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Alicia

Hasta el día en que ocurrió el fenómeno, hasta la mañana en que la casa se

convirtió en el escenario del milagro tras la súbita aparición de los animales, la vida de

Alicia no era más que una pesada rutina. También era triste y un poco solitaria, porque

las obligaciones con las que la niña cargaba eran como altos muros que la separaban de

las cosas de su edad. Alicia, sola, tenía que cuidar a su madre y atender la casa.

La noche anterior al fenómeno, había colocado los zapatitos en el pasillo,

despacio, junto a la puerta de su habitación. Eran unos zapatos negros, gastados pero

muy lustrosos, y que habían perdido la pequeña hebilla dorada del costado. Al final del

pasillo, junto a la habitación de su madre, quedó una puerta entreabierta que daba a un

patio con plantas y a una luna redonda. De allí la niña trajo una buena cantidad de pasto

y un recipiente con agua para los camellos. Con la ilusión en el rostro, después de

colocarlo todo en el pasillo, volvió rápido a meterse en la cama, que la esperaba

anhelante y tibia. Era un cinco de enero.

Alicia tenía ocho años cumplidos y era una niña sumamente aplicada. Al

mediodía, al llegar de la escuela, preparaba la comida para acercársela en una bandeja a

su madre, que ya iba por el segundo año postrada en la cama. Después de recoger la

vajilla, fregar y acomodar todo de nuevo en la despensa, Alicia se instalaba sola en la

mesa del salón a hacer las tareas escolares. Ponía tal empeño al sujetar el lápiz durante

las sumas y las multiplicaciones que se le forman unas encantadoras arruguitas en la

frente, como una pequeña hechicera de los cuentos. No se levantaba de la silla más que

para atender algún llamado de su mamá. Algunas veces era un indispensable vaso de

agua, o una pastilla, reclamada siempre con la voz dulce de quien no quiere molestar.

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Entonces, la niña dejaba el lápiz sobre el cuaderno y recorría de ida y de vuelta el

pasillo en ele que pasaba por su habitación y terminaba en la de su madre, al final de la

casa, junto a la puerta que daba al patio. Luego, cuando regresaba, recogía otra vez el

lápiz para continuar con su tarea de multiplicar cifras y dibujar mapas. Sorprende que

una niña tan madura siguiera esperando cada enero a los reyes magos.

Esa noche, después de meterse en la cama, Alicia soñó, y en el sueño, por fin,

los reyes entraron en la casa. Mientras dormía, pudo ver cómo en el angosto pasillo se

entorpecían los tres camellos oníricos y desordenaban la comida y el agua. Era tanta la

pasión y las ganas que pusieron los animales en comer el pasto, que, en el sueño, hasta

los zapatos terminaron llenos de mordiscos. Eran unos mordiscos agudos, como son los

mordiscos de los sueños. Pero, ¡qué le iban a importar a Alicia unos zapatos viejos si los

reyes le habían dejado una enorme caja roja al final del pasillo, junto a la puerta que

daba al patio! En la caja, los reyes le habían traído lo único que Alicia de verdad

deseaba desde hacía dos años: de esa manera incomprensible de los sueños, dentro de la

caja estaba la cura de su mamá.

Muy temprano, Alicia amaneció embargada de una ansiedad temerosa y discreta.

Se levantó, medio dormida y medio despierta, con esa sensación mezclada de las cosas

al despertar. Al salir de su habitación, tropezó con los zapatitos negros y desordenó el

agua y el pasto, que esperaban intactos en medio del pasillo vacío. Miró al fondo: no

había nada junto a la puerta que daba al patio. ¡Nada!

La niña sintió tal decepción y tal furia, que cometió una locura impensable en

ella: fue hasta el salón, tomó el lápiz con el que hacía las multiplicaciones, y descargó

toda la pequeña fuerza de sus manos sobre los dos pedazos de cuero negro. Alicia

abandonó los zapatos, que habían quedado medio destrozados, y corrió, lápiz en mano,

a abrazar a su madre, que desde la habitación le lanzaba preguntas inquietas.

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Entonces, justo cuando la niña y la madre se dieron el abrazo en la cama,

llegaron los ruidos. Como un eco de los golpes de Alicia con el lápiz, se oyeron los

cascos contra el piso y el choque de los cuerpos en las paredes estrechas del pasillo.

Eran los camellos, que habían aparecido de repente. Las dos lo oyeron; las dos miraron

la puerta entreabierta. Alicia y su madre, sorprendidas, se tomaron de la mano, y

salieron corriendo al patio.

Seudónimo: Darío

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