SEÑAL DE AJUSTE
Esta novela surge de una total reestructura realizada en 2017 de Creer o reventar /
Novelón de los poetas muertos, que conoce dos ediciones en formato papel (Edit.
Proyección, 1991) y virtual (elMontevideano Laboratorio de Artes 2011). Este texto fue
comenzado a escribir en 1979, y exactamente cuarenta años después encuentra su forma
definitiva y excluyente de las anteriores versiones. El autor decidió cambiar incluso su
título el 15 de abril de 2019, contemplando las llamas de Notre Dame que iluminaron
dolorosísimamente al mundo. El problema no es tu horror ni mi horror, hermano. El
problema es aceptar que uno está enamorado de la vida.
una sola botella para no sé cuántos plumíferos) saludé a mi nueva traductora y me escapé
quedaba una hora para saborear el atardecer. Fui a l’Escholier, un café donde me sentaba
soplar desde los plátanos hinchados del Boul Mich, y París transparentó un espesor
-Salut -se sentó al lado mío sin pedirme permiso alguien que yo conocía demasiado bien.
El indeseable era un uruguayo que trabajaba como lector en una editorial francesa
interesada en publicar esta novela que prologo. La última vez que nos vimos manejaba
eficazmente su pose bogartiana (un pintoresco Sam Spade con barbita azabache y
facciones de taita) pero ahora tenía las córneas demasiado ensangrentadas y el esqueleto
-No me llamaste -dijo haciendo una seña cancherísima para pedir un rouge.
-Me enteré que llegabas de rebote, nomás. ¿Cuántos días vas a estar en París?
Se lo zampé de un tirón, y fue peor que vaciarle una copa en la cara. Pestañeó unos
torcida.
-¿Qué pendeja?
es real.
-No la voy a ver. Y la novela pasó hace dieciséis años, además. ¿Qué relación puede-
-Vamos, macho. Si en la novela tenía dieciséis años, ahora está en la mejor edad del
mundo.
Tuve la sensación de que el lomo del sol me abandonaba sólo a mí. Deprimido en París,
-Mirá -confesó Bogart. -Es que yo te mentí, little Marlowe. Yo no me enamoré de tu libro.
-Te entiendo.
-¿Una buseca con mondongo o sin mondongo? -pregunté, volviendo a saborear el dorado
-El mondongo es la nena. La nena -se babeó Bogart. -Dale. Dame el teléfono y firmás
contrato mañana.
y dos idiomas. Y además pienso firmar con los mismos que me van a sacar la otra novela.
¿Oka?
Bogart se endureció.
-Ahá. Así que podés mandarme amenazar con secuestrar la edición y todas esas ondas de
escribirías bien las orgías, por lo menos. ¿No te das cuenta que el LSD y la B.B. y los
maricas ya pasaron de moda? No vas a joder a nadie con ese novelón de los poetas
Entonces le hice la seña insultante que esgrimen los chiquilines de la edad de mis hijos,
resistir entrar al hotel Stella. En mi época te metías así nomás, pero ahora tuve que esperar
que saliera alguien y colarme poniendo cara de gil. La recepción queda en el primer piso,
y me descolocó encontrar a la misma mujer de hace dos décadas (la esposa del Bigote)
atrás del mostrador. Empecé a caracolear por la escalera lo más rápido que pude, pero ella
-Qué quiere.
-No sé -roncó la mujer cincuentona, como quien patea ceniza sobre su juventud. -Qué
quiere.
-Ver el hotel.
Ella encogió los hombros y ladró:
Estaba casi todo igual. Pero el prodigio virginal y los ojos asesinos y la invencible verdad
-¿Ya está? -preguntó la Pata (le decíamos así por la forma de caminar) cuando me vio
-Sí -sonreí.
-Escribí una novela que va a ser publicada dentro de un tiempo en francés. El escenario
La Pata pegó un manotón en el aire igual a los que usábamos para correr a las cucarachas
otro rouge en el bar-tabac de la esquina. Brindé por una mujer de treinta y dos años y por
SAINT-TROPEZ
cucheta. Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y abre la puerta del ropero que tiene
un espejo. Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por el brillo del fuego del
sótano del mundo: suelta el peine y se escapa cruzando la mañana. Entra en una letrina
de las instalaciones del camping, pero al salir librado del hedor de sus vísceras sigue
en una cacerola, mientras prepara el mate. Después entra a la casa rodante y saca del
ropero una máquina de escribir, evitando mirarse al espejo. Se pone a tomar mate en un
claro de pasto bajo un fiero sol ocre, sentado sobre un banco. Pone otro banco enfrente y
destapa la máquina que tiene una hoja puesta: la da vuelta y escribe enceguecidamente.
A medida que escribe le chorrean por la cara el sudor y las lágrimas. Chupa el mate
leyendo lo que acaba de hacer, y lo corrige a máquina y corre a buscar más hojas. Un
momento después aparece el menor de los adolescentes en la boca del toldo, protegido
del encandilamiento por su azabache melena charrúa. El hombre toma un mate y lo mira
AQUEL VERANO la Croisette de Cannes fue invadida por una oleada de mangueros que
aturdió la paciencia de las momias turistas, y la policía nos expulsó sin hacer distinciones
y amenazó con encerrarnos si nos volvían a ver en las terrazas. Nos faltaba pagar casi
quinientos francos por el alquiler de la casa rodante y era imposible fugarse ya que los
solución que les quedaba era yirar por Saint-Tropez a cielo descubierto hasta juntar plata.
Cordobés bautizara más tarde el Ceja y el Diamante: uno por una barra de pelambre
castaña que llevaba resplandeciendo sobre sus ojos infantiles, y otro por contener media
y el charango de los fanáticos con los labios abiertos y una mirada de pureza azul brillando
a contramano. Nos hicimos amigos enseguida. Ella me mostró un libro con las fases del
parto y yo le conté la historia de una cocinera que conocimos el verano anterior en
Ventimiglia: era la compañera de trabajo de un gitano chistoso que la hacía darse baños
con la sal de la luna para purificarse. Eso la hizo reír a carcajadas, y al rato se durmió en
un colchón que tenía en el suelo para ella y el Ceja. Abel apagó la luz y terminó de abrir
Después volvió a la pieza donde los mellizos ya se habían extenuado de jugar a los cholos
musiqueros. En el mismo colchón donde estuvo tocando el Diamante se estiraba una larga
muchacha pelirroja que tenía veinte años largos y ojos como pulverizados: Abel supo más
tarde que Stephanie era tropeziana y había sido la naná del Diamante durante mucho
tiempo hasta que se aburrieron y ella subió a París y volvió a los tres años con dos intentos
de suicidio una cura del sueño y una desintoxicación heroica: golpeó en lo de su ex-novio
a principios de julio y fue bien recibida. Yo vi que Stephanie lechuceaba a Pedrito y pedí
por favor que nos dijeran dónde íbamos a dormir porque pensábamos manguear temprano
en la playa.
a Pedrito que no fuera a ejercer la necrofilia por el amor de Dios, pero él me hizo una
seña amansadora y hasta empezó a roncar antes que el Cordobés. Yo ya había terminado
mis pastillas de betametasona y a las dos o tres horas tuve que incorporarme
restaurant de la playa nudista que hay al lado del camping llamado Pam Beach Club. En
temporada vendiendo artículos de cuero repujado. Ella era una petisa con cara de muñeca
pasaría los treinta y venía a Saint-Tropez todas las temporadas con su primo Gastón, un
Esa noche manguearon en un buen restaurant retirado del puerto y el dueño les pidió si
no podían pasar en exclusividad, cosa que festejaron cenando hasta con postre. Retiraron
los bultos de la casa de los mellizos y esperaron a Mili y a Gastón en Le Gorille, el famoso
boliche donde paraba Picasso. Gastón llegó abrazado con un marica que reencontró
después de varios años de una hermandad del alma truncada por los viajes. Le decían la
Miguela. Estaba bien vestido y era casi la réplica de Charlot sin disfraz: Gastón lo
auto la Miguela empezó a manotear las chuzas de Pedrito, que amenazó volarlo por la
ventanilla del primer piñazo. “Majo: qué malo eres. Si yo soy tan limpito” porfiaba el
marica. Abel iba pensando una carta a su familia con los ojos estriados por la resurrección.
CHAMBRE 9
UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Descartes una noche de invierno, con
restaurant vacío donde al atardecer recién brilla la carne sobre el fuego: después fueron
muchacho se cierra un sacón sin botones y levanta sus ojos de haschich a la noche: ve los
bancos azules de la niebla encendida frente a las casas blancas y escoradas y hermosas
como buques fantasmas. Pero la maravilla le abandona los ojos cuando cruzan la place de
sobretodo completamente negro que parece prestado. Tiene los ojos verdes y los tuerce
hacia el fuego de los restaurantes después que habla sonriendo y una mano del otro se
hombres como insepultos, pero el hombre festeja solamente los rostros de las muchachas
sofoca su náusea desbocada cuando huelen los ríos de sangre de cerdo burbujeando en
los surcos de las alcantarillas. El muchacho se ríe casi eléctricamente después de cada
UNA SEMANA atrás Abel entró al Bateau a las ocho de la noche con Pedrito y el
Cordobés y se sentó a tomar el primer rouge rasposo que le sirvió Muley, uno de los dos
árabes. Arriba ya había gente, pero tuvieron que esperar la seña del Payaso para largar la
primera manga: unas ocho canciones donde mezclaban Beatles y popurrís de rumbas y
bongó pandereta maracas güiro o claves. Abel tocaba siempre la guitarra, sentado en el
levantarse en la mitad de un tema si el mozo precisaba sacar algún helado. Era un boliche
angosto. Tenía una sola fila de mesas pegadas entre la pared y el mostrador, donde se
cocinaba totalmente a la vista, carne asada y cardúmenes de papas fritas pardas y unas
vinagreta. No era un restaurant caro pero sí muy rive gauche, con los mozos vestidos a la
que te criaste y humaredas perpetuas y aquel rasposo rouge de botella de plástico que
Muley destapaba detrás del mostrador para disimularlo en las jarras de barro que pedían
los turistas o los mismos franceses adictos al folklore latinoamericano. Como en las
gerente invitaba con vasos de sangría a los desubicados y estudiaba las mesas para que
ningún cliente se quedara fumando un cigarrillo extra. A veces los echaba, con nerviosa
dulzura. El Cordobés lo bautizó el Payaso porque tenía una calva monolítica rematada
por bucles que le colgaban casi hasta los hombros. Esa noche nos ordenó parar haciendo
una guiñada y cantamos la última mientras un mozo afeminado y de buen corazón pasaba
el plato a los saltitos y mi felicidad se terminaba. Yo me sentía feliz casi todas las noches
si sonábamos bien. Al final de cada tema sorbía el vaso que Amed iba llenando
fondo del corredor había un water pestoso. Orinaba erizado y quedaba un segundo
suspendido en mí mismo hasta que la esperanza me cerraba los ojos casi maternalmente:
Esa noche bajaron a la cave para hacer otra manga porque había varias mesas ocupadas.
Nunca era una gran manga allí en la cave, pero caracolear por la vieja escalera y sentarse
los tres en el techo del piano y cantar bajo aquella luz de sótano era como abrigarse. Abel
vio una muchacha riéndose locamente, con los ojos cerrados. No dejó de mirarla hasta
que ella volvió de su oscuridad de oro para verlos a ellos. Ellos se demoraban porque de
alguna mesa les ofrecieron vino: ahora ya habían brindado y Abel volvió a afinar y sin
saber por qué le hizo una morisqueta a la muchacha, con la mano apoyada en la nariz.
Después contó hasta tres y empezaron el tema y ella quedó colgada de los ojos de Abel.
Cuando terminó el tema ella vació otro vaso y se paró y bailó circundando la mesa de
parientes o amigos que le daban más vino. “Increíble” dijo abel: “Cómo me está mirando
esta botija. Debe estar con algunos de esos tipos, che. Pero es increíble cómo vicha”. La
compadrada no fue correspondida por los otros. La chiquilina volvió a sentársele enfrente
y a plegar mansamente la frivolidad hasta que ellos se fueron. Por una mezcla estúpida
de timidez y orgullo no la quise mirar mientras Pedrito iba pasando el plato y nosotros
bajábamos del piano y yo sentí en la espalda que no podía perderla. Pero cuando giré por
Ahora se habían sentado en las banquetas para esperar que volviera a llenarse la parte de
arriba. Amed les sirvió el plato de papas fritas de contrabando que devoraban dándose
codazos. Después Abel fumaba mientras los otros pastoreaban mujeres o peleaban o se
iban a dar vueltas. Cuando la muchachita asomó la cabeza mareada totalmente por el
caracoleo, Abel no se movió: ella se descorría una corona miel de pelo desgreñado y
estudiaba las mesas hasta que lo enfocó y él levantó su brazo. Entonces la muchacha
remontó la humareda para plegar su cuerpo delante de Abel, y le agarró una pierna. “Me
llamo Bénédicte” le dijo sin mirarlo. Se reía sin parar, apretando espasmódicamente el
muslo del muchacho. Yo todavía no hablaba demasiado francés a esa altura del viaje,
aunque le pregunté cuántos años tenía y ella dijo que quince. “Yo veinticinco” dije.
Bénédicte declaró que la edad no importaba y Pedrito me la quiso robar ofreciéndole vino
y ella casi le arranca el vaso de un codazo. Es linda, pensé yo: Sí, es demasiado linda para
mí pero por qué me agarrará la pierna tan arriba. Ella entonces gruñó que había escrito un
poema. Quedó inclinada hipando y ahora tenía un temblor de brutal desamparo bajo la
borrachera. Pero no tengas miedo, pensó Abel y le dijo que él también escribía. Ella siguió
“El poema lo tiene acá” dijo Muley haciendo un gesto sucio atrás del mostrador. Yo le
mostré una risa largamente lejana y fumé otro cigarrillo flotando sobre el mundo. Cuando
se volvió a ver la corona greñuda con resplandor de miel emergiendo del sótano Abel no
se asombró. Se repitió la escena con algunas variantes, porque por ejemplo Pedrito ya no
probó a soplársela de nuevo: la mano subió al muslo y ella dijo que no, que no tenía el
poema en la cartera. Después me preguntó si le parecía linda y eso me hizo crecer dos
alas en la boca. Ella porfió que todos le decían que era linda aunque no fuera cierto porque
tenía los ojos demasiado chicos y yo no la toqué, pero hubiese querido rozarle la cabeza
para ordenarle el vuelo. Abel dijo que el jueves iban a representar El evangelio criollo en
Saint-Germain-des-Prés y ella prometió ir. “Vivo en Massy” me dijo: “Pero a las siete
salgo del liceo y vengo para aquí. ¿Dónde viven ustedes?”. “En el hotel Stella 41 rue
de despedirnos. No se empinó a besarme. Me apretó una vez más la pierna hasta el dolor
y se hizo la enojada cuando le dije que se iba a olvidar de ir a vernos el jueves. Me miró
de representar El evangelio criollo, un invento mediocre que grabaron dos argentinos del
barrio para un sello francés que pagaba bastante. Después salió la idea de ejecutarlo en
variada y muchísimos coros y un bandoneonista que al final nos clavó la noche del debut.
También hacíamos coros que ensayamos durante más de un mes todas las negras tardes
sin llegar a ajustarlos ni por casualidad. Nos pagaban muy poco, pero había prevista una
Esa noche consiguieron suplentes para el Bateau y allí estaban disfrazados de gauchos for
export, con pantalones y con botas negras y sudando bajo ponchos bordados que
patrióticamente les agenció la embajada argentina. Dos quenistas franceses que hacían el
Evangelio se sentían en la gloria, pero Abel eructó la vieja sensación de que para la escena
pavada con Ray y me sentía tan mal como cuando me divorcié, no sé por qué maldita
levantar las cejas y avanzar sonriendo bajo una capelina color chocolate. Abel se había
olvidado de que podría venir y recién con los besos puestos en las mejillas recordó a
Bénédicte. Él tenía botas criollas y eso lo hacía quedar levemente más bajo que la
chiquilina: pero no se achicó. Trató de que los buitres no se la distrajeran y ella leyó un
poema resoluto y tristísimo sobre los edificios en banlieue para después contarle que no
podía quedarse porque si no mamá la rezongaba pero que se veían mañana a las tres de la
su sitio: entre los candelabros. Ella dijo que Suerte y mañana a las tres en el hotel Salut.
cuando los aplaudieron. Ray los fotografió sin descansar, manejando la Pentax tras
miríadas de velas. Parecía un monje falso con aquel sobretodo completamente negro que
le prestó Pedrito: un sosías pelirrojo. Después que me saqué el poncho y me puse mi sacón
sin botones nos fuimos juntos por Saint-Germain, riéndonos de todo. De golpe me clavó
que mañana comés carne fresca, nene?”. Yo pregunté por qué, desentendidamente. Él
torció la mirada contra la rue de Seine y me dijo: “¿No te das cuenta que es una putita?”
ESA NOCHE me hicieron debutar con el hasch después de varios meses de lidiar con mi
peligro era ver la belleza sólo con el pucho. Y acepté. Abel sintió a los buitres vigilándolo
cuando pitó el menjunje: sobre todo Ramón (hermano de Pedrito) y Ray, porque los otros
dos eran adolescentes. Abel había tomado algunos vinos antes de subir a la pieza y eso le
para no vomitar, pero después los vi cómo iban desfilando hacia abajo hacia arriba por la
proyectándose. Ahora me relojeaban todos juntos y no les di pelota porque veía la mancha
de belleza marrón que llevaba la gente entre pecho y espalda. Se los dije y Ramón quedó
maravillado. Porque fue Ramón Baffa el que trajo al hotel el hasch para salvar a Abel de
en París y fue del mismo barrio que Abel allá en Montevideo. Ramón no soportaba más
festejadas cartas ni putear a patadas al fascismo. “Vos tenés que cambiar, petiso” me decía
improvisé con la guitarra porque siempre fui burro para eso. Lo que hice fue cantarles
una visión larguísima sobre cómo habría sido el Jardin du Luxembourg cuando estuvo
debajo del océano -porque se podía oler perfectamente lo que quedó del mar soplando
calle abajo por la rue Vaugirard o por la rue Racine las mañanas de viento.
De repente golpearon y ni nos asustamos: en el hotel Stella se podía hasta matar sin que
instrumento) recién cuando la voz suplicó en español: “Quiere hablar. Quiere hablar”. Al
abrirse la puerta lo vimos recortando su escarnio sobre el corredor negro, con la mínima
fuerza para dar cuatro pasos y derrumbarse frente a la mesita hecha con tablas sueltas
sobre un armazón. Era alto y rubio, y le faltaban unos cuantos dientes. Usaba traje azul y
no tenía ni medias ni camisa: sólo unos zapatones y un sweter con escote en v de color té
con leche. “Buenas noches” nos dijo en español mientras se arrodillaba. Estudió la mesita
donde había algunos libros la máquina de escribir el paquete de yerba el mate y un poco
del Kent que Ramón destripó para fraguar el pucho: después se incorporó y gateó hasta
la cama chica y me buceó el sudor frontal con sus ojos terrosos y al final dijo Hasch,
sórdida cuando olisqueó el paquete de yerba Napoleón y nos pidió permiso para agarrar
en los Estados Unidos y traducido a varias lenguas además de piloto de la fuerza aérea
con tanto entusiasmo que Sinclair se plegó agregándose títulos posesiones y cargos que
excrementos y ver locos zumbando por las calles del barrio, pero esa última noche me
devoré también la lástima y hasta le pregunté a Sinclair si era algo de Leo Brouwer y él
me dijo que hermano. “¿Y Leo Brouwer quién es?” me preguntó enseguida. Yo le
expliqué que era un compositor cubano que hacía muy buena música para guitarra y él
contestó que debían ser hermanos, con seguridad. “Lo que compuse yo fue una ópera-
rock que estrenamos en Grecia con mi ex-mujer” suspiró de repente y empezó a llorar
pieza sin cerrar la puerta. Ramón se fue al minuto que desapareció Sinclair, visiblemente
asqueado bajo la risa seca y envarando su lomo en un sacón de cuero que trajo de la gira
Cuando Sinclair bajó de su chambre (la 20) estábamos calmados y Pedrito se quejó No
tener hasch para un petardo más carajo, y sus dieciséis años no podían con el peso de la
al costado de Ray, que saludó a Sinclair frotándose las manos. “A ver a ver” le dijo con
sus v fronterizas agravadas y alegres cuando vio el portafolio prensado debajo del sobaco.
compuesta a medias con una muchacha que también saludaba agarrada de la mano. No se
veía su rostro bajo el velo de la melena rubia pero sí el de Sinclair: estaba bien peinado y
con traje y corbata y unos diez años menos -aunque la fecha del recorte nos certificaba
que eran diez meses en lugar de años. Nos miramos con Ray. Sinclair me agarró un brazo
para mostrarme un libro editado en New York: su primer poemario en tercera edición. Se
todavía más joven que el del recorte manoseado: Sinclair había nacido 36 años antes en
Entebbe y había sido educado en Estados Unidos y apadrinado por William Burroughs y
su Monologue with Kierkegaard era uno de los vuelos más altos que jamás alcanzó la
lírica africana, según lo declaraban por unanimidad la crítica sajona y teutona y francesa.
Nos miramos con Ray. Después felicitaron en bloque a Sinclair, que lloró bobamente y
se sorbió unos mocos entreverados en el bigotito de los últimos días y agarró el portafolios
y subió la escalera monologando con el gran danés. “Cristo” le dije a Ray: “Nunca voy a
poder escribir este cuentazo. Parece una joda”. “¿Por qué?” preguntó Ray. “Porque lo
escribió Onetti en el cincuenta y pico. Se llama El álbum” dije: “Es esto mismo que-”.
“Che: ¿quién se anota con huevos con jamón en el pub?” me interrumpió Pedrito,
voraz de París de los últimos meses: la última noche de hambre antes de que París se diera
SAINT-TROPEZ
NOS COSTÓ una semana interminable ahorrar lo suficiente como para poder volver a
Cannes a levantar los pasaportes y comprarnos una carpa en el Pam beach Club. La noche
que Gastón y Mili nos llevaron al camping no dormimos allí: a la petisa reblandecida se
le ocurrió ver amanecer en la playa tocando la guitarra y cantando, como si fuéramos una
murmuró Abel viendo asomar la roja testa chata del sol sobre el Mediterráneo -y al mismo
médano para ponerse al día después de tantos años. Entonces Mili sugirió esperarlos
durmiendo un rato en la playa. “Después seguimos la farra en la casa de unos amigos que
campera para usarla de almohada y lo único que pudo fue soñar (sin dormirse) un
interminable trenzamiento amoroso con el proyecto de mujer que tenía a medio metro. Y
eso era lo que ella quería, por supuesto: alzarnos a los tres. Hubiera sido tan antonionesca
una orgía matutina que le reivindicase por lo menos durante una mañana la belleza
colgante, pensé abriendo los ojos para compadecernos a todos. Pero Pedrito y el Cordobés
mentalmente una carta que tenía dos destinatarias de quince años de edad: su hermana
María Sara y Bénédicte Froissart. Después se había quedado un rato con las córneas
rojizas puestas a lavar entre la luminosidad cegadora del Ponto, hasta que oyó crecer los
crujidos de los pasos sobre la arena. Se dio vuelta sin ganas y encontró la revuelta tristeza
de Gastón buscándole los ojos. La Miguela revoloteaba despertando a los demás con la
una hormiga que acababa de perder su penúltima pata quisiera compartir. Yo le ofrecí mi
penúltimo cigarrillo.
Aquella mañana fueron a Cogolin, un pueblito cercano a Saint-Tropez que Abel oyó
nombrar toda la vida: su padre era el heredero de una de las mundialmente famosas pipas
de la región comprada por su legendario tío-abuelo Lucas durante el viaje donde se dio el
lujo de ver escribir a Papá Hemingway en la Closerie des Lilas y compartir el hambre con
Luxembourg. Abel se recordaba escuchando desde niño las historias del Maldonado del
novecientos que su tío Jorge -el cura- había recogido directamente de boca de aquel
hombre que perdió el brazo derecho peleando con Saravia en 1904 y aprendió hasta a
pintar con el que le quedaba: recordaba todavía -secuencia tras secuencia- el increíble
romance legado a la posteridad por Sabino Regusci y Carolina Tomillo, pero por sobre
Acabo de inventar por primera vez en mi vida uno de aquellos dichos dobles que le
ensardinado en el fondo de la cachila aunque casi feliz por la visión de los viñedos
amor y de heroísmo, viejo. Que no es la misma cosa. Acabo de soñarles una carta
conjunta a Ma-Sa y a la nena, y al rato ya me largo con esta. Parece broma, pero por
ahora es la única manera que tengo de escribirles. Mirándolo al derecho -supongo que
porque me nació así- el dicho doble dice: Hay que creer para sobrevivir. La otra versión
a elegir sería, lógicamente: Hay que sobrevivir para creer. Prefiero la primera. No sé,
está tan jodida la cosa que ni siquiera mentalmente te puedo contar lo que me pasó en
París después que asesinaron a Sinclair -o lo que me puede pasar en cualquier momento.
No te quiero intrigar por gusto, y es muy posible que dentro de unos días te pida que
empieces a juntar plata para mandarme el pasaje de vuelta. A esta altura del partido
estoy casi seguro de que yo nunca voy a llegar a juntarla solo. También es posible que
siga siendo un malcriado de suburbio residencial, pero siento que cada día que pasa se
me rompe algo por adentro. El problema es que recién voy a poder volver a casa cuando
pague las deudas (no sólo monetarias) que tengo por aquí. Para eso sí me van a alcanzar
los ahorros, supongo. Tengo que subir a París y pagar esas deudas y volver a mirarle los
ojos a la Gárgola: más no puedo decirte. También estoy empezando a sentir cada vez con
más claridad que este viaje es una especie de novela andante (definición oscuramente
que la próxima carta va pasterizada envasada y PAR AVION. Pero lo cierto (como dice
Walt Whitman entre aquel par de paréntesis inolvidables) es que estoy a tu lado.
CHAMBRE 22
salido del hotel Stella a media tarde, el penúltimo sábado de abril. No hacen buena pareja.
El muchacho camina estudiando los declives que le convienen para nivelar el centímetro
que le lleva la infanta: ella parece agriada. Entran al bar-tabac de la esquina de la esquina
de la rue Racine y él saluda nerviosamente al barman y pide dos cervezas. La chiquilina
protesta, aunque sin convicción. El barman trae las copas y ella hunde encorvadamente
su tristeza en el redondel blanco. Cuando sube la cara el muchacho le borra los bigotes de
espuma con el dedo y ella vuelve a sorber sin respirar y a subir la cabeza bajo el reflujo
miel del pelo desgreñado. Al terminar la copa ya se ríe sin parar, mientras cuenta la
historia de una cicatriz que le tatuó la infancia al costado de un ojo. El muchacho señala
los dos demis al barman y se siente juzgado como un corruptor. Pero al vaciar la segunda
cerveza la muchacha desagua palabras desvalidas y entonces habla él: ella va recibiendo
cada palabra como si se saciara. Después saltan de las banquetas y remontan la rue
comisuras de las sonrisas antes de que la infanta desaparezca para tomar el tren. El
DOS SEMANAS atrás habían vuelto de Beirut y aterrizado en Le Bourget y cruzado París
sin las menores ganas de encerrarse otra vez en el hotel Stella. Abel bajó del taxi y subió
mueca de saturación. El Cordobés y yo alquilamos juntos una bohardilla del último piso,
calzoncillos secándose colgados. Colette no estaba, así que nos fuimos inmediatamente a
En el Bateau nos hicieron honores dignos del despilfarro: el Payaso invitó con dos botellas
de buen vino y nosotros pedimos langostinos y enormes côtes de boeuf untadas con
mostaza. Esa noche pensé que iban a durar poco los ochocientos francos ahorrados en
por su perfume triste. Ray estaba viviendo en lo del escenógrafo que nos dio de vivir
algunos meses antes a nosotros y le traía la ropa para lavar, contó. Los tres se lo creímos,
y yo la felicité porque ya decía Che boludo igual que una uruguaya -con sus veintidós
años de candor preservado aniñándole los ojos. Pobrecita, pensé cuando nos despedimos
y ella volvió a sentirse casada con el botija. La pieza 22 tenía un juego de espejos que me
hizo rechinar a lo J. Alfred Prufrock: esa noche me soñé una cabeza desértica y violácea
con un absurdo jopo hasta que golpeó Ray después del mediodía, abrazándome sin ganas
en el corredor agrio.
ESA TARDE nos largamos con Ray hasta Fauchon a comprar yerba, con rituales paradas
de ida y vuelta sobre el Pont des Arts y otras en las Tullerías donde de golpe lo encontré
más viejo: su revuelta cabeza colorada tenía trillos de canas que jamás descubrí en la
pieza 9. Se lo dije y se rio con una pose cínica, y yo volví a quererlo incondicionalmente.
Ray contaba el relajo de la bohardilla de la rue Condé donde Monsieur Amelot seguía
dándole techo a los piojosos y lloraron de risa como en los buenos tiempos. Después Abel
habló de la aristocrática boîte de Beirut donde hicieron capote y del apartamento con
balcones al sol incluido en el contrato y del conjunto jean nuevo que pudo comprarse:
habló de los capítulos pulcramente reescritos de su policial, del Absalom vuelto a releer
en un drugstore de Hamra. Ray anunció su vuelta al Brasil apenas le pagaran lo que valía
empenachado por una barcaza: Ray se declaró a gusto en la cueva del loco y yo me
entristecí. Esa tarde también cayó Colette a tomar unos mates al hotel y contó que Sinclair
había estado en una clínica y salido peor que antes: ya no le daba bola para nada al Bigote
y se rifaba el giro puntual y mensualmente con la mujer de turno. Había vuelto a escribir
algunos poemas en la clínica, aunque se los dio a leer nada más que al Papito. Entonces
yo desembolsé las dos hojas de una oda obscenamente sombría y se la mostré a Ray. Era
lo único bueno (junto con los dos capítulos reconstruidos) que me cuajó en un mes. A
Ray se le incendió la mirada de verde cuando leyó el final. “Qué jodido” me dijo como si
festejara.
Esa noche cenamos fiambre con vino tinto en la pieza de abajo y el Cordobés y Abel
durmiendo. Ray se borró temprano y Pedrito armó un pucho y Abel cantó las clásicas de
Zitarrosa. Después nosotros volvimos a la 22, y nos tiramos a volar bajo el azul dulzón
de la ventana abierta: yo giraba entre rostros remotos cargados con mi sangre y el proyecto
de una novela corta, hasta que el Cordobés dijo que a fin de mes volvía Martine de
América. Eso me hizo aterrizar. “Qué bien” dije: “Qué bien. ¿Vas a vivir con ella?”. “¿A
vos que te parece?” me preguntó dudando. “Que esa mina te quiere” mentí.
“HAY MADRE un sitio en el mundo que se llama París” empezó a escribir Abel
mentalmente, al rato: “Un sitio muy grande lejano y otra vez grande”. Madre. Mujer de
mi padre. Dentro de pocos días cumplo veintiséis años. Dentro de un mes y pico cumplo
un año en París. Era París, la cosa. Antes de irme a Beirut saqué tu cara del lambriz
porque ya no me sonreía. Había sido una sonrisa ofrecida en la luz de un verano remoto
(remoto para mí, por lo menos) donde seguramente estabas preparada para verme en la
catedral de Sé velando el ataúd de una infanta muerta en el siglo XII y en el patio andaluz
donde me derrumbó la profecía hecha por una cobra de que en la vida todo se revienta:
todavía. Pero después llegué a París, madre. Hay un sitio en el mundo, de verdad. ¿Para
pagar? ¿Para parirse? Cuando me gasté el último traveler ya había vivido un tiempito
vivía de la manga, con el trío. ¿Te acordás? Tu hijo, un mendigo del Titicaca. O
Primero: encontrarme con que Ramón estaba de gira con Paul Simon -cuando recién
llegué- ya fue algo muy jodido. Pedrito es macanudo pero es un pendejo. Y hay que
domarlo, Dios: hay que domar a ese padrillo. Para colmo se nos ocurrió reclutar al
gente se parara ni a escucharnos. Hambre física, hubo poca: en París sobran comedores
universitarios donde podés colarte y siempre se pellizca algo en cualquier lado, además.
No me molestó el hambre, de verdad: sobre eso nunca te mentí. Pero cuando me echaron
del Saint-Michel y no nos quedó otra que vivir en la bohardilla del depto. de un ex-
escenógrafo que le sigue dando de comer a los piojosos, las cosas se jodieron a fondo.
No había luz, en la bohardilla. Y tenías que subir y tirarte a dormir donde pudieras.
Generalmente era en el suelo y tapado con la campera. Estaba prohibido hacer el amor
aunque una noche de borrachera general vi por primera vez ese insufrible ritmo que tiene
humillado excitado y asqueado y no podía entender qué carajo hacía en París y todavía
pensaba en Gabi y pensaba Quién soy quién soy carajo bajo la luz celeste que inundaba
todavía era virgen de segundo mujer y lo más que había logrado era arrastrar una noche
a una holandesa muy fea a la chambre del Saint-Michel y cuando le saqué un zapato me
dijo que tenías llagas amarillas “allí”. ¿Te das cuenta, mami? Mirá, mami: en la
bohardilla se cagaba en un agujero con puertas de saloon del far-west y se veían las
piernas y la jeta del infeliz que no tenía más remedio que vaciarse a la intemperie. Y
Amelot, que de mañana nos dejaba un canasto de fresas como un mensaje de “El séptimo
sello” y se iba a sacar fotos de enamorados y volvía de nochecita con baguettes y paté y
Valpolicella para todo el mundo y aporreaba una cordeona con sobreactuada pureza y
solía besar una mascarilla de Beethoven poniendo un pico místico y hasta me llegó a
Monsieur Amelot le daba la viaraza y subía a tratar de violar lo que tuviera a mano fuera
mujer o macho y le tenías que encajar una patada voladora para que se borrara.
Nosotros conseguimos unas pizzerías donde pasábamos el plato a una hora fija y fuimos
repechando hasta juntar la guita para viajar a Cannes y alquilar algo pasable ¿te
acordás? Eso te lo conté tal cual, supongo. Era “apto para madres”. Ahí me prestaron
una máquina y pude pasar en limpio los capítulos de la policial chirle que había
quién sabe. Pero esa es otra historia sin mayor importancia. Hubo muchas historias, en
Cannes. Tuve una blenorragia, por ejemplo. Y sin haberme acostado con nadie: fue gratis
el asunto. ¿Gratis o estás pagando, chiquilín con tonsura? Pero antes de bajar a Cannes
hubo algo más jodido todavía, por supuesto: el golpe. Golpe de Estado en la patria triste
abrazaban por la calle para felicitarte por la resistencia y los artículos venenosos de “Le
Monde” señalaban las hésitations de la central obrera y después el vacío más perfecto:
mentalmente, como ahora. Y al subir a París después de habernos gastado los ahorros
del verano pasando menos de un día en Venecia nos cae el golpe en Chile, encima.
aquella pos-data que decía algo así como “Cayó Allende y lo mataron Pero no pasarán
Nunca pasarán Voy a volver para ayudar a demostrarlo”. Al viejo le debe haber dado
Hoy te pienso esta carta desde aquí, otra vez. Y fumado, mamá: fumado de haschich. Tu
nene. Desde el glorioso Stella. Aquí vivíamos juntos cuando conocimos a Ray y nos
echaron porque los cueros que remojaba el Cordobés en la pileta para fabricar bombos
provocaron una filtración que inundó el restaurant de abajo. Ray había caído unos días
antes al hotel y pagó lo que debíamos y le pasó la mano por el lomo al Bigote y fuimos
¿no? Sí: era apto para madres, también. En ese tiempo ya había estado saliendo con
Colette aunque jamás pude cruzarle ese foso de perfume triste que tiene alrededor. Ella
se le metió en la cama a Pedrito, de todas maneras. Pero después aparece Bénédicte (que
la semisopla y yo que tengo náuseas. Perpetuas perpetuas perpetuas. Hasta que me doy
cuenta que hay que parir la llamarada. Como los tragafuegos. Y punto. Pienso volver lo
más pronto posible al Uruguay, a seguir militando como me corresponde. Pero hay algo
que falta, todavía (además de la guita para el pasaje). No sé bien lo que es. En un sitio
muy lejano y muy grande y otra vez grande sólo que al oírme no te queda otra cosa que
almorzar y dejar que tus ojos mortales desciendan suavemente por mis brazos. Hijo:
una vetusta cantante de jazz que conoció en la cueva del negro Batalla. Yo me irrité
porque ya estaba a punto de mandarme una siesta, pero los invité a sentarse en la otra
cama y ensillé el mate con serenidad. Al rato me di cuenta que fue Mademoiselle Mich
la que adquirió al Cosmósfero en la boîte Favela. La mujer era baja y estaba entablillada
por un vestido verde escotadísimo, de los tiempos del boogie. Debió haber sido hermosa,
“Mire lo que tenemos al lado del lavatorio, don Cosmos” anuncié señalándole el rincón
del piano: “A ver si me lo prueba”. “Oh la la” chilló Mich dando un par de palmadas. Los
Después de unos teclazos el Cosmos declaró que el instrumento estaba devastado por una
Levantaba sus ojos volados por el jazz hacia la mujer vieja que tenía la mirada clavada
mi despilfarro, pensé.
Diez minutos más tarde ella le tanteó el lomo al apenas empezado botellón de dos litros
y no hubo más remedio que ofrecerle una taza. Ray llegó justo para el espectáculo, y su
mirada verde se rejuveneció con el naufragio ajeno. Abel volvió a otorgarle su
complicidad. Entonces Ray amenazó quedarse alguna de esas noches. Terminaron el vino
con el acople eufórico del Cordobés, que entró anunciando carta de Martine y les tradujo
domingo” rubricó emocionado al ensobrar la carta. Yo pensé en conseguir una pieza más
chica para mí solo, aunque me daba cuenta que prefería seguir alquilando la 22 con Ray.
había estado fumando y llenándose la taza con callada insolencia mientras oscurecía, pero
extracción de una esquirla de su pierna derecha con un cuchillo al rojo (y con scotch puro
atoró de la risa y al final preguntó la edad del mosquetero. “Menos de treinta” tuvo que
volver a contar el Cordobés con sobreactuada compasión: “Es menor que mi hermano.
prima. Mi prima se murió a los seis meses de casados ahogada en la bañera por las
emanaciones de un calentador. Cada vez que lo internan dicen que va a curarse. Acá lo
dejan mucho tiempo suelto y parece que estuviera mejor, pero desde que está en París se
le dio por creer que mi prima murió por culpa de los nazis”.
EL SÁBADO de mañana llamé por teléfono a la casa del inspector Bugeia y me contestó
propuso recomenzar las clases de guitarra ese mediodía mismo y acepté encantadísimo.
Abel fue en métro hasta la Porte d’Orleans y se paró a fumar frente al café de siempre,
hasta que el Inspector estacionó su coche para invitarlo con un apéritif. Bugeia andaba
nos fue en Beirut. Al subirnos al Fiat conversamos un rato sobre las elecciones y él no
dejó entrever ningún partidarismo. Tampoco le importaba mucho que hubiera muerto
Georges Pompidou ni quién sería el siguiente presidente. Volvió a sacar el tema de Beirut,
y yo le comenté la brutal diferencia que había entre las ruinas de Byblos y las de Baalbek,
acusando a los romanos de imperialistas desequilibrados. Eso lo hizo reír, aunque después
se floreó recordándome que Flaubert acampó enamorado frente a las seis columnas de
Meudom-la-Fôret lamentó no poder viajar al oriente o al África. “Mi padre era pied-noir”
me volvió a confesar por cuarta o quinta vez, en un alarde de honestidad antirracista que
Abel volvió a sentirse abrigadamente bien en aquel quinto piso del bâtiment gigante
donde les daba clases de guitarra al Inspector y a su hijo. Madame Bugeia era profesora
de inglés y muy buena cocinera: los sábados que Marc podía tomar clases Abel comía
con ellos, y esa tarde salieron a recorrer el parque. Armaron un picado con algunos botijas
Después Marc me alcanzó de vuelta a Porte d’Orleans. Me pagó los sesenta y yo bajé al
métro medio atracado de asma pero casi contento en el desierto atardecer del sábado.
LA RENTRÉE en el Bateau salvó un poco la plata. El Payaso les hizo una bulla
nueva dirección, y eso lo resolví con un rápido ataque a la sangría especial que pagaba la
casa. Después del tercer vaso Abel cantó Bésame mucho con rictus de Lecuona, puso cara
de beatle coreando I’ll be back en versión castellana y agregó una gran máscara de alegría
indestructible a cualquier chacarera guajira cumbia o huayno que les pidiera la gente. Pero
después de hacer un buen primer pasaje y prender un cigarro y sorber otro vaso como un
que hay que hacer es escribir Lo que hay que hacer es escribir Lo que hay que hacer es
escribir Lo que hay que hacer es escribir -como la luminosa pulsación que socorre a los
barcos.
Entonces me miró. Me miró fijo desde la vereda antes de abrir la puerta y apoyarse en la
punta del mostrador humoso para seguir mirándome. Antes de sonreír. El Cordobés me
dijo Ahí está la pendeja y me dejó bajar primero cuerpeando la gruta de aserrín pisoteado
que dejaban las mesas contra el mostrador. Bénédicte besó a Abel con una fuerza rara,
sin chocar las mejillas: me remansó los labios sobre la desnudez del rostro donde nace la
barba. Entonces me di cuenta que me había precisado. Dejé pasar al Cordobés y ella lo
descartó con una mirada brillante antes de saludarlo. Después me preguntó si nos
podíamos ver y Abel dijo Mañana en la chambre 22. “A las tres” dijo ella volviéndolo a
besar. Se fue inmediatamente. Esa noche Abel Rosso orilló la mole del Panthéon sin poder
LA PAREJA de artesanos que los cobijó en Cogolin vivía en una casona impersonal y
gris, como todo el pueblito. La mujer -Claudine- era una tropeziana treintona que había
los mellizos, hasta que se le fue la voz de golpe: lo contaba desnudando sin el menor
pudor una sonrisa cariada donde ya no brillaba ni la autocompasión. Nos recibió vestida
apenas con una bombacha. “¿Así que hablás español?” dijo Pedrito mirándole
agresivamente las enormes tetas vinosas: a ver, decí na-ran-ja”. “Na-jan-ja” dijo la mujer,
y no tuvimos más remedio que reírnos todos juntos. Mili Gastón y la Miguela no querían
saber nada de dormir, pero nosotros nos derrumbamos en unos colchones donde me
desperté al atardecer sin saber ni quién era. Después reconocí las risas de la pieza de al
lado y me puse los pantalones salmodiando el versículo y le pegué un par de patadas a los
colchones de los muchachos. Ninguno reaccionó. Abel siguió aporreando los colchones
impostergable aventura de localizar un baño. Ni para Don Quijote fue aventura mear,
fondo de sol anaranjado que rebrillaba en las miradas y en las tazas de té. “¿En dónde
queda el baño, Mili?” pregunté refregándome los ojos para conservarlos escondidos. Fui
atravesando piezas oscuras y ruinosas mientras sentía crecer la sensación de que iba a ser
imposible soportarme la mirada, otra vez. Pero no hice la prueba: me lavé y me peiné de
papas fritas les habían despachado en un restaurant de la ruta. “Te sirven en el auto” decía
la enana fingiendo un entusiasmo liceal: “Mañana los llevamos”. “Siempre que hoy
laburemos. Porque no tenemos un mango” le contestó Abel. “Sí. Ya nos vamos todos a
en su gran mayoría- alineados a lo largo de los zócalos del taller, y se los elogió a François
levantando un pulgar a la romana. El artesano (joven rubio peludo amable parco y sucio)
apenas sonrió.
Hicieron el viaje al puerto deslumbrados por un atardecer que se hundía bajo el peso del
cobalto estrellado: viendo la flotación de la última paleta que se aterciopelaba entre los
yates Abel volvió a rendirse frente a la belleza. Para colmo de bienes, apenas empezamos
la barriga con la mirada fija en el manso trasluz que derramaba sobre el mundo. No me
animé ni a saludarla.
proposición más importante: agarrar un famoso piano-bar llamado Chez Marlene a partir
del próximo sábado, con un sueldo de base canilla libre y cena. Lo festejaron como
correspondía, aunque también ya fue posible despejar casi cincuenta francos para el fondo
callejera (en donde se anunciaban los espectáculos de la Citadelle) que le hizo dar un
salto. Me acerqué a confirmarlo y no pude creerlo: Pablo Regusci -el bisnieto del hermano
del legendario Sabino Regusci- daba un concierto de guitarra, el próximo sábado. Así que
terminó por venirse a París, pensó Abel acordándose de los proyectos de aquel muchacho
tan parecido a él con quien habían desenterrado una secular amistad familiar el verano
anterior a su viaje. Y una voracidad de verdadera compañía le aniñó las facciones hasta
que vio venir a Pedrito con un reventado al que seguramente le acababa de sacar gramos
CHAMBRE 9
dos versos de César Vallejo. La luz está prendida a mediodía. En la pieza más grande de
la chambre 9 hay una cama de una plaza y otras de matrimonio, una mesita hecha con
la ventana que da al pozo del patio. El muchacho se despertó a las once, calentó agua en
campanadas empezó a contener arcadas silenciosas. Entonces se paró para darle un tirón
a las cortinas, haciendo que dos de sus compañeros se dieran media vuelta sobre la cama
al muchacho enjabonándose el vientre con asco y se sienta a cebar. Los dos adolescentes
por echarlos: los otros no protestan, aunque demoran una media hora más en vestirse y
peinarse. Al salir de la pieza se cruzan con un mucamito que trae un balde y un escobillón.
AL VOLVER de mezclar unos huevos con jamón y otra jarra de tinto con mi primer
haschich, no me pude dormir. Esa noche me tocaba la cama individual y estuve releyendo
partes de El largo adiós mientras amanecía: fui dos veces al water del corredor y recién
ahí adentro me acordé nebulosamente de Sinclair. Repasé los dibujos y las palabras sucias
de la puerta del cagadero haciendo cábalas pareadas: el primer objetivo era que hubiera
carta familiar puesta en la casilla a las ocho menos cuarto. Abel volvió a la chambre con
un poco de sueño pero se aguantó bien. Entre los recortes de los recientes goles hechos
por Liverpool a Nacional que había pinchados sobre el lambriz, se agrietaba una foto
donde Abel resplandecía abrazado con su hermana y sus padres en la remota luz del
penúltimo verano. La miré un rato largo. Bajé a las ocho menos cuarto en punto y me
agaché en el medio de la escalera y vi cartas brillando en casillas ajenas. Dormí tres horas
pésimas.
Cuando explotó la náusea entre las campanadas de aquel mediodía gris, Abel pensó en el
hígado. Después no pensó más, y se tiró a esperar aguantandp las arcadas con naturalidad,
como si fueran accesos de tos. A las tres menos cinco golpearon a la puerta: Bénédicte
me saludó besándome a la francesa y se frenó a los pocos pasos de entrar, estudiando la
pieza como si fuera el círculo dantesco de los sátiros. “¿Los demás?” preguntó. Puse cara
de sátiro y dije que no estaban. Pero no tengas miedo -volví a pensar, perdiéndola de
entrada. Sin embargo cumplí con los ritos machistas de tratar de besarla en la boca,
con qué clase de adoración se enamoró de golpe, aunque sí la estrategia infantil del
reflujo miel del pelo desgreñado le afrancesaba el norte de la cara, donde los breves ojos
me importa, pensó Abel sin fijarse en el cuerpo de garza que la infanta plegaba sobre la
colcha roja.
Cuando bajamos a la calle eran más de las seis, y en la última escalera nos cruzamos con
Ray. Ray galeró una tierna payasada como saludo para la chiquilina. A mí me miró fijo.
Bénédicte iba a visitar al padre (que vivía en Le Marais) y bajamos por la Monsieur-le-
Prince hasta las escaleras del passage Dubois. Nos despedimos en la esquina de la rue de
l’École de Médecine. Ella quedó en llamarme y corrió por la noche hasta el túnel de
Odéon. Abel volvió al hotel con un hambre de locos: entró primero al bar-tabac y liquidó
unos huevos con jamón y una jarra de tinto sin problemas de estómago. En la gerencia
del Stella recibió lujuriosas felicitaciones de parte del Papito. Subió a la chambre y
Amelot: ninguno me preguntó nada. Ya se habrán dado cuenta de que la cama estaba
demasiado bien hecha, pensó Abel descifrando la contracarátula de un disco de Pink
dije y hablamos de Yepes, de la función del hueco y de la irradiación desde adentro hacia
Después cayó Pedrito. Armó un petardo y anunció que se habían decidido a alquilar una
pieza con Colette en el piso de abajo. “¿Y a usted cómo le fue con la minita, abuelo?”
preguntó. Yo le dije que bien. Ray siguió retocando el proyecto sin subir la cabeza y Abel
chupó el petardo por segunda vez. El Cordobés había puesto un long-play de música
hecha con sintetizador que me cerró los ojos y me voló por las ramblas del cielo: iba en
el auto sport de la felicidad jolivudesca. Cuando terminó el disco hubo que aterrizar y
aprontarse de apuro porque ya eran las ocho menos cuarto. El camino que hacían hacia el
Bateu torcía por Vaugirard para cruzar el Boul y la place de la Sorbonne y seguir por
el Panthéon (frente al caserón célebre donde vivió Erasmo de Rotterdam) ya dormía una
ESA NOCHE sufrimos como nunca las consecuencias de la crisis del petróleo que
descalabró a Francia durante aquel invierno del 74. Fue un sábado malísimo: salimos a
19 francos por cabeza que alcanzaban apenas para pagar el hotel y almorzar unos
ocurrió bajar por la bruma de la Mouffetard para buscar trabajo en una boîte regenteada
por un distribuidor de haschich de apellido Batalla. Era un negro esquelético que cantaba
las bossas entoldado por un chambergo blanco del tamaño de un plato volador. Le había
puesto Favela al sucucho, y declaraba aparatosamente ser nacido en Bahía. Cuando Ray
fue a Favela dos o tres días después sentenció que aquel negro era más angolano que un
cocodrilo del Kunene -aunque Batalla siempre se agenciaba brasileros auténticos que
Abel supo enseguida que no iba a haber trabajo para ellos en aquel cuchitril: era una
tapadera típica de vendedor de droga adonde no iba nadie que no comprara droga. Y
atrás de la tarima. Batalla les pidió que cantaran a prueba y les pagó un gin-tonic
desprensivamente, como hacen los gerentes chupadores de shows. Cantamos tres cuartos
de hora frente a diez reventados que consumían sus cocteles con las botas arriba de la
mesa. Nadie los aplaudió. El negro nos felicitó con miopía sobradora detrás del vidrio
Cordobés: el degenerado había aprovechado el rebote para sacarle al negro unos gramos
a la chambre nos encontramos visitantes ilustres, para gloria de Ray. Abel estaba histérico
había pronunciado por Atenas desanimadamente. Sinclair parecía mucho más lúcido que
la noche anterior (aunque estaba vestido con los mismos harapos) y atacaba furioso a
Ni entendieron que cuando Don Quijote se bajó del caballo renunció a la princesa: sólo
para morir”. Ray me hizo una guiñada, y Abel miró al Cosmósfero encogido en el suelo:
los milagros subterráneos?” siguió Sinclair sentándose en la cama grande: “La estrategia
de Dios: Él hace lo imposible sólo bajo la máscara de lo posible. Y eso le otorga al hombre
me arrodillo frente a la visión que sobrevive al triunfo del demonio: porque la luz no le
mirábamos una cruz negra y veíamos la verdad brillando adentro de ella. La ciencia física
cree en las señales. Y nosotros las creamos. Creer o reventar”. Sinclair se levantó
desorbitadamente y corrió hacia la puerta. “Soy el cielo de Auvers” gritó llorando mocos:
AL FINAL tuvimos que levantar al Cosmósfero entre Ray y yo, para desbarrancarlo en
la cama individual desocupada por Pedrito. Nos costó un disparate. El mosquetero estaba
desmayado en posición fetal y Ray saltó a la cama mientras yo le agarraba los pies
colocarlo a la altura del colchón pareció alivianarse. Ray destrancó los brazos y saltó de
la cama y esperó que cayera sobre la colcha roja. Entonces vi el prodigio. Abel vio levitar
la mirada entreabierta del elefante herido galopando hacia atrás por los campos de
hasta que aterrizó sobre una cucaracha que cruzaba la almohada. “La cruz negra es de
oro” silabeó suavemente. Y después se durmió. Ray se encorvó para agarrar los cigarrillos
y se metió en su pieza sin decir una palabra. El Cordobés roncaba contra la pared de la
cama de matrimonio donde me tocaba dormir, y me puse el piyama y viché unos capítulos
Lo encontré con los brazos abajo de la nuca, tapado hasta el pescuezo y torciendo los ojos
relampagueantemente hacia las dos paredes. Abel lo consultó sobre algunos detalles de
compartiendo los túneles que van hacia el tesoro que un artista jamás debe buscar con
otro. Porque Ray escarbó de repente en un bolso y se decidió a mostrar más de veinte
proyectos escultóricos, y Abel pensó que verdaderamente tenía garra de artista. Lo pensó
en joda: Ray exponía sus gárgolas en la peor galería de París y un día entraba Cortázar
“Yo te hago la portada: te dibujo una chimère con una automática piripichada en la jeta
del bicho” dijo Ray: “Y un día Cortázar nos invita a cenar y vos le hablás de Onetti y yo
miro las chimères y digo: ¿Saben che -soñadores de pescaditos rojos- que se pueden meter
en el culo estos diablos que hice para embicharlos con mi vida de mierda?”. Abel se rio
sin ganas. Ray manoteó un Gauloise y habló con entusiasmo del proceso infernal de
adaptación al mundo que acaba en la locura, riéndose del discurso que se mandó Sinclair
lo que dijo este loco” dijo Abel levantándose para agarrar un mazo de fotos que había
arriba de la mesa de luz: “Pero por lo menos me hizo dar cuenta de que siempre fui medio
hincha de Jerusalén”. “Yo me cago en Atenas y en Jerusalén” dijo Ray sin reírse.
“Che: te pasaste con estas fotos” comentó Abel para cambiar de tema: “Cuando las mande
a casa van a quedar enloquecidos. Ahora hay que ver cómo salieron las del Evangelio”.
Nos callamos un rato. Yo miraba la Pentax brillar leonadamente bajo la portátil y las fotos
que Ray me sacó aquel otoño mientras pensaba en los milagros subterráneos de los que
habló Sinclair. Justo entonces el otro preguntó ¿Qué fue lo que pasó al final con la pendeja
madre de Cristo, irrazonablemente. “Es una criatura” dijo con timidez: “Quise hacer algo
pero no se puede. Me va a llamar para venir de nuevo. Si es que llama, no sé”. Ray no
hizo comentarios. “Che ¿y vos por qué no empezás con alguna escultura y te largás del
todo?” dije para embalarlo: “Material se consigue”. “Voy a ver” dijo Ray. Y fue en ese
momento que se olió el agujero que hizo el Gauloise de Abel en la Pentax del otro. “Puta
que lo parió. Perdoná” dijo Abel: “Te la quemé apenitas”. Y aplasté el cigarrillo y me
puse a frotar el brillo chamuscado de la cuerina de la Pentax. Ray muequeó sin hablar.
“Estoy acostumbrándome”.
ME DORMÍ molestado. La cama de matrimonio tenía como una especie de colchón a dos
aguas que hacía que el Cordobés se me cayera encima a cada rato. Tuve que pasarme toda
la noche pegándole furiosas patadas espasmódicas para hacerlo rodar hacia su lado: él era
más cobarde dormido que despierto, y ni las retrucaba. Abel durmió hasta tarde, amparado
por la seguridad de que no podía haber carta los domingos. Se despertó a las doce y
estuvieron mateando con el Cosmósfero apaciblemente, y el mosquetero habló sobre el
jazz patafísico de Boris Vian sin acordarse para nada de la noche anterior. Después cayó
el Papito con el escobillón y el balde, aunque muy excitado como para limpiar en serio:
lo que hizo fue esconder el reguero de puchos abajo de las camas mientras contaba que
una de las muchachas de la chambre 14 le ofreció fornicar por 25 francos siempre que no
le besara la cara. Eso me descompuso. Nadie me vio volver a reprimir la náusea menos
Cuando el Papito terminó de barrer entró Ray a la pieza: estaba en calzoncillos y encajó
meticulosamente y se acercó al Papito para hacerle cosquillas con nerviosa ternura, como
todos los días. Eso nos hizo reír a todos. El Cordobés salió a buscar envases vacíos de
chucrut para fabricar bombos importados de Salta, y Ray y Abel bajaron a celebrar el
A las tres de la tarde salimos a caminar un rato por los quais. Ray se arreglaba bien con
el impresionante sobretodo azabache que le prestó Pedrito, pero Abel no encontró quién
pudiera coserle resistentemente los botones del gamoulan: tenía que caminar con las
manos plegadas en los bolsillos para frenar el viento. Aquella tarde Ray no planteó la
batalla amistosa que nos trenzaba alrededor de temas tan insignificantes como el de la
prestó la cama para sestear tranquilo mientras en la otra pieza el Cordobés lijaba los
Villette. Al terminar la siesta me encontré con Colette y Pedrito abrazados sobre la cama
grande. Yo la saludé apenas, pero ella me alcanzó delicadamente los libros de Prévert y
de Vian que me había prometido cuando visitábamos juntos los museos menos de un mes
SAINT-TROPEZ
mientras el resto de las almas empezaba a desnudarse lentamente a la orilla del humo: el
entre las dos mujeres, aunque dejando traslucir una clara preferencia por la enana con
tener el corazón tan cariado como emocionantemente emperrado en sonreír, pensé casi
deseándole los pechos. Mili se había ocultado las desproporciones con una sábana y
bailaba imantada menos por la mirada de Pedrito que por el enloquecimiento del marica.
“Este no puede fumar” me rumoreó Gastón: “Ahora nomás le viene la gaguera. Cuando
nos conocimos en España era siempre lo mismo”. La Miguela gimió durante unos minutos
con una especie de jocosa desesperación que lo hacía dar saltitos ojicerrados, y se
arrodilló a llorar. “El mejor momento de mi vida fue cuando tomé la comunión” dijo
de mi vida fue cuando me casé con mi machito” dijo Mili dejando de bailar: “En cuanto
hijo” contestó encapuchándose con la sábana. Gastón me miró fijo. “Primero vos” le dije.
“Los míos son repugnantes” advirtió el artesano: “El mejor fue cuando me enamoré de
un chiquilín en España -este otoño van a hacer seis años. Yo tenía veinticinco y él
dieciséis. Al poco tiempo de venirse a vivir conmigo se me fue con un viejo. Nunca me
pude volver a enamorar de nadie. Ojalá que él tampoco haya podido: ojalá sea un putito”.
Pedrito se rio fuerte y yo lo hice callar con una seña. “Me siento como un ciego. Como
de la sábana: “Ya no gozo con nadie. Esta mañana en la playa sentí que me
descuartizaban, otra vez. ¿Y vos qué contás, poeta?”. “Yo fui descuartizado hace poco,
“No exactamente de la misma forma, aunque descuartizado al fin. Pero no quiero hablar
de eso ahora. Yo te diría, más bien -plagiando a un gran poeta peruano que se llamó César
Vallejo- que el peor momento de mi vida no debe haber llegado todavía. Y el mejor
tampoco, lamentablemente. Lo que sí puedo contarte es lo peor que hice en mi vida: eso
puedo contártelo”.
Abel cerró los ojos y se sintió volar por la humareda verde del sótano del mundo. “Yo
también estuve metido en un aborto” dijo agarrándose las manos como para rezar: “Mi
ex-mujer quedó embarazada a propósito porque tenía miedo de viajar a Europa conmigo.
preguntó Mili, con una voz horrible. “No hay nada que agregar” le contesté: “Lo demás
no interesa”. Y me escapé hasta el baño y encontré en el espejo los ojos de la Gárgola
ovillé en el water frotándome los párpados igual que en la letrina del Camping du Grand
Saule: “Hay que sobrevivir” murmuré haciendo fuerza para cagar la tenia verde que había
vuelto a sucubarme en menos de setenta y dos horas: “Hay que sobrevivir para creer. Y
viceversa, padre. Y así seguir aguantando esta estafa esta trampa esta culpa esta vida,
Gabi: esto que nos tocó sufrir”. Abel iba desengarfiando anillos de serpiente con un
cansancio eterno y una eterna certeza de que todo el amor y todo el heroísmo caben en
esa sobrehumana resistencia que nos hace capaces de durar en el mundo porque hay que
estar aquí, sencillamente. Porque el viaje hay que vivirlo hasta su verdadero final, pensé
“¿Resucitaste?” me preguntó Gastón apenas volví al taller. “Si vos lo decís” dije alzando
pirotécnica que terminó por excitar a la enana y humillar a Pedrito hasta la desesperación.
“Mili, vení para acá, carajo” gritaba el chiquilín desde la pieza de al lado: “Vení para acá,
carajo”. Pero se enronqueció sin poder evitar el lamentable orgasmo de la enana entre los
zarpazos del marica. Entonces François pasó calmosamente el pan por el plato y le hizo
una seña a Claudine para que fuera a consolar al despechado. Su mujer obedeció casi
corriendo, no sin antes mostrar una negra sonrisa de agradecimiento. “El mundo está por
Miguela se había vuelto a dormir al lado de Gastón, que también cabeceaba. Yo devoré
que pegar un par de patadas al Cordobés para que se dejara de roncar como un cerdo.
(siempre de contrabando, por supuesto) en el camping del Pam beach Club. Los artesanos
nos despidieron dulcificados por esa falsa paz que otorga el degeneramiento enseguida
del sueño, y Mili se empecinó en desayunar pollo con papas fritas. El restaurant era un
galpón rodeado de viñedos y separado de la ruta por una explanada polvorienta donde
atracamos en soledad completa. “Uy Dios” suspiró la Miguela, después que hicieron los
pedidos: “¿Me puse muy loca anoche, Mili? No me acuerdo nada de lo que pasó”. “Yo
sí” ladró Pedrito: “Así que antes de romperte la jeta me voy a comer al mostrador. Vení
En el mostrador nos acodamos separados de los otros (que nos relojeaban de vez en
cuando poniendo cara de vivos) y el artesano preguntó qué era lo que acababa de pasarme
en París. “Alguien quiere matarme” dijo Abel sin hacerse el misterioso: “Ando con un
a la cachila, donde la Miguela se chupaba los dedos mientras contaba que la noche
anterior había enganchado a un pintor holandés que hasta prometió regalarle -al final del
verano- una Pentax nuevita. “Perdoname que te interrumpa, che: ¿pero cuando tomaste la
tristeza. “No” dijo la Miguela: “Mi madre nunca me dejó tomar la comunión. Decía que
era de niñas. Y yo vivía soñando con vestirme de ángel y comerme a Jesús”. “¿Y cuando
ella murió?” le preguntó Pedrito. “Mi madre no murió” casi gritó el marica, dándose
vuelta en el asiento delantero con la cara maquillada de grasa: “¿Quién te ha dicho tal
cosa, desalmado?”.
CHAMBRE 22
el amor por segunda vez en media hora para reivindicarse del fracaso que tuvo cuando
unos momentos y continúa durmiendo boca arriba. Esta vez el muchacho puede
distinguirle las facciones bajo el amanecer: una media sonrisa parece abrirse paso a través
encuentra a mano son unos mentolados, pero igual fuma uno atrás de otro hasta saturarse
los bronquios. Está oyendo llover y mirando la cabeza rubia dormida con la reconcentrada
dulzura del que hace mucho tiempo que no vela otro cuerpo. Un par de horas más tarde
suenan voces y pasos en el corredor, y una muchacha desconocida abre la puerta cerrada
con llave que da sobre la cabecera de la cama. Entra escoltada por una pareja joven,
la rubia. Los otros dos se sientan a los pies de la cama y también saludan al muchacho
alta y después sigue conversando con los visitantes sobre el curso de anatomía que van a
empezar esa tarde en la facultad. Mientras tanto el muchacho ha tenido que escaparse de
con un Salut que le contestan todos menos la muchacha rubia. Después orina tosiendo
enfurecidamente en el water, y sale del edificio dejándose lavar la cara por la lluvia.
ESE SÁBADO Abel volvió temprano de darles la clase a los Bugeia. Antes de subir al
hotel se gastó los sesenta francos comprando un buen pedazo de gruyère jamón una
Antología esencial de Neruda ediciones Losada: estaba decidido a quedarse por lo menos
Bateau. El Payaso también va a tirar la bronca pero mala suerte, pensó tosiendo
tragué dos aspirinas empujándolas con whisky y me acosté, previa vichada de iniciación
están durmiendo, anormales?” dijo sentándose a los pies de mi cama para prender un
petardo. “Yo estuve laburando toda la mañana” retruqué interrumpido por un ataque de
tos que me hizo doler el pecho: “Tuve que irme derecho a dar la clase desde el
apartamento de la mina. Y ahí tampoco dormí”. “Bien nono bien” gritó Pedrito como un
hincha de fútbol: “¿La hizo gozar toda la noche, nono?”. Abel no contestó.
“La que me llevé yo es compañera de clase de la tuya. Van juntas al Bateau a buscar
machos, nomás. ¿Querés?” dijo Pedrito alcanzándome el petardo con el desinterés fingido
de los corruptores. “Estoy muy mal del pecho” me defendí sin la suficiente energía: “Hoy
no voy a poder ni ir al Bateau”. “Dale” porfió el botija: “De esto no precisás fumar más
que unas pitaditas. ¿Así que hoy no laburás? Tendré que laburar solo, porque el Cordobés
va a pasarse encamado todo el día. ¿No te enteraste que llegó la mina?”. “¿Martine? ¿No
llegaba mañana?” preguntó Abel devolviéndole el cigarro, después de dar una pitada
corta. “Llegó a las ocho de la mañana y armó un barullo del carajo” se oyó la voz de Ray
desde abajo de la almohada. “Ya se alquilaron una pieza juntos” corroboró Pedrito: “Y se
oyen unos quejidos que rompen las paredes”. Ray saltó de la cama y corrió en calzoncillos
hasta el lavatorio: se empapó la melena color zanahoria, se secó y puso a calentar agua en
una cacerola. “Cigarrito” pidió frotándose las manos. Empezamos a matear y terminamos
donde mi adolescencia se abrigó con la seda materna de la lluvia. Ahora la playa era una
curva desierta que se iba cerrando como una flor carnívora que acariciara mi carne sin
me volvía a transportar desde aquel espejismo hasta este cielo desanclado de los fondos
Esa tarde Abel Rosso logró redondear el primer borrador de un poema resistente,
encabalgada sobre sus piernas. Después hizo un último esfuerzo y le escribió una carta a
su madre mientras anochecía: Ray y pedrito habían bajado en la mitad del poema, y el
azul de París se volvió abruptamente una intemperie oscura. Menos mal que está Ray
escribió Abel sobre el final de la carta: Es un amigo de verdad. Ahora voy a compartir la
pieza sólo con él, porque el Cordobés se fue a vivir con una mina. Ray está esperando
que le manden un giro del Brasil para poder volver, y mientras tanto yo lo ayudo como
puedo. Con decirte que hasta usa mi campera jean vieja, ahora. Su situación es bravísima
porque aquí es muy difícil encontrar otro trabajo que no sea el de la música. En fin.
Tenemos proyectados hacer un libro con poemas ilustrados para editar allá. Vamos a
Una tristeza cósmica empezó a derramar en el silencio de la chambre, después que tapé
la máquina: tuve la sensación de que la ciudad era un huevo celeste de paredes remotas -
mentalmente. El efecto del hasch se terminaba y tomé un trago de whisky calculando los
días que habían pasado desde la última visita de Bénédicte. Yo no la iba a llamar, por
supuesto: tenía que venir sola. En eso llegó Ray, cargando un bolso de mano desbordado
por las últimas cosas que había dejado arrumbadas en lo del escenógrafo. Lo invité a cenar
unos sandwichs de jamón y gruyère pero hizo señas de estar lleno. “Un cigarrito sí” dijo
agarrándome un Peter Stuyvesant: “Comí como un caballo. Hoy fue para morirse,
pintor holandés que se piensa pasar el verano en Saint-tropez y conoce a Sinclair también,
Se tiró en la cama a fumar y Abel tuvo la sensación de que en la pecosa cara mal afeitada
de que te vayas” dije cuando terminé de comer: “Y habría que largarse a compaginar algo
del libro, también. Creo que hoy me salió un poema como la gente. ¿Terminaste alguna
otra gárgola, vos?”. Ray no me contestó enseguida. “A veces pienso que no vale la pena
terminarlas” murmuró aplastando un cigarrillo contra la pared: “Pueden llegar a ser algo
tan repugnante que no vale la pena terminarlas. Acordate de aquello que nos leyó Sinclair
en la chambre 9”. “Pueden ser repugnantes y ser buenas” dijo Abel: “No le vas a dar bola
a un diccionario de símbolos, vo”. “No me jodas” retrucó el otro sentándose en la cama
“Bueno, no hay caso che: nadie me va a pagar lo que sale la Pentax” reflexionó al rato el
riverense: “Y el giro no aparece. Voy a tener que terminar lavando platos, nomás”. Abel
sufrió un ataque tan violento de tos que le dolieron hasta los brazos. “Esta noche no
puerta entornada) se me ocurrió ir a saludarlo. No nos veíamos desde antes del viaje a
momento explotó la cisterna del cagadero haciéndome enderezar y darme vuelta del susto.
Era Sinclair: pareció no reconocerme hasta llegar al lado mío y sonreír lejanamente.
acarició la cabeza y empujó la puerta como invitándome a pasar, pero me quedé quieto:
una rubia platinada que estaba sentada en la cama contando billetes escondió el rostro
Cuando Sinclair golpeó en la chambre 22 diez minutos más tarde, el asma ya había
doblado a Abel sobre la cama en un ángulo aproximado a los 45 grados. “Quiere hablar.
Quiere hablar” suplicó el ugandés igual que la primera noche que lo conocieron. “Pasá y
diaria de cualquier capitulito de El pozo. “Me olvidé de contarte que recién le di la captura
con una mina” jadeó Abel, para animar un poco la cosa. Sinclair apareció enfundado en
el piyama amarillo y negro a rayas, se agachó al lado de la mesa de luz y agarró yerba
para masticar. “Te dije que este también había sido centrofóbal de Peñarol en el 62”
murmuró Ray, sin demasiado entusiasmo: “Mirá los coloretes del piyama”. Yo no
al corazón y actuando desde allí, está en la enamorada observación de la gente que crece,
clínica. Está al principio de la traducción del Ta Hsio hecha por Ezra-”. “Ma qué en la
clínica” lo interrumpió Ray: “¿No te acordás que ya nos estuviste torturando con eso y no
sé con cuántas otras porquerías hasta que nos enloqueciste, allá en la chambre 9?”.
Sinclair se puso a rumiar otro puñadito de yerba sin contestarle. “Sí. Tiene razón Ray”
intervino Abel: “Y a propósito de Confucio y de Kierkegaard hay una cosa que nunca
burlón. “Si puedes hablar con un hombre y no le hablas perderás un hombre” dijo Sinclair
al rato, con los ojos semicerrados: “Pero si hablar con un hombre no sirve para nada y
le hablas, perderás tus palabras. Un hombre sabio no pierde hombres ni palabras. Lun
Yu. 15/7”. Ray manoteó un Peter Stuyvesant y lo prendió temblando. “¿Ah sí” se rio:
“Qué bien. ¿Y este botija es un caballero, che?”. El ugandés hizo una mueca triste
mientras se tragaba la yerba y sentenció sin mirarme: “Un hombre no puede ser un
Yo me quedé acordándome de un diálogo muy gracioso que hay entre Hemingway y Ford
Madox Ford en París era una fiesta a propósito de los caballeros, pero no dije nada: Ray
había vuelto a su relectura diaria de Onetti con los ojos inyectados. “Qué ugandés
rompedor” atiné a murmurar, hojeando la antología. Aquel era el primer ataque verdadero
de asma que me encepaba desde la niñez, y hubo un momento en que me sentí un pescado
aleteando en la orilla. No estaba leyendo con mucha atención, pero al doblar la página
222 y encontrar el final de Lautréamont reconquistado quedé duro del susto. “Escuchá
esto, loco” jadeó Abel: “Escuchá estos versitos: era sólo la muerte de París que llegaba
/ a preguntar por el indómito uruguayo, / por el niño feroz que quería volver / que quería
sonreír hacia Montevideo, / era sólo la muerte que venía a buscarlo. ¿La estaré por
quedar?”. Ray torció la mirada rojiza hacia la mesa de luz, prendió otro Peter Stuyvesant
y no me contestó.
HABÍAN PASADO casi veinte días desde la última visita de Bénédicte, y Abel ya estaba
ella volvió a aparecer, perfumada y con aros y sandalias vistosas. La chiquilina le propuso
enseguida salir a tomar cerveza como dos sábados atrás: bajamos por la Monsieur-le-
felicidad otorgada a los hombres capaces de soportarse a solas. Bénédicte vació el primer
demi casi sin respirar y sonrió con los dientes tristemente desnudos, antes de hacerme
señas para que yo pidiera el otro. “Ayer salimos con amigos” dijo de golpe, poniéndose
colorada: “Y estuvimos hablando del hombre de mi vida. Yo les dije que a lo mejor podías
ser vos”. La insinuación fue tan cómica y maravillosa a la vez, que Abel apenas pudo
sonreír mirando hacia otro lado. Por la vereda se venían acercando Pedrito Colette el
Cordobés y Martine, y los saludé levantando un brazo como para espantarlos. No llegaron
a romper el embrujo, pero Bénédicte dejó por la mitad el segundo demi. “Vamos a
Hicimos un recorrido caprichoso hacia La Contrescarpe, y ella quiso pasar por el Bateau
(que a esa hora todavía no estaba abierto al público) y se detuvo a mirarse en el espejo de
ojos achicados por el alcohol y un asombro indefenso y parpadeante. “Te dije aquella
noche que yo no era linda” murmuró. Abel distinguió a Amed saludándolos con una
cuchilla en alto desde el fondo del mostrador, y levantó su brazo y agarró a la muchacha
para llevársela de aquel espejo. “Antes de que mis padres se divorciaran ya veníamos a
comer aquí, cuando subíamos a París. Yo tenía seis años” contó Bénédicte mientras
su mirada se insoló con el oro horizontal filtrado entre los caserones blancos. “Vamos a
tomar otra” desafió: “Pero el amor no existe”. Yo le empujé la cintura hacia adentro de
“Mis hermanos también son divorciados” gorgoteó la muchacha al rato, casi mordiendo
el filo del demi: “Mis tíos también. Mis vecinos también.” “Yo también” dijo Abel, y le
subió el mentón para limpiarle los bigotes de espuma con el dedo. Entonces fabriqué la
misma morisqueta que le acarició el alma la noche que nos conocimos, y eso la hizo
tentarse y terminar riéndose a carcajadas. Esta vez no necesité palabras para resucitarla.
(¿O para enamorarla? podría haberme preguntando estudiando sin el menor deseo el
radiante perfil de la chiquilina. ¿Enamorarla de quién, de qué? No sé: pero aquí estoy
creyendo, podría haberme contestado mientras caminábamos hasta la estación del Lux
remontando la rue de L’Estrapade bajo el último sol.) “Abel, va a ser mejor que nos
eso fue lo que yo le entendí. “Sí” dije: “Sí. Es mejor”. Y la miré perderse corriendo entre
AQUELLA NOCHE salimos lo más temprano posible del Bateau para cantar a prueba en
una taberna española que se llamaba La Reja y quedaba en la rue de la Cossonnerie -una
mercado de Les Halles. En la taberna ya trabajaba un trío integrado por tres guatemaltecos
enanos y un gitano francés tocaor y bailaor de flamenco. Cantamos cerca de una hora -
hasta terminar casi completamente roncos- y los gallegos se quedaron contentos: nos
ofrecieron sueldo fijo y canilla libre, además de las propinas que dejaran los gigos y las
bodegón híbrido que Le Nouvel Observateur llegó a calificar como “un lugar auténtico”.
recordando la peregrinación con Bénédicte, cuando Pepillo (el mozo) puso un disco donde
una voz antigua de mujer levantaba sus penas a la Virgen. Entonces escucharon cantar a
un enorme ovejero -propiedad del patrón y artista exclusivamente reservado para los
conocidos de la casa- bautizado el Poeta. No era aullido: era un gemido melódico con
varias notas nítidas que se ceñían al vuelo doloroso. Sólo aquel aire -Oye, Nuestra Señora-
hacía cantar al perro, le explicó el mozo a Abel con domesticado cariño. Y en el filo del
SAINT-TROPEZ
por dos tropezianas todavía juveniles. Los dos músicos adolescentes y sus respectivas
mujeres invitan al guitarrista -un hombre semicalvo- a quedarse a dormir con ellos en
Saint-Tropez: eso le evitará tener que esperar sentado en el puerto hasta las ocho de la
mañana a que llegue el primer taxi para poder volver al camping. El guitarrista acepta,
entre distraído y hosco. El grupo repecha algunas callejas orinadas por el oro musgoso de
alto se acerca -tropezándose con la cama grande- a murmurar disculpas: le explica que él
no podía adivinar que el apartamento era de una sola pieza. El guitarrista se saca los
zapatos y se sienta a fumar acodado sobre la colchoneta, sin contestarle ni mirarlo. Ahora
que no llega: el hombre semicalvo ya puede distinguir con total nitidez su perfil
cigarrillo a medio fumar como dándose cuenta -casi con pavor- de que es posible que el
asma no lo deje dormir. Entonces se concentra moviendo apenas los labios en posición
fetal, hasta que en su mirada emerge la dorada frescura de un recuerdo todavía húmedo.
Canta otro gallo, y el hombre -ya dormido- es el único habitante de la pieza que respira
para levantar los pasaportes del Camping du Grand Saule y comprar una carpa y asociarse
al protocolar Pam beach Club -donde venían durmiendo clandestinos desde la noche de
horas entre pueblitos cézannianos antes de llegar a Saint-Raphael. Tren y taxi mediantes,
teníamos que hacer el mismo viaje en sentido contrario sin perder un minuto para poder
Mientras el taxímetro bajaba las cinco o seis cuadras que separaban al Pam Beach Club
los viñedos. Iba pensando en dedicarles un poema, a la vez que paladeaba -con insondable
inmutaron. Ya eran casi las siete, y recorrieron lo más rápido posible las diez o doce
cuadras que los separaban de la playa. El primer tramo -una avenida asfaltada de doble
vía que vertebraba el camping- lo chuequeamos sin problemas. Lo que nos reventó fue la
caminata que tuvimos que hacer sobre la arena, entre apretadas filas de carpas donde
sonaban Beatles mezclados con sartenes y el latigueante tremolar de la ropa colgada. Abel
asomaron de una carpa sacudida por mi tropezón me obligaron a levantarme: les seguí el
rastro a los muchachos con la mirada fija en el último sol. Tenía las manos y los pies
florecidos de llagas, aunque ya no les prestaba demasiada atención. Ahora estaba distraído
en odiar con fervor aquel útero falso donde debía pagarse el sobreprecio dantesco de la
promiscuidad.
La carpa que habíamos comprado quedaba muy cerca del agua, en un aledaño del camping
no encajonado por pasajes. Eso reconfortaba un poco el panorama. Era un iglú de 2 por 2
por 2 (y por tanto lo suficientemente alto como para pararse adentro, Pedrito incluido)
montado sobre tubos inflables. Tenía piso y loneta superpuesta, y el sueco que nos lo
vendió dejó un equipo adjunto que constaba de vajilla y garrafa de gas con farol. Camino
a las duchas les hicimos una visita a los artesanos, que habían tenido la amabilidad de
“Parecés una murguista, loca” dijo Pedrito, haciendo un paso de baile de tablado. “Cállate
majo que hoy tengo cita con el Amadeo que me va a regalar la cámara fotográfica. Y debo
estar guapísima, tú sabes” cacareó la Miguela: “No todos tienen suerte como yo. Ahí la
ves a la Gastona, que en este momento está haciéndose freír la cabeza en la peluquería
para parecer más bonita. Y nada. Y tú que me desprecias”. “Qué porquería que sos,
tipos, vos lo sabés muy bien. Lo que quiere es no parecer una ruina, por lo menos”.
Aquello me dolió de una manera rara. “Callate, enana” retrucó Pedrito: “Mucho relajarlo,
y después te dejás hacer cualquier cosa por este-”. “Mirá, bebé” le contestó la enana,
señalándose el pubis: “Yo con esto hago lo que yo quiero, no lo que quieren los demás.
chuequeando hacia las duchas. Al pasar por la peluquería Abel saludó a Gastón desde una
ventana: el artesano le ofreció una sonrisa lastimada aunque reconfortante, debajo del
Media hora más tarde estaban en camino a la carretera para hacer auto-stop. Abel se había
duchado y vestido más rápido que los otros, y remontaba el repecho con unas cuadras de
ventaja. Al llegar a la ruta tuvo la deprimente sensación de que muy pocos años antes (en
su época beatlera) la idea de estar haciendo esta vida le hubiera parecido una aventura
que los ojos de la Gárgola también podían brillar adentro suyo, ahora. Entonces aceptó
que en realidad no tenía las más mínimas ganas de encontrar a Pablo Regusci ni a nadie
que pudiera captar su condición ruinosa. Me di cuenta también -levantando el pulgar para
pedirle auxilio a los primeros focos que barrieron la ruta- que no hay cuchillo guardado
llegado y estaba recluido en la casa del empresario hasta la hora del concierto. El
concierto era a las diez, y le dejé garabateado un jocoso mensaje firmado por Abel
Marlowe (en donde se adjuntaba la dirección de Chez Marlene) con la esperanza de que
no se lo dieran. Aquella noche manguearon hasta el casi total agotamiento para empezar
mellizos y Abel le preguntó al Ceja cómo andaba Isabelle. Me contestó sonriendo -un
poco sorprendido- que la cosa marchaba bien, aunque ella estaba muy molesta. “Está
podrida” gritó dándose vuelta después de haber arrancado callejón arriba. Entonces hice
señas para mandarle un beso a la muchacha embarazada, sin saber bien por qué: el mellizo
En Chez Marlene nos esperaban Stephanie y otra tropeziana rubia sin gran pinta de
reventada, aunque con el crispamiento que agarra una preciosa actriz de cuarta que ya
intentó ser algo varias veces. No sé por qué diablos me dio bolilla a mí y no al Cordobés:
posiblemente me vio cara de candidato a misógino y eso la habrá llegado hasta excitar.
Después que hicimos el primer pasaje la patrona nos vino a felicitar por el debut y posó
con nosotros para la prensa local. Esta flaca debe haber sido un avión a chorro, pensé
contemplando la belleza filosa del rostro cuarentón de Marlene. Ella les preparó un
fogosísimo cóctel azul que reservaba -según declaró- para las grandes ocasiones, y brindó
por el arte.
“Mi amor” le pidió a una mujer de pelo platinado que apareció por una puerta interior del
piano-bar: “Vení, que quiero que estos muchachos te conozcan. Muchachos, aquí tienen
Pomeroi habían sido formulados masculinamente, pero ella era una tigresa inolvidable.
“Un ángel” se le escapó a Pedrito mientras la mujer -que habría sobrepasado apenas los
treinta años- caminaba descalza hacia nosotros. Tenía puesta una túnica hindú
es que los ángeles no sean fanáticos de ningún sexo, pensó Abel achicando los ojos para
escudriñarle los pechos con mucha más fruición de la que rebosaba (en lo posible a
escondidas, como buen monaco rosso) frente a las tigresas semidesnudas del camping.
“Salut, Jamaica” dijo Li, levantando la copa de cóctel azul que le alcanzó Marlene.
revés, flotándole entre los pezones. En ese momento alguien gritó mi nombre desde la
puerta y casi me hace desparramar el cóctel del susto. Era Pablo Regusci.
Mi gemelo más viejo, pensó Abel viendo avanzar al hombre de calvicie compacta y lentes
permanentes que había nacido apenas unas semanas antes que él -aunque pareciera tanto
más maduro. Ahora Abel no tuvo demasiado miedo de mostrarle los ojos a aquel espejo
adelantado: hubo una relampagueante congelación del tiempo durante la cual las almas
murmuramos al unísono, cada uno sobre el hombro (de la misma altura) del otro. Dejé un
momento a Pablo con los muchachos y le fui a preguntar a la patrona si nos podía mandar
preparar algo sólido para dos personas en el restaurant que se intercomunicaba con Chez
Marlene. A los quince minutos nos sirvieron una fragante fuente de spaghetti bolognesi
y un botellón de vino, y nos acomodamos solos en el fondo del bar. Comimos hablando
irreversibles ex-amores.
“Pero te noto muy bien” dije pasando el pan por la fuente, ya bastante borracho. “Ando
bien” dijo Pablo, vaciando su tercera copa y aceptándome un Peter Stuyvesant con teatral
remordimiento. “No tendría que fumar un solo pucho más. Hoy soné como una heladera
y mañana toco en Saint-Raphael”. “¿En qué hotel estás parando allá en París, bacán?” le
pregunté, para torearlo un poco. “No soy ningún bacán, guacho: no soy ningún bacán.
Paro en el Saint-Michel, igual que vos cuando llegaste. (Me lo contó Ma-Sa: la encontré
un día por la calle.) ¿Y vos dónde estás, ahora?”. Yo tuve que prensar los párpados durante
unos segundos para poder contener el empuje de llanto que me provocó la abrupta
invocación de mi hermana. “Estaba en el Stella” contesté, por fin: “En la rue Monsieur-
le-Prince. Muy cerca tuyo, viejo. Lástima que llegaste después que nos vinimos para el
sur”. Entonces Pablo se asustó. “Vamos, che” dijo tratando de refrescar la piedad con un
Hubo un hondo silencio mientras yo deshuellaba las dos únicas lágrimas que alcanzaron
a chorrearme. “Lloran” murmuré: “En los libros casi nunca aparece, pero-”. “Entonces
no lo vayas a poner en tu novela, por lo menos” retrucó Pablo, todavía en tren de broma.
“Por ahora no hay novela, hermano” dijo Abel: “Hasta que no se resuelva el caso la novela
se vive, no se escribe. Estaba laburando justamente en una policial allá en París, pero se
me murió. Ahora escribo poemas para no reventar, nomás. Como cuando era botija”. El
otro lo miró fijo y se sirvió más vino. Era demasiado vino para él. “Aunque te parezca
mentira, en el hotel Stella hubo un asesinato” siguió Abel, contorneando con el cuchillo
una nube vinosa que quedó en la servilleta: “Mataron a un amigo. Pero el caso no es sólo-
”. “¿Y a vos quién te mató?” preguntó el guitarrista: “¿Caín?”. Levanté la mirada: Pablo
tenés que resucitar para que el diablo te deje tranquilo?”. Pablo se alzó de hombros,
sonriendo con menos tristeza que incredulidad. En ese momento me llamaron para seguir
tocando y mientras caminaba hacia el entrepiso delantero del bar me di cuenta de que yo
tocar: se lo noté en los pies. Cuando terminamos el pasaje lo llamé con un gesto y él se
acercó a las zancadas y tocó Elogio de la danza: la gente se fue amontonando alrededor
con los ojos revueltos por la belleza dominante que producía aquel hombre. Así voy a
escribir, me prometí: Así voy a escribir algún día, si es que vivo. Li Pomeroi y Marlene
se pararon al lado mío con las manos entrelazadas y la patrona me preguntó en secreto
(antes que terminara la obra) quién había compuesto esa maravilla. “Un cubano” murmuré
lo bastante fuerte como para que me oyera la otra: “Brouwer. Leo Brouwer”. Pero fue
recién cuando explotó el aplauso que pude ver los ojos de la Chimère brillando adentro
de Li Pomeroi. Ella no podía verme a mí, por suerte. Pablo le dio la mano a los muchachos
y miró el reloj desorbitadamente y me empujó hasta la puerta. “Chau, guacho” dijo: “Nos
vemos en París. Acordate de mí, y no le tengas miedo a la partitura (digo la Partitura con
mayúscula, por supuesto): el asunto es domarla. Si la podés domar, vas a ver que es
preciosa. Perdoname el divague: estoy medio mamado. Me voy rajando porque si pierdo
el auto del empresario termino pasando el plato con ustedes”. Entonces me atenazó la
cabeza contra la suya para besar el aire y se escapó corriendo calleja abajo. Yo le hice
adiós un par de veces, pero él no se dio vuelta. Cuando volví a entrar a Chez Marlene me
pensó La pauvr’ Lilith -esta vez sin mirarle los pechos ni los ojos. Después me senté a
conversar con la rubia crispada poniendo cara de Bogart, al mismo tiempo que miraba de
pesado al Cordobés -que no podía entender cómo aquel mujerón podía estar dándome
“¿Sabés por qué no puedo hacer el amor hasta próximo aviso?” le pregunté de repente a
la rubia crispada. Ella dijo que no, fingiendo divertirse. “Porque soy divorciado y casado
la boca. “No. No entiendo” roncó la mujer, perdiendo la sonrisa. “Es muy fácil, my
lovely” le dije: “Tengo que serle fiel a la muchacha con la que me voy a casar. Todavía
no sé quién es, pero en algún lugar está viviendo. Ahora, en este momento. Y uno debe
mantenerse fiel, aunque no pueda ver. Estoy seguro de que ella también me espera sin
dejarse ensuciar: si no, no sería ella. ¿Entendés o no?”. La actriz de cuarta se levantó
mirándome con más susto que odio y se fue a refugiar contra el zorro de Córdoba. Yo salí
borrachos de Paco Espínola. Pero resultaron haber dos revelaciones, al final: una era el
que tenía que lograr casar a cualquier precio. Al rato supe (ya menos mareado) que
aquellas dos palabras eran un nombre y un apellido. Tiens, la pauvr’ Lilith Brower: la ex-
mentalmente el nombre de aquel ángel con ojos de Gárgola mientras caminábamos hacia
el apartamento en donde los muchachos me invitaron a dormir, para evitarme la molestia
CHAMBRE 9
un restorancito tapizado por lambrices de cedro que impregnaban las pantallas las
cazuelas y los botellones de una dulzura irreal. El muchacho se cierra su sacón sin botones
frente a las casas blancas y escoradas y hermosas como buques fantasmas. La maravilla
hombre hace un comentario sobre el conserje del hotel que les provoca un crescendo de
las lágrimas y declara estar curado definitivamente de la náusea: declara tener hambre de
París, otra vez. El alba hace resplandecer los rostros saciados de los amigos. Al subir la
otro cigarrillo con el piyama puesto, antes de salir al corredor. Cuando entreabre la puerta
camino se cruza con el diminuto conserje mauriciano, que lo saluda cargando un balde y
mientras comprende -sin agacharse ni siquiera para vichar su casilla postal- que acaba de
pieza más chica de la chambre 9 para garabatear el perfil de una gárgola con ojos asesinos.
como cruzar a contramano el corso de la Mouffetard (y oler los ríos de sangre de cerdo
burbujeando en las alcantarillas tras haber casi contabilizado los rostros de las muchachas
jóvenes que canjearon el halo) para que Abel hiciera arcadas por la calle: alcanzaba que
encontraran algún escolar detenido frente a los quioscos de las esquinas en donde se
mezclaban tarjetas navideñas con postales orgiásticas o revistas con nalgas entrabiertas
desencadenaba automáticamente.
Bénédicte había vuelto a aparecer a los pocos días de la primera visita, anunciando por
teléfono que iba a traer una amiga. Yo cometí el error de pedirle al Cordobés que se
quedara a darme una mano con la otra chiquilina. La nena se presentó ultrajada por una
frívola boina roja que me hizo reconsiderar seriamente la sentencia de Ray. Hablamos de
pavadas mientras oscurecía, nos divertimos barato tratando de hacerlas tomar mate
de muy buen cuerpo) se resignó a seguir cambiando frasecitas sueltas conmigo. Cuando
volvimos al hotel le dije al Cordobés que se podía quedar con la nena nomás, si llegaban
a caer otra vez. “Son un par de putitas. A mí tanto me da una cosa como la otra” mintió
Una semana después casi me había olvidado de la nena -no sin antes meterla con fórceps
en el argumento de la policial y escribirle unos cuantos poemas, hay que reconocerlo. Era
gigantesco pantalón de franela que le regaló Pedrito, donde podía embutirse cualquier
camisa rota mugrienta o pasada de moda sin que le saliera de noche por la espalda. Esta
vez tenía puesta una camisa estampada de cuello quilométrico que me había regalado mi
ex-mujer en mi penúltimo cumpleaños: la había recuperado unos días atrás, cuando nos
decidimos a hacer una limpieza general de la chambre y encontré aquel recuerdo soterrado
en uno de los basurales que se formaban debajo de las camas. Bénédicte vino vestida con
un conjunto jean de pana azul, y plegó dulcemente su frivolidad sobre la colcha cuando
Abel no pudo comprender hasta muchos años después cómo logró superar ipso facto su
vergüenza por estar casi maloliente y con el pelo sucio: ella tampoco podía comprender
nada, por supuesto. Pero aquella fue la primera vez que pudieron necesitarse en paz y
acampar una tarde a la sombra de la pureza: fueron algunas horas donde ella empezó por
bajar a comprar una sopa instantánea de tomates para preparársela y obligarlo a tomarse
media cacerola y además le cosió definitivamente los botones del gamoulan y se sentó a
los pies de la cama y cantaron If I fell a dúo (tarareando el contrapunto que Pablo Regusci
le había enseñado a Abel el penúltimo verano) y terminó por acceder a bailar el tema
hecho son sintetizador que volvió a transportarme por las ramblas del cielo hasta
como para explicarle que no era sólo ella la que estaba entregándose. Ella ya estaba por
sentarse en la cama de enfrente pero volvió a la mía. “¿Sabés?” me dijo: “Recién cuando
cerré los ojos para bailar me pareció que iba corriendo por el passage Dubois perseguida
por mis compañeros de clase y que había un tipo escondido, esperando para matarme”.
“¿Quién era el tipo, cosita?” le pregunté tratando de agarrarle una mano por primera vez
en toda la tarde. “Vos” contestó, sin dejarse tocar. “No, creo que no eras vos” se corrigió
inmediatamente, con un brillo de crueldad infantil en los ojos achicados: “Creo que era
un milico”. Entonces Abel se hizo explicar cómo se decía raptar en francés y prometió
raptarla y llevarla a Venecia el día menos pensado. Clausuraron la tarde soñando la fuga
en sus detalles más cinematográficos y después ella salió un momento de la chambre para
que yo me vistiera y la acompañara hasta el Lux, donde nos despedimos besándonos las
frenéticas señas fálicas en el aire. Yo agradecí las felicitaciones (sin intentar rectificarlas
LA BATALLA amistosa que sostenían con Ray sufrió un proceso inverso al de la náusea
de Abel: fue algo así como una tregua pre-navideña dulcificada tanto por los festines de
Era una rojiza dulzona y piadosa copita llamada mêle-cass (mitad cassis mitad ron)
incapaz de emborrachar a nadie con algo que no fuera el mágico revoltijo de sus jugos
sentimentales. Entonces podíamos reverenciar la belleza de la mujer del barman sin que
a Ray se le ocurriera soñar en voz alta alguna escena erótica insoportablemente asquerosa,
chambre hasta la hora del Bateau, ya fuera con el Cosmósfero (que dejó de visitarnos
bastante tiempo cuando logramos engancharlo como pianista en Favela) o Colette (que
se empezó a integrar con muda timidez, al principio para achicar los atardeceres solitarios
remojando sus cueros en el lavatorio y lijando las cajas de chucrut mientras nos inventaba
peronista.
La tarde que reapareció Sinclair Abel estaba malhumorado, sin un franco para
al Bateau como para descontar por lo menos el gasto diario del hotel los cigarrillos y la
comida. Nos tenía que tocar a nosotros la crisis del petróleo, pensó haciendo una arcada
y rechazando un mate recién cebado por Ray. “Hoy no estoy para nada” dije dándole
la abrupta inserción argumental de Bénédicte, sino por otra relojeada al bolsón que tenía
que bajar (por riguroso turno) al lavadero automático en menos de dos horas. “Vas a ver
están por firmar contrato para hacer una gira con el Evangelio por casi toda Europa. ¿Qué
tal?”. “Bueno” murmuró Ray: “Entonces me podrían colocar por lo menos de utilero,
botijas. Los giros que me están llegando cada vez son más chicos. El día que se me acaben
demandaría cargar con el bolsón hasta la vereda de enfrente, cuando Sinclair entró sin
anunciarse y se sentó a lloriquear en la cama chica. Lo único que traía puesto era una
Colette en ese momento, y saltó de la bronca. “Puta que lo parió, ugandés de mierda” le
grité en español: “Llorón de mierda. Si venía a joder no vengas en pelotas por lo menos,
carajo”. Sinclair paró de moquear y miró al Cordobés y le alcanzó un papelito que traía
en la mano. “Por el amor de Dios, hermano” rogó en su francés híbrido: “Te pido que la
llames y le digas que fue mi único amor. Acá está apuntado el teléfono. Nada más que
eso, te ruego. De Sinclair a Paloma: que ella fue su único amor”. El Cordobés agarró el
papelito, lo leyó y me miró. “Aquí dice Paloma Picasso, che” dijo medio asustado. “Sí.
Paloma Picasso” corroboró Sinclair, agarrando un puñado de yerba para masticar: “Decile
que estoy viajando por el cielo de Auvers, si te pregunta por mí. Nada más. Bueno, en
todo caso le explicás que -con los debidos respetos- su papá pudo haber sido un gran
pintor pero no llegó a ser ni siquiera un caballero de la resignación. Decile que no alcanza
Conzieu -un pueblito cercano a Lyon donde viví unos días antes de subir a París-
provocado por un niño que se autoproclamaba heredero de Piccaso. “Bua, voy a tratar de
hablar por teléfono. Igual no pierdo nada, guaso” se decidió el Cordobés, empezando a
cambiarse de ropa. “De paso mandale saludos del príncipe de Gales y del Pepe Sasía”
murmuró Ray, sin gracia. Abel volvió a mirar la grieta de la foto donde se abrazaba con
su hermana y sus padres, y bostezó una arcada. “Oh la la” dijo Sincalir mirándome
insistió Sinclair. “Por todo, che. Por todo. Incluidos los ugandeses rayados” dije sabiendo
que no podía entenderme bien. Él hizo un esfuerzo exagerado para tragar la yerba y señaló
su nuez con una risita estúpida. “Esta es la manzana de Adán, hijo” explicó manteniendo
resignación se la tienen que tragar cada cinco minutos. Los caballeros de la fe son capaces
de ayunarla durante mucho tiempo”. El Cordobés salió a hablar por teléfono y Ray me
pidió un cigarrillo frotándose las manos. “Esto se pone bueno” murmuró, con la v del
desprecio.
“Pero por lo menos no estás desesperado como la mayoría de los hombres, hijo” siguió
corazón. No te olvides jamás de que la mayoría de las personas que viven en tu casa tu
desesperadas sin el corazón: sin esperar ni buscar las señales-”. “Che: ¿este no será
mormón?” trató de hacerme tentar Ray. “Sin embargo, el día que conocí a Kierkegaard
pocos día de estrenar en Grecia Jerusalén y Atenas. Mi último triunfo fue aquella ópera-
rock, y me sentía tan eufórico que hasta le escribí a mi amigo Hank Bukowski
anunciándole en broma que iban a terminar por candidatearme al Nobel. Pero después -
que me protegía como un escapulario, en aquel estercolero del jet-set donde vivíamos con
Lilith: mi ex-mujer tenía nombre de diablesa y mirada de ángel. Por ella dejé todo. Antes
de volver a París Lilith se empecinó en comprar -con mi oro, por supuesto- un efebo
parecido al que eligió Visconti para filmar su traición a La muerte en Venecia. Era un
actor muy joven, también: supongo que a cualquier alma enferma de impureza le hubiera
acuerdo perfectamente de lo que hicimos con él durante aquellas semanas. Hasta que un
día amaneció muerto. Muerto: hermoso y desnudo entre nosotros dos, estaba el
hombrecito. En el hospital dijeron simplemente que le falló el corazón. Los ojos de Lilith
habían dejado de parecerse a los de ángel, en los últimos tiempos. Entonces me escapé.
Creo que la misma tarde que enterramos al chiquilín entré desesperado al Jeu de Paume -
no sé por qué misterio- y me paré frente al cielo de la Iglesia de Auvers y capté la señal.
Era como si Vincent estuviera levantando una bandera de rescate. Y entré. Fue un viaje
corto: Vincent y Kierkegaard estaban arrodillados frente a una luz azul. Kierkegaard me
ellos. Allí -en la luz azul- estaba Cristo. Cuando vi la mano que le restituía la oreja a
Vincent, supe que Cristo era yo. Pero Él era yo mismo. ¿Y saben cómo le llaman los
las fotos de los goles que había pinchadas sobre el lambriz. “Clavado. Ese es el proceso
de adaptación al mundo que yo te explico siempre” me dijo Ray, creyendo que el ugandés
no lo podía entender: “La locura, botija”. “La locura mierda” gritó Sinclair en un
necesariamente salir a andar a caballo por la Mancha para encontrar la verdad. El amor a
la vida y el amor a la gente viven en tu vereda. Aunque no los conozcas”. “Yo lo que
encuentro en la vereda es mierda” me dijo Ray bajito. Esta vez Abel esquivó -sin saber
“Vamos que te acompaño, ugandés” sonrió agarrando el bolsón de ropa sucia y frotando
el hombro desnudo de Sinclair: “Andá para tu chambre”. Salimos al pasillo uno detrás
del otro, y al pasar por la letrina me acordé de aquel vómitl brutal que había tenido que
limpiar Faruk unas madrugadas atrás. No hay derecho, pensé. Lo pensé en carne y alma
por primera vez en mi vida, aunque sin entender todavía que aquellas tres simples palabras
podrían ser la inscripción adecuada para las puertas del infierno el purgatorio y el paraíso
juntos: para la adultez misma. No hay derecho, volvió a pensar Abel viendo subir al
Cordobés a los saltos por la escalera. “Me contestaron, guaso” jadeó. “Al final conseguí
línea. Y era la casa de Paloma Piccaso, nomás. Pero acababa de salir para un desfile de
modas, me dijeron. ¿Qué tal el galanacho que tenemos en el Stella?”. El ex-galán ya iba
danés. Yo bajé al lavadero y esperé a que estuviera pronta la ropa bajo el frío acalambrante
de la vereda a oscuras. Entonces sentí proyectarse una señal luminosa que subía y se
ensanchaba por el cielo del tiempo, rozándome silenciosamente los huesos de la nuca.
AQUELLA MISMA noche el Cordobés fue apalabrado por Lucio y Hugo para hacer un
par de galas fuera de París, antes de Navidad. “Debutamos este sábado en Massy” nos
anunció el pedante, enarcando las cejas como si fueran a tocar en el Olympia. Abel dejó
filtrarse aquel dato no sólo por pura distracción, sino porque todavía no adoraba con tanta
fuerza a Bénédicte como para hacerme captar la curvada flecha roja que en todos los
mapas de métro de París señalaba con exclusividad la banlieue donde vivía la Virgen. Esa
noche se había puesto sentimental en otras direcciones, además. Había vuelto otra vez del
Bateau con mucho vino arriba y sin un franco extra, lo que lo llevó a manotear de entrada
el grabadorcito para escuchar los goles hechos por Liverpool a Nacional -los mismos del
lambriz, pero registrados por Ma-Sa y su padre en la insuperable versión de Carlitos Solé.
Lo que me emocionaba hasta el reblandecimiento era aquel tiro libre en comba que metió
Saúl Rivero sobre el final del partido: un gol de cuadro chico ganando dos a cero en el
Centenario, nada menos. Por detrás de la voz aguardentosa de Solé se producía una dulce
explosión de la tribuna que hacía llorar a Abel indefectiblemente. Era como si el humo
más que sus propios ojos sin fondo, hasta sin nombre. Qué pocas veces ganamos, pensé
subiendo la mirada hacia el rostro de mi hermana: Qué poquísimas veces ganamos, Ma-
Sa. En el casete que les grabé antes de irme te decía que lo que me importaba no era ser
feliz, sino encontrar la paz. Pero hace tanto tiempo que no soy feliz que ya no encuentro
nada.
Ma-Sa casi dejó de sonreír, amenzada por la grieta creciente de la foto. ¿Esta ya se habrá
acostado con alguien? se preguntó de golpe Abel, dándose cuenta de que ahora no pensaba
solamente en su hermana. Claro: María no pudo ser la Virgen hasta dejar de ser virgen,
puso por millonésima vez en el grabador a Simon & Garfunkel, y la primera canción me
volvió a transportar por la avenida eucaliptada donde debía seguir viviendo Gabi. Abel
oscuridad del jardín. Era una muchacha muy herida, y bajaba la cabeza con una
eternidad, pero a sí mismo nunca -filosofó manoteando la máquina para escribir un poema
largo. Trabajé cerca de tres horas. Lo titulé Gabi vieja y fui a mostrarle el borrador a Ray,
“Ta bien” me dijo, después de haberlo ojeado sin ganas. Entonces volvía cometer el error
Ray encontró enseguida un buen sustituto. “Gracias, loco, Sos un crack” dije, yéndome
Rembrandt y los colores y la ropa y el pelo del personaje principal armonizaban con el
conjunto al estilo Agnes Varda. Yo perseguía a Bénédicte por la amarilla costa arbolada
del Sena. Ella corría en cámara lenta, con el pelo rojizo en flotación y el buzo color oro
que trajo días atrás maravillosamente hinchado por el embarazo. Después (sobre el final
de la secuencia) el lente revelaba que Abel era un centauro: un gran engendro azul que
SAINT-TROPEZ
UN HOMBRE fuma frente a una cerveza en el Sporting Bar de Saint-Tropez, con los ojos
brumosos. Acaba de llegar atravesando la plaza con la guitarra a cuestas, después que un
coche lo dejara en el entronque del camino que baja a Pampelonne. En la plaza se juega
a la pétanque bajo amarillas ristras de focos colgantes: una multitud pueblerina rodea a
los pescadores que cada tanto bochan haciendo relumbrar una pequeña bola metálica en
el aire de la cancha sombreada por los plátanos. El guitarrista mezcla el tabaco con la
cerveza y observa fijamente el espacio dorado donde humea la tierra levantada por el
gentío. Parece estar mirando un espejismo donde flota su infancia. Cuando sale del bar y
empieza a recorrer una calleja llena de comercios que desemboca en el puerto, su rostro
resplandece como pacificado. Después avanza succionado por el corso turístico que se
apelmaza sobre los adoquines que separan los restaurantes de los yates. A la altura del
Gorille ve un negro gigantesco vestido con pollerín y malla y zapatillas rosadas de ballet,
dando volteretitas: la gente le abre paso estupefactamente, y casi todos terminan por poner
skate. El guitarrista encuentra a sus compañeros conversando con dos muchachas italianas
en el vértice mismo del ángulo del muelle. Cuando los otros descubren al bailarín
intercalan una mirada apenas divertida, y siguen en lo suyo. El guitarrista se sienta a fumar
por el tropeziano que hace de pez piloto del negrazo: trabaja arriba del skate (como un
cerca, con el rostro casi infantil aceitunado por el miedo en el momento de perder el
control y volar muelle abajo. Antes del chapoteo y el grito colectivo, se escucha la
desproporcionada explosión del cráneo del muchacho. El guitarrista salta y ve una enorme
mancha rosa en el flanco de un yate. Su paz se descompone como un maquillaje
noche que descubrí -de pura suerte, hay que reconocerlo- que Li Pomeroi era la
me pongo a escarbar y llego a meter la pata nos echan del laburo lisa y llanamente,
al Inspector Marc Bugeia se le deben algo más de quinientos francos, botija. Y eso lo
sabemos demasiado bien como para quedarnos cruzados de brazos. Claro que a lo mejor
allá en París ya está todo el pescado vendido, se me ocurrió razonar al rato: Y yo aquí,
masturbándome.
Abel pidió otro whisky y se acercó a la mesa donde Pedrito y el Cordobés se trabajaban
a las italianas que conocieron la noche que el muchacho del skate se partió la cabeza
contra un yate. La milanesa de Pedrito era una verdadera belleza y tendría por lo menos
veinticinco años. Con la del Cordobés no pasaba gran cosa. “Perdón, imberbes” pregunté:
“¿Estas minas chamuyan?”. “Maomeno” murmuró Pedrito: “Tenga cuidado, nono. Por
las dudas. ¿Qué se le ofrece?”. “Te quería preguntar si por casualidad tu prima Colette no
habrá mandado ninguna noticia sobre el caso Sinclair y vos te olvidaste de contármelo”.
“No, loco: a mí lo único que me manda decir mi prima Colette es que precisa money”
nono?”. “Sí” dije: “Es evidente que has nacido para sacrificarte, criatura”.
Abel se paró a fumar y a terminar la copa en el marco de la puerta. Entonces vio estacionar
metros) y no pudo creerlo. Después vio bajar al negro Batalla entoldado por su chambergo
remedio que creerlo. Batalla le hizo una seña al otro negro para que caminara en dirección
cigarrillo y whisky on the rocks digno de ser filmado. “¿Cómo anda la patrona más bonita
aquí. Firmamos contrato en exclusividad para todo el verano” mentí, mirándolo fijo.
“Muy bien. Muy bien, hermano” entornó su miopía sobradora (aunque desconfiadísima)
el negro, detrás de los lentes ahumados: “Yo he tocado muchas veces aquí. Yo aquí soy
de la casa, hermano”. “Ta bien” dije: “Adelante. La patrona no vino, todavía”. El negro
chico me taladró al pasar con sus ojos rosados, y yo le devolví la compasión acariciándole
las motas. Al rato llegó Marlene y fue obvio que Batalla trató de soplarnos el laburo,
aunque no pasó nada: comieron spaghetti bolognesi, cantaron cinco o seis porquerías y
se borraron. “No tocan mal. Pero ustedes son mejores” me dijo la patrona: “Hace poco
subimos a París y estuvimos en Favela. Qué boîte más horrible”. Yo estuve a punto de
preguntarle hasta qué fecha habían estado en París pero me controlé. Después que hicimos
el primer pasaje salí a dar una vuelta por el puerto y encontré a los mellizos festejando en
el Gorille. “Tengo una hija, ujuguayo” me anunció el Ceja, dándome un abrazo: “Fue
ayer, con la tormenta”. “Cristo: hasta en Saint-Tropez existen muchachas fértiles que
del Concierto Nro. 21 para piano y orquesta de Mozart: pero era el piano extrañamente
solo, sin el menor acompañamiento. Entró al bar por el fondo y comprobó asombrado que
transformar a casi todos los presentes en instrumentos mudos de la orquesta que faltaba.
Los parroquianos hinchaban con sus ojos los silencios propuestos por las manos perfectas
del gringo insoportablemente maricón y ridículo que estaba tocando. Traté de no hacer
barullo al cerrar la puerta ni al caminar para sentarme lo más cerca posible del prodigio.
Después me dejé llevar por los valles del whisky hasta el lugar dorado desde donde
todavía, recé. Que no me maten madre, todavía. Viejo Dylan, recé: viejo Wolfgang.
Espérenme.
Como no había cerrado los ojos pude ver entrar simultáneamente a un “reo elegante” por
la puerta del frente y sentarse en una banqueta y pedir una copa que Marlene le sirvió con
demasiado ruido. Pero el hielo saltón pareció haber rodado por la espalda del pianista,
más bien: el marica truncó el Andante y se acercó al mostrador con una inofensiva
Gárgola rosácea enyuyada debajo de sus lentes. “Mierda” gritó: “Marlene, ni siquiera
merecerías morir por atacar mi música. Yo -Wolfgang Amadeus- declaro que estás
muerta”. “Andá a hacerte culear, esquizo” se rio la patrona, espantándolo con la mano:
“¿Es la primera vez que te dignás pisarme el bar y ya armás un escándalo? Andá a tratar
de pintar un cuadro como la gente, que todavía estás a tiempo. Y no le robes frases a
Conrad cuando hables -ni al pobre Dinu Lipatti, cuando toques. No le robes más cosas a
nadie, por favor”. Entonces el pianista se puso a llorar a gritos y se escapó del bar a
caderazo limpio.
Ahora también lloraba todo el mundo, pero de risa. Abel prendió un cigarrillo con
mostrador para presentarle al “brasilero” que había desencadenado el escándalo por pedir
una vulgar vodka on the rocks. El efebo vivía en la villa de un famoso arquitecto y nos
propuso tocar dos medias horas por cien francos. “Va a estar B.B.” nos dijo: “Si se suben
al auto yo los llevo. Hace como tres horas que me pidieron músicos y no pude encontrarlos
más que a ustedes”. Nos miramos con Pedrito. “Bueno, no es mucha plata” reconoció el
portugués: “Pero vino B.B., resfriada y todo como está. Y Marlene los deja ir: ya le pedí
permiso”. Dio la casualidad que el día anterior nos habíamos comprado (contra mi férreo
voto, hay que reconocerlo) tres trajecitos piolas por si se presentaba una cosa como esta.
aprovechando para mirarme de pesado: “Te podrás imaginar que en las galas usamos otras
acento carioca.
A PARTIR de la noche que tocaron para la barra íntima de Brigitte Bardot las cosas
fueron mejorando tanto, que antes de fin de agosto habían superado lejos el status
alcanzado en Ranchito. Abel ya tenía ahorrado casi el doble de lo que le debía a Bugeia,
y durante varias semanas pensó -con razonables esperanzas- en poder pagarse solo el
que no se viera más) la gloria llegó al colmo: esa noche se sacaron una foto abrazados
con B.B. que les permitió hacerse pagar como a vedettes en unos cuantos shows privados,
además de otros lujos. Abel mandó una copia a Montevideo y pudo autentificar la sarta
de mentiras que le había escrito siempre a la familia sobre su dolce vita, por ejemplo.
Entonces nos fuimos del camping. La carpa estaba descuajeringada desde los tres días de
mistral y tramontana que casi borran a Saint-Tropez del mapa (cuando parió Isabelle y se
quedado sola: Gastón y Mili se rajaron a Roma en plena fundición, antes de tener que
vender la cachila. La Miguela no me hizo ningún comentario sobre sus contratos sexuales
me calentaba demasiado. Ahora vivía en pleno Saint-Tropez, y como la tigresa seguía sin
Doscientos sonetos hambrientos por París. Llegué a escribir ciento once sonetos en una
setiembre.
El otoño sustituía al turismo, ahora. Los lugares preferidos por Abel eran la terraza del
ocre- y el sendero que rodeaba por detrás a la Citadelle. Allí se iba a sentar casi todas las
tardes, para ver perfilarse el diferente azul de los Alpes cercanos y lejanos (y más lejanos,
todavía) sobre el inabarcable resplandecer del golfo. Abel trabajaba con el diccionario y
descifraba un solo poema de Rimbaud por tarde -antes de controlar las gradaciones de la
luz proyectada horizontalmente sobre el blanco cementerio marino que quedaba a sus
pies, cincuenta metros más abajo. Una noche me crucé con el Ceja al bajar de la Citadelle
y después de felicitarlo por los cuatro quilos y medio que ya pesaba la nena me animé a
ensoñado frente a los ventanales de la pieza que compartíamos con Pedrito en el tercer
Cordobés alquilaba una pieza en otra pensión, por suerte. Desde nuestros ventanales se
podía ver una franja del Mediterráneo y más atrás los cerros, y una mañana que un
chaparrón parcial azuló una escarpada luminosidad Abel le escribió un poema a Bénédicte
Esa tarde estaba a punto de salir para la Citadelle cuando le golpearon la puerta con un
leve matiz de prepotencia. Era un “matón elegante”, esta vez. Después de que me dijo
(muy amablemente, por supuesto) que me venía a buscar porque la señorita Li Pomeroi
tenía necesidad de hablar conmigo, permanecí mirándole los lentes verdes con fijeza y no
dije una palabra. “Si usted quiere venir, claro” agregó el muchacho, desviando la mirada
hacia el pasillo entre sobrador y achicado. “¿Es por algún contrato?” pregunté. El
matoncito hizo girar una llave en la mano tostadísima y se encogió de hombros. “Puede
ser” dijo, haciéndose el simpático. Entonces agarré la foto de B.B. con Jamaica y se la
Lo único que me faltaba era dejarme basurear por un tirifilo, pensé al subir a la Ferrari
sport último modelo que nos esperaba abajo: Hace tiempo que no me ficho en los espejos,
pero teniendo en cuenta cómo se achicó este mono debo tener los ojos muy jodidos. El
viejo Marlowe nunca debe haberlos tenido tan jodidos: y eso que debía conocer el mal
bastante mejor que yo, supongo. ¿Pero qué clase mal, campeón? le preguntó una voz
como de sótano. El mal es uno solo, se contestó Abel Rosso empezando a sudar de puro
miedo no sólo a Lilith Brower sino a cualquier ejemplar de la especie humana que se le
sufriente? ¿Si se te apareciera el querube igual que aquella noche oscura y serena, cuando
perfectamente distinguible adentro mío, por primera vez en lo que iba del verano. Abel
sintió que se asfixiaba y se agarró de la parte delantera del auto con tanta brusquedad que
el otro pegó un frenazo. “¿Se siente mal?” me preguntó con aire de superioridad. “No.
Son gases” le dije (adjuntando una seña aclaratoria) y él no dejó de sonreírse cuando
volvió a embalar por la sinuosa ruta que ascendía entre las villas.
Lo peor de todo es que no era exactamente la voz de Ray, pensé mientras entrábamos a
una increíble mansión de las edificadas sobre el acantilado: Era la mía, también. La cosa
se está poniendo fea de veras. Pero no te derrumbes. Acordate de los que están peleando.
Que no pase la voz. Abel cerró los ojos para frotárselos con suavidad. Cuando bajó de la
Ferrari le chorreaba la espalda pero le sobró el cuero para hacerle desviar los ojos al
muchacho. “¿Dónde está?” pregunté. “Por aquí, por favor” perdió la sonrisa el matoncito.
Li Pomeroi me esperaba tirada en un diván -se le veía apenas la testa color oro blanco-
donde los personajes evangélicos habían sido geometrizados en serie, al estilo de las
Meninas de Picasso. No daba ni para mirarlos, por algunos detalles que capté de reojo.
Después vi a la mujer, pero eso no me provocó el menor rechazo: lo único que tenía
copa. “Whisky doble” le expliqué al matoncito: “Sin hielo. Y con dos medidas de agua
con gas helada”. Agregué una guiñada. El muchacho sonrió y enseguida me lo trajo,
embuchaba un primer trago demasiado ansioso. Abel empezó a sentir una especie de
infinito y absurdo agradecimiento por el hecho de que la mujer usara lentes negros, hasta
que se dio cuenta de que los usaba porque estaba fumada. Se dio cuenta por el
brave Monsieur K. “Vamos a ver” se cruzó ella las manos sobre el sexo como si tuviera
vergüenza: “Me dijeron que vos sos un creador: un músico, un poeta-”. “Músico no” la
corregí. “Bueno, no importa. Un poeta. Es suficiente. Pero sos muy amigo de aquel
guitarrista extraordinario que tocó en Chez Marlene el otro día ¿verdad? ¿Por casualidad
abstraído en la contemplación de un San José cornudo -que sonreía debajo de las aguas
mujer. Y yo pensé: Si esta es la mina que calé aquella noche en el Stella fumándole la
guita a Sinclair estoy frito. Así que liquidé el whisky y prendí un cigarrillo sin temblar y
le miré los ojos a la tigresa. Ella se había encabalgado los lentes sobre el pelo de plata y
entonces pude ver su verdadera desnudez, durante una fracción de segundo: era la
obscenidad asexuada y letal que yo ya conocía demasiado bien. Era el abuso puro. Pero
alzando mucho las rodillas. Yo tuve una erección pero ni me inmuté. “Ves este crucifijo
representa al diablo con cuernitos ni a ninguna de esas pavadas. Esto es nomás que la vita
nova, poeta: la vida sin pasado. Sin futuro. Sin muerte. Y sin crucifixión. Solamente la
vida que creamos nueva, ahora: la del puro placer en estado de gracia. Sin pecado
concebible”. La mujer se crispó en una larga carcajada y levantó los brazos, y Abel fijó
la vista en uno de los rubios sobacos sin afeitar. Confirmado: los ángeles tienen el sexo
en los sobacos. Por eso tienen dos. Y obturados -pensó: Qué chatura, Dios mío. Qué
son unos doctores al lado de esta gansa: lástima que esté tan rica. Después pidió otro
whisky por señas y el matoncito se lo trajo enseguida y le hizo una guiñada sobradora,
aludiendo a la patrona. Abel sintió que se empezaban a tener hasta un cierto cariño con el
muchacho.
“Hace poco que conozco a Marlene. Hace poco que la amo” recomenzó el sermón Lilith,
empinando los pechos para desperezarse: “Ella es maravillosa. Me gusta la gente que abre
sus maravillas: hasta hace unos días hubo dos músicos brasileros viviendo en mi casa, por
ejemplo. Y además hay un pintor holandés que toca Mozart como los dioses-”. “O como
calándose los lentes para mirarme a la cara. “De vista” dije. “Bueno, ya se van a conocer
mejor. Tenemos una fiestita, esta noche, ¿No te querés quedar?”. “Tengo que trabajar”
dije parándome de golpe -y sin dejar de adjuntar las gracias: “¿Necesitabas alguna otra
cosa?”. “No” murmuró Lilith: “Me llamó la atención que alguien nombrara a un Brower
pude aguantar la mirada. “Sinclair ya estaba muerto mucho antes de morirse” dijo con
una gelidez que me erizó: “Yo me llamo Li Pomeroi desde hace mucho tiempo y además
casi intacto y pensando esta vez que la bestia desnuda que tenía enfrente no debía de ser
una satánica nada inferior a los torturadores de los cuarteluchos. “Salut, Li” dije
haciéndole señas al matón para que me bajara al puerto. Ella retribuyó el Salut poniéndose
no están mal, de verdad”. “Tengo que trabajar” porfié. “Lástima” repitió el muchacho:
entramos en los happenings”. “Qué patrona más democrática” dije mirando para afuera.
acuesta con todo lo que se le pone adelante. Y sin embargo al negro lo echó de la villa
Así que era Batalla nomás, pensó Abel manoteando un cigarrillo: Me parece que las cosas
allá nunca la vi, en la boîte”. “No sé” contestó el otro: “A mí me contrataron este verano.
Soy de Cannes. Pero al negro lo metió en la villa el pintor, según tengo entendido: ese
marica que le dicen Mozart”. Abel tiró el cigarrillo a medio fumar y se cruzó de brazos
durante el resto del viaje para disimular el temblequeo. Mozart es el amigo de Amelot: el
de la despedida en donde estuvo Ray, pensó con menos susto que deslumbramiento.
Clavado. Amigo de Amelot de Sinclair de Lilith y del negro. Me parece que cualquier día
de estos vamos a poder mandarle a Bugeia un telegrama como la gente y todo, si seguimos
vivos.
estaba casi oscuro y yo no temblaba más, así que accedí a mostrarle otra vez la foto de
B.B. con Jamaica a la luz del tablero. “Increíble, de verdad” reflexionó el muchacho
entornando unos ojos todavía inocentemente degenerados: “Cuando puedas venite a una
fiestita y vas a seguir dándote cuenta de lo increíble que es esto”. “Ya te dije que yo
CHAMBRE 22
TRES MUCHACHOS posan frente a un fotógrafo en los prados boscosos de una villa de
Bièvres, al promediar una radiante tarde primaveral. Están vestidos con botas pantalones
ponchos y poleras negras, y empuñan sus instrumentos con la sobreactuada fiereza de los
que fingen alzar armas cargadas de futuro. Sin embargo -a medida que se suceden los
clics- la adolescencia de cada rostro termina por emerger destruyendo las máscaras. El
muchacho que sostiene un charango parado a la derecha no sobrepasa los dieciséis años:
bandolera es un poco mayor y bastante más bajo: tiene la nariz menos aguileña bigotito
de zorro y melena corta, y antes del último clic su desamparo se ha envarado tras una
talado- está sentado el guitarrista, seguramente para disimular su baja estatura. Tiene los
pómulos hinchados por el alcohol y la barba muy larga (los otros sólo intentan dejársela)
fumar sobre divanes ubicados en el jardín de la villa. Hay otros músicos -entre ellos un
puentecitos del siglo XVII. Al lado del guitarrista se echa una vieja perra, desperezándose
con dulzura bajo la luz horizontal. Entonces se abre paso a través de los prados una frase
de Mozart que parece no ser ejecutada por el flautista oculto sino por un atardecer de los
tiempos de Saint-Colombe y Marin Marais, y los ojos del muchacho se inundan durante
EL DUEÑO de La Reja les daba una noche libre por semana, y el penúltimo lunes de
mayo lo utilizaron para consolarse del triunfo de Giscard en el ballotage yendo a cenar al
Bateau como en los buenos tiempos. Hasta Pedrito tomó vino. En el Bateau los sustituía
un trío formado por dos franceses ineptos y un asqueroso jujeño encanecido que usaba la
quena para ilustrar gráficamente cómo había succionado otra clase de orificios la noche
que yo. Abel se emborrachó recordando con maravillada tristeza la noche que conoció a
la nena: ya iban a cumplirse veinte días sin noticias de Bénédicte, y aquello lo derrumbaba
La podría llamar por teléfono con la excusa de que tengo descosidos los pantalones negros
y el domingo nos sacan las fotos en Bièvres, pensé: Pero no, yo no llamo. Colette estaba
enloquecida porque Pedrito la había sacado a pasear, y opté por pedirle el favor a ella.
“Che ¿y qué es de la pendeja?” preguntó el Cordobés, sobre quien tuve siempre una
evidente influencia telepática (bastaba por ejemplo que yo pensara una melodía para que
él la chiflara instantáneamente, en el noventa por ciento de los casos). “Anda bien” mintió
Abel: “Este lunes nos vemos”. “¿Pero pasa algo, che?” insistió el otro, acariciándose el
bigotito de zorro. “Pasa y no pasa” dije: “El final no lo sé”. Lo que sé es que por lo menos
borracha y mordía una punta granate de la golilla de cow-boy que usaba el Cordobés
Después salieron a recorrer la Mouffetard soñando con la guita que harían en una gira -a
punto de concretarse- por las Casas de Jóvenes de todo el país, cantando temas
un buen negocio” había comentado Ray cuando se enteró del proyecto del empresario que
París y de Ray -que si recibía el giro o podía vender la Pentax iba a desaparecer de su
Aquella misma mañana yo había ganado el enfrentamiento más grande que tuvimos
jamás, y eso me torturaba. “La revolución podrá ser un negocio para los hijos de puta” le
retruqué cruzando el Pont Saint-Michel en dirección al barrio (veníamos de recorrer las
islas y frenarnos a divagar frente a las chimères de Notre Dame por millonésima vez):
“Yo pienso hacer la guita para volver a militar contra el fascismo, loco. Como me
contra el fascismo y contra la pudrición, loco. Eso ya estoy tratando de hacerlo aquí y a
mi-”. “Suena bien” porfió Ray: “Pero la verdad de la milanesa es que en el fondo lo que
pesa es el mecanismo fisiológico, botija: no hay ningún animal que no se mueva por un
instinto de conservación puramente egoísta. Y eso en el fondo puede llegar a ser la forma
Entonces me frené y apunté con el dedo a la cabeza de Ray, que se quedó clavado como
un insecto contra el Sena incendiado por el atardecer: “Decime por qué un hombre da la
vida por otro” murmuré mansamente, aunque con autoridad: “Explicame por qué”. La
mirada del riverense resplandeció un momento, hasta que su pintoresca sonrisa cargada
de cinismo le hizo bajar los ojos y obligarme a seguir caminando callados hasta el hotel.
“Lo único que yo sé es que el amor nunca deja de ser un buen negocio, viejo. A la corta
o a la larga” dijo recién cuando llegamos a la puerta del Stella: “Me voy un rato para lo
de Amelot. Ah: me olvidé de decirte que arreglé para empezar a lavar platos en el Robert,
mañana, a ver si puedo hacerme un viajecito a Holanda antes de que venga el giro. Y no
te amargues al pedo por el asunto de las elecciones, Abel. El mundo no tiene arreglo,
Abel volvió a calentarse solo recordando la mojada de oreja. Este loco está peor que
cuando nos conocimos, había pensando viendo bajar a su amigo a las zancadas (con su
desteñidísima campera jean puesta infaltablemente) por el socavón crepuscular de la
ese momento Colette vio la cartelera de Favela y empezó a pegar saltos como los
chiquilines. “¿La meteremos en este antro del vicio, nono?” me preguntó Pedrito,
levantándose el ala del sombrero a lo John Wayne. “Dale, boludo” dijo Colette en español,
amenazando por señas con no coserme los pantalones. “Bueno, dale” les dije: “Así
escuchamos cantar a la novia del Cosmósfero”. Pero era el último lugar del mundo donde
narices.
Para descender al subsuelo donde estaba la boîte había que atravesar un laberinto de
pasadizos apenas iluminados por spots color sangre llenos de telarañas. “Nunca me gustó
el Tren Fantasma” le confesé a Pedrito mientras bajábamos los últimos escalones: “Ni
siquiera de grande lo podía soportar”. “Anímese nono, que no estamos en el Parque Rodó”
murmuró el chiquilín, con la cara reverdecida por la luz del sucucho. Favela seguía siendo
celebérrimas, acompañado -como siempre- por brasileros de verdad. El público era una
mezcla deprimente de reventados y turistas snobs que aceptaban sin el menor prejuicio la
moda far-west de consumir los cocteles con las piernas cruzadas sobre la mesa.
“Qué olor a queso, guaso” comentó el Cordobés, y lloramos de risa durante un rato largo
(Colette y la cleptómana por pura solidaridad, ya que no podían entender el chiste): eso
no nos invitó ni con un vaso de agua. En el verdor fantasmal del escenario se recortó
enseguida la mole del Cosmósfero y lo aplaudimos a rabiar sin que nos reconociera:
demoró cinco minutos en acomodarse frente al teclado hasta que su free-jazz consteló el
cuchitril como un amanecer lunar. Habría que averiguar dónde vive Cortázar nada más
De golpe me pusieron una mano en el hombro y salté pegando un gritito igual que en el
Tren Fantasma: Ray estaba parado detrás mío, sonriendo con cinismo y ternura a la vez.
“Qué casualidad” murmuró, tratando de que no lo oyeran los demás: “Justo esta noche
me tocó hacer de Virgilio. Mirá quién me pidió que lo acompañara hasta aquí. Mozart -
creo- le comentó a Sinclair que su Beatrice estaba en París y que a veces se revolcaba en
este chiquero”. Abel bajó las piernas para poder darse vuelta del todo y vio a Sinclair
poder evitar mostrarme demasiado serio. “Sí. Parece que va a lo de Amelot bastante a
menudo, el pinta. Y también viene por aquí, che: este es como la mugre” dijo Ray,
sentándose en un escalón para pedirme un cigarrillo: “Pero hoy cayó al depto porque Guy
le daba una fiesta de despedida a Mozart. Mozart le dicen a aquel pintor marica -el
holandés: ¿te acordás que una noche ligué Valpolicella y pollo, cuando llegué a París a
principios de abril?”. “Sí” cabeceé: “Algo me acuerdo. ¿Ese Mozart era el pintor que se
del traje azul, sintió la vieja náusea desenterrársele peligrosamente. Pero me aguanté bien:
Sinclair y Ray ocuparon la mesa que estaba mi izquierda, y desde allía saludaron con
muecas al resto de la barra. “¿Y estos de dónde salieron?” me secreteó Pedrito: “¿No le
cabe cómo se está poniendo la cosa, nono?”. “Che ¿qué le pasará a este tipo?” me
estar loco?” le contrapregunté. “Ese hombre no va a vivir mucho tiempo más” dijo
sorpresivamente Martine, embozándose la voz con sus largos dedos de punga: “Vi
dolorida. “Yo vi morir nomás que a un chango torturado cuando estaba en la cárcel”
sanateó el Cordobés. “¿Y te parece que esa cara que ves ahí no es la de un torturado,
también? ¿Tiene que ser un guerrillero peronista para que te impresione, débil mental?”
retrucó Abel, con gratuidad. Ya estaban por desafiarse a pelear -como lo venían haciendo
(desde el asunto Bénédicte) más o menos una vez por semana, a cierta hora de la noche y
La presentó como a una gloria de la canción francesa que había grabado con Django
Reinhardt y ahora volvía a los escenarios por una necesidad algo más que económica. La
por la peluca -que esta vez era de color azafrán- antes de darle el micrófono. Hubo algunos
aplausos. La mujer llevaba puesto el mismo vestido verde escotadísimo de los tiempos
esta vez -viéndola caminar por el entarimado- le diagnostiqué por lo menos sesenta años
y una transmenopáusica necesidad de vengar sus miserias. Cantó Yesterday con una dulce
voz cascada, haciéndome acordar de la madrugada infernal que conjuramos a medias con
un tragafuegos -y otras noches mejores y peores de mucho tiempo más atrás. Cuando
Mich hizo colgar su cerquillo bajo el foco verdoso para agradecer el aplauso final, Sinclair
se le acercó con una inexplicable agilidad y se le arodilló adelante. “¿Por qué, Lilith?”
gritó sin que ninguno de nosotros tuviera tiempo de frenarlo: “¿Por qué mataste al
hombrecito? ¿Por qué me mataste?”. “Lilith cantó anteayer. Yo soy la otra, bebé” contestó
Tuvimos que arrastrar a Sinclair hacia atrás entre Ray y yo, aunque sin hacer demasiada
fuerza: el ugandés casi no pesaba, ya. “Hijos” nos sermoneó, despatarrado otra vez sobre
su silla: “Los que no nos quisimos nada más que a nosotros mismos no quisimos a nadie.
Bièvres: tenía la sensación de haber aceptado la vida por primera vez en veintiséis años,
y tomé mate en paz (y planeando un poema que se titularía La flauta y la perra) hasta que
qué fumo, pensé deprimiéndome al mismo tiempo por la ya casi definitiva ausencia de la
nena y por la reescritura trancada de la novela. Ray se despertó recién sobre el mediodía:
estaba lavando platos desde el martes anterior en el Robert, haciendo diferentes turnos
borro para Holanda”. “Y qué pensás hacer en Holanda” preguntó Abel, con fingido
interés. “Fumar. Fumar como un caballo. Y voltear, che: hace meses que no mojo -no sé
lo que me pasa. Así me olvido un poco de este infierno” contestó el otro: “En Amsterdam
se consigue maruja colombiana regalada, botija. Y en esa clase de ambiente siempre hay
pepas de sobra”. “Ta bien” le dije: “Métale nomás”. “Pensar que el otro día estuve a punto
de venderle la maldita Pentax a Mozart. Y podría haberme rajado sin esperar el giro”
reveló Ray de golpe: “A propósito: mirá que tengo envuelta la Pentax ahí adentro del
armario. No vayas a sacarla. Hay que tener cuidado con la mina del Cordobés: ¿te diste
cuenta que el lunes pasado se alzó de Favela con un vaso de cóctel y un cenicero? Y acá
dejamos siempre sin llave, loco”. “No creo que le dé por venir a robarnos a nosotros” la
defendí, sin mucha convicción: “¿Y yo para qué voy a tocar la máquina, me querés decir?
de Cristo” retrucó Ray, ya vestido y a punto de salir para el laburo: “No te enojes, botija.
A los quince minutos de haberse quedado solo luchando con la necesidad de tener que
Pasá” gritó pensando que sería el Papito. Bénédicte entró a la chambre sonriendo
que me esperara un momento afuera y me lavé todas las partes del cuerpo que pude (pies
cabeza sobacos orejas ingles dientes) en cinco minutos, además de vestirme y estirar las
vestida con una desprolijidad ni siquiera estudiada. Hablamos un rato sobre las recientes
de golpe nos quedamos sin tema. Le ofrecí un cigarrillo, pero no lo aceptó. “Tengo los
míos” dijo con sequedad. Entonces prendió un Gauloise sin filtro y me di cuenta de que
“Pero aquí estoy. La última vez que nos vimos llegué a casa borracha y lloré como una
idiota mientras hacía pichí. ¿Por qué me dijiste que era mejor que no nos viéramos más,
Abel?”. “¿Yo?” me paré: “¿Estás loca?”. “No” porfió Bénédicte: “No estoy loca. En el
momento en que nos despedimos yo te dije que iba a ser mejor que no nos viéramos más
-a ver cómo reaccionabas- y vos-”. “Yo te entendí al revés” dijo Abel, dándose cuenta
que el problema radicaba en una mala interpretación de la palabra plus, que pronunciada
sin una s al final implica una negativa. Se lo expliqué a la nena, pero ella siguió manejando
“Perdón” dijo de golpe: “Perdón, Abel. Perdón”. Entonces me asusté. Crucé a la cama de
Ray y me le senté al lado para ponerle una mano en el pelo. “Qué pasa” pregunté. Ella
mantuvo la cabeza baja y al rato contó: “El otro sábado fui al Bateau con mi familia y
tomé mucho vino y me puse a hablar con el tipo que toca la flauta y-”. “¿Con el Coya?”
grité. “Sí” dijo: “No te enojes. Fuimos a tomar algo y le pedí la dirección y al otro día-”.
“Pará” murmuré, sacándole la mano de la cabeza: “Por favor, pará. No me cuentes más
nada”. “No hay casi nada más que contar” se atajó Bénédicte: “Ni entré al apartamento.
Desde la puerta se veían pósters asquerosos. Me fui corriendo”. “Ah, te fuiste corriendo.
Pero habías llevado las pastillas por las dudas ¿no es cierto?”. “Las pastillas no las llevo
arriba. Las tomo todas las noches” sonrió la chiquilina. Abel bostezó una arcada. “No lo
voy a hacer más. Ya te pedí perdón” subrayó ella. “Lo que no puedo entender es por qué
tenés que venir a joderme contándome todas esas burradas y a disculparte y a hacerme
promesas, arriba. Me vas a volver loco, cosita” dije rápidamente en español, para que no
me entendiera: “¿Quién carajo soy yo, al final?”. Pero cuando me saqué los puños de los
ojos encontré la respuesta: Bénédicte estaba mirándome como si yo fuera su Hijo. “Ta
bien, no es nada” murmuré entonces: “Yo no voy a fallarte. Yo estoy aquí y te-”. “Vamos”
En la estación del Lux se besaron las comisuras de las sonrisas, y Abel volvió al Stella
silbando la frase de Mozart que había escuchado la tarde anterior. Casi me daba cuenta
que Bénédicte era la primera persona que había llegado a querer más que a mí mismo, en
veintiséis años de vida. Y aquello me dolía como una maravilla de las que jamás pueden
cicatrizarse.
SAINT-TROPEZ
UN HOMBRE semicalvo lee a Antonio Machado sentado sobre la loneta de una carpa, a
por dos tubos inflables que parecen tener el aire apenas suficiente para seguir aguantando
salto y refuerza la juntura y las bases de los tubos atando cinturones y amontonando ropa
sucia bolsos valijas y todo lo que encuentra a mano. Lo único que le queda por poner
como puntal de contención es un estuche de guitarra y no duda en hacerlo, aunque primero
guitarrista) vuelve a leer, interrumpido cada pocos minutos por los endemoniados
vuelve a la lectura, como para juntar coraje. Entonces se termina el gas que alimenta el
farol. En la cabeza del hombre se abre la claridad de una curva dentada, hasta que sus
labios empiezan a silabear el lamento de un salmo. Después manotea los fósforos y sigue
luz. Con el último fósforo quemándole los dedos se inclina sobre la guitarra, y observa su
se hace total, el ruido de la tormenta se agiganta. La sombra del guitarrista continúa dando
saltos para ordenar a tientas la juntura de las venas inflables y acariciar las páginas donde
tres versos que titula: “Por Antonio Machado”. Rezan así: “Guitarrita mía / que no te
tiró a fumar en la cama. Ahora tenía en las manos unas cuantas piezas del caso como para
romperse la cabeza a gusto. Aunque el caso sea el otro, hermano Caín De Deus -pensó,
noche de tormenta que tuvo que atravesar a solas en el Pam Beach Club, hasta que una
voz sórdida lo paralizó. No era una voz interior, por suerte. Era un canto indescifrable de
alguien que aullaba en la pieza de al lado, donde hasta el momento nunca se habían
escuchado señales de vecindad. Abel perdió la paciencia y agarró a los piñazos el tabique
lindero, reclamando a gritos que lo dejaran trabajar tranquilo. Enseguida hubo silencio, y
“Adelante” grité, sin ganas de pararme -aunque aprontándome para cualquier cosa. Una
cara conocida se asomó sigilosamente y me sonrió, pidiéndome permiso para entrar. Era
entusiasmo: “Siéntese, por favor”. Mozart entró meneando recatadamente sus caderas
barbaridad en montar ese preámbulo. Abel le calculó poco más de treinta años: era un
rubio muy flaco muy miope y muy teñido, que me observaba con una Gárgola rosácea
enyuyada debajo de sus lentes. Es una Gárgola de córnea, pensé (como si le diagnosticara
cáncer de piel): Benigna. Aunque hay que analizarla, de todas maneras. Sus pupilas en
cambio rebosaban un celeste sedoso que no alcancé a captar la noche que lo conocí en
Chez Marlene.
“Le ruego que me disculpe, señor” dijo por fin, agitando las pestañas como las patas de
los cascarudos volcados en el pasto: “No era mi intención molestarlo, se lo aseguro. Hacía
semanas que no venía por mi piecita. ¿Usted es nuevo aquí, verdad? Y por lo visto escribe.
O siente que trabaja cuando escribe, y eso es maravilloso. Yo mataría a los que me
perturban cuando estoy trabajando. Porque soy pintor-”. “Y pianista, además” agregué:
“Lo escuché en Chez Marlene”. Mozart se puso colorado y sus pestañas rubias volvieron
tan tormentosa” dijo: “En general no soy así. Y tampoco soy pianista: apenas copio a
intérpretes que me interesan mucho. Robo, según Marlene. Ella dice que también robo lo
que pinto. Pero no es la verdad. En todo caso, los artistas lo hacemos por necesidad”. “Yo
he robado más que Robin Hood y Dick Turpin juntos” le confesé, y nos reímos con ganas.
Eso me hizo acordar a Ray. “Perdón” me decidí a atacar: “No te he dicho que tenemos
amigos comunes, Wolfgang. Yo compartía mi pieza en París con un petiso pelirrojo que
“¿Es tu amigo?” preguntó. “Éramos muy amigos” dijo Abel, escondiendo los ojos:
dije: “Pero lo que pasó no tiene nada que ver con eso. Es un negocio aparte, entre él y
yo”. “Bueno, yo llegué a hacer algún negocio con ese Ray. Pero amistad no hubo jamás.
Qué tipo repugnante. Fue todo repugnante, allá en París: encontré a Sinclair loco, a
Amelot loco-”. “¿Y a Lilith cómo la encontraste?” contrataqué, sin demostrar el menor
Piaf en la boîte de los negros” dijo: “Pero ella no es tan loca como parece. Y en aquellos
momentos andaban de luna de miel con esta víbora de Marlene y estaba hecha una seda.
Los brazos me empezaron a fallar y los metí abajo de la mesa. “Ella te trajo hasta aquí”
Mozart: “Yo bajé unos días antes y alquilé esta piecita. Ahora la sigo alquilando para mis
cosas íntimas”. Volvió a ponerse colorado. Abel no se animó a preguntarle dónde estaba
Lilith cuando asesinaron a Sinclair. “¿No sabés si Batalla se fue de Saint-Tropez? Porque
tendría que hablar con él por unos contratos” improvisé. “¿Qué precisás? ¿Haschich?”
trató de sonsacarme el marica. “Sí” mentí. “Bueno” murmuró él: “Vas a tener que esperar
unos días. Batalla se peleó con Lilith, la semana pasada. Generalmente los burgueses
dejamos de ser amigos de los traficantes cuando a ellos se les acaba la mercadería. Pero
estoy seguro que en cualquier momento el negro vuelve con más hasch y se adoran de
nuevo”. Mozart largó una pestañeante risita de bataclana y se paró para irse. “Esperá” lo
frené, sacando un brazo ya bastante firme de abajo de la mesa: “Me olvidé de decirte que
yo era muy amigo de Sinclair. Fui yo el que lo encontró muerto, prácticamente-”. “No te
culpable de eso sino de todo, últimamente. Así que me quedé viendo llover sus lágrimas
celestes.
“Todo es tan repugnante” se secó la cara el marica: “Y uno siente la culpa”. “Uno puede
tener la culpa, también” lo corregí. Fue como haberle hecho rodar un hielo por la espalda.
Ahora la Gárgola de córnea le avioletaba casi violentamente los contornos de las pupilas.
Justo en ese momento golpearon en su puerta y él se peinó y salió meneándose, sin agregar
una palabra de despedida. Abel saltó atrás suyo. “Hola, majo” me dijo la Miguela en
español: “¿Es que vives aquí, coño? No me digas que me engañas con mi Amadeo. Mira
que nos terminamos de reconciliar”. Mozart no entendía nada. Y yo entendí lo que debí
sacar en limpio unas semanas atrás, en el caso de tener pasta de detective. La Miguela
el tercer piso.
CHAMBRE 9
escribiendo hace dos horas, desde que sus compañeros bajaron a comer huevos con jamón
Un hombre pelirrojo -caído en un sobretodo negro- entra con la mirada verde inyectada
de hasch y se tira boca arriba en la cama de dos plazas. Desde allí hace una seña hacia la
puerta abierta. Una muchacha negra entra seguida por dos adolescentes y se detiene a
friolenta se acentúa tras un rictus de contrariedad. El más alto y más joven de los
la hoja, tapa la máquina y abandona la cama para empezar a vestirse. El otro adolescente
se cruza de brazos recostado al ropero, con la cabeza gacha. En la piecita hay una
asordinada discusión que no termina hasta que la prostituta sale reacomodándose una
estela perchenta: se vicha en el espejo del botiquín el tiempo suficiente para medir su
vestirse a los manotazos y escruta una sola vez al hombre pelirrojo, que hace oscilar
Yupanqui y machacaba una guitarra que había pertenecido al Viejo- nos confirmó las
galas conseguidas para Navidad y Año Nuevo en el Club Mediterranée, nos vimos
obligados a pergeñar un póster del conjunto. Faruk nos pasó el dato de que el Bigote era
fotógrafo aficionado y tenía hasta un estudio montado en el hotel, así que le pedimos
precio. Él puso cara de contento -por primera vez en cuatro meses- y dijo que nos cobraría
nada más que el revelado, porque esa condena la cumplía vocacionalmente. Después
volvió a enclavarse la pipa en el habitual rictus de saturación y nos avisó que el sábado
iba a caer la policía a hacer una revista semestral de pasaportes. “Lo digo por si alguno
no tiene la carte de séjour, todavía” murmuró sin mirarme: “Les convendría pasar la noche
Ramón, que cayó a visitarnos y se enteró de la requisa y nos invitó a pasar el fin de semana
argumentó que la moda del folklore andino ya estaba en la más absoluta decadencia y que
nos convenía darle un yeito caribeño a la cosa. “A la verdad que la mano ahora viene para
lo brasilero” dijo rechazando un mate con aprensión de gringo: “Pero qué vas a hacer. Es
más fácil pasar por centroamericano que por brasilero, petiso”. “Podemos poner a cantar
a Ray” sugirió Abel: “Este es de la frontera”. Ray me miró sonriendo, entre irónico y
triste. “Yo no sirvo pa nada, botija: ya sabés. No le pegues patadas al puntero, que vas a
terminar llevándote un tacazo”. “Puta, qués susceptible que estás” me defendí sin rabia,
aunque con cara de haber recibido los tapones en plena canilla: “Era nomás que un chiste,
loco”.
Ramón envaró su lomo en el sacón de cuero que trajo de la gira que hizo por Estados
lambriz. “¿Todavía tenés colgadas esas porquerías?” preguntó señalando las fotos de los
goles. Y me miró como maravillado y decepcionado al mismo tiempo. “Vos tenés que
cambiar, petiso. Ya te-“. “Cuando cambie te aviso” retrucó Abel, mostrándole los dientes.
Parecía un liceal en rebeldía, y Ramón le acarició la coronilla con un dedo (el dedo estaba
tibio). “Ta. No te chupes, Principito” dijo. Después se quedó observando unos segundos
a Ray (que parecía tachar algo en su block enfurecidamente) y preguntó de golpe: “¿Vos
también te venís el sábado a Épinay, puntero loco? Tenemos buena yerba”. Ray
don Ramón. El puntero izquierdo siempre está dispuesto a jugar -si no lo tiran a matar
Michel antes de oscurecer, contentos de haberse librado del Cordobés -que debutaba en
Massy- y con una novelería bárbara por el week-end en banlieue, como decía Pedrito
imitando a las burguesas fanáticas de Hasta siempre, Comandante. Abel estaba rabioso
con Pedrito porque no había querido llevar a Colette, pero se fue amansando frente al
comparable al producido por una inspiradísima audición de Síncopa (con dos o tres mêle-
cass arriba, claro está) me hizo sobrevolar dulcemente la náusea, hasta depositarme en los
suburbios del cielo. Tiene que haber derecho a otra vida -pensé al atravesar la neblina
muchos años atrás. “Pensé que no venían” le murmuró en el hombro a cada uno, cerrando
su mirada y volviéndola a abrir titilantemente: “Pensé que no venían”. ¿Qué te pasa, loco?
tiempo. La casona era de dos pisos y tenía un fondo con frutales donde Ramón y el
argentino habían montado un estudio de grabación profesional. Abel subió al primer piso
Eva acababa de hacer dormir a su hija y me invitó a reclinarme sobre la cuna. “Yo no
puedo mirarla demasiado tiempo porque lloro” murmuró, después de pedirme prestado el
pañuelo para limpiarse un vómito infantil que le alamparaba la blusa. En ese momento
apareció Ramón y la muchacha corrió a abrazarlo en puntas de pies. Pensar que esta botija
debe haber sido como Bénédicte, calculó imaginándosela con ocho o diez años menos:
Una candidata a putita, en el mejor de los casos. Ramón inclinó su cabeza barbuda sobre
la menudez de su mujer -que era unos veinte centímetros más baja que él- como si
sobretodo todavía puesto. Parece un monje falso, volvió a pensar Abel: Un sosías
el incipiente perfume de los frutales para despatarrarse en la pieza acolchada. Eva no fue.
cuando estuvo en Siberia” se le ocurrió comentar a Abel: “Habría podido aprovechar para
laburar tranquilo una vez en su vida, por lo menos”. “Che, ahora que lo nombrás: ¿por
sé cuál otro fantasmón: no me acuerdo ni del título. Se lo escuché a uno de los negros que
cantaban con Simon en la gira”. Entonces el gigante hizo una señal casi voluptuosa para
“Resulta que había dos tipos presos en el fin del mundo” empezó a contar, infantilizado
por la felicidad: “Imaginate Siberia, si querés. Los tipos están solos durante años, a pan y
agua: ellos y las cucarachas, nomás. Igual que en el Stella. Hasta que un día terminan de
comer -cada cual en su rincón- y entra una cucaracha rezagada y se lleva la última miga
que quedaba en el suelo. Los dos tipos se miran, pero no dicen nada. Al otro día están
la última miguita. -¿Viste, che? -dice uno de los tipos. -Hoy se la guardé a propósito y la
vino a buscar, nomás. -No entiendo -pregunta el otro: ¿Le guardaste qué a quién? -Le
guardé una miguita a mi cucarachita -contesta el tipo, poniendo jeta de Flaco laurel. -La
putísima madre que me parió -grita el otro, pegando un salto en su rincón como para salir
a buscar el knock-out: -Tener que estar en este infierno, y todavía con un anormal
enfrente. ¿Pero cómo me vas a decir que esa es tu cucarachita? ¿Así que entre los cien o
doscientos bichos que entran en este infierno todos los días vos podés distinguir a tu
cucarachita? -Mañana vas a ver cómo viene otra vez -dice el tipo, tranquilo: -Mañana vas
a verla. -¿Voy a ver que, animal? -grita el otro: -Voy a ver una cucaracha, claro. ¿Y qué?
¿Qué me querés decir con eso? ¿Por qué no le arrancás una pata para ver si es capaz de
poniéndose tristón. -Ta. Basta -dice el otro. -Hacé lo que quieras, pero a mí no me jodas
gritos con las imitaciones del Flaco Laurel. Pedrito no pudo aguantarse y prendió
ávidamente el tarugo de marihuana y lo hizo circular. “Bueno. Y al otro día volvió nomás”
“El tipo la ve acercarse a la miguita y después juna al otro y agarra al bicho con mucho
cuidado. -¿Arrancarle una pata? -pregunta: -¿A mi-? -A tu nada, carajo -lo interrumpe el
otro: -Loco, escúchame: no hay derecho a jugar con la paciencia de nadie. Y menos siendo
nomás que dos, como somos nosotros. Arrancale aunque sea una, dale. Y si mañana
vuelve podemos empezar a hablar- Entonces el tipo cierra los ojos y pega un tirón seco. -
Perdoname, cucarachita -le dice (ya sin cara de gil) mientras la ve irse rengueando”.
rincón como los boxeadores que acaban de voltear al contrario por segunda vez
consecutiva. -Hola, cucarachita -le dice arrodillándose, con cara de arrepentimiento. -¿Te
dolió mucho ayer, verdad? Pero se puede caminar igual con una pata menos ¿verdad? -
rincón: -De cien cucarachas que entran en este infierno más de la mitad andan así. ¿Nunca
te fijaste? -Tenés razón -dice el tipo. Y de repente mira al otro y empieza a ponerse pálido.
-Pero no pretenderás que-. -Yo no pretendo nada, campeón. Yo no pretendo nada. Lo que
te pido por favor es que no jodas más con tu cucarachita. Me vas a enloquecer, en serio.
Y con un loco alcanza y sobra, te puedo asegurar. -¿Y si le arranco otra? -pregunta el tipo,
volviendo a levantar al bicho como para acariciarlo: -¿Viste caminar muchas cucarachitas
con dos patas de menos? -Habría que fijarse con tiempo -negocia el otro: -Pero ya sería
distinto, el asunto- Entonces el tipo cierra los ojos y le pega un tirón. Y al tercer día pasa
lo mismo y al cuarto y al quinto y al sexto lo mismo (no sé cuántas patas tiene una
cucaracha) hasta que el bicho ya entra casi arrastrándose a la celda: ya no le quedan más
Ramón volvió a pitar hincándose sobre la moquette, donde se había acostado a hacer la
mímica. Ya nadie se reía, a esta altura. Y Abel pudo captar perfectamente algo así como
el reblandecimiento de la felicidad del gigante -que hizo girar entre su público una mirada
demasiado negra, antes de recomponer la pose para su parodia. “Bueno” jadeó, tratando
de imitar la fatiga de una cucaracha que se tuviese que arrastrar ayudándose sólo con las
dos patas traseras: “Y allí el tipo se niega a seguir destripando al bicho. Terminantemente.
-C’est fini, loco -dice: -Hoy sí que c’est fini. Mirá en lo que acabamos. -En nada -retruca
el otro: -Que es más o menos en donde empezamos, si no me equivoco. -Ta bien -suspira
el tipo: -Ya está casi deshecha, igual. A ver, macho: ahora decime -pero decímelo de
verdad- si alguna vez viste caminar a una cucaracha con una pata sola. -Jamás -contesta
el otro: -No creo que puedan caminar con una pata sola. -¿Ah, no? -echa la falta el tipo,
esta vez aparece vas a creer que es la mía? ¿Vas a creerme, al final? -Sí, muchacho. Te
creo -lo sobra el otro: -Pero dejá en paz de una vez al pobre bicho. A esta altura yo te creo
cualquier cosa, igual; no te preocupés más por el asunto. -Ah, así que ahora te da lástima
y todo -se ríe el tipo: -Qué bien. Vení, cucarachita- Y la agarra otra vez como para
arrastrándose espantosamente despacio, ya sin migas entre las antenas ni nada. -Chau,
cucarachita -dice el tipo, haciendo como que se limpia los mocos. -Ta bien -baja la cabeza
el otro: -Perdoname, varón. No te pongas así. Ahora reconozco que es la tuya, en serio. -
No señor -grita el tipo: -Si es mi cucarachita tiene que volver mañana, aunque sea con
media pata. No me va a dejar solo, vas a ver: no me va a dejar solo-. Y al otro día se pasan
los dos junando el agujero de la celda hasta que se hace de noche pero la muchacha no
vuelve, che. No volvió nunca más” terminó abruptamente el cuento Ramón, con el
“Qué lo parió. Qué cosa más tremenda” dije después de un rato: “Está para reescribirlo
tal como lo contaste, nomás”. Ramón no dijo nada. Montiel se levantó a poner un disco
de Pink Floyd y yo cerré los ojos para empezar la peregrinación: había una neblina azul,
en las espirales del camino que subía a la Ciudad. Los paisajes eran pompas de tiempo
empedrado por pupilas humosas. Las primeras en aparecer fueron las de Pedrito.
los eucaliptos. Pero los eucaliptos volvían a aparecer acoralados en los ojos de Ray, y una
cloacas: allí flotaba un coágulo que jamás llegaría a tener mirada, siquiera. Dentro de la
mirada de Ramón también estaba Gabi vieja, llorando y alargando sus brazos en dirección
afelpaban la noche con una transparencia color miel. Entonces se proyectaba la señal,
rozándome la nuca y ensanchando su paso por el tiempo estrellado. Sinclar -vuelto Jesús-
“Perdón” murmuró Abel. “Las cucarachas no perdonan a nadie, campeón” retrucó Ray
en secreto, tirado al lado suyo -y todavía acorazado por la negrura del sobretodo- aunque
Abel no lo alcanzó a escuchar. Ni siquiera pudo volver a abrir los ojos antes de caer
bandeja donde se amontonaban tazas de café con leche y sandwichs calientes aderezados
por un aparatejo traído de Nueva York. “Pa” se frotó las manos Pedrito: “Esto huele a
domingo de mañana, loco. ¿Te acordás?”. “Sí” murmuró Ramón, abrigando a su hermano
con la mirada titilante de la noche anterior (antes que nos zampara el cuento de la
cucaracha): “Pero no pienses más en eso por favor, Pedrito. Lo que hicieron allá fue
reventarse los sabañones: quedé con un tic nervioso y todo”. “Entonces tuvo que hacer el
sacrificio de largar el liceo y rajarse a París porque el hermano mayor -el padre de familia
ejemplar con ascendente carrera en Europa y Estados Unidos, como me deben catalogar
mis viejos en los conciliábulos de la feria del barrio- le ponía un pasaje a disposición, y
allá te torturaron no me estaba refiriendo al Uruguay, Pedrito. Hablaba de otra cosa. ¿Qué
“¿Y de qué hablabas che, si se puede saber?” escarbó Abel, por entrar en calor. “De la
niñez hablaba. ¿Para qué preguntás si ya sabés, campeón?” murmuró Ray al lado suyo,
levantándose las solapas del sobretodo como los clochards. Yo lo miré de reojo y acepté
empezó la noche que le dio púa a Pedrito para traer a la yira a la chambre, pensé
desconcertado: No entiendo por qué demonio tendrán que armarse estos relajos. Abel
pidió permiso para orinar entre los frutales y Ramón contestó con una oscura mirada
Bénédicte está cerca, pensó Abel suspendido por el erizamiento esperanzador que le
duraba apenas un segundo: Massy queda por aquí cerca, estoy seguro. Y se apoyó en un
tronco para aspirar el perfume incipiente (aunque sin floración, todavía) de los frutales.
SAINT-TROPEZ
FUI A cenar al Sporting. En la plaza acababan de jugar a la pétanque bajo las amarillas
ristras de focos colgantes. La multitud pueblerina y los pescadores -que cada tanto debían
haber bochado haciendo relumbrar la pequeña bola metálica en la cancha sombreada por
los plátanos- ya no estaban allí. Yo observaba fijamente el espacio dorado donde todavía
humeaba la tierra levantada por el gentío. Abel pensó que ya era hora de escribirle algo a
Bugeia acerca de Lilith, pero una especie de pereza mortal le hizo doler los brazos. Y sin
embargo hay que seguir, pensó: Trabajar. Y pelear. Y creer. Hay que creer para
De repente se apareció en el Sporting una barra formada por Pedrito Isabelle el Cordobés
verme. Yo no veía a Isabelle desde bastante antes del parto y apenas la reconocí. Lo que
la volvía casi irreconocible no era la falta de barriga sino más bien la falta de una pureza
azul -brillando a contramano- en los ojos maquillados como los de una yira. “¿No te
habías dado cuenta que era una putita, enbarazada y todo?” me preguntó la voz de Ray,
y yo me volví a ahogar panicosamente igual que en el asiento delantero de la Ferrari.
Estuve a punto de salir corriendo a boquear en la plaza pero me aguanté firme: tenía que
pagar. Cuando levanté el brazo para llamar al mozo los muchachos me vieron y me
saludaron. No tuve la misma suerte con Isabelle (que no quiso conocerme) ni con la actriz
A lo mejor parezco el diablo, nomás -pensé, fregándome los ojos. Después llamé a
lujuria babosa al mismo tiempo. “Qué pasa, nono” dijo. “Me imagino que no irás a
mandarte alguna burrada inédita, a esta altura del campeonato” rezongó Abel, con
dulzura: “¿En dónde anda el marido de esta joven madre?”. “¿El Ceja? Se fueron para
saqué a tomar algo a la señora, nomás. No pasa nada, nono”. Pedrito dio media zancada
para irse y volvió a torcer la melena en dirección a Abel. “Otra cosa, che” dijo agriamente
serio: “Me olvidaba de avisarte: esta tarde se apareció Colette. Se tiró a dedo, la anormal.
Ya estuvimos hablando y la borré. Dice que le gustaría verte, antes de irse: va a andar en
el puerto. Pero te pido por favor que no la lleves ni a Chez Marlene ni a la pensión. Ya
un pichón de cafiolo.
Me fui al puerto. A la verdad que el día había sido tan complicado que no me quedaban
ganas ni de ver a Colette. Le tenía que mostrar mis ojos podres, además. Aunque a Pablo
empedrado recorrido por el escaso turismo otoñal. Entonces vi arrancar un Citroën muy
taxi y di orden de seguir al Citroën sin entender demasiado bien por qué. El chofer parecía
Pampelonne miró por el espejo retrovisor y preguntó: “¿Nos mantenemos más cerca del
que seguimos o del que nos sigue, jefe?”. “¿Quién nos sigue?” preguntó Abel,
roja” dijo el chofer, con tonito canchero: “Sabe cómo trabajar. Por ahora puede irse
Hay que reconocer que yo nunca me hubiera dado cuenta de la persecución. La Ferrari
encadenados para desparecer durante algunos minutos y todo. Los negros se metieron en
el camino de tierra que bajaba hasta el Pam beach Club y nosotros esperamos un poco
para seguirlos. Eso le complicó la vida a la Ferrari, que prefirió acelerar y pasarnos a
ciento cincuenta. Después del Pam Beach Club había una curva totalmente oculta por los
voz de duro.
Mientras el coche bajaba las cinco o seis cuadras que separaban al camping de la carretera,
Abel iba estudiando el crecimiento de la inminencia lunar sobre los viñedos. Iba pensando
en Colette, a la vez que aceptaba que desde la primera carta escrita por Pedrito a la
caravane, muy cerca de la doble vía asfaltada que vertebraba el camping. Allí despedí al
taxi. “Suerte” me dijo el chofer, y yo le puse los dedos en v con cara de presidente burgués
progresista.
La caravane que alquilaban los negros estaba ubicada en la “zona residencial” del Pam
Beach Club, con muy poca estridencia de ropa tremolante sartenes o Beatles. Abel
encontró a Batalla bajando algunos bolsos más mugrientos que el Citroën, todavía.
Ninguno de los dos se abalanzó a abrazarme. Batalla se había sacado el chambergo y los
lentes ahumados, y su miopía sobradora daba hasta un poco de lástima. El negro chico
estaba acuclillado adelante del coche, con los ojos clavados en el pezón de tierra por
donde asomaría la luna. La redondez nacarada del ton-ton le flotaba en los brazos como
“Verdad” dije: “Pero seguimos comiendo chocolate, hermano. Y se nos acabó. Hace
tiempo. ¿Tenés algo para vender?”. El negro se camufló de apuro con el chambergo y los
lentes, sin poder evitar el temblor del fastidio. Apenas sonrió. “Yo no vendo” roncó: “Yo
nunca vendí de eso. Cuando tengo convido, pero nada más. Un guitarrista de Bahía no
precisa vender más que su samba para sobrevivir”. Aquello me hizo calentar. “Claro”
dije: “Pero en el caso de los músicos angolanos que se hacen pasar por bahianos debe ser
diferente, supongo”.
pavadas cuando consiga chocolate los invito con algo”. Entonces me jugué. “¿Así que no
pudiste venderle nada a la rubia diabólica, Sidney Poitier? Andás con mala suerte, este
verano. Las divas no te quieren dar besos, y esta-”. “¿Quién te cantó ese samba?” me
preguntó Batalla con la paciencia intacta. “Alguien que estaba allí” sonreí, lo más
cínicamente posible: “Hoy visité la villa-”. De golpe empezó a sonar el ton-ton del negro
chico y no tuve más remedio que desconcentrarme para verlo sonar: una luna casi tan
bermellón como la que vi subir una vez en el Tajo había entrado a la noche. Había entrado
“¿Por qué no le preguntás a la rubia diabólica lo que iba a hacer conmigo allá en Favela,
puede”. El que estaba mintiendo era él, pero yo había encontrado la hilacha que esperaba
para entrar a la trama. “¿Qué? ¿Te la manducabas después que ella imitaba a la Piaf?”
asquerosidad: “Y la última noche que la bicha vino a cantar a la boîte él estaba en una
cama largando sangre por la cabeza, hermano. Eso consta -con testigos- en la Jefatura de
Policía”. Abel se puso blanco, sin haber vuelto a mirar la luna. “El Inspector Bugeia no
me comentó nada” chisté, rabioso: “¿Él alcanzó a localizar a Lilith, allá en París?”. “Sí,
señor” dijo el negro: “Y también alcanzó a cerrarme Favela, el muy hijo de puta. Pero
todo eso fue recién al final, después que ustedes bajaron al sur. Y acá nos debe tener
cigarrillos: “Es por saber, nomás”. “El marica” mentí, para ver qué pasaba: “El pintor.
Mozart”. “Pero-” se puso grisáceo el negro: “¿Pero qué alma podrida que es la gente,
no?”. “Alguna” dijo Abel, sin dejar de atender el conjuro del ton-ton. “Y pensar que ese
alma podrida de Mozart ni siquiera se comió los interrogatorios” contratacó Batalla: “Fue
el único que no se los comió, al final”. “Él no estaba en París cuando mataron a Sinclair”
puntualizó Abel. “¿Es que acaso hay testigos de que él estuviera en otro lado?” porfió el
angolano. “No sé” dije: “No sé. Bueno. Tengo que irme a trabajar. Disculpame las
molestias”. “¿No querés que te alcance hasta el puerto?” me preguntó Batalla, entre
amable y desconfiado. “No, gracias, Voy a dedo” dije: “Igual que cuando vivía aquí”.
Entonces me di vuelta y le acaricié las motas al negro chico. Él no dejó de tocar, pero
sonrió relamiéndose los goterones de nácar que le escarchaban la cara. Sudor o llanto -
tanto da, pensé. La luna entraba como una avalancha de belleza rojiza en el callejón del
camping.
escuchaba el latido del ton-ton. Entonces apareció la Ferrari. Había estado estacionada en
el Pam Beach Club, evidentemente. No precisé ni hacer la clásica seña del auto-stop: el
matoncito frenó por su cuenta y se ofreció a llevarme al puerto. “¿Al Impasse des
puntería del taximetrista que me había traído al camping. “Sí” dijo Abel: “Voy a pasar
por ahí primero a buscar la foto con la B.B. Nos la pidieron para colgar en la cartelera de
Chez Marlene. ¿Mucho laburo, viejo?”. El matoncito lo enfocó con los ojos
inocentemente degenerados pero no sonrió. “Hay del divertido y del aburrido” comentó:
“No me quejo”. A Abel le dio muchísimo trabajo -durante todo el trayecto- no reírse solo.
El matoncito policía, pensaba sin parar: Y yo vigilando los atardeceres. “Qué mal viven
Las ventanas del tercer piso estaban todas oscuras. Pero no todas las piezas estaban vacías:
Abel oyó gemidos amatorios ya desde la mitad de la última escalera. Andan bravos los
al mismo tiempo- era la certidumbre de que mi papel como investigador no había pasado
de ser en ningún momento más que una estupidez. Una real estupidez, Inspector Marc
Bugeia: usted sí que me la jopeó -pensé riéndome solo: ¿Qué se fizo tu aventura /
Caballero? / Qué tristura. Abel no pudo darse cuenta hasta después de abrir
plateaba la pieza, pero alcanzaba para iluminar a Pedrito y a Isabelle. “Sádico” gritó Abel,
pegando un bruto portazo: “Podías haber cerrado con llave, por lo menos”. Mientras
bajaba la escalera a los saltos recordó haber oído alguna vez que las puérperas no pueden
hacer el amor hasta después de un mes del parto. Lo que pasa es que estamos en Saint-
Tropez, pensó: Y aquí hasta la comunión se debe hacer contra natura. Tendrían que
advertirle a los turistas -con carteles colocados en la ruta y todo- que por las dudas no
miren para atrás en el momento de irse. Usted puede volverse una estatua de sal
perfectamente, forastero.
NO PUDE encontrar a Colette en el puerto. Ya era tarde, y subí a Chez Marlene con un
humor canino. Aquella noche apenas se hablaron, con Pedrito. Pero al terminar de trabajar
el chiquilín le aclaró a Abel que no iba a dormir en la pensión. “Si encontrás a Colette,
ofrecele mi cama” dijo: “No tiene donde apolar. Yo me voy a otro lado”. Abel lo miró a
los ojos y el chiquilín bajó la cara, entre asustada y cínica. “Me parece muy bien” le dije:
“¿Sabés cambiar pañales? Porque así la podés ayudar a Isabelle, también”. Pedrito pegó
colgando y los ojos anclados entre los contraluces lunares de los yates. Demostró poca
bueno detrás de aquel encuentro. Tampoco tuvo la menor necesidad de esconder los ojos,
porque ella ni lo miraba. Ya hacía bastante frío, y le pasé mi gabán sobre su sweater y la
llevé hasta la pensión sin darle explicaciones. A ella no parecía importarle literalmente
nada.
“¿Esta es la cama de Pedrito?” fue la primera frase larga que dijo, apenas entramos a la
pieza. Le contesté que sí y empecé a preparar el mate. “¿Después que hagas el mate podés
apagar la luz, por favor?” me pidió la muchacha, tirándose sobre la cama deshecha por
Isabelle y Pedrito. Aquella frase hizo que Abel sufriera un ataque tan violento de
voracidad que hasta se vio obligado a moverse de espaldas a Colette, para esconder la
la cama. “¿No te importa no tomar nada?” pregunté: “Estoy rendido”. Ella ni me contestó.
Quedó brillando de cuerpo entero abajo de la luna, con las facciones de pájaro alzadas
“Soy adoptada” empezó a decir al rato: “Pero conozco muy bien a mis padres. Ellos vivían
en el mismo pueblo que yo, en Auvergne. Me regalaron o me vendieron o algo así, porque
tenían demasiados hijos. Es un caso bastante común, allá. En la casa de mis padres
adoptivos había que mear y todo lo demás en el mismo lugar que los cerdos: pero eso es
muy común, también. Mi padre adoptivo no me violó ni nada por el estilo. Me violaron
entre varios muchachitos borrachos arriba de una mesa en un baile de casamiento, a los
quince años. Después no tuve más hombres. Aunque te parezca mentira, le propuse
me dijo que tenía veintidós años y yo me lo creí. Todo, me lo creí: que me iba a mandar
buscar desde Cannes y después desde aquí. Que estaba juntando plata para eso y para
casarnos a fin de año. Y yo reventaba de calor en París y al volver del laburo me metía en
el baño turco del Stella y me encajaba una almohada abajo del vestido y soñaba que yo
era Eva y él era Ramón. Hasta que me pudrí de esperarlo y me vine a dedo: demoré cuatro
días. Y ahora me manda al diablo. Tranquilamente. Dice que tiene dieciséis años.
Lo peor es que no está llorando -pensó Abel, después que la muchacha se quedó callada.
Entonces apareció la voz de Ray (aunque no era exactamente la voz de Ray, yo lo sabía
muy bien) por tercera vez en lo que iba del día. “Dale, tirátele arriba” decía: “¿No ves
que la canaria está regalada, vejigón?”. Esta vez me sentí ahogado, pero no por la
todo lo que hubiera podido hacerse ahí abajo de la luna. Con la muchacha del perfume
triste.
“Ah, me olvidaba: Ramón viene a visitarlos en estos días” anunció ella de golpe,
recuperando la voz que yo le conocía. “¿Ah, sí?” murmuró Abel, como emponchado por
un alivio azul. Por fin voy a poder contarle el asunto de Ray a alguien que pueda
entenderlo, pensó: Por fin. Cristo bendito. Por fin. “También te mandan saludos el
Cosmósfero y Mich. Están viviendo en la 22” agregó la muchacha: “Y Ray. Bajamos con
unos días de diferencia y ayer me lo encontré aquí cerca, en Saint-Raphael: anda con un
gitano, yirando en una camioneta. Mandó decir que en cualquier momento te viene a ver.
Que no te preocuparas”. Abel se pasó varias veces la mano por el pelo y se acercó al
rincón donde estaba su valija. Simuló buscar ropa para poder permanecer agachado unos
pensó: Y el manantial sereno. Cuando volvió a su cama vio que la luna estaba
CHAMBRE 22
muchacho relojea un fajo de hojas hinchadas por las tachaduras que hay sobre su mesita,
y termina contorsionándose para observar con desesperación las rejillas de luz primaveral
que proyectan las persianas. Entonces oye el jadear de alguien que abre la puerta (cerrada
sin llave) y salta de la cama: su susto aumenta cuando ve al diminuto conserje mauriciano
Peter Stuyvesant y corre descalzo y pega un resbalón al cruzar por el mosaico recién
fregado del pasillo. Entonces ve al conserje hipando agachado frente al charco de luz
malva que derrama la última puerta, y lo empuja suavemente para poder pasar. La claridad
se hace violenta, adentro de la pieza: un hombre flaco y alto -vestido con un piyama
amarillo y negro a rayas- está tendido de través sobre la cama. La sangre de la cabeza
partida del hombre ya no chorrea hacia el piso -aunque las tablas todavía no han absorbido
todo lo regado. El muchacho permanece inmóvil e impasible durante unos segundos, con
los ojos clavados en los ojos semiabiertos del muerto. Lo único que se escucha es el hipo
del mauriciano, llorando en el pasillo. La mirada del muerto parece recoger con jubilosa
cama: lo que encuentra colgando es apenas una gran huella pálida -la huella de una cruz
que debió haber parecido escandalosamente grande cuando estuvo colgada entre la
suciedad de la pared.
MUY POCAS horas antes de que Sinclair fuera asesinado tuvimos que apechugar una
amanecer en la taberna, y después de bajar a comer algo con Ray al bar-tabac me moría
por dormirme una buena siesta. “¿Apoliyo corrido?” murmuró Ray empezando a chupar
saludó a la mujer del barman con una guiñada y saltó de la banqueta. “No sé” dijo: “A la
verdad que no me doy cuenta de si una mujer está bien o mal cojida, loco”. “¿Qué pasa?”
ninguna mina, acaso?”. “A la verdad que Marlowe mata poco” prefirió seguir
metaforizando con vaguedad Abel: “En las novelas consta. Y te diría que hasta el final de
El largo adiós tiene bastante poca suerte con las mujeres, incluso”. “¿Y de Peluca de Plata
qué me decís?” porfió Ray: “¿Esa no cuenta en el memorándum, botija?”. “Esa es una de
las principales ninfas del memorándum” confirmé con entusiasmo, al darme cuenta de
que había saltado -por fin- el tema Bénédicte: “Y de alguna manera hasta podría ser la
principal. Claro: de alguna manera, digo. Ojo. Es una cosa complicada de entender, pero
te puedo asegurar que Marlowe nunca le tuvo ganas. O eso que llaman ganas, por lo
menos”.
“Che, decime: ¿y qué negocio hay con el compañero del alma -el famoso Terry Lennox-
al final? ¿Son amigos con Marlowe o qué carajo pasa?” preguntó Ray, ya en un tono de
joda absoluta y frunciendo la trompita. “Marlowe lo quiere” dije: “Es obvio que lo quiere.
Pero el otro es un bicho arrevesado, ¿no?”. “El otro es una mierda” corrigió Ray: “Bueno,
yo diría que los dos son una buena mierda a su manera -y como todo el mundo. ¿Pero de
veras que no los notás bastante más que amigos, che?”. “No” dije riéndome con ganas:
“Francamente no”.
usaba día por medio, desde que se sentía “amado”. Pobre infeliz, pensé
cama de Ray. “Che guaso” me dijo, casi cariñoso: “Lucio nos invitó para ir a ver el debut
de Argentina y Uruguay en el mundial, pasado mañana. Tiene una televisión color que
rompe las paredes. ¿Te venís con nosotros?”. “Nones, campeón” dijo Ray echándose el
aliento en las uñas para lustrárselas en la campera: “Decile a Lucio que le agradezco
mucho la expresa invitación personal, pero que pasado mañana voy a estar en la
Cordobés: “Los yoruguas se ofenden por una caca de mosca, lo mismo. Mirá si Lucio se
va a poner a invitar a todo el barrio latino persona por-”. “Ta, ta: no te chupés, campeón”
lo atajó Ray: “Y no digas bobadas, tampoco. Los uruguayos se ofenden como todo el
mundo. Bueno, los riverenses nos ofendemos un poquito más -lo reconozco- porque
somos todos medios paranoicos. Pero lo que te dije fue en joda, regolucionario mío”.
había acercado primero al piano y después a la repisa-armario para ojearme los libros.
“Sí, eso sí. Mañana mismo arranco” dijo Ray: “Hoy me mando unas cuantas horas extras,
me mamo en lo de Monsieur Amelot y mañana salute. Che ¿qué mirás allí, si se puede
saber?”. “Miro a ver si hay un libro que le regalé a Abel cuando vivíamos en lo de
Amelot” contestó la muchacha, sin inmutarse. Y mostró el Lautréamont par lui même y
se volvió a abrazar del Cordobés -que ya estaba parado y con ganas de borrarse lo antes
posible- para chuparle un poco la golilla. “Tené cuidado, vo” le dijo el Cordobés a Ray,
curraron a unos árabes vinculados con la mafia de Amsterdam, me parece”. “Y eso qué
tiene que ver” se exasperó Abel: “Picaflor me explicó cómo fue aquel asunto. ¿En que se
puede parecer a esto?”. “Pero muchachos” pegó un salto Ray: “Ni discutan por mí. Ojalá
tuviera que tomármelas de una vez por todas de este infierno. A ver: ¿adónde están los
árabes que tengo que currar?”. Yo me reí, con tristeza. “Sí, esto ya no se banca” sacó la
bajando la escalera: “Apenas la mina me ayude a juntar algunos mangos nos vamos del
hotel, guaso: un estudio, un bulito. ¿Te imaginás qué pomada?”. “Te felicito” dije,
“Bueno, botija: la mano viene bien” anunció Ray después que nos quedamos solos:
“Viene debute, vo. Cigarrito, por favor”. Abel no alcanzó a comprender del todo la euforia
de su amigo. “No hay caso, loco” sociologicé, casi para mí mismo: “A la larga todo el
mundo termina soñando con su casa y su mujer y hasta con la correspondiente prole, si te
descuidás. Pero lo increíble es que hasta son capaces de hacer la comedia en la menor
oportunidad que se les presenta, los muy desgraciados. Fijate el Cordobés. Los padres son
unos aristócratas que están en la joda porteña-puntaesteña y tienen una cadena hotelera,
una concesionaria automotriz y la mar en coche: al pendejo lo dejan venir (¿lo dejan o lo
mandan?: eso no lo sabe ni él mismo, claro) a tocar el bombo a París -y a morirse hambre,
si se le presenta el caso: por eso no hay mayor problema- con tal de que deje un tiempo
la política. Textualmente contado por el Cordobés: una relâche política ¿chapás? Y ahí
“¿Pero vos creés que este vejerto es un rego de veras? ¿Vos creés que anduvo metido en
algo serio -o que se podía meter en algo cojonudo como una guerrilla?” se burló Ray. “No
sé. Lo que él cuenta no lo creo, por supuesto. Pero lo estoy viendo reventarse. Y no te
olvidés que yo lo empujé para que se machihembrara con esta pobre mina, además”.
“¿Pobre?” retrucó Ray: “Te puedo asegurar que al ritmo que afana va a salir rápido de
pobre, la yegua esa”. Abel miró el perfil del otro, sin contestarle. Ahora tuve la sensación
sus últimas esperanzas: ahora brillaba compacta -como una especie de máscara rojiza- la
condenación. Y sin embargo había cambiado tanto después que volvimos de Beirut -pensé
Al rato me di vuelta y traté de dormir un poco sin hacer ni el intento de desvestirme, por
si caía otra clase de visitas. Entonces Ray murmuró jadeando extrañamente (después que
los ronquidos de Abel se hicieron regulares): “Lo que pasa es que la vida es una gran
joda, macho. Eso es lo que pasa. Te puedo asegurar que ni el pobre Terry Lennox se salvó
de soñar con machihembrarse con su amigo del alma, por ejemplo: y eso que no era
marica y que le sobraban minas, si las quería tener. Pero el detalle triste es que jamás
conoció a ninguna mina con un alma tan excitante como la de Philip Marlowe. ¿Entendés,
chiquilín?”.
resignado, fregándose los ojos. Entonces las facciones de pájaro de Colette perfumaron
momento?”. “Usted no necesita permiso para entrar en ninguna celda del infierno,
señorita” contestó Ray. “Vengo por dos trucs, nomás” explicó la muchacha en español:
“Primero para dejarle la traducción que hice de un poema suyo, Monsier Rosso. A ver
qué le parece”. Y me alcanzó temblorosamente una hoja escrita a mano. “Sentate, vieja”
dije señalando los pies de mi cama: “Sentate, por favor”. “No: ya me voy” se puso
colorada Colette: “Leélo después, porque me da güergüenza. El otro truc era avisarles que
acabo de ver por la ventana al Cosmósfero y a Mich, con una pinta bárbara de venir para
acá. Les avisaba por las dudas”. De repente Ray bajó de la cama y empezó a perseguir a
la muchacha como hacía con Faruk, en los buenos tiempos de la chambre 9. “Le da
“¿Y esta?” preguntó Ray, con jadeante ternura: “¿Esta no es una de las que hacen la
comedia, acaso?”. “Es muy distinto” sentenció Abel: “Esta canaria es mejor que todo
París junto y envuelto para regalo, hermano. Esta es la fuerza de la tierra, como decía
Faulkner”. “No me llames hermano” se ensombreció el otro: “Yo también soy canario
pero no soy la fuerza de la tierra. Debo ser otra cosa, más bien”. “Vos sabrás” retruqué
vichando la traducción del poema (que era mucho más convincente que el poema mismo,
me dio la impresión): “Lo que es a mí me has dado siempre una gran mano, loco. A
propósito, cuando vuelvas de Holanda tendríamos que terminar de darle los últimos
toques a la tramoya de la policial: vos sabés que me parece que esa novela está por irse al
tacho ¿no? Y nos queda por resolver lo del libro ilustrado, también. ¿Bocetaste algo
cosas, no te preocupes” dijo recién al rato: “Mirá, ahí se oyen las pisadas del Elefante
parece que hoy no dormís la siesta, genio traducido”. “Andá a hacerte dar” murmuró
la chambre como Perico por su casa. Al verme hizo una mueca fría, donde podía rastrearse
la irreversible imposibilidad de sonreír con el cráneo. Qué cosa más espantosa -pensé
dándome cuenta de que era la primera vez que le veía los ojos. La mujer tuvo un brillo en
la mirada. Era una mirada pantanosa, que se tragó aquella desesperación con la misma
velocidad con que se hubiera tragado el odio o la pena. Si conoceré esos pantanos -pensó
esta vez Abel recordando un episodio de su ruptura con Gabi digno de ser transcripto en
el supremo estilo baresco de Los asesinos o El mar cambia. Ray festejó el naufragio ajeno
sin el menor disimulo, y se volvió a incorporar para frotarse exageradamente las manos.
“Adelante, muchachos, adelante. Tiempo sin verlos, che” dijo haciéndome señas para que
le voleara otro Peter Stuyvesant. El Cosmósfero se sentó a los pies de la cama de Ray
mientras la mujer -entablillada eternamente por el vestido verde escotado de los tiempos
“Nos quedamos sin yerba. Hace días. Y nos moríamos por un matecito” se sinceró el
Cosmósfero, dulcificado más que nunca por la podre infantilidad de su locura. Abel
ensilló el mate evitando mirar de nuevo a la mujer, que había destapado el piano y lo
observaba con la desaprensiva atención de un afinador experto. “Me parece que esto se
acaba, che” dijo el Cosmósfero cuando le alcancé el primer amargo: “La sangre tira
Nos miramos con Ray. “Ta bien” le dije: “Siempre que se pueda”. “Se puede” porfió el
Cosmos: “Yo tengo la nacionalidad y todo. ¿Nunca les había contado?”. “No” dijo Ray,
con los ojos radiantes: “Es una idea de lujo, Cosmito. Yo hace meses que tengo un
proyecto de ese tipo -aunque ni se compara con el tuyo, claro. Cuando vuelva de Holanda
pienso hacerme clochard. Por unos meses, nomás. Pero pienso integrarme a las capas más
sufridas del pueblo de una vez por todas: el pueblo tira, che”.
Abel sonrió sin ganas y le ofreció un mate a Mich, que se arrimò en dos zancadas para
chupar con desesperación el menjunje todavía hirviente. Están muertos de hambre, pensé:
Pero ella es otro cantar. Ella está muerta de otra cosa peor que el hambre y la
agradezco mucho, de veras. Me ha hecho un favor muy grande, Monsieur”. Pero la mujer
dijo apenas Voilà, devolviendo el porongo con la misma desaprensión con que había
escudriñado las entrañas del piano. “¿Y Sinclair?” preguntó de repente, torciendo el rostro
mal estucado por un maquillaje de días: “Hace bastante que no va por Favela. ¿Se le pasó
el stress?”. Ray no pudo aguantar una carcajadita y Abel lo acompañó con devoción, esta
dijo Mich, sin traslucir rencor: “De verlo allá en Favela”. “A la verdad que ya nos hemos
visto demasiado. Mejor que no se aparezca más ese nazi maldito” la apuntaló el
aunque Abel vio emerger dos puntas de alfileres en sus ojos acuosos. Entonces se escuchó
el Quiere hablar detrás de la puerta y yo tuve por primera vez la completa certeza de estar
“Justo” me dijo Ray: “Ahí tenés un milagro subterráneo”. Abel gritó Adelante mientras
del piano. Pero el ugandés no alcanzó a ver a casi nadie, como de costumbre. Dio los
pasos necesarios para desparramarse cerca de la mesita y agarró una ración de yerba y se
puso a masticarla. “Vengo a despedirme” empezó a monologar con los ojos cerrados:
“Vuelvo a morir a mi país. Y hoy sólo quería dejar ante ustedes la desconsolada
constancia final de que -como dijo el gran Cesare 48 horas antes de sus idus- dí poesía a
los hombres”. Sinclair alzó la cara con horrible humildad y Abel se tuvo que embuchar
un empuje de llanto. “Pero eso no te alcanzaba, Padre” casi rezó el otro, haciendo una
hubiese podido ser lo que soy, Dios mío. Aunque para eso hubiese necesitado olvidarme
hasta de tu nombre”. Nos miramos con Ray. El ugandés terminó de tragar la yerba y se
paró como una marioneta levantada por hilos desparejos. “Porque los hombres fueron
hechos para hacer todo entre todos: creer o reventar” sentenció retrocediendo
A LAS diez de la noche del día siguiente el Inspector Bugeia me trajo hasta el Stella en
su coche particular, aunque no me invitó a tomar ningún apéritif. No era momento, por
debían estar improvisando un dueto en taberna, y yo tenías que hacerme una lavada
general y cambiarme por lo menos de camisa. A la verdad que había sudado como un
a pesar de las sendas horas y pico que se comieron el Bigote y Faruk) me resultó muy
llevadero, aunque cuando agarré el pestillo para bajar frente al Stella y Marc prendió un
Monsieur le Privé” dijo, reclinándose para largar el humo con la mirada puesta en el techo
del Renault. Abel se volvió a crispar sobre su asiento y no tuvo más remedio -a pesar de
sentirse atabacado- que manotear otro Peter Stuyvesant. (Lo increíble es que recién en
tantas horas de baile corrido.) “Usted se da cuenta de que hay laburos y laburos ¿verdad?”
hizo tenblequear tanto que opté por aplastar el cigarrillo y cruzarme de brazos. “Sí” dije:
“Por supuesto”. Pero no me torcí un centímetro para mirarlo. “Por ejemplo usted,
Marlowe: ahora tiene que salir a hacer música en un lugar de ensueño” ironizó Bugeia,
levantando un poco la voz: “Toma unas copas, canta (lo más seguro es que sin ganas,
aunque eso no interesa demasiado) y hasta puede enganchar una minita. Hasta aquí lo del
Privé”.
el rebote del humo. No quiso retrucar. “Lo de Maigret es distinto, muchacho” siguió
metaforizando el Inspector, cada vez con más asco: “Maigret tiene que seguir manejando
por París y después por la carretera que cruza la banlieue viendo las luces de los edificios
de una ciudad podrida y sin la menor salvación a la vista. (Y le voy a pedir que por hoy
las más sinceras náuseas.) Bueno, resulta que Maigret maneja y después estaciona y sube
y su maravillosa mujer (que además cocina muy bien, como a usted le consta) y hasta es
posible que vea un poco de televisión y haga el amor y todo. El problema es que por más
acostumbrados que estemos al laburo el caso queda, camarada. Y hasta para comer y ver
televisión y hacer el amor en paz uno tiene que concentrarse de tal forma que pasados
diez años empiezan a aparecérsele demasiados momentos en los que no se llegan a sentir
todavía. Y a lo mejor algún día se hace merecedor de la suerte que me ha tocado a mí, por
barato. Pero sucede que existe otra cosa no excluyente que se llama derrota, viejo.
Derrota: individual y colectiva. Usted me entiende, camarada Abel. Entonces, si uno fuera
optimista podría pensar que todavía no estamos en “la era prometida” y que todo este
esfuerzo sobrehumano que tenemos que hacer para colaborar con “la marcha del mundo”
se justifica -aunque tenga una fundamentación mucho más suprahistórica que científica
por la sencilla razón se que se está pariendo algo que debería nacer. Más o menos así de
voluntarista o absurdo. (Y atención que me consta de que además de estar usando
como es el caso de este servidor- no te queda otra cosa que cumplir y joderte. ¿Está claro?
El inspector tiró el pucho en la hedionda vereda sobre la que estábamos subidos. “Bueno,
desahogado: “Gracias por la atención y sobre todo por el silencio, muchacho. Vamos a
recapitular lo más rápido posible porque ya se nos hizo muy tarde, a los dos: el hombre
los últimos quince años donde también frecuentaba esporádicamente una clínica
psiquiátrica porque tenía la guita del mundo porque era el heredero de uno de los mayores
yacimientos auríferos del África desde donde le mandaban los giros mensuales que él se
gastaba con las putas y antes con una artista degenerada de la que nunca llegó a
divorciarse. A propósito, hoy me olvidé de preguntarte algo: ¿la rubia platinada que viste
aquella noche en la pieza con la mosca en la mano tenía peluca o pelo natural?”. “Ah, no
tengo la menor idea” me escudé levantando las manos -tranquilas, otra vez: “¿Ella vive
en París, todavía?”.
“Esa es una de las doscientos mil cosas que nos quedan por averiguar” dijo Marc: “Ella
fue vista por aquí hace unos días, por lo menos. Pero sigo el resumen porque ya me están
haciendo ruido las tripas: a tu amigo Sinclair le partieron la cabeza con una cruz de oro
puro pintada de negro aproximadamente entre las diez de la noche y las tres de la mañana,
ayer o anteayer. Le robaron el efectivo que tenía, además. Quiere decir que el famoso
“móvil del crimen” aparece clarísimo. Y el gerente del hotel conoce a varias de las putas
que pescaron en ese muelle: sabemos hasta por dónde empezar a largar el anzuelo ¿te das
cuenta? Lo que es el caso en sí no es nada del otro mundo, te puedo asegurar: creo que
Bugeia hizo una mueca sonriente y prendió un cigarrillo que se puso a fumar de cara al
techo del Renault, otra vez. Abel tuvo necesidad de un Peter Stuyvesant pero ni se decidió
a tactar el paquete porque intuía que las manos iban a desestabilizársele en cualquier
momento. Y así pasó, nomás. “Sin embargo queda un asunto del que no hemos hablado
cariñoso: “En las novelas policiales que los dos frecuentamos los policías y los detectives
se entienden demasiado poco ¿no le parece? Hasta los policías como la gente se entienden
demasiado poco con los detectives como la gente, en mi opinión. Claro que yo soy policía
y hablo con mi corazoncito. Pero le pido que no vaya a olvidarse de dos cosas muy
segundo: tiene corazoncito. Hay mucha gente rara alrededor del caso ¿entiende? En este
hotel de mierda, en Favela-”. “En lo del ex-escenógrafo loco” agregué con tonito
enemigos. No importa” casi gritó el Inspector: “Le pido que no me esconda nada
importante de lo que vaya a pasar -o inclusive ya pueda haber pasado- detrás del
escenario. Y no se lo pido precisamente de amigo a amigo ¿está claro?”. “Está claro” dijo
Bugeia: “Y te ruego que no te ofendas por lo que voy a decirte, Abel. Enemigos hay
siempre y a la vista, viejo: aunque no los veamos. Y aunque compartan nuestra ideología.
Basta con hacer algo por el mundo de verdad y kaput: ahí están los muchachos”. Abel
bajó del auto sonriendo enfurecido. El inspector arrancó haciendo chirriar los neumáticos
y ninguno de los dos malgastó la fuerza de voluntad necesaria para despedirse son un
CUANDO SUBÍ a la chambre todavía había gente de la técnica yendo y viniendo por las
en el pasillo. Abel evitó detener la mirada en todo aquello y entró a la chambre sacándose
la camisa a los tirones para pegarse una lavada lo más rápidamente posible, pero quedó
con una fosforecencia sangrienta en la mirada como no vi jamás -aunque pocos días
después conocería un brillo peor, todavía. “¿Viene muy mal la mano, loco?” pregunté
hotel me di cuenta de que me habían robado la Pentax” contestó Ray, al rato. “Qué” gritó
Abel. “No grites” lo atajó el otro: “Porque no pienso denunciar nada a la cana, y andan
por ahí afuera tratando de pescar cualquier cosa ¿ta?”. “Pero cómo no vas a denunciar.
¿Cuándo te diste cuenta de que te la robaron?” dije corriendo hasta la repisa-armario. “No
te preocupes que a vos no te afanaron ningún libro, botija” murmuró el riverense: “Fue
cuando volví de esa podrida comisaría que me di cuenta que no estaba. Ya te dije. Pero
incipiente desesperación. “Esto viene mal. Muy mal” resopló: “Lo peor es que me parece
que viene todo junto, loco. Evidentemente acá hay un solo menjunje ¿no te parece?”. “No.
A mí no me parece” contestó Ray mirándome de reojo: “Lo que pasa es que a vos todavía
te falta un dato: este mediodía me enteré por casualidad -cuando me quedé un rato en la
gerencia para consolar al Papito- de que el Cordobés y la mina se borran del hotel pasado
POCO RATO más tarde Abel comunicó en la taberna la noticia del robo de la Pentax y
reaccionaron al unísono con Pedrito. Hubo una diferencia importante de matiz entre las
dos reacciones, sin embargo: Pedrito -cosa inconcebible en él- quedó de malhumor para
toda la noche. “Hay que joderse, pobre Ray” me dijo mientras amanecía y el Poeta era
obligado a ladrar sus penas a la Virgen frente a un atildadísimo ministro peronista que
cayó a probar la paella de La Reja. (El Cordobés lo había reconocido con una mueca de
asco apenas bajó la escalera, murmurando que era un facho recalcado. Después fue
invitado especialmente a la mesa oficial y terminó brindando por Evita y por Isabelita y
por la liberación y hasta lloró vivando al Macho abrazado con uno de los guardaespaldas
del ministro.)
“Sí” dije: “Se le puso brava la cosa al riverense. Ahora lo que le conviene es borrarse
unos días a Holanda para cambiarle la yerba al mate y esperar que le llegue ese maldito
giro. El lío va a ser tener que seguir lavando platos, después ¿no? Aunque la chambre se
la pagó yo -desde que llegamos de Beirut que se la estoy pagando: por eso no hay
de veras?”. “No quiere. Por nada del mundo”. “Yegua de mierda” dijo entonces el
chiquilín escupiendo en el suelo y mirando al Cordobés, que ahora trataba -sin el menor
éxito- de promover un brindis por el Che: “Pensar que casi se la soplo a la yegua esa. Si
quería se la sacaba allá en lo de Amelot, te juro. Pero me dio no sé qué”. “Pará” lo atajó
Abel, sin mucha convicción: “No te pongas como Ray. Es imposible tener la seguridad
de que haya sido Martine la que afanó la Pentax”. “Entonces será la única cosa que no se
le ocurrió afanar en los últimos años. Y más sabiendo que ustedes no cierran con llave”
volvió a escupir Pedrito: “Cordobés cerdo. Andar con esa yegua”. Abel pidió un cubalibre
AL OTRO día Ray me despertó pegando una especie de rechinante salto triple que lo hizo
sacar los pies por la otra punta de la cama. “Se acabó” dijo: “Esta mina no se va del hotel
turno no nos dio la menor pelota cuando nos vio bajar la escalera a los saltos. Abel
aprovechó para pegar unos golpes de auxilio al pasar por la chambre de Pedrito y Colette,
y apenas pudo evitar que Ray agarrara a patadas la puerta del Cordobés y Martine que -a
hacer el amor.
“Acaben de una vez” gritó Ray, recuperando una hilacha de humor: “Y si no pueden
acabar, paciencia. Primero tenemos que arreglar algunas cuentas, vo”. La puerta demoró
en abrirse. Entonces Martine apareció vestida nada más que con una camisa del Cordobés
(que le quedaba muy chica de arriba) y una navaja abierta en la mano. “Qué querés”
preguntó, llorando con dulzura. “¿Para qué me preguntás lo que quiero si ya lo sabés
perfectamente, jetona?” contestó Ray: “La Pentax o la guita, quiero. Y cerrá esa navaja
porque te la voy a sacar y te voy a rebanar las-”. Entonces la muchacha se desabrochó la
camisa con mansa lentitud y le alcanzó la navaja a Ray, que no atinó a agarrarla. “Dale”
dijo Martine, sin parar de llorar: “Vení, si sos tan macho. Si estás seguro que fui yo vení
y haceme lo que quieras. O en todo caso llamamos al milico que hay allá arriba y la
Abel estaba hipnotizado por los pechos gigantes de la muchacha: eran como su historia.
Las lágrimas empezaban a reventar contra aquellas medusas abandonadas sobre la arena
y ya no tuve más remedio que intentar llevarme a Ray de ahí lo antes posible. Él se dejó
Cordobés, que recién entonces empezó a aullar cómicamente el clásico Soltame que lo
mato a ese degenerado -mientras nosotros bajábamos para tratar de tragar algo en el bar-
tabac de la esquina.
aterciopelaba las islas, y Ray parecía haber recuperado de golpe -como por arte de
desgracia, pensé en cierto momento- su mejor humor cínico. La divagación frente a las
chimères de Nôtre-Dame fue más bien rutinaria, sin embargo -aunque sobre el final haya
tomado cierto matiz de requiem que logró ensombrecer a Abel. “No hay caso, che: el
ugandés estaría más loco que una cabra pero sabía como una bestia de lo que le pidieras”
sentenció Ray: “¿Te acordás cómo me reventó la vida con lo que me leyó en la chambre
9? Yo creo que desde ese día se me fueron las ganas de seguir con las gárgolas, te juro”.
“¿Te reventó tanto la vida, en serio?” preguntó Abel. Ray me miró de reojo. “Mirá que
tengo coartada, loco. No vayas a pensar mal de tu amada víctima del alma” dijo
bizqueando como un actor cómico: “Yo la noche del crimen estaba en lo de Amelot
Sinclair y además te afanó la cámara: todo de un saque, loco. Esa es mi teoría. Por eso es
que descarto a la cleptómana ¿entendés? Ella no pudo ser capaz de-“. “Acabala con
Martine” sonrió Ray: “Mejor no me la nombres más. Te invito con una cerveza, botija:
nos tomamos un demi en aquel boliche precioso de la otra isla y leemos la crónica policial
¿qué te parece? Ya tiene que haber salido en todos los diarios con lujo de detalles, el
asunto. Y de la Pentax olvidate: hacé de cuenta de que me la robé yo mismo para joderme
del todo y chau. Mañana mismo me rajo a la tierra del fume y en una semanita vuelvo
hecho un campeón. Vos podés ver ganar a Uruguay en la tele y animarte a llamar a la
pendeja de una vez por todas y hacerle de una vez por todas lo que ella quiere que le-”.
“Pará” salté: “Yo no te nombro más a la cleptómana pero vos no me nombrás más a la
nena. Y menos para decirme lo que tengo que hacer ¿tamo?”. “Tamo” hizo la venia Ray,
L’île y la Jean-du-Bellay.
La cerveza estaba sensacional, pero las crónicas de los diarios eran realmente insípidas.
“Qué lo parió: qué falta de sensibilidad” rezongó Abel después de haber mirado por
última vez la foto donde Sinclair saludaba -de la mano de Lilith- al público ateniense:
“No era un muerto cualquiera, me parece ¿no?”. “Es que estos días está el asunto del
fóbal” dijo Ray: “Y esas cosas se comen mucho espacio. Aunque te tengo que reconocer
que el loco no era un muerto cualquiera ni mucho menos, no: ¿a cuánta gente le parten la
cabeza con una cruz de oro puro de su propiedad?”. Entonces tiré el cigarrillo y me crucé
de brazos, igual que en el Renault del Inspector Bugeia. “Eso no está en los diarios, che”
dije lo más calmosamente posible: “¿Vos cómo lo supiste?”. “Uh: eso lo sé hace tiempo.
Me lo contó el pintor que se fue a Saint-Tropez, me parece. O Amelot. No: fue el pintor,
la noche antes de irse. ¿Y a vos quién te lo batió, si se puede saber?”. “Faruk” mentí -
sintiéndome al mismo tiempo traidor y cómplice del Inspector. “Sí, a la verdad que eso
debía saberlo medio mundo” dijo Ray apilando los diarios: “Hasta el animal del
Cosmósfero lo llegó a adivinar: ¿te acordás de aquella noche histórica -la del
“Dejá que pago yo”. “No: hoy pago yo, botija” me atajó Ray, con ojos inyectados: “Pero
Esa noche llamé por teléfono a Bugeia y después a Bénédicte, durante un lapsus de
no le venía mal suspender la clase, y fue obvio que notó cómo me temblaba la voz porque
sólo me conocía de nombre sino que me deseó buen trabajo con mi libro: tomá) porque
la nena se había ido al cine con unos amigos. Abel aprovechó la momentánea ausencia
del Bigote para pegarle una patada a la cabina telefónica y subió a despedirse de Ray. No
lo encontré. Como él pensaba salir de madrugada le dejé un papelito que decía “Suerte,
Esa noche ni se hablaron con el Cordobés. Al otro día tampoco -él se mudó temprano,
aunque fue a lo de Lucio a ver los partidos. Uruguay perdió con Holanda y Argentina con
Polonia, y al llegar al hotel constaté que la nena ni siquiera me había llamado por teléfono:
siempre a mi casa” dijo: “Yo cocinaba platos de mi país y le traía muchachas. ¿No querés
venir a mi casa, esta noche?”. “Te lo agradezco mucho, en serio. Pero tengo que laburar,
de tirarse a fumar vichó el fajo de la policial y supo que también eso estaba muerto. Era
bohardilla de París, esperando por nada. “Pero todos tenemos un lugar en el mundo,
padre” pensé en voz alta: “Donde quiera que estemos. Y algo que defender y algo que
SAINT-TROPEZ
su cama. Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y se enfrenta al espejo del lavatorio.
Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por el brillo del fuego del sótano del
mundo: suelta el peine y se escapa de la habitación. Entra en el único water que hay en el
corredor, pero al salir liberado del hedor de sus vísceras sigue espantosamente iluminado:
entonces vuelve a la pieza y pone a calentar agua en una cacerola, mientras prepara el
mate. Después agarra una máquina de escribir que está ubicada en el mismo rincón del
lavatorio, evitando mirarse al espejo. Se sienta a tomar mate frente a un ventanal, bajo el
dulce sol ocre. Acomoda una silla enfrente y destapa la máquina que tiene una hoja
su cama, protegido del encandilamiento por su azabache melena charrúa. El hombre toma
cuenta de que tardaría meses en recuperarse. Se iba para Niza, a pedir trabajo en el
restaurant de unos auverneses conocidos. Le ofrecí plata y aceptó nada más que veinte
francos. “Me vas a tener que dejar sola” dijo cuando llegamos a la calle flanqueada por
los galpones del puerto donde ya se podía empezar a hacer auto-stop: “Así es mucho más
fácil que alguien me lleve”. “Cierto” sonrió Abel, sin ganas: “¿Y si me escondo por aquí
hubiera parido. “Quiero quedarme sola” jadeó, descomponiéndome con su perfume: “Me
lo merezco por ser boluda. ¿Te das cuenta de que quería casarme y tener hijos, loco?”.
Hay que bancárselas y chau, hermanita -pensó Abel en la esquina, mientras levantaba el
brazo para despedirse. Torcí la cabeza y caminé de vuelta hacia el Impasse des Conquêtes.
y la bronca, pensé después: Pero no el miedo, hermano Caín De Deus. El miedo se nos
había pasado para siempre, acaso: había cosas peores de por medio, ahora. “Y mejores
también” dijo Abel en voz alta: “Y mejores también. Carajo”. De golpe se sintió llamado
llamaban desde un café perchento que estaba en la esquina de la pensión. Era Mozart.
“Pero si es mi viejo y querido Amadeus” protocolaricé acercándome sonrientemente al
mostrador desde donde me hacía señas. Lo encontré muy borracho y pagándole copas a
medidas de whisky con dos de agua con gas” dije: “Sin hielo. Por favor”. Mozart pidió la
bebida y me presentó al marinero, que era un muchachón italiano con olor a paella. “Me
voy esta tarde” dijo después: “Esta ciudad da asco”. Abel tomó un gran trago y le dio la
“Lo peor es que la culpa la tenemos todos” filosofó el marica, fabricando una trompita
dramática para aguantar el llanto. “Algunos más que otros” retruqué sin pensar: “Pasa lo
mismo que con la inocencia. Algunos somos más inocentes que otros, compañero”. Las
Gárgolas rosáceas de los ojos de Mozart se pusieron al rojo como nunca las había visto.
“La odio” ladró, con tono de caniche: “Mierda. Cómo la odio”. “A quién” le pregunté,
madre no hay problema porque ya no sé ni quién es. Estoy solo, muchacho. A veces como
hay que estar y a veces como no hay que estar. Y Lilith se odia sola: tampoco hay
problema. Cualquier día la encuentran más muerta que un salami. Pero la vida es de una
Ray altísimo y ya casi completamente canoso, que caminaba a las zancadas por el puerto
CHAMBRE 9
chambre 9: debajo de un sobretodo azabache -que parece prestado- tiene puesto nada más
mientras se pasan un petardo. El mayor de los tres es el que va guionando las sucesivas
entradas del hombre disfrazado de cucaracha. El pelirrojo utiliza sólo los dientes para
arrancar pedazos de una media baguette colocada en el suelo, llevándoselos hacia la pieza
más chica: a medida que reaparece va eliminando un apoyo del cuerpo, hasta que termina
arrastrándose apenas ayudado por una mano. Los tres festejan la actuación con lacrimosas
carcajadas, especialmente cuando el hombre del sobretodo los observa bizqueando con la
silencioso lastimoso: el actor cae (o finge caer) de boca, y al subir la cabeza muestra el
desaparece se produce otro silencio, hasta que el más joven de los muchachos le grita al
pelirrojo que se deje de embromar y vuelva a pitar un poco. El más viejo de los muchachos
se frota la cabeza con la mirada como hundida en una cloaca de recordación. Adentro de
agarrándose la entrepierna mucho más deslumbrado que humillado, mucho menos furioso
que feliz.
ponerse al día con Colette, y nosotros rumbeamos para la chambre entre un hosco silencio.
Abel estaba bostezando la primera arcada de la tarde cuando oyó sonar Síncopa desde el
pasillo y se estaqueó, atronado por las palpitaciones. ¿Será la nena? pensó con ganas de
pedirle a Ray que esperara un poco. Pero el otro siguió avanzando a las zancadas y cuando
abrió la puerta Abel vio la expresión exageradamente vanidosa del Cordobés, que se daba
vuelta en la cama para saludarlos. El Cordobés de golilla, oyendo Síncopa y poniendo esa
cara: qué peligro -pensé, con miedo de que el alma podrida anduviera por abalanzársele
a Bénédicte. Bueno, eso no tendría mucho sentido -razoné después: Lo que hicieron
aquella vez fue caminar dos o tres cuadras juntos y chau. Y él no tiene ni el teléfono de
ella, además de que siempre está la posibilidad de que la nena no se aparezca nunca más
Entonces me tiré en una cama y escuché terminar Síncopa con los ojos cerrados para
volver a ver a Bénédicte bailando en cámara lenta, igual que la última tarde. Dónde
estarás, pensé: Dónde estarás ahora. (Era hermoso saber que en ese mismo momento ella
vivía en algún lugar, nomás: respiraba reía comía corría cantaba orinaba lloraba.) Y con
quién estarás, pensé al abrir los ojos. Entonces el Cordobés se empezó a peinar el bigotito
y a dejar que la cara desamparada y flaca se le hinchara otra vez de vanidad. “Qué lo
parió: ayer matamos en Massy, guaso” dijo sacándome un cigarrillo sin permiso: “Lucio
y Hugo dicen que nunca habían levantado tanto a la gente. Entre paréntesis, parece que
está confirmado lo del Evangelio en el Festival du Midem: el mes que viene, en Cannes.
Y ahí participan todos los grandes, negro: donde te descuidés está hasta Paul McCartney.
¿Qué tal?”. “Fenómeno” murmuré, poniendo ojos de sueño para que se callara. “Pero ayer
“Y vos sabés que yo estaba tocando y veía una pendeja que me miraba fijo, che. Me miró
toda la actuación y yo decía pero quién es esta pendeja tan conocida y no había caso, no
besito, otro besito. Y se me queda agarrada de la mano, ahí frente a las amigas. ¿Sabés
Abel se puso pálido. “Ah sí” dijo, tratando desesperadamente de no acusar el golpe. Llegó
piña abajo del cinturón y tiene que cerrar los ojos para que no se le salgan. “Me va a venir
a ver al hotel, cualquier día de estos” siguió el Cordobés, implacable. Abel se quedó
callado. En ese momento golpearon a la puerta y esta vez tuve que apretar los dientes para
arreglándose el pañuelito de cow-boy como si pudiera ser la nena. Pero yo pegué un salto
y corrí a abrir: encontré un hombre flaco -cansado cuarentón morocho amable tímido-
vestido con una gabardina detectivesca. “Buenas noches” me dijo: “Soy el Inspector Marc
cabeza. “Pase” agregué: “Perdone el-”. “Gracias, no es necesario” sonrió el hombre: “Se
clases de guitarra, a mi hijo y a mí. Adoramos la música latinoamericana. Tendría que ser
los sábados de mañana, si usted pudiera. Yo lo vengo a buscar hasta la Porte d’Orléans
en el coche, porque estamos un poco lejos de París”. Abel dijo que sí maquinalmente y
arreglaron enseguida el precio y la hora. “Gracias” repitió el hombre mientras le alargaba
la mano para irse: “Hago mi trabajo por esta zona. El otro día los escuché en Le Bateau
Ivre, y como hacía tiempo que tenía ganas de meterme en alguna cosa que me distrajera
un poco de la peste nuclear se me ocurrió probar con la guitarra. Nos vemos este sábado,
“Qué lo tiró: ahora le toca el turno a la peste nuclear, también” murmuré sentándome en
la cama con la cara entre las manos: “La peste nuclear la pollution psíquica las postales
orgiásticas las revistas con culos parlantes en la tapa y las putitas que pululan en las grises
praderas de la banlieue. ¿Vos te acordás del Granma que vichamos el otro día en la
librería de enfrente, Cordobés? ¿Los cubanos están en otra cosa o no, eh?”. “Qué te
parece” me apuntaló el zorro, con cara de susto. “Dale, loco. Ya es hora de tocar” dijo
Abel: “La verdad que me viene fenómeno agarrar estas clases particulares. Entre las galas
y esto puedo ir ahorrando para mandarme mudar de una vez. En el Uruguay sé muy bien
Abel quedó casi contento de haber podido sublimar sociológicamente -por lo menos de
la boca para afuera- el desbarranque de la nena. Ojalá Ray me haya escuchado cuando la
traté de putita -pensó después, mirando con bronca hacia la puerta interior cerrada: Capaz
(jadeando una humedad helada) y ver a la pareja de clochards durmiendo contra el calor
ventoso del respiradero del métro, Abel logró empezar a elaborar el flamante desastre.
esperar, tomando el primer rouge rasposo que les sirvió Muley. Pedrito se quedó en la
comentó babosamente: “Qué lo parió: qué piel suave tiene esa mocosa, che. Te juro que
me dejó-”. Abel lo interrumpió con la mirada. “Mirá: la próxima cosa que digas” advirtió
tembloroso: “La próxima sílaba que digas sobre la nena te rompo todos los dientes que
tenés. Hasta el último diente ¿me oíste?”. El otro no atinó más que a hacer un gesto
espantamoscas y chuequear hasta la puerta, a empatotarse con Pedrito. “Hay que tener
yeta, también. Pensar que los detectives reparten piñazos por todos lados, y una vez que
uno se decide a tortearse de veras este maricón se las toma” le comenté a Muley en
compasivamente.
EN LA gala de Navidad anduvieron muy bien, y aquella madrugada Ray improvisó por
primera vez el bautizado Show de la cucarachita que quedó en una pata por amor frente
estuvieran sacando la lengua a todos los cuerdos del mundo. El Cordobés y Pedrito no
pudieron asistir al preestreno por cuestión de mujeres, obviamente. Abel tomó demasiado
Y sin embargo es mi mejor amigo -pensó viéndolo arrastrarse por última vez bajo el
sobretodo azabache, en dirección a la piecita: Y yo debo ser ninguna duda el único amigo
que Ray tuvo en su vida. Entonces se me ocurrió pedirle (cuando él hizo la tercera salida
para reverenciar nuestros escandalosos aplausos) que mostrara los proyectos de chimères.
Ray me miró con límpida tristeza. “No jodas” dijo: “Por favor, hoy no. Ya los hice reír
bastante, me parece”. “Reír y llorar” corregí: “Fue una actuación brutal. Dale, traete las
gárgolas. Sos un artista, vo: te guste o no te guste”. “Uh: qué solemnidad, botija. ¿Por qué
no embicha a los soñadores de pescaditos rojos con sus-”. “Ta: eso podrá ser una
“Pero las cosas que vos querés hacer -o los proyectos que ya hiciste tomados como
dibujos, nomás- pueden ser desequilibrantes y ser buenos. Eso te lo aseguro yo. ¿Qué
pasa con las famosas chimères de Notre Dame? ¿No están allí, en su puesto?”. “Sí, están
“Perdón, hermanos” logró articular, entrecerrando los ojos: “Es mi deber recordarles que
solamente medieval, por supuesto- todavía están allí porque está Notre-Dame,
sencillamente. Sin Notre-Dame nunca habrían existido”. “Aunque también podría decirse
que la catedral nunca hubiera existido completamente sin las gárgolas, Monsieur K”
“Cierto: aunque especulativa y por tanto fariseicamente cierto” gritó Sinclair, y agarró el
Y ni siquiera existe per se: es apenas un estadio de nuestra imperfección. O mejor dicho
por un humilde servidor: Hay que encerrarse a solas y tratar de mover un ojo: abrir un
ojo, Vincent. Y mover una mano hacia uno mismo. Sin que nos vean los otros. Y tratar de
crear, hermano: yo estoy pariendo estas palabras con el sagrado objeto de no reventar.
Creo pero no aguanto, podría gritarle a Dios. Y sin embargo aguanto, porque vi las
señales”.
veras te parece que una gárgola (una Chimère con mayúscula, hecha con todo el asco y
el odio de este mundo) puede ser buena, loco?” me preguntó, tiritando debajo de la
caparazón de franela. Abel encontró los ojos desnudos del riverense brillando
violentamente hacia su alma: eran de terciopelo verde, esta vez. “No sé” dije: “No sé.
AL OTRO día se zafó de golpe una de las tablas que funcionaban sueltas como un
irreparablemente. Abel sufrió una de las crisis neuróticas más brutales (y por lo tanto más
cómicas) de su estadía en París, y aprovechó para agarrar a patadas toda la ropa papel o
importaba un pito que hubiese aparecido en ese momento. Los que entraron en la mitad
del ataque fueron Pedrito Colette y Ray, de vuelta de hacer compras. La muchacha se
asustó muchísimo, pero los otros ni me dieron pelota. “No se preocupe, nono” se rio el
chiquilín, frotándose las manos para empezar a armar un petardo: “Con la guita que
hicimos anoche y la de fin de año se compra una portátil nueva y chau. Suspenda la poesía
por unos días, fúmese unos petardos-”. “¿Por qué no te callás, desarraigado” le grité
abusivamente: “Estoy ahorrando guita para volver al Uruguay, loco. A vos te importará
un carajo pero yo necesito volver ¿entendés? Además las máquinas francesas no tiene eñe
y eso me pone histérico”. “¿Lo qué?” preguntó Colette, con cara de María Magdalena.
“Que no tienen eñe” expliqué, y no tuve más remedio que empezar a reírme: al final
“Hay que joderse con estos artistas” murmuró Ray, y se puso a preparar los pollos a la
cacerola que nos había prometido cocinar en plena chambre aunque nos echaran del hotel:
“¿Te fijaste en la cara que puso el Cosmósfero cuando Sinclair lo trató de fariseo, anoche?
Daba miedo, carajo”. “¿El Cosmos?” dije: “Si es un santo”. “Todo santo es terrible” dijo
el Marqués de Estambul” retrucó él, descogotando un pollo: “Es una frase mía ¿tamo,
vo?”. Abel no contestó. Tampoco quiso averiguar si el otro hablaba en serio, así que ni le
“romance” con la nena y en mi “amistad” con Ray. Sobre el lambriz mugriento seguía
“Realmente estamos extrañando demasiado el clima: y eso afecta el élan de los músicos,
usted comprenderá”. El gerente nos midió a todos juntos con ojos congelados y decidió
creer. Ray estaba vestido con mi único traje (que yo jamás usé en veinte meses) mi mejor
polera y hasta mis zapatos, ya que nosotros conseguimos prestados los disfraces
tomamos como animales, y a la hora de tocar Ray nos juntó a un costado del escenario -
a la vista del público- para darnos instrucciones en el mejor estilo de los directores
técnicos basquetbolísticos. Lo único que hacía era mover los brazos y los labios, y
nosotros nos retocábamos el peinado o nos arreglábamos los colgantes fingiendo prestar
una reconcentrada atención. Ray tenía su pequeña cara pecosa bien afeitada y la melena
color zanahoria impecablemente engominada hacia atrás: parecía un leoncito con nariz
Qué bruto actor que es este loco -pensó Abel, viéndolo levantar a la gente a palmada
momento tuve miedo de que perdiera el control y se pusiera a insultar a todo el mundo a
gritos como la tarde que nos emborrachamos en Meudom, pero no pasó nada. Cuando
dieron las doce ya habíamos terminado -el éxito fue arrasador, y hasta nos tomaron la
palabra de volver a tocar en carnaval si llegábamos a tiempo de Jamaica- y él se acercó a
abrazarme con una mueca de emoción sinceramente contrita. “Feliz año / Abelito” me
murmuró por partes dentro de cada oído, mientras me besaba la cara a la francesa.
SAINT-TROPEZ
y preguntó quién era mientras tanteaba dentro de la valija roja. Cuando escuché la voz de
Ramón solté el cuchillo prendí la luz me puse un pantalón y abrí la puerta y me abracé al
gigante sin mirarlo a la cara. “Principito” me dijo, con voz titilante: “Qué de tu vida”. “Mi
vida está jodida, viejo” contesté: “Vení. Pasá y sentate a tomar unos verdes. Ya deben ser
como las siete ¿no? ¿Y Eva y la nena?”. “Están en un hotel” dijo Ramón, sentándose en
mi cama. Yo seguía sin mirarlo, mientras armaba el mate. “Así que todavía tomás esa
porquería, petiso” observó el gigante, con admirada tristeza. “Sí. Pero ya no cuelgo fotos
suelo en posición fetal y conté de un tirón lo que me estaba pasando con Ray. Era la
hace cinco minutos”. “¿De veras?” preguntó Abel, y levantó los ojos hacia el otro con
saltando por la ventana, igual que la noche anterior. Abel renunció al mate y apagó el
fuego y prendió un peter Stuyvesant con un temblor mucho más emergido del asombro
que de la desesperación. “Mal año tienes, abuelo” dijo la voz de adentro -que por lo visto
que Ramón trataba de tranquilizarme, con tono de cumplido: “Mirá, petiso: ¿sabés una
cosa? Me da la impresión como que dentro de diez años vamos a hablar de este tema y
nos vamos a matar de risa, no sé. No sé qué querés que te diga, loco-”. La voz fue
endureciéndose, hasta desembocar en una agriedad tan negra como la del ajibe.
“No digas nada, entonces” lo corté: “No hay por qué decir nada”. La sensación que Abel
llegó a tener -pasados muchos años- fue la de que Ramón no podía perdonar que lo
estuvieran metiendo a él en la batalla. “Merde” casi grité: “Y para colmo voy a tener que
mandarle pedir la guita del pasaje a mi viejo. No creo que me dé el cuero para juntarla.
Claro que igual hay tiempo, porque yo no me voy a ir de París hasta que no se vaya Ray.
Primero se va a ir él. Te lo puedo asegurar”. “Qué lo parió” dijo Ramón, parándose: “Este
bayano te quiso matar y te mató, nomás. Yo te lo estuve por decir un día, que no
anduvieras tanto con ese fantasma. Y te tendría que haber avisado que yo también soy un
hijo de puta, Principito. Entre nosotros nos conocemos enseguida, perdé cuidado. Así que
dejo un France-Soir que tiene un articulito sobre el Uruguay: leélo, y vas a ver qué linda
que está la cosa. Como para volver, está. ¿Nos vemos esta noche en el puerto?”. “Nos
caminando hasta la Citadelle. Ella llevaba a su hija sostenida por un colgante tipo
canguro. A Abel le pareció evidente que Ramón ya le había contado el asunto de Ray,
para cobijarse bajo los pinos -al otro lado de la fortaleza. “Ya está muy fresco para la
gurisa” dijo mirando el mar con repugnancia. Cuando acampamos bajo los pinos el
gigante armó un petardo y Abel no quiso pitar. Eva tampoco. Pedrito y el Cordobés
“¿Leíste el articulito del France-Soir, petiso?” me preguntó Ramón al rato, sin mirarme.
“No” dije: “Todavía no lo viché. Pero te quiero aclarar que -como decía el abuelo Bill-
entre la pena y la nada elijo la pena, loco”. “Bárbaro” se rio Ramón: “Es como decir que
Abel torció y vio fosforecer la negrura repugnante de la Gárgola en la mirada del otro.
Entonces volví a imaginarme al Ray alto y canosísimo buscándome por el empedrado del
puerto, y tirité. La luna se filtraba entre los troncos torcidos y Eva tendió la mano con
algo que relampagueó impolutamente antes de entrar en mi zona de sombra. “Te debía un
pañuelo. ¿Te acordás? Dijo: “De allá de Épinay. No sé si es el mismo, pero no importa.
No le hagas caso a mi marido. Yo me voy a morir sin entenderlo, pero lo quiero tanto que
lo entiendo igual”. Abel agradeció mientras gateaba para acercarse a contemplar a la niña,
que dormía sobre el pasto. Entonces el gigante saltó y agarró a la criatura y la mantuvo
envuelta con los brazos. Me miraba fijo. “No la toqués ni con los ojos” parecía decirme:
“Te infectaron, enano”. “Voy a volver” le contesté en voz alta: “Todo esto está podrido.
desperezándose. “De la batalla” roncó Ramón: “Él cree que hay algo por hacer, además
de joderse y reventar. Pero yo entre la pena y la nada elijo la nada, viejo. Tomá la gurisa,
Eva. Agarrala vos, mejor”. Entonces Pedrito sugirió darse un yiro por el puerto y
estuvimos mirando durante mucho rato la blancura de los yates. Ramón buscaba algo que
no pudo encontrar. “Mañana de mañana nos vamos” murmuró de repente: “Chau, vo. Nos
vemos en París. Mirá que me mudé y le dejé la dirección a Pedrito. Yo me llevo el teléfono
de Chez Marlene, por si las moscas. Adiós, Principito”. Y me acarició la calva con un
dedo.
A las once de la noche del día siguiente recién habían empezado a tocar en el piano-bar
“Teléfono para vos” me dijo: “Llamada desde Saint-Raphael”. Abel estuvo a punto de
negarse a atender pero llegó al aparato lo más rápido que pudo. “Hola” grité en español:
“¿Quién habla?”. “Soy yo” roncó Ramón, desde muy cerca: “Mirá que localicé a Ray y
le dije que ustedes andaban por Venecia. Hasta siempre, maestro. Y no se me desespere”.
CHAMBRE 22
se acerca a la barra y pide un ron doble, puro. Sus compañeros de trío se han sentado a
tomar sangría invitados por dos prostitutas: el muchacho los mira con una desamparada
fijeza infantil mientras besa su vaso. Después hace fondo blanco y prende un cigarrillo,
pero lo tira enseguida. Las luces de la taberna acaban de ser apagadas y el alba irrumpe -
malva- por la escalera subterránea. Entonces la patrona -una mujer hermosa y joven,
embarazada como de cinco meses- sale de la cocina transportando una fuente donde se
apilan varias tortillas españolas. A medida que las troza y las distribuye en platos, va
devora medio plato y tiene que correr hacia el toilet taponeándose la boca. Después de
vomitar permanece un momento con la frente apoyada sobre los azulejos verdosos -casi
del color de su piel- hasta que se acuclilla en un rincón para frotarse los testículos
acompasadamente. “La valentía” murmura varias veces: “Preciso eso que llaman valentía,
carajo”. Cuando sale del toilet con el pelo empapado, tiene dos chispas de serenidad
cuajadas en los ojos. Sus compañeros comen tortilla con las prostitutas y lo invitan a la
mesa, pero el hombre semicalvo se disculpa haciendo señas de tener que irse. Entonces
la patrona pone un disco donde una voz antigua de mujer levanta sus penas a la Virgen,
UNA SEMANA atrás Abel había vuelto de la Reja bastante temprano, y al pasar por la
chambre de Pedrito y Colette encontró a la muchacha haciendo guardia: apenas pudo ver
Romeo se quedó de cantarola” mentí: “Lucio y Hugo cayeron hace un rato con una barra
de mamados y le salvaron la noche al gallego. Estaba tan contento que me dejó venirme
y todo”. La muchacha creyó, bajó los ojos y derramó una ráfaga levísima de perfume al
bostezo.
Abel entró a la 22 poco minutos antes de que entrara el alba y se detuvo a observar -
guitarra en mano, todavía- el vacío dejado por la Pentax de Ray. Después miré la cama
desierta de Ray mientras me ponía el piyama, y lo extrañé con devoción. Te perdono todo
lo que hayas hecho hagas o vayas a hacer, Terry Lennox -pensé prendiendo un Peter
Stuyvesant. Y calculé que al terminar el cigarrillo me iba a hacer muy difícil soportar la
soledad. ¿La soledad o la derrota? pensé después, sin melodramatismo. Esa tarde había
pero lo daban por fugado. La familia lo debía estar dando por desaparecido, en cambio.
Y yo aquí, pensó Abel aplastando el pucho contra el suelo torcido de la chambre: la gira
por las Casas de Jóvenes no aparece la guita para volver no aparece la novela se fue a la
se empezó a frotar el perfil recortado en la luz violácea que derramaba la persiana. Que
venga la nena, pidió: Ahora tiene que venir. Porque si no, no hay nada. Se lo pedí a la
vida.
Al otro día estaba tomando mi desayuno-almuerzo preferido para cuidar la línea (té y un
buen plato de jambon / gruyère) en el bar de la esquina, cuando entró Bénédicte. Abel no
tuvo tiempo ni de escandalizarse. La nena estaba fea, vestida con un jean viejo y una
polera insulsa que le quedaba grande: desgreñada sin aros pintura ni sandalias. Esa clase
de fealdad, por lo menos. Pero Abel pudo captar enseguida que algo venía bien. La
muchacha se puso colorada y explicó que Faruk le había dicho dónde podía encontrarme.
Cuando le pregunté si quería tomar algo me contestó que sí, pero que en otro lado. Me
hablaba sin acercarse al mostrador, recostada sobre la puerta vidriera incendiada por la
dirección al Lux. Ahora Abel no se sentía preocupado en lo más mínimo por el flagrante
centímetro que le llevaba la infanta. Ella también explicó -sin dejar de ponerse colorada-
que como estaban a fin de cursos no había entrado al liceo. Y al llegar al Boul Mich
pregunto a quemarropa: “¿Vos creés que soy méchante?”. Abel trató de hacerse explicar
lo que quería decir méchante pero no lo alcanzó a comprender del todo. (Sus baches
idiomáticos eran tan absolutamente imprevisibles como irreparables, a esta altura del
viaje.)
“Pero no, cosita” contestó por las dudas: “¿Cómo vas a ser méchante?”. Entonces ella me
apretó un brazo con demasiada fuerza y me pidió que la invitara a tomar una cerveza. Nos
vergüenza en el redondel blanco y cuando alzó la cara le borré los bigotes de espuma con
un dedo y ella volvió a sorber sin respirar y a subir la sonrisa bajo el reflujo miel de pelo
desgreñado. “Hace tiempo que no venía” desembuchó: “Pero yo necesito venir a verte
¿sabés? Yo sé que vos no me necesitás tanto, a lo mejor. Pero quería decirte que siempre
pienso mucho en lo que hablamos y ahora creo. No sé muy bien cómo, pero creo. De
veras”. Bénédicte me hizo una seña para que pidiera más cerveza y permaneció
mirándome, en estado de vuelo. “A veces pienso que podíamos andar juntos” dijo
después, pero se interrumpió. Abel no dijo nada. “Sí, claro. Ya no sería lo mismo” sonrió
la muchacha, viendo bajar la espuma del segundo demi: “Porque así como estamos yo sé
cómo quererte, por lo menos”. “Yo también” sonrió Abel. Brindaron y tomaron. Después
la acompañé hasta la estación del Lux y nos besamos las comisuras de las sonrisas y salí
AL OTRO día llegó Ray. Abel se había dormido como a las seis de la mañana y el
riverense llegó a las siete y media, pero no hubo problema: apenas me acarició la coronilla
(al estilo Ramón) pegué un salto sonriente y nos pusimos a matear y después a fumar
maruja colombiana, sin achicarnos en absoluto por los irregulares ronquidos del sabueso
de turno. Aquella fue una de las poquísimas veces que fumé con placer: sin miedo, por lo
menos.
“Qué yerba del demonio, loco. Ahora entiendo la fama que tiene” dijo Abel, empezando
a volar alto: “¿Vamos a dar una vuelta por el Lux?”. “Bueno” suspiró el otro. Y caminaron
de París. “Al final no me dijiste cómo te fue allá en Amsterdam” dije mientras entrábamos
al Lux: “¿Mucha joda, che?”. Abel relojeó el perfil sensualizado del otro, dándose cuenta
recién de lo que habían proliferado las canas de Ray desde que ellos llegaron de Beirut -
apenas tres meses atrás. El riverense sonrió, dulcemente. Ahora tuve la sensación de que
primera -y última- amistad con la vida, lo que brillaba. “Dale, contá: ¿hubo joda o qué, al
final?” le volví a preguntar. “Ah, hubo una joda bárbara” chistó Ray, recién cuando
l’Observatoire: “Me pasé todos los días encerrado en un hotelucho sin sacarme ni la
campera, fumando como un animal. La maruja la conseguí de entrada: eso fue una papa”.
Desde allí hasta la Closerie des Lilas no volvimos a hablarnos. Abel se sentía flotando en
una bruma que rebasaba los límites humosos de los colores, hasta dejarlo estacionado en
el fondo de todo. Fue la primera vez que se pudo acoplar en cuerpo y alma con la mansión
terrestre, pero la voz de Ray lo arrancó del ensueño. “Y hubo minas a bochas, además”
desembuchó de golpe el riverense: “Demasiadas, botija. Hubo demasiada mina”. “Ah, sí”
dije: “Qué bien. Che, y hablando de placeres: ¿cómo te parece que funcionará la cerveza
de la Closerie mezclada con la yerba?”. “Mejor vamos a aquel otro boliche” dijo Ray,
señalando una enorme terraza que quedaba en la esquina fronteriza del Boulevard du
La cerveza tenía tanto color en el sabor, que casi no podía tomarse. Estuvieron callados
durante mucho rato. De golpe Abel subió los ojos hacia el aire amarillo y se animó a
decir: “Estoy enamorado, loco”. Hubo otro gran silencio. “Ayer vino Bénédicte” me
decidí a seguir: “Ayer de madrugada había casi rezado para que viniera y se me apareció
a mediodía y me llevó a un boliche y me dijo que creía ¿te das cuenta? Me dijo que creía”.
-aunque con la mirada sangrienta, otra vez. “Qué bien” dijo: “A esa edad. Increíble, la
cerveza. Entonces necesité agradecer. “Vos sabés que mientras estábamos callados,
recién” dije entornando los ojos: “Bueno, no tan recién. Fue antes de que yo te contara lo
de la nena, claro. Vos sabés que tuve la sensación de que además de lo mío estaba lo tuyo
por decirse, también. No podía saber bien qué era lo tuyo, pero me daba cuenta de que
era algo importante. Fue como una pulseada ¿te das cuenta? No: una pulseada no, fue otro
tipo de cosa. Pero vos tuviste la humildad de dejarme pasar primero, loco. Mi egolatría
pasó primero porque tuviste la humildad y la bondad de dejarme contar algo maravilloso,
“Qué lo parió, botija: me mataste con eso” suspiró Ray: “Tenés razón. Mirá: un día -a lo
mejor cuando volvamos- te voy a invitar a comer en un buen restaurant y te voy a decir
todo. Y después podemos estar mucho tiempo sin vernos, vas a ver. Porque te puedo
contar mucho más de lo que te debo haber contado en Meudom, aquella tarde de la mamúa
histórica: y no me importa un carajo que después escribas sobre mí, o con lo mío. Al
contrario: si puedo serte útil para la novela, mejor”. “¿Pero qué te pasó en Holanda, che?”
todita. Por eso es que te dije que hubo tanta mina. Hubo de todo, pibe: no solamente
minas. Y cada vez que puedo repechar, la locura termina por joderme. A mí y a los
desgraciados que andan por alrededor. Me di cuenta que he estado toda la vida peleando
contra la locura: y ya me siento hasta con el culo flojo ¿entendés? Con las piernas y los
brazos y con el culo flojo para seguir peleando ¿entendés lo que te digo?”. “Sí” mintió
ESE DÍA tuve que apechugar la procesión más surtida de visitantes que asoló en cuatro
meses la maldita chambre 22. La siesta mañanera fue intervenida sin anestesia por
Monsieur Amelot: Abel y Ray se despertaron de un salto frente a una especie de espectro
roncador que bizqueaba y babeaba en la semioscuridad con los tentáculos abiertos como
para acogotarlos. “Guarda con este que nos viola” gritó Ray, y a mí me dio un ataque de
“Preciosa frase” dijo Ray: “Y original como el aujero del mate, además. Yo no podía
parar de reírme, hasta que Monsieur Amelot subió unos ojos que me dejaron
completamente erizado. “El que se atreva a tocar a Martine que se cuide el cogote” dijo
volviendo a abrir sus pequeños tentáculos. Entonces Ray saltó de la cama y se acercó
enfocándolo con una fosforecencia sangrienta. “Rajá de aquí” le dijo en español: “Rajá o
te rajo, escuerzo”. En ese momento Abel notó la sombra del sabueso de turno en el umbral
y alertó al riverense con un Guambia el cana. Ray fabricó una máscara pasmosamente
real de complicidad con el prójimo y avanzó hasta besar los rulos de Amelot -sin mirar
en ningún momento al policía. “Los cristianos contestamos con un besito, Amelotito” dijo
“Bueno, no jodas más. Volvé a tu casa y no seas pavo” recomendó Ray, a punto de perder
el realismo de la máscara. Amelot se dejó llevar abrazado hasta la puerta, pero cuando el
sabueso ya había dado un paso atrás para dejarlos salir dijo con voz grumosa: “La Pentax
está en casa, hijo: es idéntica a la tuya. ¿Por qué no hacés de cuenta que es la tuya y dejás
Ray lo hizo bajar la escalera a empujones y le explicó por señas al policía que el tipo era
un loco sin trascendencia. Abel no alcanzó a ver -desde su posición- la cara que le
devolvió el milico. Cuando Ray volvió a entrar suspiró y dijo: “Me faltaba éste, nomás.
Paranoico podrido. Y venir a embolarme con Martine, arriba. Se ve que la gran yegua le
fue a llorar la milonga: siempre los tuvo medio recalentados a Sinclair y a él también, que
no se venga a mandar la parte ahora. Si dos por tres le cae a morfar de ronga, todavía,
mientras ustedes laburan. Cerdo degenerado: ahora tendría que ir a la casa de él y llevarme
nada, hermano: no chapo nada. Che, y hablando de relajos: el cana del pasillo ya habrá
recontraolido la maruja ¿no?”. “¿Y a mí que? No nos van a venir a enfardar por un
petardo” rezongó el riverense, con la encanecida melena color zanahoria abajo del chorro
“Perdoname, Caín. Pero siempre me olvido” retrucó Abel, mostrándole los dientes.
Al rato bajé a comprar algo para comer, y me di cuenta de que estaba deseando de que
Bénédicte no viniera. Me di cuenta de veras -por primera vez en las últimas veinticuatro
horas- de que la había perdido, además. La nena se iría en pocos días a vacacionar con
sus compañeros liceales y yo debía tenderme en el fondo del sur hasta desenamorarme -
Miguel Hernández dixit. Pero ella no se había perdido, Cristo: ella se había casi salvado.
Casi un Talita Cumi y corran perros, pensó Abel sonriendo en el momento de decidir la
con el sabueso, que abandonaba su turno: esta vez me pareció que fingió bostezar, al
saludarme. Y arriba no encontré ningún otro milico. “¿Qué onda vendrá a ser esta?”
caso? A lo mejor ya confesó alguna yira: Bugeia no pudo dar la última clase y todavía no
me ha vuelto a llamar. ¿No sabés si repatriarán los restos de Sinclair?”. Ray no le contestó.
Lo que se cocinaba en los calderos de los ojos clavados en el cielorraso era algo más
rojizo que verdoso. Y era realmente atroz. Pobre loco -pensó Abel, sin animarse ni a
invitarlo con vino: Esto va a terminar mal. Justo ahora que yo venía repechando. Y se
sirvió un gran vaso de Valpolicella y lo sorbió suspendido en el tempo del festejo fugaz.
(color rubio azafrán) en la chambre como Perico por su casa, casi me da un ataque de
histeria. Ella me saludó con una mueca ávida y movió la cabeza para hacer pasar al
mosquetero, que entró en puntas de pies. “Salud, egregio regolucionario griego” dijo Ray,
que dimos vida en París al Show de la cucarachita que quedó en una pata por amor, te
saludamos. Cigarrito, Abel”. Abel le voleó un Peter Stuyvesant y relojeó con triste
avaricia el paté y el botellón. Adiós mi despilfarro, pensó: Esta Mich tiene un olfato para
el Valpolicella que mata. Pero la mujer -eternamente entablillada por el uniforme bilioso
de los tiempos del boogie- prefirió atrincherarse contra el piano, en posición cantábile.
Esta vez había un brillo permanente (una fascinación, me acuerdo que pensé) en sus ojos
pantanosos. “Así que murió el poeta” dijo mientras acariciaba la tapa del piano como para
lustrarlo. “Sí. Lo mataron” la corregí, y ella bajó la cara. “Tiens: le brave Monsieur K. El
mirada acuosa, sino pura piedad. “No lo llames el nazi, desgraciado” estuve por decirle,
pero me callé. Tampoco miré a Ray, y me serví otro vaso de Valpolicella sin invitar a
nadie.
Detrás -en el pasillo- se recortaba la sombra del sabueso de turno. “Ça va Marlowe” me
trabajo, viejo. Esta peste nuclear no deja vivir a nadie”. “Maigret no se quejaba tanto” lo
toreé. Marc me mostró los dientes, sin contestarme. “¿Cómo anda el caso?” le pregunté
Marc: “No se enoje. Pero parece que en este hotel pasan demasiadas cosas y nadie me
avisa nada”. “Usted tiene a su gente para eso ¿no?” retruqué, dándome cuenta que ya no
nos estábamos tuteando. Marc prendió un cigarrillo, con manos rabiosas. “Sí. Pero mis
muchachos vigilan por rutina, nomás. Y se duermen demasiado” dijo después: “Desde
hoy en adelante los vamos a dejar sin vigilancia. A propósito: esta mañana no pasó nada
prójimo: “Era un pobre loco. En serio: el ex-escenógrafo de la rue Condé”. “Muy bien”
dijo Bugeia, y levantó la nariz como un lobo: “Este olor me fascina, muchachos. Es el
¿O sudamericano, más bien? Sí: colombiano, tal vez. ¿Aquí cocinan carne con
cayó despanzurrado sobre los pies de Ray, que largó un chillidito. “Oh la la” gritó Mich,
abalanzádose para atender a su amado. Ray zafó sus piernas de abajo del cuerpo
elefantiásico del mosquetero y saltó de la cama y le pegó una gran patada a la pared.
“Ahora sí que me jodí” dijo mostrando los colmillos: “Dale, sacá a estas dos basuras de
la chambre porque me falta poco para no aguantar más. Falta muy poco, pibe: te lo voy
Después los echamos. “Hasta siempre, ilustres” les gritó Ray, en la escalera: “No vuelvan
nunca más, que no los precisamos”. Mich alcanzó a mirarnos con odio, antes de
dos. Ray apenas probó un poco de cada cosa y se tiró a fumar un Peter Stuyvesant atrás
del otro con los ojos clavados en el cielorraso. Abel se puso el piyama y cerró los postigos
cayéndose de sueño, pero antes de dormirse le preguntó al riverense que utilidad podían
haber tenido los sabuesos que colocó Bugeia tan a la vista del público. Ray demoró
bastante en contestarle. “Bueno” dijo al final: “¿Hoy hubo alguna roncadera para ellos
¿no? Mirá que los tipos laburan a diferentes niveles, macho. Pescan de acá y de allá y
después eligen a alguien y le encajan el fardo. Y se lo montan, arriba. En todos lados son
a Bugeia que me cago en su alma” se endureció Ray: “¿A qué viene a joder acá, me podés
decir? Todos tenemos coartada, detectivito. Todos menos la punga. El Cordobés Pedrito
morfando con Amelot. ¿Pero Martine dónde estaba, eh?”. “Yo qué puedo saber, hermano”
bostecé, dándome vuelta para evitar la luz de la portátil. Ray miró fulminentemente la
siesta. Entonces desistí. Me levanté de un salto me lavé me vestí abrí los postigos y hasta
le pegué unas pitadas al petardo que armaron el chiquilín y Ray. Pedrito estaba
enloquecido de contento con la maruja. “No se enoje, nono” me sonrió de repente: “Tengo
buenas noticias. Me batieron que hay un camping de lujo, allá en Cannes. En Ranchito
mismo: un poco más abajo de donde estábamos el verano pasado. Lo único que tenemos
que hacer es apurarnos y salute París. Esto ya está imbancable. Y cuando venga el lorca
fuerte, ni te cuento. Allá se puede conseguir una casa rodante y estamos del otro lado.
¿Cómo la ve, nonito?”. “Complicada, la veo” suspiré: “Debo quinientos mangos de la
chambre, loco. ¿De dónde los voy a sacar, me querés decir?”. “¿Tanto debés?” se asombró
el chiquilín. “Sí” dije: “Últimamente gasté mucho en comida y me atrasé del todo. Es una
Ray se paró de un salto y empezó a recorrer la chambre. Yo ya estaba volando: ahora veía
la curva de una playa desierta y aterciopelada -en los fondos del sur- donde debía
tenderme hasta desenamorarme. “Che, Ray” dije de golpe: “¿No llevás la campera al
lavadero, cuando puedas? La voy a precisar allá en Cannes. Y tiene un olor a segundo
tiempo con media hora de alargue y media hora de penales que mata”. Nos reímos, con
Pedrito. Entonces Ray caminó derecho hasta la puerta y la abrió y volvió a cerrarla,
escuchar Abel. Después se dio vuelta y se quedó mirándome, muy pálido. “Pibe” dijo con
voz pausada: “¿Vamos a tomar un café al boliche de la esquina? Tengo que hablar
contigo”. “Sí” dijo Abel: “Todavía tengo tiempo”. Y pensó: Ahora cuando lleguemos al
boliche éste se da vuelta de golpe y me pega un piñazo -aunque no supo nunca por qué lo
pensó. Caminó con los ojos fijos en la espalda de su mejor amigo, viendo cómo su propia
campera se desteñía hasta despojarlo del azul del verano donde su adolescencia se abrigó
con la seda materna de la lluvia. Ahora el huevo celeste de París era una gigantesca flor
Cuando entramos al bar-tabac nos sentamos en las únicas banquetas que quedaban vacías
y Ray hizo un gesto para acomodarse la melena sobre su oreja izquierda y dio vuelta la
los que Abel se sintió traspasado por el verdor fosforecente del sótano del mundo,
mientras oía murmurar: “Vos me estás jodiendo la vida desde hace muchos meses, loco”.
Y los ojos decían: “Y yo voy a matarte”. Abel cayó de espaldas sobre alguien que había
al lado y el propio Ray lo agarró al vuelo y lo volvió a sentar, con cara de asustado. “Pará,
Abelito” dijo: “No te pongas así”. Yo me apoyé en el mostrador y cuando levanté la cara
Ray tenía la mirada de mi amigo, otra vez. “No te pongas así” repitió: “No te pongas así,
botija”. Abel se sintió más fuerte y prendió un cigarrillo y miró hacia las botellas que
había detrás del mostrador. “Y con qué pensás matarme” pregunté: “¿Con un cuchillo?
¿O con un-?”. “No” me interrumpió Ray: “No digas eso, loco”. “Es que fue algo evidente”
dije, con la mirada fija en el botellerío: “Ese brillo. Fue evidente. Es como si a una persona
da cuenta de que es el mar, igual. Qué lo parió: pensar que si me hubiera pasado una cosa
pasa, che” pregunté, recién dándome cuenta de que no entendía. ¿No será que yo me
parezco a alguien que te hizo mucho mal o algo así?”. “No” dijo Ray, haciendo una seña
para pedir dos demis y mostrando -durante un segundo- su dentadura bondadosa: “El que
me parezco soy yo, más bien. No te olvides que tengo un año más que vos -un año, nada
más- y ya las pasé todas. No me puedo acordar qué te conté en Meudom porque estaba
muy mamado. Pero te debo haber contado cosas que-”. “Yo no me acuerdo de casi nada,
tampoco” dijo Abel: “Me acuerdo de lo de la gurisa, claro. Y de que fuiste preso. Pero
mucho más no-”. “Basta” cabeceó Ray -y el brillo de la Chimère le volvió a hacer ahuevar
acompasadamente los ojos, con un ritmo increíble: “Basta de joda, viejo. Basta de joda,
viejo. Voy y yo sabemos lo que pasa. Desde el primer día. Me parece que ya hice todos
los papeles -o todos los papelones- que vos quisiste ¿no?: trabajé de buen tipo de artista
de payaso y de pinche. ¿No te das cuenta de que soy la cucarachita?”. Abel volvió a clavar
la mirada en el botellerío y después se agarró los ojos, largamente. Viene brava, pensé:
No tiene solución. ¿Qué hago? ¿Llamo a mi viejo por teléfono para que me mande buscar?
No, Abel Rosso: hay mucha gente en el mundo que se está jugando la vida por otras cosas,
en este momento. Y si vos no aguantás no sos un hombre: sos una gallina. Acordate de
Abel se arrancó las manos de la cara y vació el demi de un saque. “Entonces todo te
pareció una joda” dije: “Las ideas que te pedí para la trama de la policial y las que di para
las esculturas y el proyecto del libro ilustrado y las novelas que te recomendé y las pálidas
que nos bancamos y la campera que te presté y la pieza y la comida que pagué y-”. “Basta”
me cortó Ray con la mirada opaca, otra vez: “Fue un error mío, a lo mejor. Olvidate y ya
está”. En ese momento entró Pedrito al bar, emponchado y cargando el charango. “Dele,
nono” me dijo: “Ya es la hora. Che: ¿qué les pasa, vo?”. “Nada” dije con ganas de
trago y le ofrecí un cigarro a Ray, sin que me temblaran las manos. Él aceptó. “Bueno ¿y
ahora qué vamos a hacer, macho?” pregunté, endureciéndome todo lo que podía. Ray
siempre. Puedo irme a vivir a lo de Amelot o hacerme clochard de veras”. “Mirá, loco”
desembuché de golpe: “Yo sé que soy muy yo y que puedo llegar a ser insoportablemente
ególatra, pero no preciso jurarte que nunca te quise joder la vida. Yo no hice lo que vos
Gárgola, con sus ojos creciendo y decreciendo como burbujas verdes de un caldero
sangriento. Esta vez me salvó la mujer del barman, que me preguntó al pasar si
pensábamos volver a Cannes este verano. Ray dejó de roncar y saltó de la banqueta y se
quedó esperándome en la puerta. Abel miró por última vez las facciones perfectas de la
muchacha y pensó: Sí. Si atacaran eso yo podría patear la mesa y salir a pelear. Y no
pensó exactamente -aunque lo supo de una vez y hasta siempre: Yo no me voy a defender,
más que en estricta defensa propia. Ya ataqué defendiendo lo santo y ya gané: por eso
batalla: para eso soy un hombre. La batalla es de hombres, pero el juego es de niños o de
pobres diablos. “Bueno” dije en la puerta: “Me voy para el laburo”. Ray bajó la melena
le-Prince. “Hasta luego, botija” me desafió desde la esquina, con un gritito sórdido.
me contestó el zorro, radiante: “Con once como ese el Mundial sería nuestro, guaso”.
Abel tuvo el premio de ver la adolescencia iluminada del Cordobés (esa que él nunca más
tendría) y se estabilizó durante un rato donde también necesitó hablar con la hermosa
patrona embarazada y mirarse con el ovejero cantor de pupilas humanas. Pero después de
hacer un buen pasaje y prender un cigarro y sorber otro cubalibre como un equilibrista, el
miedo me aplastó. Ni siquiera sonaba la voz que no me pertenece repitiendo Lo que hay
pareció sorprendida a pesar de que era yo el que llamaba. “Qué pasa” preguntó. Y agregó,
intimidada: “¿Sabés que justo en este momento estaba pensando en vos?”. “Sí” le dije:
“Ya sé. Tenía ganas de hablarte, nomás. Pero no pasa nada”. Hubo un silencio hondísimo
y muy corto. “¿A qué hora terminás de trabajar?” preguntó Bénédicte. “De mañana,
cosita” exageré: “Generalmente de mañana”. “Bueno” argumentó ella, con una extraña
autoridad: “Pero podés decir que no te sentís bien. Y los otros se las pueden arreglar solos.
¿Siempre hacen así, no?”. Abel sonrió. “Sí. Pero no te entiendo” dijo. “Mi madre quiere
escucharte cantar hace bastante tiempo. Y yo me voy dentro de dos días” argumentó
Entonces me di cuenta de que estaba mirándome como a su Hijo, otra vez. Nada de amor
humano, pensé: Nunca has estado ni estarás enamorada de mí, Peluca de Plata. Nunca.
“Qué pasa, Abel. Decime qué te pasa” insistió Bénédicte. No me lo pidió por favor. La
voz estaba desequilibrada por esa durísima ternura que uno carga como una cruz inútil
desde antes de ser alguien. “No pasa nada” dije: “Te agradezco, pero justo esta noche
tengo que dormir en mi cuarto. Y no es porque me vaya a acostar con ninguna puta.
Cuando nos veamos mañana o pasado capaz que te lo explico”. Ella quedó callada.
Evidentemente estaba contrariada y hasta celosa, aunque no de ninguna mujer. Ella estaba
celosa de mi soledad. Y ninguno de los dos podíamos hacer nada para cambiar “el rumbo
de las cosas”: nadie puede hacer nada contra eso. Aunque dependa de nosotros hacer que
pase eso, pensé. El alcohol me había puesto demasiado filosófico, así que decidí colgar
de urgencia. Pero ella me dio el golpe de gracia antes de despedirnos. Pobrecita, pensó
distancia: “No tomes demasiado, Abel”. “Seguro” contesté. Y besé -sin hacer ruido- el
HUBO UN momento de la noche en que pensé comunicarme con Ramón, incluso. Pero
eso hubiera sido algo tan cobarde como llamar a Montevideo. Lo de la nena fue otra cosa
y a su modo sirvió, Caballero de la Triste Figura. (Por otra parte: ¿alguien habría sido
entenderlo, sin embargo. Ahora ya lo entendía.) Lo que tenía que hacer ahora era tomarme
un taxi hasta el Stella y subir mansamente la escalera y mentirle a Colette con hastiado
chambre del león. Pero sin atacar ni defender a nadie. Éramos inocentes. Y lo sabíamos
bien. Podíamos estar jodidos, por supuesto. Pero no podridos: los podridos no se agrietan
las manos con el barro del campamento donde tiritan las milicias de la redención, querido
pozo abierto y subrayado en el comienzo del capitulito que dice: Sólo dos veces hablé de
las aventuras con alguien. Lo estuve contando sencillamente, con ingenuidad, lleno de
dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante
quien sea posible desnudarse sin vergüenza. Lícito, pero no valedero -pensé:
Literalmente paranoico, Terry. Después me puse el piyama y prendí un Peter Stuyvesant
y esperé a Ray. Llegó casi enseguida. “Qué linda está París para caminar de noche” dijo,
media máquina, como funcionando con baja tensión. El riverense se tiró en la cama sin
desvestirse y Abel terminó el cigarrillo y se sintió vencido, pero por el sueño. Y me dormí,
nomás.
SAINT-TROPEZ
que hasta dejé de escuchar la voz del Otro. Ya casi ni silabeaba el salmo, ahora. Retomé
la lectura crespuscular en la Citadelle y el recorrido del puertito -cada vez más vacío- a la
empezaría todo de nuevo. Y terminaría todo de una buena vez, además -pensé sentado en
el Sporting exactamente a los tres días de la ida de Ramón. Un día claro y ningún
ni músicos angolanos nacidos en Bahía ni rubias platinadas onda Roman Polanski. Nada
de esas locuras. Eran las dos de la tarde y Abel ya había pedido la comida y estaba
paladeando una copa de rosado frente al resplandecer polvoriento de la plaza cuando vio
entrar al bar a Isabelle, acompañada por el Ceja y Pedrito. Sólo el Ceja me saludó. “¿Ya
los echaron de Hamburgo?” sonrió Abel. El marido de Isabelle le contestó que no, pero
que el contrato era una estafa viva. Nos miramos con Pedrito.
Esa noche nos acostamos relativamente temprano y yo me decidí a leer el artículo del
poema de los míos. Le di uno solo, largo. Era un poema de amor cruel inspirado por The
sun also rises. “Uy, nono” falseteó Pedrito, después de la segunda lectura: “A usted le
van a rezar las viejas”. “Favor que usted me hace” ladré: “Y a vos te van a matar los
maridos, si no te cuidás un poco”. “¿Vos decís por el Ceja?” se rio el chiquilín: “Tas loco.
Si cuando vino nos encontró prácticamente en la cama y nos invitó a comer chucrut.
Estamos en otro planeta, nono. En otro tiempo, estamos. Usted perdió la-”. “Ta” dije:
“Alcanza. Dejalo por ahí”. Me dediqué al France-Soir, que traía un inefable artículo sobre
planteada en términos menos sentimentales que apocalípticos, a saber: en los bares del
otrora floreciente Pocitos ya no había más que tacuruses de arena entre butacones rengos
y entelarañados donde se oía la amenaza del oleaje, etc. (Y uno se imaginaba que por la
rambla girarían pelotones de paja en vez de coches, como en las escenografías del Far-
Saint-Tropez dándote dique con las fotos que te sacás con la B.B. y masturbándote con
tu novela andante y tus odas de amor-odio y jodiendo la paciencia con tu horrible tragedia
personal. ¿Viste la patria, ahora? ¿La viste de una vez? No es solamente el único cielo
concebible para morirse abajo. Son los pobres, los tuyos. Esa es tu historia, macho.
Esa noche Abel Rosso soñó que era un centauro con ojazos de Gárgola que galopaba
EL CLIMA ya oscilaba, y con el primer frescor tuve un ataque de asma bastante fuerte.
Hacía tiempo que se me había acabado la betametasona (que no se vendía sin receta) y
Pero esa noche no pude dormir. Abel aprovechó para liquidar A la sombra de las
muchachas en flor y tomó mate electrificantemente, hasta que a las cinco y media de la
El pecho se me empezaba a abrir. Recorrí las dos cuadras de la plaza entre una
que lo hacía siempre. Los árboles de los viejos chalets y el macadam de los repechos se
veían como a través de un filtro azul cobalto, y Abel se sintió al borde de algo identificable
con la felicidad. Al empezar la ascensión final de la colina tuve miedo de que la cosa se
pájaro del tamaño de un pavorreal. El pájaro voló a ras de tierra hasta esfumarse entre el
claror turquesa que filtraban los pinos. La cosa viene bien -pensé. Y caminé hasta ver el
panorama de los tejados de Saint-Tropez, que parecían penetrados por el color exacto de
la vida: un rojo húmedo y hondo, de gredosa grandeza. Más allá estaba la franja del
tuerca que le daba al camino le abría una luz más ancha. Y no podía frenarse. El rebrillo
del golfo creció hasta circunvalar el horizonte, y al dar la última vuelta vi el sol recién
alzado y miré hacia mi izquierda en el momento en que dos velas emergían por detrás del
cementerio: daba la sensación de que los marineros podían ir conversando de una borda
a la otra, de tan juntas que estaban. O de que las dos barcas eran algo así como la metáfora
de una pareja, llegó a pensar Abel. Entonces clavé la mirada en el cementerio blanco
lavado por las olas y festejé la vida hasta el estremecimiento. “Es justa” murmuré: “Con
todo lo que tiene. Y con todo lo que le falta y hay que hacerle tener. Es justa”.
Y metí la mano en el gabán y encontré un papel y un lápiz que no recordé haber puesto
allí en ningún momento y empecé a transcribir inconexamente lo que veía y sentía y bajé
a la ciudad totalmente borracho por la felicidad y versificando por la calle y casi me pisa
un auto pero seguí escribiendo y a veces ponía primero lo que iba a pasar ponía Tomé un
vaso de leche y tuve que ir a tomármelo al Sporting y al sentarme en la plaza con la gente
del pueblo a la vista y el pecho abierto y la batalla de todos los pueblos estrellada en los
CHAMBRE 9
UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Descartes una noche de invierno, con
ojos de hasch. Estuvieron parados un rato frente a la puerta vidriera de Le Bateau Ivre,
un restaurant vacío donde al oscurecer recién brilla la carne sobre el fuego: después fueron
muchacho saca los brazos de los bolsillos de su sacón y levanta sus ojos de haschich a la
noche: ve los bancos azules de la niebla encendida frente a las casas blancas y escoradas
y hermosas como buques fantasmas. La maravilla no abandona sus ojos cuando cruzan la
del corso para desembuchar frasecitas secretas en su oreja. El hombre es pelirrojo y usa
un gran sobretodo completamente negro que parece prestado. Tiene los ojos verdes y los
tuerce hacia el fuego de los restaurantes después que habla sonriendo y una mano del otro
se levanta a espantar su voz como a una mosca. Ven desfilar clochards y mujeres
de belleza marrón que brilla en cada tórax: dice que ve la mancha. Van bajando al
mercado, y el muchacho declara estar muerto de hambre cuando huelen los ríos de sangre
repugnantemente cada vez que habla el otro: pero lo mira entre relámpagos acariciadores.
mañana que llegaron de hacer El evangelio criollo en Cannes: “Y lo más curioso es que
cuando Lucio me dio la noticia y me preguntó si estaba contento le dije que sí. Pero en
realidad me importaba un pito. Es un poco triste ir teniendo las cosas más claras a veces
¿no? Es como si vieras todo: lo que sos de verdad y lo que hay de verdad y no lo que te
venden los cerdos”. Ray me enfocó entornando los ojos. “Te noto lúcido, botija” dijo
levantándose las solapas del sobretodo recién puesto: “¿Pero te parece que es un poco
triste nomás, darse cuenta de todo? ¿Vas a apolar o me acompañás a dar una vuelta?”.
Aquello me sorprendió. Porque desde el imprevisible “Feliz año / Abelito” que Ray me
murmuró en la gala del Club Méditerranée, no había habido otra muestra de amistad -de
parte suya, por lo menos- en casi veinticuatro días. La “batalla amistosa” se transformó
en una especie de “guerra pacífica”, pensó Abel mucho tiempo después. O en una
comprar una máquina nueva -con los ahorros de fin de año reforzados por los doscientos
francos que nos arrimó Lucio a cada uno- cosa que festejamos almorzando bricks a l’oeuf
aproximadamente un mes y medio atrás. Esta vez no planeamos ningún viaje a Bahía o al
Sertón o a Recife. Pero Ray fue calzándose de a poco una máscara realmente agradable
de complicidad con el prójimo y terminó por confesarme que durante los dos días que
“Los tengo arriba. A ver qué te parecen” dijo, y me alcanzó una hoja de block garabateada
con prolijidad. Abel nunca sirvió para leer alcoholizado, y menos en lugares ruidosos.
Pero hubo algo del texto -contado en primera persona- que lo sobresaltó. El supuesto
quiosquero hacía una especie de inventario de su rutina (incluyendo algún forzado detalle
al cáncer de pulmón sólo por estar todo el día viendo edificios grises de Republicana
XXX Filtro alrededor suyo, etc.) y al final señalaba casi como una única salvación la
posibilidad de descolgarse con un acto extraordinario -“un crimen, aunque sea”- capaz de
transformarlo en alguien”.
“Perdoname” dijo Abel: “Todo esto es muy interesante. Pero lo del acto extraordinario -
contestó Ray, sin demostrar fastidio: “Se lo robé a Arlt. ¿Leíste Los siete locos?”. “No”
dije: “Empecé a leerlo dos veces y no le pude entrar ni a ganchos. Pero no te olvides que
Arlt le afanó casi todo al Fiodor”. “Entonces son cien años de perdón, botija” se defendió
quiosquero empieza a asesinar, se arma un lío brutal”. Ray largó una carcajadita, y
después se puso -durante un segundo- radiantemente serio. “El quiosquero está loco. Y
solo” se frunció: “Con un cacho de amor se le pasaría todo. ¿En serio que no te acordás
Ray te invitó a comer en la banlieue porque había un relumbrón final del otoño que
engullir por el bosque de Clamart y avanzaron entre un túnel pozzuoli de hojas vivas y
muertas hasta desembocar en un bucólico restaurant con mesas al aire libre llamado A
un encorpado vino tinto de marca “Mirá que nos van a fajar” le advertiste al riverense
“Pago yo” sonrió él “Cuando me toca pagar nunca escondo el culito botija” agregó con
las pecas incendiadas por el claror ya oblicuo del sol que se filtraba entre una alameda
carne que fue un espectáculo aparte entre las reflejadas espesuras del vino y el bosque
“El mozo ya nos está junando con miedo de que nos rajemos sin parar” dijo Ray “Junale
botija en una tarde así” dijo Ray abriéndose una mueca de fiereza con el escarbadientes
“Una compañera de cuarto de liceo hija de un rego de los que andaban en la vuelta con
el famoso Joaquim Coluna” “Y qué viene a ser un rego” preguntaste riéndote “Un rego-
lucionario” carcajeó Ray “Un bolche un tupa cualquier basura de esas yo era jupo botija
era un jefecito nazi allá en Rivamento a las órdenes del benemérito Bertalicio Merdín
fijate que a mí de chico me decían Gargolita en el catecismo por lo feazo que era pero
después repeché mucho porque mi viejo me llevaba de joda con el tal Merdín cuando
tenía diez años y a veces llegábamos de la joda y me ponía la túnica y rajaba para la
escuela y ahí me empezó la fama y nunca más tuve problemas para levantarme una mina
nunca más me gritaron Gargolita tampoco aunque ese asunto ya no me calentaba tanto
porque una vez un cura que se llamaba igual que vos casualmente me habló del jorobado
de Notre-Dame y me vendió unos versos como que el jorobado era una gárgola que era
buena por dentro y yo nunca pude saber si me estaba jodiendo o batiéndome la justa y
de ahí viene el asunto de las esculturas yo dibujaba diablos desde chico pero nunca logré
que me salieran buenos no había caso campeón che me estás escuchando carajo” chilló
Ray y vos pegaste un salto y dijiste que sí aunque te habías quedado en blanco después
de la palabra jupo “Sí” mentiste “Te escucho” “Bueno” hinchó la mirada el otro “Hasta
que una vuelta estábamos por hacerle una fiesta a una negrita de doce años que era un
bombón y se desbolaba arriba del mostrador de los boliches por chirolas y mi viejo se
en quince segundos la empalaba con el talero y me dijo Vos tomá el tiempo Gargolita y
no sé por qué carajo me temblaba la mano mirando el bruto reloj de oro que me habían
cara y gritó Tenés quince segundos o te quedás sin culo merdiña calientamachos y la
chiquilina abrió los dientes con la cara chorreándole como una llorada amarilla y le
pegó una mordida que lo dejó chanta y antes de rajarse en pelotas del boliche gritó San
Jorge va a venir a empalarlos a ustedes ricos hijos de puta con una jeta de gárgola buena
que te desesperaba y yo no salí más con mi viejo y me largué por mi cuenta y llegué a ser
el rey del mambo en Rivera y Livramento juntos o terror do Rivamento llegué a ser y no
es paco hasta que un día Merdín nos propuso un negocio a la guachada de mi barra
cuando yo todavía vegetaba en el liceo con casi dieciocho años cumplidos y ya se había
armado el quilombo político y mi viejo se las tiraba de decente porque quería ser
diputado colorado y ya había mucho tupa y bolche y toda esa basura Merdín nos ofreció
tuviéramos controlada la joda política en el liceo y entonces me hice jupo entendés cómo
fue la pelota” pidió la cuarta botella a manotazos Ray “Sí” mentiste aguantándote de
fumar por el mareo que amenazaba con hacerte vomitar antes de llegar al toilet de la
Fontaine Sainte-Marie “Hasta que un día me enamoré” dijo Ray y te despabilaste “Me
enamoré como un caballo” carcajeó Ray “Y de la hija de un rego hay que joderse Dios
no porque mi viejo ya me había advertido Relajo pero con orden Gargolita hay que
cuidar el De Deus antes de las elecciones después podés hacer lo que querés pero hasta
aunque en realidad se morían de envidia porque la chiquilina era lo más divino de toda
la frontera y una tarde más divina que esta la convencí de hacernos la rabona y la llevé
nomás porque a último momento no tuve huevos o a lo mejor no tuve la mala leche que
se necesitaba para desvirgarla arriba de las sábanas de los proleta llega un patrullero
con el rego y mi viejo adentro y me encajan preso acusándome de violación y mi viejo
hasta lagrimeaba apretándole el hombro al rego y después me enteré que habían sido los
otros jupos los que me habían batido y que mi novia declaró que primero la quise violar
arriba de la cama de los padres amenazándola de muerte pero que ella se hubiera dejado
matar con tal de no hacer eso y mi viejo pagó para que me hospedaran en la comisaría
que era un rego con una paciencia china hizo gestiones para que me dejaran dar los
exámenes libres y llegué hasta a estudiar en mi celda de lujo donde tenía televisión y todo
decían todas las putísimas noches Así ves las estrellas Violetita mirá que hoy está
estrellado afuera corazón ponete boca abajo y vas a ver lo que es bueno y nadie me creyó
jamás que yo no había violado a la pendeja no hubo caso botija” pero vos no escuchabas
aunque mirabas fijo la cabeza de Ray zumbando entre la luz naranja mientras tratabas
“Hasta que un día sentí que estaban torturando a un rego en la pieza de al lado” y me
pareció raro y cuando paré la oreja me di cuenta que era Joaquim Coluna y de golpe me
vienen a buscar y me plantan adelante del rego que estaba a la miseria pero tenía los
ojos como un dos de oro rojo Así que este es el bolche que infiltraste en la JUP le
preguntan y Coluna me mira y veo que me reconoce porque los ojos le relampaguean
sangre Otra gárgola buena pensé y de golpe tuve necesidad de ser un rego coño y hasta
hubiera rezado para que el hijo de puta me cantara pero no hubo cuestión no me cantó
descubierto que yo era rego Nadie merdiña no ves que vos no servís ni pa rego son
órdenes de tu viejo a ver si te podemos enfardar en forma pero tuviste tarro Violetita y
entonces los putié los torié los versié a ver si me torturaban pero no me dieron bola lo
único que esa noche se me vinieron en malón y vi toditas las estrellas juntas botija toditas
las estrellas” dijo Ray enfocándote con los ojos de la Gárgola aunque vos ya no
escuchabas ni veías nada y la tarde era azul cuando tambalearon sosteniéndose el uno
al otro por el túnel de hojas vivas y muertas y vomitaron por turno “El problema es ser
loco” gimió Ray después de haber regurgitado un gigantesco chorro humeante “Ellos
dicen que soy loco y me pagan yo sé que el giro viene para eso para que haga maldades
te despabilaste un poco cuando Ray empezó a muequearle a las mujeres que iban
sentadas enfrente y fue un viaje insufrible y se salvaron de ir presos por casualidad y esa
ni mate y Ray encajó la melena color zanahoria abajo del agua helada y la sacó
sacudiéndose como un perro “Batí muchas bobadas ayer” te preguntó “No sé” dijiste
decía en francés Todo el mundo es una mierda y te pusiste a gritar eso hasta que el andén
se quedó vacío pero pasando a hablar de cosas buenas cómo morfamos ayer loco qué
salchichón y qué carne exquisita de eso me acuerdo bien te debe haber salido un
disparate así que podríamos arreglar a medias” “Yo invité” sonrió Ray “Sí pero salió
AL OTRO día me estuve regodeando en forma con la máquina nueva: escribí un par de
Ma-Sa, respectivamente. El capítulo era lo único que había agregado a la policial, después
le agregué con birome a la carta de Ma-Sa: “Que aunque mi cara (la de adentro) esté un
poco jodida, está para servir. No se olviden de verme, camaradas humanos. Hasta
Ray Pedrito y el Cordobés habían salido en patrulla a darle caza a un árabe que vendía
LSD por Belleville y Abel ensilló el mate a las dos de la tarde, con languidez pero sin
náuseas. Cuando golpearon a la puerta supo (erizadamente) que era la nena y puso cara
de perro: le quedó un tragicómico rostro de San Bernardo. Apenas la miré, pero vi que
traía puesto el conjunto jean de pana azul con el que había bailado Síncopa hasta hacerme
volar. No me paré a saludarla. “El Cordobés no está” dijo Abel, poniéndose a ensobrar
las cartas con meticulosa lentitud. “Y eso qué” dijo ella, sentándose en la cama de
enfrente. “Creí que venías a verlo a él” ladró Abel. “Creíste mal” ladró ella: “¿Puedo
tomar un mate, por favor?”. “Pero si no te gusta, cosita” la sobré: “Ya probaste, la otra
empezó a sorberlo con los ojos cerrados. Se iba poniendo verdosa, mientras tragaba.
sentarme. Quedamos mirándonos. “¿Es horrible, no?” pregunté, sin reírme. “Es horrible”
contestó Bénédicte. “Qué pasa” pregunté entonces, por primera vez. Bénédicte me pidió
un cigarrillo por señas y lo empezó a fumar con gestos de mujer. No es virgen, pensó
Abel: Estaba clavado que no era virgen. ¿Cómo se me puede haber ocurrido semejante
contar ella: “Y lo vi. Estaba con otra. Y estaba todo sucio: es algo insoportable, no sé”.
“¿A quién viste? ¿Al Cordobés?”. “No embromes más con eso, Abel. Por favor”.
“Perdoná” murmuré: “A quién viste”. “A un muchacho del liceo. Estuvimos juntos este
verano, en un campamento. Para mí estuvo bien. Y fue la primera vez, además. No lo
había vuelto a ver desde que subimos a París”. “Y por qué te acostaste con él” pregunté,
como un imbécil. Bénédicte se rio. “Porque sí” dijo: “Porque tenía ganas. Ya hacía tiempo
que había conseguido las pastillas, además. Da un trabajo del diablo: tenés que llamar a
un teléfono clandestino que circula en el liceo y todo eso. Y si vas a un campamento con
puso roja y yo los hubiera matado a los dos, como el cornudo del tango. Se saludaron
besándose normalmente. El zorro se sentó -con las facciones hinchadas por la vanidad-
en una silla equidistante entre Bénédicte y yo. “Qué lo parió. Dame un mate, guaso: un
viejo mate criollo” dijo exagerando el acento de Calamuchita: “Te juro que me parten al
medio estas cosas de la droga, che. Pensar que uno estuvo en otra cosa. Uno estuvo hasta
preso y tiene que aguantar a estos pelotudos que te hacen recorrer todo Belleville para
Bénédicte no entendía el español, pero me pidió otro cigarrillo por señas y lo fumó con
gestos de mujer fatal. “Ahí la tenés” le dije al zorro: “Loca de la vida”. Después tratamos
de sacar una conversación en forma entre los tres, pero no pasó nada. Cuando la nena se
levantó para irse Abel le cedió el acompañamiento al Cordobés, cosa que a ella no pareció
molestarle en absoluto. Vino a besarme, sin embargo. “Gracias” me dijo, seria. “Merde”
retruqué, en broma.
y media sobrevoló la oscuridad total, cayeron Ray y Pedrito. El chiquilín venía radiante.
“Sírvase, nono” dijo: “Para usted. Lo compré en la librería de enfrente especialmente para
Revolucionaria cubana”: una tierra roturada por un gigantesco tractor que dejaba palabras
y plantas entre los surcos. Las palabras sembradas eran ESPÍRITU DE TRABAJO
LOS HOMBRES.
“Igualito que aquí” dijo Abel: “En esto creo, ¿ves?”. “¿Me lo decís a mí?” preguntó Ray,
que todavía seguía embutido en el sobretodo. Nos miramos. “Sí” le dije: “A vos y a todo
el mundo”. El riverense largó la risa y le mostró el reloj a Pedrito. “Estamos por entrar,
imberbe” dijo: “Nos quedan menos de cinco minutos. Vas a ver lo que es esto”. “Lo que
es lo qué” preguntó Abel. “¿No te avivás, balero?” dijo Ray, con desprecio: “Lucy in the
Sky with Diamonds, botija. ELE ESE DE: nos costó un disparate conseguirla. Le pasamos
la lengua hace quince minutos, más o menos. Y demora unos veinte en subir. Qué venís
a joder con terrones pintados y palabras burguesas. Esto es el paraíso: el cambio verdadero
del color y la forma”. Abel miró fulminantemente a Pedrito. “Así no vas a poder laburar,
inconsciente” gritó. “Tenés razón” me apuntaló Ray: “Dura como ocho horas el efecto.
Nos olvidamos de eso, imberbe”. El chiquilín bajó los ojos, fingiendo avergonzarse.
“Por eso me compraste el póster ¿eh?” siguió gritando Abel: “¿Por eso, alma podrida?
Para ablandarme un poco ¿no?”. Pedrito alzó la cara: parecía lastimado. “No” dijo: “Es
que yo todavía creo en eso, a veces. Te lo juro, vo”. Nos miramos con Ray. De repente el
chiquilín cerró los ojos y se encogió, temblando. “Uy” murmuró: “Dios mío”. “Abrí los
ojos” gritó Ray: “Abrí los ojos. Dale, que no te pasa nada. Hacé caso, carajo”. El riverense
agua podrida. Pedrito se sentó en el suelo y entornó una mirada reblandecida y se puso
reír sórdidamente, observando el póster. “Uy, loco” dijo: “Mirá cómo brilla. Me muero,
loco: cómo brilla eso”. Ahora se le caía una baba oligofrénica. Ray se le sentó al lado y
siguieron festejando las mutaciones del póster hasta las doce y media de la noche, cuando
Al rato cayó Sinclair. Había un plafón bajísimo. Pedrito acababa de bajar a su chambre y
encargado para el otro día. Abel estaba hasta sin ganas de escuchar los goles de Liverpool,
cuando entró el ugandés. Nunca lo vi tan lúcido: se sentó en una punta de la cama y ni
siquiera miró el paquete de yerba. “¿Estás muy desesperado?” me preguntó con los ojos
espectáculo.
“No está mal” dijo Sinclair, sacándome un cigarrillo y prendiéndolo con aplomo:
“¿Sabías que el Che Guevara era primo-hermano mío, no?”. Ray largó una carcajadita.
“Así que sos rojo” me preguntó Sinclair, apuntándome con el cigarrillo. “Es rego. Pero
cree en la Virgen María” murmuró Ray. “Hace bien, hace bien” sonrió Sinclair, con
menos indulgencia que dulzura: “El mundo va a ser rojo. Y azul también. No desesperes,
“Lo traje para usted” le dijo a Ray: Diccionario de símbolos de Cirlot. Copié lo que hay
sobre las chimères: es muy poquita cosa. Yo ya lo había leído, pero no me acordaba bien.
Dice así: Los animales fabulosos y los monstruosos aparecen en el arte religioso de la
Edad Media como símbolos de fuerzas o como imágenes del submundo demoníaco y
draconífero, pero entonces como vencidos, como prisioneros sometidos al poder de una
fosforecentemente hacia las dos paredes. Sinclair quedó mirándolo y de golpe recitó: “
Colgada en mi pared tengo una talla japonesa, máscara de un demonio maligno, pintada
de oro. Compasivamente miro las abultadas venas de la frente, que revelan el esfuerzo
que cuesta ser malo. Escrito por mi tío-abuelo Bertolt Brecht -el rojo- en 1942”. La última
acotación me hizo largar un alarido tan descompresor que terminamos todos -incluido el
tiempos. “Dale” le dijo Abel a Ray: “Volvé a mandarte el show de la cucarachita. Una
vez, aunque sea. Es lo mejor que has hecho en tu vida, loco”. Ray me miró aplastándose
las lágrimas y chistó: “No. Eso se acabó, botija. Ese show se acabó. Pero te juro que algún
día voy a hacer algo que valga la pena. Vas a llegar a verlo, te lo juro”. Y se metió en su
pieza.
Al otro día Ramón nos consiguió un contrato para tocar un mes en la mejor boîte de
Beirut, con apartamento en el centro y 120 francos fijos por noche. Firmamos enseguida.
seriamente la Pentax para rajarse lo antes posible. “Pero no hay que malbaratarse,
tampoco” dijo sonriendo con tristeza, la última vez que mateamos en la chambre 9: “Todo
tiene su precio. Y se paga, campeón. Con Sinclair estoy en deuda con la preciosura que
me leyó sobre las gárgolas: a la verdad que los tendría que haber despanzurrado por lo
menos con el último show, soñadores de pescaditos rojos. Se lo tenían merecido los dos.
SAINT-TROPEZ
QUEDABAN MUY pocos días para irnos, pero por las dudas me largué aquella tarde
mismo hasta Chez Marlene a ver si conseguía la cita con el médico. Encontré cerrado.
Li. “La llamaron por teléfono hace cinco minutos” me explicó el chef, en mangas de
camisa: “Es una lástima. Recién se fue. ¿Puedo ayudarte en algo?”. “Necesito un
remedio” dije poniendo cara de moribundo: “¿Cómo hago para llegar a la villa de Li? Ya
me llevaron una vez, pero ahora no tengo la menor-”. El muchacho sonrió, entre
disciplicente y simpático. “Mirá” murmuró: “No tendría que decírtelo. Pero si caminás
por acá abajo -bordeando las costas privadas- llegás en un rato. Yendo por allá arriba
tenés que tomar un taxímetro y dar doscientas vueltas. Abajo hay un muellecito con un
cartel que dice Werewolves”. “¿Cómo?” puso cara de curioso inofensivo Abel.
“Werewolves” repitió el chef: “Es una palabra perteneciente a una vieja superstición judía.
Son las personas que se vuelven lobos y se comen a otras, o algo así. Lo sé porque soy
No fue nada complicado caminar por las rocas. Me hizo acordar a mi niñez, en la playita
de los Ingleses. Acá también había alguna que otra playita, al pie de los acantilados
señoriales. “Eh, los de arriba” jadeó Abel en cierto momento, sudando como un chivo:
Werewolves casi frente a su cara mientras oía una especie de graznido humano,
explotando allá arriba. Abel trató de remontar lo más rápidamente posible la escalera que
llevaba a la villa. Claro que no me ahogaba el asma, solamente: el graznido pasó a ser
interrupciones.
piscina: no vi ninguna sombra colgando del trampolín, en ese momento. O mejor dicho:
producía el griterío en los cristales. Cuando entré al suntuoso espacio abierto de la piscina
vi primero al San José cornudo que parecía mirar burlonamente a Li desde abajo del agua.
“Y vos qué hacés aquí, si se puede saber” demoró mucho en preguntarme el muchacho,
cuando se le pasó la pataleta. “Andaba buscando a Marlene” dije: “La fui a buscar al
restaurant y me explicaron que recién había salido para acá”. En ese momento Marlene
estaba mirando a Li desde muy cerca, me dio la impresión. La capté apenas de reojo,
porque no quería profundizar mi visión del cadáver. Ya había tenido suficiente con
Sinclair. El policía se secó bien la cara y prendió un cigarrillo. Marlene taconeó hacia
lo veo mucho más calmo se lo voy a volver a preguntar. Y a ver si no le da otro ataque”
chilló, dirigiéndose al muchacho: “¿Por qué están tan seguro que no la mataron?”.
“Perdone, pero yo no se lo voy a volver a explicar” la cortó el ex-matoncito, amablemente:
“Ya está por venir la técnica y eso va a confirmar todo, no se preocupe”. La mujer dio
Abel prendió un Peter Stuyvesant y se sentó al lado del muchacho. Se dio cuenta de que
degenerados. “¿Hace cuánto pasó?” pregunté. “Una hora y media, más o menos.
Acabábamos de hacer el amor en serio, por primera vez. Yo salí a buscar un champagne
especial en el auto, para festejar. El champagne especial lo pidió ella. Yo soy del pueblo,
viejo. Soy policía, pero me cago en los explotadores”. Entonces puso los ojos en la
ahorcada y murmuró: “Cómo me enamoré, mierda. Jamás podré entender cómo me fui a
Abel terminó el cigarrillo en silencio y le pidió permiso al muchacho para irse. Él movió
la cabeza, asintiendo. “¿Qué hay del caso de París? El del ex-marido de ella” me animé a
preguntar, ya parado. “No sé” me contestó, levantando los hombros: “Yo tenía mi función
de vigilancia acá. Hace días que no sé nada de cómo va lo otro”. “¿Y los negros?”. “Los
negros están presos en Cannes desde ayer” dijo el muchacho: “Se les fue la mano con la
carga que trajeron. Pero pueden zafar. Con un poco de suerte, zafan”. Abel le dio la mano
al ex-matoncito. “Si va pal montón del rico / el pobre que piensa poco / detrás de los
hizo una melancólica guiñada de complicidad. Abel salió por la escalera del fondo, sin
superstición judía contemplaría los casos de las mujeres-lobo que terminaban por
devorarse a sí mismas. “Malditos matriarcados” dije tirando una piedra contra el
Mediterráneo.
CHAMBRE 22
salido del hotel Stella a mediodía, el último sábado de julio. No hacen buena pareja. El
hombre camina mirando el suelo, aunque sin tomar en cuenta los declives que le
convienen para nivelar el centímetro que le lleva la infanta: ella apenas sonríe. Entran al
le borra con un dedo la espuma de los bigotes y él vuelve a sorber sin respirar bajo el
cuenta la historia de su primera y única borrachera liceal. La muchacha señala los dos
demis al barman, que la observa juzgándola como una copera en potencia. Al vaciar la
segunda cerveza el hombre ya desagua palabras desvalidas y asciende hacia otra sed.
Entonces habla ella: él recibe cada palabra como si se saciara. Después saltan de las
Se besan lentamente las comisuras de las sonrisas antes de que la infanta desaparezca para
tomar el tren. El hombre retorna por la tarde calcinada y al llegar al hotel se entrepara a
esperó el primer mate para fumar el primer cigarrillo, y entonces me puse a pensar en qué
Cannes lo antes posible. Tuve una idea muy loca, aunque no totalmente descartable. Al
rato cayó Faruk a avisarme que me llamaban por teléfono. Era la nena: quería que nos
golpeé a Pedrito y le avisé a través de la puerta que apenas consiguiera la guita nos íbamos
a Cannes.
Cuando volví a pisar la chambre del león, Ray estaba despierto: tenía los ojos rojísimos
aunque opacos, todavía. No hablamos nada. Abel aprovechó para lavarse y vestirse y bajó
esquina sentí crecer la desesperación como a una ola hawaiana. Me sentí sin tabla para
surfearla, además. La primera cerveza me calmó, aunque ya con la segunda recordé dónde
estaba y lo que había pasado la noche anterior. Caballero caballero / el de la Triste Figura
/ ¿qué se fizo tu aventura? -payé moviendo apenas los labios. Abel observó la prodigiosa
belleza mareada de la chiquilina que se le había escapado para siempre, y sintió olor a
muerte: olor a muerte, en todo. “Le he hecho mal a la gente” murmuré. Bénédicte me
miró con indolencia. “Estás loco” se rio: “Lo que pasa es que estás tan loco y a veces sos
tan bueno que uno no sabe bien cómo quererte. Es como si uno se enamorara de algo que
tenés adentro pero que-”. “Pero que no soy yo” dijo Abel. “Bueno, no sé” sacudió la
despidieron sin poder intercambiarse direcciones para escribirse durante el verano. Ella
se iba a acampar con la clase pero no estaba decidido adónde, todavía. “No hay problema
cosita” mintió Abel: “El tiempo pasa rápido. A la vuelta nos vemos”. Iba a agregar Portate
otros dos músicos del barrio, y el riverense dijo Buena noches justo atrás mío y yo supe
que la Gárgola ya se le había iluminado. Traté de no mirarlo durante mucho rato, hasta
que al Cordobés se le ocurrió conseguir una tumbadora a toda costa. “En serio, guaso: lo
que precisaríamos allá en el sur es una buena tumba” porfió, con entusiasmo. “Cigarrito,
sonreía, pero la fosforecencia verde del sótano del mundo me volvió a traspasar. Abel no
se cayó, esta vez -aunque bajó la cara como hacen los culpables. “Eso está bien” le
murmuró Ray en la oreja: “Se precisa una tumba, de apuro. Eso está bien, Abel. No vayas
a olvidarte”.
LA IDEA muy loca que había tenido aquella mañana para conseguir los quinientos
a esta altura del partido. Abel le pidió un ron puro a Pepillo y se acercó al teléfono
envalentonadamente y discó el número del Inspector Bugeia, componiendo algo así como
un rostro de hijo pródigo. Me atendió el mismo Marc, con un gruñido más hastiado que
soñoliento. “No esperaba encontrarte a esta hora” le dije: “Estás volviendo temprano,
viejo”. “Muy gracioso” dijo Marc: “Lo que pasa es que retrasmitían una semifinal
bastante menos aburrida que el caso Sinclair”. No dio para reírse. Entonces Abel apuró el
porque no está mi padre aquí en París. Ando en líos. Tendría que verte mañana mismo, si
tuvieras un minuto”. Se oyó con claridad la violenta exhalación del humo hecha por el
taberna española? ¿Dónde es que queda?”. “No” protesté: “Ahora no. Dormí tranquilo,
en serio. Y nos vemos mañana de mañana, en todo caso”. “Nadie va a dormir tranquilo”
ladró Bugeia: “Dónde estás”. Abel se fregó la cabeza: “En la rue de Cossonerie casi
cartel afuera. Pero el viaje es muy largo, Marc”. “A nosotros nos pagan la nafta, No te
preocupes, hijo” retrucó el inspector, resoplando otra humareda: “Una sola pregunta: ¿te
molesta que vaya con Arlette?”. “No” dije: “No hay ningún problema”. Y terminé el ron
Demoraron bastante poco en llegar. Marc le llevaba una cabeza limpia a Arlette, y no
parecían cansados de convivir. Abel los hizo sentar en el fondo del bodegón y pidió
sangría especial de la casa. “Ça va Maigret” pregunté, para entrar en calor. Eso le causó
mucha gracia a Arlette, que después de un trago largo se había puesto radiante. Era
realmente agradable, la petisa. Además debe hacer años que no la sacan a una boîte, pensé
autoconsolándome. “Yo ando descuartizado” declaré entonces, a boca de jarro: “Es una
historia muy extraña y podés crérmela o no, Marc. Tengo que irme de París lo antes
posible. Un loco del barrio quiere matarme. Un paranoico. Amigo mío, además. Y te
adelanto desde ya que esto no tiene nada que ver con el caso Sinclair. Palabra de
poner ojos policíacos. Yo miré a Arlette sonriendo como pude, pero la mujer se había
nada más. Después me las arreglo”. Hubo un denso silencio. De repente me rozaron el
brazo. Cuando levanté los ojos vi la chequera de Marc y la birome al lado. “Poné la cifra
que quieras” dijo: “Está en blanco”. Abel temblaba tanto que le costó hasta dibujar los
ceros del 500. “Nos vamos a Cannes” explicó, siempre mirando para abajo: “Allá se
trabaja bien. A fin de temporada te los devuelvo, viejo”. “Me los devolvés cuando los
tengas” corrigió Marc: “¿No tenés nada más para decirme, Abel? ¿Nada más? ¿De
verdad?”. “No. De verdad” mentí. “Gracias por la sangría” ladró el Inspector, ya parado:
“El que te quiere matar de veras te mata, hijo. Eso no tiene solución. Pero cualquier
problema-”. En ese momento fue la mujer la que se lo llevó a rastras, después de desearme
a Pedrito a volver caminando por Sébastopol, y de paso organizar más tranquilos los
detalles del viaje. “Así que el cana te prestó la guita, nomás. Qué tarro” reflexionó el
amanecer sobre Notre-Dame. Todavía estaba fresco, y el azul de París estremecía hasta
el desamparo las chuzas de Pedrito. “¿Quiere poner algún disco, nono?” me preguntó de
entusiasmo infantil. Pidió su clásica mamadera de Coca-Cola, además. “No” dije: “Elegí
le vendieron a mi generación: algunas no tan malas, y otras inexistentes. Pero eso no nos
importaba demasiado. Uno podía poner la radio al mínimo volumen y cruzar el insomnio
soñando consoladoramente (o llorando suavemente incluso, bocabajo en la almohada)
con la felicidad. Y nunca se nos prometió una felicidad con sacrificio con generosidad
con valentía con muerte y con resurrección: nunca. “Cristo” casi grité, fregándome los
pelos.
Pedrito me miró. “Mi abuelo era albañil” dije estudiando el contraluz violáceo de Notre-
de la Cruz en una goticoide que hay allá por Larrañaga cerca del Prado, y no sé en cuál
otra. Antes de la ley de ocho horas. En invierno empezaban a las cinco de la mañana y
ponían los ladrillos sin sentir las manos: horas enteras trabajando así. Cuando mi abuelo
tenía catorce años lo metieron a laburar en una obra del puerto y a veces se iban
caminando desde Belvedere para poder escaparse de noche a la ópera con los vintenes del
tranvía. Cada vez que en mi casa se nombraba la ópera al viejo todavía se le prendían las
lámparas. Pero no decía nada. Casi nunca decía nada. Fue mi madre la que me contó que
una vuelta el capataz de la obra (que era un recontrapariente recién llegado de Italia) lo
cinturonazos y nunca más fue a la ópera. Siguió toda la vida laburando de albañil. Era
batllista a muerte el viejo, y tenía un carácter brutal y morfaba como una bestia y cuando
se jubiló se pasaba sentado en el frente tomando mate y armando tabaco Puerto Rico hasta
que la arterioesclerosis lo derrumbó de golpe -aunque yo nunca le conocí una gripe. Pero
me dijo dos frases que no me olvidé nunca. La primera fue cuando yo estaba en el liceo
y habían empezado las huelgas, allá por el sesenta y poco. Una vuelta salí de casa
comentando que a lo mejor iba a haber huelga para que no mataran a Caryl Chessman y
mi abuelo me ladró desde atrás: Mirá que lo peor que hay en la vida es ser carnero, Abel.
Y se calló hasta unos cinco años después, cuando ya habían matado al Che y Pacheco nos
mandaba balear en Dieciocho. Un día me siento a tomar mate al lado de él y de repente
me dice: Yo no sé qué le pueden ver de malo al socialismo si es para que todo el mundo
“Uy: eso tiene que escribirlo, nono. Así como lo contó, nomás” dijo Pedrito, con cara de
copado. “Sí” dijo Abel: “Algún día voy a sacármelo de arriba. Si vivo lo voy a meter,
perdé cuidado”. Ya hacía calor, y Abel pidió su segundo Saint-James para mantener a
directamente a arreglar las cosas en Provoya, nene. A ver si nos podemos borrar esta
noche mismo”. “Mirá que el Cordobés va a querer quedarse por lo menos una noche más”
me advirtió Pedrito. “El Cordobés que haga lo que quiera. Que reviente, si quiere”. “¿Y
Ray, che? ¿Qué va a ser de la vida de Ray?”. “No sé, loco. En este momento no sé ni qué
clausurada. París ya estaba caliente como el infierno, y yo chorreaba menos de miedo que
de asombro. Cerré los ojos un momento y me balanceé sobre los talones y elegí creer en
la existencia de Provoya. Lo que tenía que hacer era encontrarla, entonces. Estuve
hablando con gente de toda la cuadra hasta que un farmacéutico con cara de apóstol
disfrazado me apuntó la nueva dirección. Seguí trotando por París. La inminencia de Ray
me cercaba por todos lados: nunca pensé que podía haber tanta gente parecida a él. Y era
Abel consiguió un coche a Cannes recién para la madrugada: era el coche de un mago
apuré para llegar al Stella antes del mediodía, porque había decidido mandarme mudar lo
antes posible de la maldita chambre 22. En la chambre estaba el león, boca arriba en la
cama: tenía la Gárgola apagada, pero cuando le dije que había que tomárselas dentro de
un rato puso cara de matón del Far-West. “Qué apuro que tenés, botija” se paseó un
fósforo por los labios rojísimos: “Mejor nos quedamos hasta mañana ¿no? ¿No te vas a ir
mañana?”. “Sí” dijo Abel, aceptando el chantaje acaso con el último rostro de niñez
Aquella tardecita avisamos en la taberna que nos íbamos, y casi nos agarran a patadas. El
Pedrito: se compró vino pollo asado y hasch. Pero yo no quise fumar ni en broma. Colette
estaba triste (a pesar de las promesas de Pedrito de mandarla buscar lo antes posible) y
Ray levantó vuelo de una manera extraña: hubo un momento en que me animé a mirarle
los ojos y vi resplandecer la Gárgola como con un fervor enamorado. “A ver, botija” dijo
de repente: “Vamos a inventar algún jueguito inteligente. ¿Te acordás de lo bien que
pasábamos allá en la chambre 9? Imaginate que esta fuera la última noche que tuvieras
para defender algo. Algo grave que hiciste. Algo muy grave, pibe. Qué argumentos darías,
a ver”. Y clavó los ojos en Abel con horrible bondad. Abel no pude verlo, sin embargo:
había bajado la cara y la mantuvo así durante un rato largo, hasta que dijo mansamente:
“No tengo nada que defender, hermano”. Entonces Ray pegó un salto en la cama donde
estaba sentado y salió a las zancadas de la chambre. “Uy: empezó a aclarar” dijo Pedrito:
“¿Ya armó el equipaje, nono?”. “No” empecé a sudar hielo: “Ahora subo”.
Estuve a punto de pedirle que me acompañara, pero me aguanté. Me acerqué al lavatorio
cuchillo sin que se dieran cuenta. Entré a la chambre 22 con la cabeza gacha. Todos somos
culpables, señor Fiscal. El problema es que también podemos ser inocentes. La vida
parado frente a mi valija. Abel se paró enfrente y levantó los ojos durante un momento y
encontró aquella luz, matándolo y matándolo. Entonces Ray empezó a juntar mi ropa a
nosotros en la casa del mago, y salimos a buscar un taxi con el chiquilín por el aceitunado
versos de un poema que le enseñó su padre cuando él era muy chico. Él le había
preguntado en una sobremesa quién era un tal García Lorca mencionado ese día por la
de jinete. Enseguida pareció arrepentirse y le dijo que Federico era mucho más que eso,
pero ahora Abel silabeaba con pálida dulzura: Aunque sepa los caminos / yo nunca llegaré
a Córdoba. / Por el llano, por el viento, / jaca negra, luna roja. / La muerte me está
mirando / desde las torres de Córdoba. / Ay qué camino tan largo / Ay mi jaca valerosa
alcanzó la valija la máquina de escribir y el bolso con gestos de sirviente, y cerró con
violencia la puerta del coche y me dijo algo bastante largo -y en voz bastante alta- que no
alcancé a entender. Estaba sordo. “Qué” le preguntó Abel, con cara de inocente. El otro
SAINT-TROPEZ
enganchado a otras dos italianas que subían a París y me ofrecieron acomodarme con
ellos. “No, gracias” ladró Abel: “No me gusta viajar en la valija”. La verdad es que
hubiera ahorrado bastante yéndome en coche, pero de golpe me tentó la idea de quedarme
unos días más en el puertito. Tranquilo. Escribiendo. Laburando con canilla libre en Chez
casi no quedaba turismo a la vista. La noche estaba triste pero muy serena, y no me
importó quemar unos francos tomando un whisky antes de los calamaretti. Qué mal viven
los pobres -pensó Abel ensoñándose, en el momento en que una voz muy conocida le
pidió que mirara hacia su derecha. Abel torció la cabeza y la Miguela le sacó una foto
desde una mesa donde se acababa de sentar con un viejo teñido. “Listo, majo” cacareó el
marica, levantándose para venir a saludarme: “Me voy a Italia en yate ¿sabes? Me ha
invitado este tío, que es una de las maravillas del mundo. Si me das tu dirección puedo
mandarte la fotografía. Ahora soy un gran fotógrafo. Mira la camarota que me regaló mi
divertido y asustado. “Nada” le dije: “Rien de tout, varón. Estoy tomando un poco de más
últimamente. ¿No sabés si tu Amadeus traía esta Pentax de París, por casualidad?”. “Sí”
dijo la Miguela, con un rictus de orgullo: “Me dijo que era una Pentax recién comprada
en París. Está un poquito chamuscada aquí ¿ves? Pero es maravillosa”. “Sí” dije: “Fui yo
el que la quemé. Esta Pentax se la robó tu Amadeus a un tipo que era mi mejor amigo”.
“Uy, pero qué horror” chilló el marica. “Oye, majo. ¿Y qué le vas a decir a tu mejor amigo
cuando vuelvas a verlo?”. Abel terminó el whisky y se pasó las manos por la frente. “No
sé” murmuró: “Lo que sé es que pensaba quedarme unos días pero me voy esta noche
mismo. Ahora mismo, después que coma”. “Vale. Pero no me mires así que yo no te hice
nada, majo” suspiró la Miguela: “A la verdad que asustan esos ojos que tienes”.
tiempo. Abel los iba transportando por turno, cómicamente: avanzaba con dos cosas
durante unos metros, y dejaba las otras a la vista y volvía a buscarlas corriendo. Y así
Raphael.
Estuve un rato solo y a oscuras en el compartimiento del tren, antes de que arrancara. ¿En
dónde andaría Mozart? ¿Sería cierta mi teoría del asesino-ladrón, entonces? ¿Qué baraja
limpiado? ¿Ray estaría en París o seguiría por aquí cerca? “El de la triste figura / tiene
de nuevo aventura. / ¿Qué se fizo su locura?” murmuré sonriendo. Pero qué terriblemente
difícil que es investigar de verdad, pensé después. Tengo que llamar a Marc apenas baje
del tren. Marc no me va a perdonar nunca que no le haya contado lo de la Pentax. Nunca.
En el corredor del tren se encendió una luz suave que me hizo ver reflejado sobre la
Stuyvesant y miró la noche sin fondo sobre la que brillaba el reflejo de su rostro. Sintió
César Vallejo
saltando de un compartimiento al otro del tren para enfocar los recovecos de la magia
plateada que constelaba los suburbios. Lloviznaba. Los últimos tramos me los perdí
sentado en el toilet, sin embargo: de golpe me empezaron a doblar unos tirones peores
que los de una parturienta. En la gare de Lyon me las arreglé como pude con los bultos y
terminé tomando un taxi hasta el hotel Saint-Michel. Esperaba que Madame Salvage no
llamé por teléfono a Bugeia. En la casa me dieron el número del Commissariat donde
podía encontrarlo.
Marc pareció realmente emocionado al escucharme. “Viejo” resopló: “Qué vacaciones
loco con que me había dejado estafar -como casi todo el mundo en París- por un
sudamericano”. “Tengo trescientos para darte” dije: “Lo demás te lo pago con clases”.
“Andá a hacerte cortar la cabeza” dijo Marc. “Sí. Estoy en eso. Pero antes precisaría
hablar contigo. Ahora mismo, si podés”. “Oh la la. Qué apuro, Monsieur le Privé” se puso
en guardia Marc, estrellando una humareda contra la alcantarilla del teléfono: “Vas a tener
que esperar un par de horas, por lo menos. ¿Dónde nos vemos?”. “En un boliche que hay
Eran las nueve de la mañana. Fumé otro cigarrillo en el vestíbulo del hotel y me animé a
llamar a Bénédicte. Cuando sonó el sexto timbrazo casi cuelgo, pero esperé uno más. La
escucharla. Estuve a punto de quedarme callado, incluso -como hacen los adolescentes
durante sus más recalcitrante metejones- pero ella se aguantó firme en un silencio que
terminó por desnudarme. “Cómo te va, cosita” pregunté de golpe. “Dónde te habías
metido” retrucó Bénédicte, con un tono más dolido que tierno: “Te llamé como veinte
complicada al principio, pero al final tuvimos mucho trabajo”. “Qué lástima”. “¿Qué
lastima por qué?”. “Por nada. ¿En dónde estás viviendo?”. “En el hotel Saint-Michel: 19
rue Cujas. Muy cerca del Stella. ¿Cuándo nos vemos?”. “Hoy no puedo” murmuró
Bénédicte. “Bueno, cuando vos quieras” dije: “¿Andás mal?”. “No. Estoy muy bien” dijo
la chiquilina: “¿Me podés ir a esperar mañana al Lux, a eso de las tres de la tarde?”. “Está
para seguir haciendo tiempo: tenía que localizar a Pedrito y al Cordobés, y solucionar lo
más pronto posible el asunto laburo. Ramón se alegró de oírme. “Las bestias están aquí.
Pero están durmiendo, todavía” dijo: “¿Viajaste bien?”. “Bárbaro” dijo Abel: “Y volví al
Saint-Michel como en los viejos tiempos”. “Ta bien” roncó Ramón: “¿Pensás quedarte
ahí?”. “Sí” contesté: “Lo que no pienso es quedarme mucho tiempo más en París”. Se
hizo un silencio. “¿Ray anda por aquí?” me animé a preguntar, por fin. “Anda” dijo el
gitano piojoso. De noche lo agarrás en el Morvan, a eso de las ocho. Cuidado con los
piojos”. “Sí” le dije: “No te preocupés. Decile a los muchachos que me llamen, cuando
Esa pena me hizo mal. Abel bajó hasta el Escholier dejándose platear la calva por la
Chandler en francés sin usar diccionario. Pero al terminar la primera página bajó al
acompasadamente. “He aquí a tu hijo” murmuré varias veces: “¿Por qué tengo que verlo?
¿Por qué hay que ver la Gárgola? Ahora no es miedo, padre: ahora es la humillación. Vi
la señal remota parí la llamarada entreabrí el paraíso y lo único que importaba era esto, al
final: quedarse en la batalla. Abel se lavó la cara varias veces y subió a esperar al
fue, no?”. “No” dije: “Ni siquiera sabía que-”. “Ah, pero es increíble. Touché alors,
Monsieur le Privé” sonrió Marc, ordenando un aperitivo: “Fue hace muy poco. Muy poco
empezó a oler mal. Bueno: y de ahí hasta el knock-out las maniobras fueron muy sencillas.
Hay que reconocer que tuvimos bastante suerte, además: los allanamos mientras no
estaban y encontramos el arma mortal adentro del piano. Mademoiselle Mich confesó
“¿Mademoiselle Mich lo mató? ¿Pero no tenía coartada?” preguntó Abel, con real cara
entraba y se salía sin que te viera ni Dios. Nadie tenía una coartada como la gente: te lo
digo ahora. Además esa noche actuó Lilith, también. Y la Mich tuvo tiempo de encajarse
una de sus pelucas (la platinada por supuesto, a ver si de refilón todavía la confundían
con la reina de la colmena) y escurrirse para ir a sacarle la guita al poeta por última vez -
antes de que él volviera a morir a Uganda, como los elefantes- y partirle la cabeza y
esconder la cruz en el piano apolillado. Lo calculó muy bien, además de que ligó bastante:
siempre sin llave. Imaginate el despelote que se hubiera armado si hubiéramos sido lo
suficientemente vivos como para registrarle la chambre a ustedes. ¿Qué por qué lo mató?
Por odio, viejo. Dijo que fue por puro odio, nomás. Que esa clase de tipos -dijo- no
merecen seguir viviendo porque le joden la vida a los que están más desesperados que
ellos. ¿Qué te pasa? ¿Por qué ponés esa cara?”. “Por nada” dije: “¿Y cómo anda el
Cosmósfero?”. “Encerrado, por supuesto” torció la boca Bugeia: “Tiene un problema con
los nazis y otro con la guerrilla griega, no sé bien cómo es”. “Bueno” murmuró Abel:
“¿Cuándo empezamos las clases?”. “El sábado, como siempre. ¿Está bien?”. Abel
apelotonados. “Gracias” me sonrió él: “¿Cómo anduvieron tus líos?”. “Bien” suspiré: “No
lo vi más al tipo”. “¿Pero anda por aquí? ¿Por qué quisiste verme tan rápido?” insistió
Bugeia, poniendo ojos de policía. “Debe andar” le dije: “Pero no me preocupa demasiado.
Te llamé rápido porque sabía que me ibas a invitar por lo menos con un Kir, después que
ALMORCÉ FUERTE, y me fui a dar una vueltita por el Luxembourg antes de dormir la
siesta. La llovizna había aflojado. Abel caminó hasta la Closerie des Lilas y volvió
podridas. Los otoños de París: ¿qué se ficieron? Mozart maldito -pensé: Lo asombroso es
cómo para hace para no estar cuando pasan las cosas. Pero ya va a caer: no te preocupes,
El teléfono me estranguló la siesta: era Pedrito, para variar. “¿Nos vemos en el Morvan a
eso de las siete, nono?” me dijo con cariño: “Habría que ir esta noche mismo por la taberna
¿no le parece? Nuestro amigo el guerrillero tiene miedo de perder el laburo”. “Yo
también” dijo Abel: “A las siete nos vemos”. Faltaba media hora. París ya estaba negro
como el demonio y Abel fumó un Peter Stuyvesant pensando en el cuchillo que tenía
mostrador, por lo visto: hasta esa clase de desgracias debíamos enfrentar. Pero cuánto
bebí, donde lloré -pensó Abel, haciendo fondo blanco con un calvados: Monótonos
satanes, / del flanco brincan, / del ijar de mi yegua suplente. Otro calvá: fondo mucho
más blanco. Se dobla así la mala causa, vamos / de tres en tres a la unidad; así / se juega
a copas / y salen a mi encuentro los que aléjanse, / acaban los destinos en bacterias / y
se debe todo a todos. Tercer calvados y ni asomo de valentía artificial. Basta de copas,
sombrero de cow-boy. “Qué lo parió: la mina tenía el bulo que era un lujo, guaso”
fanfarroneó el zorro: “Vengo de dejar las cosas allí. Te juro que con un bulo y una mina
como Martine te dan ganas de que venga el invierno, nomás”. Abel sonreía casi sin oír.
“Recién vimos a Ray” dijo Pedrito: “Venía para acá”. A Abel se le cayó el cigarrillo de
la boca, aunque no alcanzó a quemar a nadie. “Dónde lo vieron” pregunté. “En el Danton”
dijo Pedrito: “¿Qué le pasa nono, que se le anda cayendo el Puerto Rico?”. “Nada” dije:
negro, bajo un paraguas negro: caminaba hacia mí. Nos encontramos al costado de la boca
del métro. Ray levantó el paraguas y me ofreció la mano, con una sonrisa verdaderamente
bondadosa. “Abelito” me dijo: “Cómo te va, campeón”. Pero en los ojos estaba la
Gárgola: empozada y verde, y atravesándome con el brillo del alfiler que le apunta a la
barriga de la mariposa. “Bien” le dije: “¿Y vos?”. “Bien” sonrió Ray: “Me hice clochard,
por fin. Mientras espero el giro para tomármelas de una vez: este mes me lo mandan,
parece. En realidad soy nomás que un clochard de camioneta, pero algo es algo. ¿Tomás
un cafecito?”. “Sí” dijo Abel. Entraron al boliche de la esquina. Ray tenía la melena muy
larga y no demasiado canosa. Abel lo miró perfilarse para pedir dos cafés y encontró todo
suavizado: los ojos de lagartija la nariz de mono y la facha de leoncito. Ahora sí que es
un sosías, pensé: Y hasta debe andar por ahí haciéndose el monaco rosso y predicando la
Ray bajó la cabeza y empezó a jugar con un cigarrillo. “Estuve pensando mucho en todo
lo que pasó” dijo al rato: “Nunca me había pasado algo igual en la vida, loco”. “A mí
en que yo hubiera dejado de escribir para siempre. “¿Por qué no me preguntás si seguí
respirando?” contestó Abel. “Está bien” dijo Ray: “Me alegro, entonces. Nos vemos
cualquier día de estos. Venite por la camioneta: estamos estacionados en un quai pero
hacer un frío infernal, cuando amanece”. “Bueno” dije: “Cómo no. Yo vivo en el Saint-
Michel. Cuando quieras venir estoy a las órdenes, loco”. Ray me miró sonriendo,
EN LA taberna arreglamos para retomar el trabajo enseguida. Al otro día Abel almorzó
alta edad media. Fui estrictamente puntual. Fui lo mejor vestido que podía. Y estaba flaco
y tostado, además. Llevaba entre los labios -como si fuera una flor- una de las mejores
(y en la mitad de una luz verde). “Te estaba haciendo señas desde la esquina pero no me
veías” dijo. “Es que no te conocí” dijo Abel: “¿Todavía le gusta la cerveza en el Rostand,
café.
Nos sentamos en nuestra mesa. Bénédicte se sacó un chaleco de piel de cordero que traía
puesto sobre un conjunto pituco y lo colgó de una silla y se acomodó el pelo. Me miró,
sonriendo. “Te cortaste el pelo” señaló Abel. Ella se puso roja. Estaba demasiado
maquillada, para mi gusto. Pero estaba preciosa: esa mujer. “Parece que te fue bien de
mi edad se ponen muy aburridos. Me vine antes a París. Te llamé muchas veces”. “Te
escuché” dijo Abel: “De verdad. Pero no podía contestarte”. El mozo trajo las cervezas y
tentó ni nada. Ya se te pasó la edad de la cerveza dorada, hija -pensó Abel: Y me parece
“Se llama Dominique” dijo ella: “Lo conocí en una fiesta, hace dos semanas. Va bien la
cosa. Es bastante mayor que yo”. Adiós, Peluca de Plata. Fue una verdadera gloria haberte
tenido tan cerca. “Me alegro” murmuré. “Permiso” hizo una seña la muchacha, y se paró
para ir al baño. Cuando estaba a mitad de camino se dio vuelta y me sorprendió mirándole
una zona del cuerpo que no le había mirado nunca. Nos sonreímos, cada uno hasta el
fondo del otro. Cuando volvió del baño hablamos de sus proyectos de estudio militancia
EL SÁBADO les di clase a los Bugeia. Abel estaba contento porque había recibido una
carta de su padre (todavía remitida al Stella) donde la anunciaba que la campaña pro-
recolección de fondos para su pasaje iba fenómeno. “Isabelino Pena nunca falla, nene”
soñar aventuras chandlerianas, desde que yo era niño- me dio más ganas de llorar que de
gratis. Y aparte me subió la paga, de modo que seguí amorralando sesenta francos extra
por sábado.
Gran tipo el Inspector. Pero ese sábado se puso un poco pesado demás, durante al trayecto
despertársele una especie de complejo de infalibilidad que me hizo calentar. “En fin: los
casos le corresponden a los profesionales” dijo en cierto momento: “Y como los Privés
sólo tallan en las novelas, los únicos profesionales reales venimos a ser nosotros
¿entendés? Yo te jorobé un poco diríamos que por rutina novelesca, nomás. Pero sabía
mí ¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, mostrándole los dientes. Y me bajé del auto
Amelot.
Encontré a Guy tocando la cordeona con cara de oligofrénico. Al principio no me conoció,
y después tiró el instrumento y me babeó las mejillas con su pico jediondo. Siguió
tocando. Abel aprovechó para dar unas vueltas por el apartamento, y de golpe vio la
Lo que no podré entender jamás es en qué momento Mozart le robó la cámara a Ray -
pensé rascándome la coronilla: Ese es el gran asunto. Por supuesto que siempre está de
por medio lo que decía el negro Batalla: ¿cómo se prueba que Mozart no estaba?
A Abel le vinieron ganas de subir a la azotea pero quedó electrificado por un taconeo -
muy conocido- que escuchó en la cocina. Era Ray. Me adelanté a encontrarlo. “¿Qué
hacés, botija?” dijo: “Qué casualidad”. “De visita” me reí: “Los viejos tiempos, loco”.
Abel no vio la Gárgola en los ojos del otro. “Cigarrito” me pidió Ray, y se puso a
la risa. Por un momento estuvimos cerca de la amistad, otra vez. Los hombres están
hechos para entenderse, viejo Paul -se sentimentalizó Abel, mientras sacudía
afirmativamente la cabeza. Entonces le conté a Ray lo que había descubierto sobre el robo
de su Pentax. Él me miró de reojo. “No me asombra para nada. Siempre pensé que ese
Mozart era la peor basura” utilizó la v del desprecio. “¿Y no se podría averiguar con
Amelot por dónde diablos anda?” sugerí. “No importa” se endureció el otro: “Ahora ya
hermano” retruqué mientras me iba. Sin mirarle los ojos, por supuesto.
ESA NOCHE recomenzamos en la taberna. Después que habíamos hecho el primer pasaje
ojos titilantes. “Te invito a ver una película” me propuso a solas en un rincón del
ver una película, a esa hora. “Es sobre el diablo” me explicó el gigante: “A propósito: hoy
vi a Ray. Ahora están estacionados atrás de la Facultad de Medicina”. “Ya sé” le dije:
cualquier cosa a los gallegos. Con los muchachos no tenés problema”. Abel obedeció.
trastornarlo toda aquella maldad de utilería. “¿Y?” murmuró el gigante a la salida: “¿No
es imponente, loco?”. Yo le dije que sí: que me había hecho mucho bien y mucho mal al
mismo tiempo. Ramón me abrazó. “Voy a pasar por la camioneta donde está Ray a
comprarle hasch al gitano. ¿Me acompañás?” preguntó acariciándome la nuca. “Sí” dijo
La camioneta tenía olor a jaula de zoológico y estaba estacionada entre el passage Dubois
y la rue Dupuytren, en una oscuridad casi completa. Había empezado a lloviznar fuerte,
otra vez. El amigo de Ray resultó ser un recontrapariente de Pepe el Sopo, el gitano
ensardinados adentro de aquel furgoncito. Ray estaba tirado (y tapado hasta el pescuezo
con el sobretodo) arriba de un catre que ocupaba el lugar de la puerta trasera. “¿No tienen
velas, che?” preguntó Ramón, después de arreglar el negocio con el gitano: “Así ya armo
un faso aquí, para írmelo fumando por el camino. Acabamos de ver una película satánica
con el petiso que me dejó enroscado. Una barbaridad. Contáselas, Principito”. Y prendió
dos velas mugrosas que le alcanzó el otro y se puso a destripar un Kent para fabricar el
petardo.
Entonces miré a Ray, y le hice bajar los ojos instantáneamente. “Es una película sobre
una chiquilina poseída por el diablo” dije: “Tendrías que verla, vo”. Ray no subía los ojos.
Las velas le recortaban la melena blanquirroja sobre la llovina que arenaba el vidrio de
atrás. El riverense parecía tiritar, y Abel contó la película con su mejor poder de narrador
“QUÉ LO tiró. Lo bailaste al bayano” me felicitó Ramón en el auto, después que nos
fuimos: “¿Querés volver a la taberna o te vas al hotel? ¿Por qué no te venís a dormir a
casa, esta noche, por lo menos?”. Acepté. La nueva casa de Ramón quedaba en
manejar fumado?” pregunté. “Pero por favor, Principito. Es mi especialidad. ¿Te diste
cuenta que te traje por gusto a la camioneta a ver si lo cuerpeabas de una vez al bayano,
no?”. “No” dijo Abel: “Ni me dio por pensarlo”. Entonces Ramón frenó cuidadosamente
al costado del río y me alcanzó el petardo y me rozó la calva. “Quedate en París” me dijo:
“Te prometo que formamos un conjunto y todo, si te quedás”. Abel torció la cara hacia la
avalancha de terciopelo casi blanco que derramaba sobre el río. “No conozco a nadie más
bueno que vos” sintió decir de golpe a sus espaldas: “No entiendo cómo podés
entusiasmarte tanto con las cosas. Con Liverpool y el mate, vaya y pase. Pero con lo
Demoré un rato largo en empezar a verme. Abel no se dio cuenta de que ya amanecía,
cuando llegaron a Vincennes. Bajó del auto totalmente mudo y subió los tres pisos
imaginándose apoyado sobre la vidriera mojada de Le Bateau Ivre: ahí estaba su rostro.
los ojos y se empezó a frotar las manos. “Estaba seguro de que la mano venía por ahí”
chilló con risa de nene que ve chocolates: “Taba seguro, vo”. Y se puso a armar un petardo
Observaban la vida con una mezcla de severidad y horror, sin descansar un segundo ni
condescender con una sola risa de las que fabricaba la superficie de la cara. De golpe me
di cuenta que no podía emerger de aquel buceo. Del otro lado se distinguían las cosas
perfectamente: Ramón ya se había ido a dormir y Pedrito fumaba con una dulce
desesperarme hasta que me desesperé. Entonces apareció la voz. Era la voz del sótano del
mundo. Y yo estaba solo y lo único que podía hacer era quedarme acuclillado allá abajo
de mí mismo, aguantando el maremoto. “Dale” decía la Gárgola: “En la cocina hay una
bruta cuchilla. Vas y matás al chiquilín. Dale. Matalo. Dale. Es tan fácil. Ir hasta la
Después volás por la ventana. Porque no hay nada. Nada. Hay que reventar. A reventar.
A reventar”. Abel estaba acurrucado en el suelo y de repente se arrancó a sí mismo de la
fetalidad y trató de abrir la boca en dirección a Pedrito. Pero no pude. La voz de la Gárgola
era como un tifón y yo era un huevo infinitesimal a punto de explotar allá abajo de mí
mismo. Hay que hacer lo posible para que la Gárgola no pase dijo entonces mi voz: No
va a pasar. Voy a gatear hasta el teléfono. Porque no puedo hablar pero puedo pensar.
Un hombre siempre puede. Abel había llegado a fuerza de arañazos manoteos y brazadas
hasta el teléfono, y no se daba cuenta que Pedrito lloraba de la risa mirándolo. Disqué.
Sonó un timbre, muchísimas veces. No puedo más pensé: Ahora sí que no aguanto más.
Me daba cuenta que si no salía a respirar en muy pocos segundos me iba ahogar para
de preguntar a los aullidos quién llamaba y con quién querían hablar. Hasta que hubo un
“Soy yo” le dije, en voz alta. “Oh la la” se quejó ella: “Qué susto. Qué te pasa”. “Me
sentía como el diablo y necesitaba que alguien me hablara” murmuré: “Pero ya pasó,
cosita. Andá a dormir tranquila. Disculpame, por favor”. “No hay problema” rezongó la
muchacha: “El despertador suena dentro de dos minutos. Cuando quieras hablame,
nomás”. Y colgó. Pedrito me miraba con ojos asustados, pero yo levanté primero un puño
y después los dos puños y me paré como desperezándome. El chiquilín se rio tonta y
radiantemente. “Uy: ahora parecés una mariposa” dijo cabeceando para ahuyentarse el
cerquillo: “Recién parecías un gusano y ahora parecés una mariposa, te juro”. Abel se lo
creyó.
ANDUVE CONVALECIENTE del tifón durante varios días (y en cierto modo durante
varios años, aunque esa es otra historia). En todos esos días no vi a Ray, por suerte. El
otoño era espantoso, y llegué a escribirle tres cartas seguidas a mi viejo preguntándole
qué pasaba con el pasaje. Una tarde me interrumpieron la siesta unos golpes suaves en la
cuchillo. “Adelante” grité. “Está cerrado con llave, boludo” me dijo una voz de mujer.
Era Colette. Abel se abalanzó a abrir y se besaron las mejillas a la francesa lo menos ocho
“Antes que nada voy a pedirte un mate” dijo Colette: “Hace siglos que no tomo”. Abel lo
preparó mientras se comentaban las últimas andanzas. La muchacha había vuelto una
“Acabo de pasar por el Stella a buscar unas cosas que dejé arrumbadas y el Bigote me
dijo dónde parabas” me explicó: “Después preciso que me ayudes a cargar una de las
valijas. No pude con las dos”. “Ningún problema” dije: “Para eso estamos, al final de
cuentas. ¿Cómo andás vos?”. “Como puedo” levantó los hombros la muchacha: “¿Y
vos?”. “Igual” le dije, rascándome desesperadamente la cabeza: “Me pica mucho el mate.
Horrible. Desde hace varios días”. “¿No serán piojos?” me preguntó Colette, y eso me
electrizó. “Puede ser” me avergoncé: “Estuve de pasada en la camioneta donde vive Ray
con el gitano. Me los debo haber pescado ahí, con toda seguridad”. “A ver: vení” trató de
Eran piojos. Tuvimos que hacer un operativo relámpago y salir a comprar algo a una
farmacia para desinfectar mi cabeza y la chambre sin que se dieran cuenta en el hotel.
Colette terminó matándose de risa, pero Abel no se pudo tragar la sensación de que todas
las humillaciones tienen una especie de límite pre-dantesco que no debe dejarse rebasar.
Esta es la última vez que me infectás, gallo negro -pensé, arrancándome crepitaciones
Al bajar al sótano del Stella Colette se asustó de la fuerza con que tironeé y cargué las
dos valijas juntas. Pero la bronca me hubiera hecho levitar, lo mismo. Nos despedimos
del Bigote y Faruk con dulce indiferencia. En la pieza de Montmartre Colette tenía
vos conociste al pintor maricón que andaba por lo de Amelot unos días antes de que
mataran a Sinclair ¿no?”. “Sí” dijo la muchacha: “Lo conocí de pasada. Y después lo vi
con Ray, una vez. Estaban sentados en la fuente de la place Saint-Michel, me acuerdo.
Yo venía de laburar y ya era de noche. Creo que estaban sacando fotos, o algo así. Mirá:
¿sabés cuándo fue? Al otro día que se supo el resultado de las elecciones: la noche que
Pedrito me sacó a pasear y fuimos a Favela. ¿Te acordás?”. “Cómo no voy a acordarme?”
dije, parándome de un salto: “Esa tarde yo había estado dando vueltas con Ray. Y después
él se borró para lo de Guy. Se ve que fue ese día que estuvo a punto de venderle la Pentax
a Mozart. ¿Pero por qué dijiste que estaban sacando fotos o algo así? ¿No sería que Ray
le estaba enseñando a manejar la cámara al marica, por ejemplo?”. “No sé” se intimidó la
muchacha: “¿Pasa algo?”. “Pue-de ser” murmuré: “Voy a tener que irme. Estuvo muy
rico todo. Sos una maravilla, de verdad”. “Pue-de ser” me imitó Colette, resplandeciendo
en su humilde belleza.
Estaba a tiempo de pasar por lo de Amelot, antes de entrar a la taberna. Pero no me bajé
completamente oscura a una velocidad récord. Arriba estaba más oscuro, todavía. Abel
tanteó el pestillo de la cocina y encontró abierto. Entré. No tenía la menor idea de lo que
más me interesaba volver a ver era la Pentax de Guy. La encontré enseguida y prendí la
luz para observarla bien. De golpe me empezaron a fallar las manos. Nunca se ha visto
un detective con el mal de Parkinson -pensé, mientras detectaba una quemadura familiar
tenía puesta mi campera jean, ya fantasmalmente desteñida. Tenía una pierna apoyada en
sangrientro. Entré sin darle la menor pelota. Al rato salí a ver qué pasaba y ya no lo
encontré. Más tarde llegó Ramón, con Eva. Vinieron a poner a prueba la paella de la casa,
dijeron. “Pero además tengo que darte una noticia sensacional” sonrió el gigante con la
completamente de la amenazadora aparición de Ray sino que por primera vez logró verse
último pasaje Ramón nos invitó a sentarnos en su mesa. “Nada del otro mundo la paella
de estos gallegos, che” comentó en voz muy alta: “Pero en fin. Se comió”. “A mí me
gustó” dijo Eva, haciéndome una guiñada. “Bueno, muchachos” dijo el gigante, casi
protocolar: “Salió un laburo en Londres. Para nosotros cuatro. Bien pago. En un boliche.
La onda es armar un grupo acústico con bajo eléctrico anexado y chau. Yo lo propuse así
y los tipos locos de la vida. En principio serían unos ocho o diez días, y si la cosa camina
nos quedamos del todo. ¿Cómo la ves, petiso?”. “Bien” le dije: “El problema es que a mí
me están por mandar el pasaje de vuelta de un momento a otro. Pero yo agarro igual. El
Ramón lo miró fijo, y Abel tuvo la sensación de que así como existen las “noches de
incorporarlo al folklore satánico -me divagué, fregándome los ojos. “Ahí está” dijo el
gigante, con voz de malo de las películas: “Te llevamos a Londres y en vez de coparnos
en paz te escuchamos hablar todo el día del pasaje de vuelta y de tu papá tu mamá tu
hermanita Liverpool el fascismo la revolución y todas esas pendejadas. Mirá, loco: hay
días que parece que olés a no sé qué porquería. Es como si todo agarrara tu olor
¿entendés?”. “Entiendo” dijo Abel: “¿Y cuándo se irían, che?”. “Mañana” le contestó el
gigante: “Pero si no rompés demasiado podés venir. No hay problema”. Entonces miré a
Eva -que presenciaba mi ejecución con los ojos brumosos- y Ramón la obligó a levantarse
y la abrazó como había hecho con su hija en Saint-Tropez. “Chau, muchachos” ladró, sin
que ensayar algo, también. Díganle a los gallegos que la paella es un asco”.
Pedrito quedó agarrándose la cabeza. “Perdoná, nono” me dijo: “Pero los Baffa siempre
fuimos -todos- unos hijos de puta. No sé por qué, te juro. Vení a Londres, igual. A mi
hermano le dan estas viarazas y se le van en diez minutos. Ya sabés cómo es”. “No”
Pedrito, le dije: “La verdad es que no sé muy bien cómo es tu hermano. Y no me interesa
mucho saberlo, tampoco. Además de que me queda alguna cosa que hacer acá en París,
Fue la primera y última vez que le vi la cara: era realmente un niño. Desamparado.
Escrachado. Estafado. “Quería decirte que te tengo fe, guaso” jadeó: “Siempre te tuve fe
Después ellos se despidieron de los gallegos y yo formalicé para seguir cantando solo -
compartiendo la cartelera con Picaflor y Pepe el Sopo. Los acompañé hasta la calle. El
Cordobés me abrazó sin agregar una palabra y Pedrito me dijo nada más que Chau nono,
con los ojos demasiado brillantes (lastimaban un poco). Tuvo que inclinarse mucho para
BAJÉ A esperar a Picaflor, el cantor guatemalteco que había formado trío con los gemelos
mafiosos hasta que ellos se borraron de apuro de París. Era un tipo macanudo, y esa
un cuento poniéndolo como personaje principal. “A lo mejor escribo algo con Pepe el
Sopo, también” agregué: “Pero el tuyo es seguro”. Se quedó contentísimo. Cuando bajó
a tomar su tren en la gare Saint-Michel sentí que alguien me gritaba desde una terraza.
Abel corrió hasta el boliche tan exaltadamente, que se tropezó dos veces seguidas con su
la vereda. “Opa, che” se rio Pablo, sin levantarse de su mesa: “Tené cuidado que vas a
dejar a Caín sin trabajo”. Nos dimos la mano. “¿Cómo te acordabas de lo de Caín?”
pregunté: “¿Cómo andás? ¿Estás viviendo acá? ¿Vas a quedarte o qué?”. “Qué reportaje
largo” dijo Pablo: “Como musicastro que soy te voy a contestar en orden descendente y
en modo mayor, sin desalterar los intervalos ¿tamo? Ahí va: pienso casarme con una
uruguaya exiliada cuando vuelva de una girita que tengo en Alemania (salgo dentro de
un rato). Estuve viviendo acá después que volví del sur, porque cayó mi primo -el hijo de
tío Pacho- de visita. No ando bien. Nadie se olvida de los disparates que cuenta un loco
como vos (lo cual no me vas a negar que desde el punto de vista novelístico te representa
Abel pidió un ron Saint-James y estudió a su gemelo mayor y lo encontró casi peor que
él. “Pero qué te pasó” pregunté: “En el sur andabas fenómeno”. “Sí” dijo el otro: “Andaba
bien. Pero parece que ahora me di cuenta que mi compañera está exiliada y yo estoy
complejo de culpa con el correspondiente traslado a la culpa universal, etc., etc. Lo que
de veras siento -y es bastante jodido- es que viniéndome del todo para París me robé algo
a mí mismo ¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, con los ojos clavados en la fuente de la
place Saint-Michel: “Si entenderé los problemas que trae robarse algo a sí mismo”.
“Bueno, tengo que ir arrancando” suspiró el otro: “Aquí está mi dirección. Guardala.
¿Cuándo te las tomás, al final?”. “Cuestión de días” le contesté: “Falta que llegue el
empezó a crispar en mucho menos tiempo del que precisa una calderita de lata para
ponerse en órbita. Entonces bajé corriendo a vichar el casillero del correo y ahí estaba la
carta, nomás. Increíble. Isabelino Pena nunca falla, nene. El pasaje había sido remitido a
una agencia y podía retirarlo cuando quisiera. Abel subió a la chambre y releyó la carta
unas cuantas veces y de repente agarró a patadas la cama y la valija por turno, hasta que
se le aflojaron las piernas. “Ahora falta muy poca cosa más, gallo negro. Te lo advierto”
me volví a acostar encajándome otro cigarro en la trompa: “Un palazo a la piñata y asunto
terminado”.
ME FALTABA hacerle otra visita a Monsieur Amelot, todavía, y esa tarde me volví a
dejar platear la calva por la llovizna eterna. París estaba realmente insufrible. Encontré a
Guy tomando Valpolicella, solo. Se notaba que había tocado la cordeona, por la huella de
pero me señaló el Valpolicella con desesperado placer. Abel tomó un par de vasos de
aquel elixir que no volvería a disfrutar en muchísimos años, y se sintió inspirado. “Tengo
que confesarte algo, Guy” le largué sin preámbulos, apuntándole al pecho con un
me preguntó, ceñudo. Entonces le hice una seña de que me esperara y pegué un salto y
fui a buscar la Pentax. La encontré en el estante alto, otra vez, bajo la mascarilla mortuoria
de Beethoven. Miré al sordo glorioso con emocionada fijeza. Deme suerte, maestro -pensé
levantando el puño.
Volví a la mesa donde estaba Guy y puse la cámara entre el botellón de dos litros y su
asombro picudo. “Esto fue lo que pasó” le dije, prendiendo el peter Stuyvesant que había
dejado al lado de mi vaso: “El otro día te vine a visitar y me puse a jugar con tu cámara y
sin darme cuenta dejé un cigarrillo apoyado arriba. Así ¿ves? Mirá lo que pasó”. Guy vio
mejor. Ahora no tengo nada sano. Aunque a este truc siempre lo he cuidado mucho,
porque es un regalo que me hizo mi ex-mujer. El otro día la lustré y todo. Pero no te
preocupes”. Abel se disculpó dándole la mano con fuerza y dijo que se tenía que ir a
trabajar de apuro.
En realidad me faltaban como tres horas para entrar a la taberna. Lo que quería era
localizar a Ray, lo antes posible. No fue nada difícil. El riverense me estaba esperando a
la salida del apartamento, con las solapas del sobretodo levantadas y los ojos
aparentemente opacos. “Quería hablar contigo, Abel” dijo: “Te vi pasar desde el Morvan
y esperé que salieras porque me gustaría aclarar algunas cosas antes de irme. No me
mandaron el giro, al final: me mandaron un pasaje barato. Tengo que arrancar para
Cannes esta misma noche, a tomar el barco. Anoche te fui a buscar a la taberna pero no
me diste bola”. “Está bien” dijo Abel: “¿Dónde querés hablar? ¿Por qué no vamos a mi
hotel?”. Entonces vi fosforecer la Gárgola en la trastienda verdinosa de su locura.
AL ENTRAR a la chambre me senté del lado de la mesa donde estaba el cajón con el
cuchillo. “Bueno: ¿de qué querías hablar?” pregunté. Ray bajó la mirada. “No sé” dijo:
contesté: “Unas cuantas cosas como la gente. Fijate este”. Y escarbé en el bolso y le
alcancé uno que se llamaba Para mi muerte. Rezaba así: Que recorran las aguas álgidas
de Jesús. / O el corazón del rojo cruzado de pureza. / Que Don Quijote ruja saltando
hasta el león. / O se brille brotando del sexo a la paloma. / Que no se tema ya que este
poema existe. / Y una muchacha fértil perfumará la noche. / Que se comulgue siempre
detrás de la tragedia. / Que se siga creyendo. Que no se diga más. “Bárbaro” dijo Ray,
después de releerlo. “Sí. Creo que no está mal. Bueno, loco: yo me tengo que ir a laburar.
Hacé de cuenta que ese poema es el balance y chau” dije parándome para volver a
Al llegar al Boul Mich teníamos que separarnos. A mí me quedaba algo muy importante
por largar, pero de golpe los ojos de Ray empezaron a hincharse y deshincharse como
nunca los había visto. Era algo espectacularmente terrorífico. “Vamos a sacarnos las
máscaras, Abelito” siseó: “Quedate piola de una vez, campeón. No me sigas jodiendo,
campeón: no soy una cucaracha. Cada cosa que hacés cada cosa que hablás cada cosa
que-”. Entonces me decidí a mostrarle los espolones, de una vez por todas. Como viejo
neurótico calderita de lata no tuve el menor problema para fingir una furia espantosa. Con
patadas en el suelo y todo. (Eso debí haber hecho desde el primer momento. No dejarme
ensuciar. No dejarme atropellar. No dejarme explotar. Pero todo demora media vida -por
“¿Así que soy yo el que te jodo?” empezó a vociferar Abel: “¿Así que fui yo el que le
una Pentax prestada -y guardada en el armario con advertencia de no ser desenvuelta para
que no se viera que era la de Amelot- y aproveché que le partieran la cabeza con la cruz
de oro al ugandés para largar la bola de que la habían robado esa noche? Da la casualidad
que el asesino (la asesina, digo) entró esa noche en la chambre pero para otra cosa que no
tenía nada que ver contigo. ¿Pero no serás vos el que te robaste la cámara a vos mismo -
como dijiste un día embromando, allá en la isla- para seguir quedándote en París, tirándote
la guita de la venta en viajecitos a Holanda y-”. Ray levantó los brazos y empezó a pedir
“No me calle un carajo” seguí, a grito pelado: “¿Por qué no me hacés callar vos? ¿Tenés
Hemingway sos vivo de verdad, hermano. Tuve que romperme mucho el mate para
entender la última jugada: ni Capablanca debe haber dado un zarpazo final de esa
categoría. Porque el otro día -cuando yo tuve la bondad de contarte que había averiguado
(Primer error: yo ya había visto la Pentax de Guy. Distraídamente, pero la había visto.)
Aunque igual se me pudo haber armado el gran entreverijo: pude haberme quedado
tratando de pegarle a la piñata hasta el día del Juicio Final, te lo aseguro. El segundo (y
gran) error fue menospreciar a Guy: no está tan loco. Nadie que ande suelto está tan loco
como para que se le borren ciertas cosas: Guy se dio cuenta enseguida que recién le habían
Ray se abalanzó para abrazarme. “Yo te quiero mucho, Abel” dijo dos o tres veces
seguidas, reblandecidamente. Abel no se dejaba abrazar del todo porque tenía la sensación
de que el otro podía acuchillarlo en cualquier momento. Pero no pasó nada. “Bueno”
aflojé: “No llores, loco. Por favor. Vos sos un tipo que podés-”. “No” chilló Ray, dando
un paso atrás: “No. No me hables con lástima, te lo suplico. Me gustaría que nos
siguiéramos escribiendo, por lo menos. Dame tu dirección y yo te-”. “No” dije: “Dejalo
así, mejor”. Ray bajó la cabeza. “Mirá: lo que me gustaría sería poder agregar una sola
cosa más” empecé a decir sin tener la menor idea de dónde iba a parar: “Una sola cosa
que valiera por todo”. Y agregué: “No vayas a olvidarte jamás de cuál es tu apellido”.
Abel se dio vuelta y cruzó el Boul Mich a las zancadas. Nunca más volví a ver a Ray De
Deus.
ESA NOCHE canté por última vez en La Reja. Al amanecer le provoqué un feroz ataque
de risa a los gallegos, cuando le di la mano al Poeta: el ovejero me tendió su pata con
brumosa ternura. Dame la pata. No. La mano, he dicho. Salud. Y sufre -pensó Abel, sin
reírse. Después de acompañar a Picaflor me fui caminando nada menos que hasta
digno de ser respirado hasta el agotamiento: ahí estaba París, herrumbrado y sedoso. Hay
qué tristura -payé, sediento de otra latitud. Tenía avión el domingo de noche: al otro día.
domingo. El sábado les tocaba a los Bugeia. Después llamé a la nena. La invité a cenar
esa noche en Le Bateau Ivre, para despedirnos recordando los viejos tiempos. Bénédicte
me contestó que casualmente estaba a punto de llamarme porque necesitaba verme. Ah,
Lady Brett: no hay torero que te dure -pensé, arrepintiéndome enseguida de la crueldad
gratuita.
Esa mañana les di -sin dormir- la última clase a los Bugeia. Abel se caía de cansado, pero
igual armaron un picado con los amigos de Patrick, y Abel y el Inspector se trancaron a
muerte: ganó el cuadro del Inspector, por penales. Patrick -que siempre jugaba conmigo-
casi lloraba de la bronca. “Hay que saber perder ¿no es cierto?” me toreó Marc, con
sudado cariño. Abel no dijo nada. Pero después le gritó al chiquilín, casi de un arco al
otro: “No le vayas a comentar nunca a Papá Maigret el secreto de por qué los dejamos
Al volver al apartamento pedí comunicación con Montevideo, para avisar cuándo llegaba.
autobiografiada por la B.B.” gritó antes de colgar. Marlowe, el gran lagrimeador. Salut,
Arlette y Marc: gracias por la confianza, sobre todo. (Unos meses después demoré
bastante en contestarles dos postales seguidas y recibí una llamada de larga distancia: era
el Inspector, para asegurarse de que no me había pasado nada. Y Patrick me gritó que
el Bateau mismo. Estaba todo como siempre, a excepción de los músicos de turno: eran
más malos que nosotros. Amed nos preparó una côte de boeuf espectacular y el Payaso
nos invitó con una botella de vino de marca. Bénédicte estaba tan maquillada y bien
vestida como la última vez que nos vimos, aunque un aura sombría le inflacionaba la edad
“Nada especial” contestó ella: “Pero esto del amor es difícil como el diablo”. Y me miró
como si yo fuera su Hijo por última vez. “Nadie dijo que fuera fácil” retruqué. “Es verdad”
murmuró la muchacha, acariciándome brevemente la mano. Tenía que irse a las diez. La
acompañé hasta el Lux entre la frialdad azul y radiante del otoño. Nos cambiamos las
variedades prologales el ritual de la despedida con los besos posados en las comisuras de
AL OTRO día almorcé con Colette, y después caminamos largamente por el Lux y
subimos a matear a la chambre. Le conté que pensaba escribir una novela sobre
Maldonado antes de tirarme con esta. Le conté parte del argumento y todo, y la muchacha
brillaba de felicidad. Entre su perfume triste. Abel le regaló al mate la bombilla el póster
“¿Sabías que en las vacaciones te hice caso y leí Absalom, Absalom, al final?”
“Pero quería hacerte la pregunta que le hace Shreve a Quintin, si no te molesta. ¿Por qué
odiás a París?”. Abel no contestó y ella empezó a llorar sin hacer ruido. “Bueno, me voy”
dijo sonriendo: “Gracias por los regalos”. Pero no pudo parar de llorar. Mientras
bajábamos a la calle el llanto fue creciendo hasta hacerse ruidoso y casi se volvió un grito
cuando nos abrazamos en la puerta del hotel. “Me voy sola” se las arregló para jadearme
en la oreja: “No me acompañes a ningún lado, por favor”. Y corrió hasta el Boul Mich
sin darse vuelta. Entonces terminé de entender lo último que me faltaba entender. “No
odio a París” murmuré, con el jadeo de Quintin Compson entre la congelación celeste:
PERO ME faltaba revisitar otro final más apto, todavía. Abel calculó cuánta plata le
quedaba y se fue en taxi hasta Invalides, donde debía tomar el ómnibus que lo llevaría
gratis al aeropuerto. Había un pequeño bar, en la estación. Allí me gasté los últimos dos
francos tomando una copa de rouge barato. No me hizo nada mal. Todo lo que logró fue
1979 / 2019