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Recensión de un cuento francés

Marcel Añez-Valentinez

A Nicolás Toledo

Porque esta historia fue suya primero

I
Debo a la lectura de un cuento de Julieta Omaña, recopilado en el libro Catorce
mujeres que cuentan, el recuerdo inequívoco de la muerte del que podría ser uno
de los autores más importantes de la primera mitad del siglo XX de la literatura
venezolana.
Su nombre es Valentín Acosta (Caracas 21 de enero de 1924 - París ¿marzo de
1982?), este es un autor enteramente desaparecido para la historia literaria
venezolana. Pocos estudiosos recordarán ese nombre en la lista de los escritores
de la década del 40. Este fenómeno se debe a varias razones. De Acosta se sabe
que estudió letras en la universidad, pero poco más. El aislamiento progresivo de
este escritor de todos los círculos sociales es lo único que se puede reconocer de
una biografía que sería anodina, de no ser por la extraña conjunción de dos
capítulos singulares e irrepetibles: la literatura y la muerte.
Acosta no perteneció a la izquierda, no perteneció a la derecha, no era militante de
ninguna idea ni de ninguna facción, ni siquiera se le conoce como un buen
estudiante. Algunas declaraciones de los integrantes del grupo Sardio lo califican
como perfectamente transparente. Sus registros familiares se reducen a la
paradójica condición de ser hijo único de un matrimonio de hijos únicos.
En principio, se sospecha que Acosta escribió al menos dos novelas y un libro de
cuentos. De la primera novela y el libro de relatos, escritos por demás mientras
vivía en Caracas, en una pensión cutre de San Agustín, cerca de la plaza La
Concordia, se sabe prácticamente nada. Alguna vez el estudioso alemán de las
letras venezolanas Friedrich Khouh1 habló de la novela de juventud de Acosta,
mas no se han podido recopilar testimonios verídicos de ella. De la otra, la escrita
en su exilio autoinfligido en París, tenemos si no un registro, al menos sí un ligero
rastro que se puede seguir.

II

Valentín Acosta vivió en la Rue Saint-Denis número 4. En un apartamento de


pocos metros cuadrados. En ese corto espacio, tan oscuro y lúgubre como su
cuarto de pensión en San Agustín del norte, permaneció todo su periplo parisino.
Allí, sobre una Remington 1030 escribió Acosta la última de sus obras literarias.
La novela titulada “La rata” es, quizás, la obra cumbre de Acosta. Podemos
reconstruir su proyecto elaborativo con los fragmentos de las cartas enviadas a su
editor parisino.2 El libro fue editado en octubre del año 49, en un discreto tiraje de
450 copias. Ninguna sobreviviría a la posteridad.
Hasta donde sabemos, tenía por protagonista a un fanático de un incierto origen
latino, que es entrenado en Moscú por un ala radical del Kremlin que promueve la
creación de un grupo especial de terroristas que debían infiltrarse en Europa
occidental para cometer atentados. El recorrido del protagonista, una deriva entre
el medio oriente y las capitales europeas, es una madeja de actos incoherentes y
díscolos, que terminan en asesinatos accidentales y sin sentido. La rata, es un
alcohólico, mentiroso y maníaco, que vaga más o menos a la deriva en las
costuras marginales de los conflictos políticos de la primera mitad del siglo XX.
Más bien pragmático que inflexible ideólogo, el protagonista salta, de una manera
que se antoja aleatoria, de un grupo político a otro: sionista, anarquista,
nacionalsocialista, comunista; por momentos pareciera que cumple labores de
contrainteligencia para todos los países a la vez. Las cuantiosas sumas de dinero
1
Actas del VIII Congreso de Literatura venezolana en Frankfurt. 1988.
2
“...siga siendo, como le he dicho, que escribir del mal no puede ser cierto si no se considera al mal desde
sus propias entrañas. Esto es lo que me ha detenido mi querido Benoit, lamento haber faltado a mi palabra.
Las pocas cuartillas que escupe la Remington no valen de nada. Los personajes literarios o son personajes o
solo son caricaturas …”
que le trae su actividad terminan por llevarlo a habitar un viejo caserón en Le
Marais, en la Rue de Rosiers. Mientras planea una explosión en la Île es detectado
por los agentes de la SDECE.
Hasta allí la primera parte de la novela, los siguientes nueve capítulos van
perdiendo densidad a medida que la persecución se pone en marcha alrededor del
mundo, como si Acosta intuyera que la trama es cada vez menos importante. Que
solo es el sustrato de la novela lo que importa, que todo lo demás está flotando en
un lago de palabras artificial y contaminado. Acosta desprecia el género policial, lo
dice sin aspavientos, el lector lo sabe, termina por convencerse de que es un
aparato simple que funciona para mostrar y ocultar a la vez, como los
caleidoscopios.
Hacia el final, el agente de la SDECE, de nombre Henri Marion que persigue a La
rata, comienza a desplazar al asesino. Los saltos en la narración se vuelven
infranqueables, como si Acosta intuyera que para encontrar a La rata, Marion debe
dejar de ser él mismo, para parecerse al otro. El agente de la SDECE, en el
capítulo seis da con una pista en Marrakech, en el siete parece perderlo para
siempre, en el octavo cree que lo recupera, lo confunde con su propio padre
cuando lo llama en su cumpleaños. En el último capítulo lo rastrea hasta Tlemcen
y en el interior de la torre circular de la mezquita, La rata lo balea con la propia
Colt de Marion, en otro asesinato estúpido y sin sentido que el azar resuelve,
como siempre, a favor de La rata.
El argumento de la novela queda develado hacia la mitad: fuera del plano de la
moral, lo bueno y lo malo no son ideas fijas, sino relativas; incapaces de ser
evaluadas en otro orden, digamos el de lo hermoso y lo feo, o el de la inteligencia
y la imbecilidad. Acosta cree encontrar allí, el verdadero sentido de la posguerra:
el problema de la ética no tiene una solución racional.
El libro, a pesar de su extraña estructura termina por convencer de forma discreta
a la crítica. Sin embargo, al momento de la segunda tirada, un hombre con un traje
de lino verde se aparece en el sótano donde la editorial tenía la imprenta. Dice ser
el abogado de Acosta, trae una carta con su firma: Acosta prohíbe todas las
reproducciones de la obra y los obliga a entregarle las copias que tienen o a
quemarlas. El editor trata de contactarlo nuevamente pero eso no sucede.

III

Hemos ido levantando el rastro de migajas hasta dar con el último recorrido de
Valentín Acosta en París. Después del año 1950 cesa toda labor narrativa de parte
de Acosta. Lo que sucedió o suponemos que sucedió, tiene que ver con el
acercamiento de Acosta a la matemática y los episodios de locura que le
siguieron. Acosta era asiduo a un cuchitril de Saint Germain en el 18 de la Rue
Tournefort. El librero que regentaba el local, un hombre enjuto y de origen persa,
que se hacía llamar por el nombre árabe de Yasín, más que hacerse amigo de
Acosta se apiadó de su escrupulosa pobreza. A falta de otra cosa permitió que
Acosta frecuentara las estanterías sin tener que transar algunas monedas por ello.
Luego sobrevino el trágico momento del descubrimiento, Valentín Acosta encontró
el libro que significaría su perdición. Desde ese instante empezó a sentir una
saciedad fatal. Una especie de hartazgo cósmico, como de conocer la secreta
razón que une a todas las cosas y a todos los seres del universo. Émile Borel era
el nombre del autor del libro. El libro se llamaba Mécanique Statistique et
Irréversibilité.
En el borde del libro una tachadura había dejado para siempre ilegible el texto
original, sin embargo fuera del texto, como escapando, una nota marginal decía “la
sumación de las series divergentes supone una solución a----------- de ser esto
cierto el problema del azar se reduce al celo desesperado de no poder vivir otras
vidas que no sean la que conocemos”. Otras notas marginales como esa,
dialogando con el texto, tachándolo, refutándolo algunas veces, se sucedían en
una interminable cascada de argumentos, que acabaron por obsesionar a Valentín
Acosta con las series matemáticas y las teorías de los infinitos3. La interpretación

3
Dada una infinita secuencia de infinitas secuencias iguales a la primera, donde cada carácter de cada
cadena es aleatorio, cualquier cadena finita ocurre como un prefijo de una de esas cadenas infinitas. Es
decir, que todas las posibilidades del mundo son posibles.
final de Acosta fue que el problema ético de la ficción es que los hechos narrados,
irremediablemente devendrán en hechos de la realidad. Entonces todo autor se
enfrenta con la paradoja de no poder escribir nada que interese en realidad,
porque lo interesante devendrá en hecho real tarde o temprano. El arrebato de
locura lleva a Acosta a pensar que había cometido un error terrible. Había creado
un personaje que era en sí mismo infalible. La maldad de La rata no residía en
ninguna idea fija, no podría asirse de algo tan completo como una idea, es más
bien un pacto miserable con el azar: un mal que vence por pura probabilidad
matemática. Acosta cree haber anunciado, como un heraldo de la muerte futura el
advenimiento de un nuevo mal en el mundo.

Un mal que no nace del odio original de Lucifer, de un resentimiento cósmico, ni


siquiera de una mísera envidia; un mal que no busca el fin o el aniquilamiento del
otro: con-quistar o con-vencer; es un mal estúpido, sin fin último. Ataque continuo
y sin pausa de cualquier cosa, como el roer de las ratas. En el delirio, Acosta
sueña con un hombre ciego que soñaba con una biblioteca, y dentro de su cabeza
imagina una rata mordisqueando los bordes de los libros de la biblioteca infinita.
Miles y miles de tomos, desde los Vedas hasta las luminosas páginas de la Torah
donde los heresiarcas contaron las cosas del mundo. Todos masticados por una
sucesión infinita de generaciones de ratas cuyo único fin es mal alimentarse de los
libros de la biblioteca. Se perderían por igual y para siempre las elegías del
florentino y los decursos del Buda; el quinto acto de Macbeth y el segundo libro del
Quijote; el inefable Heidegger y el espíritu del mundo de Hegel; Light in august y
La guerra del tiempo; y esas hermosas hojas de otoño que los orientales hacían
posar sobre el papel y los occidentales confundirían con poesía. Todas las piedras
de la biblioteca, que estaban allí apiladas para protegerla de un destino alejandrino
no servirían de nada, porque las ratas harían sus guaridas dentro de ellas.

En el paroxismo de la locura, Acosta comienza a recoger los ejemplares de la


novela recién publicada. Debe ante todo, destruir el libro para que este no se
convierta en realidad. La segunda mitad de su vida consiste sistemáticamente en
borrar toda la primera parte de ella. Solo el persa Yasín le ayuda a completar esta
ingente labor. Ejemplar tras ejemplar, en colecciones personales o en librerías,
todas las copias fueron cayendo en sus manos y luego en las del fuego. Amenazó,
chantajeó, peleó y hasta robó, para obtener hasta la última de ellas. Valentín
Acosta dejó de ser un escritor para empezar a ser un coleccionista de libros, el
coleccionista de un solo libro. Fue así como lentamente fue desapareciendo de la
historia de la literatura. Envuelto en la bruma de su propia trama.

IV

Durante treinta y tres años Acosta y Yasín, intentaron proteger al mundo del mal.
En silencio, y con tanta discreción como les fue posible, redujeron el número de
copias a 4. Trágico número pensaba Yasín. Acosta opinaba igual, pero ninguno se
lo decía al otro porque cuando se tiene un mal presentimiento es posible que lo
conviertas en verdad si lo dices. Espolearon a todos los coleccionistas del país y
de los países vecinos hasta que comenzaron a seguir pistas falsas.
Murmuraciones en una catedral, gente que decía haber visto la última copia del
libro. Aunque no lo sabían, eran los años finales de la búsqueda y de sus vidas.
Fue por esos años en que las bombas comenzaron a estallar. Esta vez sin
aviones, ni ejércitos marchando, justo como Acosta lo había predicho. Eso era
más que un mal augurio.
El 28 de marzo Yasín le envió un telegrama desde Blois: “En mis manos. La
última”. Rápido, concreto. Acosta agradeció la falta de literalidad del telegrama y
del propio Yasín. Tomó el abrigo negro y bajó las escaleras. Al salir del edificio
eran las 9 en punto de la noche. A esa hora la Rue Saint Denis comenzaba a
llenarse de mujeres con demasiadas ganas de olvidar su pasado y de hombres
callados con muy poco pasado que recordar. Acosta se camufló entre los
transeúntes. Otro ser gris, con las solapas hacia arriba (no hacía tanto frío) y
caminando directo a la estación.
Las aguas del Seine le recordaron, como dijo el viejo ciego, otro río “de aguas
barrosas, infamado de curtiembres y de basuras” al sur, en otra vida. Otra
dirección con nombre de santo, otra pensión cutre que compartir con putas y
obreros. Otra ciudad rectangular, otra geometría maldita. Otro Valentín Acosta;
quizá no era ni siquiera ese nombre el que ahora le correspondía ¿Cómo saber
quiénes somos, si no estamos completos, si no hemos llegado hasta el fin?
De golpe le sobrevino la idea de que la muerte es el cenit de la vida. De que nada
está completado hasta que no desaparezca completamente. De que borrar todo lo
escrito, seguir sus pasos hacia atrás, era la única forma posible de convertirse en
un ser real. Acosta contempló su propia muerte. Si es que eso es posible, mientras
miraba al reloj de La Gare de Lyon dar las 10 en punto. La otra muerte, la de su
obra literaria lo turbó más. La novela debía ser completada por el fuego, ese era
su destino, para eso la había escrito. Sonrío por lo bajo, entre las solapas. Otra de
las obras magnificas del destino. Se dijo. Acabar con un libro para salvar a los
demás. Debía ir a buscar la última de sus copias en Blois. Era el final de un largo
periplo que por fin había de acabar. La Gare de Lyon estaba desierta. El tren
naranja de Le Capitole que cubre la ruta París-Toulouse se prepara para marchar.
El boleto era de ida y vuelta, al día siguiente a la misma hora podría celebrar su
victoria con el viejo Yasín.
Yasín había telegrafiado desde el Hôtel de Nord en Blois. Allí fue a buscarlo. La
recepcionista dijo recordar a un pequeño hombre árabe. Llamaron al cuarto pero
nadie contestó. Buscaron al gerente, al abrir la puerta Yasín miraba al cielo raso
con los ojos fríos. La copia estaba sobre la cama. Recordó la última conversación
con el persa. Hablaron de las bombas y del final de su búsqueda. Le dijo que se
cuidara de aquel que los libaneses llamaban Alysar. Que una extraña sombra
caminaba tras un extranjero en Damasco y que llevaba consigo el sinsentido y la
muerte.

Muy a su pesar no tenía otra opción que pedir una habitación en el Hôtel de Nord.
Cuando se vio en el espejo del baño se sintió estafado, como si lo hubieran
sacado de su propio cuerpo para habitar ese cuerpo viejo. Le pareció extraño ese
cuerpo que estaba tan cercano a la muerte. Se acostó con la misma ropa que
llevaba puesta, no tenía equipaje, todo lo que iba a sucederle en Blois ya había
pasado, solo le restaba regresar en el tren naranja de Le Capitole.
A las 8:30 am abordó el último vagón y se sentó al lado de una ventana. Mientras
veía al resto de los pasajeros tomar sus asientos, vio como un grupo de cinco
personas abordaba el tren a punto de partir. Uno de ellos miró a su ventana y
sintió una gota de plomo líquido recorriéndole la espalda. Puso la mano sobre la
copia del libro, para saber que seguía allí, que no había ido a ningún lugar; pero
intuyó que ya era demasiado tarde. Los ojos que lo veían desde el andén, lo
miraban desde muy lejos, desde un lugar tan lejano que no era posible que
existiera, pero allí estaban. Lo reconoció inmediatamente. Riendo, ligero como un
muchacho. El grupo estaba feliz, parecían ansiosos, pero se veían como un grupo
de gente que es honestamente feliz. Lamento no tener la Colt de Marion. Debió
haber comprado un arma, después de todo, las posibilidades indican que todo es
inevitable, por lo que ese personaje en el andén, posiblemente también podía
morir, como todos los demás. Pero no tener un arma para matar a la rata, era
también una cuestión del azar. Debió haber previsto que de esa manera iba a
terminar todo, que no había nada más natural que morir en el tren naranja de Le
Capitole. Al menos lo confortaba la idea de que el libro iba a desaparecer en la
explosión.

Uno de los cuerpos de la explosión del Capitole, nunca fue identificado. La nota
necrológica decía “Hombre de incierto origen latino, 58 años, sin identificar”.
Quizá era Valentín Acosta y el libro que llevaba junto a él, el único perdido para la
biblioteca infinita que soñó.

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