Alejandra Finocchi
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El lenguaje y sus usos
Adjetivos
Son las palabras que indican cualidades, rasgos y propiedades de los sustantivos.
¿Recuerdan la clasificación?
¿Cuál es el aspecto morfológico de los adjetivos?
También hay otras formas de utilizar adverbios mediante una construcción similar y
utilizando una serie de preguntas para facilitar el reconocimiento, pero también la escritura.
Al igual que los adverbios, estas construcciones modifican a los verbos, a los adjetivos y a
otros adverbios.
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Conjunciones y oraciones coordinadas
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- Conjunciones explicativas: Tienen por función aclarar o explicar el sentido de la
proposición que se acaba de expresar; son algunas de ellas “es decir”, “o sea” y
“esto es”.
- Conjunciones consecutivas: Dan a entender la existencia de un vínculo causa-
consecuencia. Estas utilizan los nexos “luego”, “conque”, “así que”, “de suerte que”,
“de modo que”, “de manera que”.
Conectores
Los conectores son palabras de enlace que sirven para unir ideas (frases, oraciones y
párrafos). Ejemplo:
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- Si vienes tarde, no podré atenderte.
Ejercitación:
1- Identificá de esta lista de palabras a los adjetivos, los adverbios y los conectores.
Rojo Mañana Bien
También Ahora Grande
Corto Perfecto Mal
Sucio Triste Perfumado
Suavemente Y Así mismo
Transparente Pero Inclusive
Sin embargo Aquí Robusto
Porque Adentro Jamás
Más adelante Menos Tampoco
Tramposo Relativamente Lleno
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Lejos Lentamente Preciosa
2- Completá y agrandá el siguiente texto con los Conectores, los Adverbios, y los
Adjetivos del pasado ejercicio y otros que sumes. Podés sumar frases nuevas, ideas
nuevas que ayuden a darle forma y vida al texto. Lo que está entre paréntesis es
ayuda para aumentar el texto.
“El señor abre las manos. Se toma la cabeza. Grita. Llora. Se cansa. Se para y
comienza a caminar. Llega hasta el final de la escollera. Mira el agua del mar. Piensa (¿en
qué piensa?). Se balancea. Se queda quieto. Mira al cielo. Escucha algo (¿Qué escucha?).
Llora nuevamente (Pero no llora igual que la vez pasada). Da media vuelta y vuelve
caminando. Sonríe. Se aleja.”
*Debajo te damos una ayuda con algunos posibles ejemplos que se pueden
utilizar.
I
“Ella llegó. Abrió la puerta y entró. Vio esa sombra escurrirse justo detrás del
mueble. Volvió a mirar para cerciorarse de lo que sus ojos le mostraban. Avanzó tres
pasos. Permaneció inmóvil. No supo si seguir o volver.”
II
“Francisco no sabía cómo resolver ese misterio. Cómo podía ser oír esa voz, si
le habían dicho que en la oficina no había nadie. Tenía que entrar, retirar el
expediente y salir. No fue tan sencillo sin embargo ya que esa voz lo paralizó.
Parecía venir de distintos lugares. Su sensación fue extraña pero reaccionó y subió la
escalera. Las palabras continuaron. ¿Quién andaba? ¿Sería una broma?”
*lentamente – con mucho cuidado – allí – en ese misterioso sitio – con cautela
– cautelosamente – repentinamente – de pronto – mientras tanto – luego – diez minutos
después – con intriga - ...etc.
4- En las siguientes oraciones, identificar el verbo conjugado (NV) y subrayar los Complementos
Circunstanciales indicando su clase.
a) La libreta roja está sobre la mesa.
b) Los alumnos realizan los ejercicios en casa.
c) Ayer vino mi hermano.
d) Andrés estudia en su habitación.
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e) En agosto visitaré la Sagrada Familia.
f) Se anuló el partido por la lluvia.
g) No ganó pese a su esfuerzo.
h) Marcos corta el pan con el cuchillo.
i) La casa del guarda está en lo alto de la montaña.
j) Las modistas compraron varios metros de tela blanca.
k) Los barcos de pesca salen temprano del puerto.
5- Completar los espacios en blanco con los circunstanciales que se indican entre paréntesis.
Para ello, utilizar las siguientes frases: atenta y rigurosamente - por la superficie de este
planeta - a fines del siglo XIX
“Mi hermano menor estaba en Londres cuando empezó la invasión. Era estudiante de
Medicina y se estaba preparando para un examen. Por ese motivo, no se enteró de lo ocurrido
hasta el sábado por la mañana. Los diarios de ese día publicaban extensos artículos sobre invasión.
En un artículo decía que los marcianos habían matado a varias personas con un arma muy
poderosa. Ese día, no se supo nada más sobre el combate.” Fragmento adaptado de La guerra de
los mundos de H.G. Wells.
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j) Los pulmones toman aire enriquecido en oxígeno y liberan aire enriquecido en
dióxido de carbono.
k) Mis padres veranearon en la playa, pero dijeron que será esta la última vez
que lo harían.
l) No sé bailar ni creo poder aprender a hacerlo alguna vez.
m) Como abogado se ha especializado en derecho comercial, no obstante, le
interesa mucho más el derecho internacional.
n) No es la primera vez que se queja de su magro sueldo e intuyo que tampoco
será la última.
o) El día estaba muy nublado pero igual lo pasamos muy bien.
p) La profesora no vino, así que nos retiramos una hora antes.
q) Tu trabajo es muy bueno, aunque aconsejo que lo hagas ver por un superior
antes de entregarlo.
r) Me gusta todas las comidas, excepto la chatarra.
s) No quiero quedarme sin trabajo ni sin dinero.
t) Las computadoras se usan para resolver problemas y para entretenerse.
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Verbos
Reconocimiento de verbos conjugados y verboides
Los verbos conjugados son aquellos que tienen un sujeto que realiza
la acción que indican, es decir, que cuando les preguntamos “¿Quién/es?”
nos responden:
Persona y número Singular Plural
1° Yo Nosotros
2° Tú/ Vos Vosotros/Ustedes
3° Él/ Ella Ellos/Ellas
Además de persona y número, los verbos conjugados tienen tiempo y
modo (ver cuadro de paradigma verbal).
Ejercitación:
1- En la carpeta, hacer un cuadro separando los verbos conjuados de los verboides que
aparecen en el siguiente texto:
El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde
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Dieron
Entró
Habitaban
Vamos
Empezaste
Perderán
Pasé
Viajaban
Tendrás
3- Completar el siguiente cuadro:
Infinitivo Participio Gerundio
Tomando
Saber
Ridiculizar
Mirar
Llegando
Ver
Ser
Ilustrado
Recordar
Registrar
Introducido
Desarrollado
Promover
RUSOS AL TITANIC
Una Expedición intentará revelar los secretos del hundimiento del navío
Los rusos no están contentos con adelantarse a los EE.UU. en el turismo
espacial y pretenden sacar a la luz todos los secretos del hundimiento del
Titanic.
Enviarán un buque rumbo al Atlántico Norte, cerca de Newfounland, Canadá,
donde su hundió el Titanic.
Los batiscafos “Mir” que fueron pioneros en la investigación científica, se
dirigen a la mencionada zona y serán utilizados también en esta ocasión con
fines científicos.
5- Uso del participio: sustituir el infinito entre paréntesis de cada uno de los ejemplos, por
el participio.
a) Su explicación fue (confundir)………………………
b) Nos habíamos (confundir)……………………….
c) No he (incluir)……………… ese gasto
d) Todo es personal en él, (incluir)………………. sus defectos
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e) Su rostro es moreno y (enjugar)……………..
f) Se había (enjugar)………………. Los ojos
g) Me he (eximir)……………..de examen
h) Salió (eximir)……………… de culpa
i) Siempre lo hemos (presumir)……………..
j) Este es el (presumir)…………….ladrón
k) Yo lo habría (sujetar)………………. por los brazos
l) Tenía el caballo (sujetar)……………..por las riendas
m) Se ha (teñir)…………….el cabello
n) Tomaremos vino (teñir)……………….
ñ) La noticia fue (difundir)…………….. por todos lados
o) El paño había sido (extender)………….. sobre la mesa.
p) Pronunció un (extender)…………. discurso
q) Habrá (torcer)……………….a la derecha
r) Era un hombre (torcer)…………
s) Se hubiera (convertir)……………… al Cristianismo
t) Han (invertir)…………………. Las cantidades
v) Hemos (nacer)…………. en España
w) Su voz se ha (extinguir)…………… esa noche
x) Ella se ha (dirigir)……………. A su casa con cautela
y) Me regaló una medalla (bendecir)………………
z) Llegó el presidente (elegir)…………….
Dédalo huyó a Creta con su hijo Ícaro. El Rey Minos lo recibió ……………….. (encantar). El
inventor trabajó……………….. (complacer). Construyó estatuas…………......... (colmar) de vida,
templos …………………… (cubrir) de secretos, barcos ………………... (concebir) para ganar todas las
batallas. También creó un laberinto, ……………………….. (complicar) edificio donde vivía el Minotauro,
monstruo cabeza de hombre y cuerpo de toro, …………………. (atrapar) por el Rey Minos.
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Modos y tiempos verbales
Modos verbales
Los modos verbales son las diversas formas en que la acción del verbo puede
expresarse. El modo del verbo manifiesta la actitud del hablante ante lo que
dice. Es la categoría gramatical que clasifica la acción, el proceso o el estado de
un verbo, desde la perspectiva del emisor, según este la conciba como real,
subjetiva o apelativa.
Tiempos verbales
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Ejercitación:
1- Conjugar los verbos entre paréntesis de la forma adecuada. Después, reescribir cada oración
cambiando el sujeto y el verbo a la forma plural correspondiente.
Ejemplo: Ella siempre
Ella siempre trabaja mucho. Ellas siempre trabajan mucho.
__________ (trabajar) mucho.
1. Yo __________ (tener) un
_________________________ _________________________
amigo muy puntual.
2. Yo sé que tú no ___________
_________________________ _________________________
(ser) perezoso.
3. Él nunca __________
_________________________ _________________________
(mentir).
4. Tú ____________ (venir) a mi
_________________________ _________________________
presentación mañana.
5. ¿______________ (recordar)
_________________________ _________________________
tú, la dirección del banco?
“Hacer cien años, Herbert Goerge Wells publicar en Londres “El hombre
invisible”. Ser su tercera novela de ciencia ficción luego de “La máquina del
Tiempo” y “La isla del Dr Moreau” que lo hacer famoso antes de cumplir los
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treinta años de edad. En 1898, publicar “Las guerras de los mundos” completando
un grupo de obras claves.
4- Completar los espacios en blanco con las opciones que se muestran debajo de las oraciones.
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B. arruinaba
C. arruine
D. arruinó
Vamos
Sabés
Resucita
Queman
Había entregado
Ha pasado
Viajará
Había tenido
Valieron
Perdona
Dieron
Habrá vuelto
Permitiréis
6- En la carpeta, completar las frases empleando el tiempo que se indica en cada una: a) El
maquinista (conducir: pretérito perf. simple) el tren.
b) Cuando (cerrar: pres. subj.) el balcón, hazlo suavemente.
c) Es preciso que cada día (ofrecer: pres. subj.) una buena acción.
d) No (perder: pres. subj.) ningún objeto.
e) Los sitiados se (rendir: pret. perf. simple) tras la batalla.
f) (Salir: cond. simple) contigo, si vinieras a casa.
g) Es preciso que (dormir: pres. subj.) más.
h) Que (salir: pres. subj.) todos inmediatamente.
i) Si (sentir: pret. imp. subj.) más agradecimiento, sería mejor.
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j) Es preciso que los libros (caber: pres. subj.) en el estante.
k) Me dijo: (poner: pres. imperat.) más cuidado.
l) Si (saber: pret. imp. subj.) el resultado, estaría tranquila.
m) Si no (tener: pret. imp. subj.) miedo, saltaría.
n) ¿No (caber: cond. simple) nadie más?
o) Los libros no (caber: pret. perf. simple) en la cartera.
p) (Poner: pret. perf. simple) todo mi empeño en hacerlo.
q) Sin duda, ellos (tener: pret. perf. simple) culpa.
r) Siguiendo así, nunca (saber: futuro imp. ind.) nada.
s) (Decir: pret. perf. simple) que Pedro lo había leído.
t) No (hacer: pres. subj.) el mal.
u) En cuanto llegó, nos (ir: pret. perf. simple) al campo.
v) Que (decir: pres. subj.) a qué hora llegó.
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- Hoy salgo a la calle.
11- Rellenar los espacios con la forma correspondiente del verbo escribir:
- Si tuviese papel ______________ una carta
- Si _______________ pronto la carta, tendremos tiempo.
- No ________________ esta carta, me dijo mi padre.
- Cuando __________________ usted a su amigo, salúdelo.
- Dije que ___________________ usted una carta.
12- Rellenar los espacios con la forma correspondiente del verbo hablar:
- Cuando ______________ de esto la semana pasada no lo entendí.
- Quisiera _______________ contigo.
- Yo no _________________ si no fuera por ti.
- Ahora _______________ tú, yo no quiero.
- Si me _______________ claramente, sería más fácil.
- Cuando le ________________ ni me prestó atención.
13- Rellenar los espacios con la forma correspondiente del verbo correr:
- No ___________________ que te caerás.
- No ___________________ por ese camino, niños.
- Si ___________________ más deprisa, ganaría la carrera.
- Mientras tú __________________ yo te cronometraba.
- _________________ nosotros ahora.
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17. Preferiría que no comentases / comentes lo que te he dicho con nadie.
18. Me extrañó que no me llamara / llame.
17- Completar :
1. Ojalá me (invitar, ellos) hubieran invitado a la fiesta del domingo pasado.
2. Mientras (llover) _____________, no podrás salir.
3. Quisiera un café que (estar) _____________ bien fuerte.
4. No conozco a nadie que (saber) _____________ hablar ruso tan bien como Jorge.
5. Como no (terminar, tú) _____________ de comer inmediatamente todo lo que te he
puesto en el plato, el domingo no te dejo salir con tus amigos.
6. Intentaré mejorar, siempre que tú me (ayudar) _____________.
7. Me parece mal que le (pedir, tú) _____________ el otro día el coche a Julio y no a mí.
8. ¿Os apetece que (salir, nosotros) _____________ esta noche con los amigos de Marisa?
9. No está tan claro que (ser, ella) _____________ la autora de esos artículos.
10. Es indudable que en aquel momento (actuar, tú) _____________ sin pensar en las
consecuencias de lo que hacías.
11. Consigue que te (ver) _____________ ese médico, y resolverás todos tus problemas,
es un genio.
12. No creas que ya no te (querer, yo) _____________.
13.Tan pronto como (saber, él) _____________ el resultado de su examen, se levantó y se
marchó.
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14. No es que (ser, él) _____________ mala persona, es que, en realidad, tu primo (ser)
_____________ un pobre idiota.
15. Esa chica (ser) _____________, tal vez, la mejor amiga que (yo, tener)
_____________ nunca.
16. No entiendo cómo, en la reunión de anteayer, (atreverse, ellos) _____________ a
decirle eso al jefe.
17. No contesta a mis llamadas, luego, no me (querer) _____________ ver.
18. Si mañana (salir, tú) _____________ pronto del trabajo, llámame.
“La sobresaltó el sonido del teléfono. Sin apresurarse, retiró el tampón con disolvente del
ángulo del cuadro en que trabajaba (...) y se puso las pinzas entre los dientes. Después,
miró con desconfianza el teléfono, a sus pies sobre la alfombra, mientras (1) se
preguntaba si al descolgarlo (2) _____________ a tener, otra vez, que escuchar uno de
aquellos largos silencios que tan habituales (3) _____________ desde hacía un par de
semanas. Al principio se limitaba a pegarse el auricular a la oreja sin decir palabra,
esperando con impaciencia cualquier sonido, aunque (4) _____________ de una simple
respiración, que (5) _____________ vida, presencia humana, por inquietante que (6)
_____________. Pero encontraba sólo un vacío absoluto, sin tan siquiera el cuestionable
consuelo de escuchar un chasquido al cortarse la línea. Siempre era el misterioso
comunicante —o la misteriosa comunicante— quien (7) _____________ más; hasta que
Julia (8) _____________, por mucho que (9) _____________ en hacerlo. Quienquiera que
(10) _____________, se quedaba allí, al acecho, sin demostrar prisa ni inquietud ante la
posibilidad de que, alertada por Julia, la policía (11) _____________ intervenido el teléfono
para localizar la llamada. Lo peor era que quien (12) _____________ no podía estar al
corriente de su propia impunidad. Julia no se lo había dicho a nadie; ni siquiera a César, o a
Muñoz. Sin saber muy bien por qué, consideraba aquellas llamadas nocturnas como algo
vergonzoso, atribuyéndoles un sentido humillante al (13) _____________ invadida en la
intimidad de su casa, en la noche y el silencio que tanto había amado antes de que (14)
_____________ la pesadilla.” Arturo Pérez Reverte, La tabla de Flandes.
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19- Completar el siguiente texto.
Tía en dificultades
¿Por qué tenemos una tía tan temerosa de caerse de espaldas? Hace años que la familia
(luchar) (1) lucha para curarla de su obsesión, pero ha llegado la hora de confesar nuestro fracaso.
Por más que (hacer, nosotros) (2) _____________ tiene miedo de caerse de espaldas y su inocente
manía afecta a todos, empezando por mi padre, que fraternalmente la (acompañar) (3)
_____________ a cualquier parte, y va mirando el piso para que tía (poder) (4) _____________
caminar sin preocupaciones, mientras mi madre (esmerarse) (5) _____________ en barrer el patio
varias veces al día, mis hermanas recogen las pelotas de tenis con las que (divertirse) (6)
_____________ inocentemente en la terraza, y mis primos (borrar) (7) _____________ toda huella
imputable a los perros, gatos, tortugas y gallinas que (proliferar) (8) _____________ en casa. Pero
no sirve de nada, tía sólo se resuelve a cruzar las habitaciones después de un largo titubeo,
interminables observaciones oculares y palabras destempladas a todo chico que (andar) (9)
_____________ por ahí en ese momento. Después se pone en marcha, apoyando primero un pie y
moviéndolo como un boxeador en el cajón de resina, después el otro, trasladando el cuerpo en un
desplazamiento que en nuestra infancia (parecer) (10) _____________ majestuoso, y tardando
varios minutos para ir de una puerta a otra. Es algo horrible.
Varias veces la familia ha procurado que mi tía (explicar) (11) _____________ con alguna
coherencia su temor a caerse de espaldas. En una ocasión fue recibida con un silencio que se
hubiera podido cortar con guadaña; pero una noche, después de su vasito de hesperidina, tía
condescendió a insinuar que si (caerse) (12) _____________ de espaldas no podría levantarse. A la
elemental observación de que treinta y dos miembros de la familia estaban dispuestos a acudir en
su auxilio, (responder) (13) _____________ con una mirada lánguida y dos palabras: "¡Lo mismo!".
Días después mi hermano el mayor llamó por la noche a la cocina y mostró una cucaracha caída de
espaldas debajo de la pileta; sin decirnos nada asistimos a su vana y larga lucha por enderezarse,
mientras otras cucarachas, venciendo la intimidación de la luz, (circular) (14) _____________ por el
piso y (pasar) (15) _____________ rozando a la que yacía en posición decúbito dorsal. Nos fuimos
a la cama con una marcada melancolía, y por una razón u otra, nadie volvió a interrogar a tía, nos
limitamos a aliviar en lo posible su miedo; acompañarla a todas partes, darle el brazo y comprarle
cantidad de zapatos con suelas antideslizantes y otros dispositivos estabilizadores. La vida siguió así
y no era peor que otras vidas.” Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas.
Correlación verbal
- Los tiempos verbales para narrar en pasado
Al escribir narraciones, tanto de hechos ficticios como reales, es necesario expresar
con claridad el orden en que se produjeron los hechos narrados. Es decir, qué sucedió
antes y qué sucedió después. Una de las herramientas fundamentales para lograrlo es
conocer los significados de los tiempos verbales y usarlos correctamente, dado que de ellos
depende en gran medida la coherencia temporal de nuestro relato.
Los tres tiempos imprescindibles para narrar en pasado son: el pretérito perfecto simple,
el pretérito imperfecto y el pretérito pluscuamperfecto del modo indicativo.
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Las dos acciones transcurrieron en el pasado. Sin embargo existe entre ellas una
diferencia. Mientras que en la primera (estaba) percibimos una duración, la segunda (pasó)
aparece como un hecho puntual, terminado. El verbo estar, en este caso, está en pretérito
imperfecto, tiempo que sirve para expresar acciones pasadas en desarrollo. El verbo pasar,
en cambio, está en pretérito perfecto simple, tiempo que expresa las acciones pasadas
como concluidas.
El año pasado, desayunaba todos los días a las 8 y tomaba el tren de las 8.30,
que llegaba a Retiro a las 9. Pero el 3 de mayo tuvo un desperfecto y me retrasé.
Ejercitación:
1- Completen los siguientes textos conjugando los verbos en pretérito imperfecto o
pretérito perfecto simple, según corresponda.
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aviones alemanes mientras aún ……………………. (estar) lejos de la isla y los cazas ingleses
……………………..(despegar) para enfrentarlos.
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doy cuenta de que dejaba la plancha enchufada. No terminé de contestar la
encuesta de mis programas televisivos predilectos cuando una nube de humo
comienza a invadir la baticueva”.
Ejercitación:
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- El modelo ese de auto que tanto me gustaba no lo fabrican desde febrero.
- A examen que le entregó le faltaban un montón respuestas.
- El avión en el que viajé a Tucumán era un Boeing 727.
- Mi suegra, que nunca se calla nada, esa vez no abrió la boca.
- Siempre hay algún vivo que hace leña del árbol caído.
- El carpintero que te recomendé se mudó a Mar del Plata.
- Me gusta la gente que es optimista y emprendedora.
- La manera como vistes habla mucho de ti.
- La persona de quien te hablé ya no trabaja más allí.
- Mi sobrina, que ya se está por recibir de arquitecta, entró a trabajar en ese
estudio ni bien egresó de la escuela secundaria.
2- ¿Es posible sustituir todas las proposiciones subordinadas del punto anterior por
adjetivos? ¡Vamos a intentarlo!
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Ortografía
1- Acentuar las palabras a las que les falta tilde. Identificar las palabras como graves,
agudas, esdrújulas o sobresdrújulas:
2. Durante las vacaciones, tenemos planeado realizar un tour por los sitios mas
emblematicos de Paris.
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8. Todos los dias Marcelo acude a sus clases de musica en el conservatorio de la ciudad.
12. El oceano Pacifico es el oceano de mayor extension que existe sobre la tierra.
3- Leer a continuación un texto instructivo bastante particular al que le faltan los signos
de puntuación. Colocarlos donde creas conveniente.
4- Corregir el texto:
“El ganador”, de Enrique Anderson Imbert
“vandidos hazaltan la ciudad de mexcatle i ll duenios del votin de gerra emprenden la
retirada el plan es refujiarse al hotro lado de la frontera pero mientra tanto pasan la noche
en una caza en ruhinas habandonada en el camíno a la lus de las belas guegan a los naipes
cada uno apuesta la préndas ke a saqueado partida traz partida el hasar faborese al Bizco
kien ba apilando las ganansia devago de las mesa: monedas, reloges, alajas, candielabros…
Temprano por la maniana el Bizco mete lo ganado en una volza, la carja sobre los hombros
y agobiado bajo ese peso sigue a sus compañeros, que marchan cantando asia la frontera
la hatraviezan, llegan sano y salbos a la encrusigada donde an resuelto separarce y alli
matan al Bizco lo abian dejado ganar para ke les transportase el pezado votin.”
5- Corregir el texto:
Orfeo y las sirenas, de Apolodoro de Atenas
cuando los argonautas pasaron en su nabe por el citio fatal, la cirenas cantaron pa atraer
les; pero orfeo canto con mas dulzúra y las eclipso con los hacentos de su lira. Y, como
segun tenia dispuesto el deztino, las vida de las sirénas debia cesar en el momento que
algien escuchará sus cantos sin sentir el echizo que estos producian se presipitaron al már y
quedarón convertidas en rrocas.
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6- Corregir el texto:
Equivocación, de Karel Capek
nos henbarcamos en el mediterraneo. es tan veyamente asul q uno no save cuál es el sielo
y cuál el mar, por lo ke en todas pártes de la costas y de los barcos ahy letreros que
hindican en dónde es ariva y en dónde habajo; de otro modo uno puede confundirce. para
no ir más lejos, el otro dia, nos conto el capitan que un varco se equívoco, y en lugar de
segir por el mar puzo rumbo al sielo; y cómo el sielo es hinfinito no a regresado aún, y
nadies sabe en dónde esta
7- Corregir el texto:
Tranvía, de Andrea Bocconi
por fin. la desconosida subia ciempre en aqella parada. “amplía sonriza, kaderas hanchas…
una madre ecelente para mi ijos, pensó. La saludo; ella respondio y retomo su lectura:
kulta, modérna.
el se puso de mal umor: hera muy concervador. ¿Por que rrespondía ha su saludo? Ni
ciquiera lo conocía.
Dudo. Ellá vajó.
Se cintió diborciado: “Y los ninios, con quien van ha quedarce?”
8- Corregir el texto:
De Jaques, de Eliseo Diego
Lluebe en finicimas flechas sobre el mar agonisante de plomo, cullo henorme pecho apenas
alienta la proa pesada lo corta con dificultad. En el estremo cilencioso se le hescucha
rasgarlo. Jacques, el corsario, esta a la proa. Un parche mugriento cuvre el hojo ueco.
Imovil como una figura de proa suenia la adivinansa tragica de la lluvía. Oscuros galeones
navegando rios ocres. Joyas cabadas espezamente de lianas Jacques qiere darce buelta
para jritar una horden, pero siente de pronto que la cuvierta se estremese, que la quilla
cruge, que el barco encalla. Un mostruo, no, una mano jigantesca halcanza el barco
choreando. Jacques, inmóvil, obserba los negros bellos gruesos como cavles. “¿Este?”. “Si
ese” –dice el niño, y enbuelven al barco y a Jacques en un papel que la fina llobizna de
hafuera cuvre de denzas manchas umedas. El agua chorea en la bidriera, y adentro de la
tienda la penunbra sierra el espacio vacio con su elado silensio.
9- Corregir el texto:
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blanca comia ubas. Y sobre aquel fondo de hoyin y de carbon, sus ombros delicados y
terzos que hestaban desnudos acian resaltar su vello color de lis, con un casi himperceptivle
tono dorádo.
10- Corregir el texto:
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Ejercicios para la escritura y la imaginación
*Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, “Final para un cuento
fantástico” en Antología del cuento fantástico, Buenos Aires, Editorial Sudamericana,
1965.
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Cuando hayas terminado la lista, elige el personaje y el motivo que más te gusten.
Con estos elementos, creá un texto que, si querés, puedes comenzar con la frase “Se
preguntó qué hacía aquella llave debajo de la mesa”, pero no es obligatorio.
Lo que sí debe tener el texto es un inicio (presentación breve de la situación), un
nudo o medio (desarrollo de la situación o de la acción) y un desenlace (en el que se
soluciona la situación).
4-
La imagen es sugerente.
5- El narrador omnisciente:
Mirate desde afuera. Escribí un texto que relate tu situación presente
pero con la voz de un narrador omnisciente. Para que entiendan mejor: “Tecleó y las
comillas aparecieron en la pantalla. Tenía hambre, pero debía esperar a que llegaran
las visitas. Para colmo, los perros ladraban constantemente, lo que hacía más difícil
que pudiera concentrarse en su tarea”.
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A veces nos despertamos y no recordamos qué soñamos, sin embargo,
otras veces… Siempre desde la perspectiva del narrador omnisciente, narrá un sueño
que hayas tenido y sea un recuerdo patente en tus pensamientos. Recordá las
sensaciones, describí las imágenes y tus impresiones. ¿Qué sentiste cuando
despertaste?
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Literatura y antología
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Los géneros literarios
El texto narrativo
Elementos de la narración: ¿En qué tenemos que fijar nuestra atención al leer un texto
del Género Narrativo?
1- El argumento: ¿De qué trata el cuento? ¿Cuál es el tema que se desarrolla? ¿Dónde está
el conflicto?
2- Los personajes de una historia, pueden ser humanos, animales, elementos de la
naturaleza u objetos. Hay que diferenciar entre el protagonista y los personajes
secundarios.
3- El tiempo y el lugar en el que transcurren los hechos: a veces están escritos de manera
clara en el cuento, otras no se especifican, pero podemos situar el relato por los
elementos contextuales.
4- El narrador: Una misma historia puede contarse desde distintas perspectivas. Quien
cuenta o narra un relato se llama “narrador”. El narrador no debe confundirse con el
autor.
- Narrador en tercera persona:
Testigo: narra lo que capta a través de los sentidos, muestra lo que ve, como una
película.
Omnisciente: además de narrar lo que ve, conoce los sentimientos y pensamientos de
los personajes, como también lo que aconteció antes y después de la historia.
- Narrador en primera persona:
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Personaje o protagonista: cuenta la historia dentro de la misma; de algún modo
forma parte de lo que sucede.
- Narrador en segunda persona: relata la historia a sí mismo, desdobla su personalidad.
El cuento
Seguramente hayas leído muchos cuentos a lo largo de tu vida, de eso no cabe duda, pero
¿podés definir qué es un cuento? Aquí va una definición:
El cuento es una narración breve de carácter ficcional protagonizada por un grupo
reducido de personajes y con un argumento sencillo.
Por lo general existen dos tipos de cuentos, el tradicional y el literario. El primero de estos
suele asociarse con las narraciones tradicionales que van de generación en generación de forma
oral. Pueden existir distintas versiones del cuento popular pero todos mantienen una estructura
similar. Mientras el cuento literario es un poco más moderno, se transmite de manera escrita y
tienen autor conocido.
La novela
El término novela viene del italiano novella, que significa noticia, relato novelesco. Este
género comenzó en la Edad Antigua aunque se desarrolló en la Edad Media.
Características:
1. Crea su propio mundo narrativo: la realidad de las novelas es imaginada, aunque a
veces resulte creíble porque aparenta una existencia real.
2. Toda novela es ficción: el novelista crea historias basándose en su inventiva, en la pura
fantasía. Y lo hace transformando la realidad de manera individual, social y/o cultural.
3. Se opone a la historia: los sucesos narrados en la novela no son reales, incluso en la
novela histórica, basada en hechos reales, hay ficción.
4. Tiene una fuerte carga connotativa: las connotaciones, los detalles, tienen mucha
importancia en el género novelesco. Las palabras tienen tanto significado en sí mismas como en
relación a la interpretación que los lectores puedan hacer de ellas.
5. Describe varias historias simultáneas: la novela construye mundos en el que las
cosas no suceden de forma aislada, sino que hay historias que transcurren de forma paralela y/o se
interrelacionan.
6. Tiene múltiples personajes: a diferencia del cuento, la novela puede manejar varios
personajes protagonistas y antagonistas.
7. Los personajes se describen física y psicológicamente: normalmente, el autor
desgrana con detalle las características de sus personajes para resaltar sus ideas y dar mayor
credibilidad a la historia que cuenta.
8. Combina descripción y diálogo: la narración de los acontecimientos comparte
relevancia con los diálogos que entablan los personajes.
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Algunos subgéneros y recursos
El policial
La novela policíaca moderna, también llamada detectivesca o policial, pertenece al género
narrativo y nació en el siglo XIX. Mediante la observación, el análisis y la deducción se intenta
resolver un enigma, normalmente un crimen, para encontrar al autor y su móvil.
En la novela policíaca el detective nunca fracasa, por tanto, siempre obtendremos al final las
respuestas a los interrogantes sembrados en sus páginas. Nunca hablan de crímenes perfectos. El
lector suele identificarse con el investigador y vive en primera persona las pesquisas que
reconstruyen el crimen hasta dar con el asesino.
El relato policial es netamente urbano y nació a la vez que los cuerpos de seguridad en las
ciudades europeas y norteamericanas a comienzos del siglo XIX. Se considera a Edgar Allan Poe el
padre de la novela policíaca, que inició en 1841 con su relato Los crímenes de la calle Morgue. A
este siguieron El misterio de Marie Rogêt (1842), La carta robada (1843) y El escarabajo de
oro (1844). A Poe debemos el primer detective literario, Auguste Dupin, que sirvió de
inspiración al celebérrimo Sherlock Holmes. El éxito fue arrollador desde el principio y sus cuentos
se vendieron como rosquillas.
La mayoría de novelas policíacas tienen ciertos rasgos comunes, características que plasmó
desde un principio Edgar Allan Poe, que más tarde perfeccionaría Arthur Conan Doyle y que el resto
de escritores han seguido:
Planteamiento de un caso. Al principio resultará indescifrable y complejo. Sin embargo,
utilizando la lógica y el intelecto podrá desentrañarse. En muchos aspectos es similar a una
partida de ajedrez.
El detective o investigador suele ser una persona culta, observadora, muy inteligente y, en
ocasiones, amante de la ciencia.
En toda investigación se sigue el método científico: observación, análisis, deducción.
La investigación debe tener un resultado doble: a) quién es el culpable del crimen, y b)
cómo lo hizo, siendo esto lo que verdaderamente da sentido a la trama.
Habrá pequeñas dosis de violencia, casi siempre limitada a la presentación del caso.
La solución la da el detective en las últimas páginas del relato.
El suspenso
Con el tiempo el género policial cambió buscando generar nuevas sensaciones en el lector a
través de distintos recursos e, incluso, fusionándose con otros géneros literarios. Es el caso de la
“novela policial de suspenso”.
¿Qué es el suspenso como género?
Es un recurso utilizado en obras narrativas que tiene como objetivo principal mantener al
lector a la expectativa, generalmente en un estado de tensión de lo que pueda ocurrirle a los
personajes y por lo tanto al desarrollo del conflicto. El suspenso es un elemento crucial en la trama
de la literatura. La trama es la disposición de las ideas o eventos que componen una historia y sus
elementos determinan la experiencia del lector. Sus elementos principales incluyen no sólo la trama,
también la causalidad, los presagios, los conflictos, la exposición, la acción creciente, la crisis y
también el desenlace. El suspenso es el sentido de la anticipación o la preocupación que el autor
inculca en los lectores. M.H. Abram, citado en A Teacher Writes, define el suspenso como "una falta
de certeza, por parte de un lector interesado, acerca de lo que va a suceder." Dirige a los lectores
en la historia y crea una sensación de movimiento.
CARACTERISTICAS:
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- Es un efecto producido a los sentidos del lector.
- Consiste en un estado de incertidumbre anticipación o curiosidad en relación con el
desenlace de una narrativa.
- El cuento transmite nítidamente los ambientes y situaciones que tenga diálogos y presenta
personajes realistas.
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El género dramático
Las obras teatrales o dramáticas son formas literarias escritas para ser representadas
sobre un escenario, a través de actores y ante un conjunto de espectadores.
Las obras teatrales no desarrollan su historia por medio de un narrador, sino a través de las
palabras y acciones de los personajes que dialogan o monologan. En tanto texto, junto a las
palabras de los personajes se leen entre paréntesis palabras que se denominan didascalias o
acotaciones escénicas. A través de ellas el autor describe el aspecto de los personajes, sus
gestos, reacciones, como también el ambiente, el momento del día, la disposición de los objetos y
decoración del escenario.
Asimismo, las obras de teatro, a diferencia de otras formas de la literatura, presentan una
organización particular; tradicionalmente, estos textos se dividen en actos, que a su vez se
subdividen en escenas o cuadros.
El teatro occidental, que tuvo su origen en rituales de la antigua Grecia que se realizaban
en honor al dios Dionisos. En esas celebraciones se cantaba, se bailaba y se hacían ofrendas para
las que se sacrificaba un macho cabrío. El término tragedia proviene de la palabra griega tragos,
con que se designaba a ese animal. Tiempo después, alrededor del siglo V a.C., estos festejos se
convirtieron en representaciones teatrales creadas para entretener y educar a los espectadores.
Cabe destacar que el género sufrió grandes cambios en Inglaterra y España en los siglos XVI y XVII,
durante el Romanticismo del siglo XIX y también con los movimientos de vanguardia del siglo XX. En
la actualidad el teatro sigue fortaleciéndose con nuevas formas, tanto a nivel mundial como local.
(El comedor de una lujosa casa. Al comenzar la acción, Emma está sentada en un sillón
leyendo una novela. Entra Peter.)
Peter: (camina con el paso lento de los traidores, con la morosidad de los que habiendo
decidido cometer un acto brutal esperan, sin embargo, que una circunstancia fortuita venga a
redimirlos a último momento. Se va acercando a Emma como para decirle algo, pero luego
retrocede, horrorizado ante sí mismo. Con ambas manos se toma la cabeza y se mira en un espejo
francés, que otras veces lo ha reflejado en compañía de amantes ocasionales, Peter se retira del
espejo, tal vez avergonzado de los innumerables adulterios que ha llegado a cometer en esa misma
sala. Caviloso, mete las manos en los bolsillos de la chaqueta y vuelve a acercarse a Emma. De
pronto se detiene. Con aire espantado saca del bolsillo derecho una carta. Comienza a romperla,
pero luego se arrepiente y la guarda. Es evidente que se trata de la carta que esa misma tarde le ha
escrito Adelia, la mucama. Como si temiera que Emma fuera a darse cuenta de que en aquella carta
figura el plan detallado de su asesinado, Peter introduce el papel hasta el fondo del bolsillo de su
chaqueta. Una chaqueta cara, típica de quienes habiendo tenido un origen humilde se han casado
por dinero con una mujer a la que no amaban. Peter saca un pañuelo manchado de rouge y se seca
la transpiración. De su bolsillo cae un cuatro de copas, Peter lo recoge apresuradamente, temiendo
que Emma vaya a sospechar que ha estado jugando y perdiendo durante muchos años y que ahora
solo podrá salvarlo una herencia afortunada.
Disimulando su inquietud, sonríe) Buenos días, Emma.
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Emma: (mira al público como expresando que ya esta en antecedentes del siniestro plan que
se prepara en su contra. Sonríe con la superioridad de las mujeres que han tomado hace poco un
nuevo amante) Buenos días, Peter.
Adelia: (entra con una bandeja y dos copas llenas. Tiene en su rostro la expresión inquieta
de las mucamas que tienen con su patrón una historia demasiado profunda. Deja las bebidas sobre
una mesita. Mira hacia todos lados, como si temiera que alguien pudiera descubrir que uno de las
dos copas está envenenada. Mete las manos en el bolsillo de su uniforme y suspira profundamente,
como satisfecha de saber que allí tiene los dos pasajes del avión que a la mañana siguiente habrá
de conducir al Caribe a ella y a Peter. Se retira)
Emma: (con la crueldad soberbia de los que han ingerido un antídoto que los pone a
cubierto de cualquier veneno) ¿Brindamos?
Peter: Salud (Bebe la copa hasta el fondo, con la ingenuidad de los que ignoran que el
verdadero veneno ha sido puesto en la comida unas horas antes. Se acomoda la corbata que le ha
regalado Adelia, en un gesto que le resultaría patético, si supiera que ambos van a morir)
Emma: (un poco lánguida porque no ha comido) Salud (Bebe poniendo los ojos en blanco,
como quien piensa en un joven amante, que es además el cocinero)
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Antología de cuentos
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de
la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los
setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los
perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los
tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras
de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos
puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el
puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la
cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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“La casa de Asterión”, El Aleph, de Jorge Luis Borges
Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III,I
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi
casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) [1] están abiertas día y
noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas
mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará
una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una
parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie
ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré
que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche
volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas,
como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas
plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos
se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se
ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo;
aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros
hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas
y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he
retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo
aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las
galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta
de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta
ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la
respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando
he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a
visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la
encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la
canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A
veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de
la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un
abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La
casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios
con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las
Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son
catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos
cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión.
Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo
sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La
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ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde
cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son,
pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor.
Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre
el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a
un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un
toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
[1]. El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale
por infinitos.
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Dio un paso y tropezó con una pared. Dio otro paso en dirección contraria y chocó contra
otra pared. Volvió a cambiar el rumbo y se llevó por delante una cómoda. Giró y la detuvo una
mesa. Volvió a girar y embistió un aparador.
Vio una puerta, la abrió y no era una puerta para salir sino para entrar. Retrocedió, se
golpeó con una ventana, quiso abrirla y asomarse, se asomó y del lado de afuera estaba el lado de
adentro. Miró y miró y donde miraba los ojos se le hacían pedazos.
Entendió que estaba atrapada en un laberinto, en los vericuetos de una arquitectura caótica,
en un dédalo tan enredado que no habría forma de salir, y ella moriría de hambre y de sed o
devorada por algún minotauro.
Para qué gritar: nadie la oiría desde la remota calle Vidt.
Un mes después los sobrinos la buscaron por todo el único cuarto del departamento, la
buscaron en la cocina americana y en el baño empotrado, la buscaron hasta en el pozo de aire y
dentro de los muebles. Pero no la encontraron.
Es un misterio cómo habrá podido Teresilda abandonar el laberinto y fugarse nadie sabe a
dónde.
Durante una visita a Corinto, el rey Egeo de Atenas se casó en secreto con la princesa Etra.
Ésta se había cansado de esperar que Belerofonte, con quien debía contraer matrimonio, volviera de
Lidia. Tras unos días felices con Etra, Egeo le dijo:
—Me temo que tengo que irme, querida. Si tuvieras un hijo, lo más seguro para él sería que
atribuyeras su paternidad al dios Poseidón. Mi sobrino mayor te mataría, si supiera lo de nuestra
boda, porque espera ser el siguiente rey de Atenas. ¡Adiós!
Egeo no regresó nunca.
Etra tuvo un hijo al que llamó Teseo y, el día que este cumplía catorce años, le preguntó:
—¿Puedes mover esa enorme roca?
Teseo, un muchacho con una fuerza enorme, levantó la gran piedra y la lanzó lejos.
Escondidas bajo la roca, encontró una espada con una serpiente dorada grabada en la hoja y un par
de sandalias.
—Esto lo dejó aquí tu padre —dijo Etra—. Es Egeo, rey de Atenas. Llévaselo y dile que lo
encontraste bajo esta roca. Pero, ten cuidado: no digas nada a sus sobrinos, porque se enfurecerían
si descubrieran que tú eres el auténtico heredero del trono de Atenas. Es por ellos que durante
todos estos años he dicho que tu padre era Poseidón y no Egeo.
Teseo viajó a Atenas por el camino de la costa. Primero, se encontró con un gigante llamado
Sinis, que tenía la horrible costumbre de doblar dos pinos, el uno hacia el otro, atar algún pobre
viajero por los brazos a las copas de los mismos y, de repente, soltarlos. Los árboles se
enderezaban partiendo al viajero en dos. Teseo luchó contra Sinis, lo dejó sin sentido e hizo con él
lo que él hacía con los demás. Después, Teseo se enfrentó y mató a una monstruosa cerda salvaje,
una bestia que tenía unos colmillos muy grandes y más afilados que una hoz. Más tarde, combatió
con Procrustes, un malvado posadero que vivía junto al camino y que sólo tenía una cama en su
posada. Si el viajero era demasiado bajo para la cama, Procrustes lo alargaba con un instrumento
de tortura llamado «potro»; si era demasiado alto, le cortaba los pies, y si tenía la altura adecuada,
lo asfixiaba con una manta. Teseo derrotó a Procrustes, lo ató a la cama y le cortó los dos pies.
Pero vio que aún era demasiado alto, así que también le cortó la cabeza. Luego, envolvió el cadáver
con una manta y lo arrojó al mar.
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El rey Egeo se había casado de nuevo, recientemente, con una bruja llamada Medea. Teseo
desconocía este matrimonio, pero cuando llegó a Atenas, Medea, con su poder mágico, supo quién
era él y decidió envenenarle, poniendo matalobos en su copa de vino. Medea quería que el siguiente
monarca fuera uno de sus hijos. Por suerte, cuando Egeo vio la figura de la serpiente en la espada
de Teseo, supuso que el vino estaba envenenado y rápidamente tiró la copa que Medea tenía en la
mano y que, en ese momento, ofrecía a Teseo. El veneno hizo un gran agujero en el suelo y Medea
escapó en una nube mágica. Luego, Egeo mandó un carruaje a Corinto para recoger a Etra y
anunció:
—Teseo es mi hijo y heredero.
Al día siguiente, cuando Teseo se dirigía al templo, los sobrinos de Egeo le tendieron una
emboscada, pero Teseo luchó y los mató a todos.
Varios años antes, el hijo del rey Minos, Androgeo de Creta, estuvo en Atenas y ganó todas
las competiciones de los juegos atléticos: carreras, saltos, boxeo, lucha y lanzamiento de disco. Los
sobrinos de Egeo, celosos, lo acusaron de conspirar para hacerse con el trono y lo asesinaron.
Cuando Minos protestó ante los dioses del Olimpo, éstos ordenaron a Egeo que, cada nueve años,
enviara a siete chicos y siete chicas de Atenas, para que fueran devorados por Minotauro de Creta.
Minotauro era un monstruo —medio toro y medio hombre— que Minos guardaba en el centro del
laberinto que Dédalo había construido para él. Minotauro conocía todos los rincones y curvas del
laberinto, y conducía a sus víctimas hasta un pasillo sin salida, donde las tenía a su merced.
Los atenienses, enojados con Teseo por haber matado a sus primos, lo eligieron como uno
de los siete chicos que enviaban al sacrificio ese año. Teseo lo agradeció, diciendo que estaba
contento de tener la oportunidad de librar a su país de aquel espantoso tributo. El barco en el que
viajaban las víctimas del sacrificio estaba aparejado con velas negras, de luto, pero Teseo se llevó
también unas velas blancas.
—Si mato a Minotauro, izaré estas velas blancas. Si Minotauro me mata a mí, seguirán
puestas las negras.
Teseo rezó a la diosa Afrodita. Y ella lo escuchó y le ordenó a su hijo Eros hacer que
Ariadna, la hija de Minos, se enamorara de Teseo. Aquella misma noche, Ariadna fue a la prisión
donde estaba Teseo, drogó a los guardias, abrió la puerta de su celda con una llave robada del
cinturón de Minos y le preguntó a Teseo:
—Si te ayudo a matar a Minotauro, ¿te casarás conmigo?
—Encantado —contestó él, besándole la mano.
Ariadna guió a Teseo y a sus acompañantes hasta la salida de la prisión. Luego, les enseñó
un ovillo mágico que le había entregado Dédalo antes de abandonar Creta. Lo que tenían que hacer
era atar el cabo suelto del ovillo a la puerta del laberinto y éste rodaría mágicamente por los
caminos enrevesados, hasta llegar al claro que había en el centro.
—Minotauro vive allí —dijo Ariadna—. Duerme exactamente una hora de cada veinticuatro, a
medianoche, y muy profundamente.
Los seis compañeros de Teseo vigilaban la entrada, mientras Ariadna ataba el hilo a la
puerta del laberinto. Teseo entró, pasó la mano a lo largo del hilo en la oscuridad y llegó, poco
después de la medianoche, hasta donde dormía Minotauro. Luego, cuando salió la luna, le cortó la
cabeza al monstruo con una espada de hoja afilada que le había prestado Ariadna. Después, siguió
el hilo en sentido contrario hasta la entrada, donde sus amigos lo esperaban ansiosos. Mientras
tanto, Ariadna había liberado también a las siete chicas y, después, fueron todos juntos hacia el
puerto. Teseo y sus amigos agujerearon los cascos de los barcos de Minos; luego, subieron a bordo
del suyo y partieron rumbo a Atenas. Los barcos cretenses que intentaron perseguirles pronto se
llenaron de agua y se hundieron. Así que Teseo huyó sano y salvo, con la cabeza de Minotauro y
con Ariadna.
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Poco después, Teseo atracó su barco en la isla de Naxos porque necesitaban alimentos y
agua. Mientras Ariadna descansaba tumbada en la playa, el dios Dionisos se le apareció de repente
a Teseo:
—Quiero casarme con esta mujer —dijo—. Si te la llevas lejos de mí, destruiré Atenas,
haciendo que todos sus habitantes se vuelvan locos.
Teseo no se atrevió a ofender a Dionisos y, como además tampoco estaba muy enamorado
de Ariadna, la dejó dormida y se marchó. Ariadna se enfureció al despertar y verse abandonada,
pero Dionisos apareció pronto, se presentó y le ofreció una gran copa de vino. Ariadna se la bebió
entera, se encontró mejor enseguida y decidió que era mucho más glorioso casarse con un dios que
hacerlo con un mortal. El regalo de boda de Dionisos fue la espléndida diadema de piedras
preciosas que hoy es la constelación de la Corona Boreal. Ariadna tuvo varios hijos con Dionisos y
finalmente volvió a Creta como reina.
A su regreso, Teseo, a causa de los nervios, olvidó cambiar las velas, y el rey Egeo, que
observaba ansioso la vuelta de las naves desde un acantilado cercano a Atenas, vio aparecer las
velas negras en lugar de las blancas. Vencido por el dolor, saltó al mar y se ahogó. Teseo, entonces,
se convirtió en el rey de Atenas e hizo las paces con los cretenses.
Unos años después, las amazonas, una fiera raza de mujeres guerreras de Asia, invadieron
Grecia y atacaron Atenas. Gracias a los consejos de la diosa Atenea, Teseo consiguió derrotarlas;
pero, desde entonces, alardeó siempre de su coraje.
Un día, su amigo Pirítoo le dijo:
—Estoy enamorado de una hermosa mujer. ¿Me ayudarás a casarme con ella?
—Por supuesto —contestó Teseo—. ¿No soy el rey más valiente que existe? ¡Mira lo que les
hice a las amazonas! ¡Mira lo que le hice a Minotauro! ¿Quién es esa mujer?
—Perséfone, la hija de Deméter —contestó Pirítoo.
—¿En serio? ¡Pero si Perséfone ya está casada con el rey Hades, dios de la muerte!
—Lo sé, pero ella odia a Hades y quiere tener hijos. Y no puede tenerlos con el dios de la
muerte.
—Parece una aventura bastante arriesgada —consideró Teseo, poniéndose pálido.
—¿No eres el rey más valiente que existe?
—Lo soy.
—¡Entonces, vamos!
Cogieron sus espadas y, por la puerta lateral, descendieron hasta el Tártaro. Allí, le dieron al
can Cerbero tres pasteles con jugo de amapola para adormilarlo. Luego, Pirítoo golpeó con los
nudillos la puerta del palacio de Hades y entraron.
Hades preguntó sorprendido:
—¿Quiénes sois, mortales, y qué queréis?
—Yo soy Teseo, el rey más valiente que existe. Éste es mi amigo Pirítoo, que cree que la
reina Perséfone es demasiado buena para ti. Y quiere casarse con ella —le dijo Teseo.
Hades sonrió. Nadie lo había visto sonreír jamás.
—Bueno —contestó—. Es cierto que Perséfone no es completamente feliz conmigo. Quizá
podría dejarla marchar, si me prometes tratarla bien. ¿Por qué no hablamos de ello más
tranquilamente? Por favor, tomad asiento en ese cómodo banco.
Teseo y Pirítoo se sentaron, pero el banco que les había ofrecido Hades era mágico. Y se
quedaron pegados a él, de forma que no podrían escapar jamás sin arrancarse una parte de sí
mismos. Hades miraba, soltando grandes risotadas, mientras los dos amigos eran azotados por las
furias, picados por unas serpientes con manchas fantasmagóricas, y los dedos de sus manos y sus
pies eran mordidos por Cerbero, que salía de su estupor.
—¡Pobres estúpidos —dijo Hades, riéndose entre dientes—, os quedaréis aquí para siempre!
47
“Poema de los dones”, en El hacedor, Jorge Luis Borges
48
Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.
Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi
conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme.
Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o
de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla
del mismo gerente. En cuanto a esa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas
ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo
seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía
a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, señor Juez? No. Tengo mis principios y no
los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco,
me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si
hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González —
me dijo el Gerente— lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años,
señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije
una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas.
Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la
vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un
pedazo de lata, como quien dice.
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al
volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban
dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el
centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante
contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie.
Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió
dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad
de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed
quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta
desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de
ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La
sed lo devoraba.
49
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido
gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos,
pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso.
Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La
atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió
incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la
popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del
Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus
manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una
mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa.
El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con
grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a
Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban
disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente
atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de
pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el
silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la
corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros,
encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el
bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río
arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él
un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento
escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le
dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para
mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas
estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la
pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex
patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había
coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su
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frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó
muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante
el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en
el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos
años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto
Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves…
Y cesó de respirar.
“La disputa por señas”, Libro del buen amor, de Juan Ruiz Arcipreste
de Hita
Sucedió una vez, que los romanos, que carecían de leyes para su gobierno, fueron a pedirlas a los
griegos, que sí las tenían. Estos les respondieron que no merecían poseerlas porque no podrían
entenderlas ya que su saber era muy escaso.
Ante la insistencia de los romanos, los griegos declararon que si querían conocer y usar estas leyes
debían antes disputar con sus sabios para comprobar si las entendían y merecían llevarlas.
Respondieron los romanos que aceptaban, pero como no conocían el lenguaje de los sabios, se
acordó que disputasen por señas y fijaron el día para su realización pública.
Los romanos quedaron preocupados, sin saber qué hacer, porque no eran cultos y temían no
comprender a los sabios doctores griegos, hasta que un ciudadano sugirió que eligieran para competir a
un rústico y que hiciera con las manos las señas que Dios le diese a entender.
Buscaron a un joven rústico, astuto y pícaro y le dijeron: “tenemos una disputa con los griegos, es
por señas, si ganas serás recompensado”.
Lo vistieron con ropas de gran valor como si fuera doctor en filosofía y al subirse al estrado dijo
fanfarrón “¡Que vengan los griegos con toda su sabiduría!”.
Al estrado opuesto subió un doctor sobresaliente, muy culto y prudente y elegido por todos los
griegos.
Ante todo el pueblo reunido comenzó el diálogo con señas como se había acordado.
Se levantó el griego majestuoso, sereno, sosegado y mostró solo un dedo, el que está al lado del
pulgar y luego se sentó con toda calma. Se levantó el rústico, bravucón y con malas pulgas, mostró tres
dedos tendidos hacia el griego, el pulgar y otros dos en forma de arpón y se sentó muy satisfecho.
Se levantó el griego y tendió su palma llana y luego se sentó plácidamente. Se levantó el rústico
romano, con actitud desafiante mostró su puño cerrado cargado de amenazas.
A todos los de Grecia dijo el sabio: “los romanos merecen las leyes, no se las niego” y todos se
levantaron en paz.
Preguntaron al sabio qué fue lo que dijera por señas al romano y qué le respondió este. El sabio
respondió: “yo dije que hay un Dios, el romano dijo que era uno en tres personas e hizo la seña. Yo dije
que estaba bajo su voluntad. Respondió que en su poder estábamos, y dijo gran verdad. Cuando vi que
entendían y creían en la Trinidad, supe que merecían las leyes”.
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También los romanos preguntaron al joven rústico cuál había sido el significado de las señas: “me
dijo que con un dedo me rompería un ojo, esto me enfureció y le respondí que yo le rompería delante de
todos con dos dedos los ojos y con el pulgar los dientes. Esto no le gustó, entonces, insolente me dijo
que me daría tal palmada que los oídos me vibrarían. Yo le respondí que le daría tal trompada que en
toda su vida no llegaría a vengarse. Cuando vio la pelea tan despareja porque yo era el más fuerte, dejó
de amenazar y no me negó nada”.
Por esto dice la fábula de la sabia vieja: “no hay mala palabra si no es tomada a mal. Verá que es
bien dicha si fue bien entendida”.
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera
gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor!
Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la
chica: era por el cumpleaños.
–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.
–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más arriba
del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era
una de las mejores alumnas de su grado.
–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se
acabó.
–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu
amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su
madre hacía la limpieza.
Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo
que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un
mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
–¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te
dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de
mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en
un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa
fiesta más que nada en el mundo.
–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se
hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el
vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de
manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido
blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
–Qué linda estás hoy, Rosaura.
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Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso
firme. Saludó a
Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja
de Rosaura.
–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula.
Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a
escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés
se lo había dicho: 'Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en
cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la
cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había
dicho: "¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a poder: no era de
manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
–¿Y vos quién sos?
–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.
–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas
sus amigas. Y a vos no te conozco.
–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los
deberes juntas.
–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.
– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de
hombros.
–Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?
–No.
–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
–Soy la hija de la empleada –dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la
empleada, y listo.
También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca
en su vida se iba a animar a decir algo así.
–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?
–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.
–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía
ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su
corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha
agachada nadie la pudo agarrar.
Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la
pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la
señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos
los chicos se le vinieron encima y le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde había
una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener
derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño
una tajadita que daba lástima.
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Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad.
Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte.
Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. "A ver,
socio, dé vuelta una carta", le decía. "No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo".
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago
lo iba a hacer desaparecer.
–¿Al chico? –gritaron todos.
–¡Al mono! –gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo
levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
–¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para
comprobar que no había espías.
–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final,
cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el
mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y
antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
–Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le
contó.
– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa".
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su
madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no era mentira lo del mono". Pero no.
Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
–Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había
dicho: "Espérenme un momentito".
Ahí la madre pareció preocupada.
– ¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.
–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus
madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a
los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un
chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo
contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era
así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio
le dijo:
–Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall
con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de
la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera
que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
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Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó
a Rosaura. La señora
Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
–Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo.
Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el
brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa
celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre
se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo
su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si
la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.
-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-;
mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar
debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas
formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se
había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te
encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la
depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo
que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de
presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido
entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me
dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría
casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de
lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre
-dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana
con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a
cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar
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quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe,
y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca
encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente
humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los
acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta
hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su
marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de
costumbre “¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted,
a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por
la ventana…
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil
disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido
y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No
quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la
ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de
las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente
horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema
menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se
extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada
coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase
de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante
difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de
conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con
respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su
expresión revelaba la atención más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta
los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba
comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos
brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento
y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una
llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto
sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa,
y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime, Bertie, por qué saltas?”
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el
portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino
tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-:
bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
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-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que
de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera
diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los
perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del
Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y
mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.
Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios
chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados
cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las
sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas
de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de
flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del
Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de
allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los
navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita;
pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son
los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que
roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las
ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que
llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la
harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon
desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las
estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de
su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de
los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago,
aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de
viandas, muestra en su tersura el Ave María heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera,
se aterra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco
y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa.
Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la
de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más
distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales
en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca
hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte
que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el
centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber
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hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les
devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en
pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se
muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos
donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro,
piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las
entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le
mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin
fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América
fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo
se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la
Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en
palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único
que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que
pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto
les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le
causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentiras,
mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las
ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El
hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy
mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda
nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un
cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de
Sanlúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera
logrado, porque no lo hay, porque no lo hay... No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores
y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los
labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí
estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los
cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y
los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha
amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe
de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin
brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el
ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro
hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando,
Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén;
Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos Quinto; y Bernardo Centurión, el genovés,
antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
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Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que
la muerte asedia a todos, han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y
tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San
Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el
lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le
envanece tanto.
A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en Sanlúcar de Barrameda, cuando
embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él
se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y
que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo,
encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en
que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De
verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien
venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los
aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo,
cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También
dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las
mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo
del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su
dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los
aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente
desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a
apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente
y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma
leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se
recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del
Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su
hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su
libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los
centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en
forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que
siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese
brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez
por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por
todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá.
Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En
Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad... No, no fue un salto; fue un
abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos
para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro,
camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae
con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente,
en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe
ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del
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campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que
acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el
horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las
brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene
una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su
madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que
Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse.
El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos
de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen
de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados,
golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido
la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes
desde que partieron de Córdoba, arrastrados por ocho muías dementes. Ciento cuarenta y dos leguas
median entre Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de
trescientas, sólo ochenta separan en verdad a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima
parada de las postas.
Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres, pero Catalina no logra
dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje
columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de
urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de cuero fresco
para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para
martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja
señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, administrador principal de Correos, y si es menester
irá hasta la propia Virreina del Pino, la señora Rafaela de Vera Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina
Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas
que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de
que sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella. El conductor
de la correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al pecho el escudo de bronce con las armas reales,
apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las
mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de
los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las vasijas al chocar contra las provisiones y las
garrafas de vino.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro soldados
que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y
habrá que defender las vidas. La sangre de las muías hostigadas por los postillones mancha los vidrios. Si
abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros, de modo que es fuerza andar en el agobio de la
clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar.
¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los
bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el
Saladillo! Ampía, los Puestos de Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la Esquina de Castillo, la Posta
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del Zanjón, Cabeza de Tigre... Confúndense los nombres en la mente de Catalina Vargas, como se
confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de las
fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al
encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota.
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se cumple de
noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador,
atormentados los oídos por la risa cercana de los peones y los esclavos que desafinaban la vihuela o
asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente... Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos
como sanguijuelas, y era milagro que la zarabanda no les despidiera por los aires; las petacas, baúles y
colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las muías,
y a galopar, a galopar...
Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como lamparones, las bestias
uncidas al vehículo, los bolsos cosidos, los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado
ajetreo, por lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen
a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor Virrey del Pino visitará su estrado al
enterarse de su fortuna.
¡Su fortuna! Y no son sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con delicioso balanceo: es
la estancia de Córdoba y la de Santiago y la casa de la calle de las Torres... Su hermana viuda ha muerto
y ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente;
nunca sabrán lo otro... lo otro... aquellas medicinas que ocultó... y aquello que mezcló con las
medicinas... Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la
privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que
devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura...
El galope... el galope... el galope... Junto a la portezuela traqueteante baila la figura de uno de los
soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina, Es
una etapa más.
Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas
entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanzan a India Muerta; pasan el
Arroyo del Medio... Días y noches, días y noches. He aquí a Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho
foso, con su puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un
teniente de dragones se aproxima, esponjándose, hinchando el buche como un pájaro multicolor, a
buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las muías que manan sudor y sangre y fango. Y por la
noche reanudan la marcha.
El galope... el galope... el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas... No cesa la
matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros, maravilloso como el manto de una reina, el
calor guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas
dejadas por los carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco. Arrecifes... Areco... Lujan... Ya falta
poco.
Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde oscila el oro de su
hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho.
El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran
los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro
del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo, brumosa, espectral.
Lleva una capa gris semejante a la suya, y como ella se cubre con un capuchón.
¿Cuándo subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada
postrera. Entonces, ¿cómo es posible...?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas, y Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en
la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás
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parecen no haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá el fraile reza con las
palmas juntas y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con
el oficial.
Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el
humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la
voz. Manotea en el aire espeso, mas sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en
ese instante, con gran estrépito, algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre
los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto.
Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla. Multiplican las
explicaciones para calmarles. No es nada. Dentro de media hora estará arreglado el desperfecto y podrán
continuar su andanza hacia Arrecifes, de donde les separan cuatro leguas.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces de un ombú. El resto rodea
al coche cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno y los soldados
montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje, para cerciorarse
de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior.
La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrados los huesos, o
serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido
se hubiera transformado en un bloque de mármol que la clava en tierra? La voz se le anuda en la
garganta.
A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y
el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa color de ceniza y el capuchón bajo,
el fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven.
Rehúsa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya
chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante,
como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo. Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil,
muda, en la soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los
caranchos.
Hay gente que ya está cansada de que yo cuente cosas del barrio de Florida. Pero no es culpa
mía: en Florida pasa cada cosa que una no puede menos que contarla.
Como la historia esa del Club de los Perfectos.
Porque resulta que los perfectos de Florida decidieron formar un club.
Alguno de ustedes preguntará quiénes eran los Perfectos. Bueno, los Perfectos de Florida eran
como los Perfectos de cualquier otro barrio, así que cualquiera puede imaginárselos.
Por ejemplo, los Perfectos no son gordos pero tampoco son flacos.
No son demasiado altos, y mucho menos petisos.
Tienen todos los dientes parejos y jamás de los jamases se comen las uñas.
Nunca tienen pie plano ni se hacen pis encima.
No son miedosos. Ni confianzudos. No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido.
Los Perfectos siempre están bien peinados, siempre piden “por favor” y jamás hablan con la boca
llena.
Hay que reconocer que los Perfectos de Florida no eran muchos que digamos. Es más, eran muy
pocos. Tan pocos que había calles, como Agustín Álvarez donde no podía encontrarse un Perfecto ni con
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lupa. Pero –pocos y todo– decidieron formar un club porque todo el mundo sabe que a los Perfectos sólo
les gusta charlar con Perfectos, comer con Perfectos y casarse con Perfectos.
El Club de los Perfectos fue el tercer club de Florida. Los otros dos eran el Deportivo Santa Rita y
el Social Juan B. Justo.
El Deportivo Santa Rita era sobre todo un club de fútbol. Los sábados por la tarde se llenaba de
floridenses porque los sábados por la tarde se jugaban los partidos amistosos con el equipo de
Cetrángolo.
El Social Juan B. Justo era el club de los bailes. Los sábados por la noche los floridenses que
querían ponerse de novios se reunían bailar con los Rockeros de Florida entre guirnaldas verdes, rojas y
amarillas.
Pero el Club de los Perfectos era otra cosa.
Para empezar no era ni un galpón ni una cancha. Era una casa en la calle Warnes, con grandes
ventanales y una verja alta de rejas negras. Y en el jardín que daba al frente, nada de malvones, dalias y
margaritas, sólo palmeras esbeltas, rosales de rosas blancas y gomeros de hojas lustrosas.
Los sábados por la noche los Perfectos llegaban al club con sus ropas planchadas y sus corbatas
brillantes. Como eran perfectamente puntuales llegaban todos juntos.
Se sentaban alrededor de la mesa con mantel almidonado y vajilla deslumbrante. Comían
tranquilos y educados. Masticaban bien. Sonreían.
Nunca parecían tener hambre. Ni apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni ganas. Ni celos. Ni frío.
Tan diferentes eran, que a los floridenses se les hizo costumbre eso de ir a visitar el Club de los
Perfectos. Bueno, visitar es una manera de decir porque al Club de los Perfectos sólo entraban Perfectos,
y los demás miraban de afuera.
Lo cierto es que, a eso de las siete de la tarde, en cuanto terminaba el partido, los del Deportivo
Santa Rita se venían en patota a la calle Warnes y, a eso de las ocho, antes de ir para el baile del Social
Juan B. Justo, las parejas de novios pasaban por la calle Warnes para echarles una ojeadita a los
Perfectos.
Los floridenses se apretaban todos junto a la verja. Eran un montón, pero ninguno era perfecto.
Estaba doña Clementina, llena de arrugas; el nieto de don Braulio, que era un poco bizco; el chico del
almacén, que era petiso; Antonia, llena de pecas… y chicos que usaban aparatos en los dientes, chicos
que a veces se comían las uñas, chicos que a veces se hacían pis encima, chicos con mocos, muchachos
que clavaban los dientes en sánguches de milanesa porque tenían hambre y chicas un poco despeinadas
porque había viento.
Los sábados por la noche el Club de los Perfectos estaba siempre rodeado de floridenses. Y fue
por eso que, cuando pasó lo que tenía que pasar, hubo muchos que pudieron contarlo.
Resulta que estaban ahí los Perfectos, tan perfectos como siempre reunidos alrededor de la mesa,
perfectamente bronceados porque era verano y perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que
tenía que pasar.
Pasó una cucaracha.
Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo una cucaracha perfecta, que trepó
lentamente por el mantel almidonado y empezó a caminar, perfectamente serena, por entre los platos.
El primero que la vio fue un Perfecto de saco blanco y corbata a rayas, perfectamente rubio. La
cucaracha se acercaba, pacíficamente, hacia su plato.
El Perfecto rubio se puso de pie… demasiado bruscamente, porque volcó la silla, empujó con el
codo el plato decorado, que se estrelló contra el piso, y derramó el vino tinto de su copa labrada sobre la
Perfecta de vestido blanco.
La cucaracha entre tanto, posiblemente sorda y seguramente valiente, seguía recorriendo la mesa,
desviándose sin sobresaltos cuando se le interponía algún plato.
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Los Perfectos en cambio sí que parecían sobresaltados. Había algunos que se subían a las sillas y
gritaban pidiendo ayuda, y otros que se comían velozmente las uñas acurrucados en los rincones.
Había algunos que lloraban a moco tendido y otros que, de puro nerviosos, se reían a carcajadas.
El mantel ya no parecía el mismo, lleno como estaba de platos rotos y copas volcadas. Y serena,
parsimoniosa la manchita negra y lustrosa proseguía su camino.
Los floridenses que estaban junto a la reja al principio no entendían.
Se agolpaban para ver mejor, los de la primera fila les pasaban noticias a los de atrás. Aníbal, el
relator de los partidos amistosos, se trepó a lo alto de la verja y empezó a transmitir los acontecimientos:
–El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de espaldas. Rueda.
Quiere ponerse de pie, trastabilla y cae sobre la Perfecta del Collar de Nácar. La Perfecta del Collar
de Nácar pierde la peluca. Se arroja al suelo y camina en cuatro patas tratando de recuperarla. El Perfecto
del Traje Azul tropieza con ella, pierde el equilibrio y cae… Cae también su dentadura, que golpea
ruidosamente contra la pata de la mesa…
Arrugados, despeinados, manchados y llorosos, los Perfectos fueron abandonando la casa de la
calle Warnes. Los floridenses los miraban salir y no podían casi reconocerlos. Algunos estaban pálidos.
Otros parecían viejos. Algunos, si se los miraba bien, eran francamente gordos. Y todos, uno por
uno, estaban muertos de miedo.
A los floridenses más burlones les daba un poco de risa.
Los floridenses más comprensivos les sonreían y les daban la bienvenida: al fin de cuentas no era
tan malo estar de este lado de la reja.
De más está decir que ese mismo día se disolvió el Club de los Perfectos.
Y cuentan en el barrio que los sábados por la tarde algunos de los que fueron sus socios llegan
cansados y hambrientos del Deportivo Santa Rita y que otros van, un poco despeinados, al Social Juan B.
Justo.
Cuentan también que en la casa de la calle Warnes ahora crecen malvones.
Y parece que así es mucho mejor que antes.
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