Una pregunta previa es: ¿de qué hablamos cuando hablamos de literatura
juvenil? Un buen lector joven es capaz de atacar novelas sofisticadas y, por
eso, se puede sostener que no es necesaria ninguna literatura específica
para jóvenes. Si un autor ha de tener en cuenta las limitaciones de chicos en
edades de aprender a leer cuando redacta un texto para ellos, cabe defender
que no debe simplificar nada cuando sus lectores superan, pongamos, los
catorce años. La discusión es irrelevante, sin embargo, cuando esos libros
existen puesto que muchas editoriales diseñan colecciones cuyo público
potencial son los adolescentes y los jóvenes.
Como rasgos comunes, los libros que las componen suelen tener
protagonistas en esas edades, describen los ambientes que frecuentan y los
problemas que tienen, buscan la identificación del lector usando con
frecuencia un narrador en primera persona. En esas colecciones
predominan los relatos sobre vida colegial, rivalidades académicas o
deportivas, primeros amores, enfrentamientos familiares, proyectos de
futuro, sentimientos de soledad, dudas interiores... Cualquiera que lea unos
cuantos puede apreciar su interés sociológico y verá que, con frecuencia,
contienen penetrantes descripciones psicológicas. En lo negativo
comprobará enseguida que bastantes se inclinan hacia el guiño cómplice a
los adultos, cuya responsabilidad se diluye, y hacia el compadreo de colegas
con los jóvenes, a quienes se manipula con halagos o pulsando las teclas de
algunos instintos básicos.
Al mismo tiempo, los jóvenes buscan lecturas diferentes a las que tratan
sobre vidas semejantes a las suyas, como los éxitos de la fantasía y de la
ciencia-ficción demuestran. Hoy como ayer los jóvenes se ven atraídos por
vidas en lugares y escenarios distintos, por el afán de aventuras y el deseo
de huida de lo cotidiano, por otros estilos de vida... Parafraseando una
famosa frase, también de Gombrich, se puede afirmar que no existe la
literatura juvenil, existen jóvenes que leen. Pues, realmente, lo más
característico de la juventud es el modo de leer: nunca después se vuelve a
leer con tanta pasión, con el ansia de quien está descubriendo la vida y busca
en los libros claves para entenderla y manejarse mejor.
Diferencia de ambición
Por el contrario, hoy sobran libros para elegir y, si atendemos a los grandes
números, no hay discusión: hoy se lee muchísimo más y son muchos más los
jóvenes que leen. Esta realidad, que quita la razón a quienes añoran un
pasado en el que sólo había una opción de lecturas, nos sitúa frente al
desafío de hoy: ayudar a los jóvenes a escoger entre las diferentes
alternativas que se les presentan. Eso sí, el educador tiene por delante un
trabajo mayor: ha de realizar un esfuerzo serio para explicarles de modo
convincente cuáles son las mejores de las propuestas que les llegan desde
la escuela, en casa, por medio de los amigos, a través de la publicidad.
Esa explicación puede comenzar por constatar que hoy, ciertamente, a los
ojos de muchos el prestigio lo tienen las estrellas del espectáculo y no los
grandes artistas del pasado. Que para las familias se acabaron los tiempos
de lectura en voz alta durante las noches de invierno y para los estudiantes
nunca volverán las tardes vacías de los domingos o los meses de verano con
horas por delante sin nada que hacer mejor que leer. Que, a la hora de
competir por el tiempo, la televisión y otros medios pasivos y de gratificación
inmediata parecen tener una clara ventaja sobre la lectura.
Una respuesta genérica sería: las que, a la vez que les enganchan, les hacen
conocerse mejor y apreciar mejor la complejidad de la realidad, las que les
hacen salir de sí mismos y les abren a los problemas de los demás, las que
les aportan la hondura y la visión de conjunto que sus años no les han podido
dar todavía. Y una respuesta concreta exigiría «mojarse» y ofrecer una
selección posible, bien contrastada, de libros que puedan ejemplificar lo
anterior. Doy a continuación una de las mías, en la que a propósito he
buscado salirme de los libros habituales en la LIJ, y con la que pretendo
apuntar también algunas pautas para la selección y para el consejo.
Parece lógico empezar por libros cuyo valor y eficacia están sobradamente
probados por el tiempo. Sin ignorar las dificultades que su lectura puede
presentar, a mi juicio es imprescindible hablar a los jóvenes de modo
convincente sobre las grandes novelas del pasado que tratan de cuestiones
que les afectan. Han de conocer su existencia y su valor, qué pueden
encontrar en ellas y qué no. Han de saber que, si algunas veces les
resultarán costosas y quizá no las entenderán del todo, en cualquier caso
habrán puesto su mente a la par de la del autor y, por tanto, no habrán
perdido el tiempo.
Se puede mencionar, en primer lugar, la novela de un proceso formativo
juvenil ideal según el modelo al que se refiere Gombrich: El veranillo de San
Martín (1857), del austríaco Adalbert Stifter, una «bildungroman» en la que
su joven protagonista aprende muchas ciencias y oficios según un programa
cuidadosamente fijado. Aunque sea ciertamente ardua —lenta, descriptiva,
minuciosa— para un lector joven de hoy, es reveladora de un talante con el
conviene medirse: Romano Guardini decía que la obra de Stifter se
caracteriza, en lo esencial, por una defensa de los valores del carácter, de
la fidelidad a uno mismo y a la propia obra, de la constancia en los trabajos
que uno emprende.
Los mismos elogios e incluso más se pueden hacer de la obra que fija el listón
de las novelas de amores juveniles, Los novios (1827), de Alessandro
Manzoni: en este caso de modo divertido, movido, intenso y profundo, el
escritor italiano narra el triunfo del amor de un tejedor y una campesina,
después de numerosos incidentes, en la convulsionada Lombardía del siglo
XVII. Y por supuesto, los merece también Fiódor Dostoievski, que tiene
numerosísimas páginas por las que desfilan multitud de problemas juveniles,
como El adolescente (1875) o Los hermanos Karamazov (1879), aunque
quizá sea Crimen y castigo (1866) la mejor novela para empezar con él.
En cuanto la edad sube, las ficciones suelen reunir los temas propios del
costumbrismo juvenil en unas mezcolanzas más o menos afortunadas. En
esa dirección, dos novelitas jugosas de aquí y ahora que reflejan con gracia
determinadas mentalidades y ambientes actuales son Y decirte alguna
estupidez, por ejemplo, te quiero de Martín Casariego, y Vigo es
Vivaldi de José Ramón Ayllón. De las dos se puede decir que hablan con
sentido sobre la efervescencia del primer amor, que no contienen los
chorros de romanticismo rosa y verde de otras, que no recurren a las
propiedades inflamables de algunos deseos para manipular al lector
adolescente.
Ahora bien, estas dos novelas, probablemente las mejores en ese subgénero
que se han escrito en España en los últimos años, juegan varias divisiones
por debajo de las grandes novelas, y así debe hacerse notar. Incluso puede
decirse que hay una notable diferencia de categoría literaria entre ellas y La
vida nueva de Pedrito de Andía, de Rafael Sánchez Mazas, para mi gusto la
mejor novela de amores juveniles y mundo colegial que se ha escrito en
castellano.
De todos modos, como dice Manzoni en Los novios, «en los errores, y
máxime en los errores de muchos, lo más interesante y más útil de observar
me parece que es justamente el camino que han recorrido las apariencias,
los modos en que han podido entrar en las mentes y dominarlas». Por eso
viene bien preguntarse si, entre las causas de tantas vidas fracasadas, no
habrá que poner esos relatos que juegan con la complicidad interior de quien
no quiere sufrir ni esforzarse, y que contienen toneladas de sentimentalismo
y frivolidad, por ejemplo cuando presentan el sexo con la tramposa
naturalidad de quien dice ignorar qué pasa cuando se acerca una cerilla al
fuego.
Como explica Gombrich, si el lenguaje del arte tiene una cohesión «tenemos
derecho a hablar de vocabularios y recursos pobres y ricos, posibilidades de
diferenciación y discriminación», y si «puede haber una transición natural
desde el interés por las columnas de cotilleos hasta el disfrute de
noveluchas», es de suponer que la escalera debe continuar hacia una mayor
«riqueza en la articulación de los problemas humanos». No pretendo negar
las dificultades, ni la real debilidad o falta de preparación de muchos
lectores, ni la desproporción entre sueños y realidades, sino hacer notar una
ley física inalterable: las leyes de la trayectoria exigen que para llegar lejos
se apunte alto.
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