MANUAL DE
ETICA Y MORAL
MILITAR
UNIVERSIDAD EXPERIMENTAL POLITECNICA
DE LA FUERZA ARMADA
DIVISION DE INSTRUCCIÓN MILITAR
DECLARACION DE VIGENCIA
Cúmplase:
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ETICA
Y
MORAL MILITAR
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INDICE
CAPITULO Y TEMA PAGINAS
VIGENCIA 1
CARATULA 2-3
INDICE 4
CAPITULO I. Adoctrinamiento profesional. Educación 5 – 24
moral. los cuadros de oficiales y clase
CAPITULO II. El Jefe. 25 – 40
CAPITULO III. La guerra en sus relaciones con la 41 – 50
psicología y la moral.
CAPITULO IV. Factores de deterioro y mejoramiento 51 – 54
de la moral.
CAPITULO V. Detención de los cuadros. 55 – 58
CAPITUILO VI. Las perturbaciones de la guerra. 59 – 67
CAPITULO VII. Las fuerzas morales en la guerra. 69 – 81
CAPITULO VIII. Estudio psicológico del combate 83 – 104
moderno.
CAPITULO IX. Las multitudes y la tropa. 105 – 116
CAPITULO X. La moral – el Ejército moderno. 117 – 125
CAPITULO XI. La educación moral. 127 – 132
CAPITULO XII. Educación e Instrucción militares. 133 - 140
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CAPITULO I
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En consecuencia, es indispensable que el Oficial Ejerza íntegramente el Mando
que le confiere su grado sin disminución, ni restricción de ninguna especie, única
forma de cumplir a conciencia su pesado deber militar.
La manera de conducirse en el ejercicio del mando depende del carácter y del
temperamento del Oficial, no pudiéndose dar en este aspecto sino consejos generales,
lo primero es que el Oficial no debe imaginar que su prestigio aumenta manteniendo
sus subordinados a distancia; tratándolos no como seres inferiores: todos son iguales
ante el deber común; es mas, puede suceder que algunos de los clases o soldados
puedan tener superioridad intelectual o social a la suya. Además procediendo en tal
forma no Despierta confianza y simpatía en el personal.
El Oficial no debe caer en el extremo opuesto, EL Oficial tiene que tratar a sus
soldados con benevolencia y cordialidad pero no incurrir jamás en familiaridad.
2. El dominio de Sí mismo.
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serenidad plena. Si se encuentra frente a una grave falta a la subordinación, a la
disciplina o a los elementos de fuerza de su unidad; si se comprueba que sus órdenes
son desobedecidas y que un inferior suyo hace fallar sus disposiciones, el Oficial debe
poner su acción, tranquila y metódicamente, sus facultades represivas, poro con la
mayor imparcialidad, reflexión y aplomo.
3.- La Educación por el Ejemplo y la Acción,
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4. La Lealtad hacia el Jefe y la Veracidad
La Unidad confiada al Oficial y que este debe saber educar, está llamada a
actuar, en la mayor parte de tos casos formando parte de otra Unidad orgánica de
mayor importancia es decir: el Oficial manda su Unidad, pero ésta a su vez a las
ordenes de un Jefe, a quien debe obedecer y a quien lo unen lazos de obligación
común que abarcan a todo el conjunto del Ejército. Por consiguiente, la situación del
Oficial respecto a su Jefe, es la misma que la de los clases y soldados frente a él. En
nombre de ese deber común, el Oficial debe saberse a sí mismo como colaborador,
obediente y leal al Jefe, debiendo contribuir con todas sus fuerzas a que su autoridad
se realice.
Grave falta comete el Oficial que niega a su Jefe la colaboración a qué tiene
derecho. Tal proceder no está desprovisto de traición, ya que el Jefe cuenta con esa
colaboración no para su bienestar personal, sino en pro del Ejército.
A pesar de lo que pudiera suceder, el Jefe tiene el derecho de contar con el
concurso leal y completo del Oficial; y si este trata de escapar a la subordinación
leal, se coloca fuera de su deber y. por consiguiente de la Institución. La subordinación
exige que el Oficial no haga nada contra su superior inmediato, basándose en el
aprecio que, le profese un Jefe de mayor rango. Es necesario prestar sincera
obediencia al Jefe directo, sin argucias destinadas a presionarlo en determinado
sentido o a menguar su autoridad oponiéndole otra de mayor rango.
Mucho más grave es influenciar la autoridad del Jefe con la intervención de
terceros más o menos poderosos. Tal acto es una especie de traición al Ejército,
porque quien lo emplea, parece renegar de la disciplina, haciendo prevalecer fuerzas
extrañas al organismo militar.
La sujeción a la subordinación ha de ser indestructible, resistente a cualquier
embate, constante y firme a pesar de las deficiencias y errores del Jefe, que, al fin y al
Cabo, es también humano.
Todo lo anterior que se refiere a la lealtad que se debe al Jefe; pero es más
importante que sea leal consigo mismo y con sus subalternos. En primer lugar,
cuando cometa una falta o un error debe reconocerlo honestamente, sin humillación,
porque así demuestra poseer lucidez y calidad moral, ya que un paso en falso no es
una caída. Procediendo con franqueza, el Oficial continúa siendo un colaborador
honrado y reconoce de nuevo la autoridad de Jefe. Y si éste le ha hecho una
reprimenda justa y discreta, que ha sido aceptada francamente, no ha quedado
suspendida ni un instante la solidaridad entre uno y otro Con frecuencia se
observa que la moderación delicada de un Jefe y la obediencia leal de un
subordinado, sirven ante todo para aumentar la estimación recíproca.
De la misma manera, cuando el Oficial en un momento de ofuscación se
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excede en actos o palabras hostiles para reprimir a un inferior, la lealtad a éste
lo obliga a colocarse de nuevo en el deber común que no tolera ninguna
hostilidad y debe hacerlo por medio de una declaración en alta voz que borre
todo lo hecho fuera del marco de sus legitimas atribuciones de mando.
La lealtad obliga a ser absolutamente veraz, pies sin la veracidad no se
concibe colaboración de ninguna especie. Todo parte o informe falso dirigido a
un superior con el propósito do ocultar la verdad, debe ser severamente
castigado.
Hay que evitar hasta las pequeñas disculpas que acostumbran algunos
Oficiales para ocultar deficiencias o disimular omisiones cuando un superior
inspecciona las unidades.
Por supuesto, que es absolutamente correcto que el Oficial haga toda
clase de esfuerzos para presentar su tropa en las mejores condiciones posibles
durante las inspecciones y revistas que practique su Jefe, puesto que no se trata
entonces de engañar a este sino de recibirlo dignamente. Pero se comete una
deslealtad y se falta a la verdad cuando, al comprobar el Jefe ciertos hechos, se
presentan cuentas falsas o se pretende demostrarlas con excusas
desprovistas de fundamento. El amor a la veracidad cobra mayor importancia en
la guerra, pues de sus aseveraciones puede, en muchos casos, depender el
sentido de las órdenes y aún el éxito de las operaciones Una falta a la verdad en
tales circunstancias, asume las características de un crimen contra la Patria.
El Oficial que cumple sus obligaciones a cabalidad, puede mostrar a su
Jefe, hasta en los menores detalles, todos los aspectos de la unidad que manda,
Si el superior le señala ciertos defectos, da una prueba de su franqueza y
confianza, debiendo el Oficial suponer que aquel tiene el valor moral necesario
pera llenar su función y la dignidad de su grado, y que, por otra parte, este
proceder del Jefe es al mismo tiempo la mayor regla práctica de conducta en el
servicio militar.
Una de las más graves faltas que puede cometer un Oficial, es la denigración
y hostilidad con respecto a sus superiores. Esta falta se eleva en proporción
incalculable cuando se hace con un Jefe en servicio y en presencia de inferiores,
siendo un atentado directo contra el deber militar. Antes bien, todo Oficial está obligado
a emplear su autoridad precisamente en sentido contrario, para afianzar la organización
con ejemplo y consagración.
La denigración es más odiosa cuando se piensa que, quizás si en el mismo
momento en que el Oficial viola deslealmente el pacto de solidaridad, el Jefe a quien
traiciona lo observa sinceramente. El Oficial que en determinadas ocasiones haya
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dejado escapar apreciaciones malévolas sobre sus Jefes tiene que sentirse
desacreditado si, con el correr del tiempo, un acto de benevolencia afectuosa o una
prueba de firme solidaridad del Jefe vienen a demostrarle que a pesar de agravios más
o menos ciertos, éste no ha dejado de ser el mas seguro apoyo de sus subordinados
La maledicencia del inferior con respecto al Jefe, es susceptible de producirse
de diversas maneras. A menudo es originada, cuando el inferior se siente herido, por
algún procedimiento erróneo en la consideración debida a su grado o en su dignidad
personal viéndose entonces en la necesidad de defenderse porque no tiene le fuerza
moral suficiente para continuar observando el deber de solidaridad, que considere
violado por su Jefe. Otras veces proviene da una reacción personal e inconsciente
contra los deberes diarios a que está sometido el Oficial El deber tiene sus exigencias
duras pero su autoridad es soberana, pues renegando de él se le deshonra; entonces
es cuando el Jefe debe hacer notar el incumplimiento del Oficial, este trata de buscar
faltas o errores, porque nadie es perfecto. El subordinado que no acepta el deber
común a que debe someterse, expresándose mal de su superior cree vengarse así de
algo que considera como daño personal de un ejercicio largo y pesado, de una marcha
fatigosa o de una llamada al orden,
En la mayor parte de los casos se trata de un chiste o humorada que no se
propone disminuir la consideración debida al Jefe. Pero tratándose de nuestro carácter,
que tiende a no tomar en serio, ni medir las consecuencias de determinadas actitudes,
así como de nuestro temperamento siempre dispuesto a rechazar todo lo que signifique
hábitos de trabajo y seriedad, hay que alejar de la conducta toda tendencia a caer en la
malsana costumbre de expresarse mal del Superior, aunque sea fuera de los actos de
servicio, para que no se forme un estado espiritual impropio de la solidaridad y
disciplina militares.
Por supuesto que no ruede impedirse que Oficiales del mismo grado se
comuniquen libremente lo que piensan, bueno o malo, sobre la actuación de sus Jefes;
pero en estas expansiones de carácter intimo, la crítica no debe llegar al extremo de la
denigración hostil; pues si un Oficial sobrepasa el límite de lo permitido en tales
circunstancias; tratando de disminuir el ascendiente del Jefe o de enfrentarse a su
autoridad comete una falta excesivamente grave. El Oficial que así proceda está a
punto de traicionar el deber de su cargo, y, con su deplorable tendencia, demuestra
falta de valor y de inteligencia porque toda inquina baja y persistente, es propia de
almas envilecidas e ignorantes.
Hay Oficiales jóvenes que se imaginan que no proceden mal cuando nombran
a un Jefe con apodo puesto bajo impresión de algún defecto o debilidad que éste haya
demostrado; pero tal proceder es incorrecto; propio sólo de colegiales irresponsables
sin solidaridad moral. El empleo de apodos para designar a un Jefe militar es una falta
de respeto muy vituperable que denota una falta de solidaridad e inconsciencia para
con la dignidad del uniforme.
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Falta mucho más grave es, aún, valerse de la intriga para conquistar
posiciones o para malquistar a su Jefe. El Oficial intrigante falsea los principios en que
descansa la vida militar.
Los ascensos, empleos y recompensas que la nación otorga a sus servidores,
son el premio del esfuerzo, al deber cumplido lealmente y a la abnegación desplegada;
de ninguna manera es licito que otro, aprovechándose siempre de la mentira y la
calumnia, auxiliar indispensable de la intriga quite al verdadero merecedor el premio de
sus virtudes. Y si se trata de la intriga contra el Jefe, el Oficial que la emplea mina la
autoridad de este, arrastrando en el delito no sólo su propia conciencia, sino la de los
superiores jerárquicos a quienes sorprende con imputaciones falsas.
La murmuración es una falta moral indigna de un Oficial. Cuando un militar
que se estima cree violado su derecho, debe hacer ante su superior el reclamo
respectivo; con toda la firmeza que le da su condición de ofendido o postergado, pero
no recurrir a la murmuración que aniquila la autoridad del Jefe y arrastra la de quien la
emplea. La murmuración es más oprobiosa si se considera que los ataques son hechos
a la sombra, no pudiendo la víctima defenderse en modo alguno.
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mismo tratándose de hallar oficiales de carácter. Un Oficial puede tener una
inteligencia despierta, amor por su carrera y valor en el peligro; pero si carece de
carácter, se siente moralmente débil. Así, se ve impotente para imponerse reglas, para
adoptar y seguir principios definidos de conducta, es decir, no puede gobernarse a sí
mismo. El mando flaquea en sus manos; cede por igual a un impulso bondadoso como
a uno de irritación; y su tropa no da la impresión de poder irresistible, porque no
presiente en el oficial al representante del deber estricto, pudiendo en muchos casos no
escucharlo ni seguirlo.
El carácter es un elemento esencial de aptitud para el mando. Sin
embargo, su valor es dudoso cuando no está basado en la consagración al bien del
servicio. Constituye una fuerza de acción benéfica u orientada al mal, según la
dirección en que se aplicare. Un oficial ambicioso e indiferente al deber, pero apegado
al interés, es un terrible agente de destrucción en el Ejército; todo lo falsea en su
Unidad; el vigor y la persistencia de su voluntad quedan al servicio de sus designios, y
quebranta, o desvía, las fuerzas sanas del organismo militar. La tropa que manda
tendrá buena apariencia pero no estará caracterizada por el sentimiento del deber que
el no puede inculcarle.
Cuando un oficial descuida el cultivo de su voluntad y de su carácter,
abandonándose al acaso, enmohece su espíritu. Y si necesita emplear una y otra,
encontrará que su propia inercia los ha utilizado, y que perdido todo poder volitivo, será
presa de la indolencia. La voluntad y el carácter son elementos valorizadores de la
personalidad del oficial, quien no sólo debe satisfacer los dictados de su conciencia,
sino presentarse al juicio de su tropa y de la opinión pública con una pureza moral
intachable.
El organismo militar está hecho con el fin de poner en acción las fuerzas
nacionales durante la guerra, por medio de la colaboración organizada de las
energías individuales y colectivas, encauzadas hacia el deber común. El oficial es el
profesional de este deber y necesita conocerlo, tanto en su esencia moral como en sus
formas derivadas, adaptadas a la práctica y expresadas en reglas de conducta
positivas.
El oficial tiene en sus manos parte del poder soberano que le ha delegado la
nación. Ese poder se manifiesta por el derecho a la obediencia absoluta y el castigo;
en ciertos momentos tiene derecho de vida y de muerte, y su investidura es de tal
modo sagrada, que levantar la mano sobre él no es sólo un delito, sino un atentado.
Otra misión del oficial es el cumplimiento del deber cívico que todo ciudadano tiene
con la patria. Por eso necesita estar penetrado de tal deber, y hacerlo practicar por sus
subordinados; es decir, tiene que consagrarse absolutamente al servicio de la nación.
Su calidad de Oficial no la adquiere como un titulo de profesión literal o lucrativa;
la obtiene empeñando en su tarea el honor y la vida. No le basta batirse técnica y
valerosamente para mandar en las filas de la nación en armas; es preciso que se
convierta en un jefe nacional que sirva a todos de guía y ejemplo en cumplimiento del
deber, única manera como puede conquistar el brillo de sus galones,
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desarrollarse en la forma más pulcra, física, intelectual y moralmente, El rumbo de la
institución armada está confiada a su patriotismo, y no caben en él vacilaciones si
tiene calidad para sentir la intensidad de sus deberes. El oficial no es sólo el
Comandante de tal o cual unidad, sino el profesional que siempre esta de servicio
en todos los aspectos de la vida militar. El oficial responsable de la existencia del
Ejército y de los principios de fuerza que regulan su marcha. Donde quiera que observe
alguna falta, alguna desviación, alguna debilidad, ya sea en su Unidad o en cualquier
otra, en la calle y en todo lugar, tiene el deber de intervenir y restituir el orden,
porque es el guardián juramentado de la disciplina y del honor milita. Bajo este aspecto
y como representante y maestro del deber nacional, el pueblo, con su habitual
perspicacia, tiene fijas sus miradas en él, examina su conducta en todo tiempo y, a
veces, de manera rigurosa, y le sigue los pasos porque está en el derecho de esperar
que sea lo más perfecto e irreprochable que se pueda.
Al pueblo se le pide entera consagración al servicio de la patria; la presta
dando sus mejores hijos al Ejército en la edad en que son más robustos y viriles Los
pone en manos de sus Jefes con sumisión, resignadamente, en la creencia de que el
oficial no despilfarra los tesoros humanos puestos en sus manos, en la seguridad de
que tiene inteligencia y conocimientos para emplearlos útilmente, abnegación para
aprovecharlos en beneficio del deber patriótico, y humanidad para velar por ellos y
prestarles sus cuidados.
Tales son las garantías que el pueblo espera del Oficial, quien. Por su parte,
esta en obligación de prestarlas realmente, evitando toda causa de errores o de
equivocaciones; porque la confianza y el afecto del pueblo constituyen uno de los
elementos de fuerza en el Jefe militar. El pueblo observa atentamente al Oficial sus
palabras, sus actos su vida privada y cuando se convence de que es un fiel guardián
del más sublime deber patriótico, forma a su rededor una atmósfera de confianza y
respeto que aumenta su prestigio.
Este es uno de los aspectos más delicados de la vida del Oficial;
principalmente en nuestro medio, a causa de la falta de confianza que predomine en el
ambiente frío, hostil o negativo que abriga algún sector del pueblo acerca de la
moralidad, la utilidad, la eficiencia y el valor del Oficial.
Ya por la propagación de Doctrinas antimilitaristas, o por la desconfianza del
elemento popular, que ve en el Servicio Militar un factor de opresión; lo cierto es que el
Oficial precisa encarar esa situación dando en todo momento, especialmente en
público muestras de su consagración exclusiva al deber y al servicio de la patria,
tratando a sus inferiores del modo mas humano compatible con las exigencias de la
vida militar.
Cuando el Ejército no era profesional, poco o nada importaba al pueblo las
condiciones morales del Oficial: bastaba saber que era aguerrido y valeroso. No
sucede hoy lo mismo. El pueblo quiere encontrar en sus jefes todas las cualidades que
inspiran la más segura confianza; no le agradan los vanidosos, ni los seres brutales ni
arrogantes, ni los que se imponen únicamente por sus galones y su espada, ni los
ambiciosos; gusta, en cambio, de los seres dignos, morales justos, honestos y
humanos.
El Oficial debe saber que, a causa de la pequeñez de los contingentes militares
que pasan bajo banderas, la mayor parte de los ciudadanos que le observan no
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comprenden la vida militar, a la que miran con desconfianza y que si llega el
momento de la movilización, los únicos lazos morales que los unen al mayor número de
los incorporados, son precisamente esos extremos débiles, formados en los instantes
en que el Oficial se exhibe ante el pueblo, con su vida pública y privada.
El pueblo no es indulgente con el oficial; interpreta casi siempre en forma
desfavorable el rigor de la disciplina, las palabras, los gestos y las actitudes que dice y
adopta; en cambio siente mayor simpatía por el soldado.
EI carácter nacional de su función impone al Oficial diversas obligaciones. Por
lo pronto, está impedido de afiliarse a partidos políticos, sociales, religiosos o de
cualquiera otra tendencia, puesto que su autoridad tiene que ser indiscutible a base
de ser absolutamente imparcial y sus subordinados no deben tener desconfianza ni
repugnancia para servir a sus órdenes, la política destruye las fuerzas morales,
mata el estímulo, debilita la cohesión, corrompe la justicia distributiva, para introducir la
desconfianza el favoritismo y el desgano por el trabajo, por el estudie y por la
consagración abnegada al cumplimiento del deber.
También debe abstenerse el Oficial de presentarse como exponente de una
categoría social elevada o aristocrática, aunque, por Otro lado tiene la obligación de
relacionarse en la mejor forma posible. Al efecto, es conveniente anotar que sus
relaciones tiene que buscarlas entre gentes honorables y digna, y no ir a caza de
festejos pagados siempre por otros, cosa nada encomiable por cierto. Este es uno de
los defectos más acremente juzgados por la opinión pública, sobre todo tratándose de
oficiales sin medios de fortuna.
Cuando el Oficial, apartándose de estas normas, cree que forma parte de una
casta aristocrática, está en un profundo error. El cuerpo de oficiales está, si, constituido
por tipos selectos, pero esta selección sólo se hace con el fin de dignificar el Servicio,
que abre sus filas a todos los que son aptos para cruzar el sendero del deber común.
Para seguir el camino de la dignidad, el Oficial no debe fincar su porvenir en
el apoyo que puedan prestarle los poderosos, porque todo sometimiento se cobra
generalmente al precio de una abdicación moral. El mayor bien consiste en no obtener
por otros lo que se puede alcanzar por si, y en seguir el destino elaborado con las
propias manos.
El oficial que piensa, trabaja y quiere honrar su carrera, nunca debe desear
nada del favor ajeno sino lo que pueda realizar con sus propios merecimientos.
Dedicándose al servicio de la patria con todas sus energías físicas y morales, recogerá
siempre el fruto de sus desvelos, aunque éste demore en la sazón, siéndole más grato
a medida que le cueste mayor trabajo; en cambio, si sus éxitos los logra por medio
del favor, sentirá amargada su vida y no tendrá jamás la satisfacción que da el triunfo
de su propio esfuerzo.
Para que la noción del deber penetre en el corazón de los soldados y despierte
en ellos la voluntad de cumplirlo hasta el sacrificio, es necesario que el Oficial esté en
comunicación moral con sus inferiores, que les hable con convicción, con calor, pues
no es posible ordenar actos de abnegación.
Otro aspecto del problema que supone conservar dignamente el rango de
Oficial, es el que ofrece su vida en relación con los camaradas del mismo cuerpo.
En este concepto, debe estar identificado con el sentir de sus compañeros, pero no
olvidando que, en la colectividad de los Oficiales, no cabe el predominio de armas, ni
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ninguna restricción que reste amplitud a la elevación de miras que debe animar a todo
oficial. El Espíritu de Cuerpo es la solidaridad moral que resulta de la identidad de
atribuciones y de funciones en la obra común.
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Todo Oficial que quiera dar a su autoridad la mayor eficacia, debe comenzar
por penetrarse de que la mejor forma de mandar consiste en la colaboración de
todas las clases de la jerarquía, haciendo todo esfuerzo para consagrarse a esa
colaboración de modo definitivo; tanto en sus relaciones con su jefe como con sus
subordinados. Las restantes cualidades militares que deben adornar al Oficial se
derivan de su misma preocupación moral y del ejercicio de la voluntad. Parece difícil
caracterizar al tipo ideal de Oficial, pero no lo es tanto cuando se tiene el fuego sagrado
de un ideal.
El Oficial que sin estar desmoralizado por tendencias egoístas, se habitúa a
una moral muelle y conciliadora, sintiéndose agobiado por el esfuerzo que exige el
servicio de un ideal no puede llegar a ser sino un jefe mediocre, porque entre las
condiciones exigidas por la aptitud para el mando figuran, en primer término la facultad
de apersonarse por un ideal y el hábito de gobernarse a si mismo.
Hay Oficiales que sin poseer condiciones perfectas para el mando, tienen
cualidades poderosas y relevantes, carácter generoso y caballeresco que se entrega
espontáneamente a la realización de nobles acciones. Pueden faltarles constancia en
el esfuerzo y dotes organizadoras, pero son leales, valientes y buenos, y están
animados del sentido del honor y de la solidaridad militar. Pero generalmente estas
espléndidas cualidades no bastan para lograr el éxito ante un adversario dueño de sí
mismo y más apto para el gobierno de tropas. Estos Oficiales no tienen concepto
racional del deber sino instintivo, y carecen de previsión y de reflexión, Aman la guerra
por los peligros que entraña, por las privaciones que soportan con energía, por todo
aquello que excita al hombre y lo lleva a actos sobre naturales.
Este tipo de Oficial sería ideal si tuviera que pensar en sí mismo,
abandonándose enteramente al culto de su yo; pero el Oficial, antes que todo, tiene
que ser guía de su tropa a la que debe conducir con el mayor tacto. Al Oficial no debe
bastarle la virtuosidad guerrera, ni desear la guerra para salir de ella con brillo; al
contrario, dando ejemplo de completa abnegación, debe desnudarse de toda tendencia
ambiciosa, tener el sentido de su responsabilidad y no desear otra cosa, que el triunfo
de ideales y aspiraciones de su patria. Lo que sí debe tener en cuenta todo Oficial es
que, teniendo dotes naturales no muy brillantes puede adquirir las condiciones de
mando más sobresalientes por medio de la reflexión y de la voluntad, gracias a
una auto educación destinada, más que por una ilustración erudita. Pero esa auto
educación debe ser voluntaria, persistente, inspirada por el sentimiento del deber y
atender al desarrollo de las facultades personales necesarias.
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esas condiciones naturales que evitan el fracaso en la Carrera. Tampoco basta tener
natural inclinación para servir en el Ejército; es preciso conocer a fondo las
peculiaridades de la profesión.
La juventud acostumbra juzgar la carrera militar por lo que es precisamente, el
lado más superficial y menos trascendente, tal como la pompa de los desfiles y el
atractivo que presta el uniforme. El joven inflama su espíritu con la arrogancia marcial
de los batallones, el redoble de los tambores, la vibración de los clarines, el ondear de
las banderas, sintiendo algo que traduce equivocadamente por vocación hacia la
carrera de las Armas. Así vive en estado engañoso hasta que las circunstancias del
servicio o de la guerra le ponen ante la realidad insospechada. Solo entonces es
cuando mide las responsabilidades que entraña esta Carrera, los sacrificios que exige,
las penurias que en ella se sufren y la entereza de carácter que impone para mostrarse
superior en los momentos de adversidad.
Sin embargo, hay un medio de que el Oficial pueda suplir, aunque sólo sea en
pequeña proporción, la propia insuficiencia. Consiste en poner en acción una
sinceridad tesonera para desempeñarse decorosamente, ya sea por medio de la
educación del carácter y de la voluntad, o por el estudio, el trabajo y la
dedicación al desempeño de sus funciones. Es de advertir que tan honesta
intensión de colocarse a la altura de su tarea, es ya un motivo de realce de las
condiciones morales del Oficial.
Lo que sí es completamente inadmisible, y por lo tanto vituperable, es que un
Oficial sin vocación y sin aptitudes para desempeñarse decorosamente, se aferre por
simple acomodo o por conveniencia material, a la situación que le ha deparado el azar,
y que a pesar de todo este haga gala de no emprender esfuerzo alguno por suplir con
voluntad y constancia la falta de condiciones naturales para una Carrera tan difícil y
abnegada.
Sólo cuando el Oficial abraza su carrera con vocación verdadera puede estar
preparado para los dos aspectos de su función, obedecer al jefe y mandar a sus
hombres, y para cumplir el más esencial de sus deberes profesionales, esto es
perfeccionar su propia contextura moral y labrar el corazón de su tropa. Esa
vocación es la que lo animará a proceder sincera y tenazmente, a entregarse por
entero en la obra patriótica que le impone su misión, y a estar a la altura de las
responsabilidades contraídas consigo mismo con la sociedad y con la patria. Esa
vocación es la que le infundirá conciencia de su alto deber, caminar enhiesto y dar la
cara al sol, sin que nadie pueda negarle su condición de verdadero patriota.
Si por el Oficial no lleva en su alma amor y decisión por su Carrera, el deber no
constituye para él un ideal en la vida, se limita a vestir el uniforme y a afianzar su
autoridad ante la tropa no por procedimientos educativos morales, sino por la
imposición de su personalidad. Las actividades sanas que definen la condición del
buen Oficial lo encontraran siempre remiso o indolente hasta para el cumplimiento del
horario de trabajo, cristalizando su poca actividad en una rutina que anula
totalmente su individualidad.
Y es que la fuerza de la vocación militar es lo único que da nacimiento al
optimismo, al entusiasmo y la alegría en que se basa la obra moral del Oficial. El
Optimismo le comunica fuerza para luchar y fe para vence. El Entusiasmo le da alas
para emprender las acciones más brillantes. La Alegría le hace olvidar las rudezas de
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la vida militar y le comunica nuevos alientos en pos de la victoria.
La historia registra numerosos casos en que jefes eminentes han tenido que
tropezar con la escasez de subordinados capaces y bien intencionados. La aptitud del
Jefe necesita completarse con la obediencia activa de los escalones inferiores,
para asegurar eficientemente la ejecución de las órdenes. Por consiguiente, es de
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sumo interés que los jefes presten especial cuidado al desarrollo y empleo de la
iniciativa, fomentando la capacidad y celo de sus subordinados, tanto en época de paz
como en tiempos de guerra.
Así como un resorte comprimido durante largo tiempo pierde su elasticidad
primitiva, el Oficial que tiene un jefe a quien gusta reglar el movimiento de su tropa
hasta en los menores detalles, no puede ejecutar actos de iniciativa en circunstancias
graves o difíciles. Como un músculo inactivo, la voluntad se atrofia y se paraliza
cuando no se practica con frecuencia y sólo puede recobrar su actividad después de un
tiempo más o menos largo. La iniciativa no adquiere su completo desarrollo sino pro-
gresivamente, y es necesario ejercitarla sobre asuntos de importancia para abordar
enseguida con mayor confianza y seguridad en el éxito, cuestiones de orden más
elevado.
Los detalles de la vida militar en tiempo de paz ofrecen vasto campo de
experiencia para lograr la preparación del Oficial en el empleo de la iniciativa, sin
comprometer grandes intereses, dándoles variadas ocasiones de acostumbrarse a
actuar par si mismos de manera racional, basándose en el espíritu de las ordenes y
en las intenciones de su jefe. Por su parte, a veces el Oficial peca por falta de
carácter, lo que trae como consecuencia el temor a la responsabilidad y el
apartamiento de todo acto de iniciativa. Otras veces es un gran deseo de mantener la
tranquilidad personal o la pereza intelectual lo que convida a permanecer en la inercia.
En fin, la falta de confianza en sí mismo y la idea de que el jefe no le es benevolente,
paralizan a menudo la buena voluntad del Oficial para actuar con iniciativa. En cuanto
al subordinado, la iniciativa es un acto de coraje, de juicio y de espíritu de decisión. Es
acto de coraje porque se atreve a proceder sin órdenes y bajo su responsabilidad. En
efecto, es relativamente fácil tomar decisiones cuando no se tiene un superior que
pueda criticarlas; pero si se está obligado a proceder dentro de los limites más o menos
estrechos marcados por el jefe, el asunto cambia enteramente de aspecto. El coraje
necesario para emplear siempre la iniciativa sólo puede darlo el carácter, y, en defecto
de esta rara virtud, la confianza en sí y en la benevolencia del Jefe.
La confianza en si nace de la certidumbre de encontrar sin dificultad
disposiciones apropiadas a las circunstancias; y esta certidumbre se adquiere más por
una serie de ensayos felices que por grandes conocimientos teóricos. La benevolencia
del jefe se adquiere con el celo, la inteligencia y el entusiasmo que el Oficial preste en
el cumplimiento de sus deberes, probado en toda circunstancia. El juicio y el espíritu
de decisión se adquieren y se forman también por la práctica diaria del mando, en
forma inteligente.
Todo superior esta obligado a desarrollar en sus subordinados hábitos de
iniciativa racional, porque si se acostumbra a conducirlos de la mano en cuestiones
sin importancia, cuando suene la hora en que sólo deba o pueda hacerles conocer su
intención y el fin por alcanzar, se verá presa de la duda y de le incertidumbre respecto
al cumplimiento atinado de sus órdenes, entregándose a la tarea de abrumarlos con
prescripciones minuciosas que lo absorberán por completo y lo desviarán de su papel.
Para hacer posible el empleo de la iniciativa en tiempo de guerra, es
necesario desarrollarla desde el tiempo de paz, multiplicando las ocasiones en que
pueda aplicarse útilmente; tratando de que los subordinados se familiaricen con ella y
pierdan el temor a las responsabilidades, confíen en si mismos y en la benevolencia de
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su jefe, que este confíe a su vez en sus subordinados, dándose cuenta de sus
capacidades y acostumbrándose a mandarlos, indicándoles el fin por alcanzar, sin
entrar en detalles de ejecución y que se convenzan de que sus inferiores, al hacer
actos de iniciativa, se inspiren únicamente en el bien del servicio.
La iniciativa puede ejercitarse de dos modos; según que el jefe esté presente o
que, en caso contrario, no pueda hacer llegar oportunamente sus órdenes apropiadas a
las circunstancias. En el primer caso la iniciativa permite a cada escalón jerárquico
introducir en la orden recibida todos las disposiciones complementarias
indispensables para que su ejecución sea irreprochable, aligerando así la tarea del jefe.
En el segundo caso, el Oficial queda liberado a sí mismo y debe sustituir a su jefe;
actuar como si este estuviera presente y juzgando las circunstancias con criterio
similar. En tal situación, se impone la educación previa de la iniciativa si se quiere evitar
errores que no pueden ser corregidos por la intervención oportuna del jefe. Tal
iniciativa debe ser disciplinada en el sentido dalas órdenes superiores, sin apartarse
de su impulsión. Todas las disposiciones complementarias, todas las medidas de
ejecución prescritas por un Oficial subordinado, deben concurrir, sin reserva alguna, a
realizar las intenciones del Jefe.
El Oficial está en la obligación de evitar escrupulosamente buscar el triunfo
de sus ideas personales con detrimento de su jefe; pero no debe vacilar en modificar
o en cambiar completamente las órdenes recibidas, bajo su propia responsabilidad,
cuando se da cuenta de que las circunstancias difieren de las previstas por el jefe al
dictar sus órdenes. Si el subordinado está librado a sí mismo, tiene, que ponerse en el
lugar del jefe y preguntarse que haría este si estuviera presente, para adoptar ense-
guida las disposiciones que le parezcan más apropiadas.
La iniciativa debe ser activa, haciendo siempre más de lo mandado, pero nunca
menos. Este principio es de capital importancia, porque a veces el Oficial se aprovecha
de la iniciativa conque deben actuar sus inferiores para no hacer nada o para disminuir
la tarea que le incumba. Esto sólo puede evitarse por una sólida educación moral,
nunca terminada, y por una generosa emulación que impulse a todos a destacarse en
el buen desempeño de sus deberes.
Para prevenir estas faltas y evitar las desviaciones que puede sufrir la iniciativa,
el jefe no debe tratar de restringir su empleo por temor al uso inconveniente que se le
dé, sino corregir todas las extralimitaciones por los medios reglamentarios y
educativos de que dispone principalmente estimulando el celo de sus subordinados.
La iniciativa debe ser racional, guiada por la reflexión y el juicio y no por la
fantasía, porque no producirá sino graves inconvenientes si tuviera abandonada al azar
de la inspiración.
La rectitud de juicio del Oficial será la más segura garantía que tiene el jefe de
que sus intenciones van a ser comprometidas y sus órdenes ejecutadas con
inteligencia, cualesquiera que sean las circunstancias. El juicio es obra de la reflexión.
La reflexión es una cualidad más rara de lo que se supone, su desarrollo es
una de las partes más importantes de la educación militar. Para despertarla, todo
superior debe pedir a sus subordinados que expongan los motivos o razones en
que han basado sus actos, principalmente antes de la crítica de maniobras o trabajos.
En efecto, saber es la primera condición para actuar correctamente.
Al principio hay que proceder tratando cuestiones de escasa importancia;
rectificando los errores que entraban la ejecución de las órdenes. El jefe debe
20
señalar con benevolencia los errores y los medios de evitar su repetición.
Todo jefe está obligado a multiplicar las ocasiones para que los subordinados
reflexionen, dejando lugar, en sus órdenes, para que puedan hacer actos de
iniciativa. En la actualidad, la iniciativa de los subordinados, en tiempo de guerra,
constituye la más poderosa ayuda que puede tener un comando. Con los numerosos
efectivos de hoy, la enorme extensión de los frentes de combate, la necesidad de
disimularse lo más posible, el jefe no puede abarcar ni prever todos los detalles:
necesitan contar con la colaboración activa e inteligente de oficiales. Además, a
pesar de la variedad y perfección de los órganos de transmisión, las órdenes llegan
muchas veces fuera de oportunidad o no llegan, lo que hace más necesaria la ini-
ciativa.
En tales casos, los subordinados no deben esperar, resignadamente, órdenes
para actuar; ello sería caer en la inacción. La única solución consiste en el empleo de
una enérgica y juiciosa iniciativa, basado en los fines perseguidos por el comando.
La iniciativa no es la independencia respecto al jefe; es la convergencia de
las inteligencias y voluntades en el fin común; secundar la acción del superior y no
sustituir sus intensiones. La iniciativa inteligente es el resultado de la educación
intelectual del Ejército y de la unidad de doctrina, pues aunque el Oficial no tenga
cabal conocimiento de las intenciones del jefe, puede secundar a este aplicando
reflexiva e inteligentemente los principios de la doctrina común.
Tratándose de un Oficial de la más baja escala jerárquica la iniciativa que
puede desarrollar no es muy amplia, ni aún sobre los métodos de instrucción de la
tropa; pero debe notarse e que es urgente estar imbuido de las ideas anteriores para
que esa cualidad se desarrolle progresivamente, en especial durante el servicio en
campaña y los ejercicios de combate.
El Oficial tiene generalmente temor de hacer actos de iniciativa, porque si comete
errores se expone a las críticas do su jefe; pero no debe desanimarse por tal
circunstancia, sobre todo si tiene un concepto claro del límite que separa la iniciativa de
la subordinación. Para evitar un reproche, el Oficie no debe caer en la inercia
intelectual, ciñéndose a la ejecución literal de las órdenes recibidas.
Hay que tener amor a la responsabilidad, y, por muy caro que pueda
costarle, el oficial no debe olvidar que un exceso de pasividad es también un acto de
insubordinación, puesto que contribuye a impedir la realización del pensamiento del
jefe.
El Oficial no sólo debe hacer actos le iniciativa, sino también concederlos a los Clases
y soldados bajo sus ordenes. Sin embargo, los Oficiales jóvenes tienen le tendencia
contraria. El Oficial tiene que asegurarse de la competencia de aquellos y vigilarlos,
pero nos descender hasta los más mínimos detalles, restando autoridad a los clases y
disminuyendo su espíritu de responsabilidad. La vigilancia y control del Oficial sobre los
clases, es más fructífera cuando se hace bajo la forma de crítica impersonal y no
de reproche.
El Oficial debe considerar que en tiempo de guerra, principalmente, es cuando
va a obtener los frutos de la educación que ha dado a sus hombres y que es necesario
inspirarles el deseo de ayudar a sus superiores con toda su voluntad y toda su
inteligencia, porque el Ejercito es un organismo viviente cuya actividad es la
concurrencia de muchas actividades individuales hacia un fin común: la victoria. Pero
en su afán por despertar el espíritu de iniciativa, tan necesario entre nosotros, el Oficial
21
no debe ir hasta que cada uno haga lo que quiera; tampoco le es permitido que por
flojera o por falta de aptitud para el mando, deje entera libertad a sus clases para él
gozar de amplio descanso físico. Su obligación es conservar la dirección y el freno
de la máquina que ha de conducir tanto en la paz como en la guerra.
22
llegar a convencerlo, y oponiendo a la voluntad que se le impone, la voluntad que
ínsurge en su interior llega, por ultimo, hasta sentir aversión por el Oficial si este recurre
a la violencia como medio educativo.
Para que la educación logre sus frutos y los buenos sentimientos se
desarrollen, es preciso que tenga confianza en su Oficial para abrirle su corazón y
comunicarla sus impresiones, Esto no puede conseguirlo un educador de carácter
violento, pues sólo el método basado en la buena voluntad reciproca hace fructífera la
labor de instructor y educador de la tropa,
El soldado es un niño grande y hay que tratarlo como tal: máxime si se trata del
soldado campesino, cuyo corazón no he sentido aún la huella de los grandes amores,
ni de las grandes ilusiones, ni de las grandes pasiones. El Oficial debe moldear la
psicología de ese soldado con ahínco y fe, desarrollándole su sensibilidad, su
inteligencia y voluntad, es decir, formándolo.
El Oficial no tiene solamente la misión exclusiva de dar a los reclutas la
instrucción conveniente para cumplir los programas señalados; su tarea es mucho
más elevada, puesto que debe preparar hombres de voluntad firme, de inteligencia
clara y corazón generoso.
Para dar al soldado la noción el gusto por el cumplimiento de sus deberes, el
Oficial tiene a su disposición el tesoro histórico del país y su palabra, pero nada hay
tan eficaz como el ejemplo. Al soldado se le convence firmemente, pero con hechos.
Formar la voluntad es quizás la parte más delicada del trabajo del Oficial, y
para ello hay que tratar de que los reclutas sepan la razón y el fundamento de lo que se
les manda Por otra parte la educación para ser eficiente, requiere que el recluta ame a
su superior; para que tenga no sólo el deseo de aprender sino el de satisfacer a este
ultimo. Cuando la enseñanza no llena este requisito y se produce en el soldado la
violencia de sus sentimientos y una lucha continua en su alma que rechaza repulsi-
vamente lo que no ha llegado a comprender amar y Sentir. El educador debe despenar
[a simpatía del adunando y no el temor, pues sólo la primera da erectos duraderos y
sólidos-
23
serie de detalles y de hechos menudos que escapan al Oficial, peno que en muchos
casos pueden tener gran importancia. Una de las obligaciones que el Oficial debe
imponer a los Clases es que estos lo tengan al tanto de la mentalidad y del estado de
espirita de la tropa.
Hay Ejércitos que disponen de Clases profesionales que ocupan una situación
intermedia entre el Oficial y el individuo de tropa y en los cuales el Oficial tiene
confianza limitada; pero tal no es el caso de nuestro Ejército, en cuyo seno el Oficial si
bien puede ser secundado con relativa eficacia por los Clases no puede dar a estos
entera amplitud, sino que debe controlarlos muy de cerca, porque, a pesar de todas sus
buenas cualidades y deseos, son elementos por demás transitorios que no tienen una
personalidad militar bien definida y que no dejan huella profunda de su actividad en las
fallas.
24
C AP IT U LO II
EL JEFE
1- Cualidades que debe reunir.
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mas segura de la patria. El jefe u Oficial que se consagra sin reservas al cumplimiento
de ese deber, pone al servicio de su labor diaria un ideal que lo coloca por encima de
las pasiones humanas, pues así trabaja para la Patria con la plenitud de sus
facultades y va hasta ofrendarle el sacrificio de su vida. Así practicado, el deber militar
da a la carrera de las armas una grandeza una belleza y una nobleza que no tienen
igual. El Jefe que se encuentra verdaderamente a la altura de su misión, no puede
dudar que alcanzara a penetrar en el alma de su tropa, lo que para el debe constituir
tanto en la paz como en la guerra, la más alta de sus satisfacciones morales y la más
cierta de sus recompensas-
26
los inferiores se acostumbraran a menospreciar su persona y su autoridad. Por
supuesto, el Jefe no debe ser brutal y castigador empedernido, pues la firmeza y la
voluntad enérgica no excluye la benevolencia, la afabilidad y la bondad de los
procedimientos. Por otra parte, el inferior no estima, ni aprecia aun Jefe sino lo respeta;
y no lo respeta si no se muestra enérgico en el cumplimiento de sus órdenes,
El afecto hacia el Jefe nace de la simpatía que despierta. El Jefe se hace
querer comunicando sus sentimientos y dando confianza pare que se proceda con
reciprocidad. Para ello es indispensable que conozca a cada uno en particular.
Al estudiar el carácter, el valor moral y el vigor físico de sus subalternos, el Jefe
adquiere la posibilidad de mandar a cada cual como mejor conviene, y se coloca en
condiciones de aconsejar, de darle valor, de guiar: en una palabra, de adquirir
confianza pero no basta interesarse por cada uno en particular sino que debe atender,
con solicitud las necesidades generales da la colectividad a sus órdenes,
preocupándose de la alimentación, el equipo, el vestuario y de todo lo que signifique
bienestar de la Unidad.
Esta preocupación por las necesidades domesticas de la Unidad, la vigilancia
del sinnúmero da detalles de esta especie es una de las obligaciones primordiales
del jefe puesto que esa previsión asegura el orden y la disciplina y da al inferior la de
que alguien vela por sus necesidades, provocando así la adhesión personal hacia el
superior que de tal modo procede.
Nada hay que pueda anular más el ascendiente del Jefe que el egoísmo, pues
su deber en pensar en sus subordinados antes de pensar, en sí. El Jefe que se
preocupe de la instalación de su tropa antes de la suya propia; que vigila sin afectación
que sean curados los heridos o estropeados, que vela porque todos los hombres
coman y descansen bien, que reconforta a los débiles y facilita a los fuertes, confirme
su autoridad por: el lazo fraternal del afecto, que no excluye la disciplina y constituye
una de las más poderosas fuerzas del Ejército.
Las necesidades de la educación militar imponen trabajos y sufrimientos: el
Jefe debe tratar de que sus subordinados comprendan que esas penalidades no las
corren por desidia ni por indiferencia, sino para endurecerlos en la vida de campaña,
estimulando su propio honor e invocando su patriotismo.
El Jefe debe abstenerse de por sí, y prohibir en absoluto a los comandantes
intermediarios que se injuria a los soldados o que se les demuestre orgullo de posición
social o racial, pues el tono imparcial de mando predispone a aceptar con alegría las
fatigas y sufrimientos; la estimación despierta la confianza, y la compasi6n por las
desgracias personales de los inferiores compromete la gratitud.
Establecida la simpatía entre el Jefe y sus subordinados, es fácil a éstos
soportar las exigencias y privaciones del servicio con alegría y voluntad. Al contrario, si
no les mueve el corazón no podrá obtener nada sino a fuerza de vigilancia y de
represiones sin lograr que el inferior cumpla sus deberes con entusiasmo.
El espíritu de justicia es otro de los fundamentos en el ascendiente del Jefe
quien debe ser obstinado y rigurosamente justo. La primera condición y la más difícil de
lograr es resistir aros asaltos del favoritismo, vengan de donde viniere esto requiere
una verdadera fortaleza do carácter El Jefe está obligado a oponer a todas las
solicitudes de favor una valía infranqueable, pues hay actos de favoritismo que son
crímenes contra la patria, como el conceder ascensos a los que no lo merecen
27
posponiendo a los mejores.
El Jefe debe ser rigurosamente imparcial en materia de sanciones. Primero
hay que prevenir las faltas: pero una vez que éstas se producen, no quedan sino tres
actitudes: cerrar los ojos, en cuyo caso es más responsable que el culpable;
pronunciar un discurso de protesta, que no da resultado alguno o castigar, única
solución moral y eficaz, Si no se castiga al culpable sus camaradas pierden la noción
de que el Jefe tiene como atributo la justicia pero si se le castiga apropiadamente la
vida militar continúa su curso normal. En todo caso el Jefe no olvidara que si vacila en
reprimir una falta flagrante, sobre todo en materia de disciplina, pierdo el ascendente de
sus subalternos.
3.- El poder del Jefe depende de su Valor Personal, del Valor de SUS
Subalternos y de la Colaboración que le Prestan Todos sus Subordinados.
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Para tener mayor autoridad, un jefe tiene que proscribir todo mal tratamiento
al subalterno en presencia de la tropa, porque la autoridad de éste es uno de los
+actores de la suya. Tampoco se debe esgrimir la crítica acerba, ni la ironía, porque
ello seria un abuse de autoridad, ya que el interior esta incapacitado para proceder en
igual forma. A los subordinados se les habla como colaboradores indispensables,
eficaces y decididos a obedecer, a fin de intensificar el espíritu de subordinación.
Particularmente es necesario es el uso de la cortesía en el saludo y las expresiones
de dignidad que exaltan la personalidad humana. Este sentimiento de dignidad
personal es un elemento de energía que aumenta la fuerza moral y debe ser
estimulado por todos los medios al alcance del Jefe. La detestable idea de apocar al
inferior está más extendida de lo que parece. En algunos es un instinto da torpe
arrogancia que da por resultado la pérdida de le dignidad personal por parte del inferior,
pues lo inclina e la excesiva humildad y a la bajeza de espíritu. En otros es el fruto de
un error intelectual pues se llega a creer falsamente que la humillación del inferior es
una prueba de disciplina y que así se afirma la autoridad por un temor saludable. A
menudo se deprime al subalterno bajo la influencia de sentimientos innobles, tales
como la vanidad y la fatuidad personal, que no permite a quien la pone en juego,
contemplar que otros hombres puedan obedecer sin arrastrarse movidos sólo por la
conciencia del deber común.
29
Un Jefe debe preparar a su tropa antes de emprender una operación
importante. Como la palabra sobre todo en un medio como el nuestro, impresionable y
desconfiado tiene mayor ascendiente que una orden escrita, hará uso de ella en forma
simple, sin aparatos, explicando a sus inferiores las condiciones en que van a luchar,
las probables dificultades que hay que vencer, los resultados que espera alcanzar, sin
ocultar nada, sin exagerar lo menor, esto es hablando claro. Un Jefe puede alucinar a
una tropa una vez pero no dos veces, pues, el soldada no llega a perdonar nunca a
quienes lo hayan engañado.
Producido el combate, casi siempre duro, penoso y fatigante, una vez mas esta
el puesto del Jefe en el campo de acción, al lujo de sus hombres; esto le escucharán
con mayor interés que nunca porque le ven compartir sus mismos peligros. Si llega
dispuesto a otorgar condecoraciones o recompensas con su alma vibrando con la
misma emoción patriótica de los hombres a sus ordenes; si sabe enseñar sus deberes
a la tropa, el Jefe ejercerá sobre esta una influencia inmensa y podrá, sin vacilar
pedirle y obtener de olla un nuevo y prolongado esfuerzo.
La tarea moral del Jefe no concluye al retirar su Unidad de la línea le combate,
después de largas jornadas de sacrificios y heroísmos. Al contrario, comienza entonces
de nuevo porque es preciso que cada uno olvide las visiones trágicas pasadas y solo
lo conserve en su memoria el recuerdo de la gloria conquistada. El Jefe reúne su
Unidad para que todos vean aun es numerosa y potente; honra en ese instante a los
muertos, para que así se arriesgue el soldado a perder su vida, sabiendo que no se le
olvidara si muere: reconforta a los heridos; distribuye recompensas en los me-
recedores; y da todo el resplandor posible a estas ceremonias. Batalla de Carabobo.
30
obedecer en los escalones inferiores. Por eso dicha virtud es el eje principal de la
disciplina, y así lo exigen los reglamentos cuando la señalan como una de las
cualidades indispensables para el ascenso a categorías superiores. Pero uno de los
más graves errores en que puede incurrir un Jefe, es confundir el carácter con el
genio altanero adusto impulsivo o arrebatado. Tampoco debe creer el Jefe que la
firmeza de carácter es igual a la terquedad porque esta no es sino la manifestación de
la voluntad sin inteligencia y un simulacro de la voluntad consciente. Además, la
brutalidad es una desviación de la fuerza de carácter y consiste en actos de violencia
de individuos que no tienen la voluntad suficiente para reprimirse e si mismos y que-
siendo de naturaleza débil y tímida, creen que así llegan a imponerse. La manifestación
estación más clara del carácter del Jefe se traduce en su espíritu de decisión y su
voluntad de vencer El Espíritu de decisión crece cuando el Jefe es colocado desde
el tiempo de paz en condiciones que le impongan un ejercicio constante de loa hábitos
de mando. Las maniobras, las operaciones y la guerra son el medio más apropiado
para el incremento de esta valiosa cualidad moral.
La Facultad de Decisión es necesaria para elegir sin vacilaciones la solución
más juiciosa en cada caso, arrastrando las consecuencias con ánimo sereno. Se
facilita mucho cuando el Jefe sabe conformarse con una solución aceptable, sin aspirar
a una perfección generalmente inalcanzable, en la guerra no es fácil acertar siempre
con la respuesta más conveniente; pero si se tiene fe y aliento para aro proseguir el
camino elegido, con tal de que sea viable, puede obtenerse el éxito deseado.
El Jefe no debe engolfarse en analizar profundamente las ventajas y
desventajas de cada solución, pues tal vez sería conducido a verse perplejo en el
momento de decidirse y le falte resolución para obrar. Tampoco debe esperar que las
circunstancias le sean absolutas y totalmente favorables; por el contrario, tiene que
aprovechar cualquier oportunidad para actuar conforme a sus planes a fin de no
caer en la inacción, que es la muerte de los Ejércitos- Lo mejor que puede decidir el
Jefe en cualquier oportunidad es hacer siempre lo que, dadas las circunstancias del
momento, pueda contrariar más los planes del adversario Todo es factible en la
guerra, hasta lo que no parece muy conforme a las ideas generales todo es preferible
a vacilar a cada paso par no encontrar ocasión bastante favorable para decidirse a
actuar- La decisión es el reflejo de una voluntad firme que sabe lo que quiere y por qué
lo quiere: obra en el Ejercito como una fuerza positiva que se transmite a los inferiores,
sosteniendo su energía, desarrollando su iniciativa y acrecentando su espíritu
ofensivo y su confianza en la victoria.
Par el contrario, la indecisión de un Jefe es una confesión de incapacidad para
actuar falta de visión clara, de valor para afrontar la responsabilidad de lo que
acontezca después, Sus consecuencias son funestas porque siembran la
desconfianza y ahogan toda iniciativa.
No basta desear algo vivamente, es necesario, a la vez, hacer todo la posible
para alcanzar el fin propuesto; y en la guerra hay que llegar basta el sacrificio
supremo, La voluntad debe ser impecable, complete y sin desfallecimiento; hay que
llevaría hasta el limite a pesar del sufrimiento físico, del hambre, de la sed del suche,
sólo así se puede impresionar al adversario e imponerle miedo Aunque la inteligencia
del Jefe es necesaria, en la guerra cobra mayor valor el deseo obstinado, pues de la
voluntad nacen la temeridad y la audacia, que a su vez son las que procuran la
victoria,
31
En todos los tiempos y en todos los países, la voluntad de vencer ha
despertado el espíritu de sacrificio, la abnegación, el renunciamiento, el olvido del
interés personal: ella es la que permite a los pueblos ser fieles a su palabra, la que
inspira y reconforta en el martirio, la que conduce siempre ala victoria que corresponde
siempre a los que van hacia adelante, a los que tienen la firme resolución de tornar la
ofensiva, a los que hacen cuanto se lea exige para conseguirla aun en las
circunstancias mas criticas.
Todo militar, y particularmente el jefe, debe poseer en alto grado esta fuerza
moral que constituye la voluntad de vencer, basada en un alto concepto del honor
profesional, en el apego al cumplimiento del deber y en un profundo dominio de si
mismo.
El Jefe date dar pruebas de una energía racional que nada puede disminuir, de
una invencible voluntad de resistir a los golpes del destino, actuar siempre con espíritu
metódico, con valentía y sin aspavientos, y manifestarse en toda ocasión lleno de la
más fervorosa fuerza moral, En resumen, dar un bello ejemplo, no de filosofía y
resignación, sino de viril optimismo, sobre todo en las horas tristes de la guerra.
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7.- La Cultura Intelectual.
El Jefe debe poseer una cultura intelectual completa, que le dará siempre
una autoridad indiscutible sobre sus subordinados. Aunque en la actualidad tiene gran
importancia la cultura deportiva, la intelectual no ha perdido en modo alguno su valor,
siendo lo mejor que ambas se complementen. La capacidad intelectual del Jefe se
pone a prueba frente a la dificultad de los problemas que tiene que resolver y por la
corrección y rapidez con que debe resolverlos. Dicha capacidad es función do la
inteligencia individual pero esta facultad no basta para suplir la falta da conocimientos
adquiridos, es decir, de saber, puesto que la inteligencia no hace sino aplicar y
combinar los conocimientos para llegar al fin que se persigue. Al Jefe no le basta el
saber profesional, esto es, una buena instrucción militar y técnica, sino una amplia
cultura general que cubra las posibles criticas de sus inferiores. Esta cultura, sin
embargo, no debe ser puramente especulativa, sino que necesita ser flexible y estar
orientada hacia la aplicación certera a todos los asuntos relacionados con la guerra
por medio de un adiestramiento práctico que la haga penetrar en su subconsciente y
la transforme en reflejos intelectuales.
Los estudios de la Historia General y Militar, de Matemáticas, Geografía, Física,
Biología, Legislación. Idiomas y Sociología; especialmente los de Psicología Individual,
Colectiva y del Combate; y por ultimo una cultura militar propiamente dicha, iniciada
en la Escuela y seguida durante toda la Carrera darán el Jefe el adiestramiento
intelectual necesario pera la resolución, rápida y acertada de todos los problemas de
orden táctico que se le presenten.
Principalmente el estudio psicológico del combate es y será la parte
fundamental de la ciencia militar; la que ilumina sí Jefe ti derrotero de le victoria, pues
todos los medios puestos en juego deben tender a conservar el valor ofensivo y la
cohesión de las tropas y e destruir el del adversario.
Primordial es en el Jefe estar preparado para la resolución de casos
concretos en el combate, de modo rápido y cabal, pues en la guerra las
consecuencias de un retardo se traducen en múltiples derramamientos de sangre y a
menudo por pérdidas irreparables. El saber requerido flor el Jefe para solucionar las
cuestiones que se presenten, debe ser completo, verdadero, claro, preciso, bien
clasificado y siempre presente en el espíritu.
Los conocimientos profesionales deben ser más profundos y la ilustración
general más extensa, a medida da que sean más indispensables para poner en acción
medios técnicos Así mismo, el Juicio recto es el resultado de una cultura general
desarrollada; generalmente se adquiere emprendiendo estudios completes sobra
determinadas actividades que ensanchen el espíritu, por los viajes y la observación
Pero no debe olvidarse que el saber superficial no es útil, sino más bien peligroso,
porque constituye una especie de enmascaramiento intelectual que solo produce
soluciones falsas e incompletas.
El saber es verdadero cuando se adquiere comes resultado de estudios
exactos y mantenidos al día, siendo recomendable roe en caso de experiencias
personales hay que desconfiar de olvidos, omisiones, ilusiones y errores de
observación que imponen verificaciones siempre que sea posible. Para que el saber del
Jefe sea claro y preciso, es necesario que le permita concebir y exponer su
33
pensamiento con absoluta nitidez, expresando sin oscuridad de conceptos y el objeto
que persigue, evitando errores de interpretación por parte de los subordinados.
Todas las nociones relativas a una misma materia debe el Jefe adquirirlas y
completarlas metódicamente y clasificarlas en orden en la memoria. Así, por el juego
automático de la asociación de ideas, los conocimientos relativos a cualquier asunto
acuden a la imaginación y se presentan en un orden lógico.
La Rapidez para concebir y actuar que debe caracterizar al Jefe, no se
alcanza sino cuando se le presentan espontáneamente ideas útiles para el fin que se
propone, lo que a su vez sólo se logra al ejercitarse continuamente en los temas que el
deberá resolver en la guerra.
Para Obtener el mayor rendimiento el Jefe debe tener presente que la mejor
manera de proceder consiste en aprovechar el progreso, la capacidad y virtudes
individuales de sus subordinados creadas y desarrolladas por una educación militar
completa y orientada hacia la cooperación por medio de la iniciativa racional.
Únicamente cuando en un organismo reinan la ignorancia y la inmoralidad es
preciso usar de la mayor autoridad y sujeción, pero solo con el fin de imponer o
perfeccionar la educación. Cuando esto y los hábitos de orden han dado sus frutos y
desde que los cuadros inferiores son capaces de proceder en la forma arriba indicada,
es necesario emancipar, hacer un llamamiento a la inteligencia, a la buena voluntad
ya la iniciativa abnegada de todos, para que sean capaces da cumplir sus deberes
flor sí mismos, bajo la impulsión directora del Jefe.
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El Jefe debe educar a sus subordinados lo más posible y mandar
imperativamente lo menos que pueda para crear la iniciativa inteligente y abnegada, no
fijando a cada uno sino el objetivo, el objetivo que se va a alcanzar y su misión en el
conjunto para que el inferior elija los medios de ejecución, y no ordenando sino lo que
sus subordinados no puedan ordenar de por si.
El Jefe debe inspeccionar, principalmente, los resultados no adquiridos
acerca de la preparación para la guerra y no los medios sino los resultados. Tiene
también que evitar pérdidas de tiempo en obtener uniformidades y sincronismos de
puro efecto exterior e inútiles en la guerra, pues estos no constituyen sino
apariencias vanas y engañadoras de la disciplina.
Por otra parte, el Jefe debe recordar siempre que siendo la solidaridad uno de
los elementos esenciales del valor militar de las tropas, puede obtener los mejores
resultados respetando la solidaridad de las unidades orgánicas, porque
conociéndose entre sí todos sus elementos integrantes, se prestaran una colaboración
más activa, intima y precisa porque, desde el punto de vista de la mayor eficiencia
moral hay que dejar siempre a las unidades en manos de los Jefes jerárquicos que las
conocen y saben conducirlos mejor. Sin hacer llamamientos al temor ya los
castigos cuyo empleo, siendo a veces necesario, siempre acarrea inconvenientes. Así
mismo, el Jefe debe dar sus órdenes por la vía jerárquica tanto como sea posible;
De este modo se evitan las órdenes contradictorias, seda prueba de cohesión y orden
en el mando, se afirma la confianza de los soldados en sus cuadros y no se ve
anulada ninguna autoridad intermediaria, cargando cada cual con su parte de
responsabilidad.
El procedimiento de mando por el temor, inspirado por el Jefe al
subordinado es ilógico y solo es aceptable por individuos absolutamente ignorantes. Y
si se trata del Jefe, este necesita comprender y hacer comprender a sus inferiores que
el deber militar es una colaboración, que la obediencia tiene que ser espontánea y
que obedecer y mandar es siempre hacer la tarea común bajo la inspiración del deber
también común. La disciplina debe ejercitarse, no como una sumisión, sino come una
orgullo so obediencia.
Lejos de ser amenazadora, la autoridad del jefe debe convertirse en un poder
bienhechor, absolutamente necesario a los subalternos sobre quienes la ejerce y cuyas
fuerzas multiplica agrupándolos en un solo haz, Particularmente en el combate los
inferiores desean sentir la acción alentadora del Jefe, porque ellos so sienten
pequeños y débiles cuando no pueden contar sino con sus propias fuerzas. Es
entonces cuando se pone en evidencia la colaboración mutua entre el Jefe y el
subalterno, puesto que ambos representan una misma fuerza aplicada a una misma
obra y a un mismo deber.
35
adversidad y la derrota.
El Jefe que quiere preparar e su tropa para que llegue basta el asalto bajo el
fuego enemigo, no necesita domesticar a sus hombres sino educarlos en la noble y
digna disciplina del deber. Para que el soldado moderno acepte libremente la
necesidad de hacer los más penosos sacrificios, es necesario que el derecho que tiene
el Jefa pera exigir obediencia se apoye sobre una fuerza reconocida y consentida por
todos: y esa fuerza no es otra que el sentimiento del deber. La sumisión por el temor no
da sino la apariencia exterior de la verdadera disciplina.
Es conveniente que todos los subordinados sepan que el Jefe tiene en sus
manos los medios de imponer la obediencia, pero esto no quiere decir que esa sea su
manera normal de proceder: al contrario, la experiencia enseña que la intimidación
perenne no da sino unidades indisciplinadas. La subordinación es un deber de hombre
libre y no una esclavitud; hay que practicarla dignamente corno obligación lealmente
aceptada, sin humillación, sin dudas, sin temor. Bajo este aspecto debe ser exigida por
el Jefe y no como una imposición personal pues los inferiores no están a su servicio
sino en el servicio de la patria. El mando y la obediencia son impersonales y dura
lo que la función o el cargo desempeñados, sino que continúan a través de la
autoridad ejercida por los nuevamente designados a ejercer el comando. La autoridad
del Jefe y la obediencia del subalterno son, dos aspectos del deber común, que
como su nombre la indica, obliga tanto al Jefe corno al último soldado.
36
reproches, la responsabilidad y la represión. Al proceder un Jefe de éste modo mina
la autoridad de sus inferiores cerca de la tropa; y como estos son a la vez los más
actives gestores de la función de mando, socava así su propia autoridad. Por otra
parte, los subordinados que se vean en tal situación pueden llegar a pensar que
constituyen una categoría de desheredados, no considerando ya la disciplina como
un deber común, sino como una carga que los grandes echan sobre sus hombros.
37
de las sanciones de la disciplina represiva.
En rigor, la represión es un recurso extremo, una acción da importancia para
la autoridad del Jefe sobre ciertos temperamentos refractarios. No constituye, pues, un
medio de educación ni de comando. Se impone si, ante una falta grave que implica una
resistencia directa y voluntaria a las órdenes superiores.
En estos casos graves, la represión es un acto obligatorio para el Jefe. Este
debe inculcar a sus subordinados que tiene el deber de castigar con el rigor indiscutible
de una obligación moral, a pesar del cariño que les profesa. La represión tiene el
carácter de deber impersonal que impide al superior usar del apasionamiento y al
subalterno guardar rencor al que la impone.
Cuando un Jefe tiene que apelar al empleo de procedimientos represivos, es
porque su autoridad es insuficiente, porque choca contra resistencias que debe
quebrantar violentamente. Y si esa situación se le presenta en plena paz, cuando no es
necesario imponer ningún esfuerzo extraordinario, esta claro que en campaña no podrá
obtener los duros sacrificios que impone la disciplina de guerra. Puede suceder que la
tropa luche con valor pero ese no es el resultado de la educación dada por el Jefe,
sino un reflejo de las fuerzas morales que lleva a los individuos a cumplir el deber
común.
Hasta el presente no se ha logrado idear un sistema que formo que soldados
valientes por temor al castigo, ni gentes virtuosas por miedo a los gendarmes. Si la
disciplina no educa, carece por completo de valor, pues los subalternos aprovechan
los descuidos del Jefe para hacer lo que les place. Además, quien sufre un castigo no
mejora por eso sus sentimientos; antes por el contrario, si tiene carácter, se revela
contra las violencias autoritarias y lleva su indisciplina hasta encapricharse en
desobedecer y hacer gala de una actitud, que le parece digna.
La base inconmovible de la autoridad del Jefe es su superioridad moral, no
consiste en manifestarse violento ni amenazador, sino firmemente apoyado en
principios morales indiscutibles. Si consigue que sus subordinados estén penetrados
del deber militar, que no es sino una parte del deber cívico, se impondrá siempre a
estos de manera indiscutible cuando les llame la atención sobre el deber desconocido,
pero con lenguaje calmado y sereno. Al culpable hay que convencerlo de su falta al
deber para que, humilde y vencido acepte la autoridad soberana del Jefe y los
castigos que éste le imponga, con la convicción de que ello es la consecuencia
inmediata y moralmente inevitable de su falta. De este modo la represión no es un
acto de mando sino un mero accidente que tiene lugar para colocar de nueva en el
sendero recto a los que pudieran haberse extraviado.
Hay que notar también que la represión es un deber y no una prerrogativa, y
de ninguna manera es un motivo para darse importancia y afirmar con ella el poder
personal del Jefe. Tampoco es plausible que éste se dedique a aumentar los castigos
impuestos por buenos subordinados suyos bajo el pretexto de que le parecen faltas
débiles. En principio, sólo se debe aumentar un castigo cuando el inferior ha
aplicado el máximo de sus atribuciones. Proceder de otro modo equivale tachar al
subalterno de debilidad reprensible. Mucho peor aún es levantar un castigo
impuesto por Un subordinado; y cuando ello es absolutamente necesario por razón
de justicia, el Jefe está obligado a hacer sentir a su subalterno el error que ha
cometido. El procedimiento mas ajustado a las normas disciplinarias morales, consiste
38
en hacer suspender el castigo por quien lo impuso invocando la justicia que asiste al
castigado sólo en el caso muy extraordinario de un empecinamiento ciego que impida
al que castigo ver su abuso de autoridad y percibir la injusticia, puede un Jefe
suspender de por sí una sanción, pero no por acto de autoridad, sino en resguardo de
la justicia y la disciplina de la Unidad,
39
temperamentos rebeldes o viciosos, tienen que recurrir inexorablemente a los
medios que le proporcionan la disciplina, porque si en tal caso procede con
indulgencia, daría prueba de debilidad, Pero antes de imponer al culpable el castigo
material que merece, hay que aplicarle una sanción moral.
El Jefe es el Guardián celoso e intransigente de la disciplina que, a pesar
de la evolución actual de las ideas, debe permanecer rigurosamente intacta. Todo su
arte y ciencia de mandar consiste sólo en elegir los medios más apropiados para lograr
tal fin y obtener de su tropa la voluntad de obedecer, no tolerando la voluntad de
desobedecer, La disciplina voluntaria y la represiva no se excluyen, sino que se
complementan. El Jefe que tratara en toda circunstancia de aplicar la primera sin la
segunda, o recíprocamente, desconoce en absoluto el arte de mandar.
40
CAPITULO III
41
acostumbrarlo a la victoria diaria sobre sí mismo, para que una vez logrado este fin
este en camino de vencer a su adversario. Esta tarea, por su puesto, no se resuelve
por medio da teorías; es una cuestión de vigor moral y físico.
42
de lograr la paz social, tan indispensable a la prosperidad nacional.
Es imprescindible desarrollar en tiempo de paz, los sentimientos militares; pero
es mucho más imperativo conservar la moral de la nación en tiempo de guerra,
porque en la actualidad al menor síntoma de revés, la desorganización comienza por la
retaguardia.
En los tiempos pasados podía desdeñarse lo que pasaba en el interior del
país, porque no había estrechas relaciones entre este y el Ejército de operaciones a
causa de sus pequeños efectivos y de la falta de transporte y comunicaciones.
Pero hoy es muy diferente; los grandes efectivos, la intervención de la aviación,
de la artillería, la facilidad de comunicaciones y transporte, crean lazos estrechos
entre el Ejército y la población civil. A esto hay que agregar la difusión de las
teorías antinacionalistas, para tener una idea clara de la influencia reciproca entre la
masa civil y las Fuerzas Armadas.
Otro factor de singular importancia en la preparación moral de la guerra es la
prensa; pero debe cuidarse el fondo y la forma de las noticias que se difunden y de las
apreciaciones que emite, para que aliente al pueblo y no dé lugar a depresiones y
pánico que hay que evitar a toda costa. Es cierto que no es necesario mentir ni al
pueblo ni al Ejército, pero todo hay que saberlo decir con mesura y sin truculencia. Un
pueblo patriota sopada los mayores sacrificios cuando so prepara su opinión por medio
ce una prensa comprensiva y se le convence de la necesidad de su sacrificio.
Además de la prensa, los cuadros civiles de la nación deben poner en juego
toda su influencia para avivar la cruzada patriótica emprendida. Autoridades, clero,
maestros, publicistas y en general todos aquellos que por su papel en la vida social
tengan ascendientes sobre la masa popular, deben consagrar la parte de su actividad a
solidificar, por la práctica y el ejemplo, la moral de la nación. Pero es necesario que
esa tarea sea dirigida y controlada por un organismo superior destinado a informar
al país y a cristalizar la opinión pública respecto de los problemas de la guerra,
teniendo especial cuidado de escoger acertadamente al ciudadano que ha de gobernar
ese organismo, que así se convierte en director moral de la nación y en un agente de
propaganda interna y externa que crea simpatías para la causa del país. Tal organismo
debe tener poder sobre todas las actividades públicas y actuar en perfecta comunidad
de ideas con el comando en Jefe del Ejército, única entidad capaz, desde el punto
de vista militar, de juzgar los hechos y la forma de expresarlos.
De esta manera, gracias al concurso decidido de todas las energías, la
acción de los poderes públicos y de la prensa, la moral de la nación se prepara
desde el tiempo de paz y se conserva a la hora de la crisis. El Ejército encontrará
en la moral de la nación el más poderoso estímulo y retaguardia contribuirá a dar la
parte que le corresponde para alcanzar la victoria.
43
de las influencias efectivas, místicas y colectivas que impulsan a los pueblos; pero, a
veces, esa a apreciación se desfigura por un raciocinio exagerado que impide a la
inteligencia darse cuenta de los móviles que predominan en el alma del pueblo, siendo
generalmente más fructífero el empleo de un claro sentido de previsión.
Los gobiernos disponen de poderosos y múltiples medios de información; pero
casi nunca llegan a penetrar en la verdadera intención de los pueblos vecinos;
unas veces por la mediocridad de los hombres encargados de apreciar los hechos,
otras, por dejarse llevar de ideas y sentimientos suyos no conformes con la
realidad. Estos factores negativos dan lugar a graves faltas en el gobierno de las
naciones, en lo que respecta a las posibilidades y preparación para la guerra.
Las faltas de psicología más comunes son: la ilusión pacifista, que conduce a
descuidar la preparación militar; la idea de que las guerras son de corta duración,
que conduce a la falta de preparación del pueblo para hacer esfuerzos prolongados; la
creencia de que en la guerra habrá pocas batallas de importancia, que conduce a
pesar en que las bajas serán pocas; la excesiva fe en los vecinos y aliados, que
conduce a una vana confianza en la efectividad de una ayuda casi siempre
problemática; la exageración en apreciar los defectos del enemigo, que conduce a
disminuir la exaltación de las propias facultades morales, la creencia de que el terror es
una fuerza eficaz para abatir la moral del adversario, que conduce a excitar la
resistencia que este opone; la tendencia a perseguir ideas religiosas, que conduce a
aminorar la cohesión nacional.
44
territorio enemigo, para impresionar objetivamente a la población enemiga y darle una
sensación de superioridad propia; desarrollar intensamente una lucha aérea o una
campaña submarina, para crear ambientes de inseguridad en la población enemiga,
que debiliten su energía moral; imponer el terror, casi siempre contraproducente
cuando ello tiene lugar contra un pueblo consciente y de bien afirmado patriotismo;
buscar la sorpresa, para desconcertar al enemigo; ejecutar ataques nocturnos, para
agotar las energías físicas y morales del enemigo, etc.
45
Así se ve que las dificultades de abastecimiento a enormes masas humanas
en grandes extensiones, crean en el espíritu de las tropas cierta inseguridad sobre la
forma en que serán atendidas sus necesidades de vida, de municiones y material do
diversa índole, dando lugar a temores de insuficiencia que disminuyen la
capacidad combativa, tanto en el ataque corno en la defensa; particularmente en el
primero.
La gran extensión de los frentes no permite la concentración de tropas en un
solo punto y hacer un esfuerzo decisivo en determinada dirección; las batallas se
hacen indecisas en la mayor parte de los casos. Tal indecisión produce una
disminución de la capacidad combativa de las tropas, que no ven llegar rápidamente
el fruto de sus esfuerzos y piensan que cada unidad no desempeña el papel principal
en la lucha, sino que ese papel está asignado a otra fracción, no dando por tanto el
máximo rendimiento.
El empleo intensivo de la fortificación y organización del terreno, parece
dar a las tropas una sensación de inferioridad respecto si enemigo, que se traduce
por una superestimación de las fuerzas que este pone en acción y por una
desconfianza del propio valor.
La guerra de trincheras, desde el punto de vista moral, es una serie de luchas
sicologías en las cuales la moral del combatiente, factor principal de la victoria, sufre
pruebas. Cuando los efectivos lo permiten, el sistema de relevos de los elementos
avanzados logra aminorar los efectos de la vida en las primeras líneas; pero si la
actividad y la insuficiencia son tales que la guerra asume el carácter de un contacto
permanente con la muerte, la naturaleza humana reacciona por un fatalismo
resignado, por una especie da embrutecimiento animal que, a pesar de ser un
verdadero antídoto contra el peligro, al fin acarrea una disminución en la capacidad
combativa del individuo.
Otra consecuencia funesta de la guerra de trincheras, es la oposición que
crea entre las tropas y el mando, por que la inutilidad de la maniobra lleva al hombre
a pensar que el comando es inútil y esta de más; y de otro lado, a consecuencia de
las nuevas formas del combate, el soldado adquiere la impresión de que todo el
peso de la lucha recae sobre él. Tampoco acepta sin resistencia las decisiones de un
mando que vive lejos de él una vida diferente y, que no puede por lo tanto captar las
consecuencias de sus órdenes, ni comprender la realidad de los sacrificios que pide.
En el curso de la guerra de estabilización, el hombre adquiere la costumbre
de medir la importancia de los éxitos o reveses por la extensión del terreno
conquistado o perdido, adquiriendo así el terreno una significación militar muy
particular.
La última guerra europea puso en evidencia el poco valor de las
fortificaciones permanentes, Pues bien, esta debilidad ha disminuido la
invulnerabilidad de ciertas regiones de los efectos de la guerra, y de origen a que las
poblaciones y las tropas tengan la impresión de inseguridad que da la posibilidad de
que el enemigo no pueda ser contenido en parte alguna por las moles de concreto y
acero que representan las grandes fortificaciones.
46
En tiempo de guerra, las condiciones de vida interna y externa de un país
sufren profundas modificaciones. La vida económica; la producción agrícola e
industrial, los intercambios comerciales, están sujetos a graves perturbaciones. Pero lo
más imprevisible y grave, es el cambio en la estructura moral y espiritual, pues la
guerra transforma las naciones y es el crisol en que se funde el alma nacional a las
temperaturas síquicas más elevadas,
Durante mucho tiempo se creyó que la personalidad humana tenía
características sicólogas fijas y permanentes, siempre en constante equilibrio.
Pero las últimas guerras, que todo lo han transformado, pusieron en evidencia que la
invariabilidad de la personalidad es sólo aparente y resulta únicamente de la fijeza de
condiciones habituales del medio. En cuanto éste experimenta una gran sacudida, la
personalidad humana se transforma y cambia rápidamente, así como también la
colectividad, puesto que al romperse el equilibrio de la quietud anterior, se disgregan
los diversos elementos de la vida mental y se establece un nuevo equilibrio al
combinarse los elementos previamente disgregados en nuevas formas, para adaptarse
a las nuevas condiciones de existencia; esto es, aparece una nueva personalidad.
Esta es la aplicación que tienen los fenómenos sociológicos producidos en
ciertos pueblos al estallar la guerra, dando a la aparición de energías insospechadas
o que se consideraban aletargadas, o sumiendo a las naciones en un caos
presuroso de la derrota, o dando rienda suelta a sentimientos adormecidos por el
decurso de la vida civilizada. Cada hombre encierra posibilidades variadas de carácter
que sólo las circunstancias de la guerra puedan revelar
47
insospechadas y una personalidad que sólo necesitaba un medio oportuno para
revelarse.
48
sacrifica por el bienestar de otros.
Este cambio no se produce por causas de orden racional: esa
transformación se debe a que despierta el alma de la nacionalidad, anula el alma
individual, surge la unificación general de sentimientos o ideas, rivalidades
partidistas, odios racionales, de clase, religiosos, al desencadenarse el conflicto
armado.
Esa transformación no se produce sino en momentos, pero breves, de la
existencia de un pueblo. Es entonces cuando el egoísmo colectivo puede en cierta hora
sustituir completamente al individual, por el predominio de las fuerzas atávicas que
representan el interés del pueblo. En la paz el hombree tiene una existencia
individualista; en le guerra emprende una vida colectivista.
49
completamente a causa de la intervención de toda la población, pues todos los
individuos aptos son llamados bajo las armas y se les extiende sobre inmensos teatros
de operaciones; se reduce al mínimo estrictamente indispensable los que se necesitan
para el funcionamiento del estado y de las industrias de guerra; los que no pueden ir al
frente tienen su destino en los depósitos, servicios auxiliares, fabricas, etc., Pero toda
la población sufre un cambio en el desarrollo de su vida normal. No hay familia
que no tenga uno o dos deudos en el frente, encontrándose afectada en su economía,
en sus sentimientos y hasta en su estructura.
El mundo esté gobernado hoy por conceptos colectivos que van
cristalizando poco a poco, pero que luego adquieren una gran fuerza expansiva. De ahí
la razón por la que es necesario seguir la evolución de los sentimientos populares
durante la guerra, principalmente en lo relativo a su continuación y la forma en que
debe terminar. Al respecto, cabe advertir que la realidad de las cosas vale en el
sentimiento popular menos que la idea que el pueblo se haya forjado de la situación.
Una nación en guerra es vencida cuando el sentimiento popular no cree en
la victoria; cuando ese sentimiento se muestra desconfiado en alcanzara o se
considera vencido: pero cuando un pueblo se siente con fuerzas morales,
materiales y espirituales suficiente, concluye casi siempre por imponer su voluntad
al enemigo.
El sentimiento público es susceptible de pasar por varias fases según la
duración y el desarrollo de la lucha. Casi siempre al principio de la guerra un
entusiasmo desbordante arrebata las almas; luego viene una sensación de apatía
que gana todos los espíritus, principalmente cuando no se logra pronto una victoria
notable sobre el enemigo; y por último, con el correr del tiempo, sobreviene un estado
de excesiva nerviosidad pública a manera de reacción contra la apatía anterior,
durante el cual el menor hecho da armas repercute intensamente en el alma popular,
que se encuentra presa da un fenómeno casi morboso.
Pero un pueblo consciente se muestra siempre optimista y seguro de la
victoria; se habitúa a la idea de que sus sacrificios no son estériles y trata en toda
ocasión de mostrarse firme en el éxito y en la adversidad. Y si ese pueble tiene en su
debe un fracaso que haya pasado lustros sobre su existencia es necesario que oponga
a los acontecimientos una voluntad decidida a no dejarse arrastrar nuevamente al
fracaso, que, repetido, puede ser la causa de su fin como nación. Para ello le es
preciso tener una clara noción del peligro y dirigir su mentalidad hacia la conservación
de sus destinos.
50
CAPITULO IV
A. La Obligación de Matar.
La obligación de dar muerte (y a menudo de comprobarla) provoca en la
mayor parte de los combatientes un sentimiento de culpa perjudicial para la moral. En
algunos casos puede conducir a la objeción por razones de conciencia.
B.- Restricciones.
Las numerosas restricciones impuestas al ciudadano movilizado (falta de
comodidades físicas, abstinencia sexual, separación familiar, desaparición de las
ganancias, etc.), crean un estado de tensión que deprime la moral.
51
disciplina y las convenciones militares se reducirán a lo estrictamente necesario y serán
objeto ce comentarios justificativos.
52
prensa). Implica además que ningún individuo ni ninguna minoría debe obtener
ventajas de las hostilidades (aprovechándose da la guerra) suponiendo por lo tanto la
existencia de la unidad interna (U.S.A.) y externa terna (Aliados).
4. Factores Auxiliares.
53
prestarse a una medición precisa.
Finalmente, la estructura jerárquica en que se encuentra incluido todo militar,
cualquiera sea su grado, ejerce lo mismo que la reprobación social, una acción
represiva contra las infracciones contrarias a la moral. De manera que es conveniente
hacer presente a todos la universalidad de la dependencia militar (insistiendo por
ejemplo, en el hecho de que los más altos Jefes militares obedecen al Gobierno civil,
que a su vez materializa las aspiraciones nacionales), la necesidad de la disciplina y las
posibles sanciones. Al respecto sería interesante analizar minuciosamente los
rendimientos de grupos semejantes en función de ciertas variables: número de castigos
aplicados, número de infracciones comprobadas, condiciones de comando, etc. Del
mismo modo, la medida de reprobación del grupo con respecto a una falta individual
(cuestionario) podría proporcionar no solamente una indicación suplementaria acerca
del estado moral del grupo, sino aportar al comando indicaciones precisas acerca de la
elaboración racional de tablas de castigos.
La exaltación del valor: Las consideraciones de orden ético constituyen la
base principal en la exaltación del valor, sentido del deber, solidaridad, patriotismo,
orgullo. Las razones egoístas: paga elevada, ascensos, desempeñan un papel menor.
La confianza en el material: La tripulación, los Jefes, la cohesión y la
organización jerárquica y funcional desempeñan una función determinante que es
confirmada de une manera estadísticamente significativa por los porcentajes de
aprobación recogidos.
54
CAPITULO V
DETENCION DE LOS CUADROS
C. Estado Mental.
Exige un alto grado de inteligencia general (rapidez mental y adaptabilidad ante
nuevas circunstancias).
D. Estado Caracterológico.
(Equilibrio emocional).
E. Estado Disciplinario.
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A. Competencia General.
D. Discreción y Tacto.
G. Cualidades Secundarias.
56
Aunque todo Oficial tendría que poseer ese conjunto de condiciones en diverso
grado que debe ser determinado por el comando en función de las diferentes
utilizaciones funcionales de los cuadros, al Oficial de "elite" se le exigen otras
características. Estas pertenecen más especialmente al factor humano
A. Inteligencia Social,
B. Lealtad.
La lealtad del Oficial con respecto a la finalidad buscada, a las tareas a realizar
y a los reglamentos que deben ser observados, origina una corriente de confianza
recíproca entre Jefe y Subordinado.
C. Cortesía, Buen Humor, Serenidad.
D. Imparcialidad y Objetividad.
Estas cualidades desempeñan un papel importante en el mantenimiento de
la disciplina y de la moral.
57
A. Originalidad e Iniciativa Mentales.
B. Imaginación Táctica.
C. Inteligencia Totalitaria.
D. Inteligencia Organizadora.
58
CAPITULO VI
¡LAS PERTURBACIONES DE LA GUERRA!
59
de los ciudadanos y el poder militar asume por entero la tarea de imponerse a todas las
voluntades.
El soldado, no teniendo otra preocupación que batirse, pierde el hábito del
trabajo personal diario y se acostumbra a conseguir su alimento sin el esfuerzo da su
brazo o de su cerebro.
Estas perturbaciones eran menores anteriormente, en la época en que no
tomaba parte en la guerra sino una ínfima parte de la nación; pero en la guerra
moderna asumen proporciones increíbles, y ello se hace sentir de manera más
acentuada por la dificultad que habrá después, al período de paz, para llevar los
hombres al terreno de la vida jurídica y que caracteriza el respeto a las leyes por todos
los ciudadanos. Durante la guerra, el único código del soldado es la simple voluntad del
Jefe; las leyes civiles valen poco para él. Por eso su espíritu se revela aceptar después
las disposiciones que no sean estrictamente militares.
60
guerra desde el principio intervienen un juego de posibilidades, probabilidades, suerte y
desgracia, tal como acontece en el juego de los naipes. Si en la vida general hay que
estar preparado para reconocer y enmendar los errores, esta serenidad de juicio llega
en la guerra a tener caracteres de una virtud; del acierto; máxime si se tiene en cuenta
que ella se produce por tanteos y conjeturas.
En el orden físico, todo superior esta obligado a prever las medidas que
atenúen los inconvenientes que pudieran presentarse por causas de tensiones
imprevistas, modificaciones violentas de la temperatura. Etc.; factores que se
estudian en otros cursos. Por lo que toca al orden moral, lo imprevisto es, casi
siempre la regla general porque es difícil conocer, concretamente las
disposiciones del enemigo.
Antes de comenzar la guerra, hay que formular los planes de operaciones
basándose en las informaciones que se tenga de las reuniones y movimientos que
puede intentar el enemigo, pero dichas informaciones son generalmente erróneas, y.
además el enemigo puede ocultar sus verdaderas intenciones ejecutando operaciones
que induzcan a su adversario a caer en el vacío y en la desorientación. Es en este
caso, cuando se manifiesta todo el valor intelectual y moral del comando, pues sin
abandonar la misión que reciba, tiene que introducir rápida y oportunamente en su
dispositivo los cambios accesorios para hacer frente a la nueva situación, sin ofuscarse
ni dar señas de debilidad, sino con serenidad y firmeza de intenciones.
Pero es sobre todo desde el puma de lista táctico cuando lo imprevisto se
convierte en un factor determinante. Las batallas y combates casi siempre comienzan
sin que se haya fijado anticipadamente las intenciones, fuerza y dispositivo adverso: es
poca lo que al respecto puede hacer, el Jefe más perspicaz y sólo a medida que van
desarrollándose los acontecimientos, va aclarándose la situación. Si a esto se agrega
que cualquier momento es susceptible de producir un hecho imprevisto que modifique a
veces profundamente la fisonomía de la batalla, se tendrá una visión bastante clara y
real de que la incertidumbre juega un papel preponderante en las decisiones.
La batalla es el choque de dos voluntades contrarias; de allí que sea preciso
prever anticipadamente y hasta donde se pueda las manifestaciones más diversas del
pensamiento enemigo. Y como el Jefe que dirige una acción no puede encontraras en
todas partes pare resolver todas las eventualidades, es menester que sus
subordinados estén bien penetrados de sus intensiones para conformar sus ordenes y
movimientos, y que hagan uso de un fuerte espíritu de iniciativa para oponerse a los
planes enemigos aunque se presente en la forma más sorpresiva.
Para que el militar de toda jerarquía salga triunfante en la lucha contra lo
inesperado, son indispensables dos cualidades; el valor y la inteligencia. El primero se
manifiesta por el espíritu de resolución; la segunda por la iniciativa perspicaz o golpe
de vista. Ambos alejan el temor y educan el ánimo para decisiones vigorosas. El
hombre resuelto e inteligente obra sin variaciones y con disciplina.
La inteligencia y el valor deben marchar estrechamente unidos para que den
una solución decidida y eficaz. La simple inteligencia no puede resolverse las
situaciones que presentan la guerra; para ser fructífera debe despertar en primer
termino el sentimiento del valor, para que este la sostenga, y la llave por el camino del
éxito, pues en los momentos críticos los sentimientos dominan al hombre con mayor
fuerza que las ideas.
La incertidumbre de la guerra realza el valor del espíritu resuelto. En ningún
61
arte como en el de la guerra puede decirse que lo mejor es enemigo de lo bueno, pues
cuando se presentan las ocasiones críticas más vale resolverlas con rapidez que
perder tiempo en buscar soluciones perfectas. Para obtener esa rapidez, hay que
estudiar la guerra, pero con criterio realista, ya que en ella tienen las razones del
corazón un valor más poderoso que el de todas las ideas teóricas adquiridas; además
es necesario que el corazón esté habituado a estar en perenne conexión con el
cerebro.
62
podrían acarrear consecuencias desastrosas para la nación, Para resguardar contra
tales teorías y hacerles frente a conciencia, el Oficial necesita tener ideas definidas y
racionales acerca de la importancia del factor moral.
Tratándose del combatiente, el problema en la guerra consiste para el, como
ha sucedido a través de la historia, en matar sin riesgo de propia vida. Pero por muy
valeroso que sea un hombre siempre dudara en atacar a otro que crea mejor armado,
de allí que la moral del soldado necesita la superioridad que atribuye el material con
que cuenta.
Sí se pusieran en el platillo de una balanza las fuerzas morales; patriotismo,
honor, sentimiento del deber, etc.; y en el otro las fuerzas materiales: cañones,
ametralladoras, aviones, carros de combate, gases, etc., se tendría
incontestablemente.
1. Que el valor del infante no impresiona a la artillería que lo bate desde varios
kilómetros.
2. Que el espíritu de sacrificio de una tropa, por muy valiente que esta sea, no
existe para el carro que la aplasta bajo su armazón.
3. Que el patriotismo y el sentimiento del deber se quiebra ante una alambrada
batida por fuegos de ametralladoras en flanqueamientos.
63
esencialmente psicológico, hay que estudiar la psicología de los pueblos, de los
ejércitos y del combatiente. Napoleón, al buscar la decisión de la guerra en el
aniquilamiento del enemigo y no únicamente en la maniobra, expresaba que las fuerzas
morales daban las tres cuartas partes del éxito final y que las numéricas y materiales
sólo significaban una cuarta parte.
Un Ejército no se considera vencido sino cuando el pueblo que lo respalda se
siente desfallecer. La solución del conflicto es de orden militar, pero las causas que lo
generan y lo desarrollan no son todas de ese orden.
La voluntad general y la organización de un pueblo se demuestran cuando
produce y utiliza las inmensas cantidades de medios materiales que requiere la guerra;
la magnitud de las fuerzas que ponen en acción de la medida exacta de su capacidad
de trabajo, de su espíritu de sacrificio, de su resolución de vencer. Así, la victoria
alcanzarla pertenece a la nación entera, que puede enorgullecerse de una obra en que
han participado íntegramente todos sus componentes.
La guerra moderna cobra un carácter sociológico y moral que no habían tenido
precedentes, puesto que es mayor la intervención de la colectividad. Una nación puede
contar con poderosísimos medios materiales, pero puede ser batida en una guerra por
falta de psicología de sus dirigentes o por menospreciar las fuerzas morales de su
adversario y de los neutrales.
Así, pues, la preponderancia de los elementos sicólogos y morales afirmase
cada vez más a medida que la guerra adquiere un carácter más nacional.
64
destruirlo moralmente; es decir, en hacerlo perder su voluntad de vencer. Por lo tanto,
es la ruptura de dos equilibrios morales; corresponde a quien la desea, al que sabe
sufrir un cuarto de hora más, al adversario mejor templado, al más tenaz, al que
conserva hasta el fin la moral más elevada.
La ruptura del equilibrio entre dos ejércitos enemigos se produce unas veces
porque las tropas se acobardan a pesar de la voluntad de sus Jefes, y otras, porque
éstos abandonan su resolución de luchar, ordenando la retirada cuando sus tropas aún
son capaces de vencer.
En el primer caso, las tropas, cuando se retiran no conocen sus pérdidas, ni las
del enemigo, puesto que en el campo de batalla se tienen nociones muy vagas al
respecto; nadie declara vencedor a uno de sus adversarios, ni anuncia el final del
combate dando a uno la victoria y a otro la derrota. Lo que en realidad sucede es que el
adversario que abandona la lucha reconoce en su enemigo una fuerza superior y se
cree ya vencido, sintiéndose desmoralizado y en el límite de su resistencia, sin desear
ya la victoria, porque se siente incapaz de obtenerla.
En el segundo caso, el Jefe, al abandonar la lucha, pierde la batalla porque él
la cree perdida y nada más; porque no tiene confianza en sí, ni en sus tropas; porque
su decisión de retirarse no traduce sino su estado de alma; mejor dicho, porque pesa
sobre él la sensación de una derrota que muchas veces no corresponde a la situación
del momento, pues en el campo enemigo podría sentirse otro tanto o mucho peor. Lo
que realmente pasa es que el Jefe que tiene menos confianza en su tropa, ya no tiene
la resolución de vencer y abandona a su enemigo el fruto dé sus esfuerzos y la victoria
que tuvo en sus manos. La batalla, pues no es cuestión de mayor o menor carnicería
es una lucha esencialmente moral.
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la autoridad paterna se debilitaba y así se generaban los odios de familia y las luchas
que contribuyeron las primeras guerras del pasado.
A medida que aumentaron el número de familias y la densidad de la población,
las condiciones de existencia fueron haciéndose más difíciles; esta dificultad y la
envidia de los débiles contra los fuertes que pudieron dar a los suyos más
comodidades, fueron creando conflictos y nuevas causas de guerra.
La necesidad de hacer la guerra con éxito indujo a los débiles a constituir
alianzas. Se formó la sociedad para hacer la guerra, como la familia para los fines de
reproducción.
Terminada la guerra, si estas alianzas alcanzaban la victoria y no se producían
rivalidades internas, permanecían agrupadas para conservar las ventajas que les
reportaba su reunión. Si eran derrotadas, los grupos vencidos se fundían con el
vencedor, o si no, reconocían su importancia y buscaban nuevas alianzas para
recomenzar la lucha en mejores condiciones. Así se tiene las primeras agrupaciones
sociales formadas para la guerra. En resumen, puede decirse que la formación original
de las sociedades se hizo para la guerra en su forma más simple destinada a asegurar
las necesidades de la vida: la guerra de formación social.
La constitución de agrupaciones más numerosas y el aumento de la densidad
de población, trajeron modificaciones profundas en las condiciones de la vida humana,
pues el hombre comenzó a explotar el suelo para asegurar su subsistencia. Las
primeras agrupaciones se procuraron rápidamente ventajas de existencia que les
dieron superioridad sobre sus vecinos, cuya envidia dio lugar a conflictos por la
posesión de las riquezas. Las agrupaciones formadas posteriormente trataron de
apoderarse de las ventajas de los otros sobrevino así una nueva especie de lucha: la
guerra de conquista.
Estas guerras de conquista no produjeron siempre los resultados que se
propuso el iniciador. Si la agrupación vencedora era inteligente y rica anexándose el
vencido, éste trataba muchas veces de aprovechar su derrota y de asimilarse al
vencedor para obtener mejores condiciones de existencia, resultando así que el
vencido hacía una guerra de conquista.
Este género de guerras llena la historia del mundo. Estas guerras, que
mentalidades escasas han atribuido casi siempre a la voluntad individual de los
soberanos, son más bien fenómenos sociales difíciles de determinar y dependen de
fuerzas desconocidas. Aunque iniciadas con fines de conquistas estas grandes guerras
del pasado, como las del porvenir, son empresas inconscientes en que se lanzan los
pueblos sin saber por qué, con prescindencia de los gobiernos, que casi siempre no
hacen otra cosa que seguir la corriente y aparentar que las conduce.
Ese instinto particular que lleva a las agrupaciones sociales primitivas a
agruparse cuando las circunstancias son propicias, es el mismo que guía
posteriormente a las agrupaciones más fuertes para absorber a los débiles poniendo en
acción sus fuerzas, que no reconocen otro limite que el que opone otra fuerza análoga.
Las tendencias expansionistas de las naciones son comunes a las que llevan
numerosos siglos de existencia y también a las más jóvenes. La más elocuente prueba
de esa tendencia está constituida por las empresas coloniales que, con pretexto de
civilizar razas humanas inferiores, tienen siempre la guerra como medio de lograr sus
fines, o como resultado. Es la tea de Belone transformada irónicamente en antorcha de
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la civilización.
Pero lo cierto es que, ya se trate de las guerras coloniales de pequeña
importancia, o de las grandes guerras que han procedido a la formación e
independencia de los estados, estas guerras de expansión constituyen uno de los más
poderosos factores de civilización y puede decirse que es lo que más ha hecho
progresar al universo.
En el mundo moderno no es posible que la guerra desaparezca, pues al
contrario, las causas de conflicto se multiplican a medida que aumentan los intereses
de las naciones. Además, la humanidad no se encuentra sociológicamente preparada
para resolver sus diferencias por el arbitraje pues este medio pacifista ha dado más
bien, en ocasiones, origen a guerras que pudieron no producirse.
El único arbitraje posible es el que imponga una potencia o un grupo de
potencias que amparen por la fuerza sus resoluciones; mejor dicho, es la paz que
Roma ideó en su delirio de grandeza; pero aún cuando esta poderosa nación había
impuesto su ley al mundo por medio de las armas y de una organización social
superior, sucumbió a su vez al empuje de los bárbaros, que le impusieron su fuerza
brutal de disolución. No hay en el mundo actual ninguna entidad internacional cuya
fuerza material y moral sea comparable a la del Imperio Romano. Además, no es
deseable una paz que sólo puede durar mientras se le puede imponer por la fuerza.
De modo, pues, que la existencia de las naciones está ligada a la posibilidad de
hacer la guerra con éxito; por consiguiente, hay que poner en acción todas las fuerzas
vivas del país con tal objeto, y hacer cuanto esfuerzo sea preciso para conservar la
independencia, la integridad y el decoro.
Tanto en el porvenir como en el pasado, la preparación para la guerra es
condición sine que non del derecho que tienen las naciones a vivir. El Pueblo que no
cree en este deber y que no hace uso de él, no merece la independencia de que goza y
es más seguro que la perderá tarde o temprano.
Tal es la razón por la cual el militar ha de asumir la misión capital de preparar
los contingentes y los cuadros de guerra de la nación, seguro de que la guerra llegará,
y esa convicción es una de las fuerzas morales más poderosas, quizá la más poderosa
de las nos animan al cumplimiento de nuestros deberes diarios.
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PAGINA DEJADA EN BLANCO A EX PROFESO
68
CAPITULO VII
LAS FUERZAS MORALES EN LA GUERRA
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poder de las naciones independientes. Su conocimiento, práctica o desarrollo, deben
ser elevados a la categoría de una convicción militar profundamente arraigada en la
mente y en el corazón de los Oficiales, porque es únicamente gracias a ellas que
alcanzan el influjo necesario para hacerse obedecer y seguir por la tropa en toda
circunstancia; es decir, sólo ellas le permiten mandar.
Dichas fuerzas nacen y crecen en el alma del soldado por medio del contagio
mental y del ejemplo personal, unidos al tacto y corrección del Jefe. Es así como
todos los grandes capitanes del pasado han conducido sus hombres a la victoria,
alcanzada por el concurso de las fuerzas morales de las tropas.
Para soportar las fatigas y privaciones de una campaña, para afrontar sin temor
los peligros del combate moderno, las cualidades del corazón y las fuerzas morales del
alma son tan necesarias como la habilidad maniobrera y la destreza en el empleo
de las armas. Confiando en ellas, en su energía y en su instrucción militar, el
soldado debe en toda circunstancia obedecer a los sentimientos de disciplina y de
abnegación.
Pero esas fuerzas morales tan necesarias, son opuestas al instinto de
conservación, que por el contrario lleva al hombre a evitar el peligro y a buscar su
comodidad y la satisfacción de sus necesidades. Precisamente, las fuerzas morales
deben servir para resistir a esas tendencias cuando se oponen al cumplimiento del
deber. Por supuesto, para lograrlo se requiere que el hombre se sienta impulsado por
muy poderosos móviles que hagan germinar en su espíritu la idea del sacrificio y le
permitan soportar sin debilidades, hasta el límite de sus fuerzas, las miserias y peligros
inherentes al estado de guerra, así como resistir a las múltiples influencias que tienden
a desvirtuarlo del cumplimiento de sus deberes.
Cuando las guerras eran frecuentes, la educación moral de la tropa se hacía
por sí sola, puesto que Oficiales y Soldados estaban casi siempre en campaña y
adquirían, por fuerza de los acontecimientos, la cohesión necesaria; los jóvenes
Oficiales se formaban al lado de otros, envejecidos en las campañas anteriores,
aguerridos y diestros en el oficio; los soldados se formaban al calor de las batallas y
eran valientes y disciplinados. Pero hoy no sucede tal cosa; las guerras se alejan cada
vez más; y así se impone la necesidad de aprovechar al máximo y hacer más estricto el
cumplimiento del servicio militar, y aún así, por más voluntad que se ponga, se ve que
estos recursos son insuficientes para dar a la tropa una sólida disciplina de guerra, que
sólo puede darle una sólida y fuerte educación moral integral.
Las Fuerzas Morales en el Ejército constituyen los más poderosos
factores de la victoria; vivifican el empleo de los medios materiales; inspiran todas
las decisiones de los Jefes y presiden todos los actos de la tropa.
70
dependa en gran parte de la moral de la nación. La primera es que todo país
democrático, es la nación misma la que en definitiva establece su organización militar;
y la segunda, que el Servicio Militar Obligatorio, junto con el contingente, trae al Ejército
la moral de la nación, que influye poderosamente en el valor militar.
Cuando un país goza de un largo período de paz, duerme a menudo en una
confianza engañosa y corre el riesgo de que se atrofien los sentimientos viriles, si no
se contrabalancea tan peligrosa influencia por medio de una fuerte educación moral. El
despertar de un sueño de tal naturaleza, es casi siempre amargo, pues se ve de pronto
un peligro en el que no creía. Principalmente, un país como el nuestro, lleno de
riquezas potenciales, puede estar expuesto a muy duras realidades, debiéndose
encontrar siempre en guardia contra las posibles amenazas.
Puede afirmarse que la moral del ejército mide la moral de la Nación. Si esta no
abriga seguridad y confianza en su forma física y moral, sin la que una tropa está
vencida antes de comenzar el combate, es inútil esperar que la victoria corone los
esfuerzos de sus soldados.
La movilización de masas de todo un pueblo, ofrece peligrosos in
convenientes para la moral de su Ejército. En primer término, la formación de un
gran número de nuevas unidades sin tradición, sin camaradería, es nefasta al espíritu
de cuerpo y por consiguiente a la moral del conjunto; pero el mayor peligro que hay
respecto a estas tropas de reserva, consiste en su brusco pasaje de la vida civil a la
militar.
Entre nosotros hay que prestar mucha atención a este aspecto de la moral del
pueblo sobre la de las tropas. Por razones de todos conocidas, los contingentes
anuales que pasan bajo las banderas no constituyen sino una pequeñísima parte del
número de individuos aptos para cumplir el Servicio Militar Obligatorio. De manera que
muchas unidades del Ejército, al movilizarse, tendrán un encuadramiento muy pequeño
de hombres física y moralmente preparados para la dura realidad de la guerra y
muchos cuerpos de reserva quizá serán formados por individuos sin educación moral
alguna. Por consiguiente, este es el motivo más poderoso para suplir la cantidad
numérica con la calidad moral de los hombres incorporados al Ejército, pues cada
uno de éstos tendrá que servir de modelo a muchos que sólo conocerán la vida militar
cuando se presente bruscamente la guerra.
Pero no es durante la fase victoriosa de una guerra, sino en los duros trances
de la derrota, cuando se aprecia mejor la relación que existe entre las fuerzas morales
del pueblo y del Ejército.
La derrota de un Ejército Moderno no es sino la expresión de descomposición
de un conjunto psicológico más elevado; marca el aniquilamiento de la unidad colectiva
nacional y la reanimación del individualismo. La Unidad Sicóloga Nacional, a pesar de
sus elementos culturales y racionales, se forja a base de entusiasmo, y este es difícil
de prolongar por mucho tiempo. Es durante esta crisis cuando los sentimientos
egoístas suben rápidamente al primer plano. A la diferencia general sigue muy pronto
al poder de otras influencias de orden económico, psicológico y social, que se exte-
riorizan primero por un disgusto colectivo y luego por un sentimiento de horror y de
odio.
El Materialismo, al presentar el bienestar del individuo como el único objetivo
razonable de la vida y el sacrificio en áreas de la patria como una funesta tontería, es
71
susceptible de tener profunda repercusión en la moral de un pueblo que carece de los
elementos necesarios para la vida y para continuar la lucha. Y los peligros que acarrea
tal doctrina se aumentan cuando, en una guerra de larga duración, hay que llamar
nuevos clases a las armas; así como también bajo la influencia de las ideas con que re-
tornan a las filas los que salen con permiso, las cartas y los periódicos del interior, pues
la retaguardia es más impresionable y se encuentra siempre espiritualmente más apta
para asimilar la propaganda disolvente.
Por otra parte, estos son los momentos en que la propaganda enemiga se
muestra activa, estando encaminada a fomentar por todos los medios las disensiones
políticas, exagerar la miseria económica que sufre el pueblo y a alentar la corrupción
general y los antagonismos regionales.
Hay que buscar, pues, las fuerzas morales en la elevación de los corazones y
en la fiel
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mengua de la elevación moral y de la unidad nacional que fortalece a los pueblos.
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Igual tradición de virtudes racionales trajo el conquistador tenaz y valiente en el
peligro, aunque de espíritu inquieto y egoísta. Sus huestes las paseó por todos los
campos de batalla del viejo mundo con gallardía no superada hasta hoy.
De manera que, con tan buenos y honrosos antecedentes nacionales, tenemos
un material de primera calidad para echar las bases de un espíritu nacional robusto
que, para manifestarse, sólo requiere cohesionarse por medio de la combinación de
todas las actividades y energías hoy dispersas para dar una fisonomía a la conciencia
nacional. El culto por las glorias del pasado dará a la nacionalidad venezolana una
vitalidad que resistirá cualquier embate de los acontecimientos históricos del
continente. La fe en el porvenir le dará una energía capaz de todas las audacias y de
todas las reacciones viriles que impongan los sucesos del devenir histórico.
En esta tarea evolutiva el alma nacional, que puede intensificarse al máximo
para lograr frutos apreciables en corto tiempo, toca al Oficial un papel singularísimo,
principalmente porque el 800/o de los hombres que pasan bajo banderas proviene de las
masas campesinas y es una materia prima moldeable a voluntad.
Las fuerzas morales nativas se manifiestan, hay que repetirlo, sin ninguna
intervención de la voluntad del medio en que se vive; son el producto del sedimento
histórico acumulado a través de la acción del tiempo que va enriqueciéndose con la
práctica y desarrollo de virtudes de toda especie.
74
para la guerra, a saber: El espíritu de cuerpo la camaradería, la disciplina y la
subordinación, que comprenden otras virtudes que se tratarán extensamente en su
oportunidad.
Algunas de estas fuerzas son propias y exclusivas del Arma o Cuerpo a que
pertenece el soldado: otras son comunes a todas las armas y deben tener gran
desarrollo y bastante poder para asegurar la convergencia de los esfuerzos y alcanzar
el éxito esperado.
Las primeras constituyen lo que se llama espíritu de cuerpo, amor propio
colectivo del soldado en todos los tiempos y de todas partes, que cifra su orgullo en
formar parte del arma o cuerpo a que pertenece. Esta fuerza mantenida en sus justos
límites por Jefes de tacto, produce saludable emulación, y es indispensable para
mantener un elevado nivel moral, el valor combativo y colectivo de los cuerpos que
forman el Ejército.
Pero se requiere especial tino para mantener este espíritu en un nivel que no
comprometa la solidaridad del conjunto y evitar, como ha sucedido algunas veces,
rivalidad entre los cuerpos.
Un Jefe hábil debe hacer comprender a los individuos de alguna Unidad que se
haya distinguido singularmente, que los laureles alcanzados no les corresponden
exclusivamente por haberle tocado en suerte realizar un hecho notable, sino que dichos
laureles son patrimonio común del cuerpo respectivo y del Ejército todo. Así se
conseguirá que la exageración del Espíritu de Cuerpo no sea un agente de disociación
sino un fuerte moral.
El verdadero Espíritu de Cuerpo fuerza moral poderosa y fecunda, se inculca y
desarrolla sin constituir un particularismo peligroso poniendo de manifiesto que los
hechos gloriosos realizados en el pasado y los que reserva el porvenir, a una unidad de
tropa, no son sino el resultado y el fin del esfuerzo común y que el honor del acto
glorioso pertenece al conjunto.
Tratándose de una Gran Unidad el Espíritu de Cuerpo que expresa su estado
inicial se crea haciendo conocer de todas las armas la historia de cada una, para
provocar el estímulo y la emulación noble. El Espíritu da cuerpo conduce al aumento
del sentimiento de camaradería, que es la fuerza más simple del instinto social y moral
indispensable que en el militar, cualquiera que sea su grado; debe ser tan poderosa y
natural que llegue a dominar los caracteres para convertirse en el instinto de la ayuda
recíproca único sentimiento capaz de hacer desaparecer el particularismo, la envidia y
todas las pasiones vergonzosas que en muchas ocasiones han comprometido el éxito
de la guerra cuando los han conducido a verdaderos desastres El desarrollo de esta
fuerza moral constituye el principal objeto de la disciplina y de la subordinación que en
si resume toda la educación militar
La disciplina es un elemento indispensable a toda colectividad organizada y en
lo que toca al Ejército es el conjunto cío los deberes que en todos los grados de
jerarquía deban cumplir los militares respecto de los superiores a quienes se rinde
obediencia, de los iguales a quienes se ofrenda la camaradería, de los subordinados a
quienes se debe dar el ejemplo.
La obediencia debe ser completa, pero esto no quiere decir que sea pasiva,
palabra nefasta que debería desaparecer del vocabulario militar sino esencialmente
activa; como corresponde al soldado que tiene confianza en sí y en sus jefes y que
75
debe desear de todo corazón poner su parte de energía y de inteligencia en la
ejecución de las órdenes recibidas. La disciplina debe interpretarse como una orgullosa
obediencia en el cumplimiento del deber.
Esta obediencia activa se obtiene cuando se posee el instinto de ayuda
recíproca, también designando como camaradería de combate, que constituye el
sentido que todo militar debe poseer, que indica claramente que la victoria se obtiene
por la convergencia de los esfuerzos y según las facultades de cada uno y que es una
fuerza moral que debe inculcarse a todos los elementos militares.
Debe notarse que no se trata solamente de obtener el enlace moral dentro de
un cuerpo de tropa sino entre las unidades de distintas armas que combaten lado a
lado y que es menester que cada una tenga el espíritu dispuesto a prestar ayuda al
vecino si este lo necesita en la seguridad de que éste hará lo propio en circunstancies
análogas. Aunque son principalmente los Oficiales y los clases los que toman las
medidas necesarias para dar ese apoyo reciproco, se debe tener en cuenta que, es
necesario que el sentimiento de camaradería esté completamente anclado en el
espíritu de todos, desde el General en Jefe hasta el último soldado. Sólo la
convergencia inteligente de los esfuerzos puede reducir al máximo las pérdidas de
fuerza viva y asegurar el funcionamiento armonioso del organismo militar resultante de
la disciplina y de la subordinación, sin las cuales no se concibe que pueda haber fuerza
de conjunto. El hombre es egoísta por naturaleza y aún por educación; de modo que no
es fácil que penetre en su espíritu y en su corazón ese instinto de la ayuda recíproca y
de la camaradería, que implican gran abnegación y un sacrificio.
La enseñanza de la historia facilita enormemente la tarea del educador en este
aspecto de la vida militar; hace resaltar por un lado la grandeza de los ejemplos de
ayuda recíproca que han permitido obtener en los combates grandes provechos
materiales y morales, y, por otro, las desastrosas consecuencias que han acarreado en
algunos ejércitos el no haber cultivado esta importante fuerza moral. Pero la tradición
histórica, aunque juega un papel esencial en la formación moral de un ejército, no
impresiona al individuo por el conocimiento de los hechos históricos en si, sino por el
sentimiento de continuidad que esos hechos imponen. Este sentimiento crea entidades
morales, y da al sacrificio individual un sentido noble que une el pasado con el porvenir.
El goce de las victorias alcanzadas en el pasado tra3 en convencimiento de la
invencibilidad y da al individuo la medida de su importancia por la del esfuerzo que se
le exige.
La necesidad de enlazar los esfuerzos materiales es conveniente hacerla
tangible en las maniobras; principalmente cuando actúan diferentes armas que deben
apoyarse. Es fácil mostrar entonces a la tropa, la necesidad de coordinar los esfuerzos;
sobre todo en el avance contra el enemigo.
Todo superior debe tener cuidado de sancionar las faltas de actividad en las
oportunidades en que se debe actuar, así como exaltar y recompensar al que no ha
dudado en cumplir su deber, aún con riesgo de gran peligro. Así es como se obtiene
una disciplina férrea indispensable para la guerra, que no consiste como creen algunos
espíritus miopes, en el rigor implacable para castigar las faltas en campaña, sino que
constituye el conjunto de las fuerzas morales adquiridas en la paz para templar los
caracteres y poder hacer grandes cosas a pesar de la adversidad.
Una de las fuerzas que es indispensable de la disciplina es la subordinación,
que une los diferentes escalones de la jerarquía militar, y asegura la comunicación y la
76
ejecución de las órdenes del Jefe, así como la transmisión del resultado de dichas
órdenes. Esta corriente ininterrumpida, similar a la sanguínea en el cuerpo humano, es
lo que asegura la vida del organismo militar. Al efecto debe ser establecida con el
método y la unidad de doctrina indispensables al buen funcionamiento del conjunto,
teniendo por base el respeto que el superior debe profesar a la jerarquía y a la iniciativa
de sus subordinados, y, por otra parte de éstos, la obediencia indiscutida y la
consagración absoluta a sus deberes.
Pero no basta que nuestro soldado adquiera todas y cada una de las fuerzas
morales indispensables; es menester además, que las posea en grado superior al
adversario, para tener la certidumbre de que, llegado el caso, sabrá conservar con
energía el patrimonio de la nación. Al lado de los factores morales educativos, hay
otros de orden afectivo, tales como el sentimiento de superioridad material o moral que
abriga el soldado sobre sus enemigos.
Si bien es verdad que el número ha perdido mucha de su importancia táctica,
ha conservado toda su significación sicóloga. La superioridad numérica da al individuo
un sentimiento de poder irresistible. Sus propias fuerzas parecen multiplicarse por las
del conjunto. Así, en las paradas, desfiles y otras manifestaciones militares, que son
como la vivificación del número, el soldado tiene una sensación de poder que
sobrepasa el marco de sus temores personales.
Estas fuerzas morales, superiores, unidas a una buena instrucción militar de la
masa y a la íntima convicción de la guerra en el Oficial, deben dar al país un Ejército de
valor excepcional, capaz de enfrentarse con éxito con cualquier adversario, por más
que sea superior en fuerza material.
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capacidad suficiente para adquirir tal cúmulo de conocimientos en la primera mitad de
su vida; pero tampoco debe creerse que los genios hayan entrado a la vida militar ya
completos, sino que les ha sido necesario trabajar incesantemente para aplicar con
éxito las enormes facultades mentales con que han nacido. Gracias a esas extra-
ordinarias facultades pudieron asimilar toda clase de conocimientos los grandes
capitanes, distinguiéndose de los que, aún bien dotados por la naturaleza, necesitan
toda una vida para lograr tanto. Pero esos grandes hombres han necesitado trabajar
mucho. La leyenda de los generales espontáneos o intuitivos es una mentira peligrosa,
el genio de los grandes caudillos militaras se ha formado por el trabajó incesante y
profundo.
De modo que si para esos hombres incesantes fue indispensable el trabajo,
con mayor razón para los que no tienen ni su excepcionalidad ni su deslumbradora
facultad de asimilación.
Como el trabajo debe formar su espíritu abarca casi todos los conocimientos
humanos, el Oficial necesita una elevada cultura intelectual. Al Oficial le es
indispensable una gran cultura científica, técnica y humanística que, completada en las
escuelas militares por una instrucción casi exclusivamente profesional, lo pone en
condiciones de trabajar con provecho.
Pero no hay que caer en el error de que lo que se estudie en las escuelas,
basta para formar Oficiales dignos de tal nombre; los profesores y alumnos deben
cuidarse de pensar que los cursos seguidos en estas escuelas son la quinta esencia
del arte de la guerra.
El objeto de la instrucción en los planteles militares es despertar la atención de
los alumnos, darles afición por el trabajo y deseo de penetrar en el inmenso dominio del
arte de la guerra. La enseñanza debe orientarse en el sentido de hacer conocer al
alumno las relaciones del arte de la guerra con todas las ciencias humanas; nociones
claras sobre los principios generales; mostrarle cuan extenso es el campo en que se le
hace penetrar, para que aprenda a ser modesto. Más tarde, cuando llegue a los
cuerpos, el Oficial podrá complementar la preparación escolar, por medio del trabajo
personal diario. En este trabajo, el Oficial comprobará muchas veces que algunas de
las enseñanzas recibidas son ilusorias; se dará cuenta de que nuevos factores
intervienen en el arte de la guerra, y llegará a la conclusión de que la mejor manera de
apreciar la influencia de estos factores, consiste en analizar la historia y sacar
consecuencias personales.
Este procedimiento es el único aplicable a todos los casos y el que puede dar
resultados de cierto valor; principalmente con relación a la influencia que han aportado
a la conducción de la guerra los perfeccionamientos del material moderno.
Pero no hay que exagerar la importancia de los perfeccionamientos. Eso fue lo
que sucedió con el fusil Chassepot en Francia. Se preconizó que para liberarse de los
poderosos efectos de su fuego, el infante debía ocultarse y maniobrar y con este
pretexto se trataba de evitar el choque, que es y será siempre el único medio efectivo
de vencer al enemigo.
Hoy más que nunca es indispensable el conocimiento perfecto del hombre, el
estudio de la historia y la reflexión, para que el oficial tenga bases sólidas en que
apoyar sus ideas y sacar provecho de sus trabajos. Y como el campo de sus estudios
es inmenso, el Oficial debe hacer investigaciones personales, muy interesantes pero
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arduas; es de notar que no le basta aumentar la extensión de su saber, sino que sus
subordinados aprovechen el fruto de su trabajo. El Oficial tiene que ser maestro de sí
mismo, profesor de sus subordinados, administrador y jefe de su Unidad, velar hasta en
sus menores detalles por la vida del soldado; todo esto sin consideraciones personales
ni de familia.
El trabajo y la reflexión no bastan para cumplir esa larga y penosa tarea. La
ciencia se adquiere por el estudio, pero el arte hay que practicarlo; es el resultado de la
experiencia.
En los tiempos actuales se esparcen teorías que señalan el bienestar y la
satisfacción de los apetitos como el único objeto de los humanos esfuerzos. Ahora
bien, la guerra no ha sido nunca una situación propicia al bienestar y a la satisfacción
material. El éxito sólo puede coronarlo cuando se le conduce con el mayor espíritu de
sacrificio y con el más profundo menosprecio del peligro y de la comodidad. Tales ideas
hay que inculcarlas a los clases y soldados desde tiempos de paz; y esto no es posible
al Oficial cuando él mismo posee tales cualidades como si fueran naturales. La
enseñanza hecha con convicción, los ejemplos del pasado y las consecuencias que se
deducen, preparan los espíritus para la asimilación de tales virtudes; pero sólo el
ejemplo dado en las más variadas circunstancias, es capaz de hacerlas sentir e
imponerse. Tal es la razón por la cual se exige a todos la estricta observación de los
reglamentos en los breves períodos de la vida militar semejantes a la vida de campaña.
Y hay que tratar de que esos períodos sean lo más frecuentes, porque ellos dan al Ofi-
cial oportunidad para dar a su tropa ejemplo de resistencia a la fatiga, de energía física
y moral, de ánimo frente a las privaciones o pequeñas contrariedades; en una palabra,
en todas las dificultades con que se tropieza en las marchas y maniobras en tiempos
de paz.
Así puede el Oficial entrenar su energía y resistencia con fatigas y privaciones.
Acostumbrándose a condiciones penosas de la vida, mostrándose indiferentes a las
solicitudes del confort, que son la plaga de los cuerpos de tropa en operaciones o en
maniobras.
Al Oficial entrenado le es fácil dar ejemplos de resistencia pero no pasa lo
mismo con el que no ha adquirido las costumbres de la vida en campaña desde el
comienzo de su Carrera y no las ha conservado en circunstancias de entrenamiento.
Si este tipo de Oficial no puede subordinar su servicio a ciertos hábitos de
comodidad debe revestirse de una energía particular, pero que cualquiera que sea el
resultado de sus esfuerzos, el Oficial no entrenado gastará una parte de su energía en
vencer esa tendencia y siempre se encontrará en inferioridad delante del Oficial que
tenga entrenamiento.
Hay que dar a la tropa en guarnición, todas las comodidades posibles que
permitan los recursos, para obtener derecho a exigirle sacrificios en maniobras o en
campaña.
Por muy dura que sea la vida en maniobras, no es sino un pálido reflejo de la
vida en campaña, pues no hay casi dificultades de abastecimiento, las privaciones son
raras, no hay causas de depresión ni se sienten los efectos del fuego. Principalmente
en los cuerpos montados es donde el Oficial debe ejercer mayor vigilancia en el
cumplimiento de las disposiciones reglamentarias, porque su misma organización le
procura ciertas facilidades de vida que no conocen las tropas a pie, para que éstas
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tengan la impresión de que todo marcha correctamente y se aumenta así la confianza
recíproca entre las diferentes armas, estrechando los lazos morales indispensables en
todo organismo militar.
Pero la exageración en todas estas cuestiones es tan perjudicial como el
descuido. El soldado sólo tiene que ocuparse de sus caballos, mientras que el Oficial
tiene una misión más compleja que reclama mayor esfuerzo intelectual y cierta
presencia de espíritu que únicamente se alcanza reduciendo su fatiga física conforme a
los procedimientos que señala el reglamento al tratar sobre sus prerrogativas.
Falta a su deber el Oficial que exagera su fatiga aunque sea con el fin laudable
de dar buen ejemplo, porque en el momento en que tenga que ejecutar un trabajo
propio de su categoría, podrá no tener la energía y libertad de espíritu indispensables.
Un exagerado celo en este sentido puede tener graves consecuencias para el éxito de
una operación; por tanto, el Oficial no debe agotar sus fuerzas porque puede
presentarse una situación que requiera un gran esfuerzo o una gran energía para el
bien de todos y entonces es cuando necesita la integridad de sus facultades. De ahí
que el Oficial conozca bien su resistencia a la fatiga, lo que puede hacer sin
comprometer su fuerza moral y su poder de decisión. Sólo la experiencia puede hacerlo
conocer sus fuerzas y su temperamento.
El Oficial debe usar su energía en todas las circunstancias de la vida militar;
debe trabajar incesantemente para adquirir los conocimientos indispensables al Jefe;
estar convencido de que su misión, tan grande por su saber como por su consagración,
no tiene ninguna que le sea superior en el organismo social. Sólo así alcanzará a tener
esa poderosa fuerza moral que se llama valor personal del Jefe, que junto con la
convicción de la guerra, forman la base de todas las fuerzas morales para la guerra.
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agregar el arte de manejar las fuerzas sicológicas que deben ser conocidas, suscitadas
y coordinadas con igual pericia que los medios material es.
10.- Las Fuerzas Morales de los Vecinos en Relación con las Propias.
Como las instituciones militares de una nación dependen estrechamente en su
organización política y social, es necesario estudiarlas también con detenimiento, no
sólo en lo que corresponde al propio país, sino en relación con los países vecinos,
probables aliados o adversarios.
El estudio de la historia militar permite determinar el valor relativo de las
fuerzas atávicas de los pueblos y de las fuerzas adquiridas, así como la influencia que
estas han cobrado a través del tiempo sobre el desarrollo de las primeras. Este estudio
es más útil al Oficial, tratándose de los probables adversarios.
Pero en este estudio comparativo no es conveniente sobrestimar el valor del
adversario puesto que ello no estaría de acuerdo con la realidad; pero lo que nunca
debe hacerse es menospreciarlo, porque ello envuelve peligros para el Ejército que así
lo haga, a la hora de la realidad puede sufrir la sorpresa de una profunda equivocación.
De este estudio concienzudo debe deducir también el Oficial todo lo que es
necesario trabajar en tiempo de paz para desarrollar la potencia militar de la nación y
ponerla en juego cuando sea menester, con todas las probabilidades de éxito. Hay que
dar a los clases y soldados la convicción de la guerra; inculcarles que la superioridad
numérica no es sino un pequeño factor del éxito; que las fuerzas morales tienen una
importancia capital y que contando con ella nada hay que temer.
De allí puede ver el Oficial la importancia del papel social que desempeña en la
nación, y que para cumplirla suficientemente, necesita estudiar, tener convicciones
militares y serenas reflexiones. Y cuando por virtud de sus esfuerzos el Ejército
nacional obtenga la victoria que le corresponde por las armas, puede decir con orgullo
que ha cumplido el deber militar y social que le señala su profundo amor a la patria.
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CAPITULO VIII
ESTUDIO SICOLOGICO DEL COMBATE MODERNO
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al adversario e impedir la desmoralización de sus propias tropas, vencer y
dominar los efectos del miedo o del instinto de conservación en sí mismo y en los
hombres bajo su mando, que debe arrastrar al sacrificio, adaptando sus procedimientos
a la psicología individual de sus subordinados.
Todo el estudio psicológico del combate se resume en dos conclusiones:
desmoralizar y no dejarse desmoralizar. En la práctica esto consiste en dominar y
vencer las emociones, principalmente el miedo; en conservar la calma y lucidez del
juicio, en aguzar el sentido crítico, sugiriendo a los hombres con la palabra y el ejemplo,
las virtudes del valor, sacrificio y heroísmo.
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aprovechan de cualquier pretexto para huir o esconderse si es que no los anima su
Oficial para seguir sus puestos. Hay Jefes y soldados que no sienten miedo, pero estos
son seres de muy raro temple.
Una circunstancia perfectamente comprobada es que los soldados no observan
la disciplina del fuego a las pequeñas distancias, que disparan sin apuntar sólo para
aturdirse, hacer ruido y olvidar el peligro. Particularmente se observó en la guerra ruso-
japonesa que el fuego de fusilaría, por ambas partes, disminuía en eficacia al acercarse
los adversarios a menos de 500 metros. Si los ejércitos aguerridos de las épocas
pasadas pagaron tan fuerte tributo al miedo, hay que pensar en lo que pasará con los
soldados de servicio de corta duración, con los reservistas y con los
movilizables sin instrucción ni cohesión. Para eso está precisamente el Oficial, para
hacer que la tropa domine el miedo, como lo supieron dominar sus antecesores.
El móvil que impulsa al soldado, la fuerza superior al temor a la muerte, no es
por cierto la sala de castigo, ni la prisión, no; hay una fuerza moral superior que pone
en juego los nobles resortes del corazón humano y que mantienen al hombre en su
puesto como ha mantenido a sus antepasados; es claro y profundo sentimiento de los
grandes deberes y del espíritu de sacrificio que imponen el amor a la patria.
Pero estos sentimientos tan nobles, tan necesarios, no van a inculcarse en el
combate, pues ello sería demasiado tarde y en esa hora no podrían tampoco escuchar
a sus Jefes, ni comprenderían ese lenguaje. El Oficial que no habituara a su tropa en
tiempos de paz a cumplir con sus deberes militares, cuando los preparaba para la
guerra, llegará al combate con una espada sin temple, que se quebrará al menor
esfuerzo.
No es tratando de convencer a los soldados en la víspera del combate como el
Oficial va a hacerse seguir; esto sólo lo consigue el que ha sabido captarse la
confianza de sus subordinados por la firmeza y rectitud de sus actos y el interés
demostrado por todo lo más intimo que a ellos corresponda. Es en el campo de batalla
donde el Oficial cosecha lo que ha sembrado en la paz. A medida que haya tenido
más reputación de justo, instruido, firme, valeroso, atento con sus hombres, podrá
reunir en el combate todas las voluntades para convertirlas en una sola, que es la suya.
Pero no basta todo lo anterior; es preciso que el ascendiente moral conquistado por el
Oficial se confirme, se incremente, llegue hasta el paroxismo con la actitud, el ejemplo
y las exhortaciones del momento.
El hombre en el combate está solicitado por dos fuerzas antagónicas: una
negativa, el miedo, que lo impulsa a huir y otra positiva, el sentimiento del deber y la
voluntad de vencer, que tienden a mantenerlo en su puesto. Es preciso que el Oficial
lo haga actuar para que la resultante de ambas fuerzas sea positiva. El hombre en el
combate está en equilibrio psicológico inestable; el más ligero soplo puede empujarlo
en un sentido o en otro.
Si se examinan dos tropas valerosas que van al abordaje, ambas con voluntad
de vencer, se observa que no llegan siempre al combate cuerpo a cuerpo. En la
mayoría de los casos uno cede el terreno, porque ha sido dominada por el miedo, ya
sea por las pérdidas sufridas o por diversas causas. Y si la energía de los combatientes
produce la refriega, esta no dura mucho, porque uno de los adversarios no tardará en
abandonar la lucha, quizá en el mismo momento en que el otro pensaba proceder de
igual manera.
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El Oficial debe educar a su tropa en el sentido de fortalecer la voluntad de
vencer; haciendo que esta penetre en el alma del soldado, persuadiéndole de que si
avanza siempre el enemigo huirá, de que sólo con el esfuerzo continuo se alcanza la
victoria, y de que es la mejor y más cierta manera de estar seguro, porque no hay peor
peligro que el de huir.
Tampoco debe olvidarse que el éxito o el fracaso depende en gran parte de las
ideas preconcebidas al emprender una operación. A los ojos del soldado, la ofensiva es
precursora de la victoria; al contrario, la defensiva da la idea de que se renuncia al
avance porque deja al adversario la iniciativa del ataque y parece que sólo se combate
para evitar la derrota.
Por consiguiente, es importante actuar siempre ofensivamente cuando otras
consideraciones no se oponen a ello de manera absoluta. Rara vez fallan los
movimientos ofensivos sobre los flancos y la retaguardia de los asaltantes, y
repercuten gravemente sobre la moral de éstos aunque sólo se ejecuten con efectivos
restringidos. De aquí que sea necesario, precaver a las propias tropas contra los
efectos de tales movimientos, haciendo las previsiones del caso por el estudio de las
posibilidades del enemigo y de las formas en que se burlarán sus planes.
Cuando se actúa con tropas que ya han sido batidas o tengan poca
consistencia moral por su reciente formación una de las más eficaces maneras de
levantar sus fuerzas morales consiste en empeñar pequeñas acciones parciales para
cada vez se presentan ocasiones favorables, pues así, aunque no se logren éxitos
apreciables, se obtiene la confianza de esas tropas en su propio valor y se les
convence de que el enemigo no es temible.
El soldado nacional de centros urbanos es impresionable, está dotado de
iniciativa e inteligencia, y bien conducido es capaz de hechos heroicos señalados; el
campesino es incansable, flemático y sereno en el peligro, necesitando también ser
conducido por cuadros valerosos y animados del profundo sentimiento de la victoria. En
ambos casos se ve, pues, que la acción de los oficiales es de todo punto necesaria
para la conducción de sus hombres, exigiendo de aquellos un perfeccionamiento cons-
tante y una reserva inagotable de fuerzas morales para la guerra.
1.-Amor a la Patria,
2.-Espíritu de Disciplina,
4.-Camaradería de Combate.
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obligación de despertar, desarrollar y fortificar en las tropas, es preciso agregar las
cualidades raciales propias de nuestros soldados y las virtudes que es necesario
conservar y desarrollar: ardor guerrero, amor propio, adhesión a la persona del Jefe.
El ardor guerrero es una cualidad que, impele a batirse y aplastar al enemigo
sin contemplación alguna. Bajo la influencia de este ardor, el combatiente se
transforma en un ser sobrenatural que no mide el peligro ni concibe la fatiga. En el
combate moderno no ha disminuido la importancia de este factor como algunos lo han
pensado, sino que, antes bien, ha conservado toda su importancia.
El amor propio es una cualidad muy explotable en un medio como el nuestro,
principalmente en el hombre urbano, de temperamento impresionable y con poca
propensión a la solidaridad, pues lo caracteriza el deseo de distinguirse o el temor de
que se le tenga de menos, y no la voluntad serena y reflexiva de ayudar a sus
camaradas. Por consiguiente, es ilógico no aprovecharse de este sentimiento,
opacándolo con restricciones necesarias o con palabras injuriosas, o maltratos en la fila
o el combate. El Jefe debe lograr la adhesión de su tropa brindando a éste su confianza
integral, pues así se duplica el valor del soldado y, se consigue que ponga su voluntad
y su vida al servicio de la voluntad del que manda.
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en las filas el pensamiento colectivo contenido hasta ahí, produciéndose el
englobamiento de las personalidades individuales en la masa, con las debilidades o
desfallecimientos.
Durante el combate con la Infantería enemiga se observa primero una
sensación de alivio, pues la acción muscular modifica y atenúa el efecto de la emoción.
Los individuos, la atmósfera mental del grupo, la influencia del Jefe, los sentidos
cobran una sensibilidad muy pronunciada; el movimiento crea la embriaguez de la
acción; el ruido y la música aumentan la exaltación, así como los cantos marciales
y el sonido del clarín.
Terminado el combate, se produce una fase de gran depresión, así como
una brusca agitación de las reservas morales. Después del asalto, cuando llega el
período de la organización en las líneas conquistadas, comienza el momento
psicológico más difícil, pues ésta es la hora en que el hombre, repentinamente, repara
en su vida y cobra nuevo amor a la existencia.
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en el terreno ni disparando su arma individual, debiendo conservar en el campo de
batalla la sangre fría. Por consiguiente, en la artillería hay que desarrollar
particularmente el sentimiento de la solidaridad, explicando con minuciosidad a los
soldados que, sin un apuntador, un graduador o cualquiera otro sirviente de la pieza
cumple mal su trabajo, compromete no sólo a toda la batería, sino que expone la vida
de los camaradas del arma de infantería que tienen adelante, cuando su deber es, por
el contrario, apoyar a éstos.
En todas las guerras modernas se ha comprobado, felizmente, que los artilleros
han dado alrededor de sus piezas ejemplos no comunes de serenidad, calma y de
solidez en el fuego, aún perteneciendo a unidades recién formadas con reclutas. Esta
propiedad moral se ha aprovechado para dar singularidad a la naturaleza del arma, a
su organización y a su manera de combatir.
La artillería se compone de máquinas manejadas por hombres; cada cañón
constituye un verdadero taller que no funciona sino gracias a la coordinación de
esfuerzos de los sirvientes, cosa que estos saben. El artillero no concibe al soldado
aislado. En artillería no se cuentan los elementos combatientes por hombres como en
las otras armas- sino por piezas. Además el Jefe de la unidad y su compañero de
armas ejercen sobre el artillero un constante control sobre sus actos y esto lo hace
conducirse de mejor manera.
No pasa lo mismo con los infantes. Cada uno de sus actos, hasta el menor, es
la resultante de un triunfo de la voluntad sobre el instinto, de una lucha entre el
espíritu y la materia. El infante es por excelencia el combatiente de la proeza
individual, a cada instante renovada y perdida siempre en el anónimo. El infante es la
multitud que vive, sufre, desfallece, enloquece, se rehace, combate y muere en la
forma más gloriosa, pero anónima e ingrata.
Al comienzo del combate, la infantería está compuesta por unidades
normalmente constituidas; pero muy luego estas se desintegran y entremezclan, no
quedando sino elementos confusos y dislocados. Los Oficiales y la tropa no ven más
que a sus vecinos más inmediatos.
Los grupos de combate pierden su regularidad, dependiendo su valor del
hombre que, con grado o sin el, haya sabido hacerse seguir y obedecer. Sólo queda
entonces en pie, con el fin de mantener la resistencia o impulsar el avance, la voluntad
personal de cada combatiente para cumplir por entero su deber e ir en pos de la
victoria. Los progresos de la infantería dependen del vigor, de la iniciativa y del
corazón de los cuadros subalternos, pues el medio de acción que no ha cambiado
en la infantería y que es el más poderoso, es el corazón del hombre.
Respecto de los ingenieros, puede decirse que ningún soldado de otra arma
tiene que desplegar mayor valentía en el campo de batalla. Tiene que ejecutar bajo el
fuego enemigo sin responderlo, terraplenes, vías de comunicación, movimientos de
tierra y puentes; tiene que aisladamente ejecutar destrucciones, hacer saltar puentes y
cortar alambradas; en la guerra de minas tiene que exponerse a ser aplastado en las
galerías subterráneas. Todo esto requiere alma templada, espíritu de sacrificio y
heroísmo nunca bien apreciado por el comando ni por las otras armas, puesto que, el
trabajo del ingeniero no sólo es glorioso, sino útil.
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Durante la última guerra europea, el combate se hizo más penoso aún que las
anteriores, a causa de:
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su influencia quedan como embrutecidos, alucinados: no ven al enemigo donde
realmente se encuentra sino donde ellos lo suponen: fusilan o cañonean a sus mismas
tropas; huyen hasta delante de una sombra acogen y esparcen las noticias más
inverosímiles, se dejan sugestionar por las más perniciosas apariencias. Mientras el
miedo no llega al paroxismo, los hombres obedecen pasivamente a sus superiores;
pero cuando sube de punto, ya no reconocen a sus Jefes ni a sus compañeros, no
comprenden ni las órdenes más simples, y, si obedecen, es por un reflejo del
subconsciente, pero sin poner nada de su voluntad. El miedo vuelve a los hombres
como locos, los hace correr en todo sentido, matan o hieren a amigos o enemigos: a
veces no pueden moverse de su sitio tienen los miembros temblorosos y se dejan
matar sin defenderse siquiera. Estos fenómenos síquicos van acompañados con
frecuencia de vómitos, diarreas, incontinencia de orina, brote de espuma por la boca,
etc.
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provocados automáticamente por los grupos de adelante y por los toques de clarines
y redobles de tambores, signos usuales que provocan una asociación directa gracias al
hábito, entre dichas voces y señales y los movimientos correspondientes.
Como se verá después, la multitud difiere de la tropa en que ésta es
disciplinada y jerarquizada: pero ambas tienen una característica común; el contagio
mental, que hace propagar las emociones con asombrosa rapidez. La moral de una
tropa es función de la de su Jefe, y si ésta se ve levantada o quebrantada, el contagio
mental no tarda en propagarse. El contagio mental es casi siempre favorable para la
transmisión de la audacia y de la sangre fría; a su influencia se excitan la conciencia
individual, los sentimientos de honor y emulación, a los cuales es enormemente
sensible el hombre educado en el culto a la Patria, y el Deber.
Ese contagio es más rápido a medida que la tropa esté abatida por la
fatiga, por el hambre, por un fracaso anterior o por la tensión de un peligro común. Al
encontrarse en tal estado, la tropa adquiere todas las características de la multitud,
ser colectivo impresionable, de equilibrio mental y rol inestable, para el cual la imitación
es un gesto tan natural como para toda persona cuya facultad de raciocinio es
habitualmente escasa, se encuentra bajo la influencia de una causa exterior
inferiorizante. Tal es el momento en que la tropa se encuentra propicia a sufrir los efec-
tos de tal pánico.
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el calor, los arenales, las subidas, las bajadas, las selvas, etc., haciendo ejecutar las
órdenes que impongan a él y a sus hombres aunque sea por breve tiempo, una fatiga o
un esfuerzo superiores a los ordinarios, provocando sobre todo entusiasmo, silencio y
calma en estos momentos. El Oficial debe tener siempre presente que no basta su
valentía personal para guiar el combate, sino que también precisa tener calma y sangre
fría para sí para comunicarle a todos y cada uno de sus subordinados, cuyos ojos
estarán fijos en él atisbando sus menores movimientos para levantarse a la gloria o
hundirse en la vergüenza.
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y quitarle las que este lleva, abandonando la línea de fuego con las esperanzas de no
regresar a ella, provocándose una ampolla en el pie para que no se le obligue a
marchar; hiriendo a su caballo para que este quede indisponible, produciéndose una
herida a sí mismo para que lo envíen a la ambulancia.
El miedo y la cobardía son diferentes; se puede tener miedo y ser
valiente. La educación moral del combatiente, en tiempo de paz, debe tender a crear y
desarrollar en el soldado costumbres y sentimientos que le faciliten la resistencia al
miedo. Esta tarea es difícil y delicada, en la que los Oficiales reflexionan poco, teniendo
muchos la creencia equivocada de que no debe hablarse del miedo porque es un
sentimiento vergonzoso. La exaltación y la depresión de la moral en el campo de
batalla son susceptibles de afectar a todos los escalones de la jerarquía, y tiene sus
momentos culminantes. La depresión se produce cuando ha sido vencida o neutra-
lizada la voluntad, síntesis de las dificultades intelectuales humanas, que se afirman
poderosamente cuando el individuo tiene salud, reposa, buena alimentación y excita
moderadamente sus sentimientos
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tal, que la llegada del enemigo no les causa ninguna impresión de temor, dejándose
matar en su sitio sin hacer movimiento alguno para defenderse.
Desde el punto de vista fisiológico, los efectos depresivos se manifiestan por
perturbaciones circulatorias, debilidad cardiaca, aumento de las pulsaciones, baja de la
presión sanguínea, enrojecimiento de la faz, y luego palidez intensa; fuertes
contracciones de las fibras musculares con opresión de la garganta, incontinencia de
orina y evacuación estomacal; las secreciones glandulares se intensifican con sudores
copiosos, aumento de la orina y disminución de la saliva, sed insaciable los músculos
de acción voluntaria se perturbarán produciendo temblores que a veces son
imperceptibles y otras, agitan pies y manos; la piel se pone carne de gallina; la pupila
se dilata; los nervios motores se paralizan produciendo actitud estática o, por el
contrario, se agitan en un deseo incontrolable de huir; y como la irrigación de las
células cerebrales se modifica por todos estos fenómenos, el hombre pierde sus
facultades intelectuales, ya no asocia las ideas y disminuye la capacidad de juzgar los
hechos y prestar atención a sus obligaciones.
Desde el punto de vista psicológico, en el combate se producen perturbaciones
importantes en las facultades espirituales del individuo, comenzando por lo referente a
la iniciativa y la invención, extendiéndose después a la voluntad. Las facultades más
resistentes al miedo son los hábitos automáticos. Estas perturbaciones se
manifiestan por: disminución o desaparición del poder inhibitorio de la voluntad del
individuo; la pérdida del control de sus actos; alteración del sentido critico; de la fa-
cultad de juzgar los hechos y las ideas; nerviosidad, excitación de la imaginación, con
tendencia a exagerar el peligro. El miedo ofrece una escala de intensidades crecientes:
Inquietud, aprensión, ansiedad, desazón, miedo, espanto, terror, etc. La persona
de temperamento nervioso e impresionable es habitualmente predispuesta a sufrir los
estímulos más diversos. Hay tendencia a centralizar el miedo por ciertos lugares,
ciertas personas o ciertos métodos de combate, y muchas veces el hombre se ve
influenciado por el miedo que lo agitó durante sus primeros años, principalmente en los
casos de neurastenia. Nadie puede estar libre de sentir los efectos del miedo, siendo lo
más particular que los seres de cierta educación y con grandes responsabilidades
llegan hasta tener miedo al miedo.
Por consiguiente, a fin de hacer frente con ventajas a los efectos sicológicos
producidos por el miedo, es necesario que la educación e instrucción militar del soldado
hagan automático el movimiento que ha de servirle en el campo de batalla para
que los ejercite maquinalmente; y que por medio de un entrenamiento incesante de la
inteligencia y de la voluntad, se habitúe a los Oficiales a tomar decisiones acertadas.
Desde el punto de vista exclusivamente militar, los efectos del miedo se dejan
traslucir de manera más manifiesta en el tiro y en el avance hacia el enemigo. En el
tiro, por causa de la dilatación de la pupila, la puntería no puede hacerse
correctamente, se actúa mal sobre el disparador, se tira por hacer ruido, por
aturdirse, casi siempre muy alto.
Esto no quiere decir, por supuesto, que deba desecharse por inútil la
instrucción de un tirador en el tiempo de paz; por el contrario, hay que llevarla al
máximo del automatismo, para que actúe reflejamente en el combate, con la misma
regularidad que en el campo de tiro, comunicándole mayor confianza en su eficacia. En
lo relativo al avance hacia el enemigo, el soldado va cobrando temor al ver caer a sus
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compañeros, heridos o muertos. De allí que la vigilancia de los Oficiales se oriente a
hacer la disciplina más firme, sobre todo con tropas que no tengan la debida pre-
paración moral.
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tienen la obligación de desarrollar en aquellos la firmeza de carácter por medio de un
adiestramiento sistemático, exigiéndoles la ejecución estricta de los deberes más
penosos y excitándoles a mejorar sus condiciones por medio de una decidida auto
educación.
El peor enemigo de tropa resolución en la guerra es el temor a la
responsabilidad, que hace que muchos hombres de intelecto superior no sean
capaces de tomar una actitud firme o una decisión pronta, como Jefes, por miedo a
perder su reputación o su posición. Este temor tiene por fuente: El arribismo, o sea la
tendencia al predominio de la ambición personal sobre el bien del servicio; la pereza; la
falta de confianza en sí originada por el poco adiestramiento intelectual, y la carencia
de hábitos de mando. Estas fallas se originan cuando el mando es excesivamente
centralizador o absorbente, y no deja a los subordinados ocasión de tomar inicia-
tivas o asumir responsabilidades. La mejor forma de remediar esta situación en los
Oficiales es inculcarles que la falta de iniciativa abnegada es un crimen contra la
Patria y el honor militar.
La esperanza en lograr el éxito perseguido es una fuerza anímica de primer
orden que no debe perder jamás el Oficial. El pesimismo y la desesperación son
factores deprimentes que mengüen el valor combativo de las tropas y hacen estériles
los sacrificios. Una imaginación pesimista hace ver negro el cuadro de la más
halagadora realidad; y, por el contrario, un espíritu optimista predispone a la audacia,
disminuye el efecto de los reveses, anula la pusilanimidad. La energía en la desgracia
es una de las formas más eficaces del valor moral, y debe anidarse siempre en el co-
razón de todo el que manda hombres que tengan que sufrir los crueles padecimientos a
que obliga la guerra moderna.
Cuando el Oficial no ha alcanzado por medio de su educación moral eliminar
sus temores y su pesimismo, la tropa obra sin conducción, pierde la confianza en el
mando y rebaja su moral a límites inconcebibles.
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individuos y a unidades al propagarse por el contagio mental y los arrastra en fuga
alocada a la manera de un rebaño.
Una tropa cualquiera puede ser presa del pánico, aún encontrándose
lejos del enemigo, si sus fuerzas morales se encuentran enervadas por la espera
de una lucha o por el constante peligro en que se hallan; es decir, cuando se
encuentran en estado de emoción latente producido por la acumulación de fuerza
nerviosa.
Una tropa puede tener miedo y no desbandarse, así como un hombre puede
tener miedo y cumplir valientemente su deber. Pero la explosión es mucho más de
meter en una colectividad que en el individuo, a causa de la mayor irritabilidad de
las fuerzas actuantes, de la multiplicación de los incidentes susceptibles de provocar el
desequilibrio psicológico, tales como ráfagas mortíferas, ataques inesperados,
noticias inquietantes, peligros casi siempre imaginarios que han corrido algunos
individuos y que se propagan rápidamente al conjunto. El pánico se produce entre las
tropas compuestas en su mayor parte de reclutas y reservistas y es más fácil de
prender en tropas inactivas que han sufrido fuertes emociones en los
acantonamientos o vivaques, en la tarde o al día siguiente del combate, cuando se
piensa estar libre de todo peligro. Las tropas empeñadas más adelante, como tienen
mayor actividad, está menos expuestos al pánico que las fracciones sometidas al fuego
y que no pueden responderlo. Las consecuencias del pánico son muy graves.
Principalmente en la noche se produce un desorden terrible; a unos disparos de fusil
suceden otros y así se propaga el fuego y aún se matan entre sí las tropas amigas
en la oscuridad.
No hay ejército que no haya sufrido pánicos. Ni las tropas victoriosas se
libran de sus efectos. Y tratándose de pequeñas unidades, compañías o batallones, el
pánico es moneda corriente en el combate. Es también frecuente en las escoltas de
convoyes, así como entre los heridos de las ambulancias y hospitales. Los hombres
que forman las escoltas de convoyes se encuentran generalmente enervados por
largas horas de espera y de tedio, los heridos se hallan agotados por sus sufrimientos
físicos y por el recuerdo de los peligros corridos.
Asimismo, los caballos y mulas juegan con frecuencia un papel im-
portante en los pánicos, pues se aturden mucho y basta que uno o dos emprendan la
fuga a todo galope, para que el resto haga un tropel que arrolla cuanto encuentra.
Las tropas colocadas en segundo escalón o en reserva están en contacto con
los grupos de cobardes que van formándose con los hombres que se desprenden a
propósito de sus unidades para no combatir. Estos Individuos, a la menor emoción,
creyéndose en inminente peligro de muerte, emprenden la fuga con vivos gritos de
dolor, arrojando sus armas y equipo, sin obedecer a los Oficiales, presas del delirio. Se
ha visto ya que el pánico es originado por peligros imaginarios y es más fácil de cundir
a medida que la imaginación de los hombres es menos vigilada por la observación, lo
que sucede frecuentemente cuando están bajo la influencia de la fatiga ocasionada
por el sufrimiento, el hambre la sed, la fiebre, el excesivo calor. Respecto a este
último elemento, se ha observado que favorece la propagación del pánico.
Las operaciones nocturnas son medio favorable para el desarrollo del
pánico, a causa de que la oscuridad no permite observar al enemigo, ni discernir sobre
el verdadero peligro que lo amenaza. Casi siempre estos pánicos nocturnos se
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traducen en matanzas entre amigos.
A fin de prevenir y limitar los efectos del pánico, es necesario dar a la tropa un
entrenamiento físico y moral superior; impedir la circulación de noticias alarmantes;
evitar las manifestaciones de cobardía; no dejar inactivas a las tropas, ni aún lejos del
enemigo; no abandonar jamás al ganado, a fin de evitar su dispersión, e imponer
disciplina estricta en todos los actos de la tropa. Desatado el pánico, los hombres
huyen inconteniblemente y no obedecen ni por sus reflejos, porque no comprenden
las órdenes que se les da; sólo pueden ser gobernables por la sugestión. Lo primero
que debe hacerse es tratar de reunir a los hombres por unidades, encuadrarlos,
ordenarles algunos movimientos de orden cerrado para despertar sus hábitos
automáticos, y luego enviarlos a sus cuerpos de origen.
En cuanto el pánico se presente en una tropa vecina, los Oficiales deben
redoblar sus esfuerzos para evitar el contagio, haciendo esfuerzos de todo orden para
aumentar la moral y la cohesión, procurando distraer su atención por medio de gran
actividad física.
Es el momento de emplear los medios persuasivos, los llamados al patriotismo
y al deber; en caso de ser insuficientes estas medidas, no debe dudarse en emplear
las amenazas aún la violencia los primeros que intenten huir. Para que una tropa
emplazada en segunda línea no se vea arrastrada por elementos que vienen presas del
pánico, es conveniente hacerla echar cuerpo a tierra, esperar que pase la avalancha
incontenible de fugitivos y luego emprender el movimiento por los medios regulares.
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fácilmente destruida o neutralizada. Pero el miedo tiene raíces muy profundas y
naturales para pensar en que puede ser reprimido. Hay que contemplar sus efectos
para atenuarlos y evitar todas sus manifestaciones externas, que, por ser sumamente
contagiosas, pueden sembrar la desmoralización.
El valor habitual, racional y constante que exige la guerra moderna, no es
un don natural al alcance de todos los hombres. Esta forma de valor, muy distinta
de la valentía impulsiva e irracional, sólo se adquiere a fuerza de avezamiento y de
entrenamiento. La prevención y disminución del estupor y el miedo se alcanzan por
un entrenamiento bien comprendido, por el conocimiento cabal de las sugestiones
poderosas que borran en el espíritu humano las reivindicaciones del instinto de
conservación, y por el hábito de dominarse a sí mismo y tomar sobre el yo un imperio
absoluto. Otra causa de disminución del valor combativo de las tropas es la larga
duración de la guerra moderna.
Cualesquiera que sean las cualidades étnicas o individuales del soldado, éste
se ve solicitado por dos tendencias: una optimista, que lo lleve a la acción, la confianza,
y a la victoria, y otra que por el contrario, mine sus fuerzas vivas, hace nacer la
desconfianza, el descontento, el desaliento y finalmente el pánico; la una engendra el
valor y el espíritu de sacrificio; la otra da origen al miedo, que a su vez provoca la
cobardía; la una asegura la victoria; la otra provoca la derrota.
20.- Factores de la Victoria - El Valor y sus Elementos.
La victoria es el ideal supremo y la principal razón de los ejércitos. Para
obtenerla es preciso hacer converger todos los esfuerzos morales, intelectuales y
materiales, obligar al enemigo a abandonar la lucha; la victoria consiste pues, en
conservar el propio valor y en destruir al adversario.
Para el Oficial, la victoria consiste en conservar su valentía personal,
mantener y exaltar la de sus subordinados, y batir la del enemigo. El hombre
considera la vida como un bien precioso, pero hay circunstancias en que obedeciendo
a impulsiones ancestrales superiores al instinto de conservación, las sacrifica
voluntariamente. La condición fundamental para tener éxito en la guerra, es la que el
soldado esté animado de esta cualidad fundamental que es el valor, que puede
definirse diciendo que es la facultad de actuar con energía moral, intelectual y física, a
pesar de la influencia depresiva del miedo, del sufrimiento y la fatiga, despreciando la
muerte en pos de un ideal. El desarrollo de este ideal condensado en un sublime amor
a la Patria, y el entrenamiento en el menosprecio a la muerte, constituyen la base de la
educación militar en los ejércitos.
Mientras que el miedo es un fenómeno natural y una manifestación del instinto
de conservación individual, el valor es por el contrario una fuerza moral que puede
adquirirse con el entrenamiento, siendo propiamente una manifestación del instinto
de conservación social. El sentimiento que da más valor al corazón del soldado es
el patriotismo; el campo donde lo desarrolla es el de batalla. El hombre se perfecciona
moralmente a medida que abandona sus sentimientos egoístas y comprende que se
debe a su familia, a su pueblo, a su patria. Y cuando llega a adquirir la convicción de
que su sacrificio es necesario para que ésta superviva, va derecho a la muerte sin
importarle nada el bienestar de la civilización ni sus intereses materiales. El valor
y la resistencia física no guardan entre sí estrecha relación. Los fornidos
matones del tiempo de paz son a menudo los más cobardes en el combate. En
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cambio, hombres de temperamento emotivo se conducen casi siempre admirablemente
frente al enemigo. También hay perezosos que son valientes en cualquier clase de
peligro.
Los elementos que intervienen en las demostraciones de valor forman un todo
complejo que ofrece los aspectos más variados y que dan origen a las diversas
clasificaciones del valor en activo, neutro, accidental y continuo.
El valor activo proviene de una fuerte tendencia a actuar en el sentido
deseado u ordenado, manifestándose bajo la forma de la voluntad de vencer, que
impulsa al hombre a marchar hacia adelante y lanzarse sobre el enemigo. El neutro
consiste en el dominio o ausencia de toda emoción depresiva, que traduciéndose
en la sangre fría, impasibilidad e intrepidez, preserva del deseo de la fuga y del
atolondramiento.
El valor accidental es más fácil tenerlo, relativamente, pues su acción sólo se
extiende a determinado período de tiempo, esto es, de duración limitada. La expresión
"estuvo valiente tal día" aclare suficientemente este concepto. El valor continuo es más
difícil de tener, y sólo es posible' cuando el hábito hace su práctica casi inconsciente.
La más bella expresión de valentía es la que permite al hombre que está en seguridad
y sin excitación previa, lanzarse a la lucha con una voluntad fríamente calculada, en
un peligro conocido y avaluado, animado únicamente por un sentimiento de patriotismo
intenso, de honor inmaculado o de profundo sentimiento del deber. La valentía
verdadera es prudente y se limita a lo preciso, sin fanfarronadas inútiles, aunque hay
casos en que es necesario dar ejemplo para arrastrar a los vacilantes.
El valor en un mismo grupo de hombres varía notablemente según los
circunstancias; sobre todo con individuos de temperamento tan influenciable como el
nuestro. A este respecto la confianza de los hombres en sus Jefes es un factor de
capital importancia. La misma tropa, en circunstancias semejantes, pueden lograr un
éxito o sufrir un revés, según la manera como está mandada. Se ha notado en el
primer período de las guerras que el valor de los hombres es brusco e impulsivo,
lanzándose aún a descubierto contra los infantes y las baterías enemigas y sufriendo
grandes perdidas en consecuencia. Con el correr de las semanas, al sufrir en propia
carne los efectos del fuego enemigo, las tropas se hacen más cautelosas,
desarrollándose en los hombres un valor más sereno y útil, abrigando el
convencimiento de que para vencer, todo es necesario menos la temeridad. El valor
así considerado tiene una forma más humilde, más interna, más oscura, pero no por
eso deja de ser menos grande ni moral. En su forma antigua el valor era más
espectacular, más arrogante. En una trinchera o en un repliegue del terreno, el
hombre valeroso no tiene hoy más testigos de sus hazañas que sus vecinos de
derecha e izquierda. Su acción es limitada; su único mérito consiste en conservar
siempre su sangre fría, el libre funcionamiento de su cerebro y de su voluntad.
El valor de una tropa está en razón directa de su encuadramiento. No son
raros los ejemplos de unidades empeñadas que, combatiendo con valentía denodada,
han flaqueado en cuanta han visto desaparecer a sus Jefes o cuando estos han dejado
de hacer sentir su autoridad. El valor se funda en los sentimientos, las creencias y
los hábitos individuales. Su parte activa está constituida por sentimientos iluminados
por creencias: Patriotismo, afecto por los Jefes y compañeros, honor individual y
colectivo, necesidad de la defensa nacional, de la subordinación, de la iniciativa y
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del espíritu de empresa. Estos factores determinan al soldado a cumplir espon-
táneamente sus deberes, no obstante los peligros y la fatiga, y a hacer el sacrificio de
su vida en pos de ideales superiores. A estos factores hay que añadir, en la fase final
del combate por lo menos, otras fuerzas síquicas activas como la cólera, y el instinto de
agresividad, o sea la manifestación ofensiva del instinto de conservación.
Las manifestaciones de valor provienen del temperamento y del carácter de
la raza, agresivo o tímido; del espíritu y hábitos de ofensiva más o menos
inculcados a las tropas, o de otros estados de conciencia como la confianza o la
inquietud, la esperanza o la desesperación. Los estados afectivos favorecen la cólera y
la agresividad. La parte neutra del valor está constituida por la resistencia a la fatiga,
la sangre fría y la impasibilidad, que son características de la raza; por el
adiestramiento que hace al hombre avezado al peligro, y por la confianza en el
porvenir.
El valor puramente físico, fuera de control, en el que no toma parte la voluntad,
es la simple negación del miedo y se conoce con el nombre de sangre tría, siendo
cuestión de temperamento. Los hombres del campo, que constituyen el núcleo más
importante de nuestras tropas, son de sangre fría, flemáticos, poco irritables y lentos en
sus reflejos; tienen pocos arranques, y arrebatos, pero mucha voluntad y desprecio al
peligro. Son capaces de un valor calmado, de impasibilidad y no son propensos a
arranques bruscos y a furia ofensiva.
La sangre fría natural o hereditaria, puede ser desarrollada por la
costumbre, que llega a embotar las sensaciones y hace que los hombres se vuelvan
indiferentes al familiarizarse con el peligro y con las incomodidades de la guerra. La
sangre fría, natural o adquirida, se refuerza por la confianza en la propia
superioridad y por el optimismo, que hace interpretar cualquier hecho como un éxito
y que no cesa de reanimar el valor. En cambio, se ve deprimida por el fatalismo o por el
pesimismo, que hace ver todo como un fracaso o una improvisación introduciendo la
desmoralización. Estos elementos activos y neutros del valor son individuales o inter-
nos y actúan sobre el individuo aislado o formando parte de una tropa; su exaltación
debe ser uno de los principales fines de la educación militar.
Pero cuando el hombre actúa como parte de una tropa se ve solicitado por
influencias exteriores que ejercen sobre él sus superiores y compañeros. El
ejemplo dado por los Jefes o por los más valientes, los estímulos mutuos, el amor a las
recompensas, las amenazas y los reflejos de obediencia automática, lo impulsan a
cumplir sus deberes con mayor abnegación. Estos factores del valor adquieren en
nuestro medio, principalmente con los hombres de las ciudades, una importancia
capital. Su temperamento excitable, su amor propio, su ambición de gloria, su
emulación, su deseo de alcanzar recompensas, deben ser aprovechados por los
superiores al máximo, por medio de un sentimiento de confianza y control, enérgico y
comprensivos a la vez desarrollado desde la paz que dé al hombre la sensación de que
en cualquier momento están sobre él los ojos de su superior, que conoce todas las
debilidades para reprimirlas y está dispuesto a la vez a premiar sus esfuerzos.
El valor colectivo, es el que demuestran las tropas en la batalla, tiene sus
orígenes en el alma nacional; un ejército que actúa movido por un ideal elevado,
con la convicción de la justicia de su causa, tiene forzosamente que ser valiente
y tenaz. El conocimiento del ideal que se defiende, infunde al militar una
102
acentuación de su valor, pues los pueblos que comprenden la causa por la cual
luchan, dan siempre los mejores soldados. Comprendiéndolo así, los grandes
capitanes de la historia han puesto siempre especial cuidado en sus problemas.
21.- El Heroísmo.
El heroísmo es una forma de valor que implica la certidumbre de la
muerte, o por lo menos, lleva al supremo sacrificio libremente consentido con muy
poca o ninguna esperanza de éxito.
Como el valor, el heroísmo no es patrimonio de ninguna raza ni categoría
social. Puede ser intermitente o eventual; pero las condiciones de la guerra moderna
exigen al hombre manifestaciones continuas de heroísmo. A la gallardía de las cargas
de otros tiempos, a pie o a caballo, se tiene hoy la vida oscura dentro de las trincheras,
oculta dentro de los matorrales o detrás de los padrones de las serranías. Presas del
cañón, llenos de barro, sedientos, aplastados física y moralmente los soldados de un
ejército moderno, tienen que luchar para vencer, con casi ninguna posibilidad de
salir con vida.
103
todas las guerras se han visto puñados de hombres aún mal armados, introducir el
pánico en las filas enemigas por medio de un movimiento de avance lleno de audacia.
Al lado de estas consideraciones de orden psicológico, hay otro factor de orden
material que afirme la idea de que el valor enemigo sólo puede ser doblegado con
el movimiento hacia adelante. Una tropa inmóvil en una posición no puede abatir con
sus fuegos una cierta extensión de terreno, lo que permite al asaltante colocarse a
voluntad dentro o fuera de esa zona batida, y tener siempre a sus hombres sujetos a
los lazos del comando, lejos de toda influencia desmoralizadora. Si el asaltante avanza,
el defensor sólo puede, en el mejor de los casos, debilitarlo y detenerlo, pues no lo
destruye ni lo desmoraliza. Por tanto, no ha alcanzado un resultado decisivo. Para
lograr este resultado decisivo será preciso que al ser detenido el atacante, el defensor
saliera de su posición y avanzará sobre aquél, forzándolo hacia la retirada, es decir, el
abandono de la defensiva.
Cuando se obtiene la retirada del enemigo se ha logrado un éxito, pero
incompleto, si aquel queda en condiciones de rehacerse un poco más atrás y con
las tropas obedeciendo a su comando, capaces de una acción nueva colectiva
coherente. El resultado decisivo sólo se logrará haciendo que la retirada enemiga se
convierta en fuga; cambiando su desaliento en desesperación, su miedo en pánico,
obligando a los débiles a romper la cohesión moral y física e introduciendo el desorden
en sus filas y el desaliento en los corazones enemigos. Urge, pues, emprender la
persecución encarnizada y violenta, hasta que no se tenga por delante sino una masa
informe de fugitivos embrutecidos por la fatiga y el temor, sordos a la voz de sus Jefes,
rindiéndose a discreción o disparando por todas partes.
Después de una acción en la que el enemigo haya sido duramente tratado,
éste necesitará un tiempo más o menos largo para rehacerse, y mucho mayor aún para
abandonar su miedo y combatir de manera eficaz. Así también se habrá adquirido el
poder necesario para imponer al adversario el ascendiente moral que facilitará el resto
de la campaña y llevará el ánimo del vencido el convencimiento de su derrota.
104
CAPITULO IX
105
2.- El Contagio Mental y la Sugestión en las Multitudes.
Desde que los hombres están reunidos, unos ejercen sobre otros cierta
influencia que tiende a unificar su manera de pensar, de actuar. Una vez que se
forma este estado de espíritu una colectividad basta la menor causa para que esta se
emocione' de manera brusca, rápida y general. Una tropa que teme ver aparecer al
enemigo por sus flancos o su retaguardia, si oye el grito angustioso de "allá viene"
lanzado por algún timorato, casi siempre injustificadamente, puede ser presa de súbito
pánico. En las colectividades, a los fenómenos de contagio hay que sumar los
fenómenos sugestivos, que sólo pueden ser resistidos por ciertos individuos de per-
sonalidad acusada, casi siempre en muy corto número, para luchar contra la corriente,
y, cuando más estos pueden intentar una diversión para llevar el pensamiento de los
otros hacia una preocupación distinta. En algunas ocasiones ha bastado una palabra
o un gesto feliz y oportuno para impedir desgracias irreparables, y muchos Oficiales, en
momentos críticos, han podido afirmar de manera más eficaz su personalidad en el
campo de batalla. Al contrario, los fenómenos sugestivos explican la desorientación
completa de algunas tropas en el combate
106
servicio de corta duración. Tal es el motivo por el cual hay que desarrollar las
cualidades morales de la juventud antes de su edad militar, tratando de inculcarles
desde su infancia un amor sin límites por la Patria, el sentimiento del deber, la noción
del sacrificio y de la abnegación, el instinto de la solidaridad. Sólo la educación
moral permite mantener al hombre frente al peligro, a pesar del instinto de
conservación. Las mejores tropas no podrían alcanzar éxitos si no estuvieran
animadas de un ardiente patriotismo.
Un gran pueblo, amenazado en su dignidad, en su libertad o en su patrimonio,
no perece sino cuando se abandona a si mismo; hace frente al peligro sin arredrarse, y
desarrolla fuerzas morales superiores a las del adversario hasta imponerle su voluntad.
No basta que la masa armada tenga un elevado espíritu militar y un claro concepto del
honor y de las armas. Hay circunstancias adversas que ponen a dura prueba la solidez
moral de los soldados no profesionales, en las cuales se renueva sin cesar la acción
deprimente de peligros y privaciones cuya duración imprevista causa en el hombre de
mediana contextura moral, cierto enervamiento que, tras un pequeño revés, puede
acarrear una derrota de proporciones insospechadas. Para mantener en alto los
corazones a pesar de las vicisitudes de la fortuna, es necesario cultivar y desarrollar al
máximo grandes virtudes que tienen su origen en el patriotismo ardiente que debe
animar el heroísmo de los soldados. Los educadores de la nación no sólo deben
desarrollar su valor moral sino también su espíritu militar.
El espíritu militar, que hace aceptar sin debilidades al dolor, la muerte
prematura, las privaciones, la disciplina inflexible y penosa, depende de una serie de
factores pero principalmente, de la educación dada al pueblo, y de la exaltación de
sus valores indiscutibles; porque, aún cuando ese espíritu exista en estado latente en el
corazón popular, es necesario cultivarlo para que no degenere y se empobrezca como
suelo abandonado. El espíritu militar basa su fuerza en los recuerdos gloriosos y en
una educación viril, así como en la estimación de que goce la profesión militar y del
lugar que ocupe el ejército en las ceremonias públicas.
Algunos literatos y filósofos han pretendido ver un antagonismo entre el
espíritu militar y el espíritu democrático; y en nombre de este sofisma preconizan la
supresión de los ejércitos, juzgando que constituyen supervivencias de un pasado del
que no debe quedar huella. Inaudito despropósito, pues el Ejército, las Fuerzas
Armadas, son precisamente, una indispensable garantía para el sostenimiento, oficio y
amparo de la Ley. Si la nación que goza de instituciones democráticas no posee en
alto grado respeto por la Ley, que es un contrato libremente consentido, y no ob-
serva una fuerte disciplina, lleva rumbo fatal a la anarquía. El Ejército es un
recurso fundamental de las leyes. El espíritu militar jamás está en oposición con el
espíritu democrático, tal como debe concebírsele.
Las tropas que además de tener confianza en sí mismas y en sus armas la
tienen también en sus Jefes, alcanzan un valor moral considerable. Los Oficiales de
toda jerarquía deben, por todos los medios a su alcance, esforzarse por inspirar '1nS
confianza absoluta a los hombres que tienen a sus órdenes. Desde luego, la
confianza se inspira por la dignidad de los que mandan; por un espíritu cultivado con
elevación; por el ejemplo, por el olvido completo de sí mismo; por la consagración
absoluta a sus hombres, a los que hay que infundirles la convicción de que uno está
con ellos en cuerpo y alma para que así juntos sirvan ambos únicamente a la patria. Ya
107
no se trata de los grandes hechos heroicos, como en el tiempo en que el
ascendiente del Jefe dependía únicamente de su valentía, hoy sólo gracias a su alto
valor moral e intelectual, el comandante de una tropa ganará el respeto, estimación,
el afecto y la confianza de las masas armadas que le están encomendadas.
El valor de los cuadros y su elección es una de las preocupaciones más
urgentes y serias del comando, el que no debe perder ocasión de darse cuenta de
las aptitudes de sus auxiliares subalternos.
No es un problema de resolver la reconstrucción de los cuadros durante
una guerra larga. Unas veces hay pronunciada falta de cuadros, principalmente
después de los combates o batallas importantes; otras hay plétora, sobre todo cuando
regresan a las filas los heridos y se encuentran con que han sido reemplazados ~ sus
puestos.
De modo, pues, que el comando necesita proceder con mucha precaución y
tino en lo que respecta a los ascensos del personal subalterno, siéndole imposible
tener en cuenta los intereses particulares.
108
9.- Influencia de los Cuadros' sobre el Valor Moral de una Tropa.
Hay una expresión bastante justa que dice: Tanto valen los cuadros tanto
vale la Tropa. Tropas mediocres pero fuertemente encuadradas, pueden tener un
valor militar superior al de unidades mejor formadas pero con cuadros débiles. El
ascendiente moral que tienen los cuadros sobre las tropas les permite exigir a éstos
esfuerzos extraordinarios. La influencia del Jefe sobre la tropa es preponderante, pues
el espíritu de las masas organizados jerárquicamente se forma con las elecciones
y los ejemplos de los hombres que las mandan. El papel de los Jefes es más
importante a medida que la colectividad funciona con mejor articulación de
conjunto, mejor organizada y comandada. Esta es la razón por la cual la tropa vale
lo que su Jefe.
A primera vista parece que no hay diferencia perceptible entre el fundamento
del prestigio del caudillo de una multitud y el Jefe de una agrupación militar. Pero hay
una diferencia capital que queda establecida al analizar la psicología de la falta de éxito
en las empresas acometidas. En este caso, la multitud es presa del espanto y del
pánico y el caudillo se ve abandonado. Este fenómeno psicológico, normal e invariable
en los casos de la multitud, es excesivamente raro y sólo se presenta con caracteres
anormales en el seno de un ejército; abandonar a un caudillo en desgracia, tal es la
regla general en la plaza pública. Abandonar a su Jefe vencido, es lo excepcional,
porque el verdadero soldado da, por el contrario, ejemplo de fidelidad en la derrota.
Otra diferencia que crea absoluta separación desde el punto de vista psicológico y
moral entre la multitud y el ejército, es la naturaleza de los sentimientos que se traduce
en el éxito o en la esperanza de alcanzarlo. La buena fortuna de un caudillo se mide
por el grado de fanatismo que inspira a la masa que arrastra. La del Jefe de tropa se
aprecia por su preparación consciente y la colaboración que pide a sus subordinados.
109
inspiración fecunda necesaria para la cooperación de los esfuerzos comunes, esto es,
para el objeto final, que es la victoria colectiva. Una multitud se constituye bruscamen-
te, bajo la presión de un acontecimiento, bajo la sugestión de un sofisma; cada uno de
sus elementos constitutivos no es sino un instrumento inconsistente, perfectamente
animalizado, susceptible de romperse en las manos de un caudillo infortunado, la
multitud no tiene tradición, pertenece a la hora que pasa, muere sin legar patrimonio. El
Ejército, por 31 contrario, nacido para los fines de la defensa de la Patria, se ha
mantenido, transfor1iiado y perfeccionado. El soldado de hoy ha conservado la valentía
de sus mayores y de los hombres de armas que le precedieron; posee además la
herencia forjada, poco a poco, por el esfuerzo nacional, trasmitida indefinidamente por
el soldado de ayer y al de hoy y bien pronto al de mañana.
El Ejército no pertenece al instante fugaz; tiene raíces profundas en el
seno del pasado y se extiende a desconocidas alturas, las ramas portadoras de
frutos que garantizan el porvenir.
110
que están cinceladas en miniatura las cualidades básicas de dicha función. En la
muchedumbre, cada cual pierde su personalidad bajo la influencia del caudillo,
fenómeno pasivo, de sugestión inconsciente; en la colectividad militar cada uno
subordina su voluntad a la del Jefe por medio de un acto de conciencia voluntaria, tal
como la disciplina, que exige las actividades más sensibles del espíritu humano. Hay
quienes sostienen la necesidad de crear para la colectividad militar una psicología
adecuada al papel que está llamada a desempeñar, haciendo que sus componentes
pierdan sus sentidos sicológicos superiores; es decir, la inteligencia y la voluntad, ya
que los individuos no conservarían así, sino funciones cerebrales reducidas. Pero esta
teoría se refuta diciendo que la disciplina no es una manifestación de pasividad sino
de actividad; que no se forma el soldado por tendencias regresivas; que ésta tarea no
es el fruto de la involución; y que no es castrando al hombre como se forma al
soldado. Este debe llevar al Ejército lo mejor de su espíritu y no puede considerársele
en el seno de este como un sometido; el se somete voluntariamente.
Es por ello que tanto los poderes públicos como los Jefes de mayor jerarquía
del Ejército, en quienes se resume la gran tarea de la conducción de la guerra, deben
prestar interés al estudio de los movimientos de la Opinión pública y de los factores
que la crean; ya sea en el frente de batalla, en la retaguardia o en el interior; al
análisis profundo de la prensa en tiempo de guerra que, bien orientada, es una
garantía para alcanzar la unidad mental necesaria y puede ser un factor de la victoria,
y, desviada, puede convertirse en un poderoso elemento derrotista; a la minuciosa y
exquisita redacción de los comunicados a la prensa referentes a las operaciones
militares, teniendo en cuenta el principio de que, si en caso de éxito hay que solidificar
y satisfacer el espíritu del público, en caso de revés no es posible ocultar la verdad
por mucho tiempo, siendo en la mayor parte de las veces preferible que las
autoridades hagan conocer a la opinión los contratiempos sufridos, aunque
excitándolos a confiar siempre en el triunfo final y a estudiar las inconveniencias que
pudieran desarrollarse detrás de las líneas enemigas.
Asimismo, hay que seguir atentamente el proceso histórico de la psicología
de las multitudes durante los grandes movimientos revolucionarios que han agitado la
humanidad, así como aprovechar los conocimientos relativos a la psicología de las
multitudes para establecer y mantener la disciplina popular en los duros trances de la
guerra. Por supuesto, la orientación dada a las multitudes conclusiones emanadas del
análisis de tan numerosos factores debe condensarse en fórmulas simples e
impresionantes que hagan efecto en el seno de todas las capas sociales. En cuanto a
la personalidad de los grandes jefes políticos o militares es preciso estudiarla aún
en tiempo de paz, investigando especialmente las causas o elementos que aumentan o
disminuyen su prestigio y el arraigo que tienen en las masas populares Asimismo, es
necesario estudiar las características sicológicas que debe reunir el Comandante en
Jefe de las Tropas, los Oficiales Superiores y los Oficiales que están en contacto
con la tropa. Todos estos conocimientos se complementan con los antecedentes
históricos de algunos caudillos típicos y la forma como estos han actuado en las
huelgas, en las rebeliones, en la comisión de delitos colectivos, y en fin, en los grandes
movimientos revolucionarios.
111
Analizadas las características sicológicas de las multitudes, hay que establecer
las diferencias que existen entre ellas. Las tropas se distinguen de aquellas en que
están organizadas, instruidas y encuadradas en que, cuando son homogéneas y
están bien mandadas, poseen disciplina, fruto de la instrucción y educación militares;
amor propio y temor.
Las multitudes tienen las ideas más contradictorias y carecen de espíritu
crítico. Sólo se apodera de ellas una idea cuando por su simplicidad se convierte en
un estado inconsciente, que al fin se transforma en sentimiento. Las ideas adquiridas
por las multitudes se generalizan con rapidez increíble, sin que nadie raciocine en lo
que contienen; generalmente se les presenta bajo la forma de imágenes expresivas
que impresionan sus sentidos. Las multitudes no tienen convicciones; acatan
ciegamente las creencias y sentimientos propagados en su seno; ya sea por cuestiones
de raza, de tradiciones, de organización social, de educación, etc. Las multitudes se
dejan llevar por ilusiones, generalmente elevadas a la categoría de hechos ciertos
por una propaganda bien hecha; y sólo abandonan dichas ilusiones cuando la realidad
se encarga de desvanecerías. Para convencer a las multitudes es necesario
conocer sus sentimientos; el raciocinio y la lógica no las impresionan jamás. Los
grandes genios que han querido imponerse a las multitudes sólo por la razón de sus
ideas, han pasado casi siempre inadvertidos. Las multitudes son susceptibles de una
alta moralidad, tomando esta palabra en el sentido de la abnegación, consagración,
sacrificio e imperio de la equidad. Actúan poderosamente bajo la influencia de los
sentimientos de gloria y honor, patria y religión, que en muchos casos moralizan a
personas que individualmente no movían su espíritu bajo tales virtudes. Pero es de
advertir que la moral de las multitudes es inconsciente, pues si en las distintas
épocas de la historia ellas hubieran razonado alguna vez, la humanidad no se habría
perfeccionado movida por las corrientes de la civilización.
112
temperamentos flemáticos.
Por la sugestionabilidad y la credulidad de que están animadas, las
multitudes orientan con gran rapidez sus sentimientos en una dirección determinada y
creen cuanto se les expresa, sin someter nada a la crítica. Las leyendas y relatos
más extravagantes se propagan en su seno con vertiginosidad. En cuanto sus
sentimientos, aceptan la primera deformación de los hechos o de las ideas, son presa
de la sugestión y el contacto mental, que les hace aceptar los milagros y las
alucinaciones que uno cualquiera les infunda.
Por la exageración y simplismo de sus sentimientos la multitud es
inaccesible a las medias tintas; su tendencia a exagerar está apoyada en la aprobación
que encuentra por todas partes por sugestión mutua. La simplicidad y la exageración
anulan la duda y la incertidumbre. La más leve suposición de antipatía se transforma
inmediatamente en odio feroz. Conociendo estas tendencias, los oradores
populares siempre afirman, repiten y exageran sus ideas, sin llegar a la
demostración. Cuando los hombres actúan como multitud, tienen la impresión de
que la fuerza moral de cada uno se multiplicaba en proporciones colosales; por
eso, cuando las multitudes se sienten fuertes, creen que todas las maneras les
asiste también el derecho, que todo les es permitido y que nada les es imposible.
Para las multitudes no existe el sentimiento de la responsabilidad; por ello
son capaces de todos los excesos y de traducir en actos los deseos más absurdos. En
cambio, la responsabilidad individual del hombre que forma parte de una sociedad
civilizada, no permite dejarse llevar por los instintos.
Por su intolerancia y fanatismo, la multitud estima que las verdades o errores
son absolutos; y, consciente de su fuerza, trata de imponer sus tendencias. Por iguales
motivos no ama ni respeta sino actos de violencia, considerando la bondad como
signo de debilidad. La multitud sube muy alto en sus sentimientos o desciende
muy bajo; pero no sucede lo mismo en el campo de la intelectualidad. Al contrario, el
espíritu militar que debe animar a un pueblo libre, no se funda en la observancia de una
fuerte disciplina pasiva que hace del hombre un instrumento sin corazón y sin alma,
sino de una disciplina activa, voluntariamente consentida y soportada por la
generalidad, gracias a la cual el soldado digno de este nombre acepta sin murmurar la
orden que recibe; por penosa que sea cumplirla, empleando todas sus fuerzas, su
energía y su inteligencia para alcanzar con la mayor perfección el objeto que se le ha
asignado.
Con el servicio militar de corta duración, es más necesario que nunca
desarrollar en la nación el espíritu militar por medio de una fuerte educación, dada
desde la infancia, porque el secreto de la victoria reside hoy, precisamente, no en la
perfección de los medios de destrucción, sino en el temple de los combatientes. La
confianza en sí no debe ser el sentimiento de entusiasmo y de irreflexión de los
ejércitos improvisados que, si puede durar, a veces, en el peligro, es susceptible de
desvanecerse rápidamente y de convertirse en un sentimiento contrario que ve por
donde quiera traición; la verdadera confianza en si es un sentimiento íntimo basado en
el conocimiento exacto de su fuerza y que no se extingue en el momento de la prueba.
Respecto a la educación militar, hay un perfecto acuerdo en reconocer que hay muy
poco de nuevo por introducir al respecto, puesto que casi toda ella consiste en
desarrollar los sentimientos que deben anidarse en el alma de los jóvenes que
113
concurren al servicio de las armas.
Es imprescindible que en el espíritu de los hombres penetren los
principios de cohesión, de solidaridad, de sumisión y de obediencia, y desarrollar
en ellos el sentimiento de la excelencia de las armas. Al respecto hay que
precaverse contra la exageración y no confundir la educación cívica con la
educación moral militar, que sólo puede ser infundida en las filas del ejército y que
sin lugar a dudas, despierta virtudes y cualidades que son tan necesarias al buen
ciudadano como al buen trabajador y al buen soldado. La fuerza moral por
excelencia que debe desarrollarse en el ejército es la voluntad de vencer;
voluntad que se afirma por la tenacidad, el encarnizamiento y la renovación
incesante de la lucha, aunque se crea que esta será desfavorable. Jamás puede
decirse que un ejército está vencido cuando conserva esta voluntad de vencer,
pudiendo afirmarse que una tropa sólo está vencida cuando cree estarlo. "Quien
no espera vencer ya está vencido".
La fuerza moral tiene una gran influencia sobre la actitud de las tropas en el
combate. El hombre habituado a las situaciones de guerra conserva su sangre fría
en el peligro y tiene un valor moral mucho más grande, puesto que sentirá dentro de sí
el sentimiento de su fuerza y de su confianza. Esta confianza da origen a la cohesión,
y se desarrolla poco a poco en los diferentes contactos de la vida en común que llevan
los soldados y en los favores que se prestan mutuamente, creando lazos de cama-
radería y de amistad que se incrementarán después en el campo de batalla. Así va
extendiéndose paulatinamente a las diferentes unidades formándose el espíritu de
cuerpo, una de las fuerzas morales de mayor importancia.
En campaña y en combate, es el espíritu de cuerpo una palanca poderosa
en manos de los Jefes que saben crearlo y sostenerlo. Su origen se remonta a la
infancia de la humanidad, al tiempo en que las familias se constituían y adoptaban para
reconocerse, al mismo tiempo que se formaba su unidad, signos y símbolos
particulares. El grito de guerra de la tribu y del regimiento, el pabellón y las insignias
que servían a las legiones para reconocerse, tienen un origen común. El espíritu de
cuerpo provoca entre las unidades una emulación tan elevada que durante todas las
guerras, han permitido una gran cantidad de actos de heroísmo colectivo.
114
realidades del campo de batalla imponen una reacción inevitable, que es más o menos
violenta según sea el valor de los cuadros y de la tropa. Pasando el primer período, el
soldado aprende; siente que no puede alcanzar el éxito sino por medio de una
combinación de esfuerzos y comienza a preocuparse, a razonar fríamente y a juzgar a
sus superiores. No se niega a arriesgar su vida, pero le es necesario para ello tener
probabilidades de triunfar o estar colocado en presencia de un superior. Esta es
también época en que se revelan los talentos y los caracteres. Es entonces también
cuando el resorte moral es potente, y a la vez se desarrolla y confirma el sentido de
la realidad, lo que autoriza al comando para ser audaz con tropas de buenas
condiciones morales. Pero, al correr del tiempo, el desgaste se acentúa; los mejores
cementos superiores y subalternos acaban por sucumbir, pues cada vez se
vuelven más atentos y desconfiados. El ejército se empobrece poco a poco y
sobre su moral pesa el recuerdo de su pasado desastre. Las operaciones sólo se
hacen posibles gracias al apoyo de medios materiales cada vez más numerosos, y a
pesar de todos los resultados son escasos. De allí que sea necesaria toda la
experiencia y toda la energía de los Jefes para poder luchar contra el desaliento que
cunde y que, si no es detenido puede comprometer los resultados de la guerra.
Durante una guerra, el estado moral de una tropa experimenta crisis tan
pronto lentas y profundas, como violentas y súbitas. Estas últimas asumen la
forma de pánicos y se deben principalmente a sorpresas o a amenazas súbitas de
peligro. Pero una misma causa puede producir efectos diferentes, tales como la fuga,
seguida de la disolución de las fuerzas, o el abandono repentino de una posición, para
rehacerse más atrás y hacer frente de nuevo al enemigo. La reacción ofrecida por una
tropa a la sorpresa depende de su grado de entrenamiento y de su experiencia en el
campo de batalla. Aunque el Jefe tiene la obligación de ponerse a cubierto de las
sorpresas, estas no pueden ser evitadas por completo y es necesario, paralelamente,
fortificar la moral de la tropa y ponerla en condicionas de reaccionar
favorablemente a las causas del pánico. Para lograr este resultado, hay que vigilar en
primer término el estado moral de la tropa, fijándose en todo los indicios y siguiendo
todas las variaciones que puedan afectarlo. Esta tarea no es fácil, y al abordarla el Jefe
debe desarrollar la instrucción militar de la tropa y mejorarla constantemente,
llegando en algunos casos hasta recomenzarla desde 5u base, cosa que no es casi
nunca del agrado de los soldados, pero sin que esto sirva al Jefe de obstáculo para sus
propósitos. Enseguida hay que proporcionar a la tropa la mayor suma posible de
comodidad en su alimentación, alojamiento, correo, vestuario, distracciones y
permisos, en la medida en que no es incompatible con las necesidades de las
operaciones y del servicio y que las circunstancias lo permitan.
Después viene el desarrollo de la camaradería, no sólo en el interior de cada
Arma, sino también entre las distintas Armas, Oficiales de Estado Mayor y las tropas; el
espíritu de justicia para distribuir las recompensas y las sanciones; el contacto personal
del Jefe y la tropa, la confianza del Jefe y el soldado, a quien siempre debe decir, sino
toda la verdad, por lo menos parte de ella, pero no engañarlo pues el hombre que se ve
engañado pierde la fe en su superior.
115
que agregar.- el del material de que dispone, pues la insuficiencia de medios
materiales en el campo de batalla no puede compensarse ni con la valentía de los
soldados no con la habilidad del Jefe, ya que no se lucha sólo con hombres. Este
es un factor que aumenta la confianza del soldado en sí mismo y en su Jefe, pues
sólo cuando se tienen medios materiales en abundancia pueden las distintas armas
desarrollar la integridad de sus medios de fuego, establecer transmisiones seguras,
numerosas y cubiertas de importancia. De modo pues, que el material tiene un valor
que no debe despreciarse jamás; cuando una tropa dispone de el en la cantidad
necesaria, estimula su valor moral.
116
CAPITULO X
117
Sólo cuando estas condiciones se cumplen, pueden dichas instituciones producir
resultados que se esperan de ellas el día del peligro, pues hay un principio militar
eternamente verdadero, que consiste en que nada se puede improvisar en la guerra, y
que, cuando llegan las horas críticas para un país, éste sólo puede cosechar el fruto de
lo que ha sembrado durante la paz. La historia no ha desmentido jamás este aforismo,
que, por otra parte, es el mejor argumento que se puede invocar en favor de la utilidad
de las instituciones militares.
118
Durante la lucha, el Ejército no tiene obligación para con el adversario; es el
único juez de su conducta y se inspira, únicamente, en su honor propio. Las
consideraciones que guarda a los seres indefensos no las tiene para congraciarse con
el enemigo, sino porque lo imponen su honor y el respeto de sí mismo. La razón de ser
del Ejército, su papel natural, su Ley, la condición esencial de su existencia, es que
debe emplear en caso necesario con la máxima energía, cualesquiera que sean los
móviles que guían a la nación al entrar a la guerra. Es decir, la función del Ejército
consiste en un deber absoluto para la nación en todos los casos. La Ley moral del
Ejército en la guerra es el honor militar colectivo que constituye el secreto de sus
fuerzas y le da confianza para hacer los esfuerzos necesarios al cumplimiento de su
función nacional. Los sentimientos que dan esta seguridad son: Consagración absoluta
a la nación, coraje y respeto de sí mismo. Estos sentimientos forman el Honor
Nacional, única Ley moral que admite el empleo de la fuerza.
119
durante la lucha, es su propio honor, es decir El Honor Nacional.
El Ejército es una colectividad orgánica, porque en el estado de masa
inorgánica no podría llenar su papel. Su organización es una estructura jerárquica en el
cual la autoridad y la función se subdividen en ramas subordinadas cada vez más
pequeñas. En esta organización vertebrada toca a la masa ejecutar el acto de fuerza.
En cada rama funciona un organismo jerárquico que debe transmitir sus propias
impulsiones a las ramas subordinadas; ya sea por acción propia y espontánea
motivada por el conocimiento que tiene de su función, o bien por la impulsión que
recibe de su superior. Es claro que, si los elementos subordinados son de escaso valor,
precisa la acción continua y persistente del superior. A la inversa, cuando los
elementos individuales conocen su función a cabalidad, esta degenera y se vuelve
importante cuando los superiores, por su continua intervención, los reduce a meros
instrumentos de transmisión.
Si el comando actúa bajo la inspiración del deber común, llena cumplidamente
su función; pero si procede movido por otra idea, su misión se perturba y falsea; en
resumen, el Ejército tiene el deber absoluto de estar listo para la guerra y no puede
negarse a cumplirlo sin traicionar a la nación. Por consiguiente, cada uno de los
elementos que lo integran tiene el deber de asegurar sus funciones en el límite de sus
atribuciones. El cumplimiento del deber según el grado de la jerarquía puede asumir la
forma de un comando o de una obediencia. Pero en ambos casos está caracterizado
por la acción personal, inmediata y espontánea de los elementos subordinados. Estos
factores son desiguales en alcance y en consecuencia, y sin embargo son idénticos en
su origen, naturaleza y dignidad. Saber obedecer y saber mandar, son indispensables
en todos los escalones de la jerarquía. La función general del Ejército se cumple
repartiéndola en misiones colectivas o individuales, proporcionadas al grado de cada
uno. El cumplimiento de la misión individual es una obligación moral que se manifiesta
bajo dos aspectos: La obligación de mandar y la obligación de obedecer. Ambas son
manifestaciones casi idénticas del deber militar.
En efecto, comandar es proceder bajo la inspiración directa de los principios,
interpretados por la voz del Jefe. La diferencia entre los dos conceptos es apenas
sensible si se considera cada uno de los actos en si; y sólo se acentúa en la aplicación
a casos concretos, en que el Jefe tiene el justificado derecho y el obligado deber de
velar porque prevalezca una interpretación personal de los principios que norman la
conducta de todos. Sin embargo, tiene que mantenerse dentro de los límites de su
función orgánica y no usurpar la de su inferior.
Para que el organismo militar funcione es indispensable cumplir la obligación
de obedecer y de mandar. Retroceder delante de un acto de mando por cuestiones de
orden personal, es tan denigrante como esquivar un acto de obediencia. La
subordinación no sólo implica obediencia, sino que establece la c9laboración entre el
superior y el inferior; esto es, la coordinación jerarquizada de los deberes particulares
en que se divide el deber común, tanto de arriba hacia abajo como inversamente. Al
Jefe y al subordinado se les llama superior o inferior porque la jerarquía es una escala
que asciende de grado en grado. Pero como la fatuidad personal es uno de los
mayores enemigos del deber militar, es necesario no olvidar que los inferiores
jerárquicos no son seres inferiores; que cada uno obedece al mandar y manda al
obedecer; que el valor profesional de un militar no se mide por la función que
desempeña, sino por la manera de cumplirla; que la obediencia en muchos casos es
120
mayor al mando, y que la obediencia, el mando, la sumisión y la autoridad, son una
misma función bajo aspectos ligeramente distintos.
121
Por supuesto, la homogeneidad y la mayor solidez de las reservas alcanzan su
máxima expresión cuando pasa bajo banderas la totalidad la población masculina,
prestando el servicio activo por el tiempo fijado por la Ley y asistiendo a los períodos de
llamamientos extraordinarios las reservas. Tal cosa no sucede entre nosotros; de
manera que, como se le ha visto, se impone así la intensificación de la educación
militar de los contingentes llamados a las filas, haciendo más preponderante la acción
de los Oficiales,
Al ser decretada la movilización, todos los hombres válidos, movilizables,
reservistas y territoriales, se convierten en soldados y abandonan su familia,
profesiones e intereses, en cumplimiento del mayor de los deberes cívicos; y al
marchar a la frontera para defender los intereses de la colectividad, tienen que pensar
forzosamente en todo lo que dejan atrás de sí. Pero en cumplimiento de tal sacrificio, el
ciudadano convertido en soldado, pone mayor empeño y abriga mayor fe en si, si
cuenta con la eficiencia moral e intelectual del cuerpo de Oficiales. De aquí nace la
Obligación que estos tienen de desarrollar su propia instrucción técnica y de alcanzar
una gran autoridad moral.
122
puede pensar que su deber se reduce a esperar y obedecer la impulsión autoritaria del
Jefe. En todos los escalones de la jerarquía, es la conciencia que tiene cada uno de los
deberes y atribuciones que le conciernen en la obra común, lo que mueve las volun-
tades y las inteligencias individuales a actuar en el sentido indicado.
Y es principalmente el cuerpo de Oficiales, el elemento constitutivo que a
manera de reservorio de fuerzas vitales o de foco de vida del Ejército, está siempre
latente en todos los puntos del organismo militar. Cada Oficial tiene la misión de
penetrar en la masa y hacerla actuar en el sentido del deber general. Del valor del
cuerpo de oficiales, de su cohesión y de su conciencia cabal del deber, depende la
fuerza vital del Ejército.
Esta fuerza vital no la crea la transmisión jerárquica de las órdenes superiores,
pues así le faltarían la necesaria inteligencia, iniciativa y consagración que deben
animar la acción militar. La solidez y la energía del comando sólo se concibe y asegura
por el desarrollo de la actividad intelectual y moral de los Oficiales, cuando se da a
estos la ocasión y los medios de ejercitar la actividad que les corresponde. Y es
justamente en el campo de batalla donde esas actividades se desenvuelven por
excelencia, pudiendo afirmarse que ellas constituyen la esencia misma del comando.
Sólo por medio de las energías locales repartidas dentro del Ejército, esto es,
de los Oficiales y clases, puede el Jefe actuar sobre unidades y hombres empeñados
en el combate, cuando, por la misma acción de los proyectiles enemigos, la tropa se
disgrega y se excita en escenas tumultuosas y los superiores caen, no siéndoles
posible hacer frente a todos los enemigos, a todos los peligros, dando órdenes en toda
dirección. Es en estos momentos críticos cuando el Oficial es el único hombre que sabe
siempre donde está el deber común y el que está en todas partes para mostrarlo a sus
subordinados.
En todas las circunstancias de la guerra, es preciso que las acciones y
reacciones del ejército se produzcan inmediatamente, en contacto con el enemigo, por
medio de la energía que hay en potencia en el momento y lugar afectados. Dicha
energía es la conciencia perfecta, clara y activa del deber militar, que es menester
ejercitar en todo tiempo para estar seguro de contar con ella en el campo de batalla.
123
compartidos por los suyos, estimando que había saldado la deuda con la nación al
terminar su servicio, pues ya no había disposición legal alguna para que se le llamara
de nuevo a filas.
En el Ejército nacional, los efectivos son siempre crecidos y no se estima jamás
exagerados, pues todos los ciudadanos válidos se convierten en soldados; para la
defensa nacional se cuenta ante todo con las reservas; la nación se ve así defendida
por sí misma; el soldado es tenido como un ser que forma parte de la sociedad
nacional, pues durante su permanencia en filas, que dura el tiempo indispensable no se
le exige el olvido de los 5uyos, ni de su profesión e intereses, considerándose antes
bien, que estos factores contribuyen a afianzarlo en el cumplimiento de sus deberes
militares, convirtiéndose así en buen soldado, sin dejar de ser ciudadano; el soldado,
lejos de ser hombre de armas exclusivamente, pasa la mayor parte de su vida dedicada
a actividades profesionales civiles; en la guerra defiende a su país por convicción,
puesto que así ve defendida la familia y sus intereses; al ser licenciado del servicio
activo vuelve a asumir su papel en la sociedad civil, pero estando aún durante largos
años a la disposición de la nación para los períodos de instrucción, o en caso de movi-
lización, pues permanece siendo soldado en receso hasta el limite de edad fijado por la
Ley.
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calificarse de ociosidad; y, si algunas ideas extrañas al buen servicio, pueden acudir a
su cerebro, ellas sólo se refieren, seguramente, recuerdo de sus seres queridos, que él
ha sabido abandonar en la casa, en la aldea o en la ciudad, para acudir al llamado de
la patria. Pero esas críticas, aún con ser perniciosas, no tienen el carácter demoledor
de la prédica antimilitarista propiamente dicha, que tiende unas veces a impulsar al
soldado hacia la deserción de las filas, en nombre de un ideal de paz que no está de
acuerdo con las realidades nacionales de cada país y llevan otras veces a propagar la
falta de obediencias a los superiores. La propaganda contra estos y contra la disciplina
se hace antes de la entrada de los reclutas al ejercicio y aún dentro de los mismos
cuarteles; y aunque entre nosotros no ha producido gran efecto, es necesario estar
prevenidos para el futuro.
Las ideas antimilitares no sólo se extienden en el seno de las clases
proletarias, sino hasta en los círculos intelectuales, lo que se hace mucho más
peligroso, pues estos son generalmente hábiles propagandistas que explotan la
ignorancia de las masas, haciendo perder a los ciudadanos la noción de patria y
alejándose del cumplimiento de los deberes que imponen su defensa. Hay pensadores
que predican la paz a toda costa y que es inútil que las naciones se preparen para la
guerra. Si bien es cierto que el mayor enemigo de la humanidad y de su propio país es
el demagogo de la guerra, también lo es que otro tanto puede decirse de los
demagogos de la paz. Cuando una nación o un individuo pueden trabajar por la paz,
faltan al deber no procediendo en tal sentido; pero si la guerra es necesaria y justa, el
hombre y la nación que vacilen en recurrir a ella, se hacen culpables de traición a sus
propios derechos.
Los pacifistas ultra avanzados ven la paz en la supresión de la patria, en la
renuncia al ideal nacional y en repudio al servicio militar. Pero, ciudadanos de un país
digno, proclaman con orgullo que el patriotismo es un sentimiento tan natural y
necesario como el amor a la familia. Existen otros elementos antimilitaristas que, aún
de naturaleza pasiva, tratan de impedir, como los activos, que el Ejército llegue a
adquirir las cualidades morales necesarias para alcanzar la victoria; tales elementos
pasivos, derrotistas se refugian en las clases adineradas y aristocráticas, que ven en el
Ejército la cristalización de la más pura democracia. A unos y a otros, sin embargo, la
ciudadanía debe oponer la valía inatacable de su patriotismo intenso, y el Oficial, en
particular, su espíritu de sacrificio en aras del deber.
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PAGINA DEJADA EN BLANCO A EX PROFESO
126
CAPITULO XI
LA EDUCACION MORAL
127
afrontar el peligro, aún con riesgo de su vida. En Particular, en el soldado proveniente
de los contingentes campesinos, hay que desarrollar la conciencia del sacrificio y del
heroísmo, el espíritu de solidaridad, el sentimiento de ayuda sus conciudadanos como
si se tratara de sí mismo, y que si falta a su deber, pone en peligro a la nación entera.
Esta labor, de su yo difícil, corresponde por igual a los padres de familia, a los maestros
y a los oficiales El deber que tiene el Oficial es más imperioso si se considera que las
virtudes en que descansa la fuerza moral del Ejército y de la nación, son combatidas
por teorizantes ilusos que sueñan con la paz perpetua y predican que el
cumplimiento del Servicio Militar es una carga para el pueblo
128
arrastrar por el sentimiento ni por el interés; con tolerancia para las ideas ajenas; sin
restricciones mentales que deforman la verdad.
Entre los deberes de sensibilidad se tiene la temperancia caracterizada por ser
equidistante entre el ascetismo y el abuso de los placeres, tan nocivo uno como el otro,
pues el primero es la negación de la naturaleza humana y el segundo, disminuye las
energías físicas y morales, es decir, animaliza al hombre. El ser humano tiene el deber
de desarrollar constantemente su voluntad y ponerla al servicio del bien; es decir, de la
razón y de las inclinaciones generosas. La voluntad tiene una forma de abstención, que
es la paciencia.
El valor militar tiene dos aspectos: paciencia para soportar las fatigas y
privaciones, y el esfuerzo que pone en juego toda actividad hasta el sacrificio.
El valor cívico es quizá más difícil porque procede de pr9pia inspiración y se
pone de manifiesto aisladamente. El valor moral consiste en sostener una opinión
sincera a pesar de la opinión general; o, lo que es más raro, en reconocer el propio
error. La voluntad y el valor en todas sus formas sólo valen por el objeto que inspiran,
es decir, deben tener un móvil digno y elevado.
El cumplimiento o incumplimiento de los deberes personales trae consigo
respectivamente, el desarrollo de las virtudes o los vicios sociales. Así, por ejemplo, el
alcoholismo (falta de temperancia) es un peligro social porque degenera la raza; el
trabajo propende al engrandecimiento económico del país. Esos mismos deberes
guardan entre sí estrechas relaciones de reciprocidad. Así, la temperancia implica el
juego de la razón para apreciar el buen camino y de la voluntad para resistir a las
pasiones.
129
necesario; si la justicia obliga a no engañar al prójimo, la fraternidad impone enseñarle
la verdad.
El deber de solidaridad es una combinación de justicia y fraternidad. Su
primera manifestación consiste en la dependencia recíproca de todos los elementos
constituyentes de un organismo moral, La solidaridad humana se exterioriza
económica, física e intelectualmente. Desde el punto de vista económico, todos los
hombres son tributarios unos de otros al producirse el intercambio de productos, lo que
es la dependencia en el espacio; y las generaciones actuales se benefician con los
capitales acumulados por las anteriores, o sea la dependencia en el tiempo.
Físicamente, hay contagio de enfermedades, transmisión hereditaria de los rasgos
fisonómicos, de la piel, de las tareas, etc. Intelectualmente, hay intercambio de ideas,
acumulación de conquistas científicas a través del tiempo y transmisión hereditaria de
las tendencias intelectuales. El hombre es solidario de sus semejantes y de la sociedad
en que vive por las ventajas de que goza por las leyes que lo protegen; es necesario,
por tanto, que cada uno, con buena voluntad, reconozca sus deberes de asociado.
130
colectividad en salvaguardar la existencia de esta. La humanidad, considerada
totalmente, no es una persona moral puesto que su constitución no esta ajustada a
ninguna regla, ni lo estará nunca; no tiene necesidades propias y especificas, y no se
puede concebir una personalidad moral sin relaciones externas. Por consiguiente, el
hombre no tiene deberes para con la humanidad considerada como, persona moral:
sólo tiene deberes para con todo ser humano. Entre todas las colectividades que
constituyen persona moral, la familia y la patria tienen un carácter más personal y vital.
La familia desempeña un papel social civilizador; asegura el crecimiento de
la raza y la educación de los hijos, por medio de la cual transmite a estos la riqueza
intelectual y moral de las generaciones precedentes; es la base de la solidaridad
hereditaria, y permite la civilización y el progreso de la humanidad por medio del
adelanto individual.
La organización civil de la familia la protege contra aquellos cuya educación
moral es insuficiente; es necesario, por lo tanto, respetar las leyes que la rigen que, en
suma, no tienen más objeto que consagrar una evolución que quizás es contraria al
instinto físico, pero que está conforme con el progreso de la humanidad y que es
susceptible de aumentar por la educación moral. Así, son respetables las leyes que
establecen la monogamia y el matrimonio, pues hacen de la familia un organismo
educador por excelencia, valiéndose de la razón; dando origen a efectos más puros e
imperecederos, desarrollando los sentimientos que constituyen la verdadera célula
social.
131
conduce a la anarquía y la destrucción nacional; no se puede considerar; siquiera,
si la Ley es justa o injusta, porque por perfecta que sea, siempre es susceptible de ser
considerada mala por un individuo o grupo de individuos; es necesario admitir la
legalidad en conjunto, sin distinción de ninguna especie, puesto que las leyes son la
expresión de la voluntad nacional, principalmente en los países democráticos.
Las naciones son indispensables al progreso; cada una tiene su carácter
propio, y además, deberes y derechos con relación a las demás tales como son los de
conservación, justicia y fraternidad. Para cumplir esos deberes y ejercer esos derechos,
es natural que toda nación exija el concurso de todos los ciudadanos que aprovechan
sus instituciones. Esta es una carga táctica que asume cada ciudadano sin compromiso
previo, por el sólo hecho de su nacimiento. La existencia nacional impone que este
contrato no esté sujeto a la voluntad explícita de los contratantes. En fin, en una
democracia, en la que cada ciudadano goza de los derechos esenciales del
hombre, esa obligación asume mayores proporciones por la fusión absoluta que
en todos produce el sentimiento de la dignidad de la patria es la dignidad del
ciudadano. Esto es lo que dicta la razón, pero se hace mucho más comprensible y más
profundo cuando en su consideración interviene también el patriotismo, que es el
lenguaje del sentimiento.
El patriotismo es un hecho que nadie puede negar; que anima a todos, aún
a los que pretenden que no es necesario para llevar la vida con dignidad. En efecto,
cada hombre ama instintivamente a su patria, simplemente porque es suya. Pero no
todos ponen en el patriotismo la misma fuerza de actividad y de sacrificio, variando, en
muchos casos, su intensidad según las características de la época.
El amor a la patria no se traduce forzosamente por el odio hacia las otras
naciones, como algunos pretenden. El verdadero patriotismo no consiste en la
suma de odios, de prejuicios y de antipatías por otros pueblos. Consiste, al contrario,
en todas las verdades, las facultades y derechos que cada pueblo mantiene como su
patrimonio espiritual o material; en el ansia constante de superación en todos los
órdenes de la vida; en el orgullo de tener una tradición y una historia que denotan
la grandeza de alma de los antepasados; en la firme voluntad de hacer todo esfuerzo
por conservar el patrimonio nacional y por impulsar todas las fuerzas que tienden al
engrandecimiento del país que nos da la vida, la cultura y los pliegues protectores de
su bandera. La defensa nacional se apoya en el raciocinio y en el sentimiento, que se
funden en un profundo, intenso e inextinguible amor por la patria. Este amor es la
finalidad suprema de la educación moral y exige grandes sacrificios, puesto que
durante la paz obliga a sacrificar intereses con la prestación del servicio militar, y, du-
rante la guerra, impone el sacrificio de la vida misma.
132
CAPITULO XII
133
materiales; obligar al enemigo a abandonar la lucha; la victoria consiste, pues, en
conservar el propio valor y en destruir el del adversario. Para el Oficial, la victoria
consiste en conservar su valentía personal, mantener y exaltar la de sus subordinados
y abatir la del enemigo. El hombre considera la vida como un bien precioso pero hay
circunstancias en que obedeciendo a impulsos ancestrales superiores al instinto de
conservación la sacrifica voluntariamente. La condición fundamental para tener éxito en
la guerra, es que esté animado el soldado de esa cualidad fundamental que es el valor,
que puede definirse diciendo que es la facultad de actuar con energía moral, intelectual
y física, a pesar de la influencia depresiva del miedo, del sufrimiento y de la fatiga,
despreciando la muerte en pos de un ideal. El desarrollo de este ideal condensado en
un sublime amor a la patria, y el entrenamiento con el menosprecio a la muerte,
constituyen la base de la educación militar en los ejércitos.
Mientras que el miedo es un fenómeno natural y una manifestación del instinto
de conservación individual, el valor es por el contrario una fuerza moral que puede
adquirirse con el entrenamiento, siendo propiamente una manifestación del instinto de
conservación social.
El sentimiento que da más valor al corazón del soldado es el patriotismo; el
campo donde lo desarrolla es el de batalla. Sin embargo, se hace también labor
educativa al instruir, porque pone en juego la voluntad, la energía y otras facultades
que perfeccionan el espíritu. Por otra parte, todo hombre que quiere ser útil a la patria,
necesita instrucción complementada con educación. La educación tiene muchos puntos
de contacto con la instrucción, pero no llegan a confundirse. La instrucción esta dirigida
al cerebro, mientras que la educación debe llegar al corazón, al alma, para despertarla
y moverla por ideas nobles y elevadas.
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maravilloso agente de mejoramiento nacional que permite, simultáneamente,
desarrollar el gusto por la fuerza física y por la higiene; la sangre fría, la voluntad y el
juicio; la solidaridad y la disciplina a condición de que el Oficial no olvide jamás que la
educación que tiene que dar a su tropa debe ser absolutamente práctica.
Y, bien o mal, el Oficial educador siempre deja impresa la huella de su
personalidad, de suyo, en los hombres que tiene a su cargo. Los soldados adquieren
siempre la rectitud, la energía moral y las convicciones del Oficial que los guía; pero
también adquiere los defectos o malas costumbres de su superior. Por consiguiente,
como el Oficial puede elegir a voluntad las virtudes que debe transmitir a sus
subordinados, es necesario que éste se encuentre animado por el deseo de desechar
toda debilidad, por el ansia de superarse, de estar contento de sí mismo, de tener fe en
sus fuerzas morales o en sus aptitudes.
4.- El problema actual de la educación moral del soldado.
El problema de la educación de la tropa impone al Oficial convertirse en buen
instructor y educador, siendo esto último lo más difícil, principalmente, si se tiene en
cuenta la evolución social de los últimos años.
En vez de lamentarse inútilmente ante la disminución de autoridad que hoy
sufre, de oponer diques ante las nuevas corrientes y de consolidar barreras del pasado
para detener la ola de individualismo que arrasa al mundo, es mejor que el Oficial haga
un serio examen de conciencia y se apreste a cambiar sus métodos de educación,
tratando de conocer a los jóvenes reclutas, juzgados a veces por las apariencias y con
precipitación. Quizá conociéndolos mejor, el Oficial puede encontrar muy pronto el
remedio a los males de que son víctimas.
Las condiciones de vida, tanto en la familia como en la nación, han cambiado,
mientras que los métodos educativos permanecen inalterables. Hay ahora una crisis de
autoridad que presenta un doble aspecto, a saber:
Individualismo y aversión a la autoridad, que se manifiestan por horror a los
reglamentos y desconfianza en los Jefes; y por otra parte, profundo apego al orden y a
la imposición de autoridad. Hay que conciliar, por lo tanto, estos aspectos tan
divergentes y darles en conjunto una orientación que marque rumbos al verdadero
educador.
La autoridad proviene del desarrollo de la facultad analítica del hombre que ha
comenzado por sacudir el polvo a los viejos dioses protectores de la disciplina. En
algunas partes se ha perdido mucho el respeto y se ha introducido la costumbre de
decir No. Ante hechos tan fehacientes, todo educador debe buscar las causas
naturales y combatirlas con todas sus fuerzas.
Jóvenes no controlados por sus padres en sus tendencias y costumbres, que
no han conocido la mano firme para corregir sus primeros desvíos; que muchas veces
a muy corta edad han asumido las obligaciones de Jefes de familia; que han tenido
malos ejemplos; que están animados de ciertos sentimientos de superioridad sobre la
generación precedente, se rebelan a someterse al rigor de la disciplina militar y gozan
al demostrar que ya no son como los buenos muchachos de antes; en una palabra,
tratan de quebrantar la autoridad de los superiores. Si se estableciera cierta intimidad
permisible y cierta comunidad de sentimientos entre el Oficial y los hombres que están
bajo sus órdenes, se podría obtener de estos la lealtad en todas sus acciones. Así seria
fructífera la educación, porque el soldado comprendería que el Oficial y los clases no
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actúan sin razones y quieren realmente su bienestar y la gloria y progreso de la nación.
En estos términos, es necesaria la confianza y el Oficial debe inspirarla. Al efecto, es
de advertir que muchas veces el recluta estima que no se confía en él, se siente herido
al ver que se le quiere conducir sin conocerlo y comienza a rebelarse interiormente:
este es el primer aspecto de la crisis de la autoridad.
El segundo aspecto es una consecuencia del primero, porque los
individualismos tratan de agruparse rápidamente y concluyen por establecer la lucha de
clases, que es la reacción obligada e inmediata producida por aquellos excesos.
Analizando 1os dos tipos de soldados nacionales; se ve que ninguno de ellos
es indisciplinado. El de las poblaciones importantes es espiritualmente inquieto y llega
en muchos casos a extralimitarse en la confianza que se le otorga, pero siente la
necesidad de ser comprendido por sus superiores y le gusta ver que estos son
enérgicos y firmes. El campesino es humilde y desconfiado, necesita ser tratado con
cariño y rectitud, pero también le agrada sentirse bajo la autoridad de un superior
enérgico y sagaz. De manera que ambos, aunque de características diferentes, coinci-
den en la facilidad con que aceptan la disciplina y la autoridad del Oficial. Uno quiere la
autoridad libremente aceptada, le gusta entregarse por su voluntad y le desagrada que
lo obliguen a someterse. Otro desea verse protegido por una fuerza que lo guíe, lo
ampare y lo conduzca al éxito.
La crisis de autoridad entre nosotros no se produciría casi nunca por la
tendencia individual del hombre, sino por la influencia indirecta de las nuevas ideas que
agitan al mundo. Puede también producirse por la falta de comprensión de la tarea que
tiene el Oficial como educador. Este debe tener presente que el valor de la educación
no depende únicamente de los principios, sino muy principalmente de las condiciones
del educador. La nueva generación, a medida que avanza la desanalfabetización, es
cada vez más individualista; por consiguiente, la lógica impone que la educación sea
también una obra individual y personal. EI Oficial debe, pues, ganar el corazón de cada
uno de sus hombres por medio de la instrucción y la educación, poniendo de manifiesto
sus buenas cualidades personales, sus ideales, sus energías, en una palabra, su
personalidad entera. Así obtendrá por el entusiasmo provocado lo que antes
alcanzaban con la imposición ciega.
Nadie conquista sino lo que merece conquistar. Al Oficial se le entrega en cada
recluta un ser moldeable, al que debe transformar no ya por los medios caducos, ni por
aplicación de sanciones, sino comunicándole animación, impulsándolo a su
perfeccionamiento, moral, físico o intelectual, para que ponga voluntad en el
cumplimiento de su deber, fuerza, para ir hasta donde este lo empuje y capacidad para
escoger el mejor camino que lo lleve al éxito.
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La capacidad intelectual de un hombre se mide por la facilidad con que puede
res9lver los problemas de todo orden; por la corrección y rapidez con que los resuelve,
y por el mayor número de los que resuelve en el menor tiempo. Depende del saber, es
decir, de los conocimientos clasificados en la memoria y sobre todo por la oportunidad
y la facilidad con que se aplica el saber a los casos particulares. Saber algo es cosa
muy distinta a poder aplicar instantáneamente el saber para resolver el problema. Esta
última es obra de la imaginación creadora, que se apoya con tal objeto en un juicio
seguro y en una razón fría.
Las combinaciones de los grandes políticos y de los grandes capitanes parecen
simples cuando se les estudia en frío; pero las inteligencias capaces de resolver rápida,
exacta y atinadamente tales problemas, sin agotamiento y sin pérdida de energías o de
lucidez, son infinitamente raras y requieren la capacidad del genio. Un Oficial es ante
todo un hombre de acción, y la rapidez de ejecución debe ser cualidad primordial. El
plan más genial sería completamente inútil si el Jefe que lo ha elaborado no lo aplica
sino después de la batalla. La rapidez de ejecución es fruto del entrenamiento
intelectual que se persigue en todo el curso de la vida. Los oficiales se encuentran a
cada paso frente a casos concretos que deben resolver instantáneamente. Su memoria
tiene que aportar rápidamente sus conocimientos para referirlos al caso particular. Su
inteligencia los combina enseguida y se establece la situación. Por último, ejecutará su
decisión por medio de su voluntad.
La primera condición para que la inteligencia funcione en buenas condiciones
es que el saber sea claro, preciso, completo y bien clasificado, a fin de que acuda a la
primera llamada. Los sentimientos ejercen sobre los actos humanos una influencia
considerable; y, particularmente desde el punto de vista militar, presiden todas las
situaciones de la guerra, desde el momento en que esta la hacen todos los hombres.
La acción de los sentimientos se hace sentir sobre la percepción, la memoria, la
imaginación y el juicio. En tiempo de paz, un centinela pasará desapercibido muchos
puntos de su campo de observación, pero en tiempo de guerra nada escapará a ella,
porque sus sentimientos estarán sobreexcitados. En tiempo de paz, el soldado necesita
hasta meses para aprender el manejo y empleo de una arma; pero en tiempo de guerra
lo aprende aún en horas, principalmente si debe servirse de ella al día siguiente. En
tiempo de paz, casi siempre el hombre está predispuesto en forma permanente al
optimismo o al permiso; pero en tiempo de guerra, su estado espiritual puede cambiar
de un momento a otro según que reciba buenas o malas noticias de su hogar o del
frente de batalla.
Como todas las facultades humanas, el sentimiento se desarrolla con el
ejercicio, para lo cual es necesario provocar emociones diversas, ya sea por sensación
directa, por representación estética o por la práctica de ritos.
Nada es tan elocuente como el espectáculo de la realidad; de allí que sea
necesario provocaría a cada paso para que el soldado reciba impresiones duraderas.
Pero como el Oficial no tiene siempre la posibilidad de materializar la realidad, tiene
que valerse de ciertos medios como: la lectura, la recitación, el cine y otros, para
provocar en el soldado sentimientos patrióticos y guerreros. El empleo del rito como
procedimiento educativo se justifica por la ley sicológica que tiende a relacionar el
estado de conciencia con las actitudes corporales.
Pero las ideas y los sentimientos no constituyen sino tendencias actuar, siendo
137
necesario el concurso de la voluntad para llevarlas a 1£ práctica. La educación de la
voluntad debe proseguir toda la vida. Particularmente para el militar, la voluntad es una
cualidad superior. En efecto, no basta tener grandes concepciones si falta la voluntad
para ejecutar lo proyectado sin desfallecimientos ni tibiezas. La inteligencia influye
menos en el éxito que la voluntad obstinada, a pesar del sufrimiento físico y de las
torturas morales. Pero la fuerza de voluntad no se adquiere de golpe; hay que
entrenarse cuidadosamente en la acción para llegar a adquirirla.
La base de la educación de la voluntad es el conocimiento de sí mismo. FI
hombre debe examinar su conciencia frecuentemente, con toda franqueza e
imparcialidad, para dedicarse con valentía y constancia a combatir y vencer sus
defectos. Es necesario desafiar las impulsiones del espíritu, confiando además en que
la inteligencia ayuda a tomar decisiones acertadas por medio de maduras reflexiones.
El militar debe tener confianza en sí sin llegar a la presunción. El conjunto de los
sentimientos de un hombre y de su fuerza de voluntad constituye su carácter. Este se
modifica según ciertos factores inconscientes, como los instintos; Orgánicos como la
edad, la raza, el clima, las condiciones de vida, las enfermedades. El carácter es,
puede decirse, el resumen de los hábitos de un individuo. El hombre tiene poca acción
sobre los factores hereditarios, los instintos, los hábitos adquiridos por la vida social y
su primera educación; pero puede modificar su carácter adquiriendo hábitos nuevos.
El hábito juega un papel muy importante en la educación, principalmente en la
educación de la voluntad. Por eso la educación más firme es la que cada hombre se da
a sí mismo, adquiriendo buenos hábitos. La mejor escuela de la voluntad la forman los
hechos menudos que la vida ofrece a diario al individuo para que éste se perfeccione.
138
adaptación de la fuerza moral, que, haciéndose más activa, tiene por efecto dar al
hombre la energía necesaria para tomar, en circunstancias criticas, decisiones que
comprometen su responsabilidad personal. Esa fuerza regla el empleo de medios de
acción más o menos considerables para actuar sin debilidades, inspirándose en
principios determinados a pesar de los obstáculos, los peligros y las solicitaciones de
todo orden que tienden a desviar al hombre de su recto proceder.
El carácter debe tener temple más firme en los Oficiales de baja jerarquía,
porque la dirección inmediata del combate, a causa de la dispersión de las tropas,
escapa cada vez más a la autoridad superior.
El valor profesional del superior tiene, asimismo, una gran importancia,
porque constituye el elemento esencial de la confianza que aquél inspira a su tropa,
recíprocamente, un Oficial que no tiene confianza en su tropa, no se atreve a pedirle
los esfuerzos de que es capaz.
El Oficial se siente feliz al ser amado por sus hombres porque sabe que el día
en que se halle con ellos en el campo de batalla, el afecto hacia su persona los
impulsará a ejecutar actos gloriosos que contribuirán al éxito de la causa sagrada de la
patria; y porque tiene la seguridad de que ninguno retrocederá cuando conduzca su
tropa hacia el enemigo. El Oficial de fe, ante todo, y por encima de todo, tener a sus
hombres en la mano; hacer que no oigan otra voz, ni otra voluntad que la suya; que
en todas las circunstancias difíciles, los ojos y los pensamientos de la tropa se vuelven
hacia él para ver lo que hace. En una palabra, el Oficial y su tropa no deben formar
sino una sola persona. La acción personal del superior, en tiempo de paz y en tiempo
de guerra, tiene la mayor influencia sobre el valor moral de la tropa. La confianza de
esta puesta en aquel constituye el elemento esencial de su cohesión y es, junto con el
sentimiento del deber el mejor fundamento de la disciplina.
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Todo instructor queda obligado a obtener de sus subordinados los mejores
resultados en calidad y cantidad; principalmente poniendo en juego la noble emulación
de los individuos. Hay que tener en cada acción buenos tiradores, buenos
ametralladores, buenos corredores, hombres de confianza para determinadas
circunstancias. El instructor debe saber lo que quiere, pero con energía, método y
según una progresión racional. Es necesario querer sólo lo posible; no desgastar la
energía en detalles sino en asuntos graves. La progresión del trabajo no es tangible,
pudiendo producirse retrasos o adelantos según el tiempo, la temperatura, el desarrollo
de la instrucción civil, etc. La progresión es una guía para el trabajo y no una cadena
que esclaviza.
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