Lo crucificaron.
Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado sobre la colina del
Gólgota se burlaban de él y, riéndose de su impotencia, le decían: «Si eres Hijo de Dios, bájate
de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es un silencio cargado de
misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios permanecerá en la cruz hasta su muerte.
Las preguntas son inevitables: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los
hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo
puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?
Un "Dios crucificado" constituye una revolución y un escándalo que nos obliga a cuestionar
todas las ideas que los humanos nos hacemos de un Dios al que supuestamente conocemos. El
Crucificado no tiene el rostro ni los rasgos que las religiones atribuyen al Ser Supremo.
El "Dios crucificado" no es un ser omnipotente y majestuoso, inmutable y feliz, ajeno al
sufrimiento de los humanos, sino un Dios impotente y humillado que sufre con nosotros el
dolor, la angustia y hasta la misma muerte. Con la Cruz, o termina nuestra fe en Dios, o nos
abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios que, encarnado en nuestro
sufrimiento, nos ama de manera increíble.
Ante el Crucificado empezamos a intuir que Dios, en su último misterio, es alguien que
sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios
cuya vida transcurre, por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. Él
está en todos los Calvarios de nuestro mundo.
Este "Dios crucificado" no permite una fe frívola y egoísta en un Dios omnipotente al
servicio de nuestros caprichos y pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento,
el abandono y el desamparo de tantas víctimas de la injusticia y de las desgracias. Con este
Dios nos encontramos cuando nos acercamos al sufrimiento de cualquier crucificado.
Los cristianos seguimos dando toda clase de rodeos para no toparnos con el "Dios
crucificado". Hemos aprendido, incluso, a levantar nuestra mirada hacia la Cruz del Señor,
desviándola de los crucificados que están ante nuestros ojos. Sin embargo, la manera más
auténtica de celebrar la Pasión del Señor es reavivar nuestra compasión. Sin esto, se diluye
nuestra fe en el "Dios crucificado" y se abre la puerta a toda clase de manipulaciones. Que
nuestro beso al Crucificado nos ponga siempre mirando hacia quienes, cerca o lejos de
nosotros, viven sufriendo.
2
ANTE EL CRUCIFICADO
Detenido por las fuerzas de seguridad del Templo, Jesús no tiene ya duda alguna: el Padre
no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo; sus discípulos huyen buscando su propia
seguridad. Está solo. Sus proyectos se desvanecen. Le espera la ejecución.
El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, los
evangelistas han recogido algunas palabras suyas en la cruz. Son muy breves, pero a las
primeras generaciones cristianas les ayudaban a recordar con amor y agradecimiento a Jesús
crucificado.
Lucas ha recogido las que dice mientras está siendo crucificado. Entre estremecimientos y
gritos de dolor, logra pronunciar unas palabras que descubren lo que hay en su corazón: "Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen". Así es Jesús. Ha pedido a los suyos "amar a sus
enemigos" y "rogar por sus perseguidores". Ahora es él mismo quien muere perdonando.
Convierte su crucifixión en perdón.
Esta petición al Padre por los que lo están crucificando es, ante todo, un gesto sublime de
compasión y de confianza en el perdón insondable de Dios. Esta es la gran herencia de Jesús a
la Humanidad: No desconfiéis nunca de Dios. Su misericordia no tiene fin.
Marcos recoge un grito dramático del crucificado: "¡Dios mío. Dios mío! ¿por qué me has
abandonado?". Estas palabras pronunciadas en medio de la soledad y el abandono más total,
son de una sinceridad abrumadora. Jesús siente que su Padre querido lo está abandonando. ¿Por
qué? Jesús se queja de su silencio. ¿Dónde está? ¿Por qué se calla?
Este grito de Jesús, identificado con todas las víctimas de la historia, pidiendo a Dios alguna
explicación a tanta injusticia, abandono y sufrimiento, queda en labios del crucificado
reclamando una respuesta de Dios más allá de la muerte: Dios nuestro, ¿por qué nos
abandonas? ¿no vas a responder nunca a los gritos y quejidos de los inocentes?
Lucas recoge una última palabra de Jesús. A pesar de su angustia mortal, Jesús mantiene
hasta el final su confianza en el Padre. Sus palabras son ahora casi un susurro: "Padre, a tus
manos encomiendo mi espíritu". Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha estado
animando con su espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo deja todo en sus manos.
El Padre romperá su silencio y lo resucitará.
Esta semana santa, vamos a celebrar en nuestras comunidades cristianas la Pasión y la
Muerte del Señor. También podremos meditar en silencio ante Jesús crucificado ahondando en
las palabras que él mismo pronunció durante su agonía.
3
Lo crucificaron.
¿Cómo vivió Jesús sus últimas horas?, ¿cuál fue su actitud en el momento de la ejecución?
Los evangelios no se detienen a analizar sicológicamente sus sentimientos. Sencillamente,
recuerdan que Jesús murió como había vivido. Lucas, por ejemplo, ha querido destacar la
bondad de Jesús hasta el final, su cercanía a los que sufren y su capacidad de perdonar. Según
su relato, Jesús murió amando.
En medio del gentío que observa el paso de los condenados camino de la cruz, unas mujeres
se acercan a Jesús llorando. No pueden verlo sufrir así. Jesús se vuelve hacia ellas y las mira
con la misma ternura con que las había mirado siempre: No lloréis por mí, llorad por vosotras
y por vuestros hijos. Así va Jesús hacia la cruz: pensando más en aquellas pobres madres que
en su propio sufrimiento.
Faltan pocas horas para el final. Desde la cruz sólo se escuchan los insultos de algunos y
los gritos de dolor de los ajusticiados. De pronto, uno de ellos se dirige a Jesús: Acuérdate de
mí. Su respuesta es inmediata: Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso. Siempre ha
hecho lo mismo: quitar miedos, infundir confianza en Dios, contagiar esperanza. Así lo sigue
haciendo hasta el final.
El momento de la crucifixión es inolvidable. Mientras los soldados lo van clavando al
madero, Jesús decía: Padre, perdónalos porque no saben lo que están haciendo. Así es Jesús.
Así ha vivido siempre: ofreciendo a los pecadores el perdón del Padre, sin que se lo merezcan.
Según Lucas, Jesús muere pidiendo al Padre que siga bendiciendo a los que lo crucifican,
que siga ofreciendo su amor, su perdón y su paz a todos los hombres, incluso a los que lo
rechazan.
No es extraño que Pablo de Tarso invite a los cristianos de Corinto a que descubran el
misterio que se encierra en el Crucificado: En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo
consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres. Así está Dios en la cruz: no
acusando al mundo de sus pecados, sino ofreciendo su perdón. Esto es lo que celebramos esta
semana.
4
Lo crucificaron.
El mundo está lleno de iglesias cristianas presididas por la imagen del Crucificado y está
lleno también de personas que sufren, crucificadas por la desgracia, las injusticias y el olvido:
enfermos privados de cuidado, mujeres maltratadas, ancianos ignorados, niños y niñas
violados, emigrantes sin papeles ni futuro. Y gente, mucha gente hundida en el hambre y la
miseria.
Es difícil imaginar un símbolo más cargado de esperanza que esa cruz plantada por los
cristianos en todas partes: «memoria» conmovedora de un Dios crucificado y recuerdo
permanente de su identificación con todos los inocentes que sufren de manera injusta en nuestro
mundo.
Esa cruz, levantada entre nuestras cruces, nos recuerda que Dios sufre con nosotros. A Dios
le duele el hambre de los niños de Calcuta, sufre con los asesinados y torturados de Irak, llora
con las mujeres maltratadas día a día en su hogar. No sabemos explicamos la raíz última de
tanto mal. Y, aunque lo supiéramos, no nos serviría de mucho. Sólo sabemos que Dios sufre
con nosotros y esto lo cambia todo.
Pero los símbolos más sublimes pueden quedar pervertidos si no sabemos redescubrir una
y otra vez su verdadero contenido. ¿Qué significa la imagen del Crucificado, tan presente entre
nosotros, si no sabemos ver marcados en su rostro el sufrimiento, la soledad, el dolor, la tortura
y desolación de tantos hijos e hijas de Dios?
¿Qué sentido tiene llevar una cruz sobre nuestro pecho, si no sabemos cargar con la más
pequeña cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros? ¿Qué significan nuestros besos
al Crucificado, si no despiertan en nosotros el cariño, la acogida y el acercamiento a quienes
viven crucificados?
El Crucificado desenmascara como nadie nuestras mentiras y cobardías. Desde el silencio
de la cruz, él es el juez más firme y manso del aburguesamiento de nuestra fe, de nuestra
acomodación al bienestar y nuestra indiferencia ante los crucificados. Para adorar el misterio
de un «Dios crucificado», no basta celebrar la semana santa; es necesario, además, acercamos
un poco más a los crucificados, semana tras semana.
5
DIOS NO ES SÁDICO
Lo crucificaron.
No son pocos los cristianos que entienden la muerte de Jesús en la cruz como una especie
de «negociación» entre Dios Padre y su Hijo. Según una determinada manera de entender la
crucifixión, el Padre, justamente ofendido por el pecado de los hombres, exige para salvarlos
una reparación que el Hijo le ofrece entregando su vida por nosotros.
Si esto fuera así, las consecuencias serían gravísimas. La imagen de Dios Padre quedaría
radicalmente pervertida, pues Dios sería un ser justiciero, incapaz de perdonar gratuitamente;
una especie de acreedor implacable que no puede salvarnos si no se salda previamente la deuda
que se ha contraído con él. Sería difícil evitar la idea de un Dios «sádico» que encuentra en el
sufrimiento y la sangre un «placer especial», algo que le agrada de manera particular y le hace
cambiar de actitud hacia sus criaturas.
Este modo de presentar la cruz de Cristo exige una profunda revisión. En la fe de los
primeros cristianos, Dios no aparece como alguien que exige previamente sufrimiento y sangre
para que su honor quede satisfecho y pueda así perdonar. Al contrario, Dios envía a su Hijo
sólo por amor y ofrece la salvación siendo nosotros todavía pecadores. Jesús, por su parte, no
aparece nunca tratando de influir en el Padre con su sufrimiento para compensarle y obtener
así de él una actitud más benévola hacia la Humanidad.
Entonces, ¿quién ha querido la cruz y por qué? Ciertamente, no el Padre que no quiere que
se cometa crimen alguno y menos contra su Hijo amado, sino los hombres que rechazan a Jesús
y no aceptan que introduzca en el mundo un reinado de justicia, de verdad y fraternidad. Lo
que el Padre quiere no es que le maten a su Hijo, sino que su Hijo lleve su amor a los hombres
hasta las últimas consecuencias. Dios no puede evitar la crucifixión, pues para ello debería
destruir la libertad de los hombres y negarse a sí mismo como Amor. Dios no quiere
sufrimiento y sangre, pero no se detiene ni siquiera ante la tragedia de la cruz, y acepta el
sacrificio de su Hijo querido sólo por su amor insondable a los hombres. Es lo que celebramos
los cristianos esta Semana llamada Santa.
6
Lo crucificaron.
MIRAR AL CRUCIFICADO
Lo crucificaron.
El sufrimiento deja al ser humano sin palabras. De nada sirven tas teorías ni las
explicaciones piadosas. Ningún razonamiento es capaz de consolarlo. Lo primero que brota de
un corazón dolorido es la queja, el gemido y la impotencia. Ninguna idea, ninguna palabra
puede escamotear el escándalo del mal. Tiene razón D. Sólle cuando descalifica de forma
rotunda cierta teología: «El afán de los teólogos por interpretar y hablar donde sería más
conveniente callarse es insoportable.»
De hecho, el Dios encarnado en Jesús no ha dado explicaciones sobre el mal. Ha hecho
algo más: lo ha compartido. Hay dos actitudes básicas de Jesús ante el mal. Por una parte, lo
ha combatido con todas sus fuerzas por verlo arrancado de la vida. Por otra, no se ha dejado
bloquear por él y lo ha asumido hasta el final confiando plenamente en su Padre. Al grito
estremecedor del «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», le ha seguido el
«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.» Y Dios le ha respondido resucitándolo de la
muerte.
Toda persona que sufre tiene derecho a quejarse ante Dios. Pero tendrá que hacerlo, no ante
un «Dios apático», que se supone está en su cielo disfrutando de su eterna felicidad, sino ante
ese «Dios crucificado» que ha compartido nuestro dolor e impotencia hasta la muerte. Tendrá
que quejarse, no a un «Dios indiferente y lejano», sino a un Dios que, encamado en Jesús, se
ha comprometido contra el mal hasta dar la vida. Lo captó muy bien el teólogo alemán D.
Bonhoffer, prisionero de los nazis, mientras esperaba su ejecución: «Dios ha aparecido
impotente y débil en el mundo y sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. »
El sufrimiento lleva al gemido y a la queja. Quien está oprimido por el dolor protesta, busca,
pregunta: « ¿Por qué esto?», « ¿Por qué a mí?» La fe cristiana no responde con bellas teorías
sobre el mal. Sencillamente, invita al creyente a levantar los ojos hacia el Dios que sufre en la
cruz.
Esta mirada al Crucificado puede cambiar de raíz la actitud del cristiano que padece la
enfermedad, es víctima de la desgracia o sufre la dureza de la vida. Cuando se olvida al «Dios
crucificado», la reacción espontánea ante Dios es casi siempre la misma: « ¿Por qué me mandas
esto?, ¿qué pecado cometí?, ¿por qué no lo remedias?» Cuando, por el contrario, se mira al
Dios clavado en la cruz, la oración que brota del creyente es muy diferente: «Dios mío, sé que
mi sufrimiento te duele tanto como a mí; sé que también ahora me acompañas y me sostienes,
aunque no te sienta. Confío en Ti No sé cómo ni cuándo, pero un día conoceré contigo la paz
y la dicha.»
8
TOMAR LA CRUZ
Lo crucificaron.
LA VERDAD DE LA CRUZ
Lo crucificaron.
Desde los primeros siglos el cristianismo ha sido despreciado por anunciar un mensaje de
salvación que se fundamenta en algo tan indigno como es la muerte de un crucificado.
Naturalmente, en nuestra sociedad nadie se molesta en atacar la cruz como lo hacía el
filósofo Celso hacia el año 180. Pero son muchos los que, al disfrutar estos días de semana
santa, mirarán con extrañeza y hasta casi con pena a esos creyentes que se reúnen a celebrar al
Crucificado.
Para muchos de ellos, adorar la Cruz es justificar lo inhumano, bendecir el dolor, fomentar
una ascesis morbosa, coartar la alegría de vivir.
La cruz impide buscar libremente la expansión y el gozo de la vida. La cruz glorifica las
desdichas, el sufrimiento, las humillaciones y la muerte. La cruz es enemiga de la vida y va en
contra de nuestro deseo más íntimo de ser felices.
Todo esto se puede pensar y decir cuando se prescinde de Aquel que fue crucificado o se
ignora lo que fue la crucifixión.
Porque Jesús no murió en una cruz para magnificar el dolor, promover un ideal ascético de
sufrimiento o ir en contra de la felicidad y la vida.
Jesús ha muerto no porque despreciaba la vida sino porque la amaba tanto que no quiso
consentir que fuera disfrutada sólo por unos pocos privilegiados.
Jesús ha muerto no porque menospreciaba la felicidad sino para dar testimonio de la
seriedad con que se ha de respetar y buscar la felicidad de todos los hombres, incluso de los
más pobres e indefensos.
Jesús ha muerto no porque se resignó a las opresiones e injusticias sino porque se puso del
lado de los oprimidos sin caer en el juego de desencadenar nuevas violencias e injusticias en
nombre de ellos.
La Cruz de Jesucristo, lejos de justificar el dolor y la desdicha, desenmascara la
inhumanidad de nuestra sociedad donde el juego de intereses termina por excluir y crucificar
siempre a los más débiles.
La Cruz de Jesucristo que celebraremos los cristianos esta semana no se opone a la
felicidad, sino sólo a la de aquellos que disfrutan egoístamente de la vida, burlándose del
sufrimiento de los crucificados y desheredados de la tierra.
10
Le cargaron la cruz.
TOMAR LA CRUZ
Y le cargaron la cruz.
NO TE BAJES DE LA CRUZ
Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado se burlaban de él y,
riéndose de su sufrimiento, le hacían dos sugerencias sarcásticas: Si eres Hijo de Dios, «sálvate
a ti mismo» y «bájate de la cruz».
Ésa es exactamente nuestra reacción ante el sufrimiento: salvarnos a nosotros mismos,
pensar sólo en nuestro bienestar y, por consiguiente, evitar la cruz, pasarnos la vida sorteando
todo lo que nos puede hacer sufrir. ¿Será Dios así? ¿Alguien que sólo piensa en sí mismo y en
su felicidad?
Jesús no responde a la provocación de los que se burlan de él. No pronuncia palabra
alguna. No es el momento de dar explicaciones. Su respuesta es el silencio. Un silencio que es
respeto a quienes lo desprecian, comprensión de su ceguera y, sobre todo, compasión y amor.
Jesús sólo rompe su silencio para dirigirse a Dios con un grito desgarrador: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» No le pide que lo salve bajándolo de la cruz. Sólo
que no se oculte, ni lo abandone en este momento de muerte y sufrimiento extremo. Y Dios,
su Padre, permanece, en silencio.
Sólo escuchando hasta el fondo ese silencio de Dios, descubrimos algo de su misterio.
Dios no es un ser poderoso y triunfante, tranquilo y feliz, ajeno al sufrimiento humano, sino un
Dios callado, impotente y humillado, que sufre con nosotros el dolor, la oscuridad y hasta la
misma muerte.
Por eso, al contemplar al crucificado, nuestra reacción no es de burla o desprecio, sino de
oración confiada y agradecida: «No te bajes de la cruz. No nos dejes solos en nuestra aflicción.
¿Para qué nos serviría un Dios que no conociera nuestra cruz? ¿Quién nos podría entender?
¿En quién podrían esperar los torturados de tantas cárceles secretas? ¿Dónde podrían
poner su esperanza tantas mujeres humilladas y violentadas sin defensa alguna? ¿A qué se
agarrarían los enfermos crónicos y los moribundos? ¿Quién podría ofrecer consuelo a las
víctimas de tantas guerras, terrorismos, hambres y miserias? No. No te bajes de la cruz pues si
no te sentimos «crucificado» junto a nosotros, nos veremos más «perdidos».
Es difícil imaginar algo más escandaloso que un «Dios crucificado». Y tampoco algo más
atractivo y esperanzador. No sé si podría creer en un Dios que fuera sólo poder. Creo que los
humanos sólo podemos confiar en un Dios débil, que sufre con nosotros y por nosotros, y sólo
así despierta en nosotros la esperanza.
Estos días he podido ver con qué arrogancia actúan los poderosos y con qué facilidad se
destruye a los débiles; quiénes son los satisfechos y quiénes los desgraciados; dónde están los
que deciden y organizan todo, y dónde mueren las víctimas que lo padecen todo.
¿A qué me podría yo agarrar si Dios fuera simplemente un ser poderoso y satisfecho, que
decide y organiza el mundo a su antojo, muy parecido a los poderosos de la tierra, sólo que
más fuerte que ellos? ¿Quién me podría dar una esperanza si no supiera que Dios está sufriendo
13
con las víctimas y en las víctimas? ¿Quién me podría consolar si no supiera que un «Dios
crucificado» es lo más opuesto a estos «dioses» que sólo saben crucificar?
Ese Dios crucificado me ayuda a ver la realidad desde los crucificados. Desde estos
hombres y mujeres abatidos sin miramiento alguno, se ve mejor cómo está el mundo y qué le
falta para ser humano. El mal tiende a disfrazarse, pero allí donde alguien es crucificado, todo
se esclarece. Sabemos dónde está Dios y dónde están los que se le oponen.
Los crucificados no me dejan creer en esas grandes palabras como «progreso»,
«democracia» o «libertad», cuando sirven para matar inocentes. Siempre se ha matado en
nombre de algún «dios». El poder tiende a sacralizarse a sí mismo, se presenta como intocable
e indiscutible, se legitima en los votos o en las grandes causas. Da lo mismo. Cuando aterroriza
y destruye a inocentes, queda desenmascarado. Ese poder nada tiene que ver con el verdadero
Dios.
Esta Semana Santa, al besar la Cruz, quiero besar a todos los crucificados, pedirles perdón
y ver en ellos a ese Dios crucificado que me llama a recordarlos y defenderlos siempre.
14
La figura de Tomás como discípulo que se resiste a creer ha sido muy popular
entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este
discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen
mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas
incrédulo, sino creyente». Tomás, que lleva una semana resistiéndose a creer,
responde a Jesús con la confesión de fe más solemne que podemos leer en los
evangelios: «Señor mío y Dios mío».
¿Qué ha experimentado este discípulo en Jesús resucitado? ¿Qué es lo que ha
transformado al hombre hasta entonces dubitativo y vacilante? ¿Qué recorrido interior
lo ha llevado del escepticismo hasta la confianza? Lo sorprendente es que, según el
relato, Tomás renuncia a verificar la verdad de la resurrección tocando las heridas de
Jesús. Lo que le abre a la fe es Jesús mismo con su invitación.
A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho
más escépticos, pero también más frágiles. Nos hemos hecho más críticos, pero
también más inseguros. Cada uno hemos de decidir cómo queremos vivir y cómo
queremos morir. Cada uno hemos de responder a esa llamada que, tarde o temprano,
de forma inesperada o como fruto de un proceso interior, nos puede llegar de Jesús:
«No seas incrédulo, sino creyente».
Tal vez, necesitamos despertar más nuestro deseo de verdad. Desarrollar esa
sensibilidad interior que todos tenemos para percibir, más allá de lo visible y lo
tangible, la presencia del Misterio que sostiene nuestras vidas. Ya no es posible vivir
como personas que lo saben todo. No es verdad. Todos, creyentes y no creyentes,
ateos y agnósticos, caminamos por la vida envueltos en tinieblas. Como dice Pablo
de Tarso, a Dios lo buscamos «a tientas».
¿Por qué no enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte confiando en el
Amor como última Realidad de todo? Ésta es la invitación decisiva de Jesús. Más de
un creyente siente hoy que su fe se ha ido convirtiendo en algo cada vez más irreal y
menos fundamentado. No lo sé. Tal vez, ahora que no podemos ya apoyar nuestra fe
en falsas seguridades, estamos aprendiendo a buscar a Dios con un corazón más
humilde y sincero.
No hemos de olvidar que una persona que busca y desea sinceramente creer,
para Dios es ya creyente. Muchas veces, no es posible hacer mucho más. Y Dios,
que comprende nuestra impotencia y debilidad, tiene sus caminos para encontrarse
con cada uno y ofrecerle su salvación.
15
DE LA DUDA A LA FE
A QUIÉN IREMOS
ALEGRÍA Y PAZ
Se llenaron de alegría.
EL REGALO DE LA ALEGRÍA
Se llenaron de alegría.
Todos hemos conocido alguna vez momentos de alegría intensa y clara. Tal vez,
sólo ha sido una experiencia breve y frágil, pero suficiente para vivir una sensación
de plenitud y cumplimiento. Nadie nos lo tiene que decir desde fuera. Cada uno
sabemos que en el fondo de nuestro ser está latente la necesidad de la alegría. Su
presencia no es algo secundario y de poca importancia. La necesitamos para vivir. La
alegría ilumina nuestro misterio interior y nos devuelve la vida. La tristeza lo apaga
todo. Con la alegría todo recobra un color nuevo; la vida tiene sentido; todo se puede
vivir de otra manera.
No es fácil decir en qué consiste la alegría, pero ciertamente hay que buscarla por
dentro. La sentimos en nuestro interior, no en lo externo de nuestra persona. Puede
iluminar nuestro rostro y hacer brillar nuestra mirada, pero nace en lo más íntimo de
nuestro ser. Nadie puede poner alegría en nosotros si nosotros no la dejamos nacer
en nuestro corazón.
Hay algo paradójico en la alegría. No está a nuestro alcance, no la podemos
«fabricar» cuando queremos, no la recuperamos a base de esfuerzo, es una especie
de «regalo» misterioso. Sin embargo, en buena parte, somos responsables de
nuestra alegría, pues nosotros mismos la podemos impedir o ahogar.
Desde una perspectiva cristiana, la raíz última del gozo está en Dios. La alegría
no es simplemente un estado de ánimo. Es la presencia viva de Cristo en nosotros,
la experiencia de la cercanía y de la amistad de Dios, el fruto primero de la acción del
Espíritu en nuestro corazón. El relato evangélico dice que «los discípulos se llenaron
de alegría al ver al Señor».
Es fácil estropear esta alegría interior. Basta con encerrarse en uno mismo,
endurecer el corazón, no ser fiel a la propia conciencia, alimentar nostalgias y deseos
imposibles, pretender acapararlo todo. Por el contrario, la mejor manera de alimentar
la alegría es vivir amando. Quien no conoce el amor cae fácilmente en la tristeza. Por
eso, el culmen de la alegría se alcanza cuando dos personas se miran desde un amor
recíproco desinteresado. Es fácil que entonces presientan la alegría que nace de ese
Dios que es sólo Amor.
19
FE Y PROGRESO
Se habla hoy una y otra vez de crisis de fe. El término «crisis» tiene actualmente
un sentido peyorativo. Sin embargo, proviene del verbo griego «krínein» que significa
discernir, separar, juzgar. Una situación de crisis de fe es un momento decisivo que
invita a clarificar las cosas y descubrir qué es en verdad ser creyente.
Se piensa con frecuencia que el moderno progreso de la ciencia y de la técnica es
una amenaza para la fe. No es así. Dios ha creado al ser humano precisamente para
que desarrolle su capacidad creativa. La fe no ha de temer el progreso científico. Al
contrario, en ese progreso ha de encontrar el mejor espacio para crecer.
El progreso moderno se fundamenta básicamente en el cálculo y la eficacia. Para
progresar científicamente es necesario el cálculo riguroso y preciso. Por otra parte,
hay que asegurar y verificar la eficiencia. ¿Se resuelve así el problema de la vida?
¿Logra el ser humano de este modo satisfacer su anhelo de verdad, sentido y
plenitud?
En medio del progreso, la persona ha de ser inteligente. Ha de saber leer dentro
de la realidad (inteligencia viene de «intus-legere»), penetrar en el sentido de la
existencia, encontrar el camino acertado para responder a sus anhelos más hondos.
La fe no va contra la inteligencia, sino que la estimula.
La fe va más allá del progreso técnico. El creyente va al fondo de esa realidad que
la técnica trabaja en sus aspectos más externos, escucha el misterio último de la
existencia, se deja interrogar por la vida. La fe no nace como conclusión de una
investigación científica, sino como gracia a la que se abre quien está atento a la vida
y vive en actitud acogedora. La fe poco tiene que ver con la rigidez de la ciencia. Es
más bien la acogida confiada del Misterio más allá de la ciencia.
El relato del encuentro de Tomás con Cristo resucitado es iluminador. Tomás
adopta en principio una actitud científica: pide pruebas rigurosas y verificación
eficiente. No es ése el camino de la fe. Cuando se encuentra con Cristo cambia de
postura. No mete sus dedos ni su mano en las llagas. Reconoce sus límites, se deja
interrogar por el Misterio, lo acoge y termina en actitud de adoración. Se hace
creyente. El cristiano valora el progreso moderno que tanto puede humanizar la vida,
pero no se cierra al misterio de Dios en quien está la salvación definitiva del ser
humano.
20
VIVIR DESPIERTOS
NO SEAS INCREDULO
El corazón humano es pequeño y débil. Tal vez, su mayor grandeza está en escuchar
esa llamada misteriosa: «No seas incrédulo, sino creyente. »
Paz a vosotros.
En medio de este pueblo, enfrentado por tantos conflictos y desgarrado por tanta
violencia, escucho en silencio, Señor, las primeras palabras que pronuncian tus labios
de resucitado, después que los hombres te han crucificado: «Paz a vosotros.»
Y entiendo con una luz nueva que la paz no es un vago deseo, propio de gente
ingenua que no tiene los pies en el suelo, sino el destino último del hombre, lo que
más profundamente deseas tú para todos los pueblos y, también, para el nuestro.
Escuchando tus palabras, veo con más claridad que los que pecan de falta de
realismo son quienes, en nombre de alguna causa, promueven el odio y la violencia
porque no creen en el hombre ni en sus posibilidades.
Este es, Señor, nuestro gran pecado. No nos atrevemos a experimentar los
caminos de la no-violencia. No nos fiamos del diálogo. No creemos que al mal sólo
se le vence con el bien, a la injuria con el perdón, a la violencia con la paz.
Y aquí seguimos, divididos y enfrentados. Unos celebran el «Aberri Eguna», otros
no. Unos lo celebran con una consigna y otros con otra. Fácilmente nos sentimos no
sólo adversarios, sino también enemigos. Pero tú nos recuerdas que todos somos
hermanos y no estamos hechos para vivir permanentemente en la violencia y el
rechazo mutuo, sino en el diálogo y la paz.
Ese saludo pascual, «Paz a vosotros», que repites una y otra vez a los hombres,
nos llama a todos a la conversión, pues todos hemos obstaculizado la paz cuando
hemos ahondado la división entre nosotros, cuando hemos creado un clima de mutua
intolerancia, hemos alentado de alguna manera el odio o hemos permanecido
indiferentes, sin reaccionar ante atentados violentos e injusticias de todo tipo.
Señor, limpia nuestro corazón, pues en su interior se genera, en definitiva, la
violencia, el odio y la venganza. Sanea nuestra mente que tiende a absolutizar
siempre lo propio para imponerlo con fuerza a los demás. Transforma nuestros
sentimientos y siembra en nosotros la concordia, la ternura y la compasión ante todo
ser humano. Enséñanos a buscar la paz por caminos de justicia, diálogo y verdad.
Pero, por mucho que nosotros trabajemos en favor de la paz, nunca podremos
presentarnos ante ti con una paz construida, lograda. Pobre paz la que sea sólo una
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paz hecha por nosotros. Por eso, escucha tú el deseo de este pueblo, cansado ya de
tanta violencia, que pide y necesita paz. Tú que quitas el pecado del mundo, danos
la paz.
EXPERIMENTAR LA PAZ
La paz a vosotros.
Los relatos cristianos tienen especial interés en señalar que el encuentro con el
Resucitado es siempre una experiencia pacificadora. Este es su saludo y su regalo:
“La paz a vosotros”.
El hombre contemporáneo habla mucho de la necesidad de evitar las guerras y
conflictos armados entre los pueblos. Podemos leer toda clase de libros, artículos y
reflexiones sobre la necesidad de detener la carrera de armamentos y suprimir la
fabricación de armas nucleares antes de que la humanidad sea destruida.
Pero apenas habla nadie de la necesidad de paz interior. Esa paz personal sin la
cual la vida de cada hombre o mujer puede quedar destruida.
Esa paz no proviene sólo de circunstancias externas ni consiste en no tener
problemas o conflictos de importancia. Es más bien una plenitud de vida que se
experimenta gozosamente en lo más profundo del corazón como conquista y como
don.
Esta paz nace de una confianza creciente en el Dios que nos salva, y se va
difundiendo en todo nuestro ser, liberándonos de miedos di fusos o concretos, de
angustias inmediatas o antiguas, de culpabilidades recientes o pasadas.
Esta paz exige enfrentarnos con nuestra propia verdad y reconciliarnos con
nosotros mismos. Las cosas, las personas, el ajetreo de cada día, los problemas tiran
de nosotros, nos dispersan, nos disgregan y nos distancian de nosotros mismos.
Necesitamos poner cada cosa en su verdadero sitio, dar una unidad más profunda a
nuestra vida, aceptar humildemente lo que somos, enraizar nuestra existencia en
Dios.
No necesito entonces agarrarme nerviosamente a mí y a mis cosas puesto que
soy sostenido por el Creador mismo de la vida. No necesito cargar con el peso de mis
equivocaciones y mis pecados pues soy acogido y perdonado por quien es el Amor.
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BUENAS NOTICIAS
APRENDER A VIVIR
RESUCITAR LO MUERTO
La muerte no es sólo el final biológico del hombre. Antes de que llegue el término
de nuestros días, la muerte puede invadir diversas zonas de nuestra vida.
No es difícil constatar cómo, por diversos factores y circunstancias, se nos van
muriendo a veces, la confianza en las personas, la fe en el valor mismo de la vida, la
capacidad para todo aquello que exija esfuerzo generoso, el valor para correr riesgos.
Quizá, casi inconscientemente, se va apoderando de nosotros la pasividad, la
inercia y la inhibición. Poco a poco vamos cayendo en el escepticismo, el desencanto
y la pereza total.
Quizás ya no esperamos gran cosa de la vida. No creemos ya demasiado ni en
nosotros mismos ni en los demás. El pesimismo, la amargura y el malhumor se
adueñan cada vez más fácilmente de nosotros.
Acaso descubrimos que en el fondo de nuestro ser la vida se nos encoge y se nos
va empequeñeciendo. Quizás el pecado se ha ido convirtiendo en costumbre que
somos incapaces de arrancar, y se nos ha muerto ya hace tiempo la fe en nuestra
propia conversión.
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