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Javier Aracil
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Javier Aracil
1
Para Javier y Edu,
que conocerán el siglo XXI
2
La técnica es nuestra empresa más definitoriamente humana.
Fernando Savater1
Thomas Mann2
Somos seres humanos y como tales necesitamos mucho más que mero
confort económico. Necesitamos desafíos, significado, objetivos,
comulgar con la naturaleza. Cuando la técnica nos separa de todo eso se
convierte en una forma de muerte. Pero cuando lo facilita, afianza la vida.
Refuerza nuestra humanidad.
1
Fernando Savater, El valor de elegir, Barcelona, Ariel, 2003, p. 95.
2
Thomas Mann, La montaña mágica, Barcelona, Edhasa, 2005, pp. 224-5.
3
William Brian Arthur, The Nature of Technology, Londres, Allen Lane, 2009, p. 219.
3
Introducción
Este libro, que pretende ser breve, directo y claro, trata de indagar en lo singular de la
actividad de los ingenieros, que han contribuido decisivamente a crear el mundo artificial
imaginando y construyendo artefactos 4 dotados de utilidad. Esta tarea no es, sin
embargo, fácil, ya que lo variado de los campos cubiertos por la ingeniería dificulta la
elaboración de un discurso unificado sobre ese vasto dominio de la labor de los humanos.
Lo que aquí se expone es el punto de vista del autor, que se sustenta en la reelaboración de
lecturas e ideas a las que ha tenido acceso a lo largo de su vida profesional en una escuela
de ingenieros y que, después de cribarlas por el tamiz de esa vida, le han llevado a adoptar
cierta perspectiva con respecto a la ingeniería. El contenido del libro, por tanto, es
opinable, pues lo que se pretende es contribuir a un conveniente y oportuno debate sobre
la idiosincrasia del prolífico mundo de los ingenieros; y algunas de sus afirmaciones
resultarán, sin duda, polémicas. La novedad, si tuviera alguna, residiría en el enfoque
adoptado. Al mismo tiempo, se ha escrito pensando en una audiencia amplia y diversa.
Cumpliría su propósito si convenciese a algunos lectores de que revisen su visión de ese
ámbito crucial del quehacer humano.
Los ingenieros, aunque gozan de un amplio prestigio profesional, no se han ocupado con
la debida intensidad de cultivar, o al menos promover y difundir, estudios en los que se
destaque la especificidad de su labor. Entre ellos se observa una carencia de inquietud por
la reflexión sobre lo exclusivo de su actividad. Las excepciones son escasas. Entre ellas
destaca Walter Vincenti, un ingeniero aeronáutico que recapacitó ampliamente sobre este
tipo de cuestiones5. En cierta ocasión le confesó irónicamente a William Brian Arthur, un
economista que le preguntó por qué los ingenieros no se ocupaban de estos asuntos: «Los
ingenieros prefieren dedicarse a los problemas que son capaces de resolver» 6. En las
páginas siguientes se defiende que, a pesar de ello, deberían contribuir al fomento de una
cultura intelectual en la que lo técnico ocupe el lugar que le corresponde por su papel
determinante en la aventura humana. La primacía de la motivación utilitaria, que es la
propia del ingeniero, no ha alcanzado el debido reconocimiento pese a su papel capital en
la génesis de la civilización técnica en la que se desenvuelve la vida contemporánea de los
humanos. ¿Han hecho los ingenieros lo posible para obtener ese reconocimiento? Puede
que los problemas actuales de la ingeniería en nuestro país no sean ajenos al tipo de
cuestiones aquí esbozadas con las que se pretende contribuir al esclarecimiento de lo
distintivo de ese modo de obrar, como han sabido hacer con éxito profesionales como los
médicos, los economistas y los mismos arquitectos, éstos con raíces tan cercanas a las de
los ingenieros.
6
W. Brian Arthur, The Nature of Technology, p. 15.
4
acumulado a lo largo de la historia —incluido, claro está y de forma destacada, el saber
científico convencional.
Con estos variados relatos se pretende, además, dar satisfacción a algunos lectores de un
libro anterior7, según los cuales esa obra adolecía de una carencia y de un exceso: por una
parte se echaban en falta mayor número de casos que ilustrasen la tesis que allí se
sustentaba —y que es la misma que aquí se defiende. Con los casos que se exponen ahora
se pretende paliar en parte esa carencia. Por otra, se decía que aquel libro resultaba
excesivamente prolijo. Esta segunda objeción se ha tenido en cuenta en la redacción de
éste, en el que se trata de ir al grano al analizar lo peculiar de la ingeniería en unos tiempos
en los que es frecuente oír que está supeditada a los indiscutibles y admirables logros de la
ciencia contemporánea. Pero, por el contrario, se destaca en el texto cómo en las obras de
la técnica y la ingeniería realmente geniales, en las innovaciones que han determinado un
cambio radical en el curso de la civilización (la máquina de vapor, la aviación, la
telegrafía sin hilos, la aventura espacial, el ordenador, por citar unas pocas) su concepción
no se hizo como mera aplicación del conocimiento científico disponible cuando se
inventaron esos artefactos.
En efecto, en nuestro tiempo ¿quién duda del papel jugado por la aviación, la electrónica
o la automática? Pues bien, como se verá en páginas posteriores, esas ramas de la
ingeniería revelan características análogas a las de la máquina de vapor en el siglo XVIII,
uno de los pocos ingenios que se acepta por los especialistas en historia de la ciencia que
fue concebido sin que resultara de una aplicación directa de conocimientos físicos ya
7
Javier Aracil, Fundamentos, método e historia de la ingeniería.
5
asentados en la época en que se inventó esa máquina; por lo que se admite que fue
producto del talento y la creatividad, de la experiencia y la intuición, del sentido común y
la capacidad de innovación de sagaces ingenieros que la concibieron motivados
primariamente por la búsqueda de soluciones a problemas técnicos (la extracción de agua
de las minas fue el problema para el que se inventó originalmente, aunque
inmediatamente las aplicaciones se desbordaron). En la segunda parte, de carácter más
doctrinal, se abordan estas cuestiones bajo una perspectiva transversal con respecto a las
diferentes ramas de la ingeniería.
El libro termina con una corta tercera parte, articulada en dos capítulos, en la que se
analizan algunas cuestiones relativas a la formación y práctica profesional de los
ingenieros, a las que se añaden reflexiones sobre la incidencia de la técnica y la ingeniería
en el mundo de nuestros días. Esta parte acaso resulte prescindible para algunos lectores,
pero a pesar de ello se ha considerado pertinente su inclusión pues, aunque se
desenvuelve en un contexto diferente al resto del libro, puede servir de remate al conjunto
del volumen.
Se dice que uno escribe los libros que echa en falta. Eso mismo sucede con éste. Cuando
inicié mi carrera de profesor en una escuela de ingenieros me encontré con el hecho, en
aquel tiempo insólito, de que esa escuela se incorporaba a una universidad convencional
—literaria se decía entonces. Los problemas de integración no fueron pocos, pero
posiblemente el que me resultó más acuciante, en especial cuando fui director de ese
centro —mediados los setenta del siglo pasado––, fue la carencia de un cuerpo de
doctrina que permitiese defender lo singular de la ingeniería ante los intentos de diluirla
en un magma presidido por la ciencia, y en el que se desdibujaba su identidad. Tengo que
agradecer a aquellos que cuestionaron esa singularidad —algunos, no demasiados,
todavía lo hacen––, pues me incitaron a comprender, aun involuntariamente, la necesidad
de elaborar y disponer de un fundamento doctrinal que la sustentase. Sin su estimulante
provocación acaso no estaría ahora motivado para elaborar una meditación sobre la
ingeniería. Y así me he visto embarcado en una línea de pensamiento que ha ocupado
gran parte de mi reflexión intelectual a lo largo de mi vida, y desde hace unos años la
ocupa de lleno.
Borradores del texto completo, o de porciones de él, han sido objeto de comentarios por
parte de Manuel Silva, Enrique Cerdá Olmedo, Mateo Valero, Pere Brunet, Elías Muñoz,
Antonio Gómez Expósito, Miguel Toro, Francisco Gordillo, Francisco Colodro, Luis
Vilches, Fernando Broncano y Bernardo Palomo Vázquez. El texto también se ha
enriquecido gracias a intercambios de ideas con Francisco García Olmedo, José Ferreirós,
Jesús Vega Encabo, Pedro Ollero y Vicente Ortega. Es posible que unos y otros
encuentren en el texto, aquí y allá, indicios de sus comentarios y sugerencias, aunque no
sea siempre al hilo de sus argumentos. A todos ellos expreso mi agradecimiento.
6
Primera parte
7
Capítulo I.- Los orígenes
Nace el mundo artificial
La aventura humana empezó hace dos o tres millones de años. Se produjo entonces la
transición del Australopitecus al género Homo, con la aparición de Homo habilis
(transición sujeta a continua revisión y cuyas fronteras se desdibujan sin parar 8). Este
acontecimiento se identifica con la presencia de restos líticos junto a osamentas
simiescas, de las que se infiere una forma de caminar bípeda y erecta, junto a otros rasgos
morfológicos que apuntan atributos que luego definirán a Homo sapiens, como es un
cráneo de volumen creciente y una mano versátil. En esos residuos líticos se pone de
manifiesto la acción de alguien que busca herramientas con un fin determinado. Stanley
Kubrick lo dramatizó de forma muy sugestiva al principio de su película canónica de
ciencia ficción 2001: Una odisea del espacio, en la que un simio descubre la potencia que
le confiere un hueso cuando lo empuña para conseguir una especie de prolongación de la
mano con un poder percutor considerablemente incrementado, y así logra multiplicar los
efectos de su propia fuerza física. Homo habilis aprende que con ayuda de un artefacto
puede llegar a hacer cosas para las que la naturaleza virgen no le había dotado. Se
desencadena así, o de alguna forma similar, el proceso que le llevará posteriormente a
erigir el mundo artificial, hecho a nuestra medida, por el que el ser humano, mediante la
técnica, transforma, controla y reconduce el mundo natural para hacer de él un lugar más
acogedor y confortable, donde su vida pueda alcanzar mayores cotas de bienestar y
longevidad, y ser vivida con superior dignidad; aunque, al mismo tiempo, esa alteración
de la naturaleza pueda tener efectos secundarios indeseables.
Muy posteriormente, ya hace solo unas decenas de miles de años, aparecen vestigios
estéticos en los restos líticos, cuando Homo sapiens esculpe bifaces pulidas con esmero,
lo cual no aportaba una mayor eficacia a la herramienta, pero la hacía más bella o más
distintiva para el que la poseía. Al mismo tiempo, se produce la revolución agrícola del
Neolítico, punto de partida de la civilización, que está asociada a una actividad
genuinamente técnica: la agricultura. La transición al Neolítico supuso el abandono de
una forma de vida dependiente de la caza y la recolección de productos naturales, que fue
reemplazada por otra basada en el cultivo y la ganadería. Las plantas seleccionadas y
cultivadas por los agricultores y los animales domesticados y estabulados por los
ganaderos constituyen actividades primigenias del mundo artificial.
Con la Revolución Neolítica aparecen también las cabañas, las canoas y algunos artículos
domésticos, como los utensilios culinarios, los recipientes de barro y la incipiente
indumentaria 9 ––gracias a ese invento maravilloso, la aguja, que permitió coser. La
técnica empieza a desarrollar uno de sus rasgos definitorios: la evolución conjunta de sus
8
La neta cortadura entre el ser humano y el simio superior mediante la adscripción al primero de la
exclusividad en herramientas líticas se está diluyendo según avanzan las exploraciones arqueológicas.
Véase, por ejemplo, Sonia Harmand et ali, “3.3-million-year-old stone tools from Lomekwi, West Turkana,
Kenia”, Nature, 310-315 (21 May 2015).
9
El rastro en hacer se encuentra en las mismas raíces de la voz indoeuropea teks, que se asocia con fabricar
o con tejer (en latín texere). Así, en griego, téktōn significa ‘carpintero’ o ‘constructor’, ‘el que hace’, y
tékhnē, ‘saber hacer’, ‘artesanía’ o ‘habilidad’. En tiempos posteriores se tienen voces como textil o
arquitecto; ‘el que hace tejidos o edificios’, respectivamente.
8
distintos productos. La estabulación de animales presupone plantaciones para piensos; las
edificaciones requieren la preparación y el transporte de materiales de construcción; los
trabajos agrícolas se llevan a cabo con la ayuda de animales domesticados; y un etcétera
interminable. El ejercicio de la técnica siempre ha requerido de cooperación y
planificación, en donde se apuntan los rasgos que posteriormente definirán a la
ingeniería.
Tras esa revolución se dispuso de fuentes alimentarias más fiables, que desembocaron en
un aumento apreciable de la población y permitieron sustentar asentamientos humanos
estables que se convirtieron posteriormente en ciudades, entre las que se establecieron
prósperas redes comerciales, al tiempo que fueron objeto de la codicia de bandas
nómadas ante las que hubo que interponer formas sólidas de organización social (los
arcaicos reinos de las primitivas civilizaciones) que incluían despliegues de poderío
militar —la defensa ha sido una fuente de cohesión de la sociedad y, al mismo tiempo, un
incentivo para el progreso de la técnica. Igualmente hicieron su aparición los valores
comunes, los mitos y las religiones, y otras formas ideológicas de argamasa social.
Todo ello configuró el lento y paulatino progreso de la humanidad hasta que hace poco
más de doscientos años se desencadenó la Revolución Industrial, que dio lugar a otra
inflexión en el crecimiento de la población humana, en una nueva versión de lo ocurrido
con la Neolítica. Esta revolución fue impulsada por el espíritu de la Ilustración
(autonomía moral, ejercicio de la crítica, tolerancia y libertad), y por lo que respecta a la
técnica, con la noción de «conocimiento útil» y se basó en avances técnicos simultáneos
en la ingeniería mecánica, la maquinaria textil, la metalurgia y otras actividades técnicas,
así como con la concentración fabril que trajo consigo la nueva forma de organizar la
producción. Pero si hubiera que señalar un progreso decisivo para esa revolución, sin
duda la elección recaería sobre la máquina de vapor. Aunque transcurrieron varios
decenios hasta su plena implantación, la máquina de vapor, junto con otras como las
máquinas textiles, desencadenaron el proceso que conduce al estadio actual de
civilización.
Así, esa revolución dio lugar a una inmensa mutación en todos los órdenes de la sociedad,
a partir de la cual se establecieron las bases del mundo moderno. Hay autores, sin
embargo, que prefieren atribuir esa cualidad a la Revolución Científica, pero la Industrial
es la que protagoniza la profunda transformación social que conduce al mundo de
nuestros días, en el que la mayor parte del planeta está formada por sistemas artificiales
en interacción con el mundo natural. Es indudable que la Revolución Científica, que se
inicia con Nicolás Copérnico (1473-1543) y culmina con Isaac Newton (1643-1727), fue
una revolución conceptual que sentó las bases de una nueva forma de percibir el mundo, y
9
aportó unas nuevas «gafas» con las que verlo e intervenir en él, basada en una peculiar
forma de estudiar de los fenómenos que se producen en la naturaleza. De esta manera, se
fraguó un modo preciso de lograr conocimiento sobre esos fenómenos y se creó el método
científico, formado por un conjunto de prácticas para interrogar al mundo natural
mediante experimentos y estructurar, con ayuda de la razón, el conocimiento así
obtenido, lo que dio lugar a una peculiar conjunción de empirismo y racionalidad, que
provocó un cambio sustancial en la forma de saber sobre el mundo. Estas prácticas eran
múltiples y variadas, desde la clasificación de los seres vivos hasta la astronomía y la
física matemática, con el común denominador de que estaban basadas en la
experimentación y la observación, y en la organización racional de los conocimientos
conseguidos. Con el ejercicio sistemático de esas prácticas se desencadenó la empresa
colectiva que es la ciencia moderna. Pero, por otra parte, no existe evidencia de que los
conocimientos teóricos que formaron el núcleo de la Revolución Científica tuvieran
algún efecto directo sobre la técnica que se llevaba a cabo en aquellos tiempos. Las
máquinas que desencadenaron la Revolución Industrial, como las textiles o la misma
máquina de vapor, no se basaron en ninguno de los conocimientos que propició la
Revolución Científica; si bien esta revolución acabó influyendo en todos los ámbitos en
los que intervienen fenómenos naturales, por lo que repercutió, al fin, en actividades
como la ingeniería o la medicina.
En el siglo XIX se produjeron cambios radicales en la vida de los seres humanos, al menos
de los que habitaban en países occidentales de primera línea. A principios de ese siglo, ya
había medios de transporte como el caballo o los carruajes, pero eran incómodos y lentos;
la tuberculosis o la difteria causaban la muerte de millones de personas; y los altos índices
de mortalidad infantil reducían considerablemente la esperanza de vida. A mediados de
siglo los ferrocarriles apenas unían las poblaciones más importantes, pero cien años más
tarde la red de ferrocarriles cubría la superficie de los países desarrollados y los
automóviles ocupaban sus calles. Con el fin de siglo las vacunas empezaron a erradicar
muchas enfermedades hasta entonces mortales y la electricidad iluminó el mundo
cotidiano. Se ha dicho que un ciudadano de la Roma antigua situado a principios de ese
siglo no tendría grandes dificultades para desenvolverse en el mundo que le rodeaba, pero
que si lo estuviese cien años después quedaría desconcertado.
10
De este modo, la técnica de nuestros días (a la que está de moda, en ciertos medios, llamar
tecnología; más adelante se volverá sobre este extremo) ha aportado un cambio sustancial
en el mundo artificial, hasta el punto de que se admite que ese mundo está sufriendo
cambios comparables a los que en su día implantó la escritura y posteriormente la
imprenta —la escritura artificial o mecánica—, y que muchos califican de superiores a
todo lo que se había conocido previamente. En todo caso, tanto la Revolución Neolítica
como después la industrial, y luego la asociada con la información que se vive en nuestros
días, son producto de la técnica, del inagotable espíritu innovador y transformador de los
humanos que han construido el ubicuo mundo artificial en el que se abren posibilidades
inéditas en el natural.
Para estas construcciones se requiere alguna forma de proyecto previo, y luego una
dirección que coordine y organice a un gran número de ejecutores de las distintas
actividades en las que se divide la construcción. Así, el ingeniero surge en primer lugar
para concebir y proyectar la obra, y después desempeñar el papel de organizador en las
distintas fases de la construcción. Uno de los rasgos distintivos de la ingeniería es llevar a
11
cabo un trabajo conjunto coordinado de cierta complejidad, tratando de satisfacer un
objetivo práctico de origen social o militar (el primer ingeniero que registra la historia es
el egipcio Imhotep, al que se atribuye la pirámide escalonada de Saqqara, y del que se
dice que fue además arquitecto, médico, astrónomo, alto funcionario y sumo sacerdote.
Otro notable ingeniero del mundo griego fue Eupalino de Megara, que dirigió las obras
del túnel de más de 1 kilómetro de longitud que atraviesa el monte Kastro, en la isla de
Samos, cuya construcción se comenzó a la vez desde sus dos aberturas, alcanzando una
admirable precisión en la conjunción de los dos tramos).
Hay una forma especialmente ingeniosa de resolver los problemas de los vanos en puertas
y ventanas: es el recurso al arco, que además sirve como techumbre mediante bóvedas. El
arco de medio punto es uno de los grandes inventos de la técnica de construcción
primitiva. Aparece en Egipto, en Mesopotamia y el Asia Menor alrededor del año 4000 a.
C., pero no se da en otras civilizaciones antiguas, como las mesoamericanas (aunque en
éstas se dio la llamada bóveda maya formada por hileras de ladrillos, sobre dos muros
rectos, cada una de las cuales sobresale ligeramente sobre la inferior, ascendiendo hasta
coincidir con la especular que surge en el otro muro, apoyándose ambas y dando lugar a
una techumbre a dos aguas análoga a la de las chozas de base rectangular).
12
Figura 1.- Dovelas y clave se sustentan en un arco.
10
De Honnecourt, V. Cuaderno.
11
En las Crónicas de Pedro López de Ayala se habla del engenho como del artefacto con el que se
derribaban las puertas en las ciudades sitiadas. Parece ser que en la baja Edad Media, en el siglo XII, las
voces ingeniator e ingeniarius se empleaban para nombrar a los que manejaban esos artefactos (aunque
ingeniarius es la forma que prevaleció después). De esas dos voces, de origen militar, en el Renacimiento
surge la de ingeniero, esta vez ya civil, relacionada, en gran medida, con las máquinas empleadas en los
trabajos de construcción de monumentos y edificios, aunque también en obras hidráulicas y similares. El
propio Leonardo da Vinci firmó en alguna ocasión como ingeniarius ducalis.
13
Los procedimientos de construcción se basaban en reglas formadas por un conocimiento
empírico, pero sistematizado y sometido a la racionalidad, y se fundaban, en último
extremo, en la constatación de si las construcciones se mantenían en pie, o no. El ejercicio
de la técnica ha estado siempre asociado al uso de la racionalidad más estricta y está
sustentado en datos objetivos, virtudes que heredaría luego la ciencia. El ajuste de los
recursos a las metas perseguidas es una muestra primigenia del buen uso del juicio. Por
ello, la técnica resulta incomprensible sin el ejercicio de la razón en su forma más
rigurosa. Aristóteles ya dejó escrito precozmente en su Ética a Nicómaco que «no hay
técnica alguna que no sea disposición racional para la producción» 12. Los conocimientos
implicados en una edificación incorporaban reflexiones muy sutiles, como sucede con el
problema de la estabilidad de las edificaciones: en cómo disponer las masas para que las
construcciones resultantes fueran estables (así sucede en el caso del milenario acueducto
de Segovia que aún se mantiene en pie, sin argamasa, por el correcto equilibrio entre las
masas de piedra que lo forman).
12
Aristóteles, Ética a Nicómaco, versión de M. Araujo y J. Marías, Universidad de Valencia, 1993, libro
VI, 1140a.
14
Figura 2.- La estática de un arco y de un cable colgante es la misma.
15
Por otra parte, en la mecánica de máquinas se consumó la primera formalización de la
ingeniería en un estilo moderno y que emulaba la que, a su vez, estaban introduciendo los
científicos con relación a sus saberes, en aquellos mismos tiempos. Así el espíritu de la
Revolución Científica permea la reflexión de los ingenieros sobre su ámbito de actividad.
Corresponde a dos ilustres ingenieros españoles, Agustín de Betancourt (1758-1824) y
José María de Lanz (1764-1839), el honor de haber escrito, a principios del XIX, el Ensayo
sobre la composición de las máquinas 13 , obra que aparece al calor de la fecunda
Ilustración española, publicada originalmente en francés en 1808 y traducida al inglés en
1820 y al alemán en 1829. Este libro alcanzó la singular fortuna de ser obra de referencia
en las escuelas de ingenieros europeas durante varios decenios de ese siglo. Se abre con el
siguiente párrafo, que constituye una declaración de principios con relación al
establecimiento de un estudio sistemático de las máquinas:
Los movimientos utilizados en las artes mecánicas son rectilíneos, circulares o determinados por curvas
dadas y pueden ser continuos o alternativos (de vaivén) y se puede, por consiguiente, combinarlos [...]. Toda
máquina tiene como fin transformar o transmitir uno o varios de estos […] movimientos.
Algunos de estos mecanismos fueron claves para la máquina de vapor, como es el caso
del movimiento del pistón que ocasiona el de vaivén de la biela, y que actúa a su vez sobre
la manivela, la cual hace girar al volante; de modo que, en resumen, el movimiento de
vaivén rectilíneo del pistón se transforma en otro de rotación.
Durante el siglo XIX se reduce el tamaño de las máquinas de vapor, lo que permite, entre
otras muchas cosas, el desarrollo de los ferrocarriles, con el consiguiente aumento de la
velocidad en el transporte de mercancías y pasajeros. A finales de ese siglo y principios
del siguiente se produce una verdadera eclosión de máquinas de uso corriente como la
máquina de coser, las lavadoras y las aspiradoras, el ascensor, la máquina de escribir, la
rotativa, el motor de combustión interna con el resultado de los automóviles y la
mecanización agrícola, y poco después la aviación; y tantos otros inventos que han
imprimido su sello en el mundo moderno.
De hecho, la ciencia física clásica se interpreta, hasta finales del ochocientos, como la
búsqueda de una interpretación mecánica del universo, en el marco filosófico de lo que se
conoce como mecanicismo, que se basa en una especie de mecanización de la naturaleza.
Las máquinas son inteligibles y eso indujo a los mecanicistas a preconizar que los
fenómenos del mundo físico podían ser explicados en términos mecánicos, materiales y
13
Ha sido reeditado en 1990 por el Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos en la Colección
de Ciencias, Humanidades e Ingeniería. La edición incluye también los facsímiles de la primera edición
francesa, de 1808, y de la inglesa, de 1820.
16
comprensibles. Según el mecanicismo, la filosofía requería solo dos nociones primitivas:
la materia y el movimiento (recuérdese la cita anterior del libro de Betancourt y Lanz). La
metáfora mecánica de la naturaleza se benefició de los recursos matemáticos para
formularla, alcanzando logros fascinantes e irreversibles —la mecánica racional, más
vinculada al mecanicismo que a la práctica técnica. Ya en el siglo XIX, se aludía a la edad
de las máquinas y por extensión a la civilización de las máquinas. Aún en nuestros días se
habla incluso metafóricamente de la maquinaria del gobierno o de la maquinaria del
cuerpo. La mecanización, que se asocia con la aplicación de la razón para mejorar la
producción industrial, se situó en cabeza de la tecnificación durante el siglo XIX, de forma
análoga a como el procesamiento de la información lo está haciendo en nuestros días.
Pero es que además de las aplicaciones tradicionales de las máquinas, en las que los
objetivos habituales son la transmisión de potencia, la mecánica está detrás (o es el
sustrato, como se quiera) de instrumentos de gran precisión. Y así, aunque hoy nos pueda
parecer inconcebible una máquina computadora sin el concurso de la electrónica, lo cierto
es que las primeras de estas máquinas fueron prodigios de ingeniería mecánica. En efecto,
desde comienzos del siglo XX se empezaron a inventar y construir máquinas mecánicas
para realizar cálculos matemáticos. Entre ellas destacan las que tenían como objetivo la
integración de ecuaciones diferenciales lineales, en un principio para cálculos de
dirección de tiro artillero naval (el ejército siempre en la vanguardia de la ingeniería), que
embebían en su propio diseño las mismas tablas de tiro, y que a finales de los años veinte
alcanzaron aplicaciones mucho más amplias, como el analizador diferencial de Bush, una
maravilla de la mecánica, además de un enorme armatoste que ocupa una gran sala. Más
adelante, en el capítulo III, se volverá sobre estos ingenios.
Así pues, la ingeniería mecánica es una rama pionera de la ingeniería que sigue
manteniendo una posición puntera entre los artificios que pueblan el mundo moderno.
Las máquinas que habitan ese mundo son, en gran medida, máquinas mecánicas a las que
se han incorporado elementos de otra especie, como los dispositivos eléctricos para el
suministro de energía y los procesadores electrónicos de información, que permiten su
control, pero en las que su fundamento mecánico sigue siendo esencial, conservando sus
problemas específicos. Asimismo, la ingeniería mecánica se alía con otras ramas
emergentes de la ingeniería dando lugar a máquinas tan prodigiosas como son los robots.
La ingeniería mecánica forma parte también de otras ramas de la ingeniería como puede
ser la naval, que desde la remota antigüedad ha sido capaz de concebir y construir navíos
con los que atravesar los mares, propiciando el comercio y los grandes descubrimientos
geográficos. También procede citar la ingeniería de minas, que requiere máquinas
especiales para sus trabajos peculiares, como la extracción del agua de las explotaciones
mineras. No se olvide que la máquina de vapor se concibió en principio para esta última
labor. La ingeniería de minas está, a su vez, íntimamente relacionada con la metalurgia, lo
que a su vez la aproxima a la química, al menos en sus orígenes.
17
nuevas mejoras en las tecnologías agronómicas son decisivos en la lucha contra el
hambre.
El cultivo y la agricultura hicieron posible las posteriores etapas en el desarrollo humano.
Antes de que el hombre aprendiese a sembrar semillas y a cosechar los frutos de las
plantas para obtener alimentos, no existía una sociedad organizada y estable de cierta
entidad. Los nómadas recorrían grandes áreas, que solían dejar exhaustas, buscando la
alimentación suficiente para nutrirse durante el período que duraba el asentamiento
temporal. Además, esa forma de vida no era propicia para el florecimiento de habilidades
especializadas. Con la Revolución Neolítica, la formación de pequeños poblados, la
fabricación de herramientas primitivas y la emergencia de artesanos permitieron
incrementar el margen de supervivencia. Los asentamientos estables determinaron
cambios radicales en el comportamiento social, fomentando la convivencia y reduciendo
el nivel de agresividad dentro del propio grupo, lo que fue necesario como primer paso
para establecer grandes comunidades en las que tenían que convivir quienes no fueran
parientes cercanos.
En toda comunidad, la cultura progresa al promover la imitación de los individuos
prestigiosos en un ámbito determinado. Cuanto mayor sea la comunidad más fácil será
que aparezcan focos de prestigio que tenderán a ser imitados, con lo que influirán sobre
otros de sus miembros. La mera imitación de lo que se observa en el entorno inmediato de
un individuo —su familia— se amplía a un espacio considerablemente mayor con la
aparición de las ciudades, que posteriormente, mediante las comunicaciones, los
transportes y los intercambios comerciales, alcanza espacios progresivamente mayores.
18
agronómica ha obtenido éxitos resonantes en el siglo XX, hasta el punto de frustrar las
expectativas pesimistas de los malthusianos. Los fertilizantes artificiales y la maquinaria
agrícola, junto con las nuevas variedades producidas por el ingenio de sus descubridores,
han permitido un gran incremento de la producción agraria, hasta el punto de mitigar
hambrunas seculares. Es pertinente también recordar que, para el mismo Charles Darwin
(1809-1882), la selección artificial de ganaderos y agricultores sirvió como fuente de
inspiración para formular la selección natural.
Por citar un caso notable, Samuel Salmon (1885-1975) fue un ingeniero agrónomo que se
unió a las fuerzas de ocupación estadounidenses en Japón después de la Segunda Guerra
Mundial. Trabajó para el Servicio de Investigación Agrícola y durante su estancia en
Japón recogió 16 variedades de trigo, incluida una cepa enana, que se llamaría Norin 10 y
que más tarde desencadenó la revolución verde. Reunió semillas de estas variedades y las
envió a Estados Unidos, donde llegaron a manos de Orville Vogel (1907-1991), quien
comenzó a cruzar Norin 10 con otras variedades de trigo para producir nuevas variedades
de tallo corto. En aquellos tiempos no resultaba aconsejable aumentar las dosis de
fertilizante para incrementar la producción de trigo, ya que el abono artificial hacía que
las plantas fueran altas y esbeltas, por lo que terminaban por troncharse. El ingeniero
agrónomo y premio Nobel de la Paz, Norman Borlaug (1914-2009), que trabajaba en
México, visitó a Vogel en 1952 y se llevó a ese país algunas semillas de Norin, a las que
sometió a nuevos cruces. En pocos años creó una variedad de trigo enano cuya
producción era varias veces superior a la anterior, de modo que se obtenía más comida y
más barata. Borlaug comenzó a difundir sus técnicas agronómicas en otros países,
incluidos la India, Egipto y Pakistán. Para el año 1964 la India se había convertido en un
exportador neto de trigo, pues la producción se había triplicado.
19
resistentes a las plagas, gracias a los transgénicos. Estas actuaciones han sido
controvertidas, pero después de unos decenios de cultivos transgénicos, con muchos
millones de hectáreas sembradas, no hay ningún indicio de problemas ni para la salud ni
para el medioambiente. El aumento exponencial de la población, y el hecho de que no sea
posible ampliar la superficie cultivada, determinan que haya que aumentar el rendimiento
con medios apropiados. No hay suficiente tecnología agronómica tradicional, pese a la
revolución verde, para alimentar a diez mil millones de habitantes, cifra que se estima que
se alcanzará a mediados del siglo XXI (en 2015 había 7,3 miles de millones de habitantes
en la Tierra). Para ello es imperativo aumentar el rendimiento por hectárea (lo que debería
hacerse, a su vez, con menor gasto energético y menor consumo de agua dulce).
20
Capítulo II.- Nuevas ramas de la ingeniería
La transmisión de información y de energía
La ingeniería eléctrica, junto con la ingeniería química, a la que se dedicará un apartado
posterior en este mismo capítulo, son representativas de los cambios que se producen en
la vanguardia de la ingeniería a lo largo del siglo XIX y principios del XX. En ese período,
la edad del vapor en la industria cedió el paso a la de la electricidad y la química. En
ambos casos las tecnologías correspondientes aparecen relacionadas con conocimientos
emparentados con el mundo de la ciencia, por lo que llegaron a ser conocidas como
técnicas científicas. Estas nuevas ramas se suman a las ingenierías de obras públicas y
mecánica, hasta entonces dominantes. De hecho, se produce una Segunda Revolución
Industrial, aproximadamente a partir de 1880, como resultado de la electricidad, la
turbina de vapor, la combustión interna, el acero, el petróleo, los productos de la nueva
química, las máquinas-herramientas, la producción en masa, entre otros progresos de la
técnica. Se presumía que todo ello conduciría a una era de prosperidad económica en la
que la mayor parte de la población disfrutaría de abundancia material, con lo que sus
condiciones de vida se verían notablemente mejoradas. En esta segunda revolución pasan
a ocupar un lugar destacado, en la cabeza de la industrialización, Estados Unidos y
Alemania, que alcanzan a Gran Bretaña. La difusión de la energía eléctrica estimuló la
imaginación de un político revolucionario como Vladimir Ilich Ulianov, más conocido
por el sobrenombre de Lenin (1870-1924), a quien se atribuye la afirmación de que «el
socialismo es igual a los sóviets más electricidad». De este modo, el paraíso comunista
sería inseparable de la técnica moderna.
21
señales a grandes distancias, que se inicia en 1837 con el telégrafo de Samuel Morse
(1791-1872). Desde la antigüedad habían existido procedimientos, si bien de menor
eficacia, para la transmisión de mensajes a distancia, entre los que destacaron las
banderas entre navíos, o los habilidosos semáforos ópticos que codificaban los mensajes
mediante el posicionamiento de brazos mecánicos o aspas en promontorios o torres que se
avistaban sucesivamente, y que fueron contemporáneos de los primeros intentos de usar
la electricidad para ese fin. Los operarios de esos telégrafos, los torreros, se convirtieron
precisamente en los responsables de los primeros telégrafos eléctricos, por su
familiaridad con la codificación y transmisión de señales. Las formas ancestrales de
comunicación se realizaban por procedimientos muy simples que no requerían el recurso
a nada calificable como científico. Por otra parte, y con independencia de lo anterior, la
electricidad resultó decisiva para el transporte de energía, magnitud esencial para el
funcionamiento de las máquinas. Sin embargo, aunque se admita que la ciencia física
había puesto la electricidad sobre la mesa (junto con algunos médicos, seducidos por los
efectos de los fenómenos eléctricos en restos de animales muertos, como se acaba de
recordar), pronto los físicos se desentendieron del exuberante mundo de la generación y
distribución de la electricidad, y de sus aplicaciones, en tanto que los mejor dotados de
ellos se ocupaban preferentemente en especular sobre el misterioso éter y en buscar el
grupo de transformaciones que mantuviesen invariantes las ecuaciones de Maxwell en
dos sistemas inerciales. Esto condujo a las transformaciones de Lorentz y posteriormente
a la teoría de la relatividad, al proponer el entonces joven Albert Einstein (1879-1955)
una interpretación física revolucionaria de esas transformaciones, con la que estableció
una síntesis inaudita entre la relatividad galileana y la invariancia de la velocidad de la
luz, lo que fue una de las más admirables proezas científicas de principios del siglo XX.
Por su parte, el físico alemán Heinrich Hertz (1857-1894) observó que cuando se
descargaba un condensador en un circuito con una pequeña discontinuidad de corta
amplitud, se comportaba como un generador de chispas. Además, puso otro circuito
circular relativamente alejado, en el que se producían a su vez chispas como consecuencia
de las generadas en el primero. Comprendió lo que sucedía: el segundo recibía las ondas
electromagnéticas que se generaban en el primero al producirse las descargas. De este
modo, realizó brillantes experimentos en los que verificó que, como había predicho
Maxwell, las ondas electromagnéticas tenían un comportamiento oscilatorio similar al de
la luz. Aunque en esas experiencias se sugiere la posibilidad de transmisión inalámbrica
de señales eléctricas, el propio Hertz afirmó que solo pretendía comprobar si las
perturbaciones electromagnéticas se transmitían instantáneamente o con una velocidad
finita, y no veía ninguna aplicación práctica derivada de sus experimentos —además, no
existe evidencia de que a él eso le interesase lo más mínimo, pese a haber estudiado
ingeniería al comienzo de su carrera y ejercer como profesor en la Escuela Técnica
Superior de Karlsruhe.
22
electromagnéticas «rebotaban» en ella. Marconi nunca permitió que una teoría se
interpusiese en la experimentación de una idea con la que mejorar la solución práctica a
un determinado problema. Fue, además de un perseverante experimentador, un astuto
hombre de negocios y un hábil publicista de sus logros, lo que resultó decisivo para el
éxito que alcanzó. Sin embargo, no consiguió retransmitir el sonido en general ni la voz
humana en particular. Fue Lee de Forest quien contribuyó a resolver estos problemas,
gracias al triodo, como se verá un poco más abajo.
Otro personaje representativo del mundo de los inventos lucrativos en el período que
media entre finales del siglo XIX y principios del XX es el inventor americano Thomas
Edison (1847-1931) ––convertido en ingeniero eléctrico, gracias al acceso a la profesión
mediante la práctica profesional exitosa, que permitía el sistema angloamericano
entonces vigente––, quien se dedicó activamente a una forma de experimentación cuyo
objetivo declarado era producir invenciones prácticas a escala industrial destinadas al
mercado, como son la iluminación eléctrica, el fonógrafo, el telégrafo dúplex y cientos de
otros inventos. Edison adoptaba conscientemente una actitud contrapuesta a la del
auténtico científico, que por lo general en aquellos tiempos consideraba una claudicación,
o al menos algo ajeno al espíritu que debía inspirar sus actuaciones, el dedicarse a buscar
usos prácticos a ideas y descubrimientos científicos —aunque haya habido excepciones a
esta regla. El propio Edison se definió como científico industrial (especie singular donde
las haya), si bien no muchos científicos lo admitirían como uno de los suyos. No
disimulaba su desdén por los matemáticos y los físicos, aunque contrató algunos para
«tener alguien a mano en caso de que necesitemos hacer algún cálculo» 14.
Se ha dicho que uno de los grandes inventos de Edison fue el laboratorio de investigación
industrial, en el que este inventor aplicó al proceso de invención métodos análogos a los
de producción en masa. Los progresos en el legendario laboratorio de Menlo Park
(fundado en 1876), que se reconvirtió en el laboratorio de la Edison General Electric,
fueron seguidos por el de la Westinghouse Electric Company (creada a su vez por el
competidor de Edison, George Westinghouse) así como el de la Bell Telephone
Company, entre otros. El objetivo de la investigación que se llevaba a cabo en estos
centros era conseguir dispositivos susceptibles de aplicación práctica y no el comprender
los fenómenos eléctricos, como se estimaba entonces que era lo propio de la investigación
científica. Este tipo de laboratorio representa el fin del inventor solitario, que lo mismo
que el investigador científico, que normalmente trabajaba entonces aislado también,
abundan en el siglo XIX. Se abre así la vía a lo que serán los modernos centros de
investigación aplicada, llamados a dominar la escena de la innovación en nuestros días.
En estos centros, la búsqueda de invenciones se lleva a cabo de forma sistemática, en
instituciones especiales y a una escala sin precedentes15.
14
En realidad, los ingenieros han calculado siempre sus proyectos (recuérdense las afirmaciones de Galileo
sobre los artesanos de los astilleros de Venecia), por lo que lo dicho por Edison resulta un tanto
improcedente, aunque es una muestra de su actitud ante los científicos. La cita procede de Fritz Vögtle,
Edison, p. 34.
15
Los laboratorios Beijerinck (Delft, Holanda) y Carlsberg (Copenhague) son más antiguos; se dedicaron
inicialmente a investigación en microbiología de fermentaciones. Estos laboratorios, sin embargo, se
dedicaron a lo que hoy conocemos como biotecnologías, que tradicionalmente no se habían considerado en
el núcleo de la ingeniería, dominada por los artefactos de constitución mecánica y eléctrica, y también
química.
23
incluyen —entonces y ahora— a todos los que puedan aportar algo a un problema
práctico bien definido, lo que conduce al establecimiento de grupos heterogéneos y, con
frecuencia, efímeros. Esa labor en equipos multidisciplinares se diferenciaba de la que se
llevaba a cabo en los laboratorios científicos, donde prevalecía una estructura jerárquica
liderada por un científico de gran personalidad, y en los que las actividades estaban
enmarcadas en un entorno inequívocamente disciplinario buscando el desvelamiento de
algún fenómeno natural. Los científicos descubrieron temprano que la forma más efectiva
de alcanzar el éxito consistía en la especialización en el ámbito cognitivo, lo que se
tradujo en la formación de las distintas disciplinas científicas. Y así, en la investigación
científica los resultados se enjuician dentro del marco disciplinario correspondiente,
sometiéndolos al juicio entre pares. Por otra parte, en todos los laboratorios ingenieriles el
liderazgo de la investigación correspondía a ingenieros, o a quienes ejercían sus mismas
funciones, que imponían sus criterios de beneficio práctico a corto plazo. Estos
laboratorios se centraron en la investigación orientada a aplicaciones, sin prestar atención
a la investigación básica más que de forma secundaria y en la medida en que pudieran
beneficiarse de ella para las aplicaciones que llevaban a cabo. Las compañías que
promocionaron esos laboratorios se dieron cuenta de que no era indispensable emprender
investigaciones de ciencia pura para alcanzar logros de amplia resonancia social y
rentable repercusión económica.
De este modo, fueron los ingenieros los que desarrollaron autónomamente tanto los
múltiples artefactos eléctricos que forman el electrificado mundo artificial en el que
vivimos, como los conocimientos necesarios para concebirlos y elaborarlos, en particular
el fértil mundo de la corriente alterna. Entre ellos destaca el genio del croata Nikola
Tesla 16 (1856-1943), uno de los más portentosos ingenieros que han conocido los
tiempos, el cual concibió máquinas que forman parte imprescindible del mundo actual.
El de Tesla es un caso paradigmático de la influencia de la ingeniería en el mundo actual.
Es claramente un ingeniero17 que carecía de visión empresarial (lo que no sucedía con el
que fue su contrincante, Edison), pero sus concepciones estaban siempre orientadas a la
obtención de dispositivos para aplicar la electricidad a resolver problemas prácticos. En
este orden de cosas destaca su promoción de la corriente alterna, que ha revolucionado la
implantación de la electricidad en el mundo moderno. Perfeccionó el motor de inducción
de Ferraris (hasta el extremo de que con frecuencia se le adjudica a él su invención), así
como la bobina que lleva su nombre y el generador de corriente alterna. Sus inventos
fueron numerosos y muy variados.
Famosa fue su capacidad de visualizar mentalmente los problemas solucionarlos sin
necesidad de plasmarlos sobre el papel ni de realizar cálculos preliminares. Tenía la
facultad de pasar de la intuición al proyecto en su propia mente. Sabía que los proyectos
de los artefactos pueden recibir ayuda del cálculo, pero que no se limitan a eso. Además,
Tesla no trabajaba mediante ensayos exploratorios, como hacían otros, como el propio
Edison, sino que reflexionaba pormenorizadamente los proyectos de los prototipos antes
de proceder a construirlos. Igualmente, nunca daba por acabados sus inventos, que
perfeccionaba incansablemente como si fueran obras de arte, modificándolos de
continuo, tardando en alcanzar el convencimiento de que estuvieran listos para darlos por
concluidos. Resulta imposible hacer justicia a la aportación de Tesla a la génesis del
mundo artificial moderno, aunque su final dista mucho de lo que se hubiese esperado por
16
Margaret Cheney, Nicola Tesla: El genio al que le robaron la luz, Turner, 2009.
17
Tesla ha sido víctima de un persistente y obstinado empeño: el de que se refieran a él como científico.
24
sus contribuciones. En la segunda parte de su vida se recluyó con sus iniciativas más
fantasiosas y acabó sus días inmerso en la extravagancia y sumido en cierta penuria.
Eso es precisamente lo que identifica el trabajo de los ingenieros, cuya labor se juzga por
su capacidad para hacer cosas bien definidas, que no existían en el mundo natural, en
busca de lo útil, ventajoso y económico. Procede recordar ahora lo dicho por Edison con
respecto al largo proceso por el que llegó a descubrir el filamento de bambú carbonado:
«No es que fracasase, sino que encontré diez mil maneras que no funcionaban». Por eso
cuando se afirma con ligereza que la iluminación es una aplicación trivial de la
electricidad, esa declaración hay que tomarla con obvias reservas.
18
Ronald R. Kline, Steinmetz: Engineer and Socialist.
25
se producía una corriente desde el filamento, o cátodo, a un electrodo cilíndrico, o ánodo,
que había introducido rodeando el filamento y que se mantenía a un voltaje positivo. Lo
que sucedía era que desde el filamento incandescente se emitían electrones que eran
atraídos por el ánodo. Sin embargo, Edison no fue capaz de encontrar ninguna aplicación
valiosa a este fenómeno; y aunque éste es posiblemente el descubrimiento experimental
más fructífero del célebre inventor americano, no obtuvo ningún provecho de él, pese a la
repercusión que acabó teniendo. De hecho, en 1904, Fleming, motivado por un problema
preciso, el de demodular las señales oscilatorias que captaban las antenas en la
transmisión de señales inalámbricas, se basó en ese efecto para inventar un sencillo
dispositivo con el que «rectificar» la corriente alterna al que llamó oscillation valve, y que
recibió otras denominaciones hasta que acabó imponiéndose la de «diodo». El diodo
permitía el paso de la corriente eléctrica en un único sentido, con lo que funcionaba como
un rectificador que convertía las oscilaciones inducidas en las antenas por las ondas
electromagnéticas en corrientes «rectificadas» con las que actuar sobre los auriculares.
De este modo, Fleming concibió un dispositivo para resolver el problema de cómo activar
eficientemente los auriculares, mediante la detección de la envolvente de las señales
captadas por la antena.
No obstante, el diodo era insuficiente para una buena audición: se requería además
amplificar la señal. Para resolver ese problema, dos años después, en 1906, otro
ingeniero, esta vez americano, Lee De Forest (1873-1961), inventó el triodo (al que
inicialmente denominó audion). Así nacía la electrónica, aunque no se hubiera acuñado
aún ese término. Esa válvula termoiónica fue el resultado de una ingeniosa modificación
del diodo. De Forest tuvo la idea feliz de añadir una rejilla, llamada rejilla de control,
entre el filamento y la placa de un diodo, y comprobó que con esa rejilla podía controlar la
corriente eléctrica que circulaba entre el ánodo y el cátodo, de manera que con un
pequeño voltaje aplicado a esa rejilla se conseguían grandes variaciones en esa corriente.
De este modo, concibió y construyó el triodo, la válvula termoiónica con tres electrodos:
ánodo, cátodo y rejilla de control. Al principio era relativamente ineficiente, pero
entonces los ingenieros aprendieron a hacer un buen vacío para mejorar sus prestaciones,
y las válvulas, tanto el diodo como el triodo, empezaron a encontrar múltiples
aplicaciones al ser capaces de ejecutar tres funciones básicas —rectificar, conmutar y
amplificar––, a las que se unió posteriormente el biestable o flip-flop (una peculiar
conexión de dos triodos, de modo que uno está al corte y el otro saturado) para el
almacenamiento de información digital. Mediante estas funciones se llevaron a cabo un
número ilimitado de aplicaciones.
En efecto, con los diodos y triodos se disponía de recursos para la transmisión y el
procesamiento de la información, dando lugar a la electrónica industrial y de consumo, y
posteriormente a la informática. En sus orígenes, las aplicaciones de este nuevo campo de
la técnica se orientaron hacia las radiocomunicaciones: la telegrafía sin hilos, los
primitivos teléfonos, los receptores de radiodifusión y más tarde los tocadiscos, los
altavoces y los televisores; pero también se extendieron a dominios tan diversos como la
microscopía electrónica o la radioastronomía, incluido el vasto dominio del control
automático, así como las primeras computadoras electrónicas —específicas, no de
propósito general––: el Colossus en el Reino Unido en 1944, para descifrar los mensajes
cifrados durante la Segunda Guerra Mundial, y el ENIAC en Estados Unidos en 1946,
para integrar ecuaciones diferenciales. Estas dos máquinas eran maravillas de la
ingeniería electrónica realizadas con válvulas termoiónicas. Después de la Segunda
Guerra Mundial se multiplicaron esas aplicaciones, que alcanzaron su cenit a partir de los
años 1950 con la aparición del transistor.
26
La ingeniería química y los químicos
Si cada rama de la ingeniería tiene una historia peculiar, en el caso de la ingeniería
química los rasgos propios cobran especial relevancia. Surge más o menos en la misma
época que la eléctrica, en paralelo con las correspondientes industrias química y eléctrica.
Sin embargo, los orígenes de la química se remontan a los de la civilización. Desde que el
hombre controla el fuego realiza ensayos para transformar los metales, lo que consigue a
partir de la Revolución Neolítica. Este tipo de actividades continúan produciéndose
durante toda la historia hasta llegar a tiempos recientes en los que se producen cambios
notables en esa evolución, al empezar a cristalizar la ciencia química. A partir de
mediados del siglo XVIII se producen descubrimientos llamados a tener una gran
influencia posterior. Al mismo tiempo, se empiezan a fabricar, en grandes cantidades, una
enorme variedad de productos químicos, lo que influirá en la aparición de la ingeniería
química.
La industria química adquiere rasgos propios cuando los problemas y los conocimientos
químicos alcanzaron el desarrollo y la elaboración que requería una sociedad moderna
(síntesis de compuestos orgánicos, producción de ácidos, álcalis, acero, explosivos, etc.).
Una muestra se tiene cuando Du Pont logra producir dinamita, en 1880, y empieza a
contratar químicos para perfeccionar los delicados y peligrosos procedimientos de
fabricación, y asimismo limitar las emisiones de contaminantes ácidos que tenían efectos
desastrosos en los ríos en los que se vertían los desechos. En 1902 se crea el primer
laboratorio de Du Pont, el Eastern Laboratory, que tenía como misión mejorar los propios
explosivos y sus procedimientos de fabricación. La instauración de los primeros
laboratorios de investigación industrial americanos se hizo imitando los laboratorios de
las grandes empresas químicas alemanas.
La fabricación de pólvora negra era una heredera arquetípica de una cultura de taller
caracterizada por un enfoque artesanal de los problemas de producción. Sin embargo, en
la transición entre los siglos XIX y XX, los nuevos explosivos derivados del ácido nítrico
27
(dinamita, pólvora sin humo…) se implantaron tanto en los mercados militares como en
los civiles. A partir de ello se pusieron de manifiesto problemas para la fabricación de
explosivos: por una parte, la producción de las materias primas para fabricar el ácido
nítrico, componente esencial de los explosivos (cuestión que fue resuelta mediante una
revolución en la química industrial); y por otra, los procedimientos de fabricación que
debían conciliar seguridad y producción en masa.
Los trabajos de Haber sobre el nitrógeno tuvieron un notable impacto en Alemania, pues
sirvieron de base para la síntesis de nitratos que fueron cruciales para la obtención de
abonos con los que conseguir cosechas abundantes, lo que permitió alcanzar una cierta
autonomía alimentaria por parte de ese país durante el Gran Guerra europea, cuando las
importaciones estaban muy limitadas. Haber y Carl Bosch (1874-1940) idearon un
proceso para producir amoníaco utilizando nitrógeno atmosférico. Por otra parte, también
hay que señalar su contribución a la producción de los gases venenosos que
conmocionaron a la opinión pública mundial cuando fueron utilizados con fines bélicos.
En efecto, la fabricación de estos gases durante la Gran Guerra merece mención especial.
Los programas de fabricación correspondientes convocaron a los químicos, los cuales,
además de sus motivaciones patrióticas, vieron la ocasión de demostrar su competencia
profesional. En algunos medios se llegó a denominar esa guerra como la «guerra de los
químicos». La fabricación de los gases no era compleja, pero la toxicidad de los
productos hacía las operaciones muy peligrosas. En todo caso, esa producción ha sido
considerada como uno de los primeros ejemplos significativos de colaboración a gran
escala entre militares y científicos. Por ello, el posterior proyecto Manhattan no fue una
completa novedad. Pero al contrario de lo que sucedió después de Hiroshima, cuando los
físicos gozaron de un enorme prestigio, los químicos y los ingenieros químicos de la Gran
Guerra tuvieron que adoptar un perfil bajo ante la opinión pública después de la
contienda.
28
En Estados Unidos, a principios del siglo XX, el ingeniero que trabajaba en los procesos
químicos no era prioritariamente un químico, sino un ingeniero mecánico que prestaba
una particular atención a los problemas de la industria química; es decir, a cuestiones
implicadas en la transferencia de materia en las dosis adecuadas y a los puntos donde se
producían las reacciones químicas con las que se obtenían los productos buscados. En
estos ingenieros mecánicos, que colaboraban en los procesos de producción de productos
químicos a gran escala, cabe ver los orígenes de los ingenieros químicos. Éstos últimos, al
menos los formados en Norteamérica hasta los comienzos del siglo XX, eran todavía
primos hermanos de los ingenieros mecánicos. Pero pronto se comprendió que tenían una
formación química insuficiente y que se requería que conociesen los procesos químicos
cuyo desarrollo ellos mismos facilitaban con sus aportaciones ingenieriles. Entonces
surge el ingeniero químico como se entiende hoy: asociado a procesos de producción a
gran escala, de forma similar a como surgen otras ramas de la ingeniería moderna.
En realidad, en los años veinte los ingenieros químicos todavía eran considerados con
alguna reticencia por parte de los químicos, y debían demostrar su competencia casi
diariamente. Sin embargo, sus cualidades añadían a la idoneidad técnica, las dotes
directivas, de organización y de negociación propias de los ingenieros. La profesión de
ingeniero químico fue el resultado del cruce de conocimientos químicos básicos con el
enfoque productivo del ingeniero. De este modo se produjo una combinación peculiar de
saber científico y labores ingenieriles. En todo caso, en la ingeniería química la
participación de los científicos y de sus métodos es más notable que las que se producen
en otras ramas de la ingeniería. De hecho, la ingeniería eléctrica, que había nacido
también en departamentos de ingeniería mecánica, alcanzó su identidad más
rápidamente, al ser organizada por una industria eléctrica muy concentrada en torno a
algunas grandes empresas, lo que permitió promover un saber y unas prácticas que se
estabilizaron rápidamente, y que no tuvieron competencia significativa por parte de los
físicos, como se ha recordado con anterioridad. Más que la ingeniería eléctrica, la
química se convirtió en el modelo de la mutua interpenetración entre los mundos
universitario e industrial. En la actualidad está sucediendo algo análogo con las
biotecnologías, una de las industrias transformadoras más prestigiosas de finales del siglo
XX, y en general con las aplicaciones en las que está involucrada la biología.
29
Como resultado se estableció un nuevo enfoque de los problemas de producción en
química industrial, centrado en el estudio de los procesos. En paralelo, se puso de
manifiesto la necesidad de construir plantas piloto y de acumular datos antes de pasar a la
etapa industrial. El fundamento conceptual en torno al que creció la profesión de forma
autónoma fue, pues, el de operaciones unitarias, lo que permitió la transformación de la
ingeniería química desde un saber hacer propio de un ingeniero mecánico, con unos
pocos conocimientos de química, hasta un enfoque con componentes teóricos de los
procedimientos de producción propiamente químicos. A veces se distingue entre
ingeniería química, basada en operaciones unitarias, y química industrial, que tendría un
carácter más vertical, más referida a cada producto que se pretenda obtener, frente a la
primera, más transversal u horizontal, centrada en torno al proceso de producción que
tiene etapas comunes para los distintos productos. No obstante, en la actualidad se
ofrecen titulaciones de ingeniero químico industrial.
Con la fabricación del amoniaco y más tarde del nailon, los ingenieros químicos
reunieron un capital de autoridad profesional que les permitió consolidar su posición en
vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Con el nailon, en particular, los ingenieros
perfeccionaron un modo de producción capaz de transformar, en pocos años, lo que no
era al principio más que una curiosidad de laboratorio en un producto comercial fabricado
a gran escala. Gracias al nailon (y también, en mucha menor medida, al teflón) Du Pont se
transformó de una empresa de explosivos, que se había diversificado en algunos dominios
relacionados con la química de explosivos (pinturas y productos a base de celulosa) en los
años veinte, en una firma que exploró nuevos dominios en los que el saber hacer de los
ingenieros químicos alcanzó una gran notoriedad. Asimismo, contribuyó a superar el
trauma que representaba la excesiva identificación de la ingeniería química con la
fabricación de gas venenoso durante la Gran Guerra.
La fabricación del nailon, más aun que su invención en el laboratorio, fue un éxito
notable, que combinaba el invento del producto con las innovaciones en los procesos de
fabricación, lo que constituye un hito en la investigación industrial anterior a la Segunda
Guerra Mundial. De forma análoga a como la lámpara de filamento de tungsteno (o
wolframio), en sustitución de la de carbono de Edison, había sido puesta a punto por
General Electric en los años veinte, el nailon proponía al gran público un producto
elaborado y de gran consumo.
El éxito comercial del nailon, evidente desde los primeros días de su comercialización en
mayo de 1940, convenció a los dirigentes de Du Pont de que la innovación era la clave
para el desarrollo de la firma; al mismo tiempo que convirtió a la química en un foco de
irradiación de la ingeniería comparable al que estaba teniendo la electricidad. Eso hizo
pensar a los directivos de esa empresa que impulsando la investigación aplicada se
podrían alcanzar otros productos semejantes, que producirían beneficios empresariales
similares a los de ese producto mítico. Sin embargo, a pesar de las grandes inversiones en
investigación, no consiguieron que se inventasen los nuevos nailon con los que soñaban
esos directivos. Los más lúcidos de entre ellos comprendieron al final de los años
cincuenta que ya no habría otro nailon. El incremento de las inversiones en investigació n
química no generaba automáticamente productos revolucionarios. El nailon había sido un
producto de circunstancias excepcionales que no iban a reproducirse con facilidad en los
tiempos venideros.
30
Por lo que se refiere a Europa, la industria química inglesa se reorganizó después de la
Gran Guerra. En 1926 se produjo la instauración de las Imperial Chemical Industries
(ICI) reagrupando algunas de las principales firmas británicas. Los ingleses no adoptaron
el modelo alemán, sino el americano, con las operaciones unitarias en el centro de la
disciplina, separándose de las prácticas tradicionales de la propia ingeniería química
inglesa. En Francia, donde primaban las matemáticas y las cuestiones más teóricas en los
programas preparatorios y en las propias Grandes Escuelas, la química se convirtió en el
pariente pobre de la enseñanza de los ingenieros franceses, puesto que se prestaba
bastante mal al modelado matemático. Algo análogo sucedió en España, donde, no
obstante, al crearse el título de ingeniero industrial, en 1850, se hizo con dos
especialidades: la mecánica y la química. En cualquier caso, al contrario de lo que sucedía
en la industria de transformación mecánica, que adoptó rápidamente, e incluso con
entusiasmo, los métodos de Frederick Taylor (1856-1915), la industria química europea
continental, posiblemente por influencia alemana, permaneció más bien ajena a las
operaciones unitarias hasta bien avanzado el siglo.
19
Orville Wright, How We Invented the Airplane.
31
Figura 3.- Boceto del Flyer extraído de la patente de los hermanos Wright, en la
que se aprecia la diferente torsión de las alas derecha e izquierda.
Para la resolución de ese problema, el ingeniero Ludwig Prandtl (1875-1953) fue capaz
de explicar qué sucedía con un sólido que se movía en el seno de un fluido, algo que hasta
entonces los físicos especializados en mecánica de fluidos no habían logrado
comprender, como tampoco habían sabido calcular la fricción sobre una superficie en
movimiento inmersa en un fluido. Solventar estas cuestiones resultó imperioso después
del vuelo del Flyer. Y para eso Prandtl propuso, en 1904, la teoría de la capa límite,
desarrollada ad hoc por él, que permitió afrontar con éxito esos problemas. Gracias a sus
descubrimientos, Prandtl fue acogido con todos los honores en el restrictivo club de los
físicos teóricos, por lo que no es extraño que en la literatura se aluda a él con frecuencia
como científico y no como ingeniero, si bien esa era la carrera que había estudiado y el
título que poseía, y en sus primeros años de ejercicio profesional había trabajado como tal
en la Maschinenfabrik Augsburg, aunque la mayor parte de su labor la dedicó a la vida
universitaria. Se le considera el padre de la aerodinámica, si bien sus contribuciones se
32
produjeron después de que el avión de los Wright hubiese volado, a lo que hay que añadir
que las aportaciones de Prandtl no encontraron aplicación al vuelo de los aviones hasta
muchos años después de ser publicadas. Fue entonces cuando se elaboró un cuerpo
teórico que explicó el comportamiento del artefacto, y no al revés, repitiendo la pauta de
los ingenios que han pavimentado la historia de la técnica. Se aprecia un estrecho
paralelismo entre el Flyer y la aerodinámica, por una parte, y lo que había sucedido más
de un siglo antes con la máquina de vapor de Watt y la termodinámica, por otra.
33
Capítulo III.- La información y las máquinas
Las máquinas gobiernan su propio comportamiento
La era del mecanicismo, basada en máquinas mecánicas más o menos sencillas,
evolucionó hasta dar lugar a otra identificada por sistemas complejos que incorporan
dispositivos electrónicos mediante los que procesar la información, lo que permite, entre
otras cosas, que las propias máquinas se gobiernen a sí mismas en función del objetivo
que persiguen. Para llevar a cabo este empeño se ha desarrollado un concepto que
constituye una de las grandes aportaciones intelectuales de la ingeniería moderna: la
realimentación.
El interés de la realimentación para la tesis que se defiende en este libro merece que se le
dedique un capítulo completo. En él se va a exponer la génesis del concepto, su origen en
la solución de cuestiones concretas de ingeniería, así como la universalidad que ha
adquirido en nuestro tiempo, debido a su generalización no solo en aplicaciones técnicas,
sino en los seres vivos y en los sistemas sociales, por lo que ha entrado a formar parte de
la propia imagen científica del mundo. Al escribir esto estoy inmerso en un proceso de
realimentación al estar leyendo lo que acabo de escribir y, tras analizarlo, decidiré lo que
34
seguiré escribiendo —que a su vez leeré; y se reiniciará el proceso. Es lo que hacemos
continuamente en la vida, al perseguir el logro de objetivos concretos, asociados a ciertos
deseos o necesidades. En los correspondientes procesos, la discrepancia o error entre lo
que se quiere y lo que realmente se tiene se emplea para actuar buscando la anulación de
esa discrepancia. En eso precisamente consiste la realimentación, que ocupa un lugar
primordial en nuestra interacción con el entorno. Con el control automático se pretende
que sean las propias máquinas las que lleven a cabo este proceso.
20
José García Santesmases, Obra e inventos de Torres Quevedo.
21
Publicada en la Revista de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, enero, 1914:
391-419. Se tradujo al francés con el título «Essais sur l’automatique» en la Revue Générale des Sciences
Pures et Appliquées, 2, 15 de noviembre de 1915: 601-611. También se ha publicado en inglés en la
compilación de Bryan Randel The Origins of Digital Computers: Selected Papers, Berlín, Springer, 1973.
35
español en sentido moderno, es decir, como sustantivo que designa un cuerpo de
conocimientos ingenieriles y no como adjetivo que se predica del funcionamiento de
ciertas máquinas. Para Torres Quevedo la automática era una nueva rama de la mecánica,
que trata de sustituir al operador humano en el gobierno de las máquinas, mediante
dispositivos técnicos.
Para este ingeniero, la automática se ocupa de los autómatas, máquinas a las que
considera dotadas de «vida de relación» con el medio en el que están inmersas. Esta
concepción puede considerarse un antecedente de lo que en la actualidad se entiende, en
la ingeniería de control automático, como la interacción efectiva de un sistema con su
entorno, de modo que en el comportamiento de ese sistema prevalezca la preservación de
los objetivos para los que ha sido concebido, con independencia de las perturbaciones a
las que lo somete el medio en el que se desenvuelve. Así, un avión en vuelo con el piloto
automático o una gran factoría química automatizada son ejemplos de funcionamiento
autónomo para mantener un objetivo, en el primer caso, el vuelo con la trayectoria
deseada; y en el otro, la evolución autónoma del proceso conservando aceptablemente
constantes ciertas variables (presiones, temperaturas, flujos…) en el valor requerido y
optimizando, al mismo tiempo, algún parámetro adicional, como el consumo energético.
En la página 3 del ensayo antes mencionado se lee:
se necesita –y este es el principal objeto de la Automática– que los autómatas tengan
discernimiento, que puedan en cada momento, teniendo en cuenta las impresiones que
reciben, y también, a veces, las que han recibido anteriormente, ordenar la operación
deseada. Es necesario que los autómatas imiten a los seres vivos, ejecutando sus actos con
arreglo a las impresiones que reciban y adaptando su conducta a las circunstancias.
[Cursivas de Torres Quevedo].
36
dosificación de energía por el actuador se determina por el órgano de control, a partir
de las medidas que suministran los sensores.
22
Howard Rosenbrock, Machines with a purpose.
37
persistencia de la vida. Con la estructura de realimentación se resisten las tentativas de la
naturaleza para degradar el comportamiento de los sistemas mediante las perturbaciones
—el implacable incremento de la entropía. Vivir de forma efectiva presupone disponer de
la información adecuada, en especial respecto al medio en el que se está inmerso,
procesarla correctamente y actuar en consecuencia. Por citar un caso notable, nos
mantenemos de pie mientras andamos porque compensamos constantemente, gracias a la
realimentación, los efectos aciagos de la gravedad que nos harían caer; de modo que el
maravilloso equilibrio de nuestro cuerpo —conmovedor en el caso de un niño al dar sus
primeros pasos––, lo mismo que el resto de los equilibrios vitales, no es estático, sino que
es el resultado de un conjunto de procesos de realimentación que contrarrestan
activamente las tendencias perturbadoras de la gravedad.
Los científicos han sido reticentes a explicar las acciones y comportamientos en términos
de propósito, del objetivo final que se pretende alcanzar, pues ese modo de comportarse
parece presuponer el conocimiento de lo que vaya a suceder en el futuro, al situar el
efecto buscado antes que la causa; como si fuese el efecto el que succiona la causa, y no el
resultado de ésta. El fisiólogo mexicano Arturo Rosenblueth (1900-1970), colaborador de
Norbert Wiener, puso de manifiesto cómo se puede relacionar el propósito con la
realimentación negativa23. De esta manera, en los sistemas dotados de realimentación
negativa se conjugan el determinismo y el finalismo.
La realimentación es un ejemplo notorio de propiedad sistémica: de comportamiento que
emerge de la forma en que se organizan los componentes de un sistema y no de las
propiedades particulares de éstos. Conviene recordar que algunos pensadores han
apuntado que el mundo debería verse más como un conjunto de hechos, de procesos, de
acontecimientos que discurren en el tiempo, que de las cosas —los constituyentes
fundamentales— que lo forman. Entre ellos sobresale Ludwig Wittgenstein (1889-1951),
quien en el aforismo 1.1 de su influyente Tractatus lógico-philosophicus afirma: «El
mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas». La realimentación es un hecho, un
modo de actuación y no una cosa. La forma de ver el mundo como un enmarañado
proceso de interacciones entre las que es posible distinguir bucles de realimentación
positiva, normalmente responsables del crecimiento, y negativa, que estabilizan las
magnitudes involucradas, suministra un ejemplo concreto de una forma de verlo que
muestra cierta consistencia con la propuesta de Wittgenstein, y que es tributaria del
concepto de realimentación.
23
Arturo Rosenblueth, Norbert Wiener and Julian Bigelow, «Behavior, Purpose and Teleology»,
Philosophy of Science, 10(1943), S. 18–24.
38
Conviene comentar también que la amplia presencia de los mecanismos de
realimentación negativa suscita la cuestión de qué ocurre si estos mecanismos quedan
interrumpidos o funcionan deficientemente. ¿Qué sucede si el conductor de un coche se
despista o incluso se duerme? En los sistemas realimentados se presentan también
problemas cuando el actuador se satura (y todos los actuadores lo hacen cuando la
solicitación es elevada). La saturación restringe la actuación, hasta hacer imposible la
recuperación del equilibrio (es lo que sucedió en Chernóbil). En todo caso, el
funcionamiento incorrecto de la realimentación hace vulnerable al sistema que la
incorpora, pudiendo llevarlo al desastre, que es lo que sucede en los seres vivos cuando
sufren de incapacidad para sentir el dolor. Circula un chiste al respecto. Unos obreros
huyen despavoridos de una factoría en llamas gritando: «¡Está automatizada y ha habido
una avería en el sistema de control! ¡No podemos controlarla!».
Poco más de un decenio después de la publicación del ensayo de Torres Quevedo sobre la
automática se diseñó el amplificador electrónico con realimentación negativa, concebido
por Harold Black (1898-1983) a finales de los años veinte y que marca un hito en los
estudios sobre sistemas realimentados (y en la adopción de la voz feedback en inglés, que
se propone por primera vez para designar ese amplificador). Cuando este ingeniero se
incorporó a los Laboratorios Bell, en 1921, AT&T se enfrentaba al reto de aumentar la
eficacia en la transmisión de señales de telefonía a larga distancia, pues se producía una
importante pérdida de calidad de la señal con la longitud de la línea, al resultar
enmascarada por el ruido, con lo que se distorsionaba el mensaje (la información) que se
transmitía. Esta pérdida de calidad se intentaba compensar mediante amplificadores en
bucle abierto, entonces de válvulas electrónicas. Pero los amplificadores disponibles no
eran eficaces para ese cometido, pues se comportaban de forma no lineal. Algunos
ingenieros de los Bell, además del propio Black, tuvieron que afrontar el problema de la
carencia de amplificadores adecuados.
En 1923, Black asistió a una charla dada por Steinmetz, ya mencionado como pionero de
la ingeniería eléctrica, y quedó impresionado por cómo el conferenciante conseguía
concentrarse en lo fundamental cuando trataba de resolver un problema en ingeniería. Por
lo que respecta al que le ocupaba, Black se dio cuenta de que lo fundamental para el
correcto funcionamiento del amplificador era que tuviese poca distorsión en la trasmisión
a gran distancia. A partir de eso modificó su forma de abordar la cuestión, revisando su
estrategia previa con relación a la pérdida de señal en una línea de transmisión. Y así trató
de conseguir una baja distorsión mediante un simple mecanismo de cancelación.
La correcta identificación del problema por Black resultó muy fructífera. En efecto, la
mañana del 6 de agosto de 1927, en el transbordador que lo llevaba a los Bell en Nueva
39
York desde Nueva Jersey, donde tenía su casa, tuvo la inspiración —la chispa del
inventor, y también del creador artístico o literario— de que si alimentaba la entrada del
amplificador con la propia salida y con el signo cambiado —lo dotaba de realimentación
negativa––, y era capaz de evitar que el sistema oscilase, obtendría exactamente lo que
necesitaba: atenuar la distorsión de la salida. Y así nació el humilde amplificador
electrónico con realimentación negativa, que ha trascendido con holgura la aplicación
concreta que lo motivó. Es de destacar que ese amplificador fue resultado del ingenio de
Black y de los que colaboraron con él, que aplicaron al problema un rigor que en nada
desmerece al de un científico cuando intenta desvelar algún enigma del mundo natural,
aunque la concepción del influyente circuito no fuera sino el resultado de la imaginativa
creatividad propia de un ingeniero aplicado a la resolución de un problema concreto en
busca de un resultado tangible.
Como sucede con frecuencia, la transformación de la idea original de un invento en un
producto acabado y en correcto funcionamiento necesita mucho más tiempo que el
esfuerzo de concebirlo. A Black se unieron Harry Nyquist (1889-1976), Hendrick Bode
(1905-1982) y otros ingenieros o asimilados para resolver los problemas de estabilidad y
otras dificultades del circuito realimentado. Desde entonces la realimentación negativa ha
sido objeto de un uso generalizado en los sistemas de control automático de todas las
clases, además de servir para iluminar algunos fenómenos naturales, fisiológicos o
incluso sociales. Aunque esta estructura se encuentre en el mundo natural, por ejemplo,
en los ya mencionados procesos homeostáticos de los seres vivos, no ha sido objeto de un
estudio sistemático hasta que los especialistas en control automático se han ocupado de
ella y han alertado sobre su alcance, relevancia y los posibles problemas asociados con su
presencia24.
La constatación de que la realimentación funcionaba de forma similar en una gran
variedad de casos no se produjo hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando los ingenieros
de distintas especialidades empezaron a incorporar sistemas de control en sus diferentes
campos de aplicación. Solo entonces la realimentación alcanzó el beneplácito
generalizado, dando lugar a una rama autónoma de la ingeniería, además de irrumpir en
otros dominios del conocimiento.
Los servomecanismos
Entre los ingenios que florecieron con la realimentación destacan los servomecanismos,
que permiten que determinados ejes mecánicos —como el timón de un barco, los alerones
de un avión, el bisturí de un robot quirúrgico o el cañón de un arma antiaérea— alcancen
la posición requerida para una determinada función, con la potencia necesaria para
desempeñarla. Los servomecanismos fueron propuestos originalmente por el ingeniero
francés Jean Joseph Léon Farcot (1824-1908) a fines del siglo XIX, para posicionar el
timón de un barco. Su cometido era mantener el timón en la posición deseada con
independencia de las perturbaciones a las que esté sometida la embarcación. Debe notarse
que sirven de ayuda al timonel (como la servodirección de un automóvil) pero que no
llevan a cabo el pilotaje automático para mantener el barco en la ruta deseada. Eso
requiere un nuevo bucle de realimentación, asociado a una brújula giroscópica u otro tipo
de sensor.
En 1934, un profesor de ingeniería eléctrica del MIT, Harold Hazen (1901-1980), se
ocupó de formular una teoría de los servomecanismos que compendió la cultura empírica
24
Pedro Albertos e Iven Mareels, Feedback and Control for Everyone.
40
desarrollada hasta entonces por los ingenieros en torno a la realimentación. Además,
Hazen observó que estos mecanismos convertían una señal de baja potencia en otra señal
de potencia muy superior; es decir, los servomecanismos se comportaban
fundamentalmente como los amplificadores electrónicos con realimentación negativa.
Los servomecanismos ejercieron una gran fascinación en los años anteriores a la guerra
mundial y durante ella, y dieron lugar al corpus disciplinario a partir del cual se originó la
ingeniería de control. Por otra parte, los servomecanismos son básicos para las partes
mecánicas de un robot, las cuales se posicionan adecuadamente mediante esos
mecanismos —según la acepción más corriente de robot. Permiten que las órdenes
emanadas de un ordenador se materialicen en posiciones concretas para los miembros de
esas máquinas. En este sentido, un ordenador es como un cerebro sin órganos: un robot
incompleto; como si fuera una mente sin cuerpo. La computadora puede actuar sobre su
entorno material, entre otras cosas, mediante brazos robóticos, que están formados por
servomecanismos. Así, la robótica ha florecido en conjunción con la ingeniería de control
por realimentación.
Por lo que respecta a la introducción en España del estudio de los servomecanismos es
notable Antonio Colino (1914-2008), un destacado ingeniero que fue profesor titular25 de
Electrónica en la Escuela Especial de Ingenieros Industriales de Madrid 26. Precisamente,
Colino propuso el término realimentación como atinada traducción de feedback
(recuérdese: realimentar equivale a volver a alimentar), el cual ha hecho fortuna
—aunque también se lea en ámbitos ajenos a la ingeniería el de retroalimentación, a todas
luces menos correcto (¿alimentado por detrás, como en retropropulsor o retroproyector?)
e innecesariamente más largo. No se olvide que Colino pertenecía a la Academia
Española, e incluso fue presidente de la Comisión de Vocabulario Científico y Técnico 27.
41
realización de esos cálculos se concibieron ingeniosos mecanismos que permitían
efectuarlos de forma rápida, en un tiempo precioso en unos momentos críticos, como
requería la naturaleza del problema a resolver. Había que tratar, por todos los medios, de
reducir al mínimo ese tiempo. El éxito en la batalla dependía de ello.
En esos mecanismos, que en principio fueron realizados con tecnología mecánica,
desempeña un papel esencial la función matemática de integrar, pues había que resolver
las ecuaciones diferenciales que describían el movimiento del objetivo. La integración es
muy simple de realizar mecánicamente, como se ilustra en la figura 5. El ángulo que mide
el giro del eje vertical se representa por x. La rueda pequeña se sitúa a una distancia f(x)
del centro del disco grande, de modo que al girar éste, el pequeño lo hace a su vez
arrastrado por él, integrando f(x)28. A partir de este mecanismo elemental se proyectaron
dispositivos más elaborados (el disco pequeño se puede sustituir por una esfera, para
evitar que resbale) que permitían llevar a cabo la integración con mecanismos de
naturaleza enteramente mecánica29.
28
Si 1/k es el radio del disco pequeño, entonces, de la figura 5, es claro que kf(x)·dx=dy luego y=Ak∫f(x)·dx,
donde y es el ángulo girado por el eje horizontal de la figura.
29
Véase David Mindell, Between Human and Machine, p. 39.
42
Y así se dispuso de unas computadoras específicas —por oposición a las universales que
se desarrollarían posteriormente— que permitían, a partir de los datos observados,
determinar el rumbo y velocidad del barco enemigo, predecir su trayectoria en el futuro,
calcular la orientación y elevación de las piezas de artillería para alcanzarlo, y mantener
registros impresos de las acciones pasadas. Funciones necesarias para automatizar el
proceso. En los años treinta entró en servicio el Mark 8 Rangekeeper 30, que ponía de
manifiesto el grado de madurez alcanzado por estas máquinas, que permanecieron activas
incluso durante la Segunda Guerra Mundial.
En los años veinte de ese siglo, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) era una
institución consagrada a la ingeniería, y no a la ciencia básica, que se encontraba en un
período transitorio de su historia. Había sido concebido como un centro de enseñanza
superior para la formación de ingenieros civiles, mecánicos, eléctricos, de minas, navales,
y similares. También se incluía la enseñanza de matemáticas, física y química, en la
medida en que se consideraban materias relevantes para la formación de los ingenieros,
aunque fuese solo un barniz superficial, lo suficiente para entender el funcionamiento de
las máquinas y realizar algunos cálculos. El Instituto, en esa época, estaba dejando de ser
un exitoso centro de formación técnica de ámbito regional, pero todavía no era la gran
universidad que acabaría siendo unos años más tarde, cuando se convirtió en uno de los
pilares del complejo militar e industrial de su país.
30
Mindell, Op. cit. p. 57.
43
investigación básica. Se establecieron programas de becas para que ese país, con sus
inmensos recursos, pudiese asimilar el conocimiento científico europeo, mucho más
adelantado en aquellos tiempos.
En todo caso, a comienzos de los años treinta se produjo un cambio radical de prioridades
para la investigación en el MIT, que concedió primacía a las investigaciones científicas
sobre las aplicadas industriales, hasta entonces prioritarias. Por citar un caso concreto,
hay que mencionar al que sería luego un famoso ingeniero, Vannevar Bush (1890-1974),
entonces un joven recién incorporado al cuerpo docente del Instituto, quien tuvo que
adaptarse a la permutación de precedencias. Cuando Bush se incorporó como
posgraduado a esa institución a principios de los veinte, recién finalizados sus estudios en
ella, dedicó su investigación a una cuestión básicamente ingenieril: el estudio de la
estabilidad de las redes eléctricas de potencia, en consonancia con los objetivos prácticos
e industriales que prevalecían en aquellos años en ese centro. Bush había constatado que
las aplicaciones de las matemáticas a la Ingeniería estaban condicionadas por la
disponibilidad de medios de cálculo apropiados y dedicó sus esfuerzos a superar esa
limitación.
Para adaptarse a los cambios que se estaban produciendo en el MIT, Bush reconvirtió su
línea de investigación sobre redes eléctricas en otra sobre máquinas de cálculo analógico
que tuvieran aplicación en un amplio espectro de disciplinas: las que recurrían a
ecuaciones diferenciales lineales, que ocupan un lugar destacado en muchas ramas de la
ciencia y de la ingeniería, además de en los sistemas eléctricos y en los sistemas balísticos
navales; para lo cual empleó una tecnología mecánica análoga a la discutida en el
apartado anterior y basada en el principio integrador de disco y rueda (figura 5). Surgió
así el analizador diferencial, la computadora analógica con tecnología mecánica. Los
fundamentos de esas nuevas máquinas de cálculo eran los mismos que los de las redes
eléctricas (y de las calculadoras balísticas de los marinos), pero Bush supo revestirlos de
un aura compatible con las nuevas pretensiones de cientificismo del centro donde
trabajaba. De este modo, lo que empezó siendo un estudio de interés exclusivamente
ingenieril sobre el problema de la estabilidad de las redes eléctricas de potencia acabó
convirtiéndose en un programa de amplia aplicabilidad sobre máquinas computadoras
analógicas y que gozaba del beneplácito de la comunidad científica.
De esta manera, en el MIT se aceptó que esas máquinas podían considerarse como
auténticos instrumentos científicos más que como meros auxiliares para resolver cálculos
de ingeniería, con lo cual la labor que llevaba a cabo Bush alcanzó legitimidad en los
medios científicos y tuvo acceso a fuentes de financiación, como la Fundación
Rockefeller. En los años treinta la investigación en ingeniería no estaba entre los
objetivos de esa Fundación, porque se consideraba que ésta debía ser financiada por las
empresas que se beneficiaban directamente de ella, por lo que estimaban que no debía ser
subvencionada —planteamiento del que aún se encuentran partidarios. Para lograr
recursos económicos de esa Fundación, Bush tuvo que insistir en los frutos científicos
que cabía esperar de su computadora31. En la gestión de la política científica de esa
institución desempeñó un papel relevante un científico, Warren Weaver (1894-1978),
quien no demostró ningún interés por la ingeniería. Sin embargo, Weaver no incluyó en la
31
El desdén de la Fundación Rockefeller por la investigación en ingeniería tuvo también influencia en
España, donde es sabida la importancia que adquirió esa Fundación en el fomento de la ciencia, pues, a
finales de los veinte y principios de los treinta, sufragó el que se conocía como el Instituto Rockefeller, en el
campus que la Junta de Ampliación de Estudios estaba edificando en los Altos del Hipódromo de Madrid,
que en la actualidad alberga el Instituto de Química Física Rocasolano del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas.
44
categoría de ingeniería los trabajos de Bush con el analizador diferencial al que
consideró, más bien, un instrumento mecánico con el que era posible hacer ciencia
—aunque en realidad se aplicó a resolver problemas balísticos y más tarde los asociados
con el proyecto Manhattan. Precisamente de estas últimas aplicaciones vino el impulso
para perfeccionar estas máquinas, precursoras directas de las modernas computadoras
electrónicas.
32
Los orígenes de la informática son objeto de un intenso debate que no es posible reproducir aquí. Puede
verse, por ejemplo, N. Metropolis y J. Worlton, Annals of the History of Computing, 2(1),1980: 49-55.
33
Martin Davis, La computadora universal, Debate, 2002, pp. 210 y ss.
45
ejecutan las instrucciones, y una unidad de memoria que almacena tanto esas
instrucciones como los datos sobre los que estas tienen que operar; además, de la
conexión entre ambas unidades. Es notable que el proyecto de estas máquinas se
beneficiase de la fama entonces creciente del taylorismo. De hecho, la estructura de los
primeros ordenadores no fue ajena a lo que se hacía en las factorías Ford, en las que se
fragmentaba el montaje del modelo T en una serie de operaciones elementales.
Se sentaron así las bases de lo que posteriormente serían las computadoras universales
que sirvieron de soporte al éxito arrollador de la informática, y con ellas se abrió la ruta
que conduce a las fabulosas realizaciones de nuestros días. En todo caso hay que reseñar
que el ordenador no se concibió ni a partir de un principio básico, ni tiene un único
inventor, sino que fue el resultado de múltiples actuaciones progresivas, a partir de
computadoras específicas concebidas para resolver problemas concretos, hasta llegar a la
computadora universal.
En cualquier caso, además de detectar los aparatos enemigos había que abatirlos, lo que
exigía afinar la puntería del cañón antiaéreo. La elevada velocidad de los aviones
obligaba a no apuntar directamente al blanco sino a calcular su trayectoria para
anticiparse a la posición que tendrían cuando les alcanzase el obús disparado. Por tanto,
se requería, además de piezas de artillería adecuadas y proyectiles de calidad, un sistema
de control que estimase la posición futura del blanco, ajustase la dirección del cañón y
disparase en el instante oportuno, de modo que proyectil y blanco coincidiesen en
posición y tiempo. Esta dificultad se resolvió, en principio, ampliando a un espacio de
tres dimensiones la solución, ya relatada, que se había obtenido durante la Gran Guerra
para el problema correspondiente entre barcos de guerra en el mar, el cual tenía solo dos
dimensiones y menores velocidades. Para tratar de perfeccionar esa solución, el
matemático Norbert Wiener (1894-1964), con la colaboración del ingeniero Julian
Bigelow (1913-2003), propuso emplear la información disponible sobre la trayectoria
pasada del avión para realizar una predicción de su rumbo futuro, con el fin de mejorar la
probabilidad de que el proyectil acertase en el blanco. Para lograrlo dio un tratamiento
estocástico al problema de la realimentación.
La contribución de Wiener fue una teoría matemática de gran calado que permitía realizar
46
predicciones a partir de información incompleta sobre el movimiento del objetivo, el cual
además podía alterar su ruta por decisión inescrutable del piloto enemigo. En los orígenes
de los estudios sobre sistemas realimentados, los análisis matemáticos se limitaban a
situaciones presididas por una causalidad estricta; pero Wiener fue capaz de concebir una
formulación rigurosa del procesamiento de informaciones imprecisas o inexactas,
mediante el análisis estocástico. Esa teoría fue una aportación notable al campo de los
servomecanismos, al colocar en primer plano las consideraciones estocásticas en el
funcionamiento de esos sistemas34, y dio lugar a un método con el que se minimiza el
error medio cuadrático de la desviación entre la trayectoria pretendida para el cañón y la
efectivamente posee. Sin embargo, la aplicación del método al problema antiaéreo
presentaba serios problemas, pues requería el registro del comportamiento en un tiempo
infinito en el pasado sobre el que basar la predicción. Por el contrario, en defensa
antiaérea el objetivo real debe ser detectado poco tiempo antes de que se necesite
disponer de la predicción. Además, la minimización del error cuadrático medio no es una
buena opción puesto que ese índice no describe con la precisión adecuada lo que se
persigue. Si el proyectil no explota a una distancia de unos pocos metros del blanco,
entonces no resulta efectivo; de modo que el error debe penalizarse de forma más
enérgica que con el cuadrado de su valor. También resultaban dudosos los supuestos
acerca del comportamiento basado en el estudio estadístico de los pilotos humanos. Por
todo ello, la solución que se obtuvo a partir de esa teoría no llegó a cumplir el objetivo
perseguido y fue desechada, en 1942, por la administración militar que la estaba
financiando, pese a los esfuerzos de Bigelow que pronto se dio cuenta de que aquello no
iba a funcionar correctamente. Un científico, como Wiener, puede tener una maravillosa
idea, pero es el ingeniero el que, al fin, es capaz de advertir si aquello va a funcionar bien,
o no; es el que posee la clase de conocimiento sobre si lo que se pretende llevar a cabo es
viable, o no lo es. Es lo que sucedió con Bigelow ante la propuesta de Wiener, en el caso
del control del cañón antiaéreo.
El problema al fin tuvo que resolverse de una forma diferente a como proponía Wiener 35,
quien demostró tener una fe ingenua en una solución analítica ideal, como sucede con
frecuencia con los científicos que abordan cuestiones de origen práctico: los aspectos
internos de la teoría, la elegancia de la formulación y otras consideraciones de esta índole
desvían del empeño concreto que motivó el estudio. Se ilustra así la compleja relación
entre los planteamientos puramente teóricos, propios de un matemático, por muy finos y
elaborados que sean, y la escurridiza práctica ingenieril, que difícilmente se somete a un
marco teórico exclusivo: las teorías científicas rara vez cubren los problemas de los
ingenieros, como pretendía Hempel que sucedía en la ciencia, y para lo que formuló la
conocida Ley de Cobertura Legal36.
34
Wiener estudió la naturaleza probabilística de la comunicación y la relevancia de lo estocástico para los
problemas de control, especialmente en su monografía de 1941 Extrapolation, Interpolation, and
Smoothing of Stationary Time Series (Cambridge, MIT Press, 1949), conocida entre los ingenieros que lo
tuvieron que estudiar durante la guerra con los japoneses como el peligro amarillo, por el color de las tapas
del memorándum y por la dificultad de las matemáticas empleadas en ella. Una excelente y legible
introducción a este tema puede verse en la obra del colaborador de Wiener, Yuk-Wing Lee, Statistical
Theory of Communication, Wiley, 1960.
35
Pesi R. Masani, Norbert Wiener, cap. 14; Stuard Bennett, “Norbert Wiener and the Control of
Anti-Aircraft Guns”, IEEE Control Systems, December 1994, pp. 58-62.
36
Carl Hempel, Aspects of Scientific Explanation and Other Essays.
47
A pesar de que hubiese sido incapaz de aportar una solución efectiva al problema que se
le había planteado, la teoría de Wiener, circunscrita a sistemas dinámicos lineales y a
criterios cuadráticos, alcanzó brillantes resultados matemáticos, que tuvieron repercusión
en el desarrollo posterior de la ingeniería de control 37 . En realidad, ese matemático
encontró en los sistemas realimentados un campo fecundo en el que ejercer sus dotes para
teorizar. Al aplicar las matemáticas a la información y las comunicaciones extendió el
rigor y la precisión de la ciencia a un dominio hasta entonces poco explorado con recursos
estocásticos —en paralelo lo estaban haciendo Andréi Kolmogorov (1903-1987), con
planteamientos análogos a los de Wiener, y Claude Shannon, este en la teoría de la
información.
En lo que se acaba de exponer se repite, de nuevo, lo infundado del dogma del
cientificismo según el cual la ciencia antecede necesariamente a la técnica moderna, y es
el genio científico (matemático en este caso) quien genera ideas originales dejando a
otros, normalmente ingenieros, el trabajo ordinario y de menor categoría de llevarlas a la
práctica. Pero, como se está viendo, en lo referente a la realimentación las cosas no fueron
exactamente así. Más bien sucedió lo contrario: el empleo de la realimentación para
resolver problemas de control automático suscitó especulaciones científicas e
intelectuales de indudable interés, pero que surgieron a partir de desarrollos ingenieriles
previos. Eso es lo que sucedió precisamente con la cibernética.
Se formula la cibernética
Aunque Wiener se decepcionó por su fracaso al tratar de inventar un dispositivo que
contribuyese al esfuerzo bélico, quedó prendado por la realimentación a la que se lanzó a
buscar en campos ajenos a la ingeniería y a postular su ubicuidad. Así, dio comienzo a su
colaboración con el ya mencionado médico Arturo Rosenblueth y con el fisiólogo Walter
Cannon (1871-1945) para explorar la presencia de la realimentación en fisiología y en
neurología, con lo que reorientó sus estudios hacia sistemas biológicos. Con su nuevo
enfoque pretendía poner de manifiesto semejanzas estructurales entre los seres vivos y las
37
En la última parte de su vida trató de ampliar su teoría a los sistemas no lineales. No obstante, esta
ampliación no ha tenido repercusión en la ingeniería de control.
48
máquinas, y progresar en la comprensión de la naturaleza de la vida y de la mente. En este
período concibe la «visión cibernética» que lo haría famoso después de la guerra.
En la primavera de 1942, Wiener se dio cuenta de las implicaciones conductistas de su
trabajo sobre la realimentación. Observó que el modelo estímulo-respuesta de la
psicología conductista se asemejaba al enfoque entrada-salida en sistemas eléctricos, que
ya estaba sólidamente implantado y era empleado con asiduidad por los ingenieros.
Igualmente, se aprovechó de su familiaridad con los progresos que se estaban realizando
en las máquinas computadoras, especialmente por su relación con el analizador
diferencial de su amigo y valedor Bush. Comenzó a considerar a estas máquinas como
posibles extensiones o prótesis de los poderes mentales de sus usuarios.
El direccionamiento del cañón antiaéreo había hecho comprender a Wiener el papel
esencial que jugaba la realimentación, y con ella la información, no solo en las máquinas
dotadas de control automático, sino también en los mismos seres vivos y hasta en los
sistemas sociales. A partir de eso realizó la síntesis que denominó «cibernética»38, a la
que definió como la disciplina que se ocupa del gobierno mediante la realimentación en
los seres vivos y en las máquinas. El subtítulo de su libro es expresivo al respecto:
«control y comunicación en el animal y en la máquina» 39 . Este subtítulo subraya la
pretensión de que un mismo cuerpo teórico permita acometer cuestiones relativas a los
seres vivos y a las máquinas, centrando la cuestión en la comunicación y el control, y no
en los componentes físicos. En el procesamiento de la información es donde se
encontrarían rasgos comunes en fenómenos que se dan en el mundo natural, artificial e
incluso social. Con el concurso de la cibernética —en realidad de la realimentación— se
pretendieron entender los mecanismos básicos asociados a la percepción del ambiente y a
las respuestas que éste suscitaba. Ello inspiró las primeras realizaciones de la robótica con
las que emular, de forma simple, el comportamiento de organismos vivos. Wiener
participó de la fascinación que produjeron, tras la Segunda Guerra Mundial, las
actividades técnicas que permitían relacionar las máquinas con los organismos vivos.
Surgió así una generación de ingenieros y científicos que tenían por objetivo crear
sistemas artificiales dotados de algunas de las capacidades de los seres vivos.
En el primer capítulo de su libro, Wiener analiza las diferencias entre el tiempo
newtoniano y el bergsoniano. El primero, regido por las leyes de la mecánica clásica, es
inherentemente reversible; mientras que el segundo, como el que rige el devenir de las
nubes en el cielo, no lo es. A él le interesaba especialmente el segundo, al que subyace un
orden más sutil que en el otro. Ese tiempo irreversible es el que denominó «bergsoniano»
y es a los fenómenos que se desenvuelven en ese modo del tiempo a los que pretendió
38
El término cibernética ha sufrido una cierta degradación en estos últimos lustros y ha perdido el
significado original que pretendía imprimirle Wiener. Deriva de la voz griega kubernetes, que se traduce
como piloto o timonel, el que gobierna una nave teniendo en cuenta el variable estado del mar y de los
vientos, y a partir de esa información toma la decisión del rumbo que debe seguir la nave. Ya en el siglo
XIX, André-Marie Ampère (1775-1836) lo había utilizado para referirse a la política como el arte de
gobernar los pueblos. También se ha propuesto que la cibernética es el arte de conseguir la acción eficaz
mediante el oportuno gobierno a partir de las consecuencias de esa actuación; es decir, mediante la
realimentación. En la actualidad, ha alcanzado gran difusión formando parte de palabras compuestas como
ciberespacio, ciberguerra, ciberutopismo o aun ciberfetichismo, así como la muy extendida ciborg o
cyborg (de cybernetic organisms, resultado de la integración de dispositivos técnicos en los seres
humanos).
39
Norbert Wiener, Cybernetics or Control and Communication in the Animal and the Machine.
49
dedicar sus estudios a partir de la formulación de la cibernética. De este modo surge su
interés por los organismos vivos, tan ajenos al mecanicismo clásico, y que son formas que
se desenvuelven en un tiempo irreversible.
Wiener postuló que la estructura de realimentación es ubicua y está presente en los
sistemas que gobiernan su comportamiento de forma autónoma, como ya se ha visto
reiteradamente en este capítulo. La realimentación determina que la información esté
presente en la interacción con sus entornos tanto de los seres vivos como de las máquinas.
En su libro afirma que hasta el siglo XVII se vivió la edad de los relojes; el siglo XIX fue la
edad de las máquinas de vapor; y que el XX es la edad de la comunicación y el control
mediante la información. La cibernética promovió la transferencia, por medio de
analogías, de conceptos cibernéticos desde la ingeniería a las ciencias sociales, lo que
determinó que los especialistas en estas últimas materias empezasen a prestar atención a
la noción de sistema40.
Es chocante que en sus escritos sobre cibernética Wiener nunca mencionase a los
ingenieros que le habían precedido en la utilización y el estudio de la realimentación,
como Harold Black, Harry Nyquist, Hendrick Bode o Harold Harzen, en los que se había
inspirado necesariamente (en el índice onomástico de su libro sobre cibernética los únicos
ingenieros que aparecen son su amigo Bush y Shannon, que era mitad matemático y
mitad ingeniero). Sin embargo, en otro de sus libros, Cibernética y sociedad41 (en el
capítulo I), menciona a Leibniz, Pascal, Maxwell y Gibbs como antecedentes de la nueva
disciplina. Pretendía darle a la cibernética un lustre divorciado de la tradición de la
ingeniería, en la cual realmente se había forjado el concepto de realimentación, pero que
no debía de parecerle que suministrase suficiente pedigrí intelectual a la empresa que
estaba promocionando. Sin embargo, varias culturas ingenieriles de entreguerras (el
circuito electrónico de realimentación negativa, los servomecanismos, la predicción en el
cañón antiaéreo, la regulación de procesos industriales y la ingeniería de
comunicaciones) habían promovido la convergencia de las comunicaciones y el control
que precedieron y sustentaron a la cibernética. En realidad, Wiener desempeñó solo un
cierto papel en esa convergencia al contribuir a divulgarla, al tiempo que formulaba
algunos aspectos de las matemáticas subyacentes.
Para terminar este capítulo conviene subrayar que los seres vivos no somos sino
configuraciones efímeras que se mantienen durante un corto período gracias a la
organización adquirida y sustentada mediante la información; es decir, somos formas
inestables que mediante la homeostasis mantenemos la organización que nos caracteriza
y que, al fin, acaba siendo arrollada por el fatal crecimiento global de la entropía del
universo, que arrasa con todo —la fugacidad de la vida nos concede una trágica grandeza
a los humanos, al estar dotados de conciencia. Todos los procesos autorregulados
comparten ser islotes de entropía decreciente, ya que se oponen temporalmente a la
dramática homogenización que preconiza la segunda ley de la termodinámica.
40
Javier Aracil, Máquinas, sistemas y modelos.
41
Norbert Wiener, Cibernética y sociedad.
50
Capítulo IV.- La revolución digital
Los progresos de la electrónica y la informática en la segunda mitad del
siglo XX
En la segunda mitad del siglo XX se producen considerables innovaciones en la
ingeniería, como son: los sistemas automáticos y los robots, que han permitido, entre
otras cosas, la automatización y robotización de la producción industrial, y que incluso
están invadiendo la vida doméstica; los logros de la ingeniería química; los desarrollos en
la aeronáutica y la aventura espacial, incluida la estación espacial internacional o las
sondas enviadas a los confines del sistema solar; los cultivos que han propiciado la
revolución verde; los productos de la ingeniería genética; las revoluciones energéticas,
tanto la nuclear como las renovables; el esplendoroso auge de las telecomunicaciones, de
la informática y los ordenadores personales, que están ocupando un lugar destacado en
nuestras vidas; la instrumentación de la nueva medicina; los materiales sintéticos; e
internet, entre tantos otros. En la ingeniería posterior a la Segunda Guerra Mundial, los
sistemas de gran dimensión, con electrónica incorporada, adquieren un papel
preponderante frente a las máquinas que caracterizaron la mecanización del siglo XIX y
principios del XX. La integración de la electrónica para el procesamiento de información
dentro de grandes sistemas suministra un rasgo exclusivo a la técnica moderna.
En todas esas aplicaciones han sido decisivos los progresos en microelectrónica (el arte
de incrustar ingentes cantidades de componentes electrónicos de estado sólido en una
pequeña placa de silicio, el elemento más abundante en la corteza terrestre después del
51
oxígeno) por lo que, en lo que sigue, se va a dedicar algún espacio a esta rama de la
electrónica, en cuyo desarrollo se repiten las pautas que se han bosquejado en páginas
anteriores, aunque adaptadas a las cambiantes circunstancias.
Esa labor, sin embargo, no iba a ser tan sencilla como había ocurrido en el caso de las
válvulas. Así, la exploración para lograr el análogo al triodo con semiconductores partió
con un enorme grado de incertidumbre respecto a cuál sería la manera de conseguirlo. Por
ello, en la génesis del transistor desempeñó un papel determinante la experimentación con
prototipos, en la que la teoría iba a la zaga de esos ensayos. La primera patente de un
transistor del tipo de efecto de campo (FET) fue registrada por Julius E. Lilienfeld
(1882-1963) en los años veinte, pero sobre este dispositivo no hay noticia de que llegara a
ser fabricado, aunque sí se tenía conocimiento de su patente entre los investigadores que
trabajaban con semiconductores. Además, se carecía de una explicación de su
funcionamiento, al no disponerse todavía de la mecánica cuántica. La aplicación de esta
nueva mecánica a la comprensión de la física del estado sólido, especialmente del
movimiento de electrones y huecos, y de las bandas de energía en los metales, permitió
disponer de una explicación teórica del comportamiento de aislantes y semiconductores.
52
(1910-1989), quien, aunque físico de formación, tenía el doctorado por el MIT y desde
1936 trabajaba en aquellos laboratorios, que eran laboratorios de investigación en
ingeniería 42 . Conviene notar que la investigación que se llevaba a cabo en los
Laboratorios Bell —como en otros centros de investigación técnica tras la Segunda
Guerra Mundial— no era monolítica, sino que comprendía dos culturas ingenieriles: la de
la mayoría de ingenieros, como el mismo Black, el del amplificador electrónico
realimentado, cuyo interés residía en proyectar circuitos electrónicos y hacerlos funcionar
correctamente de acuerdo con objetivos predeterminados; y la de los ingenieros con un
alto nivel de ciencia, interesados por las cuestiones fundamentales y que colaboraban
estrechamente con científicos.
El grupo liderado por Shockley, que se asocia a la segunda cultura de las dos anteriores,
acometió una minuciosa exploración de las propiedades del silicio y del germanio de la
que resultaría el transistor (transfer resistor). Así, en los Laboratorios Bell se inició un
largo proceso de búsqueda de dispositivos basados en semiconductores con los que
emular los diodos y en especial los triodos de la electrónica de válvulas. En 1947, John
Bardeen (1908-1991) y Walter Brattain (1902-1987), miembros del grupo, obtuvieron el
primer transistor de germanio, un pequeño dispositivo encapsulado de punta de contacto
similar, pero más estable y pequeño, al detector de galena. Así Bardeen y Brattain
obtuvieron experimentalmente el primer transistor metálico de punta de contacto, que era
capaz de amplificar. En estas continuas experimentaciones, al intentar construir un
dispositivo de efecto de campo (FET), sucedió que el metal contaminó accidentalmente al
semiconductor y se creó una unión pn imprevista dando origen a lo que sería el transistor
bipolar. Posteriormente Shockley llevó a cabo un análisis teórico de las uniones pn, con
cuyo concurso se desarrolló un transistor de unión bipolar que fue realizado por John
Shive (1913-1984). En junio de 1948 se hizo público el primer transistor de este tipo.
Así, se patentó en los Bell un pequeño transistor semiconductor por la terna formada por
Bardeen, Brattain y el propio Shockley, a los que se otorgó conjuntamente el Premio
Nobel en 1956 por ese logro (Bardeen ha sido el único ganador del Premio Nobel de
Física en dos ocasiones, la segunda por la teoría estándar de la superconductividad). Sin
embargo, la historia no es tan simple y el papel jugado por los tres protagonistas requiere
muchas precisiones, que ocuparían más espacio del disponible aquí.
Por otra parte, una cosa era inventar el transistor y otra muy diferente fabricarlo a gran
escala de manera fiable, robusta y productiva. Aunque en su génesis participasen físicos,
42
En España, en la actualidad, se está dando también el fenómeno de que licenciados en las facultades de
ciencias realizan su doctorado en escuelas de ingenieros. Estos doctores normalmente se asimilan
perfectamente con los ingenieros, al menos con los investigadores. En este sentido, es frecuente encontrar a
físicos que afirman que trabajan como ingenieros.
53
después ya fue cosa de ingenieros o de quienes hacían sus mismas funciones. Los
primeros transistores de laboratorio tenían un funcionamiento irregular y su velocidad era
muy baja; además, los prototipos de laboratorio tenían una corta vida media y en su
manufactura solo se conseguía un pequeño porcentaje de éxitos. Es la diferencia que
media entre el laboratorio de investigación y las factorías de producción industrial. En
efecto, la ruta desde el primer modelo de demostración de un nuevo invento hasta un
producto fiable, susceptible de ser fabricado en masa de forma económica y robusta, es
ardua y larga. Fueron los ingenieros los que resolvieron esos problemas, convirtiendo el
transistor en un componente electrónico eficaz y de bajo coste, susceptible de un lucrativo
rendimiento económico.
De hecho, el propio Shockley afirmó que quería ver su nombre en el Wall Street Journal
y no solo en la Physical Review y, en consecuencia, en 1955 abandonó los Bell alegando
que deseaba ganar un millón de dólares, y creó una empresa para explotar los transistores,
con la que alcanzaron ciertos éxitos tanto él como sus colaboradores, además de impulsar
el Silicon Valley. Para ello adoptó un papel que recuerda al convencional de un ingeniero,
o al menos al de un inventor y empresario (como lo fuera Edison en su tiempo)
comprometido con el desarrollo de un invento hasta culminar en un producto para el
mercado. Shockley, personaje muy controvertido por otra parte, adoptó a lo largo de su
vida un papel que no se parecía al que hasta entonces se había considerado como propio
de un científico. Se convertía así en un precursor de lo que iba a suceder a fin de siglo y
que se comentará más adelante, al final de la segunda parte de este libro.
Con el fulgor de la microelectrónica surgió el Silicon Valley en torno a la Universidad de
Stanford en California. Allí proliferaron empresas cuyas innovaciones impulsaron la
revolución digital. Estas empresas fueron impulsadas por inventores-empresarios que a
partir de una determinada idea innovadora la maduraban hasta culminar en un producto
comercial. La cultura productiva del Silicon Valley se encuentra en el epicentro de una
revolución promovida por una forma peculiar de entender la labor empresarial dotándola
de gran dinamismo y de una peculiar informalidad.
Conviene recordar que los transistores intentan remedar a los triodos al disponer de tres
terminales que realizan funciones análogas a las del ánodo, la rejilla y el cátodo en las
válvulas termoiónicas. Con ellos se obtienen las mismas funciones básicas, mediante
circuitos equivalentes, que ya se habían conseguido con las válvulas que, como se
recordará, son rectificar, amplificar y modular, además de las propiamente digitales. En
relación con las válvulas, los transistores tienen una vida útil mucho más larga, una
respuesta más rápida, un escaso consumo energético (con la consiguiente menor
disipación de energía) y un tamaño mucho más pequeño, por lo que rápidamente
desplazaron a las válvulas y se convirtieron en los componentes habituales de los aparatos
de radio y televisión, los teléfonos, los ordenadores y los múltiples artilugios electrónicos
que componen nuestro entorno doméstico, en la electrónica de consumo, cuya difusión ha
tenido una considerable incidencia en la existencia de una gran mayoría de los seres
humanos, hasta el extremo de que el transistor es uno de los inventos con mayor
repercusión del siglo pasado —en el que hay tantos candidatos a esa distinción.
Aunque los transistores hacen su aparición para sustituir a las válvulas electrónicas, su
impacto no se limitó a reemplazarlas, sino que permitió fabricar productos que no serían
viables sin ellos. En particular, su desarrollo espectacular tuvo lugar cuando se
resolvieron problemas de integración inabordables con las válvulas. En efecto, los
circuitos integrados, el paso posterior que propiciaron los transistores y el nuevo hito en
la revolución de la electrónica están formados por semiconductores y componentes
54
pasivos integrados en una única pastilla y diseñados de acuerdo con objetivos bien
definidos, que dan lugar a componentes básicos tan versátiles como el amplificador
operacional integrado y, sobre todo, el microprocesador que ensambló, en 1971, Marcian
Hoff (1937-), un ingeniero de Intel Corporation. Se trata de un dispositivo mucho más
complejo que un circuito integrado convencional y que incluye centenares de miles de
componentes dedicados a la lógica, al cálculo y al control, con lo que resulta ser una
computadora en un chip.
Jack Kilby (1923-2005) ha sido uno de los contados ingenieros que han conseguido el
premio Nobel, que le fue otorgado en el año 2000 precisamente por haber concebido y
construido el primer circuito integrado. El precursor que intuyó la posibilidad de un
circuito de esta naturaleza fue el ingeniero británico Geoffrey W. A. Dummer
(1909-2002), quien no pudo llevarlo a la práctica por falta de recursos. Tanto a Kilby
como a Robert Noyce (1927-1990) se les considera los creadores del circuito electrónico
integrado. Ambos lo idearon y construyeron de manera independiente, adelantándose el
primero unos meses. Kilby lo sintetizó trabajando en Texas Instruments y Noyce en
Fairchild Semiconductor. El concepto básico es que todos los componentes de un
circuito, y no solamente los transistores, se podían construir en silicio o en germanio.
Hasta entonces nadie había hecho condensadores y resistencias sobre un sustrato de
semiconductor; pero ambos lo lograron y llegaron a la conclusión de que, puesto que
todos los componentes podían fabricarse en el mismo material, el circuito completo
podría confeccionarse en un único chip monolítico. Esa fue la gran idea.
Resulta pertinente traer aquí la pequeña historia del montaje, por parte de Kilby, del
primer circuito integrado. Siendo un joven ingeniero carente de experiencia fue
contratado por Texas Instruments, a mediados de 1958. Ese verano no tenía derecho a
vacaciones, por lo que se quedó trabajando sin ninguna supervisión. Se le había
encomendado estudiar uno de los mayores problemas que tenía la electrónica en aquellos
tiempos: la complejidad de la interconexión aumentaba con el número de componentes en
los circuitos electrónicos usuales para la época. En septiembre del mismo año logró
mostrar el correcto funcionamiento de un oscilador con todos sus componentes
integrados en un único sustrato de germanio, incluidas las conexiones. Ésta es una
ilustración patente de la actitud del ingeniero ante un problema determinado, que es capaz
de resolver ideando un cambio radical en la forma de abordarlo, junto con imaginativos
tanteos experimentales para resolver cada dificultad concreta, depurados, en su caso, por
oportunos tratamientos teóricos. El caso del circuito integrado es un claro contraejemplo
del llamado modelo lineal, de moda durante aquellos años, que presupone que la
ingeniería moderna deriva necesariamente de la ciencia, y sobre el que se volverá en el
capítulo VIII.
Por otra parte, Noyce es una muestra de alguien cuyo título universitario es el de físico,
pero cuyo primer puesto de trabajo fue de ingeniero investigador y cuya fecunda labor
profesional es indistinguible de la de un ingeniero. De hecho, siempre estuvo rodeado de
ingenieros a los que, eso sí, exigía que tuvieran el doctorado. Es otro claro ejemplo de
alguien que no habiendo estudiado para ingeniero, se comporta como tal, poniendo de
manifiesto que la formación inicial no es determinante de las actividades que se llevan a
cabo a lo largo de la vida profesional; pues la ingeniería es algo más que un título
universitario, como lo es también la ciencia, por su parte.
43
Un relato periodístico de cierta calidad e interés lo encontramos en «Dos jóvenes que fueron al Oeste»,
Tom Wolfe, El periodismo canalla y otros artículos, Ediciones B, 2002.
56
en torno a la cual floreció una nueva disciplina, la informática, basada en cuestiones como
los compiladores o los sistemas operativos: en general el interminable mundo del
software, que se desarrolló para hacer cómodo, fecundo y eficaz el uso de esa compleja
máquina, una vez que ya existía. En un principio el software fue considerado como algo
periférico al computador, al que se consideraba esencialmente una máquina electrónica,
aunque pronto se convirtió en el ingrediente esencial y autónomo de la naciente
disciplina.
Así pues, con el advenimiento de las máquinas que procesan información, el siglo XX ha
hecho tambalearse las pretensiones simplificadoras de reducirlo todo a materia y energía,
al incorporar un nuevo concepto primitivo en la imagen científica del mundo: la
información, que está llamada a desempeñar un papel creciente en el siglo que estamos
empezando, incluso en la ciencia básica, como sucede en la biología —nos parecemos a
nuestros progenitores porque el ADN de nuestras células contiene la información del
código genético––; y aunque encontraba difícil acomodo en la física tradicional, en la que
57
estaba confinada al entorno de la entropía, ahora parece rebrotar en el mundo cuántico,
con el concepto de entrelazamiento. Esta nueva primitiva tiene un carácter inmaterial y
aunque cabalga sobre un sustrato físico es independiente de él: puede hacerlo sobre
diferentes soportes, bien sean señales eléctricas, posiciones mecánicas o incluso
mensajeros químicos. La información no es materia, es forma; no está hecha de átomos
(de los que los físicos han pretendido que estaba formado todo), está formada por
unidades de información (bits), que no son partículas físicas; involucra procesos
semejantes a los cognitivos, no transformaciones materiales. Consumimos información
tanto en nuestro trabajo profesional como en nuestra vida cotidiana, de maneras muy
variadas: informes, cálculos, libros, medios audiovisuales… Aunque siempre hemos
utilizado información, en nuestros días se está produciendo un cambio radical en ese
contexto. Gracias a la revolución digital, la mayor parte de nosotros trabaja —interviene
en el mundo— más con la mente que con las manos. El concepto de información,
originado en el ámbito de la ingeniería, ha entrado a formar parte imprescindible de la
imagen científica del mundo.
En nuestros días está madurando una nueva rama de la informática a la que se denomina
inteligencia artificial y que trata de diseñar algoritmos que una vez programados en las
máquinas informáticas hagan que estas emulen algunos aspectos del comportamiento
inteligente. Esta disciplina se desarrolla en torno al hecho de que algunas de esas
máquinas son capaces de hacer cosas para las que diríamos que hace falta tener
inteligencia para hacerlas, como ganar partidas al ajedrez o conducir coches. Se han
desarrollado diferentes formas de abordar este asunto. En un principio, se programaban
en la máquina las reglas con las que se actúa en un determinado ámbito, por ejemplo, en el
diagnóstico médico. En su tiempo estos programas se denominaron «sistemas expertos»,
ya que pretendían incorporar los conocimientos de los especialistas en un cierto dominio.
Pero, posteriormente se ha comprobado que resulta más eficaz, en lugar de incorporar a la
máquina las reglas de comportamiento en cierto ámbito de la experiencia, reunir ingentes
cantidades de datos (big data) de ese campo para que sea la propia máquina la que
extraiga de ellos esas reglas. Esta forma de acometer el problema se beneficia de técnicas
computacionales basadas en las redes neuronales artificiales. Estas redes se organizan en
capas que corresponden a niveles progresivos de abstracción en los datos que analizan.
Con ellas que se han conseguido éxitos considerables en el proceso de aprendizaje de las
máquinas (deep learning).
En esos casos el problema es más de software que de hardware. Sin embargo, los
58
progresos realizados en este último son también relevantes. En este sentido, cabe resaltar
la compactación electrónica que permiten los circuitos integrados. La posibilidad de
comprimir enormes cantidades de componentes electrónicos en un volumen cada vez
menor, permite vislumbrar la emergencia de máquinas computadoras a su vez más
pequeñas y con mayor capacidad de cálculo y memoria. Una muestra de lo anterior se
tiene en la conocida como Ley de Moore —que no es ninguna ley en el sentido
convencional que tiene este término en ciencia––, enunciada por Gordon Moore (1929-)
en 1965, según la cual cada cierto período (que varía entre uno y dos años) se produce una
duplicación de la integración de los circuitos electrónicos, y de las correspondientes
velocidad y capacidad de cálculo.
Esta «ley» es en realidad una regla heurística que afecta a diferentes perfeccionamientos
en el mundo digital. Se enunció inicialmente para 10 años, aunque posteriormente se ha
ido reformulando, y parecía que estaba destinada a tener una cota por los problemas que,
según la física, encontraría la integración a partir de un cierto umbral de proximidad entre
los átomos 44 . Sin embargo, se está logrando sortear esa frontera y continuar la
compactación de los componentes, entre otras formas disponiéndolos en varias capas
situadas una encima de otra, en lugar de una sola, con lo que se abren nuevas
posibilidades de continuar con el proceso de reducción del volumen. Por otra parte, el
establecimiento de redes de computadoras permite también obtener unas enormes
capacidades de cálculo en paralelo con la miniaturización.
En otros medios se estima que eso es una quimera, porque no parece razonable que una
máquina pueda llegar a reproducir la mente humana —algo como pretender que las
máquinas que elevan pesos reproduzcan los músculos (el bíceps, por ejemplo). En
realidad, la predicción del punto de singularidad está siendo muy cuestionada,
especialmente por su significado profundo, ya que presupone un consenso sobre qué es la
inteligencia del que hoy no se dispone, y que es precisamente lo que deberían emular las
máquinas. Por tanto, no se trata de duplicar la mente humana, sino solo, lo que no es poco,
de que las máquinas resuelvan determinados problemas ejerciendo una función que
tildaríamos de mental.
En todo caso, la inteligencia artificial está alcanzado gran difusión y es indudable que,
con independencia de esa denominación excesiva, en ese dominio se están produciendo
progresos esplendorosos: los sistemas de reconocimiento de voz; la conducción
autónoma de automóviles; el reconocimiento facial en una multitud; los robots
quirúrgicos formados por brazos articulados que permiten una cirugía mínimamente
invasiva, reduciendo al mínimo el tamaño de las incisiones; el comportamiento autónomo
de los rover que investigan otros planetas; las computadoras que ganan campeonatos de
ajedrez y otros concursos, como las máquinas Watson, supercomputadoras desarrolladas
44
Véase E. Brynjolsson y A. McAfee, The Second Machine Age, p. 48.
59
por IBM, sobre las que volveremos un poco más abajo. Recientemente, en marzo de
2016, la computadora Google DeepMind AlphaGo ha batido al surcoreano Lee Sedol
(1983-), uno de los mejores jugadores del mundo de Go —el milenario juego chino
famoso por su complejidad estratégica. En algunos de estos adelantos se puede dar
además la confluencia de la informática con otra rama de la ingeniería de brillante futuro:
la robótica. Pero, en todos los casos mencionados, es patente que las máquinas creadas
hasta ahora son inteligentes en un sentido limitado; ejecutan solo las tareas concretas que
han suministrado los datos relativos a esas tareas —por eso se está tan lejos de que se
pueda sustituir al ser humano en tareas de alta política, en las que hay que afrontar
situaciones presididas por la novedad y de las que se carece de datos representativos de
circunstancias análogas. De modo que aunque se consiga una inteligencia artificial
específica, limitada a aplicaciones concretas, no es concebible, de momento, una
inteligencia artificial de carácter general (esta es una de las cuestiones con las que más se
cuestiona el pretendido punto de singularidad). Las máquinas no poseen la capacidad,
propia de los humanos, de pasar de la resolución de un problema preciso a otro
completamente distinto. Una máquina (un programa) capaz de jugar al ajedrez a nivel de
gran maestro es incapaz de jugar a las damas, pese a tratarse de un juego mucho más
sencillo.
El publicitado peligro de que las máquinas lleguen a dominar a los hombres hay que
tomarlo con muchas reservas. Precisamente es en el ámbito de la inteligencia artificial
donde ese peligro pudiera hacerse más patente. En efecto, después de que Garry Kaspárov
(1963-) perdiese frente a Deep Blue, en 1997, se empezó a propagar una ola de recelo ante
el poder que podrían llegar a tener las computadoras. El propio Stephen Hawking (como
en su día Stanley Kubrick y Arthur Clarke, los creadores de la computadora HAL en la
película 2001: Una odisea del espacio, que se rebela contra los humanos) ha expresado su
temor de que la inteligencia artificial alcance un punto de no retorno por el que las
máquinas tomen las riendas de su propia evolución45. ¿Se producirá una explosión de
inteligencia cuando esas máquinas sean capaces de mejorarse ellas mismas cada vez más?
Pero, sin llegar a esos extremos, es notable que cuando le preguntaron al campeón y
maestro de ajedrez holandés Ja Hein Donner (1927-1988) cómo prepararse para un
encuentro con una de ellas respondió: «Llevando un martillo». Parecía que los humanos
no volverían a tener nada que hacer en el juego del ajedrez. Sin embargo, el invento del
«estilo libre» (freestyle) en los torneos de ajedrez, en el que los equipos enfrentados están
formados conjuntamente por humanos y máquinas, puso en entredicho esa afirmación.
Como el propio Kaspárov afirmó a raíz de los resultados de un enfrentamiento de estilo
libre en 2005: «La combinación de la dirección estratégica por parte de los humanos con
la agilidad táctica de una computadora era abrumadora» 46 . Aunque las cuestiones
estratégicas empiezan a ser abordadas por los programas informáticos (por ejemplo, en
determinados juegos).
Entre tanto, el núcleo del asunto se encuentra en que las personas y las máquinas
computadoras poseen distintas aptitudes. Las computadoras destacan por su velocidad de
45
Stephen Hawking et ali., «Transcendence looks at the implications of artificial intelligence - but are we
taking AI seriously enough?», The Independent, Vol. 2014, No. 05-01, 1 May 2014.
46
Garry Kaspárov, «The Chess Master and the Computer», New York Review of Books, 11 febrero, 2010.
60
cálculo, mientras que los humanos —y en general los seres vivos, como los recurridos
ratones de laboratorio— lo hacen por la mayor complejidad, plasticidad, versatilidad y
sutileza de sus cualidades para el procesamiento de la información, por lo que resultan
indispensables en todo proceso de decisión, especialmente cuando están involucradas
decisiones de alto riesgo. Las máquinas pueden aprender cómo mimetizar la habilidad
humana de jugar al ajedrez; pero los humanos pueden aportar estrategias al más alto nivel
cuando coordinan su actividad con las máquinas, en lugar de jugar contra ellas. Lo que
sucede es que las máquinas incrementan progresivamente las habilidades humanas en
lugar de sustituirlas.
En fin, no tiene sentido plantear si estas máquinas, tal como las conocemos hoy, pueden
llegar a tener conciencia de su existencia. De momento no son capaces de responder a
preguntas del tipo: ¿sabes lo que estás haciendo? En este sentido, son interesantes las
reflexiones del físico Roger Penrose47, quien defiende que el software actual, y por tanto
las computadoras, tiene los mismos límites que las máquinas de Turing. Según ese autor
la conciencia necesitaría elementos no computables, que no se pueden lograr con los
47
Roger Penrose, Las sombras de la mente.
61
componentes electrónicos de los que actualmente se dispone.
La inteligencia artificial ha sido terreno abonado para disquisiciones literarias. Entre ellas
se encuentran las del científico y escritor de ciencia ficción Stanislaw Lem (1921-2006),
autor de una Historia de la literatura bítica48 en la que hacía irónicas predicciones para
finales de los años ochenta del siglo XX (sic), fantaseando con la decimoquinta «binastía»
de ordenadores parlantes, según su peculiar denominación. Sugería también que habría
que dar a las máquinas unos períodos de reposo en los que éstas, sin estar sometidas a
acciones programadas, pudieran desenvolverse de forma errática para permitir regenerar
su propia capacidad. En esta misma obra escribe (p. 74):
Sería absurdo […] empezar el análisis de una obra diagnosticando que el autor de Tristán
e Isolda o de la Canción de Rolando fuese un organismo multicelular, perteneciente al
subtipo de vertebrados terrestres, mamífero vivíparo, pulmonar, plaquetario, etcétera. En
cambio, el asunto ya no es el mismo si precisamos que el autor de Anticanto, ILLIAC
164, es un ordenador de binastia 19, semotopológico, paraleloserial, electrónico,
inicialmente políglota, con un potencial interelectrónico que alcanza 10 10 epsilon-semos
por 1 milímetro de espacio configurativo n-dimensional de canales utilizables, con
memoria enalienada en red y con una monolengua de procesos interiores de tipo
UNILING.
En todo caso, la inteligencia artificial está viviendo una época dorada, repleta de enormes
promesas y ocupa un lugar destacado en las innovaciones técnicas que conforman
nuestras vidas. Con su concurso, las máquinas informáticas están estableciendo una
fecunda relación simbiótica, intensa e íntima con el hombre, que abre posibilidades
renovadas al mundo artificial, protagonizando una de sus últimas fronteras.
En fin, en la primera parte de este libro, que ahora concluye, se han visto casos concretos
de cómo se origina la ingeniería al producirse las formas más elaboradas y complejas de
la técnica para tratar de resolver problemas específicos en distintos ámbitos de la
actividad humana. Al mismo tiempo se ha puesto de manifiesto cómo presenta rasgos
específicos que sustentan su singularidad y autonomía. Estos rasgos, que permiten
identificarla, se van a analizar en la segunda parte.
48
Stanislaw Lem, Magnitud imaginaria.
62
Segunda parte
En busca de la identidad
63
Capítulo V.- La técnica y la civilización
Entre lo natural y lo artificial
Con lo visto en la primera parte del libro estamos ya en disposición de abordar cuestiones
transversales, menos ligadas a casos concretos, como se hizo allí, que afecten a las
distintas ramas de la ingeniería. Con esa transversalidad emerge lo que ésta pueda tener
de común y unitario. Es lo que se va a hacer ahora, en la segunda parte, empezando, en
este capítulo, por recordar el íntimo y profundo vínculo entre la técnica y la civilización,
para así sentar las bases de la indagación que se desarrollará en los siguientes.
En el mundo civilizado, en casi todo lo que nos rodea se encuentran huellas de alguna
intervención técnica llevada a cabo por alguien a partir de una idea que ha presidido esa
actuación y que está inspirada en un designio, lo que acaba por traducirse en un producto
artificial. Nos topamos con estas huellas no solo en los entornos doméstico y urbano más
inmediatos, donde todo lo que se ve, incluidos los verdes jardines y los parques, son
artificiales, sino también, en una casa de campo, al asomarnos por una ventana veremos
tierras cultivadas, plantaciones, bosques repoblados, también resultado de la labor
humana. Si miramos a nuestro alrededor prácticamente la totalidad de lo que alcanza la
vista revela algún rastro de nuestra intervención. Con ella se ha erigido el mundo
artificial, consecuencia de la acumulación de actuaciones técnicas.
Algunos autores literarios han tratado de imaginar un mundo en el que se prescinda por
completo de los logros de la técnica y de la ingeniería, pero al hacerlo nunca han sido
consecuentes hasta el final. Por ejemplo, Samuel Butler 49 no prescindió de alimentos,
edificios, vestidos, utensilios de cocina y un largo etcétera. A lo sumo, proscribió de su
mundo ficticio las sucias, grasientas y ruidosas máquinas producto de la Revolución
Industrial —posiblemente hubiese excluido también las pulcras máquinas de la era
digital. Al proceder así ha dejado una brecha en la consistencia de su planteamiento. La
conclusión, tras lo fallido del intento, es que la vida de los humanos, desde los inicios de
la humanidad hasta nuestros días, no es concebible sin el concurso de la técnica, que se
alza como uno de los pilares básicos de la civilización, a la que ha contribuido con la
construcción y expansión del mundo artificial o humanizado —hecho por y para el
hombre––, el cual se ha convertido en una segunda naturaleza para nosotros —la
sobrenaturaleza de la que hablaba Ortega— y en el que nuestra vida se desenvuelve de
una forma progresivamente más confortable y longeva —al menos hasta la actualidad.
Renunciar a los problemas inherentes a ese mundo nos impediría sobrevivir tal como hoy
entendemos la vida.
64
mediante la proliferación de artificios que surgen como soluciones a cuestiones prácticas
o son simples objetos que materializan el poder de quien los detenta. Se pone así de
manifiesto una capacidad desconocida en el mundo animal mediante la cual, como se ha
resaltado tantas veces, la propia adaptación del ser humano al entorno se hace mediante
una alteración de ese medio para adaptarlo a sí mismo, al menos hasta cierto punto, al
contrario de lo que sucede con el resto de las especies naturales, que son las que se tienen
que adaptar al medio. La evolución humana es el largo proceso por el que las sociedades
humanas han creado un entorno que atenúa las inconveniencias del natural.
Desde los albores de la civilización, el conjunto de las plantas y animales que están en la
base de nuestra alimentación son producto de la selección artificial inducida por
agricultores y ganaderos. Ninguna de estas variedades es natural, en el sentido de haberse
generado espontáneamente en el mundo natural y de persistir sin el ineludible y laborioso
celo de los granjeros. Así pues, nuestra alimentación está basada en productos que son
resultado de una selección artificial por la que están sobreviviendo aquellas especies más
productivas para la nuestra y no aquellas mejor adaptadas para perpetuarse en el mundo
natural, como había sucedido a lo largo de toda la evolución biológica.
Utilidad y curiosidad
Desde sus orígenes el hombre ha demostrado estar especialmente capacitado para
detectar las pautas cíclicas que se dan en el comportamiento de la naturaleza. Una de las
cualidades de la inteligencia humana es precisamente su facultad para reconocer
uniformidades en los fenómenos que ocurren en el mundo. De este modo, ha encontrado
relaciones permanentes y repetibles que subyacen al incesante y aparentemente azaroso
flujo de los fenómenos. Esas relaciones muestran comportamientos regulares y, por tanto,
previsibles, lo que permite beneficiarse astutamente de ciertos rasgos reproducibles en el
funcionamiento del mundo natural, de los que se puede sacar partido para actuar sobre él
y obtener algún beneficio, e incluso mitigar sus inclemencias. Entre las primeras
regularidades que se descubrieron, y que tuvieron gran importancia en la evolución
posterior del hombre, destacan las asociadas con los ciclos periódicos de la naturaleza,
tanto en el itinerario de los astros, como en los cursos vitales de las plantas y los animales,
a partir de los cuales se pudo organizar la agricultura y la caza migratoria. Asimismo,
observando la altura del sol se podía estimar cuánto faltaba para que llegara la noche. Se
aprendió que con el día más largo del año se iniciaba una época cálida; y también se
comprobó la posibilidad de predecir las fechas más adecuadas para la siembra y la
cosecha. De hecho, en el mundo arcaico el cielo sirvió como brújula, reloj y calendario.
Estos conocimientos acabaron incorporándose al patrimonio común de la humanidad.
50
Fernando Savater, Las preguntas de la vida, cap. 7.
65
Además, y en paralelo con el aprovechamiento de esos ciclos, nuestros antepasados
empezaron a hacer cosas que previamente no existían, como lascas, anzuelos, flechas,
lanzas… De este modo, se dotaron de artificios con los que desencadenaron el imparable
proceso que les iba a llevar a ser la especie dominante sobre la Tierra.
Por otra parte, a partir de cierto momento, mucho después de los escarceos primitivos
inspirados en la búsqueda de lo útil, el hombre pretende que de las regularidades
detectadas se desprenda un conocimiento con el que saciar la curiosidad que suscita la
asombrosa variedad de fenómenos que conforman el mundo natural, aunque de ese
conocimiento no se obtenga ningún beneficio, como no sea el gozar de saber: surge
entonces el portentoso mundo de la ciencia. Conocer por qué el cielo es azul o por qué en
el centro de nuestra galaxia existe un agujero negro no parece aportar un especial
beneficio directo para nuestra especie —en todo caso sería indirecto. Una de las primeras
manifestaciones de ese saber es la astronomía, que nació a partir de la fascinación que
provoca la sobrecogedora observación nocturna del firmamento —aunque esta rama de la
ciencia no era ajena, en sus orígenes, a pretensiones no tan magnánimas, como son las
asociadas con la astrología, la cual llegó a alimentar, en sus fases más arcaicas, al oráculo
más que a la ciencia; sin olvidar que, al mismo tiempo, contribuyó decisivamente a las
artes de la navegación.
No está claro cuándo se establece una clara diferencia entre ciencia y técnica. Pero, ya en
el mundo griego, el propio Aristóteles en su Ética a Nicómaco delimita de forma diáfana
la dicotomía entre estas dos formas fundamentales de quehacer humano: «el carpintero y
el geómetra buscan de distinta manera el ángulo recto: el uno en la medida que es útil para
su obra; el otro busca qué es y qué propiedades tiene, pues es contemplador de la
verdad»51. Desde entonces los ingenieros han hecho causa común con el carpintero;
mientras que los científicos, y también los filósofos, la han hecho con el geómetra.
De este modo, la doble especialización del conocimiento del mundo natural ha producido
dos modos de actividad característicos de nuestra especie: la técnica y la ciencia,
definidos por dos conceptos filosóficos asimétricos: tékhnē (arte) y epistḗmē (saber).
Aquí nos interesa sobre todo la primera aunque, por razones que ya se han puesto de
manifiesto en capítulos anteriores, tendremos que ocuparnos también de la segunda.
Estos dos modos de actividad han adquirido, a lo largo de los tiempos, una creciente
especialización y autonomía relativa, que los diferencia claramente entre sí —aunque, sin
embargo, hay quienes niegan este extremo, como sucede con los partidarios del término
tecnociencia (más adelante, en este mismo capítulo, volveremos sobre él). Si hay que
trazar una divisoria neta entre una y otra, se puede decir que la técnica busca lo útil, de
forma prioritaria, mientras que la ciencia persigue la satisfacción de la curiosidad,
alcanzar una rigurosa explicación de los fenómenos que suceden en el mundo. De
acuerdo con ello, el contraste entre técnica y ciencia se reduciría al correspondiente entre
utilidad52 y curiosidad. Es claro que esta reducción es excesivamente simplista, pues
tanto la técnica como la ciencia son fenómenos demasiado complejos para ser
caracterizados con ayuda de un solo término —ay, la ineludible simplificación, sea en un
51
Aristóteles, Ética a Nicómaco, versión de M. Araujo y J. Marías, Universidad de Valencia, 1993, 1098a,
p. 34.
52
El concepto de utilidad que aquí se emplea es diferente al que usan los economistas, por ejemplo, en la
teoría del consumo neoclásica cuando hablan de la función de utilidad. En este libro tiene un sentido más
laxo.
66
mapa, una ecuación o un concepto, pero que nos resulta indispensable para
desenvolvernos intelectualmente en el mundo. Pero, así y todo, esa simplificación acaba
siendo fecunda, grosso modo, para la exposición que aquí se está haciendo. En el próximo
capítulo se elaborará con más detalle esta disyuntiva.
La ciencia está basada en la estructuración del conocimiento del mundo natural, obtenido
con una peculiar mezcla de experimentación y razonamiento. Una recompensa por
comprender las cosas es adquirir la capacidad de predecir su comportamiento, lo que
facilita su manipulación. Asimismo, se alcanza un singular deleite intelectual cuando se
logra saber sobre los fenómenos que se producen en el mundo y se consigue explicarlos.
Cuando eso sucede por primera vez, se dice que se ha obtenido la primicia de un
descubrimiento en ciencia: lo que es uno de los grandes premios a los que aspiran los
científicos de todos los tiempos que, cuando lo consiguen, les produce una comprensible
euforia. Una vez realizado un descubrimiento de este tipo, se desencadena la decisión de
publicarlo para compartirlo con el resto de la comunidad científica; y para que,
igualmente, pueda ser utilizado por quien le encuentre beneficio práctico.
Saber y hacer son, pues, dos modos diferentes y que resultan complementarios, y
corrientemente simbióticos, por lo que la caracterización del hombre como Homo sapiens
se queda corta. El hombre es también Homo faber, aunque esta última denominación no
haya alcanzado categoría taxonómica. Como ya se ha recordado, los paleontólogos
identifican la aparición del género Homo por la presencia, en el entorno de sus restos
fósiles, de vestigios líticos que son huellas de una actividad como técnico incipiente. Para
encontrar restos que lo acrediten como «sapiente» hay que remontarse solo a unos pocos
milenios atrás, ya en los albores de la civilización, cuando se inventa la escritura (hay
quienes alegarán que antes de esa invención, con el arte rupestre o el ornamental,
determinados artefactos dejan de ser exclusivamente funcionales y persiguen otros fines
que ya no se pueden considerar como estrictamente provechosos, con lo que se apuntan
67
ya rasgos distintivos de sapiens). Por tanto, calificar al hombre solo como sapiens es
insuficiente. De que es faber no hay ninguna duda. Basta con mirar a nuestro alrededor y
comprobar cómo ha intervenido para remodelar su propio entorno, enclaustrándose en el
mundo artificial del que se ha dotado.
Los rescoldos de esa actitud desdeñosa aún se detectan en nuestros días, en los que la
propia ciencia intenta ejercer una tutela intelectual sobre la técnica, por la que esta última
se liberaría del tradicional menosprecio solo a cambio de restringirse a un modo de
actividad tributario de la ciencia: ancilla scientiae, y también hija de la ciencia, se ha
llegado incluso a decir de la técnica. Pero se olvida que las grandes realizaciones
históricas de la técnica, empezando por la puesta a punto del fertilizado y fecundo suelo
agrícola —artificio sin el que la agricultura, ni entonces ni ahora, sería posible––; las
obras públicas de las antiguas civilizaciones; la revolucionaria imprenta; las máquinas
que promovieron la Revolución Industrial; los grandes avances de la ingeniería moderna
como la aviación, la electrónica, la robótica y la informática; las nuevas variedades de
plantas que están atajando el hambre en el mundo; así como tantas otras maravillas de la
ingeniería no han sido, en su génesis, aplicación directa de la ciencia establecida cuando
se llevaron a cabo. Esas realizaciones son el resultado de una forma de proceder que se
remonta a los orígenes de la civilización, en la que las facultades dominantes han sido la
imaginación y la capacidad de innovación en la búsqueda de lo útil, con el explícito e
ineludible concurso de la razón.
68
La técnica, la hominización y la humanización
De acuerdo con lo que se está exponiendo, la técnica es uno de los modos de actividad
definitorios de la especie humana, en cuya evolución destaca, juntamente con el poderoso
cerebro —capaz de recordar el pasado e imaginar el futuro, y de construir un mundo
simbólico concordante con el real––, el papel jugado por la mano, con los dedos prensiles
y la muñeca articulada. Basta comparar la mano con otros órganos de animales como los
dientes, las patas, el pico o los cuernos para percibir las extraordinarias posibilidades para
las que faculta al que está dotado de ella. Por otra parte, lo que hacen los animales se
reduce a aquello genéticamente determinado por su especie, que es compartido por todos
sus congéneres y que normalmente no sobrelleva ninguna invención individual. Es un
modo de comportamiento que no se enriquece con aportaciones de sus ejecutores (así, los
habilidosos nidos de los pájaros son siempre iguales para cada especie —al menos eso
nos parece un); mientras que el ser humano es radicalmente un animal innovador que
reforma de continuo el mundo con el que se encuentra, sea el natural o el artificial.
Mediante la mano se puede tanto forjar herramientas como manejarlas. El hombre no solo
elige las herramientas que usa, sino que las construye tras discurrir sobre ellas, después de
ejercitar su razón respecto a su forma y su función; lo que determina que cada una de ellas
sea el producto de una reflexión, aunque se inspire en utensilios llevados a cabo por otros.
Por consiguiente, la técnica humana va mucho más lejos que la del resto de los animales,
ya que es personal, voluntaria y dotada de inventiva. El hombre aprende, incorpora
mejoras y acopia experiencia, y de esta forma afina su práctica vital. Con todo ello es
capaz de realizar actos singulares, libres y conscientes, diferentes de la actividad
predominantemente instintiva que llevan a cabo las otras especies animales. Considérese,
por ejemplo, la producción del fuego. Todos los animales pueden ver cómo prende un
matojo seco por un rayo en una tormenta. Pero solo el hombre ha sido capaz de concebir
una técnica para producir, controlar y conservar el fuego; y de este modo ha imaginado un
medio para alcanzar un fin.
Así pues, estamos dotados del privilegio de tener comportamientos que no están
programados genéticamente. Al comportamiento aprendido, modulado por una actividad
creadora, se le suele denominar cultura, y en ella la técnica ocupa un lugar prominente
—si bien esto se olvida con demasiada frecuencia. Con su concurso la especie humana se
va desprendiendo paulatinamente de los vínculos directos con la naturaleza, de la que nos
vamos distanciando con el progreso de la civilización. La actividad técnica confiere al
hombre unas posibilidades que hacen de éste no solamente un ente natural, sino que
además va de suyo que lleve incorporado lo artificial, como ya se ha apuntado hace poco.
Por tanto, el ser humano es un animal para el que hacer técnica es algo inherente a su
naturaleza. Además, mediante la técnica va transformándose a sí mismo al adaptarse al
mundo artificial que va creando. Desde la caza prehistórica, las aptitudes necesarias para
llevarla a cabo han sido seleccionadas por la evolución humana. El modo de estar en el
mundo del hombre es primordialmente el de un usuario de las cosas que lo pueblan, de las
que dispone utilizándolas para fines que él mismo establece, en función de sus
necesidades o de sus apetencias. Lo anterior nos lleva al meollo de la técnica: el hombre
actual lo es en la medida en que ha alterado el mundo natural en su propio beneficio, pues
no hay nada más natural para el ser humano que modificar en su provecho el inhóspito
—aunque a veces bellísimo— mundo de la naturaleza agreste para crear otro más amable:
el artificial. Eso es precisamente lo que define la acción técnica a la que, por ello, cabe
69
considerar la espina dorsal de nuestra civilización53.
La técnica es heredera de un ingente patrimonio del que cabe afirmar, con Fernando
Savater 54 , que: «junto al lenguaje simbólico, la técnica es la capacidad activa más
distintiva de nuestra especie». Refuerza nuestra humanidad cuando nos facilita el
conseguir objetivos que consideramos que forman parte de lo que nos identifica como
humanos. En la medida en que la vida es una lucha contra el ineludible destino, la técnica
se convierte en un arma poderosa al servicio de ese designio.
Ésta aspiraría a ocuparse de lo que se denomina el factor humano, por lo que los que la
cultivan alegan que se ocupan del dominio del pensamiento provisto de auténtica y
profunda dimensión (lo que se entiende por el sentido de la vida) frente al
pretendidamente superficial y huero de la técnica. Sin embargo, el hombre actual es
53
El filósofo de la técnica Friedric Dessauer, en su Discusión sobre la técnica, ve en la generación del
mundo artificial una continuación de la Creación. A lo largo de la historia no han faltado los que han
considerado la técnica como el instrumento instituido por Dios para recuperar el Paraíso perdido. Aunque
también hay quienes, por el contrario, han considerado la alteración del mundo natural como tarea propia
del Diablo, proponiendo una demonización del saber técnico.
54
Fernando Savater, Op. cit., p. 184.
70
incomprensible sin la, en apariencia, minusvalorada técnica. Aunque, al mismo tiempo,
hay que aceptar que una cierta dosis de las facultades críticas y reflexivas que despliegan
los humanistas, al examinar lo que es único y particular, los casos concretos, aporta
también otra forma de abordar el fenómeno de la técnica.
Las actividades técnicas más influyentes poseen una inherente componente de creación
en la que está involucrado el más depurado ingenio humano. Aunque la creatividad es
usual que se restrinja a las bellas artes, los inventores también la reclaman legítimamente
para su proceder —lo mismo que los científicos. Por otra parte, las emociones personales
son imposibles de comparar, pero ¿cabe decir que lo que siente un artista al concluir una
obra personal es de índole superior a lo que experimenta un ingeniero cuando realiza un
artefacto hasta entonces inédito? ¿O la del científico que alcanza la primicia de un
descubrimiento?
Una posible definición extensiva de la técnica del ingeniero es la que comprende tanto los
artefactos tangibles que pueblan el mundo artificial (puentes, aviones, automóviles,
computadoras, transgénicos, satélites, etc.) y los sistemas de los cuales esos artefactos
forman parte (transporte, comunicaciones, producción y distribución de alimentos y
bienes, etc.), así como los profesionales y los conocimientos requeridos para diseñar,
manufacturar, operar y mantener en funcionamiento todos esos artefactos. En
consecuencia, el término artefacto, o sus sinónimos artificio, ingenio, dispositivo,
artilugio u objeto técnico, se emplea aquí con una gran generalidad que incluye a todos
los pobladores del mundo artificial, con los que hemos reconducido y distorsionado el
mundo natural.
Con la técnica no se trata de saber solamente como fabricar artefactos, sino también de su
71
manejo y utilización. Es más bien una actividad que un conjunto de utensilios, aunque
estos sean consustanciales con ella. En un sentido moderno, la técnica comprende la
actuación de ingenieros, inventores, artesanos, mecánicos e incluso científicos que
emplean herramientas, máquinas y conocimiento para crear y explotar el mundo artificial.
Esto distingue las obras técnicas propias del ingeniero de otras que, por tener también un
propósito práctico, podrían confundirse con ellas, como es el caso de los contratos legales
o del dinero. Es claro que cuando se habla de mundo artificial, este no se limita al mundo
material hecho por los ingenieros, sino que de él también forman parte otros artificios
como el lenguaje, las relaciones sociales, la política y tantos otros. Sin embargo, en este
libro cuando se alude al mundo artificial no se consideran explícitamente esos otros
importantes aspectos.
Los artefactos que produce la técnica son el resultado de múltiples tanteos realizados con
anterioridad y que confluyen en el hecho, que tiene mucho de mágico, de la producción
de algo que previamente no existía y que se comporta de acuerdo con los designios de su
creador. La técnica suele mejorar sus productos de forma gradual y progresiva, sin
alcanzar nunca la perfección absoluta. Pero en determinados momentos históricos se
producen cambios drásticos que dan lugar a artefactos en los que ese cambio suave se
desdibuja ante una innovación sustancial que marca la impronta de un nuevo artefacto;
como, por ejemplo, cuando se sustituyeron los motores de hélices en los aviones por
motores de reacción; o se pasó de la electrónica de válvulas a la de transistores, y luego a
la de circuitos integrados. Se produce entonces una radical innovación que permite
concebir dispositivos hasta entonces imposibles de imaginar. Sucede en tal caso lo que se
conoce como una revolución técnica. Sin embargo, a partir de esa discontinuidad el
progreso vuelve a ser gradual. Este modo de mutación recuerda a los equilibrios
puntuados de la evolución biológica.
En efecto, no parece aceptable reivindicar que haya una técnica anterior a la Revolución
Científica, la denominada con algún menosprecio técnica artesanal, de la que se dice que
es meramente empírica (¡como si la ciencia no tuviese también una componente empírica
radical!) y que se hace sin ciencia, sin un conocimiento estructurado, lo que se interpreta
72
como si no se supiese bien lo que se hace; mientras que con posterioridad a esa
revolución, con la aparición de la ciencia moderna, ya se dispondría de un basamento
teórico y sólido para justificar el excesivamente endeble de las artes técnicas
tradicionales, con lo que se produciría un cambio sustancial en la historia de la técnica,
por el que ésta pasaría a estar subordinada al conocimiento científico. Pero, ¿acaso se
puede pensar que los constructores de las admirables obras civiles de la antigüedad, los
sagaces ganaderos y agricultores que mejoraban sus ganaderías y sus cultivos mediante la
selección de los ejemplares o de las semillas más nutritivas o productivas, o los que
concibieron los majestuosos trirremes, no ejercían la razón para hacer lo que hacían?
¿Podemos mantener seriamente que aquellos antepasados no desplegaron un prodigioso
ingenio que en nada desmerece del nuestro? ¿De verdad creemos que lo que hace un
ingeniero en la actualidad, cuando concibe y fabrica un nuevo ingenio, es de naturaleza
superior a lo que hicieron aquellos artesanos? Aparte, claro está, de que en nuestros días,
el ingeniero lo hace con unos medios, de todo tipo, que le conceden mucha ventaja, pero
¿nuestro proceder actual merece una consideración cualitativamente distinta y superior a
la de los que desencadenaron el fascinante proceso de la civilización? La falacia del
argumento se comprende mejor si se proyecta al futuro: ¿qué se dirá del modo como
nosotros hacemos ingeniería dentro de un par de siglos? ¿Se negará la existencia de un
hilo conductor común entre lo que hacen hoy los ingenieros y lo que harán entonces?
Las tecnologías
Cuando se habla de ingeniería resulta inevitable referirse también a las tecnologías.
Según el uso tradicional, y de acuerdo con su etimología, una tecnología es un saber —un
logos, un tratado, un estudio— sobre cierto dominio de la técnica; por ejemplo, se habla
de la tecnología mecánica o de la tecnología electrónica. En este sentido, el sufijo -logía
apunta a saberes en un dominio determinado del quehacer técnico. De hecho, una
tecnología puede entenderse como una colección de métodos o procedimientos para
resolver una clase de problemas técnicos; y también como una indagación racional sobre
esos métodos —normalmente con resultados compatibles con la ciencia que trata de los
fenómenos naturales involucrados en esos procedimientos. El primer sentido es el que
emplea Julio Caro Baroja en su Tecnología popular española; mientras que el segundo se
tiene en denominaciones como las anteriores de tecnología mecánica o tecnología
química, las cuales comprenden el estudio de las actividades técnicas relacionadas con la
mecánica o la química, según el caso. El uso de tecnología adjetivada ha sido habitual
para referirse a las disciplinas del ingeniero, y da nombre a gran número de las
asignaturas normales en las escuelas correspondientes; de donde se desprende el papel
capital de las tecnologías en la formación de esos profesionales. Por tanto, una tecnología
es el conocimiento relativo a un ámbito determinado de la técnica ingenieril, que es el que
suministra el adjetivo correspondiente.
Otra acepción tradicional es la que se emplea cuando se habla, por ejemplo, de tecnología
militar. Se alude entonces a las actividades técnicas que se llevan a cabo en un dominio
determinado, como es el militar. Este uso se relaciona con el de Caro Baroja en su libro
sobre tecnología popular española, que se acaba de recordar. Por extensión, ya en tiempos
recientes, también se habla de una tecnología como del conjunto de procedimientos
técnicos para resolver una cierta clase de problemas. En este uso la adjetivación está
implícita. Esta acepción posee sentido un tanto laxo que, sin embargo, goza de bastante
aceptación. En un libro como éste no se abundará en esa acepción.
Pero, dicho lo anterior, hay que añadir que durante el último tercio del siglo pasado las
voces técnica y tecnología han sufrido una gran distorsión. A principios de ese siglo,
especialmente a partir de los años veinte, el término que adquiere mayor valor y que se
consolida es el de técnica, que es el que se contrapone a ciencia. Así, se hablaba de
ciencia y técnica. Es el término que utiliza Ortega en su celebrada Meditación de la
técnica —en la que, por cierto, no aparece ni una sola vez la palabra tecnología— y, en
general, así lo hacen todos los autores de las primeras dos terceras partes del siglo XX.
Este uso está asociado con la influencia que las culturas alemana y francesa (die Technik
y la technique) ejercían en esa época sobre el panorama intelectual español, y sobre el
europeo en general. También se adoptó en su día para distinguir los centros de formación
de los ingenieros, que se denominan Escuelas Técnicas Superiores (posiblemente por
inspiración alemana). Asimismo los centros universitarios en los que la ingeniería es
dominante se llaman Universidades Politécnicas. Lo mismo sucede con centros europeos
análogos, como la École Polytechnique de París (la primera institución técnica de rango
superior, fundada en 1794) y en otros muchos centros politécnicos de la Europa
continental: el de Milán, el Federal de Zúrich, el de Rumanía, la Chalmers Tekniska
Högskola, así como en las Technische Hochschulen alemanas; mientras que en el Reino
Unido, se tiene, entre otras muchas, la antigua Royal Polytechnic Institution. En cualquier
caso, los equivalentes españoles de los Institutes of Technology americanos son las
Universidades Politécnicas (sin olvidar que en Estados Unidos la institución más antigua
74
dedicada a la enseñanza técnica superior es el Rensselaer Polytechnic Institute, fundado
en 1824).
55
Así, en la Universidad de Sevilla, por citar un caso concreto, existen Escuelas Técnicas Superiores de
Ingenieros, de Arquitectura, de Ingeniería Informática y una Escuela Politécnica Superior, en las que se
forman ingenieros y arquitectos. En todas ellas está presente la voz técnica en su denominación. Pero existe
también el Centro de Investigación, Tecnología e Innovación de la Universidad de Sevilla (CITIUS),
creado en torno a las Facultades de Ciencias tradicionales, donde aparece la palabra tecnología.
56
Mario Bunge, Epistemología, p. 206.
57
Jean-Louis Le Moigne, «Les sciences de l’ingénierie sont des sciences fondamentales. Contribution a
l’épistémologie de la technologie», Revue Internationale de Systémique, 7 (2), 1993 : 183-204.
75
aceptar la propuesta de Bigelow y sus variantes.
Aquí se limita el uso de la voz tecnología a aquellas ocasiones en las que se emplea
adjetivada, implícita o explícitamente, que es como se venía usando tradicionalmente
entre ingenieros y que es consistente con la etimología. Se hablará siempre de una
tecnología determinada, a veces de las tecnologías, y nunca de la tecnología.
58
En este orden de cosas, en España se convirtió, a mediados de los ochenta del siglo pasado, la antigua
CAICYT (Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica) en la CICYT (Comisión
Interministerial de Ciencia y Tecnología), en vigor en la actualidad. Desde los años 2000 a 2004 funcionó
un Ministerio de Ciencia y Tecnología al más alto nivel de la Administración pública española. Por otra
parte, los reconocimientos a la investigación del más alto nivel que se otorgan en España son los Premios
Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica.
76
Capítulo VI.- Los diferentes enfoques de la ingeniería y la
ciencia
Algunas definiciones
Tras lo visto hasta ahora, ya procede tratar de definir qué es la ingeniería. Una de las más
tempranas definiciones de lo que es un ingeniero aparece en el Tesoro de la lengua
castellana o española (1611), de Sebastián de Covarrubias: «el que fabrica con
entendimiento y facilita el ejecutar lo que con la fuerza es dificultoso y costoso». En las
Ordenanzas del Real Cuerpo de Ingenieros Militares, 1739, se lee que el ingeniero debe
«remediar con el arte los defectos de la naturaleza»59, definición consistente con lo dicho
59
Citado en Manuel Silva, El siglo de las luces, p. 23. Viene a cuento también la locución latina ars vincit
omnia, a todas luces excesiva, pero no descaminada
77
páginas atrás. Asimismo, una definición de ingeniería que es un claro precedente de la
que posteriormente se impondría es la que propuso Thomas Telford, (1757–1834), primer
presidente de la Institution of Civil Engineers británica (y que había empezado como
cantero), quien afirmó de la ingeniería: «being the art of directing the great sources of
power in nature for the use and convenience of man». Al analizar esta definición conviene
recordar que arte y técnica tienen raíces etimológicas comunes —la primera latina (ars) y
la otra griega (tékhnē)–– aunque con el tiempo tiende a asociarse con arte una invocación
a la creatividad y a la inventiva para la concepción y la fabricación de algo previamente
inexistente, mientras que técnica se reserva para las reglas, procedimientos o habilidad
para hacerlo. Además, la voz arte se va delimitando paulatinamente al significado con
que se emplea en Bellas Artes, aunque la Academia Española mantenga como primera
acepción: «capacidad, habilidad para hacer algo». Definiciones posteriores a la de
Telford cambian significativamente el acento en «arte» por «aplicación de conocimientos
científicos», inflexión que se está objetando en estas páginas.
78
No obstante, en nuestros días la ingeniería se resiente de la definición, antes mencionada,
que la considera como mera aplicación del conocimiento científico. Ello justifica que se
dedique una parte considerable de este capítulo a las relaciones de la ciencia con la
ingeniería. Es lo que se va a hacer en las páginas siguientes.
La prestigiosa ciencia
Por su parte, la ciencia aspira a establecer un cuerpo de conocimientos con los que los
fenómenos que se dan en el mundo natural adquieran una existencia transparente y
comprensible. Los logros de la ciencia lo invaden todo: en todas las profesiones modernas
en las que intervienen esos fenómenos están presentes, de una forma u otra, sus
resultados. Por citar un caso extremo, está fuera de toda duda que los conocimientos
científicos son de un valor inestimable para la policía en sus labores de identificación de
pruebas. Sin embargo, esas aplicaciones no privan a la acción policial de sus métodos
específicos y de autonomía para definir y alcanzar sus propios objetivos. En este mismo
sentido, es obvio que todo lo relacionado con el conocimiento y manejo de las cosas
materiales es distinto después de la aparición de la ciencia moderna.
Uno de los pioneros de esa ciencia fue Galileo Galilei (1564-1642), cuya obra
Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, escrita en
1638, cuando ya estaba casi ciego y recluido en Arcetri tras la condena por la Inquisición,
se ocupa precisamente de dos ciencias básicas para la ingeniería: la resistencia de
materiales y la dinámica. Desde Galileo sabemos que algunos fenómenos naturales se
pueden describir con fórmulas matemáticas. Este autor mostró una especial admiración
por los métodos cuantitativos y geométricos de los artesanos de los astilleros de Venecia,
llegando a proponer la aplicación de esos mismos métodos a los problemas que afrontaba
la filosofía natural. Conviene recordar que los científicos son descendientes por línea
directa de los filósofos naturales ––el libro germinal de la ciencia moderna, de Isaac
Newton, lleva por título Principios matemáticos de la filosofía natural.
Uno de los objetivos más ambiciosos de la ciencia física es unificar fenómenos físicos
aparentemente diferentes en una teoría única y coherente, siguiendo la senda de Newton
al identificar la fuerza que provoca la caída de una manzana con la que mantiene la luna
en órbita —orbitar es una forma especial y crítica de caer––, o la de Maxwell al unificar la
electricidad y el magnetismo en un único marco teórico —y de paso la óptica. Aunque
esta unificación es más una aspiración que un imperativo lógico —ya sabemos que no se
da en las matemáticas, la otra gran ciencia exacta60––, ha sido una fuente de inspiración
para los físicos teóricos, que de este modo revelan su pretensión primordial de desvelar la
inasible realidad, que no podría ser más que una y por tanto debería admitir una
representación unitaria (lo que es un supuesto ––¿metafísico?–– que no admite
demostración). Los científicos formulan teorías que tienen la capacidad de comprimir
conocimientos dispersos en unidades epistemológicas a las que, además, se les atribuye
una peculiar forma de belleza 61. El atractivo de la teorización reside en su facultad de
sistematizar en un cuerpo compacto de conocimientos los variados datos obtenidos
experimentalmente en un dominio determinado, por amplio que éste sea.
60
Aquí procede recordar también los teoremas de Gödel que establecen limitaciones formales a la
posibilidad de estructurar el conjunto de las matemáticas.
61
Frank Wilczek, El mundo como obra de arte.
79
Así pues, la pretensión de los científicos sería alcanzar una descripción del mundo lo más
consistente y amplia posible que lo explique, haciéndolo inteligible y diáfano. Este ideal
es algo que no parece que se vaya a alcanzar nunca en lo que tiene de aspiración a conocer
cómo son las cosas de facto; es decir, de modo que se lograse la verdad definitiva,
completa e inmutable que describiese el ser profundo de las cosas —con la aventurada
hipótesis adicional de que ese ser existe, y de que disponemos de un lenguaje que permita
expresarlo.
Piénsese, por ejemplo, en la teoría de la gravitación de Newton, uno de los grandes hitos
de la historia de la ciencia, con la que se llegó a pensar, en su tiempo, que se había
alcanzado la meta fundacional de la física: que todo cuanto se podía saber respecto a las
interacciones gravitatorias entre masas estaba contenido en esa teoría, resultado de la
ingente empresa iniciada miles de años atrás para descifrar el errático movimiento de los
planetas en el firmamento. Durante ese dilatado lapso se llegaron a proponer modelos,
como el de Ptolomeo, para calcular, con cierta precisión, los movimientos de las estrellas
errantes, aunque se carecía de una explicación de ese movimiento. La teoría de Newton
proporcionó esa explicación y una forma de calcular los movimientos de sorprendente
simplicidad. Pese a los éxitos alcanzados con su aplicación, que aún hoy en día sigue
siendo una herramienta habitual para calcular las trayectorias orbitales, la propia teoría
newtoniana escondía algo intelectualmente inadmisible como es la acción a distancia
ejercida de forma instantánea (el propio Newton lo reconocía así). Además del problema
de la acción a distancia, había otros62, como el de la órbita de Mercurio, que esa teoría
tampoco alcanzaba a solucionar. Asimismo, tampoco logró dar una explicación
cuantitativa de fenómenos más complejos que los movimientos simples de los planetas,
los péndulos o las trayectorias de los proyectiles. Es el caso de las mareas, que no acertó a
interpretar de manera correcta.
Además, se admite que la teoría de Einstein es solo un paso más en la comprensión del
cosmos. Es de notar que después de esa teoría, la de Newton queda reducida a una
primera aproximación. La ciencia posee un inherente componente subversivo por el que
destrona teorías aceptadas y las sustituye por otras más acordes con las observaciones
practicadas. Por ello, la ciencia no aspira a dar certezas definitivas, aunque en la cultura
moderna se tiende a identificar las explicaciones científicas con la verdad. Sin embargo,
62
El problema conocido como de las tres masas posee una inherente dificultad, como puso de manifiesto
Henri Poincaré abriendo la ruta de la teoría del caos, en la que la hipersensibilidad a las condiciones
iniciales proscribe la predicción a largo plazo aun en sistemas deterministas.
63
Wilczek, Op. cit. p. 241.
80
en ingeniería, la renovación de los resultados teóricos no resulta tan adversa como en
ciencia, pues no busca la verdad, sino resolver problemas parciales.
81
produce la alucinación de estar reconstruyendo intelectivamente la propia realidad como
es en sí misma. A ello ha contribuido el hecho sorprendente de que la fertilidad de
determinadas teorías permita predecir nuevos fenómenos y proporcionarnos poder sobre
la naturaleza. En todo caso, si se olvida la pretensión de la ciencia clásica de reproducir
miméticamente el mundo y se asume la restricción de que lo que nos suministra en
realidad son descripciones o modelos, todo lo buenas que se quieran, pero de dominios
restringidos, nos vemos abocados a adoptar una perspectiva respecto al conocimiento del
mundo físico en la que, desde siempre, el ingeniero se ha desenvuelto con mayor
comodidad que el científico.
El ingeniero, que es un paladín del utilitarismo y del pragmatismo, es más escéptico con
respecto al valor de la unificación que busca la ciencia, ya que no afecta a sus objetivos
peculiares. Aunque comparte las mismas raíces experimentales y análogas formulaciones
matemáticas que el científico, ha desarrollado mayores dosis de escepticismo sobre la
pretendida «verdad universal» de las teorías, de las que retiene fundamentalmente su
carácter pragmático, y en cierto sentido fenomenológico, reducido a un determinado
dominio de la experiencia —no importa que ese dominio sea acotado, siempre que dentro
de él el conocimiento sea fecundo. Por sus orígenes, empeñados en conseguir el provecho
explícito, no se deja deslumbrar respecto al alcance de esos conocimientos: es más
prevenido con relación al saber, aunque más osado con respecto al hacer. Concilia su
entusiasmo por buscar soluciones prácticas con cierto escepticismo con relación al
fundamento último de lo que sabe. A los ingenieros lo que les importa es aquello que es
relevante para resolver los problemas utilitarios que tienen entre manos. Solo necesitan
saber sobre el ámbito acotado en el que actúan para hacer una transformación parcial en él
—la que compete a su especialidad. Para el ingeniero el objetivo es el producto final. Si al
fin logra que lo que lleva a cabo funcione aceptablemente bien, y soporte una
experimentación a gran escala, lo dará por bueno.
Así, el ingeniero debe tener una mente eminentemente práctica, volcada hacia los
resultados tangibles, por lo que no suele interesarse por las cosas en sí mismas, sino en la
medida en que le sean provechosas y puedan someterse a su manipulación y control. Para
él, si le es posible integrar lo que dicta la experiencia en corpus teóricos y sintéticos, tanto
mejor, más fácil le resultará manejar y sacar partido de ese conocimiento; pero la
integración en una teoría es algo que beneficia su economía de pensamiento, y no resulta
un objetivo primario de su labor. En todo caso, el método que aplica el científico no es
ajeno al empleado por el técnico desde la más remota antigüedad, aunque en una versión
ajustada a sus propios y depurados objetivos epistemológicos (esto ya lo comprendió
Galileo, cuando invitó a los filósofos a acercarse a los astilleros de Venecia para aprender
de cómo trabajaban los artesanos midiendo y calculando, según se ha recordado hace
poco).
Por último, conviene reseñar que la voz ciencia se emplea con frecuencia como un
comodín para designar actividades muy variadas que incluyen la medicina, la propia
ingeniería y también otras muchas actividades que pretenden arrogarse el prestigio
intelectual que otorga la ciencia.
A finales del siglo XVIII, al calor de los discursos ilustrados sobre el conocimiento útil, el
término ciencia se empleaba para aludir tanto a los saberes adquiridos con relación al
mundo natural, como a realizaciones técnicas o incluso industriales —las ciencias y las
artes. En cierta forma, lo que se estaba produciendo era la adopción de un método
empírico y racional, alejado de idealismos y abstracciones metafísicas, para la
elaboración de una ciencia legítima a partir del estudio empírico de los hechos que
suceden en el mundo, y con la que satisfacer la intriga que esos hechos suscitan —y
obtener de paso algún provecho, cuando fuera posible. Se hablaba de ciencia, o de
ciencias, en un sentido muy amplio, que podía incluir las máquinas, pero a lo largo del
XIX el significado de ciencia adquiere un vigor propio y definido, por el que la que
reclama serlo en sentido estricto va restringiendo su ámbito de actividad y pasa a
ocuparse con preferencia del mundo natural, en el que es posible llevar a cabo una
experimentación repetitiva y controlada —las ciencias duras. (Las ciencias humanas y
sociales han contemplado siempre con cierto resquemor el carecer de esa posibilidad, por
lo que hay quienes llegan a poner en tela de juicio el carácter científico de gran parte de
los resultados en estas disciplinas.) En todo caso, hasta principios del siglo XIX ingeniería
y ciencia podían marchar relativamente acompasadas, pues las búsquedas de la verdad y
de la utilidad no se habían especializado tanto como para requerir procederes lo
suficientemente diferenciados que invitasen a separar esos dos modos de actividad.
83
Figura 6: Portada de un ejemplar de Mundo Científico, que se publicaba a principios del
siglo XX y tenía como secciones «Apuntes politécnicos», «Industria», «Ciencias», «Artes
y oficios», «Notas útiles» y «Agricultura». El título de estas secciones pone de manifiesto
que, pese a la denominación de la revista, las cuestiones técnicas ocupaban en ella un
lugar prominente.
Pero durante el siglo XIX se produce una necesaria y progresiva especialización que
84
conduce al establecimiento de cánones distintos para las prácticas de la ciencia y de la
ingeniería. A lo largo de ese siglo, primero los ingenieros y después los científicos se
profesionalizan, cada colectivo por su lado, creando sociedades profesionales, publicando
revistas especializadas y estableciendo sus propias normas y reglas. El científico
desarrolla un método inspirado en la experimentación y la contrastación con rigor
extremo; mientras que el ingeniero se dota de un método que es una mezcla de creatividad
imaginativa y de rigor, también extremado, en la ejecución de sus concepciones.
En este contexto, debe mencionarse que el término científico fue acuñado en los años
treinta de ese siglo por William Whewell (1794-1866) para designar, como sustantivo, a
quienes se ocupaban preferentemente del saber relativo a lo natural, sin especial
preocupación por obtener beneficios de él, al menos de forma prioritaria y distintiva.
Asimismo, ese término se usa también, como adjetivo, para aludir a una forma peculiar de
producción de conocimiento sobre el mundo natural (aunque, como se acaba de recordar,
las disciplinas sociales y humanas también pretenden emplearlo en sus dominios. En este
libro el uso de científico se restringe, en general, al conocimiento de lo natural).
A partir de principios del siglo XX la forma de entender la profesionalidad por parte de los
científicos vinculados a actividades aplicadas sería premonitoria de lo que sucedería a lo
largo de la centuria que se iniciaba. En esos tiempos, cuando colaboraban científicos e
ingenieros lo hacían, las más de las veces, con las pautas de laboratorios industriales,
como el de Edison. Pero con el XX empieza a desarrollarse un proceso, hasta entonces
más o menos larvado, por el que algunos científicos dedican completamente su actividad
profesional a atender objetivos concretos y prácticos, de modo que trabajan en estrecha
relación con ingenieros y con los mismos objetivos que éstos. De este modo, un número
creciente de ellos abandona el ejercicio de la investigación científica regida por principios
destinados, en primer lugar, a la búsqueda del saber puro, para empezar a practicar lo que
se conocería como ciencia aplicada, en la que se explora sistemáticamente una posible
aplicación de los resultados previamente alcanzados en alguna disciplina científica
principal. Esto es notorio en la ciencia experimental que, en algunos casos, deriva con
facilidad hacia objetivos utilitarios, se diría que propios de ingenieros, olvidando los
genuinamente científicos. Los resultados alcanzados por estos científicos parecen
descarrilarse de las sendas de la ciencia convencional, buscadora de saberes con validez
universal.
Con relación a la ciencia aplicada se invoca, por ejemplo, que una vez conocida la
estructura de anillo del benceno se pudo hacer de forma sistemática la producción de
tintes, en lugar de dar con ellos accidentalmente, como había sucedido hasta entonces; o
que el desvelamiento de la sucesión de los estratos geológicos permitió que los ingenieros
de minas estuvieran mejor preparados para saber dónde excavar nuevas vetas; y tantos
otros casos que se podrían traer a colación. Pero, dicho esto, no puede negarse que las
invenciones de la desmotadora de algodón, la máquina de vapor y las máquinas textiles
que propiciaron la Revolución Industrial, productos inequívocamente ingenieriles, no
partieron de ningún resultado científico previo y alcanzaron más repercusión social a
partir del siglo XVIII que la formulación matemática de la fuerza de atracción gravitatoria
entre los planetas. En esos casos se pone de manifiesto la incuestionable singularidad de
la acción técnica propia de los ingenieros a lo largo de la historia de la civilización. En
realidad, éstos tienen la vocación de llevar a cabo una peculiar transformación del mundo
en busca de lo productivo, más que aspirar a conocerlo mejor.
85
De cualquier forma, conviene también precisar, como ya se apuntó en el capítulo anterior,
que hacer cosas útiles no es patrimonio exclusivo de los ingenieros: es obvio que los
científicos también lo hacen. Por citar un caso de los múltiples que se podrían dar, es
ampliamente reconocido que Lord Kelvin (1824-1907) contribuyó a hacer viables los
primeros cables telegráficos submarinos, aunque el grueso de su obra, aquello por lo que
ha pasado a la historia, se desenvuelve en otro contexto.
Metas diferentes
Los distintos fines que persiguen ingenieros y científicos han sido recogidos, de forma
66
Gabriel Tortella, La revolución del siglo XX.
86
especialmente clara y sintética, en dos conocidas citas semejantes entre sí: una del
economista y pensador Herbert Simon (1916-2001) y otra del ingeniero aeronáutico
Theodore von Karman (1881–1963), que se invocan para ilustrar la diferencia entre las
motivaciones de unos y otros, y que compendian lo que se acaba de ver en páginas
anteriores. Según Simon, el científico se ocupa de las cosas como son, y el ingeniero de
cómo deben ser. Mientras que von Karman, aunque repite también que el científico
describe las cosas como son, añade que el ingeniero crea lo que nunca ha sido.
67
Edwin T. Layton, «American ideologies of science and engineering», Technology and Culture, 17, 1976,
p. 696.
87
Un proyecto entraña una mezcla ponderada de imaginación, por una parte, y de síntesis de
experiencia y conocimientos, por otra. La invención, la creación de un objeto técnico
previamente inexistente, posee una radical componente de intencionalidad dirigida a
satisfacer un determinado objetivo aplicado. Pudiera pensarse que aquí nos estamos
ocupando principalmente del componente de invención que tiene toda innovación; pero
no se puede olvidar que la bondad de los productos de la ingeniería se sustancia en su
aceptación por el cuerpo social, lo que es un condicionante fundamental a la hora de
concebir y producir. Conviene recordar que la innovación, en su acepción ordinaria,
presupone tanto la invención de algo nuevo como la implantación social de lo inventado.
La ingeniería, al contrario que la ciencia, da lugar a productos sometidos a las leyes del
mercado lo que determina, entre otras cosas, la inherente confidencialidad de los trabajos
de ingeniería.
En todo caso, las dos clases de profesionales, ingenieros y científicos, han estado
sometidos a normas de aceptación social de su trabajo completamente distintas entre sí,
como comprueba fácilmente quien vea trabajar a unos y otros. Los primeros son
radicalmente pragmáticos, buscan un funcionamiento aceptable de lo que hacen, con toda
la laxitud de ese calificativo; en tanto que los segundos, con las pretensiones de
universalidad en los conocimientos que persiguen, apuran la exigencia de contrastación
de sus abstractas propuestas epistemológicas. En el desarrollo de nuevos productos
técnicos (un nuevo smartphone o un automóvil híbrido) es esencial la etapa de
investigación en la que la labor de los ingenieros resulta capital. Es posible que algunos
científicos, trabajando como tales, estén involucrados en la producción de determinados
componentes de esos sistemas, pero la aportación fundamental está en los ingenieros o en
quienes trabajan como ellos. Aun cuando la idea básica de un nuevo producto pueda
88
deberse a un científico (como sucedió con el máser 68), o estar directamente inspirada por
productos naturales, que constituyen un almacén inextinguible de patentes de libre
disposición (como el velcro 69, muestra destacada de biomimetismo), son los ingenieros
los que consiguen convertirlo en algo susceptible de explotación comercial. Por ello,
aunque ingenieros y científicos parezcan confluir en el vasto e indefinido campo de las
aplicaciones, las formas de proceder subyacentes presentan diferencias radicales, por lo
que deben ser juzgadas con criterios claramente dispares. Pese al solapamiento aparente,
ingeniería y ciencia son empresas humanas diferentes. Las capacidades necesarias para
los grandes logros de la ingeniería, como la imaginación de objetos técnicos que aún no
existen, la tenaz voluntad de llevarlos a cabo y la pericia para que lo proyectado funcione
correctamente, son completamente diferentes de las requeridas para la búsqueda de la
forma especial de verdad científica relativa al mundo natural que ha sido el objetivo
dominante de la ciencia convencional y que ha modulado su método. Pero algo parece
estar cambiado en nuestro tiempo, cuando no pocos científicos están adoptando objetivos
que tradicionalmente habían sido propios de los ingenieros. Más adelante, al final de esta
segunda parte, en el último apartado del capítulo VIII, se volverá sobre este delicado
asunto.
No cabe duda de que ciertos descubrimientos científicos, aun entre los más abstractos,
fruto de especulaciones aparentemente carentes de ningún provecho potencial, abren
posibilidades que en algún momento puede que sean empleadas por ingenieros al
facilitarles la intervención en el mundo, otorgándoles oportunidades inéditas hasta que se
dispuso de esos conocimientos. De este modo, el conocimiento científico amplía al
ingeniero el ámbito de lo que es posible hacer. Así, la transmisión a distancia de
información se había hecho, a lo largo de los siglos, mediante señales acústicas u ópticas.
Como se ha visto en otro lugar, con la aparición de la electricidad se suscita la posibilidad
de emplear los fenómenos eléctricos para esa transmisión, para lo que se requería el
mayor conocimiento posible de esos fenómenos, que normalmente suministraba la
ciencia física en aquellos tiempos. Pero lo que ésta no proporcionaba, ni proporciona, era
68
Amplificador de microondas por emisión estimulada de radiación. Basado en el fenómeno de emisión
estimulada de radiación, enunciado por Einstein en 1916 y construido por Charles Hard Townes en 1954.
69
Atribuido al ingeniero suizo Georges de Mestral, que se inspiró en los cardos que se enganchaban en sus
pantalones en sus paseos por el campo, pues tenían un gancho al final de sus púas o espinas. A partir de ese
patrón inventó el sistema de cierre con dos cintas: el velcro.
89
la inspiración para la concepción de los artefactos concretos con los que sacar provecho
de esos saberes. No corresponde a la ciencia el advertir al ingeniero cómo concebir un
determinado artefacto. A éste corresponde imaginar lo que puede existir, pero aún no
existe, y conseguir plasmarlo en realidades concretas.
En este sentido, conviene resaltar que, incluso en el caso de que se produzca una aparente
transfusión desde la ciencia a la técnica, no se trata de que una teoría científica básica sea
aplicada directamente, y recurriendo exclusivamente a ella, a un caso concreto (como
cuando un estudiante resuelve un problema escolar aplicando únicamente una
determinada teoría y sin salirse de ese marco), sino del ingenioso empleo por el ingeniero
de esos conocimientos para resolver una dificultad de orden práctico, lo que hace junto
con otros saberes específicos y con un imperioso patrimonio de experiencia profesional,
además de una ineludible dosis de sagacidad. Asimismo, sucede que, en la mayoría de los
casos, la transición desde las propiedades del mundo natural —el tesoro que descubren y
almacenan los científicos— a un producto artificial que se aproveche de ellas es cualquier
cosa menos trivial (recuérdese lo dicho por Edison sobre su aportación a la bombilla
incandescente), y en esa transición se ponen de manifiesto las peculiaridades de la
ingeniería y su aportación a la construcción del mundo artificial. Lo que distingue a un
ingeniero no es que sepa mucha ciencia, sino que sepa usarla oportunamente. Aunque
conozca los logros de la ciencia, vuela por sus propios medios.
Por ello, aunque una sólida base científica es muy conveniente para el ingeniero, la
formación marcadamente cientificista puede llegar a inducirlo a confusión y hacer que se
limite a buscar la teoría de la que el caso que está tratando de resolver sea una escueta
aplicación, en lugar de embeberse del problema para resolverlo, recurriendo a todo
cuanto sea necesario para ello, que es lo que identifica al genuino ingeniero, el cual no
debe desconocer que el atractivo y la perfección de una teoría científica puede desviarlo
de sus propósitos más exclusivos. Viene aquí a colación la conocida afirmación de
Thomas Telford, quien en época tan temprana como 1828 puso en duda que los
politécnicos franceses fuesen buenos ingenieros, alegando que sabían demasiadas
matemáticas70.
Así pues, la ciencia suministra el mejor conocimiento disponible de los fenómenos
naturales, por lo que puede ser necesaria pero nunca es suficiente para llevar a cabo las
obras de ingeniería. La distancia que media entre la necesidad y la suficiencia tiene que
cubrirla el arte del ingeniero. Y así, es preciso un destello de inspiración para alcanzar la
conjunción deseada en toda obra de ingeniería; de modo que por un momento la
ingeniería parece abandonar la ciencia y convertirse en arte: da rienda suelta a la
imaginación, constreñida, claro está, por las sendas que le imponen las leyes de la
naturaleza, pero aprovechando los grados de libertad y las holguras que éstas permiten.
Por tanto, para erigir el mundo artificial es primordial el arte del ingeniero, la
clarividencia para concebir y producir cosas útiles originales, que no son una exclusiva
aplicación del conocimiento científico disponible, aunque se apoyen en él siempre que
sea posible. Para hacer un nuevo artefacto, o abordar un problema ingenieril complejo,
hay que integrar conjuntamente cosas o partes o procedimientos, en un acto creativo que
constituye la esencia de la ingeniería. Una de las más conspicuas de las facultades de un
ingeniero es la de ser capaz de concebir en su mente y obtener, a partir de aquello de lo
que dispone, que siempre será insuficiente, un objeto artificial con el que resolver un
70
Citado en M. Silva, El Ochocientos, p. 19.
90
determinado problema. El vislumbrar esa posibilidad y dar el gigantesco salto que media
entre el esbozo, en la mente, de una solución a su realización efectiva en algo artificial es
la forma más sublime de manifestarse el genio del ingeniero. La conversión de una idea
en algo concreto supone la conjunción de un proyecto y de su ejecución, y es un proceso
complejo y sutil que posee una radical componente de arte, en el sentido de la primera
acepción de esta voz según la Academia Española, antes recordada: capacidad, habilidad
para hacer algo.
Como ya se ha repetido varias veces, la ingeniería busca en primer lugar la utilidad, como
lo hace también la medicina, por mencionar otro caso —que está también sometida a un
criterio de aceptación claramente utilitario: los enfermos se curan o no. Tanto la medicina
como la ingeniería, en las investigaciones básicas a ellas asociadas, hacen uso del
conocimiento científico y de sus métodos para resolver los asuntos propios de esas
profesiones, pero ninguna de ellas es simplemente ciencia aplicada. Es claro que sin
conocer no se puede actuar, pero lo que sucede es que según en qué ámbitos se actúe, lo
que hay que saber no se reduce o confina a la ciencia convencional, por más idónea que
ésta pueda parecer. Ni la medicina ni la ingeniería pueden esperar a una comprensión
científica irrefutable del problema antes de actuar para sanar a un enfermo (incluso salvar
una vida), o para concebir y fabricar artefactos con los que resolver problemas prácticos.
La intuición cimentada sobre una amplia experiencia profesional y la experimentación
exploratoria y limitada a un caso concreto resultan con frecuencia no solo suficientes,
sino que es lo único que se puede hacer a corto plazo (recuérdese la génesis de la aviación
por los hermanos Wright y su túnel aerodinámico).
Lo anterior no es sino una consecuencia del hecho de que la ciencia forma parte
71
F. Wilczek, Op. cit. p. 178.
72
El GPS mide los tiempos de propagación de ondas electromagnéticas que con ayuda de la velocidad de
la luz c se convierten en distancias. Con las distancias de cuatro satélites y mediante triangulación se
obtiene la posición. Para una precisión típica de aproximadamente 7 metros se necesitan resoluciones
temporales menores a unos 20 ns. Por ello es necesario realizar la corrección relativista, que no deja de ser
una corrección más y ni siquiera la más crítica. Por ejemplo, los tiempos de propagación a través de la
ionosfera tienen un carácter aleatorio y varían a lo largo del día y del año; en cuyo caso la correspondiente
corrección sí es crítica y resulta compleja de llevar a cabo.
92
inseparable del sustrato cultural de la época en la que los ingenieros conciben sus
ingenios. Estos desarrollan su actividad en un momento histórico determinado, en el que
la cultura, de la que es partícipe sustancial la propia ciencia, ha alcanzado cierto nivel y
dispone de un arsenal de conocimientos, de modo que la ingeniería se apoya en el soporte
formado por todo lo que se sabe en la época en la que se llevan a cabo sus intervenciones.
En realidad, la cultura científica sirve para abonar un terreno fértil en el que hacer
ingeniería. El inmenso patrimonio atesorado por la cultura humana está detrás de todo lo
que hacemos.
Y así, los ingenieros ejercen su labor encaramados sobre un pedestal formado por todo lo
que les proporciona la cultura en la que están inmersos —desde las complejas formas de
organización de la producción hasta los más avanzados conocimientos de propiedades del
mundo natural y de procedimientos matemáticos––, pero añadiendo su inventiva peculiar
para idear y hacer artificios con el fin de cubrir alguna finalidad práctica. Sería ridículo
pretender que los ingenieros partiesen de cero para llevar a cabo cada una de sus
creaciones, como hicieron los inventores de la época dorada, como Watt, Edison y los
Wright. En la actualidad, los ingenieros conciben y producen sobre un soporte de saber
acumulado, en el que descuella el científico.
73
Una respuesta a esta cuestión se puede encontrar en Russell Stannard, The End of Discovery, p. 220.
93
hacer— impone límites a la ciencia —lo que se puede saber––, al menos a la
experimental, que es la que soporta, en último extremo, a la teórica y por tanto a toda ella.
Resulta oportuno recordar que los premios Nobel fueron establecidos para honrar tanto a
la ciencia como a la ingeniería, pero, sin embargo, se han convertido en un dominio casi
exclusivo de la ciencia. En un principio, cuando estos premios empezaron a otorgarse a
científicos por sus logros básicos, se produjo cierto debate acerca de si los propósitos de
Alfred Nobel (1833-1896) se cumplían 74 . Estos premios pretendían laurear los
descubrimientos, inventos y progresos en beneficio de la humanidad, lo que es un
objetivo que posee cierta ambigüedad. Pero prevaleció el mundo de la ciencia al
imponerse que ella era la base indispensable para todos los avances técnicos en busca de
ese beneficio —de nuevo asoma la tesis de Bacon. De este modo, los ingenieros perdieron
su oportunidad. Marconi fue uno de los pocos que lo lograron. El segundo de ellos que
obtuvo el premio Nobel de Física, después de Marconi en 1909, fue un ingeniero de
control, el danés Nils Gustaf Dalén, quien lo consiguió en 1912 por la «invención de
reguladores automáticos para ser utilizados en conjunción con acumuladores de gas para
iluminar faros y boyas». En tiempos recientes, Jack S. Kilby ha sido otro de los escasos
ingenieros a los que se otorgó el Nobel de Física por su invención del circuito integrado,
como ya se ha recordado en otro lugar. Y al ingeniero agrónomo Norman Borlaug se le
otorgó el de la Paz, a falta de otro más adecuado, por su aportación a la revolución verde,
que ha contribuido significativamente a la alimentación de amplias capas de la población,
como se vio en su momento.
Dicho lo anterior, hay que añadir que son muchos los ingenieros que se sienten fascinados
por la ciencia, acaso debido a que durante sus años de formación adquirieron un notable
conocimiento de ella y quedaron prendados por la perfección, exquisitez y rigor de los
argumentos que la sustentan. Además, alegan justamente que la ciencia fomenta la
74
Elisabeth Crawford, The Beginnings of the Nobel Institution, pp. 160-161 y p. 166.
94
disciplina mental en la organización de los conocimientos, y ejercita la capacidad de
razonar, de resolver problemas, de pensar de forma abstracta y de fomentar el espíritu
crítico. Este atractivo por la ciencia, en muchos casos, ha perdurado a lo largo de los años
y algunos ingenieros, deslumbrados por ella, han sentido una especial complacencia en
resaltar los aspectos científicos de la ingeniería. Por lo que no es extraño que los haya que
se muestren carentes de reacción ante la persistente reivindicación por parte de ciertos
científicos, en especial los físicos, de su papel determinante en la gestación la ingeniería
de nuestros días.
Asimismo, también procede añadir que los ingenieros han aceptado en su investigación
parte del espíritu y de los métodos de los científicos, que han adaptado a sus fines
específicos —y no solo los resultados alcanzados por éstos. Hay pensadores (como el
pragmatista americano John Dewey (1859-1952)) que sostienen que la ciencia es mucho
más relevante concebida como actividad generadora de conocimiento que cuando se
entiende como cuerpo de contenidos, como síntesis organizada de conocimientos
previamente adquiridos.
En todo caso, de lo expuesto resulta claro que una cosa es formar ingenieros competentes
y otra muy distinta científicos cualificados; lo que no excluye que alguien formado para
lo uno sirva luego para lo otro, lo mismo que sucede con otras profesiones. Es frecuente
encontrar en el mercado laboral a licenciados en facultades de ciencias, físicos, químicos,
matemáticos o biólogos, realizando funciones análogas a las de los ingenieros; mientras
que, por otra parte, hay ingenieros que han realizado una brillante carrera científica, como
Henri Poincaré o John von Neumann (que se graduó en ingeniería química en el ETH de
Zúrich en 192575), por citar dos casos singulares.
Así, al tiempo que se señalan las diferencias entre ingeniería y ciencia, se clarifican los
papeles respectivos de estos dos modos de actividad en los mundos de la acción y del
pensamiento, y se insinúa la complementariedad entre ambos. A fuer de simplificar
mucho, se puede decir que entre saber y hacer, la ciencia se inclina por saber y la
ingeniería por hacer —con una parte ineludible de saber cómo hacer. De cualquier forma,
ingenieros y científicos exhiben habilidades muy diferenciadas en su proceder, y están
sometidos a distintos cánones de aceptación social. No se espera lo mismo de los unos
que de los otros, ni se enjuicia igual a cada uno de los dos grupos. Por eso subsisten,
diferenciadas, Escuelas de Ingenieros y Facultades de Ciencias, y han tenido que existir,
con autonomía relativa, Academias de Ingeniería y de Ciencias.
En fin, la confluencia entre ingeniería y ciencia, que no faltan quienes reclaman, no debe
llevar a identificarlas como si fueran las dos caras de una misma moneda o a postular que
las diferencias entre ellas son meramente de grado, y que además tienden a converger,
proclamando que curiosidad y utilidad pueden buscarse al mismo tiempo. Olvidan, los
que así piensan, el proverbio latino 76: Qui duos lepores sequitur neutrum capit (el que
persigue dos liebres no coge ninguna); y también la acreditada advertencia del clásico
español: casa con dos puertas mala es de guardar.
75
Steve J. Heims, J.Von Neumann y N.Wiener, Vol. 1, p. 65.
76
Que recuerda con frecuencia el genético e ingeniero agrónomo Enrique Cerdá Olmedo.
95
Capítulo VII.- El conocimiento propio de la ingeniería
¿Qué saben los ingenieros?
Así pues, conviene resaltar cómo los ingenieros hacen también ciencia, tienen su propio
saber (entre otras cosas, eso son precisamente las tecnologías), que es un saber orientado
al hacer, un saber que les asista en su actuación para producir el mundo artificial y que ha
dado lugar a disciplinas como la electrotecnia, la aerodinámica, la cinemática, la
resistencia de materiales y tantas otras. Todas estas disciplinas comparten con las de los
científicos el reunir conocimientos que son, por su propia naturaleza, contrastables y
repetibles, ya que en su ámbito es viable la experimentación. Además, las disciplinas de
la ingeniería emplean con frecuencia las matemáticas, y alcanzan una precisión y
coherencia que permite considerarlas como científicas. Sin embargo, como ya se ha
insistido, su objetivo no es desvelar leyes del mundo natural, sino establecer y
fundamentar métodos y procedimientos para concebir y calcular los artificios que
produce la ingeniería (en las facultades de ciencias no es frecuente que se estudien
asignaturas en cuyo título aparezca la palabra tecnología. Una posible excepción es la
biotecnología —lo que no está exento de cierto oportunismo).
77
Vincenti, Walter. Op. cit.
96
Figura 7.- Relación entre el conocimiento científico y el propio de la ingeniería según
Walter Vincenti.
Con todo ello, un nuevo ethos se está extendiendo entre los ingenieros académicos que
propugna que una mayor implicación en labores de investigación básica puede producir
mejores soluciones ingenieriles en determinados proyectos. Pero los distintos orígenes de
ingenieros y científicos (artes mecánicas en el caso de los primeros y filosofía natural en
el de los segundos) siguen gravitando sobre los cánones a los que se someten unos y otros,
lo que determina la disparidad entre los métodos de unos y otros, a pesar de las indudables
analogías en el ejercicio de la razón en los dos dominios: acerado espíritu crítico, rigor
máximo, empleo de métodos matemáticos, contrastación experimental, cierta dosis de
escepticismo… Por ello, aunque el método de los ingenieros pudiera presentar rasgos
equivalentes al que emplean los científicos, los diferentes fines que tradicionalmente han
perseguido unos y otros han modulado sus distintas formas de proceder, pese a esas
97
aparentes similitudes. La relación entre el método científico y el propio de la ingeniería ha
adoptado formas sutiles a lo largo de la historia 78. Aunque dictada en otro contexto, se
puede traer aquí una cita de Jorge Luis Borges: «… comprendí que no podíamos
entendernos. Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos»79.
A pesar de todo, hay quienes defienden que la formación científica y la interacción entre
ciencia e ingeniería deben fomentarse lo más posible en la formación de los ingenieros.
Pero esa formación, en su forma estricta y dominante, crea hábitos de simplicidad y de
unicidad que pueden ser entorpecedores para el ingeniero cuando se enfrenta a la
complejidad, la ambigüedad y las contradicciones del mundo en el que ha de ejercer su
labor profesional. La formación predominantemente científica puede crear la añoranza de
volver a encontrar esa simplicidad en el ejercicio de la profesión. En el siguiente
apartado, cuando se hable del método del ingeniero, se volverá sobre estas cuestiones.
Pero antes conviene recordar que la acepción de ciencia aplicada que se está adoptando
aquí, al menos hasta ahora, se caracteriza porque el científico tradicional busca
aplicaciones a lo que ya se sabe, que no es lo mismo que lo que hace el ingeniero, que
siempre está motivado prioritariamente por problemas concretos a los que aplica todos
los recursos disponibles. Éste busca, tanto en los libros como en el laboratorio, el
conocimiento complementario, sea teórico o experimental, que le ayude a resolverlos, si
es que se dispone de él. En caso contrario es él mismo el que se ocupa de obtenerlo
mediante una investigación delimitada (recuérdese de nuevo el túnel aerodinámico de los
Wright, o la búsqueda por Edison de un filamento para las bombillas), que puede
presentar semejanzas con la del científico, aunque esté restringida al caso que está
tratando de resolver. Así, el ingeniero, al tratar de encontrar una solución a un problema
determinado, cuando no disponga de un conocimiento básico y general adecuado a sus
necesidades, recurrirá a la experimentación circunscrita a ese asunto concreto, sin
preocuparse demasiado de la validez universal de los resultados que alcance, aunque
aplique un rigor tan exigente como el que emplea el científico. Si por ventura en esa
experimentación consiguiese resultados aplicables a otros casos, tanto mejor, pero ese no
era su objetivo: éste es el resolver el problema preciso que le ocupa, como ya se ha
repetido en varias ocasiones. Ello determina que con frecuencia el científico lo contemple
con cierta superioridad, alegando que él se desenvuelve en un plano superior,
confundiendo así cuales son los objetivos que persiguen ambos.
En la primera mitad del XX, se detectan movimientos que tratan de cuajar en lo que han
llegado a denominarse ciencias de la ingeniería, locución que fue propuesta en Alemania
a mediados del siglo XIX, como ingenieurwissenschaften, y con la que se pretende resaltar
la componente de ciencia, en un sentido amplio, que poseen las disciplinas de la
ingeniería moderna. En Estados Unidos, la National Science Foundation, de la mano de
Bush, recuperó el uso de esa denominación para aludir al campo de conocimiento propio
de los ingenieros. De este modo, esa Fundación, que tenía que limitarse estatutariamente
a financiar la ciencia, pudo incluir la investigación en ingeniería en su campo de
actuación. Sin embargo, no faltan quienes hayan creído ver una cierta paradoja en esa
denominación80. Un autor representativo de la promoción de esa locución es el ingeniero
78
Edwin T. Layton, «Science and engineering design», Annals of the New York Academy of Sciences, 424,
1984: 173-181.
79
Jorge Luis Borges, El libro de arena, p. 13.
80
Ronald Kline, «The paradox of “engineering science”», IEEE Thechnology and Society Magazine, 19
(3), 2000: 19-25.
98
ucraniano-estadounidense Stephen Timoshenko (1878-1972), con aportaciones notables
a la teoría de la elasticidad. Este autor dejó escrito 81 (p. 494):
Los requerimientos de un ingeniero son completamente diferentes a los de un matemático. El
matemático es libre de seleccionar sus problemas, y es completamente natural que en esa selección se
dirija en la dirección en la que la posibilidad de obtener una solución rigurosa parezca más
prometedora. El ingeniero no es libre de escoger sus problemas. Le son dados, y es necesario
encontrarles una solución. Si un análisis riguroso no puede ser aplicado con éxito, entonces se debe
recurrir a una solución aproximada, o el problema debe resolverse mediante experimentos.
En primer lugar, los ingenieros suelen alardear de que la racionalidad se predica de sus
modos de actuación. Sin embargo, ese término dista mucho de ser unívoco. A lo largo de
la historia se ha usado para justificar modos de actuación dispares, si no contradictorios.
Una distinción entre modos de racionalidad que es relevante al tema que nos ocupa es la
debida a Herbert Simon, quien distingue entre racionalidad objetiva y racionalidad
procedimental82.
La racionalidad objetiva es aquella que se emplea cuando se razona sobre algo de lo que
se dispone de un conocimiento exhaustivo y pretendidamente preciso, tanto de la cosa en
sí, como de los objetivos que se pretenden de ella, lo que permite una formulación del
problema que sea nítida y precisa. Estas formulaciones suelen ser convenientemente
simples y llegan a tener, en general, forma matemática. Es la clase de racionalidad que
habitualmente emplea el científico, cuyo método entraña la simplificación de situaciones
complejas mediante la abstracción de sus cualidades relevantes. Sin embargo, el
ingeniero tiene que aceptar en los procesos que acomete una componente de complejidad
que impide que, en general, se apliquen los estrictos cánones de la racionalidad objetiva.
En ingeniería los métodos analíticos no suelen aportar una solución completa e
inequívoca del problema. Todo lo más aportan una aproximación que, cuando se puede
obtener, llega a ser de gran relevancia, pero que siempre hay que saber interpretar y
adaptar.
81
Stephen Timoshenko, «The theory of elasticity», Mechanical Engineering, 52 (4), 1930: 494-496.
82
Herbert Simon, Las ciencias de lo artificial.
99
Cuando no se puede emplear la estricta racionalidad objetiva, se recurre a lo que Simon
llama racionalidad procedimental, que se basa en el empleo de procedimientos en los no
resulta posible evitar cierta imprecisión o laxitud, por lo que el ejercicio de la racionalidad
está acotado y se encuentra circunscrito a la situación concreta que se está estudiando y,
en su caso, a limitados poderes computacionales. Con la racionalidad objetiva se puede
optimizar la solución a un problema, en el sentido que se da en matemáticas a ese
término; mientras que con la procedimental lo más que se puede aspirar es a lograr una
solución satisfactoria, lo que, por otra parte, no es poco en la mayor parte de las
situaciones concretas de las que se ocupan los ingenieros. Lo que éstos pretenden es que
aquello que proyectan funcione de acuerdo con el objetivo que ha presidido su ejecución.
Por ello, si la solución adoptada resiste una experimentación intensiva, será aceptada
como buena aunque no satisfaga las exigencias que consideraría indispensables un
científico convencional. El ingeniero ni necesita ni le basta que haya una demostración
científica de que el producto que persigue es posible; su objetivo es que sea eficiente,
seguro, fiable, económico y capaz de atraer al público al que está destinado, por lo que
estará en principio satisfecho cuando logre unas prestaciones que resulten aceptables de
acuerdo con esas metas. De este modo, es posible encontrar, en el ejercicio de la
ingeniería, el «serpenteante rastro de lo humano» —recordando la afortunada expresión
del filósofo americano Hilary Putnam83–– en un dominio que parecía dominado por lo
pretendidamente objetivo, que es lo que propugna el cientificismo y que algunos
ingenieros parecen añorar.
Hay heurísticas muy generales, como las referidas a los coeficientes de seguridad, y otras
propias de cada tecnología. La aceptación de las heurísticas vulnera también la
83
Putnam, H. Las mil caras del realismo.
84
Billy Vaughn Koen, Discussion of the Method.
100
proposición de que la ingeniería es un simple anexo de la ciencia, en su pretensión de que
todas sus reglas sean una derivación del conocimiento científico previamente existente.
Esto último sucede solo en algunos casos, aunque es deseable que estos sean lo más
numerosos posibles. El propio Koen propone como heurística: «aplicar el conocimiento
científico siempre que sea posible».
Otro concepto que emplea Koen es el de estado del arte de una cierta rama de la
ingeniería, del que forma parte el conjunto de conocimientos y heurísticas usadas por los
ingenieros de esa especialidad para resolver los problemas que les son propios. Lo que
hacen normalmente los ingenieros, según Koen, es recurrir al estado del arte que
represente la mejor práctica de la ingeniería en la rama correspondiente y en cada
momento histórico.
Los fenómenos complejos a los que tiene que enfrentarse el ingeniero resultan a menudo
intratables sin alguna oportuna simplificación. Al pretender simplificar un problema
complejo, hay que enfrentarse a un difícil equilibrio entre clarificarlo y hacer más
manejable el problema, por una parte; evitando, al mismo tiempo, dejar de considerar
algo de lo que no se pueda prescindir, por otra. La resolución de los problemas de
ingeniería suele implicar aproximaciones y, por tanto, siempre queda gravitando la
posibilidad de que se olviden factores esenciales, que puedan manifestarse en un
momento imprevisto o, peor aún, inoportuno. Cada solución es, en cierto sentido,
incompleta: queda la duda de si se habría podido encontrar otra mejor. Este carácter
«incompleto» de la solución alcanzada deja abierta la posibilidad de que en el futuro
alguien sea lo suficientemente perspicaz para hallar una solución con mejores
prestaciones —que es lo que sucede corrientemente.
101
La representación
En el método del ingeniero tiene una función destacada la representación de aquello que
está concibiendo o diseñando, lo cual tradicionalmente se hacía por medio de
representaciones gráficas, aunque en la actualidad se emplean otras más elaboradas,
como las que permiten los recursos informáticos. La representación previa de aquello que
se está ideando ha tenido un papel capital en el método de la ingeniería tradicional. Por
ello, el dibujo ha estado entre las herramientas clásicas de todo ingeniero. Los planos
ponen de manifiesto el considerable ingrediente no verbal de la ingeniería. Recordemos
que en la École Polytechnique de París, uno de los focos de irradiación de la componente
científica del ingeniero, la geometría descriptiva (heredera de la geometría proyectiva de
Brunelleschi y otros artistas renacentistas) era una de las asignaturas más importantes;
que precisamente impartía Gaspard Monge, uno de los promotores de la École.
Las matemáticas son, en general, la herramienta científica de la que más se valen los
ingenieros, que han sabido embeberse de los métodos cuantitativos. Las emplean para
representar los problemas que les son propios, tanto para poder realizar cálculos como
para la misma concepción de lo que proyectan. En sus manos se convierten en un
instrumento que contribuye a hacer operativo el conocimiento del que disponen. Las
matemáticas están detrás de muchos procedimientos para resolver problemas de
ingeniería, pero quizás un uso especialmente llamativo es la construcción de modelos
matemáticos de aquello que imaginan y tratan de construir.
En todo caso, se pone así de manifiesto cómo los ingenieros (y por tanto, la técnica)
recurren a las matemáticas, dejando en entredicho la repetida y desacertada afirmación de
que la técnica se reduce a dedos inteligentes 85, como si se limitase exclusivamente a una
actividad manual —los que así opinan quizás estén pensando en la labor auxiliar del
técnico de laboratorio. Esa tergiversación no es ajena a la apreciación subalterna de la
técnica. Conviene tener en cuenta que uno de los centros de investigación técnica y de
formación de ingenieros más renombrados del mundo, el MIT, tiene como lema Mens et
manus (mente y mano).
Todo ello sin obviar que aunque las matemáticas deben estar disponibles (siempre están
ahí), no deben dominar o absorber los problemas ingenieriles en cuestión. Tampoco se
85
«La revolución industrial fue realizada por cabezas duras y dedos inteligentes. [Por hombres que]
carecían de una educación sistemática en ciencia …» se puede leer en Eric Ashby, La tecnología y los
académicos, p. 79.
102
olvide que, en realidad, las matemáticas no son una ciencia natural en sí mismas, pues en
ausencia de datos de observación no afirman nada del mundo. Las matemáticas esconden
un profundo misterio —como sucede con el mismo lenguaje—, ya que aunque no están
basadas en el mundo alcanzan un singular valor para describirlo, tanto para hacer la
misma ciencia como para los artificios de los que tratan los ingenieros.
El imperioso pluralismo
Ya se ha dicho que el diseño de cualquier obra de ingeniería, sea un teléfono móvil o un
viaducto, no se desprende solamente de la ciencia convencional preestablecida, ya que no
hay ninguna teoría o conjunto de ellas que lo «cubra» unívocamente, en el sentido de la ya
antedicha cobertura legal de Hempel. Por ello, el ingeniero sabe que no dispone de un
único cuerpo teórico T en cuyo seno desenvolverse con exclusividad, sino que dispone de
distintas 𝑇𝑖 (tanto tecnologías como otro conocimiento de carácter específico) que
atañen a otros tantos aspectos del funcionamiento de lo que proyecta: mecánica de
estructuras, cinemática, consideraciones energéticas, control e instrumentación, entre
tantas otras. Cada 𝑇𝑖 corre a cargo de los correspondientes especialistas, que actúan de
forma coordinada con el resto de los participantes en un determinado proyecto. En
general, de cualquier aspecto de la realidad podemos tener múltiples y variadas
descripciones86. Por ello, la imagen del mundo con la que trabajan los ingenieros se basa
en un conjunto de perspectivas cada una de las cuales se refiere a un determinado aspecto
o parcela de la ingeniería, y a las que cabe pedir consistencia entre ellas todo lo más en las
zonas de solape entre esos enfoques.
Pero aunque no exista 𝑇, los ingenieros son capaces de construir máquinas o concebir
procesos y conseguir que funcionen de acuerdo con los objetivos que han motivado su
construcción, y si esto se olvida entonces se desdibuja y se pierde la idea de la labor de
síntesis creativa, más allá del conocimiento científico del que se disponga, en la que
consiste la ingeniería. Ésta se desenvuelve sustentada sobre conocimientos —por todas
las 𝑇𝑖 ––, pero estos saberes no tienen más papel que el de acotar la posibilidad de poder
llevar a cabo los ingenios correspondientes y contribuir a proyectarlos eficientemente, lo
que no es poco.
86
Hilary Putnam, Op. cit.
103
Es posible que se diga que en el dominio de la ciencia se observan fenómenos que
presentan rasgos semejantes al caso considerado en el párrafo anterior, ya que un mismo
objeto puede ser objeto de distintas disciplinas científicas. Un meteorito puede ser
analizado con métodos de la física (al determinar su peso, sus dimensiones y otras
características físicas del objeto), de la química (al analizar su composición), de la
astronomía (al suministrar información sobre sus trayectorias), de la mineralogía (tipos
de minerales que lo forman) o de la biología (la búsqueda de improbables restos de
componentes orgánicos, aminoácidos o bacterias fosilizadas). Sin embargo, al contrastar
el caso del tren de alta velocidad con el del meteorito se ponen de manifiesto, una vez
más, las diferencias entre la ingeniería y la ciencia en las que se viene insistiendo a lo
largo de este libro. Si se reflexiona, se concluye que el pluralismo 87 en ingeniería es
esencial, pues articula distintas tecnologías en torno a un objetivo preestablecido, para
cuyo logro se requiere esa confluencia. La labor del ingeniero consiste, en último
extremo, en esa síntesis. Pero, por otra parte, en ciencia el pluralismo «recorta» el objeto
de estudio en diferentes disciplinas cada una de las cuales es autónoma al realizar su
aportación, aunque luego se integren las descripciones parciales aportando una
perspectiva global, recomponiendo el cuadro con las distintas contribuciones. La
fragmentación que impulsa el especialísimo de las disciplinas científicas se contrarresta
por la posterior reunión de los resultados obtenidos por cada una de ellas
independientemente. Pero lo específico de la labor del científico se desenvuelve en el
seno de cada una de estas disciplinas, mientras que en el caso del ingeniero es en la
conjunción de ellas donde alcanza su excelsitud.
En todo caso, y volviendo a los ingenieros, estos son radical e inherentemente pluralistas
o multidisciplinarios. Para llevar a cabo un proyecto adoptan diferentes perspectivas y
recurren a todo lo que sea necesario, sin someterse a una disciplina única que no sea el
cumplimiento de los objetivos que motivaron su intervención.
87
El estudio del pluralismo es especialmente relevante en el ámbito de la política, en especial en los
análisis sobre la imposibilidad de alcanzar el consenso en comunidades humanas cuando los objetivos de
los distintos agentes son incompatibles. Según este punto de vista, las sociedades progresan por la
multiplicidad razonada de las opiniones presentes en ellas, y no por la reducción un discurso único. No
obstante, el pluralismo no se limita a aspectos relacionados con la incompatibilidad de determinados
objetivos humanos o sociales, como la libertad y la búsqueda de la felicidad, sino que afecta también a
cuestiones epistemológicas.
Para ilustrar el pluralismo se puede recurrir a un breve cuento. Dos varones, que están litigando sobre una
cuestión, acuden a un sabio anciano para que les ayude a dirimir entre ellos. Este se reúne con cada uno de
ellos. Oídas las razones del primero dice: «Tienes razón». Tras hacer lo mismo con el segundo, afirma: «Tú
también tienes razón». Entonces interviene la mujer del anciano, que había escuchado todo el proceso, y le
reprende: «¡Pero no puede ser que tengan razón los dos!» El anciano sabio asiente y resuelve: «En fin,
tienes razón tú también».
88
Wilczek, Op. cit., p. 334.
89
Para otro planteamiento adicional de esta cuestión véase S. Hawking y L. Mlodinow, El gran diseño.
104
La difícil medida de la actividad académica
Los ingenieros que ejercen su labor en centros universitarios se encuentran ante un dilema
—lo mismo sucede con otras profesiones universitarias, como la medicina. En tanto que
educadores necesitan formar profesionales para la sociedad en una especialidad
determinada; pero como académicos tienen también que alcanzar legitimidad en el
mundo universitario. Para lo primero, aparte de estar dotados de capacidades didácticas,
deben conocer de primera mano el ejercicio de la profesión para poder trasmitirlo a sus
estudiantes y, por ello, disponer de experiencia directa en problemas de relevancia para la
actividad correspondiente; mientras que para lo segundo tienen que hacer contribuciones
intelectuales con pretensiones de cierta generalidad, aunque sea restringida al ámbito de
la especialidad de la ingeniería de la que se trate. El delicado equilibrio entre ciencia e
ingeniería ha determinado que en algunos casos los ingenieros se inclinen excesivamente
hacia la ciencia, relegando lo específico de su propio dominio. Esto sucede especialmente
en los que ejercen su actividad en el medio académico, donde corren el peligro de
subordinarse a las normas propias de la ciencia, cuyas diferencias con relación a las de la
ingeniería se están tratando de dilucidar en estas páginas.
En todo caso, se ilustra así la distorsión que se produce en la evaluación de los ingenieros
académicos exclusivamente por sus publicaciones. Sin embargo, pese a ello, los
ingenieros que ejercen su labor en el medio académico han sucumbido al imperativo de
publicar y se comportan de forma similar a los científicos por lo que respecta al papel que
105
tienen las publicaciones en su promoción profesional y publican ansiosamente, aunque lo
publicado resulte ajeno al ejercicio de la profesión, pues han acabado aceptando el
extraño argumento de los científicos de que si lo que hacen no es útil hoy, sin duda lo será
mañana. Pero cuando el ingeniero (académico) deja de ocuparse de problemas concretos
para indagar sobre conocimientos generales de potencial rendimiento futuro pensando
solo en su publicación inmediata, cesa de comportarse como un genuino ingeniero para
adoptar las maneras de un científico tradicional. Por ello hay que ser reticente respecto al
uso de criterios cuantitativos para evaluar la actividad académica (especialmente el
pernicioso índice h) pues, en el ámbito de la ingeniería, las cosas son mucho más
complejas de lo que esconde ese limitado objetivo en su ingenua búsqueda de la
simplicidad y de lo cuantitativo en todas partes.
Figura 8.- Diagramas especulares de las prioridades de ingenieros y científicos con respecto a las
aplicaciones A y a la producción de conocimiento P.
Dicho lo cual hay que reconocer la especial complejidad que tiene la evaluación de los
ingenieros que ejercen su actividad en el medio académico, pues, como se decía al
principio de este apartado, han de desenvolverse entre dos mundos e intentar mantener un
difícil equilibrio entre la participación directa en proyectos ingenieriles, cuya
contribución al ámbito de la ingeniería correspondiente puede resultar muy difícil de
evaluar, y la publicación de aportaciones relevantes para su rama de la ingeniería, que se
puede cuantificar más fácilmente. Y así, la solución adoptada ha sido la más cómoda:
considerar solo las publicaciones. Por ello, los que se ocupan de proyectos concretos de
ingeniería se encuentran en una incómoda competencia con los que se cuidan únicamente
de publicar.
106
Capítulo VIII.- El modelo lineal y su posterior cuestionamiento
Ingeniería y ciencia después de la Segunda Guerra Mundial
Antes de la Segunda Guerra Mundial la opinión dominante era que los ingenieros se
ocupaban con exclusividad por hacer cosas útiles, lo que tenía prioridad absoluta,
mientras que los científicos tenían como motivación principal el comprender cómo está
constituido el mundo natural. Sin embargo, tras esa guerra se produjeron cambios
apreciables en cómo se percibían esas adscripciones. Después de ella se entra en una
etapa conocida por diferentes eras en las que lo técnico es lo definitorio. En primer lugar,
se da una era caracterizada por el aprovechamiento de la fisión del átomo, mediante su
empleo en la bomba atómica y en la generación de energía eléctrica, época en la que tuvo
un papel relevante la ciencia física. Se iniciaba así lo que se llamó la era atómica (de la
que formaba parte, desde 1955, el programa de usos pacíficos de la energía atómica
«Átomos para la paz», según el cual a partir de esta forma de energía se iban a resolver
todos los problemas energéticos, aparte de otros beneficios, como los usos medicinales de
los radioisótopos). A principios de los años sesenta lo nuclear gozaba de un
extraordinario prestigio, pero pronto sería desplazado por la conquista del espacio
exterior, al iniciarse la aventura espacial, y con ella la llamada era del espacio, en la que
los aspectos propiamente ingenieriles son claramente dominantes. Ambas eras resultaron
fugaces; pues la revolución técnica que ha tenido más amplia y fértil incidencia en la
segunda mitad del siglo XX ha sido la era de la información, y también una variante de ella
de singular repercusión: la de la automatización y la robotización.
107
Los físicos habían sido capaces de construir una pequeña pila atómica con sus propias
manos y pensaban que el resto era una simple cuestión rutinaria. En efecto, la primera
etapa del proyecto Manhattan había terminado, en 1942, con la primera reacción en
cadena, obra de un grupo dirigido por el físico de origen italiano Enrico Fermi
(1901-1954), y en ella habían participado grupos de investigadores dispersos en varias
universidades, y solo habían tenido un papel discreto el ejército y las empresas de
ingeniería. Completada esta primera etapa, se trataba de pasar a una escala industrial, y
por tanto de hacer entrar en escena a los ingenieros y las grandes empresas que disponían
del saber hacer necesario. En ese momento, el general Leslie R. Groves (1896-1970), un
ingeniero militar, tomó el mando del proyecto e impuso el reagrupamiento de los trabajos
sobre la bomba en Los Álamos (Nuevo México), así como la construcción de
instalaciones industriales para la separación del plutonio (Clinton Engineer Works, en
Oak Ridge, Tennessee) y la investigación sobre materiales fisibles. En 1942 el proyecto
Manhattan cambió de escala. A partir de un proyecto llevado a cabo al principio
solamente por físicos, se convirtió en uno de los más grandes esfuerzos interdisciplinarios
industriales puestos en marcha hasta ese momento, con especial implicación del Cuerpo
de Ingenieros del Ejército americano 91. En dos años y medio (desde principios de 1943
hasta Hiroshima) se alcanzó la meta perseguida.
Es claro que sin aquellos científicos no se hubieran fabricado las bombas. Pero también lo
es que solo con ellos es presumible que tampoco se hubieran hecho. La organización
global del esfuerzo dirigido por Groves fue también esencial. Se requirió la construcción
de nuevas plantas industriales adecuadas para conseguir los materiales necesarios; la
puesta a punto de procesos a gran escala hasta entonces no abordados; y la recepción e
integración de miles de componentes de diferentes suministradores con uniformidad y
con suficientes garantías. Todo ello fue en gran medida la contribución de los ingenieros.
Así, el proyecto Manhattan no fue únicamente un asunto de aplicación científica puntera
en física nuclear, sino también un complejo programa industrial formado por múltiples y
variados problemas ingenieriles. En el proyecto se produjo el encuentro de dos labores
que hasta entonces se habían dado la espalda: por una parte, la investigación en física
nuclear de los 50 años anteriores, que alcanzó su cumbre con la primera reacción en
cadena de Fermi; y, por otra, los 50 años de producción en masa en la industria química,
que se inició en los primeros años del siglo XX con la síntesis del amoníaco y las técnicas
de química catalítica de altas presiones, y que alcanzó su apogeo con la producción del
nailon, en los años cuarenta. El desarrollo de la energía nuclear fue la ocasión que
permitió la conjunción de esos dos mundos, aunque fuese temporal.
91
F.G. Gosling, The Manhattan Project: Making the Atomic Bomb, DOE/MA-0001-01/99, 2010, pp.
11-12.
108
a ellos. La primacía de la ciencia con relación a la técnica, que hasta entonces se había
aceptado a lo sumo en el ámbito académico, se empezó a admitir en un orden más ligado
a las aplicaciones. Por otra parte, los historiadores, y otros autores pertenecientes al
mundo de las humanidades, adoptaron en general el discurso de los físicos, desdeñando la
singularidad de las aportaciones de los ingenieros, e incluso aceptando que la técnica se
reducía a meros corolarios de los logros científicos —las artes mecánicas no han gozado
del mismo crédito intelectual que la ciencia, como ya se ha repetido en distintas
ocasiones. Asimismo, la prioridad de los físicos en la bomba atómica pretendió
extenderse al conjunto de las relaciones de la ciencia con la ingeniería, lo que estaría en el
germen del modelo lineal, al que se aludirá en el siguiente apartado. De esta manera, la
Segunda Guerra Mundial marca un punto de inflexión en las relaciones entre la ciencia y
sus aplicaciones técnicas, y llega a modificar el marco de las políticas científicas en
Estados Unidos, si bien con anterioridad a ese conflicto ya se habían detectado signos
incipientes en ese sentido, aunque estuvieran más o menos larvados, en la École
Polytechnique de París y en la ingeniería química alemana, entre otros casos.
Los físicos adquirieron un considerable peso en la posguerra, aureolados por sus éxitos,
especialmente en el proyecto Manhattan, convenientemente publicitados. Un número
importante de ellos ocuparon posiciones destacadas en la administración pública, en las
universidades y en las fundaciones que financiaban la investigación. Pero, a pesar de
todo, uno de los personajes individuales que más influyeron en el curso que iba a tomar la
investigación científica en la posguerra en los Estados Unidos, y por ende en el mundo,
fue un ingeniero: Vannevar Bush, a quien ya se ha aludido y a quien se volverá después
con mayor detalle.
Con todo ello experimenta un renovado impulso la implicación directa de la ciencia en lo
social y en lo político, además de en lo exclusivamente epistemológico. La guerra, en
especial el armamento atómico, contribuyó a socavar la idea utópica de que la ciencia era
algo inmaculado ajeno a la política. Los gobiernos movilizaron a los científicos para que
participasen en proyectos armamentísticos, con presupuestos muy elevados y con
objetivos concretos de orden aplicado y no meramente especulativo —en cada época, los
militares suelen estar involucrados en la técnica más avanzada, que prosperará si es
ventajosa para los objetivos bélicos. Los esfuerzos conjuntos de ingenieros y científicos
se tradujeron en grandes progresos técnicos como el radar, los nuevos componentes
electrónicos de estado sólido que vaticinaban la revolución digital, y tantos otros. Al
mismo tiempo, los resultados de la ciencia perdieron el comunalismo (el carácter público
de los resultados científicos) del que ésta había alardeado en toda su historia.
Al concluir la guerra se extendió el convencimiento de que la hegemonía en el mundo
bipolar, que había surgido con ella, dependía de la superioridad científica (subestimando
el inmenso y decisivo esfuerzo industrial en la producción de armamento para el
desenlace de la contienda). De hecho, antes de la Segunda Guerra Mundial estaba
extendida la creencia de que la investigación científica era un lujo que nutría más el
espíritu que el cuerpo. Sin embargo, esa guerra cambió completamente esa percepción. Se
asumió que la implicación de los poderes públicos en investigación se justificaba en que
el valor social, para el conjunto de la sociedad, de los resultados de las inversiones en
investigación aplicada podía ser mayor, en gran parte de los casos, que el beneficio que
pudiera suponer para algunas empresas privadas —la aventura espacial, por citar un caso.
Se comprendió que esas mayores inversiones públicas incrementan las posibilidades de
nuevas innovaciones con amplia repercusión en beneficio del conjunto de la sociedad.
Además, en los años de la posguerra se mantuvieron los lazos urdidos durante el período
bélico entre militares, industrias y grandes grupos de investigación, de lo que el proyecto
109
Manhattan había sido el ejemplo arquetípico. Dwight D. Eisenhower (1890-1969)
pronosticó en su discurso de despedida de la presidencia de los Estados Unidos, en 1961,
que su país había entrado, con la Guerra Fría, en un nuevo periodo de su historia,
caracterizado por la aparición de lo que él mismo bautizó como el «complejo
militar-industrial»: una red que asociaba a las administraciones públicas, el Pentágono,
las grandes empresas y los centros de investigación.
110
Figura 9: Portada de la revista TIME (3 de abril de 1944) en la que aparece el ingeniero
Vannevar Bush, a quien se describe como «general de los físicos».
Bush, a pesar de su condición de ingeniero, tuvo un papel destacado en la promoción de la
ideología, sesgada al cientificismo, que prosperó durante y después de la Segunda Guerra
Mundial. En efecto, el nombre de Bush se asocia con lo que luego se ha conocido como
modelo lineal (sería más propio llamarlo modelo unidireccional) de investigación. Este
modelo fue promovido por el influyente MIT, entre otras instituciones, y se puede
resumir en una fórmula simple: primero hacer ciencia para luego poder hacer ingeniería.
Lo que se traduce en que la investigación básica sería la que originaría capital científico a
partir del cual se producirían todos los progresos en la técnica y en la ingeniería; es decir,
el camino seguro iría de la teoría a la práctica. De acuerdo con ello, los científicos son los
que generan el nuevo conocimiento que actúa como una especie de combustible que nutre
a los ingenieros que más tarde lo aplican, por lo que la investigación científica básica
precede unidireccional y necesariamente a los desarrollos ingenieriles y a las aplicaciones
prácticas en busca de algún beneficio.
Bush expuso sus ideas en un conocido informe al presidente Truman, en 1945, que estaba
llamado a tener gran influencia en la política científica y en las expectativas con respecto
111
a la investigación y desarrollo (I+D92) en los tiempos posteriores. Este informe se tituló
expresivamente Science, the Endless Frontier 93 . De él parecía deducirse que la
investigación básica debería anteceder siempre a los nuevos desarrollos técnicos y que la
ciencia era lo único capaz de proporcionar un sustrato sólido sobre el que edificar la más
contingente práctica de la ingeniería. De este modo, se impulsó el latente discurso en el
que se resaltaba la prioridad, para los ingenieros, de la investigación básica que llevaban a
cabo los científicos, lo que era una novedad en un país adalid del pragmatismo (¡ay, los
conversos!).
En realidad, el modelo lineal aspira a extender a todas las relaciones entre ingeniería y
ciencia lo que sucede, como ya se ha visto, en la acepción que se adopta en este libro de
ciencia aplicada; es decir, las aplicaciones siempre detrás de los resultados científicos,
por nimios que estos sean. Es como si lo verdaderamente estimable de la técnica del
ingeniero se redujese a lo que estuviese basado en conocimientos científicos, y no a la
propia funcionalidad y eficiencia de los productos resultantes.
El informe de Bush sentó doctrina y se vivió así una edad de fe en el modelo lineal que
comprendió aproximadamente los dos decenios que siguieron a la guerra, aunque sus
ascuas humean todavía. A partir de entonces, y durante unos años, se afianza la ideología
correspondiente, e incluso los libros sobre investigación en ciencia básica empiezan a
proponer, unas veces de forma sutil y otras no tanto, que el conocimiento fundamental es
básico para todas las aplicaciones prácticas (recuérdese lo dicho con relación a la
electrónica y la mecánica cuántica).
Aun en nuestros días es posible oír a ingenieros prestigiosos afirmar que antes de esa
guerra se podía conceder que la ingeniería tenía autonomía con relación a la ciencia; pero
que a partir de ella la pierde. El caso es que si hay incluso ingenieros reputados en el
mundo académico que opinan así, no es de extrañar que los científicos, en especial los
físicos teóricos, alimentados con esa ideología, se convirtiesen en los árbitros de la
política de I+D, tanto en Estados Unidos como en otros países; y lo mismo sucedió en
España 94 . Se produjo así un incremento del énfasis en la ciencia a expensas de la
ingeniería, hasta el extremo de que parecía fomentarse que ingenieros y científicos
aplicados eran lo mismo.
No obstante, como se deduce de otros escritos suyos, Bush tenía una concepción mucho
más amplia y matizada de lo que era la investigación, que incluía la que se realizaba de
forma independiente y autónoma tanto en ciencia como en medicina, armamento o
ingeniería. Muchos partidarios del modelo lineal olvidan que este autor sostenía que
debía mantenerse un equilibrio entre ingeniería y ciencia. De hecho, Bush, en los últimos
años de su vida, puso en tela de juicio las interpretaciones superficiales que se estaban
propagando sobre el modelo lineal cuando afirmó que la ingeniería es más un «socio
92
Se ha pretendido incluir expresamente la innovación en el acróstico anterior añadiendo otra i, que
normalmente se escribe con minúscula, de modo que queda I+D+i. Aquí no se adoptará por superfluo.
93
Existe una traducción al español publicada en la revista Redes (noviembre de 1999) con el título
«Ciencia, la frontera sin fin. Un informe al presidente, julio 1945».
94
Cuando la Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica (CAICYT, 1958-1987) se convirtió
en la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología (CICYT), con la sustitución de técnica por
tecnología.
112
igualitario que un hijo de la ciencia»95. (Una clara ilustración de este paralelismo se tiene
en el diagrama de la figura 7).
Una cosa es hacer manualmente un dispositivo que con sumo cuidado funcione correctamente.
Pero es completamente diferente hacer miles, millones, por métodos de producción, todos iguales,
todos seguros en su uso, con un porcentaje tolerable de defectuosos. Esto no es ciencia; es
ingeniería de una clase superior. (Op. cit. pp. 108-109)
La primera cita recuerda lo que se decía, en aquellos años, entre ingenieros: si un cohete
espacial alcanza su objetivo, es un éxito de la ciencia; si no lo logra, entonces es un
fracaso de la ingeniería. A la segunda hay que añadirle el necesario matiz de que la
ingeniería no se ocupa únicamente de la producción, sino también de la concepción,
aunque en esa fase pueda contar con la colaboración de científicos; es decir, el ingeniero
interviene en el diseño, proyecto, producción y contribuye, además, al mantenimiento de
los ingenios que suministra a la sociedad.
Pero estas matizaciones no han sido apreciadas por algunos lectores precipitados del
informe de Bush a Truman —en el que no han sabido ver lo mucho que hay de
circunstancial––, por lo que acabó imponiéndose, al menos temporalmente, el modelo
lineal contemplado en su literalidad. Con esos supuestos, además, se ha llegado incluso a
condicionar la política universitaria y las propias titulaciones en ingeniería. Y así, ha
influido negativamente en la formación de los ingenieros, como ya denunciara el mismo
Bush en la primera cita anterior.
Hoy ese modelo ha sido superado al tener presentes interacciones mucho más complejas.
En realidad, el modelo lineal no fue objetado seriamente hasta los años sesenta. Por
ejemplo, en 1969 se hizo público el Proyecto Hindsight, promovido por el Departamento
de Defensa de los Estados Unidos, en el que se concluía que alrededor del 90 % de las
innovaciones en veinte de los más importantes sistemas de armas desarrollados desde
1945 provenían de investigación directamente ingenieril, y no de la llevada a cabo por la
ciencia básica. Este informe no dejó de producir un enorme revuelo entre los que
practicaban esa forma de ciencia 97.
Así pues, en los años sesenta el modelo lineal se denunció como excesivamente simplista,
si no básicamente incorrecto 98 , entre otras razones porque separa y jerarquiza a los
95
Albert Love y James Childers (Eds.), Listen to Leaders in Engineering, p.10.
96
Vannevar Bush, Pieces of the Action.
97
En el año 2007 se publicó una revisión de este proyecto (Richard Chait et alii: Enhancing Army S&T,
Washington DC, National Defense University, 2007) en la que se mantienen esencialmente sus
conclusiones, aunque se admite expresamente la obvia influencia de la ciencia en la formación básica de
los modernos innovadores técnicos.
98
Sumner Myers y Marquis Donald, Successful Industrial Innovations.
113
agentes en el proceso, cuando lo que sucede es que deben interaccionar de forma
completamente entrelazada y no meramente secuencial, sometidos a la disciplina que
impone su valor para la práctica. Por ello se propusieron, para reemplazar al lineal, los
modelos interactivos, de los que fue precursor el de enlaces en cadena o modelo
cadena-eslabón de Kline, al que han seguido otros muchos 99 . En estos modelos se
abandona el carácter unidireccional del modelo lineal para resaltar la
multidisciplinariedad latente en el proceso de innovación, en el que, en nuestros días, es
frecuente que se produzca una dinámica y colaboradora interacción de ingenieros con
científicos y otros agentes auxiliares y de soporte, todos los cuales actúan con objetivos
que tradicionalmente habían sido propios de la ingeniería.
Pero, pese a lo anterior, hay quienes se obstinan en mantener el modelo lineal. Para
algunos biempensantes del mundo académico, y también para ciertos responsables de la
política científica, ese modelo sigue siendo lo políticamente correcto. En este orden de
cosas, se oye con frecuencia que la investigación científica está siendo un éxito pero que
la innovación (con toda la ambigüedad que oculta ese término) es un fracaso, como si
debiera existir una conexión directa entre ambas, y del impulso a la investigación básica
debiera seguirse inexorablemente el crecimiento de la innovación; o que, de forma
alternativa, la investigación básica fuera el requisito necesario y suficiente para la
invención. La falacia que se esconde tras esa afirmación suele acabar produciendo un
frustrante desengaño en los que se aferran a ella.
99
Para más información consúltese: http://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2499438.pdf.
114
voz sintética tecnociencia, a su vez muy apreciada también en los llamados estudios
sociales de la ciencia.
La conjunción de la ciencia con la técnica, bajo el envoltorio promocional de «ciencia y
tecnología», es una propuesta que ha sido pregonada con tanta insistencia que podría
caerse en la tentación de aceptarla; pero la dilución de la identidad de cada uno de estos
dos modos de quehacer sería nefasta, tanto para la ingeniería como para la misma ciencia
y por tanto para la sociedad. Con ello todos pierden: los científicos lo que han tenido por
una de sus grandezas: la libertad de investigación; y los ingenieros su propia
especificidad, al quedar reducidos a un papel subalterno. El éxito en cada una de estas
actividades se mide con parámetros bien diferentes, por lo que se corre el riesgo de que se
apliquen a una de ellas los cánones propios de la otra, que es lo que sucede cuando se
analiza el distinto papel que juegan las publicaciones en los dos dominios —como se ha
visto en el capítulo anterior—; o, por otra parte, se exigen aplicaciones prácticas
imperiosas a la investigación científica. Y así, el supuesto solapamiento amenaza con
desdibujar las virtudes propias de cada una de ellas, las cuales poseen sus respectivas
peculiaridades, sus normas diferenciadas, que conviene mantener autónomas e
independientes para que las dos puedan seguir alcanzando los mismos objetivos que las
han definido en el pasado y que la propia sociedad demanda de ellas, aunque estén
sometidas en cada época a un permanente proceso de revisión actualizadora. La fecunda
simbiosis de la que se ha hablado al final del capítulo VI no impide la autonomía de las
dos formas de actuación, como ya se decía allí.
En fin, y siguiendo con lo anterior, conviene reseñar que en nuestra época se está
produciendo una acalorada defensa de la conservación de la diversidad en distintos
dominios, como el biológico o el cultural, pero por lo que respecta a la ingeniería parece
promoverse un movimiento de signo contrario: se trata de diluirla en un totum revolutum
en el indefinido campo de la denominada «ciencia y tecnología». De este modo parece
relegarse el proceder original de nuestros remotos ancestros cuando, en su afán por
sobrevivir, supieron desplegar la potencia de la mente humana, en conjunción con sus
ágiles manos, creando la técnica, con la que se enfrentaron a un medio hostil y
desencadenaron, con su ingenio y su destreza, con su imaginación y su habilidad para
manipular y reconducir el mundo natural —virtudes heredadas por los ingenieros, y por
los técnicos en general, y que contribuyen a definirlos––, la larga senda de Homo faber
para sustituir el mundo salvaje por otro mucho más hospitalario y confortable en el que
fuese posible vivir una vida más agradable y más fructífera en la insaciable búsqueda de
la felicidad.
115
agenda a la ciencia100. Después de la Segunda Guerra Mundial, como se ha indicado en
páginas anteriores, una parte de los científicos se ha sentido atraída por los sustanciosos
proyectos en los que prevalece la utilidad, olvidando, o al menos postergando, las metas
tradicionales a las que sus antecesores habían dedicado sus mejores esfuerzos: el saber
altruista y contemplativo. Esto se pone especialmente de manifiesto cuando se considera
cómo la biología ha arrebatado a la física el reinado de la ciencia. En efecto, la primera
está respaldando tareas de gran repercusión práctica, como son los transgénicos, las
biotecnologías, la genómica, las aplicaciones a la medicina, la ingeniería tisular, entre
otras numerosas líneas de investigación; mientras en la ciencia física han sido
dominantes, especialmente hasta la primera mitad del siglo XX, cuestiones más abstractas,
aunque se observa una cierta reorientación en temas tales como las nanotecnologías, los
nuevos semiconductores, el grafeno, que aportan nuevos componentes con los que se
pueden hacer artefactos, o llevar a cabo actuaciones ingenieriles, hasta entonces
impensables.
Todas estas líneas de investigación están inspiradas en la búsqueda de resultados
científicos de los que previsiblemente se derivarán posibles y apetecidas aplicaciones.
Así, una parte significativa de la ciencia, en nuestros días, parece estar inspirándose, al
buscar temas de investigación, en objetivos considerados hasta ahora como propios de la
técnica por su carácter aplicado, aunque se proceda, al indagar en esos temas, de una
manera consistente con las normas tradicionales en el mundo científico. Por tanto, esa
ciencia tiene que hacer compatibles las exigencias del método científico convencional
con la búsqueda de objetivos prácticos (acaso por eso los que la practican defienden la
acepción de la voz tecnología que les garantiza un terreno propio en el que coexistan
metas consideradas tradicionalmente dispares e inalcanzables al mismo tiempo. De
acuerdo con esa acepción, como se recordará, la tecnología sería la técnica que deriva
directamente de la ciencia, o incluso la que hacen los mismos científicos). Con relación a
los que hacen esa ciencia cabe preguntarse: ¿entre sus ambiciones, cuál es dominante,
publicar un artículo en una revista de gran impacto científico o resolver primariamente
problemas prácticos y lucrativos101? (Puede que pretendan alcanzar al mismo tiempo las
dos metas, aunque resulta inevitable que exista una prioridad relativa entre ellas, pues
deben recordar lo dicho respecto a la persecución simultánea de dos liebres). Sin olvidar
que el pretendido objetivo configura el método empleado para alcanzarlo.
En realidad, lo que pretenden esos científicos es hacer una especie de ciencia aplicada
inducida, en el sentido de elaborar una ciencia, con todas las exigencias metodológicas
habituales, pero inspirada en cuestiones de orden práctico y cuyo fin es convertirse en
aplicada; lo cual presenta alguna semejanza con lo que hacían tradicionalmente los
ingenieros cuando carecían de basamento científico convencional para lo que trataban de
hacer; aunque ahora los científicos lo hagan con verdadera ambición científica,
persiguiendo en sus resultados la plena homologación y compatibilidad científica de los
logros alcanzados, como es propio del canon al que se someten, y no se conforman con
que estén restringidos a un caso concreto, como han hecho siempre los ingenieros, que
han tenido menor ambición epistémica —interesa recordar ahora, de nuevo, el túnel
aerodinámico de los Wright, como muestra de una investigación ingenieril de objetivos
concretos y limitados.
100
Paul Forman, «The primacy of science in modernity, of technology in postmodernity, and of ideology in
the history of technology», History and Technology, 23 (1), 2007: 1-152.
101
Davis, Michel (1998). Thinking like an Engineer, p. 15.
116
Los científicos que proceden así tratan de forzar la consigna baconiana: las aplicaciones
prácticas son el resultado de algún conocimiento básico, a cuyo desvelamiento ellos se
aplican motivados por esas mismas aplicaciones. Son, asimismo, los que propugnan el
maridaje de ciencia y tecnología, que ya se ha discutido en el apartado anterior.
Igualmente, hay que mencionar que algunos ingenieros académicos actúan de manera
semejante, aunque sus orígenes suelen afectar a sus modos de proceder, lo que determina
que en la investigación de éstos tenga menor peso la pretensión de universalidad de sus
logros. Pero, entre tanto, el grueso de la ingeniería discurre por las vías acostumbradas,
aunque sin perder de vista las oportunidades que ofrecen esos nuevos conocimientos y
productos, de los que se vale para llevar a cabo sus funciones específicas usuales.
De este modo, en la actualidad, muchos científicos participan directamente en la
elaboración del mundo artificial (indirectamente lo han hecho siempre), participando en
los equipos multidisciplinarios en los que se hace la ingeniería moderna, aunque hay que
mencionar que normalmente intervienen solo en las primeras etapas, si bien su
participación puede abrir, en determinados casos, nuevas y feraces vías de innovación:
cuando se acierta en lo básico los efectos pueden traer gran progreso.
Así pues, los casos que se han mencionado más arriba, al final del primer párrafo de este
apartado, son muestras de los cambios que se están produciendo a principios del siglo
XXI, cuando una parte significativa de los científicos adopta lo que había sido uno de los
rasgos distintivos de la investigación técnica: el estar orientada a la consecución de
objetivos concretos y aplicados. ¿Se está transformando la tradicional consideración de la
técnica como ancilla scientiae en un nuevo escenario en el que la ciencia adopta el papel
de ancilla technicae? (En el primer caso la servidumbre era respecto a los conocimientos
y en el otro con relación a los fines). ¿Se están convirtiendo los problemas considerados
tradicionalmente como propios de los ingenieros —o de los médicos—en el manantial
predilecto que nutre de temas de investigación a los científicos? ¿Está adoptando la
ciencia un papel subalterno al ubicuo mundo de la técnica? El uso intensivo de aquella
con finalidades en las que son patentes las metas utilitarias como primera pretensión —y
no secundariamente, como sucede cuando se hace investigación fundamental y se mira
luego con el rabillo del ojo a ver si se encuentra alguna aplicación lucrativa a los
resultados básicos previamente obtenidos— adquiere intensidad a partir de los años
ochenta y ha sido considerada por el físico reconvertido en historiador de la ciencia, Paul
Forman (1937-), como una muestra de una transformación cultural de amplio alcance 102,
característica de nuestra época. La ciencia, como el resto de las actividades humanas, está
sometida a un fuerte componente cultural, pues se tiende a hacer la ciencia que demanda
la sociedad en un momento dado.
Para Forman, en nuestro tiempo se desdeña lo abstracto y general en favor de lo utilitario,
práctico e instrumental, todo lo cual se sitúa en un dominio más propio de la técnica que
de la ciencia, de modo que la primera se convierte en una motivación para la actividad
científica. En consecuencia, la simbiosis a la que se aludió al final del capítulo VI
adquiere, en la actualidad, características peculiares, matizadas por lo que ahora se está
viendo.
Con todo ello, se está produciendo una reorientación de una parte considerable de la
investigación científica desde objetivos definidos libre y especulativamente, con
discrecionalidad absoluta por parte del investigador, hacia otros promovidos por
necesidades de carácter aplicado; es decir, en los que lo útil es la principal motivación,
aunque a veces resulte encubierto. Ello es así hasta el extremo de que en la justificación
102
Paul Forman, Op. cit.
117
de las inversiones en ciencia ocupa un lugar destacado su posible valor para el progreso
técnico. Una muestra de eso es que se pide a los científicos, en las convocatorias de
proyectos de investigación con financiación pública, que hagan explícitos los beneficios
en forma de aplicaciones que estiman que se derivarían de sus resultados —se ha puesto
de moda en los medios científicos, y también en los políticos, llamar transferencia del
conocimiento a ese proceso, cuando en realidad lo que hay que transferir es la técnica, el
saber utilizable. No obstante, a muchos de ellos, la investigación con objetivos prácticos
predeterminados les produce gran frustración, pues con frecuencia tienen que abandonar
las posibilidades que se apuntan en hallazgos científicos inesperados y prometedores que
se presentan a lo largo del proceso investigador, y que a ellos les resultan llamativos, pero
que acaban por desatender para concentrarse en la finalidad concreta de aplicación
práctica que subyace al conjunto del trabajo y que está en el origen de las anheladas
financiaciones. Asimismo, tienen que soportar una gran presión en la búsqueda de
resultados inmediatos, lo que les resulta poco compatible con la serenidad requerida para
las genuinas indagaciones científicas. Todo esto produce una cierta turbación en muchos
de ellos, pero es un claro indicio de los cambios radicales que se están produciendo en la
forma de enjuiciar las correspondientes actividades.
De esta forma, aunque haya protestas en sentido contrario, nos encontramos inmersos en
un tiempo que presenta unos rasgos sensiblemente diferentes a los de siglos pasados. En
esa época se repudiaba que el fin justificase los medios empleados para alcanzarlo,
mientras que en nuestros días, por el contrario, el fin se invoca como justificación de la
actuación incluso en el ámbito de la ciencia, aunque haya sido en el de la técnica en el
que, por su propia naturaleza y desde siempre, el fin respalda los medios empleados. El
filósofo de la ciencia Paul Feyerabend 103 (1924-1994) postulaba que en el método
científico «todo vale». Sin embargo, es en el dominio de la técnica, donde lo instrumental
es dominante, en el que esa afirmación es incuestionable. La técnica se nutre de todo lo
disponible para alcanzar sus fines predeterminados, y es la eficacia y la eficiencia con las
que se alcanzan esos fines lo que permite evaluar la bondad y adecuación de los recursos
empleados y del resultado alcanzado.
Por otra parte, los ingenieros de todos los tiempos han tenido en cuenta aspectos que no
han interesado a los científicos convencionales, como son la organización de la
producción, el control de calidad, cuestiones presupuestarias o económicas y de
comercialización. Pero, en nuestros días, no pocos científicos (como el mencionado
Shockley) asumen plenamente esas labores. La cuestión es: ¿siguen siendo lo que durante
los dos últimos siglos se ha entendido como científicos? En todo caso, entre los que
mantienen la antorcha de los científicos tradicionales los hay que se preguntan:
¿desaparecerá la ciencia tal como la hemos conocido, como buscadora incansable de la
verdad, como primera y predominante opción? ¿Quién se ocupará entonces de la
exploración libre y desinteresada de nuevas propiedades del mundo natural? Se dice a
veces que estas últimas ya se conocen suficientemente, pero con esta afirmación se ignora
la multitud de dominios en los que aún se carece de un conocimiento básico: por citar un
caso, la neurociencia. Al mismo tiempo, y en paralelo, surge la cuestión: ¿depende la
posibilidad de innovación técnica exclusivamente del descubrimiento por los científicos
básicos de propiedades desconocidas del mundo natural? Aunque sea indiscutible que el
desvelamiento de propiedades ignoradas abre posibilidades inéditas hasta entonces al
ingeniero, ¿su genuino espíritu creador se reduce únicamente a esperar nuevos
103
Paul Feyerabend, Contra el método.
118
descubrimientos científicos y a explotarlos a posteriori? ¿O más bien se vale de ellos,
cuando ya están disponibles, para llevar a cabo los originales y creativos proyectos en los
que está embarcado, y que son los propios de su profesión?
Tercera parte
104
Xavier Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, p. 21.
105
Xavier Zubiri, Op. cit. p. 39.
119
Ingeniería y sociedad
Los ingenieros forman una insólita profesión. Como se ha insistido en páginas anteriores,
tienen un papel destacado entre los forjadores del mundo artificial. Los artificios que lo
pueblan han sido concebidos, construidos y están mantenidos en gran medida por ellos,
en lo que constituye la médula de su actuación profesional. Son herederos directos de las
actividades técnicas que se remontan a los primeros pasos dados por el género Homo
sobre la tierra; han existido, de una forma u otra, en todas las civilizaciones; y sin
embargo, al contrario de lo que sucede con otras profesiones, como la medicina, no han
alcanzado el rango de profesión plenamente asentada hasta épocas relativamente
recientes (en realidad hasta el Renacimiento, y aun entonces de forma incipiente). La
figura del ingeniero que se apunta en la antigüedad, constructor de grandes obras civiles,
se refuerza, en tiempos modernos, con la aparición de las grandes factorías en las que la
labor ingenieril adquiere nuevas dimensiones.
Es posible que la ingeniería tradicional, entendida como una profesión cuya misión
fundamental era aprovechar las fuerzas de la naturaleza, esté desdibujándose, al
convertirse su ámbito de actuación en un mundo híbrido, en el que intervienen factores de
índole muy variada. La ingeniería se está modificando en la medida en que su objetivo
principal está dejando de ser la exclusiva reconducción de los fenómenos naturales, para
además ocuparse de la gestión del mundo artificial en el que algunas de las cualidades del
ingeniero, tanto su conocimiento de las tecnologías involucradas como sus dotes de
liderazgo y de organización, son imprescindibles.
Se espera del ingeniero que sea ecuánime, esté bien informado y conozca los problemas
de los que se ocupa. La profesionalidad consiste en ser eficaz en la rama de actividad
correspondiente, pero a las empresas que contratan ingenieros también les atraen otras
cualidades personales como la iniciativa, la capacidad de liderazgo y la predisposición a
llevar a cabo un trabajo duro. Los ingenieros, por la propia naturaleza de su trabajo,
suelen tener un punto de vista cargado de optimismo, según el cual todo problema puede
121
resolverse de forma satisfactoria si se pone el empeño necesario y se dispone de las
herramientas adecuadas, y además se acierta en formular las cuestiones pertinentes.
También deben asumir como virtud profesional distintiva la lealtad con los destinatarios
de su trabajo, sea el público en general o las empresas para las que trabajan. Esto puede
conducir a dilemas, ya que estos dos objetivos a veces no pueden conciliarse
armoniosamente.
Por otra parte, no hace demasiado tiempo, el ingeniero, al finalizar sus estudios, todavía
aspiraba a encontrar un puesto de trabajo lo más estable posible que le garantizarse una
vida profesional permanente en el seno de una gran organización. El número de los que se
dedicaban a crear su propia empresa, o a ejercer como consultores, no era, ni mucho
menos, mayoritario. La tradicional vinculación de los ingenieros a grandes empresas
tenía gran estabilidad, de modo que la identidad de esos profesionales se asociaba a su
lealtad a esas empresas. Se establecía una recíproca adhesión entre la empresa y los
ingenieros —eso sucedía también con el resto de la plantilla, que solía jubilarse en la
misma empresa en la que empezaba a trabajar.
El mundo moderno europeo surge pues con dos puntos de referencia. Por una parte
Inglaterra, donde se gesta la Revolución Industrial, y que es asimismo la cuna del
pensamiento liberal y donde se implanta progresivamente el parlamentarismo. Por otra
parte, en el otro extremo, se sitúa el absolutismo francés que puso de manifiesto cómo
bajo la dirección del Estado era posible modernizar un país. En el absolutismo la
modernización se impone desde arriba, mediante el llamado despotismo ilustrado. Esta
forma de gobierno resultó muy atractiva para gran parte de los monarcas de la Europa
continental, en particular Prusia, Austria y Rusia, además de España, en especial durante
122
el reinado de Carlos III. Es notable y paradójico que el absolutismo acabase
desembocando en la Revolución francesa.
123
entonces la ingeniería sufre adherencias del cientificismo. Sus estudios, aunque tenían
como objetivo final las aplicaciones prácticas, estaban precedidos por la adquisición de
unos conocimientos científicos de gran calidad.
El sistema francés de escuelas de ingenieros fue adoptado, con variantes más o menos
apreciables, por el resto de la Europa continental, incluida España. La excepción a esta
tendencia se produce en Inglaterra, donde los estudios de ingeniería no alcanzan el mismo
nivel que en el continente, aunque sí el ejercicio de la actividad profesional
correspondiente que logra en ese país una excepcional notoriedad.
A Smeaton se le considera uno de los primeros ingenieros, en sentido moderno, que hubo
en Inglaterra. Es un claro promotor de la sustitución de los métodos tradicionales de
diseño de máquinas empleados por los artesanos, por otros que pretendían estar más en
consonancia con el nuevo espíritu científico que estaba fraguando tras la Revolución
Científica del XVII. Smeaton había iniciado su vida laboral fabricando instrumentos de
precisión para la astronomía (otra de sus grandes dedicaciones). Esos trabajos le
permitieron mantener una gran familiaridad con los mecanismos de precisión, por una
parte, y por otra con las leyes de Newton de la gravitación universal. La relación entre las
mediciones de la posición de los planetas y el cálculo de estas posiciones a partir de un
cuerpo teórico le produjo una enorme fascinación e intentó trasladarlo a la construcción
de máquinas. Fabricó a escala de laboratorio modelos de ruedas hidráulicas a las que
sometió a cuidadosos experimentos, modificando su forma y las relaciones entre sus
partes hasta conseguir incrementar su eficacia. Para ello, Smeaton desarrolló cuidadosos
cálculos, ponderando los distintos factores que intervenían en el funcionamiento esos
ingenios y tratando de optimizar la energía obtenida. De este modo, aplicó al diseño de
máquinas hidráulicas métodos similares a los que los científicos estaban aplicando al
análisis de los fenómenos naturales, contribuyendo de forma pionera al estudio científico
del mundo artificial. También se interesó por la máquina de vapor, aunque en este
dominio fue sobrepasado por James Watt, con quien mantuvo grandes litigios por este
asunto.
Es curioso reseñar que en Inglaterra, pese a ser el país donde se inventaron y desde donde
se difundieron las máquinas que sustentaron la Revolución Industrial, no se produjo un
movimiento de sistematización de los conocimientos sobre diseño de máquinas —acaso
para proteger esos inventos—, como se hizo en la Politécnica parisina, más sensible a la
universalidad de los conocimientos y a la ciencia (recuérdese el libro de Lanz y
Betancourt, mencionado en el capítulo I). Ya se ha visto cómo Smeaton aspiró a calcular
las máquinas, pero no escribió ningún tratado sobre ello. Simplemente se limitó a llevarlo
a la práctica en la medida de lo posible. De hecho, en la propia Inglaterra se empleó
124
traducido al inglés el libro de Lanz y Betancourt, cuya primera edición en esa lengua es de
1820, además de otros libros también de origen francés. Entre las primeras obras inglesas
que se ocupan de estas cuestiones hay que destacar la de Thomas Young (1773-1829)
Lectures on Natural Philosophy and the Mechanical Arts, publicada en 1807, y cuyo
título es suficientemente expresivo de su pretensión de aunar ciencia (filosofía natural) y
técnica (artes mecánicas). En todo caso, conviene mencionar que no existe ningún
parecido entre los estudios en las Grandes Écoles francesas y los correspondientes a los
Polytechnic Institutes británicos, que en la actualidad han recibido la denominación de
universidades.
Algo análogo sucedió con la formación de los ingenieros americanos. Los casos de
Frederick Taylor, William Sellers (1824-1905) y Thomas Edison son representativos al
respecto. Los dos primeros, aunque pertenecían a grandes familias de Filadelfia,
empezaron como aprendices en empresas de máquinas herramientas, antes de convertirse
en reputados ingenieros. Los tres eran autodidactas y se habían formado en un saber hacer
en gran medida empírico y no entendían gran cosa de la ciencia física de la época. Taylor
decía que los ingenieros diplomados en la universidad no tenían la fuerza ni el carácter ni
la competencia de aquellos que, como él mismo, se habían formado en el taller. En ciertas
industrias, como la del automóvil, la formación por aprendizaje en las propias factorías
persistió hasta bien entrado el siglo XX. En las factorías de Ford, los magos de la mecánica
que rodeaban al patrón no habían ido nunca a la universidad y se jactaban de ello.
Además, el término ingeniero no se asociaba a una formación codificada y rigurosa
sancionada por un diploma, sino a una función en el proceso productivo, a un saber hacer
práctico de mecánico ingenioso, junto con las dotes necesarias para la coordinación del
trabajo en el seno de una organización industrial.
Por otra parte, en Estados Unidos, aunque el ingeniero dominante fue el anglosajón,
también estaba en vigor en algunas instituciones, especialmente en las escuelas militares,
un enfoque más teórico, inspirado en el modelo francés. En el ejército americano se había
creado, en 1794, un Cuerpo de ingenieros y de artilleros en West Point, con unos estudios
inspirados en la École Politechnique de París, Escuela de la que adoptó el estilo, los
métodos de enseñanza e incluso muchos de sus textos. En cuanto a la Escuela naval
americana, fundada en 1845, tuvo en la ingeniería mecánica un papel semejante al que
estaba jugando West Point respecto a la ingeniería civil. Los oficiales de marina siguieron
en los años 1860 los primeros cursos de mecánica racional y otras asignaturas que en
aquellos momentos no eran habituales en la universidad americana.
A partir de mediados del siglo XIX se abrieron departamentos de ingeniería en las grandes
universidades americanas y se crearon otras especiales para ingenieros, como el MIT, en
1861 y en el entorno de Boston (Massachusetts, EE.UU.). Este centro había sido fundado
por un grupo de reformadores ilustrados y abolicionistas que pretendía promover «las
ciencias prácticas» en contraste con las universidades tradicionales que no se ocupaban
de la educación técnica. Pero en el primer tercio del XX, como ya se ha visto en otro lugar,
empezó a crecer en ese centro una corriente de opinión que trataba de reconducir el
Instituto hacia la ciencia convencional, con la pretensión de que la mejor manera de
formar a los ingenieros, habida cuenta de que sus disciplinas estaban en evolución
permanente, era empezar por una formación científica lo más sólida posible, que les
sirviese a lo largo de toda la vida profesional —se estimaba que la ciencia, en aquella
época, era inalterable por su propia naturaleza. En realidad, sucedía algo parecido a lo que
primaba en la formación de los ingenieros en la Europa continental. Asimismo se decía
125
que una formación práctica es importante pero no esencial. Se aceptaba que los que
estaban bien formados en ciencia básica, tras unos años de trabajo en un entorno
industrial llegaban a ser los mejores ingenieros. En algunos casos, aún en la actualidad,
ciertos empresarios insisten en que las escuelas de ingenieros deben concentrarse en un
duro proceso de selección y una sólida formación básica, y que será la propia empresa la
que se encargará de acercarlos a las realidades industriales. Ese mismo procedimiento ha
sido imperante en España, especialmente hasta los años setenta del siglo pasado. La
doctrina subyacente a esta propuesta suponía que los ingenieros formados con ese criterio
acabarían por tener una gran ventaja a largo plazo, aunque tuvieran una cierta dificultad
inicial para adaptarse al mundo industrial. Sin embargo, esa propuesta requiere
importantes matizaciones, pues si bien es necesario que se adquiera una formación básica
en ciencia, también lo es obtenerla en las distintas tecnologías que confluyen en la
correspondiente rama de la ingeniería, de modo que no está claro qué se entiende por
formación básica.
Una mención especial requiere el caso alemán. En el siglo XIX, el ideal universitario está
recogido en el concepto de Wissenschaft, que transforma la universidad en centro de
investigación, al calor de la devoción por el saber elaborado a partir de la observación y la
experiencia, y sometido a unas exigentes normas de rigor —los distintivos de la
Revolución Científica del XVII. De ese culto se nutrió la ciencia decimonónica, y con ello
se liberó a la educación superior de la opresión del principio de autoridad y del
dogmatismo; y se fomentó la aceptación del saber cómo un sistema autónomo y abierto,
sin otras restricciones que la racionalidad y la contrastación experimental.
Hasta el XIX, en las universidades alemanas, como en casi todas las europeas — incluidas
las españolas—, la facultad de filosofía había representado una puerta de acceso a las
únicas facultades profesionales (medicina y derecho, además de la de teología, formadora
de eclesiásticos). Pero, a principios de ese siglo, el objeto de esa facultad se reconvirtió en
la búsqueda del saber por sí mismo, y no como requisito para esas profesiones. Cuando
empieza a cultivarse la ciencia en la universidad alemana, el mundo de la industria y de la
técnica era considerado con cierto desapego arrogante por esa misma institución. La
técnica no se admitía en el mundo universitario, sino que había sido relegada a las
Technische Hochschulen. En la Europa del XIX la educación técnica superior no caía
dentro del ámbito de la universidad, sino que se confinaba a centros sui generis como las
recién mencionadas escuelas técnicas superiores alemanas, así como las escuelas de
126
ingenieros francesas o españolas y los politécnicos ingleses —hay que aclarar, no
obstante, que las escuelas técnicas francesas y españolas, y de otros países europeos, eran
centros de un prestigio, incluso científico, superior al de la propia universidad.
Mientras en la corporación universitaria se favorecía cultivar el saber desinteresado, la
enseñanza y la investigación técnica son utilitarias, y ese interés especial por lo
primariamente aplicado no había sido edulcorado por siglos de tradición, como había
sucedido en las facultades de derecho y de medicina de las universidades tradicionales, lo
que había facilitado la aceptación por la universidad de estas facultades profesionales. Por
su parte, la técnica se nutre de la pretensión de tener «los pies en el suelo», y tiende a
desdeñar las cuestiones puramente contemplativas. Está sometida a influencias tanto de la
industria como de la propia administración pública, y pesa sobre ella la presión imperiosa
de producir resultados prácticos y beneficiosos a corto plazo. En nuestros días, en lo
relativo a la integración en la universidad de los ingenieros, se produce un fenómeno
análogo al que ocurrió en el siglo XIX con respecto a los científicos. En ese siglo los
científicos tuvieron que pujar por encontrar su lugar en esas instituciones tradicionales;
en el XX, los ingenieros se incorporan también a esa institución, aunque en este caso no
siempre sin reticencias. Sorprendentemente, y como se ha reiterado en ocasiones, pese a
las raíces de la humanidad en la técnica, el mundo del pensamiento, y con él el
universitario, ha manifestado tradicionalmente una pertinaz falta de sensibilidad hacia el
hecho diferencial e intelectualmente sustantivo de esta forma de quehacer humano.
Interludio
Vamos a desviarnos un momento de la línea principal que se está desarrollando en este
capítulo para detenernos en dos hechos que dieron su impronta al siglo XX: el
Modernismo reaccionario en Alemania y la Revolución soviética. Aunque este interludio
pueda romper una cierta linealidad en la narración, son dos muestras de la riqueza de
matices que acompaña a la historia de los ingenieros.
Durante el período de la República de Weimar la ciencia germana fue considerada por los
propios alemanes en términos predominantemente nacionalistas. El gobierno republicano
prestó un importante apoyo financiero a la investigación pura en física y matemáticas,
con claros objetivos políticos e ideológicos, con los que Alemania intentaba alcanzar
prestigio internacional en las ciencias básicas, como un sustitutivo del poder militar que,
debido al Tratado de Versalles de 1919, no podía desplegar.
Este país, aunque fuese promotor del espíritu racionalista de la Ilustración, fue también
foco del Romanticismo nacionalista. En él se desarrolló, en la primera mitad del siglo XX
y al calor del nacionalismo, lo que ha venido en denominarse el Modernismo
reaccionario, en el que la ingeniería desempeñó un papel decisivo —un fenómeno
análogo se manifiesta en Italia con el fascismo e incluso en la España franquista. Los
nazis implantaron un nacionalismo radical embebido de racismo pangermánico, con el
que pretendían instaurar una tercera vía frente al capitalismo liberal y al socialismo
marxista. La llegada de los nazis al poder se vio acompañada por una corriente dominante
que pretendía la conciliación de las ideas antimodernistas, románticas y poco afines con
el racionalismo, con la implantación de la racionalidad de medios y fines que preconiza la
técnica. De este modo, la ideología nazi surgió de una peculiar conjunción de los sueños
del pasado con una modernidad instalada en el más avanzado progreso de la ingeniería; es
decir, de una prolífica fusión del romanticismo con la técnica más elaborada. Esta
aproximación convivió con el profundo conflicto entre la componente mágica y
emocional del nazismo, y los procesos racionales de la industria moderna. El fenómeno
127
singular que se produjo en Alemania fue la aceptación de la técnica moderna por
pensadores que rechazaron la forma de la razón preconizada por la Ilustración. Esta
aceptación se desencadena en las universidades técnicas alemanas a principios del siglo
XX, promovida por muchos profesores de esos centros y por colaboradores de las revistas
publicadas por las asociaciones de ingenieros germanos. En un orden más amplio,
durante la época de la República de Weimar sobresalen los nombres de Oswald
Spengler 106 (1880-1936), Carl Schmitt (1888-1985) y Ernst Jünger (1895-1998), a los
que se sumaría más tarde Martin Heidegger (1889-1976), con sus propias peculiaridades.
La industrialización capitalista se produjo en Alemania sin una revolución burguesa en
paralelo. El propio concepto de Estado que en otros países occidentales, como Inglaterra
y Francia, se asociaba con democracia e igualdad, en Alemania seguía siendo autoritario
y antiliberal, dando lugar a la original senda despótica que adoptó la Alemania nazi para
alcanzar una modernidad diferenciada. Y así, pese a una ideología opuesta a la
modernidad, la puesta en práctica de un poder totalitario llevó a que los nazis se
convirtieran en innovadores radicales en el mundo de la ingeniería. Paradójicamente, la
Alemania romántica no rehusó la modernidad científica y técnica. El contraste
subyacente debería haber llevado a los ingenieros alemanes a advertir el carácter
irracional de la ideología nazi. Pero, con muy pocas excepciones, los practicantes de una
actividad imbuida de racionalidad aceptaron la dictadura alemana e incluso compartieron
su visión del mundo. De hecho, no se produjo ninguna revuelta significativa de los
ingenieros alemanes contra los ideólogos nacionalsocialistas, y todo hace pensar que no
encontraron grandes dificultades para acomodarse en el régimen nazi. Y así, el mundo de
la ingeniería consiguió alcanzar legitimidad en la sociedad germana sin sucumbir al
espíritu de la Ilustración. Como apunta Jeffrey Herf107:
El desarrollo industrial patrocinado por el Estado en ausencia de una fuerte tradición liberal en la
economía y en la política se reflejó en las ideas centrales y los ideales de los ingenieros alemanes desde
el decenio de 1870 hasta el de 1930.
Puede que se alegue que análogas circunstancias se dieron en España, con las
correspondientes correcciones de escala, durante el período autárquico del régimen
franquista, lo que no es ajeno al relativo descrédito del llamado «ingenierismo» de esa
época.
Por otra parte, en el inmenso experimento social que trató de ser la Unión Soviética se
produjo la gigantesca transformación de un gigantesco país mediante su industrialización,
con algún paralelismo a lo sucedido en la Alemania nazi. También allí la industrialización
se llevó a cabo en un régimen despótico y antiliberal. La vida de Peter Palchinsky
(1875-1929) ilustra las decepciones que se produjeron entre los ingenieros rusos en ese
proceso 108 . Este ingeniero había sido especialmente crítico con la enseñanza de la
ingeniería en la Rusia zarista, de inspiración netamente francesa. Para él, los planes de
estudio estaban sobrecargados de matemáticas y ciencias de lo natural ignorando casi por
completo la economía, lo que determinaba que los titulados en las escuelas creyesen que
106
Oswald Spengler es autor de una influyente, en su tiempo, obra titulada La decadencia de Occidente
(publicada originalmente en dos volúmenes, en 1918 y 1922) en la que negaba que la evolución de la
técnica estuviese conduciendo a un mundo mejor. Establecía un profundo contraste entre la tradicional
cultura occidental, imbuida de valores estéticos y morales, con la moderna civilización occidental,
encandilada por la producción y los logros de la técnica. Este autor, heredero del romanticismo alemán,
anteponía los atributos heroicos, como el honor y el deber, al culto a la razón de raíces ilustradas.
107
Jeffrey Herf, El modernismo reaccionario, p. 324.
108
Loren R. Graham, El fantasma del ingeniero ejecutado.
128
todo problema se reducía a su parte puramente técnica, lo que a su vez llevaba a suponer
que cualquier solución que incorporase los últimos adelantos era la mejor. Palchinsky
propugnaba que los ingenieros se reconvirtiesen en más pragmáticos, que valoraran todos
los aspectos de los problemas, incluidos los económicos y los sociales.
Acogió con gran optimismo y esperanza la revolución, pues consideraba que el nuevo
régimen soviético llevaba implícita la posibilidad de planificar la industria hasta un
extremo que excedía los más extravagantes sueños que hubiesen podido tener los
ingenieros en el período zarista. Creía que los ingenieros soviéticos, liberados de los
patronos capitalistas, estarían en disposición de tener mayor influencia que sus colegas de
ningún otro país; confiaba en que llegasen a desempeñar las mismas funciones que los
empresarios en el régimen capitalista; sostenía que el ingeniero debería convertirse en un
activo planificador económico industrial, aconsejando cómo debía producirse el
desarrollo económico y qué forma debería adoptar. Así, si se pedía a un ingeniero el
proyecto de una planta termoeléctrica, lo primero que debería plantearse es si esa forma
de generar la electricidad era la adecuada para el lugar elegido, o si era más conveniente
una gran presa hidroeléctrica por disponerse de recursos hidráulicos en las
inmediaciones. Según Palchinsky, correspondía al ingeniero participar en este tipo de
decisiones.
Con la Revolución bolchevique se mantuvo fiel a su idea de ingeniero socialmente
comprometido. Propugnó que los ingenieros fueran planificadores sociales al tiempo que
asesores técnicos. De este modo, las comunidades industriales soviéticas serían muy
superiores a las que habían surgido en torno a las fábricas y las minas bajo el capitalismo.
Sin embargo, la pretensión de situarse en el foco de la planificación social chocó
frontalmente con la determinación de Stalin, y el resto de los jerarcas soviéticos, de
concentrar todo el poder en sus manos. Se acusó a los ingenieros de alta traición y fueron
objeto de una depuración tan violenta que el colectivo de los ingenieros guardó silencio
en todo lo relativo a la política hasta el final de la Unión Soviética. La temeraria
discrepancia del propio Palchinsky con la política estalinista lo condujo al patíbulo.
Este interludio, más allá de una mera curiosidad histórica, aporta una muestra de las
variadas relaciones de los ingenieros con el conjunto de la sociedad, en particular cuando
ésta se aleja de los ideales ilustrados.
109
Los estudios de ciencias en la universidad española no alcanzaron el rango de sección, dentro de la
facultad de filosofía, hasta 1844, con la ley Pidal; y de facultad propia hasta 1857, con la ley Moyano; y no
empezaron a funcionar de manera efectiva hasta que se reestructuraron en Secciones a principios del siglo
XX. Cuando se promulgó la ley Moyano ya se habían creado todas las escuelas de ingenieros
decimonónicas. La muceta del traje académico de Letras y de Ciencias conserva el azul, en un caso celeste
y en el otro turquí, como una reminiscencia de sus orígenes comunes (Manuel Silva, Uniformes y emblemas
de la ingeniería civil española).
129
adecuado para que las escuelas se convirtiesen también en centros de investigación, y no
solo de enseñanza, lo que dio lugar a cambios profundos en la forma de afrontar la vida
profesional por parte de los profesores de esos centros. Éstos habían sido
tradicionalmente profesionales destacados que dedicaban una pequeña parte de su tiempo
a la formación de los que serían sus futuros compañeros. La nueva forma exclusiva de
ejercer la enseñanza superior que impulsaba esa ley no contaba con el beneplácito de todo
el mundo. Se decía que con el método tradicional se lograba una transmisión del
conocimiento profesional de forma más efectiva y directa. Se temía que ese conocimiento
fuera imposible de transmitir por profesores que no ejerciesen la profesión. Eso es lo que
invocaban los detractores de la adopción por las escuelas de la dedicación exclusiva del
profesorado. Pero, a pesar de todo, se produjo una amplia mutación por la cual, y en pocos
años (aproximadamente de 1965 a 1975) se pasó de unos catedráticos y profesores
numerarios para los que no existía la dedicación exclusiva a que la práctica totalidad de
ellos adoptasen esa forma de dedicación.
De hecho, la mayoría de los ingenieros que ejercen su profesión en las escuelas están
procurando revitalizar los vínculos que les faciliten el contacto con el ejercicio de la
profesión a través de colaboraciones con el mundo industrial como respuesta a la
necesidad de llevar a cabo una investigación ingenieril y, de paso, fundamentar la
formación de los ingenieros sobre una base más cercana a lo que es la práctica profesional
de la ingeniería. Igualmente cabe mencionar que en el mismo MIT, uno de los
tabernáculos de la ingeniería basada en la ciencia, se ha desarrollado el grupo conocido
con el acrónimo CDIO —conceive, design, implement, operate.
130
actuación. La asunción de responsabilidades y la aceptación de riesgos convierten a la
ingeniería en un campo de especial relevancia para la ética profesional.
Por otra parte, si a los estudiantes se les prepara únicamente para obtener soluciones
primordialmente científicas a los problemas que tienen que afrontar, entonces su
preparación para la vida profesional será deficiente. En particular, deben aprender a
abordar dificultades que no estén bien definidas, a desenvolverse en situaciones
presididas por la incertidumbre y la ambigüedad, a saber diagnosticar la causa de un
funcionamiento defectuoso. Han de evaluar los distintos recursos disponibles, siempre
limitados, para adoptar los más apropiados a cada problema que tengan que resolver. Para
todo esto la exclusiva formación científica puede resultar un lastre. Así, los estudiantes
deben comprender que lo que autoriza a volar a un avión es el dictamen de los
especialistas que certifican que puede hacerlo (quienes, aunque requieran parámetros
medibles para su veredicto, no pueden eludir una cierta componente subjetiva en sus
decisiones, como sucede, por otra parte, con los mismos jueces). De este modo, es posible
encontrar, en el ejercicio de la ingeniería, «el serpenteante rastro de lo humano»
—recordando la afortunada expresión del filósofo americano Hilary Putnam110–– en un
dominio que parecía gobernando por lo pretendidamente objetivo, que es lo que propugna
el cientificismo y que algunos ingenieros parecen añorar.
Para terminar con este apartado hay que añadir que la formación del ingeniero español
está abandonando, en estos últimos tiempos, las raíces que le vinculaban, de forma
dominante, con el modelo francés. Se habla incluso de adoptar en España algo semejante
a las Professional Institutions inglesas. Son signos de los cambios que traen los tiempos
que afectan tanto a la formación, como al ejercicio profesional de los ingenieros.
En efecto, las Academias de ingeniería se han creado en la segunda mitad del siglo XX
ante la necesidad de afirmar la especificidad y peculiaridades de los ingenieros, que se
resentían de la supuesta subordinación a la ciencia. Así en España, en 1994, se crea la
Real Academia de Ingeniería 111 cuya necesidad se hacía patente, entre otras cosas,
cuando se recuerda que al fundarse la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y
Naturales, en Madrid y en 1848, la minoría mayoritaria era la de ingenieros y que si se
sumaba esta minoría a la de militares (a su vez en gran parte ingenieros) se tenía la
mayoría absoluta de miembros de la Academia 112. Su primer presidente fue un ingeniero
110
Putnam, H. Op. cit.
111
Esta Academia ha ingresado en 2015 en el Instituto de España, alcanzando así pleno reconocimiento
entre el resto de las Academias españolas.
112
Véase José Manuel Sánchez Ron, Cincel, martillo y piedra, p. 102.
131
militar, el general Zarco del Valle, y cinco de los diez presidentes que tuvo hasta 1966
fueron ingenieros 113 . Todo lo cual pone de manifiesto la importancia de estos
profesionales, tanto civiles como militares, en la introducción de la ciencia moderna en
España. Sin embargo, en la actualidad, los ingenieros son una minoría exigua en esa
Academia, lo que es una prueba evidente de la creciente divergencia entre los cánones a
los que se someten científicos e ingenieros, que ilustra asimismo la progresiva
especialización y autonomía relativa de los dos tipos de actividades.
Algo análogo a lo ocurrido en España se repite en los países de nuestro entorno —dejando
de lado el caso de Suecia, donde se funda la Academia de Ingeniería en 1919. Así, la
National Academy of Engineering norteamericana fue creada en 1964. En Gran Bretaña
se funda la Royal Academy of Enginering en 1976. También en Francia, país de tan larga
tradición de Academias, se establece en el año 2000 la Académie des Technologies, en
este caso a partir de la Académie des Sciencies, en cuyo seno existía el CADAS (Conseil
pour les Applications de l’Académie des Sciencies), con lo que se asumía implícitamente
que para esa Academia, en consonancia con sus orígenes, las tecnologías no son sino
aplicaciones de la ciencia. En todo caso, hay que observar que se habla de «las
tecnologías», y no de «la tecnología» —los franceses siempre tan cuidadosos con el
lenguaje. En casi todos los países europeos existen Academias de ingeniería organizadas
en torno al EuroCASE (European Council of Applied Sciences and Engineering), cuya
denominación conserva la huella de la relación entre ciencia aplicada e ingeniería, que se
viene objetando en este ensayo. La asociación europea es un miembro activo de la
asociación mundial CAETS (Council of Academies of Engineering and Technological
Sciences), que tiene su sede en Washington.
113
Los cinco presidentes fueron Cipriano S. Montesino y Estrada, duque de la Victoria, III presidente
(1882-1901); José Echegaray Eizaguirre, IV presidente (1901-1916); Amós Salvador y Rodrigáñez, V
presidente (1916-1922); Leonardo Torres Quevedo, VII presidente (1928-1934); y Alfonso Peña Boeuf, X
presidente (1958-1966).
132
Procede traer a colación que la National Academy of Engineering de Estados Unidos, a
mediados de los años noventa del siglo pasado, creó un comité con el fin de identificar los
grandes avances de la ingeniería en el siglo XX. Los «veinte logros de la ingeniería que
han cambiado nuestras vidas», como los denominaron los miembros del comité 114 ,
ordenados por la importancia que les daban, son: 1) la electrificación; 2) el automóvil; 3)
el avión; 4) el suministro de agua dulce y su distribución; 5) la electrónica; 6) la radio y la
televisión; 7) la mecanización de la agricultura; 8) los ordenadores; 9) la red telefónica;
10) la refrigeración y el aire acondicionado; 11) las autopistas; 12) los vehículos
espaciales; 13) internet; 14) las tecnologías de imágenes; 15) los aparatos domésticos; 16)
las tecnologías relacionadas con la salud; 17) el petróleo y las tecnologías petroquímicas;
18) el láser y la fibra óptica; 19) la tecnología nuclear; y 20) los materiales de alta
cualificación. Esta selección, como cualquier otra que se haga, puede tener puntos
discutibles, y es claro que ésta los tiene (una ausencia notoria es la producción por la
ingeniería agronómica de nuevas variedades de plantas que están permitiendo paliar el
hambre en el mundo), pero en conjunto es asumible y constituye un catálogo aceptable de
los ámbitos propios de la ingeniería. En ella se advierte cómo los objetivos primariamente
dotados de utilidad son los que definen lo específico de la actividad de los ingenieros.
En el foco de la economía
No es posible abordar aquí con detalle un asunto de esta dimensión. Sin embargo, se ha
considerado oportuno dedicar algún espacio a comentar tan solo un aspecto de particular
significación para lo que se ha tratado hasta ahora: la influencia de la división del trabajo,
y de su necesaria coordinación posterior, en la génesis de la civilización y de la
ingeniería. Para afrontar este asunto conviene volver de nuevo a los orígenes de la
humanidad.
El homínido primitivo tenía muy pocas cosas que hacer: buscar comida, evitar los
depredadores, reproducirse, ocuparse de su progenie y atender la reducida convivencia en
su grupo. Esta lista se amplía enormemente en el hombre moderno que además de esas
pocas cosas tiene que trabajar, mantener su casa, viajar, informarse, ir a espectáculos y
comprar, entre un sinnúmero de otras actividades. ¿De dónde saca el tiempo para hacer
tantas cosas? La respuesta está en la división del trabajo, con la consiguiente
especialización y el intercambio de los frutos de esa labor especializada. El hombre
primitivo debía recolectar su propia comida; pero el moderno recurre a otros que lo hacen
por él; en tanto que él hace cosas que necesitan los demás. De este modo todos ganan
tiempo y bienes.
114
George Constable y Bob Sommerville, A Century of Innovation.
133
técnica y surgido la economía, formada por los trasvases de las ingentes cantidades de
ingenios de los que nos hemos dotado los humanos.
Desde la más remota antigüedad, para llevar a cabo una obra de cierta complejidad se
requiere una cabeza emprendedora e inventora, en la que germine la idea de hacer algo
provechoso, y que luego distribuya las tareas y coordine su realización. A partir de ahí
adquiere valor creciente la labor de dirección que llevan a cabo los que rigen las empresas
técnicas. Posiblemente sea así como tuvo lugar la transición de la técnica arcaica,
134
realizada por un pequeño grupo, a la ingeniería, que organiza el trabajo colectivo y
produce artefactos cada vez más complejos. De este modo, la transición de la técnica de
nuestros antepasados —incluida la técnica artesanal— a la ingeniería moderna se asocia
con la necesidad de coordinar los esfuerzos de naturaleza variada que resultan de la
especialización del trabajo.
En el mundo arcaico, en la medida en que unos hacían cosas que interesaban al resto de la
comunidad, estas cosas se compartían y se intercambiaban: se hacían trueques con ellas.
Pero apareció el dinero con lo que los intercambios dejaron de ser de bien a bien y se
empezaron a realizar con ayuda de ese fluido intermediario. Surgieron luego los
comerciantes que al enriquecerse se convirtieron en poseedores de capital, lo que fue
decisivo para la posterior industrialización capitalista, indisociable de la Revolución
Industrial. De este modo, el comercio se convirtió en un elemento capital para la
gestación del moderno mundo capitalista, al que además cebó con los créditos.
Asimismo, el intercambio promovió la innovación, ya que ésta se fomenta en la medida
en que exista un mercado que demande continuamente productos con nuevas
prestaciones. En consecuencia, la división del trabajo, la ingeniería y la economía están
íntimamente ligadas, ya que todas ellas se realimentan positivamente entre sí, mediante
135
un círculo virtuoso o mágico, fomentando al mismo tiempo la innovación. De todo ello se
desprende la radical imbricación de la ingeniería y el mundo económico. En realidad, la
calidad del trabajo de un ingeniero se mide sobre todo en el mercado y no solo en el
ámbito académico.
Lo anterior afecta incluso a la moral y a los valores que presiden la vida en común, pues
en una sociedad basada en el intercambio y el comercio, en la confianza mutua, incluso
entre desconocidos, la prudencia y la tolerancia son virtudes tan apreciadas —o más—
que el valor y el honor.
Por último, conviene dedicar un comentario final al hecho de que a veces se asocia a los
ingenieros con la tecnocracia —en la que no faltan quienes ven una forma de despotismo
ilustrado. Es un modo de gobierno que postula la supremacía de la eficiencia técnica y
que da prioridad a la neutralidad propia de lo técnico sobre la política 115, y amenaza con
devaluarla en tanto que espacio de debate público —tan querido por los ciudadanos
griegos clásicos que practicaban una democracia asamblearia directa, debatiendo sobre lo
divino y lo humano, cuyo difícil acomodo a nuestras sociedades de masas la ha
reconvertido en representativa, que es la que realmente funciona en nuestros días y en la
que desempeñan un papel fundamental los políticos aunque, por ello, con inevitables
disfunciones. Según los tecnócratas la gestión de lo común debía llevarse a cabo sin
pasión partidista, con pragmatismo desideologizado —lo que resulta controvertido.
Asimismo, según éstos habría que desprenderse de los juicios supuestamente
moralizantes y dar paso a análisis desapasionados. Los propios sindicatos han asumido un
punto de vista semejante al aceptar la adopción por el mundo del trabajo de los ideales de
consumo de las clases medias, y están más interesados en lograr una legislación favorable
a los obreros que en conquistar el poder político para construir una sociedad socialista.
Los grandes debates ideológicos y políticos en torno al tipo de sociedad han dejado de
tener la intensidad que habían tenido en el siglo pasado. Se acepta en general la economía
de mercado como pilar básico del bienestar y el progreso. Se considera que, sin negar la
existencia de problemas políticos y sociales, se ha encontrado en la producción en masa
de productos provistos de utilidad el mejor medio de garantizar un crecimiento regular, de
amortiguar las tensiones sociales y de favorecer la reconciliación en una sociedad
apaciguada. Con ello se atenuarían algunas de las grandes polarizaciones ideológicas de
115
Hacia el final de Luces de bohemia, la obra cumbre de Valle-Inclán, el anarquista perseguido por la
policía, Basilio Soulinake, le dice a la portera, discutiendo sobre si Max Estrella está muerto o no: «La
democracia no excluye las categorías técnicas, ya usted lo sabe, señora portera».
136
tiempos recientes mediante la racionalidad de la técnica.
Sin embargo, la tecnocracia no goza de buena prensa en España por su identificación con
el franquismo (incluidos los años del desarrollismo, no exentos de una notable brillantez
económica, en los que entre 1960 y 1973 se alcanzó una elevada tasa de crecimiento que
transformó la sociedad española), aunque sí en China, donde se asocia con la larga
tradición de meritocracia —los mandarines— que ha sido históricamente uno de los
soportes de ese país, en el que tras la época desastrosa de los sesenta y setenta, dominada
por una política radical y disparatada, se ha recuperado la confianza en la racionalidad
tecnocrática elemental. De hecho, el actual presidente, Xi Jimping, el anterior Hu Jintao y
el previo Jiang Zeming son todos ellos ingenieros.
Pero con la automatización y la robotización hay quienes ven indicios de que ese tipo de
sociedad se está agotando. Viene a colación una anécdota apócrifa que ilustra de forma
clara ese cambio. Durante una visita conjunta de Henry Ford II, nieto de Henry Ford, y
Walter Reuther, presidente del Sindicato de Trabajadores del Automóvil (UAW), a una
moderna planta robotizada de montaje de automóviles, Ford bromeó con Reuther:
«Walter, ¿cómo te las vas a arreglar para que los robots paguen su cuota al sindicato?». A
lo que Reuther respondió rápida e incisivamente: «Henry, ¿y tú cómo harás para que esos
mismos robots te compren coches?»116.
116
E. Brynjolsson y A. McAfee, Race Against The Machine, p. 49.
137
con el crecimiento económico, consumo y ocio. El mundo digital ha alcanzado la
supremacía como nueva «materia prima» creadora de riqueza, que hace prosperar o
declinar a las regiones no por la disponibilidad de recursos naturales, sino por la
capacidad de sus ingenieros, científicos, gestores y trabajadores para realizar ingenios en
los que lo digital desempeña un papel determinante.
El progreso actual de las tecnologías digitales y la robótica está aliviando a los operarios
de los trabajos repetitivos y penosos, desplazando esas labores a las máquinas. El
resultado ha sido el decrecimiento de la demanda de trabajadores en las tareas menos
cualificadas, al tiempo que crece para las más especializadas. Con estas tecnologías
tienden a aumentar las oportunidades de empleo de los que tienen mucha formación, en
tanto que el resto tiene que conformarse con salarios escuálidos. Se está produciendo un
cambio considerable en el mercado del trabajo con la aparición de lo que se han llamado
working poors, los pobres con empleo —los cuales, por cierto, eran la mayoría en siglos
pasados, y lo son aún en países poco desarrollados, pero que parecían estar
desapareciendo en las sociedades beneficiarias del Estado del bienestar; una regresión de
creciente repercusión política.
138
Utopía, proponía establecer una renta básica que asegurase unas condiciones de vida
mínimas; aunque con ello se atenuasen los alicientes para progresar de la población
afectada.
Pero, por otra parte, los tecno-optimistas argumentan que la automatización representa un
paso irreversible para incrementar la productividad y, en consecuencia, la actividad
económica, y dará lugar a nuevos inventos que aumenten y amplifiquen las capacidades y
el bienestar de los humanos, logrando resultados inéditos, en lugar de limitarse a
automatizar aquellas formas de producción actualmente existentes. Según los que piensan
así, los robots y el mundo digital van a desatar la creatividad humana hasta extremos que
hoy nos resultan inimaginables. Pero, aun aceptando eso, habría que actuar forma rápida
para hacer más eficiente y menos traumática la transición a ese mundo automatizado.
Aunque el mundo globalizado se nos presenta cada vez más conectado y aparentemente
pequeño, la distancia entre los extremos de prosperidad y pobreza es mayor cada día en el
seno de las sociedades desarrolladas y cuando el crecimiento no se comparte, se deteriora
la cohesión social. Sin embargo, aunque la desigualdad se ha incrementado en el seno de
los países del Primer Mundo, los países emergentes han experimentado importantes
progresos en su crecimiento económico que han conducido a mejoras en las condiciones
de vida de su población —así en China o la India, países en los que millones de personas
han escapado a la pobreza. En el conjunto del planeta la pobreza extrema se ha reducido a
139
la mitad entre 2005 y 2013. Es una de las paradojas del progreso en nuestros días: crecen
las desigualdades en las sociedades avanzadas, mientras la pobreza extrema va
desapareciendo en las más atrasadas.
En un orden de cosas semejante, el progreso actual no debería ser un obstáculo para que
las generaciones futuras alcancen un nivel de vida comparable, si no mejor, al de los
países desarrollados de nuestra época. Cabría aspirar a que esas generaciones fueran más
ricas, lo que es razonable asumir en la confianza de que se produzca un ritmo de
innovación (¡siempre la técnica!) que genere mayor riqueza y se disfrute de más cosas
valiosas puestas a su disposición. Sin embargo, esta opción puede no estar clara, y de
hecho ignoramos si lo que estamos tomando prestado por cuenta de las generaciones
futuras es más, o menos, de lo que la capacidad de innovación podrá restituir.
La relación entre economía e ingeniería posee otras muchas más dimensiones cuyo
tratamiento desborda el limitado cauce de este libro, por lo que vamos a dejarlo aquí y a
ocuparnos, en el próximo apartado, de otra cuestión capital en la ingeniería como es la
moral, pues aunque el saber pueda ser considerado neutral, el hacer no lo es, ya que el
hacer algo puede comportar alguna forma de responsabilidad, aunque sea por efectos
secundarios imprevisibles e indeseados117. El ingeniero, si bien es solo dueño de sus
actos, a veces no puede eludir la responsabilidad por los efectos que se siguen de éstos. Se
trata de una cuestión aún más abierta que la que se acaba de tratar en este apartado que
ahora concluye y está sometida a todo tipo de debates, por lo que resulta pertinente
dedicar unos pocos párrafos a deliberar sobre ella, aunque sea de forma sucinta. Nos
ocuparemos exclusivamente de los problemas morales que se presentan al ingeniero en
nuestro tiempo ante el poder exorbitante y sin precedentes que está alcanzando la técnica,
y con ella la ingeniería, para configurar vida de los humanos.
117
Hans Jonas, El principio de responsabilidad.
140
consecuencias buenas o malas como efectos secundarios no deseados). Pero, acordar qué
es bueno o malo es una cuestión muy disputada y que no consigue siempre la unanimidad.
Por citar casos especialmente sensibles, es lo que sucede cuando se trata de valorar el
alcance de la responsabilidad con el entorno natural y con las futuras generaciones; lo
mismo que cuestiones cruciales para algunas actuaciones, cómo cuándo empieza y acaba
la vida, y en qué consiste la dignidad humana. En estos casos la deliberación ética no es
fácil que conduzca al consenso, sino con frecuencia a todo lo contrario aunque, a pesar de
ello, haya que buscar fórmulas que permitan la convivencia. De cualquier forma, la moral
del ingeniero presenta dos vertientes principales: la moral profesional, circunscrita a su
ámbito de actuación especializada; y la común, cívica o general, aunque sea teñida por
sus peculiaridades profesionales. Aquí nos ocuparemos exclusivamente de esta segunda.
La primera está recogida en los códigos de ética de las sociedades de ingenieros y de las
asociaciones profesionales.
Es evidente que la técnica ha producido numerosos y codiciados frutos pero que, con
frecuencia, han venido acompañados de efectos perjudiciales tanto para el medio natural
como para la misma la sociedad. En general, los progresos en la ingeniería, incluso
aquellos de beneficio indiscutible, no se producen sin algún coste con relación al
medioambiente. Ya los romanos, como las sólidas y persistentes calzadas, pretendían
evitar que la naturaleza recobrase los caminos de paso. La contaminación del aire y las
ciudades ruidosas y congestionadas son efectos indeseables de la sociedad del automóvil
en la que estamos inmersos, pero que, por otra parte, conlleva tantas ventajas, como la
libre movilidad física, y posee por ello una amplia aceptación, pese a los problemas que
trae aparejados. La ciudad es posiblemente la mayor infraestructura creada por el ser
humano, en la que tienen lugar grandes flujos de energía e información, y en la que se
alcanzan niveles de vida que son apetecidos por la gran mayoría de la población.
En realidad, el ingeniero no puede evitar tener algo de aprendiz de brujo ya que debe
manejar fuerzas cuyas implicaciones últimas no conoce, debido a que todos los efectos
perniciosos de la técnica no suelen ser previsibles. Los inventores no acostumbran a
prever, ni a tener en cuenta, los efectos secundarios de sus inventos. Además, la
naturaleza nunca deja de experimentar y de ello pueden derivar situaciones peligrosas,
por lo que cualquier cosa que pueda ocurrir hay que prever que acabe ocurriendo. En el
mundo se generan comportamientos dotados de una diversidad infinita, y siempre pueden
producirse situaciones imprevistas.
Así pues, todo nuevo producto de la técnica puede comportar tanto una oportunidad como
amenazas inesperadas, lo que es especialmente significativo para el ingeniero, pues la
existencia de esos desafíos no les puede inhibir de actuar (recuérdese que se dice que el
riesgo cero tiene un coste infinito). Como ya se ha visto en otro lugar, ante los indudables
problemas que produce la técnica no cabe plantearse acabar con ella, lo que sería
antinatural, sino que se trata de cómo gestionarla para hacer de ella un uso más
consistente con nuestra propia subsistencia y mayor bienestar, y así hacer evolucionar el
mundo artificial de modo que sea cada vez más atractivo. En este sentido, es forzoso
imprimir en la actividad de los ingenieros un espíritu profesional en el que los aspectos
morales, relacionados con los efectos a corto y a largo plazo de su ejercicio profesional,
ocupen un lugar destacado.
En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado (en los Gloriosos Treinta) se creía haber
encontrado en la producción en masa de productos elaborados un medio especialmente
141
eficaz para garantizar un crecimiento regular y amortiguar las tensiones sociales, bajo la
égida aparentemente neutral de los ingenieros. Pero, unos años más tarde, a fines de los
sesenta y especialmente durante los setenta se produjo una crisis social y cultural que
puso en duda la autoridad de los gobernantes y de las élites en general. Uno de los
episodios más representativos fue el denominado mayo francés (1968), una revuelta de
estudiantes en un país democrático —pero que no se dio solo en ese país, y que no fue una
revolución obrera. Se vivió entonces un tiempo en el que los sistemas técnicos fueron
objeto de reprobación, algunas de cuyas brasas aún siguen activas.
Lo anterior hace inevitable plantearse si a pesar del papel capital que juega la ingeniería
en nuestro mundo, no va a tener que enfrentarse a cuestiones polémicas como: ¿los
ingenieros deben limitarse a ser competentes para aportar soluciones técnicas sobre cómo
hacer las cosas para las que han adquirido destreza? ¿O deben además estar preparados y
disponer de la madurez moral suficiente para asumir la responsabilidad de qué hacer y
qué no? Esa madurez va mucho más allá del estrecho cauce por el que se desenvuelve su
estricta labor profesional, y la comparte no solo con profesionales de otras especialidades,
sino con el conjunto de la población118. Al ingeniero le incumbe la imposible tarea de
anticipar los efectos sociales de su trabajo, como preconizaba el malhadado ingeniero
ruso Palchinsky. En todo caso, no se puede pedir a los ingenieros que conciban y erijan el
118
Fernando Broncano, Entre ingenieros y ciudadanos.
142
mejor de los mundos, sino mucho más modestamente uno que sea al menos un poco
mejor que el que se han encontrado.
En efecto, gracias a la técnica hemos sido capaces de crear un mundo de abundancia para
una fracción creciente de la población, al menos hasta ahora; un mundo donde
conseguimos más y más bienes a partir de menores cantidades de materias primas, capital
y trabajo. Asimismo, los crecimientos de la productividad han estado acompañados por
aumentos en el tiempo libre, lo que permite beneficiarse de un mayor ocio. Durante los
siglos XIX y XX las horas de trabajo disminuyeron, en los países desarrollados, de cifras
que llegaban a las dieciséis horas diarias a otras de un máximo de cuarenta horas
semanales —incluso menos––, y se vaticinan posibles disminuciones adicionales.
Este progreso, sin embargo, ha estado ligado a un aumento de la desigualdad social, como
se ha visto en un apartado anterior. Pero, a pesar de ello, están también los que resaltan
que el progreso inducido por la técnica afecta igualmente a los menos beneficiados, como
también se ha comentado ya (la esperanza de vida en España a principios del siglo XIX era
de 34 años y en la actualidad es de 80. Es notable que en los países más atrasados de
África hoy se encuentre en torno a cuarenta y cinco años, según la Organización Mundial
de la Salud). En todo caso, el estilo de vida de las regiones más desarrolladas del mundo
es el modelo al que aspiran las más desfavorecidas, que anhelan tener el mismo nivel de
vida que poseen los habitantes de las zonas más ricas del globo —y que contemplan
anhelosos en los medios de comunicación. Pero los habitantes de las zonas prósperas no
se van a quedar parados. Ello presupondría la discutible asunción de que las necesidades
humanas ya han sido satisfechas en esas zonas y que no cabe esperar que haya
innovaciones que determinen la aparición de nuevas apetencias, muchas de ellas, sin
duda, justificadas, aunque otras asociadas a un consumismo que parece no tener límites,
incluso en lo relativo a bienes baladíes —aunque, hoy por hoy, el consumo sea un cebo
ineludible del sistema económico imperante. ¿Será posible alcanzar una progresiva
nivelación entre las distintas regiones del planeta?
Así pues, el modelo de sociedad soportada por el progreso técnico es codiciado por el
resto del mundo y puede enorgullecerse de haber alcanzado éxitos imponentes en lo
119
Steven Pinker, Los ángeles que llevamos dentro.
143
relativo a la producción y la eficacia, incluyendo ámbitos tan sensibles como la propia
sanidad, al tiempo que se incrementa la convivencia y la libertad civil. El mundo artificial
ha traído consigo no solo inmensos progresos en la salud y el bienestar, sino también más
libertad, más justicia social, menos violencia y unas condiciones de vida menos duras
incluso para los poco afortunados, así como mayores oportunidades para cada vez más
gente en el seno de las sociedades desarrolladas. Además, las relaciones compasivas entre
los seres humanos y la propia cohesión social —mediante un progresivo y delicado
equilibrio entre competición y cooperación— se han incrementado y ocupan un espacio
creciente en la sociedad, domesticando los instintos; aunque están también quienes no
comparten estas afirmaciones alegando que la barbarie rebrota continuamente e incluso
puede estabilizarse para amplios sectores de la población. Pero, a pesar de los horrores de
la historia, el altruismo y la empatía en las relaciones humanas parecen estar ganando
terreno —o al menos eso queremos pensar.
Según Steven Pinker (1954-) (y otros muchos autores, como Norbert Elias (1897-1990) o
Karl Popper (1902-1994)), en nuestro tiempo y en los países desarrollados —en los que
prevalece, entre otras cosas, una arraigada educación general––, se ha experimentado la
mayor difusión del respeto de los derechos humanos que recuerda la historia de la
humanidad. Junto con esos derechos ha habido un gran progreso moral, se ha propagado
el ejercicio de la compasión (el antídoto del egoísmo), tenemos conciencia de nuestros
compromisos, de lo que es un delito, y asimismo compartimos la percepción moral de que
aún se debe progresar mucho en ese orden de cosas. Pese a catástrofes como las
relacionadas con las guerras mundiales, la bomba atómica, los jemeres rojos de Pol Pot o
el genocidio de Ruanda, vivimos una época en la que se ha alcanzado un grado de respeto
por la vida humana que no tiene antecedentes históricos, aun considerando las anteriores
transgresiones. No se olvide que aunque una injuria a lo religioso, como la blasfemia, está
penada por ley incluso en países hoy considerados civilizados, hace unos pocos siglos
podía conducir al cepo o a la pira expiatoria en esos mismos lugares. La predisposición a
la agresión y al fanatismo se ha ido debilitando a lo largo de los tiempos, de modo que las
sociedades modernas son, en general, menos violentas que las arcaicas (aunque la
intolerancia se siga manifestando y esté en el origen de un terrorismo sanguinario). Pinker
muestra cómo tanto la violencia personal como el número de muertos por habitante en
acciones bélicas se han reducido progresivamente en todo el período del que existen
registros fiables 120 . Este autor alega también que alrededor del 15 % de los restos
humanos prehistóricos exhumados muestran evidencias de muerte violenta, y ese
porcentaje es aproximadamente el mismo que se observa en las sociedades
contemporáneas que aún viven de la caza y la recolección. Según Pinker, desde el
momento en que se crean las primeras sociedades con una autoridad central, aunque sea
tiránica, cruel y sanguinaria, ese porcentaje se reduce sensiblemente a un entorno del 3 %
(los tiranos suelen alardear de patrocinar una vida mejor para sus súbditos).
120
Véase Pinker, Op. cit,. especialmente el apartado "Índices de violencia en sociedades con y sin estado",
pp. 85-93. Los datos incluidos en el texto son un resumen de los que aparecen en ese apartado del libro
citado.
144
en parte, pese a los problemas y las disfunciones que ello conlleva. Para nosotros hacer
técnica, crear cosas artificiales, es tan natural como pueda serlo para los predadores cazar
y sacrificar a sus presas. Es en este sentido en el que se dice que la técnica es inherente al
ser humano: que no tener técnica es no ser humano, e incluso que la técnica nos ha hecho
tal como somos hoy. Pero, a pesar de todo, puede que nos domine una cierta nostalgia por
la pérdida del mundo natural, en la medida que el artificial está desplazándolo como
escenario en el que transcurre nuestra vida —aunque volvamos de forma esporádica,
limitada y protegida a gozar de ese mundo perdido.
Ante la técnica se produce una inevitable ambivalencia. Por una parte, la dependencia que
hemos alcanzado del mundo artificial nos puede hacer sentir que estamos subordinados a
él, lo que suscita el temor de que la técnica se convierta en un implacable coloso
desaforado que acabe engulléndonos, pues nuestra especie se ha especializado en vivir en
ese mundo de artificios. Es bien sabido que, en la evolución biológica, las especies
generalistas tienen menores problemas para sobrevivir ante una catástrofe natural que las
especialistas. Los humanos somos como una clase de especialistas que nos hemos
habituado a vivir en un mundo en el que, sin embargo, se vislumbran catástrofes
potenciales como el colapso repentino de las infraestructuras, un supervirus informático o
un ciberataque, una guerra nuclear o bacteriológica, la colisión de un meteorito, una
pandemia o los efectos de una tormenta magnética solar —los llamados cisnes negros,
sucesos de pequeñísima probabilidad, pero de enorme impacto. Y también, por otra parte,
el agotamiento de recursos por el desmedido uso de ellos, provocado por el desbocado
crecimiento de la población mundial —que aunque se esté registrando una cierta
desaceleración, no se detiene. Así, no es extraño que tengamos la sensación o el temor de
que la técnica nos haya hecho vulnerables, al dejarnos expuestos a riesgos apocalípticos
del tipo de los que se acaban de mencionar. Además, hay que tener presente que en la
contienda contra la naturaleza, esta no permanece impasible. A la larga, la implacable
naturaleza resulta siempre más fuerte, por lo que acaba ganando, y el hombre sigue, en
último extremo, dependiendo de ella —ay, el segundo principio de la termodinámica. Por
citar un caso tomado de la medicina: están apareciendo microorganismos resistentes a los
antibióticos. La lucha contra el mundo natural es, en cierto sentido, desesperada; los
triunfos son fugaces; y, sin embargo, el hombre, por su propia naturaleza, no puede
renunciar a esa contienda.
No obstante, además del temor que pueda suscitar la técnica, es indudable que también
nos dejamos seducir y cautivar por sus logros, que nos han permitido ampliar nuestros
límites naturales e incrementar nuestras capacidades hasta extremos insospechados. A fin
de cuentas, el progreso técnico es un elemento capital en la conformación de nuestro
futuro. Los nuevos inventos técnicos están transformando el propio mundo artificial, lo
que a su vez nos afecta y renueva a nosotros mismos. La técnica emergente, como ha
sucedido a lo largo de la historia, aunque con más intensidad que en el pasado, acabará
redefiniendo qué significa ser humano. Dependiendo de qué valoremos más —la
convivencia, el poder, el conocimiento o la sostenibilidad—, algunas innovaciones
técnicas serán aprovechadas mientras que otras deberán ser desechadas. Estas son
cuestiones perturbadoras que nos afectan mucho más de lo que solemos asumir, por lo
que es inevitable que sean planteadas.
145
cada nuevo avance técnico suelen ser tan bien recibidas que se acaban tolerando los
problemas que traiga asociados. Pero, ¿tendremos que enfrentarnos a algún límite en esta
actitud? En todo caso, se ha propagado la creencia, de forma más o menos consciente, de
que la innovación es intrínsecamente buena y que, por lo tanto, no se le deben poner
limitaciones. No obstante, hay progresos de la técnica que han producido grandes
beneficios a corto plazo, como sucede con los clorofluorocarbonos empleados como
refrigerantes, que, sin embargo, han tenido efectos perversos para la capa de ozono, por lo
que resultan ruinosos a la larga. Por citar otro caso, la durabilidad y resistencia al
deterioro de los plásticos que los han hecho tan útiles están resultando también
perjudiciales a largo plazo. Las ventajas suelen ponerse de manifiesto antes que los
inconvenientes, aunque estos no dejan de presentarse tarde o temprano. De manera que
los efectos secundarios de algunas innovaciones aconsejan prescindir de ellas.
En este sentido, debemos postular hacer un uso razonable de la técnica —aunque por
razonable se puedan entender cosas dispares— porque ya no podemos prescindir de lo
artificial: es demasiado tarde, pues se ha convertido en consustancial a nosotros. Al
menos por eso habría que tomarla más en serio de lo que se suele hacer en algunos
ambientes. La técnica posee un potencial que crea nuevas posibilidades cuyas
repercusiones dependerán, en gran medida, de decisiones que tomemos los humanos.
Podemos alcanzar una abundancia y libertad que no tienen precedentes, pero también
desastres que la humanidad nunca ha visto. Todo ello está en nuestras manos, lo que a
unos invita al optimismo, pero a otros produce desazón. La aparición de nuevas
tecnologías de modificación genómica pueden permitir algo insólito en la historia del
planeta: que una especie tome las riendas de su destino biológico y se sitúe relativamente
al margen de la selección natural. Al mismo tiempo, ninguna otra especie dispone de la
capacidad de destruirse a sí misma —esa aterradora realidad que necesitamos olvidar
para no perder la razón. Aunque sin llegar a esos extremos, sí estamos afectando al
mundo natural con unas alteraciones cuyas consecuencias deberemos tratar de atenuar
mediante intervenciones técnicas para las que se requerirán enormes dosis de ingenio. Las
sociedades occidentales están asumiendo que lo mejor es continuar la alteración del
mundo natural en la audaz —y, para otros, temeraria— confianza de que al fin podrán
gestionarse los riesgos. ¿Qué cabe esperar que nos libere de los problemas que origina la
técnica si no es la misma técnica, con el concurso, en su caso, de la ciencia? Pues si bien
esta última contribuye a que tengamos poder sobre la naturaleza, es la técnica la que
adquiere el papel protagonista para llevar a cabo esa dominación. Al fin y al cabo, el
progreso técnico puede que sea el mejor recurso del que disponemos para afrontar el
futuro. En todo caso, los problemas medioambientales han entrado a formar parte
indisociable de las labores de los ingenieros.
146
anteriores. Sin embargo, sigue gravitando uno de los grandes problemas con los que se
enfrenta la humanidad en nuestro tiempo: el de quedar reducida a una población dual.
Según la técnica se hace más elaborada y compleja sus productos resultan más costosos y
exclusivos; lo que resulta especialmente patente en los costes crecientes de la medicina
que hacen temer que determinados beneficios sanitarios solo sean accesibles a la minoría
que pueda permitírselos. En consecuencia, ¿podrán estar los progresos de la técnica al
alcance de todos? ¿O se abrirá una brecha insalvable entre los que puedan acceder a ellos
y los que no? En cuyo caso, ¿el progreso soportado por la técnica conducirá a un mundo
mejor para todos o solo para los que puedan beneficiarse de él? Al responder a estas
cuestiones no debe olvidarse que la evolución biológica ha primado siempre a los más
dotados, eliminando al resto. Pero, ¿estamos seguros de que la especie humana ha
superado esa restricción? Según lo que se está viendo, cabe temer que se produzca una,
más o menos grande, comunidad aislada (lo que empieza a conocerse como una
gated-community), con población estacionaria, en la que se recluyan y se den una vida
regalada los que accedan a las mejoras más refinadas de la técnica, mientras trabajan las
máquinas para ellos; en tanto las condiciones de vida del resto de la población, con
crecimiento desbordado, se encuentren progresivamente deterioradas, y ese resto quede
postergado a una vida semisalvaje, en comparación con la de los beneficiarios del
progreso —¿los favorecidos por una hipotética renta básica universal pasarían a engrosar
este resto? Se trataría de una división mucho más radical que la tradicional entre ricos y
pobres. Las clases favorecidas pueden incluso acabar convirtiéndose en una raza aparte y
superior, habida cuenta de los progresos en las biotecnologías. Estas cuestiones ya las
esbozó el novelista Aldous Huxley (1894-1963) en su visionaria distopía New Brave
World o George Orwel (1903-1950) en 1984, y aparecen también en films como Soylent
Green (Cuando el destino nos alcance, en su versión española) o Blade Runner, entre
otros muchos.
Quedan pues en el aire cuestiones tan provocadoras como: ¿Será duradero el progreso que
hemos alcanzado? ¿Afectará a los más? Con independencia de argumentos más
circunstanciales, ese es uno de los grandes retos a los que se enfrenta en nuestros días la
civilización técnica, en la que juegan un papel decisivo los ingenieros, y de la que es
artífice el laborioso Homo faber en su tenaz e incansable búsqueda de innovaciones
útiles.
En todo caso, de lo dicho en las páginas anteriores se infiere que el ingeniero, conjugando
el placer de hacer con la producción de los artefactos que pueblan el mundo artificial,
puede hacer suyo un remedo del consabido cogito cartesiano: Facio, ergo sum (hago,
luego existo).
147
148
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150
Contenidos
Introducción ................................................................................................................ 4
Primera parte .............................................................................................................. 7
Algunos hitos del pasado .......................................................................................... 7
Capítulo I.- Los orígenes ........................................................................................... 8
Nace el mundo artificial .................................................................................................................. 8
La construcción y la ingeniería de obras públicas ...................................................................... 11
Las máquinas y la ingeniería mecánica ...................................................................................... 15
La agricultura y los ingenieros...................................................................................................... 17
Capítulo II.- Nuevas ramas de la ingeniería .......................................................... 21
La transmisión de información y de energía ............................................................................... 21
Orígenes de la ingeniería electrónica .......................................................................................... 25
La ingeniería química y los químicos........................................................................................... 27
El vuelo de objetos más pesados que el aire ............................................................................. 31
Capítulo III.- La información y las máquinas ......................................................... 34
Las máquinas gobiernan su propio comportamiento.................................................................. 34
Torres Quevedo y los primeros escarceos de la automática..................................................... 35
El amplificador electrónico de realimentación negativa ............................................................. 39
Los servomecanismos .................................................................................................................. 40
El problema del control de tiro naval y sus derivaciones ........................................................... 41
El analizador diferencial de Bush................................................................................................. 43
Primeras computadoras electrónicas .......................................................................................... 45
La predicción en el cañón antiaéreo ............................................................................................ 46
Se formula la cibernética .............................................................................................................. 48
Capítulo IV.- La revolución digital ........................................................................... 51
Los progresos de la electrónica y la informática en la segunda mitad del siglo XX ................. 51
Una nueva primitiva en la imagen científica del mundo: la información ................................... 57
¿Las últimas fronteras de la técnica? .......................................................................................... 58
Segunda parte .......................................................................................................... 63
En busca de la identidad ......................................................................................... 63
Capítulo V.- La técnica y la civilización .................................................................. 64
Entre lo natural y lo artificial ......................................................................................................... 64
Utilidad y curiosidad ...................................................................................................................... 65
¿Sapiens o Faber? ¿Es pertinente la pregunta? ........................................................................ 67
La técnica, la hominización y la humanización ........................................................................... 69
La técnica del ingeniero ................................................................................................................ 71
Técnica antigua y moderna .......................................................................................................... 72
Las tecnologías ............................................................................................................................. 73
151
Capítulo VI.- Los diferentes enfoques de la ingeniería y la ciencia .................... 77
Algunas definiciones ..................................................................................................................... 77
La prestigiosa ciencia ................................................................................................................... 79
Los científicos y los ingenieros se especializan.......................................................................... 82
Metas diferentes ............................................................................................................................ 86
El ingeniero emplea conocimientos científicos ........................................................................... 89
La electrónica y la mecánica cuántica ......................................................................................... 91
Una fecunda simbiosis.................................................................................................................. 93
Capítulo VII.- El conocimiento propio de la ingeniería.......................................... 96
¿Qué saben los ingenieros? ........................................................................................................ 96
El evasivo método del ingeniero .................................................................................................. 99
La representación ....................................................................................................................... 102
El imperioso pluralismo............................................................................................................... 103
La difícil medida de la actividad académica .............................................................................. 105
Capítulo VIII.- El modelo lineal y su posterior cuestionamiento ........................ 107
Ingeniería y ciencia después de la Segunda Guerra Mundial ................................................. 107
Un ingeniero al frente de los científicos..................................................................................... 110
El forzado hermanamiento de ciencia y tecnología .................................................................. 114
¿Están adoptando en nuestro tiempo los científicos los fines de los técnicos?..................... 115
Tercera parte .......................................................................................................... 119
Ingeniería y sociedad ............................................................................................. 120
Capítulo IX.- Formación y ejercicio profesional de los ingenieros..................... 120
Ingeniería y profesión ................................................................................................................. 120
Las Escuelas de ingenieros francesas ...................................................................................... 122
La formación de los ingenieros británicos y americanos ......................................................... 124
Otros estudios técnicos superiores en el siglo XIX.................................................................... 126
Interludio ...................................................................................................................................... 127
La formación de los ingenieros en España después de 1957 ................................................. 129
La ingeniería y las Academias ................................................................................................... 131
Capítulo X.- La ingeniería en el mundo actual .................................................... 132
Logros que han cambiado nuestras vidas................................................................................. 132
En el foco de la economía .......................................................................................................... 133
La incidencia de la automatización y la robotización................................................................ 137
La responsabilidad social del ingeniero..................................................................................... 140
La técnica en la entraña de la civilización ................................................................................. 143
Bibliografía .............................................................................................................. 149
152
153