RESUMEN
El presente texto ofrece una semblanza de Felipe González Vicén, catedrático que fue de
Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Laguna, desde el
punto de vista de un profesor ayudante de su cátedra. Se ha tratado sobre todo de resaltar
los rasgos más marcados de su personalidad, dibujando de paso la singular impronta que
esta dejara en los ámbitos de su proyección humana y científica. Si bien predomina la
atención a aquella, no falta un intento final de síntesis de lo que puede considerarse el
núcleo de su pensamiento filosófico-jurídico.
PALABRAS CLAVE: estilos de docencia, rasgos de carácter, soledad humana y científica.
ABSTRACT
«Felipe González Vicén». This paper presents a portrait of Felipe González Vicén, former
Professor of Legal Philosophy in the Faculty of Law of the University of La Laguna, sketched
from the point of view of an Assistant Professor member of his Department. An effort has
been made to highlight chiefly the most distinct features of his personality, drawing the
Filosofía del Derecho— era, en realidad, una historia de la Filosofía del Derecho, debi-
da a un conocido penalista y filósofo alemán del derecho, Hans Welzel. Pues bien, el
traductor de ese libro no era otro que Felipe González Vicén. En realidad, pues, ya en
1º había yo trabado contacto, de algún modo, con don Felipe y, precisamente, en una
de sus más frecuentadas, fecundas y notables dedicaciones: la de traductor.
Fue la lectura del «Welzel» la que prendió en mí lo que voy a llamar, con la
mayor modestia posible, la «propensión» a la filosofía jurídica, y ya en 1º, por
pedante que esto pueda sonar. En aquellos años, y en aquella Facultad, no era esta
una «propensión» que cupiera esperar del tipo medio de estudiante de Derecho.
Pero quedé en que iba a hablar de mí lo menos posible. Y, en realidad, esta referen-
cia última está traída a cuento para trazar un perfil de aquella curiosa, inefable
Facultad. Porque don Felipe era en ella un personaje mítico. En rigor, era uno de los
cuatro profesores, junto con don Eulogio Alonso-Villaverde Moris, don José Peraza
de Ayala y don José María Hernández-Rubio Cisneros, que proyectaban una ima-
gen legendaria de la Facultad de Derecho fuera de la Universidad, hasta La Laguna
primero y luego en el ámbito entero de la isla. Era aquel don Felipe inaccesible, que
exigía corbata a sus alumnos —yo pertenezco a una de las últimas promociones
encorbatadas para «la clase de Vicén»— al que había que esperar por fuera del aula
para que él entrara el primero, que daba unas clases breves —aun cuando, la verdad
sea dicha, no tan breves como cuentan las crónicas: las que yo le oí siempre sobrepa-
esta semblanza con un aspecto de don Felipe que para muchos era el más marcado
de su persona.
No hemos hablado hasta ahora, en efecto, del don Felipe contador de
anécdotas, de peripecias, del don Felipe «rapsoda», llamémosle así. Rapsoda de las
vidas y milagros de otros y, sobre todo, rapsoda de su propia vida. Su propia vida
que, narrada por él mismo, adquiría unas tonalidades y unas oscuridades —ahora
sí— que nos obligaban a quienes asistíamos a sus rapsodias a frecuentes ejercicios
de hermenéutica histórica, en una búsqueda, sin duda ingenua, de «la verdad».
Porque ¿había conocido realmente a Heidegger don Felipe? ¿O se había
limitado a asistir a alguna conferencia del autor de Sein und Zeit sin entrar en con-
tacto personal con él? Y si así fue, ¿fue acompañado por Karl Löwith como contaba
unas veces, o acompañando a Rudolf Bultmann, como afirmaba otras? Los paseos
que daba en Marburgo, ¿los daba junto a este último o era a otro Rudolf, a Rudolf
Otto —con su perro «Siddartha»— a quien servía de confidente? ¿Qué parte tuvo
en la traducción al español —y en la emisión radiofónica— del comunicado de la
invasión de Polonia —¿o de la URSS? — por la Wehrmacht? Y así hasta la extenua-
ción en un terreno que sus rapsodias convertían en íntegramente conjetural.
Ingenuidad, sin duda. Conmovedora ingenuidad la suya, con la que trata-
ba de iluminar y poblar su vida y las vidas de otros. Pero sobre todo ingenuidad
nuestra, que equivocábamos las claves hermenéuticas. Porque, en definitiva, ¿qué