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EL SENTIDO DE LA PASIÓN NOS ABRE

AL SENTIDO DE LA RESURRECCIÓN

El drama de la cruz se acerca a su conclusión. Su relato va contra lo que, culturalmente,


tendemos a esperar. La imagen del Mesías, formada a partir de la figura del “Siervo” y
tomada de Isaías II, nos presenta el relato de la cruz que no es el de un vencedor
poderoso, ni el de un líder invicto, sino el de alguien cuya misión, en última instancia,
se manifiesta en su capacidad para amar a sus maltratadores y en ser objeto de la
hostilidad del mundo sin asomo de voluntad de devolver dicha hostilidad con otra. En
los prácticamente 55 años que pasaron desde la crucifixión histórica, esto es lo que la
crucifixión llegó a significar.
Los seguidores de Jesús veían ahora su vida como una existencia en la que Dios estaba
presente y se había revelado, no a través del poder (tal como lo tendemos a imaginar)
sino en la debilidad, la derrota y la impotencia. Era una interpretación que desafiaba
toda la mentalidad mesiánica anterior. El relato de la cruz mostraba que, en el mundo
construido por nuestra experiencia, no había lugar para la concepción de Dios que
vivió Jesús. Era un Dios que llamaba a todos: “venid a mí”; un Dios revelado en la
figura de alguien que fue capaz de dar su vida y de amar a los que se la quitaban. La
pasión narrada por Mateo nos muestra una existencia en la que el odio no vence al
amor. La existencia de Jesús fue una parábola en la que podemos descubrir una
dimensión de Dios que desafía todas las ideas religiosas y que hace tambalear las
pretensiones de poseer un poder supremo, propias de una religión institucionalizada.
Esta existencia es la imagen de lo que pasa cuando una vida no puede ser
definitivamente extinguida; cuando el amor no puede verse definitivamente frustrado;
cuando el ser de alguien no puede ser violado, y la oscuridad no puede hacer que la
luz se extinga por completo. Es la historia de un sepulcro que no puede contener la
vida que en él se ha depositado, sin importar lo minucioso que haya sido el entierro ni
cuántos soldados se dejaron para guardar el lugar. Es una historia que desafía la
necesidad, tan humana, de construir seguridad y de hacer de la supervivencia el valor
supremo. Tal era el significado esencial de la experiencia de Jesús. La historia de la
crucifixión se pensó para que manifestase esto precisamente. La plegaria atribuida a
san Francisco de Asís capta bien, en mi opinión, este significado: “dando es como se
recibe, amando es como se es amado, y muriendo es como se nace a una nueva vida”.
La muerte de Jesús fue real. Su vida, como persona que pasó por la historia, terminó en
el momento de la crucifixión, ordenada por el gobernador romano. Creo que no hubo
testigos presenciales de dicha crucifixión. Creo que no hubo diálogo con la multitud, ni
ladrones crucificados al lado de Jesús, ni palabras pronunciadas en la cruz, ni entierro
llevado a cabo por José de Arimatea. Estoy bastante seguro de que la crucifixión fue
cruel y humillante. Todas las ejecuciones ordenadas por el poder estatal lo son. A las
víctimas, se las despojaba de toda señal de dignidad humana. La muerte se aceleraba
porque así convenía a los ejecutores, no para aliviar a las víctimas. El entierro no se
llevó a cabo en un sepulcro tomado prestado, como sugieren nuestras leyendas, sino
que se realizó sin ceremonia alguna, en una fosa común, rápidamente cubierta con la
mínima cantidad de tierra, la imprescindible para reducir el hedor a muerte. Lo que les

[© texto: www.ProgressiveChristianity.org] «Introducción al Evangelio de Mateo» 47, pág 1


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pasaba a los cuerpos de los crucificados era o bien que se descomponían rápidamente
por el calor del Medio Oriente, o bien que terminaban siendo alimento de los perros
salvajes, los cuales ya sabían que les esperaba un festín bajo la tierra que cubría a los
cadáveres.
Sin embargo, según el relato evangélico, la crucifixión se transformó: de ser una
derrota pasó a ser una victoria, y de ser muerte pasó a ser vida. Esta transformación no
procedió de ningún poder milagroso, que intervino de forma sobrenatural, sino del
despertar de la nueva conciencia de que Jesús había mostrado lo que Dios significa, y
lo había hecho de un modo que la gente nunca antes había conocido.
Seguramente, los “tres días” eran un símbolo; un símbolo quizás inspirado en los tres
días que pasan entre la desaparición de la luz de la luna en la oscuridad y la aparición
de la primera luz de la nueva luna, que al tercer día vuelve a ser visible. Fueron
también un símbolo del tiempo que tardaron los seguidores de Jesús en entender el
significado de la muerte el maestro. Personalmente, yo diría que el tiempo que
transcurrió ente la crucifixión y el advenimiento de la certeza de que “la muerte no
había sido más fuerte que él” fue de unos cuantos meses, quizá hasta un año. Los "tres
días" eran, además, un símbolo litúrgico pues, si la Última Cena fue el jueves por la
noche y la crucifixión el viernes, el período de tres días significaría que la resurrección
tuvo lugar el primer día de la semana, es decir, el primer día de la nueva creación, el
primer día del reinado de la luz y el amor, el primer día del Reino de Dios. Todo esto
era lo que querían significar expresiones como “al tercer día”, o “el primer día de la
semana”.
Entonces, ¿la resurrección fue algo real? ¿Apuntan estos símbolos a una verdad que no
podemos describir? ¿Puede ser una historia verdadera aunque no lo sea literalmente?
Claro que sí. Sin embargo, antes de ver que así es, hemos de darnos cuenta de que la
verdad de Dios nunca puede contenerse (a menos que sea de forma simbólica) en los
límites de las palabras humanas. La verdad de Dios nunca puede reducirse a palabras
escritas, a afirmaciones de la iglesia o de los concilios, como los de Nicea o de Éfeso, ni
tampoco a los credos proclamados a lo largo de los siglos, ni a las noventa y cinco tesis
clavadas en la puerta de la iglesia de Wittenberg, ni a los pronunciamientos de un líder
eclesiástico que pretenda ser infalible. Para poder aceptar la verdad de la resurrección,
hemos de afrontar el hecho de que no hay cosa semejante a “una única iglesia
verdadera” ni a una “religión verdadera”. No hay un único camino a través del cual
todos debamos ir hacia Dios. La crucifixión fue real, fue algo que sucedió en la historia,
pero su significado nunca se podrá contener en palabras que haya que entender
literalmente.
La resurrección fue real, pero su realidad estuvo en lo que ocurrió a unas personas
reales que afirmaron haber tenido experiencia de la resurrección. No tuvo nada que ver
con la resurrección de un cuerpo muerto. No tuvo nada que ver con la vuelta a la vida
de la carne y de la sangre, en el plano de la historia humana. La resurrección
significaba elevarse al orden de la vida de Dios. Significaba trascender los límites del
orden temporal. Significaba la experiencia de nacer a una nueva conciencia. Significaba
pasar de la autoconciencia a la realidad de una conciencia universal. Significaba
adentrarse en la unidad de la vida, que es también la unidad de Dios. Significaba

[© texto: www.ProgressiveChristianity.org] «Introducción al Evangelio de Mateo» 47, pág 2


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escapar de nuestra biología, determinada por el instinto de supervivencia, y vernos a
nosotros mismos como parte de lo que la palabra “Dios” significa.
Me parece interesante el hecho de que Marcos, que es el primer evangelio, dedique 102
versículos al relato del último día de Jesús y sólo 8 a lo relacionado con la resurrección.
Mateo amplía los relatos de Marcos sobre la resurrección de dos formas. En primer
lugar, presenta a Cristo resucitado apareciéndose a las mujeres en el huerto, justo en el
amanecer del primer día de la semana. Marcos no había dicho que Jesús se hubiese
aparecido a alguien. En segundo lugar, Mateo sitúa en Galilea, la aparición de Cristo
resucitado a los discípulos; cosa que en Marcos se promete pero no se cuenta. Sin
embargo, incluso con estos añadidos, Mateo dedica 115 versículos al último día de la
vida de Jesús y sólo 20 a las experiencias pascuales. Está claro qué es lo que los
evangelistas subrayan.
En Marcos, dado que el Cristo resucitado nunca se aparece a nadie, no se le atribuye
ninguna palabra. En Mateo es donde el resucitado habla, o se le oye hablar, por
primera vez. Habla primero a las mujeres en el huerto. Básicamente, repite el mensaje
de los ángeles: “no tengáis miedo, id y decid a mis hermanos que regresen a Galilea;
que allí me verán”.
La segunda vez que esta figura trascendente habla en el evangelio de Mateo es cuando,
efectivamente, los discípulos lo encuentran en Galilea. El escenario es la cima de un
monte. La montaña es el lugar donde los humanos podían estar más cerca de la
morada de Dios, por encima de los cielos. Jesús aparece viniendo de entre los cielos. Ya
era uno con Dios, aunque no se hubiese escrito historia alguna sobre ascensión. Los
discípulos, que ahora son sólo once, han subido al monte. El Jesús que proviene del
cielo está glorificado. Está en posesión de “todo poder en el cielo y en la tierra”.
Entonces, les hace un encargo: “el gran envío”, según lo llamamos. "Id a todas las
naciones. Enseñadles a cumplir lo que os he mandado (que os améis unos a otros),
bautizadles e invitadles a unirse a Dios". El Dios al que se les instaba a unirse no era un
ser exterior que habitaba sobre el cielo sino que era, más bien, el nombre de la fuente
de la vida que fluye en el universo y que sólo se hace consciente en los seres humanos.
Recordemos el título con el que se refirió a Jesús el ángel que, en un sueño de José,
anunció su nacimiento: “le pondrás por nombre Emmanuel”, que significa “Dios con
nosotros” (Mt 1, 23). Ahora, el Cristo resucitado proclama esto mismo aplicado a sí
mismo: “Yo estaré con vosotros siempre” (28, 20).
La resurrección es una llamada al universalismo. Id a todo el mundo, id más allá de los
límites que ponen vuestros miedos. Id a aquellos que habéis considerado impuros,
indignos, perdidos, incircuncisos, no bautizados. Id a los que no habéis dejado ser más
que el objeto de vuestros prejuicios. Id a los que son diferentes. Id a los rechazados del
mundo; id a enseñarles lo que yo os he enseñado, es decir, que Dios es amor y que el
amor acepta todo lo que Dios ha creado; que el amor no tiene fronteras; no rechaza a
nadie y es la esencia del evangelio. El gran envío nunca fue el encargo de convertir a
los paganos, tal como frecuentemente se ha interpretado. Fue y es una llamada a ver a
todos como seres que existen en el amor de Dios. Por eso Mateo dice que todos verán al
Cristo resucitado cuando regresen a su Galilea, es decir, cuando todos volvamos a
nuestra casa. Pues Dios no está ahí fuera, en algún sitio. Dios está en el menor de estos
nuestros hermanos y hermanas.

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Así termina Mateo su evangelio y así terminamos nosotros nuestro estudio de este
evangelio. La resurrección significa que vivimos en Dios y que participamos de su
unidad. Significa que nadie queda fuera del amor de Dios. Significa que somos parte
de Dios y que Dios es parte de nosotros. Significa que la vida en Dios es eterna porque
Dios es eterno. Este es el evangelio que Mateo proclama, el evangelio que el Jesús de
Mateo nos invita a predicar. Es un evangelio que se debe vivir y no sólo repetir, porque
Dios no es un nombre que reclame una definición sino un verbo que nos invita a vivir,
a amar y a ser.
– John Shelby Spong

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[© texto: www.ProgressiveChristianity.org] «Introducción al Evangelio de Mateo» 47, pág 4


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