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revolución, que nos da una fugaz actualidad.

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Si el estilo de los palacios y los modos de los salones se afrancesaban vertiginosamente con la
introducción de “cultura” por millones y millones de pesos, las misses y mademoiselles se encargaban de
la educación de los niños, completada en los high schools y en los colegios religiosos de categoría –una
letra sacre-coeur es imprescindible para las mujeres— e integrada después en Eton y Oxford, en muchos
casos, para obtener el gentleman, o en el internado francés o suizo para lograr la madame que asombraría
a la abuela porteña convertida en gran mère y al padre o al abuelo transformado en dady.
La palabra argentino, en Europa, era un “sésamo ábrete”. No había llegado todavía el turismo
en serie de las clases modestas ni exportábamos la “picaresca porteña” que se fue tras el prestigio del
tango. Excepcionalmente merodeaba por Europa algún artista pobre, pero escritores o pintores se
acomodaban en general, en los consulados y cargo de la diplomacia o gozaban de becas (con 500 pesos
argentinos hubo quien tuvo a la vez atelier en Florencia y en París).
La gama de los “metecos” argentinos era muy amplia, desde los “guarangos” que daban los
primeros pasos en el mundo europeo y los snobs que cumplían su momento de tilinguería, a los que ya
se estabilizaban en las buenas maneras de la sociedad europea. Pero lo mismo para romper unos
espejos en la Bute Montmartre o en Place Clichy e indemnizar, comprar un cuadro a un marchand, un
vestido en Faubourg Saint Honoré, una joya en Place Vendôme o firmar una adición en Maxim´s, la
palabra
argentino bastaba. Una anciana dama exiliada hoy en Buenos Aires por la caída de la divisa, cuenta:
—Cuando vivíamos en Europa, yo creía que llevar dinero era un signo de pobreza; nosotros no lo
usábamos, pues firmábamos siempre; en Niza o en Carlsbad, en París o en Londres. Ni los taxis
pagábamos porque
lo hacían los conserjes.
¡Magníficos tiempos que añora la dama!... ¡y también los conserjes!
Si el inglés era el lenguaje de los negocios, el francés era el lenguaje del espíritu y el
placer, porque París era a la vez la Atenas y la Síbaris2.
Los ricos argentinos con la divisa fuerte contaban entre los ricos del mundo; ellos
dieron la imagen internacional que la alta clase asimilaba confundiendo su propia riqueza con
la del país —la concentración en sus manos de toda la capacidad de consumo superfluo—es
una idea parecida a la que pudo tener el maharajá de la India o el sheik árabe, que encontraban
de paso en ese mundo internacional que constituye la clientela de los grandes hoteles,
estaciones termales y balnearios europeos, y que identificaba casi como una nacionalidad a
estancieros argentinos, banqueros e industriales norteamericanos o fazendeiros brasileños,
barones letones, príncipes rusos, con artistas, jugadores y aventureros: un abigarrado conjunto
en que el volumen de la pour boire establecía las jerarquías, a ojo de conserje.
Era el apogeo de la belle époque y Buenos Aires realizaba, en el Teatro Colón, en la Ópera y el
Odeón, en la importación de amantes franceses, juntamente con muebles, porcelanas, marfiles pinturas,
esculturas, un remedo parisino; y uno británico en las grandes tardes de Palermo, su Ascot, con la
presencia de "colores", cuidadores y jockeys que alternaban entre los hipódromos del Río de la Plata y
las pistas europeas. (Domingo Torterolo lucía los colores de don Saturnino Unzué lo mismo en Palermo
que en Deauville o Longchamps).
Era una forma de prestigio internacional que aun añora mucha gente a quienes repugna ese
otro que trajeron los Firpos, Suárez, Pascualito Pérez, Accavallos, Fangios y los equipos de fútbol de
carácter populachero y que sólo ha llegado a compensar en parte el éxito del polo argentino 3.
2 El galicismo de nuestra clase alta que tanto padeció con los dolores de la Cara Lutecia en los momentos
dramáticos
de las dos guerras, e imprimió su color a nuestra cultura, fue de la misma naturaleza que el continentalismo de
Eduardo VII:
estético y hedónico, y duró lo que la Entente Cordiale. No puede quedarle ninguna duda a Charles de Gaulle
después de su
visita a Buenos Aires. En cuanto Francia intenta ser Francia, y no la prolongación continental de la isla –y con el
pretexto
mínimo de una supuesta coincidencia política interna--, le han dado vuelta la cara; y la misma Plaza escenario
tradicional de
la devoción gálica de ese grupo argentino, constató el rechazo a la Francia, ayer eterna e inolvidable, por parte de
los que
parecían sus inconmovibles devotos.
Es que lo francés fue siempre una simple decoración, sólo válida en cuanto lo francés completaba lo británico con
una versión al paladar de consumidores eduardianos.
3 El polo es un deporte costoso (deporte de los reyes le llaman) aunque en el medio rural es practicable por
estancieros de discreta fortuna; también es accesible a los militares de caballería porque forma parte de las
aptitudes que
deben ejercitar.
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De reflejo, aun la misma parte de la alta clase que no practicaba ese ausentismo habitual, iba
adquiriendo el tono europeo correspondiente y alejándose del país real, el que iba quedando atrás: el de
cepa criolla, y el nuevo que surgía con la fuerte impronta del inmigrante.
Como consecuencia de la ideología que se practicaba como dogma, la idea de la
grandeza era puramente crematística, se vinculaba a las cifras de las exportaciones e
importaciones, considerando la riqueza en términos de intercambio y no de producción y
consumo general; correspondía una imagen estática de las clases cuya única movilidad
concebible consistía en el triunfo individual de los nuevos en el comercio de campaña y la
especulación en tierras.
Las características de permeabilidad de la alta clase subsistían, y vencida una leve
resistencia, los Devoto y los Soldati, eran admitidos como lo habían sido poco antes los
Santamarina o los Pereda, y lo son hoy los Fano. Pero ahora la incorporación de la alta
burguesía tenía que hacerse por las puertas de la Sociedad Rural, no por el mostrador o la
industria; ya se había olvidado definitivamente el origen comercial de la alta sociedad
porteña: se entraba a la "sociedad" como en la "exposición", llevando el toro del cabestro.
EFECTO POLÍTICO DEL DESARRAIGO
La alta sociedad se fue aislando de la vida cívica. La jefatura de los partidos
conservadores salió de las figuras tradicionales y los grandes apellidos sólo se prestaban
ocasionalmente como bandera, pasando su dirección a rangos más bajos y aun a caudillos de
barrio o de pueblo, y su representación a jóvenes de las otras clases, preferentemente de
provincias, promovidos por su talento como intérpretes eficaces. También se desvinculó de la
milicia, donde sólo por excepción aparecían sus apellidos, pues se la consideraba
peyorativamente hasta por los propios descendientes de quienes se habían elevado por el
camino de la espada, y preferían ahora la imagen del landlord, y aun la del gentleman farmer, a
la del soldado.
Aislada la alta sociedad del resto del país fue completando su desconocimiento del
mismo, que pasó a ser como un país extranjero en colonización, o a lo sumo en tutela, que
delegaba en sus políticos profesionales. En ocasiones alguien señalaba la desnaturalización
El polo argentino es excepcional porque se generó entre jinetes que aprendieron polo y no como en Europa por
polistas que aprendían a ser jinetes; la aptitud está dada por el dominio del caballo, lograda en la práctica de tina
equitación
que no se adquiere en los picaderos.
El polo argentino mantiene su prestigio internacional, pero ya no es un signo de status internacional de la alta clase,
como lo fue con la divisa fuerte. Los polistas criollos siguen siendo solicitados en Europa y en los EE.UU. pero son
sospechados de profesionalismo porque muchos hacen paralelamente el negocio de la venta de petizos y se ven
obligados,
para alternar en los altos niveles, a aceptar un hospedaje y atenciones que permiten a sus huéspedes considerarlos
como
gentleman de segunda, con la consiguiente disminución social.
Estos cambios ocurren en las mejores familias, como se ha visto en el reciente campeonato mundial de fútbol con la
conducta del público y los árbitros británicos. Ingentes sacrificios y una cuidada línea de conducta le costó a Gran
Bretaña
imponer la imagen del gentleman y su fair play; el discutido sistema de educación de las clases altas británicas
sacrificaba
todo a obtener en mayorazgos y segundones, y aun de sus clases medias, la imagen do superioridad social que
afirmaba el
prestigio del Imperio en la actitud simiesca de los dirigentes coloniales, y transmitía a las clases populares un signo
de

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