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Populismo 3.

Apuntes sobre la revolución que


viene (IV)
Adriano Erriguel 12 de abril de 2019

“El pueblo no existe”, decía en abril 2018 Robert Habeck, el líder de los
Verdes alemanes. Y añadía: “la noción de traición al pueblo es un
concepto nazi, una expresión perniciosa hecha para dividir y
estigmatizar”. Algunos meses más tarde –en noviembre 2018– la
Canciller Angela Merkel declaraba “el pueblo es el conjunto de la gente
que vive de forma durable en un país, no un grupo de gente que se
autodefine como tal”. Al referirse a los dos pactos de Naciones Unidas
que habían sido recientemente suscritos por Alemania –los Pactos
Globales sobre Migraciones y Refugiados– señalaba Merkel: “hay
políticos que, porque ellos representan al pueblo, se creen en el derecho
de decidir sobre si esos Pactos son válidos”. Y añadía “los Estados-
nación deben estar dispuestos a renunciar a su soberanía, de forma
organizada”.[1]

A tenor de las declaraciones de ambos líderes, cabría deducir que la


expresión “Al Pueblo Alemán” (Dem Deutsche Volke), inscrita hace más
de un siglo en la fachada del Parlamento en Berlín, debería ser
sustituida por algo así como “a la gente que vive de forma durable en el
Estado alemán”, para adaptase al signo de los tiempos. La izquierda
progresista y la derecha liberal-conservadora coinciden, una vez más,
en lo esencial. La derecha ha renunciado a la nación, la izquierda ha
renunciado al pueblo.

El pueblo: palabra tóxica

“El pueblo no existe”. Éste parece ser un dogma de nuestro tiempo. El


“pueblo” es una palabra sospechosa, tóxica, maldita. Se empieza
hablando del “pueblo” y se termina organizando Auschwitz. El “pueblo”
es una palabra rancia, casposa, not friendly. El pueblo es materia de
chanza de los clownsmediáticos, aliño pintoresco en comedias
costumbristas, objeto del desprecio de una burguesía que se cree en
posesión de la racionalidad universal. El pueblo debe ser
“problematizado”, debe ser “deconstruido”, debe ser parcelado en
comunidades y troquelado en el multiculturalismo. El pueblo debe
separarse de su historia de intolerancias y de opresiones, debe fundirse
en una gran clase media mundial. Si el pueblo es autóctono, debe
limitarse por el control de nacimientos, debe asumir que la inmigración
es el futuro, debe abrir sus puertas a la solidaridad universal.

El pueblo debe diluirse en átomos intercambiables, en partículas


elementales, en “ciudadanos”, en “gente”.

Pero a fuerza de negar su existencia, el pueblo retorna con energía


redoblada. No es extraño que entremos en la era del “populismo”.

Tampoco es extraño que las oligarquías de izquierda y de derecha


asimilen el populismo a una patología, y que lo remitan a metáforas
epidemiológicas, a “diagnósticos”, “remedios” y “cordones sanitarios”.
Desde la derecha “civilizada” y respetable la cosa tiene su sentido. Al fin
y al cabo, esa derecha siempre ha sentido una desconfianza congénita
ante el pueblo. Desde la izquierda la cosa también se entiende, desde el
momento en que sus preocupaciones son otras: la perspectiva de
género, el lenguaje inclusivo, los derechos de los transexuales, la lucha
contra el heteropatriarcado, el humanismo oenegero, la ampliación del
aborto, el arte contemporáneo, la liberalización de las drogas y demás
causas progresistas. Alguien señaló que el “populismo” es el nombre
que la izquierda le da al pueblo cuando éste ya no le sirve. En realidad,
la derecha y la izquierdamainstream son perfectamente intercambiables.
Ambas tienden a unirse en un gran partido de “extremo centro”,
manejado por tecnócratas y aparatchiks que concuerdan en que hay que
mantener al pueblo a raya, consultarle lo menos posible (“los
referéndums los carga el diablo”), transformar la democracia en
“gobernanza” y – como señalaba Pierre Manent – avanzar hacia
un Kratos sin Demos.[2]

¿Cuál es el encaje de la “izquierda populista” en todo esto? Porque lo


cierto es que hay una izquierda – en España, Francia, Grecia, Estados
Unidos – que sí se reivindica del pueblo. La cuestión es saber de qué
pueblo se reivindica. En estas líneas defenderemos que la izquierda
populista propone un pueblo “deconstruído” al gusto del neoliberalismo.

Decontruyendo al pueblo

La idea de pueblo ha sido objeto de un laborioso proceso de


deconstrucción, hasta hacerla casi irreconocible. Porque para el
neoliberalismo sólo existen los ciudadanos, y el pueblo es un “mito”.[3]
La “deconstrucción” es el concepto central de la filosofía posmodernista.
Popularizada por el filósofo Jacques Derrida, la idea parte de un
postulado básico: todos los parámetros de la existencia – ya sean
políticos, culturales, institucionales, lingüísticos, filosóficos o sexuales –
han sido “construidos” sobre lo arbitrario, a través de discursos de
legitimación muchas veces repetidos. Por eso es perfectamente posible
desmontarlos y descomponerlos para después “reconstruirlos” del modo
deseado. La deconstrucción se configura entonces como la “llave
maestra” que abre al Mercado todas las puertas que le permanecían
vedadas: la de la moral, las diferencias sexuales, las religiones, las
identidades culturales, los pueblos, las familias; en definitiva: las
dimensiones de la existencia que no estaban expuestas al juego de la
oferta y la demanda.

La deconstrucción es, por lo tanto, la precondición necesaria del


“constructivismo” posmoderno, corriente en la que, como hemos visto,
se inserta la teorización populista de Ernesto Laclau. Los llamados
“estudios culturales” en las universidades anglosajonas –la ideología de
género, los estudios postcoloniales, los estudios sobre discriminaciones
y marginalidades – trabajan sobre esas premisas: proceder a la
deconstrucción de las estructuras sociales heredadas y abrir la puerta a
su reconfiguración por la ingeniería social. Un proyecto de dimensiones
orwellianas que coincide con el despliegue global del neoliberalismo.

En estas líneas partimos de una premisa: la del carácter eminentemente


contrarrevolucionario de la deconstrucción y los estudios culturales.
Como señala el filósofo francés Renaud García, la función de ambas
corrientes es la de desviar las energías revolucionarias y,
paradójicamente, favorecer las evoluciones del sistema económico
contemporáneo, al preparar la rendición ante la mercantilización
generalizada, el dominio de las industrias culturales y la artificialización
del mundo.[4] Al centrarse en la crítica de los hábitos privados y los
estilos de vida, la izquierda populista favorece la hegemonía neoliberal,
volcada en fastos LGTBIQ, campañas feministas y en todo eso que el
teórico liberal Friedrich Hayeck denominaba, ya en los años 1970, la
“lucha contra todas las discriminaciones”.

Para decirlo en el cursi idiolecto de los estudios culturales, la idea de


pueblo ha sido “problematizada”. El nuevo pueblo hegemónico es el
“pueblo-gente” salido de la “diversidad”, de las minorías victimizadas y
de los movimientos sociales. La asunción del marco neoliberal es total,
desde el momento en que se pone el énfasis en la ampliación de
derechos y libertades individuales dentro del sistema, no en la
transformación del sistema. En eso consiste la “radicalización de la
democracia” teorizada por Laclau y Mouffe. Pero a diferencia del
neoliberalismo, lo que Laclau no puede asumir (por “honor profesional”
y por “fidelidad a la tradición socialista”, nos dice el filósofo Jose Luis
Villacañas) es que el valor de equivalencia de los derechos y libertades
pueda consistir en el dinero. Como ya hemos visto, para Laclau ese
valor de equivalencia culmina – a través de la “cadena de demandas” –
en la idea de “pueblo hegemónico” y su corolario el líder populista, como
instrumentos de la radicalización de la democracia y construcción del
socialismo.[5]

El problema es que, a despecho de Laclau et allii, las clases desposeídas


de Europa y América parecen refugiarse en el populismo de
derecha. Conviene averiguar por qué.

Populismo y pulsión de muerte

El populismo de izquierdas asume una visión optimista: la de la


globalización como utopía liberada de la historia. Según esa idea,
vivimos en una “sociedad de singulares” construida sobre la proliferación
de demandas individuales infinitas, en la que la subjetividad está
liberada y “flota” en el bazar de la diversidad, en pos de identidades y
estilos de vida. El error de Laclau – el talón de Aquiles de su populismo
– reside en el carácter utópico de esta premisa. Porque siempre habrá
un “núcleo duro” de tercas realidades, culturales e históricas, reacias a
dejarse deconstruir.
El profesor de la Universidad Complutense José Luis Villacañas realiza, a
nuestro modo de ver, una crítica pertinente de esta premisa de Laclau, y
lo hace utilizando sus mismas armas: los argumentos psicoanalíticos de
Freud y Lacan (aunque más del primero que del segundo).[6]

La tesis de Villacañas se resume en lo siguiente: Laclau parte de la


asunción de que los “estudios culturales” – la deconstrucción y los
juegos de lenguaje – “han hecho su trabajo”, y de que nos movemos en
un entorno de “significante vacíos” entregados a una circulación
desregulada y neoliberal (algo así como un gran supermercado de ideas
e identidades). De esta forma los populistas de izquierda pueden dar
rienda suelta a su creatividad, pueden manipular los “significantes
vacíos”, los “puntos nodales” y las “cadenas equivalenciales” hasta forjar
un nuevo pueblo a través de la magia del discurso. Un mundo a la
hechura de politólogos progresistas.[7]

Villacañas subraya el hecho de que esta estrategia populista, en la


medida en que reposa sobre construcciones metafóricas, depende toda
ella del despliegue de los “estudios culturales”.[8] Dicho de otra forma:
se confía en la omnipotencia de las torres de marfil académicas a la hora
de moldear identidades. El problema es que no es tan fácil deshacerse
del peso de la historia. Esta cuestión es importante, porque es aquí
donde el populismo de laboratorio hace aguas por todas partes.
En su argumento, Villacañas tira de conceptos freudianos. Laclau – y por
ende, el populismo de izquierdas – confunde la deconstrucción
conceptualcon la deconstrucción psíquica, las mezcla y toma la parte por
el todo. Es cierto que podemos deconstruir los conceptos de pueblo, de
raza, de nación, de identidad sexual, de masculinidad, de feminidad, de
familia y así sucesivamente – los estudios culturales lo han hecho hasta
la saciedad –, pero sólo podremos hacerlo conceptualmente, al nivel de
los juegos de lenguaje. Hay una parte que siempre se nos escapará: la
que se mantiene a un nivel psíquico. Porque ese nivel psíquico no sólo
integra las demandas basadas en deseos guiados por el principio del
placer (lo que Gilles Deleuze llamaba la “máquina deseante”) sino
también la pulsión de muerte que anida en todo ser humano, y que
tiene una lógica no sometida a proyectos constructivistas.[9]

¿Pulsión de muerte? Este concepto freudiano se vincula a lo que en


psicoanálisis se conoce como producción de negatividad, que se refiere a
la manera en la que la gestionamos nuestros sentimientos de miedo,
angustia, inseguridad, indeterminación, pérdida, etcétera. Esta es la
parte maldita de la psique, que se plasma en sentimientos negativos
que socialmente organizamos o “domamos” a través de las
convenciones, los hábitos repetidos (la “pulsión de repetición”) y las
instituciones. Si seguimos este razonamiento, vemos entonces que las
instituciones se sostienen, en último término, sobre el poder vinculante
de la “pulsión de muerte”. Por eso los hábitos repetidos (culturales,
institucionales) en cuanto conjuran la pulsión de muerte, están
encastrados en la psique a un nivel profundo, mucho más profundo que
aquél en el que operan los “juegos de lenguaje”.[10]
¿Qué conclusiones políticas sacar de todo esto?

Ante todo, un rotundo desmentido al neoliberalismo: la sociedad no es


sólo un mercado, no ofrece sólo productos y mercancías. La sociedad no
puede articularse en un “pueblo” a través de la mera producción de
significantes vacíos, sino desde la activación de los referentes simbólicos
que están latentes en el fondo de nuestra psique, y que tienen que ver
con los hábitos de repetición y la pulsión de muerte.[11] Existe por
tanto una dimensión existencial e histórica ante la que las
deconstrucciones posmodernas se revelan impotentes. Esto es lo que
explica que todas las utopías ilustradas fracasen siempre en sus intentos
por convertir al hombre en una “tabla rasa” racional. Por eso fracasarán
siempre los intentos por erradicar totalmente los “prejuicios”. La pulsión
de repetición cumple una función eminentemente conservadora ante la
que se estrella la filosofía de boudoirde los profesores progresistas.
Todo este hilo argumental – que hemos intentado simplificar al máximo
– nos sitúa ante una sencilla pregunta: ¿en qué consiste la vida? ¿En
perseguir placeres, en maximizar beneficios, en acumular amigos
en Facebook?

La vida consiste en la muerte. Ni más ni menos. La vida consiste en


conjurar, en preparar y en darle un sentido al hecho de la muerte. Y
esto engloba toda una dimensión religiosa – religiosa, sí – en el sentido
más amplio del término. Mitos, leyendas, religiones, pueblos, patrias,
tribus, razas, costumbres, prejuicios, xenofobias, pautas encastradas en
la historia, pulsiones de repetición arraigadas en el sistema psíquico,
reacias a deconstrucciones posmodernas. En la medida en que el
populismo de izquierdas intente hacer tabla rasa de todo eso, se
estrellará contra la historia. Y eso permite entender, a su vez, la
superioridad del populismo de derecha.[12]

Populismo tardo-adolescente

Los populistas de izquierda rehúsan ser catalogados en el mismo bando


que Trump, Perón o Le Pen. Los seguidores de Laclau afirman que el
verdadero populismo sólo puede ser de izquierdas. ¿Verdaderamente?
Esta afirmación presupone que sólo puede haber populismo desde una
lógica emancipatoria posmarxista. En esa línea, el psicoanalista y
escritor argentino Jorge Alemán viene a señalar que “el populismo es
Marx” más la construcción de un “nuevo pueblo” como sujeto de
emancipación frente al capitalismo.[13] Como sabemos, de lo que se
trata es de “construir pueblo”, porque el que existía o no nos gusta o no
nos sirve. Y lo construimos desde un mítico “exterior” al capitalismo.
Éste es un tic recurrente en izquierdistas tremebundos: hablar del
capitalismo como si fuera una hidra que nadie sabe de dónde ha salido,
ignorando las lógicas neoliberales que también anidan en las propuestas
de izquierda. Es preciso salir de esa retórica si queremos entender algo
del populismo progre.

En su construcción de un nuevo “pueblo”, el populismo de izquierda


participa en los aparatos ideológicos y propagandísticos del
neoliberalismo. En realidad, su ofensiva cultural es poco novedosa y
avanza sobre un terreno trillado. Ya en los años 1980 el Partido
Socialista francés había decidido orientarse hacia los micro-electorados
identitarios y volátiles compuestos de jóvenes, feministas,
homosexuales, inmigrantes, etcétera, todo ello bajo los valores de la
“apertura”, la “diversidad” y la “tolerancia”, frente a la Francia “vieja”,
“rancia” y “autóctona” (de souche). Con las impagables bendiciones del
“nuevo filósofo” Bernard Henri-Lévy, el Partido Socialista francés
promovía entonces la creación de SOS Racisme, con una serie de
activistas que harían carrera política. En los años 1990 ser “de
izquierdas” significaba ya colocarse del lado de las minorías, frente a
unas clases populares juzgadas “demasiado” blancas, demasiado
masculinas, demasiado autóctonas y demasiado rústicas. Y todo ello sin
necesidad de esperar a Laclau.[14]

¿De qué hablamos cuando hablamos de populismo de izquierda? En el


contexto de las guerras culturales, de un peón de brega o “tonto útil”
delestablishment. Sus propuestas están formateadas para una sociedad
del confort amenazada de aburrimiento, en la que los procesos de
cambio se definen, no en el terreno de luchas entre los beneficiarios y
los desposeídos del sistema, sino en el ámbito caprichoso de los
procesos de identificación individuales. Se trata de un populismo
obnubilado por la corrección política, atento a la última moda de las
universidades americanas, confiado en el poder demiúrgico de los
profesores, basado en la repetición bovina de consignas y palabros. Un
populismo narcisista y tardo-adolescente.

Coda
Hemos abusado de la paciencia del lector al recurrir a toda esta
parafernalia para decir cosas que, en el fondo, son bastante simples. Los
aires crípticos de los populistas de izquierda nos obligan a ello. Pero si
bien el latín sustentaba el prestigio de la clerecía, eso no era obstáculo
para que en latín se dijeran muchas estupideces.

Los nuevos clérigos repiten sus letanías, casi todas copiadas de


regurgitaciones académicas y sórdidas terapias de grupo en campus
anglosajones. El lavado de cerebro es global, agresivo y radical. Global,
agresiva y radical debe ser la respuesta. El auténtico populismo va de
eso.

¿Auténtico populismo? ¿Hasta qué punto un populismo puede ser “falso”


o “auténtico”? Señalábamos al comienzo que aquí tomamos partido.
Nuestra idea de populismo está alejada de las variantes que, como las
inspiradas por Ernesto Laclau, no son lo que dicen ser: una fuerza de
choque contra el neoliberalismo. El fracaso de esas corrientes –
llámense populismo posmoderno, populismo de izquierdas o populismo
progre– es el fracaso de toda una forma de entender el fenómeno.
El caso del partido político Podemos es un ejemplo paradigmático de
todo esto.

[1] Angela Merkel, “Das Herz der Demokratie”, intervención en la Konrad


Adenauer Stiftung, 21-11-2018.
[2] Pierre Manent, La Raison des Nations. Réflexions sur la démocratie en Europe.
Gallimard 2006, p 16.
[3] El Pueblo es un «mito» asociado al fascismo, eso afirmaba el historiador
francés Pierre Birnbaum en un libro publicado en 1979 (Le Peuple et les gros:
histoire d´un mythe, 1979). Según este argumento, el concepto de explotación de
la mayoría por una minoría capitalista es un “mito de extrema derecha con
connotaciones antisemitas”. Señala Jean-Claude Michéa que este tipo de discurso
sería decisivo en la formación del paradigma anti-populista en la era Miterrand,
con Bernard-Henri Lévy y Michel Foucault como encargados (bajo las banderas del
“anti-totalitarismo” y los “derechos del hombre”) de asegurar el triunfo mediático y
universitario de la nueva doxa. Jean-Claude Michéa y Jacques Julliard, La Gauche
et le Peuple. Lettres croisées.Flammarion 2014, pp. 28-29.
[4] Renaud García, Le Désert de la Critique. Déconstruction et Politique. Éditions
L´Echappée, 2015.
[5] Jose Luis Villacañas, “Laclau y Weber, dos ontologías del populismo”. En la
obra colectiva: ¿El populismo por venir? A partir de un debate en Princeton.
Guillermo Escolar 2018, pp. 39-40.
En su libro Populismo, Villacañas traza una interesante comparación entre el uso
del “pueblo” como símbolo y metáfora en la teoría laclausiana, y el uso del
“dinero” como metáfora de oro y riqueza en el capitalismo: “(en el populismo) es
preciso encontrar una demanda que encierre en su seno todas las demás. Sin
embargo, su teoría social reconoce que tal cosa no existe. Dotado de sagacidad
teórica, el populismo hace de la necesidad virtud (…) el populismo deja vacío el
lugar social de esta demanda fundamental. Hace de ese vacío el supuesto de la
política posmarxista. En realidad, al hacerlo, el populismo imita al capitalismo
financiero y se mueve dentro de esquemas liberales (...) donde el liberalismo pone
dinero, el populismo pone “pueblo”. Jose Luis Villacañas, Populismo. Editorial La
Huerta Grande 2015, pp. 50-51
[6] Jose Luis Villacañas, “Laclau y Weber, dos ontologías del populismo”. En: ¿El
populismo por venir? A partir de un debate en Princeton. Guillermo Escolar 2018.
[7] Jose Luis Villacañas: (Laclau) “asumió la premisa liberal de que la sociedad
había estallado en una infinitud de diferencias individuales ancladas en demandas
fragmentarias, la idea básica del liberalismo (…) El populismo asume así el
diagnóstico epocal-utópico de la deconstrucción, con su liberación de la historia;
luego acepta el dominio de los estudios culturales, con el estallido del significante
en diferencias; y por último acoge la ontología neoliberal del soporte individual
como fuente de demandas expresadas en deseos” (…) Nos situamos en un
escenario en que “los académicos no tenían que dar cuenta de la realidad, sino
intervenir en la proliferación de conexiones del significante, en su circulación, en la
producción de diferencias, en un espejo perfecto y distinguido de lo que hacía la
actividad productiva capitalista, ya fundamentalmente estética”. JL Villacañas,
“Laclau y Weber, dos ontologías del populismo”, pp. 38-39.
[8] Jose Luis Villacañas. Populismo, La Huerta Grande 2015, p. 76.
[9] Jose Luis Villacañas, Obra citada, p. 44.
[10] En la teoría de Lacan, esta forma de gestionar los sentimientos de carencia,
miedo, angustia, etcétera se vincula también a lo que él llama los “Objetos alfa”
(Objet petit a): los objetos inalcanzables del deseo, el ansia humana por alcanzar
esa parte de lo Real que siempre permanecerá inaprehensible.
[11] Jose Luis Villacañas: “la sociedad no articula un pueblo cuando lo produce
desde un significante vacío, sino sólo cuando dinamiza y activa ese trabajo
simbólico a veces depositado en latencias prestas a renovar su fuerza
psíquica”. Obra citada, p. 52.
[12] Sin pasar por los meandros del psicoanálisis, la “antropología cultural” de
Arnold Gehlen llegaba a conclusiones paralelas: la cultura no es un arbitrario que
se pueda construir y deconstruir a capricho, sino que hunde sus raíces en el
sustrato más profundo del hombre. El periodista José Javier Esparza lo resume de
la siguiente forma: “La naturaleza humana está concebida de tal modo que su
desarrollo forzosamente ha de conducir a la civilización. Por decirlo así, la
civilización es para nosotros un órgano biológico, una herramienta imprescindible
para nuestra supervivencia. La naturaleza del hombre es la cultura. Ahora bien,
¿qué ocurre si el hombre se propone invertir la corriente de la civilización? ¿qué
ocurre si el hombre, en nombre de ideologías utópicas y redentoras, pretende
volver la naturaleza cabeza abajo, altera la condición humana y crear una cultura
completamente desligada de la naturaleza de los hombres? En ese caso estaríamos
firmando nuestra sentencia de muerte como especie, estaríamos entrando en un
período de decadencia de lo humano”. Una línea de pensamiento que fue también
desarrollada por el premio Nobel de Medicina Konrad Lorenz. (José Javier Esparza:
“Konrad Lorenz encontró el eslabón perdido: usted.” En La Gaceta.es, 16-9.2017).
[13] Jorge Alemán: “el populismo es Marx más la construcción contingente de un
sujeto de la emancipación a partir de los antagonismos instituyentes de lo social,
donde debe incluirse siempre el análisis de la lógica del Capital y su reproducción
ilimitada. Si no se incluye el análisis de la construcción populista en el marco
histórico de la estructura de poder capitalista contemporáneo, es imposible
construir y asumir los verdaderos antagonismos. Por esta razón considero que el
verdadero populismo sólo puede ser de izquierda”. Jorge Alemán y Germán
Cano, Del desencanto al populismo. Encrucijada de una época. Ned Ediciones
2016, p. 97.
[14] En su apuesta por las minorías, el Partido Socialista francés recogía el acervo
teórico del posmodernismo y la deconstrucción. El filósofo Gilles Deleuze definía así
“ser de izquierdas”: “en eso consiste ser de izquierdas, en saber que la minoría es
todo el mundo. Y que es ahí donde ocurren los fenómenos que moldearán el
devenir” (…) “La minoría puede ser más numerosa que la mayoría. Lo que define a
la mayoría es que ésta se constituye en el modelo respecto al cuál hay que
adecuarse: por ejemplo, el europeo medio adulto masculino que habita en las
ciudades…mientras que la minoría no tiene modelo, es un devenir, un proceso”.
Gilles Deleuze, citado en : Renaud García, Le Désert de la Critique. Déconstruction
et Politique. L´Échappée 2015, pp. 46-47.

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