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Gabriel García Márquez


Un hombre viene bajo la lluvia

Otras veces habíía experimentado el mismo sobresalto cuando se sentaba a oíír la lluvia.
Sentíía crujir la verja de hierro; sentíía pasos de hombre en el sendero enladrillado y
ruidos de botas raspadas en el piso, frente al umbral. Durante muchas noches aguardoí a
que el hombre llamara a la puerta. Pero despueí s, cuando aprendioí a descifrar los
innumerables ruidos de la lluvia, pensoí que el visitante imaginario no pasaríía nunca del
umbral y se acostumbroí a no esperarlo. Fue una resolucioí n definitiva, tomada en esa
borrascosa noche de septiembre, cinco anñ os atraí s, en que se puso a reflexionar sobre su
vida, y se dijo: "A este paso, terminareí por volverme vieja". Desde entonces cambiaron
los ruidos de la lluvia y otras voces reemplazaron a los pasos de hombre en el sendero de
ladrillos.
Es cierto que a pesar de su decisioí n de no esperarlo maí s, en algunas ocasiones la verja
volvioí a crujir y el hombre raspoí otra vez sus botas frente al umbral, como antes. Pero
para entonces ella asistíía a nuevas revelaciones de la lluvia. Entonces oíía otra vez a Noel,
cuando teníía quince anñ os, ensenñ andole lecciones de catecismo a su papagayo; y oíía la
cancioí n remota y triste del gramoí fono que vendieron a un corredor de baratijas, cuando
murioí el uí ltimo hombre de la familia. ella habíía aprendido a rescatar de la lluvia las
voces perdidas en el pasado de la casa, las voces maí s puras y entranñ ables. De manera
que hubo mucho de sorprendente y maravillosa novedad, esa noche de tormenta en que
el hombre que tantas veces habíía abierto la verja de hierro caminoí por el sendero
enladrillado, tosioí en el umbral y llamoí dos veces a la puerta.
Oscurecido el rostro por una irreprimible ansiedad, ella hizo un breve gesto con la mano,
volvioí la vista hacia donde estaba la otra mujer y dijo: "Ya estaí ahíí".
La otra estaba junto a la mesa, apoyados los codos en las gruesas tablas de roble sin
pulir. Cuando oyoí los golpes, desvioí los ojos hacia la laí mpara y parecioí sacudida por una
terebrante ansiedad.
-¿Quieí n puede ser a estas horas?- dijo.
Y ella, serena, otra vez, con la seguridad de quien estaí diciendo una frase madurada
durante muchos anñ os.
-Eso es lo de menos. Cualquiera que sea debe estar emparamado.
La otra se puso en pie, seguida minuciosamente por la mirada de ella. La vio coger la
laí mpara. La vio perderse en el corredor. Sintioí , desde la sala en penumbras y entre el
rumor de la lluvia que la oscuridad hacíía maí s intenso, sintioí los pasos de la otra,
alejaí ndose, cojeando en los sueltos y gastados ladrillos del zaguaí n. Luego oyoí el ruido de
la laí mpara que tropezoí con el muro y despueí s la tranca, descorrieí ndose en las argollas
oxidadas.
Por un momento no oyoí nada maí s que voces distantes. El discurso remoto y feliz de
Noel, sentado en un barril, daí ndole noticias de Dios a su papagayo. Oyoí el crujido de la
rueda en el patio, cuando papaí Laurel abríía el portoí n para que entrara el carro de los dos
bueyes. Oyoí a Genoveva alborotando la casa, como siempre, porque siempre, "siempre
encuentro este bendito banñ o ocupado". Y despueí s, otra vez a papaí Laurel, desportillando
sus palabrotas de soldado, tumbando golondrinas con la misma escopeta que utilizoí en
la uí ltima guerra civil para derrotar, eí l solo, a toda una divisioí n del gobierno. Hasta llegoí a
pensar que esta vez el episodio no pasaríía de los golpes de la puerta, como antes no pasoí
de las botas raspadas en el umbral; y pensaba que la otra mujer habíía abierto y soí lo
habíía visto los tiestos de flores bajo la lluvia, y la calle triste y desierta.
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Pero luego empezoí a precisar voces en la oscuridad. Y oyoí otra vez las pisadas conocidas
y vio las sombras estiradas en la pared del zaguaí n. Entonces supo que despueí s de
muchos anñ os de aprendizaje, despueí s de muchas noches de vacilacioí n y
arrepentimiento, el hombre que abríía la verja de hierro habíía decidido entrar.
La otra mujer regresoí con la laí mpara, seguida por el recieí n llegado; la puso en la mesa, y
eí l - sin salir de la oí rbita de claridad - se quitoí el impermeable, vuelto hacia la pared el
rostro castigado por la tormenta. Entonces, ella lo vio por primera vez. Lo miroí
soí lidamente al principio. Despueí s lo descifroí de pies a cabeza, concretaí ndolo miembro a
miembro con una mirada perseverante, aplicada y seria, como si en vez de un hombre
hubiera examinado un paí jaro. Finalmente volvioí los ojos hacia la laí mpara y comenzoí a
pensar: "Es eí l, de todos modos. A pesar de que lo imaginaba un poco maí s alto".
La otra mujer rodoí una silla hasta la mesa. El hombre se sentoí , cruzoí una pierna y desatoí
el cordoí n de la bota. La otra se sentoí junto a eí l, hablaí ndole con espontaneidad de algo
que ella, en el mecedor, no alcanzaba a entender. Pero frente a los gestos sin palabras ella
se sentíía redimida de su abandono y advertíía que el aire polvoriento y esteí ril olíía de
nuevo como antes, como si fuera otra vez la eí poca en que habíía hombres que entraban
sudando a las alcobas, y ÚÚ rsula, atolondrada y saludable, corríía todas las tardes a las
cuatro y cinco, a despedir el tren desde la ventana. Ella lo veíía gesticular y se alegraba de
que el desconocido procediera asíí; de que entendiera que despueí s de un viaje difíícil,
muchas veces rectificado, habíía encontrado al fin la casa extraviada en la tormenta.
El hombre empezoí a desabotonarse la camisa. Se habíía quitado las botas y estaba
inclinado sobre la mesa, puesto a secar al calor de la laí mpara. Entonces, la otra mujer se
levantoí ,caminoí hacia el armario y regresoí a la mesa con una botella a medio empezar y
un vaso. El hombre agarroí la botella por el cuello, extrajo con los dientes el tapoí n de
corcho y se sirvioí medio vaso de licor verde y espeso. Luego bebioí sin respirar, con una
ansiedad exaltada. Y ella, desde el mecedor, observaí ndolo, se acordoí de esa noche en que
la verja crujioí por primera vez - ¡hacia tanto tiempo! - y ella pensoí que no habíía en la
casa nada que darle al visitante, salvo esa botella de menta. Ella le habíía dicho a su
companñ era: " Hay que dejar la botella en el armario. Alguien puede necesitarla alguna
vez". La otra le habíía dicho: "¿Quieí n?". Y ella: "Cualquiera", habíía respondido. "Siempre
es bueno estar preparados por si viene alguien cuando llueve". Habíían transcurrido
muchos anñ os desde entonces. Y ahora el hombre previsto estaba allíí, vertiendo maí s licor
en el vaso.
Pero esta vez el hombre no bebioí . Cuando se disponíía a hacerlo, sus ojos se extraviaron
en la penumbra, por encima de la laí mpara, y ella sintioí por primera vez el contacto tibio
de su mirada. Comprendioí que hasta ese instante el hombre no habíía caíído en la cuenta
de que habíía otra mujer en la casa; y entonces empezoí a mecerse.
Por un momento el hombre la examinoí con una atencioí n indiscreta. Úna indiscrecioí n tal
vez deliberada. Ella se desconcertoí al principio; pero luego advirtioí que tambieí n esa
mirada le era familiar y que no obstante su escrutadora y algo impertinente obstinacioí n
habíía en ella mucho de la traviesa bondad de Noel y tambieí n un poco de la torpeza
paciente y honrada de su papagayo. Por eso empezoí a mecerse, pensando: "Aunque no
sea el mismo que abríía la verja de hierro, es como si lo fuera, de todos modos". Y todavíía
mecieí ndose, mientras eí l la miraba, pensoí : "Papaí Laurel lo habríía invitado a cazar
conejos en la huerta".
Antes de la media noche la tormenta arrecioí . La otra habíía rodado la silla hasta el
mecedor y las dos mujeres permanecíían silenciosas, inmoí viles, contemplando al hombre
que se secaba junto a la laí mpara.
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Úna rama suelta del almendro vecino golpeoí varias veces contra la ventana sin ajustar y
el aire de la sala se humedecioí , invadido por una bocanada de intemperie. Ella sintioí en
el rostro la cortante orilla de la granizada, pero no se movioí , hasta cuando vio que el
hombre escurrioí en el vaso la uí ltima gota de menta. Le parecioí que habíía algo simboí lico
en aquel espectaí culo. Y entonces se acordoí de papaí Laurel, peleando solo, atrincherado
en el corral, tumbando soldados del gobierno con una escopeta de perdigones para
golondrinas. Y se acordoí de la carta que le escribioí el coronel Aureliano Buendíía y del
tíítulo de capitaí n que papaí Laurel rechazoí , diciendo: "Dííganle a Aureliano que esto no lo
hice por la guerra, sino para evitar que esos salvajes se comieran mis conejos".
Fue como si en aquel recuerdo hubiera escanciado ella tambieí n la uí ltima gota de pasado
que le quedaba en la casa.
- ¿Hay algo maí s en el armario? - preguntoí sombrííamente.
Y la otra, con el mismo acento, con el mismo tono en que suponíía que eí l no habríía
podido oíírla, dijo:
- Nada maí s. Acueí rdate que el lunes nos comimos el uí ltimo punñ ado de habichuelas.
Y luego, temiendo que el hombre las hubiera oíído, miraron de nuevo hasta la mesa pero
soí lo vieron la oscuridad, sin la mesa y el hombre. Sin embargo, ellas sabíían que el
hombre estaba ahíí, invisible junto a la laí mpara exhausta. Sabíían que no abandonaríía la
casa mientras no acabara de llover, y que en la oscuridad la sala se habíía reducido de tal
modo que no teníía nada de extranñ o que las hubiera oíído

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