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Apuntar alto para llegar lejos

Cuando recuerda el ambiente cultural de la Viena de principios del siglo XX,


el historiador del arte Ernst Gombrich cuenta cómo, entonces, muchos
artistas de toda clase «eran dioses familiares, las divinidades de aquella
religión de la clase media que se conocía como “Bildung”. Este término
significa literalmente “formación”, pero acaso su mejor traducción sea
“equipamiento mental”». Una gran proporción de las clases medias de los
países de lengua alemana del siglo XIX y comienzos del siglo XX, sigue
Gombrich, «al menos tenía un mapa»: «El universo de la cultura se percibía
no como un caos sino como un cosmos; no estaba formado por
informaciones aleatorias, sino por una manifestación coherente de la mente
humana. La música, la literatura y el arte tenían cada uno su propio paisaje,
con imponentes cumbres, encantadores valles y (...) árboles umbrosos a la
vera de un arroyo que invitan a descansar».

Con estas evocaciones, hechas con la convicción de que hoy tenemos


bastantes más posibilidades de ofrecer a muchos chicos una educación
mejor que la de hace un siglo, Gombrich pretendía subrayar que, con el paso
del tiempo, muchos no tienen más claro el mapa sino menos. Y, por mi parte,
las traigo aquí como marco para señalar cómo, en lo que se refiere a las
lecturas juveniles que conducirían a un buen «equipamiento mental»,
algunos educadores ven las líneas del mapa bastante borrosas, cuando las
ven.

La literatura juvenil no existe

Una pregunta previa es: ¿de qué hablamos cuando hablamos de literatura
juvenil? Un buen lector joven es capaz de atacar novelas sofisticadas y, por
eso, se puede sostener que no es necesaria ninguna literatura específica
para jóvenes. Si un autor ha de tener en cuenta las limitaciones de chicos en
edades de aprender a leer cuando redacta un texto para ellos, cabe defender
que no debe simplificar nada cuando sus lectores superan, pongamos, los
catorce años. La discusión es irrelevante, sin embargo, cuando esos libros
existen puesto que muchas editoriales diseñan colecciones cuyo público
potencial son los adolescentes y los jóvenes.

Como rasgos comunes, los libros que las componen suelen tener
protagonistas en esas edades, describen los ambientes que frecuentan y los
problemas que tienen, buscan la identificación del lector usando con
frecuencia un narrador en primera persona. En esas colecciones
predominan los relatos sobre vida colegial, rivalidades académicas o
deportivas, primeros amores, enfrentamientos familiares, proyectos de
futuro, sentimientos de soledad, dudas interiores... Cualquiera que lea unos
cuantos puede apreciar su interés sociológico y verá que, con frecuencia,
contienen penetrantes descripciones psicológicas. En lo negativo
comprobará enseguida que bastantes se inclinan hacia el guiño cómplice a
los adultos, cuya responsabilidad se diluye, y hacia el compadreo de colegas
con los jóvenes, a quienes se manipula con halagos o pulsando las teclas de
algunos instintos básicos.

Al mismo tiempo, los jóvenes buscan lecturas diferentes a las que tratan
sobre vidas semejantes a las suyas, como los éxitos de la fantasía y de la
ciencia-ficción demuestran. Hoy como ayer los jóvenes se ven atraídos por
vidas en lugares y escenarios distintos, por el afán de aventuras y el deseo
de huida de lo cotidiano, por otros estilos de vida... Parafraseando una
famosa frase, también de Gombrich, se puede afirmar que no existe la
literatura juvenil, existen jóvenes que leen. Pues, realmente, lo más
característico de la juventud es el modo de leer: nunca después se vuelve a
leer con tanta pasión, con el ansia de quien está descubriendo la vida y busca
en los libros claves para entenderla y manejarse mejor.

Diferencia de ambición

Los comentarios del principio remiten a la cuestión de qué diferencias


significativas hay entre los lectores jóvenes de antes y los de ahora. Es
clarificador pensar que si, en el pasado, los chicos cogían los libros que
conectaban más con su mentalidad y elegían obras como Robinson Crusoe,
Jane Eyre, Los tres mosqueteros..., o autoras y autores como Jane
Austen, Dickens,Verne..., no lo hacían por su calidad: lo hacían porque no
tenían otra cosa. O leían lo que tenían a mano, o no leían. Y unos pocos, muy
pocos, leían.

Por el contrario, hoy sobran libros para elegir y, si atendemos a los grandes
números, no hay discusión: hoy se lee muchísimo más y son muchos más los
jóvenes que leen. Esta realidad, que quita la razón a quienes añoran un
pasado en el que sólo había una opción de lecturas, nos sitúa frente al
desafío de hoy: ayudar a los jóvenes a escoger entre las diferentes
alternativas que se les presentan. Eso sí, el educador tiene por delante un
trabajo mayor: ha de realizar un esfuerzo serio para explicarles de modo
convincente cuáles son las mejores de las propuestas que les llegan desde
la escuela, en casa, por medio de los amigos, a través de la publicidad.

Esa explicación puede comenzar por constatar que hoy, ciertamente, a los
ojos de muchos el prestigio lo tienen las estrellas del espectáculo y no los
grandes artistas del pasado. Que para las familias se acabaron los tiempos
de lectura en voz alta durante las noches de invierno y para los estudiantes
nunca volverán las tardes vacías de los domingos o los meses de verano con
horas por delante sin nada que hacer mejor que leer. Que, a la hora de
competir por el tiempo, la televisión y otros medios pasivos y de gratificación
inmediata parecen tener una clara ventaja sobre la lectura.

Pero, al enumerar esas dificultades, deberíamos ver si acaso,


implícitamente, no estamos subestimando la capacidad del chico —pues
damos por supuesto que no será capaz de vencerlas— y no estamos también
desconfiando de que los grandes libros tengan verdadera fuerza —pues se
nota que no los consideramos tan poderosos—. Y deberíamos recordar, de
paso, que las grandes historias pinchan esos globos: ahí están los éxitos,
increíblemente sorprendentes para muchos adultos pero nunca para un
buen lector, de la obra de Tolkien y de los libros de Harry Potter.

Un segundo punto de la explicación, relacionado también con el hecho de


que vivimos en una sociedad apresurada que valora lo brillante y no lo
consistente, debe hacer notar una diferencia en el origen de los libros.

Un escritor antiguo preparaba sus novelas en función de los deseos e


intereses que tuviera, pero pensaba en ser leído por todos, escribiera o no
sobre jóvenes. No se le ocurría escribir buscando agradar a un «target» de
lectores jóvenes. Además, tanto él como sobre todo su editor, sabía bien que
quienes tenían «el poder adquisitivo» eran los adultos. Entre paréntesis, es
interesante ver cómo usar las palabras que maneja un ejecutivo de una
editorial importante nos aclara cómo se trabaja hoy en esta cuestión.

Por el contrario, mucho escritor de ahora sí busca expresamente ser


aceptado y leído por un público joven, lo cual en sí mismo no es condenable.
También la mayoría de los editores apuestan por productos rebajados pues
piensan que así arriesgarán menos y venderán más. Pero, aceptado el
planteamiento, el resultado es que autores actuales que podrían escribir
excelentes novelas se conforman con obritas claramente menores. Podemos
afirmar con certeza que hay una enorme diferencia de ambición, literaria y
humana, entre las novelitas de ahora y las obras clásicas que abordan
problemas juveniles. Y esto no se aplica sólo a las obras cumbre sino también
a la literatura popular: cualquier lector español lo comprende bien si pone a
Jules Verne al lado de un autor tan prolífico y vendido como Jordi Sierra i
Fabra, por ejemplo.

Grandes focos, potentes flashes

Llegados aquí se puede abordar el núcleo de la cuestión: ¿cuáles son las


referencias más importantes del mapa? ¿qué novelas podemos llamar las
mejores? No las mejores dadas las dificultades ambientales de hoy, o según
los estándares de la Literatura infantil y juvenil (LIJ) actual, o de acuerdo con
los intereses específicos o los problemas de lectura de unos chicos
concretos, sino las mejores literariamente y de acuerdo con unos deseos y
necesidades de los jóvenes que podríamos llamar universales.

Una respuesta genérica sería: las que, a la vez que les enganchan, les hacen
conocerse mejor y apreciar mejor la complejidad de la realidad, las que les
hacen salir de sí mismos y les abren a los problemas de los demás, las que
les aportan la hondura y la visión de conjunto que sus años no les han podido
dar todavía. Y una respuesta concreta exigiría «mojarse» y ofrecer una
selección posible, bien contrastada, de libros que puedan ejemplificar lo
anterior. Doy a continuación una de las mías, en la que a propósito he
buscado salirme de los libros habituales en la LIJ, y con la que pretendo
apuntar también algunas pautas para la selección y para el consejo.

Parece lógico empezar por libros cuyo valor y eficacia están sobradamente
probados por el tiempo. Sin ignorar las dificultades que su lectura puede
presentar, a mi juicio es imprescindible hablar a los jóvenes de modo
convincente sobre las grandes novelas del pasado que tratan de cuestiones
que les afectan. Han de conocer su existencia y su valor, qué pueden
encontrar en ellas y qué no. Han de saber que, si algunas veces les
resultarán costosas y quizá no las entenderán del todo, en cualquier caso
habrán puesto su mente a la par de la del autor y, por tanto, no habrán
perdido el tiempo.
Se puede mencionar, en primer lugar, la novela de un proceso formativo
juvenil ideal según el modelo al que se refiere Gombrich: El veranillo de San
Martín (1857), del austríaco Adalbert Stifter, una «bildungroman» en la que
su joven protagonista aprende muchas ciencias y oficios según un programa
cuidadosamente fijado. Aunque sea ciertamente ardua —lenta, descriptiva,
minuciosa— para un lector joven de hoy, es reveladora de un talante con el
conviene medirse: Romano Guardini decía que la obra de Stifter se
caracteriza, en lo esencial, por una defensa de los valores del carácter, de
la fidelidad a uno mismo y a la propia obra, de la constancia en los trabajos
que uno emprende.

Los mismos elogios e incluso más se pueden hacer de la obra que fija el listón
de las novelas de amores juveniles, Los novios (1827), de Alessandro
Manzoni: en este caso de modo divertido, movido, intenso y profundo, el
escritor italiano narra el triunfo del amor de un tejedor y una campesina,
después de numerosos incidentes, en la convulsionada Lombardía del siglo
XVII. Y por supuesto, los merece también Fiódor Dostoievski, que tiene
numerosísimas páginas por las que desfilan multitud de problemas juveniles,
como El adolescente (1875) o Los hermanos Karamazov (1879), aunque
quizá sea Crimen y castigo (1866) la mejor novela para empezar con él.

Cualquier joven comprende bien la importancia de contemplar su propia


juventud tal como es: una etapa de la vida que va enmarcada en contextos
más amplios, personales y sociales. En ese sentido, dejando de lado ahora
los libros de memorias, pues en principio la carga de nostalgia y evocación
que normalmente contienen dificultan la conexión mental con los jóvenes,
ayudan mucho los relatos que siguen la evolución de sus personajes durante
largos periodos. Es interesante atender a cómo estas novelas, al no estar
centradas en los años jóvenes, son como grandes focos que los iluminan, los
redimensionan y muestran mejor aún la trascendencia que tienen.

Por citar ejemplos de procedencias y épocas diversas, pocas novelas


presentan tan bien el amor juvenil en medio de los convencionalismos
sociales como lo hacen Orgullo y prejuicio de Jane Austen
o Middlemarch de George Eliot. Las novelas de Charles Dickens, David
Copperfield oCasa desolada, entre otras, son como un gran tapiz de
variadísimos comportamientos humanos. Hablan muy bien de valor y
tenacidad a lo largo de la vida las novelas de Willa Cather, Pioneros y Mi
Ántonia. Es difícil encontrar más penetración psicológica a la hora de dibujar
como evolucionan distintas personalidades que Los Budenbrook de Thomas
Mann. Jóvenes puestos en situaciones límite durante la segunda Guerra
Mundial aparecen en El caballo rojo de Eugenio Corti. Aunque tengan menos
potencia literaria, son grandes narraciones, y para los chicos del primer
mundo son convenientes las lecturas reveladoras de ambientes que
ignoran, El río y la fuente, de la keniana Margaret Ogola, Cisnes salvajes, de
la china Jung Chang.

No deben faltar, en un plan de lecturas juvenil, una selección de los mejores


relatos cortos que se han escrito nunca. Son muchos los que se pueden
elegir, y son a veces la mejor primera elección para quienes sienten temor a
las novelas kilométricas. Aunque su objetivo no sea dar una visión de
conjunto sí tienen la capacidad de actuar como flashes que iluminan
poderosamente algunos aspectos de la vida.

Dejando de lado los relatos de fantasía y centrándome sólo en los realistas,


un buen comienzo es La muerte de Ivan Ilich, de Leon Tolstoi, una inteligente
reflexión sobre qué llena y qué hace estéril una vida. Una comprensión más
profunda de la condición humana nos la proporcionan tantos relatos
de Antón Chéjov, por ejemplo El estudiante y La novia, o de Katherine
Mansfieldcomo La fiesta en el jardín y La casa de muñecas. En tiempos de
pusilanimidad intelectual es básico apostar por relatos que llevan hasta el
final las consecuencias de algunos planteamientos vitales, como
hacen Flannery O´Connor en Los lisiados serán los primeros y en sus demás
cuentos, o Vercors en El silencio del mar. Encontramos amistad y valentía
en El amuleto de Conrad F. Meyer, coraje y tenacidad en El viejo y el
mar de Ernest Hemingway, bondad y paciencia en El hombre que plantaba
árboles de Jean Giono...

Varias divisiones por debajo

Si pasamos al terreno de la LIJ, obviamente hay diferentes niveles a la hora


de plantear los problemas que se les presentan a los chicos. Pero, de modo
general, se puede afirmar que la literatura juvenil actual está llena de
ficciones que no se caracterizan por su categoría literaria, y no porque su
confección sea mejor o peor, sino porque absolutizan tanto el instante que
no tienen ni hondura ni perspectiva. Y aquí aparece una gran cuestión:
cuando las ficciones juveniles abundan en protagonistas centrados en sus
problemitas presentes, preparan el camino para que sus lectores y
espectadores renuncien a proyectos vitales ambiciosos y sean pequeñitos
de mente y corazón en el futuro, por más simpáticos que sean cuando son
jóvenes.
En un escalón bajo hay novelitas sobre adolescentes que sufren como un
drama el contraste de sus pequeñas dificultades diarias con el mundo de
fantasía que les ofrecen la televisión y el mundo del consumo. Son problemas
reales para quienes los padecen pero magnificados en muchísimos casos.
Sobre tales relatos ironiza la norteamericana Beverly Cleary en Querido
señor Henshaw: a un chico de nombre Leigh que quiere ser escritor, le
presentan a una escritora de nombre Angela Badger que, dice Leigh,
«escribe casi siempre sobre niñas con problemas, como el de tener los pies
muy grandes, o granos, o algo parecido».

En cuanto la edad sube, las ficciones suelen reunir los temas propios del
costumbrismo juvenil en unas mezcolanzas más o menos afortunadas. En
esa dirección, dos novelitas jugosas de aquí y ahora que reflejan con gracia
determinadas mentalidades y ambientes actuales son Y decirte alguna
estupidez, por ejemplo, te quiero de Martín Casariego, y Vigo es
Vivaldi de José Ramón Ayllón. De las dos se puede decir que hablan con
sentido sobre la efervescencia del primer amor, que no contienen los
chorros de romanticismo rosa y verde de otras, que no recurren a las
propiedades inflamables de algunos deseos para manipular al lector
adolescente.

Ahora bien, estas dos novelas, probablemente las mejores en ese subgénero
que se han escrito en España en los últimos años, juegan varias divisiones
por debajo de las grandes novelas, y así debe hacerse notar. Incluso puede
decirse que hay una notable diferencia de categoría literaria entre ellas y La
vida nueva de Pedrito de Andía, de Rafael Sánchez Mazas, para mi gusto la
mejor novela de amores juveniles y mundo colegial que se ha escrito en
castellano.

La escalera debe continuar

Pero si las últimas novelas citadas están centradas en el descubrimiento del


amor como conmoción interior, también las hay que cargan la mano o que
usan el gancho del aspecto físico de la cuestión. Por la misma fuerza de las
cosas, esos relatos actúan en los lectores jóvenes como acicates que les
llevan a buscar experiencias semejantes, y como una especie de consejeros
a distancia que, al desculpabilizar las actuaciones más o menos
desafortunadas de los protagonistas, tranquilizan la conciencia del lector.
Estamos lejos de advertencias como la que Dickens, en Oliver Twist, hace
decir a la señora Maylie cuando advierte a su hijo Harry sobre su amor por la
huérfana Rose: «La juventud tiene muchos impulsos generosos poco
duraderos y entre ellos hay algunos que cuanto más pronto se satisfacen
más efímeros son».

De todos modos, como dice Manzoni en Los novios, «en los errores, y
máxime en los errores de muchos, lo más interesante y más útil de observar
me parece que es justamente el camino que han recorrido las apariencias,
los modos en que han podido entrar en las mentes y dominarlas». Por eso
viene bien preguntarse si, entre las causas de tantas vidas fracasadas, no
habrá que poner esos relatos que juegan con la complicidad interior de quien
no quiere sufrir ni esforzarse, y que contienen toneladas de sentimentalismo
y frivolidad, por ejemplo cuando presentan el sexo con la tramposa
naturalidad de quien dice ignorar qué pasa cuando se acerca una cerilla al
fuego.

Corresponde a los educadores no seguir el juego a quienes tratan a los


chicos como incapaces intelectualmente cuando dicen que sólo hay que
darles obras fáciles, y como débiles mentales cuando les proponen relatos
cómplices. En positivo, son ellos quienes deben promover la mejor literatura:
la que nos deja ver debajo de la superficie y tiene profundidad, la que
muestra los otros lados de las cosas y añade perspectiva, la que nunca
tiende trampas para incautos y menos a los jóvenes. Y, cuando deban
proponer libros de menos alcance, han de procurar que sean peldaños para
subir a la mejor literatura y a un grado superior de madurez.

Como explica Gombrich, si el lenguaje del arte tiene una cohesión «tenemos
derecho a hablar de vocabularios y recursos pobres y ricos, posibilidades de
diferenciación y discriminación», y si «puede haber una transición natural
desde el interés por las columnas de cotilleos hasta el disfrute de
noveluchas», es de suponer que la escalera debe continuar hacia una mayor
«riqueza en la articulación de los problemas humanos». No pretendo negar
las dificultades, ni la real debilidad o falta de preparación de muchos
lectores, ni la desproporción entre sueños y realidades, sino hacer notar una
ley física inalterable: las leyes de la trayectoria exigen que para llegar lejos
se apunte alto.

NOTAS

Este artículo fue publicado en ACEPRENSA, XI.2003, y ha sido revisado en


junio de 2007.

Las citas de Gombrich están tomadas de la parte autobiográfica


de Gombrich esencial - Textos escogidos sobre arte y cultura (The Essential
Gombrich, 1996); edición de Richard Woodfield; Madrid: Debate, 2004, 2ª
ed.; 624 pp.; trad. de muchos autores; ISBN: 84-8306-586-X.

La opinión de Romano Guardini a propósito de Stifter está tomada de Las


etapas de la vida - Su importancia para la ética y la pedagogía (Die
Lebensaler. Ihre ethische und pädagogische Bedeutung, 1953). Madrid:
Palabra, 1997; 157 pp.; col. Biblioteca Palabra; introd. de Alfonso López
Quintás; trad. de José Mardomingo; ISBN: 84-8239-205-0.

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