Que la vida es dura, es una experiencia de la que todos podemos dar fe. Nada que tenga
valor, sea material o espiritual se consiguen fácilmente. La formación de la familia, la
educación de los hijos, el desarrollo profesional y el prestigio adquirido con los años, son
gran medida resultado de luchas y desvelos, sacrificios y renuncias. Cuando somos jóvenes
tenemos las fuerzas físicas y la entereza espiritual para sortear los problemas y lograr
nuestras metas. Pero cuando empiezan a mermar las condiciones de nuestro cuerpo, nos
quedan las reservas espirituales para continuar adelante y enfrentar nuevos retos. Y en
todo ese trascurso vital, así como el día y la noche, nuestra existencia experimente el
dolor y la felicidad. No siempre la lucha diaria está asociada al dolor ni todo lo que
hacemos tiene como objeto inmediato la felicidad. El dolor nos recuerda la fragilidad
espiritual y limitaciones físicas de la condición humana. Eso es inevitable. El no lograr todo
lo que nos proponemos ni ver cumplidas nuestras expectativas, la incomprensión de los
hijos y las desilusiones, la soledad y los achaques de las enfermedades producen dolor.
Sin embargo la vida está hecha al mismo tiempo, de pequeños y grandes triunfos que nos
permiten apreciar la felicidad y muchas situaciones dolorosas tienen un final feliz. ¿Acaso
es posible lograr un equilibrio entre dolor y felicidad? Esta es una pregunta, según mi
punto de vista, muy difícil de responder pues depende de cada historia personal y de las
decisiones de cada uno. Hay decisiones que llevan al sufrimiento así como también
existen decisiones que conducen a la felicidad. ¿Cómo podemos saberlo para no
equivocarnos? También es una pregunta difícil. Esta es la cuestión abierta a la discusión.