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La vida cotidiana en Roma en el apogeo del

Imperio

Jéróme Carcopino

La vida cotidiana en Roma en el apogeo del


Imperio
El contenido de este libro no podrá ser reproducido, ni total ni
parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los
derechos reservados.

Colección: Historia © Hachette Livre (1939), 1994

© EDICIONES TEMAS DE HOY, S.A. (T.H.), 1989, 2001 Paseo


de Recoletos, 4. 28001 Madrid Autor: Jéróme Carcopino

Título original: La vie quotidienne en Rome á ¡'apogee de


¡'Empire Traducción: Mercedes Fernández Cuesta Diseño de
cubierta: gráfica futura

Ilustración de cubierta: Mujer preparando unfiitro de amor,


Museo de las Termas, Roma, Italia (Archivo Oronoz)

Primera edición: junio de 2001


ISBN: 2.01005920-4 (Edición francesa 1988)

ISBN: 84-8460-132-3 (Edición española)

Depósito legal: M-18.415-2001 Compuesto en EFCA, S.A.

Impreso en Printing Book, S. L.

Printed in Spain - Impreso en España

ÍNDICE
PREFACIO...................................................................................
11

PRÓLOGO...................................................................................
13

PRIMERA PARTE

EL MARCO DE LA VIDA ROMANA


SECCIÓN PRIMERA

EL MEDIO FÍSICO: LA CIUDAD, SUS CASAS


Y SU ORGANIZACIÓN
CAPÍTULO I

ESPLENDOR, SUPERFICIE Y POBLACIÓN DE LA URBS..


21

Esplendor de la Urbs: el foro de Trajano, 21.—Las murallas de


Roma y su verdadera extensión, 29.—El crecimiento de la población
romana, 36.

CAPÍTULO II

LAS CASAS Y LAS CALLES; GRANDEZAS Y MISERIAS DE

LA ANTIGÜEDAD............................................................... 43

Aspectos modernos de la casa romana, 44.—Aspectos arcaicos de


la casa romana, 54.—Las calles de Roma y la circulación, 70.

SECCIÓN SEGUNDA

EL MEDIO MORAL
CAPITULO III

LA SOCIEDAD: SUS CASTAS Y EL PODER DEL DINERO. 81

Jerarquía igualitaria y cosmopolitismo, 81.—La esclavitud y las


manumisiones, 86.—Confusión de valores sociales, 91.—Modelos de
vida y plutocracia, 96.

CAPÍTULO IV

EL MATRIMONIO, LA MUJER Y LA FAMILIA: VIRTUDES

Y VICIOS................................................................................
109

El debilitamiento de la autoridad paterna, 109.—Los esponsales y el


matrimonio, 113.—Emancipación y heroísmo de la mujer
romana, 119.—Feminismo y amoralidad, 126.—El divorcio y la
inestabilidad familiar, 131.

CAPÍTULO V

LA EDUCACIÓN, LA CULTURA Y LAS CREENCIAS:

LUCES Y SOMBRAS.............................................................
139

Síntomas de descomposición, 139.—La escuela primaria, 142.—El


formalismo pedagógico del gramático, 146.—La oratoria ficticia,
154.—Decadencia de la religión tradicional, 162.—El progreso de
las místicas orientales, 170.—Advenimiento del cristianismo, 179.

SEGUNDA PARTE
EL EMPLEO DEL TIEMPO
CAPÍTULO VI

LAS DIVISIONES DE LA JORNADA, EL AMANECER Y EL

ASEO.......................................................................................
187

Los días y las horas del calendario romano, 187.—El amanecer, 196.
—El aseo del romano: el tonsor, 203.—El aseo de la matrona
romana: la ornatrix, 211.

CAPÍTULO VII

LAS OCUPACIONES.................................................................
221

Deberes de la clientela, 221.—Comerciantes y artesanos, 223.—La


justicia y la política, 236.—Las lecturas públicas, 246.

CAPÍTULO VIII

LOS ESPECTÁCULOS................................................................
257

Panem et circenses, 257.—El régimen del ocio, 261.—


Las carreras,

268.—El teatro, 279.—El anfiteatro y sus matanzas, 292.—


Tímidas

reacciones y supresión tardía, 309.

CAPÍTULO IX

PREFACIO

Fue en 1939, un poco antes de la última guerra,


cuando apareció La vida cotidiana en Roma en el
apogeo del Imperio. Personalmente, guardo un
preciso recuerdo de aquel hecho. Jéróme
Carcopino era entonces director de la
Escuela Francesa en Roma, y yo acababa de
llegar al Palacio Farne-sio junto con los otros
miembros de la Escuela. Los especialistas de la
Antigüedad, de la Edad Media y del
Renacimiento solíamos reunirnos en una de las
salas más pequeñas de la biblioteca, en el
«estudio», cuyas ventanas se abrían al
majestuoso patio del palacio. A Jéróme
Carcopino le gustaba salir de su despacho de
director para hacernos frecuentes y amistosas
visitas. Un día, sin decirnos nada, dejó sobre
nuestra mesa de trabajo un nuevo volumen, su
Vida cotidiana en Roma. Entonces no sabíamos
que acabábamos de recibir uno de nuestros más
fieles compañeros de estudios.

La edición que ahora ve la luz y que reproduce


íntegramente el texto inicial, al que sólo se ha
añadido una bibliografía complementaria, nos
muestra una obra en la que el tiempo no ha
logrado dejar señal alguna de envejecimiento y
en la que las nuevas generaciones de estudiantes
encontrarán un instrumento de trabajo
indispensable. Merece la pena que nos
detengamos a reflexionar sobre las razones de un
hecho tan poco usual.

Jéróme Carcopino poseía una maestría


excepcional en las

distintas disciplinas auxiliares de la Historia


Antigua: el estudio crítico de los textos
literarios, el análisis de las inscripciones, el
sentido del objeto. También tenía un contacto
directo con las realidades de la historia de Roma
y se sentía a sí mismo como un ciudadano de la
Urbs. De aquí la eminente facilidad con la que
supo reconstruir el marco de la vida romana y
sus detalles.

Esto no quiere decir que —como él mismo


reconocía— no le surgieran dificultades. ¿ Qué
crédito otorgar a testigos de aquel tiempo como
Marcial o Juvenal, ante todo preocupados por
agudizar los rasgos de los contemporáneos en
sus epigramas y sus sátiras? ¿Cómo estimar la
población de la Roma imperial, valorada de
forma tan diferente por los eruditos modernos?
¿Cómo conciliar la alta dignidad moral de tantos
pensadores romanos, la calidad de la civilización
del Alto Imperio, con los inhumanos aplausos con
que se celebraba el degüello de un gladiador
vencido en la arena?
Frente a semejantes problemas, el verdadero
historiador sabe adoptar un juicio mesurado,
hallar las soluciones ajustándose a los certeros
datos de la tradición y resolver las aparentes
contradicciones. Jéróme Carcopino ha logrado,
como un pintor fiel, reproducir en esta Vida
cotidiana todos los rasgos de un rostro borrado y
darle nueva vida utilizando todos los colores de
una rica paleta. Me parecía que nada debía
empañar la frescura y la autenticidad de su obra.

Raymond BLOCH
Jefe de Estudios de la Escuela Práctica de Estudios Superiores

PRÓLOGO

Al profesor Émile Sergent, al maestro de mi hijo Antoine, al


médico y al amigo.

SI no queremos que la «vida del romano» se


pierda en anacronismos o en meras abstracciones,
es preciso comenzar por estudiarla en el marco
concreto de un período estrictamente definido.
Nada cambia más deprisa que las costumbres de
los hombres. Dejando al margen
recientes descubrimientos científicos, como la
máquina de vapor, la electricidad, el ferrocarril, el
automóvil o el avión, que han revolucionado el
mundo actual, es evidente que, incluso en épocas
técnicas menos perfeccionadas y de mayor
estabilidad, las formas elementales de la
existencia cotidiana siempre han evolucionado con
gran rapidez. El café, el tabaco o el champagne no
fueron productos habituales hasta el siglo XVII; la
patata empezó a consumirse a finales del XVIII;
el plátano no fue corriente en nuestros postres
hasta principios del XX. La antigüedad romana
sufrió de modo similar esta ley del desarrollo; era
ya un tópico en su retórica oponer al lujo y
refinamiento de los siglos imperiales la grosera
simplicidad de la República, época en la que un
hombre como Curius Dentatus «recogía sus
propias verduras y las cocía en un pequeño
infiernillo» '. Entre épocas tan diferentes no hubo
un rasero común ni en la alimentación, ni en el
alojamiento, ni en el mobiliario:
Tales ergo cihi qualis áomus atque supellex 2;

y puesto que hay que elegir un período concreto,


optaré por la generación que, nacida a finales del
principado de Claudio o a comienzos del reinado
de Nerón, hacia la mitad del siglo I d. C., llegó a
vivir bajo el mandato de Trajano (98-117) y de
Adriano (117-138). Esta generación conoció el
apogeo del poder y la prosperidad romanas. Fue
testigo de las últimas conquistas logradas por los
Césares: la de la Dacia (106), que representó para
el Imperio una extraordinaria fuente de riquezas
gracias a las minas de oro transil-vanas; y la de
Arabia (106), que culminada con el éxito de la
campaña contra los partos (113), hizo que
pudieran llegar a Roma, protegidas por los
legionarios de Siria y de sus aliados del desierto,
las riquezas de la India y del Extremo Oriente. En
el orden material estuvo muy por encima de
las antiguas civilizaciones. Al mismo tiempo, y
por una feliz coincidencia, ya que la literatura
latina se agotaría algunos años después, esta
generación es aquella cuyos documentos nos
ofrecen el retrato más detallado. Contamos con un
intenso material arqueológico que nos llega del
foro de Trajano, en la misma Roma, de las ruinas
de Pompeya y Her-culano, las dos ciudades de
recreo sepultadas por la erupción del año 79, y de
las de Ostia, descubiertas recientemente, que nos
muestran en su conjunto la realización de los
planes urbanísticos del emperador Adriano en esta
gran ciudad mercantil. Para mayor información,
también contamos con los testimonios, vivos y
pintorescos, precisos y jugosos, que nos ofrecen la
novela de Petronio, las Silvas de Estacio,
los Epigramas de Marcial, las Cartas de Plinio el
Joven y las Sátiras de Juvenal. En esta ocasión la
suerte ha favorecido al pintor, ya que le ha
ofrecido el ambiente general y los más pequeños
detalles para la realización de su cuadro.

De cualquier modo, un retrato sólo será veraz y


fiel si está sólidamente vinculado al decorado que
lo enmarca y determina. Aunque la detuviéramos
en un punto preciso de la historia, la vida del
romano carecería de consistencia y de bases si
fuésemos incapaces de situarla en el espacio, ya
sea en el campo o en la ciudad. Hoy en día, a
pesar de que la multiplicidad de los medios de
comunicación, la difusión de los diarios, la
electrificación de las más pequeñas ciudades o la
instalación del teléfono en las más humildes
aldeas, lleva hasta las granjas más aisladas un
poco del bullicio, el pensamiento y los placeres de
las capitales, no obstante subsiste una enorme
distancia entre la monótona existencia de
los campesinos y la deslumbrante agitación de los
centros urbanos. Pues bien, aún mayor era el
abismo entre los ciudadanos y los campesinos de
la antigüedad. Y tanto era así que, según criterio
del eminente historiador Rostovtseff, la
desigualdad fue lo que les empujó a luchar entre sí
en una guerra sorda y encarnizada en la que los
campesinos, apoyados por los ciudadanos más
desposeídos, lograron romper el dique que una
clase privilegiada había levantado para contener
la marea de los bárbaros. Para algunos, en efecto,
eran todos los bienes de la tierra y todas las
facilidades. Para los demás, un duro trabajo sin fin
ni provecho y la constante privación de las
diversiones que, al menos en la ciudad, alegraban
el corazón de los miserables: la animación de la
palestra, la tibieza de las termas, el alborozo de
los banquetes de corporaciones, la abundancia de
las sportulae o el brillo de los espectáculos. Una
vez más debemos renunciar a la mezcla de colores
tan dispares y optar por uno de ellos: los días del
romano, súbdito de los primeros Antoninos,
cuyo sucesivo discurrir nos proponemos estudiar,
transcurrieron exclusivamente en la ciudad, o
mejor, en la Ciudad por excelencia —la Urbs—,
en Roma, centro y cumbre del Universo, reina
orgullosa y colmada por un mundo que entonces
creía haber pacificado definitivamente.

Pero no podríamos captar esta existencia en toda


su realidad si, previamente y sin los
convencionalismos que con frecuencia la
desfiguran, no hubiéramos intentado formarnos un
concepto somero pero adecuado de los distintos
medios en los que se desarrolló y de los que, por
fuerza, tomó sus colores: el medio físico de la
inmensa aglomeración en la que estuvo sumergida;
el medio social de las distintas clases que su
jerarquía imponía, y el medio moral de unos
sentimientos e ideas que explican tanto su gloria
como sus flaquezas. Tampoco podríamos abordar
el estudio del empleo del tiempo de este romano
de Roma sin antes trazar las grandes líneas del
marco en el que vivió y fuera de las cuales su vida
cotidiana nos resultaría poco menos que
ininteligible.

La Ferté-sur-Aube, 1 de septiembre de 1938.

PRIMERA PARTE

EL MARCO DE LA VIDA ROMANA

SECCIÓN PRIMERA

EL MEDIO FÍSICO: LA CIUDAD, SUS


CASAS Y SU ORGANIZACIÓN
LAS CASAS Y LAS
CALLES; GRANDEZAS Y MISERIAS
DE LA ANTIGÜEDAD
Las calles de Roma y la circulación
EL MEDIO MORAL
EL MATRIMONIO, LA MUJER Y
LA FAMILIA:
LA EDUCACIÓN, LA CULTURA
Y LAS CREENCIAS:
El progreso de las místicas
orientales
El aseo del romano: el tonsor
LAS OCUPACIONES
LOS ESPECTÁCULOS
El anfiteatro y sus matanzas
EL PASEO, EL BAÑO Y LA CENA
NOTAS
30 Acro, ad Horace, Sat., I,
102 Plinio el Viejo, N. H., XXXVI, 26.
Sobre los C
BIBLIOGRAFIA
EL MEDIO FÍSICO: LA CIUDAD, SUS
CASAS Y SU ORGANIZACIÓN

LOS rasgos que determinan la fisonomía


concreta de la Roma imperial se mostrarían
como contradicciones irreductibles si la
historia y la vida no interviniesen
para armonizarlos.

Por una parte, la importante cifra de su población,


así como la grandeza de su arquitectura y la
belleza marmórea de sus edificios públicos, la
entroncan con las grandes metrópolis occidentales
contemporáneas. Por otra, el hacinamiento al que
condenaba a sus multitudes sobre el
terreno accidentado y una superficie restringida
por la naturaleza y los hombres, la angostura de
sus callejuelas intrincadas, la penuria de sus
servicios edilicios y el peligroso maremág-num de
su circulación, la acercan a las ciudades
medievales descritas por los cronistas, cuyo
ambiente pintoresco, unas veces seductor, otras
sórdido, sus situaciones imprevistas y su
anárquico bullicio aún conservan en nuestros días
algunas ciudades musulmanas.

Es este contraste esencial lo que en primer lugar


debemos resaltar.

CAPÍTULO I

ESPLENDOR, SUPERFICIE Y POBLACIÓN


DE LA URBS

Esplendor de la Urbs: el foro de Trajano

SE me perdonará insistir sobre el esplendor que


irradiaba la Ciudad a principios del siglo II de
nuestra era. La magnificencia de sus ruinas nos la
muestra como una ciudad incomparable; pero
enumerarlas, o mejor, describirlas una por una
sería enojoso. Me limitaré a detenerme un
momento en aquéllas a las que va unido el nombre
de Trajano y con las que culmina el talento
creador de un siglo \ Si bien es cierto que todas las
ruinas conservan, abrigadas por la cálida luz que
las envuelve, el armonioso poder de unos
monumentos que, no obstante, sólo nos muestran la
mayoría de las veces su desnuda armadura, quizá
sea el foro de Trajano, que en el centro de la Urbs
comunicaba el foro de César con el de Augusto, el
que nos brinde la expresión más noble y, al mismo
tiempo, más convincente de una civilización que
exhibe su riqueza, de una sociedad cuya disciplina
se nos hace evidente, de unos hombres,
nuestros antepasados y semejantes, cuya capacidad
intelectual y maestría artística es indudable.
Hablamos del período comprendido entre el año
109 y el 113. Trajano supo concebir una obra que
no sólo provoca nuestra admiración, sino que
responde a nuestras tendencias. Por la amplitud de
su concepción, por la flexible complejidad y la
generosa utilización de los materiales, por la
audacia y el perfil de sus líneas, por la disposición
y multiplicidad de su decoración, este
conjunto monumental, tal y como se nos muestra
tras las recientes excavaciones de Corrado Ricci,
podría rivalizar con la más ambiciosa creación de
los arquitectos modernos, y aun en su deterioro,
seguir proporcionándoles lecciones y
modelos. Expresión brillante y fiel de su tiempo,
no obstante lo podría haber sido del nuestro.

A pesar de los inconvenientes que representaban


para su desarrollo los accidentes del terreno y la
molesta proximidad de monumentos anteriores,
este conjunto agrupaba, de un modo absolutamente
coherente y acorde, una plaza pública o foro, una
basílica judicial, dos bibliotecas, la
famosa columna que se alzaba entre estos dos
edificios y un inmenso mercado cubierto.
Ignoramos en qué fecha se construyó este último,
pero seguramente fue construido antes que
la columna, cuya altura, como veremos, dependía
de la suya. El foro y la basílica fueron inaugurados
por Trajano el 1 de enero del año 112; la columna
lo fue el 13 de mayo del año 113. Todo el conjunto
se resuelve en una serie de retos y magnificencias.

En primer lugar, comenzando por el sur,


encontramos la majestuosa sencillez del foro
propiamente dicho: una amplia explanada enlosada
de 116 metros de largo por 95 de ancho, rodeada
por un pórtico sustentado en la entrada, orientada
al mediodía, por una línea de columnas, y una
columnata doble sobre los tres lados restantes; el
muro orientado al este, construido en toba
revestida de mármol, se curvaba en el centro
formando un hemiciclo de 45 metros de
profundidad. En el centro de la plaza se alzaba, en
bronce dorado, la estatua ecuestre del emperador,
escoltada por otras esculturas más modestas
situadas entre las columnas del recinto, todas
representaciones de hombres ilustres que
habían dado gloria al imperio con la espada o la
palabra. Tres escalones de mármol amarillo
conducían a la puerta de la basílica Ulpiana, así
llamada por ser Ulpius el gentilicio de la familia
de Trajano. Con una longitud de 159 metros de
este a oeste y una anchura de 55 metros de norte a
sur, construida sobre un alzado de un metro por
encima del nivel del foro, no sólo lo superaba en
altura, sino también en opulencia. Era un inmenso
vestíbulo hipóstilo de estilo oriental al que se
accedía por el lateral orientado al este. Estaba
dividido por cuatro columnatas interiores, con un
total de 96 columnas, en cinco naves de 130
metros de longitud, de las cuales la nave central
medía 25 metros de ancho y estaba pavimentada
con mármol de Luna y cubierta con tejas de
bronce. Este vestíbulo estaba circunscrito por un
pórtico cuyos vanos estaban ocupados por
esculturas, y el ático estaba decorado con
bajorrelieves notables tanto por la suavidad de su
modelo como por la intensidad de su movimiento.
Por último, el entablamento superior, en cuyos
frentes estaba inscrita la breve y orgullosa
inscripción: e manubiis, edificado con el botín
(arrebatado a los dacios de Decébalo). Más allá,
dominando el nivel inferior de la basílica al igual
que ésta dominaba el foro, y paralelamente a ella,
se alzaban los rectángulos de las dos bibliotecas
Ulpianas: una para los volúmenes griegos y otra
para los volúmenes latinos y los archivos
imperiales; ambas exhibían sobre los plutei, o
armarios con estantes donde se guardaban los
manuscritos, los bustos de los escritores que
habían alcanzado mayor renombre en las dos
lenguas del Imperio.

Las bibliotecas estaban separadas entre sí por un


cuadrilátero de 24 por 16 metros, en medio del
cual se alzaba, y aún hoy se alza, la más fascinante
de estas maravillas: la columna Trajana. El
basamento está formado por un cubo de piedra
prácticamente perfecto, con una altura de 5
metros 50 centímetros. En la cara sur tenía una
puerta de bronce sobre la cual se leía la
inscripción de dedicatoria; los otros tres lados
estaban decorados con trofeos de guerra, y los
cuatro estaban orlados por molduras en las que se
enlazaban guirnaldas de laurel. El fuste,
enteramente de mármol, medía 3 metros 70
centímetros de diámetro y tenía 100 pies (29 m. 77
cm.) de alto. En su interior albergaba una escalera
de caracol en mármol blanco que iba desde la
cámara del pedestal y tenía 185 escalones. Sobre
el fuste reposaba un capiteldórico monumental
coronado, en un principio, por un águila de bronce
con las alas desplegadas; después, tras la muerte
de Trajano, se colocó una estatua de este
emperador, también fundida en bronce,
probablemente robada en alguna de las múltiples
invasiones, y reemplazada en 1588 por la de San
Pedro, que se conserva en la actualidad. Su altura
total era de 38 metros, que corresponden a los 128
pies y medio indicados en los documentos
antiguos. Pero, a pesar de lo grandiosas que en sí
mismas sean las proporciones de la columna
Trajana, su efecto está acrecentado por la
disposición externa de los bloques que la
componen. En efecto, sobre sus 17 tambores
colosales de mármol desarrolla los 23 paneles de
una espiral que, colocada en línea recta, mediría
cerca de 200 metros, y a lo largo de la cual se
suceden, desde la base al capitel, tal como se
sucedieron históricamente, escenas que van desde
el comienzo de la primera campaña hasta el final
de la segunda en la guerra contra los dacios.
Por otra parte, estos bajorrelieves se realizaron
con la habilidad suficiente como para disimular
las 43 ventanas abiertas en la columna con objeto
de iluminar la escalera interior; esto y las 2.500
figuras que se han podido contar, que antaño
brillaban con vivos colores hoy reducidos al
sólido pero uniforme tono del mármol de Paros en
el que fueron esculpidas, proclaman la maestría de
los escultores romanos y su dominio en el arte del
relieve histórico.

Tras la muerte de Trajano, acaecida de modo


imprevisto en los primeros días de agosto del año
117 cuando, dejando el mando del ejército que
habría de luchar contra los partos a Adriano, él se
dirigía de vuelta a Italia, su cadáver fue incinerado
y sus cenizas trasladadas desde Asia a Roma en
una urna de oro, más tarde depositada en la cámara
del pedestal de la columna. Como las leyes
prohibían enterrar a los simples mortales dentro de
los límites del pomerium, Adriano y el Senado
decretaron de común acuerdo que el difunto
emperador escapara a la condición mortal, con lo
que tomaron una iniciativa no prevista ni deseada
por Trajano. Así, la columna Trajana se convirtió
finalmente en la tumba de su autor, cuando éste
había decretado su construcción con dos fines
conmemorativos: inmortalizar las victorias que
había logrado sobre sus enemigos con las
representaciones en ella esculpidas, y dejar
constancia, a través de sus insólitas dimensiones,
del esfuerzo sobrehumano con el cual se había
vencido a la naturaleza para embellecimiento y
prosperidad de Roma. Las dos últimas líneas de la
inscripción, de las que hoy no quedan más que
algunas letras sueltas pero que, en el siglo VII, un
visitante desconocido al que se ha llamado el
Anónimo de Einsiedeln pudo copiar íntegramente,
dan fe de la intención del emperador en una
fórmula cuyo sentido ahora nos es nítido: ad
declarandum quantae altitudinis mons et locus
tantis operibus sit egestus. Puesto que en latín el
verbo egerere posee las acepciones
contradictorias de «vaciar» y de «elevar», queda
claro que, de interpretar literalmente esta
orgullosa frase, la columna con sus
proporciones quería demostrar hasta qué altura y a
costa de cuántos trabajos el promontorio (mons),
que desde la colina del Qui-rinal llegaba hasta la
del Capitolio, había sido nivelado, para que sobre
su terreno (locus) se edificaran las
construcciones magníficas que completaran, en el
lado este, la obra que podemos admirar gracias a
la fe científica de Corrado Ricci y a sus
excavaciones de 1932. Evidentemente, hablamos
del majestuoso hemiciclo de ladrillo que enmarca,
por el lado del Quirinal y de Suburra, el foro de
Trajano, y que levanta con magnífica facilidad los
cinco pisos entre los que se repartían las 150
tiendas o tabernae de un «mercado». En la planta
baja, situada al mismo nivel que el foro,
probablemente se vendían las frutas y las flores.
En el primer piso, rodeadas por una logia de
amplias arcadas, estaban situadas las largas salas
abovedadas donde se almacenaba el vino y
el aceite. En el segundo y tercero se despachaban
los productos menos habituales, especialmente la
pimienta y las especias llegadas del lejano Oriente
—pipera—, palabra cuyo recuerdo se transmitió a
la Edad Media y que dio nombre a la calle en
pendiente y sinuosa donde se instalaban los
comerciantes antes de que la tomaran los súbditos
de los Papas: la via Biberatica. En el cuarto piso
estaba instalada la sala de ceremonias donde se
hacían las donaciones de congiarios, y en la cual
se instalaron, de modo permanente a partir de
finales del siglo II, las dependencias de los
administradores imperiales: stationes arcariorum
Caesarianorum. En el quinto y último piso estaban
los viveros de pescado; unos recibían agua dulce a
través de las canalizaciones que llegaban desde
los acueductos, y otros agua de mar que llegaba de
Ostia. Desde allí se abarca la totalidad de la obra
de Tra-jano y se ve del mismo modo que la ve San
Pedro desde lo alto de la columna Trajana. Y
mientras penetramos en el significado de una
inscripción que ya nadie podrá discutir,
descubrimos la grandeza incomparable de los
trabajos realizados por el arquitecto Apolodoro de
Damasco bajo las órdenes del mejor de los
Césares. El conjunto de sus edificios trepa y
enmascara las laderas del Quirinal, que antaño, y
sin la ayuda de los explosivos de que hoy disponen
nuestros ingenieros, fueron niveladas para
alojarlos. Sus proporciones fueron tan
admirablemente combinadas que es fácil olvidarse
del peso de los materiales y no sentir más que su
equilibrio. Es una auténtica obra maestra que ha
soportado el paso de los años y ha sido admirada
por todas las épocas. Los mismos romanos eran
conscientes de que ni su ciudad ni el mundo podían
ofrecer nada más bello al hombre.
Ammianus Marcellinus cuenta que, cuando el
emperador Constancio pisó por vez primera las
losas del foro Trajano, al hacer en el año 356 su
entrada triunfal en Roma junto al embajador persa
Elormisdas, no pudo contener ni el grito de
admiración ni su más hondo pesar ante el
pensamiento de que jamás habría estatua ecuestre
que se pudiera comparar a aquélla de su
predecesor. «Guarda tus lamentos —respondió
el emisario del Rey de Reyes—, ya que nunca
podrás darle a tu caballo una cuadra como la
suya.» Las gentes del Bajo Imperio se sentían
impotentes ante la grandeza monumental y el
talento de sus antepasados, aun conociendo la
importancia de su propio destino. Y a pesar de la
satisfacción que podamos sentir ante otras obras,
también nosotros pensamos que no existe nada más
admirable en Roma. En el Coliseo, a pesar de la
perfección de su prodigiosa elipse, nos embarga
un inevitable malestar ante el recuerdo de las
matanzas de que fue testigo. Las Termas de
Caracalla tienen algo de excesivo y vertiginoso
que presagia la decadencia. Por el contrario, ante
el foro y el mercado de Trajano no hay nada que
enturbie la nobleza de nuestras sensaciones. Se nos
imponen sin abrumarnos; la sola flexión de sus
líneas alivia el peso de las proporciones. Toda la
obra marca una de esas cimas del arte donde se
dan cita los artistas de las más grandes épocas
históricas y que dan lugar a los más fervientes
discípulos o a los más sumisos imitadores. Desde
Miguel Angel, quien puso algo de su sobrio y
vigoroso orden en la fachada del Palacio Farnesio,
hasta los arquitectos de Napoleón I, que realizaron
la columna Vendóme con el bronce fundido de los
cañones de Austerlitz. Es el espejo sublime donde
se refleja la más gloriosa imagen de Roma; se
nos brinda en él como una ciudad universal,
hermana de las nuestras, con unas necesidades
análogas a las nuestras y un orgullo similar al de
las más selectas ciudades contemporáneas.

En efecto, es sorprendente que Trajano buscara


con su obra no sólo inmortalizar las victorias que
dieron mayor auge a las finanzas del Imperio y con
las que se sufragaban todos sus gastos, sino
también que quisiera justificarlas con la
excelencia de la cultura que sus soldados llevaban
a los vencidos. Es un hecho constante que las
esculturas de los pórticos representaran tanto la
gloria militar como la de su cultura. Al pie del
mercado donde el pueblo hallaba lo necesario
para su subsistencia, en los flancos del foro,
donde los cónsules concedían sus audiencias y los
emperadores pronunciaban sus arengas, bien como
lo hiciera Adriano para anunciar una reducción de
impuestos, o como Marco Aurelio para entregar al
Tesoro público sus bienes personales, se alzaba el
hemiciclo donde, como ha demostrado el señor
Marrou, los maestros de literatura en el siglo IV
aún reunían a los estudiantes para enseñarles su
disciplina.
La misma basílica, con su deslumbrante lujo,
estaba subordinada a las bibliotecas por una altura
de tres escalones; la columna historiada que se
interponía entre ellas, cuyas escenas ha podido
conocer la posteridad, o la columna Aureliana en
Roma y las de Teodoro y Arcadio en Constantino-
pla, por citar sólo los ejemplos más antiguos de un
monumento hasta entonces sin precedentes, sin
duda deben ser entendidas, según la reciente
interpretación de Paribeni, como una realización
original de Apolodoro de Damasco sobre una
concepción del emperador: erigiéndola en el
centro de la ciudad de los libros, Trajano
posiblemente quería plasmar, en las dos espirales
que la revisten, los dos volumina que describían
sus hazañas bélicas, y elevar al cielo su fuerza y su
clemencia. Por otra parte, un relieve tres veces
mayor que los otros separa las dos series de
secuencias y nos desvela su significación.
Representa una Victoria escribiendo sobre su
escudo. Eme et stylo: por la espada y la
pluma, podríamos interpretar. Es el símbolo
lúcido del afán pacificador y civilizador con que
Trajano llevaba a cabo sus conquistas. Esclarece
el pensamiento que regía sus propósitos y por el
cual, el imperialismo romano, luchó con todas
sus fuerzas para desterrar injusticia y violencia y
conseguir de este modo su legitimación espiritual.

Por ello, allí donde resplandece el ideal del nuevo


imperio, sentimos latir el corazón de una capital
cuyo crecimiento estaba en consonancia con su
inmensa extensión, y que acabó por igualar en
importancia numérica a las más poderosas de
nuestras ciudades. En efecto, con la
inauguración del foro, Trajano llevaba a cabo la
renovación con la que pretendía hacer de Roma
una ciudad digna de su papel hege-mónico y
aliviar a una población agobiada por el
creciente número de sus habitantes. Con esta
misma intención amplió el circo, construyó una
naumaquia, canalizó el Tiber, creó nuevos
acueductos, edificó unas termas de una
magnitud hasta entonces desconocida en Roma y
sometió a una precavida y rigurosa reglamentación
cualquier iniciativa privada de edificación.
Coronó su obra excavando el Quirinal, abriendo
nuevas vías de tránsito, añadiendo una gran
plaza pública a aquéllas con las que sus
predecesores, César, Augusto, los Flavios y
Nerva, uno tras otro, quisieron remediar la
aglomeración del foro, descongestionando así el
centro de la metrópolis; rodeó la plaza de exedras,
construyó una basílica, bibliotecas, ennobleciendo
con ello el tiempo de ocio de las gentes que
acudían allí diariamente; amplió los «mercados»,
cuyas dimensiones e instalaciones superaban a las
que París tuvo hasta el siglo XIX, facilitando así
el abastecimiento de su numeroso pueblo. Pero
todos los trabajos que realizó no tendrían sentido
si no hubieran estado destinados a mejorar las
condiciones de vida de una enorme población. Es
esta presencia la que adivinamos en el vacío de
sus ruinas despobladas, ruinas que la explican y
que bastarían para demostrarla, aunque tiempo
después no hubiéramos hallado pruebas
irrefutables de su existencia.

Las murallas de Roma y su verdadera extensión


No hay tema más debatido que el de la población
de la capital del Imperio romano 2. Para el
historiador no hay nada más urgente por resolver
ya que, de ser cierta la teoría del sociólogo
bereber Ibn-Khaldoun, el crecimiento de
las ciudades, consecuencia inmediata del
desarrollo de las sociedades humanas, es la
medida del nivel de su civilización. Pero,
desgraciadamente, este tema aún sigue levantando
polémicas y contradicciones. Desde el
Renacimiento, los eruditos que abordaban este
problema se han situado en dos campos contrarios.
Unos, embrujados por la magia de
sus investigaciones, otorgaban a priori a la
antigüedad, a la que amaban con la nostalgia de
una edad de oro, la magnitud y el auge que el
progreso y la ciencia concedieron al
mundo moderno; Juste Lipse, entre otros, estima
tranquilamente en cuatro millones los habitantes de
la Roma imperial. Otros, convencidos en cambio
de la imperfección de las antiguas generaciones,
niegan de entrada los avances de su tiempo. Du-
reau de la Malle, el primero en investigar
seriamente el problema de la demografía en la
antigüedad, estima en unas 261.000 almas la cifra
máxima que, a su entender, llegó a tener la ciudad
de los Césares. Pero Dureau de la Malle, o Juste
Lipse, antes de iniciar su estudio ya estaban, por
decirlo de algún modo, decantados; por tanto, es
lícito adoptar una postura crítica sin prejuicios que
nos lleve a una verdad suficientemente
aproximativa.

Los defensores de lo que yo llamaría «la pequeña


Roma» habitualmente son estadísticos que dan
prioridad a los datos numéricos sobre el examen
de los testimonios. Descartan a priori los datos,
por lo demás bastante explícitos, de los autores
antiguos y basan sus conclusiones en las
dimensiones del terreno. Se remiten a una fórmula
de cálculo: la que resulta de la relación entre la
superficie conocida y la población que podía
albergar. En consecuencia establecen que la Roma
imperial, cuya superficie les parece perfectamente
delimitada por la muralla de Aureliano y coincide
más o menos con la que se conserva en Roma y
ellos han podido visitar, no puede haber albergado
una población superior a la que corresponde a su
superficie. Si reflexionamos un poco nos daremos
cuenta de que esta teoría reposa en la ilusión de
creer que poseemos el conocimiento exacto de la
superficie territorial de la antigua Roma, y sobre
la hipótesis errónea por la que se transfiere, con
toda seguridad, el índice demográfico obtenido en
las últimas estadísticas a esa superficie.

Para comenzar, este método parece no tener en


cuenta la elasticidad del terreno, o mejor dicho, la
compresibilidad del elemento humano. Dureau de
la Malle obtuvo sus datos relacionando el
perímetro interior de la muralla de Aureliano con
la densidad de población del París del rey Luis
Felipe, es decir, 150 habitantes por hectárea. Si
hubiera realizado este cálculo setenta y cinco años
más tarde, es decir, en 1914, cuando la densidad
de población se había elevado a 400 habitantes
por hectárea, hubiera llegado a resultados tres
veces superiores. Ferdinand Lot cometió el mismo
error al conceder a priori a la Roma de Aureliano
la misma densidad de población que tenía la Roma
de 1901, es decir, 538.000 almas. Roma no
duplicó su territorio en la postguerra y, sin
embargo, el censo de enero de 1939 indicaba
que la población se había duplicado: Roma tenía
entonces 1.284.600 habitantes. En ambos casos, el
terreno asignado a la Roma antigua mantiene una
relación, no como se podría imaginar, con la
población que albergó en la antigüedad, sino con
la que posiblemente tenía en la fecha de los
documentos, por lo que una solución aritmética del
problema es puramente arbitraria. Incluso sobre
una superficie inmutable, las condiciones de vida
cambian de una época a otra; está claro que la
relación que intentemos plantear entre una
superficie que creemos conocer y una población
que ignoramos no podrá resultar en sí misma más
que una incógnita.

Es más, añadiría que será una incógnita cuya


resolución estará de antemano empañada por un
error si, como creo, la antigua Roma no se
limitaba en absoluto al perímetro que, según
mantienen algunos, la circunscribía. La muralla
de Aureliano, que ceñía la ciudad, no abarcaba
toda la Roma imperial, al igual que el pomerium o
muralla cuya construcción se atribuye
erróneamente a Servius Tullius, no
abarcó tampoco toda la Roma republicana. Pero
este aspecto requiere algunas explicaciones
retrospectivas.

La Roma antigua, como todas las ciudades de la


antigüedad griega y latina, contó desde los inicios
de su leyenda hasta el final de su historia con dos
elementos inseparables: una aglomeración urbana
estrictamente definida —Urbs Roma— y las zonas
rurales a ella adscritas —Ager Romanas. Estas se
extendían hasta la frontera con las ciudades
limítrofes, anexionadas políticamente a Roma pero
con independencia municipal: Lavinium, Ostia,
Fregenae, Veii, Fidena, Ficu-lea, Gabii, Tibur y
Bovillae. Si nos detenemos un momento a estudiar
los datos que nos transmitió el bizantino Zacha-
rias, veremos que la superficie territorial de Roma
formaba una elipse cuyos ejes, de 17 kilómetros
650 metros y 19 kilómetros 100 metros
respectivamente, determinaban una extensión
aproximada de 57 kilómetros alrededor de la
ciudad, o lo que es lo mismo, aproximadamente
25.000 hectáreas. Naturalmente, carecemos de
medios para precisar sus contornos o dar una cifra
de la población diseminada. Sus ciudadanos eran
romanos de Roma al igual que los cives
que residían en medio de la aglomeración de la
Urbs. Pero éstos eran los que constituían la plebe
urbana en el interior de la línea que oficialmente
demarcaba el emplazamiento de la ciudad
propiamente dicha.

En ella residían los dioses en sus santuarios, el


rey, más tarde los magistrados herederos de su
desmembrado poder, y el Senado y los Comicios
que, primero con él y después con aquéllos,
gobernaron el Estado que representaba la ciudad.
Así, en sus orígenes, la ciudad era algo más que
una suma más o menos hacinada de viviendas: era
un «templo» dedicado a servir a las reglas de la
disciplina de los augures, estrictamente delimitado
por el surco que el fundador latino, fiel al mandato
de un ritual llegado de Etruria, había labrado con
un arado tirado por un toro y una vaca de
inmaculada blancura, levantando el arado sobre el
lugar donde quizá después se alzaran las puertas,
poniendo cuidado en dejar en el interior de la
línea formada por el surco la tierra que el arado
había desprendido. De este orbe sagrado, proyecto
primero de futuros bastiones y muros, esbozo de
una imagen que se haría realidad incluso en su
nombre de po-merium (pone muros), la Urbs
obtuvo su nombre, su definición primitiva y su
sagrada defensa, garantizada por las prohibiciones
que evitaban la profanación de su suelo; sus muros
contuvieron la corrupción de los cultos
extranjeros, la amenaza de las sublevaciones
armadas y la profanación de las sepulturas de sus
muertos. Pero, si bien en la época clásica el
pomerium, que por otra parte iba desplazándose a
medida que se sucedían los conflictos de los que
surgiría la historia de Roma, guardó su
significación religiosa y siguió protegiendo la
libertad política de sus ciudadanos dejando fuera a
sus legiones, sin embargo ya no constituía el límite
de la ciudad. Relegada a un plano meramente
simbólico, su función había sido suplantada por
una realidad concreta: la muralla que una falsa
tradición atribuye a Servius Tullius, construida por
orden del Senado republicano entre el año 378 y el
352 a. C. en bloques de toba tan sólidamente
unidos que aún hoy quedan en pie paneles enteros,
especialmente en la Via delle Finanze, en los
jardines del palacio Colonna o en la Piazza del
Cinquecento, frente a la estación, que han
permitido llevar a cabo su reconstrucción. A partir
del siglo III antes de nuestra era ya no era el
pomerium lo que determinaba el área urbana de
Roma, sino la muralla cuyos poderosos sillares
evitaron la incursión de Aníbal, que no debemos
confundir con la anterior. Si, como el pomerium,
esta muralla deja fuera de sus límites el trazado de
la explanada que recibió el nombre de Campo de
Marte, situada entre el Tiber y las colinas, y
destinada a los ejercicios militares y al servicio
de los dioses, ésta es, sin embargo, más extensa
que el pomerium y abarca territorios que la
primitiva muralla no incluía: el arx y el monte
Capitolino, el extremo nordeste del Esquilmo, el
Velabro y, especialmente, los dos cerros
del Aventino, el del norte desde su fundación y el
del sur cuando los cónsules del año 87
prolongaron la muralla hasta aquel lugar para
resistir mejor el ataque de Cinna. Por ello se
calcula que abarcaba 426 hectáreas. Es poco en
relación a las 7.000 hectáreas con que cuenta
París; pero es mucho si las comparamos con las
120 de la antigua Capua, con las 117 de Ceres o
las 32 de Prenesta. Pero, ¿para qué tantas
comparaciones? El cálculo de la superficie de la
Urbs no nos va a indicar el número de su
población. En efecto, después de que los romanos
conquistaran el Universo dejaron de temer a sus
enemigos; los muros con los que se habían
protegido para defenderse de ellos perdieron su
finalidad bélica, y los habitantes de la Urbs
comenzaron a desbordar su muralla del mismo
modo que su muralla había desbordado el
pomerium. En el año 81 a. C., Sulla,
aprovechando las prerrogativas concedidas a los
imperatores que habían engrandecido las fronteras
del Imperio, y para apaciguar los ánimos de
la plebe urbana, autorizó que una parte del Campo
de Marte, cuyas dimensiones desgraciadamente
desconocemos, se destinara a la construcción de
viviendas. Es evidente que en esta zona la Urbs
iba más allá de los límites de la muralla, y
prácticamente seguro que ocurriera lo mismo en
muchos otros lugares. César no hizo sino legalizar
un estado de hecho que, sin duda, se remonta al
siglo II antes de nuestra era, al establecer en una
milla más lejos (1.478 m.) los límites de
Roma, según las disposiciones de la ley postuma
que se nos ha transmitido en las tablas de
Heraclio.

Augusto, por su parte, no hizo más que reanudar y


mejorar la iniciativa de su padre adoptivo cuando
emprendió la tarea, en el año 8 a. C., de dividir la
Urbs en las catorce regiones que abarcaban tanto
los barrios antiguos como los nuevos; trece
regiones se hallaban en la orilla izquierda
del Tiber; la decimocuarta estaba en la orilla
derecha del río, la regio Transtiberina, cuyo
recuerdo hoy pervive en el actual Trastevere.

Este emperador, orgulloso de haber pacificado el


mundo y de haber llevado a cabo el acto solemne
de cerrar las puertas del templo de Jano no temía
en modo alguno de-sacralizar la vieja fortificación
republicana. Una vez liberado de la preocupación
de su seguridad merced a sus conquistas y sus
anexiones, permitió que Roma creciera por todas
partes. Si bien cinco de las catorce regiones de
Augusto quedaron en el interior de la ciudad, otras
cinco superaron en parte el límite de la muralla y
cuatro quedaron completamente fuera de su
trazado: la V región (el Esquilino), la VII (la Via
Lata), la IX (el Circo Flaminio) y la XIV
(la Transtiberina). Y para dejar mayor constancia
de las intenciones del emperador, la tradición
popular pronto dio a la primera de ellas el nombre
de Puerta Capena, que después de marcar durante
algún tiempo la periferia, posteriormente llegó a
constituir el centro de la ciudad 3.
Las catorce regiones de Augusto se mantuvieron
durante todo el Imperio; es en su marco donde
debemos situar la Roma de los primeros
Antoninos, y fueron sus mismos límites los que
señalaron los confines de la ciudad. No obstante,
no podemos saber su extensión exacta; en
cualquier caso, constituiría un acto de voluntaria
ignorancia querer limitarla a la superficie que
encerraba la muralla que Aurelia-no, ante la
proximidad de los bárbaros, levantara para
proteger a la capital del Imperio y que, a partir del
año 274 d. C., constituyó su fortificación y su
pomerium. Todavía en la actualidad, a pesar de
sus ruinosas cortinas y de la descabalada sucesión
de sus torres, esta obra imponente, cuyos restos
aún resplandecen gloriosamente con la luz del sol
poniente, comunican al turista menos sensible la
inmediata visión de la majestad de Roma aun en su
decadencia. Por todo ello, no debemos cometer el
error de empequeñecer la imagen que de ella nos
ofrecen aquellos dorados siglos.

Aunque sus rondas se extendían sobre 18


kilómetros 837 metros y abarcaba una superficie
de 1.386 hectáreas, 67 áreas y 50 centiáreas, la
muralla de Aureliano se edificó del mismo modo
que otras fortificaciones posteriores con las que la
Galia se protegió de las incursiones de las tribus
germánicas, y que fueron objeto de riguroso
estudio por Adrien Blanchet. Al igual que éstas, no
defendían toda la ciudad, sino solamente sus
puntos vitales, como una coraza protege el corazón
del guerrero. La muralla de Aureliano no
cubría las catorce regiones romanas; en lugar de
adaptarse a la configuración de la ciudad, los
ingenieros de Aureliano buscaron comunicar los
principales puntos estratégicos; por ello, utilizaron
construcciones ya existentes, como los acueductos,
para integrarlas con mayor o menor facilidad a su
sistema. Desde el Pincio hasta la puerta Salaria, en
la séptima región, se han hallado pilastras
municipales que indicaban los límites un centenar
de metros más allá de la muralla, ya que el
obelisco de Antinoo, erigido según los términos
de su inscripción jeroglífica «en el límite de la
ciudad», así lo señala. Lo mismo ocurría con la
primera región, que abarcaba desde la puerta
Metrovia a la Ardeatina, y llegaba 600 metros más
allá del recinto fortificado, ya que la cortina
se extiende en esta zona a una milla (1.478 m.) al
sur de la puerta Capena. La primera región
comprendía el aedes Martis, que comenzaba a una
milla de dicha puerta y llegaba hasta el río Almo
(en la actualidad Acquataccio), que fluye
800 metros extramuros. Finalmente, sería fácil
demostrar que la decimocuarta región, cuyo
perímetro total duplica el de la zona junto al Tiber,
la sobrepasaba en 1.800 metros por el norte y en
1.300 por el sur. Con estos datos es un grave error
confinar las catorce regiones que formaban la
Roma imperial en la superficie que abarcaba la
muralla de Aure-liano; y no lo sería menos limitar
su capacidad a las aproximadamente 2.000
hectáreas señaladas por las pilastras municipales
móviles: pues, desde la época de Augusto, los
juristas habían establecido que la Roma de las
catorce regiones no estaba ceñida por unos límites
invariables, sino que tanto en su legislación como
en la práctica se había constituido como una
creación constante, como una ciudad que se
extendería a medida que surgiera la necesidad de
construir nuevas viviendas, en cualquiera de las
regiones, que vinieran a sumarse a los edificios ya
construidos; y siempre hasta el límite de una milla
del último de ellos: Roma con-tinentibus
aedificiis finitur, mille passus a continentibus ae-
dificiis numerandi sunt 4; pero esta noción
jurídica, esencialmente realista, no sólo demuestra
la inutilidad de todo intento de establecer una cifra
de la población romana, basada en algo tan
incierto y móvil como la superficie territorial
de las catorce regiones, sino que prueba la fe de
los que la concibieron en el progresivo
crecimiento de la ciudad imperial.

El crecimiento de la población romana

Por lo demás, este crecimiento se nos impone con


una gran fuerza de convicción al revisar los
documentos de que disponemos. Ya progresivo
desde los tiempos de Sila hasta los del principado,
después se hizo mucho más rápido bajo el feliz
mandato de los Antoninos. Para convencernos
de ello no tenemos más que comparar las dos
estadísticas de los vid romanos, separadas entre sí
por tres siglos, que el azar ha hecho llegar hasta
nosotros. Los vid eran los barrios romanos en los
que se dividía cada una de las catorce regiones y
que, desde la época de Augusto, gozaban de
administración propia en la persona de sus
«alcaldes», los vicomagis-tri, y estaban tutelados
por sus propios Lares. Plinio el Viejo nos dice
que, durante el lustro que comenzó en el año 73 d.
C., período en el que fueron censores Vespasiano
y Tito, Roma estaba dividida en 165 vid. Por su
parte, los Regio-narios, la inestimable
recopilación del siglo IV que Lanciani llamara el
«Gotha» de la antigüedad, nos hablan de 307
vid. Así pues, entre el año 73 d. C. y el 345, fecha
intermedia entre el año 334, a partir del cual fue
recopilado el más antiguo de los Regionarios, la
Notitia, y el año 357, fecha en la que se realizó el
último, el Curiosum, el número de vid aumentó en
46 unidades, lo que supone un crecimiento
territorial en Roma del 15,4 por ciento. Al mismo
tiempo observamos, desde la época de César hasta
la de Septimio Severo, un crecimiento
demográfico que seguramente corresponde, aunque
no hay testimonios de ello, al hecho de que la
asistencia pública se hiciera cargo de gran parte
de la plebe romana. En tiempos de César y de
Augusto, la Annona tenía a su cargo a 150.000
indigentes entre los que repartía gratuitamente el
trigo. A comienzos del reinado de
Septimio Severo, cuando la distribución de
congianos del año 203, que Dion Cassius
ensalzara por su generosidad, el número de
personas acogidas a la asistencia pública era de
175.000, lo que supone un aumento del 16,6 por
ciento. El paralelismo de estos porcentajes es
doblemente instructivo. En primer lugar prueba la
hipótesis según la cual la extensión real de la
Roma de las catorce regiones experimentó con el
tiempo un desarrollo demográfico. En segundo
lugar, indica, tal como lo testimonian los
Regionarios y los ya aludidos con-giarios del año
203, que el mayor crecimiento demográfico se
debió a la consolidación de la paz romana durante
la primera mitad del siglo II.

Ahora bien, desde comienzos del siglo I antes de


nuestra era hasta mediados del siglo I d. C.,
podemos observar un movimiento continuo y
creciente que aumenta la población de la Urbs y
que, con el tiempo, fue la causa de que su cohesión
se quebrantara y se viera comprometido su
abastecimiento. Como he demostrado en otras
ocasiones, la declaración de guerra de los aliados
en el año 91 a. C. y, como consecuencia, la
afluencia torrencial de gentes de toda Italia, que se
negaban a marchar con los sublevados y buscaban
un lugar donde estar a salvo de sus represalias,
provocó un aumento demográfico semejante al que
padeció Atenas cuando, a principios de siglo, hubo
de refugiar a los griegos de Asia Menor y
convertirse así en una gran capital europea. Frente
a una Italia y unas provincias desmembradas por
el gobierno demócrata de Roma y los ejércitos que
la nobleza senatorial había movilizado contra él,
los censores del año 86 hubieron de renunciar a
hacer un censo general de los ciudadanos del
Imperio y procedieron a enumerar todas las
categorías de habitantes que había en la Urbs:
describtione Ro-mae facta inventa sunt hominum
CCCCLXIII milia. Treinta años después, la cifra
había aumentado sensiblemente si, como afirma
Lucano, Pompeyo, que había asumido en
septiembre del año 57 a. C. la responsabilidad de
la Annona, hubo de almacenar trigo suficiente para
alimentar al menos 486.000 bocas. Tras el triunfo
de Julio César, en el año 45 a. C., la población
volvió a aumentar, aunque no tenemos datos para
establecerla de modo exacto; pero es evidente
ya que, en lugar de las 40 o 50.000 personas
acogidas a la ley frumentaria, según señalaba
Cicerón en el año 17 a. C. en sus Verrinas, por
una orden de César se estableció en 150.000 el
número de almas que deberían contar con
trigo gratuito. Además, aprovechando su posición
de prefecto de las costumbres, generalizó la
práctica ocasional de los censores del año 86 a. C.
y ordenó duplicar el album tradicional de los
ciudadanos del Imperio por medio de un censo que
abarcase a todos los habitantes de la Urbs y que en
adelante habría de establecerse casa por casa y
edificio por edificio, por indicación y bajo
responsabilidad de los propietarios.

El crecimiento continuó en el principado de


Augusto, ya que poseemos indicios que nos
permiten fijar el número de habitantes de la Urbs
en alrededor de un millón. En primer lugar
contamos con el dato de la cantidad de trigo que,
durante este reinado, la Annona tuvo que
almacenar anualmente para satisfacer las
necesidades públicas: 20 millones de modii
(1.750.000 hl.) que, según cuenta Aurelius Victor,
llegaban de Egipto, y el doble de esta cantidad
suministrada por el resto de África, según señala
Ioseph. En total 60 millones de modii (5.250.000
hl.) que, a razón de un consumo medio de 60 modii
(5,25 hl.) por persona y año, nos da un millón de
personas asistidas por la Annona. También
contamos con la declaración de Augusto en sus
Res Gestae según la cual, habiendo sido nombrado
tribuno por vigesima-segunda vez y por duodécima
vez cónsul, es decir, en el año 5 a. C., entregó 60
denarios a cada uno de los 320.000 habitantes que
constituían la plebe urbana. Ahora bien, si
nos atenemos a los términos que el emperador
empleó, deducimos que este dinero sólo se
distribuyó entre los adultos varones: viritim,
especifica el texto latino; ^cíT’acoópa traduce el
ejemplar griego. Por tanto, excluía a las mujeres y
a los niños menores de once años, censados sin
embargo como individuos de la plebe de la Urbs.
Por todo ello, y ateniéndonos a los métodos que en
la actualidad utilizan los especialistas en
demografía, podemos establecer un cálculo
aproximado de la población romana en el año 5 a.
C. de 675.000 cives; sin embargo, hay que decir
que no hemos tenido en cuenta ni a las tropas,
compuestas por unos 10.000 hombres que residían
en Roma pero que no recibían congiario, ni a la
multitud de extranjeros que vivían en Roma, ni por
supuesto a los esclavos. Todo lo cual nos hace
estimar la población total de Roma bajo el reinado
de Augusto en un número cercano al millón, si no
superior.
Finalmente, el censo de los Regionarios del siglo
IV de nuestra era 5 induce a pensar que, en el siglo
II, momento histórico de gran desarrollo, la
población de Roma seguramente era aún mayor de
lo que nuestra estimación supone. Mientras que,
sumando región por región, las viviendas de la
Urbs censadas por el Curiosum dan un total de
1.782 domas y 46.290 insulae, el resumen del
breviarium de la No-titia da una cifra definitiva
de 1.797 domas y 46.602 insulae. La diferencia
entre estos documentos seguramente procede de un
descuido del copista del Curiosum, posiblemente
aburrido por las largas enumeraciones que debía
transcribir; no es difícil que omitiera ciertos datos,
cuando no que repitiera otros como hizo al atribuir
el mismo número de domas a la décima y la
undécima región, o el mismo número de ínsulas
tanto en la tercera y cuarta como en la duodécima y
decimotercera. Sería inútil buscar una perfecta
identidad entre el Curiosum y la Notitia. Lo mejor
es elegir de entre los dos Regionarios aquél cuyo
enunciado indique menor margen de error. En
otros términos: hay motivos para dar mayor
crédito al resumen de la Notitia; en cuanto al
número que cita de viviendas romanas debemos
olvidarlo y deducirlo de los habitantes que
poblaban las 1.797 domas y las 46.602 insulae
censadas.

Evidentemente, el resultado sólo sería


aproximado, además de que los críticos métodos
contemporáneos harían muy complicados los
cálculos. En Francia, sin ir más lejos, Edouard
Cuq y Ferdinand Lot, al consultar la Notitia
interpretaron que el plural de domas englobaba a
todos los edificios de la Urbs y el plural insalae
lo entendieron como sinónimo de cenacala, es
decir, como pisos habitados. De este modo
consideraron que ambos significados se ajustaban
al mismo concepto y, adoptando una media de
cinco habitantes por piso, hicieron sin más
preámbulos los cálculos sobre las 46.602 insalae
registradas en la Notitia; así obtuvieron una cifra
total de 233.010 habitantes. Pero sus
operaciones desde el comienzo estaban viciadas
por el error de su interpretación léxica. Para un
latinista, la domas, vocablo que etimológicamente
evoca la idea de una propiedad hereditaria, es una
casa particular en la que sólo vive la familia del
propietario; la insala, edificio aislado como su
propio nombre indica, es un edificio de alquiler,
un «bloque» dividido en determinado número de
pisos o cenacala, cada uno de los cuales alberga a
un solo inquilino o a una familia. Podríamos citar
infinitos ejemplos que esclarecen esta
realidad: Suetonio cita una orden de César por la
que se obliga a los propietarios de la insala a
confeccionar los pliegos de empadronamiento de
sus inquilinos: per dominos insalaram. Tácito se
queja de la dificultad que supone llevar la
cuenta exacta de los templos, domas e insalae
destruidos por el incendio del año 64 d. C.; el
biógrafo de la Historia Augusta relata que, en un
solo día del reinado de Antonino Pío, las llamas
consumieron 340 viviendas romanas —edificios
de vecindad y casas particulares— incendium
trecentas quadra-ginta insulas vel domus
absumpsit. En todos estos textos se cita a la insula
como un edificio con autonomía propia. Es una
unidad arquitectónica y no una unidad locativa; y
la prueba de que la Notitia consigna el término
con esta acepción es la detallada descripción que
hace, al citar los edificios más curiosos para el
visitante en la novena región, de la insula
Felicles, es decir, el edificio de Felícula, cuyas
extraordinarias dimensiones explicaremos más
adelante. Por esta razón es un error incluir las
46.602 insulae en las 1.797 domus registradas. Al
contrario, forzosamente habremos de incluir éstas
en aquéllas, y para calcular el número de personas
que albergaban, habremos de multiplicar su
número no sólo por la cifra media de habitantes
por cenaculum, sino también por la media de
cenacula o pisos que cada una de ellas incluía.

Por otro lado, la estimación de 233.010 habitantes


que resulta de los cálculos efectuados partiendo de
un concepto erróneo de la palabra insula, es
inadmisiblemente baja si tenemos en cuenta el
número de ciudadanos adultos que se vieron
amparados por la generosidad de Augusto; es una
cifra tan manifiestamente irrisoria que por sí
misma pone en evidencia la contradicción de
donde procede. Así pues, para partir de un
supuesto absolutamente contrario, ¿habría
que suponer que cada insula estaba dividida en 21
o 22 cenacula, dato obtenido de la relación entre
las 1.797 domus definidas como insulae y las
46.602 insulae definidas como cenaculal Esto
sería hacer un cálculo tan inexacto como el
anterior. Cuando estudiemos en el capítulo
siguiente el modelo de casa romana, en seguida
nos daremos cuenta de que una insula debía incluir
cinco o seis cenacula o pisos, en cada uno de los
cuales vivían como mínimo cinco o seis personas.
No obstante, según el testimonio de los
Regionarios del siglo IV, en el siglo II de nuestra
era, período en el que quizá se dio el mayor
crecimiento demográfico, la ciudad albergaba,
además de los 50.000 ciudadanos, libres y
esclavos, repartidos entre un millar de domus, a un
número de habitantes que debió oscilar entre
1.165.050 y 1.677.672, diseminados por las
viviendas de sus 46.602 edificios de alquiler.
Incluso quedándonos con la más baja de estas dos
estimaciones, o estableciendo la población de la
Urbs en 1.200.000 habitantes bajo el mandato de
los Antoninos 6, es evidente que la Urbs se
asemejaba bastante a cualquiera de las ciudades
modernas, pero no contaba con los avances
técnicos ni con los medios de comunicación que en
la actualidad facilitan la vida de nuestras grandes
ciudades.

Por tanto, es inevitable pensar que la capital del


Imperio debió sufrir los problemas de una
superpoblación más acuciante que la actual,
aunque también es cierto que alcanzó un desarrollo
similar, guardando las debidas distancias, al de la
actual Nueva York; si bien es cierto que Roma,
reina del Universo antiguo,

Terrarum dea gentiumque, Roma,

Cui par est nihil et nihil secundum 7

—diosa de continentes y de naciones, ¡oh Roma!,


por ninguna otra igualada, distinta a todas—, en la
época de Traja-no se convirtió en la ciudad
tentacular y colosal cuya grandeza maravillaba a
extranjeros y provincianos. Del mismo modo que
hoy Nueva York maravilla a Europa, también
es cierto que Roma pagó aún más caro que ella el
desmesurado desarrollo que su papel dominador
acabó imponiéndole.

CAPÍTULO II
LAS CASAS Y LAS CALLES; GRANDEZAS Y
MISERIAS DE LA ANTIGÜEDAD

AUNQUE el perímetro de la Urbs hubiera


abarcado más de 2.000 hectáreas, hubiera sido de
cualquier modo insuficiente para albergar
cómodamente a 1.200.000 habitantes, y más si
tenemos en cuenta que no toda su superficie era
habitable, o aun en el caso de que lo hubiese sido.
En efecto, no eran zonas habitables aquéllas en las
que estaban ubicados los edificios públicos,
santuarios, basílicas, almacenes, termas, circos y
teatros, confiados por los poderes públicos a un
pequeño número de vigilantes, porteros,
almacenistas, escribas, ordenanzas,
esclavos públicos o miembros de algunas
corporaciones privilegiadas. A todo ello debemos
sumar la superficie ocupada por el caprichoso
lecho del Tiber y los aproximadamente
cuarenta parques y jardines ubicados
fundamentalmente en el Pincio y el Esquilino, a
una y otra orilla del río. Además, estaba
el Palatino, zona reservada exclusivamente al
emperador y, finalmente, el Campo de Marte,
cuyos templos, pórticos, palestras, ustrino, y
sepulturas cubrían más de 200 hectáreas en las
que, por respeto a los dioses, no se podía
construir. Si además tenemos en cuenta que los
romanos no disponían de los medios de transporte
terrestre ni suburbano que en la actualidad poseen
ciudades como Londres, Nueva York o París, en
un principio podríamos pensar que los ciudadanos
de la Urbs estaban condenados por la pobreza de
sus medios a no pasar jamás de ciertos límites
territoriales, sin duda aquellos marcados por
Augusto y sus sucesores y más allá de los cuales
su vida quedaba fragmentada y su unidad rota.
Incapaces de ampliar su territorio al mismo ritmo
que aumentaba su población, los romanos hubieron
de resignarse a vivir en un espacio físico limitado
por el corto desarrollo de sus técnicas y a
recuperar el espacio perdido por medio de
unos recursos contradictorios: el
empequeñecimiento de sus calles y la progresiva
altura de sus casas. En realidad, la Roma imperial
yuxtapuso a lo largo de toda su historia una
espléndida monumentalidad y la incoherencia de
unos edificios a la vez incómodos y fastuosos,
desproporcionados y frágiles, comunicados entre
sí por un cordón de estrechas y
sombrías callejuelas; por eso, cuando intentamos
revelar los rasgos de su verdadero rostro,
quedamos desconcertados ante unos contrastes que
dejan en nosotros la impresión de una ciudad con
la grandeza de las urbes modernas y la falta de
recursos de la Edad Media, donde lo mismo
vemos la lúcida anticipación de la arquitectura
americana como la confusa imagen de los
laberintos orientales.

Aspectos modernos de la casa romana

En primer lugar, nos llama poderosamente la


atención el aspecto «actual» del que antaño fue el
modelo más común de edificio romano. Mi trabajo
publicado en 1910 sobre el barrio de los
almacenes en Ostia; las excavaciones reanudadas
en 1907 en el lugar donde estaba ubicada esta
colonia, suburbio y, en síntesis, espejo fiel de
Roma, cuyas plausibles conclusiones expuso diez
años después Guido Calza; el descubrimiento en
Roma de las construcciones que bordeaban la
calle de la Pimienta, via Biberatica, en el mercado
de Trajano; los trabajos que dejaron al descubierto
los restos hallados bajo la escalera del Ara Coeli
y el estudio de los edificios que existían en las
laderas del Palatino, en la via dei Cerchi, y bajo la
galería de la plaza Colonna, nos han revelado las
dimensiones, el trazado y la verdadera estructura
de sus edificaciones b Cuando hace treinta años
intentábamos representarlas, nos imaginábamos las
orillas del Tiber pobladas por construcciones
similares a las halladas bajo la lava o los lapilli
del Vesubio, y nos sentíamos
satisfechos imaginando la Urbs a imagen y
semejanza de Herculano y Pompeya. Sin embargo,
en la actualidad no hay ningún arqueólogo
experimentado que aplique esas nociones
tan superficiales e ilusorias. Es cierto que la casa
de Livia, en el Palatino, o la de Gamala en Ostia,
luego propiedad de un hombre llamado Apuleius,
se asemejan a los edificios de Campania, e incluso
podemos admitir que los «chalets» particulares de
los ricos, las casas o domus que mencionan
los Regionarios, la mayoría de las veces tenían su
estilo. Pero los Regionarios no dan cuenta más
que de 1.797 domus en Roma frente a las 46.602
insulae registradas en la ciudad, es decir, que
existía una proporción de una domus por cada
veintiséis insulae; y de acuerdo con los
testimonios escritos y la interpretación objetiva de
los restos de catastro de la Urbs que Septimio
Severo expuso en el Foro de la Paz,
debemos concluir que la mayoría de las insulae
estaban tan lejos de la domus de Pompeya como lo
está un palacio romano de un villino de la costa, o
las casas de la calle Rivoli y de los grandes
bulevares parisinos de las casas de campo de la
Costa Esmeralda. En realidad, y por paradójica
que en principio pueda parecer esta afirmación,
hay muchas más analogías entre la insula de la
Roma imperial y las case populares de la Roma
contemporánea que entre la insula y la domus de
Pompeya.
La domus, que a la calle muestra un muro ciego y
macizo, abre todos sus vanos hacia patios
interiores. La insula, en cambio, tiene ventanas a
la calle y, a veces, cuando está edificada
alrededor de un patio cuadrado, también abre a
su interior puertas, ventanas y escaleras.

La domus está formada por salas de proporciones


fijas, previstas para un uso determinado, alineadas
una tras otra siguiendo un orden invariable:
fauces, atrium, alae, triclinium, tdblmum y
penstüum. La ínsula está compuesta
por cenáculo,, es decir, viviendas independientes
como las nuestras, con habitaciones para distintos
usos según las necesidades de sus inquilinos, que
se disponen siguiendo un orden riguroso desde la
última planta hasta la planta baja. La domus,
influida por la arquitectura helenística, se
concebía en sentido horizontal. La insula, por el
contrario, nacida en el siglo IV antes de nuestra
era de la necesidad de alojar, tras los llamados
muros Servíanos, a una población en
continuo crecimiento, se desarrolla en sentido
vertical. Al contrario que la domus de Pompeya, la
insula romana fue teniendo cada vez mayor altura,
hasta alcanzar enormes dimensiones en el Imperio.
Esta es una característica predominante, que ya
maravilló a la población de entonces y que hoy nos
asombra a nosotros por la similitud que presenta
con nuestras más atrevidas y modernas viviendas.
En el siglo III a. C., las insulae de tres pisos
(tabulata, contabulationes, contignatio-nes) se
habían hecho tan numerosas que habían dejado de
llamar la atención; Tito Livio 2, al enumerar los
hechos prodigiosos que, en el invierno del año 217
al 218 a. C., anunciaron la incursión de Aníbal,
menciona de pasada una insula, próxima al forum
boarium, por cuyas escaleras subió un buey que se
había escapado del mercado y que cayó desde el
tercer piso entre los gritos de espanto de los
habitantes. A finales de la República, la existencia
de estas insulae no supone más que una mera
anécdota. La Roma de Cicerón vive prácticamente
suspendida en el aire: Roman cena-culis sublatum
atque suspensam 3; la de Augusto aún alcanza
mayor altura. Según Vitruvio, en aquel tiempo «la
magnitud de la ciudad y el importante crecimiento
de su población exigían que las viviendas tuvieran
grandes dimensiones, y estas circunstancias
obligaron a buscar la solución en la elevación de
los edificios» 4. Sin embargo, fue una solución
tan peligrosa que el emperador, inquieto por los
riesgos que amenazaban la seguridad de los
ciudadanos y ante la frecuencia de los
derrumbamientos, redactó un reglamento para los
constructores y prohibió a los particulares la
edificación de insulae que superasen los 70 pies
de altura (20 metros) 5. Lsta circunstancia hizo que
propietarios y contratistas, a cual más avaro y
temerario, llegaran hasta el límite de lo
establecido por la ley. Hay testimonios que
prueban esta inverosímil elevación de los
edificios durante todo el Imperio. Estrabón, al
describir la ciudad de Tiro de comienzos
de nuestra era, señala sorprendido que las casas
de este puerto ilustre de Oriente eran casi más
altas que las de la Roma imperial 6. Cien años
después, Juvenal se burla de esta Roma aérea, que
sólo reposa en vigas largas y delgadas como
flautas 7. Cincuenta años más tarde, Aulus Gellius
critica las casas empinadas con múltiples pisos:
multis arduisque tabu-latis 8; y el retórico Aelius
Aristides dice, absolutamente en serio, que si las
viviendas de la Urbs hubieran podido colocarse
una tras otra a lo largo de toda la calzada, se
habrían extendido hasta Adria, en el mar Superum
9 (Adriático). En vano intentó Trajano poner de

nuevo en vigor 10 las prohibiciones de Augusto, o


incluso limitarlas, ya que estableció en 60 pies (18
metros) la altura máxima de los edificios
construidos por particulares; la necesidad fue más
fuerte que la ley. En el siglo IV, entre las
curiosidades de la ciudad, junto al Panteón y la
columna Aureliana, aparecía una casa gigante
cuyas proporciones llamaban la atención de
cualquier visitante: se trata de la insula Felides.
Había sido construida doscientos años antes, a
comienzos del principado de Sep-timio Severo
(193-211), y su fama había llegado allende
los mares, ya que Tertuliano, afanado en
convencer a sus compatriotas africanos de lo
absurdo de las invenciones con las que los
Valentinianos intentaban llenar la distancia
infinita que separa al Creador de su creación, no
encontró ejemplo más instructivo que el de la
insula Felides: Tertuliano denosta sin piedad a
esos herejes, rodeados de mandatarios
y mediadores divinos creados por su propio
delirio, y los acusa de haber «transformado el
Universo en una inmensa casa de alquiler
amueblada» en cuyo desván instalaban a Dios —
ad summas tegulas—, un edificio que alzaba
tantos pisos hacia el cielo que se podía decir que
«el dios de los romanos vivía en la insula
Felides» n. Lo más probable es que, a pesar de los
edictos de Augusto y de Trajano, los constructores
cada vez fueran más audaces y la ínsula Felides se
alzara sobre la Roma de los Antoninos como un
rascacielos. Y aunque nos hallamos ante un caso
extraordinario, una excepción casi monstruosa, lo
cierto es que los edificios de cinco o seis pisos
eran corrientes en Roma. Marcial, por
ejemplo, vivía en el tercer piso de un edificio de
la calle del Peral, en el Quirinal; sin embargo, no
era de los más desafortunados, ya que tanto en su
propia insula como en otras próximas había
inquilinos que habitaban en pisos más altos que el
suyo. Juvenal hace una cruel descripción de uno de
los incendios de Roma; en un momento de su
narración se dirige al desgraciado que, como el
dios de los Valentinianos, vivía en el desván y le
dice: «Arde ya en llamas el tercer piso y tú
sin enterarte. En la planta bajo todo son atropellos.
El último en asarse, sin embargo, será el miserable
al que sólo protege de la lluvia el tejado al que
llegan las lánguidas palomas a poner sus huevos.»
12

Estas enormes e interminables construcciones, de


las que el transeúnte debía alejarse para poder ver
su techumbre, se dividían en dos categorías: una
más suntuosa cuy, planta baja, concebida como un
todo puesto a disposición de un único propietario,
gozaba del prestigio y las ventajas de una casa
aislada, de aquí que a menudo recibiera el nombre
de domus en oposición a los cenacula de los pisos
superiores; y una segunda categoría más humilde,
cuya planta baja estaba dividida en locales donde
se instalaban tiendas y almacenes, las tabernae
que citan los textos y que podemos imaginar
fácilmente gracias a los restos de ellas hallados en
la via Biberatica y en Ostia. Sólo las personas
importantes podían permitirse el lujo de vivir en la
domus de la primera categoría; sabemos que en
tiempos de César un hombre llamado Caelius
pagaba por la suya un alquiler anual de
30.000 sestercios 13. Por el contrario, bajo el
techo abovedado de las tabernae pululaba una
humilde población. Cada una de ellas se abría a la
calle por una gran puerta cimbrada,
que normalmente ocupaba toda la fachada, con dos
batientes de madera que se quitaban por el día, se
volvían a colocar al anochecer y se cerraban con
un cerrojo; generalmente tenían el espacio justo
para alojar el almacén de un comerciante, el taller
de un artesano o el mostrador o puesto de
cualquier vendedor. Pero, en uno de sus ángulos,
casi siempre había una escalera con cuatro o cinco
peldaños de ladrillo o piedra que se prolongaba
con otro tramo de madera; por ella se subía a un
sobradillo iluminado por una ventana oblonga,
situada sobre la puerta de entrada, que servía de
vivienda a los inquilinos de la tienda, los guardas
del almacén o los obreros del taller. En cualquier
caso, ya fueran trabajadores libres o esclavos
domésticos, los inquilinos de una taberna nunca
tenían más de una habitación para ellos y
los suyos: allí trabajaban, cocinaban o dormían, en
una situación tan confusa como la que, según
veremos más adelante, padecían los arrendatarios
de los últimos pisos de la insula, cuando no
mayor. Y a pesar de vivir en estas condiciones, al
parecer tenían verdaderas dificultades para poder
pagar el alquiler. El propietario, para apremiar a
sus deudores, mandaba quitar la escalera que subía
a la vivienda, y de este modo les dejaba sin
víveres y les llamaba al orden. La
expresión jurídica percludere inquilinum,
bloquear a un inquilino, de clara significación
teórica, según los jurisconsultos de la época no
debía de ser muy efectiva en la práctica ya que, al
parecer, no podía aplicarse más que en el humilde
marco de las tabernae; por ello no fue una sanción
muy común en la Roma imperial.

Así pues, había diferencias esenciales entre los


dos tipos de edificios de alquiler a los que se daba
el nombre de insula, y la mayor de ellas era la
disparidad entre una domus situada en la planta
baja de un edificio y las tabernae ubicadas en
otros. Pero esto no impide que en la realidad de
su época todas las insulae obedecieran a las
mismas reglas tanto en su disposición interna como
en su aspecto externo.

Consideremos la Roma actual: es cierto que en el


curso de los últimos decenios, sobre todo a partir
de la parcelación de la villa Ludovisi, ha tenido
lugar en ella un proceso de aislamiento de los
«barrios aristocráticos». Pero antes de que esto
ocurriera, su carácter igualitario hacía que las
más nobles moradas convivieran con las casas más
vulgares; aún en nuestros días, el visitante queda
sorprendido al ver surgir un edificio como el
Palacio Farnesio en la desembocadura de unas
calles eminentemente populares. Este
hermanamiento de lo majestuoso con lo humilde es
lo que ha hecho que la Roma de los Césares
resucitase, una Roma en la que convivían las
clases privilegiadas y la plebe sin tropezar
jamás entre sí. El orgulloso Pompeyo no creyó
rebajarse permaneciendo fiel al barrio de las
Carenas. Antes de trasladarse por razones
políticas y religiosas a las dependencias de la
Regia, el más refinado entre los patricios, Julio
César, se alojó en el barrio de Suburra. Tiempo
después, Mecenas hizo sus jardines en la zona de
peor reputación del Esquilino. En la misma época,
el riquísimo Asinius Pollion eligió como lugar de
residencia la plebeya colina del Aventino, donde
también residiría Licinius Sura, el vice-imperator
de Trajano. A finales del siglo I de nuestra era, el
sobrino del emperador Vespasiano y un poeta de
escasos recursos como Marcial vivieron uno cerca
de otro en las empinadas calles del Quiri-nal; un
siglo más tarde, Cómodo será asesinado en una
casa a la que solía retirarse a descansar en la
democrática colina Caelius. Probablemente los
distintos barrios de Roma renacían de sus cenizas
más sólidos y magníficos cada vez que se
propagaba un nuevo incendio, pero la proximidad
de sus distintas clases sociales subsistía, apenas
atenuada, tras cada una de estas reconstrucciones.
Por ello, todo intento de establecer una
delimitación social exacta de las catorce regiones
de la Urbs de antemano está condenada al fracaso.
La única solución que les quedaba a los romanos
más exquisitos era salir de la ciudad y refugiarse
en las lindes del «campo», en los pinares del
Pincio y del Janícula donde estaban ubicados los
parques de las mejores villas romanas 14;
sin embargo, expulsados del centro de la ciudad
por la rutina diaria de los tribunales y la
proliferación de edificios públicos y, no obstante,
atraídos por los asuntos que en él se trataban, la
mayoría de los ciudadanos se establecieron
preferentemente en las zonas situadas entre los
foros y la periferia, en las regiones exteriores y
tangentes a la muralla republicana que la reforma
de Augusto habría integrado en la ciudad. En
efecto, si consultamos los Regionarios y
exa- minamos el número de insulae, o edificios de
alquiler, y el número de vid, o arterias que
comunicaban las insulae, de cada una de las
regiones y luego sumamos las cifras obtenidas en
dos grupos formados por las ocho regiones de la
ciudad antigua y las seis regiones de la ciudad
nueva, la media que obtendremos para el primer
grupo será de 2.965 insulae y 28 vid. Así, a
igualdad de regiones, es en la ciudad nueva donde
observamos mayor número de edificios, y a
igualdad de vid la mayor monumentalidad de los
edificios también se daba en la ciudad nueva, ya
que había 174 insulae por vi-cus, mientras que en
la nueva existían 123 por vicus. Los 1legionarios
también consignan la gran insula romana, el
rascacielos de Felícula, en la ciudad nueva, en el
bello entorno de la novena región, llamada del
Circo Flaminio. Sondeos aislados nos llevan a la
misma conclusión que los estudios globales: los
logros del urbanismo imperial
engrandecieron desmesuradamente los ya amplios
edificios de la antigua Roma.
En su aspecto exterior, todas estas insulae o
«bloques» monumentales se parecen entre sí, ya
que muestran a la calle una fachada prácticamente
uniforme. En su interior, los cenacula de amplios
vanos se superponían simétricamente; sus
escaleras de piedra, que conducían desde la
calzada hasta los pisos superiores, interrumpían
con sus escalones inferiores la línea de las
tabernae o de los muros de la domus. En los
aspectos esenciales su esquema nos es familiar.
Son casas urbanas que podrían haberse construido
tanto entonces como hoy; hasta el punto de que la
reconstrucción en papel de los planos de las
insulae mejor conservadas, efectuadas por los
especialistas más expertos, muestran tales
analogías con los edificios en los que en la
actualidad vivimos que en un principio estamos
tentados a desconfiar. Sin embargo, un examen más
atento testimonia su verosimilitud y fidelidad; el
profesor Boethius, por ejemplo, no tuvo más que
confrontar sobre una misma plancha fotográfica
una sección cualquiera del mercado de Trajano o
de un edificio de Ostia con la de una casa actual
de la via dei Cappellari en Roma, o de la via dei
Tribunali en Ñapóles, para hallar coincidencias,
cuando no aspectos realmente idénticos, en unos
planos tan alejados en el tiempo 15. Pensamos que
si los súbditos de Trajano y de Adriano
resucitasen, creerían entrar de nuevo en sus casas
al traspasar el umbral de los
casoni contemporáneos; y tendrían todo el derecho
a quejarse de que, al menos en su aspecto externo,
las casas hubieran perdido más que ganado con el
paso de los años.

Si la comparamos superficialmente con otros


edificios posteriores, la insula de la Roma
imperial da pruebas de un gusto más exquisito, una
mayor búsqueda de la elegancia y, al mismo
tiempo, una impresión de mayor modernidad.
Los paramentos, que nosotros fabricamos
mezclando madera con cascotes, en sus
construcciones eran de ladrillo sabiamente
aparejado, dispuesto con un arte cuya perfección
no se repite desde que se construyeran las casas
normandas o el castillo de Luis XIII. Sus puertas y
ventanas eran numerosas y generalmente amplias.
La línea de las tabernae estaba protegida y
disimulada por un pórtico. Los edificios de las
calles más anchas exhibían en sus fachadas, o bien
logias —pergulae— que reposaban sobre los
pórticos, o bien balcones —maeniana— tan
variados como pintorescos: unos eran de madera y
se apoyaban en vigas empotradas en el muro; otros
se construían de ladrillo, unas veces sobre
pechinas de cuyas líneas de imposta salía el
extradós paralelo y otras sobre una serie de
bóvedas de medio punto que sostenían grandes
ménsulas de toba encastradas en los muros
laterales. Por las pilastras de las logias o la
barandilla de los balcones trepaban las plantas. La
mayoría de las ventanas se adornaban con macetas
que componían esos jardines en miniatura de los
que nos habla Plinio el Viejo y que, en los
rincones más sofocantes de la ciudad, servían para
suavizar un poco la nostalgia del campo que los
humildes ciudadanos, descendientes de
campesinos, sentían 16. Sabemos que, a finales del
siglo IV, en Ostia existían modestas posadas,
como aquella en la que San Agustín tuvo su
supremo y apacible encuentro con Santa Mónica,
cuyos propietarios rodeaban de verdor y sombras;
la Casa dei Dipinti, algo más antigua, parece que
estuvo festoneada por flores en todos sus
muros, ya que la verosímil reproducción que de
ella publicaron Calza y Gismondi nos muestra una
auténtica «ciudad-jardín», semejante en todo a
aquellas que en la actualidad construyen, para los
obreros y los pequeñoburgueses de las grandes
ciudades, las empresas inmobiliarias más
oportunistas o las generosas asociaciones
filantrópicas. Al observar esta imagen singular,
mero esbozo de lo que debió ser, uno siente la
tentación de negar el progreso y experimenta
auténticos deseos de haber sido uno de los
hombres que, en los tiempos de Trajano, Adriano
o Antonino Pío, gozaron con la realidad que esta
reproducción nos muestra.

Sin embargo, las comodidades de esta insula, la


más lujosa de las que hasta el presente ha
descubierto la arqueología, no respondían en
absoluto a lo que su apariencia externa sugiere en
un primer momento. Es cierto que sus arquitectos
no escatimaron detalle alguno para embellecerla.
Sus suelos estaban revestidos con baldosas y
mosaicos cuya complicada disposición nos
transmitió Vitruvio; los muros estaban cubiertos
por pinturas de unos colores logrados con largos y
costosos procedimientos, según el análisis del
mismo autor, hoy borrados pero en su día tan
frescos y vistosos como los de las casas de
Pompeya (de aquí el nombre con que la bautizaron
los especialistas italianos, la Casa dei Di-pinti o
Casa de las Pinturas). Yo no me atrevería a
amueblarla con los laquearía o techos de
cuarterones, divididos en paneles móviles de
madera o marfil labrado, que los advenedizos
como Trimalción instalaban en el comedor con un
dispositivo que servía para hacer descender, sobre
los satisfechos y maravillados invitados, una
lluvia de flores, perfumes, exquisitos alimentos o
valiosos regalos. Pero es muy posible que las
habitaciones tuvieran esos techos de estuco dorado
que tanto complacían a los extravagantes
contemporáneos de Plinio el Viejo y, sin embargo,
pecaran de falta de solidez en su construcción, de
escasez en el mobiliario y de deficiencias en la
iluminación, la calefacción y la higiene.

Aspectos arcaicos de la casa romana

Aquellas altivas moradas resultaban demasiado


endebles. Mientras que la domus de Pompeya se
construía sobre la superficie de 800 y 900 m2,
insulae como las de Ostia, que no obstante fueron
edificadas según los planes urbanísticos
que Adriano impuso a sus arquitectos, raramente
cubrían una superficie similar. En cuanto a las
insulae romanas, según los fragmentos del catastro
de Septimio Severo, se construían sobre una
superficie de 300 y 400 m2 la mayoría de las
veces. Incluso suponiendo, lo que sería menos
razonable, que las limitaciones del terreno dieran
al traste con las restricciones impuestas, los datos
que nos llegan son decepcionantes: por lo general
la superficie horizontal de una insula era de 300
m2 frente a un desarrollo vertical de 18 y 20
metros; teniendo en cuenta el grosor de los suelos
que separaban los distintos pisos, es evidente que
las desproporciones de las insulae las hacían
realmente peligrosas para los habitantes de la
Urbs. Los edificios romanos no mantenían en
absoluto un equilibrio entre su base y su altura, por
lo que los derrumbamientos estaban a la orden del
día; a su fragilidad inicial se sumaba el hecho de
que los constructores, por afán de lucro,
economizaban cuanto podían reduciendo la
resistencia de la obra y rebajando la calidad de
los materiales. Ya la ley, según nos cuenta
Vitruvio, «sólo autorizaba un pie y medio (45 cm.)
de grosor en los muros exteriores, y en los
demás un menor grosor para economizar espacio».
Este autor añade que, al menos desde los tiempos
de Augusto, los constructores reducían el grosor
obligatorio mediante tirantes de ladrillo que
sostenían la argamasa, y mantiene, con
curiosa filosofía, que esta mezcla de hiladas de
piedra, tirantes de ladrillo y masa de cascotes
permitió que los edificios tuvieran mayor altura y,
por tanto, que los romanos tuvieran un lugar para
vivir sin dificultades —populus romanus
egregias habet sine impeditione habitationes 17.

Veinte años más tarde Vitruvio se hubiera


desengañado. La elegancia y la facilidad de
construcción que él ponderaba se habían logrado a
costa de una mínima solidez. Incluso en el siglo II,
durante el cual se impuso la costumbre de revestir
los paramentos de ladrillo, el derrumbamiento o la
demolición preventiva eran hechos comunes en la
ciudad; los inquilinos de las insulae vivían con el
constante temor de que la casa se les viniera
encima. Recordemos la consternada y furiosa
perorata de Juvenal: «Quién de aquellos que viven
en la fresca Prenesta o en las arboladas costas de
Volsi-nios teme, o ha temido alguna vez, el
derrumbamiento de su casa... Pero nosotros,
nosotros habitamos en una ciudad construida sobre
delgadas viguetas; y cuando la fisura de una vieja
grieta se hace muy alarmante, el administrador la
tapa o invita a las gentes a dormir tranquilamente
bajo una ruina suspendida sobre sus cabezas.» Al
parecer el satírico no exageraba en absoluto, ya
que la previsión que de estos casos hace el
Digesta demuestra lo precario de la situación que
tanta ira despertaba en Juvenal: «Si se diere el
caso de que el propietario de una insula la
arrendare completa a un inquilino titular por un
total de 30.000 sestercios, y a su vez
éste arrendare todas sus viviendas, obteniendo con
ello unos ingresos de 40.000 sestercios, después
de lo cual el propietario quisiera demolerla so
pretexto de peligro de derrumbamiento, el
inquilino titular tendrá derecho a una
indemnización por daños y perjuicios. Si el
edificio precisare realmente de su demolición, el
demandante tendrá derecho a la devolución de la
renta, pero no tendrá derecho a indemnización. En
cambio, si el edificio fuera demolido para facilitar
al propietario una construcción mejor y,
consecuentemente, más remuneradora, el
arrendador deberá indemnizar, además,
al arrendatario que se hubiere visto perjudicado
por el desalojo de sus subarrendados, la suma de
la que se hubiere visto privado por tal
circunstancia.» 18

Este texto, ya de por sí interesante, lo es también


por todo lo que sugiere. La sencillez de los
términos en los que se expresa no deja duda alguna
sobre la frecuencia de las prácticas que cita; y esto
nos hace suponer que las casas de la Roma
imperial, tanto o más ligeras que las antiguas
casas americanas, se derrumbaban o se demolían
como, no hace mucho, las de Nueva York.

Por otra parte, las casas de la Urbs ardían como


las de Estambul en la época de los Sultanes: por su
falta de consistencia, porque la pesada contextura
de sus suelos requería gruesas vigas de madera,
por el trasiego de infiernillos portátiles para
caldear la casa, de velas, de lámparas de aceite
o de antorchas con las que se iluminaban por la
noche y, finalmente porque, como veremos, el agua
estaba muy racionada. De aquí el número tan
elevado de incendios y su rápida propagación.
Recordemos cómo, en el último siglo de la
República, el plutócrata Crassus ingenió un
método para acrecentar su fortuna gracias a los
estragos de los incendios y a los derrumbamientos.
Cuando le llegaba la noticia de un siniestro, corría
al lugar donde se hubiera producido y prodigaba
sus atenciones al propietario desesperado por la
repentina destrucción de su insula; acto seguido,
le compraba el terreno, sobre el que no había ya
más que un amasijo de escombros, a un precio muy
por debajo de su valor real. Más tarde ponía a
trabajar a una cuadrilla de albañiles adiestrados
por él, y se levantaba una insula completamente
nueva cuyas rentas no tardaban en superar con
mucho el capital desembolsado. Años más tarde,
en la época del Imperio, después de que Augusto
creara un cuerpo de bomberos y vigilantes, la
táctica de Crassus seguía dando resultado.
Incluso con Trajano, tan pendiente de la vigilancia
de la Urbs, el incendio era un suceso cotidiano en
la vida de los romanos. El ciudadano rico temía
por su casa y, en su angustia, obligaba a un ejército
de esclavos a vigilar su ámbar, su bronce, sus
columnas de mármol frigio o sus incrustaciones de
carey. Al pobre le despertaba la obsesión de ver
arder su «buhardilla» y asarse vivo. Era tal la
obsesión en todos los ciudadanos que Juvenal
soñaba con poder dejar Roma. «¡Cuándo podré
vivir en un lugar donde no esté presente el
fuego, donde en las noches no tenga sobresaltos!»
19 Y no se excede mucho en sus deseos. Como nos
muestra Ulpiano, los juristas también señalaban
que no había un solo día en Roma sin que se
produjera un incendio: Plurimis uno die
incendiis exortis 20.

Al menos, la escasez de mobiliario disminuía la


magnitud de todas estas catástrofes. Las veces que
conseguían darse cuenta a tiempo, los pobres
diablos de los cenáculo., como el Ucalegon al que
la satírica imaginación de Juvenal puso nombre de
un troyano de la Eneida, enseguida recogían
sus pertrechos 21. Los ricos, sin embargo, tenían
mucho más que perder, ya que no podían, como
aquél, recoger todos sus bienes en un fardo. Pero a
pesar de sus estatuas de mármol o de bronce,
tampoco poseían más que un escaso
mobiliario cuya opulencia se manifestaba menos
en la cantidad o tamaño de las piezas que lo
componían como en los preciosos materiales y las
extrañas formas en que estaban realizados.

En el texto antes citado de Juvenal, el millonario


al que alude toma muchas precauciones contra el
fuego, no para preservar lo que hoy llamamos
mobiliario, sino para salvar sus objetos de arte y
de decoración. Para los romanos el mobiliario
consistía esencialmente en un lecho donde
dormían por la noche y a la hora de la siesta, y en
el que hacían muchas de sus actividades diarias,
desde comer o recibir visitas hasta leer y escribir.
La gente más humilde se tenía que contentar con
unos camastros de obra adosados a la pared y
cubiertos por un jergón. Los demás tenían tantos y
tan variados lechos como su posición les permitía.
La mayoría eran individuales: lectuli; los había de
dos plazas o lechos conyugales: lectus genialis;
de tres plazas para el comedor: triclinia; y
aquellos que querían hacer alarde de su fortuna
y asombrar a sus conocidos, los tenían de seis
plazas. Unos eran de bronce; otros, la mayoría, se
realizaban de madera tallada, bien de encina o
arce, bien de terebinto, tuya o una de esas exóticas
maderas de superficie rugosa y tornasolada que
muestran mil tonos, como el plumaje de un pavo
real: lecti pavonini. Las había con el bastidor de
madera y las patas de bronce, cuando no con el
bastidor de bronce y las patas de marfil. También
las había de madera con incrustaciones de carey, o
de bronce con incrustaciones de oro y plata
22. Podían ser, incluso, de plata maciza, como las

de Trimal-ción. Sea como fuere, el lecho era el


mueble por excelencia tanto en la domus señorial
como en la insula plebeya. Los romanos apenas
utilizaban otros. Sus mesas no tenían nada de
común con las nuestras; no eran mesas macizas de
cuatro patas, que se empezaron a utilizar más tarde
por influencia del culto cristiano. En el Alto
Imperio, las mensae eran consolas de mármol
apoyadas sobre un pie, cuya función era la de
exponer objetos de valor para admiración de los
visitantes (cartibula); o bien veladores de madera
o bronce soportados por trapezophores móviles o
por sencillos trípodes, cuyas patas metálicas y
plegadas generalmente estaban rematadas por
garras de león. En cuanto a los asientos, los restos
hallados en las excavaciones son aún más escasos
que los de las mesas. Creemos que la razón estriba
en que, puesto que los romanos comían y
trabajaban recostados, su existencia no tenía razón
de ser. De hecho, el sillón o thronus, con brazos y
respaldo, estaba reservado a la divinidad; la silla
con respaldo inclinado, o cathedra, no era de uso
cotidiano: sólo algunas grandes damas, cuya
molicie censura Juvenal, tenían por costumbre
retreparse en ellas lánguidamente. Los textos así lo
confirman, ya que sólo mencionan dos casas donde
las hubiera: en el vestíbulo del palacio de Augusto
—la frase «toma una silla, Cinna», de Corneille,
está inspirada en un relato de Séneca—, y en la
habitación o cu-hiculum de Plinio el Joven, donde
se sentaban sus amigos para conversar con él. En
ningún otro momento aparece más que como un
objeto propio del maestro de schola o de
los sacerdotes: los fratres arvalis de la religión
oficial, o sacerdotes del culto de Ceres, el jefe de
algunas sectas esotéricas paganas y, más tarde, el
sacerdote cristiano. De aquí el significado actual
de la palabra cátedra. Los romanos se sentaban
habitualmente en bancos (scamna), taburetes
(subsellia) o en sellae plegables que llevaban
consigo a todas partes, como la silla curul de los
magistrados, realizada en marfil, o la de Julio
César, de oro. El resto del mobiliario consistía en
fundas para los asientos y camas, alfombras,
cubrecamas y cojines que se colocaban sobre el
lecho, y los bancos o taburetes a los pies de las
mesas o bajo la ropa y la vajilla. La vajilla de
plata era tan común que Marcial ridiculiza a los
tacaños amos que, con motivo de las Saturnales,
no regalaban a la «clientela» al menos cinco libras
(algo más de kilo y medio) de plata 23. Sólo la
vajilla de los pobres era de arcilla. Las de los
ricos estaban realizadas por verdaderos artistas
y podían tener incrustaciones de oro y piedras
preciosas 24. Al leer algunas descripciones de la
antigüedad, se tiene la sensación de estar en un
cuento de las Mil y una noches, en un ambiente
semejante al del Islam; nos describen amplias
habitaciones cuya opulencia se medía por la
profusión y hondura de los divanes, por el
colorido de los tejidos adamascados, por el brillo
de la orfebrería y del cobre damasquinado, al
tiempo que carecían de todo aquello que en la
actualidad se considera imprescindible en
Occidente para llevar una existencia confortable.

Un aspecto descuidado, incluso en las más


notables casas romanas, era el de la iluminación.
Sus muros tenían grandes vanos, pero estaban
dispuestos de tal modo que, según las horas del
día, o no dejaban entrar la luz ni el aire, o cegaban
y ventilaban las habitaciones en exceso. Ni en las
casas de la via Biberatica, junto al mercado de
Trajano, ni en la Casa dei Dipinti en Ostia, se han
hallado fragmentos de mica o de vidrio en las
ventanas; esto prueba que las casas no estaban
protegidas por la fina lámina transparente de lapis
specularis, de uso muy común en los tiempos del
Imperio entre las familias acomodadas, con que a
veces cubrían la ventana de una alcoba, el baño, el
invernadero o, incluso, la silla portátil; ni tampoco
con el vidrio grueso y opaco que vemos en los
tragaluces de las termas de Pompeya y de Her-
culano, que servía para mantener el calor sin que
el interior quedara completamente a oscuras 25. Lo
más probable es que protegieran las ventanas con
telas o pieles batidas por el viento y los
aguaceros, cuando no con postigos de madera
de una o dos hojas que evitaban el frío, la lluvia,
la canícula o la tramontana, pero impedían que
entrara la luz. En una casa acorazada por aquellas
gruesas contraventanas, cualquier persona, ya
fuera un anciano cónsul o Plinio el Joven, estaba
condenada a tiritar de frío si quería ver la luz del
día, o a protegerse de una tormenta tras una cortina
de tinieblas tan cerrada que ni siquiera los
relámpagos podían atravesarla 26. Dice el refrán
que una puerta debe estar, o abierta del todo, o
cerrada. Sin embargo, en la insula romana habría
hecho falta que las ventanas hubieran podido
entornarse ya que, a pesar de su número y sus
dimensiones, no le prestaron los servicios ni le
brindaron el atractivo que hoy nos brindan las
ventanas de nuestras viviendas.
Otro aspecto defectuoso de la insula era el de su
calefacción. La división del edificio en cenacula
impedía que las casas tuvieran el atrium de las
cabañas de los campesinos, una habitación donde
podían encender fuego con un respiradero en el
techo para ventilarla del humo y las chispas.
Por otra parte, es un error pensar que la insula
estaba dotada de calefacción central. Las
instalaciones de calderas que se han encontrado en
tantas ruinas arqueológicas, nunca desempeñaron
esta función. Recordemos en qué consiste este
dispositivo: en primer lugar, un sistema de
calefacción —el hypo-causton— compuesto por
uno o dos hornillos que alimentaban, según su
intensidad y la duración de su llama, la combustión
de madera, carbón vegetal, gavillas de leña o
de hierbas secas, y por un tubo conductor que
dejaba pasar al siguiente hypocauston el calor, el
hollín y el humo; en segundo lugar, el hypocausos,
o cámara de combustión subterránea, caracterizado
por el alineamiento paralelo de pequeñas pilas de
ladrillo que separaban los distintos fuegos;
finalmente, los hornillos propiamente dichos,
situados, o mejor suspendidos, sobre el
hypocauston, de aquí el nombre de suspensurae
que recibían estas cámaras. En realidad, ya
estuvieran o no comunicadas por las cavidades de
sus paredes, las distintas suspensurae estaban
separadas por una base de ladrillos, una capa de
arcilla y un pavimento de piedra o mármol, es
decir, una estructura lo suficientemente
compacta como para impermeabilizarla frente a
las posibles fugas que se pudieran producir, y para
hacer más lento el caldeamiento. Vemos que,
según esta disposición, la superficie calentada de
los suspensurae nunca era mayor que la superficie
de los «hipocaustos», y que el funcionamiento del
sistema requería tantos «hipocausos» como
«hipocaustos». De esto se deduce que el sistema
no era adecuado para la instalación de una
calefacción central, ya que resultaba impracticable
en edificios de varios pisos. En la Roma antigua
ningún edificio podía gozar de un sistema parecido
más que si se trataba de una reconstrucción única y
aislada, como la latrina descubierta en Roma en
1929 entre el Foro Principal y el de César. Por
otra parte, está claro que nunca ha ocupado
más que una pequeña zona de los edificios en los
que subsisten restos de este sistema: en el baño de
las casas más notables de Pompeya o en el
caldarium de las termas públicas; por supuesto, en
ninguna de las insulae que conocemos se
han hallado restos.

Por otra parte, la insula romana no tenía ni


chimeneas ni estufas. Sólo en el horno de algunas
panaderías de Pompeya se han hallado tubos de
conducción semejantes a los que tienen nuestras
chimeneas; sin embargo, su función es un enigma,
ya que, de los dos casos que conocemos, uno está
truncado de tal modo que ignoramos dónde podía
desembocar, y el otro no iba a parar al tejado, sino
a un hornillo situado en la primera planta. Ni en
las villas de Her-culano, ni en las de Pompeya, ni
con mayor motivo en las casas de Ostia, ya que
reproducen rasgo por rasgo el tipo de insula
romana, se han hallado restos de tomas de aire
o conducciones. Por fuerza hemos de concluir que,
si bien el pan y los dulces se hacían en el horno,
los demás alimentos se cocinaban a fuego lento en
infiernillos, y que los romanos sólo disponían de
rescoldos para luchar contra el frío. Muchos de
estos utensilios eran portátiles. Algunos
estaban realizados en cobre o bronce y dan
pruebas de una gran habilidad y fantasía. Pero la
airosa nobleza de este arte no es óbice para que
reconozcamos lo rudimentario de su técnica y su
corta utilidad. Hasta las más lujosas moradas de la
ciudad se vieron privadas del tibio calor que los
radiadores dan a nuestras habitaciones, así como
del agradable crepitar de las llamas en el hogar. A
esto debemos añadir la amenaza continua de fugas
de gases venenosos provocados por la combustión
de algunos materiales (ligna coctilia, acapna), y
la continua sequedad del ambiente. Por ello, los
habitantes de la antigua Roma debían afrontar los
rigores de las estaciones frías calentándose los
pies en las ascuas de los braseros27.

Finalmente, a pesar de una creencia muy


extendida, la ínsula romana tampoco estaba dotada
de agua corriente. A menudo olvidamos que la
conducción de agua en Roma se limitaba
estrictamente a los servicios públicos. Desde el
principio de su historia la canalización se había
concebido ad usum populi, como dice Frontino,
nunca para uso particular, y así siguió siendo en la
época imperial. Sin embargo, sabemos que
existían catorce acueductos que llevaban a Roma
el frescor de los manantiales de los Apeninos y
que, según cálculos de Lanciani, suministraban mil
millones de litros diarios que se almacenaban en
las 247 arcas de agua, o castella, desde donde se
distribuía a las fuentes que, tanto entonces como
hoy, inundan Roma con la melodía de sus
chapoteos y sus destellos de luz, o a los gruesos
conductos de plomo que llevaban el agua sustraída
de las fuentes hasta algunas casas privadas. Por
todo ello nos gusta pensar que las casas romanas
gozaban, como las nuestras, de las ventajas del
agua corriente. Sin embargo, no es cierto. En
primer lugar, hubo que esperar al principado de
Trajano para que, con la inauguración del
acueducto que lleva su nombre —aqua Traiana—,
el 24 de junio del año 109 28, el agua de manantial
llegara a los barrios de la orilla derecha del
Tiber, que hasta entonces había cubierto sus
necesidades con el agua de los pozos. Incluso en la
orilla izquierda, las canalizaciones desde los
castella hasta algunas viviendas particulares sólo
se llevaron a cabo con el permiso expreso del
príncipe y previo pago de un canon. Y al menos
hasta el siglo II, estas concesiones eran revocables
y podían ser suprimidas por la administración la
misma noche de la muerte del titular de la
propiedad. Por último, es casi seguro que
estas conducciones estuvieron limitadas
exclusivamente a las casas de la planta baja,
alquiladas por personas acomodadas. En Ostia,
por ejemplo, ciudad que poseía un acueducto,
canalizaciones municipales y privadas, los
edificios carecían de conductos generales que
pudieran llevar el agua a los pisos de las insulae;
textos de las más diversas épocas así lo aseguran.
Ya en las comedias de Plauto, el amo de la casa
vigila que sus esclavos llenen todos los días ocho
o nueve vasijas (dolia) de bronce o de arcilla para
poder tener agua todo el día 29. En el Imperio, el
poeta Marcial sigue, a su pesar, utilizando la
bomba de mano que adorna el patio de su casa
30. En las sátiras de Juvenal, los aguadores
(aquarii) están considerados como el desecho de
la esclavitud 31. Según testimonios legales de la
primera mitad del siglo III, estos esclavos eran tan
necesarios para el desarrollo de la vida colectiva
de cada edificio que formaban parte de él, y al
igual que sus porteros (ostiarii) y sus barrenderos
(zetarii), pasaban como parte de la propiedad en
una transacción de alquiler o venta 32. El prefecto
del Pretorio, Pablo, en sus instrucciones al
prefecto de los Vigiles, encargado del cuerpo
romano de bomberos, le dice que advierta a los
inquilinos sobre la necesidad de tener siempre
agua en sus casas al objeto de poder reducir un
posible incendio: ut aquam unusquis-que
inquilinus in cenáculo habeat iubetur admonere
33.

Está claro que, si los romanos de la época


imperial no hubieran tenido más que abrir el grifo
para tener agua abundante, la recomendación del
prefecto hubiera sido vana. El solo hecho de que
la expresara nos demuestra que, salvo en algunas
excepciones, el agua de los acueductos no
llegaba más que a la planta baja. Los habitantes de
los cenacula estaban obligados a ir a buscarla a la
fuente más próxima; y esta circunstancia, mucho
más penosa según se ascendía a los pisos
superiores, hacía que la limpieza de las
viviendas populares de las últimas consignationes
dejara mucho que desear. Es preciso señalar que,
por falta de medios para la higiene necesaria,
muchas viviendas de las insulae romanas estaban
condenadas irremediablemente a llenarse de
mugre, ya que los sistemas de evacuación a las
cloacas sólo han existido en las hipótesis
arqueológicas demasiado optimistas.

Sin embargo, no es mi intención poner en tela de


juicio el sistema de cloacas por el que se vertían
al Tiber las inmundicias de la ciudad. Esta obra se
inició en el siglo VI antes de nuestra era y fue
ampliada y mejorada en los tiempos de la
República y el Imperio. Fue concebida, realizada
y mantenida a una escala tan grandiosa que, en
algunas de las zonas, podían circular cómodamente
carros cargados de heno; Agripa, quizá uno de los
que más contribuyó a mejorar el rendimiento y las
condiciones de salubridad, mediante la
construcción de siete canalizaciones que llevaban
el agua sobrante de los acueductos, pudo
recorrerlas por entero en barca. Fue tan
sólidamente construida que, aún hoy, la más
antigua de sus cloacas, la cloaca maxima o
colector central, que se extendía desde el foro
hasta el pie del Aven-tino y desembocaba en el río
a la altura del Ponte rotto, sigue funcionando al
igual que lo hiciera en la época de los reyes que la
construyeron. Su arco de medio punto, de cinco
metros de diámetro, todavía resiste después de dos
mil quinientos años. Es una obra maestra que
honra al pueblo romano, construida con la audacia
y la paciencia heredada de los etruscos, quienes en
su momento llevaron a cabo el drenaje de la
marisma. Pero lo que es indudable es que
los romanos, suficientemente valientes para
emprenderla y pacientes para realizarla, no
tuvieron la habilidad necesaria para utilizarla
como hoy lo hubiéramos hecho nosotros;
no agotaron las posibilidades que les brindaba
para mejorar la limpieza de la ciudad y la propia
salud de sus habitantes.

Este sistema fue eficaz para evacuar la inmundicia


de las casas bajas de las insulae, al igual que las
letrinas públicas instaladas en su recorrido, pero
no para mantener limpias las letrinas de los
cenacula. En Pompeya son muy pocas las villas
cuyas letrinas, instaladas en el piso superior,
estuvieran comunicadas con las cloacas, bien por
un conducto al piso inferior, bien por medio de una
tubería instalada para este fin. En 1910, me
pareció ver en Ostia, en dos o tres salas del barrio
de los almacenes, canalones de bajada 34.
Pero nada más improbable que la interpretación
que entonces hice de aquellos cilindros, por otra
parte demasiado groseros para datar de aquella
época, en un ángulo de las tabernae y unidos al
suelo por medio de una base de albañilería de
construcción bastante mediocre. Al no haberse
excavado el subsuelo, no podemos afirmar si se
prolongaban o no; por otra parte, los pisos
superiores del edificio al que pertenece ya no
existen, por lo que tampoco estamos seguros de
que se prolongaran más allá del sobrado de la
taberna. En último lugar, tanto las insulae más
importantes de Ostia como las ruinas hasta ahora
halladas de casas romanas carecían de
conducciones, por lo que debemos aceptar las
teorías del abate Thédenat y, como él dijo hace
treinta y cinco años, afirmar que las cloacas de la
Urbs nunca estuvieron comunicadas con las
viviendas superiores de las insulae. El sistema de
conducciones de la casa romana no es más que un
mito creado por la imaginación moderna a la que,
de todas las carencias de la Urbs, quizá este
aspecto es el que más le repugne.

Seguramente los más ricos no tenían este


problema. Los ciudadanos que vivían en una
domus no tenían dificultades para instalarse unas
letrinas propias de su rango. Generalmente el agua
de los acueductos llegaba hasta sus casas; pero en
el caso de que el ramal de la cloaca quedara lejos,
podían llevar sus desagües hasta unas fosas
subterráneas que por lo general pecaban de falta
de profundidad y de estancamiento, como la
descubierta en 1892 en San Pietro in Vincoli,
motivo por el cual los comerciantes de abono
solicitaron de Vespasiano el permiso para efectuar
su drenaje. Cuando un hombre acaudalado tenía
que vivir en una insula, se las ingeniaba para
alquilar la planta baja, también llamada domus, lo
que hacía que gozara prácticamente de las mismas
ventajas que los propietarios de las domi
propiamente dichas. Para los pobres la cuestión
era muy diferente, ya que estaban obligados a salir
de sus casas. Los que podían permitirse un
pequeño gasto acudían a las letrinas públicas, de
cuya recaudación se encargaban los conductores
foricarum. La multiplicidad de estos
establecimientos públicos, registrados en los
Regionarios, da cuenta de su importancia. En la
Roma de Trajano, lo mismo que en nuestros
pueblos menos desarrollados, la mayoría de la
población sólo disponía de letrinas públicas. Pero
esta similitud no va más allá. A poco
que recordemos ejemplos como los de Pompeya,
Timgad, Ostia, o la forica descubierta en Roma en
la intersección del foro y del forum Iulium, de la
que ya hemos dicho que estaba caldeada en
invierno por un hipocausto, habremos
de reconocer que las letrinas romanas nos resultan
desconcertantes. Eran públicas en toda la acepción
del término, como las letrinas de campaña de los
soldados. Eran lugares donde los ciudadanos se
citaban, charlaban o acudían para ver si alguien
les invitaba a comer 35. Al mismo tiempo gozaban
de unas comodidades para nosotros superfluas y
estaban decoradas con una prodigalidad que nos
sorprende. Alrededor del elegante hemiciclo o del
rectángulo de su trazado, el agua corría sin cesar
por unos regueros situados ante una veintena de
asientos. Estos eran de mármol, con una tabla
enmarcada por consolas esculpidas en forma de
delfín que servían de apoyo y separación. Era
frecuente que sobre las consolas hubiera
hornacinas con esculturas de héroes o
divinidades, como en el Palatino, o un altar a
Fortuna, la diosa de la salud y la felicidad, como
el hallado en Ostia 36. También era frecuente que
la sala estuviera amenizada por el sonido del agua
de un surtidor, como en las letrinas de Timgad.
Confesémoslo: estamos desconcertados ante esta
mezcla de delicadeza y grosería, extrañados por la
solemnidad y el encanto de la decoración, por el
sorprendente impudor de los que allí acudían. Es
la misma sensación que se experimenta en las
medersas del siglo XV en Fez, cuyas letrinas,
también creadas para recibir a toda una multitud,
están revestidas de exquisitos estucos y cubiertas
por un techo de madera de cedro tallada. Y, de
repente, sentimos la sensación de que aquella
Roma, donde incluso las letrinas del palacio
imperial, decoradas con una magnificencia propia
del santuario de una catedral, tenían tres asientos a
cada lado, aquella Roma mística y prosaica, artista
y vulgar, se aleja sin miramientos ni pudores de
nosotros y se acerca a los lugares más remotos del
Maghreb en los tiempos de la dinastía de los be-
nimerines.
Pero a las letrinas públicas no acudían ni los
avaros ni los miserables, que no entendían por qué
habían de dar un as a los encargados de las
foricae. Preferían utilizar las tinajas
desportilladas de los talleres de los bataneros,
quienes pagando un impuesto por el permiso
solicitado a Vespasiano, las ponían a disposición
del público para que se las llenasen de la orina
que precisaban para su industria. O bien
corrían escaleras abajo para vaciar sus vasijas
(lasaña) o sus sillas-retrete (sellae pertusae) en la
tina o dolium situada bajo la caja de la escalera 37.
Pero a veces el propietario de la insula les negaba
este recurso y, entonces, acudían a un
estercolero próximo. Y es que en la Roma de los
Césares, como si de una aldea de mala muerte se
tratara, más de una calle desembocaba en una fosa
o lacus como las que Catón el Viejo, durante su
mandato de censor, mandó tapar, supliéndolas con
una ampliación de las cloacas hasta el Aventino.
En el siglo de César y de Cicerón aún no habían
desaparecido: Lucrecio las menciona en su poema
De natura rerum. Doscientos años más tarde, bajo
el mandato de Trajano, todavía existían, ya que era
el lugar donde muchas mujeres, amparadas por una
bárbara ley, abandonaban a sus hijos
recién nacidos, y donde las matronas estériles
acudían para llevarse a escondidas a estos niños,
satisfaciendo con engaños las ansias de paternidad
de sus crédulos esposos 38. Pero había
desgraciados para los que estos vertederos
quedaban demasiado lejos, o vivían en pisos muy
altos. Para ahorrarse la fatiga del desplazamiento,
tiraban por la ventana el contenido de sus orinales.
Por supuesto, esto suponía una auténtica amenaza
para los transeúntes que acertaran a pasar en
ese momento. Aquellos que tenían mala suerte lo
único que podían hacer, como sucede en la sátira
de Juvenal 39, era intentar denunciar a quienes ni
siquiera habían logrado ver. En muchos pasajes
del Digesta se contemplan estos delitos y
se recomienda que se denuncien para así descubrir
a los delincuentes y poder determinar el baremo de
las indemnizaciones a las víctimas. Ulpiano
enumera distintas soluciones para poder
identificar, según los casos, a los culpables. «Si la
vivienda (cenaculum) estuviere dividida entre
varios ocupantes, el recurso será contra aquel que
viviere en la zona de la casa desde la cual se
hubiere vertido el contenido del recipiente. Si el
inquilino dijere tenerla subarrendada (cenacula-
rium exercens) pero, no obstante, habitare la
mayor parte de la casa, sólo él será el
responsable. Si, por el contrario, la tuviere
subarrendada y conservare para uso propio un
espacio modesto, tanto él como sus subarrendados
serán los responsables. También será responsable
si el golpe o el vertido se hubiere realizado desde
un balcón.» Pero Ulpiano no excluye las
responsabilidades individuales que pudieran
derivarse de un interrogatorio posterior, e insta al
pretor a sancionar según la gravedad de los daños,
con objeto de obrar con mayor equidad. Por
ejemplo, «cuando, como consecuencia de la caída
de uno de los objetos arrojados desde una casa,
el cuerpo de un hombre libre sufriere alguna
lesión, el juez deberá conceder a la víctima,
además del reembolso de los honorarios médicos
y otros gastos que se derivaren del daño sufrido, el
importe del salario que hubiere dejado de percibir
por su incapacidad temporal para el trabajo» 4Q.
Son sabias disposiciones en las que parece
haberse inspirado nuestra jurisprudencia para
determinar la legislación laboral, si bien no la han
llevado hasta sus últimas consecuencias. Porque
Ulpiano termina con una disposición que, de haber
sido admitida por nuestros tribunales, hubiera
acabado con la clientela de las clínicas de cirugía
estética, pero en la que se traduce, con la sencillez
de su impasible lenguaje, la generosidad y
dignidad del sentimiento en que se inspira:
«En cuanto a las cicatrices o deslucimiento que
hubieren podido resultar de estas heridas, no habrá
indemnización alguna que pudiere repararlo, ya
que el cuerpo de un hombre libre no tiene precio.»

Este último rasgo, de extraña calidad moral, surge


como una flor en mitad de un estercolero y
aumenta el desconcierto que nos provoca la
intuición de una realidad que se deduce de los
sutiles y numerosos análisis de los
juristas. Nuestras ciudades también se ven
ensombrecidas por la miseria, mancilladas por la
existencia de sus tugurios, deshonradas por los
vicios que engendran. La lepra que los corroe, sin
embargo, está localizada y no excede de algunos
barrios malditos; mientras que tenemos la
impresión de que todas las regiones de la Roma
imperial tenían su Soho y su Babitt. Casi todas las
insulae de la Urbs estaban en manos de
unos propietarios que, ávidos de escapar a los
engorros de una molesta administración,
arrendaban por cinco años las viviendas del
edificio, con unas rentas casi iguales a las
establecidas para la domus cenacula. Este
arrendatario principal no tenía, lo que se dice, un
oficio descansado; debía mantener los locales,
reclutar y distribuir a sus inquilinos, mantener la
paz entre ellos y, como recaudador, cobrar los
alquileres trimestrales. Naturalmente sus desvelos
y preocupaciones estaban compensados por la
cuantía de los beneficios. Así, el precio de los
alquileres fue un tema de continua queja en la
literatura romana. En el año 153 a. C., ya eran tan
exorbitantes que un rey en el exilio tuvo que
compartir su alojamiento con un artista para poder
pagarlo. En los tiempos de César, los más
asequibles ascendían a 2.000 ses-tercios. En los
tiempos de Domiciano y de Trajano, con lo que
costaba un alquiler se podía adquirir en propiedad
una fresca y aireada vivienda en Sora o en
Frosinona 41. De modo que, abrumados por la
cuantía del alquiler, los inquilinos del inquilino
principal se veían obligados a subarrendar las
habitaciones de sus cenacula que no les eran
absolutamente necesarias si querían salir adelante;
y la realidad era que, según se ascendía en el
edificio, el hacinamiento cada vez era más
intolerable y más innoble la promiscuidad. Lo
mismo ocurría en la planta baja cuando estaba
dividida en varias ta-bernae; en ellas se
hacinaban artesanos, vendedores o figoneros,
como el deversitor de la insula descrita por Petro-
nio 42. Sólo en los casos en que la planta baja
estaba alquilada como domus vivían únicamente el
dueño de la casa y los suyos. Sobre la domus
estaban las viviendas cada vez más invadidas por
el pulular de gentes de la más baja
condición, donde se amontonaban familias enteras,
donde progresivamente se iban acumulando el
polvo, los detritus y la basura, lugares plagados de
chinches, como los que uno de los harapientos
muchachos del Satiricón, escondido bajo su
camastro, se ve obligado a lamer en su pared llena
de inmundicia. Y, en general, ya se tratase de
elegantes domus o de las insulae descritas —
lugares donde habitaban gentes de todas partes,
donde para mantener el orden era necesario un
ejército de esclavos y de porteros a las órdenes de
un intendente—, los alojamientos de la Urbs, rara
vez alineados a lo largo de una avenida, se
amontonaban en un laberinto de rampas, calles y
calleiuelas más o menos estrechas, tortuosas
y oscuras, en las que el mármol de los «palacios»
contrastaba con la oscuridad de los tugurios.
Las calles de Roma y la circulación

Si, por arte de magia, hubiéramos podido


desenredar y poner una tras otra todas las viae de
Roma 43, que Vespa-siano y Tito censaron y
midieron en el año 73 d. C. durante su mandato
como censores, seguramente hubieran cubierto una
distancia aproximada de 60.000 pasos, o lo que es
igual, unos 85 kilómetros; Plinio el Viejo, mudo de
asombro ante la contemplación de este progresivo
desarrollo, se enorgullece de ello y de la altura de
los edificios levantados a lo largo de todas estas
calles, y termina proclamando que no hay en el
mundo antiguo una ciudad cuya grandeza pueda
compararse a la de Roma 44. Pero lo cierto es que
sólo se trata de una grandeza cuantitativa. La red
vial romana surge de unos elementos
desproporcionados entre sí, que en lugar
de ordenarse sobre la perspectiva de la línea
imaginaria trazada por Plinio sobre un pergamino,
se pierde en una inextricable y estrecha red,
sembrada de edificios cuya magnitud no hace sino
agravar los problemas. De hecho, Tácito basa
la facilidad y rapidez con que se propagó el
incendio del año 64 d. C. en Roma 45, en la
anarquía de unas calles angostas, sinuosas y
torcidas como si hubieran sido trazadas sin regla;
y, a pesar de que Nerón, por este motivo, quiso
reedificar las zonas destruidas por el incendio
sobre un plan urbanístico más racional, es evidente
que no logró su propósito. En términos generales,
y hasta el final del Imperio, las calles de Roma
constituyeron un amasijo informe antes que un
sistema racional de comunicaciones. Durante toda
su historia se resintieron de la concepción
primitiva y campesina en que estuvo basada su
realización; desde un principio se dividieron en
tres categorías: los itinera, o caminos para
peatones; los actus, o caminos por donde sólo
podía pasar un carro, y las viae propiamente
dichas, en las que podían cruzarse dos carros o ir
a la par. Entre las innumerables calles de Roma
sólo dos merecían el nombre de via dentro de
los límites de la muralla republicana, la via Sacra
y la via Nova, que atravesaban y recorrían el foro
y cuya insignificancia todavía nos sorprende. Entre
las puertas de la muralla y los límites de las
catorce regiones, sólo una veintena merecían
tal apelación; eran rutas que partían de Roma hacia
las distintas regiones de Italia: la via Appia, la via
Latina, la via de Ostia, la via Labicana, etc.
Oscilan entre los 4,80 y los 6,50 metros de ancho,
lo que prueba que no habían mejorado mucho
desde la época de las Doce Tablas, donde se
establecía una anchura máxima de 16 pies, o lo
que es igual, 4,80 metros. El resto de las calles de
la ciudad, o vid, no alcanzaban siquiera esta
anchura mínima; muchas de ellas eran en realidad
simples pasajes —angiportus— o senderos
—semi-tae—, para los que se establecía una
anchura de 10 pies (2,90 m.) a fin de que sus
habitantes pudieran construir balcones 46. Al
inconveniente de su estrechez se sumaba su
disposición zigzagueante, ya que subían y bajaban
a lo largo de las marcadas pendientes de las «siete
colinas» —de aquí el nombre de «rampas» o clivi
que reciben muchas de ellas: clivus Capitolinas,
clivus Argentarius, etc. Por último, las calles
romanas eran generalmente lodazales sembrados
de desperdicios que los vecinos arrojaban desde
las insulae 47, de modo que no estaban ni lo
limpias que César había ordenado según la ley
postuma ni, como él deseara, provistas de aceras y
pavimentadas.

Repasemos el célebre texto grabado en bronce en


la tabla de Heraclio. En un tono conminatorio,
César insta a los propietarios de los edificios que
bordean la vía pública a que limpien la zona
correspondiente a sus muros y su puerta principal,
y al edil encargado de la jurisdicción del barrio,
a paliar eventuales carencias encargando esta tarea
a un licita-dor elegido en concurso público, al que
habría de pagársele un precio fijado de antemano
en pública subasta. Advierte a aquellos que
transgredieran la ley, que serían sancionados a
pagar la cuantía de estas prestaciones más un
recargo de la mitad de la multa a la menor demora.
La orden es imperativa y la sanción despiadada;
pero, por ingenioso que nos parezca este
mecanismo jurídico, el procedimiento entrañaba
demoras —de al menos diez días— que la mayoría
de las veces lo hacían ineficaz. Creemos que
hubiera sido más práctico encargar directamente
las tareas de limpieza a un edil, a su vez encargado
de reclutar las cuadrillas de barrenderos y
basureros necesarias. Pero no creemos que fuese
así, ya que la sola idea de que el Estado, en
determinadas circunstancias, asumiera las
responsabilidades de los particulares, era
impensable en un romano, aunque estuviera dotado
de talento como Julio César. Por todo ello, al
carecer de los servicios apropiados, los
magistrados nunca fueron capaces de garantizar, a
pesar de su vigilancia y su celo, las mismas
condiciones de higiene en las calles de la Roma
imperial que hoy vemos en las nuestras.

A mi juicio, tampoco supieron dotar a todas las


calles de la ciudad de aceras (margines,
crepidines) y empedrado (ster-nendae viae), tal
como César había dispuesto.

Los arqueólogos que opinan lo contrario se


remiten al empedrado de todas las calzadas
romanas; sin embargo, olvidan que el adoquinado
de la via Appia se llevó a cabo en el año 312 a.
C., sesenta y cinco años antes de que, sobre
el antiguo Clivus Publicius, quedara dentro de los
límites de la muralla republicana 48. O bien se
apoyan una vez más en el ejemplo de Pompeya,
olvidando que no podemos comparar a la Urbs
con una ciudad de recreo; ni sus vid ni sus
insulae tenían las mismas características. Si las
calles de la Roma imperial hubieran estado
empedradas, el pretor de los Flavios que cita
Marcial no se hubiera «llenado de fango» al
recorrerlas 49; y Juvenal tampoco se hubiera
quedado «pegado». En cuanto a las aceras, es
imposible que aquellas calles invadidas por la
marea creciente de puestos y tenderetes las
tuvieran antes del edicto de Domiciano al que se
alude en un epigrama: «Gracias a él, ya no se ven
pilares rodeados de botellas atadas. Ya no hay
figoneros rodando por la vía pública. Los
barberos, taberneros, asadores o carniceros ahora
se instalan en su propio umbral. Por fin existe
Roma donde antes sólo existía una inmensa
tienda.» 50

Pero, ¿tuvo el mencionado edicto un efecto


duradero? No deberíamos poner la mano en el
fuego. No obstante, si la voluntad de un emperador
despótico no consiguió la retirada de los puestos
callejeros durante el día, ésta se producía de modo
natural al anochecer. En efecto, ésta es una de las
características que diferencia a la Roma imperial
de la mayoría de las ciudades contemporáneas. En
las noches sin luna, las calles quedaban sumidas
en la más profunda oscuridad. No había lámparas
de aceite o antorchas colgadas en los muros 51; ni
tampoco farolas en los dinteles de las puertas; sólo
de vez en cuando se veían las luces que
señalaban la celebración de una fiesta espontánea,
o que anunciaban la alegría colectiva ante algún
suceso extraordinario, como el resplandor de la
ciudad la noche en que Cicerón la liberó de la
plaga catilinaria. En los días normales, la noche
caía sobre la ciudad como la sombra de un peligro
difuso, solapado, temible. Todos se metían en sus
casas, se encerraban y atrancaban las puertas; las
tiendas quedaban silenciosas y los cerrojos se
corrían sobre los batientes; los postigos de las
ventanas se cerraban y se retiraban las macetas
que por el día las adornaban 52.

Cuando los ciudadanos ricos se veían obligados a


salir, iban acompañados por esclavos que
llevaban antorchas para iluminar y proteger su
camino. Los demás sólo cantaban con las rondas
de los sebaciaria, o cuadrillas de vigilantes
nocturnos provistos de antorchas, que recorrían el
sector, por otra parte demasiado extenso,
correspondiente a las dos regiones cuya
organización territorial dependía de las siete
cohortes. Por ello siempre que se aventuraban a
salir lo hacían con una vaga aprensión y cierto
recelo. Según Juvenal, era exponerse a ser tachado
de negligente por salir sin haber hecho
previamente testamento. Y si creemos que el
satírico se excede al decir que la Roma de su
tiempo era menos segura que el bosque Gallinaria
y las Marismas Pontinas 53, no tenemos más que
hojear el Digesta y subrayar los párrafos en los
que el prefecto de los Vigiles promete vengarse de
los asesinos (sicarii), atracadores (effractores) y
agresores de toda índole (raptores) que abundan en
la ciudad, para terminar diciendo que en sus
tenebrosos vid, donde, en la época de Sila,
Roscius de Ameria fue asesinado al salir de una
cena, «muchas desventuras había que temer». Pero
sin llegar a trágicos desenlaces, había otros
peligros que acechaban al transeúnte, ya que podía
resultar «infectado cuando se abría una ventana
tras la que la gente aún no dormía». Lo mínimo
que podía ocurrir era lo que les sucede a los
personajes de la novela de Petronio que, tras dejar
la mesa de Trimalción bebidos y a altas horas de
la noche, se ponen en camino sin antorcha por un
laberinto de calles sin indicaciones ni iluminación
y no logran encontrar su casa hasta que amanece.

El tránsito se regía por la misma oposición de día


y noche. Durante el día había una intensa
animación, un bullicio desenfrenado, un estrépito
infernal. Las tabernae se pueblan nada más abrirse
y sacan sus puestos a la calle. Los barberos afeitan
a sus clientes en mitad de la calzada. Los
buhoneros del Trastevere intercambian sus cajas
de pajuelas por abalorios. Más allá, los figoneros,
enronquecidos a fuerza de gritar a una clientela
que les ignora, preparan sus humeantes salchichas
a la vista del público. Los maestros de escuela
y sus alumnos se desgañitan. De pronto un
coleccionista deja caer sobre una tabla mugrienta
unas monedas con la efigie de Nerón; más allá, un
batidor de polvo de oro golpea violentamente con
un martillo la piedra desgastada; en un cruce, un
círculo de curiosos observa asombrado a un
encantador de serpientes. Por todas partes
resuenan los martillos de los caldereros; las
temblorosas voces de los mendigos, invocando a
la diosa Bellona o relatando sus azarosos
infortunios, tratan de ganar la compasión de los
transeúntes. Estos fluyen por las calles como una
marea creciente que aijfasa los obstáculos
encontrados a su paso. Por indignas callejuelas
como las de un pueblucho todo el mundo va y
viene, por la sombra o a pleno sol, grita, se
comprime, se empuja 55; quince siglos antes de que
Boileau agudizara su verbo para satirizar sobre los
colapsos de París, Juvenal ya satirizaba sobre los
que se producían en la vieja Roma.

Podríamos creer que al llegar la noche estas


aglomeradones cesaban para dar paso a un
silencio miedoso y a una paz sepulcral; sin
embargo, se sustituían por un trasiego distinto. Una
vez refugiados los ciudadanos en sus casas,
empezaban a desfilar, siguiendo las disposiciones
de César, las bestias de carga, los carreteros y los
convoyes de provisiones. El dictador había
comprendido que la circulación diurna de estos
vehículos por unos vici accidentados, estrechos y
muy transitados, si bien era imprescindible para
atender las necesidades de la población, constituía
un peligro permanente para los ciudadanos y un
engorro para la ciudad. De aquí las medidas
radicales que tomó y que conocemos como su ley
postuma. Desde la salida del sol hasta el
anochecer, no se permitía el tránsito de carros por
las calles de la Urbs. Los vehículos que no
hubieran podido retirarse antes del alba, debían
permanecer vacíos y estacionados. Sólo había
cuatro excepciones a esta regla inflexible. Las tres
primeras hacían referencia a ocasiones
excepcionales: en los días de ceremonias
solemnes, se permitía el tránsito de los carros de
las Vestales, del Sumo Oficiante y de los
Flamines; los días en que se celebraba un triunfo,
a los carros necesarios para conmemorar la
victoria; y los días de juegos públicos, a los
vehículos que requería esta celebración oficial. La
cuarta es una excepción a perpetuidad, y alude a
los carros de los constructores encargados de
demoler una vivienda en mal estado para
reconstruirla más habitable y bella. Luera de estos
casos, claramente especificados, durante el día
sólo circulaban por la Roma antigua los peatones,
los jinetes y los ciudadanos que poseían literas o
sillas portátiles; de modo que, ya se tratase de la
celebración de un humilde funeral nocturno, o de
un funeral a plena luz del día, precedido por el
sonar de flautas y trompas y seguido de una larga
fila de parientes, amigos y plañideras (praeficae),
el difunto, en unos casos dentro de un lujoso ataúd
(capulum) y en otros en una caja alquilada
(sandapila), era trasladado para su entierro o
incineración en unas parihuelas que llevaban los
ves-pillones 56. Sin embargo, al llegar la noche
comenzaba un incesante trasiego de carros que
llenaba la ciudad con su estruendo.

Sería un error creer que la legislación de César no


le sobrevivió, que los ciudadanos, más tarde o más
temprano, infringieron las draconianas
disposiciones a su antojo y conveniencia. La férrea
mano del dictador proyectó su sombra sobre los
siglos venideros; los emperadores que le
sucedieron no libraron a los romanos de las duras
reglas a las que se les había sometido en interés de
la colectividad. Al contrario, a fuerza de
imponerlas, las consagraron y las reforzaron.
Claudio extendió estas normas a todos los
municipios italianos; Marco Aurelio, a todas las
ciudades del imperio, fuera cual fuere su estatuto
municipal; y, entretanto, Adriano limitó el número
de vehículos de tiro y reguló el peso de la carga de
las carretas que entraban en la ciudad 57. Quizá por
esto, los escritores tanto de finales del siglo
I como del siglo II de nuestra era, nos describen la
imagen de una Roma siempre custodiada por la
sombra de Julio César.

En los textos de Marcial, es durante la noche


cuando los vehículos estremecen las insulae con el
traqueteo de sus ruedas; o cuando en el Tiber se
oye el jadear de los cargadores y los sirgadores 58.
Juvenal nos dice que el incesante tránsito y el
murmullo continuo de las voces condenan a los
romanos a un insomnio sin remisión. «¿En qué
casa alquilada es posible dormir? El paso de los
carros al girar por las callejuelas y los juramentos
de los carreteros cuando se quedan atascados
quitarían el sueño al mismísimo
emperador Claudio y los becerros marinos.» Y en
la insoportable prisa cotidiana, contra la cual
clama el poeta, lo que percibimos por encima del
ruidoso tropel ciudadano es «el balanceo de una
litera liburniana». Juvenal, al andar, se ve
empujado por una barahúnda que va cobrando
fuerzas. La multitud que le precede obstaculiza su
marcha. La que le sigue viene empujando. Uno le
da con el codo; otro con una vigueta; un tercero le
da en la cabeza con una metreta —una vasija con
una capacidad de treinta y nueve litros. Más tarde,
un ancho zapato le aplasta el pie; un clavo de
soldado se le hinca en un dedo, y su túnica, zurcida
recientemente, queda hecha jirones. De repente
cunde el pánico. Aparece una carreta, sobre la que
oscila una viga larga; a continuación otra que
transporta un abeto, y otra más con mármol de
Liguria. «Si se rompiera el eje y esta masa
perdiera el equilibrio y se derrumbara sobre los
transeúntes, ¿qué es lo que quedaría de sus pobres
cuerpos triturados?» 59

En conclusión, podemos decir que, bajo el poder


de los emperadores Flavios y de Trajano,
aproximadamente un siglo y medio después de la
publicación de las leyes de Julio César, los únicos
vehículos que de día circulaban por Roma eran los
de los constructores. La ley del emperador
muerto seguía viva, y esta persistencia en sus
normas marca la originalidad que hace de la Roma
imperial una ciudad única entre todas las ciudades
de la historia. La JJrbs logra armonizar los
aspectos más contradictorios; se adapta de
manera natural a las más diversas formas del
pasado y del presente, y esta perfecta conjunción
de elementos tan dispares es lo que hace de ella
una ciudad incomparable. Por otra parte, sus
frágiles y arrogantes casas carecían tanto del lujo
extravagante de las viviendas de la modernidad
como de la ridicula y ordinaria incomodidad
medieval. Pero lo que más nos desconcierta en
ellas son sus calles. Parece que tomaran prestadas
las escenas habituales en los zocos de cualquier
bazar oriental. Son multitudinarias, bulliciosas,
hormigueantes y abigarradas, semejantes en todo a
las callejuelas próximas a la plaza Djemaa Elfna
de Marrakech, sumidas en una confusión
incompatible con nuestra idea de civilización. Y,
sin embargo, de pronto se impone en ellas, para
transformarlas como si las mirásemos a través de
un filtro, un orden imperioso y lógico decretado
por un dictador y mantenido durante generaciones,
como una señal de la disciplina con la que el
pueblo romano suplió las carencias de su técnica;
un orden que el mundo occidental de hoy,
oprimido por la multiplicación de sus hallazgos y
la complejidad de su desarrollo, pretende imponer
de nuevo en pro de su bienestar.

SECCIÓN SEGUNDA
EL MEDIO MORAL

AL igual que la ciudad, la sociedad que la


puebla en el siglo II está plagada de
asombrosos contrastes. Su estructura es, a
la vez, rigurosamente jerárquica y
francamente igualitaria, quizá debido a que,
entre una aristocracia acaudalada y las
masas plebeyas, se fue interponiendo una
neutra clase media. La evolución de la
familia romana fue desde el más estricto
formalismo hasta el liberalismo
más extremo. Su conciencia, imbuida por la
dignidad de la cultura, pero sin una base
moral sólida, oscila entre los imperativos de
las doctrinas ascéticas y el libertinaje de una
injuriosa falta de moralidad; desde la actitud
negativa de un escepticismo egoísta hasta la
vehemencia y los anhelos místicos. Sus
personajes más relevantes muestran las más
nobles virtudes y los vicios más abyectos. Así
como el dios Jano exhibe sus dos caras, la
Roma de Trajano nos ofrece tanto la imagen
de una sucia sentina por donde la
antigüedad comienza a hundirse como la de
un sublime refugio de los más nobles
ideales, aquellos que habrían de regenerar a
la civilización.

CAPÍTULO III

LA SOCIEDAD: SUS CASTAS Y EL

PODER DEL DINERO

Jerarquía igualitaria y cosmopolitismo

A primera vista, la romana es una sociedad que


levanta toda clase de barreras y compartimentos.
En principio, los hombres nacidos libres,
losingenui, bien fueran ciudadanos de Roma o de
cualquier otro lugar del Imperio, eran radicalmente
superiores por su origen a la gran multitud de
esclavos, ganado con rostro humano carente de
derechos y personalidad, custodiado como un
rebaño por el amo y, como un rebaño, entendido
más como un conjunto de cosas que como un grupo
de seres humanos: res mancipi. Pero también en
los hombres libres debemos distinguir entre
los ciudadanos protegidos por la ley y los que
están sometidos a ella. Por último, la ciudadanía
romana se jerarquiza según una escala de valores
determinada por el nivel de su fortuna.

En la base de la escala se sitúan los humildes


(humilio-res), la plebe, gente sencilla que no tiene
capital y a la que, en ciudades como Bithynia y en
los tiempos en que Plinio el Joven era legado de
Trajano en aquella ciudad, se le negaba cualquier
cargo municipal. En la Urbs, a la menor
infracción, se exponían a ser enviados a las minas
(ad meta-lia), a los leones del anfiteatro o a la
crucifixión. Por encima de ellos estaban los
ciudadanos «de bien», los konestiores o burgueses
de aquel tiempo, para los que poseer al
menos 5.000 sestercios significaba asegurarse un
lugar respetable en la escala social y, en caso de
delito grave, un castigo más suave y menos
humillante: destierro, confinamiento o
confiscación. Estos, a su vez, se subdividían en
varias categorías. En primer lugar la ínfima y más
numerosa, que al parecer no merecía el rango de
ordo y no tenía posibilidad alguna de servir al
Estado, es decir, de ejercer la menor parcela
de poder público. A continuación, y dentro ya del
concepto de ordo, la clase ecuestre, cuyos
miembros poseían como mínimo 400.000
sestercios y que, después de ganarse la confianza
del emperador, recibían el mando de sus tropas
auxiliares y un determinado número de funciones
civiles que les estaban reservadas: el cargo de
procurador territorial y fiscal; el de gobernador de
provincias de segunda categoría, como las de los
Alpes y Mauritania; desde Adriano, la dirección
de distintos puestos del gabinete imperial; y
desde Augusto, todas las prefecturas, exceptuando
la de la Urbs. Y ya en lo más alto de la escala se
situaba el ordo senatorial, cuyos miembros, con
una fortuna superior al millón de sestercios, se
convertían, cuando el emperador así lo estipulaba,
en los jefes de sus legiones, en los legados y
procónsules de las provincias más relevantes, en
administradores de los principales servicios de
Roma o en sumos sacerdotes de los cultos
oficiales. Entre los privilegiados había
diferentes niveles, determinados por una estricta
jerarquía; y para que las diferencias resultaran más
notorias, Adriano establecerá para cada uno de
ellos un título nobiliario propio de cada función:
el título de hombre distinguido (vir egregius)
para los procuradores; hombre perfectísimo (vir
perfectissimus) para los prefectos; a los pretores
les concede el título de eminentes (vir
eminentissimus), más tarde utilizado por la Iglesia
para designar a los cardenales; y, por fin, el de
ilustrísi-mo (vir clarissimus) para los senadores y
sus hijos.

Este preciso y rígido sistema, compartimentado de


un modo que anuncia el complicado sistema de
Pedro el Grande y los distintos grados
establecidos en el ejército y la Legión de Honor
por Napoleón, creó en Roma una
pirámide gradual, poblada por oficiales y
funcionarios, en cuyo vértice dominaba la
incomparable dignidad del princeps.

En su sentido etimológico, el príncipe no es más


que el «primero», la personalidad que está por
encima del Senado y del Pueblo. Pero en la
realidad romana esta primacía implicaba una
diferencia, no de grado sino de naturaleza, entre su
persona y el resto de la humanidad. El emperador
era la encarnación de la ley y el depositario de los
auspicios divinos, el ser humano más próximo a
los dioses, el que ha sido enviado por ellos y que
a ellos ha de volver cuando, tras su muerte, a
través de la ceremonia de apoteosis, el sagrado
carácter de Augusto le despoje de la condición de
mortal. Incluso Trajano, quien negaba con desdén
el doble título de señor y dios (dominus et deus)
impuesto por Domiciano, no pudo sustraerse al
culto que se hacía en su persona a la figura del
emperador y que servía de vínculo entre los
distintos pueblos que, desde Oriente a Occidente,
formaban parte del Imperio universal (orbis
romanus); también él hubo de aceptar que sus
decisiones fuesen calificadas de «divinas» por
aquellos a los que colmaba en sus deseos. De este
modo, en un primer momento Roma se nos muestra
como un mundo inmovilizado por el peso de una
autocracia teocrática, dividido en compartimentos
de una organización inflexible.

Pero cuando profundizamos, nos damos cuenta de


que estos compartimentos que la dividen no son,
en absoluto, inamovibles; existen poderosas
corrientes igualitarias que ventilan esta gran
pirámide, que trasladan y renuevan los elementos
de una sociedad a la que ordenan de un modo
flexible. La casa imperial también hubo de ceder
ante el empuje de las nuevas corrientes. Al morir
Nerón, último representante de la familia Julia, el
principado ya no volvió a ser el infantazgo de una
raza predestinada. Con el fulgor de las espadas de
la guerra civil del año 69, los «arcanos»
del Imperio, por citar palabras de Tácito, se
rebelaron. La suerte del pueblo romano ya no
dependía del carácter divino de César o de
Augusto, sino de la unidad de las legiones. Ves-
pasiano, en su puesto de legado en Oriente, fue
investido de poder supremo ante la aclamación de
sus tropas; Trajano, siendo legado en Germania, lo
fue también por el temor que inspiraba en su
ejército y la confianza y respeto que destilaba su
persona. Ambos lograron la dignidad de
«divinos» después de ganarse el mando del
Imperio; sin embargo, Caligula, Claudio o Nerón
llegaron a emperadores gracias al divino carácter
de su dinastía. Los legionarios que proclamaron a
Vespasiano, o los senadores que obligaron a
Nerva a conceder a Trajano el título de general de
las fronteras de Renania, llevaron a cabo una
verdadera revolución, después de la cual cualquier
jefe del ejército, lo mismo que más tarde un
humilde cabo francés escondería en la funda de su
espada un bastón de mariscal, podía aspirar a
llevar un día la corona si daba pruebas de ser el
mejor militar romano.

Así pues, no debe sorprendernos que las nociones


de mérito y ascenso, por primera vez aplicadas a
la soberanía imperial, se extendieran y circularan
por toda la sociedad romana para revitalizarla y
rejuvenecerla. Gracias a ellas se estableció la
comunicación entre el poder y las distintas clases
sociales; éstas, a su vez, se acercaron entre sí y, en
algunos casos, llegaron a fundirse. A medida que
el ius gentium, es decir, el derecho de los
extranjeros, se va moldeando según el ius civile
(derecho de los ciudadanos romanos) y a su vez el
ius civile, influido por la filosofía, tiende a
fundamentarse en el derecho natural, ius naturale,
se acorta la distancia entre el romano y el
extranjero, entre los ciudadanos nacidos en la
Urbs y los emigrantes de todas las provincias del
Imperio. De un modo casi constante, se producen
manumisiones individuales y naturalizaciones
masivas que se extienden lo mismo a las tropas
auxiliares desmovilizadas, que a una colectividad
ciudadana extranjera que de este modo se
transforma en colonia honoraria. Nunca antes la
Urbs había tenido un carácter tan cosmopolita. Sea
cual fuere el plano social en el que estuvieran
integrados, los romanos se ven invadidos, no sólo
por la marea de inmigración peninsular, sino por
una continua afluencia de súbditos llegados de
todos los rincones del Imperio, con su propio
idioma, sus costumbres y sus supersticiones.

Juvenal se rebela contra la torrencial corriente de


lodo que, por el río Orontes, viene a desembocar
al Tiber. Pero los sirios, a los que él despreciaba,
tomaban en cuanto podían el estado civil y los
hábitos de los ciudadanos romanos; por otra parte,
los mismos que expresaban abiertamente su
xenofobia, en mayor o menor grado también eran
extranjeros que querían defenderse de los nuevos
intrusos. Sin ir más lejos, Juvenal no era más que
un emigrante de Campania, un hérnico
naturalizado. En su casa de la calle del Peral,
Marcial suspira por Bilbilis, su patria chica.
Plinio el Joven, ya estuviera en Roma, en su villa
laurentina o en su propiedad de la Toscana, seguía
siéndole fiel a su Cisalpina natal, a aquella Como
lejana, presente en su corazón, que describió y
embelleció con prodigalidad. En la Curia de aquel
tiempo había senadores llegados de la Galia, de
His-pania, de Africa y de Asia; los emperadores
romanos procedían de ciudades o aldeas situadas
más allá de montes y mares, eran antiguos
extranjeros en su día naturalizados. Trajano y
Adriano procedían de Itálica, en la Bética. Su
sucesor, Antonino Pío, había nacido en el seno de
una familia acomodada de Nimes, en la Galia
narbonesa. Y, a finales del siglo II, veremos
repartirse el mando del Imperio entre el César
Clodius Albinus, nacido en Adrumetum (Susa), y
el augusto Septimio Severo, originario de Leptis
Magna, en Tri-politania, quien, según cuenta su
biógrafo, no logró nunca disimular su acento
púnico. Así pues, la Roma de los An-toninos es la
encrucijada en la que se encontraron el
pueblo romano y los pueblos a los que las antiguas
leyes y los prejuicios étnicos hacían inferiores; es
el crisol donde, a pesar de sus leyes, estos pueblos
se fundían y se completaban entre sí. O podemos
decir que Roma fue la Babel de su época, pero una
Babel en la que todos los individuos, mejor
que peor, aprendieron a hablar y a pensar en latín
*.
La esclavitud y las manumisiones

La progresiva clemencia de la legislación romana


llegó hasta tal punto que, en el siglo II, todos los
ciudadanos, incluidos los esclavos, alcanzaron el
rango de ingenui. Su sentido práctico de la vida y
el poso humanitario de sus almas campesinas,
nunca les permitieron tratar con crueldad a
sus esclavos, los serví. Los cuidaban como Catón
cuidaba a sus animales de tiro. Por lejos que nos
remontemos en su historia observamos que, para
estimular sus esfuerzos, les recompensaban con
primas o salarios que, de ordinario, el mismo amo
guardaba en concepto de peculio para comprar
su libertad. Salvo algunas excepciones, la
esclavitud en Roma nunca fue intolerable ni eterna;
pero fue quizá bajo el mandato de los Antoninos
cuando más fácil fue de romper.

Ya en el último siglo de la República, el esclavo


empezó a ser tratado como un ser dotado de alma;
por lo general, eran admitidos entre los
ciudadanos libres en las ceremonias de sus cultos.
En Minturnas, por ejemplo, a partir del año 70 a.
C. las ceremonias en el santuario de Spes, la diosa
de la Esperanza, estaban oficiadas tanto por
magistri esclavos como por magistri libres e
ingenui. Más tarde, debido al enriquecimiento
espiritual de la cultura y a la influencia de
las filosofías altruistas, los esclavos fueron
ganando terreno en el hogar de los dioses. En el
primer siglo de nuestra era, los epitafios de los
esclavos muestran abiertamente la invocación de
éstos a sus manes; en el siglo II, los colegios
funerarios y místicos, como el que se creó en el
año 133 de nuestra era en Lanuvium, consagrado a
Diana y Antinoo, reúnen en fraternal asociación a
hombres libres, libertos y esclavos, quienes se
comprometen, en caso de ser liberados, a regalar
un ánfora de vino a los miembros de la cofradía.
Es de suponer que la ley seguía un desarrollo
paralelo. A comienzos del Imperio, una ley
bautizada como lex Petronia prohibía que el amo
enviara a un esclavo a las fieras sin antes someter
el caso a juicio. Hacia la mitad del siglo I,
un edicto del emperador Claudio ordenaba la
liberación legal y de hecho de los esclavos que,
por enfermedad o invalidez, el amo hubiera
abandonado. Poco después, un edicto de Nerón,
probablemente redactado a petición de Séneca,
quien durante toda su vida reivindicó para los
esclavos la dignidad de hombres, ordenaba al
prefecto de la ciudad que atendiera e instruyera las
causas en las que los esclavos se quejaban de la
injusticia de sus amos. En el año 83, una
resolución del Senado aprobada por Domiciano
prohibía la castración de los esclavos e imponía
como sanción la confiscación de la mitad de los
bienes para los amos que burlaran la ley. En
el siglo II, Adriano aumentó la sanción por este
crimen, por él declarado como crimen capital, y
presentó al Senado dos decretos inspirados en la
misma ideología humanitaria: uno prohibía a los
amos la venta de esclavos tanto al leño como al
lanista, es decir, tanto al proxeneta como al
preparador de combates de gladiadores; el otro
subordinaba la ejecución de las condenas
pronunciadas por el amo sobre sus esclavos a su
revisión por el prefecto de los Vigiles. Hacia
la mitad del siglo, Antonino Pío llevó esta
evolución humanitaria hasta sus últimas
consecuencias, al considerar delito de homicidio
cualquier condena a muerte de un esclavo por
orden exclusiva de su amo.

La legislación de esta época reflejó, cuando no


favoreció, la flexibilidad en el trato de la
esclavitud. Juvenal fustiga con su látigo satírico al
avaro amo que escatima la comida de sus
esclavos, al jugador favorecido por la fortuna que
permite que los suyos tiriten bajo raídas túnicas, a
la mujer frívola que, al menor retraso de sus
recaderos o a la mínima torpeza de sus sirvientas,
se enfurece, vocifera y blande a diestro y siniestro
el látigo o el vergajo. La indignación que muestra
el poeta es también la de la mayoría de los
romanos, horrorizados ante un personaje como
Rutilus, cuya ferocidad tan acertadamente supo
plasmar el autor 2. En esta época, el amo se
limitaba a azotar a sus esclavos, tal como hacía
Marcial cuando su cocinero no tenía preparada la
comida. Esto no era óbice para que los cuidasen,
los amasen e, incluso, llorasen sus desgracias o su
muerte 3. En las casas importantes, donde el
elevado número de esclavos hacía que cada uno
tuviera su especialidad, e incluso alguno de
ellos, como el pedagogo, el médico o el lector
poseían una profunda formación, el esclavo era
tratado como un hombre libre. ¡Con qué buen
criterio Plinio el Joven se niega a que su primo
Paternus elija a sus esclavos en el mercado!
¡Con qué solicitud vela por su salud, hasta el punto
de pagar los gastos de largos y costosos viajes, ya
sea a Egipto o a la llanura provenzal de Fréjus, a
fin de que se restablezcan! ¡Con qué devoción se
somete a sus deseos y obedece sus consejos y sus
órdenes! ¡Qué seguro está de su lealtad cuando no
necesita de la fuerza para mantener su celo, cuando
está convencido de que, por agradar más a su amo,
atenderán con toda atención al pariente que sin
avisar entra en la casa! En la casa de los amigos
de Plinio observamos la misma actitud confiada,
casi podríamos decir familiar. Cuando el viejo
senador Corellius Rufus guarda reposo por
enfermedad, le gusta que sus esclavos favoritos le
hagan compañía; y si un recado urgente le obliga a
verse privado de cualquiera de ellos, ruega a su
mujer que salga con él. Plinio el Joven aún iba
más lejos en su benevolencia, ya que solía
conversar con sus esclavos o, cuando vivía en el
campo, invitaba a los más instruidos a mantener
doctas discusiones durante el paseo que daban
después de la cena. Los esclavos, por su
parte, también mostraban una gran deferencia para
con los buenos amos. El estupor que muestra
Plinio al enterarse de que el senador Larcius
Macedo había sido atacado por algunos de sus
esclavos 4, demuestra lo inaudito de estas acciones
criminales; desgraciadamente, los cuidados que le
prodigaron los esclavos más fieles resultaron
inútiles. Esto demuestra que, en las casas donde se
trataba duramente a los esclavos, éstos pagaban a
su amo con la misma moneda. Un griego que vivió
en Roma a mediados del siglo II se asombraba
del acercamiento que se había producido entre
esclavos y hombres libres, un acercamiento que
incluso se traducía en la similitud de sus
vestimentas; pues en Roma, según observa Apiano
en la época de Antonino Pío, el esclavo y el
hombre libre ya no se distinguen por su aspecto
externo, salvo en el caso en que un amo deba
vestir la toga pretexta de los magistrados. Apiano
subraya esta afirmación con otra observación que
parece sorprenderle: una vez liberado un esclavo,
vive en un plano de absoluta igualdad con los
ciudadanos 5.

En efecto, de todo el mundo antiguo sólo la Urbs


se puede honrar de haber abierto sus puertas a los
parias. Es cierto que el liberto no podía aspirar en
principio a realizar un oficio u ocupar una
magistratura; aún seguía ligado a su antiguo amo,
al que ahora llamaba protector (patronus),
bien porque le seguía prestando algún servicio,
porque tenía con él alguna deuda y, sobre todo, por
el deber de un respeto casi filial: el obsequium.
No obstante, a partir de que su liberación o
manumissio había sido legalmente
establecida, bien ante el pretor en un proceso
simulado de reivindicación, per vindictam, bien
por llevar un lustro inscritos en los registros de los
censores (censu), o bien, como
ocurría generalmente, en virtud de una cláusula
testamentaria (testamento), el esclavo obtenía, por
la gracia de su amo vivo o muerto, el nombre y la
dignidad de ciudadano romano. A la tercera
generación su descendencia ya podía ejercer
plenamente todos los derechos políticos de
cualquier hombre libre. Por otra parte, el
formalismo de las manumisiones se hizo más
relajado con el tiempo; la práctica hizo que, a
pesar de las leyes, se sustituyeran los antiguos
procedimientos de liberación por otros más
simples y expeditivos: el esclavo podía conseguir
la manumisión por medio de una simple carta del
amo o por su declaración verbal ante un grupo
de invitados en el curso de un festín. Esto dio lugar
a una moda que terminó por imponerse: al parecer,
los amos, para alardear de su benevolencia,
empezaron a multiplicar las liberaciones. El
ejemplo cundió de tal modo que
Augusto, preocupado ante tanta prodigalidad, tuvo
que establecer un sistema que frenara los abusos.
Fijó una edad mínima y máxima, dieciocho y
treinta años, por debajo y sobre la cual ningún
individuo podía ser liberado. Reguló las
manumisiones testamentarias —con mucho las más
numerosas desde el punto de vista legal— según
un baremo que, dependiendo del número de
esclavos que el amo poseyera, establecía cuántos
podían ser liberados, y ponía el límite máximo en
cien.

Finalmente, creó una categoría de semiciudadanos


a los que llamó Latini Juniani, protegidos
únicamente por los derechos expresados en el ius
Latii. Con este sistema, los esclavos a los que el
amo había liberado violando las leyes vigentes o
apartándose de las modalidades estrictamente
legales, quedaron relegados a la categoría de
individuos con naturalización parcial y se vieron
gravados por una incapacidad testamentaria activa
y pasiva. Pero la costumbre, más fuerte que la
voluntad de Augusto, fue minando su
propia legislación. Para paliar el progresivo
descenso de la natalidad, no tuvo más remedio que
conceder la ciudadanía de pleno derecho a los
Latini Juniani cabeza de familia. Más
tarde Tiberio, para estimular al alistamiento en sus
cohortes, hubo de hacer la misma concesión a los
antiguos vigiles. Tiempo después, Claudio la hizo
extensiva a los libertos de ambos sexos que
empleaban su capital en la construcción de
barcos cargueros; Nerón, a los que invertían en la
construcción de edificios, y Trajano, a aquellos
que con su dinero ponían panaderías. Finalmente,
todos los emperadores, por indulgencia para con
sus propios liberti y los de sus amigos,
consintieron en borrar los últimos vestigios de su
condición servil y en aceptarlos como ciudadanos
integrados en un ordo, bien otorgándoles la
categoría de ingenui por medio de la nata-lium
restitutio, bien poniéndoles en el dedo el anillo de
oro del ordo ecuestre. De este modo, en la época
en que nos situamos, las numerosísimas
manumisiones pusieron a los esclavos en una
situación de plena igualdad de derechos con los
demás ciudadanos; les proporcionaron la
oportunidad de alcanzar un puesto digno en la
sociedad y de hacer fortuna, y les permitieron, tal
como nos muestra la historia de Tri-malción,
llegar a ser dueños a su vez de numerosos
esclavos.

Así pues, es lógico que la primera impresión del


epigrafista que recorre las ruinas romanas sea la
del predominio de una ciudadanía de esclavos y
libertos, tanto en la vida de la Roma imperial
como en las inscripciones de aquel tiempo, que
tres de cada cuatro veces sólo les mencionan a
ellos. En un artículo notable por la abundancia y
precisión de los datos estadísticos, Tenney Frank
no tiene problemas en demostrar que, si bien la
mavoría de los nombres escritos traicionan por sus
consonantes los orígenes greco-orientales de los
esclavos de la Urbs, al menos el ochenta por
ciento de la población romana estuvo constituida
por antiguos esclavos liberados en fechas más o
menos recientes 6. A primera vista quedamos
seducidos ante el proceso de constante integración
de la esclavitud, tanto en una sociedad romana a
la que continuamente alimenta con ingredientes
nuevos como, en general, al universo romano, en
cuyos últimos rincones se integra aportando savia
nueva. Todo ello hace que veamos en la Roma de
los Antoninos a una sociedad justa y libre, es
decir, un ejemplo de perfecta democracia.

Confusión de valores sociales

Desgraciadamente, es imposible no percibir


también los tonos grises que ensombrecían el
cuadro de la sociedad de entonces. En una ciudad
donde, en tiempos del principado de Nerva, sólo
quedaban la mitad de las familias censadas treinta
y cinco años antes, es decir, en el año 65, y
donde treinta años después sólo permanecía una de
las cuarenta y cinco familias patricias instauradas
ciento setenta y cinco años antes por Julio César,
era importante que un flujo permanente de sangre
nueva manara, como una poderosa savia, de las
capas más humildes de la población para nutrir y
reconstituir a la clase privilegiada. Pero el hecho
de que esta transfusión se realizara casi
exclusivamente desde el mismo corazón de las
masas serviles, constituía en ese momento
una inevitable adulteración y un peligro
permanente para el futuro desarrollo social.

En efecto, para que una población humilde fuera


capaz de subsanar el debilitamiento de las clases
superiores, era necesario que, a su vez, ella
también fuera renovada con nuevos aportes
sanguíneos. Sin embargo, las conquistas de Tra-
jano, especialmente la segunda campaña contra los
dacios en la que, según testimonio de su médico
Gritón, el ejército romano obtuvo 50.000
prisioneros después vendidos en subasta 7, fueron
las últimas victorias del Imperio saldadas sin
importantes pérdidas humanas. Después de los dos
principados, gloriosamente pacíficos, de Adriano
y Antonino Pío, con Marco Aurelio llegaría una
época marcada por unas victorias logradas a muy
alto precio, una resistencia a costa de la
extenuación y, finalmente, unas invasiones y
derrotas que agotarían la fuente de
aprovisionamiento de esclavos. A partir de este
momento, la esclavitud, condenada a
replegarse sobre sí misma ante la ausencia de
nuevas conquistas y, por tanto, de la llegada de
nuevos esclavos, no estará en disposición de
mantener el sistema vertebrado sobre el cual
reposaba, en generaciones precedentes, la
economía romana. En consecuencia, Roma se verá
obligada, para seguir dominando el mundo, a
ceñirse desesperadamente esa camisa de fuerza
que fue el rígido sistema hereditario que impuso a
sus clases sociales.

Es cierto que, bajo el mandato de los Flavios y los


primeros Antoninos, aún no se vislumbraba esta
amenaza. Sin embargo había otras más inmediatas,
cuya sombra se proyectaba sobre un Imperio
aparentemente próspero. Antes de hacerse
demasiado lento, hubo un largo período en que
el aflujo de sangre nueva se realizó de un modo
excesivamente rápido y desordenado; las etapas en
las que los primeros Césares creían poder
controlarlo resultaron muy cortas o se les fueron
de las manos, y los defectos conjugados de un
régimen a la vez autocrático y censatario alteraron
el curso de los acontecimientos y viciaron la
sustancia de las transfusiones sociales.

Los Césares detentaban un poder absoluto sobre la


base de una ficticia divinidad que ya no engañaba
a nadie, por lo que su creciente multitud de
esclavos y libertos fue controlando poco a poco
toda la ciudad. En teoría no eran más que
«objetos» o, en el mejor de los casos, ciudadanos
a medias; pero en la práctica, y ante el hecho de
que de día en día estaban más próximos a sus
sagrados amos, empezaron a ganarse su confianza
y lograron que les entregaran ciegamente parte de
sus enormes atribuciones, condenando de este
modo a plebeyos y nobles romanos. El «gabinete»
imperial, buzón de todas las súplicas del
Universo, de donde salían las instrucciones tanto
para los gobiernos de provincia como para los
magistrados de la Urbs y donde se elaboraba la
jurisprudencia de todos los tribunales, incluida la
Cámara Alta Senatorial, nunca había estado
integrado por esclavos hasta el principado de
Claudio. Sin embargo, a partir de Claudio y hasta
la muerte de Trajano, el «gabinete» estuvo
compuesto también por libertos que, al igual que la
«vil burguesía» del siglo XVII hizo con sus nobles,
lograron que los ministros romanos y sus
comisionados, los senadores del Alto Imperio,
sintieran el freno y se inclinaran, crispados y en
silencio, ante el poder de antiguos esclavos.
Encaramados por fin a los escalones del trono,
colmados de bienes y honores, como Narciso o
Palas, por su oculta y magnífica labor, gozaban de
todas las ventajas y honores que el príncipe les
había concedido y disponían de la vida de sus
súbditos. Y esto no es todo: en las ocasiones en
que el emperador constituía las dos grandes
cámaras del Estado sin contar con ellos y otorgaba
los puestos a sus propios confidentes y amigos,
como éstos a su vez poseían esclavos y libertos a
los que solían confiar sus secretos y en los que
delegaban sus negocios, sucedía que al final tanto
el emperador como la aristocracia en realidad no
gobernaban si no era a través de su servidumbre.
Fue así como a los esclavos y los libertos del
príncipe se sumaron, para regir la Urbs y el
mundo, los esclavos y libertos de su nobleza. Es
evidente hasta dónde alcanzaban sus pactos y su
poder cuando, aquellos que vivían en la Curia bajo
el despotismo sombrío y el insaciable poder de
Domiciano, decidieron librarse de él para salvar
la piel. El asesinato del tirano, deseado e instigado
por los senadores, se preparó en la antecámara de
sus habitaciones y fue llevado a cabo por su
«gente» y las «gentes» de su entorno: un
«monaguillo» de su larario (puer a sacrario),
su ayudante de cámara (praepositus a cubículo),
el griego Part-henius, y uno de los intendentes de
su hermana Domitila, el griego Stephanus. No cabe
duda de que, tras el magnici-dio, la palabra
libertad (Libertas restituía) se volvía a acuñar en
las monedas, y que los «Padres conscriptos»
soñaban con la resurrección de la República
cuando dieron el mando del imperio a uno de sus
más irrelevantes colegas, el sexagenario y tímido
Nerva. Sin embargo, esta maniobra quedó al final
reducida a mucho ruido y vanas apariencias. La
República, el bien común de todos los ciudadanos,
y la libertad, que exige de ellos un noble
aprendizaje, no podían renacer de una conjura
urdida por «extranjeros» y esclavos; los
emperadores empezaron a temer que la solidez de
su régimen se viera continuamente amenazada por
viles conspiraciones incubadas en el seno de su
Estado. Adriano fue el primero en tomar una
iniciativa que habrían de respetar sus sucesores:
reservó las jefaturas de su gabinete al orden
ecuestre. Pero, para que esta reforma fuese
profunda, hubiera sido necesario que también
alcanzara a los puestos de menor relevancia. Con
objeto de asegurarse la disciplina, y para que no
surgieran rebeliones difíciles de sofocar, los
emperadores y los nobles, como en el pasado,
pusieron al mando de sus administraciones a un
personal extranjero y servil de procu-ratores y de
institores, cuya lealtad creían tener
asegurada. Mas, por el contrario, con la anexión
de nuevos territorios y la necesidad de una mayor
fiscalización, fueron aumentando su poder. Sin
duda había entre estos serví personas
que trabajaban con celo para obtener su
manumissio, liberti eternamente agradecidos por
su liberación, empleados leales y concienzudos,
intendentes honestos y oficiales sumisos y devotos;
pero si la máquina imperial siguió funcionando
sin grandes fallos fue menos por el desvelo de sus
responsables que por la habilidad y el
concienzudo afán de quienes la conducían. El
rebaño era demasiado grande como para no contar
con ovejas negras: vilici peligrosamente ávidos y
exigentes en sus recaudaciones, funcionarios en
exceso sensibles a las comisiones y propinas,
procuradores insolentes, crueles y prevaricadores;
seguramente era una fatal paradoja que
un gobierno, en su loable intención de mejorar el
rendimiento de sus funciones, las pusiera en manos
de unos hombres que, nacidos con cadenas, sólo
estaban destinados a ser esclavos. En lugar de
asistir a una lógica evolución gradual, que habría
puesto de manifiesto la salud de las instituciones
imperiales, los romanos hubieron de sufrir
continuamente la degradación cívica producida
por estas arbitrarias transfusiones, por esas
bruscas inversiones de las funciones y las clases.
Tanto la sociedad urbana como la rural se sentían
desmoralizadas; ya a principios de siglo, antes de
que, bajo el mandato de Cómodo, los ciudadanos
libres y los colonos voluntarios del territorio
africano de Souk-el-Khmis elevaran su queja al
emperador por el arbitrario trato que recibían del
siervo que administraba el llamado Saltas Buruni-
tanas 8, Juvenal expresaba su indignación al ver
que, en la Roma de Trajano, los hijos de hombres
libres se dejaban llevar por el interés y adulaban
de manera denigrante a los esclavos de los
hombres ricos:

Divitis hic servo claudit latas ingenuorum


Filias... 9

En efecto, al parecer en los tiempos de Juvenal era


más ventajoso ser esclavo de un hombre rico que
un ciudadano libre y pobre, lo que indica de qué
manera se había alterado el orden imperial. Por
otra parte, este peligroso desequilibrio se
agravaría con el tiempo ya que, en una sociedad
cuya jerarquía estaba marcada por el dinero, éste,
en lugar de circular por las familias laboriosas y
de fructificar con el trabajo y la economía, se
concentraba en un número cada vez más
restringido de grandes privilegiados favorecidos
por el príncipe y por la habilidad de sus
especulaciones. Mientras que en las provincias
extranjeras y en el resto de Italia aún subsistía una
fuerte y numerosa ciudadanía media que ocupaba
los cargos municipales, los grandes puestos de la
Urbs se repartían entre los plutócratas que
gravitaban sobre la Corte y sobre una masa
plebeya con insuficientes recursos para poder
subsistir sin las generosas asignaciones imperiales
y los «aguinaldos» de los nobles, y demasiado
ociosa como para poder vivir sin los espectáculos
que, en los tiempos de Trajano, les
proporcionaban su mayor divertimento uno de
cada dos días.

Modelos de vida y plutocracia

Es cierto que carecemos de cifras exactas, pero


una cierta aproximación nos permitirá suplirlas
mal que bien. En el primer capítulo hemos visto
que el número de personas amparadas por la
asistencia pública se elevó de 150.000 a 175.000
en el transcurso del siglo II. Podemos deducir,
sin temor a errar, que alrededor de 130.000
familias, representadas por su responsable,
estaban mantenidas por el Estado. Si calculamos,
como Marcial, cinco bocas y media por familia 10,
el total que obtendremos oscilará ente 600.000
y 700.000 personas asistidas por la
administración. Bien directa o indirectamente, al
menos un tercio, si no la mitad, de la población de
la Urbs vivía de la caridad pública. Pero
no debiéramos cometer el error de pensar que los
otros dos tercios o la mitad de la población se
resignaba a vivir por su cuenta ya que, dejando a
un lado otros modos de distribución, en la cifra
total de la población romana también se incluían
las tropas auxiliares —unos 10.000 hombres como
mínimo—, los extranjeros de paso por Roma, cuyo
número desconocemos pero que no debía ser muy
importante, debido a la frecuencia de las
naturalizaciones que producían las manumisiones,
y finalmente los esclavos, cuyo porcentaje en
relación a la población libre era de un tercio
cuando no de la mitad, como sucedía en la
Pérgamo de la época 11. Si atribuimos, pues,
1.200.000 almas a la Roma de Trajano, de esta
cifra habremos de deducir 400.000 esclavos, lo
que nos dará un total aproximado de 100.000
familias romanas cuyos ingresos se limitaban a lo
que obtenían en las ventanillas de la Annona.

La insignificancia numérica, en principio


lamentable, de los poseedores frente al gran
número de romanos indigentes, se hace espantosa
si tenemos en cuenta la magnitud de las fortunas
que poseían unos cuantos privilegiados; la mayoría
de las personas de la que llamamos clase media
vivía como podía en medio de la inverosímil
opulencia de que hacían alarde algunos miles de
acaudalados ciudadanos. En la Roma de Trajano,
los 5.000 sestercios que necesitaba un piebeyo
para convertirse en un honestior no eran
suficientes para sacar de apuros a nadie. El
mínimo vital, no de capital sino de renta, para un
romano de la época era de 20.000 ses-tercios; es
la cantidad con la que sueña el vividor
arruinado de una de las sátiras de Juvenal 12. En
otra, el poeta expone su propia opinión y pone en
400.000 sestercios la discreta fortuna que
ambiciona un hombre prudente: «Si esta cifra no te
satisface», le dice a su imaginario interlocutor,
«hazte entonces con dos fortunas de orden
ecuestre; y si todavía no tienes bastante, es que ni
la riqueza de Creso ni los tesoros de los reyes
persas lograrán satisfacer tus ansias.» 13 Así pues,
para Juvenal el hombre prudente debe conformarse
con aspirar a una vida holgada, pero conseguirlo
depende de los 400.000 sestercios que necesita un
romano para pertenecer al ordo ecuestre. No cabe
duda de que estos dos testimonios se confirman y
complementan entre sí ya que, tras examinar los
estudios realizados por Billeter, queda claro que
en los tiempos en que escribía el poeta el tipo de
interés medio era del cinco por ciento. En
consecuencia, las clases medias en los tiempos de
Trajano comenzaban a partir del orden ecuestre y,
para mantener el más modesto tren de vida, un
ciudadano necesitaba al menos 20.000 sestercios,
si no quería verse inmerso en la indigencia de las
masas plebeyas y dejar de pertenecer a esa
categoría de «pequeñoburgue-ses», más ficción
legal que realidad, a la que el ciudadano medio se
aferraba con más fuerza que los grandes
capitalistas a su rango.

En realidad, esos 400.000 sestercios eran una


insignificancia comparados con los millones y
decenas de millones que manejaban los auténticos
magnates de la Urbs: los senadores venidos de
provincias lejanas, cuyos negocios les habían
proporcionado una fortuna suficiente para
integrarse en el «orden espléndido» de los
ilustrísimos y, posteriormente, un escaño en la
Curia, logrando de este modo, no sólo ocupar altos
cargos que les permitían velar por sus fincas
rústicas diseminadas por toda Italia, sino lograr
que su nombre y su país de origen se hicieran
ilustres gracias a la suntuosidad de SU mansión
romana y al brillo del rango que ostentaban en la
Urbs. Al fin y al cabo, qué eran sino arribistas
encaramados en los más altos cargos de su rango,
obesos por las sucesivas estancias en la
comodidad de las administraciones públicas y en
los puestos de avituallamiento; ¡libertos que
habían amasado fortunas administrando las del
príncipe y sus nobles! Roma, concubina del
mundo, reclamaba parte de sus riquezas. Por eso
pienso que, a pesar de las distintas épocas y los
diferentes entornos, la concentración de capitales
en la Roma de Trajano no fue menor que la que
hoy tiene la City londinense o la banca en Wall
Street. Como los lores en Londres, los romanos
ricos poseían entonces barrios enteros de la
ciudad, como Maximus, al que Juvenal dedica este
epigrama: «Tienes una casa en Esquilias, otra en
la colina de Diana, y en la calle de los Patricios
tienes un techo que te cobija. Desde aquí puedes
ver el santuario de Cibeles; desde allá, el de
Vesta; por un lado miras el nuevo templo de
Júpiter (en el Capitolio), por el otro, su
antigua morada (en el Quirinal). Dime, pues,
dónde puedo hallarte, dónde puedo buscarte.
Quien habita en todas partes, Maximus, no habita
en ningún lugar.» Como los financieros de Nueva
York, los romanos multiplicaban sus capitales
por medio de grandes e innumerables créditos; así
lo hace Afer en otro epigrama, quien repite con
deleite los nombres de sus acreedores y el importe
de sus deudas: «Coranus me debe 100.000
sestercios y Mancius 200.000; Titius,
300.000; Albinus, el doble; Sabinus, un millón y
Serranus, otro...» Y aunque tanto Afer como
Maximus no son más que personajes imaginarios,
sin embargo representan el prototipo del plutócrata
que en aquella época hacía estragos en Roma.
En su estrecho y rutilante círculo de oro,
seguramente abundaban los que, como el Africanus
apuntado por Marcial, poseían 100 millones de
sestercios 14; por ello, nadie se atrevía a
proclamarse rico si no tenía más de 20 millones.
El ex cónsul y quizá más grande abogado de su
tiempo, Plinio el Joven, en cuyo testamento
figuraba una cifra no muy lejana a la citada 15,
pretende de un modo absolutamente sincero
hacernos creer que no es rico; y vemos con
asombro cómo escribe con la mayor seriedad a
Calvina, cuyo padre le debía 100.000 sestercios,
para anunciarle que le perdona la deuda aunque
sus posibilidades son modestas —modicae
faculta-tes—, sus ingresos tan poco importantes
como caprichosos, debido a la precaria
rentabilidad de sus modestas tierras, y añade verse
obligado a compensar su mediocridad
llevando una frugal existencia 16. Y es que un
liberto como Trimal-ción, cuya herencia estima
Petronio en 30 millones, era más rico que él 17; y
lo mismo sucede con el desconocido
Afer caricaturizado por Marcial, quien tenía unas
rentas inmobiliarias de 3.600.000 sestercios. Y
mientras que la fortuna de estos ricos libertos tenía
el mismo rango de nobleza que la de Plinio, no
había rasero común para medir la de éste,
estimada en cincuenta veces la cantidad necesaria
para pertenecer al ordo ecuestre, y la de las clases
medias. La «pequeña burguesía» estaba
literalmente aplastada por la clase privilegiada, y
el único consuelo que le quedaba en su situación
de vasallaje era pensar que las más grandes
fortunas también estaban sometidas al incalculable
poderío del príncipe.
En efecto, la fortuna del príncipe no se limitaba a
los haberes heredados de su familia y de sus
predecesores, a sus grandes latifundia dispersos
aquí y allá, especialmente en Asia y África, a la
apropiación de las más valiosas confiscaciones
parciales y totales dictadas por sus jueces;
además, podía disponer de las recaudaciones
fiscales, aduciendo motivos como el
mantenimiento de sus soldados, sin que nadie se
atreviera a pedirle cuentas; y, por último, podía
disponer a su antojo de los ingresos que aportaba
Egipto, posesión privativa de la corona, y
engordar sus arcas con los botines de guerra.
Trajano, en particular, quien en el año 106 18
se apoderó del tesoro de Decébalo y reorganizó en
su propio provecho la explotación de los filones
de su reciente conquista 19, se convirtió en un
auténtico multimillonario cuya autoridad, a partir
de entonces, estuvo más fundamentada en el
ilimitado poder que le proporcionaba una fortuna
sin par, sin control y sin fondo, que en la
obediencia de su ejército. Entre él y los
plutócratas de la época existía una distancia casi
tan enorme como la que separaba a éstos de
las clases medias, y estas dos disparidades se
acusaron a la hora del reparto de la mano de obra
servil entre los distintos amos.

A comienzos del siglo II antes de nuestra era, aún


eran pocas las casas romanas que contaban con
más de un esclavo, tal como lo confirma la lista
familiar onomástica, en la que figura el nombre del
esclavo formado por la palabra puer y el genitivo
del nombre del amo: Lucipor, Marcipor, esclavo
de Lucius o esclavo de Marcus. Por el contrario,
en el siglo II d. C. es rara la casa en la que hubiera
un solo esclavo; entonces había que contarlos con
los dedos, ya que se les señalaba con el dedo,
según cuenta Marcial cuando se burla del
desharrapado Cotta 20. Juvenal nos dice que, o
bien los amos no querían comprar esclavos por lo
costoso que resultaba llenarles la barriga, o
mantenían a varios al mismo tiempo, razón por la
cual el poeta, en el verso que sigue, emplea la
palabra «barriga» en plural:
...magno servorum ventres! 21

El desengañado anciano, cuya moderación ya


hemos ponderado, necesitaba al menos dos
esclavos para que le condujeran al circo. Pero la
media general era cuatro o cinco veces superior.
Los más modestos amos debían llevar tras ellos un
cortejo de ocho serví si no querían ver en
entredicho su reputación. En la obra de Marcial,
incluso el tacaño Cimber se las compone para que,
con ocasión de las Saturnales, ocho sirios le
lleven los paquetes que contienen sus irrisorios
regalos 22; y en los textos de Juvenal, los
litigantes temen perder sus procesos si confían su
defensa a un abogado que no puede presentarse en
el estrado con una escolta de ocho esclavos 23. Al
parecer, ocho era el número de esclavos adecuado
para un ciudadano medio. Sin embargo,
los grandes hombres mandaban a un batallón,
cuando no a varios. Para no perder el control entre
tanta multitud, el amo dividía a la servidumbre en
esclavos de ciudad o de campo; a su vez dividían
a los de ciudad en servidores domésticos (serví
atrienses) y servidores para tareas fuera del hogar
(cursores, viatores); finalmente, dividían estos
dos grupos en otros tantos elementos de diez
esclavos o «decurias», que luego numeraban. Pero
todo esto no eran más que inútiles precauciones.
Amos y esclavos sólo conseguían
ignorarse mutuamente. Trimalción, en mitad de un
banquete, no puede precisar quién es el esclavo al
que está dando órdenes: «—¿De qué decuria eres
tú? —pregunta a su cocinero.

»—De la cuadragésima —responde el esclavo.

»—¿Eres comprado o nacido en la casa?

»—Ni lo uno ni lo otro; te he sido legado en el


testamento de Pansa.

»—Pues procura hacerte conocer, si no te mandaré


a la decuria de los recaderos.» 24

Al leer semejante diálogo nos damos cuenta de


que, ante esta multitud de esclavos, Trimalción
probablemente no conocía más que a uno de cada
diez. El texto nos indica que este amo poseía al
menos 400 esclavos; pero como la novela de
Petronio no hace ninguna otra alusión al tema, nada
nos impide suponer que la cuadragésima decuria
fuera la última, así que podía tener muchos más.
Sea como fuere, sabemos que Plinio el Joven, al
que le faltaban alrededor de 10 millones de
sestercios para igualar la fortuna de Trimalción,
poseía al menos 500 esclavos, ya que liberó a 100
por testamento. La ley Fufia Caninia, puesta en
vigor en el año 8 a. C. y aún vigente en el siglo II
d. C. 25, concedía expresamente a los amos que
poseyeran de 100 a 500 esclavos la posibilidad de
liberar a la quinta parte e, implícitamente, prohibía
liberar a más de 100. No podemos por menos
que asombrarnos ante lo exorbitante de las cifras;
y, no obstante, en el siglo II generalmente se
superaban. La sorpresa que se lleva el
jurisconsulto Gaius al comprobar que, siglo y
medio después de que se pusiera en vigor la ley
Fufia Caninia, el número de manumisiones
testamentarias autorizadas seguía siendo de 100
liberaciones por cada 500 esclavos, es un fiel
indicio de que la ley había dejado de adaptarse a
las nuevas realidades; porque, a pesar de que la
cifra de 4.116 esclavos que a finales del siglo I a.
C. había poseído el liberto C. Caelius Isidorus
seguía siendo una excepción lo suficientemente
rara como para que Plinio el Viejo la juzgará
digna de mención 26, los grandes capitalistas
romanos solían tener hasta 1.000 esclavos, y el
emperador, infinitamente más rico que el romano
más rico, es posible que llegara a tener
20.000 esclavos en su familia servilis.

La magnitud de este último dato, que encontramos


en la obra de Ateneo 27, nos hace pensar que
efectivamente se refiere al príncipe. Sin duda
habría que restar el número de esclavos que la
domas divina tenía dispersos por el mundo,
encargados de recaudar los impuestos, de vigilar
el arrendamiento de sus fincas, de llevar la gestión
de sus inmensos dominios rurales, de las minas o
de las canteras de mármol y pórfido; pero, de las
huellas halladas en el Palatino en los graffiti del
paedagogium, es decir, la escuela de los
esclavos destinados a altas funciones, se deduce
que los esclavos imperiales eran una legión,
aunque no fuera más que por la gran variedad de
tareas que se les encomendaban, tal como ha
revelado la epigrafía de los epitafios.

Una lectura sin prejuicios de estos epitafios hace


que nos sorprendamos ante la eminente
especialización de las tareas, el desatinado lujo
que indican y la minuciosa etiqueta con que
parecían desarrollarse todas sus actividades. Para
colocar y cuidar su guardarropa, el emperador
dispuso tantas categorías de esclavos como clases
de vestimenta tenía: para las túnicas de palacio,
los a veste privata, y para las togas de calle, los a
veste forensi; para los pequeños desfiles
militares, los a veste castrensi, y para los desfiles
victoriosos, los a veste triumphali; para el
atuendo con que acudía al teatro, los a veste
scaenica, y para los que lucía en el anfiteatro,
los a veste gladiatoria. Su vajilla era bruñida por
tantos equipos de esclavos como clases distintas
de piezas poseía: la vajilla en la que comía,
aquélla en la que bebía, la de plata, la de oro, la
de cristal de roca o la de incrustaciones de
piedras preciosas. Sus joyas estaban confiadas a
un ejército de serví o liberti ab ornamentis, entre
los cuales destacan los encargados de los broches
(a fibulis) y de las perlas (a margari-tis). En los
cuidados de su aseo intervenían los bañeros
(balneatores), los masajistas (aliptae), los
peluqueros (ornatores) y los barberos (tonsores).
El ceremonial de sus recepciones estaba
encomendado a distintos tipos de ujieres: los
velarii, que subían las cortinas cuando entraban
los visitantes; los ab admissione, que los hacían
pasar una vez hubiera entrado el emperador; los
nomenclátores, que los nombraban en alto. Para
cocinar los alimentos, poner la mesa y servir,
había una tropa heteróclita y muy bien elegida que
iba, desde los calentadores de hornos (fornicarii)
y los simples cocineros (cocí), hasta los panaderos
(pistores), reposteros (libarii) y confiteros
(dulciarii); luego estaban los jefes de cocina,
responsables del orden de las comidas
(structorea) y los esclavos del comedor
(triclinarii): los que llevaban los platos (ministra
tores) y los que se encargaban de retirarlos
(analectae); los escanciadores, que variaban en
importancia según sujetaran el recipiente con el
líquido (a lagona) o le ofrecieran la copa (a
cyatbo) y, finalmente, los degustadores (praegus-
tatores), quienes debían comprobar en sí mismos,
normalmente con mayor fidelidad que los que
sirvieran a Claudio y a Británico, la perfecta
inocuidad de sus bebidas y de su alimento. Por
último, cuando querían distraerse no tenían más
que tomarse la molestia de elegir entre la música
de sus esclavos concertistas (symphoniaci), los
trenzados de sus bailarinas (saltatrices) o las
gracias de sus enanos (nanni), charlatanes (fatui) y
bufones (moñones).

Incluso si, como Trajano, el emperador era de


gustos sencillos, eludía la pompa y huía del
ceremonial, a los ojos de sus súbditos no podía
evitar que el cumplimiento de sus funciones
sagradas estuviera adornado con el esplendor
que su presencia requería. Las funciones oficiales
se desarrollaban en un ambiente casi mitológico,
en el que el más fastuoso de los reyes se hubiera
sentido colmado; un ambiente, según mi opinión y
para recurrir a comparaciones lúcidas aunque algo
distintas, en el que podría haberse deleitado la
corte de los Valois y cuya pomposa grandeza y
fasto solemne hubiera envidiado la de Versalles.
El nec pluribus impar del Rey Sol hubiera podido
ser la divisa del César de Roma. Sin duda, las
casas de los magnates romanos imitaban la del
emperador. Pero, por mucho que se le acercaran,
por amplias que fueran, por compleja que
adivinemos su organización al leer entre líneas los
panegíricos de sus esclavos y libertos, nunca
llegaron a ser más que un pálido calco, una imagen
lejana y empequeñecida. El César abrumaba hasta
al más grande de sus súbditos, y el sentimiento que
todos ellos experimentaban ante su inigualable
superioridad ayudaba a los más humildes a aceptar
lo endeble de su limitada condición frente al lujo
de las clases dominantes.
Además, aún era relativamente fácil dejar de ser
un plebeyo e integrarse en la burguesía media. La
prosperidad que había seguido a las felices
campañas de Trajano, el auge de un comercio al
que las victorias y la diplomacia de
Adriano habían abierto las rutas de Extremo
Oriente y el liberalismo económico del que habían
hecho gala los primeros Antoni-nos, mediante el
cual conjuraron el descontento motivado por el
injusto reparto de tierras, ya que, a pesar de los
deseos de los grandes propietarios, promulgaron
una ley por la que todo aquel que hubiese
trabajado sus campos tenía derecho a disfrutarlos
en usufructo hereditario, fueron factores que
secundaron el desarrollo de los negocios y
multiplicaron las posibilidades de que hombres
trabajadores y con iniciativa, granjeros o
aparceros de grandes territorios, constructores,
banqueros o comerciantes, pudieran aspirar a vivir
holgadamente gracias a un trabajo honesto. Por
otra parte, la reforma que unos Césares, por fin
dignos de su soberanía, habían llevado a cabo en
todos los sectores de su administración, el
restablecimiento de una sencilla y firme disciplina
en el ejército y la selectividad con que se
designaba y se ascendía a los jefes civiles y
militares que, no obstante, recibían un noble
tratamiento y unos sueldos lo bastante elevados
para asegurar su lealtad, fueron otras tantas
medidas que favorecieron el desarrollo de una
nueva burguesía media en la sociedad romana. No
había procurador que en aquella época percibiera
menos de 60.000 sestercios anuales. Tampoco
había centuriones, o primipili, con un salario
inferior a 20.000 y 40.000 sestercios anuales 28.
Los primeros recibían una cantidad dos o tres
veces mayor que la que necesitaban para
pertenecer al orden ecuestre; los segundos tenían
lo suficiente para ingresar en esta categoría, tal
como señalan muchas inscripciones del siglo II. El
hombre que mejor encarna el espíritu de aquella
clase media, el poeta Juvenal, precisamente era un
ex oficial cuya renta engordó lo suficiente como
para proporcionarle una jubilación decente en el
seno de la pequeña burguesía romana.
Es cierto que Juvenal añora la dichosa vida que su
mediocre renta le hubiera permitido llevar en el
campo, mientras que para vivir en Roma le es
insuficiente; pero también esta circunstancia le
hace ser un claro representante de su tiempo. En
efecto, la clase a la que él pertenece encuentra su
verdadero entorno en las provincias. En la Roma
de entonces la burguesía media se encontraba
desbordada, hundida bajo una sobreabundancia de
riquezas que no estaban a su alcance; y a pesar de
que un mismo hilo parecía unir a la plebe, fuente
de la que se nutría la clase media, y a los grandes
magnates, burgueses medios venidos a más, lo
cierto es que tan difícil le resultaba al romano
salir de su humilde condición como llegar a
alcanzar un puesto en la clase privilegiada. Las
grandes fortunas, situadas en un
plano absolutamente ajeno al suyo, crecían
aprovechando la inercia de su propio desarrollo o
gracias a determinadas circunstancias que sólo
ellas podían aprovechar: los romanos
ricos monopolizaban los altos cargos, algunos,
como el de procónsul, retribuido con un millón de
sestercios anuales; también contaban con el
arbitrario favor del príncipe, quien podía delegar
indefinidamente sus poderes en unos cuantos
privilegiados; y, finalmente, tenían a su favor el
crecimiento desenfrenado de una especulación
urbanística que en Roma, banco del Universo,
constituía la columna vertebral de una economía
que día a día se apoyaba en el mercantilismo y
dejaba de lado la producción. El trabajo, todavía
generador de bienestar, ya no era suficiente si se
quería aspirar a poseer una de las fortunas que
proporcionaban los favores imperiales o los
golpes de suerte en los negocios. Los
intermediarios y los embaucadores, las dos plagas
que se alimentaban de la inmensa clase media,
eran los que se llevaban los millones. Marcial
muestra su indignación cuando ve que los
abogados no pueden cobrar sus honorarios,
después de haber cultivado los más hermosos
dones del espíritu sin provecho alguno: «Mira,
Lupus, ¿para qué confiar la educación de tu hijo a
un maestro? Te lo ruego, no le permitas conocer
los libros de Cicerón ni los poemas de Virgilio.
Antes deja que aprenda a tocar el arpa o se haga
flautista, o si sirve para ello, haz de él un perito
tasador (praeco). » 29 Y más adelante exclama:
«Dos pretores, cuatro tribunos, siete abogados y
diez poetas pedían recientemente a un anciano la
mano de su hija. Sin vacilar, el hombre eligió por
yerno al comisario tasador Eulogus. Dime,
Severus, ¿obró en realidad de modo insensato?» 30
Así pues, está claro que, si la pequeña burguesía
provinciana aún creía con orgullo en los frutos
del trabajo, en Roma ya nadie confiaba en sus
resultados.

Leamos ahora el elocuente epigrama donde el


poeta expresa los primeros rasgos de lo que me
atrevería a llamar el «soneto de Plantino» de la
literatura latina, al que seguramente sirvió de
modelo 31:

«He aquí, Marcial, lo que hace una vida feliz: una


fortuna obtenida, no con el trabajo, sino por
herencia; una hacienda que no sea ingrata, un fuego
que nunca se apague, ningún proceso judicial,
pocas visitas, un espíritu reposado, un distinguido
vigor, un cuerpo sano, una prudente franqueza,
amigos de tu misma clase, invitados indulgentes,
una mesa sin pretensiones, veladas sobrias y
despreocupadas, una mujer casta pero no austera,
un sueño que alivie de las tinieblas, la satisfacción
de que no se desea nada más y vivir sin deseos y
sin temor al día supremo.»

Es evidente que este poema no es un grito de


felicidad, sino un suspiro de resignación
satisfecha. No expresa el deseo de alcanzar un
estado mejor, lo que por otro lado parece
imposible. Pone la felicidad en la negación de un
trabajo subestimado por la vanidad. Sobre este
sombrío ideal planeaban las nubes de la realidad
romana y se deslizaba el cansancio de un mundo en
decadencia. Las clases sociales, al menos en
Roma, comenzaron a anquilosarse. Su
jerarquía, aún flexible en los escalones
intermedios, en la cúspide era pétrea. La savia
nueva, que debía servir para rejuvenecerla, cede
la mayoría de las veces a impulsos incoherentes y
obstáculos imprevistos. Las corrientes igualitarias,
desviadas, interceptadas o provocadas, dan
vueltas en torno a unas desigualdades esenciales
cada vez más pronunciadas. El orden democrático,
apoyado por una clase media aún móvil,
se quiebra bajo el peso de unas masas a las que
una economía injusta niega el progreso natural, y
de una burocracia abusiva que sirve de soporte al
absolutismo del monarca, cuyos fabulosos tesoros
manipula y cuya omnipotente voluntad traduce en
actas. De este modo, el fulgor del estallido que se
produce en la Urbs en el siglo II de nuestra era, se
verá envuelto en sombras que el Bajo Imperio
extenderá hasta sus últimos rincones; Roma nunca
tendrá ya el valor de convertirse en nueva luz que
ilumine la oscuridad del Imperio. Para luchar con
éxito contra los males de su tiempo, los romanos
tenían que demostrar su fe en el futuro. Sin
embargo, la sociedad romana, decepcionada en sus
esperanzas de igualdad y cada vez más inquieta
ante su inestabilidad y su confusión, comienza a
dudar de sí misma en el preciso momento en que la
solidez de las familias patricias comienza
a resquebrajarse y la nobleza romana tradicional
empieza a perder su conciencia de clase.
CAPITULO IV
EL MATRIMONIO, LA MUJER Y LA
FAMILIA:

VIRTUDES Y VICIOS

El debilitamiento de la autoridad paterna

EN el siglo II de nuestra era, el derecho gentilicio


de la Roma antigua cayó en desuso: totum
gentilicium ius in desuetudinem abiit 1; y de los
principios sobre los que reposaba la familia
patriarcal, como el del vínculo agnaticio o el del
poder ilimitado del pater familias, sólo quedan
reminiscencias casi arqueológicas.

Mientras que, en la antigüedad, el único


parentesco legítimo era el que creaba la
descendencia masculina, o agnatio, en la época en
que nos situamos también estaba legalizada la
cognado, o parentesco por la rama de la mujer; de
este modo quedaba desbordado el ámbito
estrictamente conyugalA finales de la República,
la mujer romana había logrado que se le
reconociera el derecho formal sobre sus hijos, tal
como se le reconocía al padre. Las fórmulas
legales del pretorado le habían concedido el
derecho a la custodia de su progenitura, tanto en
caso de tutela como en el de mala conducta del
cónyuge. Con Adriano, instigador del
decreto senatorial Tertuliano, la mujer con tres
hijos logró que la herencia de su difunto marido,
cuando no tenía otra descendencia ni hermanos
consanguíneos, se repartiera ab intestat (por
sucesión) entre aquéllos, aunque hubieran nacido
fuera del matrimonio. Con Marco Aurelio, por el
decreto senatorial Orfitiano, promulgado en el año
178, se otorgaba expresamente el derecho de
sucesión de los hijos a la madre, fuera cual fuere
la validez de la unión en que hubieran nacido; de
este modo los situaba por encima de los
parientes «agnados» del difunto. Con este decreto
culmina la evolución que minó el antiguo sistema
de sucesiones civiles, socavando de este modo la
concepción fundamental de la familia romana y
otorgando a la filiación por consanguinidad el
mismo peso que hoy tiene en nuestras sociedades.
A partir de este momento la familia romana se
basa en la coniunc-tio sanguinis porque, como
nos anticipa Cicerón con hermosas palabras en su
obra De Officiis, la comunidad natural es la más
apropiada para unir a los seres humanos con
unos lazos de benevolencia y caridad (et
benevolentia devincit homines et caritate) 2.

En el mismo período, los dos rasgos esenciales de


la patria potestas, la autoridad absoluta del padre
sobre sus hijos y la autoridad absoluta del marido
sobre la mujer que tenía a su cargo (in manu),
como si se tratara de una de sus hijas (loco filiae),
se habían ido desdibujando gradualmente. En el
siglo II de nuestra era prácticamente habían
desaparecido. El pater familias dejó de tener
sobre sus hijos el derecho de vida y muerte que las
Doce Tablas y las leyes sagradas, pretendidamente
reales, les habían otorgado. Es cierto que
aún poseía el terrible derecho, del que gozará
hasta el año 374 de nuestra era, momento en que
quedaría abolido gracias a la influencia del
cristianismo, de abandonar a sus recién nacidos en
los vertederos públicos, donde perecían de
hambre y de frío 3 si la piedad de un transeúnte,
mensajero e instrumento de la bondad divina, no
los salvaba a tiempo. Es de suponer que, cuando
se trataba de alguien pobre, era fácil que
recurriera más o menos gustosamente a esta forma
de infanticidio legal. Por ello, a pesar de las
aisladas protestas de algunos predicadores
estoicos como Musonius Rufus, el pater familias
siguió abandonando sin remordimientos a
sus hijos, sobre todo a los bastardos y a las hijas,
ya que las inscripciones del reinado de Trajano
indican que la ayuda para manutención en el
primer año de vida sólo se concedió a dos hijos
bastardos o spurii de una misma ciudad y en el
mismo año, frente a los 179 hijos legítimos,
repartidos entre 34 hembras y 145 varones, a los
que se concedió. Evidentemente, esta desigualdad
explica por qué la mayoría de las criaturas
abandonadas eran hembras o hijos ilegítimos 4.
Pero, desde el momento en que los tomaba bajo su
protección, el pater familias ya no podía
desembarazarse de ellos; no podía decidir su
venta, o mancipatio, situación que en
otros tiempos les condenaba sin remedio a la
esclavitud, ya que sólo estaba tolerada con fines
de adopción o de emancipación; ni su ejecución
capital, que tolerada aún en el siglo I a. C., tal
como lo demuestra la suerte de un cómplice de Ca-
tilina, Aulus Fulvius, en el siglo II estaba
considerada como un crimen. Antes de que
Constantino calificara de parricidio el asesinato
de un hijo por su padre, Adriano ya
había deportado a una isla a un pater familias que,
en el transcurso de una cacería había matado a su
hijo por haber deshonrado sus segundas nupcias 5.
El emperador Trajano obligó a otro, que
simplemente había maltratado al suyo, a
emanciparlo enseguida y a renunciar a cualquier
posible herencia que pudiera recibir en el futuro 6.

Así, a finales de la República la emancipación del


hijo había cambiado tanto en su forma como en su
contenido. En lugar de serle aplicada como una
penalidad que, aunque inferior a la muerte o la
esclavitud, lo condenaba a una situación más que
penosa, ya que al romper los lazos
familiares quedaba excluido de todo derecho a la
herencia, el nuevo sentido de la mancipatio le
proporcionaba una situación ventajosa; gracias a
la jurisprudencia pretoriana de la
bonorum possessio, establecida a comienzos del
principado, se les consideró capacitados para
adquirir y administrar sus propios bienes sin por
ello verse privados de los derechos de sucesión.
Mientras estuvo considerado como un castigo, los
cabeza de familia no solían emplear este derecho
con sus hijos; pero cuando se convirtió en un bien
para ellos, se sintieron aliviados de su pesada
carga y lo empezaron a poner en práctica. Una vez
más las leyes se modelaban según los
sentimientos; la opinión pública, que censuraba la
atroz severidad del pasado, en tiempos de Trajano
y Adriano exigía, ya no la omnipotente autoridad
paterna, sino la ternura piadosa a la que hacía
alusión una jurisconsulto del siglo III: patria
potestas in pietate debet, non atrocitate
consistere 7.
Para renovar el ambiente de la familia romana y
anudar las relaciones entre padre e hijo, era
preciso que se diera una atmósfera afectiva
absolutamente contraria a la aridez y al rigor
disciplinario del que Catón el Viejo había hecho
gala en su hogar, es decir, semejante a la que en la
actualidad se respira en nuestras familias. Cuando
examinamos la literatura contemporánea vemos
que está plagada de ejemplos de padres de familia
cuya autoridad se traduce en indulgencia, y de
hijos que, en vida de sus padres, actúan como
absolutos dueños de sí mismos. Plinio el Joven,
cuyos matrimonios fueron estériles, pide para los
hijos de sus amigos la independencia de conducta
y de decisiones que con seguridad no hubiera
negado a los suyos, ya que la idea de iidepen-
dencia había arraigado en las costumbres y, para
las «gentes de bien hacer», formaba parte del
decoro social. «Un padre —escribe Plinio— reñía
a su hijo por sus derroches... Cuando el joven se
marchó, le dije: ¡Ten calma! ¿Es que tú nunca
hiciste nada que mereciera una reprimenda de tu
padre?» 8
Plinio tenía razón al aconsejar la mansedumbre o,
si se prefiere, ese liberalismo que tanto nos
agrada. Pero los romanos no supieron encontrar la
medida. No contentos con atenuar su severidad,
cedieron ante una corriente de excesiva
complacencia. Al no querer dirigir a sus hijos, se
dejaron gobernar por ellos y se deleitaron
cumpliendo con su deber de dejarse la piel para
satisfacer sus caprichos. Pero lo único que
consiguieron fue crear una clase de ociosos y
derrochadores parecidos al Philomusus cuyas
desventuras nos cuenta Marcial; este personaje,
tras derrochar toda la herencia paterna, se
encuentra con menos medios que cuando su
padre le administrara el dinero por mensualidades:
«Tu padre, Philomusus, te había asegurado unos
ingresos de 2.000 sestercios mensuales que te
hacía administrar a diario; pero, ¡ay Philomusus!,
cuando al morir te nombró su único heredero, te
desheredó.» 9 Desgraciadamente, la herencia no
fue el único tributo que hubieron de pagar estos
romanos por su triunfante individualismo. En el
siglo II de nuestra era, el temple de los caracteres
romanos se había debilitado. Al mismo tiempo que
desaparecía el duro semblante del pater familias
tradicional, empezó a dibujarse la grotesca figura
del hijo de buena familia, ese eterno niño mimado
de las sociedades que han adquirido el hábito del
lujo y han perdido los valores. O mucho peor:
vemos ya perfilarse el rostro siniestro del padre
que, por afán de lucro, no teme corromper la
esperanza de una raza y la educación de los
adolescentes que están bajo su tutela. Este fue el
caso del gran abogado Regulus, rival y enemigo de
Plinio el Joven. Había consentido a su hijo todos
los caprichos. Le construyó una pajarera camarina
y parlanchina de mirlos, ruiseñores y papagayos.
Le compró perros de todas las razas. Le
consiguió ponies galos para tiro y para montar.
Pero, en cuanto hubo muerto su mujer, cuya
inmensa riqueza había pagado todos sus regalos,
se apresuró a emanciparle a fin de que el
joven pudiera disponer de la fortuna materna, se
diera al goce indiscriminado y se la dejara a su
padre después de una vida que los excesos
hicieron muy breve 10. Seguramente, éste no es más
que un caso aislado cuya monstruosidad
escandaliza a Plinio. Sin embargo, es suficiente
con que se produjera; y esto no habría sido posible
si las mujeres no hubieran estado liberadas, tanto o
más que los hijos, del sometimiento que antaño
había padecido la famdia romana con el ejercicio
de la patria potestas, sometimiento que
desapareció al mismo tiempo que ésta perdía todo
su poder.

Los esponsales y el matrimonio

En efecto, el menoscabo de la autoridad paterna


hizo que el marido quedara desarmado frente a la
mujer. En épocas anteriores, tres formas de
matrimonio romano situaban a la mujer bajo la
manus del marido: la confarreatio, u
ofrenda solemne de una torta de espelta a Júpiter
Capitolino con la que los esposos sellaban su
unión en presencia del sumo pontífice y del
oficiante del dios supremo, el flamen dialis; la
coemptio, o simulacro de venta por la que el padre
plebeyo mancipiat a su hija entregándosela al
marido, y, por último, el usus, matrimonio entre
plebeyo y patricia que se hacía legal a todos los
efectos tras un año de convivencia ininterrumpida.
Pero es casi seguro que ninguna de estas
tres formas de matrimonio seguían vigentes en el
siglo I de nuestra era. El usus fue el que primero
desapareció, y es probable que fueran las leyes de
Augusto las que lo abolieran formalmente. La
laudatio Turiae, contemporánea de
las proscripciones del segundo triunvirato, es el
ejemplo más reciente del testimonio de una
coemptio. En cuanto a la confarreatio, era tan
poco usual a comienzos del principado que apenas
hemos podido hallar tres patricios nacidos de
uniones consagradas en Roma por esta fórmula en
el mandato de Tiberio. Estas tres modalidades, de
las que Gaius sólo habla en pasado, ya que no
servían más que para proporcionar a los
jurisconsultos ejemplos retrospectivos, se habían
sustituido por un matrimonio que, tanto en su
aspecto formal como en su contenido, se parece
tanto al nuestro que es de suponer que constituye el
origen de nuestra fórmula matrimonial.
Al parecer, estaba precedido por los esponsales
que, si bien no implicaban una auténtica
obligación, se celebraban tan a menudo en Roma
que Plinio el Joven los cuenta entre las mil y una
naderías que llenaban los días de sus
contemporáneos 11. Consistían en un compromiso
recíproco de los novios, con el consentimiento de
los respectivos padres, y se realizaban ante un
determinado número de parientes y amigos; unos
intervenían en la ceremonia como testigos y otros
se limitaban a ser invitados en el banquete con
que la fiesta terminaba. Los esponsales se
concretaban con la entrega a la novia por el novio
de regalos más o menos costosos 12 y un anillo
simbólico, probablemente vestigio de las antiguas
arras 13 que se entregaban en la coemptio
primitiva. Ya se tratara de un anillo de hierro
bañado en oro o de un anillo de oro auténtico
semejante a nuestras alianzas, la novia debía
ponérselo acto seguido en el dedo en el que
nosotros acostumbramos a llevar alianzas, es
decir, «en el dedo próximo al meñique de la mano
derecha» 14, por esta causa llamado anular
(annularius), vocablo derivado del latín vulgar.
La razón por la que los romanos habían elegido
este dedo para llevar sus anillos nos la explica
Aulus Gellius con un laborioso circunloquio:
«Cuando abrimos el cuerpo humano como lo hacen
los griegos, encontramos un nervio muy fino que
parte del dedo anular y llega hasta el
corazón. Hemos creído conveniente conceder a
este dedo el honor de llevar el anillo,
preferentemente sobre los demás, por la estrecha
conexión del lazo que lo une al órgano principal.»
15 Con esta relación directa entre el corazón y el

anillo de esponsales, establecida en nombre de una


fantástica ciencia, Aulus Gellius quiso señalar la
importancia de la ceremonia, la solemnidad del
compromiso que sellaba y, sobre todo,
la profundidad del sentimiento de recíproco amor
que unía a las parejas de su época, cuya expresión
voluntaria y pública entonces constituía lo
esencial, no sólo de la ceremonia, sino de la
realidad jurídica del matrimonio.
Numerosas alusiones literarias nos han transmitido
hasta los menores detalles de estas ceremonias. En
el día de sus esponsales, la novia, cuyo cabello
había sido recogido la noche anterior en una
redecilla roja, se vestía con las ropas que requería
la costumbre: en primer lugar, se ponía una
túnica lisa —túnica recta— ceñida por un
cinturón de lana con doble nudo, el cingulum
herculeum, sobre la que luego se colocaba un
manto o palla de color azafrán, a juego con las
sandalias. En el cuello llevaba un collar de metal;
el tocado estaba formado por seis rodetes
trenzados y postizos que se colocaban sobre el
cabello y estaban separados por cintas o seni
crines; era el mismo tocado que llevaban las
Vestales durante todo su ministerio. Un flamante
velo naranja, de aquí su nombre de flammeum,
escondía púdicamente la parte superior del rostro
y cubría el tocado; finalmente se colocaba una
corona trenzada con mejorana y verbena, en
tiempos de César y de Augusto, y con mirto y flor
de naranjo en épocas posteriores. Una vez
preparada y en compañía de los suyos, recibía al
novio, a su familia y a sus amigos.
Entonces acudían todos juntos a un santuario
cercano o al atrium de la casa, para ofrecer un
sacrificio a los dioses. Cuando la inmolación del
animal elegido para la ocasión, algunas veces un
cordero, ocasionalmente un buey y casi siempre un
cerdo, había sido consumada, intervenían los
auspex y los testigos. Éstos, unas diez personas
elegidas normalmente de ambos grupos, se
limitaban a poner sus sellos sobre el contrato de
matrimonio, cuando lo había, como simples
comparsas sin voz. El auspex, vocablo
intraducibie que designa una función de augur
familiar y privado, era indispensable en la
ceremonia a pesar de no tener investidura
sacerdotal ni peso oficial. Tras examinar las
entrañas del animal, transmitía los buenos
auspicios a la pareja, ya que de no ser así era
señal de que los dioses rechazaban la unión y, por
tanto, el matrimonio no podía ser válido. Si los
augurios eran favorables, los novios se
intercambiaban ante su presencia su mutuo
consentimiento con una fórmula en la que
parecían fundirse tanto sus vidas como sus
voluntades: Ubi tu Gaius, ego Gaia. Entonces
culminaba el rito y los asistentes prorrumpían en
aclamaciones deseándoles buenos augurios: Fe-
liciter! (Que la felicidad sea con vosotros). Su
alegría se prolongaba en una fiesta que no
terminaba hasta que caía la noche, momento en el
que era obligado arrancar a la recién casada de los
brazos de su madre y arrastrarla a la casa de
su esposo. Un cortejo de flautistas seguidos por
cinco «portan-torchas» abría la comitiva. A lo
largo del camino, todos cantaban alegres y
picarescas canciones. Poco antes de
llegar, llamaban a los niños y les tiraban nueces,
esas nueces con las que la esposa jugaba de niña y
cuya resonancia en el empedrado de la calle era
presagio de una dicha fecunda. Ya cerca de la
casa, tres amigos del marido se adelantaban. El
paraninfo o pronubus, padrino de honor, llevaba
la antorcha nupcial hecha de espino blanco
fuertemente trenzado; los otros dos se hacían cargo
de la novia, la cogían en brazos y la hacían cruzar,
sin que sus pies tocasen el suelo, el umbral de su
nuevo hogar engalanado con colgaduras blancas y
ramas verdes. Tres damas de honor entraban
detrás de la nova nupta; dos de ellas llevaban, una
el bastidor de la novia y otra su huso, signos
evidentes de sus virtudes y
habilidades domésticas. Después de que el marido
le ofreciera el agua y el fuego, la tercera, en
realidad la primera dama de honor, o prónuba, la
conducía al lecho nupcial, momento en que
el marido la invitaba a tomar posesión de su sitio;
luego le quitaba la palla y desanudaba el nodus
herculeus de su cintura, mientras los asistentes se
retiraban con la discreción y la prisa que requerían
la buena educación y la tradición 16.

Olvidemos por un momento el sacrificio


sangriento y el arrebatado desgarro del velo
nupcial: ¿No es cierto que este ceremonial ha
sobrevivido al Imperio y, salvo algunos cambios,
sigue regulando la ceremonia de la mayoría de los
matrimonios contemporáneos? Como observaba
Duchesne no hace mucho tiempo, con una rara
lucidez: «Salvo la intervención del arúspice, todo
el ritual nupcial romano se conservó en el
ceremonial cristiano. Hasta las coronas
encontraron su función... Esencialmente
conservadora, la Iglesia no modificaba nada que
no fuera incompatible con sus creencias.» En
efecto, en su esencia, el matrimonio
cristiano consiste en la libre y mutua entrega de
dos almas. Independientemente de la celebración
que le sigue, incluso del rito en que se desarrolla,
el sacramento resulta de la afirmación de íntima
unión que pronuncian los cónyuges en
presencia del sacerdote, quien no cumple otra
función que la de testigo de Dios 17. Pues bien,
esta definición es semejante a la del matrimonio
romano de la época clásica. En realidad, la unión
quedaba constituida en el momento en que,
bendecidos por la divinidad, que hablaba por boca
del auspex, Gaius y Gaia declaraban su voluntad
de unirse el uno al otro, y debemos añadir que
pronunciando prácticamente las mismas palabras.
El resto no eran más que fiorituras y
añadiduras superfluas. Cuando a finales de la
República, Catón de Utica se volvió a casar con
Marcia, ambos decidieron renunciar al boato de la
celebración. Se hicieron juramento mutuo
sin pompa ni testigos; no avisaron a sus amigos. Se
unieron en silencio bajo los auspicios de Brutus:

Pignora nulla domus; nulli coiere propinqui

Iunguntur taciti contentique auspice Bruto 18.

La nobleza que se desprende de este mutuo


acuerdo era suficiente para unir en matrimonio a
dos almas; y es muy posible que el auge de la
filosofía, especialmente del estoicismo, ya
presente en las voces de Catón y de Porcia,
contribuyera a imponer en el derecho romano una
concepción más moderna que, con el tiempo y
ajena a su primitivo desarrollo, terminó por
cambiar de arriba abajo un sistema económico
basado en la familia. Para los antiguos romanos,
de los que Gaius habla como si fueran personajes
legendarios, la mujer debía estar condenada por su
futilidad natural a vivir en perpetua inferioridad 19.
En el matrimonio cum manu estaba sometida tanto
a la manus de sus ascendientes o sus agnados,
como posteriormente a la de su marido. Con el
matrimonio sine manu estaba sometida a la
autoridad del tutor llamado legítimo 20, que
forzosamente le era asignado de entre sus agnados
a la muerte del último de sus
descendientes. Solamente cuando el matrimonio
sine manu excluyó otras formas de tutela, la tutela
legítima perdió toda su importancia. A finales de
la República, bastaba que una pupila se quejara de
la ausencia de un tutor por breve que hubiera
sido, para que el pretor le asignara otro; y cuando,
a principios del Imperio, se dictaron las leyes
demográficas de Augusto, los tutores legítimos
fueron sacrificados para facilitar los matrimonios
prolíficos: estas leyes eximían de la tutela a las
esposas con más de tres hijos y prescribían el cese
del tutor que vacilara en aprobar el proyecto
matrimonial de su pupila o que no quisiera
entregarle su dote. Con Adriano, las mujeres
casadas ya no necesitaban el consentimiento de
su tutor para redactar su testamento; y los padres
ya no podían obligar a sus hijas a casarse contra su
voluntad, ni impedir que un matrimonio se
realizara si no había algún motivo plausible para
ello. Como testimonia el gran jurisconsulto
imperial, Salvio Juliano, las nupcias se
celebraban, no por obligación, sino con el
consentimiento de ambos esposos y la libre
conformidad de la mujer: nuptiae consensu con-
trahentium fiunt; nuptiis filiam familias
consentiré opor-

Emancipación y heroísmo de la mujer romana

Por supuesto, esta nueva definición del matrimonio


romano acabó por transformar su naturaleza, lo
que obviamente tuvo sus consecuencias. En la
sociedad actual, hemos visto cómo la justicia
allanaba y retiraba todos los obstáculos que
entorpecían la voluntad de los esposos; y lo que
aún quedaba de la autoridad de los padres, ha ido
desapareciendo al mismo tiempo que su derecho a
oponerse a las uniones deseadas por sus hijos. Lo
mismo sucedió en el Imperio romano. Con la
institución casi exclusiva de los matrimonios sine
manu, la matrona romana se vio liberada de sus
tutelas y pudo ser dueña de sus decisiones. Y al
hacerse dueña de sí misma, consiguió una
situación de igualdad en el matrimonio.

Así pues, contrariamente a la posición


generalizada de que las condiciones de vida de la
época imperial eran similares a las ya caducas de
los primeros siglos republicanos, hemos de decir
que, en la época en que nos situamos, la
mujer romana gozó de una dignidad y una
autonomía similares, si no superiores, a las
obtenidas por el movimiento
feminista contemporáneo. Más de un teórico del
feminismo antiguo, entre ellos Musonius Rufus,
había reivindicado sistemáticamente, bajo el
mandato de los Flavios, la igualdad intelectual y
moral de los dos sexos 22. A finales del siglo I y
comienzos del II, abundan las grandes figuras
femeninas cuya fortaleza de carácter resulta digna
de admiración. En el trono se suceden unas
emperatrices realmente dignas de llevar, como sus
maridos, el título sagrado de Augusta, que Livia no
consiguió hasta la muerte del suyo. Plotina
compartió tanto la gloria como las
responsabilidades con Trajano, al que acompañó
en la campaña contra los partos; supo traducir, o
suplir, la voluntad suprema del optimus princeps
en sus últimos momentos, haciendo que su secreto
sucesor, Adriano, obtuviera gracias a ella el
puesto máximo del Imperio sin que se alterasen el
orden y la paz. Sabina consiguió quedar al margen
de los comadreos a los que eran tan dados
los historiadores de la Historia Augusta,
desmentidos por multitud de devotas inscripciones
que celebran sus buenas acciones y por las
numerosas estatuas con que, en vida, se la había
divinizado. Por su parte, Adriano, de quien se
decía que había vivido con ella en continua
desavenencia, la rodeó de tanta consideración y
deferencia que, por ofenderla, el ab epistulis
Suetonio se vio privado de la noche a la mañana
de su «ministerio de la pluma». Por su parte, las
grandes damas de la aristocracia parecen evocar
los modelos imperecederos de aquellas heroínas
de reinos caducos que, habiendo sido confidentes
de sus esposos, implicadas en sus asuntos y su
política, no quieren abandonarles cuando el
peligro acecha y prefieren morir antes que dejarles
solos en manos de los tiranos.

En los tiempos de Tiberio, ni Sextia quiso


sobrevivir a Aemilius Scaurus, ni Paxea a
Pomponius Labeo 23. Cuando Nerón notificó a
Séneca la orden de su muerte, la joven esposa del
filósofo, Paulina, se abrió las venas con su
marido; y si no murió desangrada fue porque
Nerón, informado de su sacrificio, ordenó
impedirlo a cualquier precio, por lo que no tuvo
más remedio que dejarse vendar las muñecas y
curar sus heridas. El relato que nos ofrecen los
Anuales de esta patética escena, la imagen descrita
del rostro exangüe y doliente en el que la viuda de
Séneca llevó las huellas de la tragedia hasta el
final de sus días 24, expresan la profunda emoción
que inspiraba a los romanos de la época de
Trajano el recuerdo ya antiguo, tras medio siglo,
de este drama de amor conyugal. Tácito sintió por
la lealtad de Paulina la misma admiración que su
amigo Plinio el Joven por el valor que, en tiempos
de Claudio, había demostrado Arria, a quien
dedicó la más bella de las cartas que componen su
corresponden-

Una vez más pido disculpas por mis amplias


referencias a unas páginas célebres. Arria se había
casado con el senador Caecina Paetus. En una
circunstancia dolorosa, demostró el grado de
estoica devoción del que era capaz por amor a él.
Paetus estaba enfermo y también lo estaba su hijo;
al parecer, los dos estaban deshauciados. Un día el
joven murió. Estaba dotado de una gran belleza y
una pureza espiritual no común, por lo que sus
padres le querían mucho más por sus virtudes que
por el simple hecho de ser su hijo. Arria preparó
las exequias de su hijo y condujo el cortejo
fúnebre de modo que su marido no se diera cuenta
de nada. Al entrar en la habitación de Paetus,
fingía que su hijo aún vivía, que se encontraba
mejor; y como el padre le pidiera frecuentemente
noticias, ella le respondía: «Ha descansado bien
y ha comido con apetito.» Y dicho esto, luchando
por contener el llanto tanto tiempo ahogado, salía
de la habitación y se abandonaba a su dolor. Una
vez se hartaba de llorar, se secaba los ojos, se
recomponía el rostro y volvía a entrar, dejando,
por decirlo de algún modo, su dolor en la
puerta. Con este esfuerzo sobrehumano, Arria pudo
salvar a su marido de la enfermedad que le había
arrebatado a su hijo. Sin embargo, más tarde no
pudo evitarle el castigo imperial cuando, en el año
42 d. C., se vio implicado en el levantamiento de
Scribonianus y fue arrestado ante los ojos de
su mujer en Illyricum, lugar hasta donde ella lo
había acompañado. Suplicó a los soldados que se
la llevaran a ella también. «Es ley —decía— que
a un senador se le permita tener esclavos que le
sirvan la mesa, le vistan y le calcen; dejad, pues,
que lo haga yo.» Al ver que sus súplicas no
obtenían respuesta, alquiló una barca de pesca y
siguió por toda Italia a la nave en la que había sido
embarcado Paetus. Pero todo fue en vano. Ya en
Roma, Claudio se mostró despiadado. Entonces
Arria prometió que moriría con su marido. En un
principio, su yerno Thrasea puso todo su empeño
en disuadirla. «¿Consentirías tú —decía— que si
yo un día me hallara en la misma situación tu hija
quisiera perecer conmigo?» Arria no dudó un
momento en su drástica respuesta: «Si mi hija
hubiera vivido contigo tanto tiempo y con la misma
armonía que Paetus y yo, consentiría.» Y para
evitar nuevos intentos de disuasión, se lanzó de un
salto contra el muro, se golpeó la cabeza y cayó
sin conocimiento. Cuando volvió en sí le dijo: «Te
había prevenido que encontraría un camino, por
duro que fuera, que me llevara a la muerte si tú no
me dejas elegir el más fácil.» Y cuando a Paetus
le llegó la hora fatídica, sacó un puñal de su
túnica, se abrió el pecho y, después de arrancar el
arma de su seno, la tendió a su marido con una
frase inmortal y casi divina: «Paetus, esto no hace
daño.»

Si insisto en estos famosos episodios es porque


sus protagonistas femeninos encarnan la grandeza
humana de cierto tipo de mujer de la época.
Gracias a estas criaturas libres y orgullosas la
Roma antigua alcanzó una de las más altas cimas
morales de la humanidad, en el mismo tiempo en
que recibió el bautismo de sangre de los primeros
mártires del cristianismo. En el siglo II de nuestra
era su memoria fue objeto de verdadero culto y su
ejemplo, aunque cada vez más lejano, era imitado
por muchas mujeres. Es cierto que la justicia de
los emperadores de esta época evitó a las mujeres
el sacrificio que la cólera de Claudio, la crueldad
de Nerón o el rigor de Vespasiano impusieron a
las de otro tiempo, como en el caso de Arria la
Joven, víctima de este último emperador 26. Pero
la atrocidad de la vida diaria hacía que
aún estuvieran expuestas a sufrir situaciones
similares; y al menos en la aristocracia, la mujeres
romanas seguían sintiendo del mismo modo.

Plinio el Joven nos cuenta numerosos casos de su


entorno en los que las mujeres estaban tan unidas a
sus maridos que, cuando éstos iban a morir, ellas
decidían desaparecer con ellos. «Un día que
recorría en barca el lago Como —escribe Plinio
—, un amigo mayor que yo llamó mi
atención sobre una villa... que dominaba el lago.
»—Desde allí —me dijo— una mujer se arrojó al
lago con su marido.

»Yo le pregunté la razón. Al parecer, el marido


sufría por el dolor que le producía una úlcera en
los órganos genitales. Su mujer le exigió que se la
dejase ver, ya que nadie le decía francamente si la
herida tenía curación. Cuando la vio, supo que no
había esperanza. Entonces se ató a él y juntos se
tiraron al lago.» 27

Sin duda, se trata de casos excepcionales o, si se


prefiere, casos límite en los que el valor se
llevaba hasta las últimas consecuencias y la virtud
comenzaba a confundirse con un exceso de rigor.
Pero eran muchos los matrimonios unidos por un
verdadero amor, muchas las esposas
sencillamente nobles y puras. En la obra de
Marcial también aparece una galería de mujeres
abnegadas. Claudia Rufina, «aunque descendía de
bretones tatuados», tenía un alma realmente latina.
Nigrina, «más feliz que Evadne o Alceste, hubiera
merecido no tener que morir para probar su amor».
El límpido espíritu de Sulpicia se traslucía en sus
composiciones literarias: en ellas no mostraba el
frenesí de la adivina de la Cól-quida, no relataba
los horrores del festín de Thyestes; sólo deleitaba
con castos amores. «Jamás mujer alguna fue
más rebelde; pero jamás mujer alguna fue más
púdica; nunca hubiera aceptado convertirse en la
esposa de Júpiter o en la concubina de Apolo si su
Calenus le hubiese sido arrebatado.» 28 Del mismo
modo, la sociedad femenina que gravitaba en el
mundo de Plinio el Joven respiraba abnegación,
distinción y honestidad. La esposa de su viejo
amigo Macrinus «hubiera podido ser un digno
ejemplo si hubiese vivido tiempo atrás: vivió con
él treinta y nueve años sin tener una disputa ni un
enfado, en una armonía sin sombras y en respeto
mutuo» 29. El mismo Plinio parece que gozó de
una perfecta felicidad en su unión con su tercera
mujer, Calpur-nia. ¡Qué elogios le dedica cuando
pondera su delicadeza, su moderación y su amor,
prueba absoluta de su fidelidad, o cuando comenta
su gusto por las letras por amor a él! «¡Qué
angustia la embarga cuando él debe iniciar un
proceso! ¡Qué alegría cuando sabe que está
resuelto! Lee y relee el alegato, lo aprende de
memoria. Cuando él debe hacer una lectura
pública, ella le escucha tras una cortina, pendiente
de cualquier señal de aprobación en la sala.
Cuando él escribe versos, ella compone melodías
y los canta acompañada por una cítara sin haber
recibido nunca lecciones de maestro alguno; sólo
el amor es su maestro, el mejor de ellos.» 30
Calpurnia se nos muestra como la digna esposa de
un artista, como el prototipo moderno de la
compañera inseparable del gran hombre. Su
colaboración, desprovista del menor rasgo de
pedantería, se ve teñida por el encanto de una
juventud que añade frescura, en lugar de
marchitarla, a los sentimientos que experimenta
por su marido y a los que éste corresponde. Tanto
para uno como para otro, la más breve separación
supone un verdadero suplicio. Cuando Plinio se ve
obligado a alejarse, Calpurnia lo busca en sus
obras, que acaricia y coloca en los lugares donde
él suele estar. Cuando es Calpurnia quien se
ausenta, Plinio lee una y otra vez las cartas que
ella le escribe como si acabara de recibirlas.
Por la noche, su vivida imagen vela sus sueños.
Por el día, en las horas en que él acostumbra a
estar con ella, «sus pies le llevan sin darse cuenta»
a la habitación de su mujer, y siente el corazón
triste, «como si ella le hubiera cerrado la
puerta, cuando sale de la vacía habitación» 31.

Al leer este relato amoroso y lleno de ternura,


estamos tentados a rebelarnos contra el pesimismo
de La Rochefoucauld y a negar su máxima según la
cual no existían matrimonios romanos felices. Pero
cuando reflexionamos, nos damos cuenta de la
parte de convencionalismo que entrañan estas
efusivas declaraciones, algo afectadas y
novelescas. En el mundo en que vivió Plinio, los
matrimonios se unían más por conveniencia que
por la fuerza de los sentimientos. Seguramente él
eligió a su mujer del mismo modo que eligió la de
su amigo Minucios Acilianus, sopesando tanto sus
virtudes físicas y morales como sus lazos
familiares y su situación económica; pues, según
confesaba, no había por qué descuidar este último
aspecto —ne id quidem praetereun-dum esse
videtur 32. Lo que posiblemente más amara en
Calpurnia, era la admiración que ella demostraba
por sus escritos. Tenemos la impresión, por más
que él pretenda hacernos creer lo contrario, de que
no le costaba mucho consolarse de las ausencias
de su mujer, ocasiones que utilizaba para escribir
hermosas páginas en las que se deleitaba llorando
su ausencia, más por hacer literatura que por
añoranza. Pues sabemos que, cuando estaban
juntos, tampoco se veían mucho; al parecer hacían
vida en habitaciones separadas. Hasta en la paz de
su villa de Toscana Plinio buscaba, antes que
nada, la soledad que necesitaba para sus
continuas meditaciones. Es su secretario
(notarius), y no Calpurnia, quien acude al alba
junto al lecho de Plinio 33. Su amor conyugal,
regulado por el código de «las buenas
costumbres», para Plinio era ante todo un asunto
de cortesía social; y bien mirado, esta cortesía
estaba exenta de calor y de intimidad.

Recordemos, por ejemplo, las confusas cartas que


envió al abuelo y a la tía de Calpurnia para
anunciarles sus frustradas esperanzas de
paternidad 34. A Calpurnius Fabatus le dice:
«Cuanto mayor fuera tu deseo de que te diéramos
biznietos, mayor será el pesar al saber que tu nieta
tuvo un falso alumbramiento. Ignorante en su
gravidez por falta de experiencia, Calpurnia
omitió todo aquello que debía haber hecho e hizo,
por el contrario, todo lo que hubiera
debido omitir. Ha pagado su error de un modo muy
instructivo, pues ha estado a las puertas de la
muerte.» La carta a Calpurnia Hispulla varía en la
forma, pero no en el contenido de sus extrañas
explicaciones: «Calpurnia ha corrido un grave
peligro —¡que esta palabra no nos traiga la
desgracia!— no por su culpa, sino por culpa de su
edad. De aquí su falso alumbramiento y el triste
desenlace de un embarazo del que nada sabía.
Ruego excuses esta desgracia ante su padre, ya que
las mujeres están más preparadas para
comprenderlo...» En realidad, somos nosotros
quienes no comprendemos, a menos que aceptemos
que Plinio, tan atento a la educación intelectual de
su joven mujer, desdeñaba cualquier otro aspecto.
Su testimonio es de una frialdad que nos asusta,
de un distanciamiento que parece ir contra natura.
Es el revés de una libertad que se convierte en
indiferencia y de una igualdad que lleva a los
esposos, incluso a los más nobles, a una frialdad
egoísta, cuando no a un comportamiento
caprichoso y perverso.

Feminismo y amoralidad

Frente a estas heroínas de la aristocracia imperial,


mujeres irreprochables y madres excelentes, es
preciso oponer las esposas «liberadas», o mejor,
«desenfrenadas», cuyo modelo se hizo frecuente
por la nueva condición del matrimonio romano. Se
trata de mujeres que, por no querer renunciar a su
aspecto físico, eludían los derechos de
maternidad, mujeres que no querían ceder terreno
alguno al marido y rivalizaban con ellos hasta en
las pruebas de fuerza física, hasta entonces
prohibidas a su sexo, que no contentas con vivir
a costa de ellos, a veces lograban arreglárselas
para vivir sin ellos recurriendo a la traición y al
abandono sin que nada de esto las ruborizara.

Ya fuera por un descenso voluntario de la


natalidad, o a causa del empobrecimiento de la
raza, lo cierto es que las uniones romanas de
finales del siglo I y comienzos del II
con frecuencia resultaban estériles, sobre todo en
las clases más altas. A Nerva, quizá elegido
emperador por su celibato, le sucedieron Trajano
y Adriano, que aunque casados no tuvieron hijos
legítimos. Un cónsul como Plinio el Joven no tuvo
herederos de sus tres matrimonios, y por ello al
morir su fortuna fue repartida entre sus
fundaciones altruistas y su servidumbre. Por su
parte, la pequeña burguesía no era mucho más
prolífica; hemos hallado miles de epitafios en
los que el difunto es llorado por sus libertos, lo
que indica que no tenía descendencia. Marcial
considera a Claudia Rufina digna de admiración
porque tenía tres hijos; y dedica un epigrama a una
matrona, premiada dos veces en los juegos
seculares del año 47 y del 88 d. C., por haber
tenido cinco hijos con su marido. Vemos, pues,
que una fecundidad que en la actualidad no parece
merecer ninguna mención ni recompensa especial,
en la Roma de entonces era algo extraordinario y
digno de alabanza.

Estas romanas que se negaban a cumplir con su


deber de maternidad se entregaban, en cambio, con
un entusiasmo que más parecía desafío, a todo tipo
de ocupaciones celosamente reservadas en los
tiempos de la República a los hombres. Juvenal
bosqueja en su sexta sátira, para regocijo de los
lectores, una serie de retratos, casi caricaturas, de
mujeres que dejan el bordado, la lectura y el canto
o la lira y dedican toda su vitalidad a imitar a los
hombres, cuando no a dominarlos, en todos los
terrenos. Había mujeres que estudiaban con deleite
los informes de los procesos, o que se
apasionaban por la política; mujeres ávidas de
noticias de todo el mundo, aficionadas a los
cotilleos de la ciudad y las intrigas de la corte,
informadas de lo que sucedía a tracios y seres, de
las amenazas que se cernían sobre el rey de
Armenia o sobre los partos; mujeres lo
suficientemente desvergonzadas como para
exponer sus teorías delante de sus callados
maridos, con un escandaloso descaro, y sus
tácticas a los generales distinguidos con el
paludamentum. Las había que preferían alcanzar
una reputación literaria en lugar de dedicarse a la
diplomacia y los ejercicios de estrategia:
inagotables y locuaces, las vemos aparentar un
purismo ridículo del griego y del latín;
observamos cómo confunden con la exactitud de
sus citas y la firmeza de sus juicios a sus
interlocutores, cómo «justifican a Dido en su
muerte..., cómo comparan a Virgilio y a Homero»;
y cómo, con una indescriptible presunción, dejan
boquiabiertos a los gramáticos más eruditos y a
los retóricos más elocuentes 35. Seguramente
Plinio el Joven se dejó llevar por su encanto, ya
que recordamos los elogios que hace a Calpurnia y
la admiración que demuestra por su cultura y el
buen gusto de la compañera de Pompeius
Saturninus, cuyas cartas le parecen de tan bella
construcción que podían haberse tomado por
escritos de «Plauto o de Terencio en prosa» 36.
Por el contrario Juvenal, cuya filosofía adoptó más
tarde Crisalo, no podía soportar a estas «mujeres
omniscientes». Compara sus ruidosas charlas con
un ruido de calderos y campanillas, aborrece a
esas «preciosistas» que recitan el método de
Palaemon y no faltan nunca a las reglas del
lenguaje, y critica por su poca vergüenza a la
mujer «que no tiene estilo propio, ignora todo dato
de la historia y no comprende en absoluto nada de
lo que lee» 37.

Pero si las intelectuales ponían nervioso a Juvenal,


las deportistas aún irritaban mucho más al satírico.
Es casi seguro que en nuestros días habría
criticado ferozmente a las mujeres conductoras o a
las aviadoras. No escatimaba sarcasmos contra
aquellas mujeres que intervenían en las
cacerías de los hombres y, como Mevia, venablo
en mano y a pecho descubierto, «disparaban a los
jabalíes de Etruria»; ni contra las que competían
con vestimenta masculina en las carreras de
carros; ni, por supuesto, contra las que se
apasionaban por la esgrima o por la lucha. Elabla
sarcásticamente del ceroma con el que se
embadurnan, de los chismes que se ponen:
endromidas, brazales, polainas, talabartes,
cascos con plumas. Y de los ejercicios violentos
que les cortan la respiración: «¡Mirad con qué
ardor asestan los golpes que les han enseñado!
¿Quién no ha contado las muescas que dejan en la
meta de las fuertes estocadas que sacuden
escudo en mano...? ¿Quién sabe si no anida en su
corazón una ambición mayor, si su destino no es
competir en el anfiteatro?» Es posible que
aquellos de nosotros que admiren los magníficos
récords femeninos se alcen de hombros y tachen a
Juvenal de misógino y pobre de espíritu. Pero al
menos debemos aceptar que la escandalosa
crónica de su tiempo justifica los temores que el
poeta expresa en este grave interrogante: «¿Qué
pudor puede tener una mujer que, cubierta con el
casco, abdica de su sexo?» El feminismo que
triunfó en la época imperial no aportó más que
competitividad y lucha por la superioridad; y la
conclusión fatal a la que llegamos es que, al
emular en exceso a los hombres, la romana terminó
adquiriendo antes sus vicios que la fuerza que
tanto anhelaba y que la naturaleza le negaba 38.

Desde hacía tres siglos, las matronas romanas eran


comensales que se sentaban junto a sus esposos en
los banquetes. Pero, desde que se convirtieron en
sus competidoras en la palestra, empezaron a
alimentarse como los atletas y a disputar al marido
tanto su puesto en la mesa como la palma en la
arena. Las mujeres que no tenían la excusa del
deporte, adquirieron la costumbre de comer y
beber como si dedicaran su vida a ello. Petronio
nos describe a Fortunata, la gruesa esposa de
Trimalción, ahíta de comida y vino, con la lengua
pastosa, la mente confusa y la vista anegada por la
embriaguez. Las grandes damas, o consideradas
como tales por su fortuna, que poblaban las sátiras
de Juvenal, hacían alarde de una desvergonzada
glotonería. Una de ellas prolonga sus borracheras
hasta altas horas de la madrugada y «engulle
enormes ostras mientras destila el perfume del
vino puro de Falerno y siente que el techo gira
sobre su cabeza y se duplica el número de
antorchas de la habitación». Otra, aún más
abyecta, llega tarde a la cena, con el rostro
encendido como el fuego. «Tanta es su sed, que se
beberá toda el ánfora que tiene a los pies. Antes de
cenar, saca su segundo sextario, al que también
dará fin y tirará por el suelo; una vez bien lavado
su estómago, su apetito se hará voraz. Como una
larga serpiente enroscada en el fondo de un tonel,
ella bebe y vomita, provocando las náuseas de su
marido, quien tiene que hacer un enorme esfuerzo
para retener sus bilis.» 39

No cabe duda de que nos hallamos ante unas


repulsivas excepciones. Pero el hecho de que el
satírico encontrara entre las damas romanas a
estos personajes y que sus lectores las
reconocieran inmediatamente, es más que
suficiente. Es evidente que la independencia de la
que entonces gozaban las mujeres romanas las
llevó a adquirir unas licenciosas costumbres; y el
libertinaje en el que se movían, a la disolución de
los lazos familiares. Empezaban a vivir como
simples vecinas de sus maridos:

Vivit tamquam vicina mariti 40.

El siguiente paso será faltarles en la fidelidad que


les habían prometido, cuando no negársela desde
el mismo momento en que contraían matrimonio.
«Vivir la propia vida» era una fórmula que ya
estaba de moda en el siglo II de nuestra era. Una
de estas mujeres dice a su esposo:
«Entonces convinimos que tú harías lo que
quisieras y yo todo lo que se me antojara. Puedes
gritar y remover cielo y tierra, ¡soy humana!»:

Ut faceres tu quod velles nec non ego possem


Indulgere mihi. Clames licet et mare
cáelo Confundas! Homo sum! 41

Comprobamos, pues, que el adulterio no sólo


existía en los Epigramas de Marcial y en las
Sátiras de Juvenal. En la casta correspondencia de
Plinio el Joven podemos leer una carta
enteramente dedicada a contarnos las peripecias
del proceso que presidió Trajano, en calidad de
jefe supremo del ejército, contra un centurión
acusado de haber pervertido a la mujer de uno de
sus superiores, un tribuno senatorial de la legión a
la que pertenecía. Pero lo que causa ex-trañeza a
Plinio no es el adulterio en sí, sino las
inusuales circunstancias que rodean el caso: el
flagrante delito de indisciplina por el que se
degradó al centurión; las vacilaciones del tribuno
cuando, para salvar su honor, recurrió la sentencia
que, al parecer, había pronunciado el emperador
contra su mujer 42. Aparentemente, las
desavenencias conyugales eran numerosas en una
ciudad en la que Juvenal ruega encarecidamente al
amigo, al que ha invitado a cenar, que olvide en la
mesa las preocupaciones que le han
atormentado durante el día y, especialmente, las
que le provoca su esposa, una mujer que
acostumbraba a salir al alba para no volver a su
casa «hasta la noche, con el cabello desordenado
y los ojos y el aliento encendidos» 43.

En vano Augusto, cien años atrás, había intentado


castigar con rigor los amores adúlteros,
promulgando una ley que condenaba al exilio a los
culpables, les privaba de la mitad de su fortuna y
les prohibía de por vida el matrimonio entre
ambos. Y es de suponer que esta ley marcaba un
incuestionable progreso respecto a las leyes del
antiguo derecho romano. En tiempos de Catón el
Censor, por ejemplo, los romanos consideraban un
crimen el adulterio de la mujer; el marido
ultrajado estaba autorizado a castigar con
la muerte a su esposa, mientras que si él cometía
adulterio, la falta carecía de importancia y el
marido salía indemne del asunto. La legislación
imperial era más humana, ya que prohibía que el
marido hiciera un uso cruel de su propia justicia, y
al mismo tiempo era más igualitaria, pues
sancionaba a ambos. Pero el hecho de que esta
legislación penalizara, como diríamos en la
actualidad, el adulterio, es un indicio de la
frecuencia con que se cometía, si bien no sirvió
para erradicarlo 44. A finales del siglo I de nuestra
era, la lex Itilia de adulteriis prácticamente no
tenía vigor. Para poder aplicarla, Domiciano tuvo
que hacer una solemne revisión de sus
disposiciones. Marcial dedica todo tipo de
halagos cortesanos al «edicto sagrado del más
grande de los jefes», un edicto más importante
para Roma que sus victorias, ya que había
devuelto el pudor a la ciudad:

Plus debet tibí Roma quod púdica est 45.

Pero, una vez desaparecido Domiciano, el sistema


relegó a la lex Iulia al polvo de los archivos ante
la indiferencia de los jueces. Algunos años más
tarde, Juvenal se atrevía a mofarse de su autor,
«ese amante deshonrado por un incesto de tragedia
que pretendió poner en vigor unas normas amargas
para todos y terribles incluso para Marte y Venus»
46. Dos generaciones más tarde había caído en tal
descrédito que Septimio Severo tuvo que revisar
el trabajo de Domiciano 47, al igual que
Domiciano hizo con el de Augusto. A decir
verdad, si el número de adulterios disminuyó en el
siglo II no fue en absoluto por las severas
sanciones con que lo penaba una intermitente
legislación, sino más que nada por el divorcio, que
de alguna manera lo legitimaba.

El divorcio y la inestabilidad familiar

Nunca, ni en la época imperial, ni en los


legendarios tiempos a los que el romano del
Imperio gustaba remitirse para hallar una imagen
pura de su sociedad, el matrimonio romano había
sido indisoluble. En el matrimonio cum manu de
los primeros siglos era imposible que una mujer
pudiera repudiar al marido, bajo cuya autoridad
estaba sometida. Sin embargo, el marido podía
repudiar a la mujer basándose en el derecho que su
autoridad le confería. Pero la práctica, sin duda en
pro de la estabilidad familiar, fue aportando
cierta moderación a la aplicación de este
principio; incluso en el siglo III a. C., el abandono
de la mujer estaba subordinado, tal como nos
demuestran algunos ejemplos que la tradición ha
hecho llegar hasta nosotros, a la transgresión de
las normas por parte de la mujer y al examen del
caso por un consejo formado por la familia del
marido. Las Doce Tablas nos han transmitido un
extracto de la fórmula de esta condena, según la
cual el marido exigía a la mujer las llaves de la
casa que hasta ese momento habían estado en su
poder: claves ademit exegit 48. En el año 307 a.
C., los censores despojaron de su dignidad a un
senador que había repudiado a su mujer sin antes
convocar el tribunal familiar49; y un siglo después,
en el año 235 a. C., el senador Sp. Carvilius
Ruga escandalizaba a sus colegas al abandonar a
una mujer que no había cometido otra falta que no
darle hijos 50.

Pero estos casos pronto dejaron de asombrar a los


romanos, ya que en posteriores generaciones los
maridos abandonaban a sus mujeres sin que nadie
se indignara por ello ni la justicia hiciera nada
para impedirlo: unos se justificaban diciendo que
había salido sin cubrirse el rostro; otros, que se
había parado en la calle a charlar con una liberta
de mala reputación, o que había acudido sin
permiso a una representación de los juegos
públicos 51. Hubiera sido mucho más noble
carecer de pretextos que alegar unos tan
mezquinos. Pero a finales de la República, cuando
los maridos habían usurpado a la justicia el
derecho de anular las uniones establecidas,
ocurrió que el matrimonio sine mana concedió las
mismas prerrogativas a la mujer. Cuando la mujer
llegaba al matrimonio tutelada por sus parientes o
agnados, efectivamente eran los maridos quienes
tenían la última palabra para cortar los lazos y
devolver a la mujer —abducere uxo-rem. Pero si
ésta había perdido a sus padres, si no
dependía más que de sí misma y se gobernaba
según su propia ley —sui iuris—, la ruptura
dependía de ella 52. Así, en la época de Cicerón,
el divorcio de mutuo acuerdo o por la voluntad de
uno de los cónyuges era algo absolutamente
común. Sila, siendo ya viejo, se volvió a casar en
quintas nupcias con una joven divorciada llamada
Valeria, hermanastra del orador Hortensius 53.
Pompeyo, viudo de Aemilia y de Julia, se había
divorciado otras dos veces: una de Antistia, con
quien se había casado para ganarse la simpatía del
pretor que administraba su inmensa fortuna, por lo
que divorciarse de ella casi le costó su carrera
política, y otra de Mucia, de quien se separó por la
dudosa conducta que había llevado durante su
larga ausencia en las campañas de ultramar 54.
César, viudo de Cornelia, más tarde repudió a
Pompeia, con quien se había casado al morir la
hija de Cinna, por el solo motivo de que la esposa
del emperador, además de ser inocente, tenía que
estar limpia de toda sospecha 55. El virtuoso
Catón el Joven, después de separarse de Marcia,
no tuvo reparo alguno en unirse a ella de nuevo,
cuando ésta sumó a la fortuna que ya poseía la del
difunto Hortensius, con quien se había casado al
separarse de Catón 56. Y, sin más falsos pudores,
Cicerón no dudó en casarse a los cincuenta y
siete años con la joven y rica Publibia para sanear
sus finanzas, después de abandonar a Terencia,
con quien había estado casado durante treinta años
y tenía tres hijos; por su parte, tampoco parece que
Terencia lo lamentara mucho, ya que luego se
casaría dos veces más, primero con Sallus-tius y
luego con Messala Corvinus, y moriría siendo
centenaria 57.

Según el testimonio de los documentos que han


llegado hasta nosotros, a partir de entonces, y al
menos en la aristocracia, se produce una epidemia
de separaciones conyugales que, a pesar de las
leyes de Augusto (si no a causa de ellas), tiende a
hacerse endémica en los tiempos del Imperio. Y es
que Augusto, con su lex de ordinibus
marítandis, sólo pretendía frenar el descenso de la
natalidad en las clases altas; mediante la
regulación de las separaciones lo único que quiso
fue presionar a los divorciados para que
se volvieran a casar, ya que de ningún modo
intentó impedir el divorcio, sino favorecer nuevas
uniones ajustadas y más fecundas. También
prohibió la ruptura del compromiso establecido en
los esponsales porque observó que la ruptura
reiterativa de los noviazgos era el sistema
utilizado por los solteros empedernidos para
aplazar indefinidamente unas nupcias que nunca
llegaban a celebrarse, eludiendo de este modo
tanto las leyes como las sanciones que pesaban
sobre la separación 58. Sin duda no habría podido,
aunque tampoco lo deseaba, impedir los divorcios;
sólo se limitó a regularlos. En primer lugar
admitió que la voluntad de uno de los cónyuges era
suficiente para que se hiciera efectivo; lo único
que exigió fue que este deseo fuese expresado en
presencia de siete testigos y fuese notificado con
un mensaje enviado a través de un liberto de la
casa que tuviese la función de mensajero. Más
tarde permitió que la mujer repudiada, a través de
una demanda civil llamada actio rei uxoriae,
reivindicara su dote, incluso en el hipotético caso
de que, por falta de precaución o abuso de
confianza, ella o sus parientes no hubieran previsto
en el contrato la reclamación de sus bienes en caso
de ruptura. Más tarde, la restitución de los bienes
a la mujer fue algo obligado tras la ruptura,
excepto la parte correspondiente a la dote, cuya
«retención» el juez otorgaba al marido, en
concepto de ayuda para el mantenimiento de los
hijos que hubieran quedado a su cargo (propter
liberos), o a título de indemnización por los daños
que la esposa le hubiera causado, ya fuera por su
derroche (propter impensas), por sus hurtos
(propter res amotas) o su mala conducta (propter
mores) 59. Legislando de este modo, Augusto había
obedecido al mismo móvil que le había
hecho negar al marido la administración de la
parte de la dote correspondiente a las inversiones
en tierra itálica. Al defender la dote de la esposa,
punto de mira de continuos pretendientes, lo que
Augusto defendía era la posibilidad de un
nuevo matrimonio. Pero se encontró con que sus
disposiciones, coherentes con la política
demográfica y socialmente ineludibles,
consiguieron arruinar el espíritu de la familia
romana, consecuencia que él habría debido prever.
Pues si el temor de perder una dote obligaba al
marido a vivir con una mujer con quien se había
casado para obtener su dote, nada bueno podía
salir de sentimiento tan ruin. Esta avaricia aumentó
la servidumbre del marido frente a esa mujer
opulenta de la que habla Horacio:
... dotata regit virum coniux 60.

Pues envilecer el matrimonio no podía tener otro


resultado que mantener la unión hasta el momento
en que el hombre, harto de su mujer, empezara a
buscar otra mejor dotada; y es que esta legislación,
ponderada en exceso, en gran medida fue
responsable de la ruptura familiar. Por ello, no
debe sorprendernos que los textos de los dos
primeros siglos del Imperio no nos muestren más
que matrimonios cimentados en el dinero, por tanto
provisionales, o uniones disueltas por su causa.

Así, dueña y señora por su matrimonio sine manu


de sus bienes personales, segura gracias a las
leyes julianas de poder recuperar buena parte de
ellos, cuando no su totalidad merced a la
prohibición de que el marido pudiera administrar
sus propiedades en Italia o pudiera hipotecar
siquiera cualquier propiedad fuera de este ámbito,
la mujer romana vivió como una americana de la
Quinta Avenida que impone a su esposo la tiranía
de sus dólares 61. Debidamente asesorada por un
administrador que la colma de deferencia —ese
mezquino procurator que, en tiempos de
Domiciano, no se despegaba de la esposa de
Marianus 62— la romana hace y deshace, actúa y
ordena. Como dice Juvenal, «el marido no puede
dar nada sin su consentimiento, no puede vender
nada si ella se opone, no puede comprar si ella no
quiere» 63. Y mientras el satírico duda que haya en
el mundo alguien más insoportable que una mujer
rica

Intolerabilius nihil est quam femina divers 64,

Marcial escribe a su vez que nunca podría ser el


esposo de una de ellas, ya que no comprende cómo
los hombres permiten que les asfixien bajo el velo
nupcial:

Uxorem quare locupletem ducere nolim


quaeritis? Uxori nubere nolo meae 65.

Pero prisioneros de la dote, que no del amor, los


hombres tarde o temprano permitían que la mujer
les abandonase para salir en busca de otro
matrimonio dorado. Tanto en la Urbs como en la
Corte, los inconscientes matrimonios de la época
imperial se dedicaban a desmembrarse, o si
se prefiere, a desatarse para volverse a atar, y así
sucesivamente hasta la vejez o la muerte. El
liberto al que la ley de Augusto encomendaba la
función de mensajero del divorcio, no conoció el
paro en esta época. Juvenal nos menciona a este
atareado personaje en sus sátiras: «En el momento
en que tres arrugas surquen el rostro de Bibula,
Sertorius, su marido, volará hacia otros amores.
Entonces, un liberto de la casa le notificará:
¡Sertorius, haz tu hatillo y vete!» 66 Si la repudiada
era la mujer, tampoco ella tenía otro remedio que
obedecer la orden, cuya fórmula el poeta modifica
ligeramente, transmitida por Gaius en un texto
jurídico: tuas res tibí agito, «coge tus cosas»;
pero, eso sí, poniendo cuidado en no llevarse nada
del marido, cuya propiedad reconocía antes de
partir: «Dejo tus cosas contigo», tuas res
tibí habeto 67.
Pero no debemos creer que la iniciativa del
divorcio partía siempre del hombre. También las
mujeres repudiaban a sus maridos, y después de
imponerles su ley sin piedad, les abandonaban sin
ningún escrúpulo, como hace la voluble esposa
que Juvenal nos describe y que en el breve espacio
de cinco otoños tuvo ocho maridos 68; o como la
Telesilla de Marcial, que treinta días después de
que Domiciano pusiera en vigor las leyes julianas,
se casó con su décimo marido 69. En vano los
Césares quisieron imponer el modelo de su
monogamia. Sus súbditos, antes que imitar a
Trajano y Plotina, a Adriano y Sabina, o a
Antonino y Faustina, unidos de por vida, preferían
imitar a los emperadores precedentes, ya
que todos, incluido Augusto, se habían divorciado
una o varias veces. Según los jurisconsultos de
aquella época, eran tantos los divorcios y tantas
las sorpresas que, tras varios matrimonios
intermedios, eran muchas las ocasiones en que una
mujer y su dote acababan en el primer lecho
conyugal 70. Incluso las razones que en la
actualidad harían que una mujer con corazón
permaneciera junto a su esposo, la vejez, la
enfermedad, la partida a la guerra, entonces eran
motivos alegados para abandonar el hogar 71; y el
peor síntoma de la grave inmoralidad de la época
era que la opinión pública ya no se levantaba
airada contra estos hechos. Así, en la Roma de los
Antoninos, o podríamos decir en el Reno de la
antigüedad, las palabras de Séneca seguían
estando tristemente vigentes: «No hay mujer que se
ruborice por haber roto su matrimonio, ya que las
damas más ilustres han tomado por costumbre
llevar la cuenta de los años, ya no por los nombres
de los cónsules, sino por los de sus maridos. Se
divorcian para casarse; se casan para divorciarse:
exeunt matrimonii causa, nubunt repudii.» 72

¡Qué lejos del edificante retrato que nos brinda la


familia romana de los heroicos tiempos de la
República! Aquel edificio sin fisuras se
resquebrajó por todas partes. Entonces la mujer
estaba sometida a la estricta autoridad de su amo y
señor; ahora es su igual, compite con él o lo
domina 73. En aquel tiempo vivía bajo un régimen
legal de bienes comunes; ahora vive casi
exclusivamente bajo el régimen de una completa
separación de bienes. Antes se enorgullecía de su
fecundidad; ahora la rechaza. Era fiel; ahora es
voluble y depravada 74. Los divorcios eran muy
escasos; ahora se suceden con tanta frecuencia
que, según Marcial, se habían convertido en el
mejor modo de practicar el adulterio legal:

Quae nubit totiens, non nubit: adultera lege est


75.

CAPITULO V
LA EDUCACIÓN, LA CULTURA Y LAS
CREENCIAS:

LUCES Y SOMBRAS

Síntomas de descomposición

ADEMÁS de las leyes, existen otras causas


que precipitaron la decadencia romana, o al
menos determinaron la degradación de los
valores familiares.

Había motivos económicos, derivados del


pernicioso poder de unas riquezas mal adquiridas
y peor repartidas, como hemos visto
anteriormente. También había motivos
sociales, entre ellos la propagación del virus que
inoculó en la población libre el contacto con los
esclavos. Finalmente, y sobre todo, existían
motivos morales, que llevaban el desorden a los
espíritus en una Cosmopolis donde, la más llana
indiferencia y las supersticiones más groseras,
frenaban los anhelos de pureza de las nuevas
místicas.

En el primer cuarto del siglo II, período ilustrado


por las victorias de Trajano, los cautivos y
cautivas, que por millares llegaban desde la
Dacia, Arabia o las lejanas orillas del Eufrates y
del Tigris, inundaron los mercados y las casas
de la Urbs. Al mismo tiempo, en Roma se
agravaban los problemas derivados del
desmesurado aumento de la esclavitud. La
sociedad imperial verificó en propia carne la ley
natural según la cual, en cualquier tiempo o país
donde la esclavitud existe, el matrimonio se
empobrece o se mancilla, cuando no desaparece.
Incluso cuando se trataba de ricos romanos no
corrompidos, la perspectiva de una existencia en
la que habrían de luchar o contar diariamente con
la voluntad de una mujer legítima les hacía pensar,
antes que en las nupcias, en un concubinato
establecido por Augusto como una unión inferior,
pero lícita \ ante la cual la opinión pública no
mostraba el menor recelo y en la que se refugiaría,
tras quedar viudo, el sabio emperador Marco
Aurelio 2. Cuando a un romano le gustaba una
esclava, la liberaba consciente de que, por el
obsequium debido al amo, ella se le
mostraría dócil y fiel, y porque además sabía que,
si tenía hijos de ella, era suficiente con adoptarlos
para borrar cualquier signo de ilegitimidad. De
este modo también evitaban una formalidad cuyos
efectos podían menoscabar su autoridad. La
multitud de epitafios hallados en los que, un
hombre y una mujer, al mismo tiempo su liberta,
dejaban lugar en su sepultura no a sus
descendientes, sino a sus libertos, nos hace
sospechar que, en muchas uniones no precisamente
estériles, las parejas de segunda clase habían
preferido, antes que hacer una adrogatio en regla
de sus vástagos, optar por una simple manumissio
y añadir una cláusula por la que les dejaban una
parte de la herencia en el testamento. De este
modo comenzó un auténtico mestizaje en las
mejores familias que, al igual que hizo con
posteriores pueblos esclavistas, acentuó el
fenómeno de descomposición nacional y social
que produjo la profusión de libertos romanos.

Algunos ciudadanos romanos lograban salvar las


apariencias observando en su conducta una mínima
decencia externa. Pero otros muchos, y no
precisamente gente sin importancia, consideraban
demasiado rígidas y pesadas las cadenas de este
concubinato legal. Unicamente preocupados por su
bienestar y sus placeres, indiferentes a los deberes
de su condición y a la dignidad propia de su rango,
les resultaba más agradable reinar como «pachás»
en los harenes serviles que su gran fortuna les
permitía mantener. Cuando un colega de Plinio el
Joven en el Senado, el antiguo pretor Lar-cius
Macedo, fue asesinado por un grupo de esclavos
descontentos, un cortejo de «odaliscas» acompañó
al cadáver gritando y aullando de dolor:
concubinae cum ululatu et clamare concurrunt3.
Por último, la presencia de los esclavos también
creaba graves problemas entre los matrimonios
legítimos. Son numerosas las críticas de Marcial
contra los adulterios domiciliarios. Este autor se
burla del amo que vuelve a comprar a la sirvienta
sin cuyos favores no puede pasar; perfila con
palabras insinuantes a la gran dama perdidamente
enamorada de un peluquero, al que libera tras
entregarle la cantidad de dinero necesaria para
entrar en el orden ecuestre; o a la Manilla, madre
de numerosos hijos cuya paternidad no se le
atribuye a Cinna, su marido, sino al cocinero, al
administrador, al pastelero, al flautista o,
incluso, a su boxeador o su bufón. Sin duda,
Marcial relata en sus epigramas los casos más
escandalosos de la ciudad. Pero el tema habría
sido menos tratado si estos hechos no
hubieran sucedido con tanta frecuencia; y lo cierto
es que los poetas de aquel tiempo nos dejan la
impresión de que en muchos hogares romanos se
podían oír a menudo los reproches expresados en
este dístico:

Ancillariolum tua te vocat uxor et ipsa

Lecticariola est...

«Su mujer le llama corruptor de criadas, cuando


ella va detrás de los mozos de litera...» 4

Es evidente que el abuso de los esclavos condujo


a la degeneración moral, incluso en las familias
aristocráticas, donde los amores con la
servidumbre estaban prohibidos. Más que la
prostitución de las «lobas» que, al anochecer,
corrían por los caminos de los suburbios tras su
propia ruina 5, lo que degradó el matrimonio y lo
convirtió en una experiencia anodina y pasajera
fue la atmósfera de permisividad y desvergüenza
que crearon a su alrededor las relaciones
de concubinato con la servidumbre. Para haber
podido resistirse a su envilecedor contagio, los
romanos hubieran necesitado creer en algún ideal;
sin embargo, exceptuando algunos casos
individuales o ciertas escuelas filosóficas y
sectas de verdaderos creyentes, la conciencia
romana estaba debilitada por una cultura
demasiado elemental, superficial y demagógica,
condiciones que sólo sirvieron para alentar una fe
desfalleciente acorde con la realidad.
La escuela primaria

El cuidado de los hijos dejaba de ser patrimonio


de la mujer cuando acababa el período de la
infancia. Cornelia, madre de los Gracos, es la
única excepción gloriosa. En los austeros siglos de
la República, Catón el Viejo reivindicaba para sí
solo la formación de su hijo, a quien decía con
orgullo haber enseñado a leer, escribir, combatir y
nadar. Ya en el Imperio, fue preciso esperar al
mandato de Antonino Pío para que los jueces, una
vez presentadas las pruebas de la indignidad de un
padre, confiaran a la madre la custodia de sus
hijos, sin por ello despojar al padre de su
autoridad 6. Pero en la mayoría de los casos, desde
el momento en que dejaban de ser niños, la madre
se inhibía de manera natural del proceso de su
educación. La mujer rica los dejaba en manos del
notable pedagogo, al que compraba a precio de
oro, no sin antes tomar todas las precauciones
posibles al hacer su elección y dar toda clase de
consejos; con ello creía haber satisfecho sus
obligaciones 7. En cuanto a los pobres, lo más que
podían hacer era enviar a sus hijos a una de las
numerosas escuelas primarias que los
profesionales de la educación abrían en la ciudad
a finales del siglo II.

Sin embargo, estas costumbres fueron muy


perjudiciales para los romanos. Como decía Plinio
el Joven, la mujer caía en una ociosidad fatal
desde todo punto de vista. Las menos dignas,
encontraban en su falta de ocupación una
incitación o una excusa a sus extravíos. Las
honestas, cuanto más intentaban huir del ocio
aferrándose a esas vanas ocupaciones sin sentido,
más se dejaban llevar por el bullicio y el parloteo
de los «clubs» en los que terminaban reuniéndose
8, cuando no se resignaban a vegetar en un estado

de torpe placidez de gineceo, como la vieja


Ummidia Quadratilla, quien, hasta su muerte a los
ochenta años, había gastado su vida en acudir a los
juegos públicos, mover peones sobre un tablero o
llenar la casa de representaciones de pantomima 9.
Como consecuencia de ello, los hijos se
desarrollaban en una situación de grave abandono
materno. En realidad eran gentes de más baja
condición social, esclavos o en el mejor de los
casos libertos, quienes se encargaban de
educarlos, y esta flagrante paradoja llevó a
desastrosas consecuencias. Cuando el alumno
pertenecía a una familia privilegiada,
habitualmente trataba al maestro como
correspondía a una persona de rango inferior, es
decir, como a un sirviente, aunque en este caso se
tratara de su preceptor. Ya Plauto, en sus
Bacchides, creó el personaje de un precoz
adolescente, Pistoclero, que, para obligar a su
«pedagogo» Lydus a acompañarle a casa de su
amante, no tiene más que recordarle su condición
servil. «Pues, a fin de cuentas», le decía, «¿soy yo
tu esclavo o tú el mío?» 10 La cuestión no tenía
vuelta de hoja, por lo que más de un magister de
Roma tuvo que oír, como delicadamente señala
Gaston Boissier, la misma frase que Pistoclero
dedica a Lydus. En el caso de que los
adolescentes fueran de origen modesto, tampoco
tenían consideración alguna hacia el instructor de
baja condición social que tenían en la escuela y
que, retribuido con un irrisorio salario de ocho
ases, estaba obligado a desempeñar otras tareas,
como la de escribano público 11; los maestros no
tenían otra autoridad sobre sus alumnos que la que
les confería la badana o la férula que con tanto
rigor aplicaban en los tiempos de Marcial y
Juvenal, como dignos sucesores del Orbilius,
que había hecho temblar a Horacio 12.

El descrédito de esta profesión era notorio. Era tal


la antipatía que mostraban ante su figura los
analistas del siglo I a. C., que hicieron del
magister de Faleria el primer maestro de escuela
de toda la historia romana, un personaje de teatro
que representaba a un ingrato traidor 13. En los
tiempos del Imperio, los «pedagogos» no gozaban
de mejor reputación; las buenas almas les miraban
como se mira a la escoria de la sociedad 14. Es
fácil, sin embargo, enumerar las razones de su
desprestigio: en primer lugar, la indiferencia del

Estado por su función, ya que no controlaba su


actividad ni tomó a su cargo la retribución de su
labor hasta el año 425 de nuestra era, y en
Bizancio, hasta quince años después del saqueo de
Roma por Alarico 15; en segundo lugar, las
adversas condiciones en las que debían realizar su
tarea, ya que, en el mismo exiguo e incómodo local
se amontonaban niños y niñas de edades
comprendidas entre los siete y trece años para las
niñas y entre los siete y quince años para los niños
y, por último, la brutalidad con la que mantenían
la disciplina de unos grupos tan heteróclitos, lo
que siempre provocaba la hipocresía y cobardía
de los alumnos y, a veces, despertaba el sadismo
del maestro. «El dolor y el temor», testimonia con
tristeza Quintiliano, «obligan a los niños a hacer
cosas que nos parecen impropias de ellos y
que terminan cubriéndoles de vergüenza. Sería
mucho más acertado que antes nos preocupáramos
de asegurarnos de las buenas costumbres de sus
vigilantes y sus maestros. No me atrevo a
mencionar ni las infamias cometidas por unos
hombres amparados en su derecho al castigo
físico, ni los abusos que unos desgraciados niños
pueden cometer contra otros a causa de su miedo:
de sobra se me entiende (nimium est
quod intellegitur...)» 16.

Así pues, el Indus litterarius, cuya función era


instruir a la juventud, lo único que hacía era
corromperla; en muy pocas ocasiones logró que el
alumno llegara a sentir la belleza del
conocimiento. Abiertas desde el alba hasta el
mediodía, situadas bajo el sobrado de una tienda,
invadidas por el ruido de la calle y aisladas con
unas cuantas lonas, escuetamente amuebladas con
una silla para el maestro, unos bancos o taburetes
para los alumnos, un encerado, algunas repisas
y varios ábacos, las escuelas funcionaban con
desesperante monotonía durante todo el año,
exceptuando las nundinae, los Quinquatrus y las
vacaciones de verano. Las ambiciones del
instructor se limitaban a enseñar a sus alumnos a
leer mecánicamente, a escribir y a contar; y puesto
que disponía de varios años para llevar adelante
su tarea, no se preocupaba en absoluto de
perfeccionar sus pobres métodos o de poner al día
su monótono sistema. De este modo, con unas
técnicas que Quintiliano condenaba, enseñaba a
sus oyentes el orden y los nombres de las letras
antes de mostrarles su grafía, y cuando a duras
penas lograban distinguir los caracteres, les hacía
agruparlos en sílabas y palabras a costa de un
nuevo esfuerzo 17. Así, retrasaba el aprendizaje a
placer. Cuando los alumnos ya pasaban a la
escritura, se valía de los mismos métodos
irracionales para hacerles avanzar. De buenas a
primeras, les colocaba delante de un modelo;
pero, como nadie les había preparado para poder
reproducirlo, necesitaban que el maestro les
guiase la mano para dibujar las líneas del boceto,
de modo que se requerían innumerables sesiones
antes de que los alumnos pudieran realizar por
sí solos la copia que se les exigía 18. Finalmente,
el estudio de la aritmética no les proporcionaba
mayor interés ni les enseñaba a reflexionar.
Durante horas contaban con los dedos las
unidades, uno y dos con la mano derecha, tres y
cuatro con la izquierda, después de lo cual se
aplicaban en el cálculo de las decenas, centenas y
millares, pasando pequeños guijarros o calculi por
las correspondientes líneas de los abacos 19.

Sin duda hay indicios, aunque no fuera más que


por la inscripción de Aljustrel, de que los
príncipes del siglo II de nuestra era, y en
particular Adriano, se preocuparon de que las
escuelas primarias se expandieran a las provincias
más lejanas del Imperio, y que alentaron,
prometiéndoles inmunidad fiscal, a los pedagogos
interesados en la educación a instalarse en pueblos
recónditos, lugares como el distrito minero de
Vipasca, en Lusitania 20. También es probable
que las críticas de Quintiliano tuvieran eco y que
cundiera el ejemplo de algunas familias ilustres,
como la de Herodes At-ticus, quien puso a su hijo
un «pedagogo» que, para divertir a su alumno y
hacer más rápido su desarrollo, no dudó
en proporcionarle alfabetos de marfil o de
repostería, ni en hacer desfilar delante del niño a
unos esclavos que llevaban en la espalda un
inmenso cartel con cada una de las letras
del alfabeto latino 21. Pero para un maestro que se
esforzara en salirse del sistema, ¡cuántos había que
se aferraban a su pétrea rutina! La mayoría de los
ludí htterani que proliferaron en el siglo II
fracasaron en su tarea educadora. En general, nos
vemos obligados a reconocer que, a pesar de ser
la época más hermosa del Imperio, la escuela
romana no cumplió con la función que hoy cumplen
las nuestras. En lugar de fomentar la moralidad, la
debilitaron. En vez de fortalecer el cuerpo, lo
magullaron. Y si es cierto que amueblaron un poco
el espíritu, también lo es que fueron incapaces de
embellecerlo. Los alumnos dejaban la escuela con
un bagaje conseguido a costa de enormes
esfuerzos, unas discretas y prosaicas nociones, tan
ligeras que Vegecio, en el siglo IV, se mostrará
desolado ante la cantidad de iletrados que
llegaban a las legiones, individuos incapaces de
contar siquiera el número de cuerpos del ejército
22. En lugar de desarrollar imágenes creativas,
ideas serias y prolíficas o la capacidad intelectual
de la que se nutre una vocación, los romanos
adquirieron en sus escuelas el moroso recuerdo de
unos años perdidos en reiteraciones y torpes
balbuceos, puntualizados por crueles castigos. Así
pues, la educación popular romana fracasó; y si en
realidad hubo una auténtica pedagogía, no fue
gracias a los «pedagogos», sino a los gramáticos y
los retóricos que, guardando las debidas
distancias, fueron para la aristocracia y la
burguesía imperiales lo que en la actualidad es la
enseñanza secundaria y superior para nuestras
sociedades.

El formalismo pedagógico del gramático

Si nos dejamos llevar por los adeptos, henchidos


de su saber y su facundia, a través de la gramática
se llegó a la perfección, se alcanzó el bien
supremo. «Durante una comida», escribió Apuleyo
de Madaura, uno de estos brillantes oradores, «la
primera copa es para la sed, la segunda para la
alegría, la tercera para la voluptuosidad y la cuarta
para la locura. Por el contrario, en los festines de
las Musas, cuanto más bebemos más gana nuestra
alma en sabiduría y razón. La primera copa nos la
sirve el instructor (litterator), con la que
comenzamos a pulir la rudeza de nuestro espíritu.
La segunda nos la brinda el gramático
(grammaticus), engalanándonos con variados
conocimientos. Finalmente, le toca el turno al
retórico (rhetor), quien pone en nuestras manos el
arma de la elocuencia» 23. Es evidente lo
satisfecho que estaba de sí mismo. Pero, por
desgracia, había muchos romanos que no podían
llevarse esas copas a los labios. Lo cierto es que
la realidad no justificaba en absoluto el lirismo
de Apuleyo.

Lo primero que hay que tener en cuenta es que


gramáticos y retóricos sólo se dirigían a un
público minoritario; incluso en el siglo II de
nuestra era, su enseñanza conservaba el carácter
selectivo que en sus comienzos le había conferido
el recelo de una oligarquía dirigente. Cuando, en
el curso del siglo II, los Padres Conscriptos, cuya
diplomacia y táctica militar estaban impregnadas
del espíritu griego, vieron la necesidad de educar
a sus hijos por encima de unos súbditos y unos
vasallos que en el futuro habrían de gobernar,
empezaron a favorecer la creación de escuelas de
influencia helenística en Roma, nacidas para
competir con las que florecían en Oriente, en
Atenas, en Pérgamo o en Rodas, y preparadas para
enseñar según el método griego los conocimientos
que poseían los griegos más instruidos. Pero, al
mismo tiempo, se dieron cuenta del poder que
virtualmente poseía esta instrucción superior. Así,
resueltos a no ceder un ápice de su monopolio
político, se las compusieron para reservar las
ventajas de esta enseñanza a su clase. Los
primeros profesores de gramática y de retórica
que, con su autorización, se instalaron en Roma,
fueron refugiados de Asia o de Egipto, víctimas de
Aristonicos y de Ptolomeo Physcón, a quienes la
Urhs sirvió de refugio y de exilio. Unos y otros
enseñaron en griego. Cuando, tiempo después, los
gramáticos y retóricos italianos les sucedieron,
continuaron con sus hábitos de dar las clases de
gramática en griego y latín y de retórica
exclusivamente en griego. Hubo algunos intentos
aislados de quebrantar esta norma. Cuando surgió
la revolución democrática a la que va unido el
nombre de Marius, uno de sus protegidos, el
retórico Plotius Gallus, hizo pública su intención
de hablar en latín a sus alumnos; algunos años más
tarde se publicaba la «retórica de He-rennius»,
obra plagada de ejemplos extraídos de la historia
más reciente, llena de referencias a los temas
debatidos en los comicios, lo que indica que
procede de la misma corriente liberal, pragmática
y vulgarizadora. Pero la oligarquía se mantenía
alerta. Sabía que no debía dejarse arrebatar sus
prerrogativas de clase; y puesto que la elocuencia
era el arma principal en las asambleas donde,
todos los años, renovaban sus poderes, lucharon
porque sus hijos fueran los únicos en poseer sus
secretos y lucharon contra los innovadores.
La «retórica de Herennius» no se divulgó, de
modo que hoy no conocemos a su verdadero autor.
En cuanto a L. Plotius Gallus, se vio obligado a
suspender sus lecciones ante la orden de los
censores, que, en el año 93 a. C., juzgaron
que «había contravenido las normas de los sabios
antepasados y era culpable de adoptar
innovaciones contrarias a las costumbres» 24. Para
que las escuelas de elocuencia latina volvieran a
abrirse en Roma fue preciso esperar a la
dictadura de César, época en la que se utilizaron
los tratados de Cicerón 25, y al reinado imperial de
los Flavios, quienes subvencionaron
generosamente estas escuelas en la persona
de Quintiliano, el más ilustre de los maestros.
Pero, entonces, la baza ya estaba jugada y no había
vuelta atrás: la enseñanza de la retórica, aunque en
esta época se impartía tanto en latín como en
griego, continuaba siendo privilegio de
unos cuantos; y para seleccionar aún más el
alumnado, la clase de gramática, primer grado de
la retórica, seguirá siendo bilingüe hasta el final
del Alto Imperio.

Con el tiempo, la elocuencia, a la que apuntaban


tanto gramática como retórica, quedó vacía de
todo contenido sustancial. La política ya no se
servía de ella y en el foro se dejó de utilizar
cuando llegaron los pretorianos. De igual
modo, dejó de alimentar las controversias legales,
cada vez más limitadas a pequeños grupos de
especialistas desde que, a partir del principado de
Augusto y hasta el de Adriano, la jurisprudencia
quedara absorbida por los consejos de
Estado. Finalmente, la filosofía y las ciencias
matemáticas y naturales que, en la antigua Grecia,
estaban relacionadas con la elocuencia, sólo en su
país de origen, especialmente en el Museo de
Alejandría y de Atenas, gozaban de la
magnanimidad de Trajano y Adriano. En Roma,
donde los filósofos se vieron privados por
Vespasiano de los privilegios con los que este
emperador recompensó a retóricos y gramáticos 26,
los estudios filosóficos nunca lograron librarse del
veto impuesto por el Senado en el año 161 a. C. y
puesto de nuevo en vigor en el 153 a. C., cuando,
haciendo caso omiso de la inmunidad diplomática
de la que gozaban, decretó la expulsión del
académico Carneades, el estoico Diógenes y el
peripatético Critolaos 27. Estas disciplinas seguían
levantando sospechas y recelos 28; por tanto,
cuando alguien quería dedicarse a ellas de otro
modo que no fuera en amistosas conversaciones,
conferencias episódicas y minoritarias o
meditaciones solitarias dentro de una torre de
marfil, sólo tenía dos alternativas: o mantener en
su casa a un maestro, siempre que las
circunstancias económicas se lo permitieran,
o exiliarse a uno de aquellos pueblos lejanos
donde los filósofos estaban autorizados a exponer
públicamente sus reflexiones. Ya fueran físicos o
metafísicos, las únicas materias que podían
enseñar en lecciones públicas eran la política y la
historia; así, la elocuencia, privada de la
disciplina del pensamiento y de las ciencias, y
antes apartada de la práctica, giraba
incesantemente en torno a ejercicios literarios y
virtuosismos verbales. Por esta razón, a pesar de
la inclinación que hacia estas disciplinas mostraba
la juventud de las clases acomodadas, de la
protección de los emperadores y del lugar de
honor que ocupaban, en una ciudad en la que
César había destinado para su uso las tabernae de
su foro y Trajano un hemiciclo del suyo 29, los
estudios preparatorios de gramática y de retórica
resultaron estériles por el incurable formalismo en
el que había caído la elocuencia.

Los jóvenes iniciaban las lecciones de gramática a


una edad que, naturalmente, variaba según sus
aptitudes y la condición familiar, pero que, según
algunas inscripciones funerarias de los primeros
siglos de nuestra era, se remitía a la precoz edad
de los ñiños prodigio 30. Los jóvenes acudían a las
clases del gramático para iniciarse en la literatura,
o mejor dicho, en las dos literaturas, ya que el
grammaticus enseñaba tanto la griega como la
latina, y esto en el caso de que no diera prioridad
a la griega. En un libro reciente, y por otra parte
notable, sobre San Agustín y el final de la cultura
antigua, el profesor Marrou cree observar, a
partir de Quintiliano, un debilitamiento de lo
helenístico en la cultura romana 31; sin embargo,
estoy convencido de que esta visión subjetiva se
debe al hecho de haberse centrado en la
individualidad de su personaje, y me temo que ha
extendido a Italia unas conclusiones válidas para
el Africa de San Agustín, de quien sabemos que
nació en Tagaste, fue educado en Madaura y en
Cartago y murió siendo obispo de Hipona. Es fácil
señalar los múltiples hechos de la Roma del siglo
I que desmienten su opinión: la afectada
admiración que sienten por todo lo griego las
«damas» que Juvenal y Marcial ridiculizan 32; el
éxito que, durante todo el siglo II, tuvieron tanto en
la Galia como en Italia los retóricos griegos
itinerantes, de los que Luciano nos describe un
original prototipo 33; la publicación en griego de
los tratados de los filósofos, desde Musonius
Rufus hasta Favorinus de Arles; los epigramas
griegos del emperador Adriano y los
Pensamientos, también en griego, de Marco
Aurelio y, sobre todo, la persistencia del griego en
la liturgia y en la apologética de los cristianos en
Roma, ya que la Iglesia no adoptó el latín como su
lengua hasta la gran conmoción que, hacia
mediados del siglo III, dividió al Imperio e hizo
temblar los pilares de la civilización antigua 34.
Sería extraño que el griego hubiera cedido en
Roma en una época en la que, abriéndose paso en
todos los géneros, logró desplazar a la literatura
latina. Son muchas las inscripciones que
testimonian su predominio en la enseñanza, entre
ellas la que reza en la sepultura de un joven, Q.
Sulpicius Maximus, que murió a los once años
después de ganar el premio de poesía griega en los
Juegos Capitolinos del año 94 a. C., no sin antes
derrotar a cincuenta y dos competidores 35; o el
epitafio del hijo de Delmatius, en el que podemos
leer que, muerto a la edad de siete años y no
habiendo tenido tiempo de recibir lecciones de
griego, sólo conocía las letras latinas 36. Así pues,
parece que los gramáticos romanos siempre se
apoyaron en la literatura griega para enseñar la
latina, del mismo modo que, en los colegios de
hace algunos años, la enseñanza de nuestro idioma
se apoyaba en el latín.

Por consiguiente, lo que sus lecciones perdían en


actualidad seguramente lo ganaban en variedad.
Mientras que en la ludus litterarius el saber del
magister estaba contenido en un único libro, un
ejemplar de las Doce Tablas, cuyas letras los
arrapiezos deletreaban antes de pasar a la
escritura, los grammaticus disponían de una doble
biblioteca. Pero la selección de las obras era
desigual; había un marcado predominio de las
obras extranjeras, en especial de los textos de la
antigüedad. Si bien es cierto que escritores como
Homero, los Trágicos o los Cómicos, en especial
Menandro, los Líricos o Esopo, les
proporcionaban una abundante fuente de textos
griegos, durante mucho tiempo la variedad de
autores latinos se limitó a los poetas de las
primeras generaciones: Livio Andrónico, Ennio o
Terencio; y todavía se permitían el lujo de
explicar en griego a estos escritores, cuyas obras,
en mayor o menor grado, eran adaptaciones
de obras griegas 37.

En el último cuarto del siglo I a. C., un liberto de


Atti-cus, Q. Caecilius Epirota, decidió llevar a
cabo una doble revolución en la clase de
gramática que entonces impartía: tuvo la osadía de
hablar en latín y concedió a la cultura latina el
honor de explicar en sus clases la obra de dos
autores autóctonos, uno aún vivo y otro
recientemente fallecido, Virgilio y Cicerón 38. Su
audacia fue tímidamente secundada. En los dos
primeros siglos del Imperio, vemos cómo
las obras de autores ilustres, fallecidos una o dos
generaciones antes, empiezan a formar parte del
programa del gramático; unas veces son obras en
prosa, como los tratados de Séneca, otras en
verso, como las Epístolas de Horacio, los Fastos
de Ovidio, la Farsalia de Lucano y la Tebaida de
Estacio. Pero estos discontinuos intentos de
revitalizar la literatura latina no bastaron para
modificar el carácter de una enseñanza
fundamentalmente «clásica», ya que ante todo se
plegaba a la fuente tradicional de los textos ya
consagrados. Incluso es probable que con todo
ello el gusto por lo clásico renaciera, sobre todo
en tiempos de Adriano, ya que numerosas estatuas
y bajorrelieves de fría elegancia nos confirman un
renovado aticismo y una pasión por toda la
literatura arcaica en este emperador, más seducido
por Catón el Viejo y por Ennio que por Virgilio y
Cicerón. Exceptuando algunos períodos, la escuela
de gramática en Roma siempre miró hacia el
pasado; a decir verdad, el latín que en ella se
enseñaba nunca fue una lengua viva, sino al igual
que el griego, la lengua de la que los «clásicos» se
habían servido, esculpiéndola con su talento en
unos moldes que ya no abandonaría. De modo que,
en la orientación estrictamente libresca de la
enseñanza de los grammatici, ya aparecía el
primer signo de una esclerosis que la vana
complejidad de sus métodos habría de hacer aún
más grave.

En primer lugar, el método constaba de unos


ejercicios de lectura en voz alta y recitaciones de
memoria. Orientada a formar al futuro orador, la
clase de gramática comenzaba con un curso de
dicción que, si bien refinaba el gusto de
los alumnos y aumentaba su capacidad de
comprensión, al mismo tiempo desarrollaba en
ellos, en detrimento de una sensibilidad más
profunda, una tendencia a adoptar aires de
galanura y ademanes teatrales. A continuación, el
profesor abordaba la exégesis de los textos con los
alumnos. Se trataba de interpretar y comparar las
distintas obras que manejaban, ya que los
caprichos de su transmisión manuscrita hacían que
surgieran muchas divergencias sobre un
mismo texto, hecho que en nuestros días no suele
ocurrir. Tras la exégesis procedían a la
emendatio, o crítica verbal, lo que les obligaba a
realizar un acto de reflexión; pero lo que podría
haber constituido un saludable entrenamiento para
la inteligencia, un modo de aclarar los conceptos,
se convertía en un juicio falseado por las eternas
discusiones sobre las cualidades y los defectos de
los pasajes elegidos y por los prejuicios estéticos
a que se veía sometida. Todo esto terminaba
generosamente con un comentario de conjunto o
enarra-tio, pero esta conclusión resultaba tan
viciada que, años más tarde, dio lugar a que se
falsearan las obras de muchos autores, entre ellas
las de Servius.

El gramático hacía un rápido análisis de la obra


elegida y a continuación iniciaba su
esclarecimiento, o explanado, frase a frase o
verso a verso, revelando con una
meticulosa pedantería el sentido de cada palabra,
definiendo cada una de las figuras y los distintos
tropos a que podían dar lugar: metáfora,
metonimia, catacresis, litote y silepsis. Nunca
consideraba el contenido sino de forma
secundaria, en función de los vocablos que lo
significaban y, en cierto modo, dejaba en el aire la
comprensión de los conceptos reales, siempre
sometidos a la lectura entre líneas de los
enunciados. De este modo, las disciplinas a las
que los romanos denominaban «artes liberales»,
sólo intervenían de un modo indirecto; el abanico
de materias quedaba muy lejos de abarcar todos
los aspectos del saber al que los griegos llamaban
ey-Jtaióeía, es decir, no la educación
enciclopédica, sino la educación corriente y
limitada que, sin grandes cambios, la antigüedad
legó a la Edad Media. El gramático romano tocaba
todo sin profundizar en nada, por lo que
los alumnos no hacían sino rozar someramente los
conocimientos relacionados con la literatura: la
mitología, indispensable para el entendimiento de
las leyendas poéticas; la música, ya que de ella
dependía la métrica de las odas o de los coros de
la tragedia; la geografía, cuando era preciso
seguir a Ulises en las peripecias de su regreso; la
historia, sin la cual ningún pasaje de la Eneida
hubiera sido inteligible; la astronomía, desde el
momento en que aparece o se esconde una estrella
en la cadencia de un verso, y las matemáticas, en
la medida en que condicionan la música y la
astronomía. Cegados por su profundo sentido
práctico, ávidos de resultados inmediatos, los
romanos no veían la utilidad de una búsqueda
desinteresada cuyos resultados sólo se
mostrarían tiempo después. No comprendían su
valor ni se sentían atraídos por ello.
Coleccionaban las fórmulas que les llevaban a
resultados inmediatos y adquirían su ciencia de los
libros sin sentir nunca la necesidad de
perfeccionarla ni dominarla. Por ejemplo, uno de
sus estimados autores, el rey Juba, educado en la
casa de Octavia, cuyos estados mauritanos estaban
plagados de rebaños de elefantes, antes que verlos
con sus propios ojos prefirió documentarse en los
mediocres cuentos que constituían sus lecturas,
para luego ofrecer una visión vulgar de estos
animales en sus escritos. Cincuenta años después,
Salustio, nombrado por César gobernador de la
nueva provincia africana, mostró tan poco interés
sobre las provincias que quedaban fuera de su
autoridad que, cuando tuvo que situar a Cirta,
actual Constantina y antigua capital de Numidia, en
su obra De bello Iugurthino, lo hizo diciendo con
toda tranquilidad que quedaba «no lejos del mar»
39. Si tal era en Roma la apatía de sus más

eminentes espíritus, es comprensible que la gran


mayoría de ciudadanos medios no reaccionara
contra un sistema de educación que relegaba la
ciencia al papel de esclava de la literatura, del
mismo modo que en la Edad Media la filosofía
se convirtió en la humilde ciencia auxiliar de la
teología. Sin duda, nada contribuyó tanto a secar la
fuente de la enseñanza de los romanos como esta
insensata subordinación, de no ser la vanidad del
fin último que perseguía su conocimiento de la
literatura, orientado a formar oradores en un
tiempo en que el arte de la oratoria no tenía razón
de ser.
La oratoria ficticia

Pues, tal como escribió Tácito, la gran elocuencia


—magna eloquentia—, la verdadera elocuencia,
aquella que, si es necesario, se burla de la
elocuencia, «se parece a la llama. Como ella
necesita materiales con qué alimentarse; como
ella se mantiene viva con el movimiento y sólo
ilumina si brilla» 40. Y lo mismo que la llama
muere cuando le falta el aire, la elocuencia muere
cuando no tiene libertad. Es evidente que la
historia confirma la opinión de Tácito. La
elocuencia no pudo sobrevivir cuando en Roma se
disolvieron las asambleas, como no pudo
sobrevivir en Grecia al advenimiento del
despotismo en los estados de los Diadocos.
El maestro de Alejandría, Aristóteles, distinguía
tres clases de elocuencia: aquella que perseguía
mover a una decisión, la que pretendía justificar
resoluciones anteriormente tomadas y la que se
limitaba a hacer un relato o elogio de algún hecho,
independientemente de sus resultados o de la
conducta de los hombres que hubieran intervenido.
Este filósofo reconocía la superioridad de la
primera sobre la segunda y de la segunda sobre la
tercera. Sin embargo, en el año 150 a. C., el
retórico Hermágoras invierte el orden de valores y
da prioridad a la elocuencia que él llamaba
«epidíctica», es decir, a la elocuencia puramente
ornamental, mucho más meritoria, a su entender,
por cuanto se movía en un plano autónomo y
ficticio e implicaba una búsqueda del arte por
el arte, lo que por otra parte es insostenible en esta
doctrina 41. Conscientemente o no, Hermágoras
había sacado las conclusiones de lo que supuso la
revolución en los reinos helenísticos; y los
romanos adoptaron de buen grado su paradoja al
acomodarse a un régimen político, semejante al
de los Basileis, donde la soberanía del imperator
se impuso sobre toda la República. Menos de una
generación después de que Catón el Viejo
definiera al orador como un hombre con habilidad
para hacer prevalecer el bien —vir bonus et
dicen-di peritus—, subordinando de este modo la
elocuencia a la realidad, los romanos aceptaban
sin protestar los tratados de retórica griega que
separaban ambos conceptos. Cuando, más tarde,
César adaptó la retórica a su monarquía, es
evidente que consumó un divorcio que condenaba
a la elocuencia de las escuelas a devanarse en el
vacío, entre fórmulas estereotipadas y sonoras
voces sin eco.

Sistemáticamente, los profesores de retórica


hicieron monolítica la composición de los
discursos, dividiéndolos en seis partes que iban
desde el exordio hasta la perorata. Luego
analizaban las posibles combinaciones a las que
eventualmente podían adaptarse. A continuación,
iniciaban una serie de ejercicios adaptados a este
fin, es decir, a conseguir la perfección de cada una
de las partes: narración, sentencia, ebria,
expresión de los caracteres o etopeya, tesis y
discusión 4Z. Preveían los menores detalles y
hacían el desarrollo siguiendo unas progresiones
invariables, en una cadencia casi automática. Da la
impresión de que todos tomaban en serio la
importancia de crear un método propio —fiunt
oratores— y que, iniciando a sus alumnos en estas
acrobacias, estaban convencidos de poder merecer
por fin el hermoso título. Nada quizá más
característico de su absurdo método que la chria,
esa declinación, no de los vocablos, sino del
pensamiento, o de las proposiciones que lo
expresaban bajo la apariencia de un elevado
dominio, como si la máxima de un sabio pudiera
matizarse y enriquecerse sometiéndola a la
variedad de casos y de nombres por los que la
hacían pasar infatigablemente: «Marcus Porcius
Catón dijo que las raíces de la ciencia eran
amargas; de Marcus Porcius Catón, he aquí la
máxima que...; Marcus Porcius Catón creía
que...; Marcus Porcius Catón dijo que...; los
Marcus Porcius Catón han dicho que..., etc.» Así,
Moliere ridiculizará más tarde a su personaje, el
señor Jourdain, haciéndole ensayar innumerables
variaciones de la chria que su profesor le propone
para iniciarle en el arte del bien decir: «Hermosa
marquesa, sus bellos ojos me hacen morir de amor;
de amor, hermosa marquesa, sus bellos ojos me
hacen morir, etc.» Sin embargo, ningún retórico
romano de los siglos I y II d. C. osaba reírse de
las ebrias, cuyos anodinos enunciados nos
ha transmitido Suetonio y más tarde Diomedes 43,
práctica que también aconsejaba Quintiliano en su
Tratado 44.

Por último, cuando el profesor de retórica juzgaba


que sus alumnos ya estaban suficientemente
familiarizados con las idas y venidas de este
psitacismo, les hacía probar su talento declamando
en una arenga pública. Hasta los tiempos del
Imperio, estos ejercicios recibían el título de
causae, palabra de la que deriva el vocablo
francés chose. Ya se tratara de suasoriae, en las
que se discutían casos de conciencia más o menos
espinosos, o de controversiae, bien alegatos o
falsas requisitorias, lo cierto es que nunca
lograban ser otra cosa que declamationes, término
ya entonces peyorativo. Si los maestros hubiesen
sabido desprenderse de sus manías, esta clase de
pruebas podría haber establecido de nuevo
el contacto entre la teoría y la realidad. Pero, por
el contrario, parece que porfiaban en ellas, ya que,
cuanto más inverosímil era el asunto, mayor
inclinación mostraban por él. En sus orígenes, el
grammaticus y el rhetor eran una misma persona
45. Más tarde, sus escuelas se separaron, pero
siempre existió entre ellas el lazo de su primitiva
unión. El gramático preparaba el terreno para las
clases del retórico; éste, a su vez, profundizaba en
las ideas e imágenes que había explicado el
gramático. Por consiguiente, y aunque cambiara el
alumno de clase, la enseñanza era la misma en lo
esencial, seguía estando al servicio de una
literatura artificial y siendo prisionera de un
estrecho clasicismo.

Por ejemplo, los temas de las suasoriae que


proponía Séneca padre, lejos de estudiar los
problemas de la actualidad, hacían referencia a un
pasado extraño y lejano. Las más recientes que
conocemos se remiten a episodios imaginarios de
las últimas semanas de Cicerón: en una de ellas,
Cicerón vacila en solicitar o no el perdón de
Antonino; en otra se estudia la posibilidad de que
acepte quemar sus obras para obtenerlo. Pero,
generalmente, casi todas aludían a episodios de la
historia griega: Alejandro Magno no sabe si
navegar por el Océano índico o si entrará en
Babilonia a pesar de los oráculos; los atenienses
deliberan si aceptarán el ultimátum de Jerjes, y los
trescientos espartanos de Leónidas deciden si
lucharán hasta el final para retrasar el paso de
los persas por las Termopilas. Sin embargo, a
veces estos hechos les resultaban demasiado
recientes o comunes. Entonces, el retórico busca
en las brumas legendarias de un remoto pasado y
propone a sus alumnos un discurso en el
que Agamenón relate cómo logró que su flota
navegara con vientos favorables y cómo obedeció
a las exhortaciones proféti-cas de Calchas y
sacrificó a su hija Ifigenia.

La artificialidad de estas suasoriae es más que


evidente. En cuanto a las controversiae, cuya
función habría debido ser la de preparar a los
futuros abogados, se apartaban intencionadamente
de los pequeños incidentes de la vida cotidiana y
se perdían en un mundo ilusorio de hipótesis
ajenas y monstruosos casos. Los esquemas que
Suetonio extrajo de los antiguos manuales ya
muestran esta morbosa inclinación hacia lo
excepcional y lo extravagante. En uno de aquellos
procesos simulados, unos cuantos ociosos llegan
a la playa de Ostia para respirar la brisa marina de
un hermoso día de verano y acuerdan con un
pescador la compra de la pesca que obtenga en el
día. Pero cuando éste vuelve, le reclaman por el
mismo irrisorio precio el lingote de oro que, por
azar, había ido a parar a su red. Otro proceso
enfrenta a un vendedor de esclavos y a uno de sus
mejores ejemplares. Al vendedor, para evitarse el
impuesto con que en la aduana gravaban a los
mejores esclavos, se le ocurre, al desembarcar en
Brindisi, vestir a un joven esclavo con la
toga pretexta, atuendo de los jóvenes libres. Una
vez en Roma, el muchacho se niega a quitarse el
disfraz, y asegura mordíais haberlo recibido como
prueba de su libertad definitiva 46.

Sin embargo, estos absurdos alegatos todavía


conceden un pequeño lugar a la realidad, mientras
que en las contro-versiae que abundantemente nos
ha transmitido Séneca padre, la realidad se niega
sistemáticamente. En lugar de ceñir estos
ejercicios de sus alumnos a los procesos de la
época, el retórico busca los hechos más
anacrónicos e inverosímiles. Evita en sus
controversiae todo lo que se sitúa en el marco del
derecho civil. En la mayoría de las ocasiones se
sirve de hechos imaginarios, generalmente
deformados o alambicados y profundamente
antinaturales, regulados, despreciando así la
lógica, por unas legislaciones lejanas y caducas,
es decir, fabricadas con los más dispares
elementos por él mismo. Entre los temas
propuestos por Séneca padre no he hallado más
que uno que estuviera basado, sin sensibles
alteraciones, en un auténtico testimonio de los
anales latinos: la acusación de supuesto abuso de
autoridad contra L. Quinc-tius Flaminius, quien,
siendo gobernador de la Galia, en el curso de un
banquete ordenó cortar la cabeza de uno de
sus prisioneros para satisfacer el deseo de su
amante. Todos los demás esquemas de Séneca
padre desvirtúan impúdicamente la realidad.
Sabemos, por ejemplo, que cuando las
proscripciones del año 43 a. C., Cicerón fue
ejecutado por un tal Po-pilius Laenas, al que años
atrás había defendido en un asunto probablemente
de derecho civil y, por lo que parece,
insignificante, ya que ninguno de nuestros autores
ha podido revelar su naturaleza. El retórico
aprovecha la coincidencia y condena esta prueba
de ingratitud; pero como no le parece suficiente,
engorda el hecho a su antojo y dicta a sus alumnos
el siguiente texto: «Popilius, acusado de
parricidio, es defendido por Cicerón y queda
absuelto. Tiempo después Cicerón, proscrito por
Antonino, es muerto a manos de Popilius. Entablar
contra Popilius una querella por malas
costumbres.» En este caso concreto, una actio de
moribus es improcedente, además de que los
hechos son inventados por necesidades del
profesor 47, ya que nadie ha podido atestiguar que
Popilius Laenas hubiera cometido otro crimen
que el asesinato legal de Cicerón. Poco le importa
al retórico alterar las normas del derecho y
violentar la historia si con ello logra, a costa de
conscientes errores, dar cuerpo a la arenga
propuesta a los alumnos.

En esta ocasión Séneca padre consiente en


enmarcar su tema en un decorado romano, lo que
no ocurría siempre. De ordinario, prefiere teñirlo
de exotismo y desorientar a su auditorio, y así
recurre a la Grecia antigua para obtener unas
anécdotas que él mismo se encarga de sazonar. En
un caso supone que una ley de Elide prescribía que
se cortaran las manos a los sacrilegos, y con ello
crea la siguiente controversia absolutamente
imaginaria: las gentes de Elide rogaron a Atenas
que les enviase a Fidias para que esculpiera una
estatua dedicada a Júpiter Olímpico. Atenas les
mandó al artista con la condición de que se lo
devolvieran o le pagaran cien talentos. Cuando
Fidias hubo terminado su obra, le acusaron de
haberse quedado con parte del oro destinado a la
estatua divina y le mandaron a Atenas, después de
haberle cortado las manos como a un sacrilego. El
abogado de Atenas reclama los cien talentos, pero
el de Elide se niega a pagarlos. En otro caso, el
retórico trastoca con sus descabelladas fantasías la
historia de Ificrates y la de Cimón, hijo
de Milcíades; y para mejor excitar el espanto y la
piedad, inventa, alterando la cronología, una
increíble requisitoria contra Parrasio,
transformándolo en un infame verdugo que tortura
a su modelo, un prisionero de Olinto, a fin de
que los sufrimientos de Prometeo, figura del
cuadro destinado al templo de Atenea, parecieran
más reales. Las únicas ocasiones en que el
profesor de retórica no alteraba la historia eran
aquellas en las que se dedicaba a componer
pequeñas novelas policíacas, con unos personajes
desproporcionados y unas peripecias estrafalarias.
En sus clases no se escuchaban más que hechos
tiránicos y relatos de conspiraciones,
levantamientos y muestras de reconocimiento,
obscenidades y horrores. Se deja oír la queja de
un marido que acusa a su mujer de adulterio
cuando un rico comerciante del vecindario la
nombra su heredera en honor a su virtud; la de un
padre que desea desheredar a un hijo porque éste
se niega a consentir en un matrimonio de
conveniencia, y ha elegido como mujer a la hija de
un bandido, gracias a la cual ha salvado la vida y
recobrado la libertad; la de un soldado valiente e
impío que, para asegurarse la victoria, saquea
una tumba situada en las proximidades del campo
de batalla y roba las armas que guardaba la
sepultura; o la de una virgen que sus raptores
habían obligado a prostituirse por la fuerza pero
que, luchando por recobrar su dignidad, mata a un
soldado que se le aproxima y huye del lupanar,
hasta que una vez libre alcanza la dignidad de
sacerdotisa en un santuario.

Los maestros de retórica estaban orgullosos de sus


métodos. Obsesionados por la búsqueda del
efecto, creerán lograrlo tanto más cuanto se
imaginaban las situaciones menos probables y más
embrolladas, cuanto los personajes resultaban
menos reales. Consideraban que el valor de un
discurso estaba en el número y el grado de las
dificultades que lograban superar y, ante todo,
ponderaban aquella elocuencia que conseguía
desarrollar lo inconcebible —materias ino-
pinabiles— o, por decirlo de otro modo, que
lograba obtener algo de nada, como el caso de
Favorinus de Arles, quien, en tiempos de Adriano,
logró entusiasmar a la concurrencia con un elogio
de Thersites * y con una acción de gracias a las
fiebres cuartanas. En resumen, los retóricos
confundían continuamente el arte con el artificio y
la originalidad con la inverosimilitud, lo que hace
que entendamos por qué no fueron capaces de
formar más que comicastros y papagayos. Es
cierto que han existido, y todavía existen entre
nosotros, críticos que «de algún modo» pretenden
defenderlos con el argumento de que su pedagogía
estaba orientada en un sentido distinto del nuestro
y que, al intentar únicamente desarrollar la
facultad de inventiva de sus alumnos, tenían
todo el derecho a pensar, como dice Aulus
Gellius, que, cuanto más absurdo fuera el tema,
«mayor era el mérito del alumno al tratarlo» 48.
Pero este concepto es en sí mismo absurdo 49, y así
lo juzgaron los últimos grandes escritores latinos.

Séneca condenaba una enseñanza que no preparaba


a hombres para la vida, sino a alumnos para la
escuela: non vitae sed scholae discimus 50.
Petronio, en la primera página de su novela, se
burla del ronroneo de las ampulosas frases que
llenaban las clases de su época 51. Tácito observa
con tristeza que «los tiranicidios, los remedios
para la peste o los incestos de las madres que se
debaten con frases grandilocuentes en las escuelas
no tienen nada que ver con la realidad del foro y
que estas enfatizaciones constituyen un desafío a la
verdad» 52. Juvenal criticaba a esos oradores
«bajo cuya tetilla izquierda no late nada», esas
acémilas, «esos asnos que nos llenan la cabeza con
las proezas de su terrible Aníbal y con las arengas
que pronuncian a diario», esos desgraciados
maestros que mueren ahitos «de mediocridades
repetidas cien veces» 53. No seamos, pues, más
romanos que los romanos queriendo rehabilitar un
método cuya delirante pedantería fue motivo de
vergüenza para los más sabios de sus hombres.

Si nos limitamos a hojear algunos de estos


extravagantes y convencionales textos no sentimos
más que indiferencia; pero, cuando nos vemos
obligados a leer de un tirón el tratado de Séneca
padre, nos invade una irresistible sensación de
hastío y aburrimiento. Y si, además, pensamos que
la formación superior de los romanos reposaba en
unos procesos tan monótonos, en exageraciones tan
manidas y costosas, en datos tan
intencionadamente falseados, comprendemos
por qué, hacia la mitad del siglo II de nuestra era,
las letras latinas comenzaron a morir. Temblamos
ante la suerte de una civilización cuyas laboriosas
excentricidades presagian su decrepitud; nos
asusta pensar en la inanición a la que se
verá condenada una juventud que no tendría otro
alimento intelectual que la podrida y seca pitanza
que le proporcionaba el desatino de sus maestros.
Por temor a parecer ignorantes, por afán de
asombrar y deslumbrar, prefirieron recurrir a las
citas antes que a su propia reflexión, a las voces
lejanas, cuyo tono ya estaba modulado, antes que a
su propia voz, a la afectación antes que a la
sinceridad, y a las muecas grotescas y
contorsiones antes que a intentar hallar algo
auténticamente innovador. Por una pasión
enfermiza hacia lo insólito y lo extraordinario,
consideraban el sentido común como una tara, las
experiencias de la vida como meras debilidades y
su espectáculo casi como la encarnación de
la fealdad. Pero la vida comenzó a cobrarse su
venganza con estos renegados y la mayoría de los
romanos empezaron a cansarse de las sandeces de
escuela. Los más desenfadados confundieron el
drama con la parodia, de la que
acabaron hastiados, y resueltos a dudar y a reírse
de todo, como le ocurrió a Luciano, o a
desinteresarse de cualquier forma de cultura,
limitaron su horizonte a la inmediata satisfacción
de sus placeres y sus necesidades 54. Los más
curiosos y más nobles, decepcionados pero no
desalentados, buscaron en las religiones
salvadoras una respuesta a las preguntas que
la misteriosa realidad imponía a su pensamiento,
el sosiego para las aspiraciones de unas almas
que, ni la abortada ciencia, ni la extenuada
literatura de los gramáticos y retóricos, habían
logrado satisfacer.

Decadencia de la religión tradicional

Un gran acontecimiento espiritual va a dominar la


historia del Imperio: el advenimiento de una
religión personal, consecuencia de la conquista de
Roma por la mística de

Oriente. Aparentemente, el Panteón romano


permanecía inmutable; desde hacía siglos se
seguían celebrando las ceremonias, según la
costumbre ancestral, en las fechas previstas por
los pontífices en el calendario sagrado. Sin
embargo, el espíritu de los hombres ya no estaba
con sus dioses, y si bien es cierto que conservaban
seguidores, no lo es menos que carecían de fieles.
Quizá por sus indiferentes dioses y sus incoloros
mitos, simples fabulaciones sugeridas por
los detalles de la topografía latina o pobres calcos
de los dioses del Olympo griego; por sus frías
oraciones, formuladas en el mismo estilo en que
redactaban los contratos y las leyes; por su falta de
curiosidad metafísica y su indiferencia por los
valores morales, o por lo estrecho o superficial de
su campo de acción, restringido a servir a los
intereses de la Urbs y al desarrollo de una
determinada política 55, la realidad es que la
religión romana, con su acompasada frialdad y su
prosaico utilitarismo, helaba cualquier resto de fe.
En la Roma del siglo II de nuestra era, la religión
oficial servía todo lo más para animar a los
soldados ante los peligros de la guerra y a los
campesinos cuando azotaban las inclemencias del
tiempo.

No cabe duda de que las festividades religiosas,


subvencionadas por las finanzas públicas, gozaban
del clamor popular; pero Gaston Boissier peca de
excesivo optimismo cuando ensalza la piedad de
los romanos. Entre los festejos que más gustaban a
las gentes sencillas, es evidente que estaban las
fiestas religiosas, porque «eran alegres,
bulliciosas y parecían pertenecerles» 56. Pero no
deberíamos hacernos ilusiones sobre los
sentimientos que les despertaban tales
festividades. Por su afición a las borracheras y a
los bailes que, con motivo de la fiesta de Anna
Perenna, se realizaban todos los años en la orilla
del Tiber, no debemos deducir que sentían una
sincera e iluminada adoración por esta
antigua diosa latina; sería tan imprudente como
medir el alcance y la profundidad del catolicismo
de París por la afluencia de parisinos al Réveillon.
Sin embargo, no faltan indicios de la constancia
con la que la burguesía romana siguió cumpliendo
en los tiempos del Imperio sus deberes hacia las
divinidades reconocidas por el Estado. Por
ejemplo, un «conservador» como Juvenal, que
dice despreciar las supersticiones extranjeras, en
un primer momento aparece profundamente unido a
la religión nacional y, con el tiempo, parece
seguir amándola de una forma sincera, ya que su
sátira XII comienza con la bella descripción de
uno de sus sacrificios en la Triada Capitolina.
«Más dulce que el aniversario de mi nacimiento
me es, Corvinus, este día en que el altar de
hierba espera con aire de fiesta a los animales
prometidos a los dioses. Llevo a la Reina un
cordero blanco como la nieve; otro, de vellón
semejante, le ofreceré a la diosa que en los
combates se cubre con la máscara de la Gorgona
líbica. Más allá, reservada a Júpiter Tarpeyo, una
víctima impetuosa tiende y sacude su cuerda y
agita su testuz amenazante, becerro ya bravo,
maduro para los templos y para el altar, al que
habrá de regar un vino puro, criatura que ya se
avergüenza de mamar de la ubre materna y con su
cornamenta incipiente hostiga el tronco de los
árboles. Si gozara de una fortuna tan grande como
mi amor, traería al sacrificio un toro más grande
que Hispulla, pues quiero festejar el regreso de un
amigo que aún tiembla por los terribles peligros
que ha debido correr y está asombrado de
permanecer con vida...» 57

Pero releamos atentamente estos exquisitos versos.


No es a los dioses a quienes dirige su profundo
fervor: los dedica a ensalzar el paisaje campestre
donde se prepara la ofrenda, a los animales
domésticos que va a inmolar y cuya belleza
aprecia como propietario y poeta y, sobre todo,
al amigo cuyo inesperado regreso quiere festejar,
ofreciéndole en esta clara y apetecible descripción
el humo del festín al que ha sido invitado en señal
de júbilo. Sin embargo, las divinidades que
ocupan el fondo oscuro de este retrato quedan
relegadas a segundo plano, bien por medio de una
mediocre perífrasis, como Minerva, bien a través
de una cuali-ficación ritual, como Juno Reina, o
utilizando un epíteto puramente geográfico, como
en el caso de Júpiter, cuyo templo sobre el
Capitolio dominaba, como todo el mundo sabe, la
Roca Tarpeya. Es posible, incluso, que Juvenal
tuviera dificultades para describir a sus dioses;
puede que sus rasgos se le hubieran borrado y no
fueran para él más que entidades que relegaba a la
mitología, pues «no es cierto que haya en ningún
lugar unos manes y un reino subterráneo, ni
una barca de Caronte, ni ranas negras en la sima de
Estigia, ni que una sola barca sea suficiente para
transbordar tantos miles de muertos; ya ni los
niños lo eran, excepto aquellos que aún no tienen
edad para pagar su entrada a los Baños...»
58 Juvenal no era el único en mostrar escepticismo.
Este se había apoderado de la gente sencilla hasta
tal punto que aquellos que aún tenían fe
deploraban la indiferencia que mostraban la
mayoría de los ciudadanos hacia unos dioses que,
por falta de trabajo, se habían convertido en
«holgazanes» —pedes lanatos. Las grandes damas
—stolatae— ya «no se preocupan más de Júpiter
que de un mal espíritu» 59; los más importantes y
más conformistas contemporáneos de Juvenal
tampoco les prestan mayor atención. Si bien
«practicaban» tanto como él, grandes hombres
como Tácito o Pli-nio el Joven no «creían» mucho
más. Tácito, pretor con Do-miciano y cónsul y
procónsul de Asia con Trajano, hubo de oficiar
muchas ceremonias del politeísmo oficial; por
otra parte, su aversión por los judíos no era menor
que la que mostraba Juvenal. Pero esto sólo pone
de manifiesto su teórica ortodoxia, ya que no es la
creencia judía en un «Dios eterno y supremo,
irrepresentable e inmortal» lo que
parece abominar. Y en su Germania deja traslucir
su admiración por esa tribu bárbara que se niega a
encarcelar a sus dioses en el interior de unas
murallas y a representarlos bajo forma humana por
temor a ultrajar su grandeza, que prefiere
consagrar su culto en los bosques y montes de su
territorio, «identificando esas misteriosas
soledades donde acuden a adorarlos sin verles con
la idea misma de la divinidad». Esta simpatía
inconfesada por las creencias de ambos pueblos
es lo que nos revela en Tácito a un pagano
descreído 60.

Su amigo Plinio el Joven no muestra menor


desapego hacia unas formas religiosas a cuyas
costumbres y gestos se somete por consideración a
la antigüedad de su tradición y por la autoridad del
Estado que las ha consagrado, pero a las que niega
la íntima entrega de su espíritu. Gaston
Boissier cita, como prueba de la religiosidad de
Plinio, la carta donde éste detalla a su amigo
Romanus el encanto que, a la sombra de los
cipreses, ofrece la visión del manantial de Clitum-
no y el viejo templo donde el Júpiter local dicta
sus oráculos 61. Es cierto que se trata de una
página agradable, pero fluye de la misma vena que
los versos de Juvenal antes citados. Como
aquéllos es refrescante, y como ellos expresa la
dulce emoción que inspira a los amantes de la
naturaleza la contemplación de un paisaje bello.
Pero le tienen sin cuidado los cultos a los que está
destinado el lugar y termina de describirlo con un
trazo fugaz que esboza a los devotos que acuden a
realizar sus ritos: «Allí, Romanus, podrás
instruirte, pues se pueden leer numerosas
inscripciones, en honor de la fuente y del dios,
grabadas por muy diversas gentes sobre las
columnas y los muros. Habrá muchas que
provocarán tu asombro. Algunas te harán reír. O
quizá, siendo educado como tú eres, no te rías de
ninguna.» 62 En otro pasaje de su correspondencia,
Plinio dice estar dispuesto a reconstruir un
templete dedicado a Ceres, situado en su
propiedad de Toscana, siguiendo los consejos
solicitados al aruspex. Sin embargo, la manera en
que comunica este proyecto a su arquitecto indica
menos una veneración por la diosa que una
solicitud para con los fieles. Plinio habla de la
adquisición de una nueva Ceres, pues «a la actual,
de madera y antiquísima, le falta más de un
pedazo». Pero lo que más le preocupa es la
construcción de una columnata próxima al
santuario: pues, hasta el presente, los visitantes
no han hallado en sus proximidades «ningún cobijo
contra el sol y la lluvia» é3. Comprobamos que,
más que el favor de Ceres, Plinio desea el de sus
campesinos; y los desvelos que se toma para
facilitar las peregrinaciones de estas gentes
no dicen más en favor de sus íntimas convicciones
que lo que decían de Voltaire los suyos por el
señorío de Ferney.

Por lo demás, hay otros modos de demostrar la


profunda indiferencia de Plinio hacia unos cultos
que sólo respetaba externamente. Repasemos la
carta en la que anuncia su reciente incorporación
honorífica al colegio de los augures. La alegría
que le produce es absolutamente terrenal. Sólo
de pasada alude al poder sagrado que este cargo le
confiere —sacerdotium plane sacrum—; apenas
menciona el incomparable privilegio de poder
interpretar los signos de la voluntad divina, de
poder instruir a los magistrados o al mismo
emperador, o de poder revelar los auspicios. Al
contrario, lo que le parece encomiable de su nueva
dignidad, cuya responsabilidad sobrenatural
hubiera sido acogida por un hombre devoto en
medio del éxtasis y del júbilo, es que se le ha
concedido de forma vitalicia —insigne est quod
non adimitur viventi—, que le ha sido confiado
por recomendación de Trajano, que lo ha ocupado
en sustitución de Frontino y que el orador por
excelencia, M. Tulio Cicerón, antaño había sido
investido con el mismo honor 64. La satisfacción
de Plinio no tiene nada de religiosa. Es la de
un cortesano, un hombre mundano, un letrado y un
descreído. Plinio está exultante por haber sido
nombrado augur, casi del mismo modo que un
escritor lo está en la actualidad cuando ingresa en
la «Academia»; y es que, bien mirado,
los sacerdocios oficiales romanos eran para sus
dignatarios «un puesto de académico».

El ardor que el culto imperial había suscitado en


sus comienzos se había enfriado, y ya no era más
que la pieza mejor y la más engrasada de la gran
máquina oficial, que seguía funcionando por
inercia. El alma ya no tenía lugar en ella. La caída
de Nerón, con quien desaparecía la familia
de Augusto, le había asestado un golpe
irreversible al privarle del soporte dinástico al
que estaba vinculada, en las monarquías de los
Diadocos, la divinización de los basileis. El
advenedizo Vespasiano, que soñaba con fundar
una nueva dinastía, podía simular poderes de
taumaturgo en Egipto, pero en Roma no se atrevía
a alardear de su carácter divino. Ya conocemos la
broma que sobre su próxima apoteosis tuvo el
valor de hacer cuando agonizaba: «Siento», dijo
riendo, «que me estoy convirtiendo en dios» 65. El
asesinato de su hijo Domiciano, quien, olvidando
sus orígenes, se había atribuido incluso en Italia el
título de «Señor y Dios», dominas et deas,
muestra hasta qué punto estaba justificado el
escepticismo paterno. La religión imperial habría
podido sobrevivir a las fechorías del «Nerón
calvo» * si hubiera dispuesto de suficiente fortuna
como para enriquecer a sus preto-rianos y colmar
al populacho de la Urbs. Pero-la religión de
Vespasiano fue despreciada cuando el pueblo se
dio cuenta de que, si unas sublevaciones militares
habían logrado hacer emperadores, también
bastaba con una conspiración de palacio para
derrocar al emperador que pretendía ser dios.
Con los primeros Antoninos la religión ya no es
sino un pretexto para las comilonas, un símbolo de
lealtad y un deber constitucional. Al día siguiente
de su nombramiento, Trajano proclamó divino
—divus— al difunto Nerva, su padre adoptivo,
pero tuvo la precaución de situar el acontecimiento
en un plano de humana credibilidad. Reservó para
los muertos los honores de la apoteosis,
ofreciendo con ello una recompensa suprema del
Estado a sus fieles servidores; y, dejando a su
panegirista la tarea de precisar en esta formalidad
su visión laica de la administración del Estado,
consiguió que Pli-nio el Joven declarara a los
Paires que la prueba definitiva de la divinidad de
un César difunto residía en la excelencia de su
sucesor —certissima divinitatis fides est bonus
successor. Trajano también modificará la fórmula
de las oraciones públicas dirigidas a los dioses
para rogar por su vida y su salud, precisando que
las oraciones sólo serían escuchadas mientras el
emperador fuera un buen gobernante para la
República y actuara en beneficio de todos: si bene
rem publicara et ex utilitate omnium rexerit 66.

Sería un error no reconocer la generosa


inspiración de una política semejante. Pero, al
mismo tiempo, también lo sería pensar que el
pueblo la acogía en medio del entusiasmo general.
Los tiempos ya no eran aquellos en que el
vencedor de la batalla de Actium, que había puesto
fin a las guerras civiles y había logrado para Roma
la paz y un imperio universa], recibía como
homenaje el título de Augusto y el reconocimiento
de su condición divina, ante el entusiasmo de las
masas y el canto de los poetas. No eran los
tiempos en que la credulidad popular aseguraba
ver, en la estela de un cometa, la marcha del dios
César, padre del Imperio, por el firmamento. Ni
tampoco aquéllos en que, desde el más humilde
ciudadano hasta el príncipe heredero, todos
atribuían a los divinos auspicios de Tiberio el
éxito de la estrategia de los generales, del mismo
modo que en nuestra época un almirante japonés
atribuiría al espíritu del «mikado» la victoria de
Tsoushima. En la época en la que nos situamos, la
persona y la historia del príncipe vuelven a estar
en un plano humano. Aunque, quizá por tradición y
por exigencias del ceremonial, los humildes
súbditos seguían invocando «la divina casa» 67 y
las «celestes decisiones» del César, la mayoría de
los romanos comprendían que ya no se podía
hablar de «casa imperial» en su sentido estricto.
Los más realistas, movidos por la gratitud,
alababan en el emperador «su infatigable solicitud
por los intereses de la humanidad» 68. Pero los
mismos príncipes, soberanos al servicio del
Estado, sabían que su rango era el máximo honor
al que podían aspirar.

Trajano tenía tan poco interés en rodear sus actos


de un halo sobrenatural que, ya proclamado
emperador, se vanagloriaba de haber vencido a los
germanos antes de llegar al poder, cuando nadie
podía aún llamarle hijo de dios: nec-dum dei
filius (erat) 69. No hay más que leer su
panegírico para darnos cuenta: la monarquía que él
inauguró se describe en cada página como la mejor
de las repúblicas. Con ella se instaurará,
respetando la terminología de los reinados
precedentes, un régimen nuevo en el que por vez
primera, según palabras de Tácito, armonizan
principado y libertad, pero en el que, por una fatal
consecuencia, la religión imperial acabará por
perder, al menos para Roma y su Senado, su
primitiva transcendencia y terminará
secularizándose. Y a pesar de la posterior
ofensiva del despotismo ilustrado, ni la socarrona
familiaridad de Adriano, ni la devoción de An-
tonino Pío, ni el estoico abandono de Marco
Aurelio a los designios de la Providencia,
lograrán despertar en los corazones la emoción
que el culto de Augusto despertara.
El progreso de las místicas orientales

Sin embargo, la fe no había desaparecido en


Roma, ni siquiera se había debilitado. Al
contrario. A medida que las carencias de una
educación irracional y ficticia empobrecían y
dejaban sin recursos a la población romana, la fe
ensanchaba sus dominios y su intensidad se
acrecentaba. La única diferencia es que había
cambiado de dirección y de objeto. Había
abandonado el politeísmo oficial y se había
refugiado en los «pequeños cultos» de las sectas
filosóficas y las cofradías donde se celebraban los
misterios de los dioses orientales. En ellos los
fieles recibían respuesta a sus preguntas
y mitigaban sus inquietudes; en ellos encontraban
explicación al mundo, reglas de conducta y alivio
ante el mal y la muerte. Así pues, en el siglo II de
nuestra era asistimos a la paradoja según la cual
Roma comienza a tener una vida religiosa, en el
sentido en que hoy la entendemos, en el
mismo momento en que su religión oficial empieza
a morir en sus conciencias.
Esta transformación, fraguada mucho tiempo atrás
y con una proyección irreversible, es obra de la
influencia helenística a la que Roma venía
cediendo desde hacía dos siglos sin darse cuenta;
en este proceso la revelación de los
dogmas orientales y la enseñanza de las filosofías
griegas llegaron a interrelacionarse. En el siglo II,
las filosofías vetadas oficialmente asumen en
Roma el papel y los imperativos de una religión,
oficiada por unos maestros que son auténticos
directores espirituales de unos adeptos a los que
regulan todas sus actividades, desde el corte de
barba hasta la vestimenta. Aun en el caso de que,
como el epicureismo, nieguen la vida en el más
allá y concedan sólo a los Inmortales la
inactividad de una vida en los intermundos, estas
doctrinas se afirman como liberadoras de la
muerte y sus temores, y proponen la celebración de
unas fiestas piadosas en las que los «fundadores»
son los «héroes», con unos himnos y sacrificios
similares a los de las ceremonias religiosas 70.
Incluso si quienes las predican son griegos o
romanos que hablan y escriben en griego, en su
dialéctica existe un trasfondo de especulación
oriental. Joseph Bidez demostró todo lo que el
estoicismo debe, no sólo a los semitas que lo
propagaron, sino a las creencias semíticas 71; y el
neopitagorismo profesado en la Urbs por Nigidius
Figulus estaba profundamente influido por el
pensamiento alejandrino 72. Por otra parte, las
semejanzas que Franz Cumont señaló entre cultos
de tan distinto origen como el de Cibeles y Attis,
el de Mithra, el de Baal y la Dea Syria o el de Isis
y Serapis, son demasiado numerosas y precisas
como para no ver en ellas una misma influencia
común. Ya vinieran de Anatolia o de Persia,
de Siria o de Egipto, ya fueran masculinas o
femeninas, tuvieran ritos sangrientos o incruentos,
las divinidades «orientales» que nos encontramos
en el Imperio romano ofrecen rasgos idénticos y se
basan en conceptos que se complementan y
parecen intercambiables. Son dioses que, lejos de
permanecer impasibles, sufren, mueren y resucitan;
dioses cuyos mitos abarcan el Cosmos y encierran
en ellos su secreto; dioses cuya patria astral
domina todas las patrias del mundo y que prometen
sólo a sus iniciados, pero sin distinción de
nacionalidad o condición, una protección
proporcional al grado de pureza de cada uno de
ellos.

Pero en vano nos esforzamos en buscar las


analogías que prueban la preestablecida armonía
entre quienes las adoraban y las mentalidades
orientales que las habían creado. Lo cierto es que
ninguna de estas religiones pisó suelo italiano sin
antes pasar una larga estancia en suelo griego o
con cultura helénica. Importadas con los demás
elementos helenísticos tras la conquista de
Alejandría, llegaron a Roma una vez aligeradas de
su bagaje más grosero y en cambio cargadas de
filosofía cosmopolita 73. De ahí procede su tono
uniforme, la acomodación a un simbolismo que
apenas varía de una a otra y la reducción de sus
mitos a la idea de una divinidad universal. De aquí
también su subordinación a la as-trología,
manifestada claramente en la radiada corona de
Attis en Ostia, en la mayoría de las mithraea o en
el techo del santuario de Bel en Palmira, donde el
águila de Zeus despliega sus alas en un círculo de
constelaciones zodiacales.

También es esa la razón de que los romanos se


convirtieran a las religiones orientales, no sólo
porque el Oriente tenía una gran riqueza mística y
estaba poblado de dioses, sino porque la
civilización helenística de la que Roma estaba
imbuida había moldeado todos los nuevos cultos
según la propia imagen y la propia inclinación
espiritual.

En el siglo II d. C. estos cultos proliferaban en la


Urbs. Los de Anatolia se habían integrado con la
reforma de la liturgia a Cibeles y Attis decretada
por el emperador Claudio. Proscritos con Tiberio,
los cultos egipcios tuvieron su lugar oficial en
tiempos de Caligula. El templo de Isis, destruido
por un incendio en el año 80 d. C., fue
reconstruido por Domiciano sin escatimar lujo
alguno, tal como lo testimonian los obeliscos que
aún se conservan en el lugar destinado a Minerva
o en sus inmediatos alrededores, delante del
Panteón, y las colosales esculturas del Nilo y del
Tiber que se repartieron los museos del Vaticano y
del Louvre. A mediados del siglo I, Hadad y su
paredrus Artagatis, la divinidad siria a la que
Nerón, que negaba todas las demás, consintió en
rendir culto, tuvieron su templo, hallado por Paul
Gauckler en 1907 en la orilla derecha del Tiber,
bajo el Lucus Furinae, en el monte Janículo.
Finalmente, en la época flavia se construyeron
santuarios en honor de Mithra tanto en Roma como
en Capua 74. La multitud de escuelas que entonces
rendían culto a estas dispares divinidades no sólo
coexistían sin problemas, sino que se asociaban
para conseguir nuevos adeptos. Al parecer, los
fieles de Attis y de Mithra en Ostia pagaron con
fondos comunes el terreno en donde se erigieron
los edificios de sus respectivos cultos. En el
templo del Janículo, convivían los ídolos sirios
con las estatuas de dioses griegos y egipcios 7b.
Eran muchas menos las rivalidades que las
afinidades entre estas religiones. Unas y otras
estaban oficiadas por sacerdotes cuidadosamente
elegidos de entre la multitud de adeptos, cuya
doctrina se apoyaba en la revelación y en el
prestigio que les otorgaba su modo de vida y su
singular atuendo. Casi todas imponían a sus fieles
una ceremonia de iniciación y la
obligación periódica de un régimen más o menos
ascético. Y todas traducían, cada cual a su manera,
las mismas señales astrales, el mismo monoteísmo
y el mismo mensaje de esperanza.

Aquellos que no se dejaban seducir por estas


nuevas doctrinas las metían a todas en el mismo
saco de sospechoso rencor. Por ejemplo, Juvenal,
furioso al ver cómo desembocaba en el Tiber el
caudal de supersticiones del Orontes sirio, brama
contra todas ellas sin distinción. Aprovechando
que Tiberio había expulsado a los devotos de Isis
por el escándalo que supuso un caso de adulterio
preparado por las intrigas de algunos de ellos,
Juvenal vapulea indiscriminadamente a todos los
sacerdotes orientales y los tacha de charlatanes
y estafadores, caldeos, comagenos, frigios o
isíacos «vestidos de lino y con el cráneo rapado,
que recorren las calles cubiertos por la máscara de
Anubis y riéndose solapadamente de la
compunción popular» 76. No se cansa de denunciar
la desvergonzada estafa que supone su oficio; «por
un pringoso ganso o un rancio pastel», conceden la
indulgencia de sus dioses a los crédulos
pecadores; en nombre de sus dones proféticos y de
sus facultades adivinatorias, prometen «a aquélla
un amante buen mozo y a ésta el magnífico
testamento de un rico hacendado sin hijos» 77.
Prorrumpe en amenazas contra su obscenidad, ya
sea injuriando al siniestro cortejo de la Madre de
los Dioses, de la que nace «un inmenso eunuco de
venerable rostro para sus infames subordinados»
78, o denunciando «lo que ocurre en sus misterios

cuando la flauta hace latir las entrañas y, bajo la


influencia de la trompeta y del vino, fuera de sí,
las Ménades de Príapo mesan sus cabellos y
lanzan alaridos» 79. Tiene que contener la risa
cuando ve las penitencias y las mortificaciones a
las que beatos y beatas se someten con
sombrío arrebato: aquella que «al amanecer, en
pleno invierno», rompe «el hielo del Tiber para
sumergirse en el agua tres veces...» y, «desnuda y
tiritando» se arrastra después «por todo el campo
de Tarquino el Soberbio sobre sus
ensangrentadas rodillas»; o esa otra que, «a las
órdenes de lo», viaja «hasta los confines de Egipto
para buscar en la tórrida Meroe el agua que habrá
de llevar para rociar el templo de Isis» 80. Esta
inagotable inexorabilidad no debe sorprendernos.

Juvenal traduce, con la fuerza que le permite su


talento, la reacción natural de los «viejos
romanos», misoneístas y xenófobos, que
repudiaban toda exuberancia como si se tratara de
algo degradante y que hubieran querido regular
los movimientos de la fe según la prudente
ordenanza de un desfile cívico o militar. Pero,
desde nuestra actual perspectiva, sus prejuicios
nos parecen terriblemente injustos. En
primer lugar, reprochan sólo a las religiones
orientales unas supersticiones que se remontan
mucho más atrás de la intrusión del Oriente en la
historia romana y que se desarrollaron, en muchas
ocasiones, fuera de ellas. Además, cegados por
su encarnizamiento contra estos cultos, no tuvieron
en cuenta el progreso moral que, a pesar de sus
excesos y sus errores, constituyeron para la
sociedad romana.

Así, la ciencia de la adivinación, que desde


siempre se había practicado en Roma, recibió un
nuevo impulso gracias a los conocimientos de
astrología de los cultos orientales. Consecuencia
de un politeísmo que, desde Homero, encadenaba
al mismísimo Júpiter al capricho del Destino, las
ceremonias auspiciadoras y los vaticinios eran
indispensables en la ciudad. Los romanos,
indiferentes cuando no hostiles a las religiones
extranjeras, recurrían sin pudor ni desconfianza a
estos métodos, hasta tal punto que los poderes
públicos no dudaban en castigar a los adivinos que
ejercían sin autorización. Por ello, cuando Juvenal
se burla de los fieles caldeos que tiemblan de
pavor ante el anuncio de las conjunciones de
Saturno, o de la necia que, enferma y postrada, «no
quiere tomar alimento más que a la hora
establecida por Petosiris» 81, lo único que hace es
ponerse orejeras para no ver que, en cualquiera de
las capas de la sociedad romana, los indiferentes y
los impíos eran presa de la misma credulidad y las
mismas manías que él censura en los devotos
religiosos. El advenedizo Trimalción obliga a sus
invitados a cenar delante de un centro de mesa que
representa el zodíaco y se jacta ante ellos de haber
nacido «bajo el signo del cangrejo», ese signo
eminentemente favorable al que le debe «el seguir
manteniéndose firme y poseer bienes tanto en
tierra como en la mar»; más tarde escucha
boquiabierto historias de vampiros y de fantasmas,
y cuando oye el canto de un gallo en mitad de su
jarana nocturna, se trastorna y se estremece ante el
mal presagio 82. Y por mucho que subamos en la
escala social, los ejemplos no son menos
significativos. A pesar de sus discretas reservas y
de ciertas ironías que se le escapan, Tácito no se
atreve a negar tajantemente la verdad de los
«prodigios» que menciona de un modo
tan escrupuloso como sus antecesores, y confiesa
no atreverse a eludir ni tratar de fábulas unos
hechos «establecidos por la tradición» 83. A casi
todos los romanos de su entorno les acosan las
mismas preocupaciones. Suetonio se nos
muestra trastornado a causa de un sueño y cree que
es señal de que perderá el proceso que tiene entre
manos. Regulus, el odioso adversario de Plinio en
los estrados, recurre al horóscopo y a los
auspicios para saber si alcanzará la celebridad
y recibirá alguna herencia. Plinio el Joven califica
de pueril la oniromancia y más tarde cita a
Homero para sentenciar que, en cualquier caso y
fueran cuales fueren los sueños que atormenten su
descanso, él tiene como «el mejor de los presagios
aquél que indique defender la patria». No obstante,
se molesta en recurrir al vice-imperator, el cónsul
Licinius Sura, a cuyo talento de hombre de guerra
se había sumado la reputación de ser un pozo de
sabiduría, y le pregunta por escrito lo que procede
pensar de los espectros y de los fantasmas reales,
en los que se ha visto obligado a creer por
una serie de hechos que narra con todo detalle 84.
Su carta sobre este tema sería una prueba
suficiente para ponernos en guardia contra los
apasionados ataques de Juvenal. Leyendo
las necedades que urden su argumento, es posible
que nos mostremos indulgentes hacia los métodos
adivinatorios que utilizaban los estoicos, basados
en la inmanente acción de la Providencia, o hacia
el ocultismo y la liturgia que las religiones
orientales practicaban en pro de la exaltación de
las almas.

Pues sería inútil negar la superioridad de las


religiones orientales sobre la inerte teología
romana. No cabe duda de que ritos como el
taurobolium a la Gran Madre, o el cortejo del
pino arrancado, evocación de la mutilación de
Attis, tenían algo de bárbaros y de impúdicos o,
como se dijo, que desprendían «un regusto a
matadero y a lugar de perdición» 85. Pero no por
ello fue menor su acción tonificante y bienhechora
sobre los individuos, a quienes elevó por encima
de su condición. Y para convencernos no tenemos
más que remitirnos al riguroso análisis que hizo
Franz Cu-mont86. Las religiones orientales
deslumbraban a los fieles por el brillo de sus
fiestas y la pompa de sus procesiones, les
embrujaban con sus lánguidos cánticos y su
embriagadora música. Ya se debiera a la tensión
nerviosa que provocan las prolongadas
mortificaciones y los obsesivos
estados contemplativos, ya fuera por el heretismo
de sus vertiginosas danzas, ya porque ingirieran
bebidas fermentadas tras un período de
abstinencia, lo cierto es que estas fiestas se
celebraban en un estado de éxtasis en el que «el
alma, liberada de las ataduras del cuerpo y del
dolor, se sumía en el delirio». Franz Cumont
observa con acierto que en el misticismo es fácil
deslizarse «de lo sublime a lo depravado». Pero, a
pesar de las depravaciones inherentes a estos
cultos natu-ristas, los misticismos orientales de la
Urbs, influidos por la filosofía griega y la
disciplina romana, supieron formarse un ideal y
elevar los espíritus hacia esas altas regiones en las
que el encuentro del perfecto saber, de la más pura
virtud y de la victoria sobre el dolor físico, el
pecado y la muerte, hacen posible el cumplimiento
de las promesas divinas. Por falsa que fuera la
ciencia incorporada a la «gnosis» de cada una de
ellas, el hecho es que excitaba y calmaba al mismo
tiempo la sed de saber de sus iniciados. A las
abluciones y lus-traciones prescritas, ellas añaden
la renuncia y el ascetismo para alcanzar la paz
interior; y, asegurando que la liturgia carecía de
efectividad si no iba acompañada de
devoción, preparan el terreno para profetizar la
futura entrada de sus fieles en las esferas del
Cielo, donde moran los dioses de perpetuo
renacer. De este modo pusieron en marcha un
movimiento espiritual que atrajo a las conciencias
más escépticas.

Los más cultivados espíritus de la Urbs, incluidos


aquellos que se sentían más alejados de la mística
oriental, empezaban a pensar que el favor divino,
más que obtenerse, había que merecerlo. Y
mientras Juvenal aplaca su ira en la serena
convicción de que «el hombre es más querido por
sus dioses que por sí mismo» 87, Persio, a
comienzos de la segunda mitad del siglo I, está
convencido de que los dioses —a quienes no rinde
mayor culto— sólo le exigen «un alma en la que
reinen armoniosamente el derecho profano y el
derecho sagrado, un espíritu purificado hasta en
sus más ocultos pliegues, un corazón colmado de
honesta generosidad» 88. Y Estacio, en los tiempos
de Domiciano, formula implícitamente un acto de
fe basado en el poder absoluto de la religión
personal: «Pobre como soy, ¿de qué modo podría
yo satisfacer a los dioses? No, no lo lograría
aunque Umbria me ofreciera la riqueza de sus
valles y las praderas del Clitumno me brindaran
sus toros blancos como la nieve; y, sin embargo,
los dioses me han agradecido muchas veces la
ofrenda, que sobre un montículo de hierba, les
hacía de un poco de sal y de harina.» 89 Los poetas
de entonces, fieles intérpretes de sus
contemporáneos, consideraron los favores divinos
como la recompensa a la virtud de los hombres.

En la lengua del siglo II, la palabra latina salus,


que antaño había designado el concepto unívoco
de salud física, empezó a adquirir una
significación moral y escatológica que abarcaba
los conceptos de liberación del alma en la tierra
y salvación en la vida eterna. Este significado
trascendente de salud se extiende desde los cultos
orientales a todas las escuelas religiosas de la
antigüedad romana. Es la idea que late en la
religión que Adriano instauró en honor de
Antinoo, el bello esclavo bitinio que sacrificó su
vida en Egipto para salvar la del emperador 90. Es
el lazo que une a las cofradías formadas por los
dendrophori * de Cibeles y de Attis 91,
especialmente en Bovilas, en los tiempos de
Antonino Pío. Y también la idea que subyace en
los colegios funerarios que, en el reinado de
Adriano, se convirtieron en una gran familia que
aglutinaba a los plebeyos y esclavos de Lanuvium
92 y rendía culto a dos divinidades: Diana,

protectora de los muertos, y Antinoo. El término


adquiere tanto prestigio que son muchas las
escuelas que lo utilizan en su denominación para
ofrecer una imagen de esperanza: collegium
salutare. Es tal su fuerza que ni los príncipes
pueden sustraerse a ella. A pesar de que en las
monedas y monumentos aparecen con la dignidad
de los dioses Olímpicos, el Augusto como Marte,
de quien descienden los fundadores de la Urbs, y
la Augusta como Venus, madre de los Césares y
del pueblo romano 93, y que su santidad se ve
fortalecida por las numerosas y antiguas leyendas
latinas, los príncipes ya no están seguros de que la
protocolaria apoteosis concedida por el Senado
sea suficiente para lograr la «salud» sobrenatural a
la que, no obstante, aspiran como cualquier mortal.
Después de que Adriano erigiera estatuas, templos
y ciudades en honor de Antinoo, y antes de que
Cómodo entrara a formar parte de la congregación
de Mithra 94, Antonino Pío testimoniaba, con el
transparente lenguaje de las leyendas de
sus monedas, que Faustina, la esposa que había
perdido al comienzo de su reinado, cuyo templo en
el foro aún conserva su simbólico friso, había
subido al cielo en el carro de Cibeles, bajo la
protección de la Madre de los Dioses, la Señora
de la Salud: Mater deum salutatis 95. Es evidente
que, de la confluencia de las místicas orientales y
la sabiduría romana, nacieron y crecieron sobre
las ruinas del Panteón nuevas y fecundas
creencias. Observamos cómo comienza a surgir en
el seno del deteriorado paganismo una incipiente
«economía» por la que el hombre recibe su
salvación a cambio de sus méritos y la ayuda
divina. De este modo, por unos hechos casuales
que los agnósticos califican de determinis-mo
histórico y en los que los creyentes, como Bossuet,
ven la divina intervención de la Providencia, en
Roma empezó a crearse el clima propicio para la
expansión de un cristianismo cuya Iglesia era ya lo
suficientemente sólida como para que en Roma se
cavaran los primeros cementerios colectivos y
para que llegaran hasta el trono, en la voz de
sus apologistas, el ejemplo y las orientaciones de
sus fieles.

Advenimiento del cristianismo

Pues, a pesar de que ni Estacio, Marcial o Juvenal


lo sospecharan; a pesar de que Plinio el Joven no
hiciera en sus Cartas alusión alguna a los
problemas que había tenido en Bitinia 96; a pesar
de que Tácito y Suetonio hablaran de ello de
oídas, el primero utilizando injuriosos
calificativos que excluían cualquier signo de
objetividad, y el segundo de un modo tan confuso
que resultan evidentes las lagunas de
su información y su falta de perspicacia 97, lo
cierto es que la «cristiandad» romana se remonta
al reinado de Claudio (41-54) 98, y que en los
tiempos de Nerón es ya lo bastante importante
como para que este emperador instigara al pueblo
contra ellos al culparles del incendio de la Urbs
en el año 64, y como consecuencia llevara a cabo
la primera persecución y acabara sometiéndoles a
atroces y refinados suplicios. Pero el cristianismo
siguió creciendo en la sombra con una asombrosa
rapidez. Este hecho quizá se explique no tanto por
la importancia de la Urbs en el mundo, sino por el
desarrollo de la colonia judía, asentada con el
beneplácito de Julio César, en la ciudad. Ya en los
primeros tiempos del Imperio se mostraba tan
inquieta y era tan numerosa que Tiberio se vio
obligado a actuar contra ella y a exiliar a Cerdeña
a 4.000 de sus miembros. Con ella, el cristianismo
que salió de Jerusalén penetró en Roma,
quebrantando su unidad y enfrentando a los
defensores de la antigua ley con los adeptos a la fe
nueva. La religión de los judíos atraía a numerosos
romanos, seducidos por la grandeza de su
monoteísmo y la belleza del Decálogo. La religión
de los cristianos resplandecía con la misma
intensidad que otras religiones, pero además
divulgaba un espléndido mensaje de redención y
de fraternidad, y este hecho hizo que se impusiera
su proselitismo. Visto desde la distancia que nos
otorga el tiempo, es posible que en un principio
los romanos la confundieran entre tantas nuevas
místicas y que los exabruptos lanzados por Juvenal
contra todos los judíos cayeran también sobre los
cristianos, ya que unos y otros estaban obligados
por los mandamientos de Dios y seguían las
mismas costumbres Pero después de la destrucción
del Templo de Jerusalén en el año 70, con la
llegada de los primeros Antoninos, la «Iglesia»
comenzó a distinguirse claramente de la
«Sinagoga», y su propaganda, que no tenía en
cuenta raza ni color, enseguida suplantó a la judía.
Naturalmente, no podríamos establecer una cifra
precisa de las conversiones al cristianismo que se
dieron en Roma; pero sería un error creer que sólo
se convertían los plebeyos. Las Epístolas de San
Pablo, dirigidas a aquéllos de sus hermanos que
están en la casa del César —in domo Caesa-ris—,
demuestran que el apóstol tenía discípulos entre la
servidumbre del emperador, entre unos esclavos y
libertos que, a pesar de su aparente humildad,
estaban entre los más poderosos servidores del
régimen 10°. También tenemos pruebas de que,
algunos años más tarde, la Iglesia cristiana ya
había echado sus redes entre las clases
dominantes. Tácito nos cuenta que Pomponia
Graecina, esposa del cónsul Aulus Plautius, el
conquistador de Bretaña que vivió bajo el mandato
de Nerón y murió ya en tiempos de los Flavios, fue
acusada de pertenecer a «una religión proscrita y
extranjera» a causa de su austeridad, su tristeza y
su atuendo de duelo. Dion Cassius y Suetonio nos
relatan que Domiciano persiguió y condenó a
muerte a M. Acilius Glabrio, cónsul en el año 91,
por un delito de ateísmo; también persiguió a
unos primos segundos, Flavius Clemens, cónsul en
el año 95, a quien condenó a la pena capital, y su
mujer Flavia Domiti-la, quien fue exiliada a la isla
de Pandataria 101. Por último, Tácito señala en sus
Historias que el propio hermano de Ves-pasiano,
Flavius Sabinus, prefecto de la Urbs «cuando
Nerón convirtió a los cristianos en antorchas
vivientes para iluminar sus jardines», al parecer
estuvo obsesionado al final de su vida por el
horror de la sangre derramada 102.

En efecto, ninguno de estos textos indica


expresamente que hubiera alguno de los grandes
personajes romanos entre los cristianos de Roma.
Pero es lícito que, como Émile Male, nos
preguntemos si Flavius Sabinus, obsesionado
y moderado al final de su vida, no se habría
convertido a la nueva religión ante el valor de los
primeros mártires romanos 103. Y es aún más
probable que se refieran al cristianismo cuando
citan la ilícita adhesión de Pomponia Graecina a
una religión extranjera o cuando se formula la
acusación de ateísmo de unos romanos cuya fe
parecía alejarles ostensiblemente de los deberes
hacia los falsos dioses del politeísmo oficial. En
el caso de Flavius Clemens y de Flavia Do-mitila
la posibilidad es aún mayor, ya que una sobrina
de ésta, según testimonio de Eusebio, fue recluida
en la isla de Pontia por un delito de cristianismo
104. Sea como fuere, y suponiendo que con una
actitud radicalmente crítica nos atrevamos a
retroceder hasta el segundo tercio del siglo II
y descendamos a la catacumba de Priscila, donde
sobrevive el recuerdo de la familia de Acilius
Glabrio, a la cripta de Lu-cina, donde fue hallada
una inscripción griega con el nombre de un tal
Pomponius Graecinus, y a la tumba de Domi-tila,
cuyo solo nombre evoca el irresistible recuerdo de
las víctimas de Domiciano, es imposible apartar
de nosotros el presentimiento de que a finales del
siglo I fueron muchas las conversiones de romanos
al cristianismo, según todos los indicios que nos
ofrece De Rossi 105. No cabe duda de que, en los
círculos de los grandes personajes de entonces,
hubo muchos romanos que, sobre todo en el
reinado de Adriano (117-138), tuvieron el valor
de acudir a la llamada de Cristo y llegaron a nutrir
las filas de su «Iglesia».

Es cierto que los romanos convertidos de la Urbs


aún eran una minoría que atraía las reticencias de
la mayoría y la hostilidad del poder. En efecto, los
seguidores de Jesucristo ya no cumplían con las
prácticas religiosas tradicionales; además,
colmados por la idea de una patria celestial,
olvidaban su origen romano y se consideraban
exclusivamente cristianos, lo que hacía que les
tildaran de desertores y enemigos públicos 106.
Pero los castigos a los que su intransigencia les
exponía, si no la muerte, como en el caso del papa
Telesforo en los tiempos de Adriano, eran
demasiado incoherentes como para lograr su
exterminio; por otra parte, el valor con que lo
soportaron terminó despertando la admiración de
sus adversarios. Más que la serie de
Apologías que inaugurara Quadratus bajo el
principado de Adriano, lo que en realidad ayudó a
su progreso fue el heroísmo de sus mártires, la
fuerza de su Credo y la palidez evangélica en que
discurrían sus vidas. Incluso aquellos que lograron
darse cuenta de las analogías existentes entre el
cristianismo y los misterios paganos, tuvieron que
aceptar que para poder sobrevivir, el cristianismo
se había visto obligado a superarlos 107 en
cualquiera de sus aspectos. Los cristianos
oponían su doctrina de un Dios único, soberano y
paternal frente al politeísmo de los dioses greco-
romanos o al monoteísmo difuso de las religiones
orientales. Frente a las distintas idolatrías, ya
estuvieran o no atenuadas por la metafísica del
éter divino y la eternidad de los planetas, la nueva
religión practicaba un culto espiritual, despojado
de aberraciones astrológicas, sacrificios
sangrientos y dudosas iniciaciones, y ofrecía un
bautismo de agua pura, la bondad de las oraciones
y la hermandad de una cena celebrada en
comunidad. Como los misterios paganos, recurría
a los libros sagrados para dar respuesta al origen
de las cosas y al destino de los hombres; pero el
redentor cuya «buena nueva» predicaba, en lugar
de perderse, inasible y ambiguo, en el laberinto de
la mitología, se había encarnado milagrosamente
en la figura de Jesús, el hijo de Dios. Al igual que
cualquiera de los otros cultos, garantizaba la vida
después de la muerte; pero, en vez de prometer el
abismo silencioso de la eternidad sideral,
prometía la resurrección individual ya vivida por
Cristo. Por último, igual que todas las religiones
obligaba a los creyentes al cumplimiento de unas
normas; pero, sin excluir la contemplación, el
ascetismo y el éxtasis, los relegaba a un segundo
plano y fundamentaba su norma en la caridad y
el amor al prójimo, como ordenaban los
evangelios.

Estos eran sin duda los atractivos de la nueva


religión. Los cristianos eran todos hermanos, y de
este modo se hacían llamar. Sus reuniones recibían
el nombre de «ágapes», palabra que en griego
significa amor. Continuamente se ayudaban los
unos a los otros «sin estrépito ni arrogancia».
«Los consejos, enseñanzas y ayudas materiales»
pasaban de comunidad en comunidad, y «todo
ello», como escribe Duchesne, «se realizaba de un
modo mucho más vital que en cualquier
congregación pagana. Debieron ser muchos los que
pensaran: ¡Qué simple y pura es su religión!
¡Cuán grande es su confianza en Dios y en sus
promesas! ¡Cómo se aman entre sí y qué felices
parecen juntos!» 108

Es probable que en el siglo I de nuestra era este


gozo evangélico aún no alcanzara más que a
algunos grupos aislados entre el enorme gentío de
la ciudad; pero, sin duda, era ya contagioso y
había comenzado a transformar la existencia de
miles de personas. Este es un aspecto que no
debemos olvidar si queremos comprender la vida
romana de aquella época. La Iglesia aún no era
visible, pero es evidente que su presencia se hacía
notar, que ya daba resultados. Poco a poco y en un
sordo proceso, fue adquiriendo grandes
propiedades curativas. En secreto elaboró los
remedios que podían acabar con la enfermedad
que minaba a la civilización de la Urbs. En
nombre de un nuevo ideal, restauró
antiguas virtudes olvidadas o perdidas: la
dignidad y el valor del hombre, la unidad familiar
y la importancia de una verdadera moral en la
conducta de los adultos y en la educación de
sus hijos. Además, impregnó las relaciones entre
los hombres de una humanidad que nunca las duras
sociedades antiguas habían conocido. En esta
Roma de los Antoninos, cuya aparente grandeza ya
no puede ocultar los síntomas de descomposición
interna que acabará arruinando su poder y
dilapidando sus riquezas, lo que primero nos llama
la atención es el hormigueo de las multitudes a los
pies de la majestad imperial, la fiebre del dinero,
el lujoso escaparate tras el que se esconden sus
miserias, la prodigalidad de los
espectáculos donde la población se despereza y
atiza sus malos instintos, la futilidad de unos
divertimentos intelectuales que hacían de una parte
de la juventud seres anémicos y el frenesí de los
goces carnales con que se embrutecían los demás.
Pero ni el excesivo fulgor ni las sombras siniestras
habrían de ocultar la trémula claridad que iba
iluminando a las almas elegidas como el alba
incipiente de un mundo nuevo.
SEGUNDA PARTE

EL EMPLEO DEL TIEMPO

CAPITULO VI

LAS DIVISIONES DE LA JORNADA, EL


AMANECER Y EL ASEO

A pesar de situarnos en la Roma de los primeros


An-toninos, ciudad enorme, cosmopolita y
disparatada, de numerosos y violentos contrastes,
intentaremos hacer una clara y ajustada
representación de lo que habitualmente era la
jornada del «romano medio». Es obvio que en una
reconstrucción de semejantes características
siempre hay una gran parte de ilusión y de
arbitrariedad. Pero, hecha la salvedad de las
singularidades de algunas profesiones y
el contraste entre los dos extremos opuestos en la
jerarquía social, la opulencia de los
multimillonarios y la miseria de los indigentes,
podemos decir que, por lo común, los habitantes
de la Urbs tenían una serie de obligaciones,
ocupaciones y distracciones diarias que apenas
diferían en unos u otros casos. Lo que, quizá, nos
ha permitido seguir mejor su desarrollo y marcar
los principales momentos del día, ha sido la
conformidad general de un tiempo que entonces no
estaba marcado por la rigidez de un horario
inflexible.

Los días y las horas del calendario romano

A partir de la reforma Juliana del año 46 a. C., el


calendario romano se regiría, al igual que el
nuestro, por el movimiento de traslación de la
Tierra alrededor del Sol. Los doce meses de
nuestro año guardan el orden, la extensión y los
nombres que les otorgaron el talento de César y la
sabiduría de Augusto. A comienzos de la época
imperial, todos los meses, incluido febrero en los
años ordinarios y en los bisiestos, tuvieron el
mismo número de días que los meses actuales;
pero, además, la influencia de una ciencia
astrológica, debilitada a lo largo de su paso por
distintas religiones y sistemas, aún sirvió para
introducir en el calendario, junto a la vieja
división oficial de las «calendas» (primer día de
cada mes), las «nonas» (los días 5 o 7 de cada
mes) y los «idus» (días 13 o 13 de cada mes) ’, el
uso de las semanas de siete días, subordinados a
los siete planetas cuyo movimiento, se creía, regía
el Universo. Esta costumbre iba a arraigar tan
profundamente en la conciencia popular que,
a comienzos del siglo III de nuestra era, Dion
Cassius la considerará específicamente romana2;
como asimismo arraigó la sustitución del día del
Señor —dies Dominica— por el día del Sol
—dies Solis—, costumbre que sobrevivió a la
decadencia de la astrología y al triunfo del
cristianismo en muchas lenguas europeas (Sonntag-
Sunday). Por último, cada uno de los siete días se
dividía en veinticuatro horas cuyo punto de partida
no era el amanecer, según costumbre en los
babilonios, o el anochecer, según los griegos, sino
a medianoche, como sucede en la actualidad 3. Las
analogías entre el calendario de la antigüedad
romana y el de nuestra era terminan aquí;
aparecidas muy tardíamente en la jornada
del romano, las «horas» latinas, si bien llevaban el
mismo nombre y eran veinticuatro como las
nuestras, representaban una realidad absolutamente
diferente.

La palabra y el concepto era una invención de los


griegos derivada de la medida que, hacia finales
del siglo V a. C., habían aprendido a hacer de las
etapas del sol en su marcha por el firmamento. El
cuadrante solar de Meton utilizado por los
atenienses consistía en una esfera de piedra
—polos (jtóXog)— en cuyo centro se colocaba un
estilete o gnomon (yvcopcov). En el momento en
que el sol se elevaba sobre el horizonte, la sombra
del estilete se proyectaba en la concavidad del
hemisferio orientado hacia el cénit y trazaba en él,
en situación invertida, la paralela diurna del sol.
Cuatro veces al año, en los equinoccios y en los
solsticios, materializaban mediante una incisión en
la piedra el desplazamiento de la sombra
proyectada por la aguja, y como la curva trazada
en el equinoccio de otoño coincidía con la
del equinoccio de primavera, finalmente se
obtenían tres líneas concéntricas cada una de las
cuales estaba dividida en doce partes iguales.
Entonces unían los puntos correspondientes de las
tres paralelas por medio de las doce líneas que
progresivamente se iban sucediendo para obtener
las doce horas —(ogai, horae— que jalonaban en
el año el curso del sol, cuya sucesión registraba
fielmente el polos, de aquí su nombre de
«cuentahoras» o (ogoXóyiov, palabra que en
la lengua latina —horologium (reloj)— conservó
el sentido y la forma del vocablo griego 4.
Siguiendo el ejemplo de Atenas, las otras ciudades
helénicas también tuvieron su «reloj», ya que sus
astrónomos fueron capaces de adaptar el principio
de este invento a la latitud de cada una de ellas. En
efecto, la marcha del sol variaba según los
distintos lugares, y la longitud de la sombra que el
gnomon reflejaba en el polos, lógicamente difería
de una ciudad a otra. Así, la altura del estilete en
Alejandría era de tres quintos, mientras que
en Atenas era de tres cuartos. En Tarento casi
alcanzaba los nueve onzavos; en Roma los ocho
novenos. Fue preciso construir tantos cuadrantes
solares como ciudades había. Los romanos fueron
los últimos en darse cuenta de esta necesidad.
Como no sintieron la urgencia de contar las
horas del día hasta dos siglos después que los
atenienses, les costó cien años lograr hacerlo con
exactitud 5.

A finales del siglo IV a. C., aún dividían el día en


dos partes: antes de mediodía y después de
mediodía. Naturalmente, el gran problema estaba
en señalar con exactitud el paso del sol por el
meridiano. Un ordenanza del consulado se
encargaba de mantenerse atento para, tan pronto
como lo percibía, anunciarlo al pueblo. Este
estaba obligado a interrumpir sus quehaceres en el
foro ante la señal del ordenanza y los litigantes a
acudir al tribunal antes de la hora convenida si
querían que sus causas fuesen admitidas. Como el
«heraldo» debía cumplir su tarea cuando el astro
derramaba sus rayos «entre los rostra y la
graecostasis», no cabe duda de que sus funciones
venían de antiguo; pues no podían hablar de rostra
o espolones de los navios capturados antes de que
éstos adornaran la tribuna de las arengas como
trofeo de la victoria naval lograda por C. Duilius
en el año 338 a. C. Tampoco se podía hablar de
graecostasis, pabellón destinado a recibir a los
embajadores griegos, antes de que apareciera
la primera delegación, enviada al Senado por
Demetrios Po-íiorcetes hacia el año 306 a. C. 6 Ya
en tiempos de la guerra contra Pirro, se había
hecho un ligero progreso en la subdivisión de cada
una de las mitades del día en otras dos partes: la
mañana y el premediodía (mane y ante meridiem)
y la tarde y la noche (de meridie y suprema) 1.
Pero no será hasta comienzos de la primera guerra
púnica, en el año 263 a. C., cuando el horologium
y sus horas —el uno comprendía las otras—
llegaron a la Urbs 8. Un cónsul de entonces, M.
Valerius Messalla, halló entre el botín que se
había llevado de Sicilia el cuadrante solar de
Catania y lo hizo montar tal como estaba en el
Comitium: de este modo, durante más de tres
generaciones, los romanos tuvieron el
horario disparatado que las líneas trazadas sobre
unos polos de otra latitud les marcaban. A pesar
de la afirmación de Plinio el Viejo, según la cual
los romanos se dejaron guiar ciegamente por su
horario durante noventa y nueve años 9, es
más sensato creer que, durante este largo período,
estuvieron menos obstinados en su error que en su
desprecio. Debieron hacer caso omiso del reloj de
sol de Messalla y continuar guiándose, como si
nunca hubiera existido, por la proyección del sol
sobre los monumentos de sus plazas públicas.

Sin embargo, en el año 164 a. C., tres años


después que la ciudad macedonia de Pydna, la
inteligente generosidad del censor Q. Marcius
Philippus hizo que por primera vez tuvieran un
«reloj» expresamente realizado para ellos y,
por tanto, casi exacto, lo que al parecer tomaron
como un gran acontecimiento 10. A partir de que
sus legiones combatieran en territorio griego,
primero contra Filipo V, después contra los
partidarios de Antíoco en Siria y finalmente contra
Perseo, se fueron familiarizando con las
adquisiciones arrebatadas a sus enemigos y, sin
duda, comenzaron a entender las ventajas de un
horario menos incierto del que hasta entonces
habían tenido. Los romanos se sintieron felices
cuando se instaló en su patria; así que, para ser
merecedores de igual gratitud que la demostrada a
Q. Marcius Philippus, sus sucesores en la censura,
P. Cornelius Scipio Nasica y M. Popi-lius Laenas,
en el año 159 a. C. completaron su iniciativa
instalando junto al reloj de sol uno de agua
destinado a suplir el servicio de aquél durante la
noche y en los días de bruma11.

Hacía más de cien años que los alejandrinos


utilizaban el vógiov (OQOOXOJieíov que, para
prevenir los inevitables fallos del horologium,
Ctesibios había inventado basándose en la antigua
clepsidra, y que los romanos denominaron
horologium ex aqua. El mecanismo de este
instrumento no podía ser más simple. Imaginemos
en primer lugar la clepsidra, es decir, una vasija
transparente colocada en la esfera solar a la que
con regularidad llegaba siempre el mismo
caudal de agua. Cuando el gnomon proyectaba su
sombra sobre una curva del polos, sólo había que
marcar el nivel que en ese momento tenía el agua
en la clepsidra mediante un trazo en la pared
externa del recipiente. Cuando la sombra llegaba a
la siguiente curva del polos, se hacía una nueva
señal, y así continuamente hasta que los doce
niveles señalados indicaban las doce horas del día
elegido para la experiencia. Una vez hecho esto,
sólo hubo que dar a la clepsidra una forma
cilindrica y luego marcar, de enero a diciembre,
doce verticales que se correspondían con los doce
meses del año. Después se anotaba en cada una de
ellas los doce niveles horarios señalados en un
mismo día de cada mes. Finalmente, se procedió a
unir con una curva las señales horarias puntuadas
en las verticales mensuales para saber en cada
instante, según el nivel de agua señalado en la
vertical del mes en curso, la hora del día que, por
poco que el sol hubiera asomado, la aguja había
proyectado sobre la esfera del reloj.

El reloj de agua, basado en el de sol, permitía


prescindir de éste cuando era necesario y,
mediante una sencilla inversión de la lectura de las
verticales mensuales, también ofrecía la
posibilidad de aplicar el mecanismo a las horas
nocturnas. Por ello, no debe extrañarnos que su
empleo se generalizara pronto en Roma. El
principio del cuadrante solar empezó a aplicarse a
mecanismos de grandiosas proporciones, como el
obelisco de Montecitorio, erigido en el Campo de
Marte por Augusto en el año 10 a. C., cuya sombra
gigante marcaría las horas diurnas de los romanos
sobre unas líneas de bronce situadas en el
pavimento de mármol que le servía de esfera 12.
De igual modo, se aplicó a dispositivos de
dimensiones más restringidas. Así se llegó a los
minúsculos solana, esferas de bolsillo que hacían
el mismo servicio que nuestros relojes de pulsera,
algunos de ellos, como los hallados en Aquilea, de
apenas tres centímetros. Por otra parte, en los
edificios públicos de la Urbs, así como en
las casas particulares de los romanos más ricos,
empezaron a instalarse relojes de agua cada vez
más perfectos. En el reinado de Augusto, los
clepsydrarii y los organarii rivalizaban en la
fabricación y ornamentación de sus accesorios. Al
igual que nuestros relojes de pared tienen su
sonería y los de nuestras torres su carillón, los
horologia ex aqua descritos por Vitruvio tenían
mecanismos de alarma automática que, a cada
cambio de hora, lanzaba al aire guijarros o emitían
un sonido de advertencia 13.

Durante la segunda mitad del siglo I y todo el siglo


II d. C., su fama no hizo más que aumentar. Como
en la actualidad sucede con el piano, el reloj de
agua en los tiempos de Trajano era un signo
evidente de la posición y distinción de sus
propietarios. En la novela de Petronio, donde se
nos presenta a Trimalción como un hombre
«absolutamente chic» —lautissimus homo—, los
personajes ponen de manifiesto la admiración que
les causa verlo en su casa: ¿No tiene «en el
comedor un reloj que hace sonar el corno con
la expresa intención de que, al escucharlo, todos
sepan el pedazo de vida que han perdido»?
Trimalción está tan profundamente encaprichado
de su reloj que pretende llevárselo al otro mundo;
así, en su testamento expresa la voluntad de que
sus herederos le construyan un suntuoso mausoleo,
de cien pies (30 m.) de fachada y el doble de
profundidad, «con un reloj en el centro, a fin de
que nadie pueda mirar la hora sin verse obligado a
leer su nombre» 14. No podríamos entender este
singular deseo de posteridad si los
contemporáneos de Trimalción no hubieran estado
habituados a consultar con frecuencia la hora;
evidentemente, la división horaria ya formaba
parte de sus costumbres. Sin embargo, sería un
error creer que los romanos vivían pendientes de
los gnomon, de sus esferas o de las alarmas de las
clepsidras del mismo modo que nosotros lo
estamos de nuestros relojes, ya que sus
mecanismos no tenían ni la precisión ni la
constancia de los nuestros.

En primer lugar, debemos decir que el ajuste entre


el gnomon y el reloj de agua no era en absoluto
exacto. La fidelidad del primero estaba en función
de su adaptación a la latitud del lugar. En cuanto al
segundo, está claro que las mediciones confundían
los distintos días del mes, ya que el sol no los
iluminaba a todos por igual y los fabricantes no
podían impedir ciertas oscilaciones falsas al
intentar ajustar ambos mecanismos. Por tanto, es
lógico que, cuando alguien preguntara la hora,
recibiera varias respuestas distintas, pues, como
dice Séneca, en Roma era imposible saber la hora
con exactitud. Parece ser que resultaba mucho más
fácil ajustar las distintas filosofías que los relojes:
horam non possum cer-tam tibí dicere; facilius
inter philosophos quam inter horologia
convenit15. Así pues, la hora romana no logró ser
más que una mera aproximación.

En segundo lugar, se trataba de un concepto


continuamente móvil y, si se quiere,
contradictorio. En un principio las horas habían
sido calculadas para la jornada diurna. Cuando el
reloj de agua hizo posible el cálculo de las
horas nocturnas, no hubo tampoco un criterio
uniforme. Los horologia ex aqua por definición
debían reponerse, es decir, se vaciaban por la
mañana y por la noche. De aquí el desfase entre el
día oficial, que se iniciaba a partir de la
medianoche, y el día natural, que se dividía en las
doce horas diurnas y las doce nocturnas 16.

Y esto no es todo. Mientras que nuestras horas se


componen de sesenta minutos, cada uno de los
cuales se divide en sesenta segundos que se
definen por el fugitivo instante del minuto en que
se cumplen, la ausencia de división en las horas
romanas hacía que cada una de ellas comprendiera
el intervalo situado entre la anterior y la siguiente,
sin ninguna otra especificación. Y este intervalo,
en lugar de ser inmutable, se dilataba o se reducía
según la época del año, el momento del día o la
presencia o ausencia de luz. Las doce horas del
día se repartían en el gnomon entre el amanecer
y el crepúsculo y las doce horas de la noche, entre
el crepúsculo y el amanecer; así pues, unas y otras
iban aumentando o disminuyendo en sentido
contrario según las estaciones, logrando ser
idénticas sólo dos veces al año: en los
equinoccios. Antes y después del equinoccio,
progresaban en sentido inverso hasta la llegada de
los solsticios, momento en que su disparidad era
mayor. En el solsticio de invierno (25
de diciembre), había ocho horas cincuenta y cuatro
minutos de luz solar frente a las quince horas seis
minutos de oscuridad, por lo que la hora diurna
sólo alcanzaba los cuarenta y cuatro minutos 4/9;
en cambio, la nocturna podía alcanzar una hora
quince minutos 5/9. En el solsticio de verano la
situación era la inversa: la hora nocturna se
reducía mientras se alargaba la diurna.

Así, en el solsticio de invierno las horas diurnas


se sucedían según el siguiente orden:

I. Hora prima de 7,33 a 8,17 horas

II. Hora secunda de 8,17 a 9,2 horas

III. Hora tertia de 9,2 a 9,46 horas


IV. Hora quarta de 9,46 a 10,31 horas

V. Hora quinta de 10,31 a 11,15 horas

VI. Hora sexta de 11,15 a mediodía

mediodía a 12,44
VII. Hora séptima de horas

VIII. Hora octava de 12,44 a 1,29 horas

IX. Hora nona de 1,29 a 2,13 horas

X. Hora decima de 2,13 a 2,58 horas


XI. Hora undécima de 2,58 a 3,42 horas

XII. Hora duodécima de 3,40 a 4,27 horas

En cambio, en el solsticio de verano las horas


discurrían

del siguiente modo:

E Hora prima de 4,27 a 5,42 horas

IE Hora secunda de 5,42 a 6,58 horas

III. Hora tertia de 6,58 a 8,13 horas

IV. Hora quarta de 8,13 a 9,29 horas


V. Hora quinta de 9,29 a 10,44 horas

VI. Hora sexta de 10,44 a mediodía

VIE Hora séptima de mediodía a 1,15 h<

VIII. Hora octava de 1,15 a 2,31 horas

IX. Hora nona de 2,31 a 3,46 horas

X. Hora de cima de 3,46 a 5,2 horas

XI. Hora undécima de 5,2 a 6,17 horas


XII. Hora duodécima de 6,17 a 7,33 horas

Evidentemente, las horas nocturnas reproducían


con una rigurosa antítesis el desarrollo de las
horas diurnas, manteniendo su longitud de verano
en el solsticio de invierno y la de invierno en el
solsticio de verano.

Esta distribución horaria tenía profundas


consecuencias en la vida de los romanos. Por una
parte, lo empírico e insuficiente de esta división
hizo que el horario real nunca estuviera regulado
con la precisión matemática del cuadro
que acabamos de describir, tal como cabría
imaginar; a pesar del ajetreo de la Urbs, su
horario gozó de una flexibilidad desconocida en
nuestras actuales capitales. Por otra parte, como la
duración de las horas venía regulada por las
estaciones, la vida romana pasaba por unas fases
de intensa actividad con la llegada del buen
tiempo y unos períodos mucho más inactivos en
los meses de invierno. Esto hizo que, a pesar de
su intenso movimiento, la vida en la Urbs fuera
siempre provinciana tanto en su desarrollo como
en su ritmo.

El amanecer

Comenzaremos diciendo que la Roma imperial


despertaba a la hora que despierta un pueblo: al
despuntar el alba. Antes de seguir, volvamos sobre
el epigrama de Marcial ya citado en el que el
poeta enumera las causas del insomnio que, en su
época, padecían los desafortunados
romanos. Desde el momento en que amanecía, los
ciudadanos tenían que soportar el ruido
ensordecedor de las calles y plazas, donde se
mezclaban los martillazos de los caldereros y el
griterío de los alumnos de las escuelas 17. Los
romanos ricos, para protegerse del alboroto, se
retiraban al fondo de sus viviendas, aisladas del
ruido por gruesos muros y por
jardines circundantes. Sin embargo, tampoco allí
lograban encontrar la tranquilidad, ya que los
grupos de esclavos que realizaban las tareas de
limpieza se lo impedían. Nada más amanecer, a un
toque de campana, un enjambre de sirvientes,
con los ojos aún abotargados por el sueño,
empezaban a revolotear por la casa armados con
un arsenal de cubos, bayetas, escaleras para
limpiar los techos, palos (perticae) en cuyo
extremo se ataba una esponga (spongia), plumeros
y escobas (scopae), unas veces confeccionadas
con palmas verdes y otras con ramitas entrelazadas
de tamarisco, brezo o mirto silvestre. Unos
esparcían por el suelo el serrín que
después barrían junto con la basura; otros iban con
sus esponjas al asalto de pilastras y cornisas,
limpiaban, frotaban o sacudían el polvo con ardor
vivo. Las ocasiones en que el amo esperaba una
visita importante, solía levantarse con ellos para
espabilarlos, y su voz, imperiosa o arisca, se
dejaba oír sobre el inmenso guirigay: «¡Tú, barre
el suelo; tú, saca brillo a las columnas; quítame
esa telaraña de aquí; ven, bruñe la plata y las
vasijas!» 18 Pero aunque el dueño de la casa
delegara su autoridad en un vigilante, con el ruido
de las faenas cotidianas tampoco le era posible
dormir. A no ser como en el caso de Plinio el
Joven, quien en su villa laurentina había tomado la
precaución de interponer un corredor entre
sus habitaciones y aquéllas donde cotidianamente
se hacía el zafarrancho matutino 19.

Por otra parte, hay que señalar que generalmente


los romanos eran muy madrugadores. Les resultaba
tan deplorable la luz artificial que, tanto ricos
como pobres, tendían a aprovechar lo más posible
la luz diurna. Al parecer, todos habían hecho suya
la máxima de Plinio el Viejo: vivir es velar
(profecto enim vita vigilia est) 20; por tanto, a los
únicos que había que sacar de la cama era a los
jóvenes juerguistas de los que nos habla Aulus
Gellius o los borrachos que dormían la mona de la
noche anterior21. Incluso éstos debían de
levantarse antes del mediodía, ya que la «quinta
hora», momento del día en que, según cuenta
Persio, solían salir, normalmente terminaba antes
de las once de la mañana 22. En cuanto a lo que
Horacio llamaba «quedarse pegado a las sábanas»
cuando se retiraba a descansar a Mandela 23, o la
«reposada vida» que Marcial decía poder llevar
sólo en su lejana Bilbilis 24, parece que se refiere
al hecho de levantarse durante la hora tertia, es
decir, antes de las ocho de la mañana en verano.

Tan arraigada estaba la costumbre de levantarse al


alba que, incluso aquellos que por cualquier razón
permanecían acostados hasta más tarde, se
despertaban en cuanto amanecía y resolvían sus
asuntos en la cama, a la débil y vacilante luz de la
mecha de estopa y cera que llamaban lucuhrum,
de donde posteriormente derivaron las palabras
lucubrado y lucubrare (elucubración y elucubrar)
25. Desde Cicerón hasta Horacio, desde Plinio

hasta Marco Aurelio, todos los romanos


distinguidos pasaban el invierno «elucubrando» 26;
hasta tal punto que, fuera cual fuere la estación,
Plinio el Viejo, después de haber pasado las
últimas horas de la noche sumido en
«elucubraciones» 27, se presentaba antes del
amanecer ante Vespasiano, ya que ésta era la hora
en que el emperador recibía sus informes y
despachaba el correo 28.

Podemos decir que, desde el salto de la cama


hasta la salida de la casa, apenas transcurría un
brevísimo espacio de tiempo. Levantarse era una
operación sencilla, rápida y momentánea. No
obstante, es cierto que la alcoba o cubiculum, de
reducidas dimensiones y protegida por gruesas
contraventanas que, cerradas, la sumergían en la
más completa oscuridad y, abiertas, la exponían a
la lluvia, al sol y a las corrientes de aire, no era
exactamente un lugar acogedor para sus huéspedes.
Rara vez adornada con obras de arte u objetos
decorativos —Tiberio llegó a escandalizar por la
decoración de su cubiculum— 29, por lo general
no albergaba otro mobiliario que el cubile, o
lecho, que la definía; no siempre, un arcón donde
se guardaban la ropa y los dena-rios (arca); la
silla que Plinio el Joven ofrece a los secretarios y
amigos que le visitan y en la que Marcial deja su
manto y, por último, el orinal (lasanum) 30 y el
vaso (scap-hium) 31, cuyos distintos modelos,
según nos describen los textos literarios, se
realizaban tanto en la más vulgar arcilla (matella
fictilis) 32 como en la más espléndida plata con
incrustaciones de piedras preciosas 33. En cuanto
al lecho, por suntuosos que queramos imaginar los
travesados y el bastidor, su comodidad dejaba
mucho que desear 34. Sobre una base de correas
entrelazadas se colocaba el colchón (torus) y la
almohada (culcita, cervical), cuyo relleno
(tomentum) era de heno o cañas en las casas
humildes, y de lana traída de los poblados Leucos
y del valle del Mosa, o de plumón de cisne 35,
entre la gente acomodada. El colchón estaba
cubierto por dos mantas o cubiertas (tapetia); la
primera servía para proteger el colchón
(stragulum) y la segunda para abrigar al durmiente
(operimentum) 36. Finalmente, el lecho se
adornaba con una colcha (lodices) o un cubrecama
policromo y adamascado (polymita) 37 y sobre el
suelo se colocaba una alfombrilla (toral),
generalmente tan lujosa como los lodices 38.
De algún modo, el toral era un elemento
indispensable en el piso de la habitación; y es que,
ya fuera calzado con soleae, sandalias sujetas por
cordones al tobillo, con crepi-dae, alpargatas de
cuero con una tira en el empeine por cuyos ojales
pasaba una correa, con calcei, zapatos de
cuero con correas entrecruzadas, o con caligae,
borceguíes totalmente cerrados, el romano, que a
veces se protegía las piernas con vendas de paño
enrolladas a modo de polainas (fasciae), no
conoció nada que se asemejara a nuestras medias
o calcetines para ponerse bajo el calzado que se
quitaba al acostarse 39. Porque, según parece, al
igual que en la actualidad acostumbran a hacer los
orientales, los romanos no se desnudaban para
meterse en la cama, o mejor dicho, sólo lo hacían
a medias. Además de los zapatos, lo único que se
quitaban era el manto, que echaban sobre el
operimentum como una manta más 40 o dejaban
descuidadamente en la silla 41.

En realidad, los romanos distinguían dos tipos de


atuendo: el que cubría el cuerpo y el que lo
envolvía; tal era en griego la diferencia entre
endumata y epiblemata, diferencia que se
conservó en latín en los términos indumenta,
prendas que se llevaban noche y día, y amictus,
prendas que sólo se usaban durante parte de la
jornada.

Entre las numerosas indumenta encontramos en


primer lugar el subligaculum o licium, el
equivalente, no a los calzoncillos como se ha
dicho, sino al taparrabos, la mayoría de las veces
confeccionado en lino y siempre enrollado a
la cintura. En un principio fue la única prenda
interior usada tanto por nobles como por plebeyos,
pero mientras que ellos utilizaban sólo ésta, los
ciudadanos conservadores de la época de César y
Augusto, fieles a las viejas costumbres 42,
se ponían encima una toga. En el siglo II de nuestra
era, ya sólo los atletas se mostraban con ella en
público 43. La gente humilde 44 se ponía sobre el
licium la tunica, prenda que se convirtió en el
indumentum por excelencia. La túnica era una
especie de camisola, generalmente de lino o lana,
formada por dos paños cosidos. Se la metían por
la cabeza y se la ceñían al cuerpo con un cinturón.
Se la colocaban de modo que por detrás quedara a
la altura de las corvas y por delante algo más larga
45. La moda fue introduciendo variaciones en un

modo de vestir que, común a ambos sexos y a toda


condición social, comenzó siendo uniforme. Así,
la túnica de las mujeres se hizo más larga,
pudiendo incluso llegar a los tobillos (tunica
talaris)46-, la de los militares terminó siendo más
corta que la de los civiles; y la de los simples
ciudadanos más que la de los senadores, a la que
además se le había añadido una tira bordada de
color púrpura (tunica laticlavia) 47. En los
tiempos del Imperio, lo habitual era que los
romanos se pusieran una túnica sobre otra; la
interior se denominaba subucula y la otra, o túnica
propiamente dicha, tunica exterior. Al parecer,
había personas que se cubrían con dos, o incluso
con tres, subuculae, entre ellos Augusto, si damos
fe a lo que nos cuenta Suetonio sobre las manías
del emperador 48. Pero, tanto en invierno como en
verano, estas túnicas sólo cubrían la parte
superior del brazo; fue en el Bajo Imperio cuando
las mangas se alargaron sin que ello supusiera un
signo de incorrección 49. Esto explica no sólo que
los esclavos estuvieran autorizados a utilizar
manoplas en invierno 50, sino que casi todos los
romanos llevaran un amictus sobre las indumenta.

El amictus era la forma específicamente romana,


en tiempos de la República y a comienzos del
Imperio, de envolverse en una prenda llamada
toga, palabra derivada del verbo tegere (cubrir);
era un segmento circular de lana blanca, de 2
metros 70 centímetros de diámetro, que se
diferenciaba de todas las formas de himation
helénico por carecer de ángulos 51. No hace mucho
tiempo, en una bella página Léon Heuzey ponía de
manifiesto las concepciones antagónicas que
expresan estas dos prendas 52. «Los griegos —con
su tendencia hacia las formas arquitectónicas
rectilíneas—, aplicaron estos conceptos a la pieza
de tela que debía cubrirles y la hicieron con
bordes rectos y ángulos agudos; consiguiendo
efectos admirables con aquellas formas
elementales basadas en la sencillez de su gusto y
la claridad de su espíritu.» Por el contrario,
primero los etruscos y luego los romanos
introdujeron el arco en su sistema arquitectónico,
y del mismo modo que gustaban de edificar sus
templos sobre una base circular, redondearon los
ángulos de sus vestimentas. Con ello «obtuvieron
unas composiciones más ricas y majestuosas, pero
carentes de profunda y auténtica belleza». Por sus
singulares características, esta toga de
gran amplitud, por la que los asesinos enviados
por Mitrídates para aniquilar a los residentes
italianos en Asia reconocieron a aquellos que
debían matar 53, era la prenda nacional de los
romanos. Durante todo el Alto Imperio fue el
atuendo de gala ineludible en cualquier
manifestación de carácter cívico. La toga era el
símbolo digno de los amos del mundo, amplia,
elocuente, solemne, complicada en su colocación y
enfática en el armonioso revuelo de sus pliegues.
Ponérsela con arte requería una auténtica destreza;
por ello, un magistrado tan poco airoso como
Cincinnatus, uno de los héroes de la antigua
sobriedad, se las veía y se las deseaba para salir
del apuro sin la ayuda de su mujer Racilia 54.
Mantener los pliegues en su sitio al andar, en el
ardor del discurso o entre los empujones de la
multitud, suponía un auténtico ejercicio de
permanente atención 55. Soportar su peso resultaba
intolerable 56. Conservar su inmaculada
blancura entrañaba muchos cuidados y procesos de
blanqueado que en seguida la desgastaban y la
dejaban para trapos 57. De aquí que resultaran
vanos los esfuerzos de los emperadores por
imponerla en todos los actos oficiales 58: Claudio,
en el tribunal 59; Domiciano, en el teatro 60, y
Cómodo, en el anfiteatro 61. A principios del siglo
II de nuestra era, los romanos estaban deseando
marcharse al campo para cambiar la toga por el
pallium 62, una imitación del himation helénico, la
lacerna o pallium de color, o la paenula, lacerna
con capucha (cucullus). Incluso en la Urbs, había
quienes en las cenas con invitados la sustituían por
la synthesis, prenda que combinaba la sencillez de
la túnica en la parte superior y la amplitud de la
toga en la parte inferior 63. Por su parte,
los magistrados de los municipios ya no la vestían
para ejercer sus funciones y los ciudadanos sólo la
llevaban como mortaja el día de su entierro 64.

Así pues, no era precisamente la prenda preferida


por los romanos en vida. Ponerse la toga, o más
tarde el amictus, fue la única operación que al
levantarse les llevó un tiempo similar al que han
necesitado los arqueólogos para
intentar reconstruirla. Cuando, como los ediles
municipales, la evitaban o dejaban su uso para el
momento del día en que se tuviera más tiempo, los
romanos estaban listos para salir de casa en un
abrir y cerrar de ojos. El emperador
Vespasiano, por ejemplo, después de ponerse los
calcei sobre el toral y ceñirse una túnica sin ayuda
de nadie, comenzaba a recibir a sus auditores y a
cumplir con sus deberes imperiales 65. Apenas
unos minutos después de levantarse, los romanos
de esta época estaban preparados para iniciar las
funciones diarias de su vida pública.

Por todo desayuno los romanos bebían un vaso de


agua 66. En cuanto al aseo, el hecho de saber que a
mediodía acudirían bien a su propio balneum,
cuando eran lo suficientemente ricos como para
haber instalado uno en su casa, bien a las termas
públicas, les ahorraba cualquier pérdida de
tiempo.

En Pompeya sólo se ha encontrado una villa, la de


Dio-medes, donde en la habitación del amo
hubiera una zotheca o recámara provista de una
mesa y una palangana. En el texto de Suetonio, en
el que se nos relata cómo Vespasiano inicia la
jornada, no hay alusión alguna al aseo; y a pesar
de que, en el relato donde el mismo autor nos
cuenta las últimas horas de la vida de Domiciano,
encontramos alguna mención al aseo, el modo tan
elíptico que tiene de hacerlo le resta importancia
67. Horrorizado ante la predicción de que la «hora
quinta» del día 18 de septiembre del año 96 d. C.
quedaría para siempre manchada con su sangre, el
emperador se había encerrado a cal y canto en su
habitación, y durante toda la mañana había
permanecido en el lecho con una espada oculta
bajo la almohada. Pero, ante el falso anuncio de
que la «hora sexta» había comenzado, cuando en
realidad era la «hora quinta» la que acababa de
iniciarse, decidió levantarse y proceder a sus
cuidados corporales —ad corporis curam— en la
habitación contigua. Sin embargo, su ayudante
Parthenius, implicado en la conspiración,
consiguió retenerle en la habitación so pretexto de
que alguien insistía en comunicarle personalmente
importantes noticias. Por desgracia, Suetonio no
describió los cuidados (cura) que Domiciano se
disponía a hacer cuando la artimaña de
los conspiradores se lo impidió. Pero la brevedad
de la alusión y la facilidad con que Domiciano
renuncia a su intención demuestran su poca
importancia; y, puesto que la palabra
sapo entonces no designaba más que una tintura, ya
que el jabón aún no se conocía 68, sin duda estos
cuidados se limitaban a refrescarse la cabeza y las
manos con agua limpia. En esto consistía la cura
corporis a la que, en el siglo IV, alude Ausonio en
la entrañable oda corta de su Ephemeris:
«¡Vamos, esclavo, en pie! Dame los zapatos y el
manto de muselina. Tráeme el amictus que me
habías preparado, pues voy a salir. Y dispon agua
limpia para lavarme las manos, la boca y los
ojos»:

Da rore fontano abluam Manus et os et lamina!


69

Después de esto, el poeta entra en su oratorio y,


una vez hechas sus plegarias, sale al encuentro de
sus amigos.
El aseo del romano: el tonsor

En el siglo II de nuestra era, el auténtico aseo de


los ciudadanos elegantes de Roma era el realizado
por el tonsor, al que confiaban el corte de barba y
el arreglo del cabello. Sue-tonio nos señala que
los cura corporis esenciales para César eran los
ya mencionados, aspectos en los que, al parecer,
tenía exigencias de dandy 70. Este hábito se
convirtió en una tiranía durante todo el siglo II.
Los romanos que podían permitirse el lujo de tener
dos tonsores entre su servidumbre delegaban en
ellos su aseo matinal y, si llegaba el caso,
requerían sus servicios vanas veces al día. Los
que no podían permitírselo entraban, cuantas veces
lo consideraran necesario, en una de las
innumerables tonstrinae establecidas en las ta-
bemae de la Urbs; y para la clientela más vulgar,
había tonsores instalados en la vía pública 71. Los
ociosos hacían múltiples y prolongadas paradas en
las tonstrinae; pero, teniendo en cuenta el tiempo
que les llevaba esta tarea y los cuidados que les
prodigaba el tonsor, ¿cómo atrevernos a tachar de
ociosos a aquellos que prodigaban su tiempo
entre peines y espejos? (Hos tu otiosos vocas
inter pectinem spe-culumque occupatos?) 72 Era
tal el desfile de romanos por la tonstnna desde el
alba hasta la «hora octava»73 que este lugar se
convirtió en punto de cita, salón, mentidero y
despacho de inagotables asuntos, informaciones y
chismo-rreos 74. Por otra parte, lo abigarrado de
estos locales hacía que, ya en el siglo de Augusto,
los aficionados a la pintura se disputaran los
cuadros alejandrinos en los que se representaba el
ambiente de la tonstrina de aquellos tiempos
75. Además, las tarifas del tonsor llegaron a ser tan
elevadas que, tanto Juvenal en sus Sátiras como
Marcial en sus Epigramas, nos muestran el
personaje de un tonsor ya anciano que, tras haber
hecho fortuna con su trabajo, aparece como un
respetable caballero o un rico terrateniente 76.

El local del barbero o tonstrina estaba rodeado de


bancos en los que esperaban su turno los clientes.
En sus muros colgaban espejos ante los cuales los
paseantes que no deseaban «utilizar sus
servicios», se detenían para atusarse un poco si
era preciso 77. En el centro de la tonstrina,
protegido por una servilleta más o menos grande,
el mappa o el sudarium, o a veces por un peinador
(involucre) de batista (linteum) o muselina
(sindon) 78, estaba el tranquilo cliente sentado
sobre un taburete; dando vueltas a su alrededor,
el tonsor, envuelto en una nube de apremiados
ayudantes, los circitores, iba cortándole el cabello
o, si no le había crecido mucho desde la última
vez, arreglándoselo según la moda del momento.
Esta venía determinada por el gusto del
emperador. Excepto Nerón, a quien gustaba llevar
el pelo largo y peinado de un modo artístico 79, los
emperadores romanos, según el testimonio que nos
han dejado sus monedas y sus bustos, al menos
hasta Trajano, siguieron, o el ejemplo de Augusto,
quien jamás concedía a sus tonsores más de unos
apresurados momentos 80, o la estética de Quinti-
liano y Marcial, también enemigos de los cabellos
largos y los rizos escalonados 81. A comienzos del
siglo II de nuestra era, la mayoría de los romanos
llevaban un corte de pelo sencillo, rematado por
un peinado, tanto o más importante que el corte,
realizado con unas tijeras de hierro (forfex) de
hojas separadas, con unos anillos de presión en su
base; este instrumento dejaba mucho que desear y
daba lugar a eso que nosotros llamamos
«trasquilones» y que fue motivo de burla de
algunos de los personajes aparecidos en las
Epístolas de Horacio:

Si curatus inaeqnali tonsore capillos Occurri,


rides... 82

Este fue el motivo de que los romanos más


elegantes empezaran a preferir los rizos. Adriano,
su hijo Lucius César y el hijo de éste, Lucius
Verus, aparecen con el cabello rizado
artificialmente, unas veces gracias a la habilidad
del peluquero para manejar el peine (flexo ad
pectinem capillo) 83 y otras con la ayuda del
calamistrnm, o varilla de hierro que los ciniflones
ponían a calentar en los rescoldos dentro de una
funda de metal para que, una vez preparada, las
expertas manos del tonsor lograran con ella los
rizos que deseaba el cliente. Esta operación era
muy común a comienzos del siglo II, no sólo entre
los jóvenes, para quienes todo estaba permitido,
sino entre los hombres maduros en los que su
escaso cabello hacía difícil el procedimiento, lo
que hizo que en más de una ocasión el resultado
fuera excesivamente pretencioso, cuando no
ridículo. «Intentas recogerte —dice Marcial
burlonamente a Marinus— tu escaso cabello a
derecha e izquierda, cubres tu cráneo reluciente
con los bucles que marca la moda; pero he aquí
que, agitados por el viento, huyen de su sitio y
pasan a orlar tu cabeza dos enormes volutas.
Marinus, ¿por qué no afrontas tu edad con
franqueza y tratas de ser por fin sólo uno? No hay
nada más feo a los ojos de la gente que un calvo
con rizos...» 84

Pero el tonsor tenía la tarea de satisfacer las


ilusiones de juventud de sus clientes. Para ello
derramaba en los laboriosos bucles tintes 85 y
perfumes, extendía sobre sus mejillas «la pasta del
rubor» o pegaba en el rostro esos pequeños re-
dondelitos de tela que servían para disimular los
defectos de una piel poco agraciada o para realzar
el brillo de una tez marchita y que se llamaban
splenia Innata, es decir, lo que nosotros
llamaríamos «lunares». Estos groseros
refinamientos fueron el punto de mira de las sátiras
más despiadadas, desde los aforismos de Cicerón
sobre los húmedos flequilíos de algunos de sus
presuntuosos enemigos 86, hasta los epigramas que
dedica Marcial a sus émulos: de Carocinus dice
que «liba» todos los tarros de esencia que vende
Nice-ros, un célebre perfumista de la época 87;
Postumus le es sospechoso porque «siempre huele
bien, y oler siempre bien es tanto como oler mal»
88, y Rufus le parece un individuo cuya reluciente
cabellera derrama sus efluvios sobre el teatro
de Marcellus, mientras que en su frente brillan las
estrellas como «moscas» en una constelación 89.
Pero en la época en que nosotros nos situamos, la
tarea cotidiana del tonsor era la de recortar o
afeitar las barbas. Estas otras funciones, sin duda,
fue adquiriéndolas con el tiempo. Los romanos, lo
mismo que los griegos, llevaron barba durante
mucho tiempo; tuvo que ordenarlo Alejandro
para que se la afeitaran. Ciento cincuenta años más
tarde los romanos hicieron lo mismo. A comienzos
del siglo II a. C., Titus Quinctius Flaminus aparece
en sus monedas proconsulares con barba, así como
Catón el Viejo se nos describe con ella en las
alusiones que hace a su persona al relatar su
etapa como censor 90. Una generación más tarde
eran muchos menos los que la llevaban. Escipión
Emiliano se hacía afeitar todos los días; tan
arraigada estaba en él esta costumbre que cuando,
en señal de protesta por las injustas acusaciones
que se le hicieron, renunció a los cura corporis,
fue el afeitado lo único que no abandonó 91.
Cuarenta años después, su hábito se había
extendido en tiempos de la dictadura de tal
modo que parecía como si el espíritu de la
civilización helenística, en el que a su pesar estaba
inspirado este régimen político, se hubiera colado
hasta en los más mínimos detalles de la rutina
cotidiana. Así, Sila fue barbilampiño; César, su
auténtico sucesor, siempre se mostró en público
perfectamente afeitado 92; y sabemos que Augusto,
siendo emperador, temía cada vez que tenía que
pasar por la hoja del tonsor 93. Así pues, en el
siglo I a. C. era necesario que se dieran
unas circunstancias graves o dolorosas para que
los poderosos dejaran de cumplir con una
formalidad que se había convertido casi en un
deber de estado; César no se afeitó el día en que
los eburones 94 masacraron a sus lugartenientes;
Catón de Utica, tras la derrota de sus partidarios
en Thapsus, en el año 46 a. C. 95; Antonino,
después de su derrota en Mó-dena96; Augusto, al
conocer la noticia del desastre de Varus 97. Más
tarde, todos los emperadores del Imperio,
desde Tiberio a Trajano, no omitirían nunca
cumplir con este deber, ya que sus súbditos se
habrían indignado si sus Césares no hubieran
cumplido con las mismas obligaciones que ellos.
A decir verdad, los romanos se sometían a este
hábito como si de un rito se tratara. La primera vez
que un joven se ponía en manos del tonsor se
celebraba una ceremonia religiosa: la depositio
barbae. Conocemos las fechas en las que los
emperadores y sus familiares cumplieron con esta
ceremonia: Augusto en septiembre del año 39 a. C.
98; Marce-llus, cuando participaba en la

expedición contra los cántabros, en el 25 a. C. 99;


Caligula y Nerón en la misma fecha en que
vistieron por vez primera la toga viril 10°. Los
ciudadanos se ceñían a los gestos de los
emperadores con una escrupulosa exactitud. Así,
unos padres desconsolados puntualizan en el
epitafio de su difunto hijo que éste había muerto
poco después de afeitarse por vez primera, a los
veintitrés años, a la misma edad que Augusto 101; y
del mismo modo que Nerón guarda el vello de su
depositio en un píxide de oro ofrecido a Júpiter
Capitolino 102, Trimalción muestra a sus invitados
otro píxide de oro, expuesto en su oratorio privado
entre las estatuas de plata de sus lares y
una estatuilla de Venus en mármol, donde guarda
su lanugo 103. Los pobres habían de conformarse
con guardar el recuerdo de su depositio barbae en
un cofrecillo de vidrio, como el hallado en 1832
en unas fortuitas excavaciones, en una antigua casa
de la via Salaria 104. Durante los tiempos de
Juvenal, ricos y pobres festejaban esta fecha
solemne según sus medios, cuando no por encima
de ellos, preparando una gran fiesta a la que se
invitaba a todos los amigos de la familia 105.

El día de la depositio barbae el tonsor cortaba


con unas tijeras la barba primera que
posteriormente se ofrendaba a los dioses. Los
adolescentes cuyo mentón aún no estaba cubierto
más que por una incipiente pelusa, esperaban a
madurar un poco más antes de acudir por primera
vez al ton- sor 106. Pero pasada cierta edad, y a
menos que se tratara de un soldado 107 o un
filósofo 108, empezaba a estar mal visto retrasar la
ceremonia. Marcial compara a los que eluden
esta obligación con los chivos africanos que
pacían en la hondonada de las Sirtes, en las orillas
del Cinyps 109. Incluso los esclavos acudían a los
tonsores que trabajaban en la vía pública 110, a no
ser que, por economizar, el amo los pusiera en
manos de su propio barbero, quien para adquirir
una mayor habilidad se entrenaba afeitando su
tosca piel; así obraban, entre otros, los
procuradores de Adriano que dirigían el territorio
de las minas de Vipasca 11 h Y es que ningún
romano se afeitaba solo, ya que el defectuoso
material y la grosera técnica de que disponían les
condenaban a ponerse en manos del experto
tonsor. Es cierto que los arqueólogos han hallado
multitud de navajas barberas en las ruinas
prehistóricas y etruscas, mientras que son muy
pocas las descubiertas en las excavaciones
romanas; pero esto se explicaría debido a que las
navajas de los terramares y de los etruscos eran de
bronce, mientras que las de los romanos, ya
fueran navajas barberas propiamente dichas
(novaculae) o cuchillos, que también usaban para
afeitarse y cortarse las uñas (cultri o cultelli),
eran de hierro y, por tanto, habrían sido corroídas
por la herrumbre. Estos ferramenta, nombre
genérico aplicado a todas sus variedades, eran
unos instrumentos frágiles y perecederos, si bien
éstos eran sus menores defectos. El tonsor tenía
por costumbre afilarlos en una piedra que tenía
para tal uso, una laminitana 112 generalmente
traída de Hispania, que humedecía con su saliva
113, hábito tan dudoso como ineficaz, para después
pasarlo por una piel que no había sido lubrificada
ni con espuma de jabón ni con loción alguna. El
único texto que, a mi juicio, aporta algún
esclarecimiento sobre estos detalles indica sin
ningún género de dudas que la única loción
preliminar que aplicaba el tonsor sobre el rostro
de su cliente era simplemente el agua. Recordemos
la bonita anécdota con la que Plutarco nos
revela la generosidad de M. Antonius Creticus, el
padre de Antonio el triunviro. Un día llegó a casa
de Antonius Creticus un amigo que quería pedirle
un préstamo. Pero la mujer de

Antonius, que desconfiaba de su despilfarrador


marido, tenía bien atados los cordones de la bolsa
y no daba ni un de-nario. Contrariado ante esto,
urdió una estratagema para salir de la situación y
satisfacer a su amigo. Así pues, ordenó a uno de
sus esclavos que le trajera agua en una bacina
de plata. Cuando la tuvo delante, comenzó a
mojarse la barba como si fuera a afeitarse y mandó
retirarse al esclavo. En cuanto éste se fue, entregó
el recipiente de plata a su amigo, y de este modo
resolvió el problema. Es evidente que la astucia
de Antonius Creticus sólo fue posible porque era
un hecho rutinario mojarse la barba con agua antes
de comenzar el afeitado 114.

En tales circunstancias era imprescindible que el


tonsor estuviera dotado de una destreza poco
común. Por tanto, sólo después de un largo
aprendizaje y tras manejar muchas navajas de
principiante, obtenía permiso para abrir su propia
tonstrina 115. Pero su oficio estaba plagado de
riesgos y dificultades. Los virtuosos que lograban
destacar adquirían una fama cantada por los
poetas, tal y como lo demuestra el epitafio
dedicado por Marcial a Pantagathus: «En
esta tumba yace, desaparecido en la flor de la
vida, Pantagathus, querido y llorado por su amo;
tan hábil en cortar los cabellos huidizos ante el
hierro, que apenas los rozaba, como en pulir
hirsutas mejillas. ¡Oh tierra!, sé con él grata y
ligera, porque se lo merece; pero nunca podrás ser
más ligera y grata que su mano de artista.» 116 Sin
embargo, hemos de decir que Pantagathus
pertenecía a lo más selecto de la profesión y que
la mayoría de sus colegas estaban lejos de poseer
la misma habilidad. En particular, los tonsores
callejeros exponían a su clientela a los más
desagradables accidentes; bastaba un momento de
distracción, que hubiera un incidente en la calle,
recibiera un empujón o cayera algún objeto,
para que el cliente acabara con unas cortaduras de
tal magnitud que hizo preciso que la legislación de
Augusto previera unas sanciones pecuniarias para
estos casos 117.

A principios del siglo II de nuestra era la situación


no había variado sustancialmente; los clientes del
tonsor debían elegir entre soportar un tratamiento
preventivo pero ínterminable o aguantar los cortes
más o menos profundos de una operación rápida
pero peligrosa. Los barberos más renombrados
pecaban de excesiva lentitud. Al parecer, Augusto
la soportaba mal que bien hojeando un libro o
entreteniéndose con la pluma y las tablillas
mientras le preparaban 118. Cien años más tarde, la
lentitud del tonsor seguía siendo objeto de
innumerables chirigotas: «Mientras que el barbero
termina de afeitar el rostro de Lupercus, a éste
le ha vuelto a salir la barba...» 119 «Tenía por
barbero a un joven de tal habilidad que superaba
incluso a Thalamus, el barbero de Nerón. Un día
se lo presté a Rufus para que le dejara pulidas las
mejillas; pero, al mirarse al espejo, Rufus
le ordenó que volviera sobre la barba una y otra
vez, y que le quitara uno por uno todos los pelos,
así que mi barbero volvió a casa barbudo...» 120

El suplicio que hacían padecer la gran mayoría de


los ton-sores era más breve, pero también más
doloroso: «Aquel que no sienta deseos de
descender a las tinieblas de Estigia, lo que ha de
hacer, si aún le queda un poco de sentido
común, es huir del barbero Antiochus. Menos
cruelmente cortan los brazos de los fanáticos de
Cibeles los cuchillos, cuando deliran al son de las
notas de la música frigia. Con más suavidad
reduce los huesos fracturados la quirúrgica mano
de Aleo. Todas las cicatrices que podéis contar en
mi mentón, semejantes a las que muestra la frente
de un antiguo pugilista, no se deben a mi mujer, a
pesar de ser temible cuando enfurecida muestra
sus uñas; son fruto del hierro de Antiochus y de su
mano perversa. El único ser inteligente es el
chivo: vive con su barba para escapar al
verdugo...» 121 Estas cuchilladas eran, al parecer,
lo bastante frecuentes como para que Plinio el
Viejo nos transmitiera la fórmula, por
cierto, repugnante, del emplasto que se utilizaba
para detener las hemorragias: un puñado de
telarañas empapadas en aceite y Efectivamente,
hacía falta un gran valor para ponerse en manos
del tonsor; puestos a sufrir incomodidades y
padecimientos, los romanos como el Gargilianus
de Marcial, que temblaba ante el barbero 123,
preferían someterse todas las mañanas 124 a las
mañas del dropacista, quien les embadurnaba con
dropax 125, un ungüento depilatorio compuesto de
resina y de pez; les frotaba con psilothrum, un
ingrediente extraído de la vid blanca 126, o les
untaba cualquiera de aquellas pastas de resina de
hiedra, grasa de asno, hiel de cabra, sangre de
murciélago o polvos de víbora, según nos
cuenta Plinio el Viejo sin omitir detalle 127.
Incluso a veces, siguiendo el consejo del
Naturalista, combinaban el empleo de estos
ungüentos y la depilación directa 128, es decir,
igual que ahora las mujeres y en su momento Julio
César, se hacían depilar con las pinzas o volsella
129. Algunos sufridos amos llevaban su aguante

hasta el extremo de pedir a su tonsor que utilizara,


según la zona, las tijeras, la navaja o las pinzas de
depilar, aunque a la salida de la tonstrina tuvieran
que escuchar una frase como ésta: «Una parte de tu
cara está esquilada, otra afeitada y otra depilada.
Dime pues, ¿quién podría imaginarse al verte que
tienes sólo un rostro?» 130 A principios del siglo II
la mayoría de los romanos comenzaban a no
soportar los suplicios del tonsor. Por eso, cuando
el emperador Adriano decidió dejarse crecer la
barba rizada con que le vemos en las monedas, los
bustos y las estatuas, bien porque deseara ocultar
una desagradable cicatriz, como cuenta su
biógrafo, bien porque sencillamente quisiera
desprenderse de un yugo intolerable, sus
súbditos y sucesores siguieron gustosos su
ejemplo. Desde entonces, el hábito que desde
hacía dos siglos y medio había constituido la parte
esencial de la cura corporis de los romanos,
desapareció durante ciento cincuenta años de su
vida cotidiana sin que nadie se lamentara por ello.

El aseo de la matrona romana: la ornatrix

Hasta ahora sólo hemos hablado del aseo del


romano; pero es obvio que nos queda la otra
mitad. Para tratar este otro aspecto del tema y
conocer cómo era el comienzo de la jornada de
una romana es preciso que entremos en su
casa donde, la mayoría de las veces,
encontraremos un decorado distinto.

Recordemos el divertido capítulo de Fisiología


del Matrimonio en el que se exponen, del modo
más docto, las ventajas y los inconvenientes de los
distintos sistemas de convivencia entre los que los
esposos deben elegir si quieren mantener la
armonía de la vida conyugal: una cama y una sola
habitación, dos camas en una misma habitación y
dos camas en dos habitaciones distintas. Balzac es
el primero en admitir que prefiere este último
sistema de convivencia y rechaza absolutamente el
segundo de ellos. Ahora bien, lo que el gran
novelista ignoraba es que, sin saberlo, describió
las costumbres conyugales de la Roma imperial.

Sólo en el primer piso de una de las casas


recientemente halladas en Herculano se han
encontrado cubícala con dos camas. Pero lo más
probable es que fueran habitaciones de una
posada; en cualquier caso, no está demostrado que
estuvieran destinadas a un matrimonio. Por otra
parte, los textos no hablan de camas gemelas más
que cuando describen los hacinados cenacula. En
todos ellos el matrimonio aparece, bien
compartiendo el lecho conyugal (lectus
genialis), bien separados en distintas habitaciones.
Generalmente, la elección estaba relacionada con
las características de la vivienda, es decir,
dependía del rango social. La gente humilde y los
ciudadanos de la clase media, en cuyos hogares
no sobraba precisamente el espacio, no concebían
el matrimonio si no compartían el lecho; Marcial,
quien en uno de sus epigramas simula aceptar la
mano de una rica anciana a condición de no
compartir nunca el lecho,

Communis tecum nec mihi lectus erit 131,

mostrará, no obstante, en otro, su ternura ante el


amor que se demostraran Calenus y Sulpicia
durante los quince años que había durado su unión,
y relata sin pudor alguno los cariñosos retozos de
que había sido testigo su «lecho nupcial» y la
«lámpara siempre rociada con los perfumes de
Nice-ros» 132. Por el contrario, los grandes
personajes romanos organizaban su existencia de
tal modo que cada uno de los cónyuges pudiera
gozar de absoluta independencia dentro de la
misma casa. Así, nunca vemos a Plinio el Joven de
otro modo que no sea solo en la habitación donde
despierta «con los albores de la hora prima, casi
nunca antes y casi nunca después», y en la que,
aprovechando el silencio, la soledad y la
oscuridad que reinan alrededor del lecho,
abrigado por los postigos de la ventana, se siente
libre y devuelto a sí mismo para pensar con
comodidad y recomponer sus ideas 133. Del mismo
modo nos imaginamos que su querida Calpur-nia
dormía o se levantaba en otra habitación, aquella a
la que Plinio acudía amorosamente cuando ella
estaba en casa, y hacia la cual sus pasos
continuaban guiándole cuando su mujer estaba
ausente, como si en su habitación la sintiera más
cerca 134.

Evidentemente, en la alta sociedad romana estaba


bien visto tener habitaciones independientes, a
juzgar por cómo los advenedizos intentaban imitar
en este aspecto a los grandes personajes. Petronio,
en su novela, nos describe a un Tri-malción
hinchado de orgullo al mostrar a sus invitados
las dimensiones colosales de la casa que se ha
hecho construir: «Mirad —dice puntualizando bien
sus palabras—, ésta es la habitación en la que yo
duermo»; después, guiñando un ojo a su mujer,
señala un lugar más apartado donde se halla
«el nido de esta víbora» 135. Pero, o Trimalción se
engaña a sí mismo, o trata de tomar el pelo a los
demás; porque, por mucho que lo pretendiera, no
dormía en una habitación solo, sino que compartía
el lecho de Fortunata. Como esos maridos
franceses que ante los demás tratan a su mujer de
«usted» pero no pueden evitar el «tuteo» en
determinadas situaciones, Trimalción se
contradice en el episodio en que, pródigo en
confidencias escatológicas, culpa del
insomnio que padece al generoso estruendo que, a
su costado, hace su «gruesa mitad»: «Sí, tú ríete
Fortunata, pero con tu concierto me impides pegar
ojo por la noche.» 136

Pero dejemos de lado esta cuestión: ya durmiera


en la habitación de su esposo o en la suya propia,
la mujer romana realizaba su aseo cotidiano de un
modo similar al del marido. Como él, se acostaba
con la vestimenta interior: el li-cium, el sujetador
(strophium, mamillare) o una especie de «corsé»
(capetium), una o varias túnicas y, a veces, ante
la desesperación de su esposo, un manto 137. Por
consiguiente, nada más levantarse sólo tenía que
calzarse las sandalias y ponerse el amictus y, a
continuación, se lavaba la cara y las manos. Tanto
en el hombre como en la mujer y hasta que llegaba
la hora del baño, lo esencial de la cura corporis
consistía en una serie de cuidados para nosotros
accesorios; y es que las romanas de los tiempos
del Imperio, al igual que las mujeres orientales de
hoy, creían que lo más superfluo era lo esencial en
el aseo.

Fueron los juristas los que, al realizar la lista


cronológica de las emperatrices, nos brindaron los
detalles de los distintos pasos que seguía la
coquetería femenina para culminar su aseo. Los
objetos personales se dividían en tres categorías:
los objetos de aseo (mundus muliebris), los
objetos de adorno (ornamenta) y el ropero
(vestís). En el término vestís se incluyen las
diferentes piezas de tela con las que
se confeccionaban los vestidos. Entre los objetos
de aseo, «gracias a los que la mujer se hace más
limpia» (mundus muliebris est quo mulier
mundior fit), se encuentran palanganas, recipientes
(matellae) y espejos (specula) de cobre, plata y, a
veces, vidrio laminado no con mercurio, sino con
plomo; y cuando era una romana lo suficientemente
rica como para desdeñar la hospitalidad de los
baños públicos, la bañera particular (lavatio). En
los ornamenta se incluían los instrumentos y
productos necesarios para su embellecimiento,
desde peines y broches o fibulae, hasta los
ungüentos que se untaban o las joyas que lucían.
Sólo a la hora del baño era posible armonizar el
mundus y los ornamenta, ya que por la mañana
tenían el tiempo justo para «arreglarse»: ex
somno statim ornata non commundata 138.

Lo primero que hacía la romana era ordenarse el


cabello. En el período que estamos estudiando,
esta tarea no resultaba sencilla. Placía mucho
tiempo que las matronas habían abandonado la
simplicidad de los peinados republicanos,
exceptuando el breve período del reinado de
Claudio, peinado que consistía en hacerse raya en
medio y recogerse el cabello en un moño. En esta
época parecían simples incluso las trenzas
colocadas en rodetes sobre la frente que muestran
los bustos de Livia y Octavia. Con Mesalina
aparecen los peinados rizados cuya complicación
y pomposidad caracterizan la iconografía femenina
de la época flavia. En los años siguientes, las
damas que marcaban la moda, como Marciana,
hermana de Trajano, o Matidia, su sobrina,
dejaron de peinarse según la moda flavia. Pero
esto no significó abandonar la costumbre de
hacerse con las trenzas diademas tan altas como
torres. «Observa —dice Estacio en una de sus
Silvas— la gloria de esta frente sublime y las
tribunas que forman su cabellera.» 139 Juvenal
también se divierte ante el contraste entre la corta
estatura de cierta mujer elegante y la pretensión de
un peinado que parecía no acabar nunca:
«¡Cuántos pisos superpuestos! ¡Cuántas
estructuras en el edificio que soporta su cabeza!
De frente se la podría tomar por Andrómaca; de
espaldas merma como si la observáramos a vista
de pájaro: ¡es como si se tratara de otra mujer!»
140

Del mismo modo que sus esposos no podían


prescindir del tonsor, las romanas no hubieran
podido pasar, para componerse estas obras
monumentales, sin la habilidad de sus peluqueras,
las ornatrices. Son muchos los epitafios que
nos indican las fechas y las casas en que
estuvieron empleadas al servicio de una matrona.
Éstas debieron dedicarles tanto tiempo como los
hombres al barbero; y, como ellos, debieron sufrir
mucho con estas sesiones, sobre todo si, como
la Julia a la que alude Macrobius, se hacían
arrancar los cabellos que encanecían H1. El trabajo
de la ornatrix no era ni mucho menos una
prebenda; era muy común que,
aunque consideradas verdugos, se convirtieran en
mártires cuando la exagerada actitud de la señora
la hiciera pensar que el resultado final no era el
deseado. Epigramas y sátiras están llenas de gritos
de matronas encolerizadas y gemidos de sufridas
ornatrices. «La señora —dice Juvenal— hoy tiene
una cita y quiere estar más bella que de ordinario.
La pobre Pse-cas (esclava peinadora),
desgreñada, con los hombros desnudos y el pecho
descubierto, está peinándola. Pero de repente la
señora cree que ese bucle está muy alto. ¡Por qué!
¡Zas! El vergajo castiga sin piedad el crimen de
haber malogrado un rizo.» 142 También Marcial
nos habla de la or-natrix: «Un rizo, sólo uno,
había salido defectuoso. Una horquilla mal puesta
se había soltado. Lalage estampó en su esclava el
espejo que le había revelado la fechoría, y Plecou-
sa (la trenzadora) se desplomó, inmolada a esta
terrible cabellera.» 143 Vistas las circunstancias, la
más feliz era la or-natrix a quien la calvicie de su
señora le permitía colocarle unas trenzas postizas
(crines, galeri, coryrabia) con el menor riesgo, o
alguna de aquellas pelucas, bien teñidas de
rubio con el sapo de Maguncia o mediante una
mezcla de sebo de cabra y ceniza de haya 144, bien
de negro ébano, como las que se importaban de la
India en tales cantidades que el gobierno imperial
tuvo que incluir los capilli Indici entre
las mercancías que habían de pagar impuesto de
aduana 145.

Pero la tarea de las ornatrices no acababa aquí.


También estaban encargadas de depilar 146 y,
sobre todo, de «pintar» a la señora: de blanco la
frente y los brazos, con creta y al-bayalde (cerusa)
147; de rojo, con ocre del fucus o con poso del

vino 148, los pómulos y los labios; de negro, con


ceniza (fuligo) o polvo de antimonio 149, las
pestañas y el contorno de ojos 150. Las paletas de
estas artistas eran numerosos tarros y frascos,
alabastros, gutti y píxedes de donde salían todo
tipo de pomadas y afeites. La matrona solía tener
su arsenal guardado bajo llave en el armario de la
habitación nupcial (thalamus) 151. Por la mañana
lo extendía sobre la mesa, junto al cuerno molido
que, imitando a Mesalina, utilizaba para
esmaltarse los dientes 152, y una vez que llamaba a
la ornatrix, cerraba la puerta con mucho cuidado
pues sabía, por haberlo dicho Ovidio, que «el arte
sólo embellece el rostro de las mujeres si nadie ve
sus secretos» 153. Cuando más tarde acudía al
baño, llevaba consigo sus trastos colocados en los
compartimentos de un cofre destinado a este uso
exclusivo, a veces de plata maciza, y que se
designaba con el nombre genérico de capsa o con
el término más restringido de «alabastroteca». Así,
en estos frascos estaba contenida la máscara que la
romana se ponía al levantarse, se rehacía tras el
baño y sólo se quitaba en el momento de
acostarse: «Tu rostro, Galla, reside en un centenar
de píxides; la cara que nos muestras no duerme
contigo.» 154

Una vez maquillada y siempre con la ayuda de sus


ornatrices, la matrona revisaba sus joyas con
incrustaciones de piedras preciosas y se las
colocaba de un modo ritual: la diadema sobre el
cabello y los pendientes en las orejas; el collar
(monile) o los dijes (catellae) alrededor del
cuello; el colgante (pectoral) sobre el pecho; a
continuación, los brazaletes y las sortijas, sin
olvidar los aros que llevaba en los brazos y en los
tobillos, los periscelides, parecidos a los khal-
kals de oro que llevan las mujeres árabes
distinguidas 155. Finalmente, las esclavas a veste
acudían para ayudarla a vestirse. Lo primero que
se ponían era una túnica larga, que cubría la
indumenta, llamada stola, signo de su elevada
condición, adornada con un galón (instita)
bordado en oro y ceñida con un cinturón
denominado zona. Para terminar, se ponían un chal
largo que les cubría los hombros y caía hasta los
pies, el supparum 156, o, en su defecto, la palla, o
pallium femenino, gran manto cuadrado de
pliegues cadenciosos y tintura brillante. En
realidad, no era la línea lo que diferenciaba el
atuendo de las mujeres y los hombres romanos,
sino la riqueza de los materiales y el color. La
mujer romana prefería, antes que el lino o la lana,
los tejidos de algodón que llegaban de la India
desde que la victoria de Augusto sobre los partos,
más tarde reafirmada por las campañas de
Trajano, había hecho más fáciles las
importaciones; pero, sobre todo, sentían auténtica
predilección por las sedas que, desde los tiempos
de Nerón, bien por las rutas terrestres que desde
Issidon Scythica (Kachgar) llegaban hasta el mar
Negro, bien a través de Persia por las rutas del
Tigris y del Eufrates, por el cabotaje del Indo en el
golfo Pérsico y los navios que desde allí partían
hasta los puertos egipcios del mar Rojo, los
misteriosos seres enviaban anualmente al Imperio.
Estas telas, además de ser más ligeras, flexibles
y tornasoladas, se prestaban mejor que las otras al
tratamiento de los offectores, artesanos que
realzaban con sus ingredientes los matices
originales, infectores, tintoreros que se
encargaban de la desnaturalización, purpararii,
flammarii, crocotarii o violarii, es decir, de
tantos especialistas como colorantes vegetales,
animales o minerales conocían: el blanco de la
creta, la saponaria y la sal de tártaro; el amarillo
del azafrán y la reseda; el negro de la agalla; los
azules del glasto y los rojos claros y oscuros de la
granza, la urchilla y la púrpura. Siempre fieles a
los consejos de Ovidio 157, las matronas
armonizaban los colores de sus pinturas con los
tintes de sus vestimentas, de modo que, cuando
salían a pasear, las calles se llenaban de la
policromía de sus vestidos, chales y mantos, a
menudo realzados con brillantes bordados,
como la espléndida palla negra que según Apuleyo
llevaba Isis 158.

El atuendo de la matrona se completaba con unos


accesorios, en un principio ajenos al hombre, que
acentuaban aún más su pintoresca presencia.
Mientras que los hombres, por lo general, no
llevaban nada en la cabeza, ya que cuando el sol
apretaba o arreciaba la lluvia se cubrían con la
toga o el pallium o se ponían el cucullas que
llevaba la paenula, la mujer romana, si no llevaba
tocado o mitra, se ponía en el cabello sujeto con
la redecilla (reticulum) 159 una cinta de color
púrpura (vitta) o un tutulus 160, o tocado cónico
con un velo parecido al tocado flamíneo.
Alrededor del cuello solían llevar anudado un chal
(fócale). Colgada del brazo llevaban la mappa,
que les servía para limpiarse el polvo o el sudor
de la cara (orarium, suáarium) y, quizá, para
sonarse la nariz, siguiendo una costumbre no muy
antigua, ya que la única palabra latina que hemos
podido traducir por pañuelo, muccinium, no
aparece antes de finales del siglo II de nuestra era
161. En una mano llevaba el abanico de plumas de

pavo (flabellum) con el que se aliviaba del calor y


espantaba a las moscas (muscarium) 162. Con la
otra, cuando hacía buen tiempo, sujetaba una
sombrilla (umbella, umbra-culum), a menos que
llevara al lado a una esclava (pedise-qua) o a un
galante amigo que la llevara por ella; generalmente
era de color verde brillante y no siempre se podía
cerrar, razón por la cual la dejaba en casa los días
de fuerte viento... 163

Acicaladas de este modo, las mujeres estaban


listas para afrontar las miradas de sus
conciudadanos y suscitar la admiración de los
transeúntes. Pero lo cierto es que la complejidad
de su atavío combinada con la eterna coquetería
femenina seguramente hizo que la romana
necesitara mucho más tiempo para su aseo
personal que sus maridos. Sin embargo, esto
carece de importancia, ya que las mujeres
en Roma no estaban, ni mucho menos, tan
atareadas como los hombres; pues, a decir verdad,
ellas sólo compartían con el hombre el tiempo de
ocio.

CAPÍTULO VII
LAS OCUPACIONES

Deberes de la clientela

EN la Roma de Trajano las mujeres pasaban la


mayor parte del tiempo en sus casas. Las más
humildes se ocupaban de las tareas domésticas !,
al menos hasta la hora en que acudían a las termas;
las romanas acomodadas dejaban el trabajo de la
casa a sus numerosos esclavos y de vez en cuando
salían a visitar a una amiga, a pasear, a ver algún
espectáculo o a una de las cenas a las que solían
estar invitadas. El romano, por el contrario,
apenas hacía vida doméstica. Aquellos que
estaban obligados a trabajar, desde la primera
hora de la mañana salían de casa para ir al taller,
al foro o al Senado; pero aunque se tratara de
romanos ociosos, del mismo modo tenían que salir
para atender sus deberes de clientela. Y es que no
sólo los libertos tenían un amo del que seguían
dependiendo. Desde el más humilde al más
importante, todos los romanos estaban ligados a
otro que era superior a ellos por las mismas
obligaciones de respeto, o para emplear el término
exacto, de obsequium, que ligaban al antiguo
esclavo con el amo que le había dado la libertad.

El «amo» tenía la obligación de recibir en su casa


a sus clientes, de invitarles a su mesa y de
ayudarles con donativos y regalos. Cuando éstos
carecían incluso de lo necesario para comer,
preparaba una cesta con vituallas (sportula)
o, para evitarse estos engorros, les obsequiaba con
un donativo el día de su visita. El donativo en
dinero se había extendido de tal modo en los
tiempos de Trajano, que la cantidad apenas
variaba de una casa a otra; así que terminó por
establecerse una tarifa «esportularia»: seis
sestercios por cabeza y día 2. ¡Cuántos abogados
sin causas, profesores sin alumnos o artistas sin
encargos no recibían otros ingresos que esta
mínima asignación! 3 Los que tenían más suerte y
trabajaban, acudían antes del amanecer 4 a la casa
del «amo» para recibir la «esportularia» y sumarla
al salario que percibían en el taller o en la
taberna. Así que el romano rico tenía que
levantarse a la misma hora que los demás para
atender sus ruidosas recepciones si no quería ver
en entredicho su reputación, ya que el poder de un
romano se medía por la magnitud de su clientela.
En lugares como Blibilis el «amo» podía zafarse
de sus obligaciones; pero en Roma nunca se
hubiera atrevido a desestimar las quejas del uno,
las exigencias del otro o los saludos de todos ellos
5. Este ceremonial estaba regulado según un

minucioso y severo protocolo. En primer lugar, si


bien los clientes estaban autorizados a acudir en
litera o a pie a la casa del «amo», no obstante era
necesario que vistieran la toga. Esta obligación
resultaba tan onerosa que, de no haber sido por la
costumbre de regalarles, con ocasión de una fiesta
solemne, una toga además de las cinco o seis
libras en objetos de plata que recibían como
aguinaldo 6, la «sportula» no hubiera
tenido sentido alguno. El reglamento también
prescribía aguardar pacientemente el turno, no
establecido según el orden de llegada, sino de
acuerdo al lugar que cada uno ocupaba en la
sociedad: los pretores antes que los tribunos, los
ciudadanos «ecuestres» antes que los ingenui y
éstos antes que los libertos 7. Finalmente, debían
cuidar mucho el modo de dirigirse al amo, ya que,
si no querían volver con las manos vacías, habían
de llamarle, no por su nombre, sino
«señor» (dominus) 8.

Así pues, Roma despertaba cada mañana con el ir


y venir de estas cortesías de rigor. Los más
humildes multiplicaban las visitas para lograr
nuevas asignaciones. Y los más ricos estaban
obligados a realizar una visita cada vez que
la recibían. Ya que, por alto que se estuviera en la
jerarquía romana, siempre había alguien en mejor
posición al que había que rendir obsequium; a
decir verdad, en Roma el emperador era el único
que no tenía que rendir cuentas a nadie. Al menos
las mujeres gozaban del privilegio de estar
excluidas de este torbellino de zalemas;
normalmente se abstenían tanto de recibir como de
ser recibidas. En el siglo II de nuestra era, sólo
transgredían esta regla las viudas deseosas de
mostrar su dolor ante el «amo» de su difunto
esposo y las mujeres de algunos descarados
pedigüeños que, para lograr alguna remuneración
suplementaria, se hacían
acompañar pomposamente en su recorrido por sus
esposas, a quienes llevaban ocultas en la litera.
Juvenal cuenta con sarcasmo alguno de estos
casos: «He aquí uno que arrastra tras de sí a su
mujer enferma o encinta. Aquel otro pide para la
inexistente mujer que lleva en la cerrada litera:
“¡Es Galla! ¿No me crees...? ¡Galla, asoma la
cabeza! —¡Ah, pobre! Está durmiendo, no la
molestes...”» 9 La mentira es tan burda que nos
preguntamos si Juvenal no lo habrá inventado para
burlarse de estas gentes. Pero, real o imaginario,
nos permite intuir el reparo de las matronas a
acompañar a sus maridos en el circuito matinal de
sus visitas de clientela.

Comerciantes y artesanos

Una vez terminaban estos quehaceres, cada cual se


afanaba en sus ocupaciones. Es probable que la
Roma Imperial, lugar donde residía la Corte, los
senadores y los funcionarios de una administración
tentacular, fuera la ciudad de «rentistas» descrita
por Rostovtseff 10. Eran rentistas los grandes
terratenientes cuyas posesiones de provincias les
habían permitido obtener un cargo en la Curia y
residir en la Urbs11; los escribas que dependían de
los diferentes magistrados, cuyos cargos se
compraban como se compraban los de la antigua
monarquía 12; los administradores y los accionistas
de aquellas sociedades públicas garantizadas con
sus capitales y generadoras de beneficios que
aumentaban sus ingresos; los innumerables
funcionarios que, retribuidos puntualmente por el
fisco, imprimían en todos los sectores
del gobierno del imperio el sello del «amo», y
eran también rentistas, por fin, los 150.000
plebeyos que la Annona alimentaba con el
presupuesto del Estado y que, como eternos
y satisfechos parados, el único esfuerzo que
realizaban era el de acudir un día al mes a las
ventanillas oficiales para recibir la asignación que
se les había concedido de por vida. Pero, al
mismo tiempo, había otro aspecto absolutamente
distinto de Roma. La presencia de estos rentistas,
ya fueran asalariados o vivieran del subsidio
estatal, no le había quitado a la Urbs su carácter
de metrópolis económica. Su supremacía política y
su gigantesco desarrollo urbano la condenaban
a mantener sin tregua una intensa actividad, no
sólo especulativa y comercial, sino artesanal y
técnica. No olvidemos que hasta Roma llegaban
todas las rutas terrestres de Italia y todas las rutas
marítimas del Mediterráneo, y que Roma, reina del
Universo, no podía resignarse a renunciar a lo
mejor de todo este desarrollo. Por ello, se arrogó
el derecho de financiarlo y dirigirlo y se reservó
el de gozar antes que nadie de las riquezas que
creaba. Es evidente que para mantener este
dominio hubo de soportar graves problemas.

La desesperante y sistemática explotación que


padeció Roma se manifestó ya en los textos de sus
escritores y se hace evidente en las ruinas de sus
conjuntos monumentales. Petronio nos lo describe
en el poema que da paso a su novela: «El mundo
entero estaba en manos de los
victoriosos romanos. Poseían el mar, la tierra y el
infinito campo de las estrellas, pero no estaban
saciados. Las sobrecargadas carenas de sus barcos
surcaban las olas. Si lejos, en un oculto golfo o en
un desconocido continente se intentaba exportar
oro bruto, aquél era el enemigo, y los destinos se
preparaban para nuevas guerras sangrientas en las
que se conquistarían nuevos tesoros. Ya no les
seducían las joyas vulgares, ni los placeres que
hacían el gozo de la plebe. El soldado raso
acariciaba los bronces de Corinto... Aquí los
númidas y allá los seres tejían para el romano
vellón nuevo, y por él las tribus árabes habían
esquilmado sus estepas.» 13 Todas estas imágenes
flotan sobre lo que aún queda del foro donde
estaban ubicadas las corporaciones en Ostia.

Este conjunto monumental ocupa una amplia


explanada de más de 100 metros de largo por 80
de ancho. En su mitad se levantaba un templo que
pude identificar como el de la Annona Augusta, es
decir, el edificio de la Asistencia Pública imperial
sacralizado 14. En el costado situado frente a la
entrada del santuario había un pórtico sustentado
por columnas de mármol micáceo, adosado a la
escena del teatro y a la sombra del cual se
paseaban en su día los espectadores. A lo largo de
los otros tres laterales, cerrados por un muro, se
alzaba majestuosa una doble columnata,
realizada en ladrillo y revestida de estuco, a la que
salían 61 cámaras separadas entre sí por un zócalo
de mampostería que sujetaba un tabique de
madera; por su aspecto uniforme y sus similares
dimensiones (4x4 metros, aproximadamente)
parece que todas estaban destinadas a la misma
función. Ésta nos ha sido revelada por la larga
serie de mosaicos, realizados en negro sobre
fondo blanco, que revestían el umbral de cada una
de ellas. Los mosaicos, figurativos y
expresivos, nos introducen en las salas
correspondientes y nos explican también las
diferentes asociaciones profesionales allí
instaladas con el reconocimiento de las
autoridades romanas. En el extremo oriental se
hallaba la statio de los calafates y de los
cordeleros; en la habitación contigua, la de los
peleteros; a continuación, la de los madereros,
cuyo nombre está insertado en una ensambladura
de cola de milano; más adelante, la de los
mensores frumentarii o mensuradores de trigo,
representados por un mensor cumpliendo su
función, con una rodilla en el suelo, entregado a su
tarea con el rasero o rutellum en la mano,
intentando establecer el contenido exacto de un
modius o celemín reglamentario. En el extremo
opuesto estaba ubicada la statio de los sacomarii
o pesadores, cuya función era complementaria de
la de los mensores; el hecho de haber descubierto
en ella el exquisito altar labrado que hoy está
expuesto en el Museo de las Termas y que al
parecer los romanos habían dedicado al genius
que protegía su oficio, nos hace pensar que, con
toda probabilidad, esta sala, lo mismo que las
demás, estaba destinada al culto. Las otras
pertenecían a las distintas corporaciones
de armadores (navicularii), ya que sólo se
distinguían entre sí por la mención de su ciudad de
origen: armadores de Alejandría; de las provincias
galas de Narbona y Arles; de Cagliari y Porto-
Torres en Cerdeña; de puertos célebres u
olvidados de Africa del Norte; de Cartago, de la
que un artista hizo en mosaico un dibujo
esquemático de su flota; de Hippo-Diarrhytus, en
la actualidad Bizerta; de Curbis, ahora Curba, al
norte del golfo de Hammamet; de Missua, o Si-di-
Daoud, al sudeste del cabo Bon; de Gummi, o
Bordj-Ce-dria, en el golfo de Cartago; de
Musluvium, hoy en día Si-di-Rekane, en Argelia,
cuyo complicado e instructivo emblema nos
muestra peces diversos, un amorcillo a lomos
de un delfín y dos cabezas de mujer, una de las
cuales está prácticamente borrada y la otra parece
llevar una corona de espigas y está apoyada en la
hoz de los segadores; y, finalmente, de Sabratha, el
puerto de las Sirtes, desde el que se exportaba el
marfil de Fezzan, cuyo símbolo es un elefante bajo
el que se puede leer el nombre de estos
navicularii. (Espero que se me perdone esta
molesta enumeración de ciudades, por otra parte
incompleta.) Pero, si en lugar de leer los nombres
de estos puertos, intentamos descifrarlos en
los restos de Ostia, observamos los ingenuos
cuadros en los que cada una de las corporaciones
quiso definir, con un trazo furtivo, su tarea y
materializar el recuerdo de su lejana patria, no es
difícil que nos empiece a embargar una
sensación de admiración y temor ante la temible y
grandiosa realidad que traducen en su modestia.
Estos emblemas nos explican la función que
desempeñaban las salas a las que sirven de
introducción; nos muestran la utilidad de unas
pequeñas capillas, o si se quiere, lugares de
recogimiento, en las que podemos imaginarnos la
continua procesión de las asociaciones ante su
diosa y vemos la llama de su pagana religión.

Pero, además, nos encontramos con que la


explanada, que en otro tiempo adornaron,
encerraba en sus límites el amplio espacio de
mares y tierras comprendidas entre el Istmo de
Suez y las Columnas de Hércules. Es fácil
imaginarse el afán con que aquella mezcolanza de
pueblos, ajenos y distantes unos de otros, forzaban
remos para responder a las exigencias de Roma;
da la impresión de que aún gravitan sobre este
recinto inolvidable, como antaño lo hacían la
abundancia y el bienestar sobre Roma gracias al
continuo cortejo de naciones sometidas y
dedicadas a colmarla 15.

En efecto, eran innumerables los productos que se


almacenaban en los tres puertos francos del Portus,
de Ostia y del Emporium, a los pies del Aventino:
tejas y ladrillos, verduras, frutas y vinos de Italia;
trigo de Egipto y de África; aceite de Hispania;
carne de caza, madera y lana de la Ga-lia;
salazones de la Bética; dátiles de los oasis;
mármoles de Toscana, Grecia y Numidia; pórfiros
del desierto de Arabia; plomo, plata y cobre de la
Península Ibérica; marfil de las Sirtes y
Mauritania; oro de Dalmacia y de Dacia; estaño de
las islas Cassiterides; ámbar del Báltico; papyri
del valle del Nilo; cristales de Fenicia y de Siria;
tejidos de Oriente; incienso de Arabia; especias,
corales y gemas de la India y sedas del Lejano
Oriente 16.
Eran infinitos los almacenes u horrea instalados
en la Urbs y sus afueras, lugares dedicados a
guardar los alimentos necesarios para colmar a
toda la población, así como todos los enseres que
satisfacían el ansia de lujo y de bienestar de unos
pocos. Que nosotros conozcamos, Roma tenía
los horrea del Portus de Trajano, cuya magnitud e
importancia quedó demostrada en las
excavaciones que en 1923 llevó a cabo el príncipe
Giovanni Torlonia; también estaban los de Ostia,
que en los tiempos de Adriano cubrían una
superficie de diez hectáreas, aunque apenas se ha
desenterrado un tercio de su extensión, y los de la
propia Roma, que según los textos eran numerosos
y muy amplios, aunque las excavaciones sólo nos
han revelado parte de ellos. Algunos estaban
destinados a almacenar productos de un mismo
género, como los horrea candelaria, repletos de
antorchas, velas y sebo; los horrea chartaria, en
el Esquilmo, donde se guardaban los rollos de
papiro y los pergaminos, o los horrea pi-
perataria, junto al foro, donde se almacenaban los
envíos de pimienta, jenjibre y especias árabes.
Pero la mayoría de ellos eran almacenes generales
que albergaban los productos más heterogéneos, y
no se diferenciaban entre sí más que por
su emplazamiento y por el nombre, seguramente
heredado de sus primeros propietarios, que
conservaban, aunque posteriormente pasaran a ser
patrimonio de los Césares: los horrea Nervae, en
la Via Latina; los horrea Ummidiana, en el Aven
tino; los horrea Agrippiniana, entre el Clivus
Victoriae y el Vicus Tuscus, en los límites del
foro, y todos los construidos entre el Aventino y el
Tiber: los horrea Seiana, los horrea Lolliana, y
los más importantes de todos, los horrea Galbae,
cuya construcción se remonta a finales del siglo
II a. C., y que, ampliados en la época del Imperio
en una superficie de más de tres hectáreas, estaban
divididos a lo largo de tres anchos paseos en
tabernae donde se almacenaba no sólo trigo, vino
y aceite, sino toda clase de materiales y productos,
a juzgar por los epígrafes que nos han transmitido
los comerciantes que guardaban allí su género,
como la tabernae de la psicatrix o vendedora de
pescado, del marmolista o marmorarius o del
comerciante de sayos y mantos, sagarius 17.

Así pues, queda claro que con tal abundancia de


almacenes, a los que en los primeros años del
siglo II d. C. se sumaron los puestos del Mercado
Central de Trajano 18, la Roma de los Antoninos,
sede de la banca y la bolsa de la Antigüedad, era
también la plaza comercial más importante de su
tiempo. Y si bien no conoció el desarrollo
industrial del que goza en nuestro tiempo, sin
embargo la plana mayor de sus financieros y sus
grandes intermediarios tuvo a su disposición todo
un ejército de empleados y burócratas en las
oficinas de la administración, de detallistas en sus
tabernae y de obreros en las canteras dedicadas al
mantenimiento de sus monumentos y su ciudad, en
los almacenes donde se descargaban, se guardaban
y se despachaban sus colosales importaciones y en
los talleres donde, por último, se transformaban
las materias primas antes de quedar listas para su
venta; ya se tratara de burdos materiales o
delicadas mercancías, todas ellas servían para
satisfacer a los súbditos de Roma, aunque se
tratara de aquellos que vivían en los rincones más
recónditos, y para enriquecer a los que con
ellas traficaban.

Examinemos si no las listas de las distintas


corporaciones profesionales de Roma y de Ostia
que Waltzing nos describe al comienzo del tomo
IV de su magistral obra. Hay más de 150
perfectamente definidas, lo que testimonia el poder
de un movimiento financiero en el que colaboraron
tanto grandes patronos como asalariados plebeyos,
hasta tal punto que somos incapaces de distinguir
en cualquiera de los casos quién es el vendedor y
quién el financiero, cuál el comerciante, cuál el
industrial, dónde comienza el fabricante y termina
el vendedor. La mayoría de las veces, ya se trate
de magnarii, mayoristas de trigo, vino y aceite; de
domini navium, empresarios que construían,
equipaban y mantenían flotas enteras; de fabri
navales, ingenieros navales, o curatores navium,
carenadores, es imposible determinar
con exactitud cuál era el papel del intermediario y
cuál el del capitalista. Por su parte, el sector de la
alimentación cedió al empuje del desarrollo y se
fraccionó en una multiplicidad de especialidades
de lo más diversas. Así pues, había desde simples
detallistas que vendían insignificantes mercancías,
como el vendedor de altramuces (lupinarii), de
frutas (fructuarii) o de sandías (peponarii), hasta
gentes que trabajaban la tierra y luego vendían sus
propios productos, olitores u hortelanos, o
aquellos que salían a pescar y vendían el
resultado de la pesca diaria, piscatores. La
mayoría de estas actividades requerían, en mayor
o menor grado, el desarrollo de un auténtico
oficio; los vinarii ambulantes iban de vicus en vi-
cus vendiendo sus caldos con los carros repletos
de barricas y ánforas; los thermopolae
escanciaban en sus cráteras la dosis de agua y vino
perfecta que luego ofrecían a la temperatura
deseada. Un vistazo a los bajorrelieves que
ilustran la famosa tumba de Eurisaces nos permite
ver cómo, en una gran panadería, el pistor o
panadero también ejercía de molinero
(molinarius). Los reposteros (siliginarii),
confiteros (pastillarii) y venteros (caupones) sólo
conseguían llenar sus mostradores o sus puestos
cuando habían alcanzado cierta reputación por el
esmero y la habilidad con que hacían sus recetas.
En cuanto al comercio de lujo, es evidente el
alto grado de técnica que requería cualquiera de
sus especialidades. Los perfumistas y los
drogueros (pigmentarii) vendían las mezclas por
ellos preparadas; los fabricantes de
espejos (specularii) pulían ellos mismos todos los
espejos mostrados en sus escaparates; los
floricultores (rosarii, violarii) hacían los ramos
según el gusto de los paseantes y trenzaban las
coronas que luego exponían al público los
coronarii; los talladores de marfil (eborarii)
dominaban el arte de trabajar los colmillos que les
mandaban los cazadores africanos; los joyeros
especializados en sortijas (anularii) o en perlas
(mar-garitarii) hacían maravillas, al igual que los
batidores de oro (brattiarii inauratores) y los
orfebres (aurifices). En las profesiones
relacionadas con la confección también era
imposible separar el proceso de fabricación de la
venta: así lo vemos en los lintarii, artesanos del
lino; los vestiarii y los sa-garii, fabricantes de
vestidos y sayos respectivamente; los zapateros
(sutores), los artesanos de calzado para los
soldados (caligarii) o los que fabricaban el de las
mujeres (fabri sotaní baxiarii). También hemos de
tener en cuenta todas las industrias que la
confección ponía en movimiento: desde las más
populares como la de los lavanderos (fontani),
bataneros (fallones), tintoreros (tinctores,
offectores, infectores), hasta las más refinadas,
como la de los bordadores (pluma-rii) o los
serarii, especialistas en sobrehilar con algodón
las sedas que, desde finales del reinado de
Claudio, los chinos enviaban puntualmente en la
estación de los monzones.

Pero lo que más abundaba en Roma eran los


oficios en que el vendedor era al mismo tiempo el
fabricante y aquellos en que el romano ofrecía sus
servicios manuales (ope-rae). Entre los primeros
encontramos a los curtidores (co-rarii), los
artesanos de la piel (pelliones), los cordeleros
(res-tiones), los calafates (stuppatores), los
carpinteros y ebanistas (citrarii) y los artesanos
del hierro y del bronce (fabri aerarii, ferrarii). En
la segunda categoría se incluyen todos los oficios
relacionados con la construcción: empresarios de
demolición (subrutores), albañiles (structores),
carpinteros (fa-bri tignarii); aquellos que se
dedicaban al transporte terrestre: muleros
(muliones), arrieros (iumentarii), carreteros (ca-
tabolenses), cocheros (vecturarii), y conductores
de carruajes ligeros (cisiarii); los que se
ocupaban del transporte fluvial o marítimo:
bateleros (lenuncularii), barqueros (lintrarii),
gobernadores de barcos de cabotaje
(scapharii), almadieros (caudicarii), sirgadores
(helciarii) y obreros encargados de lastrar las
embarcaciones (saburrarii); y para terminar, las
corporaciones encargadas de la vigilancia y
el mantenimiento de los almacenes: vigilantes
(custodiarii), porteros (baiuli), mozos de cuerda
(geruli) y descargadores (saccarii).
Evidentemente, al volver la última página de
esta interminable relación de oficios no nos parece
cierta la afirmación de que en la Roma de los
Antoninos hubiera más rentistas que trabajadores
19. El estrépito del que tanto se quejan las sátiras

de aquel tiempo y que cotidianamente ensordecía a


la Urbs, al parecer estaba producido por el
trajín de las herramientas de trabajo, por el
bullicio de la frenética actividad y por los
juramentos de los afanados romanos 20.

Sin embargo, los trabajadores de la Urbs tenían


tres rasgos fundamentales que les diferencian de
los trabajadores de las grandes metrópolis
contemporáneas. En primer lugar, y exceptuando la
zona de los almacenes en las inmediaciones del
Tiber y del Aventino, no había en Roma ningún
barrio donde la población estuviera aglutinada de
un modo especial; los romanos estaban repartidos
a lo largo y ancho de toda la ciudad, de modo que
ninguna zona constituía una ciudad dentro de otra.
En lugar de estar concentrados en un gigantesco
bazar o en una fábrica monstruosa, estaban
diseminados en una serie infinita de pequeños
almacenes y talleres, de modo que había una
curiosa alternancia de zocos, casas particulares y
edificios de alquiler 21.

En segundo lugar, estos enjambres de


ininterrumpido zumbido eran casi exclusivamente
masculinos. El feminismo de la época de los
Antoninos fue sólo un fenómeno privilegiado, un
artículo de consumo extraordinario y aristocrático.
Por más que las grandes damas, emulando a sus
maridos, quisieron hacer cundir su ejemplo en la
mayoría de las mujeres romanas, éstas por lo
general tenían bastante con dedicarse a pelear
todos los días por su subsistencia. Aquellas damas
se dedicaron a la música, a las letras, a las
ciencias, al derecho o a la filosofía como se
dedicaron al deporte: por ocupar su tiempo de
ocio 22, ya que dedicarse a un oficio hubiera sido
descender a un rango social más bajo. En la
relación que el Corpus Inscriptionum Latinarum
de la Urbs hace de los distintos oficios y de las
gentes por quien estaban desempeñados, sólo he
podido encontrar una mujer que ocupara una
secretaría (libraría) 23, una copista (amanuensis)
24, una estenógrafa (notaría) 25, dos pedagogas 26
(frente a dieciocho pedagogos) 27 y cuatro médicas
28 (frente a cincuenta y un médicos) 29. Así que en
el apartado correspondiente a la profesión, para la
mayoría de las romanas debía constar «sus
labores», mención que en la actualidad tiende a ser
menos frecuente, ya que en la mayoría de los
epígrafes imperiales aparecen, o bien
desarrollando actividades impropias de la
naturaleza del hombre, es decir, costurera
(sarcina-trix) 30, peluquera (tonstrix 31, ornatrix
32), comadrona (obstetrix) 33 y nodriza (nutrix) 34,
o bien realizando resignadas las tareas para las
que estaban cualificadas y en las que eran más
expertas que él. De hecho sólo he encontrado
una vendedora de arenques (piscatrix) 35, una
verdulera ambulante (negotiatrix leguminana) 3A,
una modista (vestifica) 37 —frente a veinte sastres
o vestifici— 38, dos mujeres comerciantes en lanas
(lanipendae) 39 y dos en sedas (sericariae) 40. No
debe asombrarnos tampoco el hecho de que en
Roma no hubiera mujeres dedicadas a la joyería,
ya que el límite entre los argentarii que vendían
joyas y los argentarii que se dedicaban a la banca
y a operaciones de cambio era imperceptible, y
sabemos que la jurisprudencia pretoriana había
prohibido a la mujer realizar operaciones
bancarias en su propio provecho o en beneficio de
otros 41. También resulta chocante que no
encontremos mujeres en las corporaciones cuando
los emperadores hicieron verdaderos esfuerzos
para lograr su integración en algunas de ellas: por
ejemplo, Claudio fomentó la inversión de la mujer
en la industria naval 42 y Trajano hizo todo lo
posible para que ingresara en las corporaciones de
panaderos 43. Sin embargo, no he encontrado una
sola pistrix entre los múltiples pistores de la Urbs
44 y tampoco figura un solo nombre de mujer en
la relación de armadores que ha llegado hasta
nosotros. Las pocas ocasiones en que las matronas
cedieron al deseo de Claudio, quien llegó a
prometer a la mujer soltera o casada sin hijos el
ius trium Uberorum, sólo otorgado a las mujeres
con tres hijos, lo hicieron indirectamente, a través
de un hombre de paja, ya fuera un procurator libre
o un institor esclavo; lo que prueba que, a pesar
de la emancipación moral y civil de la que la
romana gozó en la época imperial, lo que más
complacía a la matrona era permanecer
arrellanada en el cobijo de su casa, lejos de la
agitación del foro y de las ruidosas ocupaciones.

En realidad estaba tan profundamente cómoda en


su dolce far niente que comprendemos que no
tuviera deseos de acudir a las tiendas ni como
dienta ni como empleada. Sin duda era el romano y
no su esposa quien en el día señalado llamaba a la
puerta de Minucius para que le entregara su tarjeta,
o para hablar con propiedad, la tablilla
frumentaria que le concedía la Annona. En un
bajorrelieve histórico del Museo de los
Conservadores, que conmemora la generosidad de
los congiarios de Adriano, éste, de pie sobre una
tribuna, anuncia sus generosas medidas al pueblo
romano, simbolizado por tres ciudadanos de
diferentes edades: un niño, un joven y un hombre
maduro; al igual que ocurría en la realidad, no
había presencia femenina alguna en estos actos
45. Del mismo modo, las mujeres están ausentes de

la mayoría de las pinturas de Herculano y


Pompeya, así como de los bajorrelieves funerarios
en los que los escultores retrataron escenas
cotidianas tomadas de los animados escaparates
y mostradores.

En las pinturas romanas sólo figuran las mujeres


cuya presencia de algún modo es obligada: la
matrona que acude con la ropa a casa del batanero
46; la viuda que va al taller del marmolista
(marmorarius) a encargar la lápida de su difunto
esposo 47. La mujer que va a casa del zapatero
para que la provea de sandalias para sus pies 48, o
la romana que en tiempos de Trajano acudía al
taller de costurera y a los almacenes de
novedades, al parecer, con la misma solicitud y
asiduidad con que la mujer actual acude a los
grandes almacenes. Igual que la mujer de hoy, la
matrona romana realizaba sus compras
acompañada de su marido, quien se sentaba en un
banco hasta que ella terminaba, o se hacía
acompañar por una persona de confianza cuando
no con todo un cortejo de amigas, tal como nos
muestran los frescos de Campania 49.

Por el contrario, en los Saepta lulia,


transformados ante la ausencia de comicios en una
avenida donde los artesanos del bronce, los
joyeros y los anticuarios se las ingeniaban para
engatusar a los ingenuos aficionados, sólo
paseaban y vendían los hombres: el coleccionista
Eros, el maniático Ma-murra, el viejo Euctus 50.
Es más, en la panadería 51, la pastelería 52 o el
figón 53, no había más que hombres vendiendo o
comprando. En las imágenes que Pompeya nos ha
dejado de sus plazas públicas, las mujeres están
representadas con su atuendo de gala siempre
solitarias; y en la famosa pintura de la llamada
casa de Livia en el Palatino, la mujer lleva un niño
con ella 54. Continuamente nos transmite una
sensación de mujeres ociosas, paseando libres de
toda obligación. Así que debemos resignarnos: en
la Roma imperial las matronas no intervenían en
los asuntos ajenos a la casa, del mismo modo que
en la actualidad tampoco participan en ellos las
mujeres del Islam, ya que entonces les
correspondía a los romanos, como ahora a los
burgueses musulmanes, la tarea de salir de
compras y aprovisionar la casa 55.

Pero si esta ociosa presencia de las romanas


envuelve a la ciudad en una atmósfera de exotismo
oriental, sin embargo las condiciones en que
trabajaban los romanos nos los acercan
extraordinariamente a los países más
desarrollados del Occidente actual. Como
nosotros, eran conscientes de su labor y estaban
organizados, de modo que sus tareas no les
agobiaban ni les absorbían más que a nosotros.
Habían aprendido a ganarse el salario respetando
el límite estricto marcado, ya que el sistema de sus
corporaciones, regulado por la legislación de
Augusto y por los edictos de sus predecesores,
permitía que cada oficio estableciera sus
propias reglas. Por causas naturales debidas al
calendario solar, estaba estipulado que el horario
de invierno no durara más de ocho horas de las
actuales 56. A mi juicio, lo más probable es que se
agruparan para lograr que la jornada no se
alargara en el verano, ya que a comienzos del siglo
II de nuestra era pretendían reducirla aún más. Por
tanto, hubiera sido injusto que los trabajadores de
los transportes, a los que la ley obligaba a tener
disponibles los carros durante la noche,
soportasen una jornada nocturna más pesada que la
de sus compañeros del día. Así, no había aún
despuntado el alba cuando los invitados de
Trimalción, después de cenar copiosamente en su
casa e incapaces de hallar el camino de vuelta en
una oscuridad agudizada por las sombras de su
embriaguez, lograban enderezar sus pasos gracias
a los carreteros del anfitrión que regresaban a la
casa una vez cumplida su tarea 57. Además,
poseemos numerosos testimonios de la época que
indican que las oficinas, los puestos y las
tiendas, si bien es cierto que abrían al alba, no
obstante cerraban mucho antes de anochecer.
Cuando un famélico romano se presenta en casa de
Marcial a mendigar una invitación justo antes de la
cena, aún no se había cumplido la «hora quinta», y
sin embargo los esclavos ya habían dejado sus
quehaceres y estaban de camino a los baños 5S.

Los artesanos libres evidentemente no gozaron de


peor situación. A decir verdad, si exceptuamos
ciertas profesiones, como la de los taberneros, o
los «anticuarios», quienes por tentar a los
paseantes de las Saepta Iulia hasta el
último momento no se retiraban hasta la «hora
undécima» 59, la casi totalidad de los trabajadores
romanos suspendían su tarea en el curso de la
«hora sexta» o la «hora séptima», sin duda a
lo largo de la primera en verano y de la segunda en
invierno:

In quitam varios extendit Roma labores

Sexta qmes lassis, séptima finís erit60.

Si, como creemos, la hora romana en el solsticio


de invierno correspondía a cuarenta y cinco
minutos, según nuestra medida, y en el solsticio de
verano a setenta y cinco minutos 61, la jornada
laboral del romano tenía en verano una duración
aproximada de siete horas y en invierno no
llegaba a seis.

Pero ya fuera verano o invierno, el romano gozaba


de libertad la mayor parte de la tarde; por ello,
nuestra semana de cuarenta horas, con sus distintos
repartos, más que beneficiarles es posible que les
hubiese resultado perjudicial. Sus costumbres
provincianas y la certeza de su incomparable
superioridad quizá les pusieran en guardia contra
el agotamiento de un trabajo incesante y la
servidumbre de unas tareas demasiado
abrumadoras. Así, en la época de Marcial, los
comerciantes y los tenderos, los artesanos y los
obreros del pueblo-rey, secundados por la fuerza
de sus asociaciones profesionales, habían
alcanzado tal grado de organización en su trabajo
que cotidianamente gozaban de diecisiete o
dieciocho horas de libertad, lo que les permitía
vivir con un ritmo más que tranquilo e, incluso,
gozar del mismo tiempo de ocio que los romanos
que vivían de las rentas.

La justicia y la política

Al parecer, los intelectuales no gozaban de las


mismas ventajas en su horario que los empresarios
y los obreros. Pero no me estoy refiriendo a
aquellas fieras del trabajo, héroes y víctimas de su
hambre de erudición, cuyo exponente máximo es
Plinio el Viejo. Sabemos que este hombre se
pasaba las veinticuatro horas del día volcado
sobre sus libros, que iniciaba su jornada de
trabajo a la luz de la vela incluso en el mes de
agosto, cuando no comenzaba en la hora prima.
Una vez que volvía de presentar sus respetuosos
saludos al emperador, proseguía
ininterrumpidamente su tarea, sin concederse más
respiro que una corta tregua a mediodía, justo el
tiempo para hacer una frugal comida, tumbarse
al sol mientras un secretario continuaba leyendo a
su lado en voz alta el texto que estaba estudiando y
de tomar un baño apresurado y frío, seguido de una
corta siesta y de una rápida colación. Una vez
terminado el descanso, Plinio, infatigable y
apasionado, volvía al trabajo hasta la hora de
la cena, realizando así una segunda jornada de
estudio, tenaz, intensa e ininterrumpida 62. Pero
ésta es una excepción única, el caso del
enciclopedista de los romanos, poseído por el
demonio del saber hasta sacrificar voluntariamente
su vida, hasta volcarse en cuerpo y alma en su afán
de imperiosa búsqueda de un modo absolutamente
libre y desinteresado. Esta actividad recibía en
latín el hermoso nombre de «ocio».

Así pues, no podríamos tomar a Plinio como


ejemplo de la medida de actividad normal en sus
contemporáneos. Ni por asomo podrían
compararse con Plinio los «burgueses» instruidos
que en la Roma imperial ejercían lo que hoy
llamaríamos profesiones liberales, actividades
generalmente dedicadas por entero a las
obligaciones de su vida pública. No tenemos
suficiente información para saber la asiduidad
con que los officiates acudían a los despachos de
la administración, del mismo modo que somos
incapaces de evaluar el rendimiento de los
scrinia, es decir, de los ministerios imperiales.
Sin embargo, en la literatura hallamos bastantes
detalles dispersos que nos sugieren las
obligaciones a las que, en particular, estaba sujeto
el mundo de la jurisprudencia, y la carga, aún más
pesada, que en ciertos períodos del año debían
soportar los senadores deseosos de cumplir
honorablemente con su ilustre mandato.

Una valiosa indicación de Marcial nos señala que


en los días fastos los tribunales ordinarios
celebraban sesión desde el amanecer hasta el final
de la «hora cuarta» 63, lo que, a simple vista, en
invierno limitaba las audiencias a tres horas y en
verano a cinco horas ininterrumpidas. Pero, si lo
miramos más detenidamente, este texto no indica
que la interrupción fuera definitiva hasta el día
siguiente; otros testimonios nos obligan a pensar
que se trataba de una suspensión de la actividad
seguida de sucesivas reanudaciones. Ya en las
Doce Tablas, la causa que comenzaba antes del
mediodía podía prolongarse, si ambas partes
estaban presentes, hasta el crepúsculo 64. En los
tiempos de Marcial, era corriente que el abogado
de una de las partes reclamara y obtuviera de los
jueces al menos seis «clepsidras» para exponer su
alegato 65. Por un pasaje de Plinio el Joven hemos
sabido que las «clepsidras», cuya duración estaba
relacionada con los equinoccios 66, debían de
abarcar unos veinte minutos; así, un solo alegato
en invierno es fácil que se llevara el tiempo de una
causa completa, y como para la conclusión
del proceso era indispensable la réplica del otro
abogado y el desfile de los testigos, las causas
podrían hacerse interminables. Además, había
abogados que eran incapaces de limitarse al
tiempo de las seis «clepsidras», como por
ejemplo el charlatán Caecilianus, a quien Marcial
dedica uno de sus epigramas: «Tú, Caecilianus,
exigías a gritos siete clepsidras y el juez, muy a su
pesar, te las concedió. Y he aquí que comienzas a
hablar sin fin y que, sediento, apuras el agua que te
traen en unos frascos de cristal. ¡Bebe, pues, la
clepsidra, Caecilianus, así saciarás tu facundia y tu
sed!» 67 En el supuesto caso de que Caecilianus
siguiera el divertido consejo de Marcial, se habría
bebido de un trago veinte minutos de las dos horas
y media que imprudentemente el juez concediera a
este insaciable defensor; pero nos tememos que
éste fuera tiempo sólo ganado en la imaginación
del poeta. Al contrario, por poco tiempo que el
juez concediera también a su adversario, el
proceso que Marcial evocó —o inventó— es
probable que durara al menos cinco horas de las
nuestras, interrumpidas o no por las suspensiones
de la audiencia. Así pues, está más que justificada
la admiración que sentimos por el profundo
sentido jurídico de los romanos, quienes legaron al
mundo el Derecho; pero no debemos olvidar que
este gran talento estaba dominado por un maligno
demonio y que, como los quisquillosos juristas
normandos, fueron presa eterna de su arraigado
talante pleiteador. Este ya se hizo patente en los
astutos alegatos de Cicerón. En la época imperial,
esta actitud resultó nefasta en una ciudad donde los
Césares habían prohibido la política. A partir
de entonces, la marea de litigantes fue haciéndose
cada vez más creciente, de modo que la justicia
pública empezó a tener más procesos de los que
podía resolver. Para solucionar el progresivo
colapso de los litigios, Augusto, en el año 2 a.
C., decidió que las causas se instruyeran en el foro
por él construido que llevaba su nombre 68. Setenta
y cinco años más tarde, el problema se había
reproducido, ya que Ves-pasiano se preguntaba
cómo luchar contra el colapso de unas causas
«cuya resolución llevaba al ciudadano toda
una vida» 69. En la Roma de comienzos del siglo II
el eco de los procesos resonaba en el foro, en el
tribunal del pretor de la ciudad, en el recinto
situado entre el puteal de Curtius y la estatua de
Marsyas 70, en la basílica Iulia y en el edificio
destinado a los centumviros. Por otra parte, la
justicia criminal se despachaba en el foro de
Augusto, jurisdicción del prefecto de la ciudad 71;
en la caserna de los Castra praetoria, donde los
pretores pronunciaban los fallos; en la Curia,
donde los senadores dictaban sentencia contra
aquellos de sus colegas que habían incurrido en
falta o habían sido acusados de prevaricación, y en
el Palatino, donde el príncipe atendía las quejas
del Imperio en la basílica que ha llegado intacta
hasta nosotros.

Durante doscientos treinta días al año en las salas


de causas civiles 72 y a lo largo de todo el año en
las de justicia criminal, la fiebre judicial consumía
no sólo a demandantes y demandados, sino a sus
abogados y a la multitud de curiosos que, ávidos
de espectáculos escandalosos o aficionados a las
controversias dialécticas, paralizaban durante gran
parte del día los alrededores de los tribunales.

Las audiencias romanas no eran para ninguno de


sus protagonistas precisamente un divertimento.
Dejaban extenuados a todos los que allí
participaban: demandantes y testigos, jueces y
abogados y, por supuesto, espectadores. Echemos
un vistazo a la basílica Iulia, donde tenían su sede
los centumviros 73. Encaminémonos por la Via
Sacra, que bordea este monumento concebido por
Julio César y culminado por Augusto, y subamos
los siete escalones de su pórtico de mármol74; tras
subir otros dos peldaños, entremos en la amplia
sala dividida en tres naves por treinta y seis
pilastras de ladrillo revestido de mármol, de las
cuales la principal medía dieciocho metros de
ancho por ochenta y dos de largo. En las tribunas
de las naves laterales, en el primer piso, se
colocaban aquellos asistentes, hombres y mujeres,
que no habían logrado encontrar un sitio en las
proximidades del estrado. El tribunal de los
centumviros no estaba formado por cien hombres,
como su nombre podría dar a entender, sino por
ciento ochenta miembros que se repartían en cuatro
tribunales distintos 75. Según las causas a instruir,
ocupaban diferentes secciones o se reunían en una
misma sala. En el caso de que se diera esta última
situación, el tribunal estaba presidido por el pretor
hastarius en persona y se improvisaban un estrado
en el que se colocaba la silla curul y a ambos
lados los asientos de sus ciento ochenta asesores.
A los pies del estrado, sentados en bancos, se
situaban los demandantes, sus testigos, sus
defensores y sus amigos, lugar de la audiencia que
los romanos denominaban «corona». Un poco más
atrás y de pie estaba la concurrencia. Los días en
que las cuatro secciones actuaban por separado,
cada una estaba presidida por un decemviro
acompañado de cuarenta y cinco asesores, y cada
sección estaba separada de la anterior por cortinas
o biombos. En uno u otro caso, magistrados y
público se agolpaban en la sala, de modo que los
procesos se desarrollaban en una atmósfera
sofocante. Para colmo, la acústica era deplorable,
lo que obligaba a los abogados a elevar el tono de
voz, a los jueces a hacer un gran esfuerzo
de atención y al público a ejercitar su paciencia. A
veces la voz atronadora de uno de los defensores
llenaba el amplio vestíbulo, interrumpiendo los
procesos de las otras secciones. Así que no era
extraño que a algunos abogados les ocurriera lo
que a Galerius Tracalus, cónsul en el año 68 d. C.,
quien, merced a su poderosa garganta, solía recibir
los aplausos de los asistentes a las otras
audiencias 76, a pesar de que no podían verle y
seguramente tampoco entender lo que decía.
Y para aumentar la cacofonía, algunos abogados
sin escrúpulos, como Larcius Licinius,
desatendiendo los consejos de Plinio el Joven,
solían llevarse a los procesos una legión
de «aplaudidores» comprados con el fin de
impresionar al jurado y mejorar su reputación. Un
día que Domitius Afer defendía una causa en
presencia de Quintiliano elevando a los
centumviros su discurso con una moderada
alocución, de pronto se sorprendió ante los
inmoderados clamores que llegaban de una de las
secciones. Sorprendido, calló. Una
vez restablecida la calma retomó el hilo de su
discurso. Pero, de nuevo gritos. Así que nueva
interrupción de Domitius; y lo mismo ocurrió por
tercera vez. Al final preguntó quién litigaba en la
sección contigua; entonces le respondieron
que Licinius. Domitius, renunciando a su palabra,
dijo: «Centumviros, nuestro arte ha muerto.» Pero
evidentemente no era así, al menos para los que
gritaban los «bravo», los oo-cpoxA.£Í5, como se
les llamaba en griego a los laudiceni 77, aquellos
que comían gracias a los halagos, nombre que
recibía la «claque» en latín. Y es que, ya fuera
bueno o malo, el alegato les daba de comer sin
tener que realizar grandes esfuerzos, ya que, una
vez terminado, nada les impedía abstraerse de los
demás procesos y dedicarse a una de sus aficiones
favoritas, el juego del damero hallado en los
graffiti de algunas losas de mármol del suelo de la
basílica Iulia 78. Sin embargo, los laudiceni
seguramente fueron los únicos que se divirtieron
en los procesos, pues es fácil imaginar la tortura
que representaba para jueces y concienzudos
abogados seguir una causa en medio de una
permanente barahún-da y unos intermitentes pero
ineludibles «bravos».

Plinio el Joven afirma, en algún lugar de su obra,


haber logrado su fama en los tribunales de los
centumviros, ya que, según escribe, pronunció en
ellos sus más largos y mejores alegatos 79. Sin
embargo, nosotros pensamos que tuvo que pagar el
precio de una gran tensión mental y física,
aunque al final de su carrera sólo recordara los
mejores momentos de sus comienzos en la basílica
Iulia 80; creemos que es más real aplicar a este
período de Plinio lo mismo que dijo de su estancia
en Centumcellae, en el tribunal que Trajano había
instalado en Civitá-Vecchia: «¡Cuántos días
gloriosos, pero también qué duros!» —Vides quam
honesti, quam seven dies!

El propio emperador, cuando estaba obligado a


instruir las causas de su competencia o aquellas
que le llegaban de provincias, vivía la misma
tensión que los jueces ordinarios. A este respecto
son muy instructivas las causas que Trajano tuvo
que resolver en una de sus temporadas de
descanso en Centumcellae, trabajos de los que
Plinio fue testigo 81. Al parecer las resolvió en
sólo tres días. Eran tres asuntos que en realidad
carecían de importancia: una demanda por
calumnias proferidas contra un ilustre efesio,
Claudios Aristón, un hombre, según la descripción
de Plinio, «generoso, popular y honesto»; una
acusación de adulterio contra la mujer de un
tribuno militar, Galitta, quien presuntamente había
prodigado sus favores a un simple centurión y,
finalmente, una impugnación a los codicilos
añadidos al testamento de un tal Iulius Tiro. A
pesar de que el emperador no quiso examinar más
que un asunto por día, es evidente que les debió
conceder la mayor parte de la jornada. En
particular, la causa del testamento le dio más de un
quebradero de cabeza. La autenticidad de los
codicilos había sido puesta en duda por uno de sus
procuradores en la Dacia, Euryth-mos. Los
herederos, desconfiando de la jurisdicción
local, habían solicitado la revisión personal del
emperador. Sin embargo, cuando éste consintió en
atender sus ruegos, parecieron titubear en
consideración al príncipe, ya que Eurythmos era su
liberto, de modo que Trajano hubo de invitarles
formalmente a que se presentaran en el estrado.
Eurythmos pedía la palabra para aclarar los
motivos de su decisión. Los dos herederos que
habían acudido al estrado se negaban a tomarla
pretextando su solidaridad con el resto de los
herederos, ya que el problema atañía a todos.
Encantados con estas maniobras y contramaniobras
dilatorias, los abogados se perdían alegremente en
los laberintos del proceso. Tras varias
interrupciones, el emperador los llamó al orden y
les conminó a que observaran estrictamente las
normas judiciales. Al final, agotado de sus
ardides, se volvió hacia su consejo y lo instó a
poner fin a las argucias de unos y otros.
Sin embargo, tuvo que pasar aún mucho tiempo
antes de que el emperador pudiera dar por
terminada la audiencia e invitara a sus asesores a
las agradabilísimas distracciones (iucundis-simae
remissiones) que les había preparado y que no
pudo ofrecerles hasta la hora de la cena 82.

No obstante, ninguno de los asistentes había


faltado a la deferencia debida a su soberano;
porque debemos confesar que no siempre sucedía
así. A veces los acusados no esperaban a salir de
la audiencia para maldecir al César, de modo que
el espectáculo de la justicia terminaba, por decirlo
de algún modo, sobre un auténtico «escenario». Un
papiro de Oxyrhynchos nos relata el caso de un
egipcio llamado Ap-pianos, al parecer sacerdote
de Alejandría, quien tuvo la audacia de increpar a
Cómodo, que acababa de condenarle a muerte.
Apenas el emperador hubo firmado la sentencia
capital, Appianos se levantó con una actitud de
escandaloso desafío. «Pero, ¿tú sabes a quién
estás hablando?», le dijo Cómodo. «Por supuesto
que sí, a un tirano.» «¡No —interrumpió Cómodo
—, al Emperador!» «De ninguna manera —replicó
Appianos—; tu padre, el divino Marco Aurelio
Antonio, sí podía llamarse emperador con justicia,
porque cultivaba la sabiduría, despreciaba el
dinero y amaba el bien. ¡Pero tú, tú no tienes el
menor derecho a otorgarte ese título, pues
representas todo lo que él despreciaba: tiranía,
vicio y brutalidad!» 83 Es evidente que el
emperador, no sólo tenía que soportar hasta quedar
extenuado el’ cacareo y los tejemanejes de sus
procesados como cualquiera de sus cen-tumviros,
sino que, para colmo, podía ser injuriado
por ellos. Así, lejos de evocarnos el rigor de
nuestros antiguos tribunales de justicia, las
audiencias romanas nos recuerdan más que nada la
familiaridad y la barahúnda popular de justicia
impartida por el «pachá» tumbado en un diván del
patio de su serrallo.

Pero, por absorbentes y fastidiosas que nos


resulten las funciones de los abogados y jueces
romanos, la tensión a la que, en determinados
períodos, se veían sometidos los senadores no
tiene ni punto de comparación. Es cierto que, a
partir del reinado de Augusto, las sesiones
ordinarias (dies le-gitimi) del Senado se habían
reducido considerablemente. Normalmente se
convocaba dos veces al año, en las calendas y en
los idus 84, y gozaba de vacaciones obligatorias en
septiembre y octubre. Además, la creciente
actividad legislativa de los Césares hacía que la
suya se hubiera ido aletargando progresivamente.
Pero, de vez en cuando, surgía la necesidad de
convocar sesiones extraordinarias, cuya
escasa frecuencia hacía que los senadores se
volcaran completamente en ellas, sobre todo
cuando eran sesiones destinadas a castigar con
terribles sanciones los crímenes políticos,
responsabilidad que los príncipes preferían
declinar. Entonces comenzaba para los Paires un
período de auténticos trabajos forzados, y el único
recurso que les quedaba para escapar a estas
convocatorias extraordinarias era justificar su
ausencia con un motivo realmente legítimo.

El Senado se reunía en la Curia de Julio César,


reconstruida probablemente por Diocleciano según
el plano y las dimensiones originales. Sus 25,50
metros de longitud por los 67,60 metros de ancho
85, apenas daban para alojar los trescientos
escaños repartidos en los tres estrados
superpuestos que el profesor Bartoli descubrió no
hace mucho bajo el suelo de la antigua iglesia de
Sant’Adriano. Como en las grandes ocasiones más
de la mitad de sus seiscientos
miembros respondían a la convocatoria, debían de
estar tan hacinados como los «lores» en el
Parlamento inglés el día del discurso de la
Corona. La sesión comenzaba a primera hora del
día, tras realizar un sacrificio y hacer unas
oraciones preliminares, y ya no salían hasta el
anochecer 86. Al día siguiente volvían a comenzar,
y así día tras día. No creemos que hubieran podido
soportar aquel régimen carcelario de no ser
porque el reglamento de su asamblea, o aún más
probable, el derecho que confiere el uso les
autorizaba implícitamente a ir y venir, a aparecer y
desaparecer a su antojo. En la sala se sucedían
indefinidamente las discusiones en un torrente de
elocuencia y de habilidad. Plinio el Joven nos
relata varias de las sesiones del Senado
convertido circunstancialmente en Tribunal
Supremo: aquélla en la que comparecieron Marius
Priscus, procónsul de Africa, y todos los
acusados del delito de prevaricación; o aquélla
otra en que, a requerimiento de toda una provincia,
hubo de comparecer Caecilius Classicus, antiguo
gobernador de Bética, acusado de malversación.
El primer proceso, presidido por Trajano en su
dignidad de cónsul, se debatió durante tres días
consecutivos desde el alba hasta el crepúsculo. En
uno de ellos, Pli-nio debía hacer la requisitoria
contra uno de los cómplices de Priscus. Tomó la
palabra y estuvo hablando durante cinco horas
seguidas, hasta que su cansancio se fue
haciendo tan manifiesto que el emperador en
varias ocasiones llegó a aconsejarle que cuidara
su garganta y sus pulmones. Cuando hubo
terminado, Claudius Marcellinus le dio la
réplica en nombre del acusado con un alegato de
semejante duración. Cuando el segundo orador
terminó, Trajano levantó la sesión hasta el día
siguiente temiendo que, si daba lugar a un tercer
alegato, éste se alargaría durante toda la noche
87. Sin embargo, el caso de Classicus, en el que

Plinio se limitó a escuchar y a expresar alguna


opinión, parece que al brillante abogado le resultó
una labor más «fácil y breve» (et circa Classicum
quidem brevis et expeditas labor). En efecto,
debió de ser más fácil, ya que la provincia hispana
había resuelto todo el trabajo a la acusación y
había dejado sin argumentos a la defensa al
aportar como prueba la cínica e íntima
correspondencia del acusado, una carta en la que
había cometido el error de mezclar amor y
negocio, y donde anunciaba a una de sus amantes
su regreso a Roma en unos términos que no
dejaban lugar a dudas: «¡Alégrate! Llego a ti libre
como el viento, con cuatro millones de sestercios
obtenidos de la liquidación de la mitad de mis
administrados...» Ahora bien, que la evidencia de
los hechos establecidos por unas pruebas
abrumadoras hicieran del de Classicus un proceso
fácil no quiere decir que por ello fuese más corto
que los demás. Ocupó tres sesiones del Senado al
igual que el de Marius Priscus, y aunque Plinio lo
calle, lo debió de abandonar como abandonó
aquél, literalmente extenuado: «¡Puedes imaginarte
—escribe a su estimado Cornelius Minicia-nus—
nuestro cansancio después de todos aquellos
alegatos, debates y desfiles de testigos que había
que interrogar, apoyar, refutar! (Concipere animo
potes quam simas fatiga-til)» 88 En efecto,
nosotros nos lo imaginamos; pero lo que nos es
inconcebible es que los romanos toleraran aquel
agotador sistema de trabajo sin intentar
modificarlo o aliviarlo. ¿Habremos de creer que
tenían la mente y los nervios más templados que
nosotros? ¿O es que, habiéndose acostumbrado a
lo largo de un siglo a las lecturas públicas, por
fin se habían hecho inmunes a la exasperación, el
cansancio y el aburrimiento?
Las lecturas públicas

El hábito de las lecturas públicas, preocupación


obsesiva y eterna labor de los romanos cultivados,
es tan ajeno a nuestras costumbres que requiere
una breve explicación.

Los sabios y hombres de letras romanos ignoraron


durante dos siglos el significado de lo que
nosotros llamamos «publicar». Hasta finales de la
República, ellos mismos o algún protector
realizaban las copias que luego eran distribuidas
entre sus amistades. Atticus, a quien Cicerón
confiaba sus discursos y sus tratados, debió de
darse cuenta de que con el taller que tenía podía
llegar a crear una auténtica industria. César,
emperador revolucionario tanto en cuestiones
espirituales como materiales, también debió ver
sus posibilidades, así que facilitó a Atticus la
clientela necesaria para formar la primera
biblioteca estatal de Roma —a semejanza de la
que existía en el Museo de Alejandría—,
biblioteca que terminó de organizar Asinius
Pollion 89 y que luego se imitó en las provincias 90.
La multiplicación de bibliotecas públicas y
municipales trajo consigo un aumento considerable
de libertos-editores (bibliopolae, librarii), hasta
tal punto que pronto la profesión tuvo sus
celebridades: los So-sii, que cita Horacio y que
habían abierto una tienda de vo-lumina en la
intersección del Vicus Tuscus con el foro, cerca de
la estatua del dios Vertumnus, tras el templo de
Cás-tor91; Dorus, librero habitual de Tito-Livio y
Séneca92; Tryphon, editor de De institutione
Oratoria de Quintiliano y los Epigramas de
Marcial93, y los competidores de Tryphon, C.
Pollius Valerianus y Secundus, ubicados en las
proximidades del Foro de la Paz, y Atrectus, cuyo
taller estaba en el Argiletum 94. Estos empresarios,
ayudados por grupos de esclavos especializados,
vendían sus copias a un precio bastante elevado —
dos o cuatro sestercios por un texto que tenía unas
veinte páginas de nuestro formato «Din A-3» y
cinco dinares o veinte sestercios por un liber que
a lo sumo tendría cuarenta páginas de dimensión
análoga 95— y guardaban para sí todas las
ganancias. Si bien es cierto que pagaban algo al
autor por la obra, también lo es que se limitaban a
reproducirla, ya que nunca compraban el original
96; y, sobre todo, estaban exentos de la obligación

de pagar derechos de autor, ya que los juristas


habían aplicado el viejo principio legal según el
cual en los papyri y pergaminos solo cedit
superficies, es decir, toda adición posterior
será propiedad de la entidad que la añadiera 97.
De este modo, los libreros se enriquecían
distribuyendo por todo el Imperio, «desde el
último rincón de Bretaña hasta la nevada Ce-tium»
unos versos «que los centuriones canturreaban en
sus lejanas guarniciones» sin que el poeta, sumido
en la más absoluta miseria, viera un ochavo 98.

Dadas las circunstancias, es natural que los


principiantes y los escritores pobres intentaran dar
a conocer su prosa o sus poemas en una lectura
pública, lo que les permitía escapar de la tiranía
del librarius, quien como mucho sacaba
una edición de su obra sin beneficio alguno para el
autor. Por otro lado, el gobierno imperial, que
pretendía controlar la producción literaria pero no
deseaba lograrlo con autos de fe como los
realizados en la época de Tiberio 99 o con
condenas a muerte como las impuestas a
Hermógenes de Tarso y sus librarii100 por
Domiciano, es natural que
empleara procedimientos indirectos y más
eficaces, como los utilizados en el Valle del Nilo
con excelentes resultados. Los prefectos y
procuradores responsables de las bibliotecas
públicas fueron condenando, de un modo lento
pero inexorable, todos los volúmenes sospechosos
o peligrosos; lo único que tuvieron que hacer fue
guardarlos bajo llave en los armarios de las
bibliotecas 101. Por supuesto, al mismo tiempo se
arrogaban el derecho de recomendar a bombo y
platillos los escritos que favorecían al régimen, es
decir, todas las obras útiles para su propaganda
política. Así pues, no debe sorprendernos que
Asinius Pollion, director de la primera biblioteca
romana, con sus invitaciones para asistir a las
lecturas de las Guerras civiles 102, instituyera una
costumbre demasiado apoyada en la condición de
los escritores y en los deseos del gobierno, para
no triunfar con una rapidez asombrosa. Por tanto,
de la omnipotencia de los editores y las
bibliotecas que el Estado puso a su disposición
nació aquel monstruo que enseguida empezó a
desarrollarse y se convirtió en el azote de la
literatura: la lectura pública. Los intereses de
la política y la vanidad de las letras dieron lugar a
una moda que ya nada pudo frenar.

Desde el comienzo de su reinado Augusto secundó


esta iniciativa con su asistencia a las lecturas, ya
que al parecer «escuchaba con tan buena voluntad
como paciencia a cuantos escritores leyeran
versos, historia, discursos o diálogos» I03. Algunos
años más tarde, el asunto se hizo más grave:
Claudio, quien alentado por Tito Livio decidió
escribir textos históricos, empezó a declamar los
capítulos a medida que los escribía. Como era de
sangre real, no tenía problemas para llenar la sala.
Sin embargo, su carácter tímido y su célebre
tartamudeo fueron los responsables de un
incidente grotesco que le hizo no volver más a leer
en público. Un obeso asistente rompió el banco
sobre el que estaba sentado y cayó al suelo, lo que
provocó las risas de la sala y el desconcierto de
Claudio, quien creyó que iban dirigidas a él. No
obstante, un liberto de adiestrada voz siguió
leyendo sus elucubraciones en público 104; y,
cuando más tarde subió al poder, dio cobijo en su
palacio a las lecturas de los demás, feliz con la
posibilidad de asistir a ellas como un
simple oyente y de llegar de improviso, como
sucedió en la lectura del cónsul Nonianus, y hallar
un auditorio turbado ante el inesperado honor 105.
También Domiciano, quien tenía verdadera pasión
por la poesía, leyó en más de una ocasión
sus versos en público 106, y es muy probable que
Adriano hiciera otro tanto. En cualquier caso, lo
que es seguro es que este emperador consagró
definitivamente la lectura pública de los textos, ya
que construyó un edificio para uso exclusivo de
esta actividad: el Athenaeum, o pequeño teatro
financiado con sus denarios y construido en un
lugar desgraciadamente olvidado, pero por el que
sus súbditos le estuvieron muy reconocidos, ya que
por fin «las artes liberales» pudieron agruparse en
un lugar digno de ellas: ludus inge-nuarum artium
107.

En realidad, la construcción del Athenaeum no fue


más que otro signo de la importancia que las
lecturas públicas habían adquirido en la Urhs, en
aquellos tiempos invadida por numerosos
«talentos». No constituía una innovación
arquitectónica; era un monumento oficial que venía
a sumarse a las numerosas salas atestadas desde
hacía años, donde se oía el elocuente ronroneo de
las lecturas. Y es que, por poco talento que un
escritor tuviera, enseguida habilitaba en su
casa una habitación para tales menesteres: el
auditorium 108. Más de un amigo de Plinio el
Joven se embarcó en esta aventura sin reparar en
gastos: por ejemplo, Calpurnius Piso o Titi-nius
Capito 109. El decorado apenas variaba de una a
otra do-mus: instalaban una tarima donde se
sentaba el autor-lector, quien, para la ocasión,
cuidaba esmeradamente su aseo, se alisaba el
cabello, vestía toga nueva, se ponía en los
dedos todas las sortijas que tuviera y salía
dispuesto a seducir a los oyentes, no sólo por la
excelencia de sus escritos, sino por la prestancia
de su aspecto, la oportunidad de sus miradas, la
modestia de su acento y la suavidad de sus
modulaciones no. Tras él colgaban unas cortinas
que ocultaban a todos aquellos invitados, entre
ellos la señora de la casa, que no querían dejarse
ver en la sala 111. Delante de la tarima se colocaba
el público al que el anfitrión había hecho llegar
sus invitaciones (codicilli); los más importantes se
sentaban en las butacas con respaldo (cathedrae)
de las primeras filas y el resto en los taburetes de
las filas posteriores. La organización y el reparto
del programa estaban a cargo de los li-belli112. La
puesta en escena de estos espectáculos no estaba
al alcance de cualquier bolsillo. Los autores
pobres dependían de la buena voluntad de los
mecenas; los grandes señores, como Titinius
Capito, animados del más alto espíritu de
confraternidad, prestaban gustosamente su
auditorium 113. Pero había otros privilegiados,
menos generosos que prácticos, que alquilaban el
local previo pago al contado. Juvenal criticó la
rapacidad de estos avaros disfrazados de mecenas
que exigían fuertes cantidades por el breve disfrute
de un local insano y de un ruinoso mobiliario
alquilado 114. Por otro lado, un auditorium no era
indispensable para organizar una lectura pública
más que cuando con ella se quería llamar la
atención de la opinión pública. Los autores
exquisitos de probada reputación preferían una
audiencia reducida también de exquisitos; Plinio el
Joven, porejemplo, no solía invitar a sus lecturas
más que a un puñado de amigos que instalaba
cómodamente en su triclinium, es decir, en el
comedor, unos tendidos en los lechos que
habitualmente lo amueblaban y otros sentados en
las sillas que se ponían expresamente para la
ocasión 115. Los pobres diablos que carecían de
triclinium y del dinero necesario para alquilar una
sala, se buscaban las mañas para leer sus
obras; así, en cuanto veían una aglomeración en la
vía pública, intentaban atraer su curiosidad por
todos los medios y comenzaban a leer
imperturbables sus volumina: ya podía ser en el
foro, bajo un pórtico o a la puerta de las termas U6.
La recitado había invadido incluso los cruces de
los caminos ya que, cuando leemos los testimonios
de la época, vemos que durante todo el día los
romanos leían en público sin importarles mucho a
quién.

Es más, leían de la mañana a la noche tanto en


invierno como en verano. Aquellos que deseaban
ser escuchados por una gran audiencia preferían
evitar los meses de calor, período en que muchos
romanos salían para sus lugares de descanso. Sin
embargo, los que daban mayor importancia a
la calidad que a la cantidad quizá prefirieran estos
meses, propicios para organizar sesiones con una
asistencia muy bien elegida. Sabemos que Plinio el
Joven celebraba lecturas en julio, porque pensaba
que la disminución de actividad en los tribunales
podía proporcionarle una mayor libertad de
pensamiento y al mismo tiempo sus colegas en el
estrado tendrían más tiempo para honrar el
«auditorio» con su presencia 117. La mayor parte
de las lecturas tenían lugar después del meridies,
momento en que los romanos más
atareados empezaban a gozar de su tiempo libre
118; sin embargo, existían autores insaciables a
quienes la tarde les resultaba insuficiente para
exponer sus obras maestras y se vanagloriaban de
retener al público durante toda una jornada (totum
diem impenderé) 119, cuando no de convocarlos
para el día siguiente y posteriores 120.
Evidentemente, no ha de extrañarnos el
agotamiento al que obligatoriamente se sometían
los tribunales y el Senado si consideramos con qué
docilidad los ociosos se doblegaban al tedio
optativo de los auditoria.

Es cierto que los asistentes se sentían como en su


casa en el auditorium de su anfitrión y que sus
modos corteses encubrían la mayoría de las veces
su aburrimiento y la falta de atención. Plinio el
Joven desgrana en sus cartas unas instructivas
anécdotas acerca de la excesiva confianza que se
tomaba el público en estas lecturas. Así, en el
curso de un mes de abril en el que no había habido
un solo día sin recitatio, la audiencia estaba
extenuada. Si bien es cierto que continuaba
asistiendo a las convocatorias, también lo es que
pasaban el tiempo de las lecturas en animadas
charlas privadas y que, una vez que se habían
dejado ver, se retiraban antes de que la sesión
finalizara, unos de un modo cauto y casi
a escondidas y otros francamente y sin reparos,
prácticamente «dando un portazo» 121. En otra
ocasión Plinio relata cómo un día que llegaba
tarde a un auditorium abarrotado pudo darse
cuenta, con una mezcla de orgullo y de confusión,
de que su aparición hizo que los asistentes, que se
intercambiaban bromas entre sí, recobraran la
compostura y en la sala volviera a reinar el
silencio como por arte de magia 122. Pero que la
audiencia guardara silencio sólo indica que a los
romanos les importaban mucho las apariencias,
ya que la gran mayoría no daba por ello menos
pruebas de una frialdad que rayaba en la
insolencia, cuando no continuaban en la sala
porque muchos eran «oyentes a sueldo». La
falta de atención en las lecturas públicas era un
hecho general. Un día en que se encontraba en la
recitatio el célebre jurisconsulto Javolenus
Priscus, el autor, siguiendo el protocolo habitual,
antes de comenzar a leer quiso pedirle permiso
por ser la autoridad más notable de la sala:
«Prisce iubes?» (¿Quieres que comience,
Priscus?) Éste, sobresaltado y con la mente
perdida en algún lugar lejos del auditorium,
contestó de modo atropellado: «No, no, en
realidad no quiero nada» —Ego vero non iubeo—,
lo que hizo que se escaparan las risas en la sala y
que el pobre lector perdiera su serenidad 123.

En otras sesiones los asistentes simulaban


escuchar, pero sus actitudes los delataban; ya fuera
el más hermoso pasaje de un libro dotado de mil y
una perfecciones, la mayoría permanecían
inmóviles como estatuas, abandonados en una
actitud distante y desdeñosa, sin que nadie
manifestara el menor signo de comprensión, nadie
alzara una mano, moviera los labios o se
levantara, «aunque no hubiese sido más que por el
tiempo que llevaban sentados» 124. Plinio el
Joven, quien nos describe esta imagen muda, se
indigna al pensar que estos traidores utilizaban
todo el día para herir al escritor cuya invitación
habían aceptado, para cambiar por mortal enemigo
al amigo del que se consideraban íntimo al llegar.
Pero la capacidad de atención tiene su límite,
incluso para los romanos, y lo cierto es que aún
hoy la elocuencia sigue aburriendo sea cual sea la
lengua utilizada. Seguramente, era poco razonable
por parte del autor castigar durante todo el día a un
auditorio con las fiorituras de unas obras que se
iban marchitando a medida que cundía el
cansancio y el aburrimiento; el hastío que
provocaba la recitatio sólo pudo combatirse con
una actitud indiferente. En lugar de estimular la
afición por las letras, las lecturas públicas sólo
lograron indigestar y desalentar a aquellos cuya
paciencia se ponía a prueba, así que no es extraño
que aquellas pesadas sesiones terminaran
provocando los bostezos de un público al que
prácticamente se le había obligado a asistir a
ellas. Pero el factor determinante en la corrupción
de las letras latinas fue la incoherencia de unos
programas que pretendían paliar la monotonía que
provocaba la reiteración. No había género ni tema
que no fuera bueno. Georges Duhamel es autor de
unas páginas de amarga y fulminante ironía sobre
las colecciones de discos americanos que, sin un
ápice de respiro ni piedad, ofrecen al público una
selección de arias absolutamente discordantes, una
sonata de Beethoven junto a una pieza de jazz o un
fragmento de opereta tras «La muerte de Sigfrido».
Pues bien, esta «escena futurista» ya se había
interpretado en Roma bajo la atenta mirada de
Trajano y Adriano. Reemplacemos el aparato por
la voz, la música por la literatura: las lecturas
públicas romanas se escuchaban con el mismo
caos sonoro como música de fondo. Los abogados
expusieron de nuevo sus alegatos 125 y los
políticos sus discursos 126. Gentes que en su vida
habían escrito más para cumplir con sus deberes
profesionales o familiares o para mantener sus
relaciones sociales, no vacilaban en leer
públicamente las oraciones fúnebres que habían
recitado ante los restos mortales de un pariente
difunto 127. En cuanto a los hombres de letras,
leían sus composiciones menores como si fueran
inagotables y expertos en todos los géneros.
Dentro de la prosa se leían desde los alegatos y
las arengas hasta los libros de historia, muy bien
acogidos por el público por cuanto se referían a
hechos de un pasado suficientemente lejano como
para que nadie en la sala pudiera turbarse
con ellos 128. Pero en lo relativo a la poesía no
había límite alguno; se podían leer desde las
chanzas en verso de Plinio el Joven 129, hasta los
escritos astrológicos de Calpurnius Piso 130, las
elegías de Passennus Paulus 131, la Tebaida
de Estado 132 o la eterna letanía de triviales
epopeyas nacidas del plagio de las obras
virgilianas, como Sobre la raíz muerta y El
campo retoña, de Heraclides y Diomedes, o las
que cuentan los rugidos del «Laberinto y la caída
al mar de Ica-ro cuando fracasa su máquina
voladora» 133. A todo esto se añadía un largo
desfilar de tragedias sin decorado 134 y comedias
sin actores 135. Así pues, los distintos géneros
literarios se sucedían en las tribunas de los
auditoria del mismo modo que los géneros
musicales en la actualidad se suceden en los
discos.

En vano intenta Plinio hacerse ilusiones sobre la


utilidad de unos ejercicios literarios que al
parecer le obligaban a retocar y perfeccionar los
alegatos expuestos ya en el estrado, o quererse
convencer de que las críticas a las que se
somete una obra en el curso de una recitatio
ayudaba a corregir los defectos 136. Esto no son
más que pretextos —sinceros— y argucias —
ingeniosas— de un niño mimado que no se resigna
a perder o a que le quiten su juguete favorito.
Frente a esta dudosa utilidad o esas aleatorias
ventajas, las lecturas públicas tenían muchos más
inconvenientes, peligros y males, tal como en un
principio intuyera Horacio 137. ¿Cuál no hubiera
sido el espanto del poeta si cien años después de
su muerte hubiera podido ver la desolación que las
lecturas públicas habían sembrado en la literatura?
Este método consumaba los vicios y defectos de
una educación puramente formal. La costumbre de
escribir y luego leer los volumina, costumbre que
no permitía ver la obra en su conjunto, ya que ni la
anticipación ni la vuelta atrás era posible,
logró fragmentar y diseminar la mayor parte de las
obras romanas, hasta el punto que, para nuestras
actuales exigencias, quedaron reducidas a aquello
que según Caligula fueron las obras de Séneca 138:
arena sin argamasa, arena sine calce. Aquellas
lecturas en que el autor tenía que despertar y
mantener el interés del público, no tanto por la
belleza del estilo, sino por el brillo de los
detalles, agravaron los defectos del volumen y
fueron responsables de la nefasta evolución de los
gustos literarios, ya que lo romanos terminaron
no apreciando más que las peroratas efectistas y
los brillantes y afectados conceptos de las
sententiae. Además, separando las obras de su
marco natural, el alegato del tribunal, el discurso
político de la curia, y la tragedia y la comedia del
teatro, acabaron desconectando la literatura de la
vida y la vaciaron de la humana realidad sin la
cual ninguna obra perdura. Finalmente, la esencial
nocividad de estos métodos, tan ignorada por los
eruditos de entonces como por muchos de los
actuales, lograron acabar con la literatura en sí
misma. Por una parte, el afán de autosatisfacción
de los autores les desviaba de cualquier
aspiración que no fuera el éxito inmediato, grosero
y, por supuesto, embriagador que les brindaba el
falso entusiasmo de un auditorium formado por
amigos que querían complacer y colegas que
esperaban reciprocidad. En la actualidad es
posible que aún no sepamos exactamente los
perjuicios que el desarrollo de la radiotelegrafía
sin hilos puede llegar a causar en la literatura.
Pero lo que a estas alturas es indudable es el daño
que la moda de las lecturas públicas causó al
mundo editorial romano. Como también es
innegable la terrible enfermedad que, como un
cáncer, se empezó a extender creando falsas
vocaciones. Cuando la lectura pública arraigó en
las costumbres romanas y pasó a ser la principal
ocupación y el objeto casi exclusivo de las letras,
éstas abdicaron de su dignidad y perdieron su
razón de ser. La trivialidad se convirtió en la
moneda corriente de uso y su valor fue oscilando a
medida que ensanchaba el círculo de aficionados.
Los invitados quisieron subir al estrado y
convertirse en anfitriones, de modo que los
espectadores acabaron siendo autores. Pero, en
realidad, esta victoria pírrica, festejada con un
énfasis insensato, fue el principio del fin. Desde el
momento en que la literatura tuvo tantos escritores
como público, hoy diríamos tantos autores como
lectores, que unos y otros empezaron a
confundirse, las letras romanas se vieron
condenadas a perecer asfixiadas por la maligna
progresión de su tumor.
* Hemos querido respetar la época en que escribió su obra Jéróme
Carcopino. En la actualidad hablaríamos de medios audiovisuales.
(N. de la T.)
CAPÍTULO VIII
LOS ESPECTÁCULOS

Panem et circenses

ES de todos conocida la fulminante perorata


que Juvenal dirigió contra «las degeneradas
turbas de los hijos de Remo», sus
contemporáneos, lacónica recriminación que
estremeció más por su desprecio que por su
ira. «Desde que no puede vender sus votos,
él, que antaño llevaba por el mundo su
poder, su emblema y sus legiones, se ha
convertido en un pueblo degenerado que ya
sólo desea, con una ansiedad codiciosa, dos
cosas: pan y juegos.»

... duas tantum res anxius optat panem et


circenses 1.

Sin embargo, por célebres que estos versos sean,


nos es preciso reproducirlos para ilustrar el inicio
de nuestro capítulo. Y es que, salvando la
vehemencia de su diatriba, que quema como el
hierro al rojo vivo pero resuena como el
más hermoso grito republicano proferido en
tiempos del Imperio, estos versos expresan una
realidad incuestionable, una verdad histórica que
cuarenta años después formulara Fron-to con la
plácida tranquilidad con que se expresa un
hecho evidente: «El pueblo romano está
preocupado fundamentalmente por dos cosas: su
alimentación y los espectáculos (po-pulum
Romanum duabus praecipue rebus, annona et
specta-culis, teneri).» 2

Efectivamente, los Césares se encargaban tanto de


alimentar a su pueblo como de distraerlo. Con las
distribuciones alimentarias mensuales del Pórtico
de Minucius les aseguraban el pan cotidiano; y con
las diversiones que organizaban en los distintos
recintos laicos o religiosos, en el foro, en los
teatros, en el circo, en el anfiteatro o en las nauma-
quias, colmaban y regulaban su tiempo de ocio, los
mantenían eternamente atentos a unos actos que se
renovaban sin cesar e, incluso en los años de
estrechez económica en que hubieron de racionar
su generosidad en los congiarios, se las ingeniaron
para proporcionarles más diversiones y fiestas
de las que pueblo alguno, en cualquier época, haya
tenido jamás.

Consultemos si no los calendarios que nos ha


dejado la epigrafía de la época y que mencionan
las fechas de las festividades del pueblo romano.
Enumerar aquí la lista resultaría molesto 3. Hay
calendarios que tienen señalados los doce idus, la
mitad de las calendas y una cuarta parte de
las nonas: en total, veintiuna festividades.
También se señalan los cuarenta y cinco días de
feriae publicae, cuya tradición se pierde en los
remotos tiempos de los orígenes latinos y se
perpetúa con el Imperio; los Lupercalia en
febrero; los Parilia, Cerialia y Vinalia en abril;
los Vestalia y Matralia; la novena de los
Volcanalia en agosto y las Saturnalia, que se
desarrollaban desde el 17 al 24 de diciembre.
Luego estaban los ludi, o juegos que terminaban en
el mismo día en que comenzaban; las cabalgatas
del 19 de marzo y del 19 de octubre; la carrera de
sacos de los Robigalia, el 25 de abril; las carreras
a pie o en mulo de los Consualia, el 21 de agosto
y el 15 de diciembre; el concurso de pesca de los
ludipis-catorii, el 8 de junio; las carreras de
caballos del equus October, el 15 de octubre; de
los ludi martiales, el 1 de agosto; la del
aniversario del nacimiento de Augusto, fundador
del régimen, el 23 de septiembre; a ello habremos
de añadir, en fechas que varían según los
diferentes reinados, los aniversarios del
nacimiento (dies natalis) y de la subida al trono
(dies imperii) del príncipe en el poder y los de la
apoteosis de su predecesor, lo que nos da doce
días más. Finalmente, hay que destacar los ciclos
de juegos unas veces ecuestres, otras escénicos, y
en ocasiones ambas cosas al mismo tiempo, que la
República, en los momentos más graves de su
historia, había instituido en honor de los dioses
para que colmaran la ambición de los dictadores y
apoyaran la política de los Césares: los ludí
Romani, fundados en el 366 a. C., en los tiempos
del Imperio ampliados desde el 4 al 19 de
septiembre; los Indi plebei, que hicieron su
aparición entre el 220 y el 216 a. C. y que más
tarde se celebraban desde el 4 al 17 de noviembre;
los ludi Apollinares, que datan del 208 a. C. e
iban desde el 6 al 13 de julio; los ludi Ceriales
que, consagrados a Ceres en el 202 a. C., se
celebraban entre el 12 y el 18 de abril; los ludi
Megalenses, consagrados a la Gran Madre
Cibeles en el año 191 a. C., cuyo culto se
celebraba en el santuario palatino construido en el
mismo año y que desde entonces se celebraron
ininterrumpidamente entre el 4 y el 10 de abril; los
ludi Florales, dedicados a la diosa Flora,
celebrados del 28 de abril al 3 de mayo;
regularmente a partir del año 173 a. C., los ludi
Victoriae Sullanae, creados para celebrar la
pretendida divinidad de Sila, pero que, doscientos
años después de su muerte, aún se
seguían organizando desde el 27 de octubre al 1 de
noviembre; los ludi Victoriae Caesaris, que,
desde el 20 al 30 de julio, servían para recordar a
los romanos las proezas del conquistador de la
Galia, juegos que en el año 45 a. C. se
completaron con las celebraciones de las victorias
de Farsalia, Zelia, Thapsus y Munda y, finalmente,
los ludi Fortunae reducis que Augusto inauguró a
su regreso victorioso en el año 11 a. C. y que
duraban diez días, del 3 al 12 de octubre.

Así pues, recapitulemos: veintidós días sueltos


oficialmente sagrados; doce días de ludi que
comenzaban y terminaban en la jornada, y ciento
tres días de ludi agrupados en períodos más o
menos largos. Sin tener en cuenta las fechas en las
que a veces coincidían dos fiestas, como el 8 de
junio, día en que se celebraban los Vestalia y los
ludi piscatorii, liegamos a la conclusión de que
los días festivos en la Roma imperial ocupaban
más de la mitad del año. El cómputo final de
ciento ochenta y dos días al que nosotros hemos
llegado es, sin embargo, una mera aproximación
seguramente superada por la realidad.

Y es que, efectivamente, en nuestro cálculo no


hemos tenido en cuenta muchas otras festividades.
Por ejemplo, no hemos incluido las fiestas en
honor de Attis, repartidas en dos períodos del mes
de marzo: un quatriduum dedicado al nacimiento,
sacrificio, muerte y resurrección del dios
compañero de Cibeles, es decir, la cannophoria,
la dendropho-ria, el sanguis, y los hilarla, y, por
otra parte, una procesión al río Almo, en el que, el
28 de marzo, se sumergía la estatua de la Gran
Madre. Sin embargo, una vez que el emperador
Claudio hubo legalizado el culto de Attis, es muy
probable que las festividades dedicadas a éste se
hicieran oficiales. Asimismo, no hemos hecho
referencia a las fiestas religiosas celebradas fuera
de la ciudad, desde aquellas romerías que hacían
los romanos para pedir sus favores a la
diosa Anna Perenna hasta las solemnes fiestas
latinas celebradas en las cimas de los montes
Albanos. También hemos olvidado las ceremonias
que, si bien no estaban representadas ni
financiadas por el Estado, estaban autorizadas y
gozaban del fervor popular: las fiestas en los
santuarios de cada barrio, en las capillas de cultos
extranjeros legalizados, en las scholae de las
asociaciones profesionales. No hay que olvidar
tampoco las impuestas por el Estado a los
soldados, conocidas por las listas recientemente
descubiertas en Tebessa de Numidia y en Dura de
Mesopotamia, celebradas en los Castra Praetoria,
a las que el pueblo podía asistir
cuando conmemoraban algún acto militar o los
soldados hacían sus manifestaciones de lealtad 4.
Además de todo lo citado —sólo hemos tenido en
cuenta los años comunes—, había años
extraordinarios en los que el programa habitual de
festividades se alternaba con la celebración de los
ciclos cuatrienales, tales como los arcaicos
Actiaca o como el Agon capitolinus de la época
imperial; o también las celebraciones aún más
esporádicas repartidas en largos períodos, como
las fiestas «seculares» del año 17 a. C.,
conmemoradas en el año 88 y 204 de nuestra era, o
aquellas que se celebraban cada cien años en la
Ciudad Eterna, como las de los años 47, 147 y 248
5. Finalmente, debido a la asiduidad con que la
inventiva de los Césares creaba nuevas
festividades y las introducía en el calendario del
año en curso, tampoco hemos incluido todas las
fiestas improvisadas cuyo número fue haciéndose
más importante según se hacía mayor la
prosperidad de los reinados: los días triunfales
proclamados por el Senado presionado por el
emperador; los juegos organizados de modo
imprevisto, sobre todo muñera o combates de
gladiadores, decretados con cualquier pretexto, al
final tan habituales como los ludí y en el siglo II
de nuestra era mucho más extensos que éstos, ya
que podían durar meses enteros. Pues bien, todo lo
que hemos omitido en nuestro cómputo eran
festividades del calendario romano, de modo que,
en la época en que nos situamos, no hubo un año
que por cada día laborable no contara con uno o
dos días festivos.

El régimen del ocio

No es extraño que la conclusión a la que hemos


llegado nos deje absolutamente desconcertados.
Pero si reflexionamos un poco nos daremos cuenta
de que la evolución política y social del Imperio
llevó a los príncipes, no sólo a servirse de las
fiestas que antaño la religión había instituido
en Roma, sino a multiplicarlas, logrando de este
modo dominar a una masa que cernía su palacio y
hacinaba la ciudad.

La religión, de un modo más o menos profundo,


está en el origen de cada una de las «fiestas»
romanas 6: su espíritu se dejaba notar en los
antiguos actos a los que los romanos nunca
faltaban pero de los que habían olvidado su razón
de ser y su sentido. Así, el 8 de junio, el concurso
de pescadores que presidía el pretor de la Urbs
terminaba con una fritura en el Vulcanal que hacía
las delicias de los laureados; no obstante, una
reseña de Festus índica, sin lugar a dudas, que en
este acto se sustituía el sacrificio de víctimas
humanas al dios Vulcano por el sacrificio de los
peces: pisciculi pro animis humanis 7. Del mismo
modo, el 15 de octubre tenía lugar en el foro una
carrera de caballos cuyo final revela su primitivo
origen. El caballo vencedor era inmolado por el
flamen de Marte tras su victoria. Su sangre se
utilizaba para dos sacrificios distintos: una parte
se derramaba sobre el fuego de la Regia y la otra
se enviaba a las Vestales, quienes la guardaban
para realizar las lustraciones anuales. En cuanto a
su cabeza, cercenada por el cuchillo del
sacerdote, servía para que los habitantes de la Via
Sacra y los de Subu-rra lucharan entre sí, con el
mismo encarnizamiento que en la actualidad vemos
en las «contrade» de Siena luchar por el «palio»,
con el fin de establecer cuál de ellos tendría el
honor de exponer en un muro de uno de sus
edificios el trofeo del «caballo de octubre». La
significación de estas extrañas costumbres se nos
revela cuando nos remontamos a sus lejanos
orígenes. Al regreso de la campaña guerrera, que
todos los años comenzaba en primavera y
terminaba en otoño, los latinos de la vieja Roma
ofrecían una carrera a los dioses en acción de
gracias; una vez terminada, sacrificaban al caballo
vencedor para purificar la ciudad con su sangre
y protegerla dejando el esqueleto como fetiche.

En estas costumbres inmemoriales, en seguida se


vislumbra el ritual de los ancestros. Ahora bien, el
hecho de que fuera menos visible, no quería decir
que la religión no estuviera presente en los juegos
de la República, ya que en los momentos de crisis
los Césares también recurrían a los actos
instaurados en honor de los dioses del Olimpo,
Júpiter, Apolo, Ceres, Cibeles o Flora, o incluso a
todas aquellas celebraciones solemnes
establecidas en honor de sus propias victorias,
para elevarlas y elevarse a sí mismos al mismo
plano sobrenatural. Con actos como las carreras,
las representaciones dramáticas o la purpura
triumphale, no sólo intentaban honrar a los dioses,
sino hacerse con su fuerza momentáneamente
encarnada en el magistrado triunfador, en los
actores de los dramas y en los vencedores de los
torneos.

Cuando en el año 105 a. C. el Estado instituyó los


combates de gladiadores, que antaño organizaban
simples particulares ante la tumba de sus parientes
8, los designó con el nombre de munus, vocablo
que se utilizó a partir de entonces y que expresa su
siniestra función de aplacar la ira de
los Inmortales por medio de sacrificios humanos, y
de mitigar con nuevas matanzas la inquietud de los
muertos. «Sacrificio que se impone como un
deber», definió Festus en tiempos de Augusto;
«honor obligado a los manes», escribe Tertuliano
a finales del siglo II; «Sangre vertida en la tierra
para apaciguar al dios que lleva la hoz por los
confines del cielo», escribirá Ausonio en el Bajo
Imperio 9. Todo esto podría hacernos creer que la
terrible concepción heredada del sombrío espíritu
etrusco atravesó los siglos sin cambiar
ni debilitarse. Sin embargo, es mera apariencia. En
la época imperial las afirmaciones de estos
eruditos no hacían mella en el público que, por su
cuenta y para su placer, había secularizado los
juegos sagrados. Sin duda aún iban al circo
como a un oficio religioso, vestidos con la toga de
los grandes días, tal como ordenaba un edicto de
Augusto. Además respetaban la Orden de Claudio
de no cubrirse con un manto salvo en los días de
mal tiempo, y solamente después que el príncipe
hubiera hecho la señal para que se sentaran 10.
Sin duda guardaban la compustura, bajo pena de
expulsión, y no comían ni bebían durante las
carreras 11. Pero los romanos de aquella época
eran conscientes, no de seguir una liturgia, sino de
plegarse a unas normas convencionales; por ello,
cuando según la norma se levantaban para aclamar
el desfile inaugural en el que las estatuas de los
Divi iban junto a las de las divinidades oficiales,
sin duda no manifestaban su devoción a los dioses,
sino su fidelidad a la dinastía imperial, su
pertenencia a una corporación profesional bajo la
protección de uno de aquellos dioses o su
admiración ante desfile tan bello. Si por
casualidad entre los asistentes se encontraba un
beato lo suficientemente ingenuo como para pensar
que su querida divinidad le había hecho una señal
o le había enviado sus favores, además de
constituir un suceso bastante raro y desusado, era
motivo suficiente para que los vecinos tuvieran
durante algún tiempo de qué hablar y los
narradores pusieran en acción su verbo 12.

La antigua religión romana aún podía prestar sus


sagradas tradiciones al espléndido despliegue de
los espectáculos de la época imperial. Pero ésta
era toda la importancia que se le concedía, y si se
la respetaba era de un modo inconsciente. Lo
mismo en los actos solemnes que en cualquiera de
las actividades romanas, la religión había quedado
relegada a segundo plano, cuando no totalmente
excluida. Si había una fe viva que hacía latir el
corazón de los espectadores, esa era la fe en la
astrología. Por este motivo veían embelesados en
la arena la imagen de la Tierra; en el foso
del Euripus que la delimitaba, el símbolo de los
mares; en el obelisco erigido en la spina central,
el del sol naciente en la cima de los cielos; en las
doce puertas de las doce cocheras o car ceres, los
signos del Zodíaco; en las siete columnas de la
pista que marcaba cada uno de los recorridos, el
eterno errar de los siete planetas y la sucesión de
los siete días de la semana; y en el circo mismo
una proyección del Universo y la resumida
expresión de su destino 13. Y si algo provocaba su
entusiasmo, eso era el solemne desfile
preliminar con las estatuas de sus grandes
emperadores difuntos y la aparición en el palco
del magnífico emperador en carne y hueso, a cuya
providencia se debían las numerosas y brillantes
representaciones.

Los juegos y representaciones públicas establecían


entre la multitud y el príncipe un saludable
contacto que evitaba, a éste encerrarse en un
peligroso aislamiento y a aquélla desconocer la
augusta presencia física del César. En el momento
en que el príncipe hacía su entrada en el circo, el
teatro o el anfiteatro la multitud se levantaba con
un grito unánime y, agitando los pañuelos como en
la actualidad los fieles hacen para saludar al Santo
Padre en el Vaticano, le dirigían un emocionante
saludo que tenía la modulación de un himno y el
acento de una oración H. Pero esta especie de
adoración no excluía otros sentimientos más
humanos, más fuertes y también más gratos. El
inmenso público no sólo tenía la dicha, como dice
Plinio el Joven en su Panegírico, «de ver a su
príncipe en persona y rodeado de su pueblo» 15,
sino de sentirse próximo a él en las peripecias de
la carrera, del combate o del drama al compartir
sus emociones, deseos, temores y alegrías. De ese
modo su autoridad se relajaba con la familiaridad
de los sentimientos comunes y se fortalecía con la
oleada de popularidad que rompía a sus pies. En
un tiempo en que los Comicios habían enmudecido
y el Senado recitaba la lección que le habían
enseñado, solamente en la alegría de los muñera y
de los ludí lograba tomar cuerpo la opinión
pública e, incluso a veces, llegaba a transformarse
en peticiones que, coreadas al unísono por
millares de voces, reclamaban a Tiberio el
Apoxiomenos de Lisi-po 16 o conseguían de Galba
el suplicio de Taigelinus 17. Una vez establecida la
costumbre de formular estas peticiones, los
emperadores se las ingeniaron para canalizar y
dirigir la opinión de la multitud con una habilidad
que les permitió declinar en ésta la
responsabilidad de unas sanciones decididas de
antemano por ellos, pero cuyo rigor querían
simular haberse visto obligados a adoptar 18. Es
así como los espectáculos, sin llegar a formar
parte sustancial del régimen, constituyeron uno de
sus más firmes pilares, y sin incorporarse a la
religión, alimentaron el mínimo resto de llama
que aún ardía en ella.

Pero hay algo más: resultado evidente de una


política autocrítica, supusieron un fuerte obstáculo
para cualquier intento de revolución. En una
ciudad donde 150.000 personas sin trabajo estaban
bajo la protección de la asistencia pública y donde
quizá un número semejante de trabajadores
no tenía otra cosa que hacer tras la meridio que
cruzarse de brazos durante todo el resto del día, y
al no haber posibilidad de desarrollar actividad
política alguna, los espectáculos fueron el modo
idóneo de ocupar su tiempo, acaparar
sus pasiones, desviar sus instintos y canalizar su
actividad. Los Césares no querían que la plebe
romana bostezara ni de hambre ni de aburrimiento.
Los espectáculos fueron la gran diversión en la
ociosa vida de sus súbditos y, por consiguiente, el
firme instrumento de su absolutismo.
Prodigándoles sus atenciones e invirtiendo en
ellos sumas fabulosas, afianzaron de un modo
consciente la seguridad de su poder.

Dion Cassius cuenta que, cuando Augusto acusaba


al pantomimo Pylades de ensordecer a Roma con
el alboroto de sus rivalidades y de sus disputas,
éste osó responderle: «César, te conviene que el
pueblo se interese por nosotros...» Con esta
réplica, el ingenioso artista había traducido el
íntimo pensamiento de Augusto y había adivinado
uno de los mayores secretos de su gobierno. Los
juegos fueron el gran apoyo de su política interior,
por ello no dudaba en acudir a las
representaciones con un ostentoso interés y una
estudiada seriedad. Se sentaba en el centro de su
pulvinar acompañado de su mujer y sus hijos.
Cuando se veía obligado a retirarse antes de que
finalizaran, en seguida se excusaba y designaba a
alguien para que cumpliera con las funciones de la
presidencia. Pero en todas las ocasiones en que se
quedó hasta el final, jamás nadie le vio abandonar
su actitud de continua atención, bien porque en
realidad fuera aficionado a las representaciones,
bien porque quisiera evitar las murmuraciones que
había provocado su padre, César, quien en los
espectáculos se dedicaba a leer informes y
responderlos. Así pues, quería divertirse con el
pueblo y no reparaba en gastos para lograrlo. «Los
espectáculos de su reinado superaron en variedad
y esplendor cualquiera de los organizados hasta el
momento» 19; el mismo Augusto, en sus Res
Gestae, recuerda complacido que había
organizado cuatro veces juegos en su honor y
veintitrés en honor de los magistrados que habían
financiado los juegos pero que, o bien habían
estado ausentes, o no habían podido presidirlos 20.
Los cónsules y los pretores estaban abrumados por
esta obligación derivada de su dignidad. Este fue
el motivo de que Marcia imaginara una divertida
historia en la que una joven mujer, Proculeia, le
notifica a su marido la decisión de divorciarse y le
ruega que se quede con todos los bienes cuando
éste sea nombrado pretor. «¿Qué te ocurre,
Proculeia, dime? ¿Cuál es el motivo de esta
repentina decisión? No quieres explicármelo,
¿verdad? Pues bien, te lo diré yo. Tu marido ha
sido nombrado pretor. Los juegos Megalenses le
eostarán más de 100.000 sestercios, incluso en el
caso de que decida ofrecer unas representaciones
absolutamente discretas. ¡Esto no es un divorcio,
Proculeia, esto es un negocio!» 21

Cada vez más frecuentemente el príncipe tenía que


ayudar a los magistrados o incluso reemplazarles
en la financiación de los espectáculos. Así,
emperador tras emperador, todos trataron de
seguir el ejemplo de Augusto para que nadie
pudiera decir que los espectáculos de su
principado habían sido menos brillantes que los de
otros reinados precedentes. Exceptuando a
Tiberio, aquel republicano coronado cuya
incurable misantropía le hacía recelar de plebeyos
y nobles, todos los emperadores intentaron superar
en prodigalidad los juegos tradicionales de sus
predecesores y, o bien los alargaron hasta bien
entrada la noche, o añadieron infinidad de
números inéditos. Ni siquiera los que tenían
fama de avaros repararon en gastos. En el reinado
de Claudio, emperador cuyas dotes de
administrador eran de sobra conocidas, los juegos
romanos costaron 760.000 sestercios y
los Apolinares, a cuyo fundador le supusieron
3.000 sestercios, ascendieron a 350.000 22. Con
Vespasiano, aquel advenedizo, hijo de un
escribano forense, con una sólida reputación de
avaro, comenzaron a levantarse los muros del
anfiteatro Flavio, más tarde llamado «Coliseo» no
tanto por su proximidad con el colosal monumento
al sol, sino por sus enormes proporciones. Pero en
esta competición por ver quién derrochaba más
lujo y dinero, en la que los emperadores más
prudentes quedaron en entredicho, fue quizá el más
fastuoso y, aparentemente, el más loco de ellos,
Trajano, quien quedó como modelo de
emperadores, optimus princeps, y recibió entre
otros títulos el de «príncipe cuya perfección
era digna de Júpiter». Según la opinión de Dion
Cassius, «su gran sabiduría le llevó a prestar
atención a las figuras de la escena, del circo y de
la arena, porque pensaba que la excelencia de un
gobernante se manifestaba tanto en su
preocupación por divertir al pueblo como en la de
atender a cuestiones más serias, y que si bien las
distribuciones de trigo y dinero satisfacían el
hambre de los individuos, los espectáculos servían
para alimentar el tiempo de ocio de una gran masa
plebeya» 23.

Esto último nos da la clave del asunto. Un


gobierno de masas como era el de los Césares
requería la búsqueda de actividades que las
mantuviera entretenidas. En la casi reciente
actualidad muchos países trataron de hacer lo
mismo, entre ellos Alemania con la Kraft durch
Freude, Italia con las actividades de Dopo Lavoro
y en Francia con los servicios del Ministerio del
Ocio. Pero por mucho que podamos admirar los
resultados de los métodos contemporáneos,
tenemos que reconocer que en absoluto se acercan
a los del Imperio romano. Con los espectáculos
aseguró su continuidad, garantizó el orden en una
capital superpoblada y consiguió mantener
tranquilas a más de un millón de personas. En el
siglo II de nuestra era, su bien afianzado poder
alcanzaba unos límites sólo comprensibles por su
munificencia para con los ludí, las
representaciones en los teatros, los combates
reales en la arena, las luchas simuladas y los
concursos literarios y musicales de sus agones.

Las carreras

Los juegos romanos por excelencia eran los


circenses. Estas actividades no se concebían fuera
de los edificios a los que habían dado nombre y
que, construidos expresamente para ellas, tomaron
con alguna que otra variación unas dimensiones
basadas en el plano de un rectángulo con las
esquinas en hemiciclo. El circo Flaminio,
construido en el año 221 a. C. por el censor
Flaminius Nepos en el emplazamiento que ahora
ocupa el palacio Caetani, estaba construido sobre
dos ejes de 400 y 260 metros; el circo de Gaius,
construido en tiempos de Caligula en la colina
Vaticana, tenía unas dimensiones de 180 metros de
longitud y 90 metros de ancho, y estaba adornado
por un obelisco central situado actualmente en la
plaza de San Pedro y, para terminar, el
más antiguo y de mayores proporciones, el Gran
Circo o Circus Maximus, cuyo plano sirvió de
base para la construcción de los mencionados con
anterioridad. Ya la naturaleza de algún modo lo
había diseñado en la depresión del valle de
Murtia, limitado por el Palatino al norte y por el
Aven tino al sur; y del mismo modo que en la
actualidad alberga las modernas exposiciones de
la Roma contemporánea, antaño sirvió para marcar
el progreso que suponía la creciente pasión por las
carreras en la Roma antigua.

En sus orígenes, la pista estaba enclavada en la


hondonada del valle, ya que la cualidad esponjosa
del terreno contribuía a amortiguar las caídas, y el
recinto o cavea estaba constituido por el espacio
comprendido entre las dos pendientes de las
colinas limítrofes, en cuyos flancos se colocaban
los arracimados espectadores. En cuanto al terreno
donde tenían lugar las competiciones, en su mitad
estaba jalonado por dos columnas cónicas de
madera (metae), de las cuales la más occidental o
meta prima se levantaba ante la fosa que
albergaba el altar al dios Consus, descubierta
sólo los días de juegos. En el año 329 a. C. se
construyeron por vez primera, enfrente y al oeste
de la meta prima, los cobertizos y caballerizas,
llamadas carceres, que durante mucho tiempo
consistieron en unos simples barracones
desmontables 24. Desconocemos si ya entonces o
poco después las dos metae fueron unidas por un
zócalo longitudinal que supuso el drenaje previo
del valle de Murtia. Los romanos lo compararon
con la columna vertebral de la arena, la spina,
y como en ella colocaron en un principio las
estatuas de las divinidades que, según su opinión,
se interesaban por los torneos, como la diosa
Pollentia, o «Fuerza resplandeciente», derribada
accidentalmente en el año 189 a. C. 25; más
tarde, en el año 174 a. C., erigieron los Septem
Ova, aquellas grandes figuras ovales de madera
que se iban retirando según se cumplía cada una de
las siete vueltas de las que constaba una carrera.
Pero no fue hasta el último siglo a. C. y el I d.
C. cuando el Circus Maximus alcanzó el
esplendor monumental que maravilló a los
antiguos romanos y del que en la actualidad la
arqueología nos ha mostrado sólo vestigios.

En los juegos celebrados en el año 55 a. C.,


Pompeyo, para proteger a los espectadores de los
colmillos de veinte elefantes seguramente furiosos
ante los imperativos de sus cuidadores, decidió
instalar unas vallas de hierro; pero
los paquidermos, enloquecidos por los gritos
pavorosos de la concurrencia, derribaron las
vallas en más de un lugar 26. César, en el año 46 a.
C., con el fin de evitar posibles catástrofes,
ensanchó la arena por los lados este y oeste y la
circundó con un foso: el Euripus 27. Al mismo
tiempo, reconstruyó las antiguas carceres,
construyó otras de piedra caliza y acondicionó las
laderas frontales de las dos colinas para
que pudieran sentarse unos 150.000 espectadores
28. Más tarde su hijo adoptivo completaría su obra.

De acuerdo con Octavio, en el año 33 a. C. Agripa


duplicó los Septem Ova con siete delfines de
bronce que iba alternando con aquéllos en la spina
cuando finalizaba una vuelta 29. Más tarde,
Augusto trajo desde Heliopolis el obelisco de
Ramsés II, hoy colocado en la plaza del Pueblo, y
lo erigió en el centro del circo; también construyó
sobre la cavea, en la ladera del Palatino, el palco
de honor o pulvinar desde el que el emperador, su
familia y sus invitados seguían los juegos, tal
como menciona en sus Res Gestae, lo que hizo
que, desde comienzos del Imperio, los subyugados
romanos fueran testigos del majestuoso esbozo de
lo que en el futuro sería el kathisma de los
basileis en el hipódromo de Constantinopla 30.

Sin embargo, Augusto no construyó más gradas de


piedra que pudieran alojar a la creciente multitud,
ya que sabemos que en una ocasión, a pesar de
estar situado en el mayor punto de peligro, tuvo
que calmar el terror de la muchedumbre ante la
amenaza de desprendimiento de tierra producido
por la aglomeración. Este rasgo de valor y
tranquilidad seguramente evitó males mayores que
se pudieran haber producido 31. Las primeras
gradas de piedra parece que fueron creadas para
los senadores por Claudio, en el mismo tiempo en
que reemplazó las metae de madera por columnas
de bronce dorado y las carceres de roca
calcárea por otras de mármol 32. Años más tarde,
al reconstruir el Circo Máximo tras el incendio del
año 64, Nerón aprovechó para construir nuevas
gradas para los nobles romanos y agrandar la pista
cegando el Euripus. Así pues, a partir de entonces
la cavea tuvo nuevas gradas y en la spina,
también ensanchada, se construyeron estanques
donde se llevaban a cabo juegos navales y de los
que, en los días de carrera, emergían los delfines
de bronce: delphines Neptuno vomunt
33. Domiciano y luego Trajano concluyeron el

ensanchamiento de la cavea, el primero utilizando


las piedras procedentes de la demolición de la
naumaquia contigua a la Casa Dorada y el segundo
excavando a mayor profundidad las colinas,
trabajo que Plinio el Joven alaba en su Panegírico
ya que al parecer supuso que la cavea tuviera
5.000 asientos más 34.

Desde entonces, el Circo Máximo, con una


longitud de 600 metros y un ancho de 200 metros,
tuvo las colosales dimensiones y el estilo
ornamental que le caracterizaron hasta su
destrucción 35. En su aspecto externo, el Circo
Máximo se caracterizaba por los hemiciclos de sus
extremos, sobre los que se levantaban tres pisos de
arcadas superpuestas revestidas de mármol, cuya
disposición nos recuerda el estilo arquitectónico
que podemos admirar en el Coliseo, bajo las que
se alojaban los locales ocupados por taberneros,
pasteleros, asadores de carne, astrólogos y
prostitutas. En su interior, además de la pista ahora
cubierta de arena en la que a veces brillan las
laminillas de crisocalco, lo que ante todo nos
llama la atención es la inmensidad de la cavea
escalonada a lo largo del Palatino, bajo el
pulvinar imperial, y frente a él, en el Aventino, las
tres filas de gradas. La primera y más baja está
formada por asientos de piedra; la segunda
por asientos de madera; y la tercera, al parecer,
estaba destinada a las localidades «de pie». Los
Regionarios del siglo IV indican un total de
385.000 localidades, pero es muy posible que se
trate de una afirmación desproporcionada y que
sólo tuviera las 225.000 plazas que cita Plinio el
Viejo en la época flavia y aquéllas que según
Plinio el Joven añadiera después Trajano. No
obstante, aunque nos quedáramos con esta segunda
cifra, su magnitud sería desconcertante. Lo
mismo que sucede en el estadio Olímpico de
Berlín, el Circo Máximo en los días de mayor
afluencia debía de ser una ciudad efímera y
monstruosa instalada provisionalmente dentro
de la Ciudad Eterna. Sin embargo, lo más
sorprendente de este conjunto monumental es la
función que cumplían sus menores detalles. Los
dos costados circulares estaban rematados
armoniosamente por dos vallas cimbradas. La del
Este, orientada hacia el Caelius, estaba
interrumpida por un arco de triunfo de tres vanos
que Domiciano había consagrado en el año 81 d.
C. en honor de la victoria de su dinastía sobre los
judíos y bajo el cual desfilaba la Pompa
Circensis. La del Oeste, orientada hacia el
Velabro, cubría en la planta baja las doce
carceres donde los caballos y los carros
aguardaban hasta el momento de alinearse en la
salida, señalada por una cuerda tendida entre dos
hermas de mármol, cada cual situado ante su
puerta; también protegía la tribuna reservada al
magistrado curul que presidía los juegos y a
su gran séquito, instalada en el piso primero sobre
las carceres. La spina, de 214 metros de longitud,
determinaba la longitud del circuito, mientras que
la anchura de la arena era distinta en cada meta —
87 metros en la prima meta y 84 metros en la
secunda meta—, lo que hacía más difícil e
incierta una carrera con un recorrido total de 568
metros.

Y es que la multitud romana disfrutaba con las


dificultades y enloquecía ante unos espectáculos
en los que todo estaba dispuesto para atraer su
atención y suscitar su arrebato: el hormigueo de
una concurrencia donde el individuo se dejaba
llevar por la masa, la inverosímil grandeza de
un decorado en el que flotaban los perfumes y
brillaban los abigarrados atuendos, la atracción de
las viejas ceremonias religiosas, la presencia del
augusto emperador, los obstáculos que habían de
superarse, los peligros que tenía que evitar, las
proezas a las que se había visto obligado el
vencedor, las vicisitudes imprevistas de cada una
de las pruebas, subrayadas por la poderosa belleza
de los caballos, la riqueza de sus arneses, la
perfección de su adiestramiento y, sobre todo,
la habilidad y valentía de los conductores de
carros y jinetes.

A medida que el circo fue aumentando en


superficie y sus elementos fueron
perfeccionándose, también se completaron y se
enriquecieron las diferentes pruebas. Del
mismo modo que los ludí de un día dieron paso a
los de una semana, una novena o una quincena,
cada uno de los juegos se fue haciendo más
sofisticado. La carrera constaba obligatoriamente
de siete vueltas alrededor de la pista 36, pero el
número de carreras diarias fue aumentando a
medida que se sucedían los distintos reinados. Con
Augusto aún no se celebraban más de doce
carreras diarias; con Caligula se elevó a 34 37 y
con los Flavios a 100. Domiciano, preocupado
porque llegara a resultar imposible finalizar antes
del anochecer, estableció que las carreras
constarían de cinco y no de siete vueltas 38. Si
hacemos el cálculo teniendo en cuenta cinco
vueltas o spatia por carrera o missus,
obtendremos un resultado de cinco veces 568
metros, es decir, 2.840 metros en total. Así pues,
¡cien missus suponían un recorrido de
284 kilómetros! Descontando la pausa realizada a
mediodía y los intervalos que necesariamente
transcurrían entre carrera y carrera, estaremos de
acuerdo en que, desde el alba hasta el crepúsculo,
los espectadores no tenían un minuto de tregua.

Pero los romanos jamás se saciaban, y de no haber


sido así, la variedad de los ludi tampoco lo
hubieran permitido. Al interés de las simples
carreras de caballos se le sumaba el que
despertaban las acrobacias de los concursantes.
Había jinetes que llevaban dos caballos y saltaban
continuamente del uno al otro, desultores; otros
que sobre el caballo hacían exhibiciones con
armas o simulacros de combate; otros que se
ponían sucesivamente a horcajadas, arrodillados y
tumbados sobre el caballo al galope; los había que
tenían que recoger un pañuelo de la pista sin
desmontar, o que debían saltar prodigiosamente un
carro tirado por cuatro caballos. En cuanto a las
carreras de carros, diferían según los distintos
tipos de tiro: los había de dos caballos o higa, de
tres o triga, de cuatro o quadriga y a veces de
seis, ocho o diez caballos (decemiuges); al ya
magnífico espectáculo del carro, además se le
añadía la solemnidad de su entrada y el despliegue
de un auténtico ceremonial. Al sonido de la
trompeta, el cónsul, pretor o edil que presidía los
juegos daba la salida dejando caer a la arena un
pañuelo blanco. El gesto era definitivo y el
personaje que lo hacía constituía ya de por sí un
espectáculo. Sobre una túnica escarlata como la de
Júpiter se colocaba una toga bordada de púrpura
«amplia como una cortina». Como una estatua
viviente, sujetaba en la mano un bastón de marfil
«coronado por un águila en vuelo», y sobre la
cabeza se ponía una corona de hojas de oro tan
pesada que «necesitaba a su lado un esclavo o un
músico para que le ayudara a sostenerla» 39 y
tan voluminosa que el pretor Paulus no tuvo más
que soltar un florón de la suya para que le hicieran
a Marcial un preciado trofeo 40.

A sus pies se situaban los carros, dispuestos según


el orden de salida que la suerte les hubiera
deparado, organizados de un modo impecable y
deslumbrante. Cada uno de ellos representaba una
cuadra o factio, creadas para poder cubrir los
enormes gastos que suponía la selección y el
entrenamiento de concursantes, animales u
hombres. Estas fac-tiones participaban de las
primas, más o menos elevadas, con que premiaban
a los vencedores los magistrados, a
menudo acrecentadas por la generosidad del
príncipe. Es bastante improbable que las
proporciones de la pista permitieran hacer un
despliegue de más de cuatro cuadrigas
simultáneamente, razón por la que habitualmente
sólo había cuatro factiones que, a partir del siglo
II de nuestra era, además se asociaban de dos en
dos. Por una parte estaba la cuadra blanca
(factio albata) y la verde (factio prasina); por
otra la azul (factio ve-neta) y la roja (factio
russata), cuyas pistas de adiestramiento debieron
de estar situadas bajo el actual palacio Farne-sio
41. Cada una de estas factiones mantenían, además

de los aurigas pagados a precio de oro, un


numeroso equipo compuesto por mozos de cuadra,
adiestradores (doctores et ma-gistri), veterinarios
(medid), reparadores
(sarcinatores), guarnicioneros (sellarii), guardas
de cuadra (conditores), pa-lafraneros
(succonditores), almohazadores y
abrevadores (spartores), todos ellos trabajadores
de la cuadra, y los iubi-latores, quienes tenían
como misión estimular con sus gritos de ánimo la
agresividad de sus participantes.

Mientras los animales piafaban —con las plumas


en la cabeza, la cola realzada por un apretado
nudo, las crines consteladas de perlas, el pecho
moteado con brillantes amuletos y el cuello
adornado con un flexible collarín y un bridón con
los colores de la cuadra—, el auriga miraba
orgulloso a los espectadores puesto en pie sobre el
carro, rodeado de servidores, con el casco puesto
y el látigo en la mano, las vendas de paño
enrolladas en las piernas, vestido con una túnica
corta con el color de su factio y, atadas alrededor
del cuerpo, las riendas que en caso de accidente
cortaría el cuchillo que llevaba a un lado.

El público miraba embelesado incluso antes de


que la prueba diera comienzo. Todos observaban
con ansiosa admiración el carro por el que habían
apostado. En la abarrotada cavea, unos y otros
charlaban animadamente y confrontaban sus
pronósticos. La mezcolanza de gentes muy
diversas era muy atractivo ingrediente para las
mujeres que buscaban marido o los libertinos que
iban tras una aventura. Fue durante unos juegos
cuando, en tiempos de la República, una bella
divorciada, Valeria, hermana del
orador Hortensius, cautivó el amor del dictador
Sila al intentar arrancar un hilo de su toga con el
deseo de compartir de este modo su suerte. Y en
tiempos del Imperio, Ovidio aconsejará a sus
discípulos en el arte de amar que acudan al
circo, ya que son muchas las ocasiones para la
galantería que brindan los encuentros tras las
carreras y proclive a enardecerles la fiebre que
ocasionan 42.

En efecto, un estado febril se apoderaba del


público tan pronto como el polvo comenzaba a
revolotear bajo las ruedas de los carros; hasta el
final del último recorrido los espectadores no
dejaban de vibrar de esperanza, de incertidumbre
y de pasión. ¡Qué fervor ante el menor
obstáculo! ¡Qué aburrimiento cuando todo
discurría sin tropiezos! Como las metas estaban
situadas a la izquierda de los carros, el éxito de la
maniobra de giro de una cuadriga dependía de la
agilidad y la fuerza de los dos caballos llamados
fu-nales, que, en lugar de estar unidos al yugo
como los del centro, iban sujetos por una cuerda o
funis, el de la izquierda al eje, y el de la derecha
al lateral en marcha. Si se acercaban mucho a la
meta el carro podía estrellarse contra ella; si,
por el contrario, el giro se hacía muy abierto, el
carro podía perder su ventaja o chocar con el que
le seguía, con lo que le podía volcar. Los
agitatores iban tensos por el terrible y doble
esfuerzo que tenían que hacer: por un lado mirar
delante, alentar y conducir a sus corceles, por otro
evitar cualquier golpe con el carro que pretendía
adelantarles. ¡Cuál no sería la tranquilidad del
auriga cuando por fin lograba alcanzar la meta,
tras evitar diez veces el escollo de las columnas e
intentar mantener o conquistar su ventaja
mientras tenía que luchar contra las argucias y
traiciones de los adversarios! Las inscripciones en
las que se conmemoran estas victorias son
absolutamente descriptivas: mantuvo el
primer lugar y venció (occupavit et vicit); pasó de
la segunda a la primera posición y venció
(successit et vicit), e incluso, no era el favorito y,
cuando ya nadie lo esperaba, venció en el último
segundo (erupit et vicit). Los vencedores eran
aclamados por una multitud cuyo entusiasmo iba
dedicado tanto al auriga como a sus caballos.

Adquiridos en las remontas de Italia, Grecia,


África y sobre todo de España, los caballos
corredores comenzaban a adiestrarse a los tres
años y estaban preparados para la competición a
los cinco; las yeguas se destinaban al yugo y
los «pura sangre» se empleaban como funalis.
Cada uno de ellos poseía pedigree, cuadro de
honor y una notoriedad tan extendida que llegaba
hasta los rincones más recónditos del Imperio, y
tan perdurable que su eco ha llegado hasta
nosotros. Los nombres más famosos han quedado
grabados en el borde de los velones fabricados
por los alfareros (corad, nica) 43, sobre los
mosaicos de algunas casas de provincias y en las
termas de Numidia, en las que Pompeianus, el
propietario, confesaba su debilidad por el caballo
Polydoxus: «¡Venzas o no venzas, te amaremos,
Polydoxus!» Vincas, non vincas, te amamus,
Polydoxe!44 Hay también continuas inscripciones
grabadas en piedra en las que se inmortaliza el
recuerdo del caballo Tascas, vencedor en 386
ocasiones 45, o del caballo Victor 46, al que se le
dio el sobrenombre de «buen augurio» por sus 429
victorias; pero también hay inscripciones en
placas de bronce, halladas en el interior de las
sepulturas, en las que los enemigos pedían
su maldición y clamaban la venganza de las
divinidades infernales 47.

Sin embargo, también los aurigas conocían la


gloria y otros honores. Para aquéllos que
provenían de una baja extracción social, incluso
esclavos que por este medio recibían la libertad,
la gloria les permitía salir de su humilde condición
y amasar unas considerables fortunas gracias a las
primas que recibían de los magistrados o del
príncipe y de los exorbitantes salarios que exigían
a los domini factionum bajo amenaza de
abandonar sus colores 48. A finales del siglo I
y primera mitad del II d. C., Roma se enorgullecía
con la presencia de estos famosos aurigas a los
que llamaba miliarii, no porque fueran
millonarios, sino porque habían vencido al menos
en mil ocasiones: Scorpus se llevó 1.042 veces
el primer premio, Pompeius Epaphroditus 1.467,
Pompeius Musclosus 3.559 y Diocles venció
3.000 veces en las carreras de bigas y 1.462 en las
de cuádrigas o de tiro aún mayor, tras lo cual tomó
la sabia decisión de retirarse de la arena con 35
millones de sestercios 49. Friedlánder compara
estos resultados y estas ganancias con las de los
jinetes de Epsom a finales del siglo XIX: Wood
murió a los veintinueve años siendo
multimillonario; Archer consiguió en seis años de
carreras 1.172 premios y 60.000 libras esterlinas.
Pero, aunque semejantes a los mencionados por el
número de triunfos y por sus resultados
económicos, los jinetes de la antigüedad romana
les superaron en prestigio y en honores.

Toda Roma alababa sus extravagancias en lugar de


criticarlas. Si, por divertirse, se les ocurría atacar
o desvalijar a cualquier transeúnte, la policía
hacía ojos ciegos50. En las paredes de las calles y
en los cenáculo, de las insulae eran innumerables
las copias de sus retratos, entre los que destacaba,
según Marcial, el que mostraba la nariz dorada de
Scorpus:
Aureus ut Scorpi nasus ubique micet 51.

Sus nombres estaban en boca de todo el mundo 52,


y cuando alguno de aquellos campeones moría, los
poetas de la

Corte, habituados a componer los elogios al


emperador, no tenían el menor reparo en dedicar a
la memoria del auriga muerto un adiós patético y
preciosístico: «¡Que, por su dolor, la Victoria
rompa sus palmas! ¡Que el honor haga duelo! Y
que la Gloria, desolada, eche como ofrenda a las
llamas de una inicua hoguera las coronas que
adornaron tus cabellos. ¡Oh, crimen del destino!
¿Por qué la meta, que tu carro apenas rozaba, te ha
sido colocada tan al comienzo de tu vida? 53»

La extraordinaria consideración de la que los


aurigas gozaban en Roma se explica sobre todo
por sus cualidades físicas y morales, por su
presencia y su fuerza, por su agilidad y su sangre
fría; también por el duro y precoz entrenamiento al
que habían sido sometidos, por los peligros
inherentes a su oficio, por la alegría con que
acudían a aquellos naufragio, sangrientos en los
que algunos perdieron la vida en plena juventud:
Tuscus murió a los veinticuatro años tras lograr 56
victorias; M. Aurelius Mollicius con veinte años
y 125 victorias 54. Pero la pasión que provocaba
en el pueblo se alimentaba asimismo de fuentes
menos puras: las carreras eran la ocasión para que
los romanos dieran rienda suelta a su afición
favorita, el juego, y los aurigas lo hacían
posible. Aquellos espectáculos en los que ellos
eran héroes y árbitros estaban íntimamente ligados
con la sponsio, es decir, las apuestas. «Se hace
una apuesta sobre quién será el vencedor»,
señalaba ya Ovidio al describir las fiestas en el
Circo Máximo 55. «Que los jóvenes acudan al
circo es natural», dice Juvenal. «Los gritos, el azar
y la presencia de mujeres jóvenes es lo propio de
su edad.» 56 La victoria de un carro hacía ricos a
unos y pobres a otros; y si se tiene en cuenta que la
mayoría de los romanos que acudían al circo eran
gente desocupada, no ha de extrañarnos que las
apuestas despertaran tanta pasión. Los ricos
apostaban una fortuna y los pobres la asignación
de la sportula a su factio favorita; por ello,
cuando se proclamaba el vencedor, se sucedían las
manifestaciones de alegría y las de ira contenida.
Esta es la razón de que alrededor de los caballos
favoritos y de los aurigas vencedores o
malparados se dejara oír un concierto de halagos a
voces y de soterradas imprecaciones. Para calmar
las profundas decepciones y prevenir cualquier
intento de amotinamiento favorecido por las
circunstancias, el espectáculo se clausuraba con un
banquete o epulum; y en los reinados de Agripa,
Nerón y Domiciano, en los intervalos entre
carreras se lanzaban sparsiones y missilia, o lo
que es lo mismo, caía una lluvia de golosinas, de
bolsas, de «papeletas» de rifa para un barco, una
granja o una casa, que para los más espabilados
resultaba ser un consuelo y un desagravio 57. De
aquí también aquella terrible parcialidad por
o contra tal factio manifestada por los Césares que
acudían al circo como furiosos espectadores,
desde Virelius, quien mandó ejecutar a los
enemigos de su factio «azul», hasta Ca-racalla,
que condenó a muerte a los aurigas de los
«verdes».

Sin duda, en la época en que nosotros nos


situamos, ni Trajano ni Adriano cayeron en esta
criminal locura. Más tarde, Marco Aurelio, el
filósofo, ni siquiera se interesará por los «juegos»
58. Pero los súbditos romanos de aquel
tiempo seguían poseídos por la fiebre de las
apuestas y los emperadores no dudaron en
aprovechar esta desmedida afición. Las ocasiones
que antaño les brindara la política en aquel
momento se las ofrecían las carreras. Las apuestas
pasaron del foro al circo y los antiguos partidos se
sustituyeron por las factiones. Evidentemente, es
el signo de una decadencia moral que hirió el
orgullo patriótico de Juvenal y la gran sabiduría de
Marco Aurelio. Pero, por otra parte, fue un
modo de desviar el descontento que crecía en las
masas y el régimen imperial, al menos, supo
aprovecharlo en pro de su estabilidad y de la paz
pública.
El teatro

Si hemos de creer a algunos eruditos, los grandes


juegos cíclicos de los tiempos de la República
celebraron más representaciones escénicas que
carreras 59. Sin embargo, pensamos que el exacto
reparto de estas actividades es muy difícil de
establecer 60; incluso admitiendo que en sus
comienzos fuera así, es evidente que esta
proporción se invirtió en los tiempos del Imperio.
En Roma, los juegos circenses de entonces
cobraban mucha mayor importancia que la
representación de tragedias, comedias y otros
sucedáneos más recientes. Plinio el Joven, que no
nos menciona en ningún momento el entusiasmo de
sus contemporáneos por el teatro, deplora la
importancia que se otorga a una «miserable»
camisola «no sólo un populacho más miserable
que ella», sino personas a las que tiene por
distinguidas y que se dicen «serias». «Cuando
pienso —confesaba— en este divertimento fútil,
tonto y monótono, siento una cierta alegría por no
experimentar tal entusiasmo.» 61 Si en su época las
carreras habían conquistado de tal modo a lo más
selecto de la ciudad, nos es fácil imaginar la
atracción que ejercían sobre el hombre de la calle,
cuya ambición se limitaba a tener las
rentas suficientes como para comprarse dos fuertes
esclavos que le trasladaran en litera y le
permitieran hasta el fin de sus días «coger sitio sin
apuros en el tumultuoso circo» 62. Seguramente
Trajano tradujo el deseo de la gran mayoría de
sus súbditos cuando en el año 112 quiso
obsequiarles con unos ludí extraordinarios y les
pagó el circo treinta días ininterrumpidos, mientras
que sólo durante una quincena el teatro 63. Es
cierto que los Fastos de Ostia, a los que
debemos la información, añaden que estas
representaciones se celebraron sobre tres
escenarios simultáneamente. Pero por amplios que
fuesen, los tres teatros de Roma juntos
hubieran cabido cinco veces en la cavea del
Circus Maximus. El hemiciclo del teatro de
Pompeyo, terminado en el año 55 a. C. y situado al
nordeste del circo Flaminio, allí donde las formas
de la Piazza di Grotta Pinta aún dejan vislumbrar
su contorno, tenía aproximadamente 160 metros de
diámetro y unos 40.000 loca, lo que
probablemente limita a 27.000 el número de
asientos 64. El hemiciclo del teatro de Balbus,
construido en el año 13 a. C. bajo el actual Monte
dei Cenci, no tenía más que 11.510 loca, es decir,
unos 7.700 asientos. Finalmente, concebido por
los arquitectos de Julio César y finalizado en el 11
a. C. por los de Augusto, el hemiciclo del teatro de
Marcellus, construido donde hoy está el Palacio
Sermoneta y descubierto gracias a los excelentes
trabajos urbanísticos de la Via del Mare, que
dejaron al descubierto su imponente masa de
travertino y la armonía de su orden arquitectónico,
tenía 150 metros de diámetro y sólo contaba con
20.500 loca, es decir, 14.000 asientos. Por
consiguiente, estos tres teatros todo lo más podían
albergar a unos 60.000 espectadores, cifra ínfima
si se la compara con las 255.000 plazas que
sabemos con seguridad tenía el Circus
Maximus. Sin embargo, es una cifra prodigiosa si
la comparamos con la capacidad de los mayores
teatros contemporáneos del mundo, ya sea con las
2.156 localidades de la Opera de París, las 2.900
del San Cario de Nápoles, las 3.600 de la Scala de
Milán o las 5.000 del Colón de Buenos Aires. El
más pequeño de los teatros de la Roma imperial
era al menos dos veces mayor que el más
espacioso de los teatros americanos, y la sola
consideración de estas dimensiones testimonia
que, aunque menos imperiosa que la pasión por las
carreras, el entusiasmo por el teatro no era por
ello menor. Para satisfacer esta afición los
monarcas apoyaron y financiaron la construcción
de teatros excavados en roca, a pesar de resultar
muy costosos, debido a que la «temporada» de
representaciones se reducía a cierto número de
días del período comprendido entre los ludi
Megalenses y los ludi Plebei, es decir, de abril a
noviembre 65. Pero, a pesar de su rápido
declive, este estusiasmo se mantuvo aún durante
toda la época imperial, ya que el teatro de
Pompeyo, restaurado posteriormente por
Domiciano, Diocleciano y Honorio, lo fue una vez
más en tiempos del rey ostrogodo Teodorico, entre
el año 507 y el 511 d. C.

Dadas las circunstancias, uno siente deseos de


alabar la vocación del pueblo romano por un arte
dramático que hubiera honrado a la Grecia Antigua
y que alentaban autores como Accius y Pacuvius y
obras como las de Plauto y Te-rencio. Pero, en
realidad, lo que les ocurrió a los atenienses se
repitió con los romanos; cuando Roma comenzó a
construir aquellos teatros permanentes y su
Imperio se llenó de edificios semejantes a los
suyos, cuya grandiosa amplitud y perfecta
curvatura podemos admirar no sólo en Italia o en
la Galia, sino en Licia, Pamphylia o en la Sabratha
tripoli-tana, el arte dramático para el que estaban
destinados ya estaba agonizando, como si su
supervivencia hubiera sido incompatible con la
afluencia mayoritaria de espectadores. Los ludí
escénicos seguían llenando los días de
representación, pero se habían reducido a meros
enfrentamientos entre los distintos jefes de
compañía (domini gregis). Ya no se creaban
nuevas obras. Las últimas tragedias escritas para
representarlas en escena, Thyestes de Varius o
Medea de Ovidio, datan del reinado de Augusto;
tampoco surgen nuevas comedias a partir de las de
L. Pomponius Bassus, en el principado de Claudio.
Ya en los tiempos de Nerón los literatos que se
obstinaban en componer obras dramáticas se
tenían que conformar con leerlas en los auditoria,
como ocurrió con las tragedias de Séneca. Desde
finales del siglo I a. C. el público prácticamente
sólo pudo ver obras del repertorio tradicional.
También es cierto que en aquellos inmensos
edificios al aire libre, entre la confusión reinante y
la gran afluencia de personas, casi nadie era capaz
de seguir un delicado argumento en verso si no
conocía la obra previamente por haberla visto en
otras ocasiones, y a pesar de ello necesitaban las
indicaciones de la introducción y los
signos preestablecidos para refrescar su memoria:
las máscaras trágicas o cómicas, pintadas de
marrón o blanco, identificaban ambos sexos y les
permitían conocer a los personajes; el vestuario,
de estilo griego o romano, situaba la acción e
indicaba la condición social, de modo que todos
sabían que el blanco era para los ancianos, la
multiplicidad de colores para los jóvenes, el
amarillo para las cortesanas, el púrpura para los
ricos, el rojo para los pobres, la túnica corta para
los esclavos, la clámide para los soldados, un
palio maltrecho para los gorrones y uno
abigarrado para los proxenetas. Pero
el espectáculo perdía todo su interés con estos
signos convencionales, y el público que, o bien
renunciaba a comprender la obra o se la sabía de
memoria, concentraba su atención en la puesta en
escena y en los más insignificantes pormenores. El
teatro romano comenzó a quedarle grande al
público y sucumbió bajo las formas clásicas que
no habían variado desde hacía tres siglos y que lo
hizo intolerable. Su prolongada existencia sólo se
debe a los convencionalismos de entonces, cada
vez más pesados, de los que no salió más que a
través de unas radicales transformaciones que
apartaron al teatro de la literatura.

A finales del siglo I de nuestra era, probablemente


bajo influencia del teatro helenístico 66, la
evolución de la tragedia se había realizado en dos
etapas, y al final de éstas sus personajes se
convirtieron en meras figuras de ballet. En
sus orígenes el texto de las tragedias romanas se
dividía en diálogos (diverbia), recitativos y cantos
(cántica) que suponían para el sufrido público
romano un alivio en la monotonía de los diálogos y
una oportunidad de poder seguir el hilo de un
argumento que en muchas ocasiones había
perdido. Los jefes de compañía de la República
habían subido el coro de la orquesta a la escena
con el fin de incorporarlo más activamente a la
acción. En la época imperial se integró
plenamente, a pesar de que con ello podía quedar
diluido en la fantasmagoría del decorado y el
hechizo del lirismo musical. Del mismo modo se
dedicaron a arreglar sin piedad los manuscritos
tradicionales que todos los años ponían en escena,
restringiendo de tal modo los diálogos que
después de sus censuras una tragedia sólo
consistía en una sucesión más o menos
diestramente dispuesta de pausas líricas o
cántica; imaginemos el Poema del Mío Cid
reducido a sus estancias o la tragedia de Atalía a
sus coros y lograremos comprender la
metamorfosis que sufrió el teatro de la época
imperial.

Recordemos que los cántica más famosos,


repetidos generación tras generación, eran
conocidos por todos los romanos de memoria. En
los funerales de César la multitud cantó los del
Armorum indicium de Pacuvius, composición que
parecía haber sido creada dos siglos antes con el
solo objeto de traducir el sentimiento de este
emperador: «¿Sólo los he salvado para perecer a
sus manos?»

Men’servasse ut essent qui me perderent?67

Recordemos también cómo, en el curso de las


Saturnales del año 55 d. C., Británico logró salir
airoso de la situación en que le había puesto Nerón
cuando, para burlarse de él, al final de una fiesta a
la que el emperador le había invitado junto a todos
sus compañeros de juerga, le hizo avanzar hasta el
centro del triclinium y le ordenó que contara algo.
El joven príncipe no se dejó intimidar; en lugar de
callar o cantar cualquiera de las obscenidades que
sin duda los invitados esperaban oír, entonó un
poema cuyo argumento aludía a su propia
situación, ya que el héroe también había sido
desheredado de la sucesión al trono y privado de
su rango supremo. Se trataba al parecer de la
Andromaca de Ennio, cuyos más bellos acentos
nos transmitió Cicerón en sus Tus-culanas:

O Pater! O Patria! O priami domus 68.

El efecto fue tan irresistible que, incluso en la


mesa de Nerón, «se despertó un sentimiento de
ternura tanto más sincero cuanto la noche y los
placeres hacían imposible el fingimiento» .

Es la misma emoción que embargaba a la multitud


cuando oía los cántica en las representaciones
teatrales. La modulación de unas melopeyas que
generación tras generación les habían acunado y
emocionado, la sostenida polifonía de los
instrumentos, los deslumbrantes elementos de un
maravilloso decorado y, sobre todo, la entonación
patética y la intensa gesticulación del cantor,
hacían que el público saliera de su apatía y, con el
poder que genera un auditorio formado por miles
de hombres y mujeres que recuerdan y
se emocionan juntos, despertaba sus sentimientos
más tiernos o más elevados, favorecidos por la
fuerza y la dulzura que despiertan las pasiones
eternas. Nacido de la incomparable tragedia
griega, el drama romano yacía entre los
mármoles de los teatros imperiales; sin embargo,
algo semejante a una incipiente ópera renacía de
sus escombros, algo que aún tenía ráfagas de la
embriaguez que antaño se había apoderado de los
teatros donde se representaron las grandes obras
maestras.

No obstante, por una evolución casi inevitable, la


ópera se despojó de cuanto le unía a la poesía. Las
normas del género siempre exigieron que el
protagonista de los cántica fuese un solista 70.
Pero, con el tiempo, los cántica
fueron adaptándose cada vez más a la
personalidad del cantor, personaje que llevaba
todo el peso de la obra y que recibía los honores
del éxito. No soportaba más gente a su
alrededor que los comparsas: los danzarines
pírricos, que se ponían en movimiento a una orden
suya y siguiendo su cadencia; los symphoniarii,
que le daban la réplica y le hacían el coro;
los instrumentistas de la orquesta, quienes le
acompañaban o tomaban su relevo con las cítaras,
trompetas, címbalos, flautas o acordeón
(scabellarii). Eran meros satélites del astro. El era
quien llenaba la escena con sus movimientos y la
teatralidad de su voz, quien llevaba toda la acción,
ya cantara, hiciera mímica o bailara. Para
prolongar su juventud y conservar una silueta
estilizada se sometía a un severo régimen en el que
estaban prohibidos los alimentos y las bebidas
áci-das, y en las ocasiones en que cualquier ligero
aumento de peso amenazaba su «línea», se veía
obligado a tomar purgantes y vomitivos. Fiel a la
más estricta de las disciplinas, repetía sin
descanso unos ejercicios de flexibilidad
destinados a mantener la fuerza de los músculos, la
elasticidad de las articulaciones y el alcance y
encanto de su voz 71. De este modo el
«pantomimo» ya se sentía capaz de
encarnar cualquier personaje humano, de
representar cualquier situación, de imitar todo
aquello que existiese en el mundo y de crear una
segunda naturaleza con sus fantasías. Así,
aunque la ley seguía llamándole histriónico y
declarándole «infame», se convirtió en el héroe de
sus días y en el favorito de las damas. En el
reinado de Augusto el pantomimo Pylades
era célebre en la Urbs por su pretenciosa actitud y
sus disputas. En tiempos de Tiberio se produjo una
tumultuosa riña entre seguidores rivales que acabó
con la muerte de varios soldados, un centurión y un
tribuno 72. Nerón, quien no obstante admiraba su
fama, no tuvo más remedio que actuar contra ellos
para detener las sangrientas disputas que causaban
sus enfrentamientos. Pero ni él ni sus súbditos
pudieron ignorarlos; así que, después de
expulsarles, los volvió a llamar y los admitió en su
corte, sentando el precedente de lo que Tácito
bautizaría como histrionalis favor 73, esa idolatría
incurable y contagiosa como una enfermedad
(morbus) 74 que llevó a la emperatriz Domitia, a
finales del siglo I, a caer rendida en los brazos del
pantomimo Paris.

Es innegable que entre los ídolos del pueblo


romano también hubo grandes artistas. Pylades I,
en los tiempos de Augusto, ennobleció el arte de la
pantomima, un género que él había impuesto en
Roma. Hay varias anécdotas que dan testimonio de
la gran conciencia e interés que tenía por su arte.
Un día en que su alumno y émulo, Hylas,
ensayaba ante él su papel de Edipo con una gran
suficiencia, se le acercó y para devolverle a la
realidad le dijo: «Recuerda, Hylas, que eres
ciego.» Otro día que este mismo pantomimo
interpretaba en público una obra cuya frase final
era en griego, el gran Agamenón, xóv péyav
Ayapévava, y que el actor parecía querer realizar
literalmente la frase estirándose cuanto podía,
Pylades no pudo evitar gritarle desde la grada
de la cavea donde se hallaba como simple
espectador: «¡Lo estás haciendo largo, no grande!»
El público se dio cuenta de quién era y le hizo
subir al escenario e interpretar el papel criticado.
Cuando Pylades llegó a la escena cuya
interpretación había impugnado, sin más artificios
tomó la actitud de un hombre que medita, ya que lo
propio de un gran hombre es pensar mejor que los
demás y hacerlo por todos 75. Al menos Pylades
tenía el sentido de la belleza absoluta, ésa que
florece para los espíritus en el trasfondo de lo
real.

Pero sus sucesores no valoraron esta cualidad. La


mayoría renunciaron a dominar al mismo tiempo
canto y danza. Del mismo modo que en los
orígenes de la tragedia romana Livius Andronicus,
intérprete de sus propias obras, tuvo que dejar de
declamar porque las exigencias del público
habían quebrado su voz y limitarse a escenificar
gestualmente su papel mientras un cantor recitaba
al son de las flautas 76, los pantomimos de la
época de Domiciano o Trajano se limitaron a ser
simples bailarines que dejaban al coro la tarea de
entonar los cántica, traduciendo el sentimiento por
medio de sus actitudes, sus gestos y su danza. Al
igual que el canto dominara la tragedia, la música
quedó sometida a la danza, y el talento de los
pantomimos no volvió a manifestarse más que en
el lenguaje mudo de sus movimientos. Excepto
la voz, todo en ellos hablaba: la cabeza, los
hombros, las rodillas, las piernas y, sobre todo,
las manos. Su virtuosismo logró el testimonio de
admiración de Quintiliano: «Sus manos —dijo—
piden y prometen, acercan y alejan, traducen el
horror, el temor, la alegría, la tristeza, la
vacilación, la confesión, el arrepentimiento, la
mesura, el abandono, el número y el tiempo.
Calman y excitan, imploran y aprueban. Tienen el
poder de reemplazar las palabras. Para evocar la
enfermedad, remedan al médico que toma el pulso;
para significar la música, colocan los dedos como
los del virtuoso de la lira (lyricine).» 77 En el
siglo II de nuestra era, el pantomimo había
alcanzado tal maestría que, sin acudir a la palabra,
era capaz de encarnar consecutivamente a todos
los personajes, Atreus, Thyestes, Egisto o
Aeropea, de una obra como el Festín de Thyestes,
representado ante la presencia de Luciano 78.

Después de leer a Paul Valéry, no podemos


ignorar que Terpsícore era una Musa de la danza y
que ésta recibe de las musas su magia poética. Es
cierto que la danza exalta el alma y glorifica el
cuerpo. Con el flujo y reflujo de sus caprichosas y
acompasadas piruetas, desencadena y apacigua el
oleaje de las pasiones humanas y, en instantes
divinos, reproduce con la flexibilidad de sus
vibraciones la armonía del Universo. Sin embargo,
hemos de confesar que las sorprendentes
evoluciones escénicas de Fregoli no estaban
inspiradas por Terpsícore, como tampoco cabe
duda de que los pantomimos romanos acabaron
matando el arte con la exageración de sus
acrobacias.

Para comenzar, invirtieron imprudentemente el


orden de valores. En lugar de acompañar a los
cántica con su mímica terminaron por
subordinarlos a ésta; en lugar de servir a la obra,
lo que hicieron fue acapararla. Los jefes de
compañía, músicos y libretistas se convirtieron en
sus peones. Los poetas saltaban de felicidad
cuando en la Urbs les encargaban una Agave 79,
pero carecían de libertad creadora. Los
pantomimos hacían la ley, regulaban la puesta en
escena, dictaban los versos, inspiraban la música y
elegían los temas según sus virtuosismos y sus
deficiencias, de modo que quedaran bien de
manifiesto los primeros y los últimos
pasaran desapercibidos ante un público que perdía
su exigencia según aumentaba en número. Habían
renunciado a llegar al corazón del público y sólo
buscaban atraer las miradas y helar o excitar los
sentidos. Sus obras preferidas eran los
dramas negros, con los que sembraban el espanto,
y los dramas libidinosos, mediante los cuales no
les resultaba difícil despertar las sensaciones de
un público dispuesto a convertirse en cómplice de
su premeditado erotismo. A la primera categoría
pertenecen las obras del repertorio registrado
por Luciano: el Festín de Thyestes y Agavé,
demente y asesina de su hijo, como ya hemos
citado; Niobé, loca de dolor ante la masacre de sus
hijos; la serie de Furias o leyendas épicas y
mitológicas, como la Furia de Ajax y la Furia de
Hércules, obras en las que ya Pylades
sobreactuaba 80. En cuanto a la segunda categoría,
la lista es innumerable. Estaban los amores
desgraciados o culpables de Dido y Eneo, de
Venus y Adonis o de Jasón y Medea; la equívoca
presencia de Aqui-les vestido de mujer entre las
hijas de Licomedes, en Scyros; incestos
abominables como los de Cíniras y Mirra, su
hija, cuyo estreno fue la víspera del asesinato de
Caligula 81, según cuenta Iosephus; Proene y
Tereo, su cuñado, quien le corta la lengua para
asegurarse de su silencio y del que ella se vengará
sirviéndole a la mesa el cuerpo de Itis, el hijo
que Tereo había tenido en legítimas nupcias con su
hermana Filomela; Macareo y Cánace, su
hermana, papel que no dudó Nerón interpretar en
una de sus escandalosas exhibiciones 82, aunque
ella paría en una escena y Eolo echaba al recién
nacido a los perros y, por último, Pasífae y sus
amores con el toro en el Laberinto.

Argumentos semejantes sólo servían para


embrutecer o corromper a unos espectadores que,
o se estremecían de espanto, o sentían insinuarse
en sus venas el fuego de estériles deseos. Las
mímicas más espantosas extasiaban a las mujeres,
los gestos más lascivos las emocionaban: «Tuccia
pierde el control de sus sentidos; Apula deja
escapar lastimeros suspiros como en el acto de
amor; Thymele, aún novicia, enmudece, observa y
se educa.» 83 Ante semejante situación, es lógico
que Trajano, quien, no obstante, según las
malas lenguas había sentido un amor desmesurado
por Pylades II, el gran pantomimo de su reinado 84,
por respeto a su persona intentase evitar que los
histriones interrumpieran sus obscenas danzas para
bailar a su modo el panegírico del emperador 85.
Así pues, esta evolución que se produjo de la
tragedia a la ópera y de ésta a la pantomima,
terminó reduciendo el teatro romano a un
espectáculo de music-hall.
Aunque quizá menos vertiginosa, la decadencia de
la comedia también fue un hecho real en Roma. En
el siglo II de nuestra era aún se interpretaba a
Plauto y Terencio, pero mucho más por respeto a
la tradición que por interés suscitado. Si, como
elegantemente escribió Roberto Paribeni,
los romanos le habían vuelto la espalda a la
tragedia porque, «habituados a las salsas fuertes y
a las comidas picantes en sus palacios», obras
como Edipo en Colona o Ifigenia en Táuride les
producían el efecto de «una tisana de manzanilla»
86, es natural que el moderado aderezo de las
comedias les pareciera insípido. El intento de
Bathyllus, en el siglo de Augusto, por rejuvenecer
la comedia a través de la música y la danza no le
sobrevivió; es más, a partir de entonces se la
arrinconó y fue reemplazada por la mímica, ya
escenificada en las capitales de los Diadocos,
introducida en Roma en el siglo I antes de nuestra
era y en seguida adaptada al gusto de las masas.

El mimo, en griego pípog y en latín mimus, al


mismo tiempo designa género y actor. Es una farsa
burlesca, a veces burlesca y dramática, que trata
de acercarse lo más posible a la realidad 87. Para
hablar con exactitud, es «una tajada» de la vida
aún caliente y bien sazonada que se lleva
al escenario, cuyo éxito vendrá determinado por el
grado de realismo, o si se prefiere, de naturalismo.

En el mimo romano los signos convencionales se


habían abolido. Los personajes no llevaban
máscaras. Los actores se vestían como el hombre
de la calle. El número de mimos de una compañía
dependía de los personajes que requiriera la obra.
Los papeles femeninos estaban interpretados por
actrices de dudosa reputación en los tiempos de
Cicerón quien, tocado por el talento de Arbuscula
y el encanto de Cythe-ris, está absolutamente
dispuesto a defender a un burgués de Atina
acusado del rapto de una mimula basándose en
una ley consagrada por la costumbre en los
municipios 88. Los argumentos se nutrían de la
rutina cotidiana, en especial de los hechos más
groseros y los personajes más bajos: a
diurna imitatione vilium rerum et levium
personarum 89. De ordinario estaban tratados con
un matiz caricaturesco que alcanzará, como
veremos, tintes de impudor y atrocidad. En
ellos se permitía tocar la política como en las
Revues francesas de fin de año. En tiempos de la
República el mimo solía ser un espectáculo
satírico; así, para Cicerón las alusiones de
estas obras constituían un modo de abrir una
brecha en el régimen de César. En el Imperio
evidentemente se puso del lado del príncipe y sólo
servía para ridiculizar a los que habían caído en
desgracia. El mimo Vitalis se jactaba de su
acertada puntería contra estos personajes: «Aquel
que veía en mí a su doble se estremeció de horror
al sentir que yo era más él que él mismo.» 90 A mi
juicio no es una casualidad que la obra de mimo
más representada desde el año 30 hasta el 200 d.
C., el Laureolus de Catulo, montada en tiempos de
Caligula y muy representada en los de Tertuliano,
probara mediante el fin reservado a su
protagonista que, bajo la ley de los buenos
gobiernos, los malvados son castigados y que
la última palabra siempre la tiene la justicia.
Es cierto que en la propia concepción del mimo,
en su desprecio hacia lo convencional y en su
esfuerzo por simplificarlo todo latían unos
fecundos elementos de renovación. Como,
asimismo, que al menos dos de los autores
de mimo de finales del siglo I a. C., Decimus
Laberius y Pu-blilius Syrus, elevaron sus obras, de
las que también eran actores, a la categoría de la
mejor literatura. Pero, cuanto mayor fue
haciéndose la aceptación pública del mimo, menos
comprometido se hacía el texto. Los grandes
mimos que he citado, al igual que Moliere, eran
autores de sus propias obras. Sin embargo, los
mimos imperiales fueron actores que acomodaron
a su forma de interpretar las obras y los
escenarios, y que, según la moda del momento y la
actitud del público, hacían imprevistas variaciones
sobre el tema anunciado. El mimo pudo ser para la
antigua comedia lo que la Comedia Francesa para
el teatro libre. Pero lo único que hizo fue
suplantarla con espectáculos cuya improvisación
se asemejaba a la de los payasos en nuestros
circos y reducir el texto al papel que cumplen los
rótulos de la pantalla, aun cuando son bilingües, en
el desarrollo de nuestras películas.

La producción cinematográfica en general se


divide en películas de aventuras y películas de
amor. Las primeras nos ofrecen una sucesión, más
o menos lograda, más o menos deshilvanada, de
robos, asesinatos a puñetazos, a cuchilladas o a
tiros, persecuciones impresionantes y
accidentados arrestos, inenarrables catástrofes y
finales milagrosos. Las segundas nos brindan
lánguidos idilios y pasiones desenfrenadas que
van, según el gusto del público, desde la
historia insulsa de ingenuas prometidas hasta el
cinismo del adulterio, desde el más emotivo
sentimentalismo, medido por la duración de los
besos de Hollywood, hasta el vulgar libertinaje de
los desnudos y la indecencia. Pues bien, por
sorprendente que nos parezca la semejanza, son
exactamente los mismos ingredientes que hace
dieciocho siglos dieron lugar a las obras de mimo
de los romanos. En la Urbs se deleitaban con las
historias de Latinus y Panniculus, llenas de raptos,
maridos burlados o amantes escondidos en un
baúl providencial 91, representadas por actrices
que, al igual que en otros tiempos en los juegos
nocturnos de los Floralia, acostumbraban a
desnudarse de la cabeza a los pies —ut minute
nudarentur— 92 con una falta de pudor que hacía
ruborizarse a Marcial 93. También eran muy
aficionados a los mimos terroríficos en los que se
intercambiaban golpes, se oían palabras
malsonantes, sonaban bofetadas repartidas entre
los comparsas sin venir a cuento y donde los
golpes degeneraban en desgraciados accidentes y
la sangre terminaba brotando a borbotones. El
hecho de que el Laureolas estuviera en cartel
durante dos años seguidos se explica por
la ferocidad del ladrón incendiario y degollador,
su personaje principal, y porque en el momento del
castigo final Domi-ciano autorizaba a sustituir al
actor por un reo común; de este modo el
protagonista expiraba entre torturas que no tenían
absolutamente nada de imaginario, como un
Prometeo irrisorio y lastimoso desgarrado por los
clavos hundidos en las palmas de las manos y en
los tobillos, colgado en la cruz y por fin pasto de
los colmillos de un oso de Caledonia. Este innoble
espectáculo no lograba escandalizar a los
espectadores. Juvenal en sus sátiras se limita a
hacer una leve alusión y Marcial alaba al príncipe
que lo había hecho posible 94. Así representado,
para los romanos de aquel tiempo el mimo lograba
alcanzar toda la perfección que le brindaban sus
medios; y, a decir verdad, este trozo de vida
cortado de una carne palpitante supera con creces
las más siniestras realizaciones cinematográficas
logradas con una avanzada técnica fotográfica. Lo
cierto es que el mimo llegó a degradarse de tal
modo que expulsó definitivamente de la escena
romana cualquier resto de arte con un mínimo de
humanidad; pero lo más alarmante es que las
masas de la Urbs cedieron ante estos espectáculos
absolutamente pervertidos, quizá porque, después
de años de abyectas matanzas en el anfiteatro, los
sentimientos estaban envilecidos y los instintos se
habían desviado.
El anfiteatro y sus matanzas

Cuando pisamos el recinto de la arena, después de


casi dos mil años de cristianismo, tenemos la
impresión de haber descendido a los infiernos de
la Antigüedad. Nos gustaría, para salvar el honor
del pueblo romano, arrancar del libro de su
historia la página manchada con sangre indeleble,
borrar la imagen de una civilización que inventó
palabras para nombrar sus crímenes y propagó una
sangrienta realidad. No es que lo condenemos, es
que no acertamos a comprender la aberración en la
que cayó este pueblo al transformar el munus,
aquel sacrificio humano, en una fiesta celebrada
con alegría por la ciudad entera, al preferir, de
entre todos los placeres que se le ofrecían, el
degüello de unos hombres que habían sido
armados para matar y ser matados ante su
complacida vista. En el año 164 a. C. el pueblo
romano abandonó el teatro donde se representaba
Hecyra de Terencio para asistir a uno de aquellos
combates de gladiadores. En el primer siglo a. C.
se habían aficionado a ellos de tal modo que los
políticos que deseaban ganar sus votos les
invitaban a estas carnicerías espectaculares.
Concretamente, en el año 63 a. C., el Senado tuvo
que defender una ley en la que se sancionaba a los
magistrados que hubiesen financiado espectáculos
de este tipo dos años antes de las votaciones 95.
Por supuesto, los aspirantes a la monarquía
los utilizaron para sus ambiciosos fines: Pompeyo
se los ofreció a sus súbditos hasta saciarlos 96;
César renovó su atractivo revistiéndolos de un
esplendoroso lujo 97. Los emperadores, deseando
fomentar en las multitudes esta afición asesina,
forjaron en la «gladiatura» el más firme y también
el más siniestro de sus instrumentos de poder.

Augusto fue el primero en utilizarlo. Fuera de


Roma aseguró la observancia de las leyes
postumas de Julio César y continuó imponiendo a
los magistrados municipales una tasa para el
manus anual, tasa que a partir del año 27 d. C.,
momento en el que Tiberio dispuso que quedaran
exentos los particulares cuyos ingresos fueran
inferiores al «capital ecuestre» de 400.000
sestercios 98, pagaron sólo ellos. En Roma dispuso
que fueran los pretores los que costeasen,
dos veces al año —más tarde, en el reinado de
Claudio serían los cuestores, ya que eran más
numerosos—, 120 parejas de gladiadores por
espectáculo, cifra que bajó a 100 con Tiberio 99.
Sin embargo, esta restricción estaba menos
orientada a controlar la pasión del pueblo que a
acrecentar su propio prestigio. Si bien Augusto
reguló de este modo la editio de los muñera
«ordinarios», sin embargo convocó muñera
«extraordinarios» según su capricho —tres veces
en su honor y cinco en honor de su hijo y sus nietos
— 10°, con lo que se atribuyó, debido al
insostenible lujo de sus propias representaciones,
una especie de monopolio de hecho sobre
los muñera que se convirtió en un monopolio de
derecho con las prohibiciones expresas de los
flavios 101. Así, por decreto de Augusto, los
muñera constituyeron un espectáculo tan oficial y
obligatorio como los ludí del teatro o del circo,
y se convirtieron en el espectáculo imperial por
excelencia. Por ello, el Imperio habilitó
grandiosos edificios destinados exclusivamente
para sus actividades, cuya forma, debida al azar,
se hizo familiar por todo el territorio y ha llegado
hasta nosotros como una nueva y poderosa
creación de la arquitectura romana: los anfiteatros.

Hasta el mandato de César, los promotores de los


muñera los organizaban en el circo o levantaban
para la ocasión en el foro unas empalizadas que al
día siguiente derribaban. En el año 53 o 52 a. C.,
Curio el Joven, quien financiaba en secreto el
régimen de César con el oro de la Galia y en
contrapartida recibía el apoyo del emperador para
su candidatura de tribuno, pensó que podía ganar
una baza importante si de algún modo se hacía con
los electores. Así pues, pretextó la necesidad de
rendir honores a los manes de su recientemente
fallecido padre y convocó unos juegos escénicos a
los que al final añadiría un munus, y tuvo la genial
idea de construir no uno, sino dos teatros de
madera, muy espaciosos, unidos por los vértices
de sus hemiciclos y montados sobre una base.
Durante los juegos escénicos, realizados antes del
mediodía, los dos teatros permanecían separados a
fin de que una y otra representación no se
estorbasen. Pero después del mediodía, cuando
comenzaba el munus —lo que nos indica que las
gentes, ocupadas por la mañana, podían asistir sin
embargo a la «gladiatura»— de repente los dos
teatros giraban sobre sí mismos y se unían,
de manera que sus dos hemiciclos formaban un
óvalo en cuyo interior, y limitada por las
mamparas de madera, se situaba la arena. La
maniobra llamaba poderosamente la atención de un
público que, indiferente a los peligros que
entrañaba, hacía lo que fuera por estar presente en
esta mirífica transformación. Un siglo más tarde,
Plinio el Viejo aún se exasperaba ante la loca
imprudencia de estos curiosos: «Miradlo ahí,
mirad a este pueblo vencedor de la tierra y
conquistador del Universo, fascinado con una
maquinaria y aplaudiendo sin intuir el peligro que
corre.» 102 Ciertamente era una actitud de suicidas.
Pero, si reflexionamos, veremos que de ahí
saldrían todas las arenas del mundo.
En efecto, para el munus que ofreció a la plebe
con motivo de su cuádruple triunfo en el año 46 a.
C., César adoptó de entrada y sin mecanismo
alguno el doble dispositivo del teatro que había
inventado su amigo Curio 103. El genial dictador
había encontrado la fórmula; pero como no la
había aplicado más que en una construcción
provisional de madera, fue a Augusto a quien le
correspondió el honor de construir un edificio de
piedra y a sus escribanos forjar la palabra latina
que en adelante designaría este nuevo monumento:
amphitheatrum 104.

El más antiguo de los anfiteatros permanentes es el


construido en el año 29 a. C. en Roma por un
pariente del príncipe C. Statilius Taurus. Situado
al sur del Campo de Marte, fue luego destruido en
el incendio del año 64 d. C. 105 Poco tiempo
después, los Flavios decidieron reemplazarlo por
otro de forma similar y mayores dimensiones.
Vespa-siano comenzó a construirlo, Tito acabó su
estructura y Do-miciano la decoración. Una vez
terminado en el año 80 d. C., ya ni los temblores
de tierra ni las depredaciones de los renacentistas,
que emplearon sus bloques de piedra para
la construcción del palacio de Venecia, el de
Barberini y el del Capitolio, han logrado
estremecer su estructura ni mermar su grandeza.
Arañado, que no destrozado, por las garras
del tiempo, su belleza sigue resplandeciendo en el
mismo lugar en que se hizo hace más de dieciocho
siglos y medio, entre la Velia, el Caelius y el
Esquilino, cerca del coloso del Sol, en la
depresión, drenada expresamente para su
construcción, del lago de la Casa Dorada:
stagnum Neronis. Es el anfiteatro Flavio, más
comúnmente llamado Coliseo, que nos
ha conservado la Edad Media. En el año 2 a. C.,
mediante eostosos trabajos llevados a cabo en la
orilla derecha del Tiber, Augusto añadió al
anfiteatro de Taurus, sólo preparado
para combates terrestres, una naumaquia destinada
a la representación de batallas navales cuya
elipse, definida por dos ejes de 556 y 537 metros,
circunscribía, en lugar de la arena, una capa de
agua cortada por una isla artificial, que discurría
por entre los bosques y los jardines diseñados a su
alrededor. Aunque la naumaquia de Augusto
abarcaba una superficie casi triple a la del Coliseo
y éste a su vez, al menos en sus comienzos, estuvo
preparado para hacer las veces de arena o
naumaquia según la necesidad, el público aún no
se sentía satisfecho, por lo que Trajano hubo de
construir piedra a piedra un anfiteatro de refuerzo,
el amphitbeatmm Castrense, no lejos de la iglesia
actual de la Santa Cruz de Jerusalén, y una
naumaquia suplementaria situada al noroeste del
actual castillo Sant’Angelo, la naumachia
Vaticana. De las dos naumaquias y del anfiteatro
Castrense sólo nos queda el eco. Pero la visión de
lo que aún subsiste del Coliseo nos basta para
explicarnos la disposición clásica de los
anfiteatros romanos.

El Coliseo fue construido en toba calcárea


compacta, cuyos bloques, extraídos de las canteras
del Albula, cerca de Tibur, habían sido llevados a
Roma a través de una carretera de 6 metros de
ancho abierta para tal ocasión. Sus ejes, de 188 y
156 metros, forman un óvalo de 527 metros de
diámetro y sus muros miden 57 metros de altura y
soportan cuatro plantas. Evidente copia de la
rotonda del teatro de Marcellus, los tres primeros
pisos superponen tres filas de arcadas,
primitivamente adornadas con estatuas, que no
difieren entre sí más que en el orden de las
columnas: dórico, jónico y corintio. El cuarto piso
está formado por un muro macizo dividido en
compartimentos por la alternancia de pilastras de
molduras lisas, de tal modo que se suceden los
espacios, unos abiertos con ventanas y otros
adornados con escudos de bronce que hizo poner
Domiciano y que, como es natural, desaparecieron.
Sobre cada una de las ventanas se colocaron tres
ménsulas que se correspondían con otros tantos
ojos abiertos en la cornisa. Las ménsulas servían
de apoyo a los mástiles en los que, cuando
apretaba el calor, un destacamento de la flota de
Misena sujetaba el entoldado gigante que guarecía
a los gladiadores en la arena y a los espectadores
en la cavea. Esta comenzaba a cuatro metros de la
arena con la plataforma del podium, protegida por
una balaustrada de bronce, y sobre ella estaban
colocados los asientos de mármol de los
«privilegiados», hoy en día «abonados», cuyos
nombres han llegado hasta nosotros. Por encima
estaban las tres series de gradas o maeniana. La
primera estaba separada del podium y de la
segunda por el doble cinturón de pracinctiones,
corredores circulares dispuestos a la misma altura
y bordeados por pequeños muros. Cada sección de
gradas estaba dividida por pasillos en rampa que
«vomitaban» oleadas de espectadores, de ahí su
nombre de vomitoria. La primera zona de gradas
tenía veinte filas y la segunda quince. Entre la
segunda y la tercera se interponía un muro de 5
metros de altura abierto por puertas y
ventanas. Bajo la terraza que lo unía con la
muralla exterior se sentaban las mujeres y sobre
ella se colocaban, de pie, los visitantes de paso
por la ciudad y los esclavos, a los que no se les
entregaban «tarjetas» de entrada o tessera y por
tanto no podían conseguir un asiento en las gradas.

A pesar de que los Regionarios estiman en 87.000


el número de loca del Coliseo, nosotros
calculamos que las loca de las gradas serían unas
45.000 y 5.000 las localidades para el público que
permanecía de pie; y, sin embargo, aún podemos
distinguir en su arquitectura los ingeniosos
métodos para favorecer la entrada y la salida de
toda esta multitud. De las setenta arcadas que tenía
el anfiteatro, cuatro de ellas, situadas en la
prolongación de los ejes, estaban prohibidas al
público y carecían de señal alguna. Las otras
estaban numeradas de la I a la LXVI. En el
momento de entrar, cada uno de los invitados del
magistrado o del príncipe no tenía más que
dirigirse hacia la puerta cuyo número figuraba
en su «tessera» y después hacia el maenianum, el
pasillo cuya indicación también se especificaba.
Entre la cavea y el muro exterior, dos muros
concéntricos situados en la planta baja separaban
la doble columnata y en los demás pisos había
una galería cuya utilidad era múltiple, ya que
servía de soporte para la cavea, daban acceso a
las escaleras que conducían a los vomitoria,
ofrecían a la multitud la posibilidad de
pasear bajo techado antes del espectáculo y
durante los entreactos servían de refugio contra el
sol o la lluvia. De todas las localidades las
mejores eran, evidentemente, las situadas en
el nivel del podium en los dos extremos del eje
menor: el palco del emperador y de la familia
imperial al norte y el del pretor y los magistrados
al sur. Pero podemos afirmar que incluso los
pullati, es decir, la gente pobre, burdamente
vestida con tejidos marrones, que se abría paso a
codazos hasta el «gallinero» situado en la terraza
superior, podían seguir perfectamente las
peripecias de los dramas mortales que
se desarrollaban en la arena.

Esta, con sus dos ejes de 86 por 54 metros, tenía


una superficie de 36 áreas y estaba rodeada por
una alambrada metálica, situada a cuatro metros
del basamento del podium, que servía para
defender al público de las embestidas de
los animales salvajes que saltaban a la arena.
Estos estaban enjaulados en el subsuelo del
anfiteatro mientras los gladiadores hacían su
entrada por una de las arcadas del eje mayor del
edificio. En efecto, el subsuelo del anfiteatro
albergaba las conducciones que en el año 80
permitieron inundar la arena en un abrir y cerrar
de ojos y transformarlo en una naumaquia, y
además en él se había construido, seguramente en
los tiempos de la edificación de la naumachia
Vaticana por Trajano, no sólo jaulas de obra
donde se guardaba a las fieras hasta que salían a la
arena, sino todo un sistema de planos inclinados y
montacargas por los que podían salir con rapidez y
ser elevados sin pérdida de tiempo.
Ciertamente, tenemos que inclinarnos ante los
arquitectos Flavios que, tras drenar el stagnum
Neronis, supieron levantar en su lugar un
monumento colosal y perfecto, en el que
destacan tanto sus detalles como su orden
arquitectónico o su ingeniosa técnica, cuya solidez
ha desafiado a los siglos para hacer que sintamos
la exaltación o incluso la plenitud que sentimos en
San Pedro de Roma, cuyo enorme poder
parece aplastarnos, un arte seguro de sí mismo por
las infalibles proporciones en que basa su
equilibrio y su armonía. Pero para que este
sentimiento de admiración que experimentamos al
contemplarlo no se diluya, no es preciso olvidar
los fines brutales a los que sirvió y los
espectáculos de inhumana crueldad para los que
los arquitectos imperiales de la antigüedad
crearon esta obra maestra.

En los tiempos del Imperio la organización de los


sanguinarios espectáculos era absolutamente
perfecta 106. En los municipios de provincias y en
las ciudades los magistrados que anualmente
debían cumplir con la obligación de los muñera
recurrían a intermediarios especializados para
cumplir con su deber: los lanistae. Estos
desacreditados negociantes, cuyo oficio, tanto en
los textos de los juristas como en los de los
literatos, está considerado tan infame como el de
los proxenetas o lenones, a decir verdad eran los
intermediarios de la muerte. El lanista se mueve
entre duoviros y ediles que buscan luchadores para
unos combates donde de ordinario mueren la mitad
y, cuando surge una buena ocasión, vende a
cualquiera de los miembros de su familia
gladiatoria, familia que mantienen y gobiernan
bajo una disciplina carcelaria, formada por
esclavos, pobres diablos famélicos y algunos hijos
de familias arruinadas que, al menos, están seguros
de comer en las «escuelas de entrenamiento» o
ludi gladiatorii; seducidos por las recompensas y
el dinero que les podían aportar las inciertas
victorias, por supuesto descontando la prima que
el lanista habría de entregarles cuando el contrato
expirara, si es que continuaban vivos. A él
le alquilaban cínicamente sus cuerpos y sus vidas,
a él entregaban todos sus derechos (auctorati) y al
oír una orden debían estar dispuestos a ir al
matadero sin pestañear. Por el contrario, en Roma
no había lanistae. La profesión desapareció al ser
confiscada por el príncipe, quien la ejercía
a través de sus procuradores. Estos funcionarios
tenían a su disposición edificios oficiales, como la
caserna del ludus magnus, edificada
probablemente por Claudio, o la del ludus
matutinus, construida por Domiciano, ambas en la
vía Labicana; además el emperador contaba con
los rebaños de animales salvajes y las
extraordinarias fieras que le enviaban las
provincias sometidas, los reyes subyugados y hasta
los potentados de la India, animales que llenaban
su zoológico o vivarum situado a las afueras de la
ciudad, cerca de la puerta Prenestina; y por último
contaba con los efectivos humanos, un auténtico
ejército de combatientes reclutados entre los
prisioneros de guerra y los condenados a la pena
capital.

Los gladiadores que componían este ejército se


dividían en instructores y alumnos, y tras observar
sus distintas aptitudes físicas, se destinaban a
cualquiera de los diferentes «cuerpos»: los
samnitas, que llevaban escudo (scutum) y espada
(spatha); los traeces, protegidos por una rodela
(parma) y armados con un puñal (sica); los
murmillones, provistos de un casco que
representaba un pez marino, y los re-tiarii, que
solían enfrentarse a los anteriores con la red y
el tridente. A excepción de los sportulae,
inventados por el desequilibrado cerebro de
Claudio, que consistían en intensas peleas de
grupo de una escalofriante brevedad y en las
que en varias horas morían numerosos
combatientes, los muñera habitualmente duraban
lo mismo que los juegos, es decir, comenzaban al
alba y terminaban con el crepúsculo, exceptuando
los muñera de los tiempos de Domiciano, que
solían alargarse hasta la noche. Así pues, era
importante que fueran variados y por ello los
gladiadores se veían obligados a luchar tanto en el
agua de las naumaquias como sobre la tierra firme
de la arena; lo mismo tenían que medirse
con fieras salvajes, espectáculo que llamaban
cacerías o venatio-nes, que pelear entre sí, o lo
que es lo mismo, prestarse a los duelos de la
«hoplomachia».

Los autores y los propios monumentos nos indican


varias clases de venationes. Las había
inofensivas, que consistían en representaciones de
fieras amaestradas y de animales domesticados,
perfectas para romper la monotonía de
las carnicerías humanas, o inverosímiles números
de circo que Plinio el Viejo y Marcial recuerdan
con divertido estupor: panteras que tiraban
dócilmente de la biga a la que habían sido
enganchadas; leones que llevaban en sus fauces a
la liebre viva que habían atrapado; tigres que
lamían la mano del domador que les daba
latigazos; elefantes que se arrodillaban gravemente
ante el palco imperial o que escribían en la arena
con la trompa frases latinas. También había duelos
a muerte entre fieras salvajes: oso contra búfalo,
búfalo contra elefante o elefante contra
rinoceronte. Las había repugnantes, en las que los
hombres, protegidos tras unas rejas o a la altura
del palco imperial, como más tarde Cómodo,
disparaban sus flechas contra las fieras que rugían
de furioso dolor y anegaban la arena con la sangre
de su vil matanza. Las había emocionantes, a
menudo embellecidas con un decorado silvestre
dispuesto en la arena que ennoblecía el valor y la
destreza de los gladiadores, en las que
realmente arriesgaban su vida luchando contra
toros, osos, panteras, leones, leopardos y tigres.
Pero también los había que salían rodeados por
una jauría de perros y armados con
antorchas encendidas y venablos, arcos, lanzas y
puñales, de modo que no corrían más peligro que
el que corría el emperador, por ejemplo Adriano,
en las pequeñas batallas que representaban sus
cacerías. Solamente ponían un grano de honor en
su batalla cuando, venciendo el peligro con
audacia, sometían a un oso a puñetazos, cuando
cegaban a un león con el manto, cuando, con un
gesto que después harían los toreros, llamaban a
un toro agitando una tela roja y prolongaban
la emoción del peligro eludiéndolo con la
habilidad de sus fintas y la rapidez de su carrera,
cuando para ponerse fuera del alcance de una fiera
escalaban un muro, saltaban con pértiga, se
deslizaban por una de aquellas puertas de
molinete (cochleae) preparadas antes en la arena o
se deslizaban a toda prisa en un cesto redondo y
provisto de pinchos que les hacía parecer erizos
(ericius). Esta venatio con la que el príncipe
gratificaba generosamente al pueblo a mediodía,
para rematar los muñera 107, no era más que una
imagen apenas aumentada de la dura realidad de la
caza antigua; incluso a veces la caballería del
pretorado intervenía haciendo aquellas elegantes y
patéticas corridas como si se tratara de
grandes maniobras. Lo que realmente nos indigna
de ellas es la cantidad de víctimas, el baño de
sangre donde las fieras flotaban a puñados: 5.000
en los muñera del año 80 con los que Tito
inauguró el Coliseo 108; 2.246 y 2.243 en sólo dos
muñera de Trajano 109. Pero estas carnicerías que
nos dan náuseas y que a finales del siglo III de
nuestra era también repugnaban a los mismos
romanos no, respondían a una necesidad. Gracias a
estas matanzas los Césares purgaron a sus
provincias del terror de los monstruos, gracias a
ellos en el siglo IV ya no quedaban hipopótamos
en Nubia, leones en Mesopotamia, tigres en
Hyrcania ni elefantes en Africa del Norte. Con las
venationes del anfiteatro, el Imperio romano
realizó en todo su ámbito los trabajos de Hércules.
Lo único es que también los deshonró con todas
las variedades de la hoplomachia y con una
venatio que no sabríamos decir si era más cruel
que cobarde.

La hoplomachia era en sí el combate de los


gladiadores. A veces el enfrentamiento era
simulado, con armas preparadas como en nuestros
torneos de esgrima, y entonces se llamaba prolusio
o lusio, según preludiara el combate real o
acaparara toda la sesión de muñera. Pero, de
cualquier modo, esto sólo era el aperitivo del
munus, una serie interminable de duelos de una
pareja o duelos simultáneos en los que las armas
no estaban preparadas ni se amortiguaban los
golpes, en los que cada gladiador sólo buscaba
para librarse de la muerte intentar golpear a su
adversario. La víspera del torneo, los
combatientes que iban a luchar se reunían en
un abundante banquete que para muchos sería el
último. El público podía asistir a la cena libera y
numerosos curiosos pululaban alrededor de las
mesas con una malsana alegría. Entre los
gladiadores, unos se mostraban embrutecidos y
fatalistas, abandonados al discurrir del tiempo y a
la glotonería, y otros, deseosos de mejorar sus
aptitudes cuidando su salud, se resistían a la
tentación de la buena comida y moderaban su
apetito. Los más miserables, presintiendo su fin
inminente y con la garganta y el vientre
paralizados por el miedo, se lamentaban en lugar
de comer y beber, hacían recomendaciones a los
visitantes sobre sus familias y redactaban su
testamento m. Al día siguiente el munus comenzaba
con un desfile. Los gladiadores, conducidos en un
carro desde el ludus magnus hasta el Coliseo,
saltaban a tierra al llegar al anfiteatro y daban la
vuelta a la arena en actitud militar, vestidos con
clámides teñidas de púrpura y bordadas en oro.
Marchaban con el paso desenvuelto y las manos
libres, seguidos por los esclavos que llevaban sus
armas; y, cuando llegaban frente al palco imperial,
se volvían hacia el príncipe y, con el brazo alzado
hacia él en señal de homenaje, le dirigían la
patética y real exclamación: «¡Ave, Emperador,
los que van a morir te saludan!» (Ave, Imperator,
morituri te sa-lutant!) 112 Cuando el desfile
terminaba, entonces se procedía al examen de las
armas, la probatio armorum, a fin de que fuesen
retiradas aquéllas cuyo filo o punta no estuviesen
suficientemente afilados y así la funesta tarea
pudiera llevarse a cabo hasta el final. Cuando las
armas habían sido seleccionadas y repartidas, se
hacía el sorteo de las parejas de luchadores,
después de haberse decidido si se
enfrentarían gladiadores de la misma categoría o,
por el contrario, de distintos cuerpos, un samnita y
un traex, un murmillo y un re-tiarius, o para
engrandecer el espectáculo, se recurría a extrañas
combinaciones o a selecciones contrarias como
negro contra negro, como en el munus en el que
Nerón rindió honores al rey de Armenia, Tiridates,
o enano contra mujer, como en el munus que en el
año 90 d. C. organizó Domicia-no.

Una vez previsto todo esto, se elevaba la


estridencia de la orquesta, o para ser exactos, una
música de «jazz» donde las flautas sonaran junto a
trompetas estridentes y las trompas junto al
órgano, y a una orden del presidente del munus,
los combates comenzaban amenizados por esta
cacofonía. Apenas la primera pareja de
gladiadores comenzaba a probarse, una fiebre
semejante a la que se apoderaba de la multitud en
las carreras llenaba el anfiteatro. Igual que en
el circo, los espectadores jadeaban de inquietud o
de esperanza, unos a favor de los «azules» y otros
de los «verdes», unos jaleaban a los parmularii,
los favoritos de Tito, y otros a los scutarii, por los
que se inclinaba Domiciano. Las apuestas o
sponsiones se hacían como en los ludí, y para que
el resultado no fuera falseado por un acuerdo
previo entre los luchadores, un instructor se
mantenía a su lado dispuesto a ordenar a los
lorarii o fustigadores a sus órdenes que excitaran
el ardor homicida de los gladiadores por medio de
innobles gritos asesinos: golpea (verbera), degolla
(iugula), quema (ure), y, si hacía falta avivar su
agresividad, azotándoles hasta hacerles sangre con
sus correas de cuero. A cada herida que se hacían
los gladiadores el público, que temblaba por sus
apuestas, reaccionaba con una enfermiza
pasión. Cuando aquél contra el que habían
apostado vacilaba, manifestaban sin ningún pudor
su degradante alegría y, de modo salvaje, iban
contando los golpes: lo tiene (habet), ya lo tiene
(hoc habet), y no expresaban la alegría por la
victoria de su favorito hasta que no veían a su
adversario derrumbarse por un golpe mortal.

En seguida, unos diligentes servidores vestidos de


Ca-ronte o de Hermes se aproximaban al gladiador
que yacía en la arena, se aseguraban con unos
mazazos en la frente de que estaba realmente
muerto y hacían una señal a los libiti-narii para
que se lo llevaran en parihuelas fuera de la arena y
trajeran de vuelta la espada ensangrentada. A
veces, a pesar del encarnizamiento del combate,
no había vtncedor; ambos luchadores eran tan
diestros que, o bien caían juntos, o permanecían
los dos en pie (stantes). Entonces el combate se
declaraba nulo y se pasaba a la pareja siguiente.
La mayoría de las veces el vencido no era
golpeado mortalmente, sino que sólo estaba herido
o aturdido; pero, como no se sentía capaz de
continuar la lucha, tiraba las armas, se tendía de
espaldas y levantaba la mano izquierda
implorando la gracia. En principio le correspondía
al vencedor concedérsela o negársela; conocemos
el epitafio de un gladiador muerto por un
adversario al que había perdonado la vida en otro
combate, que desde la tumba advertía a sus
sucesores del peligro de no seguir su feroz
consejo: «Que mi muerte os sirva de lección. ¡No
seáis clementes con el vencido, sea quien sea!»
(Moneo ut quis quem vicerit occidat!) 113
Pero, ante la presencia del emperador, el vencedor
le cedía su derecho y éste, en lugar de ejercerlo a
su antojo, la mayoría de las veces preguntaba a la
multitud. Cuando el vencido se había defendido
con valor, los espectadores agitaban
sus «pañuelos», levantaban el pulgar y gritaban:
mitte! (¡suéltalo!) Si el emperador condescendía,
levantaba también el pulgar y el vencido era
perdonado y abandonaba con vida la arena
(missus). Si, por el contrario, el público juzgaba
que el vencido merecía la muerte por su falta de
valor, bajaban el pulgar y gritaban: iugula!
(¡dególlalo!); ante lo cual, el emperador ordenaba
mediante el mismo gesto, pollice verso, que se
consumara el sacrificio del gladiador vencido, a
lo que la víctima sólo podía responder poniendo el
cuello para recibir el golpe de gracia del vencedor
m.

Al gladiador victorioso, al menos por esta


ocasión, se le recompensaba una vez finalizado el
combate. Se le obsequiaba con platos de plata
llenos de monedas de oro y preciados regalos, y
con los presentes en la mano, recorría la
arena bajo la aclamación de la cavea. A partir de
ese momento se hacía rico y se le colmaba de
honores. Por el poder que otorga la popularidad y
la riqueza, el gladiador esclavo, ciudadano
desposeído o condenado a muerte, pasaba a gozar
del mismo prestigio que los pantomimos o los
aurigas. Las mujeres caían rendidas a sus pies, tal
como nos muestran los graffiti de Roma y
Pompeya; el verdugo de la arena de pronto se
convertía en verdugo de corazones: decus,
puellarum, suspirium puellarum 11S. Pero ni su
fortuna ni su gloria le evitaban tener que exponer
su vida de nuevo. Normalmente tenía que volver a
la arena para defender su existencia y
su continuidad con nuevas victorias, ya que más
que luchar por las palmas del triunfo lo hacía por
obtener la vara de madera o ruáis que se le
concedía al final de su carrera y que significaba la
libertad. Los emperadores de la época en que
nos situamos tendían a acortar el tiempo de
«gladiatura» de los mejores luchadores. Marcial
alaba la generosidad del poderoso Domiciano,

O dulce invicti principis ingenium...

quien presenciando un combate en que ambos


gladiadores, a pesar de su valor, no conseguían
vencerse, detuvo la lucha, proclamó vencedores a
ambos contendientes y les entregó la ruáis de la
libertad con la palma de la victoria116.

De igual modo, si es exacta mi interpretación de


los Fastos de Ostia, Trajano demostró al pueblo
su magnanimidad cuando ordenó que a todos los
gladiadores que no hubieran sucumbido en sus
naumaquias y sus muñera del año 109 d. C. se les
concediera la libertad al final de los mismos; no
obstante, también es cierto que tenía 5.000
prisioneros de sus campañas de la Dacia con que
reorganizar sin problemas sus ejércitos de
gladiadores.

Estos rasgos de humanidad nos desconciertan tanto


o más que las indignas matanzas colectivas. Pero,
a pesar de éstos, era frecuente que muchos
gladiadores rechazaran la magnanimidad del
príncipe: estaban tan faltos de moral que preferían
seguir con su oficio de asesinos antes que
renunciar a la comodidad de la vida que llevaban
en las casernas, a la exaltación que les producía el
riesgo o a la embriaguez de la victoria.
Conocemos el epitafio de un gladiador llamado
Flamma que, después de conseguir 21 palmas de la
victoria, se volvió a alistar en cuatro ocasiones
más 117. Por otra parte, los muñera habían
alcanzado tal desarrollo que las liberaciones
masivas se hicieron necesarias para renovar el
espectáculo. Me limitaré a citar datos referentes al
reinado de Trajano. Sabemos por Dion Cassius
que en el año 107 d. C.’ Trajano divirtió a la
plebe con los combates de 10.000 gladiadores.
También hemos conocido por los Fastos de
Ostia que en el año 113 d. C. ofreció una sportula
en la que, durante tres días, desfilaron 1.202
parejas de gladiadores, y en el año 109 d. C. un
munus celebrado desde el 7 de julio al 1 de
noviembre, es decir, durante 117 días
consecutivos, período en el que combatieron 4.912
parejas de gladiadores, o lo que es lo mismo,
9.824 individuos. Por cierto que sea el número de
gladiadores a los que Trajano concedió en masa la
libertad, no podemos por menos que pensar con
una angustiosa desazón en la multitud de cadáveres
que alfombraron la arena durante todo este
derroche de enfrentamientos armados, en todos
aquellos vencidos a los que la muerte liberó de su
abominable oficio, cuyo número seguramente
no tuvo el valor de indicar el redactor de los
Fastos de Ostia. Cicerón afirmó que «no hay nada
que explique mejor el supremo desprecio por el
dolor y la muerte que un munus», y más tarde
Plinio el Joven escribirá que estas matanzas
eran «un medio esencial de conocer el poder
enaltecedor del valor, ya que muestran que el ansia
por la victoria y los deseos de gloria también
pueden anidar en el cuerpo de un esclavo o un
criminal» 118. Nosotros nos negamos a aceptar
estas férreas apologías y pensamos con angustia en
el grado de vileza de los espectadores y en los
terribles sufrimientos de las mutiladas o
moribundas víctimas. Los miles de romanos que,
durante días y desde la mañana a la noche,
encontraban un modo de diversión en estos crueles
sacrificios y no tenían una lágrima para aquellos
cuyo sacrificio multiplicaba sus ganancias
mientras ellos permanecían sentados sin riesgo
alguno, lo único que aprendieron en aquellos
espectáculos fue a despreciar la dignidad y la vida
humana.

¿Cuántas veces estos pretendidos combates no


ocultaron sórdidos asesinatos y despiadadas
ejecuciones?

En muchos municipios de provincias se conservó


hasta finales del siglo III la costumbre de realizar
muñera sine mis-sione, es decir, combates de
gladiadores en los que ninguno de los dos
contrincantes quedaba con vida. Apenas caía
uno de los luchadores salía otro en su lugar, el
tertiarius o suppositions, se enfrentaba al
vencedor y así sucesivamente hasta el total
exterminio 119. En Roma había espectáculos
que duraban todo el día, a cuyo programa se
añadían excepcionales atrocidades: la venatio de
la mañana y la hoplomachia de la primera hora de
la tarde, donde la muerte era inevitable y cualquier
signo de valor inútil. Los gladiatori meridia-ni
eran todos ladrones, asesinos o incendiarios a
quienes sus crímenes les estaban penados con la
muerte en el anfiteatro: morii ad gladium ludi
damnati. A todos ellos se les ajustaban las
cuentas en el descanso del mediodía. Séneca
nos describió esta ignominia: Se lanzaba a la arena
al lastimero pelotón de condenados. De entre
todos ellos se elegía una primera pareja compuesta
por un hombre armado y otro únicamente vestido
con la túnica. El primero debía matar al segundo, y
no cabe duda de que lo conseguía. Después
de esto, el vencedor era desarmado y conducido
ante otro hombre armado hasta los dientes, de
modo que la carnicería continuaba
inexorablemente hasta que la última cabeza rodaba
por la arena 120. La matanza matinal aún era más
espantosa. Cuando Augusto levantó una picota en
el foro para ejecutar al bandido Selouros y lanzó
sobre ella panteras y leopardos hambrientos, quizá
sin darse cuenta inventó el espectacular suplicio
que luego se generalizaría 121. Criminales de
ambos sexos y de cualquier edad a los que el juez,
por su real o supuesta perversidad y su humilde
condición, había condenado ad bestias, al alba
eran arrastrados a la arena en la que se soltaban
las fieras enjauladas en el susbsuelo del
anfiteatro. En esta venado, representada en un
bajorrelieve de Oxford, una terracota africana y un
mosaico tripolitano, no había cazadores o
venatores, sino presas para las bestias,
bestiarii, personas desarmadas ante feroces
animales 122. Es el tipo de sacrificio al que se
sometieron con heroísmo la virgen Blan-dina en el
anfiteatro de Lyon, Perpetua y Felicidad en el
de Cartago y tantos cristianos en el de Roma,
gentes anónimas o santificadas por la Iglesia. En
memoria de estos mártires hoy se levanta una cruz
en el centro del Coliseo, como silenciosa protesta
contra la barbarie a la cual sucumbieron los
cristianos antes de que el espectáculo quedara
abolido. No podemos mirar este símbolo en la
actualidad sin sentir un estremecimiento de horror
por las sombras invisibles que flotan a su
alrededor. Sería inútil recordar, para aliviar
estos asesinatos, que el momento elegido para
llevarlos a cabo era en la venado matinal, cuando
en el anfiteatro aún había muy pocos espectadores,
o a mediodía, cuando estaba vacío en sus tres
cuartas partes (dum vacabat arena) porque los
trabajadores aún no habían tenido tiempo para
acudir y los ociosos habían vuelto a sus casas a
tomar un bocado. Aunque este horario testimoniara
una especie de pudor y manifestara el pesar de
algunos romanos por la organización de unos
espectáculos de pesadilla, lo cierto es que entre
ellos había muchos aficionados que por nada del
mundo se perdían un divertimento que a nosotros
nos subleva y a ellos deleitaba. Antes que
perderse cualquiera de los números preferían,
como haría el emperador Claudio, entrar en el
anfiteatro al alba y olvidarse de comer a mediodía
123. Así pues, a pesar de todas las justificaciones
que seamos capaces de imaginar, la realidad es
que el pueblo romano es culpable de haber gozado
públicamente con aquellas ejecuciones capitales y,
por ello, de haber hecho con harta frecuencia del
Coliseo un demencial escenario de suplicios y un
sangriento matadero.

Tímidas reacciones y supresión tardía

Hay que reconocer que también hubo romanos que


se horrorizaron ante el avance de esta enfermedad
contagiosa y se esforzaron por atajarla o atenuar su
virulencia.

Augusto, por ejemplo, quiso imitar el lejano


precedente de los generales filhelénicos del siglo
II a. C. y reemprender las episódicas tentativas de
Sila, Pompeyo y César, intentando aclimatar a
Roma los juegos griegos, en los que la
lucha, concebida como un deporte, servía para
fortalecer el cuerpo en lugar de aniquilarlo y en
cuyos programas había espacio para las artes
espirituales. En el año 28 a. C., para conmemorar
su victoria sobre Antonio y Cleopatra y dar
gracias a Apolo, fundó los Actiaca, juegos que
cada cuatro años debían celebrarse en Actium y en
Roma. Sin embargo, los Actiaca de la Urbs ya
habían desaparecido en el año 16 d. C. 124, Nerón
se propuso resucitarlos con la institución de los
Neronia, juegos también periódicos, que
comprendían tanto pruebas de resistencia física
como concursos de poesía y canto. Los senadores
se negaron a participar en los primeros; en los
segundos nadie se atrevió a disputarle la
victoria al emperador, quien se creía un artista sin
rival. Pero, a pesar de la augusta iniciativa, los
Neronia pronto cayeron en desuso; hubo que
esperar a Domiciano para que los romanos
tuvieran un ciclo duradero de juegos al estilo
griego. En el año 86 d. C. este emperador instituyó
el Agon Capitolinas cuyos premios, concedidos
por su real persona, recompensaban tanto las
carreras como la elocuencia, el combate como la
poesía latina, el lanzamiento de disco como la
poesía griega y el arte de lanzar la jabalina como
el de la música. Para los deportes construyó un
estadio especial, el Circus agonalis, bajo el
emplazamiento donde hoy está ubicada la Piazza
Navona, y para las actividades artísticas creó
el Odeón, cuyas ruinas descansan bajo el palacio
Taverna, en el Monte Giordano. Los juegos
griegos, gracias a la magnanimidad del emperador,
conocieron en este tiempo un auge efímero, auge
que cantó Marcial en sus composiciones. Pero, a
pesar de que sobrevivieron a Domiciano, ya que
Juliano el Apóstata, según testimonio de los
juristas, también les concedió toda su atención 125,
los juegos griegos no pudieron competir
seriamente con los muñera. En primer lugar, el
Agon Capitolinus sólo se celebraba cada cuatro
años; además, Domiciano los había pensado para
un público reducido, ya que el Odeón no contaba
más que con 10.600 loca y el Circus agonalis con
30.088, es decir, 5.000 y 15.000 butacas, cifra
inferior evidentemente a la del
amphitheatrum Flavium 126.

Por otra parte, no tenemos más remedio que


aceptar que nunca fueron demasiado populares.
Frente a un espectáculo como el del Coliseo, la
multitud los desdeñaba como si se tratara de un
cuadro sin relieve ni color. Tampoco gozaban de
una opinión favorable entre los romanos
privilegiados, quienes veían en ellos una
degeneración extranjera infectada de nudismo e
inmoralidad. No son sólo Marcial o Juvenal, a
pesar de tener fama de aduladores de cortesanos,
quienes ridiculizan a los hombres y damas que se
entrenaban para competir en ellos. También Plinio
el Joven los criticaba en tiempos de Trajano, ya
que aplaudió la decisión del Senado de prohibir
los escandalosos juegos griegos en la Vienna lug-
dunesa y cita complacido la indignada
exclamación de su colega Iunius Mauricius:
«¡Ojalá se prohibieran también en Roma!» 127
Entre la armonía de los juegos griegos y la
brutalidad de los combates de gladiadores debió
de existir una irreductible incompatibilidad. De
hecho, mientras que imitando a Roma la mayoría
de las provincias romanas habían construido sus
anfiteatros, ya que se han hallado en el sur de
Argelia, en el Eufrates y, exceptuando Attica, en
casi toda Grecia, lo que demuestra una vez más el
entusiasmo general por estos espectáculos, los
juegos griegos tuvieron que refugiarse en Nápoles
y Pozzuoli 128, ya que en Roma habían sido
aplastados por los muñera. En realidad, el munus
parecía tan imposible de erradicar que los mejores
emperadores tuvieron que limitarse a
humanizarlos. Adriano prohibió incorporar un solo
esclavo a las familias gladiatoriae sin su
consentimiento; Tito, Trajano y Marco Aurelio
hicieron lo posible para hacer cada vez más
extenso el tiempo de la lusio, es decir, del
simulacro de munus, quitándole de este modo
tiempo al munus real. Tito, aficionado a estos
combates donde la sangre no se derramaba, no
vaciló en pagar de sus arcas las lusiones de Reata,
su patria. Según los Fastos de Ostia, Trajano
inauguró el 30 de marzo del año 108 una lusio que
duró trece días consecutivos y contó con 350
parejas de gladiadores. Marco Aurelio, fiel a la
ideología filantrópica que le dictaba su
estoicismo, se las ingenió para reducir fuera de la
Urbs el presupuesto de los muñera y con ello
disminuir la frecuencia de las representaciones;
pero en las ocasiones en que se vio obligado a
ofrecérselos a la plebe, sistemática y
deliberadamente sustituyó el munus por la lusio.
Sin embargo, en esta dura batalla contra unos
espectáculos donde, según palabras de Séneca, el
hombre se alimentaba de la sangre del hombre
(iuvat humano sanguine frui) 129, la filosofía fue
la menos afortunada. Después de la muerte de
Marco Aurelio, con su hijo Cómodo, quien
ambicionaba la gloria de los gladiadores, los
romanos no sólo abandonaron las lusiones, sino
que desertaron de la escena y se volcaron en el
anfiteatro. A partir del siglo II de nuestra era
vemos cómo en las provincias del Imperio,
especialmente en la Galia y en Macedonia, los
arquitectos modificaban la estructura de los teatros
para que pudieran servir a los propósitos de la
hoplomachia y las venationes 130. En Roma, la
representación de los dramas negros comenzó a
hacerse en la arena; fue en el Coliseo donde se
representaron los mimos más terroríficos 131: no
sólo el Laureolus, cuyo protagonista se
sacrificaba en la realidad para mayor divertimento
del público, sino el Mucius Scaevola, en el que el
personaje debía meter la mano en las brasas de
una hoguera, o La muerte de Hércules, cuyo héroe
al final se retorcía en las llamas. Puesto que en el
anfiteatro se podían ahora representar las obras
dramáticas, no había motivo alguno
para preocuparse por la restauración de los teatros
ruinosos. Así, en el reinado de Alejandro Severo
(235 d. C.), el teatro de Marcellus fue finalmente
abandonado 132.

Se podía decir que los muñera eran eternos y que


nada lograría detener su invasora expansión. Pero
donde el estoicismo había fracasado una nueva
religión triunfaría. Conquistados por la doctrina
del Evangelio, los romanos se sintieron
avergonzados por sus abyectos espectáculos y se
negaron a consentirlos por más tiempo. Si bien las
carreras del circo continuaron celebrándose, las
matanzas de la arena cesaron por la voluntad de
los emperadores convertidos al cristianismo. El 1
de octubre del año 326, Constantino ordenaba
conmutar por trabajos forzados (ad metalla) las
condenas ad bestias, logrando de este modo agotar
la principal fuente de la «gladiatura». A finales del
siglo IV en Oriente ya habían desaparecido estos
espectáculos. En el año 404, un edicto de Honorio
suprimía los combates de gladiadores en
Occidente. Así fue como la cristiandad romana
terminó con los crímenes de lesa humanidad con
que los Césares del paganismo y sus anfiteatros
habían mancillado el Imperio.

CAPÍTULO IX
EL PASEO, EL BAÑO Y LA CENA

LOS romanos-gozaban de otras muchas


diversiones con que llenar las tardes de aquellos
días en que los príncipes o los magistrados no
convocaban espectáculos. El callejeo, el juego, el
ejercicio y el baño eran actividades que sin darse
cuenta les llevaban a la hora de la cena y al
descanso posterior.

Callejeo, juegos y placeres

Es cierto que el bullicio de las calles de la Roma


imperial no invitaba precisamente a pasear. El
transeúnte se topaba con los puestos !, chocaba con
otros peatones, los jinetes le salpicaban de barro,
le acosaban los mendigos sentados en las cuestas,
bajo las arcadas o sobre los puentes 2 y le
magullaban los militares, quienes orgullosos de su
uniforme, parecían asolar todo lo que encontraban
en su camino y hundían los clavos de sus botas en
los pies del civil lo bastante temerario como para
no cederle el paso 3 . Pero, antes que un engorro,
la visión de este incesante y abigarrado
trasiego para el romano constituía un placer. La
marea en la que iba inmerso el paseante arrastraba
en sí a todas las naciones del mundo conocido:
«campesinos tracios y sármatas que se alimentaban
de sangre de caballo», egipcios que se habían
bañado en las aguas del Nilo y «exóticos
habitantes de Cilicia que se rociaban con azafrán,
árabes, sicambros y negros etíopes» 4. Toda esta
multitud, aunque no tuviera nada que vender,
seducía con su labia y llamaba la atención, unos
mediante su destreza para construir torres y otros,
como los encantadores de serpientes, mediante su
habilidad 5. Además, al estar vigente la
prohibición del tránsito de carros, el hecho de
tener que caminar le brindaba la oportunidad de
disfrutar sin peligro con todo este maremágnum.
No obstante, el romano podía pasear a lomos de su
propia muía o la que amablemente le había
prestado un amigo, o bien alquilar por unos
denarios una al mulero númida que se encargaba
de llevar las bridas 6; también podía arrellanarse
cómodamente en el interior de una litera (lectica)
cubierta con «lámina especular», por la que podía
ver y no ser visto, abriéndose paso entre la
multitud a hombros de seis u ocho esclavos
sirios; otro modo de pasear era salir en la silla
portátil (sella) que las matronas utilizaban para ir
de visita y en la que era posible leer o escribir en
marcha 7; y, por último, había quienes se
encontraban con un carretón de mano
(chiramaxium) semejante al que Trimalción había
regalado a su favorito 8. Pero para escapar del
barullo callejero los romanos no tenían más que
dirigirse a las zonas tranquilas o «paseos» de la
ciudad: los foros y sus basílicas, a partir de que
las audiencias judiciales desaparecieran de ellas;
los jardines de los emperadores que éstos ponían a
disposición del público, si bien todos no llegaban
a ceder su propiedad como hiciera César, para que
todos pudieran deleitarse cuando en primavera
«Flora perfumaba el aire y colgaba en
guirnaldas de rosas la gloria púrpura de los
campos de Paestrum» 9; la explanada del Campo
de Marte, con sus cercados de mármol (Saepta
Iulia), sus zonas sagradas y sus pórticos, abrigos
contra el sol, asilos contra la lluvia y en toda
estación, como dijo Séneca, delicia del más
inmundo de los desocupados: cum vilissimus
quisque in campo otium suum oblec-tet 10.

De estos pórticos aún se conserva la entrada del


que Augusto consagrara al nombre de su hermana
Octavia, que albergaba entre las columnas de
mármol el recinto de los templos gemelos de
Júpiter y Juno n, con una superficie de 118 metros
de longitud y 135 metros de profundidad. Pero
existían otros muchos al norte de este pórtico,
enumerados por Marcial al seguir el itinerario de
su personaje gorrón Selius cuando va en busca de
algún amigo que le invite a cenar: el pórtico de
Europa, el de los Argonautas, el de las Cien
Columnas, con su avenida de plátanos, o el de
Pompeyo, rodeado de bosquecillos u. Estos
monumentos no sólo brindaban en sus recintos
lugares agradables por la vegetación y las
sombras, sino que también estaban llenos de obras
de arte, como los frescos que adornan algunos de
sus muros de fondo o las estatuas que decoraban
las columnatas y los patios interiores. Solamente
en el pórtico de Octavia, según testimonio del
Plinio el Viejo, se encontraban un gran número de
obras ejecutadas por Pasiteles y su alumno
Dionisio, el grupo escultórico de Alejandro y sus
generales en la batalla del Gránico realizado por
Lisipo, una Venus de Fi-dias, una Venus de
Praxiteles y el Amor que este mismo escultor
realizara para la ciudad de Thespiae 13.

Al parecer, el callejeo del pueblo-rey estaba


alentado por un prodigioso botín circundante. Sin
embargo, aunque hubiera algunos romanos que se
detuvieran a contemplar estas obras, la mayoría de
ellos las miraba como se observa a objetos
familiares. Marcial nos cuenta una anécdota que
apoya nuestra opinión. Una osa de bronce, situada
en medio de otras esculturas de animales del
pórtico de las Cien Columnas, servía de
entretenimiento a los paseantes. Un día que el
jovencito Hylas se divertía midiéndose con este
animal como si hubiese estado vivo,«metió en la
boca del oso su delicada mano. Pero una víbora
perversa se había enroscado en el interior del
bronce y en ella respiraba un alma más feroz que
la del inmenso oso. El niño no se dio cuenta
hasta que fue demasiado tarde y, cuando sintió el
dolor de la picadura, ya estaba expirando» 14. Esta
es la anécdota de unos chiquillos, pero veremos
que no sólo ellos jugaban en los pórticos, jardines,
foros y basílicas.

Los romanos ociosos paseaban o charlaban en


corrillos a la sombra de sus columnatas. Los días
de feria en los Saep-ta lulia deambulaban sin
prisas observando los objetos a la venta y
regateando los precios 15. Todos preguntaban
con avidez por las últimas novedades y en todas
partes encontraban charlatanes dispuestos a saciar
su curiosidad. Así, el Philomusus que Marcial nos
describió, se inventa sobre la marcha los secretos
que cuenta a quienes quieren escucharle: las
últimas deliberaciones del «Rey de Reyes» en el
palacio de Alsacia, los más recientes movimientos
de tropas en el Rin, las últimas noticias del
concurso capitolino... 16 Pero como no hay
conversación que a la larga no languidezca,
al final aparecían los juegos.

Todos los romanos coincidían en su pasión por el


juego. En todas las épocas habían estado poseídos
por ella, si bien nunca de un modo tan tiránico.
Juvenal escribe en el siglo II de nuestra era: «No
es la bolsa lo que se pone sobre la mesa de juego,
es la caja de caudales lo que se arriesga.
¡Qué batallas tienen lugar ante el crupier!» El se
pregunta con tristeza: «¿Es sólo locura perder
100.000 sestercios (en una partida) y negar una
túnica al esclavo que tirita de frío?» 17
Para intentar frenar las consecuencias de esta
pasión los Césares intentaron mantener las
prohibiciones de la época republicana.
Exceptuando el período de las Saturnales, a juzgar
por los textos de Marcial 18 y por la pregunta que
más arriba se hace Juvenal, ya que suponemos que
el frío del que habla se refiere al tiempo de bruma
de finales de diciembre, época en que se
celebraban estas fiestas, los juegos de azar
estaban prohibidos en Roma bajo multa fijada en
el cuádruple de la cantidad apostada 19. Además,
una ley del Senado de fecha imprecisa,
confirmando las leyes Titia, Publicia y
Cornelia, ponía de nuevo en vigor la prohibición
que pesaba, exceptuando el período indicado,
sobre las apuestas (sponsiones), salvo aquéllas a
que daban lugar los ejercicios físicos 20. En el
capítulo precedente vimos la importancia que
tuvieron las apuestas en el desarrollo de los juegos
del circo y de los espectáculos del anfiteatro; pues
bien, aprovechando la brecha que esto abría en una
legislación aparentemente represiva, vamos a ver
cómo triunfan numerosos juegos y sponsiones en la
vida cotidiana romana.

Sin duda, era una imprudencia organizar en un


lugar público una partida de dados (aleae) o de
tabas (tali) 21, juego muy similar al nuestro en el
que el azar, y no la habilidad de los jugadores,
determinaba la fortuna o la ruina,
ambas agazapadas en el fondo del cubilete
(fritillus) o sobre la mesa de juego (alveus).
Creemos que tampoco habría estado mejor visto
que bajo los pórticos dos amigos tuviesen el
descaro de jugar a navia aut capita, es decir, a
cara o cruz, o a par impar, el juego que a Augusto
le gustaba compartir con los miembros de su
familia, entregándoles por ello 250 de-narios a
cada uno con el fin de que se volcaran en él sin
reservas ni pesar 22, y que consistía en una
monótona sucesión de apuestas a un número par o
impar de tabas, guijarros o nueces que los
jugadores escondían en la mano 23.

Pero había un juego derivado del par impar en el


que el azar podía corregirse mediante una rápida
mirada, unos buenos reflejos o un cálculo de
probabilidades y cierta astucia: la micatio, o lo
que nosotros llamamos la «morra», en la que dos
jugadores «levantan al mismo tiempo la mano
derecha y muestran un número de dedos, mientras
simultáneamente dicen en alto una cifra, hasta que
cualquiera de ellos acierta con el número exacto
de dedos que han mostrado entre los dos» 24. Pues
bien, la micatio se podía jugar a plena luz en la
Roma de los Antoninos. Se hizo tan popular que la
tradición latina, para indicar-el grado de honradez
de hombres como Cicerón, San Agustín, Petronio o
Frontón, utilizaban el refrán, «desgastado por el
uso», de que «con él se podía jugar a la micatio en
plena oscuridad»; quizá por ello la prefectura no
logró erradicarla del foro antes del siglo IV
25. Mientras que juegos como los duodecim

scripta, semejante a nuestras «tablas reales»,


estaban prohibidos por la ley porque el
movimiento de las fichas (calculi) dependía de los
números que salieran en los dados y las tabas, sin
embargo el latrunculi o ajedrez romano estaba
permitido, ya que el movimiento de sus peones
sólo dependía de la capacidad de observación y
habilidad de cada jugador. Al parecer, este juego
de múltiples combinaciones, en el que durante el
siglo I se instruyeron el estoico Julius Canus y el
consular Pisón 26 y que en tiempos de Marcial dio
excelentes jugadores 27 y profesores 28, también
fue un juego muy apreciado por el público, a
juzgar por la cantidad de aficionados que tuvo y de
curiosos a quienes gustaba comentar las jugadas.
Los aficionados al juego que estimaban que el
ajedrez era demasiado complicado y requería un
material muy embarazoso, un damero de sesenta
casillas y peones de color y formatos diferentes,
recurrían a los juegos de damas rudimentarios, los
tabulae lusoriae que improvisaban en cualquier
lugar haciendo unas rayas en el suelo o
grabándolas en las losas, como nos muestran
muchos de los graffiti hallados bajo las arcadas
de la basílica Iulia y en el foro.

Pero esto no es todo. Si bien son numerosos los


bajorrelieves que nos muestran a los niños jugando
a «nueces», juego que corresponde al nuestro
actual de las canicas y que era patrimonio de la
primera adolescencia romana, la costumbre de las
Saturnales de entregar a los mayores unos sa-
quitos de nueces como regalo nos hace pensar que
también ellos jugaban, en las plazas y bajo los
pórticos, a los juegos de bolas en que se lanza una
sobre un montón de ellas tratando de no
dispersarlas y de dejarla lo más próxima posible,
o bien hacer que entrara en el agujero ocasional o
hecho expresamente para jugar 29.

Éstas eran las distracciones permitidas entonces,


las inofensivas diversiones que hoy nos recuerdan
nuestros «juegos de bolas» y que antaño
permitieron que la febril atmósfera de la ciudad
imperial se renovara con una corriente de aire
fresco que parecía llegar de los más remotos
campos y de tiempos mucho más antiguos.
Desgraciadamente, es probable que con el tiempo
estos juegos perdieran gran parte de su inocencia y
que, prestándose a apuestas
clandestinas, contribuyeran a transgredir las
normas que preferentemente parecían respetar. En
cualquier caso, queda claro que a los ociosos les
bastaba dar un pequeño rodeo en su paseo
para satisfacer la pasión por el juego que el
emperador creía haber reducido al circo y al
anfiteatro. Las posadas (cauponae) y las tabernas,
popinae y thermopolia, a las que acudían los
paseantes para comprar o tomar en sus
mostradores cualquier bebida fría o caliente, a
menudo ocultaban en la trastienda un garito donde
todos los días del año, y no sólo en las Saturnales,
los romanos podían hacer sponsiones, tirar
los dados o volver a escuchar el sonido de las
tabas. La legislación imperial, que castigaba a los
aleatores (jugadores) como si se tratara de
ladrones 30, no controlaba sin embargo al
propietario de estos locales de juego; se limitaba a
negarle el derecho a demandar a cualquiera de los
clientes que, en el ardor de una partida o en la
desesperación de su mala suerte, la emprendía a
golpes contra él o el mobiliario de su
establecimiento con una violencia llena de culpa
31. Por ello, antes que tener prostitutas en su local,
lo que les estaba autorizado pero les creaba mala
fama 32, preferían acogerse a esta relativa
impunidad y montar seductoras partidas aunque
estuvieran prohibidas.

Conocemos la inscripción de Aesernia según la


cual un viajero, que se había hospedado en esta
localidad, se muestra conforme con las cuentas que
le hace su hospedera cuando le reclama los ocho
ases por los favores que la sirvienta le había
concedido durante la noche 33. También se podría
citar la popina recientemente descubierta en la Via
dell’Ab-bondanza en Pompeya, en la que un
tentador cartel anuncia a las tres doncellas
(asellae) fijas del establecimiento 34. Pero sería
ilusorio pensar que Roma no tuvo aquello de lo
que gozaron los municipios italianos 35. Tanto en
Roma como en cualquiera de las provincias del
Imperio, las cauponae, popinae o thermopolia
estaban consideradas como tugurios (ganeae); de
modo que, mientras los lupanares
permanecían cerrados hasta la «novena hora»
cumpliendo una ley que velaba por los jóvenes
deportistas 36, las tabernas romanas ofrecían sus
atracciones a cualquiera que quisiera entrar desde
la mañana a la noche. Es cierto que en la Roma
imperial los locales equívocos a los que nosotros
estamos habituados no tuvieron el alcance que hoy
tienen en las capitales contemporáneas; sin
embargo también hicieron sus estragos,
y protegidos por la policía de los ediles, tuvieron
siempre sus puertas abiertas para cualquier
paseante ocioso. Según testimonio de Séneca,
fueron muchos los libertinos que en lugar de tomar
el camino de la palestra, se dirigían a la taberna
y consumían allí sus improductivos días: cum illo
tempore vi-lissimus quisque... in popina lateat 37.

Las termas

Afortunadamente, el pueblo romano tuvo otras


actividades donde emplear su tiempo libre. Los
Césares construyeron numerosas termas y las
dotaron de todo tipo de entretenimientos. La
palabra terma viene del griego, pero la realidad
que representa, en la que se asocia el concepto de
la palestra, lugar donde se moldea el cuerpo, con
el del baño, donde se purifica, es específicamente
romana: es uno de los más hermosos regalos con
que el régimen imperial obsequió, no sólo al arte,
profundamente enriquecido con estos monumentos
cuya amplitud, proporciones y racionalidad hacen
que sintamos una profunda admiración ante sus
ruinosos vestigios, sino a la civilización para la
que se construyeron. Con ellos la higiene llegó a
las masas y a la vida cotidiana de la Urbs. En
aquel mágico decorado, el ejercicio físico y el
cuidado corporal se convirtieron en un placer
amado por todos y un modo de esparcimiento
accesible incluso para los más humildes 38.

A mediados del siglo III a. C., los romanos habían


copiado de los griegos la costumbre de hacer un
cuarto de baño en sus domus de la ciudad o en las
villas del campo. Pero este lujo sólo se lo podían
permitir los más privilegiados. Por otra parte, la
austeridad republicana, que llevó a Catón
el censor a no bañarse nunca en presencia de su
hijo, era un impedimento para la extensión de estos
hábitos fuera del círculo familiar. Sin embargo,
con el tiempo el gusto por la higiene se hizo más
fuerte que el pudor. A lo largo del siglo II a. C. en
Roma fueron creándose algunos baños
públicos, naturalmente separando ambos sexos;
también entonces se estableció la distinción entre
balneae, palabra femenina que designa los baños
públicos, y balnea, que designa los
baños privados 39. Hubo romanos generosos que
construyeron baños públicos en sus barrios. Otros,
auténticos negociantes, los edificaron para tener
unos ingresos con lo que sacaban de las entradas.
En el 33 a. C. Agripa ordenó que se censaran los
baños públicos: había 170; en adelante esta cifra
no dejaría de aumentar. Plinio el Viejo cree que
son demasiados para contarlos 40. Algunos años
más tarde se calculan en un millar 41. El canon
impuesto por los propietarios, o por los
recaudadores encargados de cobrarlo, quienes se
llevaban una comisión, era ínfimo y siguió
siéndolo: un quadrans o un cuarto de as 42, canon
que los niños no pagaban 43. En el 33 a. C.,
Agripa, a quien en su calidad de edil le
correspondía la vigilancia de los baños públicos,
el mantenimiento de su sistema, el control de la
limpieza y la supervisión de los vigilantes 44,
quiso que su magistratura estuviera marcada por su
sensacional liberalismo. Se hizo cargo del pago
de todas las entradas, lo que equivalió a la
gratuidad de los baños públicos en la Urbs durante
todo el año que duró su cargo edilicio 45, y poco
después fundó las termas que llevan su nombre y
cuya gratuidad fue perpetua 46. Éste fue el
comienzo de una revolución que, basada en el
carácter tutelar del estado imperial hacia las
masas, transformó la historia de la arquitectura y
la de las costumbres, revolución que cobraría todo
su apogeo según proliferaban estas construcciones
en los sucesivos reinados ante el aumento
progresivo de la población.

Después de las Termas de Agripa, se construyeron


en el Campo de Marte las Termas de Nerón 47.
Más tarde Tito levantó las suyas en los flancos de
la antigua Casa Dorada, dotándolas de un pórtico
exterior situado frente al Coliseo, muchas de cuyas
pilastras de ladrillo todavía subsisten. Algún
tiempo después Trajano construyó en el Aventino
unas termas en memoria de su amigo Licinius Sura;
y al nordeste de las termas de Tito, sobre los
restos de la Casa Dorada, destruida por un
incendio en el año 104, edificó las termas que
llevaron su nombre y que inauguró el mismo día
que su acueducto, el 22 de junio del año 109 48. A
partir de entonces se construyeron otras: las que
conocemos como Termas de Caracalla, pero que
deberían llamarse Termas de An-tonino, ya que
Septimio Severo puso sus cimientos en el 206 de
nuestra era, en el 216 fueron inauguradas
prematuramente por su hijo Antonino Caracalla y
se terminaron con el último Antonino de la
dinastía, Alejandro Severo, entre los años 222 y
235; las Termas de Diocleciano, ubicadas en
donde en la actualidad se halla el Museo Nacional
romano, la iglesia Santa María de los Angeles y el
oratorio de San Bernardo, cuya gigante exedra aún
puede adivinarse en la forma de la plaza que lleva
su nombre; finalmente, las Termas de Constantino,
construidas en el Quirinal en el siglo IV de nuestra
era. Las mejores conservadas son las de
Diocleciano, con trece hectáreas, y sobre todo las
de Caracalla, con más de once hectáreas, una de
las maravillas de la Roma antigua, cuyas desnudas
y grandiosas naves dejan en el alma del visitante
más insensible una impresión indeleble.
Ambas exceden el marco cronológico en el que
intentamos centrarnos, pero los restos hallados de
las termas de Trajano nos permiten conocer las
líneas generales y comprobar que coinciden con
las de las termas de Caracalla 49. Entre éstas
y aquéllas apenas encontramos una diferencia de
escala, es decir, las termas de Caracalla
representan una imagen aumentada de las de
Trajano. De este modo podemos establecer con
toda seguridad la disposición típica de estos
conjuntos monumentales que tanto entusiasmaban a
Marcial y darnos cuenta de las innovaciones que
fueron realizándose en ellos.

En efecto, las termas no eran únicamente edificios


donde había múltiples variedades de baños: el
baño de vapor y el baño propiamente dicho, el frío
y el caliente, las piscinas y las bañeras. Además,
en el enorme cuadrilátero formado por los pórticos
siempre animados por la clientela de sus
innumerables tiendas, había jardines y paseos,
estadios y salones de reposo, sala de gimnasia y
de masaje e, incluso, bibliotecas y museos. Las
termas ofrecían a los romanos la posibilidad de
tener al alcance todo lo que puede hacer la
vida bella y feliz.

En el centro de estos conjuntos monumentales se


levantaba el edificio de los baños. Ningún balnea
podía rivalizar con ellos, ni por el volumen de
agua que les suministraban los acueductos y que se
almacenaba en unos depósitos que, en las termas
de Caracalla, ocupaban los dos tercios del ala sur,
con 64 cámaras abovedadas; ni por la compleja
precisión del sistema de calderas, hipocausos e
hipocaustos (rematados o no por tuberías que
ascendían por el interior de los muros huecos)
mediante los cuales se distribuía y se dosificaba el
calor en las salas según fuera la necesidad de
cada una de ellas. Próximos a la entrada estaban
situados los vestuarios: apodyteria. A
continuación estaba el tepidarium, habitación
ancha y abovedada de tibia temperatura que se
interponía entre el frigidarium, al norte, y el
caldarium, al sur. En el frigidarium, sin duda
demasiado amplio para ser cubierto, estaba la
piscina. El caldarium, precedido por
unas habitaciones (sudatoria, lacónica) con
temperaturas semejantes a las de los baños turcos,
formaban una rotonda iluminada por el sol del
mediodía y de la tarde y estaba caldeado por los
vapores que circulaban entre los suspensurae
situados bajo el suelo. A su alrededor había salas
donde los que lo preferían podían bañarse en
solitario, y en su mismo centro había un pilón
gigante de bronce cuya agua se mantenía siempre a
la temperatura precisa gracias a una caldera
situada justo debajo de ella, en el centro del
hipocausto que generaba el calor a toda la
habitación. Todo este edificio estaba flanqueado
por palestras o scholae donde los romanos, ya
desnudos, podían practicar sus deportes favoritos.
A su vez, este conjunto arquitectónico estaba
rodeado por una explanada con multitud de
sombras y fuentes que servía de terreno de juegos
y albergaba el xystum, o paseo plantado
de árboles. Por detrás del xystum estaban las
exedras destinadas a gimnasio, salones de reunión,
biblioteca y salas de exposiciones. En realidad, en
ellas radica la auténtica originalidad de las termas.
Allí los romanos aprendieron a rendir culto al
ejercicio físico y a desarrollar su euriosidad
intelectual, después de vencer los prejuicios que
habían pesado sobre los deportes al estilo griego.
Sin duda, la opinión pública conservó una
recelosa actitud respecto al atletismo, ya que
según decían incitaba a la inmoralidad con sus
exhibiciones y apartaba a los jóvenes del viril y
serio aprendizaje del oficio de la guerra, haciendo
que se preocuparan mucho más por cultivar su
admirable belleza que por adquirir las cualidades
de un buen soldado de infantería. No obstante, ya
no se escandalizaban por el nudismo que
naturalmente se practicaba en los baños y, casi sin
darse cuenta, fueron aceptando unos ejercicios
físicos que al igual que el atletismo, pero
practicados en recintos cerrados y no como
espectáculo, parecían subordinarse a los mismos
fines de salud y fortalecían el cuerpo. En el
capítulo anterior hablábamos de la relativa
acogida del Agon Capitolinus; pues bien, la
transformación de costumbres que Augusto, Nerón
y Domicia-no intentaron llevar a cabo mediante
unos juegos calcados de los juegos olímpicos de
Grecia, se logró en las termas imperiales cuando
el pueblo romano aceptó como una necesidad la
costumbre de acudir a ellas todos los días y de
pasar allí la mayor parte de su tiempo libre.

Si bien los textos expresan claramente que las


termas cerraban sus puertas con el crepúsculo 50,
sin embargo ofrecen informaciones contradictorias
acerca de la hora en que abrían. Según un verso de
Juvenal, el público ya acudía a las termas en la
hora quinta, es decir, antes del mediodía 51;
este dato se ve confirmado en el epigrama de
Marcial, cuando señala que el mejor momento
para dirigirse a los baños era durante la «hora
octava», ya que tanto en la sexta como en
la séptima aún hacía demasiado calor 52. Sin
embargo, la Historia Augusta cuenta, en el capítulo
dedicado a la Vida de Adriano, que una ordenanza
del emperador prohibía bañarse en las termas
públicas antes de la hora octava 53,
salvo, naturalmente, en caso de enfermedad,
mientras que en la Vida de Alejandro Severo se
dice que en el siglo anterior la hora prescrita para
los baños era la nona 54. Finalmente, en otros
epigramas de Marcial se alude a la hora decima
como el momento en que muchos hombres acudían
a los baños 55 y se cuenta que, fuera cual fuere la
hora fijada para la apertura de las termas,
anunciada por el sonido del tintinnabulum, el
público al parecer entraba mucho antes de que
sonara la campana 56. A mi juicio, sólo el estudio
del plano de las termas y el reglamento que
organizaba la separación de ambos sexos pueden
sacarnos de dudas y aclarar las diferencias de
nuestros datos.

En la época de Marcial y Juvenal, durante el


reinado de Domiciano y de Trajano, no había
ninguna prohibición formal que impidiera que
hombres y mujeres se bañaran juntos. Las romanas
a quienes esta costumbre les parecía promiscua
podían ir, en lugar de a las termas, a los balnae,
donde sólo existían las mujeres. Pero había
muchas de ellas que se sentían atraídas por los
deportes que precedían al baño en las termas, así
que, antes de renunciar a su afición, preferían
comprometer su reputación y bañarse con los
hombres 57. De aquí que, a medida que fue
creciendo el auge de las termas, empezaran a
sucederse los escándalos que acabarían
molestando a las autoridades. Adriano, para
prevenirlos, durante el período comprendido entre
el año 118 y el 138 impuso un decreto,
mencionado en la Historia Augusta, por el cual se
separaban los baños de los hombres y de
las mujeres: lavacra pro sexibus separavit5S.
Pero, como en el plano de las termas no aparece
más que un frigidarium, un tepidarium y un
caldarium, es evidente que la separación se hizo
asignando distintas horas de baño para hombres y
mujeres. Esta es la solución que, en tiempos de
Adriano, ya ofrecía el reglamento de los
procuradores imperiales del me-tallum
Vispacense, en Lusitania, ya que entre las
funciones que se mencionan del conductor, o
encargado de los balnea de aquel municipio
minero, estaba la de encender las calderas desde
la primera hora del día hasta la séptima para
el baño de las mujeres, y desde la octava hasta la
duodécima para los hombres 59. Es evidente que la
iluminación de las termas romanas no permitía un
reparto del tiempo idéntico, pero sin duda
adaptaron el principio establecido en provincias a
sus condiciones. Por tanto, no tenemos más que
acomodar el plano de las termas romanas, que
felizmente llegó hasta nosotros para indicarnos las
distintas secciones del edificio central y los
prodigiosos anexos que lo enmarcan, a
las dispersas indicaciones que nos hacen los
autores latinos para lograr una imagen bastante
acorde con la realidad de entonces.

Según testimonio de Juvenal, las puertas de los


anexos se abrían al público, sin distinción de sexo,
a partir de la hora quinta del día. En la hora sexta
se abría el edificio central, pero exclusivamente a
las mujeres. En la hora octava o nona, según fuera
invierno o verano, la campana volvía a sonar: era
el momento en que entraban los hombres, quienes
podían permanecer en las termas hasta la hora
undécima o duodécima. Este reparto del tiempo
nos indica que el nudismo sin discriminación de
sexos sólo se practicaba en las palestras, y no en
los lugares donde tanto romanos como romanas se
dedicaban al atletismo, se entretenían con sus
juegos favoritos y se bañaban.

Recordemos el encuentro de Trimalción con los


granujas a los que más tarde invita a cenar. Este
tiene lugar a la hora del baño, en las termas de una
ciudad de Campania, al fin y al cabo termas que
imitaban seguramente a las de la Urhs. Encolpio y
sus compañeros, sin desnudarse, se integran en los
distintos grupos formados en la palestra.
De pronto, reparan en «un anciano calvo, vestido
con una túnica del color de la aurora, que juega a
la pelota con unas esclavas jóvenes de largos
cabellos. El vejete está calzado con unas sandalias
y lanza unas pelotas verdes; cuando una cae al
suelo no la recoge, ya que un esclavo tiene un saco
lleno y se las repone según van cayendo» 60. Se
trata de un juego de pelota que los romanos
llamaban trigon, en el que tres jugadores,
«colocados cada uno en el vértice de un
triángulo», hacían ejercicios de calentamiento
lanzándolas con una mano y recogiéndolas con la
otra según les llegaban por sorpresa61. Pero los
romanos conocían muchas otras maneras de jugar a
la pelota en las termas: el juego de pelota por
excelencia, en el que la golpeaban con la palma de
la mano como en nuestra «pelota vasca»; el
harpastum, según el cual los jugadores debían
coger la pelota o harpasta «a pesar de los
empujones de sus contrincantes, las fintas y la
rapidez del juego», lo que levantaba nubes de
polvo y hacía que acabaran rendidos; y muchas
otras variedades que iban desde saltar la pelota
hasta cogerla al vuelo, lanzarla contra un muro,
etc... 62 A veces, reemplazaban la barpasta
(rellena de arena) o la paganica (rellena de
plumas) por un balón de aire o follis que los
jugadores se disputaban como en el «baloncesto»,
pero con mucha más elegancia que agresividad
63. Otras veces golpeaban un balón enorme relleno

de tierra o harina como hacen los boxeadores 64,


cuando no se entrenaban con las espadas frente a
un poste de ejercicios de esgrima. Marcial reunió
los juegos que preludiaban el baño de los romanos
en un epigrama dedicado a uno de sus
amigos filósofos que despreciaban estas
actividades: «Nunca se te ve jugando al juego de
la palma, ni al balón, ni a la pelota rústica antes de
darte un baño caliente; tampoco golpeas el tocón
con la espada de esgrima, ni corres de izquierda a
derecha para coger al vuelo la polvorienta
barpasta.» 65 Sin embargo esta enumeración es
bastante incompleta; habría que añadir la carrera,
el arco de metal (trochas) que las mujeres solían
guiar con la vara ahorquillada llamada clavis 66 y
los ejercicios de pesas (halteras), que también
ellas realizaban, a pesar de que lo hacían con más
dificultad que los hombres 67. Pero es preciso
señalar que en todos estos juegos hombres y
mujeres iban vestidos, bien con una túnica como
Trimal-ción o con una malla como la que llevaba
la lesbiana Phi-laenis cuando derrochaba sus
energías en el juego del har-pastum é8, bien con un
cálido y sencillo manto específicamente pensado
para los deportes, la endromida que
Marcial manda como broma a uno de sus amigos:
«Te envío esta exótica endromida para que,
arropado con su tibio tacto, juegues al trigon, tus
manos busquen la barpasta bajo el
polvo levantado por tus pasos o vayas de un lado a
otro tras la ligera masa de plumas del blanco
follis.» 69

Por el contrario, la competición atlética, en la que


era preciso untarse la piel con ceroma, un
ungüento compuesto de aceite y de cera que la
hacía más flexible, sobre la que se ponía una capa
de polvos para que el cuerpo no se resbalara entre
las manos del contrincante, requería que los
competidores estuviesen despojados de toda
vestidura. Estos combates se llevaban a cabo en
las palestras del edificio central, junto a las salas
que en las ruinas de las termas de Caracalla los
arqueólogos identificaron como los oleoteria y los
conis-teña 70, habitaciones en las que, no sólo los
luchadores, sino también las luchadoras a las que
Juvenal recrimina su perversa complacencia en las
caricias de los masajistas, se sometían a las
unciones y al maquillaje reglamentarios 71.

Así pues, el atletismo estaba estrechamente


relacionado con el baño que venía a continuación.
Este se dividía habitualmente en tres tiempos
diferentes. En primer lugar, el sudoroso bañista
iba a desnudarse, cuando no lo estaba ya, a los
vestuarios o apodyteña del edificio termal. A
continuación entraba en uno de los sudatoria que
rodeaban el calda-rium para activar su
transpiración en una atmósfera de baño turco: era
lo que llamaríamos el «baño seco». Después
pasaba al caldarium, también con una temperatura
muy elevada, donde podía acercarse al labrum,
rociarse la piel con agua hirviendo y rascarse con
la strigilis. Una vez limpio y seco volvía sobre sus
pasos, se detenía en el tepidarium para habituarse
al cambio de temperatura y después se zambullía
en la piscina de agua fría del frigidarium. Estas
son las tres fases del higiénico baño recomendado
por Plinio el Viejo 72, practicado por los
personajes de la novela de Petronio 73 y descrito
en los epigramas de Marcial, aunque éste deja a
criterio de cada cual someterse o no al «baño
seco» antes de realizar las abluciones del
caldarium 74.

El mayor inconveniente de esta operación era


frotarse con la strigilis frente al labrum.
Normalmente necesitaban la ayuda de alguien; así
que, cuando no habían tomado la precaución de
llevar consigo a algún esclavo, tenían que pagar
los servicios de los de las termas. Una anécdota de
la Historia Augusta prueba que antes de hacer este
gasto se lo pensaban dos veces.

Según cuenta su biógrafo, Adriano solía frecuentar


los baños públicos y bañarse con los demás. Un
día vio a un veterano del ejército, conocido suyo,
frotándose la espalda contra el mármol que
revestían las paredes de ladrillo del caldarium. El
emperador se le acercó y le preguntó por qué
se frotaba de aquel modo. El veterano le respondió
que no tenía dinero para pagar a un esclavo, por lo
que el príncipe le procuró uno y le dio algún
dinero. Naturalmente, al día siguiente, ante el
anuncio de la llegada del emperador,
varios ancianos comenzaron a frotarse también
contra el mármol para llamar su atención y
despertar su generosidad. Sin embargo, en esta
ocasión se limitó a aconsejarles que se frotaran
unos a otros. El biógrafo añade que, a partir de
aquel día, la fricción recíproca se convirtió en una
moda: ex quo ille iocus balnearis innotuit 75. No
obstante, es fácil que sólo los pobres secundaran
esta novedad, ya que los ricos tenían recursos para
hacer que les sirvieran, les frotaran, les
dieran masajes o les perfumaran a placer. Cuando
los invitados de Trimalción salen del frigidarium,
encuentran a su ocasional anfitrión, inundado de
fragancias, secándose con toallas no de tela
ordinaria, sino de la más suave lana, mientras
que tres masajistas que se disputan el honor de
hacerle la limpieza «lo enrollan en una manta
escarlata y lo ponen sobre la litera» 76. Así,
debidamente seco por los dispuestos especialistas
y a hombros de sus esclavos, Trimalción se
marcha hacia su casa donde le espera la cena.

Sin embargo, la mayoría de los bañistas, sobre


todo aquellos cuya casa no era tan lujosa ni su
mesa tan abundante, permanecían en las termas
hasta que cesaban sus atracciones; o bien se
reunían con los amigos en los salones y en
los jardines habitados por las ninfas; o a veces se
quedaban leyendo un libro en las bibliotecas
situadas, según las de las termas de Caracalla, en
los dos extremos donde también se hallaban los
aljibes, fácilmente reconocibles por los
nichos rectangulares cavados en los muros para
cobijar los plutei, o cofres de madera que
contenían los preciados volumina 77. Pero había
muchos otros que preferían pasear tranquilamente
por las alamedas del xystum, gozando de las obras
de arte con que los emperadores habían adornado
las termas. Son innumerables las maravillas
halladas en las excavaciones de las termas de
Caracalla; los suelos de mosaico, las
bóvedas artesonadas, los muros de mármol y las
columnatas de capiteles decorados con figuras
heroicas, que en otros tiempos tuvieron el honor de
cobijar el Toro Farnesio, la Flora Far-nesio, el
Fíércules Farnesio, el torso de Belvedere y las dos
fuentes donde eternamente canta el agua en la plaza
del Palacio Farnesio 7S. Las termas de Trajano
también estuvieron esplendorosamente
ornamentadas, ya que en ellas se hallaba el famoso
grupo de Laocoonte, actualmente en el Vaticano 79.
Es imposible que después de los ejercicios y el
baño, en un estado de bienestar físico y placidez
intelectual, los romanos no quisieran dejarse
seducir por la belleza que les rodeaba; como es
muy fácil que más de uno saliera de aquel lugar
tocado por el genio del espíritu y por la gracia del
arte.

A pesar de todo, no cabe duda de que los romanos


también renegaron de sus termas y condenaron «las
flores del mal» que en ellas se abrieron. Bajo sus
pórticos exteriores se cobijaron demasiados
figoneros, taberneros y proxenetas 80, se dieron
cita glotones, borrachos y pendencieros; también
fueron muchos los romanos que, sólo por tener
calor y para volver a calmar su sed, se bañaban
repetidas veces y repetidas veces llenaban sus
vasos, arriesgándose a perecer de un exceso o de
una fatal congestión 81; o hubo gentes que, como
Cómodo, tomaron por costumbre bañarse
ocho veces al día, lo que no hacía más que
reblandecer los músculos y trastornar los nervios,
a los que sería lícito reprocharles su cínica divisa:
balnea, vina, Venus corrumpunt corpora nostra
sed vitam faciunt! 82 Pero a pesar de todo
ello, estoy convencido de que las termas del
Imperio representaron un gran desarrollo para la
vida romana. Con su majestuoso brillo de mármol,
no fueron únicamente el espléndido «palacio
romano del agua» 83; ante todo fueron el «palacio
del agua» con el que aún siguen soñando
nuestras democracias. Al desarrollar
colectivamente el placer por la higiene física, los
deportes útiles y la cultura desinteresada, el
pueblo romano detuvo su decadencia durante
varias generaciones, haciéndose eco del viejo
ideal que en el pasado había inspirado su grandeza
y que entonces seguía recomendándoles Juvenal:
«Mente sana en cuerpo sano.» 84

La cena

Y después del tonificante baño en las termas


llegaba la cena. El sol ya declina en el horizonte y
aún no hemos visto comer a los romanos. Sabemos
que algunos hacían cuatro copiosas comidas al día
85, aunque los textos por lo general fijan su número

en tres y nos indican que cambiaron de nombre a


través de los siglos. Del mismo modo que
en Francia hace algún tiempo se hacía la comida,
la cena y le souper a medianoche, que más tarde
desapareció dando lugar al desayuno, en Roma se
hacía el jentaculum, la cena y la vesperna, cena a
medianoche que desapareció en la época clásica y
dio lugar al jentaculum, el prandium y la cena
86. En la época imperial algunos romanos
conservaban la costumbre de realizar las tres
comidas, entre ellos Plinio el Viejo, quien, sin
embargo, no pecaba precisamente de glotonería 87,
y los ancianos a quienes el médico se lo había
prescrito 88. Pero la gran mayoría, tras tomar un
vaso de agua al levantarse 89, solían suprimir una
de las dos primeras 90. El mismo Galeno sólo
tomaba un jentaculum hacia la cuarta hora y los
soldados tenían que conformarse con el
prandium del mediodía 91. Por otra parte, ni el
jentaculum ni el prandium eran muy alimenticios.
El jentaculum que nos describe Marcial se
compone de pan y queso 92; el prandium, que a
veces sólo consistía en un pedazo de pan 93, por lo
general iba acompañado de carne fría, verduras y
frutas, todo ello regado con un poco de vino 94. El
jentaculum de Plinio el Viejo no era más que una
frugal colación (cibum leven etfa-cilem) y su
prandium un simple bocado (deinde gustabat)
95. Despachaba ambos con tanta rapidez que no
tenía necesidad ni de sentarse a la mesa (sine
mensa) ni de lavarse las manos después (post
quod non sunt lavanda manus) 96. Evidentemente,
eran comidas frías, realizadas de pie y a
toda prisa. Por tanto, la única comida diga de
entenderse como tal era para todos la de la noche:
la cena. Es cierto que cuando evocamos a Vitellius
y a quienes le rodeaban nos da la impresión de que
los romanos se pasaban la vida sentados a la
mesa. Sin embargo, si observamos la realidad de
aquel tiempo más detenidamente, nos daremos
cuenta de que la mayoría sólo lo hacían al terminar
su jornada, como hace un siglo lo practicara en la
embajada de Francia en Londres alguien de
paladar tan exquisito como el príncipe de Béné-
vent 97. Siempre se representaba a los romanos
como insaciables glotones, pero es fácil
comprobar que hasta bien entrada la noche
prácticamente no probaban bocado.

Es cierto que cuando llegaba la hora de la cena


eran capaces de comer como si quisieran
recuperar lo que se habían perdido durante el día;
pero, aun así, debemos desconfiar de los juicios
erróneos y estereotipados.
Imaginándonos las cenae de la antigüedad como
monstruosos banquetes cometeríamos el mismo
error que si creyéramos que todos los festines
árabes tienen la magnitud de sus diffas o que todas
nuestras fiestas son de características y longitud
similares a las que se celebran en las bodas
campesinas. La verdad es que, a pesar de
desarrollarse en decorados semejantes y con unas
costumbres y un protocolo idénticos, las cenae
romanas podían ser muy diferentes según las
circunstancias, el temperamento de cada anfitrión
o su calidad moral; según el romano que la
ofreciera, la cena podía convertirse en una grosera
comilona o en un ejemplo de distinción y
delicadeza.

Si exceptuamos los monstruosos ejemplos


históricos de gentes como Vitellius o Nerón, para
quienes la cena comenzaba a partir del mediodía
98, veremos que la costumbre era la misma en casi
todos los casos, es decir, se cenaba después del
baño, al término de la hora octava en invierno y
de la nona en verano. Este horario era el
observado en el círculo social de Plinio el Joven
99; y es también el adoptado por Marcial, ya que

conocemos la anécdota que cuenta que, cuando


invita a cenar a su amigo Iulius Ceriales, lo cita
a hora octava en los balnea de Stephanus por ser
los más cercanos a su casa, para así poder estar de
vuelta a la hora de la cena 10°.

Sin embargo, la hora en que terminaban de cenar


difería según se tratara de una cena sencilla o de
un banquete de gala, y según se ofreciera a un
huésped de moderadas eostumbres o a un glotón.
En principio una cena decente debía terminar antes
de que se hubiera hecho noche cerrada. Cuando
Plinio el Viejo se levantaba de la mesa aún era de
día en verano y en invierno no había transcurrido
la primera hora de la noche 101. Pero esta regla
sufrió numerosas y variadas excepciones. Los
casos más extremos son las cenas de Nerón,
prolongadas hasta la medianoche 102, las de
Trimalción, hasta momentos antes de amanecer 103,
y las de los «juerguistas» cuyo mal ejemplo
censura Marcial, ya que se prolongaban hasta el
momento «en que se levantaba la estrella del alba,
en el mismo instante en que los generales
hacen avanzar las enseñas y levantan el
campamento» 104.

Fuera cual fuere su duración, cuando la cena era


ofrecida por romanos acomodados se celebraba en
una habitación especialmente dispuesta para esta
ocasión: el triclinium, cuyas medidas establecidas
eran de una longitud doble a su anchura 105; el
nombre venía dado por los lechos (lectus) de tres
plazas (triclinia) sobre los que se recostaban los
invitados. Esto que a nosotros nos puede parecer
incómodo, sin embargo era algo fundamental en la
cena romana, un detalle que por nada del mundo
los romanos hubieran omitido y que nos recuerda a
los banquetes orientales, en los que las sillas y
sillones se sustituyen por divanes. Los triclinia
era un elemento indispensable del bienestar, así
como un signo de elegancia y una señal de
superioridad social. Sentarse para comer antaño
sólo había estado bien visto en las
mujeres, quienes se colocaban a los pies de sus
maridos 106. Pero, en una época en que las
matronas tenían su lugar junto al marido en los
triclinia, comer sentado era algo que sólo
hacían los niños, a los que se sentaba en unos
taburetes colocados ante el triclinium de sus
padres 107, los esclavos, que no estaban
autorizados a tenderse como sus amos más que en
los días de fiesta 108, los palurdos o provincianos
de la Galia lejana 109 o los clientes de paso en
posadas 1,0 y tabernas 11 h Podían ir o no vestidos
con la indumentaria de las grandes cenas, la
synthesis de ligera muselina que se prestaba con
su tibieza al calor comunicativo de los banquetes y
que algunas veces se cambiaban entre plato y plato
112; pero habría ido contra su dignidad no tumbarse
junto a sus mujeres para cenar, ya que al parecer
todos estaban de acuerdo con Catón de Utica
quien, para manifestar su pesar por la derrota del
ejército senatorial en Farsalia, la noche en que
conoció la noticia hizo la promesa de comer
sentado en tanto siguiera triunfando la tiranía de
Julio César, promesa que cumplió hasta su
suicidio H3.

Alrededor de una mesa cuadrada, uno de cuyos


extremos quedaba libre para el servicio, se
alineaban tres lecti inclinados, de modo que la
cabecera quedara más alta que el plato, y sobre
cada uno de ellos, según las circunstancias más o
menos lujosos, se ponían colchones, cubrecamas y
cojines que marcaban la separación de cada plaza.
El tosco anfitrión, al que le daba lo mismo que sus
huéspedes se pudieran molestar, solía ocupar el
lecho central y no compartirlo con nadie, o bien lo
compartía con otra persona pero la colocaba en un
«nivel inferior» al suyo 114. Y es que las plazas de
algún modo estaban «superpuestas»
jerárquicamente según una minuciosa etiqueta.
Otras veces se repartían siguiendo unos criterios
de elegancia social, de modo que el más humilde
de los presentes compensara su inferioridad
compartiendo el lecho del más ilustre. El lecho de
honor era aquel que no tenía nadie enfrente (lectus
medius) y el mejor lugar en él era el de la derecha,
la plaza consular (locus consula-ris). A
continuación le seguía en importancia el situado a
la izquierda del anterior, el lectus summus; y en
último lugar estaba el de la derecha (lectus imus).
El lugar de honor en estos dos lechos era el de la
izquierda, situado en un plano superior, y se
denominaba fulcrum 115. Después se distribuían
todas las demás. Los invitados se tendían
oblicuamente en el lecho, con el codo izquierdo
apoyado sobre un cojín y con los pies descalzos y
lavados al entrar 116. En las ocasiones en que
preferían una mesa redonda, en lugar de
tres lechos ponían uno sólo formando un
semicírculo a su alrededor, o como decían los
romanos, en forma de sigma lunar. Este lecho se
denominaba stibadium, tenía capacidad para
nueve personas, aunque de ordinario sólo se
ponían siete u ocho 117, y en él los personajes más
sobresalientes ocupaban los extremos. Cuando
había más de nueve invitados era preciso disponer
otros stibadia u otros triclinia (triclinia sternere),
ya que el comedor romano habitualmente
estaba preparado para treinta y seis personas, es
decir, tenía cuatro mesas 118, o en otros casos para
veintisiete, y entonces sólo tenía tres 119.

Un esclavo que hacía las funciones de ujier, el


nomenclátor, iba nombrándolos según entraban y
les asignaba el lecho y la plaza. Numerosos
sirvientes (ministratores) llevaban los platos y las
copas a las mesas, sólo a partir de Do-miciano
cubiertas por manteles (mappae) 120, y pasaban un
paño por la madera o el mármol después de cada
servicio 121. Disponían de cuchillos 122,
mondadientes 123 y cucharas de diferentes formas:
el cacillo o trulla, la cuchara o lígula, con una
capacidad ligeramente superior al centilitro (un
cuarto de cyathus), y la cucharilla puntiaguda o
cochlea, con la que vaciaban los huevos y comían
el marisco 124. Al igual que los árabes en la
actualidad o los franceses de comienzos de la edad
moderna, los romanos no utilizaban tenedores.
Comían con los dedos y esto les llevó a la
costumbre de hacer múltiples abluciones: se
lavaban antes de comer, durante la comida y
después de cada servicio. Había esclavos con
aguamaniles que circulaban alrededor de los
lechos; cuando los invitados lo requerían, vertían
en sus manos agua fresca y perfumada, y luego les
secaban con una toalla que llevaban en la otra
mano 125. Además, cada invitado tenía su propia
servilleta, dispuesta junto al plato para que no
tuvieran que utilizar el cubrecamas y para que
pudieran llevarse todas aquellas buenas viandas
que no hubiesen tenido tiempo de comer: los
apophoreta 126, consentidos por las normas
sociales de conducta.

Hubiera sido preciso un apetito como el de


Gargantúa para acabar con los menús con que,
según nos cuenta la literatura, el anfitrión romano
obsequiaba a sus invitados, unos menús en los que
a la enorme variedad de manjares se le añadía la
riqueza de las vajillas de plata. Una cena
romana se componía al menos de siete platos o
fercula —quis fercu-la septem secreto cenavit
avust—127: los entremeses o gustatio, tres
entradas, dos asados y el postre o secundae men-
sae. Es la misma cena que, con un asado más,
vemos en casa de Trimalción; y si bien la de este
personaje les resultaba a los romanos una cena
ridicula, su sentido cómico no reside tanto en la
sobreabundancia de alimentos, apenas más
pavorosa que la de algunos banquetes oficiales
descritos por Ma-crobius 128 cuatro siglos
después, como en la satisfecha estupidez del señor
de la casa, en el infantilismo delirante de sus
invenciones y en la pretenciosa comicidad de su
vajilla. La bandeja en la que se sirven los
entremeses de Trimalción está adornada con un
borriquillo de bronce de Corinto en cuyas alforjas
hay aceitunas verdes y aceitunas negras. Cubriendo
todo esto, en forma de tejado, hay dos platos en
los que se puede leer el nombre del anfitrión y su
peso en plata; unos arcos en forma de puente
soportan unos lirones espolvoreados de miel y
adormidera; sobre una parrilla de plata humean
ardientes salchichas debajo de las cuales, a
modo de carbones, hay ciruelas de Damasco con
pepitas de granada 129. Todavía tienen la boca
llena los invitados cuando les sirven la primera
entrada: una gallina de madera sobre un lecho de
paja de la que salen huevos de pato, de cada
uno de los cuales sale un papafigo en una yema de
huevo a la pimienta 130. La segunda entrada se
sirve sobre un centro de mesa de una complicación
monumental y pueril: sobre un disco que
representa los doce signos del Zodíaco se
sirven doce platos llenos de manjares
relacionados con cada uno de ellos: higos
africanos sobre Leo, riñones en Géminis, carne de
buey en Tauro, vulvas de cochinilla en Virgo,
langosta en Capricornio; un plato de capones y
tetillas de cerda acompañan a una liebre
«adornada con alas como Pegaso», mientras que
en los cuatro ángulos de la bandeja cuatro
estatuillas de Marsyas derramaban de sus
pequeños odres una salsa picante sobre los peces
que simulan nadar en un Euri-pus en miniatura 131.
Después de esto, los tres asados se suceden a tenor
de lo anterior: en primer lugar aparece una cerda
de proporciones considerables con una guarnición
de jabatos empanados y rellenos de tordos; a
continuación un cerdo enorme del que salen
innumerables salchichas y morcillas 132; por
último un ternero hervido, con un casco en la
testuz, que un sirviente disfrazado de Ajax, el
scissor, trincha en pedazos que luego ofrece en la
punta de su espada 133. Finalmente, llegan los
postres en forma de plato combinado: un Príapo
dulce acompañado de pasteles, frutas y uvas 134.
En el intervalo entre la cena y el postre, o secun-
dae mensae, se retiran las mesas y se cambian por
otras; y mientras unos triclinarii realizan esta
operación, otros echan sobre el suelo serrín teñido
de azafrán y bermellón 135. Podríamos pensar que
los invitados, ahitos y ebrios, lo único que desean
entonces es irse a sus casas; sin embargo, la fiesta
comienza de nuevo. Trimalción, después de hacer
tomar a sus invitados un baño caliente, los
conduce a un segundo triclinium, donde el vino
comienza a correr a mares para que, cansados de
comer pero no de beber, los invitados puedan
continuar el festín según los ritos de la
commissatio, modo habitual de culminar las cenae
demasiado copiosas.

En cuanto a la bebida, la cena romana comenzaba


con una primera libación. Después de los
entremeses se servía un vino melado, el mulsum.
Entre los distintos platos los mi-nistratores, al
tiempo que ofrecían panecillos calientes
136, llenaban las copas con los más diversos
caldos, desde los del Vaticano y Marsella,
bastante flojos 137, hasta el inmortal vino de
Falerno 138. El vino se conservaba, con pez y
resina, en unas ánforas cuyo gollete se obturaba
con tapones de corcho o arcilla, y llevaban una
etiqueta (pittacium) indicando el origen y el año
de la cosecha 139. Estos recipientes
se descorchaban durante la fiesta y su contenido se
vertía a través de un colador (colum) en la crátera
con la que después se servía. Ningún romano
consideraba normal beber puros estos caldos; los
que lo hacían tenían reputación de viciosos y eran
señalados con el dedo 140. Así pues, en la crátera
se mezclaba el vino con el agua que, o bien se
había puesto a enfriar en la nieve o había sido
previamente calentada; la proporción de agua en la
mezcla era generalmente superior al tercio y podía
alcanzar los cuatro quintos. Una vez terminada la
cena se comenzaba la commissatio 141, una
especie de borrachera protocolaria que consistía
en beber las sucesivas copas de un trago 142
siguiendo las instrucciones de la persona que la
presidía, la única cualificada para señalar
el número de copas que habían de beberse, el
número de cyat-hus (0,0456 litros) que había que
escanciar en cada copa, que variaba de 1 a 11 143
y, sobre todo, el modo de beberías: haciendo
rondas que comenzaban por el invitado de honor
(a summo), bebiendo todos al tiempo y pasando
llena la copa que cada cual acababa de vaciar con
un deseo de buen augurio o brindando a la salud de
uno de ellos con tantas copas como letras tenía en
sus tria nomina de ciudadano romano .

No podemos por menos que preguntarnos cómo los


estómagos más sólidos podían soportar los
excesos de las comilonas y cómo las cabezas
mejor plantadas resistían los abusos de las
commissationes.

En cuanto a lo primero, podríamos respondernos


que, en definitiva, eran demasiados los invitados
como para tener en cuenta a las posibles víctimas.
En efecto, en aquellas ostentosas comilonas, en
esas «diffas» escandalosas, había más invitados
que elegidos. Por vanidad el señor de la
casa invitaba a cenar al mayor número posible de
personas; pero por tacañería o egoísmo luego no
los atendía como solía atenderse a sí mismo.
Plinio el Viejo critica a aquellos de
sus contemporáneos que «sirven a sus invitados un
vino distinto del que ellos beben, o a lo largo del
banquete sustituyen los buenos por otros
mediocres» 145. Plinio el Joven censura a algunas
de sus amistades porque en las cenae que
ofrecen, queriendo para sí los mejores manjares y
dejando para los demás las pobres pitanzas,
guardan el vino en pequeños frascos de calidades
diversas y sacan unos u otros según la dignidad de
los invitados 146. Marcial cuenta de una matrona
romana que se deleitaba con sabrosos panecillos
de formas sorprendentes y con un vino de Setia
suficientemente recio como para «hacer arder las
nieves», pero que obsequiaba a sus invitados con
unas bolas de harina negra y «un oscuro veneno de
una tinaja de Córcega» 147. Por último, citar los
más de cien versos que Juvenal dedicó a las
comidas en casa de Virron. Este patán tenía por
costumbre hartarse antes de las cenas de vinos
añejos, panes de fina flor de trigo, trufas y
champiñones, mújoles de Taormina, cebados
capones y deliciosas frutas dignas del jardín de las
Hespéri-des, para después ofrecer a sus invitados
un rancio vino del año, mendrugos de pan
negruzcos y mohosos, coles hervidas en aceite,
champiñones sospechosos, rabadilla de ave vieja
y, para terminar, una manzana picada «como las
que mordisquean los monos amaestrados que se
ejercitan en los muros» 148. Por más que Plinio el
Joven criticara la incongruencia de semejantes
prácticas 149, los testimonios demuestran que
estaban muy extendidas. Al menos lograron limitar
los estragos provocados por la glotonería de las
cenae.

Pero, quizá, lo que más contribuía a evitar males


mayores era la lentitud con que se desarrollaban
las cenas romanas. Igual que el de Trimalción,
numerosos banquetes se prolongaban durante ocho
y diez horas, ya que solían estar interrumpidos por
pausas: después de las entradas un concierto
acompañaba los movimientos de un esqueleto de
plata; tras el asado venían las piruetas de los
equilibristas y la «cordaco» bailada por Fortunata;
antes del postre se jugaba a las adivinanzas, a la
lotería o se abría el techo para dejar paso a un
inmenso arco del que colgaban frascos de perfume
150. En casi todas las casas se pensaba que la cena
no resultaba completa sin las payasadas de los
bufones, los arrumacos de graciosas muchachas 151
o las lascivas danzas ejecutadas al son de las
castañuelas, especialidad que en la Roma imperial
152 tuvieron las jóvenes de Cádiz como en la
actualidad la tienen las Ouled Nail en Argelia. De
modo que Plinio el Joven, quien no disfrutaba con
estas diversiones ni las toleraba en su casa 153, se
ve obligado a soportarlas en casa de los demás.
Normalmente su función era rematar el
pantagruélico festín y ayudar a digerirlo con una
orgía cuya indecencia crecía ante el indescriptible
descaro de los invitados.

Como entre los árabes, el eructo en la mesa era


una cortesía justificada por los filósofos, para los
que respetar la naturaleza era la prueba más clara
de sabiduría 154. Llevando hasta el final la doctrina
de los filósofos, Claudio redactó un edicto
autorizando la expulsión de otros ruidos gaseosos
que los árabes se abstienen de soltar 155. Por su
parte, los médicos de la época de Marcial
recomendaban el ejercicio de las libertades
prescritas por un emperador bien
intencionado pero ridículo 156. Los ruidosos
conciertos no faltan en la cena de Trimalción,
quien «no prohibía a nadie aliviarse en su mesa»
157. Y aún tenía algo de decencia, puesto que
para necesidades más apremiantes se levantaba
del triclinium y salía del comedor. Todos los
anfitriones romanos no compartían, sin embargo,
sus escrúpulos; de ello da fe Marcial cuando relata
que algunos anfitriones chasqueaban los dedos
para llamar al esclavo que al momento les traía el
orinal y les ayudaba a servirse de él 158. Y, por
supuesto, era frecuente ver al final de la cena
vomitonas que mancillaban los
preciosos mosaicos del suelo 159; recordemos que
el vómito provocado en una habitación contigua
aún seguía siendo el medio más seguro de poder
llegar al final de aquellas
inverosímiles comilonas: vomunt ut edant, edunt
ut vomant160.

No podemos ocultar la sensación de hastío que


experimentamos ante descripciones semejantes, ni
pasar por alto que, en la opulenta Roma, ciudad
por la que pasaba toda la producción del Imperio,
ni siquiera entre la gente que frecuentaba Plinio el
Joven era posible no encontrarse con glotones y
borrachos. Basta con oír a Petronio cómo alaba
las proezas de un gran cocinero que sabía dar a la
vulva de una marrana la apariencia de un pescado
o a un trozo de tocino la forma de una paloma
torcaz 161, para apreciar la habilidad de unos
cocineros que se hicieron maestros en el arte de
preparar unos platos cuya ornamentación impedía
identificar su sabor 162. Y no hay más que echar un
vistazo al libro XII de los Epigramas de Marcial
para darnos cuenta de los progresos de la
gastronomía de su tiempo, de la excelencia y
variedad de los géneros de que disponían para
realizar aquellas combinaciones. En los golfos
cercanos a la Urbs se pescaban los peces,
crustáceos y mariscos del Mediterráneo. Los
campos italianos proveían a los romanos de carne
y productos lácteos, quesos de Trebula y de los
Vestinos, así como de todo tipo de verduras y
legumbres: coles y lentejas, habas y lechugas,
rábanos y nabos, calabacines y calabazas, melones
y espárragos. Las comarcas de Picenum y Sabina
eran famosas por la calidad de sus aceites. De
Hispania venían la salmuera con la que se
sazonaban los huevos; de Galia la charcutería; del
Oriente las especias, y de todas las regiones de
Italia y del Universo los vinos y las frutas,
manzanas y peras, higos de Chios, limones y
granadas de Africa, dátiles de los oasis, ciruelas
de Damasco. Cada producto tenía sus aficionados.
Juvenal nos muestra la extensa galería de sibaritas
seducidos por la abundancia del mercado: el
hombre de la calle que aspira con deleite el aroma
«de una vulva de marrana en la asfixiante taberna»
163; el hijo de familia acomodada que, siguiendo

los pasos de su zopenco padre, glotón ya canoso,


desde la adolescencia se aplica en limpiar
las trufas, sazonar los champiñones y poner los
papafigos en su salsa apropiada 164; el pródigo que
paga 6.000 sestercios por un salmonete que se le
ha antojado 165; o el «gourmet» Mon-tanus, capaz
de distinguir al primer bocado las ostras de Cir-
ceii y las de Lucrino 166.

Pero no deberíamos generalizar. Del mismo modo


que no sería justo creer que, al igual que en
Montanus, en cada senador del Imperio habitaba
un derrochador, no hay que confundir las cenae
romanas con las groseras comilonas cuyos
repugnantes y grotescos ejemplos hemos
mencionado. En la misma época en que éstas
tenían lugar, muchos romanos estaban habituados a
terminar el día con una agradable y discreta cena
donde tanto el espíritu como los sentidos estaban
presentes, en la que el meticuloso protocolo no
impedía la mesura y la sencillez. Gracias a una
carta de Plinio el Joven sabemos que las cenae de
Trajano en su villa de Centumcellae eran modestas
(modicae), no incluían otras diversiones que la
música o las representaciones de comedias
(acromata) y las veladas discurrían entre
agradables conversaciones 167. El propio Plinio el
Joven considera raros presentes los tordos que le
envía Flaccus 168 o el capón que le manda
Cornutus 169. Acepta la invitación para acudir a
la cena de Catilius Severus (cónsul en el año 115)
a condición de que sea una reunión sin
pretensiones, modesta y únicamente amenizada por
socráticas conversaciones 170. Plinio nos dejó
también el menú que preparó para recibir a Septi-
cius Clarus; y si bien no era hombre que reparara
en gastos, no obstante es un modelo de frugalidad:
una lechuga, tres caracoles y dos huevos;
aceitunas, cebollas y calabazas; un pastel de
espelta regado con vino melado y enfriado en
la nieve; y para amenizar las pausas, un lector, un
cómico o un músico que tocara la lira, o bien los
tres 171.

En la pequeña burguesía romana predominaba la


misma refinada sobriedad. Veamos, por ejemplo,
de qué está compuesta la cena organizada por
Marcial para siete invitados en el stibadium de su
comedor: «Mi criado me ha traído unas malvas
laxantes y los variados frutos que da mi
huerto para añadir a la lechuga machacada y al
puerro cortado en rodajas, sin olvidar la suave
menta ni el jaramago que dispone para el amor.
Unos huevos cortados en pedacitos coronarán las
anchoas sobre un lecho de ruda y habrá tetillas de
cerda aderezadas con salmuera de atún. Esto en
cuanto a los entremeses. Después, mi modesta cena
sólo ofrecerá un plato único: un cabrito hurtado a
los colmillos de un feroz lobo, chuletas a la
plancha, habas y tiernas coles verdes. A esto
añadiré un pollo así como un jamón que ha
sobrevivido a tres cenas más. Cuando ya no
tengáis hambre, os serviré frutas maduras y un
frasco de Nomentum, una vez retirados los posos,
que ha cumplido dos veces tres años bajo el
consulado de Frontino (año 98 d. C.). Contad
además con bromas sin hiel, una franqueza que no
os asustará a la mañana siguiente y una
conversación que querríais no haber abandonado.»
172 Más simple aún y agradable es la cena que
Juvenal propone a su amigo: «Escucha el
menú; por los gastos no hay de qué preocuparse.
De los pastos de Tibur me traerán un cabrito bien
cebado, el más tierno del rebaño; aún no habrá
tenido tiempo de pacer ni se habrá atrevido a
morder los retoños de los jóvenes sauces:
tendrá más leche que sangre. Tendremos
espárragos silvestres recogidos por una granjera
que habrá dejado su huso para ir a buscarlos y
unos huevos gordos y aún tibios por el calor del
lecho de heno donde habrán estado. Tendremos
uvas conservadas durante parte del año, tan buenas
como las de las cepas, peras de Signia y manzanas
de fresco perfume que pueden rivalizar con las de
Picenum.» 173

Nos gusta imaginar que menús semejantes eran los


que preparaba, durante sus vacaciones en
Pompeya, el burgués que ordenó grabar en las
paredes de su triclinium unos consejos que aún
podemos leer y que destilan decencia y dignidad:

Ablauat unda pedes puer et detergeat udos


mappa torum velet lintea nostra cave.

«Que el esclavo lave y enjuague los pies a los


invitados, y que no olvide la delicadeza de
extender una tela de lino sobre los cojines de los
lechos.»

Lascivos voltus et blandos aufer ocellos coniuge.

Ab alterius sit tibi in ore pudor.

«Guárdate de tus miradas lascivas y tus guiños


acariciadores a la mujer del otro, y que el pudor
habite en tus labios.»

Utere blandiis odiosaque iurgia differ si potes


aut gressus ad tua tecta refer».

«Si puedes, sé amable y evita las odiosas


necedades, si no que tus pasos te conduzcan de
vuelta a casa.» 174

Sin duda, los plebeyos solían observar esta


moderación en las cenas de sus colegios.
Consultemos, si no, los estatutos del colegio
funerario fundado en Lanuvium en el año 133 de
nuestra era. El reglamento organizaba seis
banquetes anuales: dos en los aniversarios de la
consagración de los santuarios de Antinoo y de
Diana, el héroe y la diosa bajo cuya invocación se
creó este «colegio de salvación»; cuatro en los
aniversarios de la muerte de sus tres benefactores,
los Caesennii, y de su benefactora, Cornelia
Procula. El reglamento indicaba que el presidente
del banquete, el magister cenae, debería entregar
a cada invitado un pan de dos asses, cuatro
sardinas y un ánfora de vino caliente. Disponía el
orden en que los «colegiados» se habían de
colocar de acuerdo con la «lista jerárquica» o
album. Finalmente, dictaba sanciones contra
aquellos que incurrieran en falta: «Si alguien, por
armar jaleo, se levantare de su sitio y
ocupare otro, habrá de pagar una multa de cuatro
sestercios; si alguien dijere necedades a un
compañero o hiciere ruido, habrá de pagar doce
sestercios; si fuere el presidente de la reunión
quien injuriare, la multa será de veinte sestercios.»
175 Las virtudes de la antigua Roma parecen querer
cobrar nueva vida en esta asociación humilde de
las afueras de la Roma de Trajano: sobriedad,
disciplina y urbanidad. Parece incluso que surge
un nuevo sentimiento que honra a los «colegiados»
de Lanuvium: el de la fraternidad que les une en
la vida y que seguirá uniéndoles en la muerte,
razón por la cual se reúnen para sufragar los
gastos de sus funerales y aspirar de este modo a la
común recompensa de la salvación eterna.
Es también este sentimiento, alimentado por un
alto ideal y por las verdades del Evangelio, el que
en el mismo tiempo agrupaba tras la jornada diaria
a los cristianos de Roma en torno a la cena, a la
que ellos habían dado el nombre griego del amor:
el ágape. Ya en el siglo I, tomaban su alimento con
alegría y humildad «dando por ello gracias a
Dios» 176. A finales del siglo II, practicaban la
caridad como si fueran hermanos, ya que «los
pobres compartían los alimentos de los ricos sin
soportar humillación ni inmodestia». Como
escribió Tertuliano, «los cristianos no se tienden
para cenar sin antes haber dirigido a Dios una
oración. Comen sólo para saciar su hambre. Beben
como corresponde a gentes decorosas. Se
satisfacen como corresponde a quien no
olvida que, incluso durante la noche, deben adorar
a Dios. Conversan como quien sabe que Dios
escucha» 177.

¡Qué lejos de las descripciones de la novela de


Petronio, de los Epigramas de Marcial o de las
Sátiras de Juvenal! ¡Qué distintas realidades
podía oponer la Roma imperial a las infames
bajezas que hemos visto! Hubo en Roma una
auténtica nobleza, aquélla que mostraron en su
vivir cotidiano muchos hombres importantes,
aquélla que pusieron de manifiesto tantos
pequeñoburgueses y plebeyos, la que se adivina en
la modesta corte de Trajano, en la frugalidad de
las comidas que Plinio el Joven y los poetas
ofrecían a sus amigos, en las cenae sin malicia de
los devotos de Diana y An-tinoo, donde todos se
abrazaban como hermanos y, ante todo, en los
serenos ágapes en que los cristianos, elevando su
alma a Dios mientras alimentaban su cuerpo, antes
del descenso de la noche se testimoniaban el amor
digno de los hijos del «Padre que está en los
cielos», y experimentaban en su gozosa humildad
el placer de sentirse mirados por una presencia
divina.
NOTAS

PRÓLOGO
1 2
Juvenal, XI, 78-79. Ibid,., XI, 99.

CAPÍTULO I

ESPLENDOR, SUPERFICIE Y POBLACIÓN DE


LA URBS
1 Para la descripción del Forum de Trajano, remitirse a la excelente

monografía que CORRA-DO RlCCI publicó en 1934 acerca de


los Forums imperiales. También es interesante el excelente capítulo
que sobre el tema ROBERTO PARIBENI insertó en el tomo II
de su Optimus Princeps, anterior a las últimas excavaciones.

2 Para el tema de la población de Roma me limitaré a recomendar la clásica

obra de B ELOCH, Die Bevólkerung der Griechisch-Rómischen


Welt, y las páginas que FERDINAND LOT le dedica en su bello libro
La fin du Monde

Antique, en el que hallamos una


completa bibliografía hasta 1925. Me he permitido añadir las
conclusiones de mis propias investigaciones, publicadas en prensa
en la Revista Roma (1938), en Misceláneas Martroye y
Misceláneas Dussand.

3 Para el tema de las catorce regiones, cf. los dos volúmenes

de CLEMENTI, Roma, 1933; para más información sobre el


pome-rium, la llamada muralla serviana, o muros aurelianos: cf. los
artículos del Dictionnaire topographi-que de PLATNER-SHBY;
acerca del pomerium, completar con el artículo de Michel
Labrousse Mé-langes d’Archéologie et d’Histoi-

re publicadas por la Escuela francesa en Roma, volumen de 1937;


para la muralla de Aureliano ver la monografía de
RICHMOND, The City Wall of Imperial Rome, Oxford, 1930; y
para la muralla serviana consultar la obra admirable de G.
SAEFLUND, Le Mura di Roma repubblicana, Lund, 1932.

4 Dig., L., 16, 2, 87 (Alfenus); cf. 154.

5 Acerca del Curiosum y la

Notitia, publicados en Urlichs; cf. el estudio de ARVAS T


NORTH, Prolegomena till den Romerska Regionskatalogen,
Lund, 1937.
6
OATES, quien después de Ferdinand Lot retomó el problema de
la población de Roma en Classical Philology, 1934, pp. 101-116;
estableció la población urbana del Alto Imperio en 1.250.000 almas.

7 Marcial, Ep., XII, 9, 1-2.

CAPITULO II

LAS CASAS Y LAS CALLES, GRANDEZAS Y


MISERIAS DE LA ANTIGÜEDAD
1 Consultar, en última instancia, la rica disertación de G. Lu-GLI, Aspetti

urbanistici di Roma antica, en los Rendiconti della Pontifica


Accademia di archeolo-gia romana, XIII. pp. 73-98. Acerca de
los orígenes de la inra-la, cf. AGNES K. LAKE, «The origin of the
roman house», en Am. Journal of Archaeology, 1937, pp. 597-
601. Acerca de su verdadera naturaleza, consultar a G. CALZA en
su ya clásica memoria Rendiconti dei lincei, 1917.

2
Tito Livio, XXI, 62.

3 Cicerón, De leg. Agr., II,

96.
4
Vitruvio, II, 3, 63-65.

5 Sobre la legislación de Augusto, cf. ESTRABÓN, V, 3, 7; XVI, 2,

23; TÁCITO, Hist., 2, 71; AULUS GELLIUS , XV, 1,2; M ARCIAL, Ep.,
I, 117, 7.

6
Estrabón, XVI, 2, 23.

7 Juvenal, Sat., Ill, 190 y ss.

8
Aulus Gellius, XV, 1, 9.

9
Aelius Aristides, Or., XIV, 1, p. 323. Dindorf.

IU
Sobre la legislación de Tra-jano, cf. AURELIUS VICTOR,
Epitome, 13, 13. Statuens ne domo-rum altitutudo exsuperaret
pedes lx. Cf. Dig. XXXIX, I, 1, 17, y Código Just., VIII, 10, 1.

11
Tertuliano, Adv. Val., 7.

12 Juvenal, Sat., Ill, 197. Los edificios de la Biberática y de


la Scala del Ara Caeli tenían cinco pisos.

13
Cf. Cicerón, Pro Caelio, VII, 17.
14 Acerca de las bellas villas de las afueras, cf. MARCIAL, I, 108, 2-
4; VII, 61, 1-6. El encantador epigrama de Marcial, X, 79, prueba
que sus propietarios no siempre lograban aislarse.

15 Para las comparaciones en-

tre la época antigua y la época actual, consultar el interesante


artículo de BOETHIUS en los Scritti in onore di B. Nogara,
Roma, 1937.

16 Plinio, N. H., XIX, 59; cf. Marcial, XI, 18.

17 Vitruvio, II, 8, 17.

18 Dig., XIX, 2, 30.

19 J UVENAL, XIV, 305, y III, 196.

20
ULPIANO, en Dig., I, 15-2.

21 En cuanto a los escasos enseres que poseían los pobres,

cf. M ARCIAL, XII, 32.

22 Acerca de este lujo, cf. CU-MONT, Egypte des


Astrologues, Bruselas, 1937, p. 100, n. 6.
23 Para más detalles sobre la vajilla, cf. M ARCIAL, VII, 53.

24 Sobre la riqueza del mobiliario romano, cf. MARCIAL, VI, 94; XI,

22; XI, 66; JUVENAL, XI, 120, etc.

25 Las ventanas con cristales, muy escasas en Italia, eran habituales en


las villae de la Galia (cf. CUMONT, Comment la Belgique fut
romanisée, p. 44, n. 3). Sobre las copas de vidrio pintado importadas
a Roma de Siria en el primer siglo de nuestra era,
cf. SlLVESTRlNl, «La coppa vitrae gre-co-alessandrina di
Locamo», Bull. d’Arte, 1938, pp. 490-493, obra que nos remite a la
bibliografía anterior y especialmente a la glosa fundamental de Et.
Michon en el Bulletin de la Société des Anti-quaires de 1913.

26 PLINIO EL J OVEN, Ep., II, 17, 16 y 22; cf. VII, 21, 2, y IX, 36,
1, y APULEYO, Met., II, 23.

27 En la Galia, donde el sistema de calefacción estaba perfeccionado, la


asfixia por hidróxido

de carbono era muy frecuente. Juliano está a punto de morir


en Lutecia a causa de esto (Misopo-gon, 341 D).

28 Acerca del aqua Traiana, consultar el texto sobre Ostia

comentado por mí en los C. R. Ac. Insc., 1932, p. 378; aquam


suo nomine tota Urbe salientem dedi-cavit (Traianus).

29
PLAUTO, Cas., I, 30, y passim.

30 Marcial, IX, 18 (hay que decir que Marcial sólo tenía


bomba de agua en su casa de campo). Plinio el Joven (Ep., II,
17, 25) sólo tenía pozo en su villa.

31
Juvenal, VI, 332.

32
PABLO, en Dig., Ill, 6, 58; cf. PAPINIANUS, en
Dig., XXXIII, 7, 12, 42.

33
Pablo, en Dig., I, 15, 3, 3-5.

34 Acerca de las conducciones de bajada, cf. mi artículo «Le Quartier des


docks á Ostia», en las Mélanges d’Archéologie et d’His-toire de
1910. El sistema de evacuación directa a la cloaca es relativamente
moderno en nuestras capitales. En tiempos del Segundo Imperio
francés, el vaciado de las fosas de residuos parisinas todavía era una
operación corriente.

35 M ARCIAL, XI, 77, 1-3:

In omnibus Vacerra quod con-[clavibus


Consumit horas et die toto sedet Cenaturit Vacerra non
cacaturit.

En el siglo XVIII, Felipe V e Isabel Farnesio tenían por costumbre


ir juntos al retrete; y tengo noticias de que estos «cómodos dos
plazas» aún existían en Ypres en 1914.

36 Acerca de la diosa de la felicidad, consultar mi artículo en el Journal

des Savants, 1911, p. 456, así como en el MeyáXr] Ttr/jl tov


(kxLavíav de las termas de Dura (cf. Excavations at Dura, Report
VI, New-Haven, p. 105). En mi reciente visita a las ruinas de
Tripolitania, el profesor Capu-to tuvo la amabilidad de señalarme la
presencia de una escultura de Esculapio en las letrinas de Leptis
Magna y otra de Baco en las letrinas contiguas a los baños de
Sabratha. Acerca de los siete sabios de Grecia y las
letrinas, consultar los resultados de las excavaciones de Calza en
Ostia.

37 Para más información de las fosas situadas bajo las


escaleras, especialmente las de la insula Ser-toriana, cf. C.I.L., VI,
29, 791.

38
Sobre el lacus, ver Tito Ll-VIO, XXXIV, 44, 5;
LUCRECIO, VI, 1022; J UVENAL, VI, 602, y mi artículo
publicado en Mémoires de la Société des Antiquaires de 1928
(cf. Cumont, Egypte des Astrologues, p. 187, n. 1).
39
Juvenal, III, 271.

40
Ulpiano en Dig., IX, 3, 5 y 7. Consultar, asimismo, la
jurisprudencia de la época de los Antoninos: CAIUS, en Dig.,
LIV, 7, 5, 18.

41 Acerca de los alquileres, cf. Dig., XIX, 2, 30 y 58;

DlODORO, XXXI, 18, 1; SUETONIO, Caes., 38; J UVENAL, III,


223.

42 Para mayor información sobre la insula administrado por

el procurator Bargates, cf. PETRO-NIO, Sat., 95.

43
Consultar los excelentes artículos via y vicus, de M.
BES-NIER y A. GRENIER, respectivamente, Dictionnaire
des Antiqui-tés, de SAGLIO y POTTIER (citado más abajo,
D.A.).

44 PLINIO, N. H., III, 66.

45 TÁCITO, Ann., XV, 38 y 43.

46 Sobre la anchura exigida para los maeniana, cf. Cód. Just., VIII,
10, 12.
47 La costumbre de tirar la basura en la puerta de los edificios ha
subsistido en Roma hasta 1870.

48 Varron, L. L., V, 158.

49 Marcial, VII, 61.

50 M ARCIAL, ibid.

31 París no tuvo faroles de aceite hasta 1765.

52 J UVENAL, III, 246.

53 J UVENAL, III, 271 y ss.

54
Petronio, Sat., 79.

55
Sobre el ajetreo diurno de Roma, cf. SÉNECA, De clem.,
I, 6; M ARCIAL, I, 41, y XII, 57.

56 Leer el artículo funus de Ed. Cup en D. A. y consultar los


bajorrelieves de Preturo en Aquila.

57 SUETONIO, Claud., 25, 2; H. A., Anton. Phil., 23, 8;


Adr., 22, 6.
58 M ARCIAL, IV, 64.

59 J UVENAL, III, 236 y ss.

CAPÍTULO III

LA SOCIEDAD: SUS CASTAS Y EL PODER


DEL DINERO
1 Cf. J UVENAL, III, 62 y ss.; SÉNECA, Cons, ad Helv., VI, 2

y 3; LUCANO, Phars., VII, 404-405, y los autores citados


por DENIS VAN B ERCHEM , Les distributions de blé et d’argent
d la plebe romaine sous l’Empire, Ginebra, 1939, p. 59.

2 J UVENAL, XIV, 26; I, 92; VI, 475; XIV, 17.

3 Marcial, VIII, 23; ver su tierno epitafio a Demetrius, I, 101.

4 PLINIO EL J OVEN, I, 21, 2; VIII, 16; I, 4, 3; VIII, 1,2; V, 19; I,


12, 7; IX, 36, 4; III, 14, 3.

5 Apiano, B. C, II, 120.

6 Para consultar estas cifras, cf. TENNEY FRANK, «Races mixtures in


the Roman Empire», en la American historical Review, XXI, 1916,
pp. 689-708.

7 Sobre el valor del testimonio de Critón, ver mi escrito Points de vue


sur l’imperialisme romain, cap. II.

8 C.I.L., VIII, 10.070 y 14.464.

9 J UVENAL, III, 131-132.

10 M ARCIAL, XIII, 12.

11 Un esclavo por cada dos hombres libres en Pérgamo, según testimonio


de Galeno (V, 49 Kuhn), quien vivió del 136 al 202.

12 J UVENAL, IX, 140.

13 J UVENAL, XIV, 322-329.

14 M ARCIAL, VII, 73; IV, 37;

XII, 10.
15 Liberalidades testamentarias de Plinio el Joven en C.I.L., V, 5.262.
16 PLINIO EL J OVEN, Ep., II, 4,

3.

17
Petronio, Sát., 71.

18
Sobre el final de la segunda guerra contra los dacios, cf.
el artículo de Degrassi, en los Ren-diconti dell’Accademia
pontificia, 1937.

19 Acerca de los tesoros de Decébalo, evaluados en 500 millones, cf. mi


Points de vue sur l’imperialisme romain, cap. II. Consultar,
asimismo, la monografía publicada en la recopilación de textos de la
Universidad de El Cairo, de P. GRAINDOR, bajo el título Un
milliardaire antique: Hérode Atticus.

20
Marcial, XII, 97.

21
Juvenal, III, 167.

22 M ARCIAL, VII, 53.

23 J UVENAL, VII, 141.

24
Petronio, Sat., 47 y 37.
25
Para la ley Fufia Caninia, cf. Gaius, I, 47.

26 PLINIO, N. H., XXXIII, 135.

27 ATENEO, VI, 104.

28
Para más información sobre sueldos y rangos, ver las
memorias ya clásicas de VON Domas-ZEWSKI, Der
Truppensold der Kaiserzeit, en los Neue Heildel-berg Iabrb.,
de 1900, y por supuesto, Die Rangordmung im ró-

mischen Heere, en los Bonner Iahrb., de 1908, especialmente


las páginas 111, 118 y 139.

29
Marcial, IV, 46, y V, 56,

30
Marcial, VI, 8.

31
Marcial, X, 47.

CAPÍTULO IV

EL MATRIMONIO, LA MUJER Y LA FAMILIA:


VIRTUDES Y VICIOS
1 GAIUS, Institutes, III, 17. Acerca de la patria potestas y
la autoridad paterna, cf., en último término, las memorias de
Kaser, en la Zeitschrift der Savigy, Rom. Abt., 1938, pp. 67-87 y
88-135.

2 CICERÓN, De Off., 1,17, 54.

3
O devorados por los perros vagabundos, cf. CUMONT,
Egyp-te des Astrologues, 187, n. 2.

4 Acerca de estas estadísticas, cf. mi artículo en la R. E. A., 1921, sobre

la diatriba de Muso-NIUS RUFUS , r]ávT« ta Yivóptvu téxva


06eitttov, cf. el Pap. Harr.,

1. Publicado por J. ENOCH POWELL, Archiv f.


Papyrusfors-chung, 1937, pp. 175-178.

5 Ejemplo de Adriano, ap. Dig., XLVIII, 9, 5.

6 Ejemplo de Trajano, ap. Dig., XXXVII, 12, 5.

7
Marciano, en tiempos de Alejandro Severo, en
Dig., XLVIII, 9, 5.

8 PLINIO EL J OVEN, Ep., IX,


12, 1.

9 M ARCIAL, III, 10.


PLINIO EL J OVEN, Ep., IV,

2, 3.

11 Plinio el Joven, Ep., I, 9, 1-2.

12 Para más información acer

ca de los regalos de esponsales, cf. ULPIANO, en Dig., XVI,


3, 25 pr.

13
Acerca de la relación entre el anillo y las arras, cf.
PLINIO, N. H., XXXIII, 28.

14
En Juvenal, VI, 25 y ss., sólo la prometida recibe el
anillo. Cf. Tertuliano, Apol., 6.

15
Aulus Gellius, X, 10.

16 Acerca de estos detalles, cf. CÁTULO, 61; FESTUS, p. 63,

M.; Ovidio, Met., X, 1; Plinio, N. H., VIII, 194; XV, 86;


XXVIII, 63; PLUT., QU. Rom., XXX y XXXI; Juvenal, VI, 227,
y X, 330; CLAUDIANO, XIII, 1; XXXI, 96; XXXV, 328. Sobre
el rito del umbral, cf. ROSE, The Roman questions of
Plutarch, 1924, p. 101 y ss.

17 Duchesne, Origines du cuite chrétien, p. 455.

18 LUCANO, Phars., II, 370-371.

19 Sobre la arcaica situación de «inferioridad» de la mujer, cf. GAIUS, 1,


144: Veteres emm vo-luerunt feminas etiamsi perfectae aetatis
sint propter animi levita-tem in tutela esse. Ver
también CICERÓN, Pro Mur., XII, 27: Mulieres omnes propter
infirmita-

tem consilio maiores in tutorum potestate esse voluerunt.

20 Acerca de los tutores legítimos, más tarde sustituibles y con el tiempo


eliminados, cf. GAIUS, I, 173-174 y 115, 145 y 157.

21 Acerca de la cita de JULIANO en el Dig., XXIII, 1, 11,

consultar ULPIANO, también en el Dig., L, 17, 30; Nuptias non


concúbitos sed consensus facit.

22 Cf. Ch. FÁVEZ, «Un féminis-te romain: C. Musonius Rufus», en el


Bull. Soc. Et. des Lettres de Lausanne, octubre 1933, pp. 1-9.

23 Sobre Sextia y Paxea, cf. TÁ CITO, Ann., VI, 29.

24 Sobre Paulina, cf. TÁCITO, Ann., XV, 62, y J.

CARCOPINO, «Choses et gens du pays d’Arles», en la Revue du


Lyonnais, 1922, y Points de vue sur Pimpérialisme romain, pp.
247-248.

25 Sobre Arria la Mayor, cf. PLINIO EL J OVEN, Ep., III, 16.

26 Sobre Arria la Joven, cf. TÁ CITO, Ann., XVI, 34.

27 PLINIO EL J OVEN, Ep., VI, 24.

28 Cf. M ARCIAL, XI, 53 (acerca de Claudia Rufina); IV, 75 (sobre


Nigrina); X, 35, así como X, 38 (sobre Sulpicia).

29 Sobre la mujer de Macrinus, cf. PLINIO EL J OVEN, Ep., VIII, 5.

30 Elogio de Calpurnia, cf. PLINIO EL J OVEN, Ep., IV, 19.

31 Cf. PLINIO EL J OVEN, Ep., VI, 4, y VII, 7.

32 Sobre el matrimonio de conveniencia, cf. PLINIO EL JOVEN,


Ep., I, 14.

33 Sobre las habitaciones de PLINIO EL J OVEN, Ep., IX, 36.

34 Sobre el abortus de Calpur

nia, cf. PLINIO EL J OVEN, Ep., VII, 10, y VIII, 11.

35 J UVENAL, VI, 243-247; 398-412; 434-456.

36
Plinio el Joven, Ep., 1,16,

6.

37 J UVENAL, I, 22-23, 61-62.

38 J UVENAL, VI, 246-264.

39 J UVENAL, VI, 301-305 y 426-433.

40 J UVENAL, VI, 509.

41 J UVENAL, VI, 282-284.


42 PLINIO EL J OVEN, Ep., VI, 31.

43 J UVENAL, XI, 183.

44
Catón, Aulus Gellius, X, 23; cf. QUINTILIANO, V,
10, 104. Acerca de la lex Iulia de adulteriis, cf. PABLO, Sent.,
II, 26, 4 y 14; MODESTINUS en el Dig., XXIII, 2, 26;
ULPIANO en el Dig., XXV, 7, 1, 2; Collatio, IV, 12, 3 y 7;
Marcial, II, 39, y Juvenal, II, 70.

45 M ARCIAL, Ep., IV, 4.

46
Juvenal, Sat., II, 29-31.

47 Acerca de SEPTIMIO SEVERO, cf. DION CAS S IUS , LXXVI, 16, 4:

evexx^-i P£ v xo_it) fxr) 0(ü(p0ovi3oiv 05 xai Jieoi xíjc potyeta?


vopobexrjQaí uva.

48 Sobre el texto de las Doce Tablas, cf. CICERÓN, Phil.,


II, 28, 69.

49
Acerca de AnTONIUS, eliminado del album senatorial
por los censores del año 307, cf. Val. MÁX., II, 9, 2.
50 Acerca de Sp. Carvilius Ruga, cf. VALERIANO M ÁXIMO, II, 1, 4 y

AULUS GELLIUS , X, 15.

51 Ver texto de VALERIANO M ÁXIMO, VI, 3, 10-12. Entre


los nombres que cita, uno de ellos nos es completamente desconocí-

do (Q. Antistius Vetus); los otros dos podrían corresponder a


personajes de la segunda mitad del siglo III a. C. (entre el año 293
y el 218), si es cierto que los ejemplos tomados por Valerio Máximo
son de la segunda década de Tito Livio, texto que no ha llegado
hasta nosotros.

52 En el matrimonio cum manu, la mujer alcanzó con el tiempo los


mismos derechos: Cf. GAIUS, I, 137 A.

53 Sobre el quinto matrimonio de Sila, ver mi obra Sylla ou

la monarchie manquee, p. 217.

54 Acerca de los divorcios de Pompeyo, cf. Ibid., p. 190-191,

y PLUTARCO, Pompeyo, IV, X.

55 Sobre el divorcio de César, cf. mi obra César, p. 667.

56 Sobre el divorcio de Catón de Utica, cf. PLUTARCO, Cato min.,


XXXVI, LII.
57 Sobre el divorcio de Cicerón, cf. la antología de textos

de WEINSTOCK P. W., Va, c. 714-716.

58 Sobre la ruptura de esponsales, cf. SuETONlO, Aug., 34; sobre

las leyes de Augusto, cf. PABLO en el Dig., XXIV, 29, y GAIUS,


II, 62 y 63. En general, comparto el punto de vista de EDOUARD
CUQ., en Institutions, p. 182, sobre las consecuencias de las «leyes
Julianas».

59 Sobre las retenciones de la dote, cuyo uso se remonta a finales de la

República, cf. Dig.,

XXIII, 3, 73; I, 1, 8; XXIV, 3, 47; XXV, 2, 3, 3; 5, 18; ULPIA-


NO, Reg., VI, 9-12, y VII, 1 y ss., etc. Para la aplicación a
nuestra época, cf. PLINIO, N. H., XIV, 14.

60 HORACIO, Od., III, 24, 19.

61 Para los obstáculos de la gestión marital fuera de Italia, cf. PABLO,


Sent., II, 21b, 2, y JUSTI-NIANO, Inst., II, 8 (comparar con el
texto de GAIUS anteriormente citado).

62 Sobre el procurator, cf. M ARCIAL, V, 61.


63
Juvenal, V, 212.

64
Juvenal, VI, 460.

65 M ARCIAL, VIII, 12, 1-2.

66 J UVENAL, VI, 142 y ss.

67 GAIUS, en el Dig., XXIV, 2, 2, 1.

68 J UVENAL, VI, 225-228.

69 M ARCIAL, VI, 7.

70 JAVOLENUS, en el Dig.,

XXIV, 3, 64.

71 GAIUS , en el Dig., XXIV, 1, 61.

72 SÉNECA, De benef., III, 16,

2.

73 Acerca de la dominación de la mujer, cf. JUVENAL, VI,


224; imperat ergo vire, y 341: Vidua est locuples quae nupsit
avaro.

74 Acerca de la familia romana en la época de la República, cf. la excelente

monografía de R. PARI-BENI, La famiglia romana, Roma, 1929.

75 M ARCIAL, VI, 7, 5.

CAPÍTULO V

LA EDUCACIÓN, LA CULTURA Y LAS


CREENCIAS: LUCES Y SOMBRAS
1 Sobre el concubinato, remitirse en última instancia a la tesis de
PLAS S ARD, Toulouse, 1921.

2 Acerca del concubinato de Marco Aurelio, cf. CASS. Dio., LXXI, 29,

1; H. Aug. M. Ant. ph., 29, 10. Vespasiano se adelantó al «filósofo»


cuando, después de quedarse viudo, tomó como concubina a la
liberta Caenis, cf. SUETONIO, Vesp., 3.

3
Punió el Joven, Ep., III, 14, 3.

4
Marcial, VIII, 71, 6; VII, 64, 1-2; VI, 39, y XII, 58.
5 Acerca de las «lobas», cf. JUVENAL, III, 66; M ARCIAL, I, 35, 8,
etc.

6
Sobre Catón, cf. PLUTARCO, Cato mai., XX, Dig., XL, 30,
3, 5: decretis divi Pii optinuit mater ut sine deminutione patriae
potes-tatis apud eam filias moraretur.

7 En cuanto a la elección del pedagogo de Corelliá, cf. PLINIO EL

J OVEN, Ep., III, 3, 3, y ss. Sobre la educación de la primera


infancia a cargo de los esclavos, cf. TÁCITO, Dial, de Or., 29.

8 Sobre los «clubs» de mujeres frecuentados en Roma a partir del siglo i


(SUETONIO, Galba, V, 1) hasta el siglo V (S. JERÓNIMO, Ep.,
43, 3), cf. C.LL., VI, 997, y XIV, 2, 120.

9
Sobre Ummidia, cf. PLINIO el Joven, Ep., VII, 24.

10 PLAUTO, las Bacchides, I, 2;

cf. BoiSSIER, Fin du paganisme, I, p. 149.

11
Acerca de la retribución de los pedagogos, cf.
HORACIO, Sát., I, 6, 75; OVIDIO, Los fastos, III, 829; C. I. L.,
X, 3, 969.
12 Sobre el plagosas Orbilius, cf. HORACIO, Ep., II, 1, 70;

acerca de sus sucesores, JUVENAL, I, 15; M ARCIAL, X, 62, 10.

13 Sobre el maestro de Faleria, cf. LIV, V, 27, 1, historia evidentemente


inventada (cf. DlOD., XIV, 95, 6).

14 Sobre la educación romana, consultar fundamentalmente A. GWINN,


Roman Education from Cicero to Quintiliano, Oxford, 1926.

15 La primera escuela pública fue fundada por TEODOSIO II, Cód.

Teod., VI, 1, 1.

16 QUINTILIANO, I, 3, 1.

17
Sobre los métodos de lectura, cf. Quintiliano, I, 1, 26.

18
Sobre los métodos de escritura, cf. SÉNECA, Ep., 94, 51.

19 Sobre los ábacos, cf. el D. A.

20 C. I. L., II, 5, 181, 1, 57: ludi magistros a proc

(uratore) metallorum immunes es (se placet). La importancia de


los privilegios a los maestros quedó disminuida por el hecho de
haberse publicado después que los de pregoneros, zapateros,
barberos, etc.
21 Sobre los alfabetos de mar

fil y de confitería, cf. QuiNTlLlA-

NO, I, 1, 25. Acerca del pedagogo de Herodes Atticus, cf.


Phi-LOSTR., Vit. Soph., II, 1, 10.

22 VEGECIO, De re mil., II, 19.

23
Apuleyo, Floride, 20.

24
Aulus Gellius, XV, 11.

25
Ver mi obra César, p. 974, y los tratados de CICERÓN.

26 Acerca de la política «intelectual» de Vespasiano, cf. la inscripción de

Pérgamo publicada por HERTZOG en los Sitzungsber der


Preussischen Akademie, XXXII, 1935, pp. 967-1 910, y comentada
por ATTILIO Levi en Romana, 1937, pp. 361-367.

27 SUETONIO, De gramm., 1, 2, y Rhet., 1.

28 Un buen ejemplo del ridículo al que generalmente se exponían los


filósofos nos lo ofrece la parodia escatológica de la enseñanza de los «Siete
Sabios» en las pinturas de las termas recientemente descubiertas en Ostia
(cf. supra, p. 323, n. 36).

29 Cf. mi obra César, pp. 974-975, y el artículo de M. MA-RROU

en las Mélanges de Rome, de 1933.

30 Sobre los niños prodigio de la Roma imperial, cf.


MARROU, Movcn/óg áv-T]E. París, 1937, pp. 196-207.

31
MARROU, Saint-Augustin et la fin de la culture antique,
París, 1937, cap. II.

32Acerca de la «afición por lo griego» del siglo II, cf.


MARCIAL, X, 68; J UVENAL, I, 185-196.

33 Acerca de Luciano y sus giras remuneradas, cf. la tesis plenamente


actual de MAURICE CROISET.

34 Sobre la introducción del la

tín en la Iglesia romana en sustitución del griego, cf. P.


M ON-CEAUX, Histoire de la littérature chrétienne, p. 42;
PuECH, Histoire de la littérature grecque chrétienne, II, p. 8.
Sobre el medievo de mediados del siglo III, cf. las bellas páginas
iniciales del manual de Critique verbale de LOUIS HAVET.
Acerca de la débil influencia helenística del África romana, cf. el
libro de THIELING, Der Hellenismus in Kleinafrika, Leipzig-Berlín,
1911. Por otra parte, sería fácil probar que la liturgia de los judíos
romanos y la de los dionisíacos de Torre Nova, se desarrollaban
también en griego. Para los primeros, ver el Re-cueil de FREY, y
para los segundos, VOGLIANO y CUMONT, American Journal
of Arch., 1933, pp. 215 y ss.

35 Acerca de Q. Sulpicius Maximus, cf. /. G., XIV, 2 012.

36 Acerca del hijo de Delma-tius, cf. C. I. L., VI, 33, 929. Otro ejemplo:

C. I. L., XI, 6, 435.

37 Para más detalles véase el esbozo del Bulletin de la

Société Frangaise de Pédagogie, marzo de 1928, pp. 15-19; las


obras de GWYNN y de MARROU ya citadas.

38 Sobre Caecilius Epirota, cf. P. W., III, c. 1, 201.

39 Sobre la «ciencia» de Juba, cf. GS ELL, Histoire ancienne

de l’Áfrique, VIII, pp. 262-263. Sobre Cirta, cf. SALL, De bell


lug., XXI, 2. Acerca de la actitud negativa de la Antigüedad hacia
la ciencia positiva, cf. P. M. SCHUHL, Machinisme et
philosophic, París, 1938, pp. 1 y ss.
40 TÁCITO, Dial, de Or., XXXVI, 1.

41 Sobre Hermágoras, cf. P. W., VIII, c. 693-695.

42 Es muy interesante la obra de E. Jullien, Les professeurs

de Littérature dans l’ancienne Rome, París, 1885, en especial


los capítulos VI-VIII.

43 SUETONIO, De rhet., II, 11, cf. DlÓMEDES, De


declinatione exercitationis chriarum.

44
QuiNTILIANO, I, 9, 3.

45
SUETONIO, De Gramm., 5: veteres grammatici et
rhetoricam docebant.

46
SUETONIO, Rhet., I.

47
Acerca de esta pretendida actio de moribus, cf.
Mommsen, Droit Pénal, III, p. 88.

48 AULUS GELLIUS , XVII, 12.

49 Contra M ARROU, Saint Augustin et la fin de la culture

antique, pp. 53-54. DERATANI, Rev. Phil., 1929, pp. 184-189,


advierte que para «encontrar algo de realismo en estas
declamaciones había que mirarlas con lupa».

50 SÉNECA, Ep., 106, 12.

51 PETRONIO, Sat., 1.

5’
TÁCITO, Dial, de Or., XXXV, 4-5.

53 J UVENAL, VII, 150 y ss.

54 Sobre el profundo materialismo que testimonian muchos de los


epitafios, cf. los hallazgos epigráficos de B RELICH, Aspetti delia morte
nelle inscrizioni sepol-trali dell’impero romano, Budapest, 1937,
pp. 59 y ss.

55 Sobre este análisis de la religión oficial romana, leer la admirable página

de CUMONT, Les

religions orientales dans le paga-

nisme romain 4, París 6, 1929, pp. 25-27.

56 B OIS S IER, La religion ro-maine dAuguste aux Antonins, II,


pp. 141-142.
57 J UVENAL, XII, 1-15.

58 J UVENAL, II, 149-152.

59
Ver PETRONIO, 44. El equivalente «pieds nickeles»
para pedes lanatos es de ERNOUT. Yo me he permitido
buscar otro para nemo lovem pilifacit en el mismo pasaje.

60
Tácito, Hist., V, 5; Germ., IX.

61 B OIS S IER, La religion ro-maine, II, p. 171.

62 PLINIO EL J OVEN, Ep., VIII,

8.

63 PLINIO EL J OVEN, Ep., IX, 39.

64 PLINIO EL J OVEN, Ep., IV,

8.

65 Los emperadores ya no gozaron de culto divino: cf. sobre las palabras

de Vespasiano, SUETONIO, Vesp., 3; sobre las horribles palabras


de Caracalla hacia su hermano, ver H. A., Geta, 2. (Geta sit divus
dum non sit vi-vus.)

66
PLINIO EL J OVEN, Pan., XI,

3.

67 La domus divina, mencionada excepcionalmente en la época de

Tiberio (C. I. L., XIII, 4, 635), quizá en el año 31 (M. P. Charles


Worth, Harv. Theol, Rev., XXIX, 1936, p. 112, n. 14; cf. PIPPIDI,
Rivista Claccica, XI-XII, 1939-1940, p. 250), aparece con
frecuencia en las inscripciones del tiempo de Domiciano. Ahora bien,
con Nerva, soltero,

no había domus.
68 Ver, por ejemplo, la oposición entre el formulario de la inscripción de
Rabat, publicado por mí en las Mélanges de Rome, 1931, y el de la
inscripción de Ain el Djémala, también publicadas por mí, ibid., en
1906.

69 PUNIO, Pan., XIV, 1.

70 Sobre el carácter de thiasus de las escuelas filosóficas griegas, ver

el libro de BOYANCE sobre Le cuite des Muses, París, 1937.


La hermandad epicúrea de Atenas estuvo sufragada por Adriano.
71 J. BlDEZ, La cité du monde et du soled chez les stoidens,
París, 1932.

72 Sobre el alejandrinismo de los neopitagóricos de Roma, cf. el capítulo

de mi obra Basilique consacré a Nigidius Figulus.

73 La prueba de la frontera moral establecida en los Estados de los


diadocos reside, en especial, en lo que conocemos sobre Timoteo,
hierofante de Eleusis, reformador del culto de Attis y fundador del culto a
Serapis a finales del siglo IV a. C.

74 Acerca de este culto en Capua, cf. Notizie degli Scavi, 1924, p.

361; en Roma, C. I. L., VI, 732, aunque el culto a Mithra


no resucitó, continuó representando a un dios mediador y salvador.

75
Sobre la «simbiosis» de los cultos orientales, cf.
CUMONT, op. cit., pp. 52 y 291, y, más recientemente, Alda
Levi, La patera d’argento di Parabiago, Roma, 1936.

76 J UVENAL, VI, 550, 553, 585.

77 Ibid., 553-534; 540-541; 548-549.

78 Ibid., 511-512.
79 Ibid., 314-317. Se trata de los misterios de Bona Dea,
cuyas reglas están evidentemente influenciadas por el carácter
orgiástico oriental.

80
Juvenal, Sat., 522-529.

'' J UVENAL, Sat., VI, 570 y ss.

’ l’LTRONIO, 39, 62 y 74.

83
Tácito, Hist., II, 50; cf. BOISSIER, Tácito, p. 146.

84
Punió el J OVEN, Ep., 1,18; II, 20; VII, 27.

85
Cf. R. P. LAGRANGE, Revue biblique, 1919, p. 480.

86 Ver Fr. CUMONT, Religions orientales, pp. 15 y 26.

87 J UVENAL, X, 350.

88 PERS IO, II, 70-75.

89 ESTACIO, Silvas, I, 4, 128-131. En el período precedente, la


oración del estoico Demetrius, transmitida por SÉNECA, De
Provid., V, 5, es de tan profunda inspiración que el R. P. Delechaye
no duda en compararla con el Susdpo que pone fin a los Ejerríáos
Espirituales de San Ignacio (Légendes bag., 1905, p. 170, n. 1).

90 Sobre el culto de salvación de Antinoo, cf.


DlETRlCHSON, Antinoos, Oslo, 1984, cuyas conclusiones me
parecen aún más satisfactorias que las de PIRRO MARCONI,
Antinoo, en los Mo-numenti dei Lincei, XXIX, 1923, pp. 297-300.
En el museo de Lep-tis Magna reparé en una estatua de Antinoo
restaurada con la corona de hiedra de Baco y los atributos de Apolo.

91 Sobre el collegium salutare de los dendrophori de Bovillae, cf.

mi artículo de los Rendiconti dell’Accademia pontificia di ar-

cheologia, 1925-1926, pp. 232-246.

92 Sobre el collegium salutare de Lanuvium, cf. C. I. L., XIV, 2,


112.

93 Esta política imperial se desarrolla con Adriano, quien construyó el


doble santuario de Venus y de Roma, y continúa hasta Cómodo,
representado en Marte con la emperatriz Crispina como Venus; quien mejor
la ha definido ha sido AYMARD, en las Melanges de l’Ecole de
Rome, 1934, pp. 194-198.
94
Sobre el «mithracisma» de Cómodo, cf. CUMONT,
Textos y monumentos..., I, p. 281, e Hist. Aug., Comm., 9.

95 Sobre las monedas de Faustina, cf.. Graii.lot, Le cuite de Cybéle,


París, 1913, p. 151.

96 Plinio el Joven, Ep., X, 96.

97 TÁCITO, Ann., XV, 44; SUETONIO, Claud., 25, y


Nerón, 16.

98 Cf. SUETONIO, Claud., 25: Iudaeos, impulsóte Chresto,


assi-due tumultuantes Roma expulit. Acerca de este famoso texto,
ver DUCHES NE, Hist. anc. de l’Egli-se, I, p. 55, y JANNE, en las
Melanges Bidez, Bruselas, 1934, I, pp. 531-532. Los cristianos
no formaron una colonia aparte; cf. ABBE VIELLIARD, Bull. Soc.
An-tiqu., 1937, p. 104.

99 «Adeptos a las costumbres judías», es la fórmula que emplea

Dion Cassius (LXVII, 14) cuando habla de Flavius Clemens.

100 San Pablo, Phil., IV, 22.

101 Sobre Pomponia Graecina, cf. TÁCITO, Ann., XII, 32.


Sobre M. Acilius Glabrio, cf. SueTO-NIO, Dom., 10, y DlON
CASSIUS., LXVII, 12. Sobre Clemens y Do-mitila, cf.
SUETONIO, Dom., 15, y DION CAS S IUS ., LXVII, 14.

102 Sobre el extraño comportamiento observado por Flavius Sa-binus, cf.


TÁCITO, Hist., Ill, 65 y 75: miten virum, abhorrere a sanguine
et caedibus...; in fine vitae alii segnem, multi moderatum et
civium sanguinis parcum credi-dere.

103 Cf. Hale, Revue des Deux Mondes, 15 de enero de 1938,


p. 347.

104 Sobre la segunda Flavia Domitila, cf. DUCHES NE, op. cit., p. 217,

n. 2 (cuando cita a EUSEBIO, Chron. ad, ann. alr., 2, 110, e


Hist. Eccle, III, 18).

105 En los últimos años, la tesis conocida y ya célebre de De Rossi ha

sido rebatida especialmente por P. STYGER, Die rómis-cben


Katakomben, Berlín, 1933.

106 Acerca de la inicial desigualdad del cristianismo, ver

mis observaciones en R. E. L., 1936, pp. 230-231.

107
LOISY, Les mystéres paiens et le mystére chrétien, París,
p. 363.
108
Duchesne, op. cit., p. 198.

CAPÍTULO VI

LAS DIVISIONES DE LA JORNADA, EL


AMANECER

Y EL ASEO
1 Los idus se celebraban el 15 de marzo, mayo, julio y octubre; el

día 13 en los ocho meses restantes; las nonas el día 5 en los meses
en que los idus caían en 13, y los días 7 en los otros meses.

2 Acerca de la semana considerada específicamente romana, cf. Dio.


CAS S . XXXVII, 18, 2.

3 Acerca del día civil de los romanos, griegos y babilonios, cf. VARRO,
ap. M ACROBIO, Sat., 1, 3, 2; AULUS GELLIUS , III, 2, 2.

4 Cf. Horologium en el D. A.

5 Sobre la tardía introducción de las «horas» en Roma, cf.


CEN-SORINUS; De die nat., XXIII, 8. Acerca de la primitiva
división de la jornada en dos partes, cf. PLI-NIO, VII, 212; AULUS
GELLIUS , XVII, 2, 10.
6 Sobre la Graecostasis, cf. VA-RRO, L. L., V, 135. A pesar
del edificio para embajadores, probablemente inventado por el
historiador de Alejandro el Grande, los griegos no mandaron
embajadores a Roma antes de las victorias de Demetrios
Poliorcetes (ES TRABÓN, V, 2, 5).

' Sobre la división de la jornada en 4, cf. CENS ORINUS , De die nat.,


XXIV, 3.

8 Sobre el primer cuadrante solar, que no data del año 293, sino de 263 a.
C., cf. PUNIO, N. H„ VII, 213-214.

9 Cf. PLINIO, Ibid...: donee Q. Marcius Philippus, qui cum L.

Paulo fruit censor, diligentius or-dinamentum iuxta posuit,


idque munus inter censoria opera gratis-sima acceptum est.

10 Cf. Plinio, ibid., 214: nec congruebant ad horas eius li-


neae... paruerunt tamen ei annis undecentum.

11 Sobre el primer reloj de agua instalado en Roma, cf. PLI-NIO, N. H.,


VII, 215.

12 Sobre el gran solarium situado entre el Ara Pads y la columna

Aureliaria, cf. C. I. L., VI, 702, y Plinio, N. H., XXXVI, 73.


13 VITRUVIO, IX, 9, 5.

14 Petronio, Sat., 26 y 71.

15 Séneca, ApokoL, II, 3.

16 Sobre las diferencias del día civil y del día natural, cf.

CENSORINUS, De die nat., XXIII, 2.

17 M ARCIAL, XII, 57.

18 Juvenal, XIV, 59 y ss. Sobre los diferentes tipos de


scopae, cf. Plinio, H. N., XVI, 108; XXIII, 166 HOR.; Sat., II,
4, 81-82; Marcial, XIV, 82. Sobre las escaleras, scalae quae ad
lacu-naria admoveantur, cf. ULPIANO en el Dig., XXXIII, 7,
16.

19 Plinio el Joven, Ep., II, 17.

20
Plinio el Viejo, H. N.,

pr„ 18.

21 AULUS GELLIUS , VI, 10, 5.


22 PERS IO, III, 3.

23 Horacio, Sat., I, 6, 119.

24 Marcial, Ep., XII, 18, 13.

25
Isidoro de Sevilla, XVIII, 20.

26 CICERÓN, Ad. Qu. fr., III, 2, 1; HORAXIO, Serm, II, 1,


102; Frontón, Ep., IV, 6, p. 69 Naber.

27 PLINIO EL J OVEN, Ep., III,

5, 8.

28 Suetonio, Vesp., 21.

29 Sobre el Apoxiomenos de Lisipo y la recién casada de Parr-hasios que

decoraban el cubicu-lum de Tiberio, ver mi artículo «Galles et


archigalles», en las Melanges d’Archéologie et d’Histoi-re, de
1923. No voy a entrar aquí en la controversia suscitada por
el destino de la cámara de los misterios de la villa. Item.
30 ACRO, ad HORACE, Sat., I,

6, 109.

31 Juvenal, VI, 261.

32 M ARCIAL, XIV, •, 9.

33 M ARCIAL, XI, 11, 5; cf. Dig., XXXIV, 2, 27, 5.

34 Acerca de los lechos, cf. supra, p. 50.

35 Acerca del torus, cf. PETRO-NIO, 32 y 78; JUVENAL, VI,

88 y siguientes; MARCIAL, XIV, 90 y 92. El prestigio de las lanas


de Flandes parece remontarse a la antigüedad.

36 Sobre los stragula y operi-menta (u opertoria), cf.

VARRO, L. L., V, 267; SÉNECA, Ep., 87, 2.

37 Sobre los tapetia, cf. MARCIAL, XIV, 147; Dig., XXXIII, 10,

5. Sobre los lodices y la poly-mita, cf. Marcial, XIV, 148 y 150.

38 Sobre el toral, cf. VARRO, L. L., V, 167; Dig., XXXIII, 10, 5.

39 Acerca del significado de todos estos vocablos, cf. D. A.


de SAGLIO y POTTIER.
40 Cuando la vestimenta se componía de licium y de toga,

los romanos sólo se acostaban con la toga (VARRO, ap. Non., 13,
p. 540). Tiempo después, se ponía la toga sobre la cama, según el
rito de la noche de bodas (ARNOBE, adv. Nat., II, 68).

41 M ARCIAL, Ep., XII, 18, 17 y ss.

42 Así Catón de Utica (ASCO-NIUS, p. 30 Or.) y los


Cornelii Cethegi cinctuti, cf. HORACIO, A. P., 50, y
PORPHYRION, h. I.

41 Ver CICERÓN, De Off., I, 35, 129. Las mujeres «luchadoras»

se exhibían con este ridículo atavío. (J UVENAL, VI, 70;


M ARCIAL, VII, 70; M ARCIAL, VII, 67).

44 Salvo, quizá, los trabajadores del campo, de ahí el


nombre de campestria que habitualmente llevan los subligaria
de los obreros (cf. Plinio, N. H., XII, 59).

45 QUINTILIANO, XI, 3, 138.

46 La tunica talaris en los hombres era un signo de


costumbres afeminadas (CICERÓN, Verr., II, IV, 13, 31; 33-86;
In Cat., II, 10, 22 ).

47
Quintiliano, XI, 3, 139.

48
Suetonio, Aug., 82.

49 AULUS GELLIUS , VI, 12,1 y 3; NONIUS, 536, 15.

Contra, AGUSTÍN, De Doctrina Christi, III, 20.

50
Plinio el Joven, Ep., Ill, 5, 15.

51 Sobre la toga y la manera de ponérsela, cf., en última

instancia, VICTOR CHAPOT, «Propos sur la toge», Mém. Antiq. de


France, 1937, pp. 37-66.

52 LÉON HEUZEY, Histoire du

Costume antique, p. 232. Análo-

gas reflexiones en las últimas páginas del libro de MARG


BlEBER, Entwicklung geschichte der grie-chischen Trecht,
Berlín, 1934.

53
Ateneo, V, p. 213 B.
54 TITO LIVIO, III, 26.

55 Ver emperadores que se envolvían en la toga con más o menos gracia


(Caligula en el teatro, Claudio en el tribunal, Nerón en el aedes Vestae, etc.).

56 TERTULIANO, De pall., 5: ita horrinem sarcina vestiat.

57 Cf. JUVENAL, III, 147 y siguientes; Marcial, Ep., I, 103, 5;

VII, 33, 1; X, 11, 5 y 96, 11; XII, 14, 4.

58 Augusto se ponía el amictus desde por la mañana, para

poder hacer frente a cualquier eventualidad (SUETONIO, Aug.,


73).

59 SUETONIO, Claud., 15.

60
Marcial, Ep., XIV, 124.

61 H. A. Comm., 16.

62
Marcial, Ep., X, 51, 6.

63 La Hist. Aug., señala la reacción que hubo bajo el mandato de


Septiminio Severo.
64 J UVENAL, III, 171 y ss.

65 SUETONIO, Vesp., 21.

66 M ARCIAL, Ep., XI, 103, 3-4.

67
SUETONIO, Vesp., 21, y Dom., 16.

68 Ver la palabra Sapo en el ü.

A.

69 AUS ONIO, Ep., 2.

70
SUETONIO, Caes., 45. Cf., más próximo a nosotros está
el aseo de Monsieur de Talleyrand, que se limpia a fondo
rascándose la frente con un cuchillo de plata, pero pasa horas
en manos de su peluquero. (Rev. de Paris, 15 de junio de
1938, p. 884).

71 Acerca de los inconvenien

tes de las tonstrinae en la vía pública, cf. infra, n. 116, la cita


de Fabius Mela en el Dig., IX, 2, 11. Sobre los tonsores de
Suburra, cf. MARCIAL, II, 17; de las Carenas, Horacio, Ep.,
I, 7, 45-51. Los había también junto al Circo, al templo de
Flora: ad Florae tem-plum ad tonsores.

72 SÉNECA, De brev. vitae., XII, 3.

73
A menudo se hacían afeitar después del baño y antes de
la cena. Cf. HORACIO, Sat., I, 7, 45.

74 HORACIO, Sat., I, 7, 3. Ya anteriormente, en el siglo III a.


C., Polibio, III, 20, 5.

75 Cf. Plinio, N. H., H„ XXXV, 112, y Propercio, III, 9, 12.

76
Marcial, VII, 64, 1-2; Juvenal, X, 226. Con
Diocleciano, la tarifa de las sesiones del barbero será de las
más bajas.

77 PLUTARCO, De aud., 8.

78
Acerca de estos términos, cf. PLAUT., Capt., II, 2, 16;
MARCIAL, Ep., XI, 3 q.

79 SUETONIO, Ñero, 51.

80 SUETONIO, Aug., 79.


81
Quintiliano, XII, 10, 47, y Marcial, II, 36, 1.

82 HORACIO, Serm., I, 1, 94.

83 Hist. Aug., Vita Hadriani, 26, 1.

84 M ARCIAL, Ep., X, 83.

85
Acerca de los hombres que se teñían, cf. en MARCIAL,
III, 43, 1-4, el epigrama dedicado a Lae-tinus, quien, en un
abrir y cerrar de ojos, de cisne se convertía en cuervo: Turn
súbito corvus qui modo cycnus eras.

86
Cicerón, In Pis., II.

87
Marcial, Ep., VI, 55.

88 Ibid., II, 12.

89 Ibid., II, 29.

90
Sobre Catón, cf. HORACIO, Od., II, 15, 10.

91 AULUS GELLIUS , III, 4.


92
Sobre César, además del testimonio que nos han dejado
las monedas, que también tenemos de Sila, cf. SUETONIO,
Caes., 46.

93 PUNIO, A. H„ VII, 211.

94 SUETONIO, Caes., 67.

95
Plutarco, Cato min., 53.

96
Plutarco, Ant., 48.

97
SUETONIO, Aug., 23.

98
Cass. Dio, XLVIII, 39, 3. Cf. mi artículo en la Revue
His-tonque, 1929, pp. 228-229.

99 CRINAGORAS en la Anth. VI, 161, 3-4.

100
SUETONIO, Calíg., 10 y Ñero., 12; cf. CASS. Dio,
LXI, 19, i.

101 Notizie degli Scavi, 1900, p. 578.


102
SUETONIO, Ñero., 12.

103 pETRO NIO, 29.

104Cf. barba en el Dictionnai-re de LECLERCQ y


CABROL.

105 J UVENAL, III, 186-188.

106 Ovidio, A. A., I, 517.

107 Séneca, Ep., 77.

108 AULUS GELLIUS , IX, 2 y XII, 8.

109 M ARCIAL, V, 9, 13.

110 Cf. FABIUS M ELA en el Dig., IX, 2, 11.

111 También los esclavos recurrían al barbero (ver la n. 109 y el


reglamento de Vipasca). También estaba prohibido cortarse a sí
mismos las uñas (al menos en las Nundinas, VARRO, fr. 186b;
y Plinio, N. H., XXVIII, 28), y para las mismas razones (cf.
VALERIO Máximo, III, 2,15). Las
escasas navajas halladas en Pom-peya nos recuerdan el
«cuchillo de Janot»; cf. el catálogo de la Mostra Augusta, p.
361.

1,2
Plinio, N. H„ XXXVI, 164.

113 Ibid., 165.

114
Plutarco, Ant., 1, 2. Entre los objetos de tonsor que
aparecen en los bajorrelieves funerarios que han llegado
hasta nosotros, no hay rastro de «brochas» o escudillas. En
vano he buscado la solución al problema en la bibliografía
moderna; ya traten de la vida privada de los romanos o de los
griegos, nuestros libros no se preocupan por investigar
este problema.

115
PETRONIO, 94.

116 Marcial, VI, 52.

117 Fabius Mela en el Dig., IX, 2, 11.

118 SUETONIO, Aug., 79.

1,9
Marcial, VII, 83.
120
Ibid., VIII, 52.

121
Ibid., XI, 84.

122
Plinio, N. H„ XXIX, 114.

123
Marcial, III, 74, 1-4.

124
Ibid., X, 65, 8.

123
Juvenal, XIII, 51 y SCHOL., h. 1.

126
Plinio, N. H., XXVI, 164; cf. XXIII, 21.

127
Cf. Plinio, N. H., XXIV, 79; XXVIII, 250 y 255; XXX, 132
y 133. Habría que añadir la baba de rana (XXXII, 136) y
una mezcla de elementos de brujería (ibid., 135).

128 Plinio, N. H., XXXII, 136: in omniautempsilothro eve-


llendi prius sunt pili.

129 SUETONIO, Caes., 45.

130 M ARCIAL, VIII, 47, 1-2.


131 M ARCIAL, Ep., XI, 23, 6.

132 Ibid., X, 36.

133 PLINIO EL J OVEN, Ep., IX, 36.

134 Ibid., VII, 5.

135
Petronio, 77.

136
Petronio, 47.

137
Marcial, Ep., XI, 104, 7-8: Fascia te tunicae
obscuraque pallia celani. At mibi nulla satis nuda puella iacet.

138 Dig., XXXIV, 2, 25.

139 ESTACIO, Silvas, 1, 2, 15.

140 J UVENAL, VI, 502-503.

141 M ACROBIO, II, 5, 7.

142 J UVENAL, VI, 486 y ss.


143 M ARCIAL, II, 66.

144 Sobre el sapo, cf. en particular PLINIO, N. H., XXVIII, 191, y

M ARCIAL, XIV, 26.

145 Dig., XXXIX, 4, 16, 7.

146 M ARCIAL, VI, 93, 9-10.

147 Ibid., 11,41,11-12; VII, 25, 1-2; VIII, 33, 17.

148 Cf. OVIDIO, Ars Am., Ill,

211.

149 Cf. P. W., VII, c. 196.

150 J UVENAL, II, 93; M ARCIAL, IX, 37, 6.

151 OVIDIO, Ars Am., Ill, 209-210.

152 No estaba bien lavarse (defricare) los dientes en

público (OVIDIO, Ars Am., Ill, 216): el dentífrico era un


ornamentum más que un mundus (cf. PLINIO, N. II., XXX, 27).
Sobre el cuerno machacado, cf. PUNIO, N. H.,

XXVIII, 178-179. Otras recetas, Ibid., XXXI, 117; DlODORO,


V, 33, 5; ESTRABÓN, III, 164, y APULEYO, Ap., 6: La orina
se menciona en estos tres últimos pasajes; en el último se dice que la
mayoría de los hombres, e incluso de las mujeres, se limitaban a enjuagarse
la boca con agua. Otros, para perfumarse el aliento, chupaban pastillas
aromáticas (cf. HORACIO, Sat., I, 2, 27) y las inscripciones
mencionan los pas-tillarii o vendedores de pastillas (C. I. L., VI, 9,
765 y ss.).

153
Ovidio, Ars Am., Ill, 329.

154
Marcial, IX, 37.

155 Sobre los periscelides, cf. PETRONIO, 67.

156 Sobre el supparum, cf. NONIUS, pp. 540, 8.

157
Ovidio, Ars. Am., Ill, 109.

158 APULEYO, Met., XI, 3.

159 Sobre el reticulum, cf. PE-TRONIO, p. 67.


160 Sobre el tutulus, cf. Fes-TUS, p. 355.

161 ARNOBIUS, Adv. nat., II, 23.

162 Cf. M ARCIAL, III, 82, 10; XIV, 67-68.

163 Sobre las sombrillas, cf. JUVENAL, IX, 50; M ARCIAL, XI,
73, 6, y XIV, 28. Hay una sombrilla plegable en un bajorrelieve del Museo
de Avezzano, cuyo vaciado está expuesto en la sala 62 de la Mostra
Augusta.

CAPÍTULO VII

LAS OCUPACIONES
1 Para la realización de dichas tareas las mujeres tenían que desplazarse a

la fuente más próxima o al vertedero (cf. JUVENAL, VI, 603).

2 M ARCIAL, VI, 88.

3 J UVENAL, I, 105 y ss.

4 PLINIO EL J OVEN, III, 12, 2.

5 Marcial, I, 49.
6 M ARCIAL, IX, 49; X, 11, 73, 96 y passim. Sobre los regalos
de las Saturnales, cf. Ibid., V, 19 y 84; VII, 53 y supra, pp. 52 y
90.

7 Juvenal, I, 95 y ss.

8 M ARCIAL, VI, 88.

9
Juvenal, I, 117-126.

10 ROSTOVTSEFF, Social and economic history of the


Roman Empire, Oxford, 1926, pp. 36 y 155.

11 Cf. supra, p. 87.

12 Cf. J. CARCOPINO, La loi de Hiéron et les Romains,


Paris, 1914-1919, pp. 188 y ss.

13
PETRONIO, 119.

14 Cf. J. Carcopino, Ostie, 1929, p. 18, y la reflexión que


sobre este trabajo hace M. Wickert en el editorial del último
Supple-mentum Ostiense, C. I. L., XIV, p. 844.

15 Aquí hago un resumen del texto de Ostie, pp. 15-18. Sobre el altar
de las termas, ver PARIBE-NI, Cuida del museo delle Yerme 2,
p. 264.

16 Cf. Desseau, Geschichte des rom. Kaiserzeit, Berlín, 1930, II, p.


411.

17 Cf. Platner-Ashby, Top. Diction., pp. 260-263.

18 Acerca del mercado de Tra-jano, cf. supra, pp. 20-21. Está claro
que su creación fue un golpe mortal para todos los mercados
especializados, /. olitorium, f. cuppedinis, f. piscatorium, de
los que casi exclusivamente nos hablan los textos de la República.

19 Para mayores detalles consultar a WALTZING, Étude histo-rique

sur les corporations profes-sionelles chez les Romains, 4 vol. in-


8.°, Lovaina, 1900.

20 Cf. supra, p. 69 y MARCIAL, IV, 65 y XII, 57.

21 Cf. supra, pp. 43-44.

22 Cf. supra, pp. 114-115.

23 C. I. L„ VI, 9.525.
24 Ibid., 9.545.

25 Ibid., 33.892.

26 Ibid., 9.758-9.759.

27 Ibid., 9.737-9.757.

28 Ibid., 9.614-9.617 (las tres últimas, libertas, quizá sean


sirvientes domésticas).

29 Ibid., 9.562-9.613. En la casa imperial figuran dos

medicas (6.581, 7.581) frente a 15 medid (8.895-8.910).

30 Ibid., 9.875, 9.984 y 33.907.

31 Ibid., 9.493 o 941 (f


rente a 6 tonsores, 9.93/- • .-47

32 Ibid., 9.726-9.736 (once en total).

33 Ibid., 9.720-9.724 (cinco en total).

34 Ibid., 9.901.

35 Ibid., 9.801.
36 Ibid., 9.683.

37 Ibid., 9.880.

38 Ibid., 9.961-9.979 (vestifici o vesticarii).

39 Ibid., 9.497-9.498.

40 Ibid., 9.891-9.892.

41
Ver la obra ya antigua, pero no obstante admirable, de
Paul Gide, Etude sur la condition pri-vée de la femme, París,
1885, p. 152.

42 SUETONIO, Claud., 18-19.

43 GAIUS, I, 34.

44 La palabra pistrix incluso no aparece en los indices de


Dessau. La legislación sobre el adulterio contempla a las vendedoras
como a las prostitutas (cf. PABLO, Sent., II, 26, II: quae
mercibus vel ta-bernis exercendis procurant adul-terium fieri
non placuit).
45 S. REINACH, R. R„ III, P. 375.

46 HELBIG, Wandmalereien,

1.502.

47 S. REINACH, R. R., III, 405.

48 HELBIG, Wandm., 1.496.

49
HELBIG, 1.497, 1.498 y

1.503.

50 M ARCIAL, X, 80; IX, 59; VIII, 6.

51 HELBIG, 1.501, y S. REINACH, III, 473.

52 HELBIG, Führer, II, 773.

53 HELBIG, Wandm., 1.500.

54 HELBIG, Wandm., 1.493, 1.495.

55 En la Metamorfosis de Apu-leyo, Lucius va al mercado. (Met.,


I, 24-25.)

56 Cf. supra, p. 178.

57
PETRONIO, 79.

58 M ARCIAL, VIII, 67.

59 M ARCIAL, IX, 59, 21.

60 M ARCIAL, IV, 8, 3-4, lo que corrige ibid., XII, 978. Las mismas
conclusiones para los mine

ros de Vipasca, C. I. L., II, 5.181, 1, 19 y ss. (infra, p. 343. n. 59).

61 Cf. supra, p. 179.

62 PLINIO EL J OVEN, Ep., III, 1,3.

63 M ARCIAL, VIII, 67, 3.

64
XII Tablas, I, 6, según Au-LUS Gellius, XVII, 2, 10.

65 Ver la nota 66 en la que, excepcionalmente, se mencionan 7 clepsidras.


66 Tal como se deduce, sin lugar a dudas, de PLINIO EL JOVEN, Ep., II,
11, 14: en un proceso ocurrido en enero se mencionan 16 clepsidras
equinocciales, de ahí su calificativo de spationsissimas, para un
alegato de al menos 250 minutos o quizá de 300 (cinco horas).

67 M ARCIAL, VI, 35; sobre la fisionomía de los procesos,

cf. HUMBERT, Les plaidoyers de Cicerón, París, 1925, pp. 25 y


ss.

68 SUETONIO, Aug., 29.

69 SUETONIO, Vesp., 10.

70 Ver el artículo de SESTON, en las Mélanges de Rome,


1927, pp. 154-183.

71 VlGNEAUX, Essai sur l’his-toire de la Praefectura Urbis,


París, 1896, p. 125.

72 Cf. Hist. Aug., Ant. Phil.,

10.

73 Sobre los centumviros, ver la tesis de OLIVIER-M ARTIN, París,


1904.
74
Cf. Huelsen-Carcopino, Le forum romain, pp. 58-66.

75 PLINIO EL J OVEN, Ep., VI, 33, 3. Cf. Ibid., I, 18, 3; IV, 24, 1;
II, 14 y V, 9.

76 QUINTILIANO, XI, 5, 6.

77 PLINIO EL J OVEN, Ep., II, 14 y passim.

78
Cf. Huelsen-Carcopino,

Le forum romain, p. 62.

79 Cf. Plinio el Joven, Ep., VI, 33, 1 y 7-8.

80
Plinio el Joven, Ep., II, 14, 1 y ss., cap. XIV.

81
Plinio el Joven, Ep., VI, 31, passim.

82 Plinio el Joven, Ep., VI, 31, 13.

83 Grenfell y HUNT, Pap. Ox., I, 33. Este papiro es la


más reciente de las «Actas de los mártires alejandrinos».
Estudiados por VON PREMERSTEIN (Philolo-gus, Suplemento
b., XVI, 1923), y por NEPPI-MODONA (Aegyp-tus, 1929 y
1932), estos documentos son procesos verbales «artificiales» en los
que, como en un relato hagiográfico, se mezcla la ficción con una
realidad, tanto menos cuestionable, cuanto que proceden de
inscripciones de An-tioquía aún inéditas, cuya publicación acaba de
ser confiada por M. Seyrig a M. Pierre Roussel (abril 1939).

84 SUETONIO, Aug., 35.

85 LANCIANI, Ruins and excavations, p. 268.

86 WlLLEMS, Sénat Romain, I, p. 406, n. 1 y 5 (383 presentes


en 47 d. C.), y II, p. 168 y ss. SÉNECA, De Providentia, V, 4, en
oposición a los perezosos de la calle, el ejemplo del Senado que per
to-tum diem saepe consulitur.

87 PLINIO EL J OVEN, Ep., II,

11.

88 PLINIO EL J OVEN, Ep., III,

9.

89 Ver mi obra César, p. 975 y n. 290.


90 Ver la clásica memoria de

CAGNAT sobre Les bibliothéques dans l’Empire romain: añadir a


su nomenclatura la biblioteca de Frejus, según el descubrimiento, el
año anterior, del doctor Don-nadieu de un fragmento epigráfico que
la menciona; y si no me equivoco en mi identificación, añadir también
la biblioteca de Ostia descrita hace tiempo por Guattani y hallada por
M. Calza al suroeste del Forum.

91
Horacio, Ep., I, 20, 1-2.

92 SÉNECA, De ben., VII, 6, 1.

93 M ARCIAL, IV, 72, y XIII, 3.

94
Ibid., I, 1 y 2 y 117.

95 M ARCIAL, I, 117, 13 y ss.; XIII, 3, 3.

96 A este respecto considero decisiva la alusión de JUVENAL, VII,


86 y ss., sobre el caso de Estado, quien consiguió vender su Agave
al mimo Paris pero no su Thebaida a un editor.

97
Gaius, II, 73 y 77.
98
Marcial, XI, 3, cf. Ibid., V, 18; XI, 108; XIV, 219.

99
SUETONIO, Tib., 61.

100
SUETONIO, Dom., 10: libran:... crucifixis.

101
Cf. SUETONIO, Caes., 56; Calig., 34, y mi artículo en
el Journal des Savants, 1936, p. 115.

102 SÉNECA P., Controv., IV, Pr.

103
SUETONIO, Aug., 89.

104
SUETONIO, CL, 41.

105 PLINIO EL J OVEN, Ep., I,

13, 3.

106
SUETONIO, Dom., 2.

107 AUREL. VÍCTOR, De Caes.,

14, 3.
108 No me atrevo a hablar del auditorium Maecenatis, de
controvertido destino.

109 Plinio el Joven, Ep., V, 17 y VIII, 12.

110 Cf. PERS IO, I, 19; PLINIO EL J OVEN, V, 17 y IX, 34.

111 Plinio el Joven, Ep., IV, 19, 3.

112
Juvenal, VII, 45-47, y Plinio el Joven, Ep., III, 18, 4.

113
Plinio el Joven, V, 17.

114
Juvenal, VII, 39 y ss.

115
Plinio el Joven, III, 18,

4.

116 pETRonio, 90; Horacio, Sat., IV, 75.

117
Plinio el Joven, VIII, 21,

2.
ns pEXRONIO; 90; Plinio el Joven, I, 13, 3; VIII, 21.

119
r- -mío f.l Joven, VI, 17,

3.

120
Plinio el Joven, VIII, 21, 4; III, 18, 4.

121
Plinio el Joven, I, 13.

122 Ibid., II, 18, 2.

123 Ibid., VI, 15.

124 Ibid., VI, 17.

125 Ibid., VII, 17.

126 Ibid., Ill, 18, 4 y V, 5, 2.

127 Ibid., Ill, 10 y IV, 7.

128 Ibid., IX, 27.

129 Ibid., VIII, 21.


130 Ibid., V, 17.

131 Ibid., VI, 15.

132
Juvenal, VII, 83-86.

133
Juvenal, I, 52-54.

134
Plinio el Joven, Ep., VII, 17.

135
Plinio el Joven, Ep., VI, 21.

136 Ibid., V, 3 y VII, 17.

137
Horacio, Sat., I, 4, 76 y siguientes.

138
Ver a este respecto ALBER-TINI, La composition
dans... Séné-que, Paris, 1923, pp. 315 y ss.

CAPÍTULO VIII

LOS ESPECTÁCULOS
1 Juvenal, X, 75 y ss.
2
Frontón, Princip. hist., V.

11.

3 Para estas enumeraciones consultar el artículo calendarium del D.

A., los manuales de M AR-QUARDT Y de WlSSOWA, así


como las reseñas correspondientes a cada festividad de las
enciclopedias de PAULY-WlSSOWA y de ROSCHER. Acerca
del controvertido sentido de las Nundinae, cf. P. W„ XVII, c. 1470.

4 La inscripción de Tebessa

(GSELL, Inscr. latines de l’Algérie, núm. 3.041) es sobradamente


conocida; no obstante, solo ha sido comprendida después de
que Synder la comparara con el aún inédito papiro de Dura,
papiro que publicará junto a otros colaboradores y bajo la dirección
de Rostovtseff.

5 En un resumen del excelente análisis de JEAN GagÉ en sus


Recherches sur les jeux séculaires, París, 1934.

6 Este aspecto lo describió Pi-

GANIOL en sus Recerches sur les jeux romains, París-


Estrasburgo, 1923.
7 Sobre el sentido de este pasaje de FESTUS, p. 238, ver mi libro

Virgile et les Origines d’Os-tie, París, 1919, pp. 119-120.

8 Sobre el papel del Estado en los muñera, cf. mi obra César, p. 515.

9 FESTUS, p. 135: munus donum quod oficii causa datur;


TERTULIANO, De spect., 12; officium mortuorum;
AUSONIO, De fer., 35: falcigerum placant
sanguine caeligenam.

10 SuETONlO, Aug., 40; Claud., 6.

11 QUINTILIANO, VI, 3, 63, cuenta que Augusto expulsó del circo a


un caballero romano, que había bebido más de la cuenta, di-ciéndole:
«Yo, cuando quiero reponerme me voy a mi casa.» «Desde luego —
replicó el caballero con un osado ingenio—, pero si tú te ausentas,
César, al volver siempre encuentras tu sitio.» Sobre la distribución de
los espectadores según la categoría social, cf. DENIS VAN
B ERCHEM, op. cit., pp. 61-62, en la que hallamos que si bien los
extranjeros de paso por la Urhs y los esclavos eran admitidos en los
espectáculos, sin embargo siempre ocupaban las peores localidades.

12 Ovidio, A. Am., Ill, 2, 43 y ss.

13 Sobre estas supersticiones, cf. los curiosos textos recopilados por P.


Wuilleumier en su artículo de las Melanges de l’École de Rome, 1927,
pp. 184-209, sobre • Le Cirque et l’Astrologie, y espe

cialmente CAS SIOD., Var., III, 51; IS IDORO DE SEVILLA, XVIII,


36; Anthol. lat., I, 197.

14 Cf. en especial PUNIO EL J OVEN, Ep., VI, 5:

propitium Caesarem ut in ludieron preca-hantur; TÁCITO,


Ann., XVI, 4: plebs urbana personabat certi, modis plerumque
plausuque com-posito. Sobre los *sudaría», cf. Hist. Aug., Aur.,
43.

15 PLINIOEL J OVEN, Pan.,51.

16 PLINIO, N. H., XXXIV, 62.

17 PLUTARCO, Galba, 17. Otho sería legitimado de


este modo (Plutarco, Otho, 3).

18 En el año 69, Tito se deshizo de este modo de los enemigos de

Vespasiano (SUETONIO, Tit., 6). Sobre las aversiones de Tiberio, cf.


SUETONIO, Tib., 47.

19
Cass. Dio. LIV, 17.
20
SUETONIO, Aug., 43.

21
Marcial, X, 41.

22 Cifras facilitadas por los Fasti Antiates en el año 51 d. C.

23
Cass. Dio., LXVI, 10.

24 TITO LIVIO, VIII, 20, 21, y Ennio según Cicerón, De


div., I, 108.

25 Tito LIVIO, XXXIX, 7 y 8.

26 PLINIO, N. H., VIII, 20-21.

27 SUETONIO, Caes., 39.

28 PLINIO, N. H., XXXVI, 102, indica 250.000. Pero sin duda se


trata de una cifra de su época, después de las ampliaciones de
Nerón. En los tiempos de Augusto, Denys d’Halicarnaso, III, 68,
sólo cita 150.000 plazas.

29 PLINIO, N. H„ XXXVI, 71.

30 Cf. los R. G., IV, 4, y el comentario de Jean Gagé sobre el pasaje de


Cassiodoro, Var., III,

51,4.

31 SUETONIO, Aug., 43.

32 SUETONIO, Claud., 21.

33 TERTULIANO, De spect., 8; cf. Cass. Dio., LIV, 17 y

Calp., Ed., VII, 49-53.

34 Suetonio, Dom., 5, y Punió el Joven, Pan., 51, 5;


cf. edición Durry, h. I. e introd., p. 14; cf. C. I. L., VI, 955.
LUGLI, Monumenti antichi di Roma, p. 391, llega por otro
camino al mismo resultado.

35
La descripción que sigue está tomada de la excelente
reseña del Top. Diction, de PLAT-ner-Ashby.

36
Para más detalles consultar el artículo Circus de SAGLIO
en el D. A., principalmente documentado en el admirable
capítulo de Friedlánder.

37 SUETONIO, Cal., 18.


38 SUETONIO, Dom., 4.

39 Juvenal, X, 36 y ss.

40 Marcial, VIII, 33.

41
Verosímil conclusión de los sondeos llevados a cabo por
G. Chédanne en 1886; a este respecto ver el capítulo I del
libro de De Navenne sobre Le palais Farnése et les Farnéses,
y el artículo de Le BLANT en las Mélan-ges de Rome, 1886.

42 Ovidio, A. A., I, 135 y ss.

43
C. /. L., XV, 6.240.

44
Sobre el mosaico de los baños de Pompeianus, hoy
destruido, cf. Rec. de Constantine, 1880, III, y D. A., figura
1.535.

45 Ver la inscripción de DlO-cleus, C. I. L., VI, 10.048;


DES S AU, 5.287.

46
Wilmanns, 2.600, 2.

47 Ver la tesis de A. AUDO-


LLENT sobre las Tabellae defixio-num.

48 Cf. J UVENAL, VII, 113-114 y M ARCIAL, IV, 47 y X, 74 (cf. nota


49).

49 Ver el Anhang de FRIEDLÁNDER y las inscripciones

recapituladas por DES S AU, II, pp. 322-345.

50 Ver, entre otros, SUETONIO, Nero, 16.

51
Marcial, V, 25.

52 M ARCIAL, XI, 1.

53
Marcial, X, 50.

54 Cf. C. /. L., VI, 33.950, 10.050, 10.049.

55
Ovidio, A. A., I, 147.

56 Juvenal, XI, 199 y ss.

57 Ver en el D. A., el excelente artículo Missilia, de P. FABIA.

Sobre los opula de nuestra época, cf. ESTACIO, Silvas, I, 6 y


SUETONIO, Dom., 4.

58 M ARCO AURELIO, I, 5. Cf. Análogo desdén en PLINIO EL


JOVEN, Ep., IX, 6.

59 TOUTAIN, en el D. A., III, p. 1.372, señala diecisiete días


en el circo frente a cincuenta y cinco en el teatro.

60 Ver las acertadas observaciones de O. NAVARRE en el D. A., V, p.


203.

61 PLINIO EL J OVEN, Ep., IX, 6, 3.

62 J UVENAL, IX, 142-144.

63 Texto publicado por Calza en el Bolletino

dell’Associazione internationale degli studi Medite-rranei, 1932,


fase., 4, pp. 26-27, comentados por mí en los C. R. Ac. Inscr. del
mismo año, pp. 363-364.

64 Para detalles y justificaciones consultar los artículos del

Top. Diction., de PLATNER-ASHBY, en LUGLI, I Monumenti


antichi di Roma, I, pp. 346 y 391, quien está de acuerdo con
Ashby en que cada uno de los loca señalados en los
Regionarios no tienen una medida de un pie cuadrado,
mientras que el espacio mínimo requerido para un
espectador sentado es de un pie y medio cuadrado (44 X 44
cm.).

65
Juvenal, VI, 67.

66 Sobre el origen helenístico, probablemente alejandrino, de

la pantomima, cf. LOUIS ROBERT, «Pantomimen im


griechischen Orient», en el Hermes de 1930, pp. 109-110.

SUETONIO, Caes., 84.

68
Cicerón, Tuse., III, 19, 44.

69
Tácito, Ann., XIII, 15.

70
DlOMEDES, p. 491 Keil.

71
Cicerón, De or., I, 29, 251; SUETONIO, Ñero, 20.

72
Suetonio, Tácito, Ann., I, 77; cf. Suetonio, Tib., 37.

73 TÁCITO, Dial, de or., 39. Cf. Ann., XIII, 25 y XIV, 21.


/4 SÉNECA, Controv., III, pr.

75 Macrobio, Sat., II, 7, 16.

76 Valerio Máximo, II, 4, 4; TITO LIVIO, VII, 2.

77
Quintiliano, XI, 3, 87.

78 Para esta indicación y siguientes consultar De saltatione de

LUCIANO (compuesto entre 162 y 165; cf. LOUIS


ROBERT, Pantomimen..., p. 120).

79 JUVENAL, VI, 86-87.

80
Macrobio, Loe. cit.

81 Jos, A. /., XIX, 13.


82
Suetonio, Ñero, 46.

83 Juvenal, VI, 63-66.

84 CAS S . Dio., LXVIII, 10.


85 Plinio el Joven, Pan., 54.
86
Roberto Paribeni, «II teatro durante l’imperio romano», en
Dioniso, 1938, p. 210.

87
ATHENEO, I, p. 20; cf. SÉNECA, Controv., III, pr. Sobre
el mimo en general, cf. los artículos de G. DALMEYDA y G.
BOISSIER, en el D. A., y el de P. W., XV, c. 1743-1760.

88
Cicerón, Ad. Fam., IX, 26; Ad Attic., IV, 15; Pro Piando,
12.

89
EVANTHIUS, citado por G. BOISSIER, D. A., III, 1093.

90 Anth. Lat., 693 Riese.

91
JUVENAL, I, 35 y ss.; VI, 41 y ss.

92
Valerio Máximo, II, 10,

8. Uno de los bajorrelieves del teatro de Sabratha (cf. Guidi, Africa


Italiana, III, 1930, pp. 1 y siguientes) representa una obra de mimo,
probablemente el juicio de Paris. A la derecha, Hermes trata de
persuadir a Paris de que elija a una de las tres diosas. En el centro,
las diosas están representadas vestidas, excepto Venus, quien lleva
un chal tras ella agitado por el viento. A la derecha está
representada la escena final, en la que las tres diosas están
nudaiae.

93 Marcial, III, 86. A título excepcional, algunos mimos debían

guardar, en los tiempos del Imperio, la forma de una atella-na. Es


probable que uno de los bajorrelieves del teatro de Sabratha, que
representa a tres personajes, entre ellos el calvo
stupidus, represente una de estas obras y que haya que ver en ella
el aq%a-TO/.óyoa, cuyo papel ha elucidado Louis Robert (R. E. G.,
1936, pp. 235 y ss.).

94
Juvenal, VIII, 185 y ss.; Marcial, De spectac., 7.

95
Cicerón, In Vatin,, XV, 37.

96 CICERÓN, Ad. Fam., II, 3,

1.

97 PUNIO, N. H., XXXIII, 16; PLUTARCO, Caes., 5;


SUETONIO, Caes., 10.

98 Lex Iulia num. et Lex. col. luliae Genetivae, cap. LXX

y LXXI; y Tac. Ann., IV, 62-63.


99
Cass. Dio. LIV, 2, y Suetonio, Tib., 34.

100 R. G., IV, 31.

101 Los últimos muñera extraordinarios de magistrados señalados

por nuestras fuentes son los ofrecidos en el año 70 en el natalis de


Vitellius por los cónsules correspondientes (TÁCITO, His., II, 95).
102 PLINIO EL VIEJO, N. H., XXXVI, 26. Sobre los Curio padre e
hijos, consultar mi obra César, p. 690. El anfiteatro de Pom-peya
(que yo mismo relacioné con la época de Sulla en mi His-toire
romaine, I, p. 474, n. 71) se tiene como el más antiguo, pero, a mi
juicio, haría falta someter esta cronología a revisión.

103
Cass. Dio., XLIII, 23.

104 OVIDIO, Met., XI, 25, todavía se sirve de la


perífrasis: structum utrimque theatrum.

105 Acerca de estos monumentos, consultar las reseñas del diccionario de


PLATNER-AS HBY Y del D. A.; acerca del Coliseo, consultar además
las excelentes páginas de LUGLI (I Monumenti antichi di Roma,
I. pp. 186-200). Sobre el amphitheatrum castrense, me he remitido
a la opinión de

HUELSEN, en la actualidad severamente criticada (Cf.


LUGLI, op. cit., III, p. 490).

106 Para más detalles, remitirse, además de a los excelentes artículos de G.

LAFAYE en el D. A., s. v. gladiator y venatio especialmente, a


la obra de FRIEDLÁN-DER. La mejor ilustración de los muñera
imperiales es la orla del bello mosaico de Zliten, actualmente
expuesto en Castello de Trípoli (Cf. AURIGEMMA, I Mo-saici di
Zliten, Roma, Milán, 1926); es de señalar en especial
la representación de los Garamantes ante las fieras y la orquesta,
en cuyo órgano toca una mujer.

107 El punto en el que yo discrepo de mis predecesores es en la


inscripción de Pompeya, C. I. L., X, 7.295; venatio et vela erunt. La
venatio es el «colofón» del espectáculo.

108
Suetonio, Tito, 7.

109 C. I. L., XIV., 4.546.

110 Cf. H. A., Prob., XIX, 5-8. Acerca de los precios que debieron

alcanzar las fieras salvajes del anfiteatro a finales del siglo III, en la
actualidad estamos informados por el fragmento latino de la tarifa de
Diocleciano, recientemente descubierto en los Abruzos, sin duda
procedente de Pescara, próximamente editado por la señorita
Guarducci. La cifra de 100.000 dinares que figura en esta lista
de precios seguramente era superada antes de que interviniera la ley
del maximum.

111 Plutarco, Non poss. suav., XVII, 6; cf.


TERTULIANO, Apol., 42.

112 Suetonio, Claud., 21.


113 C. I. L., V, 5.933.

114 J UVENAL, III, 36.

115 J UVENAL, VI, 78-113; M ARCIAL, V, 24; DES S AU, Inscr. Sel.,
5.142.

116
Marcial, Spect., 20.

117 C. I. L., X, 7.297.

118 CICERÓN, Tuse., II, 20, 46; PLINIO EL J OVEN, Pan., 33.

No obstante, son de subrayar las reservas de CICERÓN en Ad.


Fam., VII, 1, 3.

119 Hecho todavía comprobado en el año 249 de nuestra era por C. I. L.,
X, 6.012.

120 SÉNECA, Ep. Luc., 7.

121 ES TRABÓN, VI, 2, 6. Otro precedente sería el de Satyros y los


otros esclavos sicilianos sacrificados en los munus del 101 a.
C. {Diod., XXXVI, 10-2).

122 Cf. C. R. Ac. Inscr., 1913, p. 444; CICERÓN, Pro Sestio.,


64; OVIDIO, Met., XI, 26; SÉNECA, Ep. Luc., 70, y De benef, II,
19; M ARCIAL, XIII, 95.

123 SUETONIO, Claud., 34.

124 Sobre los Actiaca, cf. el artículo de J EAN GAGÉ en las Mé-

langes de l’École de Rome, de 1935.

125 Cf. Dig., II, 3-4.

126
Acerca de estos edificios, consultar las reseñas del
diccionario de PLATNER-ASHBY.

127
Plinio el Joven, Ep., IV, 22.

128 Cf. Louis Robert, Revue de Philologie, 1930, p. 37.


129 SÉNECA, De tranqu. an.,

TI. 13.

130 Hecho que han puesto en evidencia las recientes polémicas sobre el

anfiteatro de Lyon y las excavaciones de Philippes (cf. COLLART, en el


B. C. H., 1928, p. 97).
131 Sobre estos habituales cambios en los tiempos de Domicia-no, cf.

supra, p. 267, y MARCIAL, Spect., 5, 7, 21, 25.

132 H. A., Sev. Alex, 44, y cf. Lugli, op. cit., I, 346.

CAPITULO IX

EL PASEO, EL BAÑO Y LA CENA


1
Marcial, VII, 61.

2 Ibid., X, 5.

3
Juvenal, XIV, 7-34.

4
Marcial, I, 3, 1-10; cf. Juvenal, III, 60-72.

5 Marcial, I, 41, 3-11.

6 A veces a caballo, cf. M ARCIAL, IX, 22, 14. Sobre las muías, cf.

ibid., VII, 61 y XI, 79.

7 Sobre las lecticae y las sellae, cf. Juvenal, III, 240-242, y

VI, 350-351, y Marcial, IX, 2.


8
Petronio, S...t„ 28.

9
Marcial, VI, 80, 1-10.

10
SÉNECA; De provid., V, 4.

11 Cfr. acerca de estos pórticos las reseñas del diccionario

de PLATNER-ASHBY, y sobre el pórtico de Octavia consultar


además LUGLI, op. cit., I, 334 y ss.

12
Marcial, II, 13, 3-1; cf. III, 19.

13 Plinio, TV. H., XXXIV, 31; XXXV, 114, 139, etc.

14 M ARCIAL, III, 19.

15 Cf. supra, 215. La ubicación de los Saepta no está

unánimemente aceptada, cf. LUGLI, op. cit., III, p. 99.

16 Marcial, IX, 35.

17 J UVENAL, I, 88-92.

18
Marcial, XI, 6.
19 CICERÓN, Phil., II, 23; Ho RACIO, Od., 3, 24.

20 Dig., XI, 5, 2 y 3.

21
Ver estas palabras en el D. A. (art. de Lafaye).

22
SUETONIO, Aug., 71.

23 Ver las palabras par impar y cap. aut navia en la D. A.

24
Ver el artículo de Lafaye sobre la micatio, en la D. A.,
III, 1.890.

25 C. I. L., VI, I, 1.770.

26 Ver el artículo Latrunculi de LAFAYE en el D. A.

27 M ARCIAL, VII, 72, 7 y 92, 7.

28 C. /. L., XIII, 444.

29 Ver el artículo nuces de La FAYE en el D. A.

30 Ver supra, n. 19.


31 Dig., XI, 5, 1.

32 Dig., XXXII, 2, 43, 9. Cf. VARRO, De re., 1, 2, 23.

33 En la parte inferior de un grosero bajorrelieve, reproducido en el D. A.

en Cupona, II, 1974, figura 1.258, se lee el siguiente diálogo:


«Hospedera, contemos. —Un as por un sextario de vino. Por el pan,
un as; por el pulmen-tarium (la pollenta), dos ases. —De acuerdo.
—Por la muchacha, ocho ases. —También de acuerdo.—Puellam
asses veto. Et hoc convenit.»

34 Notizie degli Scavi, 1911, pp. 431 y 457. Las «borriquillas» del
establecimiento —el asno era

un animal afamado entre los antiguos por su apetito sexual—


figuran en los textos aunque, a mi juicio, no está muy bien
interpretado. Cf. MALLARDO, en la Ri-vista di Studi Pomp.,
1934, pp. 121-125, y 1935, pp. 224-228.

35 Las tabernas eran un elemento importante en la época imperial ya que


Nerón, cuando se trasladaba a Ostia, tenía la costumbre de hacer varias
paradas en estos hospitalarios locales (SUE-TONIO, Ñero, 27).

36 Persio, I, 133, y Schol., h. I.


37
SÉNECA, De provid., V, 4. Por el contexto, el illo tempore
se corresponde con la jornada entera: totum diem.

38 Ver, en el D. A., los artículos gymnasium, gymnastica

ars, balneum y thermae.

39
VARRO, L. L., IX, 68. Sobre este dato histórico,
consultar B LÜMNER, Rom. Privataltertu-mer, p. 421.

40 Cf. PLINIO, N. H., XXXVI, 1, 21, y la nota de

BlÜMNER, ibid., p. 421, n. 8.

41 Según los Regionarios: 858 en el Curio sum, 927 en la versión de

Zacarías, 956 en la Notitia.

42 SÉNECA, Ep. Luc., 86, 9; M ARCIAL, II, 52; III, 30, 4;


VIII, 42,1, 3. Cf. HORACIO, Sat., I, 3, 133, y Juvenal, VI, 447.

43 J UVENAL, II, 152. Las mujeres pagaban más que los hombres;

J UVENAL, VI, 447. En Vi-pasca, la tarifa era de medio as para los


hombres y de un as para las mujeres (C. I. L., II, 5.181, 19 y ss.).

44 SÉNECA, Ep. Luc., 86, 10.


45 PLINIO, N. H., 36, 131; CAS S . DIO., XLIV, 43, 3.

46 Cass. Dio, LIV, 29, 4. Ver las salvedades que, según


BlÜM-NER, se han hecho en relación a este texto, p. 422, n.
9, y el testimonio citado por el mismo autor, p. 422, n. 7 de
Frontón, p. 247, Naber: (La propina en el vestuario).

47
Ver las reseñas correspondientes en el diccionario
topográfico de Platner-Ashby.

48
Información suministrada por el fragmento de los Fastos
de Ostia publicado en 1932.

49
Acerca de este punto, ver LUGLI, Monumenti, I, 419.

50
Había balneae que permanecían abiertos por la noche
en Pompeya, cuyos baños estaban iluminados por lámparas;
en Vi-pasca (cfr. infra, p. 219, n. 59) y en Roma (JUVENAL,
VI, 419); pero en las termas romanas la apertura nocturna era
una excepción (H. A., Sev. Alex., 24 y Tác., 10).

51 Juvenal, XI, 205.

52 Marcial, X, 48, 3-4. Cf. Vitruvio, V, 11, 1.


53 H. A., Adr., 22.

54
H. A., Sev. Alex., 25.

55
Marcial, III, 36, 6.

56
Marcial, XIV, 143 y 163.

57
Plinio, N. H., XXXIII, 153; QUINTILIANO, X, 9, 14; M ARCIAL,
III, 51 Y 72; VII, 35; XI, 47; J UVENAL, VI, 421.

58
H. A., Adr., 18; cf. Cass. Dio., LXIX, 8, C. I. L., VI,
579. Esta reseña de la H. A. está relacionada con la del
capítulo XXII de la Vita (Cf. supra, n. 53).

59 C. I. II, 5.181, I, 19 y

ss.: omnibus diebus calefacere et praestare debeto a prima luce


in horam septimam diei mulieribus et ab hora octava in horam,
secu-dam noctis vins.

60
Petronio, 27.

61 LAFAYE, s. v.° Pila en el D. A., IV, p. 477. .


62 Ibid., p. 476.

63 M ARCIA-L, XIV, 47.

64 Ver en el D. A. la palabra corycus.

65 M ARCIAL, VII, 32.

66 Ver en el D. A. la palabra trochas.

67
Juvenal, III, 421, y Marcial, VII, 67 y XIV, 49.

68
Marcial, VII, 67, 4-5.

69
Marcial, IV, 18; sobre la endromida, cf. E. POTTIER en
el D. A., II, 616.

70
Cf. Lugli, op. cit., I, 425.

71 J UVENAL, VI, 421.

72
Plinio el Viejo, XXXVIII, 55.

73
Petronio, 28.
74 M ARCIAL, VI, 42.

75 H. A., Adr., 16.

76
Petronio, 28.

77 Sobre las bibliotecas de las termas de Caracalla, cf. LUGLI, op. cit.,

I, 420. Bibliotecas semejantes en las termas de Dioclecia-no, cf. H.


A., Prob., 2.

78 Cf. LUGLI, op. cit., I, 417-418.

79 Cf. Lugli, op. cit., I, 207.

80 Dig., Ill, 2, 4, 2.

81
Juvenal, 1,143; cf. Horacio, Ep., I, 6, 61; Persio, I, 3,
93; SÉNECA, Ep., 15, 3, etc.

82 Cf. SAGLIO en la D. A., I, 663.

83 Cf. Octave Homberg, L’Eau romaine, Paris, 1935.

84 J UVENAL, X, 356: Oran-dum est ut sit mens sana in cor-pore


sano.
85 SUETONIO, Vit., 13, y Cass. Dio., LXV, 4, 3.

86 Festus, 54.

87 PLINIO EL J OVEN, Ep., III, 5, 10.

88 GALENO, VI, 332, Kuhn; cf. PAUL D’EGINE, I, 23.

89 M ARCIAL, XI, 103, 3-4.

90 Cf. nota 87.

91
Acerca de la hora del pran-dium, ver SUETONIO,
Claud., 34. En campaña la hora estaba subordinada a las
necesidades de las operaciones (Tito LlVIO, XXVIII, 15, 7).

92
Marcial, XIII, 31.

93
Séneca, Ep., 83, 6.

94 Marcial, XIII, 13.

95 PLINIO EL J OVEN, Ep., III, 5, 10.

96
Séneca, Ep., 83, 6.
97 Cf. Revue de Paris, 1 de junio de 1938 (Souvenirs de Wes-
senberg sur Talleyrand), 885 y ss.

98 SUETONIO, Ñero, 27.

99 PLINIO EL J OVEN, Ep., III, 1, 8-9.

100
Marcial, XI, 52; cf. X, 48.

101 PLINIO EL J OVEN, Ep., III, 5, 13.

102 SUETONIO, Ñero, 27.

103
PETRONIO, 70.

104 JUVENAL, VIII, 9-12.

l°5 VlTRUVIO, VI, 5.

106 Valerio Máximo, II, 1,2.

107 SUETONIO, Claud., 22, habla de esta costumbre como

de algo caduco; el mismo sentido se le da en las Acta Arvalium del


27 de mayo del año 218 d. C.
108 COLUMELA, XI, 19.

109 Ver en la antología de Es-pérandieu los bajorrelieves de Colonia y de


Neumagen cerca de Tréveris.

110
Marcial, V, 70.

111 Pintura de la casa del ther-mopolium, en Pompeya.

112
Marcial, V, 79.

113
Plutarco, Cato min., 56.

114
Juvenal, VI, 13, 14, 17.

115 Para todos estos detalles, consultar texto y figuras del artículo
Caena del D. A.

116
PETRONIO, 31.

117 Sobre estos precedentes observados aún en el siglo V, cf. SlD.

Apoll., Ep., I, 11. Sobre el número de plazas del sigma o sti-


badium, cf. Marcial, X, 41,5-6; XIV, 87; H. A., Ver., 5.
Heliog., 29. Excepcionalmente, stibadium de 12 plazas,
SUETONIO, Aug., 70.
118
VlTRUVIO, VI, 10, 3.

119 Según CICERÓN, Verr., IV, 26, 46, y ATENEO, II, 47 F.

120 M ARCIAL, XII, 29-11. Después de cada servicio

debían retirar el mappa.

121 Horacio, Sat., II, 8, 10.

122 Sobre los cuchillos, cf. JUVENAL, XI, 133.

123
Sobre el dentiscalpium o mondadientes, cf. PETRONIO,
33, y Marcial, VII, 53, 3.

124 Acerca de estos términos y los utensilios que se enumeran, cf. las

reseñas del D. A. Ver, en particular, acerca de la


cochlea, PETRONIO, 32 Y 40, Y M ARCIAL, XIV, 123.

125 Petronio, 31.

126 HORACIO, Sat., II, 9: el análisis puede buscarse en el D. A. s.


v.° Caena, I, 1, 282.

127 Juvenal, I, 94-95.


128
Macrobio, Sat., II, 9; mirar aquí el análisis del D. A., s.v.“.

129 PETRONIO, 31.

130 Ibid., 33.

131
Ibid., 36.

132 Ibid., 37.

133
Ibid; 59.

134 Ibid., 60. Parece ser que había dos postres; cf. 68.

135 Ibid., 68.

136
Ibid., 35.

137
Marcial, X, 36 y 45.

138 Ibid., IX, 93.

139 Ver en el D. A. el artículo vinum.


140
Marcial, 1,11; VI, 89.

141 Ver en el D. A. las palabras

vinum y caena. ’

142
Plinio, N. H; XIV, 22.

143 M ARCIAL, I, 26, 9; VI, 78,

6.

144
Ibid., VIH, 36, 7; IX, 93; XI, 36, 7.

145
Plinio, N. H., XII, 88.

146
Plinio el Joven, Ep., II,

6.

147
Marcial, IX, 2.

148
Juvenal, V, 24-156.

149 Plinio el Joven, Ep., II, 6, 3 y 4.


iso pETRoNio, 35, 52, 53, 58, 60.

151 Plinio el Joven, IX, 7.

152 J UVENAL, XI, 162-175.

153
Plinio el Joven, loe. cit.

154
Cicerón, Earn., IX, 22; M ARCIAL, X, 48, 10; J UVENAL, III,
107; PLINIO EL J OVEN, Pan., 49.

155 SUETONIO, Claud., 32.

156
Marcial, VII, 18; cf. X, 15.

157
Petronio, 47.

158 M ARCIAL, III, 82; VI, 89.

159 J UVENAL, XI, 174-175.

160 SÉNECA, Cons, ad Helv., X, 3.

161 PETRONIO, 70.


162
APICIUS, IV, 2: inferes ad mensam nemo agnoscet
quid manduces.

163
Juvenal, XI, 79-81.

164 Ibid., XIV, 116.

165 Ibid., IV, 15-16.

166 Ibid., IV, 139-141.

167 PLINIO EL J OVEN, Ep., VI, 31, 13.

168 Ibid., V, 2, 1.

169 Ibid., VII, 21, 4.

170 Ibid., III, 12, 1.

171 Ibid., I, 15. Septicius Clams, sin embargo, hubiera preferido


una cena en la que danzaran las muchachas de Gades.

172
Marcial, X, 48.

173 Juvenal, XI, 64-76.


174 Cf. DELLA CORTE, Notizie degli Scavi, 1927, 93-94. El primer
dístico es particularmente difícil en su construcción y en
su interpretación (cf. A. VOGLIANO, Rivista di filología
classica, 1925, pp. 220 y ss.).

175 C. I. L., XIV, 2112; cf. G. BOISSIER, La religion romaine,


II, 283.

176 Actas de Ap., II, 46.

177 TERTULIANO, Apol., 39.


BIBLIOGRAFIA

La vida privada de los romanos ha sido objeto de innumerables


estudios. Me limitaré a citar los libros que, antiguos o recientes,
considero esenciales.

Para la época de Cicerón: WARDE FOWLER, La vie sociale d


Rome au temps de Cicéron, París, 1917.

Para el período de Augusto: CH. DEZOBRY, Rome au siécle


d’Auguste et pendant une partie du régne de Tibére, París, l.“
edición, 1875; y BECKER, Gallus oder rómische Scenen aus der
Zeit Augusts, 1 .* edición, Leipzig, 1838, 2.“ edición, Berlín, 1882.

Para el Alto Imperio, en especial la época de los Antoninos,


disponemos de un valioso tesoro de referencias y de acontecimientos
en los Dars-tellungen aus der Sittengeschichte Roms in der Zeit
von August bis zum Ausgang der Antonine, de
FRIEDLANDER, obra de probado prestigio como demuestra su
undécima edición, aparecida en Leipzig en 1921.

También nos pueden ser de gran utilidad estos tres manuales


generales:

MARQUARDT, Das Privatleben der Rómer, 2:‘ edición,


Leipzig, 1886, traducido al francés con el título La vie privée des
Romains, París, 1892. BLÜMNER, Rómische Privataltertümer,
Munich, 1911.

JOHNSTON, Private Life of the Romans, 2.“ edición, New-York,


Chicago, 1932.

Finalmente, el valor documental de los artículos del Dictionnaire


des Antiquités grecques et romaines, iniciado por Daremberg y
Saglio en 1878 y culminado en 1916 por Edmond Pottier, es
realmente incomparable. Son muchas las ocasiones en que he
recurrido a esta obra en la segunda parte de mi libro, y por ello le
estoy muy reconocido.

En cuanto a las fuentes que he utilizado, generalmente han sido


ediciones de la colección Guillaume Budé; en todas las ocasiones en
que he

citado a Petronio y Juvenal, he recurrido a las traducciones


realmente vibrantes de A. Ernout, en el primer caso, y de P. de
Labriolle y Villeneu-ve en el segundo, si bien me he permitido ligeros
cambios. Para Plinio el Joven he consultado generalmente la
traducción de la señorita Guillemin y para Marcial me he remitido al
comentario de la edición de Friedlán-der. Por último, he de decir que
no he querido entrar en la polémica que plantea la fecha del
Satiricón. Este problema ha sido debatido durante dos años por
Ugo-Enrico Paoli (Studi italiani di filología classica, N. S.,
XIV, 1937, fase. 1) y G. Funaioli y Marmorale, y las conclusiones a
que se ha llegado se han limitado a subrayar las divergencias y
semejanzas entre Petronio, cuya novela transcurre en una ciudad de
Campania, y de Marcial, cuyos epigramas describen a los romanos
de Roma (cf. en último término Paoli, Ancora sull'eta del Satiricón
en la Rivista di filología, 1938, pp. 13-39).

BIBLIOGRAFIA

COMPLEMENTARIA

recopilada por Raymond Bloch


La obra de Jéróme Carcopino incluye un gran número de notas en
las que el lector hallará precisas referencias a los textos,
inscripciones y monumentos revisados, así como indicaciones
bibliográficas. Al final de las notas el autor ofrece una bibliografía de
conjunto que, aunque racional, nos parece muy somera.
Transcurridos treinta y cinco años después de la primera edición,
parece útil adjuntar a estas indicaciones una relación de las
publicaciones más importantes aparecidas desde la fecha.
Naturalmente, la elección va encaminada a presentar al lector el
panorama de las investigaciones más recientes. Por ello, hemos
intentado dar a cada sección del libro una nueva bibliografía.

OBRAS GENERALES
E. ALBERTINI: L’Empire romain, 3.a ed., col. «Peuples et
Civilisations», dirigida por L. Halphen y Ph. Sagnac, París, 1939.

P. M. DUVAL: La Vie quotidienne en Gaulependant lapaix


romaine, París, 1952.

A. AYMARD y J. AUBOYER: Rome et son Empire, col.


«Histoire générale des civilisations», dirigida por M. Crouzet, París,
1954.

R. BLOCH y J. COUS IN: Rome et son destín, col. «Destine du


monde», dirigida por L. Febvre y F. Braudel, París, 1960.

P. GRIMMAL: La Civilisation Romaine, col. «Les Grandes


Civilisations», dirigida por R. Bloch, París, 1960.

A. PlGANlOL: Histoire de Rome, col. «Clio», 5.* ed., París, 1962.

R. ÉTIENNE: La Vie quotidienne d Pompéi, París, 1966.

P. PETIT: La Paix romaine, col. «Nouvelle Clio», París, 1967.

Aufstieg und Niedergang der antiken Welt = Mélanges Vogt,


importante serie dirigida por H. Temporini y
editada a partir de 1972.
I. EL MARCO DE LA VIDA ROMANA
I. El medio físico

P. GRIMAL: Les jardins romains a la fin de la République et aux


deux premiers siécles de VEmpire, B.F.A.R., 1943.

G. LUGLI: Roma antica. II centro monumentale, Rome, 1946.


Fontes ad topographiam veteris Urbis Romae pertinentes, serie
iniciada en 1950, Roma.

H. KHÁLER: Hadrian und seine villa bei Tivoli, Institut


archéologique allemand, Berlín, 1950.

L. HOMO: Rome impériale et l’urbanisme dans VAntiquité, col.


«Evolution de l’Humanité», París, 1951-1971.

J. LE GALL: Le Tibre, fleuve de Rome dans VAntiquité,


Publications de

l’Institut d’Art et d’Archéologie, I, París, 1953.

— Recherche sur le cuite du Tibre, ibid., II, París, 1953.

G. LUGLI: La técnica edilizia romana particolare riguardo a


Roma et Lazio, 2 vol., Roma, 1957.

R. CHEVALIER: Les Voies romaines, col. «U», París, 1972.

2. El medio moral

A. VON PREMERSTEIN: Von Wesen und Werden des


Prinzipats, Munich, 1937.

J. BÉRANGER: Recherches sur l’aspect idéologique du


principat, Basilea, 1953.

W. L. WERTERMANN: The Slave system of Greeks and


Romans, Memoirs of the Philosophical Society, XL, Filadelfia, 1955.

M. KASER: Das romische Privatrecht, Munich, 1955.

M. HAMMOND: The Antonine Monarchy, American Academy


in Rome, 1959.

A. H. M. JONES: Studies in roman government and law, Oxford,


1960.

J. GAGÉ: Matronalia, col. «Latonus», Bruselas, 1963.


— Les classes sociales dans I’Empire romain, Paris, 1964.

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romischen Kaiser, Wiesbaden, 1967.

A. MICHEL: La philosophie politique a Rome d'Auguste a


Marc-Akrele, col. «U», 1969.

Actes du Colloque 1972 sur l’esclavage, Annales littéraires de


l’Univbrsite de Besangon, 63, Paris, 1974.

A. M AIURI: La Peinture romaine, Skire, Ginebra, 1953.

R. BiANCHI BANDINELLI: Rome, le centre du pouvoir, col.


«L’Ur ivers des Formes», dirigida por A. Malraux y A. Parrot, Paris,
1970.

H. B ARDO N: Les Empereurs et les lettres latines d'Auguste d


Hadrien, París, 1940.

L. PEPE: Marziale, Ñapóles, 1950.

G. HlGUET: Juvenal the satirist, Oxford, 1955.

F. DELLA CORTE: Suetonio eques romanas, Milán Varese,


1958.

G. LUGLI: La Roma di Domiziano nei versi di Marziale e di


Stazio, en «Studi Romani», IX, 1961.

R. SYME: Tacitas, 2 vol., 2.a ed., Oxford, 1963.

J. B AYET: Littérature latine, 2.a ed., París, 1965.

H. -I. M ARROU: Histoire de l’éducation dans l’Antiquité, 6.a


ed., París,

1966.

J. CARCOPINO: Aspects mystiques de la Rome pdienne, París,


1942.

F. CUMONT: Lux perpetua, París, 1949.

J. B EALFJEU: La religion romaine d Tapogée de TEmpire. La


politique re-ligieuse des Antonins, París, 1953.

F. TAEGER: Charisma. Studien zur Geschichte des antieken


Herrscher-kultes, 2 vol., Stuttgart, 1957 y 1960.
R. TuRCAN: Les sarcophages romains d représentations
dionysiaques: es-sai de chronologie et d’histoire religieuse,
B.F.A.R., fase. 210, 1966.

M . M ESLIN: Le christianisme dans I’Empire romain, París,


1970.

M. SIMON: La civilisation de TAntiquité et le christianisme, col.


«Les Grandes Civilisations», París, 1972.

II. EL EMPLEO DEL TIEMPO

H.-G. PFLAUM : Essai sur le «cursus publicus» sous le haut


Empire romain, M.A.I., XIV, París, 1940.

— Les procurateurs équestres sous le haut Empire romain,


París, 1950.

P. M AZON: Dion de Prase et la politique agraire de Trajan,


Lettres d’Hu-manité, II, 1943, (pp. 46 y 59).

J. AYMARD: Essai sur les chasses romaines des origines a la


fin du siécle des Antonins, B.F.A.R., fase. 171, París, 1951.

M. GRANT: Roman imperial money, Londres, 1954.


R. J. FORBES: Studies in undent technology, 6 vol., Leyden,
1955-1958.

P. VlGNERON: Le cheval dans TAntiquité gréco-romaine,


Nancy, 1958.

J. ANDRÉ: Ualimentation et la cuisine a Rome, Paris, 1961.

CL. MOSSÉ: Le travail en Gréce et d Rome, Paris, 1966.

R. MARTIN: Pline le Jeune et les problémes économiques de


son temps, en «Revue des Etudes anciennes», LXIX, 1967.

G.-E. RICKMAN: Roman granaries and store buildings,


Cambridge, 1971.

G. VlLLE: Les jeux de l’amphithéátre, des origines au régne de


Trajan, en imprenta.

R. B.

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