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CONURBANO MALDITO

Antología de relatos negros

Cuentos ganadores del concurso literario

EL LADO OSCURO DEL CONURBANO

Primera Edición - 2016

Jurado: Osvaldo Bayer, Vicente Zito Lema

y Damián Snitifker
Primera edición: octubre 2016

Publicado Por:
Frente Juvenil Hagamos Lo Imposible
prensa.hagamosloimposible@gmail.com

Diseño de tapa e interiores:


Mamut Diseño
(Bs. As. - Avellaneda - French 87)

Impresión:
El Zócalo. Gráfica & Ediciones
Santiago del Estero 995, C.A.B.A

Impreso en Argentina
PRÓLOGO

“acá en mi barrio el hambre se nota


y pasan balas todos los días
y la violencia se pone fría y te espera...
sentadita en el cordón.”
Los Piojos, Reggae rojo y negro

El conurbano siempre está en el ojo de la tormenta. Los ca-


nales que hacen guardia en las teles de los bares, las radios que
suenan en los taxis y las primeras planas que pueblan los bon-
dis se han encargado de contar siempre la misma historia. Una
historia de violencia, de robos y de asesinatos. Los sospechosos
son los mismos de siempre: Los pibes chorros. Las gorritas. Los
paqueros. Los villeros. Los negros. Los pobres.
Pero casi nunca, los verdaderos culpables ocupan horas de
radio y TV. Porque si hablamos de chorros, de corrupción y de
grandes entramados mafiosos, créame que hay que hablar de los
peces gordos: la maldita bonaerense, los políticos, los narcos, los
jueces y los eternos barones, por mencionar algunos.
Pero también créame que el otro conurbano existe, aquel
que se anima a contar el “lado B” de las historias, aquel que se
anima a desentramar a la bonaerense, a sacarle la careta a jue-
ces y políticos, aquel que se anima a mostrar sus miserias pero
también a mostrar quienes son los verdaderos culpables de las
mismas.
Como Movimiento Cultural Hagamos Lo Imposible, por me-
dio de nuestro trabajo cotidiano conocemos desde adentro las
problemáticas de los barrios populares del conurbano, donde
sobran las necesidades que dan lugar al abuso de los poderosos,
donde la violencia es moneda corriente y se lleva puesto el futuro
de nuestros pibes.
No queremos que nos arranquen nuestro futuro. No que-
remos dejar de imaginar un mundo mejor. No queremos pensar
que el conurbano está maldito. No queremos pensar que la es-

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quina, la bolsita y los fierros son la única salida. Múltiples son los
caminos para dar la batalla, este libro pretende ser uno de ellos.
Un ejemplo, entre tanto otros de literatura comprometida, que
no reniega, ni se olvida de la creación estética. Proponiéndose
en todo momento, indagar sobre la naturaleza humana, con ori-
ginalidad, audacia y experimentación narrativa, comprendiendo
primero su condición para luego interrogar, desentramar y des-
nudar el mundo en el que vivimos.
Este libro, a su vez, pretende convertirse en una denuncia
viva en manos de sus autores y lectores de la sociedad en la que
vivimos, desafiar sus horizontes, empuñar la tinta y el cuerpo
para no callarnos, para contar lo que nos sucede a diario. Nues-
tro desafío es que se retomen estos relatos y puedan convertirse
en literatura del pueblo, de los barrios, de la juventud, que están
conectadas con la realidad que viven la gran mayoría de los hom-
bres y las mujeres de este mundo. Que no solo descansen en los
estantes sino que cada uno de nosotros se convierta en hacedor
de su propia historia, de su propio relato, que podamos empuñar
el lápiz, escribir, crear y transformar.

Movimiento Cultural
Hagamos Lo Imposible.

Quilmes, Octubre 2016.

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PEREJIL

Fernando José Veglia

El pueblo era pequeño y la noche lo empequeñecía aún más,


parecía un punto luminoso en medio de una oscuridad insonda-
ble, de cerros ondulantes y aullidos de viento. Calles y veredas
estaban abandonadas a la soledad, a luces y silencios rutinarios.
Solo el hotel, frente a la plaza, evitaba el adormecimiento escu-
chando los débiles murmullos del salón comedor.
Un patrullero azulaba las fachadas somnolientas avanzan-
do perezosamente, constatando que todos, objetos y personas,
estuvieran en el sitio de siempre. Sin embargo, César estaba em-
boscado en su hogar, tenía el treinta y ocho listo y la certeza de
que vendrían a matarlo. Pegándose a cada ventana y a oscuras,
caminaba de un ambiente a otro escudriñando el exterior, su-
mergiéndose en el pasado que volvía a buscarlo.
Hacía seis años que había llegado al pueblo. Era un desco-
nocido a pesar de que sus antepasados estaban enterrados en
ese suelo árido. Vivió en el hotel hasta que alquiló una casa pe-
queña. Dos meses después, en un local sobre la ruta provincial,
inauguró el taller mecánico. Al intendente no le importó habilitar
el negocio; podía ignorar las cicatrices de su rostro, los tatuajes
visibles y su mirada pesada, siempre que reparase los vehículos
de la intendencia sin chistar. Los vecinos no hicieron preguntas,
su silencio era más que elocuente y el dinero convincente.
Un mediodía caluroso y agotador, el patrullero llegó al ta-
ller estacionándose sobre la fosa, lejos de las miradas curiosas,
como si necesitase una reparación. A César le repugnaban los
policías, pero una nueva vida implicaba aceptarlos. Supuso que
trabajaría gratis.
-Buen día -saludó una voz ronca y un hombre robusto des-
cendió del vehículo, enfrentando los ojos negros de César- ¿Se
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imagina quién soy? -preguntó la voz, con una mano descansando
sobre la pistola y la otra en la cintura. El automóvil los separaba.
César asintió moviendo afirmativamente la cabeza. Imagi-
naba que era el comisario y que su estancia podía peligrar.
-Muy bien. Soy Sánchez y, como ve, tengo unas cuentas ca-
nas -el comisario hizo una pausa densa, sosteniendo la mirada
oscura que mancillaba sus ojos- Sé lo que hizo y quien es -afirmó
y ambos cayeron en un incómodo silencio, hasta que César volvió
a afirmar con la cabeza- Somos pocos y tengo que cuidarlos a to-
dos. No quiero “quilombos”, ni amistades indeseables. Si respeta
esos términos, nunca nos vamos a cruzar. Tiene mi palabra.
-Sí, señor -contestó César automáticamente, aunque hubie-
se preferido cortarse la lengua. Maldijo al comisario en pensa-
mientos, por su arrogancia de cerdo, de dueño de estancia. Había
pagado sus pecados y no necesitaba amenazas.
Sánchez no dijo palabra, lo miró unos instantes, cerciorán-
dose de que lo escuchado era cierto, entró en el patrullero y salió
del taller lentamente hasta desaparecer en la ruta. César mas-
culló un “hijo de puta” casi inaudible, de despedida. El tiempo
y los vehículos que reparó para la intendencia y la comisaría lo
hicieron creíble, aunque no fiable. Siempre tendría ojos sobre sus
pasos.
Observó el patio trasero, pequeño y rectangular. Era pro-
bable que los asesinos saltasen la tapia vecina, aunque no había
donde ocultarse. Había quitado los árboles y cualquier objeto que
pudiese utilizarse como cobertura. El frío del revólver le recordó
el de los barrotes y las pérdidas. Volvió al frente, guiado por el
ronroneo de un motor. Espió la calle, a través de la ventana de la
sala, y vio un Chevrolet rojo estacionado en la vereda opuesta, a
pocos metros de la esquina. Sus ocupantes habían descendido rá-
pido, estaba seguro de que no tardaría en conocerlos. Era el mis-
mo automóvil que había llegado al taller, del que descendieron
un joven, tenía un tatuaje en la frente y la mirada oculta detrás de
antejos negros, y un hombre maduro, que a pesar del calor usa-
ba gorra y ropa deportiva. Lo observaron desde el portón, como

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lobos codiciando a una oveja en el corral, mascullaron algo en
voz baja, uno utilizó el teléfono móvil y, aunque les preguntó a
quién buscaban, desaparecieron. Supuso que la presencia de dos
clientes salvó su vida. Demasiados testigos, demasiadas muertes,
cuestión de presupuesto.
Un ruido metálico lo llevó a la cocina, a la puerta que daba
al patio trasero. Espió a través de la ventana, con el treinta y ocho
martillado, sudando, asomando la mirada desde las sombras, sin
mover la cortina. El ruido hizo crujir la cerradura, sobresaltándo-
lo, potenciando sus sentidos. Alguien hacía palanca. Sin dudarlo,
disparó dos veces contra la puerta y, al olor a pólvora mezclándo-
se con un alarido, muerte y sudor, siguió un estallido de vidrios.
El otro asesino estaba entrando por el frente, por la ventana de
la sala.
Su padre, Manuel, había emigrado de Tucumán hacía una
vida. Con dieciséis años, el cuerpo magullado y la complicidad de
su madre, huyó de las palizas paternas y la rudeza del campo en
un vagón. Con lo puesto y la inocencia de los pueblos, terminó en
el conurbano bonaerense. El capataz de una obra en construc-
ción lo vio en la estación del ferrocarril esperando a nadie y, qui-
zá porque le recordase a alguien, le ofreció trabajo a cambio de
comida y un sitio con el sereno.
Manuel nunca gozó de un descanso, solo conoció trabajos
mal pagos, manos callosas y una miseria pegadiza, de la que huía
a fuerza de pegar ladrillos y doblar fierros. Los años trajeron el
amor, la familia y seis hijos, el último, el más pequeño, era César
Díaz. Un solo trabajo no podía alimentar tantas bocas. Llegó el
alcohol y las palizas. A los reclamos de su esposa y a los “tengo
hambre” de los niños respondía a puño limpio.
César, a los quince años, vio la casa paterna por última vez.
Derramó algunas lágrimas por su madre y huyó. Logró, gracias a
la intervención de su hermano mayor, alojarse en un taller mecá-
nico de mala muerte a cambio de trabajo. Recibió, aunque era el
blanco de las bromas de los mecánicos, buen trato y un plato de
comida. Comenzó limpiándolo todo, desde el suelo hasta las pie-

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zas, siguió ordenando herramientas, asistiendo a los que sabían
y, en breve, culminó armando y desarmando automóviles.
Durante su aprendizaje, notó que no había clientes, que las
personas traían los vehículos a las apuradas, los dejaban a cam-
bio de unos pesos o de nada, que debía desarmarlos a como diera
lugar, de día o de noche, y que el dueño del taller rendía cuentas,
cada quincena, a un policía. Entonces supo que el silencio era más
valioso que cualquier habilidad, jamás cuestionó a su patrón, lo
que le mandaba hacía, y el dinero no tardó en llegar.
A los veinte años alquilaba un departamento, tenía pareja,
un hijo de meses y una reputación forjada de complicidades. Ha-
bía ascendido a encargado, la voz y las manos del patrón, pero
necesitaba hacerse a un lado, tener un negocio propio. Sus am-
biciones perecieron cuando la policía federal allanó el taller sor-
presivamente.
Alguien debía pagar por los crímenes: robo de automotor,
desguace y venta ilegal de autopartes. La cuestión implicaba al
dueño del taller, a la comisaría y a la fiscalía. Pero surgió una al-
ternativa, que César pagase por todo y por todos. Lo confesó a
cambio de su vida y de una compensación. El penal de Ezeiza lo
aguardaba.
La reja chirrió y los oficiales del servicio penitenciario
abandonaron el pabellón, estaba solo y sus compañeros comen-
zaban a rodearlo. No sabía qué hacer. Durante su estadía en la
comisaría y en los traslados, algunos presos le habían dicho que
debía mantenerse fuerte o iba a pasarla muy mal. Las miradas
comenzaban a pesarle. Una “faca” rodó hasta sus pies. La tomó
y esperó.
Resistió cuanto pudo, un tajo en el vientre, otro sobre la ceja
izquierda y uno en la muñeca derecha lo desarmaron. Siguió una
golpiza de patadas, puñetazos y escupitajos. Trataba de erguirse,
pero era imposible. Los gritos desaparecieron hasta que desper-
tó en la enfermería. El terror lo dominaba, varias veces retrasó
el tratamiento causándose lesiones. Cuando volvió al pabellón,
lo recibió “Chanchi”, un hombre joven y corpulento, rapado, de

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mirada escrutadora e insostenible, cargado de tatuajes y algunas
cicatrices.
¿Qué pasa? ¿No te gustó la bienvenida? –preguntó “Chan-
chi”, sin hallar respuesta, sonriente- Otra pelotudez así, y no la
contás. Acá, el “poronga” soy yo y vos un “perejil”. Vas a hacer
todo lo que te digan, limpiar, cocinar, lavar, todo, como una “mina”.
Mientras paguen, vivís. Ahora, desaparecé.
César, que no había despegado la mirada del piso, obedeció
y, mientras resistió con los puños, lesionándose para terminar
en la enfermería o evitando las duchas y el patio, sufrió los abu-
sos que su jerarquía debía soportar. “Chanchi” lo tuvo entre cejas
hasta que consiguió transformarse en un fantasma silencioso y
hermanarse con los otros oprimidos del pabellón.
El tiempo rehízo su cuerpo y su realidad, era un muchacho
robusto y oscuro, había perdido a su familia, incluso la esperanza
de ver a su hijo. Solo esperaba salir del penal y huir lo más lejos
posible. Pero la llegada de “Willy”Krueger cambió ciertas cosas.
-Hola –saludó “Willy”, con un acento extraño, mientras las
rejas temblaban y los oficiales lo abandonaban a su suerte- No
quiero pelea –advirtió, desde su metro noventa de estatura y cien
kilos de musculatura tensándose, a los tres compañeros que lo
rodeaban. Pero una “faca” rodó hasta sus pies –¡No! No pelea –
repitió, sin recoger el arma y observando al grupo, la curiosidad
había sumado tres presos más.
“Chanchi” abandonó sus quehaceres y, a pesar de que nun-
ca asistía a las “bienvenidas”, fue a ver al nuevo. Tenía la espal-
da ancha, una cintura pequeña y aspecto de “milico”, pelo corto,
mirada firme, bigotes pequeños, ni una marca de haber estado
encerrado.
-¿Qué mierda pasa? –gritó “Chanchi”- Denle la puta “bien-
venida” a este gringo pelotudo.
Los primeros tres atacantes quedaron fuera de combate
rápidamente. “Willy” sabía pelear, había evitado que lo inmovili-
zasen y sus golpes resultaron demoledores. La tensión aumentó,
podía palparse. Volvieron a rodearlo. Ahora eran seis.

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-Basta ya –dijo “Willy”, contra las rejas- Amigos, no lastimo.
Atacaron todos a la vez, como si la voz del extranjero fuese
la señal. El primer atacante cayó pesadamente, había recibido un
certero golpe en la nuez de Adán y comenzaba a asfixiarse. El res-
to soportaba la andanada de puñetazos, buscando inmovilizarlo.
Había sangre en los rostros, en el suelo, podía olerse. “Willy” dis-
locó una rodilla de una patada y a los gritos de furia se asociaron
los de dolor. Apareció “Chanchi” con una “faca”, los primeros ta-
jos y el cansancio. Entonces, César vislumbró una oportunidad,
tomó un palo de escoba y lo partió en el cráneo de “Chanchi”. El
líder estaba fuera de combate y otros presos, que habían perma-
necido al margen de la “bienvenida”, que habían sido oprimidos,
pasaron a las filas del recién llegado.
La jornada terminó con cuatro lesionados más, castigos dis-
ciplinarios y un nuevo “poronga”: “Willy”. El extranjero resultó
un ex militar alemán. Despedido del ejército por adicción a las
drogas, había buscado suerte en la seguridad privada. Pero el
vicio lo llevó a Sudamérica, a desempeñarse como guardaespal-
das en Colombia y a una promesa de dinero fácil en Argentina:
Asaltar dos camiones de caudales. Llevó a cabo el atraco, junto a
una banda que desconocía. Después de varios meses huyendo, lo
atraparon en la frontera con Paraguay.
César estaba en el bando dominador. De pronto, era el lu-
garteniente del líder y manejaba ciertos negocios con algunos
oficiales del servicio penitenciario y otras facciones del penal. No
olvidó a “Chanchi” y sus secuaces, retribuyó con sadismo todos
los abusos que había soportado. La amistad que forjócon “Willy”
resultó honesta, compartieron sus desdichas y deseos. Cuando
recuperó la libertad, jurónunca olvidarlo. Aunque quería alejar-
se, perderse, intentar una vida tranquila, quizá instalar un taller
donde nadie lo conociese.
El asesino rompió y atravesó la ventana de la sala, supo-
niendo que le habían disparado a su compañero, que no tardaría
en enfrentarse con su víctima. Vio una puerta plegadiza abierta,
la delpasillo distribuidor que conducía al baño y al dormitorio,

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y otra que lo separaba de la cocina. Permaneció quieto, tenía el-
veintidóslisto y escuchaba una respiración agitada, olía una mez-
cla de pólvora y sudor. Dio tres pasos ruidosos en el mismo sitio
y, cuando la figura de César apareció desde la cocina, le disparó
cuatro veces al pecho. Fueron chasquidos luminosos, hasta que
el treinta y ocho rugió mordiéndole de un balazo el estómago y
destrozándole las entrañas.
El taller entretuvo a César, aunque nunca pudo deshacerse
de sus fantasmas, de los gritos, la sangre, las traiciones, el silen-
cio, las miradas que lo señalaban. Una mañana leyó en un diario
nacional que habían capturado a “Willy” Krueger, un peligroso
criminal, especialista en robo a camiones de caudales. Cuánto
tiempo había pasado. Sacó cuentas y concluyó que era el alemán.
Tuvo ganas de contactarse, de brindarle apoyo, pero las repri-
mió. El artículo no decía nada del posible destino del reo y, si
volvía al pasado, acabaría muerto.
El trabajo y el tiempo lograron despejarle los pensamien-
tos, comunicarlo con los habitantes del pueblo, pero otra noticia
volvió a perturbarlo: “Willy” estaba en el penal de Ezeiza, debía
cumplir doce años de condena. El pasado volvía con fuerza corro-
yéndolo por dentro. Había quedado en deuda y tenía que hacer
algo. Telefoneó al penal, informó sus datos y volvió a escuchar la
voz de su único amigo, ese acento inconfundible. Ambos rieron.
Prometió enviarle dinero y se despidió asegurándole que llama-
ría. Quince días después, dos asesinos los habían hallado.
César, recostado contra una pared de la cocina, respiraba
trabajosamente. Las heridas le ardían y sentía una jaqueca in-
soportable. No podía pararse. La sangre comenzaba a rodearlo,
debilitándolo, llevándose su vida. Sabía que de no recibir ayuda
rápidamente, moriría. Maldijo el calibre pequeño del asesino, la
agonía. Aunque era evidente que lo habían traicionado, no estaba
arrepentido de haber llamado a “Willy”.
Escuchó las voces de los vecinos, unos lo llamaban, otros
pedían auxilio. Vio la sala envuelta en la perezosa luz azul del pa-
trullero. El comisario pidió calma con su voz imperativa, lo llamó

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a grito pelado e ingresó a la sala por la ventana.
-La puta madre –masculló Sánchez, viendo el cadáver del
asesino en la sala. Desenfundó la pistola y comenzó a registrar
los ambientes, encendiendo las luces. Siguió un rastro de sangre
hasta dar con el rostro pálidode César.
-Teníamos un acuerdo –dijo el comisario, desarmándolo y
mirando, a través de la ventana, el cadáver del otro asesino ti-
rado junto a la puerta- Te cargaste a dos… Más de uno te quería
lejos y callado por “perejil”, pero no pudiste. Hace unos días me
ofrecieron unos pesos por tu cabeza, llamaron de Buenos Aires...
Soy un hombre de palabra –afirmó, sentándose en una silla, con
el respaldo al frente, observando una mirada oscura, una respi-
ración agitada- Pero trajiste “quilombo” y amistades indeseables
–limpió el treinta y ocho con un pañuelo y, apuntándole a la sien,
sentenció- Somos pocos y tengo que cuidarlos a todos.
El disparo retumbó en todos los ambientes, enmudeciendo
a los vecinos y alertando a los oficiales que aguardaban afuera
de la casa. La voz de Sánchez calmó los ánimos: Todos estaban
muertos.

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EVA

Nilda Leonor Allegri

La Eva se había ido primero del campo, y al toque del


pueblo con Macín, que le prometía la capital, ese paraíso, pero
después a la capital la vio solo en los noticieros, porque él la llevó
a San Justo y ella después siguió en el conurbano, ya siendo doña
y con dos varones y Janice embarazada de ocho meses, recalando
en la Chancheria, que está casi en la capital, pero enfrente, en la
parte que no le gusta a nadie. No obstante, había progreso en ese
derrotero. De niña en patas, para todo uso, de una familia con
once hermanos y mucha hambre, a madre de tres en Matanza, en
casa propia, aunque sin escriturar, y finalmente mujer emancipa-
da, como decían las de género que daban los talleres a las muje-
res del barrio, acá en Lomas de Zamora. Cuarenta y dos años de
caminar la tierra, aunque su cara en el espejo le parecía de sesen-
ta y el alma de doscientos y encima esas pendejas del Género que
creían que le podían enseñar cómo era la vida, porque salieron
de la facultad. Eva solita se había sacado de encima a Macín, y
el nene de la Janice había nacido más que sano en el Pena, y sus
varones, el Caito y el Abel, se iban asentando, los dos terminaron
la secundaria en el Fines, junto a ella, madre e hijos yendo jun-
tos a la delegación, un orgullo. Una lástima que la Janice hubiera
dejado de estudiar, con 18 años, pero se entendía, el ir y venir
a la casa del padre del chico, hasta que directamente eso de vi-
vir juntos quedó en la nada, pero con un Macín más, otro varón
para criar, o ayudar a criar, sanito, gracias a Dios, el Santino. Caito
había entrado en la Local, y Abel remisiaba, cuando el patrón le
daba el auto, y eran muchas veces, y a cualquier hora. No le gus-
taba, olía algo feo. Lo llamaban por celular, y Abel siempre salía,
como enojado. Por suerte no se les pegó lo de la vagancia para el
trabajo del padre. Los dos sabían el oficio del albañil y con eso

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pudieron levantar la losa Las de género en una cosa tenían razón:
una sale adelante con los hijos, aun sin marido, pero eso de que
no es obligatorio tener hijos no le entraba, los hijos son la rique-
za.
Al barrio había que darle tiempo. La Chanchería era nada
cuando llegaron, ella misma había pensado en volver con Macín
ni bien vio la porquería donde habían agarrado terreno. Pero hoy,
cuatro años después, tenían flor de losa, y los chicos trabajo y no
faltaba ni aceite ni garrafa, ni acolchado y Eva pensó que el tiem-
po no hay que tratar de volverlo para atrás. En cuanto al Abel,
bueno había que darle tiempo también. Ya iba a dejar la mari-
guana, por lo menos no era un paquero como otros y cuando lo
llamaban para trabajar salía. El Caito policía y Dios que cumpla
su parte.

CAITO

Nos habíamos ido de San Justo cuando mi vieja decidió
dejarlo al viejo, la Eva es brava, y averiguando nos enteramos
que esa noche se tomaban terrenos en la Chanchería, pasando La
Noria. Entonces Abel y yo, todavía pendejos, le hicimos el aguan-
te con la gente que nos llevó desde San Justo en un bondi alquila-
do, algunos con fierros, y a nosotros nos habían dado unos palos,
negociando el lugar con los de la política, la policía tratando de
sacarnos a patadas, los punteros que organizaban haciendo su
kiosko y llevándose su tajada. Muchos de los bolivianos que esta-
ban con nosotros, que pelearon por el terreno, mas tarde los ven-
dieron por unos billetes. El barrio era un pozo y ahora es un mar
de losas sin terminar. La nuestra la levantamos juntos yo y el Abel
y mi vieja que entró ladrillo sapo a lo bobo y cuidó día y noche
que no nos afanaran los hierros, Mi hermana que un mes después
paría a su pibe que no hace nada pero es otra boca para alimen-
tar. Que llegara Santino nos sirvió para que la municipalidad nos
ayudara con materiales y colchones, Todo a pulmón y yo que ya
estoy cansado de tanta gente dando vuelta.. Hace ya un año des-
pués de soñar, le di bola al de la Delegación y me fui a anotar en
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la Policía Local y también le rompí al Abel. Habíamos terminado
el Fines , casi nunca iba yo porque cuando no changueaba levan-
taba paredes, o iba a las manifestaciones porque eso me servia
para cuando pedía cosas en la Delegación, y cuando iba no esta-
ban los profesores, pero al final, pintó titulo y además Abel y me
vieja, que era la que mas entusiasmada estaba, me pasaban los
apuntes y los profesores lo sabían y eso sirvió para tener secun-
dario. Lástima que mi viejo y ni se enteró de que nos habíamos
recibido los tres con titulo, me hubiera gustado que venga a la
entrega, pero la Eva es rencorosa y no aflojó, hizo empanadas y
hubo fiesta en casa. Como los norteamericanos de las series, no-
sotros, los tres también tuvimos fiesta de graduación, y vinieron
los vecinos y pintó cumbia y bachata y fernet toda la noche. El
de la delegación, que se cree groso pero es un tarado, nos juntó a
todos los que egresamos y nos dijo, “anótense en la Policía Local,
ahí hay futuro, trabajo en blanco, arma reglamentaria, sos un se-
ñor”. No le hubiera dado mucha bola si no fuera por el sueño. Mi
vieja se hubiera anotado si le hubiera dado la edad, nos dijo. Esa
noche que me recibí soñé que había una presa, un animal vivo,
y yo daba vueltas olvidándome que estaba ahí, pero la presa me
olía y yo era la presa. Nos sacaban fotos, nos preguntaban quien
había cazado a quien, había sangre y alguien la lamía. Abel no
estaba en el sueño, pero a la mañana lo desperté y fuimos juntos
a anotarnos en la Policía Local. A raíz de eso perdió la changa
fija, en el mercado de la Salada, y de ahí en mas solo remisea,
al menos eso dice él. Había como doscientos monos, mas de la
mitad eran mujerio. Nos atendieron unas licenciadas que nos pi-
dieron que dibujáramos gilada. En la cola nos avivaron que tenía-
mos que dibujar paraguas, pero sabiendo eso y todo, yo entré y el
Abel quedó afuera. Me dio tanta bronca que cuando volvimos le
dije que yo si él no ingresaba, yo no quería ser cana. Me empezó a
gastar con que necesitábamos un gorra en la familia, que le tenia
que prestar el fierro, que las wachas del barrio se iban a piyar
encima cuando me vieran de uniforme. Lindo imaginarme con
uniforme y un sueldo en el banco cada mes, y darle una mano a la
Janice, porque del gil ese de Fernando no se podía esperar ni una
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lata de leche y un paquete de pañales por mes.. Así que, parece
que con ayuda de San Vicente, soy Pitufo de la local de Lomas,
con un 9 mm reglamentario mío propio, chaleco antibalas que
estoy pagando en cuotas, manejando un Toyota Helios, cero kilo-
metro, todo legal. Los seis meses de formación fueron un viento
que pasa y arrasa y después es como que me desperté en otro
planeta, El viejo Eugenio, uno de los instructores nos decía siem-
pre que el principal objetivo de un policía es volver a la casa a la
noche, vivo. El objetivo es mantenerse vivo. Ya tengo destino, es-
toy con el móvil frente al Frigorífico La Loja, cerca de Centenario,
pero lo suficientemente lejos de mi casa, para que no se me arme
bardo,conozco demasiado bien la gilada como para hacerme el
otario, y lo del uniforme con las guachas no funciona, porque
hay unos que venden paco acá nomas que una vez me empezaron
a fisurear y tuve que pensar muchas veces lo del viejo para no
sacar la reglamentaria. Desde ese momento, me saco el uniforme
en la comisaría y lo pongo en el bolso, como cualquier gil labu-
rante. Lo bueno es que estoy tranquilo, y cuido al móvil como si
fuera mio, y mi binomio es una piba macanuda, la Ariadna San-
tome, ella tiene mas experiencia, es de la primera promoción de
la local, y con mas huevos que un macho, con la que pasamos el
tiempo hablando, cuando no se enfrasca en el celular con su no-
vio, charlando. Una vez la vi en la calle, sin el peinado de oficial y
sin uniforme, y no la reconocí, mira como nos cambia la pilcha.
Lo que me preocupa es lo del Abel, desde que soy coba-
ni me mira mal, y nosotros éramos los mas unidos, carne y uña.
El viejo Macín, mi padre, nos recitaba al Martin Fierro, “cuando
ellos se pelean los devoran los de afuera” Pero este pendejo no
se que se cree, cada vez que le intento hablar, me frena diciendo,
eh boludo, te comiste un gorra, vos, que hablas. Y yo me quiero
acercar, darle una mano, darle consejos, yo veo muchas cosas y
algunas no las quiero ver, como la junta que tiene, que no lo va
a llevar a ningún lado, salvo la cárcel y él me mira como si fuera
un extraño, como si estuviera del otro lado. Se olvida todas la que
pasamos juntos, se olvida que fuimos a la primaria, que pasamos
hambre juntos, se olvida cuando lo operaron de la péndice y mi
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vieja iba a limpiar casas y yo estuve todo el tiempo en el hospital
de san justo con él. Un día que estaba en pedo me dijo “vos sos
otro”. Y se largo a llorar. SI él hubiera querido entrar a la Local,
hubiera podido, yo estando ahí adentro tengo un poco de banca,
le hubiera dicho como hacer el tipo del dibujito con el paragua y
que la casa no la haga tan chiquita y que la ponga en el medio, y
hasta hubiera hablado con la licenciada, que cada tanto me llama
para hacer dibujitos y para que le diga que todo está más que
bien. Pero el Abel me sacó cagando, me dijo que en esta casa ya
hay demasiado olor a chancho y yo no me ofendí porque se que
está dolido. Entonces, ayer, cuando la Eva me dijo “Caito, dame
una mano, mirá en que anda tu hermano” me hinché las pelotas
“sabía que la vieja estaba preocupada, pero le dije “acaso soy yo
el guardián de mi hermano?” y si bien nunca le falte el respeto,
casi que le levanté la voz. Que el pendejo haga lo que quiera, bas-
tante tengo yo en volver sano cada noche, no meterme en kilom-
bos por bocón, y mirar para un lado cuando tengo que mirar y
para otro cuando no tengo que ver.

ABEL

La verdad que lo mejor que me podía pasar es no haber


aprobado el ingreso para ser pitufo, mi hermano entró y ya no se
puede contar con él. Hasta me mira con cara de asco cuando le
ofrezco una seca, a mi, justo a mi , viene a hacerse el otro, menos
mal que ya no vuelve vestido de pitufo a casa, porque me daba
vergüenza el aire de patrón con el que nos mira a los pibes y un
día de estos iba a tener que cagar a palos a los que se le reían en
la cara. Desde que perdí la changa en La Salada vengo para atrás,
decí que ahora Caito tiene sueldo fijo y hasta puso a mi vieja a
su cargo en la obra social, así que le cubren la diabetes y sacó un
préstamo y compramos hasta un aire acondicionado, porque la
Chancheria que esta a media hora de San Justo, tiene un clima
que ni que fuera el desierto del Sahara. Pero la plata igual no al-
canza y yo tengo mi orgullo, Saldré de pobre sin ser cobani. La
cuestión, dicen los grandes, es trata de mantenerse vivo. Volver,
17
con o sin guita (eso puede pasar) pero vivo, y mantenerse afuera,
porque una vez que estas fichado, empieza el fin. Yo tengo 22 y
ni una entrada. Y así trataré de seguir. Apenas me levanté, con la
lengua verde del mate, quemé las ramas de olivo, el fueguito ni
calentaba, apenas unas ramitas patas para arriba en el crucifijo,
donde la cama de mi vieja. La Eva bufaba ronquidos y se le des-
lizaban unas babas en la almohada, mosqueándose por el ruido
que hice, tropezándome con unas ollas que había puesto por el
asunto de las goteras.,Al final hoy es miércoles. Llego el día. El
olivo no hizo olor como esperaba, con esa peste de cuando que-
mas madera verde. Lo importante es que con las cenizas pueda
empolvarme la cara pintando, clara, una cruz en la frente. Justo
mi hermano se estaba yendo, me vio quemar el olivo y pareció
querer hablar y yo le di la espalda, justo hoy no estaba para andar
de charla. Cuando salió, me hice la cruz de ceniza en la frente, me
gustó, era como esas cosas de guerra de esos guerreros del haka,
que golpean con las patas el suelo . Un tatuaje parecía, pero un
tatuaje gris.
“El viejo Almazan” sabe de estas cosas, se volvió evangelio
en el penal y me dijo que si me encomiendo al santito Gil,y a San
La Muerte, cada vez que salgo a trabajar voy a volver a casa, que
no puede fallar, pero yo además de eso, soy muy creyente de la
virgen y en el santito patrono de las lluvias que es San Vicente. Mi
viejo me dío una chapita con San Valentín, y yo después aprendí
que ese santo le gustan las fiestas, como a mi.. Lo enterrás cabe-
za abajo y hasta que no caiga agua lo mantenés. Y cuando llueve
le haces una fiesta, para cumplirle por la lluvia. En la Chanche-
ria , mas que ayudar, la lluvia jode, pero el Macín me contaba de
cuando vivía en Santiago del Estero, con la seca se le morían las
ovejas que cuidaba y no quedaba nada para comer. Y ayer llovió,
buena tuya San Vicente: es una señal . Y por ahí con este trabajo
me salvo y me compro un auto, y empiezo a remisiar por las mías,
pero no en un trucho, sino en una agencia buena, del centro de
Lomas, y después vamos a ver quien trae mas plata a la casa. Por
ahí, incluso, la pu sacar a la Eva de acá y dejarle la casa a la Jani-
ce. La vieja se despierta, me ve y me dice medio dormida que la
18
ceniza en la frente es para recordar que nuestra vida en la tierra
es pasajera y que el cielo será nuestra casa. Y para eso tenemos
que ser buenos. Le doy un beso y me voy. Tengo que encontrarme
con los pibes que se hicieron de una Nissan Frontier y me pasan
a buscar por la Ribera, con tanta preparación no da quedarme de
garpe. Es un trabajo limpito, un frigorífico.

ARIADNA

Pero quedate tranquilo, Caito, todo en regla, después


redactamos el acta y seguro nos ligamos una felicitación de los
capos, quien te dice algo mas. Te va a quedar pipi cucu para tu
foja de servicios, ya se que es tu primer óbito, pero después te
acostumbras, dejate de llorar que están los de Crónica que por
ahí te ponen en una placa roja “Pitufo llorando” y yo quiero que
salgamos como lo valiente que fuimos. Dale, quedate tranquilo
que ya modulo y cerramos todo esto y volvemos a casa. No me
mariconee ahora amigo, acaso no cumplimos con lo que nos ma-
chacaban en la Escuela, volver sanos, Esta noche te tomas un fer-
net por el muerto y todos contentos. Espera que modulo: Base a
móvil ¿Me copias, base? aquí Movil 5765 /-QRV ¿alguna nove-
dad? /- Sí, aquí oficial Santome, Ariadna, Camino Negro, bajada
de Itati, frente a Frigorífico, atraco consumado, con dos ñatos
muertos, y una pila de fierros en un vehículo flojo de papeles,
Nissan Frontier, chapa XLS 931, seguro que afanado, hay que co-
tejar. La plata la tenemos y los testigos para el acta también, solo
necesitamos refuerzos, porque mi binomio se siente mal, Los
óbitos, tome nota, uno se llama Abel Macín, argentino, 22 años y
el otro, Olegarío Almazan, 55 años, estaba bajo palabra, a ver que
dicen ahora estos del Patronato. Otros dos se dieron a la fuga, en
un auto de apoyo. Te tengo que dejar, porque acá están los de C5n
y los de Crónica que vinieron a caranchear noticias. Ah, manda-
me una ambulancia. No, no hay heridos, es para este pibe nuevo,
mi binomio, el Caito, ese de la última promoción, el que vive en
la Chancheria, parece que el tomuer era pariente.

19
SEGÚN EL DATO

Enrique Antonio Rivas

La levantamos en la Monteverde. A tres cuadras de la can-


cha del Tambo. Según el dato, la piba salía de la 52 a las 17.10 y
caminaba un par de cuadras hasta la parada del bondi. Por su-
puesto que iba acompañada y por supuesto que la avenida estaba
hasta las manos. No pasa nada. Apenas JC miró la foto en su ce-
lular y nos confirmó que era esa, acerqué el auto al cordón de la
vereda, clavé los frenos y Milton abrió la puerta. Ni siquiera bajó.
Sacó medio cuerpo y agarró a la pendeja de las mechas y la metió
en el auto. Al toque le puso una capucha y la hizo acostarse en el
piso. Ya fue. Nos vimos.
En menos de un pedo ya estábamos cruzando el puente y en
menos de otro pedo ya estábamos en Calzada. La onda era guar-
darla en una casucha de Mármol, aunque primero teníamos que
hacer algo de tiempo y cambiar de carro en el taller de Raimun-
do, al toque del arco de Calzada. Según el dato, el padre la piba, en
esos momentos debería estar en una reunión, en Quilmes.
En el taller estuvimos diez minutos. Metimos a la piba en el
baúl de un Duna, le dimos unos mangos a Raimundo a cambio del
carro, una bolsa con algo de comida y un inhalador. Según el dato,
la piba sufría de asma, así que por las dudas preferimos ahorrar-
nos un quilombo. No daba esconderla un par de días y que le aga-
rrara un ataque en plena noche y tuviéramos que salir a pegar un
coso de esos que ni sabíamos dónde mierda se compraban.
Antes de enfilar para Mármol, frenamos en un locutorio
que se parecía a un santuario del Gauchito Gil y bajé a hacer la
llamada. Según el dato, no nos convenía llamar desde un celular
porque ahora te ubican al toque con todas esas antenas nuevas.
Yo qué sé.
—Tenemos a tu hija —fue lo primero que le dije al tipo que

20
me atendió.
Y el tipo que me atendió, que apenas dijo un hola bien fia-
coso, no hizo ningún comentario. De fondo se escuchaba el ruido
de otras voces.
—¿Escuchaste? —le dije, tratando de no levantar la voz en
esa cabina que olía a Ayudín desinfectante.
—¿Quién habla?
—El tipo que tiene a tu hija, pelotudo.
—¿Quién carajo habla?
—¿Sos sordo? Te dije que tenemos a tu hija. Así que vas a
tener que juntar un palito si querés volver a verla. Un palito.
—¿Qué hija?
Acá en un toque me cagó. Por suerte me acordé que, según
el dato, la piba se llamaba Karina.
—Karina —le dije.
—¿A quién?
—¡Karina, la concha de tu madre! —grité, y el dueño del
locutorio me miró con cara de ojete—. ¿Sos pelotudo?
—Me parece que vos sos el pelotudo. Yo no tengo ninguna
hija, así que la jodita te salió para la mierda.
¿Qué? ¿De qué habla este loco?
—Esperá —le dije—. ¿Sos Ernesto Paz?
—Si llamás al celular de Ernesto Paz lo más probable es que
te atienda Ernesto Paz. Así que sí, boludo, soy Ernesto Paz. ¿Vos
quién carajo sos?
Y entonces el tipo me dijo dos o tres boludeces más mezcla-
das con algunas puteadas y me cortó.

—No es la hija —le dije a los pibes apenas me metí en el


coche—. Nos recontra durmieron.
JC puso cara de boludo y preguntó qué qué qué muchas ve-
ces. Milton no sé qué cara puso, pero dijo que no lo podía creer.
—¿Cómo sabés? —me preguntó JC.
—Me lo dijo el tipo. No tiene ninguna hija.

21
—Yo les dije, forros —dijo Milton—, que era imposible que
la hija estudiara en esa escuela poronga.
—Te puede haber chamuyado—me dijo JC.
Según el dato, Paz era un importante sindicalista de la Fe-
deración Gremial del Personal de la Industria de la Carne y sus
Derivados (o sea, de los carneros) al cual le teníamos que sacar
un palo por su hija que, supuestamente, estudiaba en la 52 de
Claypole. Pero ahora resultaba que no tenía ninguna hija. Así que
teníamos a la hija de alguien en el baúl, pero no a la de un sindi-
calista del orto.
—Me parece que tu dato nos cagó —le dije a JC.
—No es mi dato. Te dije bocha de veces que no es mi dato.
—Me importa un choto. Pasame el teléfono del tipo.
—¿Otra vez con lo mismo? Te dije que no lo tengo, que las
dos veces que hablamos llamó a lo de Mancilla.
Mancilla era un jovato ex cana que, de vez en cuando, nos
conseguía laburitos medio pedorros. Como por ejemplo una sa-
lidera, vaciar la casa de un jubilado, robar computadoras de una
escuela, etc...
—¿Y la foto de la piba? —le dije a JC. No me cerraba nada.
—También se la mandó a Mancilla y Mancilla me la mandó
a mí.
Aunque lo conocía hacía banda de tiempo, en un toque no
pude dejar de pensar que JC me estaba caminando o que lo ha-
bían caminado a él con este laburito. Una de dos. Y ninguna de las
dos me gustaba.
—Entonces llamá a Mancilla —le dije—. Acá alguien va a
tener que dar explicaciones.
Arranqué el auto y me puse a dar un par de vueltas sin sen-
tido mientras JC decía que aprovechemos que tenemos una piba
secuestrada y que pidamos rescate a quién sea. Aunque nos den
diez lucas, algo teníamos que sacar.
—No da —dije, pero Milton se sumó y dijo que no le parecía
mala idea. Que había dos opciones: sacarnos a la piba de encima
y no recuperar ni para el gas, o jugarnos a ver cuánta guita podía-

22
mos sacar por ese paquete.
En eso, mientras Milton decía que de última podíamos ven-
derla a algún tugurio, sonó el celular de JC. Era Mancilla. No lo
dejé ni saludar, le arranqué el teléfono de la mano a JC y me lo
puse en la oreja.
—¿Están en un Duna blanco? —fue lo primero que dijo
Mancilla. No me dio tiempo ni para putearlo como tenía pensado
hacerlo.
—¿Cómo sabés?
—Lo sabe todo el mundo.
—Nos recontra vendieron.
—Escuchen —dijo Mancilla—, hubo un problemita con el
dato. La pibita no era para ustedes.
—¿Qué?
—A la pibita no la tenían que levantar ahora, y menos us-
tedes.
—¿Quién es?
—La hija de un yuta de la 6TA. Así que les conviene que la
suelten ya mismo.
—No podés ser tan pelotudo.
—Después hablamos de eso —dijo Mancilla—. Ahora dejen
a la pibita o se pudre todo.
—¿El padre ya lo sabe?
—Lo sabe toda la bonaerense. Así que dejen a la pibita y
guardensé un buen rato. Después los llamo.
Mancilla me cortó. Di un par de vueltas largas mientras le
contaba a los pibes el nuevo quilombito. Cuando estábamos cer-
ca del Club Pucará, frené pero sin apagar el motor.
—Soltala a la mierda —le dije a Milton, que bajó sin chistar.
Me puse a pensar en el lindo bardo que nos había metido Man-
cilla. JC dijo que no le extrañaba nada de Mancilla, que ya era un
viejo gagá y que si alguien le ponía un corchazo en la cabeza le
haría un gran favor.
—¿O no? —me dijo JC—. Alguien con dos dedos de frente
no se confunde de foto. ¿O no?

23
No dije nada. Milton se asomó por la ventanilla, con la boca
abierta como un pelotudo, y dijo:
—Creo que se desmayó, boludo.
Pero no, ni ahí se había desmayado. Cuando fuimos a verla
la encontramos bien muerta.
Su cara tenía una expresión como si se hubiera ahogado o
sofocado o algo de eso que le pasa a la gente que se muere aho-
gada o sofocada.
—Ah, cagamos —dijo JC—. ¿Y ahora?
—¿Seguro que está muerta? —dijo Milton.
—¿Vos decís que se quedó dormida y se olvidó de respi-
rar?— le dije, para no decirle que era un tremendo pelotudo.
—¿Y ahora? —repitió JC, al mismo tiempo que escuchamos
el ruido de una sirena por ahí. Una sirena de cana, más vale.


No se nos ocurrió otra idea que tirar a la piba en un contai-
ner lleno de basura y prender fuego el Duna cerca del Parque In-
dustrial de Burzaco. Aunque primero, esa misma tarde, pasamos
por lo de Mancilla y le hicimos el puto favor que nadie se animó
a hacerle. Por viejo, por boludo y por bocón. Después sí, nos fui-
mos a la mierda del barrio un par de meses. Hasta el día de hoy
que, según un dato, el cadáver de la piba se lo encajaron a unos
ex ratis que estaban en guerra con otros ratis. Algo así. Si el dato
lo dice debe ser posta.

24
UN DÍA HERMOSO

Kike Ferrari

“Nobody wants to be here, and nobody wants to leave”


C. McCarthy

– A ver, hijo de mil puta. –grita Pedro sin sacarse el casco ni


bajar de la Yamaha– Bajate, dale.
Pero tras la ventanilla polarizada las cosas no son lo que él
esperaba y todavía tiene tiempo de pensar una vez más: no ten-
dría que haber salido de la cama hoy.

Lo sabía desde que se despertó. Desde antes de despertar-


se. Cuando el celular empezó pi pi pi pi, pi pi pi pi y la resaca de
la noche anterior empezó a cobrarse lo suyo.
Abrió los ojos y la luminosidad breve que colaba por las
hendijas de la persiana hicieron su trabajo rápido y bien: puña-
les que le avisaron que, maldición, se trataba de un día hermoso.
Las sábanas se pegaban a su espalda por la humedad y el
calor hijo de puta de mediados de febrero.
Hoy no tendría que ir a laburar, pensó Pedro paladeando
el calor, volviendo a bajarle la cortina a sus párpados, no tendría
que levantarme siquiera.
Se dio vuelta, abrazó a su mujer por la espalda, metió la
cara entre sus pelos negros desordenados sobre la almohada y le
apoyó la erección matinal entre las nalgas.
– Salí –masculló ella, acompañando las palabras con un
movimiento de hombro sin apenas despertarse. Pedro separó el
cuerpo con una puteada en los labios resecos. Después se levantó
de la cama como pudo e intentó, a ciegas, encontrar algo con qué
vestirse. Inútil, habría que esperar. Dejó pasar los segundos que
pronto fueron minutos hasta que sus ojos se fueron acostum-
brando a la luminosidad tenue. Al fin agarró la remera gris con la
lengua de Los Stones de arriba de la silla y la olió.

25
Aguanta, pensó antes de ponérsela.
Se dio vuelta hacia la cama. Casi quince años juntos y toda-
vía lo calentaba como loco el dibujo del cuerpo bajo las sábanas,
el pelo renegrido desparramado en la almohada, la boca entrea-
bierta en un ronquido suave.
Cuánto hace que no la despierto a pijazos, pensó.
Sonrió enseguida, negando con la cabeza: cómo si se fuera
a despertar. Como si no supiera lo que iba a pasar, lo que acababa
de pasar: salí, dejame. Pensó que quizá el matrimonio termina
siendo eso: que la mujer que te calienta te descarte con un movi-
miento de hombro y sigan durmiendo una mañana de calor.
Levantó el jean y las topper del piso y se fue a la cocina.
Sacó la botella de agua fría de la heladera y dio un trago
larguísimo para tratar de apaciguar el incendio. Puso a calentar
la pava con el agua para el mate y se terminó de vestir.
Cuando la erección aflojó un poco fue hasta el biorsi a desa-
gotar. Se lavó los dientes y en el camino de vuelta a la cocina hizo
una parada en el cuarto de los pibes, que dormían profundo des-
patarrados como dos marionetas rotas, sin taparse y en cuero,
bajo el ondular monótono del ventilador de techo que hacía fla-
mear, una vuelta sí y la otra también, la bandera de Racing.
No tendría que ir a laburar hoy, pensó, ni ellos a la escuela.
Quedarnos en casa. Que peguen el faltazo y boludear un rato con
la manguera en la terraza o irnos a jugar a la pelota al parque.
Pero recordó la cuota de la heladera, el seguro de la moto, el ven-
cimiento de la concha de su madre. No.
Hoy no es el día, pensó.
Pensó que quizá la vida adulta es eso: que nunca sea el día.
Nunca tu día. Que el de quedarte con los pibes, jugar, reírse como
locos, es siempre otro. Mañana. O pasado, capaz. Nunca hoy.
Maldición, cantó bajito como si se arrullara, va a ser un día
hermoso.
Maldición.
Volvió a la cocina. Con el primer amargo prendió la radio
sólo para confirmar el calor de mierda e informarse del estado

26
del tránsito: marcha lenta en Lugones mano a Capital, un poco
más fluida en Dellepiane y la autopista Illía. El Acceso Norte to-
talmente detenido a la altura de Pacheco por un corte de ruta de
los trabajadores de Fate.
No tendría que ir un carajo, pensó una vez más, mientras
agarraba el casco, los anteojos negros, las llaves de la Yamaha y
salía a la calle.

En la agencia lo esperaban mate, biscochitos y charlas repe-


tidas de lunes a la mañana: El calor, el tránsito, lo que escabiaron
el fin de semana, lo que morfaron. Y fútbol: Boca que se comió
tres con los Cuervos. Los tenemos de nietos. Ganen una Copa
y después hablamos. Hijo. Qué querés si al Chino Benítez no le
trajeron a nadie. ¿Lo escuchaste a Cascini? Otra vez el cabaré. Y
River, a penas uno a cero y eso que jugaban con Banfield, eh. Uno
a cero y a la punta, loco. Andá, jugaban con nadie. Sí, pero nos
echaron al Muñeco. Callate, si sale uno y tienen otro ¿viste qué
golazo metió Lucho? No jodas, es un pecho, ese. Vos estás loco.
Vos porque sos quemero. ¿Y Racing, Racing de mi vida, vos sos
la alegría de mi corazón? Dos al Bicho. Vamos Cardetti. Vamos.
Vamos Lacadé.
Morgan, el encargado, los interrumpió para avisar que ha-
bía poco laburo.
– Y vos no empieces a romper las bolas, eh, Piter –dijo.
Me tienen marcado como quilombero, pensó Pedro con un
dejo de orgullo. Si no me comí los mocos con la yuta en el 2001
no voy a arrugar ahora con estos giles. Volvió a los biscochitos y
el mate mientras la charla se fue haciendo más y más igual a sí
misma, el calor crecía y con el calor el tedio.
No tendría que haber venido, se repitió. Pero cuota, seguro,
vencimientos: hay que aguantar. Aguantar, salir y hacer la guita.
Mirá que tipo responsable que estoy hecho, pensó.
– Vení, Piter, –lo llamó El Pelado al rato– vamos a hacer uno.
Por fin una buena, pensó Pedro, y salió a la vereda a fumar-
se un porro con el que fumarse esa mañana infumable.

27
El primer viaje le tocó a las diez y media.
– Piter –gritó Morgan.
Y le dio el papelito: Parisi 1074, Quilmes, preguntar por Na-
cho o Juan Manuel.
Once era un infierno de autos. El calor del asfalto se sumaba
al calor de febrero y no había hecho ni quince cuadras cuando
Morgan empezó a romper las pelotas con el Nextel –por dónde
andás, en cuánto llegás, llamaron los Parisi que necesitan los so-
bres antes de las doce en expreso Cruz del Sur– mientras Pedro
se aferraba a la locura del medio porro fumado en la vereda con
el Pelado para surfear la mañana de sol y las calles cortadas. Una
calle sí y otra también, cortadas por cansinas cuadrillas de traba-
jo que parecían estar arreglando lo que habían roto el día ante-
rior. O al revés, rompiendo lo arreglado.
Nada importa nada, pensó Pedro, es más la alegría dejar un
rato la Capital, de rajar de una vez para el sur.
Subió a la 25 de Mayo y enganchó con la autopista. Bajó en
la salida 9 y se metió en el Acceso hasta Bermejo. Llegando a Dar-
do Rocha un auto de altísima gama blanco que venía a las chapas
le hizo un esquive por la derecha, lo encerró contra un contene-
dor y casi lo tira a la mierda.
Cheto hijo de puta, pensó Pedro, orgulloso de su conciencia
de clase. Y aceleró.
Le mete pata hasta la Avenida La Plata y al doblar en Carlos
Pellegrini los agarra el semáforo.
Perdiste, muñeco, piensa.
Esquiva un par de coches y para de golpe junto a Altísima
Gama Blanco, al que las puertas le laten por el volumen de la mú-
sica. Aprieta los dientes con bronca y el sabor de la adrenalina en
la saliva. Confirma que si no se comió los mocos con la yuta en el
2001 no le va a perdonar la vida ahora a este cheto de mierda.
– A ver, hijo de mil puta –grita sin sacarse el casco ni bajar
de la moto.
La ventanilla polarizada baja con un zumbido inaudible
tras la música que sale grosera de unos parlantes así de grandes

28
y que hace temblar la puerta.
Cuando la mitad del polarizado desaparece en la puer-
ta blanca, Pedro se da cuenta que dentro del Altísima Gama no
viene el cheto que esperaba encontrar sino un morochito con la
mandíbula desencajada y los ojos inyectados bajo una gorra vio-
leta que dice NY en letras doradas. La música que escupen los
parlantes así de grandes, completa el cuadro.
Si tu viejo es zapatero,
zarpale la lata
Uy, piensa Pedro, un cabeza. Y bue, le va a caber igual, deci-
de y a la mierda con la conciencia de clase de la que se enorgulle-
cía un instante atrás.
– Bajate, dale.
Del mandibuleo desencajado del pibe de la gorra violeta
cuelga una sonrisa media asta que parece decir qué pasa, amigo.
Pero el pibe no dice nada. Nada. Pero a medida que la ventanilla
baja –el zumbido, el polarizado que se va, la música de mierda
cada vez más fuerte– delante de los ojos inyectados y la sonrisa
media asta aparece la boca negra de una metra que apunta entre
los ojos de Pedro, que todavía tiene tiempo de pensar una vez
más: no tendría que haber salido de la cama hoy, antes de que la
sonrisa media asta se transforme en risa franca y una ráfaga le
reviente la cabeza dentro del casco y el casco también.
Y cuando todo es gritos de vecinas que hasta recién hacían
las compras y porteros que dejaron de barrer la vereda para mi-
rar horrorizados el espectáculo –la rueda delantera de la Yamaha
girando lenta e inútil, el cuerpo de Pedro como un muñeco al que
un perro le hubiera arrancado la cabeza tiñendo el empedrado
de sangre– el Altísima Gama sale arando por Carlos Pellegrini,
con la ventanilla todavía baja y la música al taco –ahora los pibes
andamos viajando y el quieren que le conviden que levante las
manos– hasta perderse como una mancha blanca entre el tránsi-
to, más allá de Vélez Sarfield.

29
CUERDAS

Sandra Gasparini

La lámpara está encendida. Se balancea tenuemente al


compás de la brisa fresca que entra desde la puerta abierta. El co-
misario a cargo del operativo avanza unos pasos pero se detiene
para sacar un pañuelo descartable: el hedor es insoportable. El
cadáver está sentado en el piso, la espalda apoyada en la baranda
de la escalera. Una gruesa cuerda de plástico ajusta el cuello y
una bolsa de nylon transparente le cubre la cabeza. El rostro del
hombre está hinchado, al igual que los párpados cerrados. Algu-
nas marcas violáceas de dedos, muy tenues, pueden adivinarse
cerca de la nuez. El otro cadáver, femenino, está desplomado en
un sofá deteriorado, con la cabeza ladeada hacia la derecha. Un
vaso vacío en el antebrazo de algarrobo. Parece dormir el sueño
de un recién nacido. Pero no lo es. Entran Funes y Conte. Deben
haber estado jugando estos pelotudos, les dice. La minita tiene
pinta de trola. Conte sonríe. Esta semana va a estar jodida en Itu-
zaingó. Y justo le tocó a él.

1.

Ella estudia Turismo en Morón porque le queda cerca y
además la carrera está en pocas universidades. Se repite esta fra-
se como un mantra para impedir que el olor acre a orín y mier-
da le termine de llegar a la corteza cerebral. La cuerda le está
lacerando las muñecas. Mientras piensa esto recuerda con odio
creciente la frase del gordo asqueroso: quieta, muñeca, quieta.
La habitación o lo que ese lugar sea está cerrada y en
sombras. No tiene ventanas: cuando dejes de forcejear y patear y
te quedes mansita te pasamos a una con ventana, le dijo el gordo.
Hace unas horas no te resistías tanto, ríe.

30
Recordar, recordar. Tiene que lograrlo. Se esfuerza: la
parada del 1 en la estación, ella en la fila, carpeta y mochila en-
cima, celular con auriculares pegados casi a los tímpanos. Sube
al colectivo. Se ubica en el último asiento. Y de ahí en más, tal
vez minutos después, el mareo. La náusea. Todo le da vueltas. Y
la nada, la nada misma hasta que su cuerpo cae aquí, donde no
sabe, no escucha, no ve. Apagón total. Como cuando se ha desma-
yado otras veces: se desvanece el mundo en remolinos y, cuando
despierta, se despereza del sueño de la muerte, vertiginoso, tan
callado. Se da cuenta de que vuelve de algún lugar porque siem-
pre tres figuras de cabezas cónicas y alargadas la están observan-
do con sus rostros de tez rugosa, casi arbórea. Se esfuerzan por
mirarla, estudiarla. Ignora si la velan o la despiden. Todo sucede
tan rápido que no llegan a comunicarse porque, por fortuna, ella
se despierta definitivamente y pregunta qué pasó, qué pasó. Mu-
chas veces alguien la socorre y le explica. La trinidad ya no está.
Y esto a lo largo de sus veinticinco años.
Ahora es diferente. No recuerda un bajón de presión ni
el sitio donde se desmayó. El trío Los Triángulos no ha venido a
visitarla. Y sin embargo las piernas le pesan y el mareo no se va
del todo. Tiene la boca seca. Y no está en su casa, ni en la de su
madre.
Tiene sed. Pide en voz alta, dos veces: agua. Cómo no, se
escucha desde afuera, luego de un murmullo. Cuando el gordo
abre la puerta ella ve que el piso es de cemento, no tiene baldo-
sas, y afuera es de día, por la luz natural que adivina en el pasillo.
Le acerca la taza a la boca y ella sorbe el líquido y se moja la
remera. Tomá todo lo que quieras dice el gordo. Y se queda dor-
mida otra vez.
Ahora hay algo de luz. Se filtra por la rendija en el dintel
de la puerta. ¿Cuánto hace que está ahí? Siente un ardor en la
entrepierna pero no tiene voluntad ni para acomodar mejor los
isquiones en el piso. Las nalgas también le duelen, piensa que
puede deberse a estar sentada en el cemento frío y rugoso como
las caras de la Trinidad oscura. Siente que los párpados le pe-

31
san. Que la cabeza le pesa. Agua, vuelve a gritar, pero no escucha
nada que venga desde afuera. Pasa un tiempo hasta que entra un
hombre con una linterna. ¿Quién es?, pregunta, como si fueran a
responderle. Ahora apagala, dice la voz del gordo al flaco que ya
está cerca. No, no, dice el interpelado. Oscuridad total, no. No me
gusta. Entonces le vendo los ojos, accede secamente el gordo. Ella
se queda quieta. Es como si fuera otra persona. Desde un costa-
do de la habitación en semipenumbra cree ver a uno de los in-
tegrantes de la Trinidad, fosforescente, agazapado en un rincón,
casi tieso, confundido en las anfractuosidades del revoque mal
hecho. El hombre parece joven, no debe superar los treinta años.
Lo llega a adivinar antes de que la venden. Siente el desliz de un
pantalón y un cinturón. Unas manos torpes le sacan las calzas y
le meten un pene voluminoso y duro. Ardor, dolor. Asco. Y a la vez
inacción. Entrega: una sumisión casi inducida. Una actitud zombi
como la de algunos compañeros de trabajo en la oficina: vivir a
reglamento, o mejor, sobrevivir. Las ingles se contraen en un es-
pasmo muscular. El tipo se echa a un lado y golpea la puerta. El
gordo le dice pagame la otra mitad ahora. No escucha nada más.
Solo una puerta a lo lejos. Sobre-vivir, poco más o menos que un
zombi.

2.

Los días se suceden y se dividen por las tres comidas fru-


gales que recibe. No se marea tanto, ya. Siguen desfilando hom-
bres: gordos, flacos, maduros, ancianos. Ha perdido la cuenta de
cuántos y del tiempo que está allí. El gordo se asoma a la puerta
con un celular. Tiene una gorra encajada hasta las orejas, nun-
ca puede verle bien la cara. La comida se la da a cucharadas en
una oscuridad que cada vez se disipa más. Sacame las sogas, le
dice ella sin mucha fuerza. Me sos muy útil, putita, le responde él.
Pero sos buenita. Puede ser que te desate, no sé. Pero eso no ocu-
rre. Un viejo que la tiene muy fláccida, como una manguera de
goma, la besa, no para de besarla y llenarla de saliva y ella, como

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remando en cemento, le dice desatame y vas a ver cómo se te va a
poner. No sabe si por estupidez o piedad el viejo accede. Cuando
se va, se vuelve a atar pero deja la soga floja. Y así pasa tal vez un
día, hasta que empieza a registrar que el gordo no entra. No se
escuchan ruidos en la casa. Se desplaza arrastrándose pero ense-
guida siente que puede ponerse de pie. Se libera de las sogas. La
puerta está cerrada pero parece muy liviana. La golpea. Sigue sin
aparecer nadie. Sigue golpeando y gritando hasta que se cansa.
Silencio. Tiene hambre y sed. Por la rendija se ve luz natural. Es
de día. Ahora distingue algunos ruidos como cascos de caballos
sobre asfalto y algún auto que pasa. Recorre la habitación con
el pie para examinar el terreno. Nada por aquí, nada por allá. Le
duelen la entrepierna, las ingles, el culo. Trata de no pensar ni to-
car su cuerpo. Pero no puede evitar llorar. Sigue caminando con
los pies pegados al piso. Patea algo: un celular. No puede ser. Sí,
un celular. Logra encenderlo, aunque tiene poca batería. La clave
de bloqueo cede al tercer intento. El tres es signo de su buena y
su mala suerte. ¿Será del viejo? La carrera contra el agotamiento
de la batería es ardua: logra sacarse dos fotos con flash y subirla
a las redes sociales del propietario (sí, es un viejo, cómo no) y a
las suyas. En pocas palabras denuncia el secuestro y su nombre
se desparrama por la web. Apagón otra vez.

3.

En la cama de hospital están su madre y su hermana. La


abrazan. Pero antes de volver la Trinidad la observa de cerca, los
tres parados como formando una carpa sobre ella. El más alto
parece mujer, no sabe por qué, pero algún detalle la hace infe-
rir eso. Se desvanecen lentamente. Las tres mujeres se abrazan.
Lloran. La policía que custodia la habitación entra y le dice que
unas horas más tarde le van a hacer un interrogatorio. Su cabeza
parece limpia ahora pero una angustia en forma de bloque de
mármol le invade el pecho y la parte en dos. La madre le explica
que ya tiene que llegar el psiquiatra. Que la secuestraron y estuvo

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perdida diez días. La buscaron por todas partes. Hasta hubo una
marcha en Ramos Mejía días atrás, pidiendo justicia por ella. Su
foto inundó las redes. La encontraron por la IP del celular del
viejo, que confesó dónde lo habían llevado. Pero imposible dar
con el delincuente, ese hijo de puta. La casa, a medio construir,
estaba abandonada. Su sobrenombre no dice nada: la Roca. Tiene
la boca pastosa pero repite lo que acaba de escuchar: la Roca. Ella
no recuerda nada salvo su voz. Te drogaron, le explica la madre.
Pero no hay restos de nada en sangre. Te están haciendo un che-
queo, vas a estar un par de días más y te venís a casa con mamá
y tu hermana por un tiempo. Ya avisamos en el trabajo y la facul-
tad. Ella piensa en el horror de dar explicaciones, el horror de la
conmiseración y el horror de su cuerpo que ya no es tan suyo.

4.

El Hospital es como un fantasma dormido de noche. Se


escuchan ayes y voces de personas que exigen atención. Las en-
fermeras van y vienen de un lado a otro. A ella la dejaron en una
habitación sola con su madre con custodia afuera. Quedate tran-
quila, mamita, acá te vamos a tratar bien, le dice una con las ma-
nos metidas en los bolsillos del ambo. En un día te vas pero tenés
que volver unas veces más en el año, ¿sabés? Después de la sopa
de verduras viene la caba Isabel, se presenta. De la Comisaría de
la Mujer. La interroga. Luego una psicóloga. La interroga. No han
dado con el delincuente, le dicen. Ni saben qué le pudo suceder
que lo hizo abandonar la madriguera.
Su madre le trae su propio celular para que se comunique.
Ella, al principio, solo quiere dormir pero después el odio le va
ganando los días. Busca información sobre la droga que le po-
drían haber suministrado en líquido, polvo o quién sabe qué for-
ma. Sabe que esto la va a acompañar toda la vida, como la Trini-
dad. Pero esto lo sabe casi todo el mundo conocido, en cambio, la
visita del trío, casi nadie.

34
5.

Hace un mes que vive en la casa de su madre. Retrocedió
en todo: no está cursando, no pudo volver al trabajo. Pero debe
regresar al Hospital a seguir con chequeos y rutinas. Su hermana
la acompaña esta vez. Cuando espera sentada en un pasillo des-
pués de que le extraigan sangre ve acercarse una figura con un
ambo celeste. Esos brazos, esa panza le parecen conocidos. Pero
el enfermero dobla en un pasillo y se pierde. Se da cuenta de que
el miedo tampoco se irá nunca de su cuerpo, ni la sensación de
haber sido sometida sin ofrecer demasiada resistencia: sumisión
química, esas palabras había usado la psicóloga para nombrar
lo que le había pasado. Algo que tiene una explicación científica
pero que no se perdonará nunca.
Va a terminar un trámite en la mesa de entradas del Hos-
pital y escucha esa voz muy por detrás. Su hermana fue al baño.
La dejó sola. Las paredes sucias y el techo altísimo se le vienen
encima como un terremoto y vuelve a desmayarse. No sabe cuán-
to tiempo pasa pero cree que el trío esta vez la arrastra hasta
un banco. La mujer la mira con ojos piadosos, pupilas dilatadas,
negras, como las de un ciervo y su mollera parece estirarse hasta
el infinito. No hablan, nunca le hablan. La despiertan las palabras
de alguien que le sostiene la cabeza y entonces cree escuchar al
oído qué hacés, putita, cómo estás. Pero sabe que no es posible,
no es posible. Su hermana pide un médico a los gritos y pasa en
la guardia un par de horas hasta que se estabiliza. En los electros
no sale nada raro, le dice un hombre de guardapolvo blanco que
tiene su historia clínica en la mano. Te descompensaste.
En el viaje de vuelta le cuenta a su hermana lo que es-
cuchó. La hermana permanece en silencio. Después: no sé qué
decirte. Empieza a darse cuenta de que nadie nunca ha sabido
qué decirle, ni tampoco escucharla. Pero esa voz inmunda la ha
definido, la ha delimitado, le ha asignado una función en el mun-
do precario de aquella habitación, esa porción del universo que
se ha ido agrandando y ocupando su conciencia y se pregunta

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si podrá zafar de eso. Entonces siente que si ella se impone otra
misión podrá salir de ese casillero en el que la han ubicado.
Vuelve al hospital una semana después, al lugar donde
se desmayó, el mismo día de la semana. Se sienta en un banco.
Pasan dos horas. Ve a ese enfermero de celeste. Lo sigue por el
pasillo. Ella es casi invisible, porque quiere retirarse del mundo.
Lo ve ir a almorzar al comedor sin que él la vea. Se sienta en una
mesa cercana. El tipo no hace otra cosa que revisar el celular. Re-
cibe una llamada y entonces ella escucha la voz. No hay dudas:
es él. Lo sabe. Se va, despacio, hacia la puerta. Toma el colectivo.
Ya no tiene miedo porque siente que su vida no vale nada. Es un
pedazo de papel a la deriva en la vida de otro. Esa noche no duer-
me. Escribe datos en una libreta. Busca información en su com-
putadora. Borra el historial. Si algo le ha enseñado lo que le pasó
es a cerrar las aplicaciones, las redes y no confiar en nadie. Los
mudos testigos de toda su vida la visitan en sueños esa noche,
por primera vez fuera del mundo de los desmayos profundos. El
o la más alta parece asentir con la cabeza.
No le resulta difícil averiguar la dirección. Una de las en-
fermeras es activista de una agrupación que lucha contra la vio-
lencia de género y ha colaborado mucho con ella y su madre. Has-
ta se ha expuesto revelando datos confidenciales del personal y
consiguiendo un alcaloide que circula clandestinamente entre
unos pocos compañeros del Hospital. Sabe que la chica salvada
de una muerte segura solo quiere comprobar qué le han metido
en el cuerpo y no va a comprometerlos.

36
BASURAL

Victoria Mora

El cana le clava el caño de la pistola en la nuca. Se le hun-


de apenas la carne. Siente el frío de esa presión. Tiene los brazos
sobre la cabeza. Es de noche, la oscuridad está rasgada por la luz
de una luna creciente. Cincuenta metros a su espalda dos patru-
lleros tienen las luces apagadas desde que estacionaron ahí. Lo
que él puede ver, robándole claridad a la noche, es el basural que
conoce de memoria. Un terreno baldío, con el pasto alto lleno de
los deshechos que la gente tira. La vía de acceso o salida a la vi-
lla donde vive. Su barrio se extiende detrás de los patrulleros
lo bastante lejos como para que nadie pueda venir a darle una
mano.
Sabe que es el fin. Se lo advirtieron: no es gratis dejar de
laburar para la policía. No se resignó. Ahora el caño en la nuca le
dice que los otros tenían razón. Te lo dije Chino, le diría el Turco
si estuviera ahí. Más que hablar, el Turco, los cagaría a tiros a es-
tos dos, piensa. Pero está solo, y el frío del caño presiona, apenas
un poquito más.
Cuando siente la insistencia del caño se tira al piso a la vez
que empuja a el cana. En un segundo se encuentra arrastrándose
hacia adelante, se para y corre salta algunos restos de basura que
se le interponen en el camino. Cuando corre escucha los gritos,
las puteadas, vení acá cagón, negro hijo de puta. Suenan dos tiros,
no sabe si son al aire o lo tienen cercado y le están errando a su
cuerpo. Le duelen las piernas pero no para. Tiene que llegar a la
ruta al otro lado del basural. Si llega se salva.
Mientras corre piensa en la nena, empieza primer grado.
Y aunque lo sorprenda lo que más lamenta es no estar ahí para
llevarla. Si la cosa sale bien y se escapa se va a tener que guardar.
Y si la cosa no sale… prefiere no pensarlo. Está agitado. Llega al
37
esqueleto de un auto abandonado hace tanto tiempo que ahí jugó
de chico y se juntó más grande con los pibes. Se mete adentro,
calcula que unos minutos tiene. Está flaco y siempre fue un buen
corredor. No había modo que el Turco le ganase una carrera. Iban
de la casilla del Chino a la de la Vieja Sara justo a la otra punta
del pasillo. Nunca pudo ganarle, hasta que se cansó. En la cancha
era al revés. El Turco es un crack. Tiene unos minutos, al menos,
los patrulleros no pueden entrar al basurero, imposible circular
entre los montículos de mugre. Si quieren ir por él sólo les queda
correr. Eso le da una ventaja, un pequeño margen por donde so-
ñar una salida.

Pensó que si se cambiaba de zona iba a poder cortarse


solo. Estaba muy mal. No había encontrado nada. Ni changas con
José en la obra, ni de limpieza en los avisos que encontraba en
los diarios. Intentó en un par de entrevistas para laburar de ope-
rario pero vivir en una villa es un ancla muy pesada. No declarar
domicilio no es una alternativa. Los gritos de Mariana se le cla-
vaban en el pecho que sos un pelotudo, que no cambias más, que
la nena empieza las clases y no tiene una mierda para ponerse,
que está harta de comer de fiado y que la almacenera la cague
a puteadas cada vez que la ve. Él había apretado los puños, no
quería gritarle, no quería volver a pasar por eso, los gritos, los
empujones, los llantos. Salió y la dejó hablando sola en el punto
justo en que los gritos pasaban a ser lágrimas.

Siente su respiración agitada y el frío de la chapa oxidada


que le trepa por la espalda. Tiene que seguir corriendo ya. Toma
aire y sale por el hueco de lo que alguna vez fue la puerta del
acompañante. Le extraña no sentir más los gritos, ni las putea-
das. No hay un solo ruido. Tampoco siente el olor que le hacía
llorar los ojos. Ese olor a podrido que se había instalado hacía un
tiempo en ese lugar donde antes se podía jugar al fútbol. No pue-
de parar, piensa y corre manteniendo el paso. Ve que la ruta esta
cerca, llega al límite, un paso más y puede pisar el asfalto. Es de

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madrugada, pero aún así, debería pasar algún auto, no escucha
ni siquiera algún ruido lejano. Es una noche sin tiros, ni gritos, ni
risas, ni motores que suenen a la distancia. Se extraña pero está
demasiado agitado y empieza a ponerse contento de poder esca-
par. No debería, pero quiere ir a la casa de Mariana. Hace mucho
que se separaron, no cree que vayan buscarlo ahí, pero aún así es
arriesgado. Tiene que ir lo decide más allá de la inconveniencia
bordea la ruta camina a paso apurado, ya no puede correr, las
piernas no le responden para seguir con ese ritmo. Se da vuelta
para mirar por encima de su hombro derecho. Nada. Ni una luz,
ni un ruido, la calle vacía. Vuelve la vista hacia delante. Mantiene
el ritmo, tiene que andar unos cuatrocientos metros costeando
la ruta y después bordear el barrio hasta el pasillo que da a la
casilla de Mariana. Se va a enojar. No puede llegar así sin más a
la madrugada, pero sus pies lo llevan ahí. No puede explicarlo, es
ahí donde tiene que estar.
Llega abre la puerta de chapa, está oscuro. Sigue sin oír
ningún sonido, se le ocurre la idea de que quizás se quedó sordo
por los golpes que le dieron para meterlo al patrullero. No tiene
tiempo de pensar en nada más porque Mariana se levanta del
colchón y se para frente a él. Él estira los brazos quiere tocarla,
lo logra. La abraza y hunde su nariz en el cuello de ella, la aprieta
con fuerzas.

Cae al piso. La sangre se mezcla con los pastos y restos
de basura. La tierra absorbe el líquido rojo que brota del agujero
que el cuerpo tiene en la nuca. El policía le patea las costillas para
chequear lo obvio. Vamos Ramírez, tema terminado. Caminan ha-
cia los patrulleros.

39
CELSO PETROSIAN Y LA PATRIA GRANDE

Nicolás Eloy Garibaldi Noya

Ese día el Bati y Crespo jugaron juntos y el que se quedó


en el banco fue el Piojo López. El Piojo se movía frenético en un
radio de dos metros, iba y venía sin salirse del radio del Poin-
ter 96 que esperaba en marcha para salir arando, una vieja pa-
seaba un perro cruza con pequinés, Piojo en sus chancletas veía
botas, y en el cruza un ovejero entrenado para matar, no le sacó
la vista de encima hasta que dobló en la esquina. Por seguirla a
ella perdió de vista al Patrulla Jiménez que venía caminando del
otro lado, un poli bonaerense famoso en el barrio por ensañarse
con los pibes cuando los enganchaba fumando porro. El Patrulla
estaba de civil, aunque eso no significaba nada, con la chombita
salmón podía ser más sanguinario que con el uniforme. El Piojo
sudaba como botella de birra en pleno verano recién sacadita del
freezer, se preguntaba qué hacer, de todo lo malo que podía pasar
Patrulla era lo peor. De repente escuchó un grito que venía desde
donde la vieja había doblado. Patrulla desenfundó y corrió con el
fierro en la mano, caliente como la misma birra un par de horas
después, le quemaba en las manos, lo quería usar, esperaba dar
con un malviviente choreando a una vieja crota que cobraba me-
nos de la mínima porque un puntero le mordía un diego, en cam-
bio un perro cruza con Dogo despedazaba al cruza con pequinés
y Patrulla disparaba, uno, dos, seis tiros, y se sacaba la calentura.
Los dos canes estaban muertos cuando Bati y Crespo salieron
con algo de guita y una bolsa con muchas pastillas. El olor de las
cubiertas quemadas del Pointer se mezcló con el de la pólvora y
perfumaron el aire de Claypole.

40
*

La compactera escupió el CD y lo despertó. Fueron pocos


minutos pero intensos en los que no pudo evitar el hilo de baba,
que debió limpiarse usando la camisa a cuadros como servilleta.
Tomó el fibrón indeleble y escribió, “Los mejores temas america-
nos”, luego lo colocó en la cajita hecha con una tapa artesanal y
lo encimó en una pila, junto a Creedence, Elvis Crespo, las Azúcar
Moreno, Ramón Ayala y Dos Minutos, entre otros. Todavía le que-
daba 50 CD’s para grabar, ser detective en el conurbano no era el
oficio más rentable, menos si lo que se quería era estar del lado
de los más débiles, como lo hacía Celso Petrosian. Al día siguiente
se levantaría, conectaría el radiograbador a la batería de auto y
se subiría al Roca, a seducir pasajeros en puñados de segundos
con un montón de canciones inconclusas y vertiginosas. Luego
volvía y grababa más CDs, los que había vendido para que al día
siguiente no faltara nada. La dieta de Celso se basaba en tortillas
de harina y cerveza, cada tanto comía alguna ensalada o algún
bife, y también café que lo despabilaba cada vez que tenía que
resolver algún caso, pero la base estaba en las tortillas con birra.
Puso a grabar un disco más, temía que la computadora
se descompusiera por la cantidad de horas que llevaba prendi-
da, decidió que ese sería el último que grabaría en el día y tomó
su cuaderno con anotaciones. La foto de la chica de 17 años que
había desaparecido tras un llamado en el que le proponían ser
promotora del TC 2000, quería ayudar a su madre pero no sabía
cómo, el caso implicaba un presupuesto extraordinario, hasta
donde sabía la chica había viajado a Santa Teresita por la em-
presa TAS, en los últimos tiempos había aparecido un tipo que le
había regalado un tamagotchi cuando salía de la escuela, ella le
había explicado que el juego estaba pasado de moda, él le explicó
que era solo el principio, que tenía contactos con despachantes
de aduana y que así como hoy le conseguía el tamagotchi en un
futuro le podía conseguir merchandaising de Justin Timberlake,
no hablaron mucho más que eso, el tipo siempre andaba cerca

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de la escuela, por lo que había averiguado no era de Claypole,
que había estado durante dos meses, y paraba el Bar de Willy el
tétrico, bar en el que solía invitar bebidas a todos. Quería viajar a
Santa Teresita, lo máximo que había podido averiguar había sido
con un llamado a cobro revertido a la terminal, un remisero decía
haberla visto, pero tenía que entrevistarlo en persona, pensó en
irse unos días a la costa y seguir la investigación pero ¿a quién le
iba a encajar un CD?

Bati se tomó el trabajo de elegir con que pastillas se iban a


quedar, y cuales le darían a Pablin para que vendiera en la Feria
de Solano, lo hizo con la actitud del curador que elige los me-
jores cuadros para una muestra en un museo. Crespo y el Piojo
querían el clona, “eso es para giles” respondió Bati y los llevó al
chino a comprar una gelatina. En la casa del Piojo no había na-
die, se sentaron en la mesa del comedor y desplegaron las cajitas,
Crespo agarró uno de los prospectos del Aseptobron y se puso a
leer, el Piojo quiso saber qué decía, “dice que se te puede enfriar
el pechito”, Bati celebró la broma y les indicó lo que tenían que
hacer. Debían abrir las capsulas y separar los pequeños cristales,
eso lo iban a mezclar con la gelatina, la pondrían a enfriar y se la
comerían a la noche. El piso de cemento parecía hecho de goma
espuma, ahí los tres se hundieron, mientras las notas del órgano
de Mala Fama, el ritmo y la sustancia, se les metían en el oído
como un insecto en busca de un poco de azúcar.

Cemento, arena, portland, un balde gastado y una palita.


Las camisetas de la Fiore, del Parma y del Valencia guardadas
en el placard. El tío de Crespo era jefe de obra y les había con-
seguido la changuita, era por un día nomás. Los dejó solos pero
prometió volver con algo para unos sanguchitos y unas gaseosas

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frescas, era mediodía y el sol brillaba como una navaja circular.
Estaban en la terraza de la casa de una parejita con un chico de
tres años, el nene crecía y necesitaba su habitación y no quedaba
otra que crecer para arriba. Piojo estaba algo ido, se notaba que
le había abierto la puerta le había pegado una trompada senti-
mental, Bati vio como Piojo le miró los ojos, las tetas, y después
sus propios cordones, Bati era de hacer chistes, pero le pareció
que con el amor no se jodía. Crespo se puso en cuero y se acostó
en el cemento caliente de la terraza, “para boludo, va a venir tu
tío y va a ver que no estamos laburando”, “olvidate, el tío anda
con un travesaño, lo enganché el otro día, dándole un piquito en
el último 263 de la noche, ¿por qué se piensan que nos dice de
laburar acá?, anda con cola de paja, a esta hora la debe visitar” ,
Piojo se entusiasmó con el relato, y sacó un porro húmedo de la
media, lo trataron de asqueroso pero se prendieron enseguida,
Piojo sacó un encendedor que apenas chispeaba, los demás no
tenían encendedor, Crespo se ofreció a buscar un encendedor en
la cocina de la casa, “¿y si viene alguien?”, “no te precupes, está
de fiesta con el tío y el travesaño” respondió Crespo y los tres se
tentaron.
Volvió con un magiclick y una cerveza. Piojo prendió el
porro y enseguida tosió, estaba picante, áspero como los buenos
centrales del fútbol paraguayo. Crespo propuso un carioca, esta-
ban en argentina, fumando un paragua al estilo carioca, eran el
ejemplo vivo de la integración latinoamericana, la patria grande
del fasito. Se rieron, y también se paranoiquiaron, Crespo se puso
la remera por las dudas de que el tío apareciera, también com-
pletaron la botella de birra con agua, volvieron a taparla y la de-
volvieron a la heladera. Se quedaron colgados, mirando los pocos
autos que pasaban al mediodía, casi se tiran de palomita cuando
vieron pasar a tres rolingas, Piojo estaba engolosinado y quiso
fumarse la tuquita final, en una maniobra torpe fue a parar al bal-
de de cemento, arena, portland, esa tuquita sería para siempre
parte de las paredes donde ese niño encerraría sus miserables y
ortivas sueños.

43
*

Cuando niño Petrosian soñaba con ser policía, con una


pistola de plástico estilo sheriff del lejano oeste se enfrentaba a
delincuentes imaginarios, sanguinarios, con sombrero y dientes
enchapados en oro. De grande su sueño se hizo realidad pero en
vez de enfrentar a delincuentes sanguinarios, lo apostaron en
una esquina del centro de Quilmes a pedir documentos a pibes
que no encajaran con todo lo que la calle Videla representaba.
No se la aguantó y se fue, durante un tiempo trabajó en un fri-
gorífico, ahí aprendió a usar el cuchillo para sacarle el cuero a la
vaca, pero también lo aprendió a usar para otras cosas, sabía con
cuantos días de licencia médica se correspondía cada corte en la
piel de sus compañeros, que hacían un esfuercito y Petrosian les
metía un tajazo para poder pasar unos días con la patroncita y
festejar algún aniversario alejados del olor a viseras, cuando lo
descubrieron lo rajaron pero se fue dándole un puntazo al jefe
que por el cagazo que le tenía y por la plata que le debía, hizo de
cuenta de que estaban a mano. Después enganchó como cajero
del supermercado Sumo, de ahí también lo echaron cuando en-
cabezó una protesta en contra de la implementación de los ticket
canasta.
Todavía estaba grabado indeleble en su memoria, el pri-
mer caso resuelto, la casa de reparación de electrodomésticos,
el disparo por el 29 pulgadas mal arreglado, y toda una trama
de tráfico de cocaína que había sabido desentrañar detrás de los
controles remotos universales. Pero estaba en ese tren, en un fin
de mes, bolsillos secos y corazones duros, fallando en el CD ele-
gido de acuerdo al grupo etario de los pasajeros, las pilchas, los
peinados, no pegaba una, empezó a caminar y a saltear vagones,
se fue directo al furgón, ahí los pibes lo esperaban como a un
héroe, “gracias chicos, me hacen sentir todo un disc jockey”, dijo
Celso algo chapado a la antigua y les puso una cumbia, y les acep-
tó un trago y otro ambulante ofreció unos alfajores y se armó
una fiestita que no duró más de cuatro o cinco estaciones cuando

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todos debieron bajar para no rebotar y la imagen de la chica y el
hombre de los tamagotchi volvió a invadirlo.

La propuesta los tomó de sorpresa. La mujer de por si era


extraña, esa casa, de ese tamaño, con ladrillos a la vista, rejas, pe-
rros de raza custodiando, y dos camionetas cero km en la puerta,
¿de dónde habían sacado tanta guita? era una de las preguntas
centrales de cualquier conversación en kiosquitos y almacenes
del barrio, siempre habían sido unos ratas, ella en su defensa
decía ser “productora de eventos”. La plata que les ofrecía era
buena y el trabajo no parecía difícil, los pasaban a buscar en la
camioneta y tenían que sacar fotos con cámaras profesionales,
además cobraron por adelantado.
Viajaron en la caja de la camioneta, contaban la plata
y fantaseaban, Bati conocía una chica que había sido bailarina
del grupo Comanche, con esa plata podían pagarle y llevársela
al castillo de Don Orione donde vivían los punkis, ellos seguro
tenían alguna habitación para compartir, vivían en un castillo y
eran diez, a Crespo se le ocurrió que podían jugar al juego de la
copa y averiguar la verdadera historia de la casa, ¿realmente la
habría construido Eva Perón para su primo?. El entusiasmo iba
mermando en la medida que la camioneta aceleraba en caminos
bacheados y casi desérticos, Piojo propuso prender uno pero na-
die quiso. En el medio de la nada la camioneta se detuvo, ya casi
era de noche, un tipo enorme los estaba esperando, los apuntó
con un revólver y los invitó a bajarse, la mujer que los había invi-
tado también se bajó y les explicó cómo tenían que hacer el tra-
bajo. Desde algunos autos se escuchaba el sonido del acelerador,
el aire olía a nafta y carburadores. Un circuito de asfalto lleno de
curvas enrevesadas apenas se distinguía de la tierra. La mujer
le dio una cámara a cada uno y los ubicó en las conocidas como
curvas de la muerte. Los autos se colocaron en línea y empezaron
a correr, no eran autos lujosos, pero iban rapidísimo, nunca ha-

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bían visto nada que anduviera más rápido que eso, apretaban el
botón de la cámara cuando el auto estaba a cien metros, y aún así
no llegaban a sacar la foto que la mujer les pedía, ninguno de los
tres llegaba a verse entre sí, pero si se escuchaban, o al menos sí
se escuchó el aullido de Bati.

Golpearon la puerta, Petrosian sacó el pasador y aten-


dió confiado. Eran tres mujeres desesperadas, sus hijos habían
desaparecido hacía una semana, la policía no les habías querido
tomar la denuncia, incluso les habían dicho que el hijo de una de
ellas había sido denunciado por el robo de un magiclick y una bo-
tella de cerveza. Petrosian trató de tranquilizarlas, les sirvió un
vaso de agua a cada una y cortó la tortilla que estaba a punto de
comerse en cuatro pedazos. Les pidió que contaran todo lo que
supieran, la madre de Crespo empezó a contar lo del ofrecimien-
to extraño que les había hecho la mujer, Petrosian pidió discul-
pas, se levantó, puso un nuevo cd virgen en la grabadora y volvió
para escucharlas. Mientras escuchaba el relato su rostro se ponía
rígido, parecía imaginar exactamente todo lo que había pasado.
Les pidió que tuvieran paciencia y prometió investigar, sabía lo
que la mujer hacía, y las malas noticias no llegaban muy seguido
pero cada tanto llegaban. Guardó el último cd, se lavó la cara y
fue al taller de chapa y pintura del Palomo. Hacía tiempo que no
pasaba por ahí, por eso el Palomo le desconfió, le entró con la
excusa de que quería comprarse algo usado, Palomo solía tener
autos baratos porque lijaba el número de serie de las chapas de
los motores, “¿cuánto tenés?”, “cinco lucas” dijo Petrosian y los
ojos de Palomo se abrieron gigantes, “¿no te preparás unos mates
y charlamos tranquilos?” dijo Petrosian, Palomo aceptó y se fue
a cargar la pava para ponerla en el calentador. Petrosian aprove-
chó y empezó a mirar los autos, sabía que Palomo trabajaba para
la mujer de las carreras, buscaba pero no encontraba nada raro.
Palomo volvió con una idea, lo llevó a un cuartito especial en que

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lo esperaba un Fiat Europa preparado para carreras, “este te lo
largo por 5 lucas, si tenés el cash te lo llevas mañana, lo tengo
que lavar y darle una mano de pintura”, Petrosian miraba el auto
y trataba de seguirle la corriente, “me gusta che, no me lo digas
más que con estas cosas soy calentón” y cuando terminaba de
decirlo notó tirada en el piso, al lado del guardabarro, la camiseta
del Parma manchada con sangre.

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EL RETIRO

Fernando Aguirre

Don Alberto Vicari era una de los mejores orfebres del país.
Eran famosos sus mates y bombillas cincelados a mano con en-
vidiable precisión y buen gusto. Sus trabajos podían llevarle se-
manas y hasta meses, ya que no dejaba ningún detalle librado al
azar.
Detallista y perfeccionista, hacía de cada una de sus piezas
un motivo de conversación. Pero aún así el estaba convencido
que siempre podía hacerlo mejor, que su mejor trabajo estaba
aún por llegar, que faltaba ̈esa ̈ obra que lo hiciera retirarse de la
orfebrería por la puerta grande.
Viudo y dueño de un muy buen pasar económico, Vicari so-
lía dedicar gran parte del día a su arte, que hacía ya varios años
atrás se había vuelto en gran parte terapéutico.
Veinticinco años antes, en un confuso episodio policial nun-
ca resuelto, su hijo Manuel de 21 años había quedado atrapado
en un balacera brutal que se había llevado su vida, junto con las
ganas de vivir de Alberto y su mujer, Alba.
El tema salió rápidamente de los medios, era mucha la pre-
sión policial y política para taparlo y dejarlo diluir. Se hablaba de
negligencia e irresponsabilidad de los policías Flores y Urruñe,,
quienes había llevado la situación a un extremo inmanejable que
terminó con la vida de tres personas, entre ellos Manuel Vicari.
El intendente ofreció una disculpa y se comprometió pú-
blicamente, junto a los jefes de policía, a retirar de la fuerza a
los responsables y juzgarlos. Cosa que sucedió a medias porque
si bien Urruñe, estuvo preso 3 años, Flores no solo no fue juz-
gado sino que tampoco se lo retiró de la fuerza porque tenía un
acomodo muy grande en las altas esferas de la policía. El mismo
acomodo que con constancia lo haría llegar a comisario muchos
años después.
48
Alba no pudo superar la muerte de su hijo y murió de cán-
cer y tristeza dos años después, y Alberto no pudo más que su-
mergirse en su trabajo, y encontrar en el, algún motivo para se-
guir adelante.
Unos meses antes de la visita de los Reyes de España a la
Argentina, la gente de cancillería le había encargado a Vicari un
mate de plata labrado para regalarle al Rey, que siendo admira-
dor del trabajo del orfebre, ya le había comprado dos piezas en su
visita anterior, de la que tenía una foto enmarcada en su comedor
donde se veían al Rey Juan Carlos y a la Reina Sofía junto a Alba y
él sonriendo en su taller, acompañados por un ministro y el em-
bajador de España.
Aún quedaban algunos días antes de la llegada de los reyes,
y don Alberto ya le estaba dando los toques finales a su pieza. El
sellado, el pulido y unos detalles a la estructura de la base, tam-
bién en plata, que sostenía al mate.
Mientras ponía un poco de pasta de pulir en la franela le
pareció oír el timbre. Dejó lo que estaba haciendo, salió del taller
que tenía en el jardín, y entró a la casa por la puerta con mosqui-
tero de la cocina.
Observó por la mirilla y vio a dos policías.
-¿Quién es? - preguntó por el portero eléctrico.
- Disculpe jefe ¿Usted es el que hace los mates esos de me-
tal? - se oyó en el portero.
- Si, pero ¿Quién es? - repitió Alberto.
- Somos de acá de la comisaría número 5, Sargento Ordóñez
y la cabo Santangeli, ¿Lo podemos interrumpir un momento? -
Vicari abrió la puerta con desgano y los miró en silencio.
- Disculpe que lo interrumpamos señor, le tenemos que ha-
cer una consulta - dijo Ordóñez.
- Dígame - contestó Vicari, con marcada sequedad en su voz.
- Resulta que se va retirar el comisario y en la seccional le
queremos hacer un regalo - dijo Ordóñez y se corrigió - Le tene-
mos, que hacer un regalo -.
- Y a él le gustan todas las cosas de campo vio - añadió San-
tangeli - Y Norma de la oficina de tránsito nos dijo que usted era
49
el mejor con los mates y que le está haciendo un mate al rey de
España y nos dijo donde vivía.
- Ajá - contestó don Alberto cada vez más indiferente.
- Y bueno nada, eso. Queríamos saber si usted podría ha-
cerle un mate al comisario, se lo vamos a pagar eh - dijo Ordóñez
casi sarcásticamente sonriéndole a Santangeli, que como buen
cabo se ríe de todo lo que dice el sargento.
- Mire - dijo Alberto - Como usted bien dijo estoy trabajando
en una pieza para el Rey de España, así que en este momento no
puedo.
- ¡Pero algo sencillo Jefe! - interrumpió Santangeli - Algo
tipo para el querido comisario Flores – dijo Santangeli dibujando
la frase en el aire con un dedo.
A Alberto se le hizo un nudo en la garganta.
- ¿Flores dijo? - preguntó el orfebre.
- Si jefe, Comisario Adalberto Angel Flores, ¿Lo conoce? -
dijo entusiasmado Ordóñez.
- No - mintió don Alberto.
- Le repito jefe, algo simple, se lo vamos a pagar entre los
muchachos y la familia del comisario – dijo Ordóñez casi pidien-
do un favor. - Lo necesitamos para dentro de un mes -
Don Alberto pareció dudar unos instantes y les dijo:
- Vamos a hacer una cosa. - Yo voy a hacerle el mate al comi-
sario y no se los voy a cobrar. Pero con una condición.
- Si jefe, lo que usted diga - dijo Ordóñez.
- Quiero entregárselo personalmente. –
Lo único que aparecía en Google sobre el comisario Adal-
berto Angel Flores, o lo único que se habían ocupado de que apa-
reciera, era su historial de ascensos y un par de casos resonantes
de los últimos años.
Hubo uno en particular que llamo la atención de don Alber-
to. Aparentemente el comisario Flores había comenzado a recibir
unos sobres que llegaban a su despacho todas las semanas. El
contenido variaba, pero siempre iban cargados con algún tipo de
polvo de olor extraño y a veces cristales similares a la sal gruesa.
El caso había alcanzado los medios porque las primeras dos
50
veces que llegaron los sobres se llamó a escuadrones especiales,
y el hasta el comisario mayor de toxicología se había hecho pre-
sente en la comisaría.
Todo esto se encontraba en la página de internet del diario
La Palabra, donde el periodista Carlos Garmendia había seguido
la investigación y mostraba los pormenores.
Según Garmendia, todos los sobres se hacían analizar y
siempre los resultados daban que el polvo o los cristales eran
productos químicos de uso doméstico. Polvo para limpiar hor-
nos, bicarbonato teñido con tiza de color, cosas así.
En un tono un poco exagerado y novelesco, el periodista
decía:
Flores, a quien su entorno sabe hipocondríaco, se ha obse-
sionado con el tema y estaba convencido de que alguien quiere
envenenarlo. Parte de la comisaría cree que puede tener algún
tipo de relación con la explosión generada intencionalmente en
la planta química S.A.S.I.F.E y con la que el comisario Flores hizo
la vista gorda.
La nota tenía cuatro años aproximadamente. Don Alberto
no siguió leyendo más y apagó su computadora. Agradeció no ha-
ber encontrado nada sobre la relación de Flores con la muerte de
su hijo, siendo este uno de los episodios que habían desparecido
del historial público del comisario. Pero aún así no pudo evitar
sentir el dolor. Por Manuel, por Alba y por el.
Se enjuagó los ojos y refregó su cara con las manos varias
veces. Suspiró y levantó el teléfono.
- Hola ¿si? -
- Hola Polaco soy Alberto -
- ¡Albertito querido! ¿Cómo estás? -
- Bien Polaco - dijo Alberto y se quedó en silencio.
- ¿Alberto estás bien? ¿Pasó algo? -
- Polaco.. -
- ¡Decime Alberto! -
- Necesito un favor. -A solo una semana del retiro del comi-
sario, la comisaría tenía un movimiento inusual. Eran comunes
los llamados diarios de ex-compañeros, amigos y familiares de
51
Flores, así como también los regalos y tarjetas que llegaban y que
la cabo Santangeli se había ocupado de acomodar prolijamente
sobre el escritorio del comisario.
Flores se encontraba en su despacho leyendo una tarjeta
del club de remo, del que era vitalicio, felicitándolo por el retiro
y mirando una botella de whisky junto a una tarjeta que le había
enviado su primo José, también policía.
Dirigió su atención a un paquete del tamaño de una caja
de alfajores envuelto en un papel de regalo rojo con un moño
blanco. Lo abrió y dentro vio unos estupendos guantes de cuero
negro. Contento se los probó y apreciando su calidad se dispuso
abrir el sobre que venía dentro de la caja. Había una tarjeta en
una cartulina fina que rezaba: Esta vez es enserio.
Sorprendido y creyendo que se trataba de alguna broma de
algún ex compañero se quitó los guantes, y mientras lo hacía se
dio cuenta que algo caía de adentro de ellos. Tenía todas las ma-
nos llenas de un polvo blanco extraño. Entró en pánico.
- ¡Ordóñez! , ¡Ordóñez! - comenzó a gritar con desespera-
ción el comisario desde su despacho.
Habían pasado unos días desde que el orfebre había entre-
gado el mate para el Rey Juan Carlos en cancillería. Se encontraba
terminando el trabajo que le habían encargado para el comisario.
Un mate sencillo, en calabaza y alpaca, con el texto que le habían
pedido y unos pequeños ornamentos para darle cierta termina-
ción de categoría a un trabajo más bien austero.
Marcó el número de celular que Ordóñez le había dejado
para acordar la entrega y lo atendió el sargento.
- Hable - dijo Ordóñez.
- Ordóñez soy Vicari, ya tengo el mate listo
- Vicari disculpe, estamos con un problema con el comisa-
rio, lo tuvieron que llevar de urgencia en una ambulancia.
- ¿Le pasó algo?
- No, no le pasa nada, se puso un poco nervioso por un epi-
sodio, le están haciendo estudios - , en cuanto se acomode todo
un poco yo lo llamo así se lo viene a entregar usted como me lo
pidió.
52
- De acuerdo, hasta luego - Dijo don Alberto mientras escu-
chaba como cortaban del otro lado.
Se sentó en el sillón de la sala de estar de su casa y prendió
la televisión en el canal de noticias. Varios periodistas, camaró-
grafos y técnicos agolpados delante de una clínica. En la pantalla
se sucedía diferentes títulos debajo de la imagen; - Ataque a un
comisario - el fantasma de la causa S.A.S.I.F.E - Había cianuro en
el regalo - y cosas por el estilo.
El periodista del canal que miraba don Alberto decía:
Reiteramos, el regalo que recibió el comisario tenía una
cantidad muy pequeña de cianuro, no suficiente para hacerle
daño, pero aún así la situación preocupa muchísimo, porque si
bien el comisario ya había recibido amenazas de este tipo, nunca
habían utilizado agentes tóxicos reales.-y añadió - recordamos
que el comisario está a horas de su retiro, que según rumores se
haría efectivo mañana mismo, para que luego que terminen de
hacerle algunos estudios pueda regresar a su casa con su familia.
Fuentes aseguran que todo esto, tiene que ver con la causa de la
planta química S.A.S.I.F.E, en la que se sabe el comisario Flores
tuvo un accionar confuso y desprolijo.
Si bien las amenazas dejaron de llegarle hace años, en las
últimas horas el comisario fue víctima nuevamente de un ata-
que.- Alberto apagó el televisor.
A las 11 de la mañana del día siguiente, en la habitación de
la clínica se encontraba todo en calma.
Graciela, la mujer del comisario leía el diario mientras este
abría los ojos después de haber dormido toda la noche como un
bebé.
En el momento en el que ella vio que su marido desper-
taba tomó su celular y mando un mensaje de texto. A los pocos
minutos se escuchó como Ordóñez golpeaba la puerta y pedía
permiso.
- Pase Ordóñez - dijo Graciela
- Disculpe Comisario - se atajó Ordóñez - Sabemos que no
es el mejor momento, pero con los muchachos de la comisaría y
su familia quisimos hacerle un regalo.-
53
El comisario se incorporó en la cama entusiasmado y miró
a su mujer que sonreía. Era una habitación grande, entraron cua-
tro policías más, sus dos hijos, su hermano y su cuñado. Todos
lo saludaron fervorosamente, entregándole regalos y abrazos. El
comisario estaba contento.
- ¡Pase don Alberto! - dijo Ordóñez
Don Alberto tomó coraje y con un nudo en la panza se aven-
turó dentro de la habitación.
- El es el señor Alberto Vicari comisario, es el mejor orfebre
del país - lo presentó Ordoñez
- Un gusto - dijo el comisario que no entendía muy bien que
hacía ese hombre allí y porque tenía una bolsa en una mano y un
termo en otra.
Don Alberto se acercó dejando el paquete y el termo en una
mesita y saludó a Flores.
- Comisario, feliz retiro. Este es un regalo de sus seres que-
ridos y compañeros -
Le entregó el paquete a Flores que miraba a todos con ex-
pectativa, mientras su mujer estaba al borde del llanto por la
emoción.
El comisario abrió el regalo y se encontró con un hermoso
mate con la frase que habían elegido para él. Habiendo sido días
bastante movidos, el comisario Flores se quebró. Comenzó a llo-
rar mientras todos lo abrazaban.
- ¡Un aplauso para Adalberto! - Vitoreó su cuñado mientras
todos aplaudían
Entre saludos, llantos y abrazos, don Alberto interrumpió.
- La tradición dice - mintió el orfebre - Que los primeros dos
mates son para el dueño, mientras tomaba el mate de las manos
del comisario y se disponía a llenarlo con yerba que sacó de la
bolsa que había traído.
- ¡Que lo pruebe! ¡Que lo pruebe! - cantaban a coro en la
sala.
Don Alberto abrió el termo y le sirvió un humeante mate al
comisario que lo recibió con gusto y se lo tomó de un solo sorbo.
Luego de servirle el segundo, que Flores bebió con la misma ce-
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leridad, todos se acercaron al comisario a saludarlo nuevamente.
El orfebre recibió saludos varios y elogios mientras volvía
a quitarle el mate de las manos al comisario y fingiendo torpeza,
dejó caer la bombilla y parte de la yerba al piso a la vista de todos.
- Espere que lo ayudo don Alberto - le dijo Ordóñez
- No se preocupe - le dijo don Alberto mientras juntaba a
yerba del piso con un papel tissue. – Ahora enjuago la bombilla
en el baño y recargo el mate para que usted cebe una ronda para
todos.
Don Alberto se fue al baño de la clínica y volvió pocos mo-
mentos después dejando el mate, la bombilla, la yerba y el termo
en una mesa en la habitación listo para ser usados nuevamente.
Luego juntó sus cosas y se despidió.
- Buenas tardes para todos - . - Especialmente para usted
comisario. - Dijo el orfebre
Flores le extendió la mano y le agradeció nuevamente.
Don Alberto dejó la clínica y se subió a su auto. Manejó has-
ta su casa y fue al jardín.
Tomó la pala grande y cavó un pozo pequeño pero profun-
do. Allí metió la botellita de vidrio que había contenido el cia-
nuro que le había conseguido su amigo el Polaco y con el que
había embebido toda la calabaza del mate durante días. También
un envase pequeño que contenía una mezcla de talco y cianuro
que había metido dentro de los guantes de cuero. Luego metió
el mate, la yerba y la bombilla que el comisario había usado por
primera vez en la clínica, ya que cuando fue al baño luego de ha-
ber, tirado las cosas al piso, guardó estos en una bolsa y volvió a
la habitación con una réplica exacta de el mate y la bombilla que
había llevado consigo, y que dejó para que todos tomaran y por
si alguien se le ocurriera hacer revisar el mate. Tapó el pozo con
arena y luego con tierra. Arriba puso una maceta con un ficus
grande. Se fue al living y se durmió un rato en el sillón. Cuando
despertó prendió la televisión y puso el canal de noticias.

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UN MALEVO DEL SIGLO XXI

Luz Díaz

Habían pasado dos años de aquel encuentro en Barcelo-


na con « El Flaco ». Volví a Buenos Aires con mi mochila, sabien-
do que él estaba en nuestras tierras. Sabía donde ubicarlo, por
eso estaba tranquila, con la esperanza de por lo menos tomarnos
un café en zona sur. Sabía por las últimas noticias, que vivía en
el barrio Los Perales, uno de los más calientes del sector. En-
tre Berazategui y Ezpeleta esa frontera del sur, definida entre
las barreras y las calles numeradas, donde pasa el 98. Mi viaje
era relativamente corto, entre mi familia, mi viaje al interior y
mis amigos que me invitaban a todos lados, yo quería dejar un
tiempo para buscar al Flaco. Fui a ver a su familia a Berazategui,
su mamá me abrazó fuerte, su papá había fallecido, el Coli, el pe-
rro estaba igualito, siempre lindo. Ella no sabía nada del hijo, el
Flaco era así se iba varios meses y de pronto traía unas cervezas
bajo el brazo y un ramo de flores para la vieja, algunos mangos
también. A mí no me cerraba, yo estuve sin noticias directas de
él, desde Barcelona, cuando desapareció por las calles del barrio
Gótico buscando « la blanca, la mejor ». Los mates de la mamá
del Flaco eran muy ricos, era misionera y ellos saben hacer mates
terribles, había olvidado ese gusto. Ella no decía nada, me dejaba
hablar y contar cosas de Europa, yo no me animaba a preguntar
directamente. El silencio y la ausencia del Flaco nos pesaba de-
masiado. Por suerte Pablo, el hermano, llegó cuando el silencio
era ya muy intenso. Pablo me abrazó cariñosamente, lo conocía
desde chiquito, ahora era un hombre y me hizo sentir media vie-
ja a mis 33 años. Salimos a fumar al patio, a la mamá le molestaba
el humo. Fumamos varios puchos a la sombra de la parra, era no-
viembre caluroso, las rosas estaban al rojo vivo. Ahí pude saber
algo más…
El Flaco volvió de Europa, (fue a visitarme) llegó directo
a Los Perales, a buscar a sus « amigos » (comillas mías). Se quedó
en la casa del que siempre le vendió la merca, el Foca. Este era un
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puntero, que tenía varios « negocios » con la bonaerense. Según
Pablo, al Flaco no le daba más el cuerpo de tanto consumir, la úl-
tima vez que lo vio sólo era piel y huesos, con ojos saltones. Roba-
ba en countrys de nuevos ricos, esos barrios cerrados, aledaños
siempre con una « fija », que venía de la cana. Pagaba sus gastos
siempre ligados a « la Blanca, la pura » como le gustaba llamarla
a su novia imaginaria. A veces iba de putas en el barrio subté-
rraneo, ese submundo que sólo conocen los malandras, ahí en
Ezpeleta. El Flaco nunca se fue de esa zona, nunca pudo irse de
su barrio. A su vieja le decía que era chófer del 603, « El tierrita »,
demasiado lejos el recorrido como para que ella verifique si era
verdad lo que decía. Ella le creía, adoraba al Flaco. El hermano
no se comía ninguna, me contó, que la última navidad (hace casi
un año ya) le llevó un pan dulce y una sidra Real, sabiendo que el
Flaco no comía. Cuando llegó a la casilla, los « guardias » de este
Foca le dijeron que su hermano no paraba más ahí. El foca, salió
sudado de « la cocina », le dijo –mandate a mudar ya- Pablo se
fue rajando. Una vecina le dijo que el Flaco andaba como un fan-
tasma últimamente, perdido y mal vestido, pero cuando andaba
« careta » era un sol y le cantaba en la ventana unos tangos. Pablo
me contó todo esto, y yo me fui de su casa, llorando pisando las
baldosas rotas, no sentía mis pies casi, no quise esperar el bon-
di. Caminé hasta la estación. De repente todos los recuerdos del
Flaco se me vinieron tan rápido como la tormenta sub-tropical y
sub-urbana que me estaba empapando de pies a cabeza.
Este muchacho, era un tanguero con gomina y todo, an-
daba de traje con las topper de lona embarradas y la guitarra en
la espalda. Parecía de otro tiempo, cantaba en las calles por mo-
nedas, a veces en el subte, y en los bares. También hacía changas
como albañil, era un « buscavidas ». En el barrio todos lo que-
rían, sus rasgos grotescos le daban una belleza única. Su risa era
contagiosa y llenaba de ternura su entorno. Además era un cha-
muyero nato, con las minas tenía arrastre. Obviamente cuando
lo conocí, sucumbí a su encanto callejero en el cumpleaños de 15
de mi prima que era vecina de él. Salimos juntos mucho tiempo,
éramos muy compañeros, con 17 años nomás. Yo le escribía tan-
gos y él los cantaba. Era bien malevo, con él era imposible tener
miedo, era muy protector. Patear las calles con el Flaco, era como
estar en una peli de los años 40, silbaba tangos todo el tiempo y
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algún rock and roll a veces como para demostrar que era de bien
nuestra época. En ese tiempo empecé la facultad en La Plata, era
pleno año 95. El empezó a tener yunta nueva y probaba de todo,
pepas, crack, merca, todo le iba bien, nadie se enteraba, si no era
porqué se iba de gira 3 días a la capital a veces y lo buscabámos
todos desesperados con la vieja y los tíos, cuando no había celu-
lares aún, había que recorrer los cien barrios porteños y el gran
Buenos Aires. Una vez apareció en una zanja en Villa Crespo, fui
a buscarlo porqué me llamaron. El pibe tenía por suerte, la agen-
da en el bolsillo y estaba mi número de casa primero. Yo empecé
a cursar y a laburar al mismo tiempo en una escuela ; lo veía me-
nos, entonces él se cansaba de decirme que andaba media « cheta
» y además que era una « careta ». Yo no le daba bola igual nos
queríamos con locura. Un día lo llevé a una fiesta de mis compa-
ñeros en La Plata, tuvimos que salir corriendo casi lo matan, se
hizo el cocorito en un grupo de rugbiers. Tomamos el tren de las
seis de la mañana de vuelta a Berazategui, se me dormía en el
regazo, sin gomina el pelo era largo y suave. Fueron épocas inol-
vidables, pudo grabar un CD, con algunas canciones de él y otras
de autores conocidos. Era un poeta, vivía la bohemia de verdad.
En el under era conocido, pero su insolencia también molestaba
a varios del ambiente rockero.
Me salió una beca para ir Barcelona para un Master al
final de la carrera. Traté de convencerlo que viniera conmigo, im-
posible, el barrio le tiraba más que todo lo nuevo. Me acompañó
con mi valija en el bondi, tres horas desde Plaza Congreso hasta
Ezeiza, no teníamos un mango para un remís, medio riendo y me-
dio llorando nos abrazamos muy fuerte, y subí al avión, sabía que
dejaba una parte de mí ese día, una de las personas más queridas
en mi vida, era el Flaco.
Al final me quedé más de un año, ya sabía que lo nuestro
era imposible a la distancia. Sin embargo ahorré y el Flaco pudo
venir a visitarme, no sé como logré convencerlo creo que me que-
ría de verdad. Hace dos años de esto y fue al última vez que lo vi.
Me arrepiento de no haberlo convencido que se quedara conmi-
go, pero sé también era familiero, y bastante mamero, protegía
a su vieja a su manera. Se quedó dos meses conmigo, cuando yo
estaba en las clases, él hacía su vida en el barrio Gótico tenía ami-
gos de todas nacionalidades y todos los dealers lo tenían calado,
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claro era buen cliente y ahí fue la perdición. Le gustaba la gira,
me robó guita varias veces, y un día desapareció con bolso y todo.
Supe que se fue con una mina catalana con billete, que quería
que se la cogieran bien, ella le daba la merca que quisera, le pintó
el gigoló. Se fueron a Ibiza y no supe más, me partió en dos esta
historia. Era puro impulso, al tiempo, Pablo me contó en un mail
que había vuelto a la casa y estaba medio destruido, por su com-
portamiento conmigo. Ya no vivía con ellos en la casa familiar…
¿Flaco dónde andarás? Mi viaje sigue, pero el tiempo
es corto. Yo sigo buscándolo, en comisarías, centros de recupe-
ración, en iglesias y hasta en el Borda me tiraron un dato, pero
nada. Estoy segura que se mandó una cagada. Fui hasta el barrio
donde paraba, mis amigas de la época, me hicieron entrar, ya na-
die me recuerda sino es imposible meterse. Busqué la casita del
susodicho Foca, y los 3 guardias, me pararon en el pasillo directo.
Les dije que era la ex novia del Flaco, que quería hablar con el
Jefe. El foca escuchó desde adentro y gritó, -Andate nena- Le gri-
té también, -decime que pasó con el Flaco y me voy-La foca, salió
siempre estaba sudando, con la cabeza grasienta, brillando al sol,
lo recordaba más delgado, era muy gordo, dijo secamente- man-
date a mudar nena, acá no tenés nada que hacer pendeja-. Dónde
está Foca decime, acordate de mí-, dije suplicando. Me miró y lo
último que me dijo « debe estar cantándole a Gardel ». Me dejó
hablando sola en el pasillo, los guardias, me empujaron y de paso
uno me tocó el culo –rajate piba-. Me fui llorando, masticando
mi bronca, odiando haberme ido a España. Dónde estás Flaco? la
puta madre, te estoy buscando !!! Una chica de unos 15 años me
siguió unas cuadras y dando vuelta a la esquina me paró, y me dio
una carilina, yo estaba moqueando. Me dijo que era Micaela, la
hermana de la novia del Foca. Cintia,vivía con ellos era muy adic-
ta a la pala, como el Flaco. El Foca no tomaba nada, sólo vendía,
lo mandaba cada vez más a chorear al Flaco, que siempre decía
que sí. Cintia que era muy viva, enroscaba al Flaco contra el Foca.
Empezaron a darle al Paco los dos, y ya el Flaco estaba bien lima-
do según la chiquita. Cintia logró que El flaco se pusiera contra su
jefe « por autoritario y tacaño », en realidad le controlaba mucho
a ella el consumo. La noche que los peruanos vinieron a hacer
las paces en el barrio, con el grupo del Foca, después de unos «
pases » El Flaco se le fue al humo al Foca. Tenía un tramontina
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como única arma, pero estaba tan puesto que perdió equilibrio,
el Foca ni se movió, era tan amorfo que su nombre le iba perfecto.
Sus centinelas vinieron al toque y sin armas, lo sacaron rápida-
mente al Flaco. Dice Micaela que se lo llevaron en un Renault 12
rojo y destartalado, para el lado del centro de Quilmes. Ella es-
cuchó el griterío y salíó. Parece que lo descuartizaron los 3 pibes,
y lo enterraron en la orilla del río de Quilmes, es lo que ella que
escuchó como rumor en el barrio. Me dio escalofrío saber esto.
Su hermana también desapareció al tiempo, pero no sabe si esta
viva o muerta, tal vez está en una red de trata, eso piensa Micae-
la, que se va a mudar de este barrio con su abuela. La familia del
Flaco no hizo la denuncia, porqué desconfían de la cana, y saben
también que lo conocían por malandra y tienen miedo de las re-
presalias del Foca, uno de los dealers más pesados de zona sur.
Al otro día de escuchar la historia de Micaela, fui a caminar al Río
de Quilmes, imaginando que podía encontrar una prueba de todo
esto. Caminé horas y horas sola. ¡Qué ilusa! Pobre Flaco si esta
historia es verdad, no puedo imaginarlo enterrado, sin cantar!
¿Mi tanguero muerto? Me imagino que el Flaco, está perdido en
Constitución yirando, me parece ver su silueta entre travestis y
putas buscando merca, «su Blanca». Me volví muy triste a Barce-
lona, busqué el CD que me había regalado hace dos años, en su
foto sonríe, y escuché su voz tan cercana como ayer, cuando me
regalaba sus canciones. Se me caen algunas lágrimas, sabiendo
que a este malevo no le gustaría verme llorar, prendo un pucho y
busco una birome y un papel. Empiezo a escribir este tango para
él:
« Donde estabas que no te encontré tanguero bohemio
rodeado de humo, la milonga te espera en Bera,
Pa’ patear un tango juntos, en las mismas calles que nos
vio crecer,
Te miro al espejo y me veo como relojeando mi pasado,
Nos cruzamos sin cruzarnos y atravesamos el mar,
Para después separarnos »

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HUELLAS EN EL AGUA

Natasha Rivas

I.

La llamaron Atenea, como la diosa de la guerra, la habilidad,


la estrategia y la sabiduría.
En ese momento no pensaron la influencia que el nombre
tendría en su vida.
Era detective privada desde los 25 años, había recibido una
incontable cantidad de disparos y provocado unos cuantos más.
Tenía su consulta, relativamente secreta, en uno de los ba-
rrios bajos de su ciudad.
Los años de experiencia y la frivolidad con que resolvía
cada uno de sus casos habían convertido a su nombre en una pa-
labra de peso. Era respetada y temida.
En un principio, por su condición de mujer, sus colegas en-
viaban a su consulta casos de infidelidades sin ninguna emoción,
entonces comenzó a visitar los bares, y con su característica ru-
deza hizo correr la voz de con quien trataban en la zona. En una
semana había acrecentado su fama.
A pesar de su estatus nunca cambió el espantoso lugar en
que recibía a sus clientes.
En parte porque creía que la incomodidad de estos los haría
verla con más seriedad, y a demás porque no apoyaba los gastos
innecesarios.
Todos los días abría su consulta durante la mañana, como
si se tratase de una abogada, y la cerraba a la tarde para iniciar
el trabajo.
Fue una de esas mañanas en que, agresiva porque no había
descansado lo suficiente, recibió a la señora Donel.
En cuanto cruzó la puerta pensó en decirle que no estaba
en sus planes corretear a su marido y la amante, pero algo la hizo

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callar.
La señora Donel era delicada y de voz dulce, pero sus ojos
reflejaban la intensidad de las mujeres de alma fuerte.
—Han asesinado a mi hija—comentó al tomar asiento.
Atenea alzó las cejas, invitándola a continuar.
—La policía está trabajando, pero no confío en ellos.
—¿Y quiere que descubra quién la asesinó?
—Y que luego me entregue las pruebas—soltó algunas lá-
grimas—. Para hacer justicia.
No era común que Atenea se sintiese conmovida, y tampoco
la agradaba interferir sentimientos con profesión.
—Le saldrá caro, y necesito toda la información que tenga
sobre...
—Elisa. El dinero no será un problema.
—Entonces tenemos un trato, y antes quiero dejarle en cla-
ro que todo el que trabaja conmigo debe cumplir su parte del
trato.
A menos que desee no poder nunca más hacer uno.

II.

Elisa tenía diecinueve años y para ser una persona sin inte-
reses tenía muchos amigos.
La habían asesinado un 12 de mayo a un horario cercano a
las 22:30.
Su cuerpo fue descubierto entre los arbustos cuando una
señora salió a pasear a su caniche al parque y llamó rápidamente
a la policía.
Había sido apuñalada, y luego de eso cubierta con cloro.
La señora Donel le contó que en el informe se decía que es-
taba embarazada, y junto a su marido lloro por el nieto no nacido,
y por la crueldad con que detuvieron los latidos en el pecho de
su hija.
Ese mismo día, Atenea comenzó a patear puertas.
La primera fue la de la habitación de la joven, cerrada con

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una llave de la que nadie conocía.
A pesar del barrio privado en que Elisa vivía, su cuarto per-
tenecía a las calles.
Drogas, cuchillos y fotos con diversos personajes de aspec-
to problemático decoraban el lugar.
En el umbral de la puerta había escrito “Hay que salir del
agujero interior”.
Tomó una de las fotografías. Era un muchacho de unos vein-
tiséis años, tras la barra de un bar.
El espejo detrás suyo, reflejaba parte del nombre del lugar.
Atenea lo reconoció enseguida.
Parte de su trabajo consistía en conocer esos antros, obser-
var las crueldades más profundas y finalmente olvidar a la espe-
ra del pago.
Se despidió de la señora Donel, y manejo hasta donde creía
encontrar las primeras respuestas.

III.

—¿Lo conoce?—Inquirió enseñando la foto.


El dueño del bar titubeo, para luego soltar:
—Es Ricky.
—¿Dónde está?
—¿Ha hecho algo malo?—Pregunto el hombre.
—Mira Abel— Comenzó Atenea—podemos hacerlo por las
buenas, o las malas. Sospecho que tiene una bonita mujer en casa
que desea que regrese esta noche.
Era extremista en situaciones innecesarias, porque había
descubierto que era en esas en las únicas que el extremismo fun-
cionaba.
—Le daré su dirección—Contestó Abel, y se maldijo inter-
namente por temer a esa mujer de porte y rostro seguro.
Minutos después la detective conducía a la casa del joven
Ricky. Llevaba una pistola Ar-24 en el bolsillo del tapado y una
browning en los pantalones. También tenía para emergencias su

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cuchillo Aitor Oso Blanco que la acompañaba hace años, y unas
esposas para tortura, las cuál prefería no usar, no por compasión
sino porque siempre acababa manchando su ropa.
Aún deliberaba las condiciones del cuarto de Elisa, y la úni-
ca explicación lógica por las zonas que las imágenes enseñaban,
era que la joven formaba parte de una pandilla.
Eso explicaba también su asesinato rápido, brutal y con un
mensaje: el cloro. Aunque no sabía qué significaba, pensaba que
este era esencial en la búsqueda del asesino.

IV.

La casa de Ricky era de chapa y madera, como muchas en el


barrio. La detective golpeó la puerta.
Un muchacho pálido y cubierto de tatuajes abrió rápida-
mente.
—¿Ricky? —Sí.
Atenea no espero más y lo empujó con rudeza devuelta al
interior.
Le ordenó tomar asiento y lo apuntó con la browning.
—Decime todo sobre el asesinato de Elisa Donel.
—No la conozco—contestó Ricky calmado.
—Su cuarto está cubierto de fotos tuyas—Exclamó Atenea,
y disparó. La bala impactó a centímetros de la cabeza de Ricky.
—Decime todo.
Entonces Ricky se dio vuelta hacia atrás con el sillón, y sacó
un arma.
—Era mi mejor amiga—gritó cuando Atenea, oculta tras la
arcada, se disponía a atacar—. Yo no la maté.
—¿Y por qué me apuntas?
—Creí que era policía, y no soy un buen hombre. No los ne-
cesito en mi casa. Pero entonces pensé en su pistola, no es la que
llevan los policías aquí. Es usted detective.
—Decime entonces lo que sabes—contestó Atenea, que no
pensaba salir de su escondite.

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—La noche que falleció estuvo con Ramiro, su novio. Tra-
baja en Kamel.
—¿Pertenecía a una pandilla?
—Su novio, sí. Ella solo recibía regalos y privilegios.
—¿Cómo drogas y cuchillos?
—Exactamente.
—Un gusto charlar contigo—caminó a la puerta aún arma-
da e intentó cerrarla pero esta cayó cuando lo hizo.
—No se preocupe detective, y buena suerte.

V.

Kamel era un prostíbulo reconocido por su clientela Bur-


guesa.
Era a ese antro, en lo que parecía el fin del mundo, donde
iban millonarios en busca de diversión. Lejos de sus esposas, la
prensa y amigos.
Atenea lo visitó al día siguiente de su charla con Ricky.
La dejaron pasar con la advertencia de que sí su esposo es-
taba allí, hiciese el escándalo afuera.
La detective camino al cuarto de limpieza, cruzándose de
tanto en tanto con prostitutas acompañadas por su “trabajo”.
Entró con delicadeza, para no asustar al resto de trabajado-
res, y preguntó a una señora por Ramiro.
La mujer la miro con desconfianza, pero contestó que el
muchacho se encontraba en el cuarto diez.
No tardó un minuto en llegar allí, abrió la puerta con brus-
quedad y entró.
Lejos de limpiar, Ramiro comía papas fritas sobre la cama.
—¿Necesita algo, señora?—Preguntó con amabilidad.
Era de tez oscura y cuerpo bien formado. Sus ojos eran pe-
netrantes y atentos.
La voz profunda y gruesa, como un conductor de radio que
Atenea oía los sábados.
—Felicidades, vas a ser padre... O ibas a serlo—Atenea

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arrastró una silla frente a la cama para sentarse.
—¿Qué quiere? ¿Pertenece a los perros?
—Soy mucho peor que una pandillera—Quitó su cuchillo
Aitor y fingió jugar con él—¿Así que no querías ser padre?
—¡Claro que si! ¿Quién le ha dicho eso?
—Quizás el cuerpo sin vida de tu novia.
El muchacho demoro unos instantes en comprender—¡Yo
no la maté!
—¿No? ¿Y por qué dijeron que fuiste su última compañía?
¿Sabes qué el cloro lo arrojaron sobre su vientre? ¡Por su-
puesto que lo sabes! Preferías ahogar al niño en químicos antes
que tenerlo.
—Usted se equivoca—dijo Ramiro llorando—. Yo me des-
pedí de ella a las siete y vine a trabajar.
—Compruébalo—La detective lo tomó del brazo y camina-
ron en busca del registro.
Evidentemente Ramiro no había sido, se podía ver solo con
lo afectado por la muerte que se encontraba.
—¿Haz ido al entierro?—Preguntó una vez se hubiesen
arreglado.
—No, la madre de Elisa no quería gente de “mi clase” allí.
—¿Pandilleros?
—No, gente de color.

VI.

Las piezas comenzaban a encajar, por eso el siguiente paso


de Atenea fue furtivo.
Escaló el árbol frontal de la casa Donel, y saltó al balcón.
Por el horario, sabía que solo podía cruzarse con la servidumbre.
Forcejeó la ventana para entrar. A pesar del entrenamiento,
su respiración era agitada.
El cuarto era amplio y ordenado, con dos armarios a cada
lado. Uno de ellos llevaba grabado “L.D”.
Atenea disparo a la cerradura y esta cedió.

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Entre montañas de prendas y perfumes se encontró con
una cruz de madera y una foto de Elisa con la frase “Te curaré de
impurezas para ser esclava del señor”.
La detective tomó asiento y espero. No oyó a la servidum-
bre pero sí un teléfono al ser marcado.
Media hora después la señora Donel subió las escaleras,
con la advertencia al cocinero de no llamar a la policía.
—La esperaba—dijo Atenea con cierto dramatismo.
—¿Encontró algo? Podía llamarme.
—Me contrató para que encontrase un culpable creíble que
enseñar a la policía. ¿Pensó que no sospecharía de usted? ¿Por
qué me llamó? ¿Por qué era su madre?
—No sé de qué me habla.
—¿Su religión aprueba su racismo? ¿Qué hay del cloro?
—Debía desinfectar la impureza del cuerpo de mi pobre
hija para que se elevase—gritó la señora Donel—. Usted no en-
tiende que hace una madre por amor.
—¿Es con uno de los tres cuchillos que le regalo Ramiro con
que la apuñalo?
—Necesitaba un arma de su raza para eliminar el feto.
—Su marido jamás sospecho nada.
Fue entonces cuando la sirena de una patrulla comenzó a
sonar, solo quedaba una pregunta.
—¿La miró a los ojos al asesinarla?
La señora Donel sonrió, a pesar de la policía y que el coci-
nero la defraudara, no había pruebas físicas en su contra, todas
eran cenizas y solo existían las suposiciones de una detective cer-
cana al retiro.
Atenea reconoció el significado de su sonrisa, y también
que sería el primer caso no resuelto en su vida. Tomó su cuchillo,
por Elisa, por su hijo, por Ramiro y por cada ser herido y discri-
minado sobre la tierra, y hundió la punta en el pecho de la señora
Donel.
Minutos después la policía cayó sobre ella.

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LOS AUTORES

Fernando José Veglia. Vivo en el conurbano bonaerense, en Isi-


dro Casanova, partido de La Matanza. Mi relación con las letras
nació en la pequeña, aunque cálida, biblioteca familiar, a través
de los libros infantiles, de las enciclopedias sobre la naturaleza,
y continuó afianzándose en el colegio, descubriendo grandes au-
tores, conociendo un poco de cada género. Comencé el derrotero
literario al revés: publiqué el libro de cuentos “Líneas” (Editorial
De los Cuatro Vientos, 2005). Participé en antologías de Edito-
rial Dunken, Ediciones Irreverentes y en una de Vagamundos en
colaboración con Ediciones del Viento. Colaboré y dirigí el blog
“Periódico Irreverentes”. Resulté ganador del concurso de relato
policíaco de Semana Negra Gijón 2015 y finalista del concurso
nacional de Cuentos Cortos 2013 de Editorial Autores de Argen-
tina y del Premio Córdoba Mata 2016 de Novela Negra, con la
novela inédita “Guach@s”. Y compilé la antología “Letras del Face
12” para Editorial Dunken en 2015.

Nilda Leonor Allegri. Psicóloga de la UBA, ,tengo 60 años, y tra-


bajé haciendo clínica psicoanalítica en una salita donde Lomas
se vuelve Quilmes o Lanús, hasta hace un par de años. Me acer-
que a la escritura ya de muy grande, a los 54 me armé (?) un blog.
Puedo definirme como “escritora de blogs” .Me llevo bien con las
redes sociales, especialmente con esa peste que se llama twitter.
Saqué amigos del blog y del twitter. Escribo poesía (también em-
pecé de vieja) y revisé mis cosas con Osvaldo Bossi, en un corto
y brillante lapso. Volveré.
Me autoedité un libro, que regalé a los lectores del blog. y fui
finalista en un par de concursos: el Metrovias del Bicentenario
(Relatos de inmigrantes) en cuento y en poesía en un movimien-
to latinoamericano “Grito de Mujer” y también en un pequeño
concurso de cuentos en Lomas “Veredas de Sueño”, en homenaje
a Cortázar. Una amiga (Tessa García) incluyó un par de textos de
mi autoría en un libro de verdad, en Uruguay, “Como conseguir

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un novio en el Supermercado”.

Enrique Antonio Rivas. Soy docente y estudiante avanzado de


la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Lomas de Za-
mora. Resido en la ciudad de Temperley. Me acerqué a la literatu-
ra porque me gusta escribir. Escribo hace bastante pero recién en
2011 publiqué mi primer libro de relatos llamado ‘Los nietos del
carnicero’, por Editorial Funesiana. En noviembre de 2016 está
previsto la publicación de mi primera novela (‘Aries odia la vio-
lencia’) por Editorial Subsur.

Kike Ferrari. Nací en la Ciudad de Buenos Aires, donde actual-


mente vivo con mi mujer y mis hijos, en 1972.
Mis trabajos publicados son las novelas Operación Bukowski, Lo
que no fue, Que de lejos parecen moscas, Punto ciego (acuatro
manos con Juan Mattio) y Es probable que no quede ninguno
(con el heterónimo de Hank McPherrar), los libros de cuentos
Entonces sólo la noche y Nadie es inocente y la selección de en-
sayos breves Postales rabiosas.

Sandra Gasparini. Se crió en Lanús pero vive en Ramos Mejía


hace veintisiete años. Se dedica a la investigación sobre literatura
argentina y es docente en la UBA y en la Universidad Nacional
de las Artes. Se acercó desde muy chica a la literatura a partir de
los relatos contados por su abuelo Antonio, de la biblioteca de
sus padres y la de la escuela primaria. Publicó los ensayos Espec-
tros de la ciencia. Fantasías científicas de la Argentina del siglo
XIX (2012) e Iniciado del alba: seis ensayos y un epílogo sobre
Luis Alberto Spinetta (2016), entre otros, y poesía en Rutas. Un
recorrido por los diversos senderos poéticos del país, antología
compilada por Gito Minore (2015).

Victoria Mora. Soy de Del Viso, ciudad del conurbano norte. Soy
psicoanalista, docente y narradora. Me acerqué a la literatura
desde que descubrí la magia de las palabras. Insistí de muy pe-

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queña para que me enseñarán a leer porque veía a mis viejos y yo
también quería poder descifrar las letras. Hace unos años decidí
formarme en el oficio asistiendo a talleres y leyendo y escribien-
do más que nunca.
En 2014 publiqué un libro de cuentos Un mundo oscuro por
Llantodemudo Ediciones. Se publicaron cuentos míos en dis-
tintas antologías, entre ellas en el libro por el II Certamen de
Cuentos Cortos del 1°de Mayo (Córdoba 2012), en la Antología II
Concurso Relato Breve Osvaldo Soriano UNLP (2014) y en Lista
Negra, Tomo 11 Colección Pelos de punta (2016).

Nicolás Eloy Garibaldi Noya. Nací en Quilmes en el 87, soy hin-


cha de los mates, fui fotocopista, revisador médico y eterno pre-
carizado estatal. Mi primer acercamiento a la literatura fue en
la secundaria, tenía un profesor de lengua que era un campeón,
Cesar Colombani, que me transmitió el amor por la lectura y la
escritura, tenía un cuadernillo lleno de consignas creativas, me
acuerdo que nos hizo escribir el testamento de un linyera. Tam-
bién escribía, tenía un librito que se había autoeditado, guardaba
los ejemplares en el baúl de un Fiat Uno blanco y nos lo regalaba
a todos nosotros, sus pollos. Después edité algunos relatos en re-
vistas (Vulva, 27), y en una antología digital (Editorial Outsider),
que van abrochados al mail.

Fernando Aguirre. Tengo 36 años y soy músico. Nací en el ba-


rrio de Florida en una casa llena de libros, y desde muy chico me
interesé por la lectura. De Stephen king a Borges y de Bukowski
a Fontanarrosa. Toda mi vida estuve rodeado de discos y libros,
y aunque mi vínculo profesional fue siempre con la música, me
gusta escribir desde chico y siempre estoy buscando conectarme
con eso. Estoy atrás de una novela hace años.

Natasha Rivas. soy de Florencio Varela. No tengo un momento


especial de acercamiento a la literatura, ya que la disfrutó des-
de que tengo conciencia. Crecí oyendo los cuentos que relataban

70
mis padres, y modificándolos oralmente para sentirme parte de
ese mundo de fantasía. El año pasado se publicó un cuento mío
en la revista anuario del diario Mi Ciudad.

Luz Diaz. Soy periodista independiente recibida en la UNLP. Soy


del partido de Berazategui, mi ciudad es G.E.Hudson. Mis pri-
meros contactos con la literatura fueron en la escuela Nuestra
Señora de Ranelagh, donde los profesores de lengua nos daban
las herramientas necesarias para despertar nuestro interés. Me
interesa explorar todo tipo de autores (conocidos e independien-
tes) y estilos. Por el momento no tengo publicaciones.

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INDICE

Prólogo ….…………………………………………….………………………………3

Perejil
Fernando José Veglia …………………………...………………………………...5

Eva
Nilda Leonor Allegri …………………………………………………………….13

Según el dato
Enrique Antonio Rivas …..……………………………………………………..20

Un día hermoso
Kike Ferrari ……...………………………………………………………………...25

Cuerdas
Sandra Gasparini ….……………………………………………………………..30

Basural
Victoria Mora ...……………………………………………………………………37

Celso Petrosian y la Patria Grande


Nicolás Eloy Garibaldi Noya ……...………………………………………….40

El retiro
Fernando Aguirre ………………………………………………………………..48

Un malevo del Siglo XXI


Luz Díaz …...…………………………………………….…………………………..56

Huellas en el agua
Natasha Rivas …………………………………………………………….……….61

Los autores .....…………………………………..………………………………..68

72

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