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Ordenamiento territorial y desarrollo sostenible

Conceptos recientes, relaciones remotas

En el presente ejercicio se pretende dejar en evidencia que, aun cuando los términos “ordenamiento
territorial” y “desarrollo sostenible” hicieron su incursión en el discurso social hace relativamente
poco tiempo (alrededor de 50 años), los conceptos que engloban han acompañado a la humanidad
desde la aparición misma de las sociedades. En primera instancia, será necesario aclarar el
significado de ambas expresiones, paralelamente hacer una breve reseña de su genealogía y,
finalmente, exponer los vínculos existentes entre ambas nociones poniendo de manifiesto su
pertinencia en la actualidad.

El vocablo territorio, deviene de las raíces latinas Terra y Torium, que en conjunto quieren decir “la
tierra que pertenece a alguien”1. En este sentido, no es solo el soporte físico donde las comunidades
se asientan y los agentes económicos realizan las transacciones, sino que incorpora elementos
intangibles tales como las relaciones sociales, la cultura y otras formas locales no transferibles,
sedimentadas con el acontecer histórico particular (Garofoli, 2000). En consecuencia, no existe
territorio sin construcción social, es un producto resultado de la sumatoria de experiencias, símbolos
y memorias colectivas (Zambrano, Fabio 2003).

Así las cosas, los territorios se construyen históricamente en un proceso de ocupación, uso y
transformación, que está directamente ligado con las cosmovisiones de cada sociedad particular;
en consecuencia, como menciona Bosier (citado por Aguilar 1989, p. 89), es posible hablar de
organizaciones territoriales específicas en un momento determinado, y estas incluyen tanto los
asentamientos humanos y sus asentamientos productivos, como las redes y flujos que se dan entre
ellos. De otro lado, estos procesos están condicionados por la dotación de recursos físicos existentes
en el espacio físico, es decir, oferta ambiental.

Tales órdenes territoriales no se sustituyen unos a otros, sino que se superponen, se construyen
sobre su predecesor; así, por ejemplo, en Colombia es posible identificar diversas arquitecturas
territoriales que expresan las estructuras sociales que las originan: la prehispánica, que luego es
tomada como base para la estrategia de la conquista española basada en la jerarquización del
espacio controlado por núcleos urbanos (ciudades, villas, parroquias y pueblos de indios),
posteriormente resquebrajada por las presiones económicas y sociales que darán origen a la
emergencia, sobre esta misma base, de nuevos centros de poder y sucesivamente reconfigurada
por procesos económicos y políticos que harán surgir y decaer primacías urbanas2.

La organización del espacio es la base para el ordenamiento territorial. En general, el ordenamiento


territorial es entendido como un proceso de planificación, a través del cual se materializan políticas
públicas que tienen que ver con la distribución de las actividades en el espacio y cuyo objetivo
central es el impulso de determinados modelos sociales; aunque esta enunciación es un poco
reduccionista, recoge en términos generales la concepción que puede evidenciarse en diversos
textos tanto normativos como académicos, véanse por ejemplo la ley 388 de 1997, la ley 1454 de

1
Para una ampliación de esta alocución véase MONTAÑEZ GOMEZ, Gustavo et al, Espacio y territorios. razón,
pasión e imaginarios. Universidad Nacional de Colombia, RET-Red Espacio y Territorio. Ed.Unibiblos, Bogotá.
2001
2
Para una ampliación de estos procesos véase Zambrano, Fabio 1998.
2011, el decreto nacional 879 de 1998, la Carta Europea de Ordenación del Territorio (1983), o los
escritos de Alberto Mendoza Morales (2003), Adrián Guillermo Aguilar (1989) o Sergio Boisier
(1998), entre otros. En este orden de ideas, puede colegirse que el ordenamiento territorial es un
medio que busca reconfigurar el orden territorial existente para conseguir unos objetivos
determinados acorde con un modelo de desarrollo establecido.

Esto último trae a colación un nuevo término: Desarrollo. Para situarse adecuadamente en la
discusión sobre este asunto, es importante hacer dos salvedades: Primera, el concepto no ha
logrado definirse como una categoría absoluta y por el contrario ha estado sujeto a un proceso de
constante reevaluación; esta circunstancia implica que su comprensión está condicionada por su
circunscripción en un momento del discurso científico específico y en consecuencia su análisis
demanda la identificación del periodo histórico en el cual se plantea. Segunda, existen diversas
formas de abordar el problema. El tema del desarrollo abarca múltiples dimensiones (sociales,
políticas, económicas, culturales, ambientales, etc.) y dependiendo del enfoque desde el cual se
observe, las formas de medirlo son distintas, esto supone constantes discrepancias entre los
defensores de las diferentes teorías; sin embargo, todos los planteamientos apuntan a poner como
tema central al hombre y su relación con la sociedad.

En el proceso de teorización sobre desarrollo, se ha pasado de la equiparación inicial entre este


concepto y la idea de crecimiento económico, a la inclusión de las dimensiones social y ambiental
como categorías necesarias para el entendimiento del fenómeno; sin embargo, apunta De Mattos
(1999 p. 184) “los fundamentos tanto de los discursos favorables a la convergencia o a la divergencia
como de las prescripciones normativas para atenuar las disparidades interregionales, han sido
extraídos – explícita o implícitamente – de los modelos teóricos de crecimiento económico que han
estado en boga …”. Varios autores, entre los que se pueden citar a Escobar (1999), Cuervo (1998),
Moncayo (2001), Kay (2000), dan cuenta de una progresiva complejidad del asunto cuya discusión
surge en el seno de las ciencias económicas, a la cual se han ido yuxtaponiendo conceptos, en tanto
la evidencia empírica ha demostrado cómo el simple crecimiento económico no desemboca
necesariamente en la atenuación de las desigualdades, y se ha ido constatando la necesidad de
reformular la definición al tenor de consideraciones éticas, políticas culturales y ambientales.

Para comenzar debe mencionarse que la preocupación alrededor de los asuntos atinentes al
desarrollo de las naciones no siempre ha estado presente en la mesa de las discusiones de política
pública. Antes de la gran depresión económica mundial de la década de los años 30 del siglo pasado
resulta bastante difícil rastrear antecedentes de esta discusión como un tema de estado, pero a
partir de esa particular coyuntura global y producto de la crisis, se inauguró una serie de medidas
tendientes a controlar las fluctuaciones económicas que llevaron al desplome de la economía,
pautas que, fundamentadas en los postulados de John Maynard Keynes, confirieron al estado un
papel protagónico como regulador del mercado (Cardona, Zuluaga, Cano & Gómez 2004);
adicionalmente, “al aspecto material de la economía se añade con gran fuerza el problema del
empleo y representa el embrión de la incorporación, en las teorías económicas no marxistas, de los
aspectos sociales” (Mesa, 2009, p. 2). Durante un amplio periodo, las discusiones relativas al
bienestar social versaran sobre estos dos ingredientes: crecimiento y empleo.

Inicialmente el problema se centraba solamente en la idea de lograr un crecimiento económico


sostenido como base para garantizar el bienestar del grueso de la sociedad, y no fue sino hasta el
periodo de la segunda posguerra “cuando la existencia de desigualdades económicas y de bienestar
entre diferentes regiones comenzó a ser considerada como un problema que debía ser objeto de
análisis y de corrección.” (De Mattos 1999a, p. 1). Como trasfondo de ese interés, estaban: el nuevo
panorama geopolítico que clausuraba formalmente el sistema colonialista y planteaba la
emergencia del socialismo como una vía alterna que amenazaba la estabilidad de la sociedad
capitalista, sumado a la aparición de organismos supranacionales cuya preocupación se centraba en
la prevención de nuevas conflagraciones mundiales (Mesa 2009).

Esta primera fase aparece dominada por la equiparación de los conceptos crecimiento económico y
desarrollo, asignándole al primero la automática reducción de las desigualdades; tal y como se
pregona en los planteamientos de Simon Kuznets (Gamero, 1996), imperó en esta etapa la teoría de
la modernización de Rostow (Reyes 1997) en la cual se pregonaba que para lograr el desarrollo los
países debían atravesar por etapas progresivas de adaptación de sus procesos productivos, tras lo
cual lograrían dar el salto completo hacia la industrialización. En este lapso se apostó por las políticas
económicas de base Keynesiana, como en el vehículo adecuado para llevar a los países por la senda
de la prosperidad material, la que se entendía como el principal objetivo del desarrollo y sobre la
cual se planteaba, paulatinamente se iría extendiendo al total de la población recortando los
desequilibrios sociales y regionales (Universidad Nacional de Colombia S.F.). El indicador de
desarrollo sería, consecuentemente el Producto Interno Bruto (PIB) y, especialmente, el PIB per
cápita.

Consecuente con este planteamiento, las reflexiones sobre la planificación territorial se construyen
en términos positivistas, conceptualizando el espacio como un elemento neutro, sobre el cual se
desarrollan los procesos sociales, pero que no los determina y que puede ser sujeto de normas
generales de planificación con técnicas fundamentalmente cuantitativas. En este enfoque podemos
ubicar los ejercicios del urbanismo propuesto en el movimiento moderno y la ecología humana de
la escuela de Chicago (Baxeandele, 2000)

Al calor de estos procesos, se fue forjando una serie de críticas al modelo imperante que
desnudaban su insuficiencia para mitigar las desigualdades tanto inter e intra regionales, como
sociales. Así, por ejemplo, se evidenciaba que países cuyo PIB se había elevado no tenían mejoras
en los indicadores sociales (Mesa 2009); los países periféricos no alcanzaban la prometida etapa del
despegue, “precisamente por las relaciones de vinculación de los países del tercer mundo con la
economía mundial” (Escobar 2002, p. 10) y el desarrollo se presentaba como un fenómeno focal. En
Latinoamérica estos dictámenes derivaron en reflexiones como la teoría de la dependencia y la
incorporación de temas como la pobreza y la redistribución, al enfoque de crecimiento económico
(Mendoza 2002); tales planteamientos, que siguen la línea estructuralista, introdujeron los
conceptos de centro y periferia, y expusieron la necesidad de rutas distintas para lograr el
desarrollo, por cuanto las teorías vigentes no se ajustaban a la realidad de los países del tercer
mundo. La fórmula propuesta fue el desarrollo hacia adentro, el cual, a la postre mostraría también
enormes limitaciones (Kay 2004).

Hacia la década de los 60, la percepción de la variable ambiental se introdujo paulatinamente en el


contexto internacional. El primer referente formal de este tipo lo constituyen los estudios del Club
de Roma (1968) que hacen evidente la preocupación generalizada por los problemas de
contaminación y la amenaza de un crecimiento limitado en virtud de la finitud de los recursos
naturales; sin embargo, no fue hasta 1972, durante la conferencia de Estocolmo, cuando la
comunidad internacional se plantea de forma sistémica el problema ambiental, pero de ella no se
obtuvo más que un tímido compromiso entre las posiciones oficiales para corregir los efectos
negativos del desarrollo (Ángel 1991). Los temas ambientales se consolidan como asunto central en
la temática del desarrollo en la década de los 80 y, con motivo del Informe de la Comisión de las
naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo (1985), denominado “Nuestro Futuro Común”,
se introduce el concepto de Desarrollo sostenible (Ángel 1991).

El cuerpo teórico de la economía neoclásica, fundamento del paradigma neoliberal, fue incapaz de
incorporar en su análisis el importante papel que para el desarrollo suponen el espacio geográfico
y los arreglos institucionales particulares, de igual forma, su razonamiento omite la variable
ambiental y los efectos que en el largo plazo tiene la explotación de recursos, los cuales se
convierten en la determinante esencial de la sostenibilidad del desarrollo (Moncayo 2002).
Adicionalmente, el hecho de propender por la maximización de la rentabilidad en el corto plazo,
contribuyó a acelerar los ritmos de degradación ambiental (Mesa 2009). De otro lado, también son
imputables al modelo deficiencias estructurales, como la pretensión de un desarrollo basado en
ritmos crecientes de producción y consumo, especialmente en los países centrales, que han ejercido
una constante y cada vez más crítica presión sobre los limitados recursos del planeta (Leff 1986) así
como la reprimarización de las exportaciones de los países periféricos, que no solo ofrece el peligro
de inestabilidad y menores niveles de crecimiento en el largo plazo, sino que conmina a un estado
de enorme vulnerabilidad ambiental (Moncayo 2002).

De las deficiencias inducidas por la globalización se deriva la necesidad de incorporar la dimensión


ambiental en el en el discurso desarrollista en busca de fórmulas alternas, de nuevas racionalidades
de explotación y uso, que resulten viables tanto ahora como en el futuro, teniendo como postulado
la solidaridad intergeneracional (Lambea 2004). Como argumentos iniciales se tienen:
reconocimiento de la inevitable existencia límites a la explotación de recursos físicos, la necesidad
de una economía operando dentro las fronteras que imponen los ecosistemas mundiales, la
exigencia práctica de un mayor equilibrio en la distribución de los ingresos internacionales como
plataforma garante de los recursos necesarios para la conservación del ambiente, en especial en los
países del tercer mundo; los debates sobre la validez del modelo, obligan también a inferir que el
tamaño óptimo de una economía no es necesariamente el máximo y, que los indicadores de
crecimiento económico han sido inútiles como medida del desarrollo, pues no dan cuenta de
aspectos como el galopante deterioro ambiental o las reales dimensiones de la pobreza, en función
de criterios como el de calidad de vida (Universidad Nacional S.F.).

El proceso conceptualización obedece a un proceso evolutivo en el cual se ha pasado de la


preocupación respecto del impacto de las actividades económicas sobre los recursos del planeta a
la consideración de los costos representados por el capital natural y, a una concepción más compleja
que aborda el tema como un sistema de relaciones, superando la visión antropocéntrica del
problema (Moncayo 2002). En 1987, el informe de la comisión Burtland introduce el concepto de
Desarrollo Sostenible, que en 1992, durante la conferencia de las conferencias de las Naciones
Unidas celebrada en Río de Janeiro, se incorpora como parte del discurso oficial, “definido a partir
de los objetivos tradicionales de desarrollo (satisfacción de necesidades básicas y aumento de la
productividad económica) pero a partir de patrones de uso de los recursos ambientales
ecológicamente sustentables” (Allen 1993, p. 4).

Este enfoque, aunque reconoce su estrecha relación, hace una clara diferenciación entre
crecimiento y desarrollo. Se entiende el crecimiento como el equivalente un aumento de la
cantidad, que resulta además insostenible en un escenario finito como nuestro planeta. En cuanto
al desarrollo, se concibe como un aumento en la calidad de vida, el cual no necesariamente se asocia
con una mayor cantidad de consumo. También, introduce objetivos políticos de largo plazo como la
satisfacción de las necesidades y aspiraciones sociales de la población, sin que ello comprometa la
posibilidad de alcanzar estos propósitos por parte de las generaciones futuras, acá se suman al
interés ambiental las dimensiones política, socioeconómica, cultural y filosófica (Mesa 1997). En
síntesis, “el desarrollo sostenible se asume, en los documentos internacionales, no solo con una
dimensión económica y una ambiental, sino también social, vinculada a los requerimientos de
equidad y justicia distributiva y la calidad de vida” (González & Izquierdo 2004, p. 1)

La postura oficial de las Naciones Unidas en relación con el problema del desarrollo de las naciones
ha sido objeto de serios cuestionamientos ya que se le asocia con la continuidad del modelo
neoclásico, por cuanto no impugna la idea de desarrollo basado en el crecimiento económico e
industrialización, no cuestiona a fondo la racionalidad de producción y consumo capitalista, plantea
la sustentabilidad como una limitante, más que como potencial o punto de partida para la búsqueda
de un nuevo estilo de desarrollo y, desconoce los desequilibrios estructurales centro periferia del
modelo económico (Capalbo 2003).

Las transformaciones sociales y económicas que han obligado a la reformulación del problema del
desarrollo, han traído consigo una conceptualización distinta del espacio, el lugar donde se suceden
los procesos de interacción comercial ha adquirido nuevas connotaciones y deviene ahora en la
forma de territorio. El territorio no es solo el soporte físico donde los agentes económicos realizan
las transacciones, sino que incorpora otros elementos intangibles tales como las relaciones sociales,
la cultura y otras formas locales no transferibles, sedimentadas con el acontecer histórico particular
(Garofoli, 2000).

Mientras en el modelo anterior se concebía el espacio como mero soporte geográfico, en términos
generales homogéneo, en este enfoque emergente el territorio implica heterogeneidad. Al referirse
a este se evocan las características ambientales específicas, la particularidad de los actores que
intervienen en él, las diversas potencialidades de movilización en razón a motivaciones singulares y
el acceso diferencial a recursos y oportunidades para el desarrollo; el territorio es adicionalmente
un factor de desarrollo que comprende las dotaciones físicas, el entramado de relaciones del
aparato productivo y empresarial, los actores públicos, privados y la comunidad en general,
socialmente organizados para la producción material (Albuquerque, 1995). De esto se desprende
que los procesos de ordenamiento territorial se hallen como asunto central en el discurso del
desarrollo, especialmente si el modelo que se toma como base es el desarrollo sostenible.

La emergencia del papel preponderante de las localidades como los espacios económicos más
adecuados para la promoción de acciones encaminadas a agregar valor al proceso productivo,
responden al vacío dejado por la retracción y erosión del estado nacional en virtud de la aplicación
de las nuevas políticas económicas; esto se ver reforzado, adicionalmente por la constatación del
hecho que el desarrollo económico es un fenómeno localizado (Cuervo, 1998). Este paradigma
responde también a las reestructuraciones organizacionales del sistema productivo global que se
caracteriza por la flexibilización y la descentralización integrada, de modo que un sistema productivo
local se vincula a otros en una red de relaciones cuya articulación, gracias al soporte brindado por
las nuevas tecnologías, puede ser espacialmente discontinua, pero altamente coordinada
(Bervejillo, 1996); de este modo subyace al modelo la potencialidad de generar un crecimiento
disperso, diversificado y más equilibrado.
La nueva organización funcional, amenaza la viabilidad económica de algunos territorios por
diferentes vías. En primer lugar se encuentra la posible marginación o exclusión de los circuitos
económicos para aquellas áreas que dejan de ser o no son relevantes para la economía global. En
segundo lugar, la integración subordinada, dependiente de factores externos sin arraigo territorial,
somete a las localidades a procesos de integración frágiles y de baja sostenibilidad. Como tercera
amenaza se puede citar la posible fragmentación o desmembramiento de las antiguas unidades
territoriales por cuenta de la desigual inserción en el sistema global alcanzada por los diferentes
componentes. Por último, se cierne sobre los territorios la sombra de la crisis ambiental producto
de la imposición de un modelo de explotación y consumo no sustentable. (Bervejillo, 1996)

La emergente forma económica también abre oportunidades a los territorios locales, tales como la
posibilidad de un mayor acceso a recursos, información y oportunidades globales, la revalorización
de los recursos endógenos y el acceso a nuevas redes territoriales. El aprovechamiento de estas
nuevas ventanas estará en buena medida condicionado por la cultura e historia particular de cada
localidad, por la capacidad de movilización colectiva para pasar de un desarrollo basado en ventajas
estáticas (asociadas a las dotaciones físicas existentes, menores costos de mano de obra, etc.) a una
fundado en ventajas dinámicas, cuya base es la producción de una trama de relaciones sinérgicas,
localizadas territorialmente y socialmente construidas, orientadas a la innovación (Bervejillo, 1996).

Es aquí, donde la adopción de un modelo responsable con el entorno juega un papel determinante,
pues como se anotó en los primero párrafos de este escrito, el ordenamiento territorial no es otra
cosa que la expresión física de la manera como un grupo social determinado entiende su relación
con la naturaleza. Tanto las amenazas como las oportunidades, pueden adoptar el semblante de
procesos efímeros con consecuencias irreversibles en el mediano y corto plazo que a la postre
signifiquen la marginación definitiva de las localidades de los circuitos económicos y, más aún de la
posibilidad real de sustentar la vida, si no subyace al interés económico una preocupación ética por
la solidaridad intergeneracional; en contraposición, la adopción de una forma de desarrollo
acompasada con los ritmos de recuperación de los ecosistemas, de los cuales, vale la pena aclarar,
el hombre hace parte, encarna la posibilidad de generación de lógicas de producción y consumo
más cercanas a las distintas cosmovisiones de cada sociedad local y la perspectiva de una inserción
exitosa y de larga duración en el aparato económico mundial tanto por la vía de una explotación
sostenible de los recursos, como por una cualificación diferencial de sus productos, con reducciones
importantes en los costos de transacción.

El hecho de que el territorio se encuentre ligado de manera explícita a la generación de excedentes


productivos, en un entorno que se mueve entre las tensiones de una globalización uniformizante y
las identidades locales que se niegan a ser absorbidas, donde a la vez se entrecruzan valores
comunes a todo el globo, ampliamente difundidos por las TIC y paradójicamente se erigen como
fuente de riqueza los factores locales, bien sea bajo la forma de ventajas comparativas o producto
de ventajas competitivas construidas desde los territorios, pone en entredicho la capacidad de los
planificadores para abordar mediante enfoques unidisciplinares la tarea de trazar derroteros para
las localidades y hace todavía menos confiable la posibilidad de gestionarlos si no se incorporan
desde el comienzo los intereses de los diversos sectores y se cuenta con la participación de la mayor
cantidad de actores afectados, pues, en últimas, el orden territorial, como se ha visto, es un
producto social.

Ahora bien, esto no significa que el papel de la planificación haya caído en la obsolescencia, por el
contrario, si los territorios pretenden insertarse adecuadamente en el aparato productivo deben
procurarse instrumentos que les permitan aprovechar sus ventajas relativas, construir factores
diferenciales de competitividad y mantener vigentes sus atributos; precisamente esto último implica
la necesidad de preservar, proteger y recuperar los ecosistemas involucrados, de modo que el
paradigma del desarrollo sostenible no se convierte solo en una obligación ética sino en una
necesidad práctica para la supervivencia de la sociedad.

Varios autores como Giddens3 y Aledo4, coinciden en afirmar que la crisis ambiental es, en últimas,
la crisis de la sociedad moderna cuyos objetivos y medios de desarrollo han ejercido una presión
sobre la esfera terrestre sin par en la historia; este dictamen va más allá de los análisis
tradicionalmente polarizados que atribuyen este fenómeno a la irracionalidad intrínseca del libre
mercado o, a los usos absurdos de recursos, típicos de las sociedades que no han alcanzado niveles
superiores de desarrollo; esta proposición no implica el descarte de las tesis mencionadas como
factores de la degradación ecológica, sino una visión complementaria, menos apasionada, sobre los
efectos de la industrialización en la biosfera terrestre.

En consecuencia, es necesario reinventar nuestra relación con el entorno, este es el punto donde el
ordenamiento territorial como estrategia y el Desarrollo sostenible como paradigma, pueden
mostrar una salida al trance que compromete como en ningún otro momento de la existencia del
planeta, las supervivencia de la vida como la conocemos. Reinventar, significa que este
encadenamiento hombre – medio natural, no es nuevo, ha acompañado a todas las sociedades en
sus distintos periodos de desarrollo; sin embargo, el advenimiento de los conceptos Ordenamiento
Territorial y Desarrollo Sostenible como objetos de estudio en la última centuria son solo la
expresión de la conciencia generalizada sobre el paulatino agotamiento de la base natural que
soporta nuestras actividades ya que, dicho sea de paso, el problema ambiental es inherente a la
relación sociedad – naturaleza.

3
GIDDENS, A.: Consecuencias de la modernidad. Alianza. Madrid, 1990
4
ALEDO TUR, Antonio; DOMÍNGUEZ GÓMEZ,José Andrés (Dirs.): Sociología Ambiental. Grupo Editorial
Universitario, Granada, 2001

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