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INTRODUCCIÓN A LA ÉTICA NORMATIVA

DESDE UNA PERSPECTIVA FENOMENOLÓGICA1


Prof. Lic. Lucas D. Baccelliere

La pregunta central de la ética normativa es: ¿por qué debo hacer lo que debo hacer? En otros
términos, como la pregunta no se dirige al deber mismo sino a sus causas, a su fuente o procedencia
(al porqué del deber), podríamos decir que la ética normativa se desarrolla en torno a la cuestión de
los fundamentos de la moral. Éstos —los fundamentos— son tales al menos en dos sentidos: (1) en
un sentido actual, por cuanto los hay que nos mueven a orientar nuestro comportamiento según la
moral que hemos heredado y a no tirarla sin más por la borda, y (2) en un sentido originario, que se
manifiesta cuando imaginamos al hombre emergiendo de un estado premoral y dando los primeros
pasos hacia el ordenamiento moral en el que hoy estamos inmersos.
Pensar los fundamentos actuales del deber implica, a su vez, la necesidad de reparar en dos
dimensiones del mismo: (a) una objetiva, pues el deber está plasmado en un sistema de normas,
valores, costumbres y tradiciones socialmente aceptados —lo que nosotros llamamos moral— que
posee cierta independencia respecto de nosotros y un orden interno que hemos de comprender,
desentrañar y explicitar, y (b) otra subjetiva, relativa a las mociones que peculiarmente impulsan a
cada individuo a respetar, violar, defender o cuestionar dicho sistema y que desembocan, en
definitiva, en la constitución de cada persona como actor moral directo e ineludible. Respecto de
esto último, no hay que olvidar que en nuestro interrogante inicial dijimos “por qué debo”, es decir,
“por qué yo debo”. ¿Podríamos haber planteado el interrogante de forma impersonal, como sigue:
“por qué se debe hacer lo que se debe hacer”? Por supuesto, pero entonces hubiera quedado
exceptuada la posibilidad de responder desde nosotros mismos, desde nuestra contingente
individualidad; la respuesta se hubiera limitado a lo que un observador estrictamente racional —
cualquiera que pretenda olvidarse de sus propias determinaciones existenciales a la hora de pensar,
o sea, propiamente un no-observador— pudiera decir sobre el asunto2. Así caeríamos en un
abordaje meramente descriptivo del hecho moral, con lo que estaríamos cometiendo la barbaridad
de omitir el punto más importante y crítico de toda la cuestión, que es el de comprender por qué
vale para nosotros la moral que otros han inventado.

1
El presente escrito fue concebido y redactado para utilizarse como apunte de cátedra en la materia Ética y Deontología
Profesional, correspondiente al cuarto año de los profesorados de Geografía, Economía y Administración del Instituto
Superior “De la Sagrada Familia” de la ciudad de Rosario.
2
«[...] el legislador moral infalible vino a identificarse con la razón humana [...].» Cortina, A., Ética sin moral, Tecnos,
Madrid, 2010, p. 17.
Al iniciar el estudio de una materia o de una de sus áreas, como se da en el presente caso, es
prudente fijar, ante todo, un método de investigación y análisis, que vendría a ser como echar un
vistazo al camino que hemos de recorrer y escoger de antemano, si es posible, la forma en que
habremos de andarlo. En ciertos sectores del saber, como la física o la matemática, hay un acuerdo
universal sobre cómo debe encararse el trabajo, cuáles son los límites de la especulación, qué
resultados son más esperables, etc. La filosofía no es uno de estos ¿bendecidos? sectores. No es
forzoso que el filósofo posea una comunidad filosófica que soporte y respalde sus reflexiones y las
conclusiones que de éstas extraiga; a diferencia del científico, cuya labor casi siempre3 se inscribe
en un marco de cientificidad y en un proyecto de saber más amplio que las investigaciones que
pueda realizar en su pequeño laboratorio, el filósofo debe dar cuenta por sí mismo de todo lo que
piensa y dice, porque, de algún modo, con él la filosofía vuelve a comenzar. Esta ausencia de apoyo
por parte de una comunidad, representa cierta angustia para el pensador, pero es también su refugio,
en tanto instancia que posibilita el desarrollo de conceptos más transparentes y desafectados.
Nosotros, como pretendidos pensadores de la moral, al escoger un método para estructurar nuestra
reflexión estaremos dejando muchos otros de lado, tan válidos como el nuestro, lo cual no
redundará, empero, en un cercenamiento del saber, sino en la aportación al mismo de nuestro propio
punto de vista.
Yendo a lo concreto: el método que adoptaremos para nuestro estudio es el método
fenomenológico (del griego phainómenon: lo que aparece). La actitud que da pie a este método
puede recogerse en el lema «volver a las cosas mismas», lo cual viene a significar que la realidad
debe ser pensada apartando cualquier saber previo que podamos tener sobre ella, observándola tal
cual se nos aparece. Uno de los principios sobre los que se erige el método fenomenológico es aquel
según el cual nuestro conocimiento de la realidad se apoya ulteriormente en nuestras vivencias de la
misma; no establecemos relaciones directas con los objetos, sino que éstos nos son dados siempre
mediatamente, a través de la experiencia que tenemos de ellos. Este principio acarrea la necesidad
de someter el conocimiento natural4 a una observación crítica, cuestionando su validez y evitando
postularlo sin más como saber de un objeto exterior, pues ya no es tan claro que el objeto conocido
sea en sí tal cual lo conocemos. En efecto, ¿cómo podemos estar seguros de ello? Tal vez lo que
conocemos no es más que cierta manifestación del objeto en nuestra conciencia individual. Ante
esta posición crítica respecto del conocimiento, lo que nos queda es, como dice Edmund Husserl,
creador del método fenomenológico, poner el mundo entre paréntesis, suspender todo juicio

3
Digo «casi» porque, paradójicamente, los avances de la ciencia suelen darse al romper alguien los límites de lo que la
comunidad científica fija como pensable o posible.
4
En el método fenomenológico se distingue la ciencia natural de la ciencia filosófica. La diferencia entre ambas es que
la segunda, la filosófica, además de preocuparse por la esencia de las cosas, se interroga acerca de la validez del
conocimiento mismo, mientras que la natural acepta de entrada que nuestro intelecto es capaz de conocer el mundo tal
cual es.
prefabricado sobre lo real y atender exclusivamente al contenido de la conciencia, a las formas bajo
las cuales aquel mundo en sí, si es que lo hubiera, se nos aparece.
Ahora nos preguntamos: ¿cómo aplicar este método en nuestra reflexión sobre la moral? Si
la moral es un conjunto de normas, valores, creencias, costumbres y tradiciones, lo primero que
debemos hacer es adoptar ante ellos una actitud ingenua5, como si no supiéramos qué son ni para
qué sirven, a fin de poder arribar al conocimiento de su esencia —a su definición— partiendo de lo
que son para nosotros, o sea, del modo en que se ofrecen a nuestra conciencia. Esto implica que las
preguntas del tipo «¿qué son las normas?» deberán ser reemplazadas, en principio, por otras como
esta: «¿cuál es mi vivencia de las normas?» o «¿con qué cualidad aparecen las normas ante mí?»,
preguntas que, en lugar de propiciar respuestas parecidas a esta: «las normas son mandatos relativos
al obrar...», deberían abrirnos, más bien, a otras como las que siguen: «las normas aparecen ante mí
como un límite» o «las normas representan para mí una carga».
La exigencia propia del método fenomenológico es la de ser capaces de elaborar preguntas
límpidas, no contaminadas por las creencias que podamos tener sobre el objeto indagado. Aunque
tal exigencia es demasiado elevada para una mente que opera y se expande siempre a partir de
resortes preexistentes, ella supone, tal como dijimos más arriba, la suspensión de cualquier juicio en
torno a nuestro objeto de reflexión, porque a la hora de contemplar lo real en cuanto manifestación
(ante nuestra conciencia) todo juicio se convierte en un prejuicio, en el sentido negativo del
término, es decir, en un obstáculo para el conocimiento auténtico. Es por ello que en el desarrollo de
esta unidad no recurriremos al saber de otros pensadores sino al final, una vez que hayamos
edificado el nuestro propio, y únicamente lo haremos como una instancia complementaria destinada
a contrastar nuestras conclusiones con las suyas.
¿A qué tipo de conclusiones llegaremos partiendo de nuestras propias vivencias? Por un
lado, podremos arribar al conocimiento de la esencia de los elementos de la moral, pero también —
y esto es lo más importante— a una comprensión interna de la moralidad. Comprender no es lo
mismo que entender: se entiende lo particular, se comprende la totalidad. Nosotros, en tanto
hombres y mujeres insertos en una cultura determinada, somos parte de una totalidad moral, por así
decirlo. Somos principio y destino suyo, sus agentes y pacientes6, y, por encima de todo, canales de
manifestación de la moralidad: hay pregunta por la moral (hay ética) porque existimos. Comprender
la totalidad moral involucra también la necesidad de comprender nuestra propio lugar en ella, pero
desde una mirada interior, desde la consideración del modo en que las normas, valores y costumbres
resuenan en nuestro espíritu.

5
En el caso de la moral esto resulta más sencillo, puesto que no lidiamos cotidianamente con las esencias de las normas,
los valores y demás, sino que, al estar éstos implícitos en la cultura, guían nuestro obrar sin la necesidad de que nos
preguntemos permanentemente qué son.
6
También padecemos la moral, en tanto que hay aspectos suyos que no podemos modificar.

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