parte, la libertad del
arquitecto pasó a ser infinita y nula al mismo tiempo. Infinita, porque el artista podía
elegir uno u otro estilo según las circunstancias o su gusto personal lo requisieran; y
nula, porque un modelo se puede copiar, pero ya no sirve para «aspirar a él» según una
interiorización personal. Si el Renacimiento había separado proyecto y construcción,
ahora, al ser tantos los estilos posibles, el ejecutor se veía obligado a distanciarse del
proceso, a no participar ni implicarse demasiado en la obra. Por ello, la máquina se reve-
lará como el instrumento de ejecución idóneo.
Entre 1800 y 1900, las grandes ciudades se volvieron irreconocibles, debido a una
serie de avances técnicos y socioeconómicos sin precedentes. El descenso de la mortali-
dad debido a la mejora de la nutrición y al avance de la medicina, y la acumulación de
ingentes cantidades de población en barriadas insalubres hizo que, durante el desarrollo
del siglo, el interés político y disciplinar derivara hacia la construcción de la vivienda
social. Por su parte, las transformaciones técnicas afectaron de modo muy directo a los
procesos constructivos. Especial trascendencia tuvo el comienzo de la producción de
hierro a gran escala, así como la de hormigón armado. También comenzaron a aparecer
usos no contemplados por los tratadistas clásicos, usos estrechamente vinculados a la
nueva sociedad industrial que reclamaban espacios y sistemas de composición distintos
a todo lo conocido hasta el momento. En la iglesia de San Juan de Montmartre (París,
1897/1905), Anatole de Baudot empleó de forma experimental el «ciment armé», un sis-
tema híbrido entre hormigón, ladrillo y alambre, patentado poco tiempo antes. Hacia
1900, el hormigón armado ya se había convertido en una técnica casi obligatoria, y en
adelante, su evolución se centraría principalmente en su escala de aplicación y en la
investigación de sus posibilidades como elemento expresivo.
función y la necesaria coherencia con el espíritu de los tiempos, encarnado por Owen,
Ruskin y Morris desde las primeras décadas del siglo XIX; la experimentación arquitec-
tónica a pequeña escala capaz de servir de embrión para desarrollos que postularan alter-
nativas válidas a los estilos «históricos», representada por las vanguardias que actuaron
durante el periodo comprendido entre 1890 y 1918; y la convergencia de todas esas avan-
zadillas en un movimiento unitario capaz de reestructurar la producción constructiva,
modificar globalmente el espacio social y hacerlo accesible al gran público, una tarea
desempeñada principalmente por Gropius y Le Corbusier en la década de 1920.
La verdadera novedad del Movimiento Moderno no la constituyó un repertorio de
brillantes soluciones formales, sino un nuevo método de investigación aplicado a la
arquitectura. Ya hemos visto como a partir de la revolución industrial fueron aparecien-
do nuevos problemas que demandaban respuestas muy diferentes a las habituales. La
relativización de los modelos clásicos de pensamiento (ciencia antimecánica y del azar)
y de la percepción (reflejados en el Cubismo, por ejemplo), así como la progresiva
mecanización del hábitat (el mueble patentado, el cuarto de baño entendido como «exis-
tenz-mínimum» o el paquebote), obligaron en su conjunto a un replanteamiento global
de la arquitectura. La afirmación que Mies van der Rohe hacía en 1924 —«la arquitec-
tura es la voluntad de una época traducida a espacio»6—, contrastaba radicalmente con
el convencimiento académico de que el fundamento de la arquitectura como arte se
encontraba en la adecuada composición de los órdenes.
Tras los intentos de Julien Guadet por sistematizar un método de composición
arquitectónica verdaderamente científico, a través de la Bauhaus se llegaría al modelo
metodológico definitivo. Pero no existió un tratado de aplicación universal, como en el
Renacimiento o en la Ilustración, y el único libro con unas características parecidas a
aquellos manuales fue «El arte de proyectar en arquitectura» (1936), del profesor de la
Bauhaus Ernst Neufert, en el que tan sólo había dimensiones. El arte de proyectar sería
así el arte de colocar al hombre en el espacio, y organizar las medidas de ese espacio
para su buen uso. Los elementos simbólicos o de decoro quedaban relegados al mundo
de la sensibilidad personal, por lo que la arquitectura religiosa quedaba, definitivamente,
al albur de las modas.
(7) William Curtis califica esta misión de «cruzada» (cf. «Le Corbusier, ideas y formas», Hermann
Blume, Madrid, 1987, 93).
(8) Para ejemplificar esta postura basta con tomar un texto de Bruno Taut, fechado en 1920: «¡Oh!
¡Nuestros conceptos: espacio, patria, estilo! ¡Qué asco, cómo apestan los conceptos! Descompo-
nedlos, disolvedlos. ¡No ha de quedar nada! Dispersad sus escuelas, han de volar las pelucas de los
profesores, queremos jugar a la pelota con ellas. ¡Soplad, soplad! ¡El polvoriento, enmarañado,
embotado mundo de los conceptos, de las ideologías de los sistemas han de sufrir nuestro frío viento
del norte! ¡Muerte a todo lo rancio! ¡Muerte a todo lo que se llama título, rango, autoridad! ¡Abajo
con todo lo serio!... En la lejanía brilla nuestro albor. ¡Arriba, mil veces arriba nuestro reino de la
no-violencia! ¡Arriba lo transparente, claro! ¡Arriba la pureza! ¡Arriba el cristal! ¡Y arriba y aún
más arriba lo fluyente, grácil, anguloso, reluciente, destelleante, liviano; arriba la arquitectura eter-
na!» (Cf. Lampugnani, V.M., «Dibujos y textos de la arquitectura del siglo XX. Utopía y realidad»,
Gustavo Gili, Barcelona, 1983, 32).
72 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
del devenir histórico, la Modernidad aparecía como el contrapunto ideológico del clasicis-
mo, sabiéndose y entendiéndose a sí misma como protagonista de ese papel.
En arquitectura, a partir de las exposiciones de Colonia (1927) y Nueva York (1932),
se produce la asunción de lo moderno en el Estilo Internacional —título precisamente de
esta última muestra—, de tal modo que fuera de él nada sería auténticamente moderno. El
Estilo Internacional se presentaba como una imagen blanca, universal, aséptica; una ima-
gen radicalmente nueva para un mundo nuevo, fraternal e igualitario9. De esta forma, se
rompió el marco en el que había venido desarrollándose todo el discurso disciplinar desde
el Renacimiento. Se propusieron nuevas reglas, nuevas teorías, nuevos órdenes. Lo moder-
no, además, llevaba implícito en ese momento la ausencia de cualquier atisbo de pondera-
ción que hubiera permitido relativizar la alternativa por unos medios históricos determina-
dos. De hecho, esa crítica ideológica constituyó todo el discurso de una Modernidad que
en arquitectura se tradujo en la promoción del Movimiento Moderno como idea y como
tendencia, por vía de la mitificación propagandística. En realidad, se volvía a producir en
el plano estético una nueva versión de la famosa «Querelle Anciens-Modernes»: la radical
aspiración a lo perfecto frente a la realización continuada de lo perfectible10.
Para Juan Miguel Otxotorena, lo propio de la Modernidad fue la pérdida del mar-
gen real para toda autocrítica: «Como puede verse, el discurso moderno en el terreno
filosófico y político encuentra en la historia de la doctrina marxista, con todas sus evo-
luciones y contradicciones (…) sucesivos momentos de su mismo desarrollo como
tal»11. Dentro de esta actitud románticamente dogmática de rechazo de cualquier forma
posible de crítica y aún de diálogo, era lógico que los arquitectos «modernos» se
encontrasen lejos de los centros de decisión que se ha convenido en llamar
Instituciones. De hecho, ya hemos visto cómo la arquitectura corporativa se encontrará
por largo tiempo alejada de las formas blancas y puras del Estilo Internacional. En este
sentido, resultó una ironía política que el primer ejemplo construido de este tipo fuera
la Casa del Fascio en Como, de Giuseppe Terragni (1932/36), tras el fracaso «moder-
no» en los concursos de la Sociedad de Naciones en Ginebra (1927) y del Palacio de
los Soviets en Moscú (1931).
(9) Era la confirmación del vaticinio de Adolf Loos: «Ved, es precisamente la grandeza de nuestro tiem-
po el que no esté en condiciones de producir un nuevo ornamento. Hemos superado el ornamento,
hemos logrado, después de larga lucha, llegar a la falta de ornamentación. Ved, se acerca el tiempo,
nos aguarda el cumplimiento. Pronto las calles de las ciudades resplandecerán como blancos muros.
Como Sión, la ciudad santa, la capital del cielo. Entonces habrá llegado el cumplimiento» (Cf.
Lampugnani, V.M., «Dibujos y textos de la arquitectura del siglo XX», 58).
(10) El término «moderno» tiene una larga historia. Ya en la disputa barroca entre antiguos y modernos
se puede observar cómo las posturas estaban perfectamente definidas, aunque de un modo diverso:
los «antiguos» defendían la mítica perfección atemporal, mientras que los «modernos» sostenían el
ideal de belleza relativa, vinculada al tiempo. Ser moderno, por tanto, fue básicamente una actitud,
un título que actuó como catalizador de la conducta. Es decir, el hombre moderno es aquel que no
es nostálgico, sino que abraza sin reservas el presente en el que vive. «Moderno es quien se consi-
dera a sí mismo moderno, en ese considerarse moderno: por consiguiente, lo moderno es la propia
profesión subjetiva de Modernidad» (Otxotorena Elizegi, J.M., «Arquitectura y proyecto moder-
no», Ediciones Internacionales Universitarias, Barcelona, 1991, 54).
(11) Ibídem, 251.
Arquitectura religiosa y modernidad 73
Por su parte, los nuevos lenguajes sólo serán asumidos corporativamente por el
mundo eclesial en la década de los cuarenta bajo el pontificado de Pío XII, recuperán-
dose así la tradición milenaria del mecenazgo de las artes de vanguardia. Así, por su
talante simultáneamente social e intelectual, la Iglesia será la primera institución que
acoja «de facto» las nuevas orientaciones arquitectónicas, tanto desde el punto de vista
tecnológico como desde el puramente lingüístico. Se puede constatar que los edificios
religiosos siempre se encontraron entre las primeras líneas de vanguardia, incluso en los
albores y durante el desarrollo heroico de la Modernidad. Así, por ejemplo, en 1928 —
al año siguiente de celebrarse la «Siedlungen» de Colonia—, empezaron a levantarse las
iglesias de Aquisgrán y Rotterdam, por Schwarz y Oud —católica y protestante, respec-
tivamente—, limpias y relucientes en su blancura «internacional». La Iglesia, no obstan-
te, no ignoraba el profundo abismo que se había ido abriendo entre el arte y la religión
desde el periodo romántico, especialmente en el campo de las artes aplicadas. Esta pro-
gresiva consciencia del problema desembocaría, años más tarde, en el «pacto de recon-
ciliación» propuesto por Pablo VI en 1964, tomando como marco la constitución sobre
Sagrada Liturgia promulgada por el Concilio Vaticano II.
Hacia 1911, los recursos del Cubismo analítico —la incorporación de lo fragmen-
tario, las interpenetraciones de espacio y forma, o abstracción y elementos de la reali-
dad— fueron absorbidos por los futuristas. Sin embargo, el responsable de la traducción
en formas del ideal maquinista fue Antonio Sant’Elía. Para este arquitecto, el reto de la
arquitectura moderna estribaba en el establecimiento de nuevas razones para la existen-
cia, partiendo exclusivamente de las condiciones espaciales de la vida moderna y de su
proyección como valor estético en la sensibilidad: nunca en la mera creación de formas
nuevas. La máquina, la atracción de la velocidad o el vértigo del cambio se manifesta-
ban claramente como factores antiinmovilistas, que parecían apuntar hacia una arquitec-
tura efímera, fácilmente sustituible. Este concepto de no-permanencia —expresado en
frases como «nuestras casas durarán menos que nosotros y cada generación deberá
construirse las suyas», o «no somos los hombres de las catedrales sino de las estaciones
de ferrocarril»13— se oponía radicalmente a cualquier visión estática de la arquitectura,
visión particularmente acusada en la construcción de templos donde los materiales per-
mitidos —también por razón de decoro y gravedad— eran únicamente los pétreos.
En 1931, se publicó el «Manifiesto del Sagrado Arte Futurista». Se trataba de un
extraño escrito en el que Marinetti parecía apuntar una posible renovación estética de los
templos a través de la asunción colectiva de los ideales futuristas, única posibilidad de dar
forma a la interpretación espaciotemporal y a los misterios suprarracionales de los dogmas
católicos. El carácter profético y al mismo tiempo redentor del movimiento llegaba aquí a
su culminación, prácticamente convertido en una creencia. Fue ésta una característica muy
común en las vanguardias: su afán de variar los modos de vida de la gente a través de las
experiencias estéticas, derivadas a su vez de la necesidad de cambiar de vida que la nueva
industrialización imponía14. Muchas de ellas, en su apología de lo material, trabajaron evi-
tando cualquier tipo de contacto con el mundo religioso —en especial el católico—, des-
estimando su capacidad de adaptación e ignorando conscientemente sus intereses particu-
lares. Paradójicamente, la aparición del expresionismo —máxima exaltación del genio
individual a través de la apoteosis de lo onírico— permitió clarificar algo la situación, al
mismo tiempo que el espacio sagrado recibía un fuerte impulso gracias a la elevada carga
de utopía que la vanguardia expresionista llevaba consigo.
Dentro del universo futurista, destacaremos las dos catedrales ideadas por Giuseppe
Terragni. Con ellas, Terragni defendería la posibilidad de enfrentarse a temas ampliamen-
te tratados en la historia de la arquitectura con formas modernas. En los dibujos del pro-
yecto titulado «Estudios de catedral y proyecto para una catedral de hormigón armado de
una sola nave» (1932), el espacio solemne y austero (100 x 35 x 30 m.) estaba acentuado
por la ligera curvatura de las paredes laterales, que se unían a lo largo formando un ábsi-
de, y se cerraban en altura en una cubierta que dibujaba cinco bóvedas ligeras. Privada de
toda decoración, la envolvente de la nave estaba matizada por unos tabiques rigidizadores
que sobresalían al exterior, en tanto que grandes hendiduras verticales repartían luz en el
interior del aula. Todo el proyecto respiraba monumentalidad, pero también contención y
sobriedad expresiva. Así, con muy pocos recursos, Terragni conseguía un espacio real-
mente dramático en su idealización tipológica. No opinaba lo mismo la crítica: «La cate-
dral tiene algunas líneas grandiosas y bellísimas, pero yo creo que la grandiosidad cons-
tructiva tipo hangar tiene aún que sublimarse en belleza y expresión»15. Parece que la
observación tuvo su efecto, pues Terragni siguió trabajando en el tema a través de unos
croquis muy relacionados con el templo presentado a la exposición, que ya anticipaban el
proyecto para su catedral de 1943. El segundo proyecto se contiene en muy pocos esbo-
zos. Si en 1932 había tratado de demostrar la posibilidad de un uso correcto del hormi-
gón armado en cualquier obra de arquitectura —incluso en un espacio sacro—, diez años
más tarde volverá a abordar un edificio religioso sin sentirse obligado a componer un
manifiesto provocativo. Es más, Terragni da la impresión de querer resolver con la expe-
riencia ya acumulada un tema dejado, en cierto modo, en el aire en la década anterior. La
catedral de 1943 fue el último proyecto que Giuseppe Terragni realizó en su corta trayec-
toria profesional; poco después moría a causa de las heridas recibidas en el frente ruso,
donde le tocó en suerte combatir durante la Segunda Guerra Mundial.
El futurismo ocupó un lugar importante dentro de las corrientes formativas de la
arquitectura moderna, ya que reunió una serie de actitudes antiinmovilistas y de tenden-
cias hacia lo abstracto que supo combinar con la exaltación de los materiales modernos y
la fascinación por las analogías mecánicas, incorporando ese gusto por lo industrial que
luego sería conservado como parte fundamental del léxico arquitectónico, e incluso verti-
do en conceptos tan populares como la sinceridad constructiva o la estética de la máqui-
na. Le Corbusier recogería este mensaje en su lema «la casa es una máquina de habitar»,
y su iglesia de Ronchamp llegó a ser calificada como «máquina de emocionar», aunque
con un significado muy diferente al empleado por los futuristas. Llegados a este punto
resultaría pertinente recordar cómo, en pleno Racionalismo italiano, Cesare Cattaneo y
Mario Radice, estaban desarrollando su idea de iglesia como «máquina para rezar».
(15) Cf. Ciucci, G., «Giuseppe Terragni. Obra completa», Electa, Milano, 1996, 373.
76 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
Lyonel Feininger,
«La catedral del futuro»,
logotipo de la Bauhaus
en Weimar (Alemania),
1919
Bruno Taut,
Catedral de cristal
en los Alpes, 1919.
Proyecto
EL EXPRESIONISMO: LA NUEVA FE
(16) Entre los arquitectos que se han aventurado por estos caminos aplicándolos al espacio sacro, pode-
mos destacar a Hans Poelzig, con su capilla de porcelana —«Majolikakapelle» —, de 1922; a
Bruno Taut, con sus oníricos dibujos de templos de cristal y roca contenidos en «Alpine
Architectur» y «Der Weltbaumeister» (h. 1920); a Wassili Luckhardt, con sus proyectos de edifi-
cios religiosos de 1920, especialmente el titulado «Crystal on a sphere»; y a Hans Scharoun, con
sus iglesias y la capilla de San Juan para la Comunidad de Cristo en Glockengarten, Bochum
(1965/66). En cualquier caso, el enraizamiento del Expresionismo en la arquitectura religiosa
queda patente al observar los proyectos de Peter Grund, Dominikus Böhm y Martin Weber. Paloma
Gil Giménez, en su libro «El templo del siglo XX» (Ediciones del Serbal, Barcelona, 1999) se ha
ocupado ampliamente de este tema.
Arquitectura religiosa y modernidad 77
(17) Mientras tanto, el lenguaje adquiría tonos apocalípticos, reinterpretando en clave postbélica la fasci-
nación romántica por el Medievo. Adolf Behne soñaba una iglesia que fuera la encarnación de un
vasto sentimiento que abrazase a multitudes enteras y la describía con el ardor de un visionario: «Hay
un lugar para todo en esta obra nueva y poderosa que crece de año en año; para todo, desde un dulce
lirismo, olor de incienso en los días festivos a través de salas y capillas del interior, inconmensurable
ternura de la bendición maternal en los altares, rostros exquisitos de la Virgen adornando portadas y
tímpanos, himnos que resuenan con ondulantes ecos, y la brillante luz del cielo fluyendo a través de
las vidrieras con el resplandor de la fe jugando sobre la piedra esculpida; para todo, desde esto a la
excelsa arquitectura de formas en las que todo lo terrenal es silencioso y en las que no hay nada sino
la muda, reprimida plegaria mundial de miles de personas unidas en una absoluta igualdad por un
sentimiento de rendición definitiva a lo Último» (cf. Pehnt, W., «La arquitectura expresionista», 150).
78 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
Otto Bartning, Iglesia de acero para la expo- Otto Bartning, Iglesia de la Resurrección,
sición de Pressa, Colonia (Alemania), 1928 Essen-Ost (Alemania), 1929/30
gencia de un punto de apoyo firme obligaba a una búsqueda de las razones últimas de las
cosas. Así, comenzaron a preocupar los problemas de la génesis de la forma —Hugo
Häring distinguirá entre «organwerk», o fuente interna de la forma, y «gestalwerk», su
expresión superficial—, los fundamentos de la liturgia —«la liturgia de la Iglesia consiste
en ‘nosotros rezamos’, no en ‘yo rezo’»18—, y, en general, de todo aquello que permitiese
la consecución de una arquitectura de marcado carácter científico. Los proyectos de Otto
Bartning y Dominikus Böhm lograron encarnar en los círculos cristianos ese nuevo sentir
comunitario que expresaban las utopías sociales expresionistas. Bartning estaba firme-
mente convencido de que la espiritualización de la Iglesia a través de la renovación de la
arquitectura sacra anunciaría la espiritualización de la sociedad entera. De este sentimiento
—y casi como una necesidad interior— surgió la «Sternkirche», uno de los conceptos más
importantes de este siglo en arquitectura religiosa y, al mismo tiempo, uno de los logros
arquitectónicos más importantes de su tiempo.
La «Sternkirche» («Templo estelar», 1922, proyecto) fue diseñada desde un riguroso
punto de vista litúrgico y espacial de carácter protestante. Su planta era un polígono de
múltiples lados, casi circular, con el púlpito y el altar en el centro a distintas alturas.
Bartning dividió el espacio en dos sectores: una iglesia de adoración con el altar elevado, y
una iglesia de predicación un poco más baja. En los servicios sacramentales, el público
abandonaría la iglesia de predicación para subir a la de adoración, obteniendo en este pro-
ceso una experiencia física del espacio muy relacionada con las prácticas escénicas del
«teatro total» de Erwin Piscator, entonces en auge. El proyecto causó una profunda impre-
sión. Bartning, por su parte, aseguraba que su mano había sido guiada de una manera casi
sobrenatural mientras la diseñaba, y describía la «Sternkirche» como una imagen especu-
lar del cosmos: «El pueblo ascendía desde los valles a través del bosque y pasaba por las
siete puertas bajas para penetrar en el interior, de elevada bóveda y profundamente ahue-
cado (…) Veríais cómo la bóveda de la cúpula y el suelo escalonado descendían hacia el
centro. Y el pueblo ocupando los escalones (…) El sol, la luna y las estrellas iluminan por
turnos el cinturón abierto de la cúpula. Y, equilibrado en el interior (…) el centro indivisi-
ble. El cristal en el que la luz se partía siete veces, se une de nuevo»19. Años después,
Bartning pudo materializar esta idea ligeramente modificada en la la iglesia de acero para
la Exposición de Pressa, celebrada en Colonia el año 192820, pero sobre todo, en la iglesia
de la Resurrección («Auferstehungskirche»), de Essen-Ost (1929/30).
En España, las experiencias expresionistas se pueden rastrear a partir de la obra de
Antoni Gaudí i Cornet —sobre todo de su capilla en la colonia Güell en Santa Coloma
de Cervelló (Barcelona, 1898/1916)—, extendiéndose casi sin interrupción a través de
algunas obras de Antonio Palacios Ramilo, como la Virgen de la Roca, en Baiona
(Pontevedra, 1912), el Templo Votivo del Mar, en Panxón (Pontevedra, 1932/37), el
surrealismo del «Sueño Arquitectónico para una Exaltación Nacional», de Luis Moya
Blanco (Madrid, 1937/38), el proyecto de basílica para el Sumo Hacedor (1951) de
Casto Fernández-Shaw Iturralde o las iglesias de Jordi Bonet Armengol, San Esteban en
Vinyoles d’Oris (Barcelona, 1952/55) y San Medín (Barcelona, 1955/59), ya casi rozan-
do el periodo de revisión orgánica y muy relacionadas formalmente con las experiencias
alemanas de los años de entreguerras.
Del expresionismo ha surgido uno de los modos de creación de espacios sagrados
específicos de la Modernidad, que ha dado lugar a estructuras formales que no siguen
una ley geométrica concreta, sino que surgen de una especie de simpatía emocional
entre la obra y el espectador, donde la oposición a todo lo que históricamente había sido
reflejo de equilibrio, simetría y orden pasan a un primer plano. A propósito de este tema,
Juan Miguel Otxotorena ha escrito: «Quizá han tenido un impacto particular las [con-
clusiones] derivadas de la idea, sensible a los elementos más efímeros y epidérmicos de
las experiencias expresionistas de comienzos de siglo, según la cual es apta para el uso
religioso toda envolvente arquitectónica inesperada y extraña —mejor espacialmente
tensa y forzada—, en tanto capaz en principio de inducir en la feligresía una especie de
sobrecogimiento lenitivo y un cierto impulso movilizador»21.
En cualquier caso, parece innegable que existen arquitecturas donde la presencia
de lo sagrado —la sensación de que hay algo que se escapa a nuestra experiencia coti-
diana— se percibe con mayor claridad que en otras. Esto es debido a esa cualidad del
espacio que acostumbra a denominarse «carácter» y que suele provenir, o bien de la
interiorización de un programa por parte de una sensibilidad peculiar —que origina
obras de rasgos personalísimos y difícilmente repetibles—, o bien de una trayectoria
profesional dilatada en el tiempo y matizada por el tamiz de la experiencia, generadora
de refinamientos que garantizan una adecuada recepción del mensaje por parte del
espectador. En este proceso, la luz juega un papel de primer orden22.
(21) «Hormigones y candelabros. Sobre la respuesta de la arquitectura moderna al tema del espacio
sacro», en: Idem (dir.), «Capilla Universitaria: concurso de ideas», Universidad de Navarra,
Pamplona, 1995, 4. Esta observación —tal como reconocía el mismo autor— necesita diversas
matizaciones: no es lo mismo, por ejemplo, una ermita situada en un lugar apartado y que sólo será
visitada esporádicamente, que un monasterio, una basílica o un templo urbano destinado a ser fre-
cuentado por un público más disponible y constante.
(22) Así lo confirmaba Rafael Moneo cuando, comentando tres obras Asplund, Bryggman y Le Cor-
busier, afirmaba que en ellas no había excesos y sí la expresión de un sentimiento. En todas ellas la
luz tiene una importancia decisiva; por eso, Moneo abogará por que la luz sea la protagonista de
cualquier espacio que pretenda recuperar el sentido de lo transcendente y de lo sublime, convirtién-
dose en el vehículo para llegar a la experiencia de lo sagrado («Catedral de Nuestra Señora de los
Angeles», El Croquis, 91 (1998), 126).
Arquitectura religiosa y modernidad 81
Son realmente escasos los templos que se cuentan entre la arquitectura «interna-
cional». Los motivos ya han sido señalados anteriormente, aunque todo parece apuntar
hacia la cuestión semántica como causa fundamental de esta ausencia23. En la exposi-
ción celebrada en el MoMA de Nueva York en 1932, y en la publicación que surgió de
ella, tan sólo aparece una obra de carácter religioso: la iglesia de la «Siedlung
Kiefhoek» (1925/29), en Rotterdam, de J.J.P. Oud. La reseña dice así: «Se trata de un
edificio comunitario de función específica que representa el punto de más alto interés
dentro de una zona extensa de edificación estandarizada. Los volúmenes secundarios y
la chimenea redonda funcionan como acentos del simple bloque rectangular de la nave.
El letrero es mediocre y está mal colocado»24. El texto es, cuando menos, sorprendente.
Los comisarios de la exposición analizaron, en primer lugar, el papel urbano que jugaba
el edificio, matizando un barrio de nueva creación mediante el contrapunto de su signi-
ficación como espacio de uso público; en segundo lugar, su solución volumétrica, la
compensación de sus masas y su movimiento, como si de una escultura o de un monu-
mento representativo se tratara; y en ultimo término, cuestiones de detalle, casi de dise-
(23) Un hecho ayuda a corroborar esta hipótesis. Cuando en 1996, Peter Eisenman y Richard Meier, los
dos arquitectos más puristas dentro de los «Five Architects» y considerados los herederos directos
de aquel lenguaje, abordaron el programa eclesial, dentro del concurso «La iglesia del año 2000»
convocado por el Vicariato de Roma, ninguno de los dos lo hizo dentro de su línea —digamos—
habitual de trabajo, sino desde posiciones mucho más complejas. De hecho, sus resultados forma-
les no se asemejan en nada a los de las exposiciones de 1932 y 1972 (cf. Eisenman, P., «Iglesia
para el año 2000», El Croquis, 83 (1997), 152-161; Falzetti, A., «La chiesa Dio Padre
Misericordioso di Richard Meier», Clear, Roma, 2004). Sin embargo, todo ello reforzaría aún más
la idea del reduccionismo visual y de contenidos que significó el Estilo Internacional, y que lo
hizo, en la práctica, impermeable a los requerimientos de la arquitectura sagrada.
(24) Hitchcock, H.R./Johnson, P., «El estilo internacional. Arquitectura desde 1922», COAAT, Murcia,
1982 (1930), 225.
82 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
Rudolf Schwarz, Templo del Día de Corpus («Fronleichnamskirche»), Aquisgrán (Alemania), 1928/30
Arquitectura religiosa y modernidad 83
Rudolf Schwarz, Templo del Día de Corpus («Fronleichnamskirche»), Aquisgrán (Alemania), 1928/30
ño gráfico, con esa referencia al letrero y a su colocación. Tras una lectura de este tipo,
cabría preguntarse a quién se le ocurrió identificar Estilo Internacional con funcionalis-
mo. Desde luego, en este caso, salvo ese lacónico «edificio comunitario de función
específica» que parece apuntar a que no se trata de un espacio de usos múltiples para el
que cualquier forma sería válida, no hay ninguna referencia ni a un programa ni a unos
posibles usos. Es decir, que en ese momento, más que solucionar problemas, lo que de
verdad contaba era tener la posibilidad de justificar una forma.
El edificio de Oud —en aquel momento, uno de «los cuatro líderes de la arquitec-
tura moderna»25—, era brillante. Planteaba una arquitectura moderna entendida como
volumen, en la que, como los materiales de superficie adquirían demasiada importancia,
era preferible prescindir de ellos. Una arquitectura en donde se primaba la regularidad,
la radiante tranquilidad de las formas geométricas perfectamente comprensibles en la
totalidad de su esencia gracias a la matemática y la geometría, y donde cualquier clase
de decoración aplicada resultaría superflua. Una arquitectura que se diferenciaba de la
mera edificación por su distinto grado de intencionalidad. En definitiva, una arquitectu-
ra que marcaría el comienzo de una nueva tradición y que tendría el estuco como divisa.
Por esas misma fechas, Rudolf Schwarz construiría en Alemania la que a la postre
sería la obra maestra de la arquitectura religiosa racionalista: la «Fronleichnamenkirche»
(Templo del Día de Corpus, Aquisgrán, 1928/30). Con este proyecto primerizo, fruto de
su colaboración con Hans Schwippert, el arquitecto intentaba desprenderse con un solo
gesto de la solemnidad que impregnaba las iglesias de la época, incluso de las de su
maestro, Dominikus Böhm. En efecto, se trataba de un espacio completamente desnudo,
un sencillo cajón de luz donde todos los paramentos eran lisos. El altar, absolutamente
aislado, ocupaba el centro de un presbiterio que apenas se distinguía del resto de la nave
por la aparición de algunos escalones. No había retablo, y la pared frontal estaba vacía.
Sólo algunas ventanas cuadradas, alineadas con el techo, se recortaban en los paños
laterales. Una nave lateral, baja y estrecha, se separaba del resto mediante una gruesa
pilastra de mármol que contrastaba en color y textura con el austero enlucido blanco de
todos los paramentos. El pavimento era de piedra oscura, azul, y la mesa el altar, de
mármol negro traído de las canteras de Namur (Bélgica). La sencillez interior era extre-
ma y sus proporciones exquisitas.
Alvar Aalto, Iglesia de Santa María Asumpta, Alvar Aalto, Iglesia del Espíritu Santo,
Riola di Vergato, Bolonia (Italia), 1966/78 Wolfsburg (Alemania), 1959/62
(26) Sobre la obra de Sartoris pueden verse, por ejemplo: Humanes Bustamante, A. (ed.), «Alberto
Sartoris», COAM, Madrid, 1980; Sommella Grossi, M. (ed.), «Alberto Sartoris. L’immagine razio-
nalista. 1917-1943», Electa, Milano, 1998.
Arquitectura religiosa y modernidad 87
(27) Frank Lloyd Wright había comenzado a construir espacios de culto en Estados Unidos a finales del
siglo XIX. Entre ellos se pueden destacar las iglesias unitarias en Oak Park (Illinois, 1905/08) y
Madison (Wisconsin, 1945/51), además de los proyectos para la capilla unitaria de Spring Green
(Wisconsin, 1886), la «Steel Cathedral» (Nueva York, 1926/32), la «Rhododendron Chapel» para la
familia Kauffman en Mill Run (Pennsylvania, 1951/52) y la iglesia greco-ortodoxa de la
Anunciación, en Wauwatosa (Wisconsin, 1955/61). La escasa influencia de los templos de Wright
se debe a su escasa relación con los espacios de culto europeos, católicos o luteranos. Ello es debi-
do a que el programa de las iglesias protestantes en su versión americana es sumamente simple en
comparación con las implicaciones espaciales que presenta la liturgia católica.
88 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
(28) Sobre la capilla funeraria Delgado-Chalbaud, puede verse el artículo: Lapunzina, A., «La Pirámide
y El Muro: notas preliminares sobre una obra inédita de Le Corbusier en Venezuela», Massilia.
Anuario de Estudios Lecorbusieranos (2002), 148-161. Actualmente, la iglesia de Saint-Pierre está
en proceso de ejecución.
Arquitectura religiosa y modernidad 89
iglesia de Tremblay—, su última iglesia —la capilla del hospital de Venecia— fue algo
más que un simple espacio de culto: se trataba de un auténtico complejo eclesial con
una riqueza espacial muy notable, originada por la interpenetración de los volúmenes,
las relaciones visuales que se generaban entre ellos y la ausencia de límites materiales
que los diferenciasen. La sección presenta cuatro alturas: en la planta baja se encuentra
el nártex cubierto y el templo principal de planta rigurosamente cuadrada, cuyo espacio
interior ocupa tres niveles; sobre el nártex se van disponiendo sucesivamente la capilla
de diario y el oratorio privado de los religiosos; la planta cuarta acoge la citada residen-
cia. El arquitecto logra introducir la luz en el templo —absolutamente terso y blanco al
exterior— a través de un lucernario que, a modo de cañón de luz, atraviesa las plantas
superiores para proyectarse de una manera dramática sobre el altar principal. Algo simi-
lar ocurre con el punto de desembarco desde la laguna y con el volumen del presbiterio
de la capilla de diario, que sobresale por encima de la cubierta. Los tragaluces en ala de
gaviota que Le Corbusier repite en todo el hospital para iluminar de modo difuso las
habitaciones de los enfermos, son los mismos que se utilizan en las celdas de los frailes,
en tanto que los pasillos y las zonas comunes de la residencia cuentan con pequeños
patios ajardinados.
Mención aparte merece la dimensión litúrgica de la propuesta. Tras las experien-
cias de Ronchamp, la Tourette e incluso de Firminy, Le Corbusier demuestra que domi-
na el programa a la perfección. Esta vez sitúa dentro del templo un altar cuadrado en
posición central, con el objeto de que pueda ser rodeado por los fieles. Sin embargo,
esta centralidad está combinada con una cierta direccionalidad, ya que la mesa simula
estar atraída por la presencia de la sede del celebrante, excavada en el muro, y por la
cápsula donde se reserva al Santísimo Sacramento, una pequeña pieza cúbica suspendi-
da sobre el vacío. El altar se encuentra ligeramente rehundido con respecto a la nave, al
igual que el baptisterio. El sereno dramatismo del espacio queda ratificado al comprobar
que entre la nave cuadrada y la envolvente externa —también cuadrada— existe un cin-
turón de agua no visible directamente desde el interior, pero cuya luz estriada se refleja
90 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
en las tersas paredes del templo. Sobre este anillo se ubican la capilla bautismal, la sede
y unos confesonarios, siendo tan sólo atravesado por la embocadura de la entrada y por
el túnel que conduce a la capilla sacramental. Frente a esta centralidad del templo, las
capillas secundarias —diario y residencia— presentan disposiciones de tipo longitudinal
y transversal, respectivamente. Parece como si Le Corbusier pretendiera mostrar en un
único edificio una historia jerarquizada de las distintas maneras de afrontar un espacio
litúrgico a lo largo de los tiempos, tal y como vimos en el capítulo anterior. En el
momento de su fallecimiento, Le Corbusier estaba desarrollando este proyecto29.
(29) La capilla del hospital de Venecia fue dibujada por los colaboradores de Le Corbusier Guillermo
Jullian de la Fuente (director del proyecto), Mario Botta, Silvia Pozzana, Alain Plantrou, Fernando
Domeyko, y los hermanos Amedeo y Antonio Petrilli (cf. Allen Brooks, H. (ed.), «The Le Corbusier
Archive» (v. 32), Garland Publishing, New York/London/París, 1984, 56-62; Alonso, P.I./Pérez de
Arce Antoncic, R., «La capilla del Hospital de Venecia», Arq (Chile), 47 (2001), 32-39).
92 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea
(30) La atemporalidad es una propiedad de todo arte que pretenda acercarse a lo eterno. Es sabido que la
experiencia artística tiene lugar simultáneamente en varios niveles de consciencia. Además, se ha
demostrado que un mensaje artístico depende de unos significados estructuralmente profundos,
mientras que las intenciones del estilo, la moda y la ideología, mucho más superficiales, son arrasa-
das por el tiempo. Parece claro que, en el campo de la arquitectura religiosa, el elemento temporal
tiene mucho que decir, y que las formas que mantengan su misterio y nos sigan invitando y estimu-
lando pasados los años, probablemente se acercarán al presente eterno y se convertirán en clásicas.
(31) Otxotorena Elizegi, J.M., «Hormigones y candelabros. Sobre la respuesta de la arquitectura mo-
derna al tema del espacio sacro», en Idem (dir.), «Capilla Universitaria: concurso de ideas», Uni-
versidad de Navarra, Pamplona, 1995, 5.
Arquitectura religiosa y modernidad 93
Desde los primeros compases del siglo XX, la Iglesia se dio cuenta de que la
nueva situación social y pastoral creada tras la revolución industrial no parecía exigir la
(33) «Arte y arquitectura para la Iglesia de nuestros días», Conferencia leída el 19/07/58 en la
Universidad de Notre-Dame (Illinois, EEUU), en Plazaola Artola, J., «El arte sacro actual. Teoría.
Panorama. Documentos», BAC, Madrid, 1965, 695-696.
Arquitectura religiosa y modernidad 95
(34) Son abundantes las referencias en este sentido: podemos recordar desde el nostálgico título del
libro de Le Corbusier «Cuando las catedrales eran blancas» (Versión española en Poseidón, Buenos
Aires, 1963), al siguiente fragmento de una entrevista realizada a Mies algunos años más tarde:
«—La ciudad medieval también tenía una catedral, ¿cuál es hoy nuestra catedral? —No lo sé. Una
vez dije: ‘Nosotros no construiremos catedrales’. Debía ser 1924 ó 1925. Todos gritaron:
‘Necesitamos una catedral para la arquitectura’, y dije: ‘Nosotros no construiremos catedrales’.
Algunos me lo reprocharon. Pero la catedral era la expresión de una civilización impregnada de
religiosidad y nosotros no lo estamos. Podemos construir iglesias grandes, pero no son catedrales.
La catedral tenía un significado totalmente distinto para la gente del medioevo. Hoy la gente difí-
cilmente va a la iglesia. En la Edad Media cada día, cada hora, estaban regulados por el sistema
religioso. A mediodía sonaban las campanas y decían qué hora era. Cada mañana se debía ir a la
iglesia, y a menudo también cada tarde. Nosotros tenemos otra cultura. No puedo decir cuál es hoy
en día el edificio más importante; quizás no lo tengamos. Tenemos muchas otras cosas» (Mies van
der Rohe, L., «Escritos, diálogos y discursos», 75-76).