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! 28/06/2017 - 15:21 Ι Clarin.

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Giorgio Agamben

La vida que el poder pone al desnudo


Con la publicación de El uso de los cuerpos se completa la traducción de la in9uyente serie
Homo sacer del pensador italiano.

Soberanía. Agamben persigue una comunidad sustraída de la violencia, del Estado y del mercado.©EEgie/Leemage

Fermín A. Rodríguez Con la publicación de El uso de los cuerpos


(2014), noveno y último tomo de Homo
sacer que acaba de ser traducido al español,
concluyen para Giorgio Agamben casi dos décadas de
investigaciones filológicas y filosóficas en torno al concepto de
vida. El giro biopolítico de la política moderna que Michel
Foucault había diagnosticado en su última enseñanza fue el punto
de partida de una obra monumental que encontró yaciendo sobre
el mismo terreno en el que se mueve el cuerpo biopolítico de
Occidente, un concepto de vida inseparable del poder que la pone
al desnudo.

La vida no es, como en el relato humanista, lo que hay que perder


para pasar de la naturaleza a la cultura, ni la barbarie eliminada
por el arribo de la civilización con sus leyes: la vida, muestra
Agamben, es lo que resulta del acto reiterado de suspensión de la
ley como fundamento oculto de cualquier autoridad. La vida
expuesta a la muerte yace en el revés del derecho, que lleva la
ilegalidad y el asesinato inscriptos en su seno como una
posibilidad de violencia siempre latente que el estado de
excepción, cada vez más extendido, pone de manifiesto.

No es casual, alertaba Agamben en 2001 en una serie de


conferencias dictadas en los Estados Unidos con los atentados a
las Torres Gemelas de fondo, reunidas recientemente en Stasis,
que en coincidencia con el momento en que la vida como tal se
convierte en el núcleo del poder, la “guerra civil mundial” a la que
el mundo estaba ingresando se haya convertido actualmente, bajo
la forma del terrorismo, en el paradigma de todo conflicto: hoy,
somos todos potencialmente homo sacer, desde el momento en
que, en nombre de la lucha antiterrorista, el poder soberano de
violar la ley para defenderla deja los márgenes del orden jurídico
y se extiende por la totalidad del espacio político.

Ni el hombre que piensa ni el hombre que habla: a Agamben le


interesa, por afuera de todo vitalismo, la materia ética y política
del hombre que vive, separado por un abismo de su cuerpo; la
vida en el hombre excluida del campo de lo humano vuelta sede y
fundamento del poder, royéndole las entrañas como el zorro
escondido debajo de las ropas del muchacho de la cita de
Montaigne al comienzo de El uso de los cuerpos, que nunca va a
confesar que robó aunque secretamente esté comiéndoselo vivo.
El animal habita en el hombre como el inmigrante ilegal, el
trabajador precarizado, el desocupado o el adolescente
“peligroso” habitan en el orden social: como vida nuda que
pertenece a la sociedad, pero que está excluida de la esfera del
derecho, expuesta al estado de excepción, a la violencia del poder,
a la precarización laboral, al terror económico, al recorte de
derechos sociales, al abandono jurídico y represión policial, a la
mera supervivencia en la frontera de lo que se reconoce como
humanidad.

Hay entonces biopolítica y no “naturaleza” humana porque la


vida privada del cuerpo viviente es separada de nosotros para
volverse objeto de control, porque cuerpo y subjetividad nunca
coinciden, como no coinciden ciudadanía y población: siempre
hay algo que se escapa de las definiciones de lo humano, la vida
inasimilable de ciertos grupos imaginados como población,
producidos como vida desnuda, superflua, insignificante, sin
lugar en el orden económico y social.

No hay esencia humana que pueda ser aislada del funcionamiento


moderno de un poder soberano que politiza la vida al dejarla al
desnudo, inscripta en el orden social por medio de su exclusión-
inclusión en el sistema político. Como tampoco hay, a lo largo de
todo Homo sacer, una definición de vida que pueda ser abstraída
de la larga serie de dispositivos médicos, filosóficos, teológicos o
políticos que a lo largo de la historia de Occidente no han dejado
de dividirla y oponerla a sí misma, aislando en el cuerpo un algo
“x” susceptible de apropiación y control. El poder de hacer vivir
separa bios y zoè, animal y humano, vida políticamente
cualificada y vida nuda, vivir y vivir bien, vida privada y vida
pública, vida que vale la pena ser vivida y vida invivible, menos
que humana.

Pero ¿y si hubiera una vida indivisible de su forma, más allá del


poder que divide la vida y excluye una de sus articulaciones del
campo de la política? El uso de los cuerpos explora lo que sería
una política de la forma-de-vida más allá de la partición clásica
entre zoè y bios, una vida que no pueda separarse de su forma,
como indica Agamben por medio de guiones. La invención de la
esclavitud en el mundo antiguo abre un espacio de reflexión
acerca de una figura del hacer humano que no se define por la
producción de cosas, sino por el uso del cuerpo como instrumento
viviente, independientemente de cualquier fin productivo.

El problema, explica la filología, es que en nuestro lenguaje


actual, el verbo “usar” implica “servirse de algo” o “utilizar algo”,
una relación con un objeto que está ausente del término griego
chrésthai, un verbo intransitivo que designa el uso de sí, la
relación del viviente con su propio cuerpo en el vivir mismo, más
allá de toda finalidad: inseparable de un cuerpo a la manera de
una cama o una túnica, la actividad del esclavo no sirve para
producir nada más allá de su uso.

Ser sin obra excluido de la vida política, dedicado por entero a la


reproducción de la vida propia y ajena, el esclavo es el hombre
que, usando su cuerpo, es usado por otros, los hombres libres, los
que gracias a la captura de lo que un cuerpo es capaz de hacer
pueden tener una vida pública. Pero precisamente por esto evoca
el paradigma de un tipo de acción humana sin obra, sin
producción ni trabajo, que parece haberse extraviado en la
modernidad y que resulta central para las búsquedas del arte
contemporáneo y de la política que viene.

Así, un poeta o un músico no son los sujetos soberanos de una


obra o de una operación creativa: más bien, son “vivientes que, en
el uso y únicamente en el uso de sus miembros como del mundo
que los circunda”, hacen experiencia de sí y se constituyen a sí
como una forma de vida que, lejos de cualquier voluntad de vivir
como de toda determinación biológica, se genera viviendo. Un
viviente se define entonces no por lo que es ni por lo que hace,
sino por lo que puede según la paradójica “inoperosidad” de una
potencia que a lo largo de Homo sacer Agamben describe como
“destituyente”, una suerte de “dejarse vivir” cuyo poder está
basado en la suspensión y desactivación de las divisiones
biopolíticas fundamentales (sin la connotación antidemocrática y
golpista que tiene el término en América Latina).

La obra inoperosa del artista como “lugarteniente” de una vida


inseparable de su forma es siempre obra “en potencia” que no se
agota en la práctica, abierta al uso: “si es una poesía, expondrá en
la poesía la potencia de la lengua; si es una pintura, expondrá en
el lienzo la potencia de pintar (de la mirada), si es una acción,
expondrá en el acto la potencia de obrar”.

Lo que parece estar en juego en este llamado a no hacer nada y


apartarse de todo, como si la amenaza viniera hoy de la
participación y la acción coordinada y no de la pasividad, es una
figura distinta de la ética y la política –basada en el ascetismo de
las comunidades cristianas primitivas o de los anarquistas del
siglo XIX– que, más allá de las instituciones y del gobierno, y sin la
negatividad de la resistencia o de la violencia revolucionaria,
desactive los mecanismos del poder; esos momentos “milagrosos”
de una sociedad en que la gente, por el poder deponente de una
forma de vida que no busca imponerse sobre nadie, deja de
obedecer y se dedica, como quien dice, a hacer, en común, su vida;
una vida que reproduce en la experiencia del pequeño grupo una
sociedad futura sustraída del Estado y del mercado.

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