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Mujer de cristal

Carlos Maza Gómez


© Carlos Maza Gómez, 2009
Todos los derechos reservados

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Alvar
Tenía entonces el pelo de oro viejo, un color
desusado en la aldea. Estaba muy orgullosa de él porque me
hacía diferente, aunque las otras chicas sintieran envidia y
algunas se burlaran. No se atrevían a más porque también me
tenían miedo. Decían que era una bruja, que adivinaba cosas
que no debía haber sabido. Puede que sí, durante muchos
años no supe controlarme y las visiones me venían sin
querer, cuando padecía insomnio o cuando estaba cansada o
triste.
Ahora mi pelo tiene un color extraño. Ni es el de mi
juventud ni tampoco el gris ni el blanco. No hay nombre para
este color que hace que todos giren la cabeza al verme
recorrer los caminos. Les digo, “Soy Silva, la que adivina el
mundo” y primero se ríen, luego empiezan a fruncir el
entrecejo. Responden, “¿Qué quieres?, ¿qué pretendes
adivinar aquí?”. “No quiero adivinar nada de nadie. Sólo
deseo caminar y olvidar”. Y entonces me miran aún más
perplejos y desconfiados. Tan sólo los niños se reúnen
conmigo, fascinados, cuando empieza a caer la tarde. Me
siento en la plaza del pueblo y les cuento cosas del tiempo
que pasó y de otro que pudo venir. Les hablo de ilusiones y
de fantasmas, de gentes que vivieron y rieron, que lloraron
para luego morir. Les cuento de la luz del sol, del calor que
se vive en otras tierras lejanas, de mundos que existen en
torno a nosotros y que no podemos ver. Algunos se ríen,
divertidos, otros callan y me miran sin abrir la boca. Alguno
de los más mayorcitos pregunta, “¿Qué es lo que quieres
olvidar?”. Siempre respondo, “A Gabriel”.
- Tienes las manos llenas de sangre, tío.
Está partiendo leña junto al cobertizo de las
herramientas, sobre un gran tocón que tenemos colocado allí
para estos menesteres. Me mira en silencio, detenida la tarea.
- ¿Qué sabes tú?
- Veo tus manos llenas de sangre. ¿Te has cortado?
- No me he cortado.
- ¿Por qué tienes las manos así? Hay que curarte.
Agacha la cabeza.
- No tengo cura, Silva, no hay cura para mí.
Me siento en el suelo y le miro.
- A veces veo cosas extrañas, tío. No sé por qué. ¿No tienes
sangre entonces?
- No, no estoy herido. Pero has visto bien.
- ¿Cómo puede ser eso? ¿Tienes sangre en las manos o no la
tienes?
Se calla y continúa cortando leña.
- ¿Cuántos años tienes?
- Doce.
- Doce, sí -vuelve a detenerse, pensativo-. Tantos como hace
que tuve que irme.
- ¿Por qué te fuiste de casa?
- Buscando otros mundos. Algún día me volveré a ir de
nuevo.
- Siento que corres peligro, como si alguna amenaza te
acechara.
- ¿También ves eso?
- No, eso no lo veo. Pero es un miedo que se me agarra por
dentro.
- Eres una niña muy especial. Lo supe desde antes de que
nacieras, cuando pensaba en ti allá donde estaba, muy lejos.
- ¿Más allá del desierto?
- Mucho más allá.
Permanecemos en silencio mientras acaba de cortar
toda la leña. Luego deja el hacha, me toma de la mano y
volvemos a casa.

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Te voy a contar una historia, Silva. A ver, siéntate
aquí, sobre el tocón. Fíjate qué buen tiempo hace, podemos
hablar tanto como queramos y es bueno que lo hagamos
porque algún día me volveré a ir. No pongas esa cara, es mi
destino. Ni el mundo me deja quedar ni yo estoy dispuesto a
hacerlo. Pero ahora estamos juntos tú y yo, Gabriel, el
viajero errabundo que sueña caminos y Silva, la niña de pelo
de oro que adivina cosas que existieron y nadie supo jamás.
Te voy a contar de Alvar, un chico muy especial que
vivía en un mundo distinto. Era un mundo de agua, Alvar
vivía dentro del agua. No, no era un pez o quizá sí. En todo
caso resultaba ser un pez muy especial porque pensaba y
tenía manos y pies, en todo parecido a nosotros. Alvar vivía
solo porque, salvo raras excepciones, la gente vivía en su
propio mundo y sólo podía ver a otros y pensar con ellos,
pero no tocarse.
Desde que nació Alvar pensaba mucho. Le llegaba
una multitud de pensamientos ajenos y los veía extraños o
era más bien que sus propios pensamientos eran los que le
hacían diferente. Se preguntaba qué hacía allí, en ese mundo
en el que se desenvolvía. Respiraba agua, vivía tragando
agua, se movía, nadaba un trecho corto, se recostaba en una
pared y sentía que su mundo era pequeño, sus ansias muy
grandes y centenares de preguntas permanecían sin
respuesta. Qué hago yo aquí, se decía, por qué mi mundo es
así, por qué hay límites. Y sobre todo, qué me espera más
allá de la muerte. Porque ésa era una experiencia compartida
por todos, la certidumbre de que se moría en un momento
determinado. La persona desaparecía por completo y nadie
había vuelto para contar lo que vio al otro lado. Si había otro
lado, como muchos defendían. ¿Hay otra vida o no?, se
preguntaba Alvar.

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Todo eso le ponía triste. Pensaba que si nadie había
vuelto es que no había nada que esperar. A veces lo
comentaba a distancia con algunos amigos. Los más alegres
le respondían que no importaba nada, que había que vivir la
vida tal como la tenían en ese momento y el día que acabara,
no preocuparse de nada. Uno había escuchado la opinión de
un sabio: Si hay otra vida, estupendo, pero si no la hay,
descansaremos. Otros que le veían hacer preguntas se ponían
tristes y empezaban a recordar a gente querida que había
desaparecido. Algunos decían que a veces conseguían ver
reflejos suyos pero les contestaban que eran fruto de su
imaginación.
La vida entera, la corta vida de Alvar, se le fue en
hacer preguntas para las que no tenía respuesta. A veces se
sentía desesperado porque pensaba que estaba siendo objeto
de un engaño monstruoso, que formaba parte de una comedia
en la que un titiritero movía los hilos de su vida sin su
consentimiento. Algunos decían que ese ser existía y que era
muy poderoso, otros lo negaban. Alvar no se contentaba con
una ni otra explicación. Quería saber quién era ese ser, si
existía, saber por qué hacía las cosas de ese modo, pedirle
cuentas. Sobre todo, saber respuestas. Con el tiempo dejó de
creer que alguien se las diera y tornó a negar la existencia de
ese ser. Pero nunca podía negar las preguntas, que seguían
persistiendo en su cabeza.
Los amigos más mayores morían y desaparecían y él
seguía sin saber nada. Un día se vio viejo, crecido tanto
como podía crecer. Decían de él que era un sabio pero lo
negaba tajantemente. Un sabio es el que tiene muchas
respuestas, respondía. Yo sólo tengo preguntas. Con la vejez
se fue alejando de sus amigos, muchos de ellos
desaparecidos. Tornó a la soledad que siempre fue su más
fiel compañera. Con ella empezó a alcanzarle un extraño
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contentamiento, como una sensación fatal de su destino. No
encontraré respuestas, se decía, ensimismado, se me ha ido la
vida buscándolas, dando bandazos, tropezando allá donde
iba, sin alegría ni apenas risas. Tan sólo el recuerdo de
algunos amigos y amigas que alguna vez me quisieron y a
los que quise tal como era.
De vez en cuando acudían a él chicos jóvenes que le
preguntaban. Sentía desde lejos su curiosidad, el
aburrimiento de algunos, el desprecio de otros. Para los
primeros dejaba su mayor empeño, las mejores preguntas, las
respuestas torpes y equivocadas que algún día se dio. Les
decía que cada uno debía ser fiel a su destino. Algunos
pensaban que no había destino, que no estaba escrito, que era
un azar. No está escrito, les respondía, pero no es un azar.
Nuestro destino lo escribimos cada día. ¿Cuál es el suyo,
maestro?, le preguntaba el más descarado. Alvar sonreía y
decía, encogiéndose de hombros: Mi destino siempre fue
hacer preguntas para las que no tenía respuesta. Vuestra
labor entonces es daros cuenta de cuál es vuestra naturaleza,
porque la naturaleza de cada cual marca su destino. Cuando
se sepa esto, la vida estará más orientada y una extraña
felicidad os irá creciendo. Pero ellos se quedaban
confundidos, otros ilusionados. Mi destino es ser valiente,
decía uno, el mío es conquistar mundos, decía otro, el mío es
escribir historias que llenarán el corazón de todos. Alvar les
miraba sonriente y les decía, buscad, buscad. Cuando el
destino llegue y se abra paso sentiréis que habéis llegado al
camino correcto.
Cada día podía moverse menos, cada día estaba más
torpe. Alvar llegaba a la edad de la muerte y todo su
pensamiento se fue aquietando. Estaba conforme, resignado.
He vivido, se decía, he hecho preguntas hasta que no he
podido más. Luego sintió como un poderoso empuje, como
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una mano gigantesca que le agarraba y le llevaba más allá de
su mundo, fuera de la vida que había llevado hasta ese
momento. Ésta es la muerte, pensaba, éste es el final. No
pudo respirar, no podía, se sentía desfallecer. Una luz
poderosa, más fuerte de lo que había conocido jamás, le
envolvió. Se ahogaba, se ahogaba. Y luego oyó una voz
lejana que decía con palabras extrañas: ¡Es un niño! Y
entonces se echó a llorar y con las lágrimas fue olvidando
toda su vida pasada, los amigos que le quisieron y a los que
quiso, la desesperación de algunas tardes, la fantasía con que
le gustaba suplir su ignorancia. Todo lo olvidó pero algo no,
¿sabes qué? Cuando abrió los ojos al resplandor, mientras
lloraba intentando respirar, empezó a preguntarse ¿qué hago
aquí? Lo había olvidado todo menos las preguntas.

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Sembrando estrellas
Me quedo sola en la plaza. La bruma se va
apoderando de ella y estoy en suspenso, como si el tiempo
para mí se hubiera detenido. Aparece una mujer joven, lleva
a un niño pequeño de la mano que me mira, sucia la cara,
curiosos los ojos. Se para a mi lado y me ofrece un cántaro
de agua. Bebo sin decir nada. El agua me resbala por la cara,
baja en un reguero hasta el pecho. Me viene a la cabeza una
escena semejante allí en la granja, cuando Gabriel llegó
aquella mañana, exhausto, sin decir palabra. Sólo el abrazo
estrecho con madre, luego mirarme e ir hacia la fuente. El
agua mojándole la barba, la garganta moviéndose con
rapidez y luego el gesto con el dorso de la mano al limpiarse.
“¿Tú eres Silva?”. “Yo soy”, le contesté mientras miraba a
mi madre, que lloraba.
“Ven”, dice la muchacha, y le sigo por las calles
estrechas. Ojos que me observan, cuchicheos, una ventana se
abre y una cabeza asoma. “Ven”, insiste en cada encrucijada,
y finalmente me toma de la mano. Voy a un lado, el niño da
saltos al otro, hacemos un extraño trío. Tengo sucias las
ropas, tengo el polvo del sendero incrustado en la piel, en el
pelo. Empiezo a sentir el cansancio de un camino que no sé
adónde me lleva. La muchacha apenas se detiene frente a un
portón verde de una casa blanca, como tantas hay en este
pueblo. Entra y sigue tirando de mí, que le sigo sin replicar.
Una mujer mayor, vestida de negro, coloca platos sobre una
mesa. Otra, el pelo cano recogido en un moño como la
primera, da vueltas a una olla donde borbotea algo. La
primera se me acerca, dejando un puñado de cubiertos sobre
la mesa. “Te esperábamos”, dice, “ven a sentarte”. Me coge
del brazo y sigue hablándome: “Estarás hambrienta,
pobrecilla”. No necesito preguntar nada. Es como si volviera
a otros tiempos hace muchos años, cuando yo era niña y mi
madre cuidaba de mí, me peinaba por las noches pasándome
el cepillo repetidas veces y cantando canciones antiguas que
los jóvenes habíamos olvidado. “En un hermoso día de
verano”, cantaba con esa voz limpia y algo ronca con que la
recuerdo, “caminaba por la ribera del río y me quise bañar”.
Yo reía y cantaba con ella, bajito, “Cuando sentía el agua
fresca, un joven caballero de noble rostro acertó a pasar.
¿Quién eres, bella aldeana? ¿Quiénes son los padres que te
dieron tan gran hermosura?”. Sin darme cuenta, sentada en
una silla, me he puesto a cantar bajito. Me escuchan mientras
el recuerdo de mi madre me atrapa el corazón. El contenido
de la olla sigue borboteando y la primera mujer termina
luego de poner la mesa, sin cesar de mirarme. El niño
pequeño se sienta en el suelo, a mi lado y me mira, curioso,
perplejo. “¿Nunca escuchaste esta canción?”, le pregunto y
cabecea afirmando. “Vuelvo de la guerra, bella aldeana”,
canta ahora la señora que guisa, “he perdido a mis amigos,
mi luz y mi alegría. Pero ahora que te veo, sé que fue el amor
el que me empujó en este día”.
Nos quedamos en silencio. Luego me sirven un plato
de verduras cocidas con trozos de huevo. Todos se sientan y
comemos sin decir palabra durante unos minutos. Está tan
bueno el guiso que casi tengo ganas de llorar de felicidad.
Hace semanas que no comía así. Luego levanto la cabeza y
les doy las gracias. Sonríen las dos, la muchacha me mira
con simpatía pero no sabe sonreír, el niño se ha distraído con
una miga de pan. “¿Dónde aprendieron esa canción? No creo
que sea de aquí”. “No”, dice la más habladora, “es de tu
tierra, ya lo sabemos, de lejos”. “¿Quién se la cantó?”. Me
mira y sonríe apenas. “Tu tío Gabriel, él fue quien nos la
cantó la noche antes de despedirse de nosotras”. Quedo en
suspenso, olvidada del plato y la cuchara que aún mantengo
en la mano. “Él fue quien nos dijo que te esperásemos dentro
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de muchos años. Casi llegamos a pensar que, por una vez, se
había equivocado”. “Pero aquí estás”, dice la otra, “te
quedarás con nosotras unos días, hasta que recobres la
fortaleza”. Asiento y sigo comiendo mientras nos miramos
de vez en cuando.
Luego me preparan un baño en una pila grande de su
patio. Calientan agua y la muchacha la va echando poco a
poco mientras el vapor sube hacia el cielo. Sumergida hasta
el cuello siento el espíritu volar. Cierro los ojos y me parece
estar en el fondo del mar, sembrando estrellas. La vida es un
injusto penar, una mueca dolorida, un lento arrastrar los pies.
Pero a veces, como por arte de magia, parece que estoy en el
fondo de un gran océano y los peces me rodean, las medusas
se enroscan en mis piernas y siento el corazón golpear como
un tambor dentro del pecho. “¿Por qué sonríes?, ¿estás
soñando?”, dice la muchacha al traerme más agua. Nos
miramos. No sé describir apenas este ramalazo de felicidad.
Veo bondad, miedo, dureza, lágrimas, noches llorando junto
al pajar. “Sueño que voy por el fondo del mar”, le digo, “y
dentro de una bolsa que cuelga de mi cuello tengo...”.
“¿Qué?”. “Estrellas”, concluyo, “miles de estrellas que
reparto por donde camino y de esas estrellas brotan plantas
que buscan la luz creciendo hacia la superficie. Yo les digo:
asomaos, ved el mundo, sufrid la herida, curad las llagas,
pero también respirad el aire, llegar tan lejos como podáis.
Que el tiempo no os alcance, que el dolor no os atraviese,
que nadie venza vuestro camino y quedéis en una cuneta, la
voz quebrada, el corazón roto”. La miro sonriente. Se le
escapan limpiamente unas lágrimas de sus ojos inmóviles. Le
digo: “¿Fue hace mucho tiempo?”. “Dos años hace. Alguien
lo mató, nunca supimos quién. Venía de trabajar el campo
del señor. Le estuve esperando hora tras hora y ya de noche
salí a los caminos, mi madre fue conmigo. Lo miramos todo,
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cada piedra, cada árbol. Lo encontré entre el fango, la herida
en el pecho...”. Se sienta en el borde de la tina, sin mirarme.
La mujer silenciosa la observa desde la ventana del patio
pero ella no se da cuenta, inmersa en su dolor.
Cierro los ojos y hablo, casi sin querer. “Siento un
amor grande atrapado en un espacio pequeño. Siento nubes
que pueblan tu cielo y te asfixian”. Me escucha en silencio.
“Caminaba por la tarde”, continúo, “deseaba llegar a casa y
descansar. Estaba solo y encontró el aliento de un borracho,
la maldad de un corazón enfermo. No le conocía, le dijo si
necesitaba ayuda, allí como estaba sentado al borde del
camino. La mano que empuña un cuchillo, que amenaza, que
ordena. Él dice que no tiene nada salvo el sudor de haber
trabajado todo el día. La mano que se cierne sobre él, el
golpe seco”. Me escucha sin decir palabra, se le han borrado
las lágrimas y ha bajado la vista. “Se durmió entre sueños”,
le digo, “su última imagen fueron tus labios en el primer
beso, tus manos en la caricia, tu sonrisa en el despertar. Su
corazón roto aún recordaba la suavidad de la piel del
chiquillo, el amor que os tuvisteis. Dijo tu nombre varias
veces pero el asesino no escuchó. Luego, pudo descansar”.
El niño se ha acercado y le abraza torpemente. “¿Habla de
papá?”, pregunta y ella hace un gesto afirmativo, antes de
llevárselo para dentro.
Me recuesto en el agua. Siento la limpieza de mi piel,
casi olvidada después de tanto caminar. Hay sangre en esta
casa, me digo, como en tantas de este país arruinado por las
guerras, la violencia y el hambre. Hay sangre, repito, pero
también mucho amor.

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El mundo invisible
Estoy tendiendo la ropa cuando le veo llegar. Se
tambalea al lado de los matorrales lejanos y parece mirarme
sin proferir un grito ni hacer un gesto. “¡Mamá!”, llamo
bajito, sintiendo que me crece la alarma por dentro.
“¡Mamá!”, prorrumpo a pleno pulmón. Atravieso la casa
como una exhalación. Ella está agachada con una
herramienta en la mano, tocando una planta a la que parece
acariciar. “Hay un hombre”, le explico, mi pecho subiendo y
bajando. “¿Cómo un hombre?”, responde, extrañada. “¿Y
qué?, ¿desde cuando te asustas así viendo a un hombre?”.
“No entiendes”, replico enfadándome, “¡viene del desierto y
viste muy raro!”.
Deja la herramienta y corre conmigo hasta el patio
trasero. Allí se detiene, se lleva la mano al pecho. “¡Ay. Dios
mío!”, dice solamente. Me he agarrado a su amplia falda
pero ella se suelta de un tirón y corre hacia quien que camina
pesadamente hacia nosotras. Voy detrás, pero más
desconfiada. El hombre parece perder las fuerzas al verla y
cae de rodillas. Mi madre se arrodilla a su lado y le abraza
como no le he visto abrazar a nadie. Al llegar a su lado veo
que tiene una barba descuidada, los ojos cerrados y un
extraño traje hecho jirones cubierto de polvo. Los dos están
abrazados sin decirse una palabra pero mi madre llora
incontenible y musita un nombre repetidamente. “Gabriel,
Gabriel”, casi tengo que adivinar.
Era él quien podía saberlo todo, lo que pasaría y lo
que podía pasar. No yo. Mi poder de evocación casi nunca
alcanza a lo propio, elude mi vida y la de los míos, extraña
desazón el verme desvalida de lo que, finalmente, más me
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importa. Fue él quien alzó la cabeza que caía sobre el
hombro de mi madre, el que abrió los ojos para mirarme y
luego sonreír. “Hola, jovencita”. Levanté la mano a guisa de
saludo, tan extrañada estaba de ver el comportamiento de mi
madre. “Ay, Gabriel”, gemía ella, “cuánto tiempo, cuánto”.
“Trece años hace, hermana, ¿creías que había muerto?”. Ella
sigue llorando pero cabecea diciendo que sí.
Muchos años han pasado desde aquella escena pero la
tengo clavada en un lugar de donde no se irá jamás. Sus ojos,
si al menos pudiera olvidar sus ojos, sus manos, la sonrisa. Si
pudiera ser otra, una de esas mozas que van con un gran
cántaro a la fuente o al río y vuelven con él en la cabeza
charlando con las demás aldeanas. Si pudiera ser una de esas
mujeres que guisan para su marido, que cuidan de sus hijos y
otean el horizonte esperando ver su figura volviendo de los
campos del señor al atardecer. Pero quizá sea mi pelo de oro,
ya desgastado, tal vez mi extraño nacimiento del que no supe
hasta que Gabriel volvió a irse. Tal vez sea ese don con el
que vine al mundo, el poder de evocar las sombras del
pasado, el sonido tenue de la vida que parece muerta y no lo
está, la sangre en las manos de mi tío, los ojos que se cierran
de un hombre apuñalado en el camino.
Tardo en dormir. En la gran cama una de las viejas se
rebulle y parece hablar en sueños. Siento su calor a través de
la tela. Es como si ramalazos de vida me llegaran, la de
aquella mocita que fue en otro tiempo, la madre orgullosa de
su hijo, luego preocupada. Tantas noches mirando el camino
y el chico que no viene. Cuando lo hace le ve tambalearse,
reírse grotescamente. “Estás borracho, hijo, ¿cuándo dejarás
de estarlo?”. Y él que grita una obscenidad, luego se
tambalea y cae rendido en la cama. Su madre le quita las
botas embarradas, los pantalones que huelen a sudor, vino,
amor turbio. Luego le pasa la mano por la frente en el
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silencio de la noche. El marido ronca pesadamente, el chico
empieza a hacerlo y ella acaricia esa frente envuelta en
desazón y angustia. “¿Cuándo cambiarás, hijo?” va
musitando como una cantinela. Luego se acuesta a su lado,
junto a su marido, y siente que, pese a todo, está en el sitio
preciso, en el lugar perfecto, entre sus dos hombres. Ahora
ocupa una esquina y soy yo quien está entre ambas. En la
cama pequeña se rebulle la chica y el niño. Se ha hecho el
silencio sobre la casa y, dejándome invadir por él, cierro los
ojos.
Luego sueño que estoy con mi tío en una especie de
jardín lleno de color. Me da la mano y caminamos. “¿Dónde
vamos?”, le digo. “¿Qué importa, Silva, si vas conmigo?”.
Me digo que es verdad y siento que me salen alas del
corazón, que mis pies corren sin darse cuenta y luego
volamos sobre campos llenos de árboles. “Mira, hija, mira
bien”, me aconseja, “que no se te olvide nada. Ese río, esa
mocita que nos ve y saluda, ese hombre preocupado que
cabalga por el camino. Mira las rocas, los arbustos y las
montañas que dentro de poco atravesaremos. “Éste es
nuestro mundo”, continúa, “y será también de los que nos
sigan como fue de los que vinieron antes que tú, aquellos que
puedes ver en los retazos de tu memoria”. Miro sin saber qué
mirar, todo me parece como siempre pero inusitadamente
bello desde la altura. Su mano en la mía, un apretón fuerte.
“Que no me pierda”, pienso con una ráfaga de temor, “que
no me suelte y termine perdiéndome”. Mi tío sonríe y dice:
“No te perderás”. Luego atravesamos un espeso nubarrón y
el frío me abraza con aliento descarnado. “Silva, ten siempre
presente lo que ves. Detrás de todo ello hay otro mundo
invisible, algo que nadie puede observar con sus ojos. Es el
corazón de los hombres, el llanto de las mujeres, ese llanto
que es temor y desgarro, aquel que no derrama una sola
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lágrima pero invade a la mujer que espera y siente miedo
encontrándose indefensa. Ese mundo, hija, ese mundo que es
el más verdadero, el que derriba a señores y ensalza a
humildes, el que hace de un hombre un cachorrillo o le
puede transformar en una montaña. Un mundo de dolor y
alegría y amor y odio”.
Me despierto sobresaltada y aún es de noche. Las dos
mujeres respiran suavemente a mi lado. Instintivamente me
arrimo a una y pongo mi cabeza en su espalda. Oigo el latir
suave de su corazón, pum, pum, y me voy tranquilizando.
“No me olvidaré, Gabriel”, musito como si orase. “De los
ríos, las montañas, los árboles. Tampoco del corazón de los
hombres ni del llanto de las mujeres. No me olvidaré del
mundo invisible, tío. Tampoco podré olvidarme de ti”. Y
luego duermo de un tirón hasta que el mundo despierta a
nuestro alrededor y es la mañana.

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El hombre ahorcado
Caminamos por el bosque. Le llevo hasta el Arroyo
Claro y allí sumerjo las manos para que él haga lo mismo.
Reímos. “Ay, chiquilla”, me dice con un suspiro de alivio,
“cuando tenía tus años me conocía este bosque como la
palma de mi mano. Aquí venía yo con tu madre y jugábamos
a tirar barcos a la corriente, trocitos de madera que se iban
flotando corriente abajo. Los mirábamos irse entre gritos
porque uno ganaba al otro, porque al fin se perdían o
quedaban encallados”. Se queda en silencio y miramos el
agua que baja entre borbotones.
- A veces veo a un niño en el bosque -le digo y me mira,
interrogativo-. No me dice nada, sólo me sonríe de lejos. Es
más pequeño que yo, rubio, tendrá siete u ocho años.
Continúa callado y por eso sigo hablando.
- Le faltan dos dientes de delante.
- Dos dientes... -musita, pensativo-. ¿No te habla?
- No, sólo está ahí, aparece cerca de mí. Me mira, saluda y
luego se va. No sé dónde vive ni quién es. Yo le llamo el
Gnomo porque sólo le falta un gorro de punta para parecerlo.
Seguimos escuchando el arroyo.
- Se llama Pedro.
- ¿Le conoces? -contesto sorprendida.
- Era un niño que conocíamos tu madre y yo, alguna vez jugó
con nosotros. Un día desapareció, no se supo por qué ni
cómo. Unos dijeron que se había internado en el bosque
buscando setas, otros añadían que allí le atacó un animal, aún
se comentó que le habían raptado unos mendigos. No se supo
de él hasta que tres años después un cazador encontró sus
zapatillas bajo el tronco de un árbol. Su madre las reconoció.
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Se habló mucho en el pueblo de eso, de por qué estaban las
zapatillas tan alineadas, como si se hubiera descalzado con
cuidado. Además, y eso fue lo más extraño, estaban como
nuevas. Las viejas hablaron del demonio, que se lo había
llevado para una de sus fiestas impías. Nadie supo dar una
explicación pero, por lo que dices, su espíritu aún vaga por
este bosque, no sé si buscando la paz o tal vez las zapatillas
que dejó bajo el árbol para bañarse y luego desaparecieron.
- ¿Y tú qué crees que pasó, tío?
Sonríe.
- ¿Yo? Bueno, para mí que se fue a vivir a un mundo
parecido al nuestro, con este mismo bosque, con el Arroyo
Claro, con todo lo que tú ves, pero sin nosotros..., salvo tú,
claro, que a veces puedes ver y dejarte ver por ese mundo y
todo lo que en él se encierra, incluido Pedro.
- ¿Éstas son las historias que cuentas, tío? ¿Como la de
Alvar? Dice mamá que siempre has contado historias,
incluso desde pequeño, cuando no podías haber escuchado
muchas.
- Así es, Silva, siempre me tomaron por inútil porque no me
gustaba cavar el campo ni sembrar ni recoger el grano.
Nunca me gustó el vino ni irme con mujeres ni jugar. Me
decían que era un muchacho extraño. Al principio se
burlaban de mí, los chicos se metían conmigo pero luego se
dieron cuenta de que yo también tenía un poder que ellos
ignoraban.
- ¿Cuál?
- El poder de contar historias, Silva, historias que luego se
cumplían o tal vez no.
- Cuéntame una.
Se queda pensativo.
- Será triste.
- No me importa.
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- Será triste porque vivimos un mundo lleno de desgracias,
Silva, y porque sólo los sueños nos pueden salvar. Y las
historias, claro -sonríe antes de comenzar.
Hay un pueblecito al norte donde viven dos
hermanos. Uno se llama Nuño, el mayor, y el otro, Alfonso.
No pueden ser más distintos los dos. El primero es serio, un
hombre de pocas palabras. Trabaja el campo que heredó de
su padre de sol a sol, paga al señor sus tasas puntualmente,
es un hombre responsable aunque algo triste. Se casó con
una aldeana que le ha dado un hijo, un chico díscolo e
inquieto que gusta del vino en la taberna, de las peleas y
broncas. Todo lo contrario de su padre que ha tratado de
meterlo en vereda, de obligarle a trabajar, sin conseguirlo. A
veces se ha escapado de casa y sólo han podido esperar que
no volviera muerto de una de sus correrías. Alfonso, el
hermano menor, es también trabajador pero resulta un
hombre de pasiones turbias, con una desazón constante que
le provoca la posición de su hermano, preferido que fue en el
reparto de tierras cuando murió el padre de ambos. Tiene una
hija que se parece en todo a su tío Nuño, incluso en la forma
de la cara, en el carácter. De hecho, fue una de las causas de
que ambos hermanos fueran separándose. Al padre de la
chica se le atravesó en la cabeza que su hermano y su mujer
se entendían, que la chica era fruto de esos amores ilícitos y
que su hermano sólo pretendía humillarle. No han valido
juramentos ni lágrimas ni demostraciones. Han pasado los
años y Alfonso, sin prueba alguna de la infidelidad de su
mujer, una buena mujer por otra parte, la muele a palos
cuando vuelve borracho, la grita obscenidades, que se largue
con su hermano, que se vaya de casa a pasarlo bien con él.
La niña ha tenido que asistir durante toda su infancia a un
infierno en casa.

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Nada más hubiera pasado, sólo estas rencillas y
envidias familiares, sino llega a ser por una partida de cartas.
Un sábado por la noche, en la taberna donde van los hombres
del pueblo a beber, jugar y matar el rato, coincidirán los dos
hermanos, el mayor junto a su hijo. Los dos últimos habrán
ido a charlar y cerrar un trato con otro vecino sobre el
préstamo de unos bueyes.
¿Que por qué hablo como si no hubiera sucedido
aún? Porque aún no ha pasado nada, Silva. Anda, calla y
escúchame. Luego te diré algo más sobre eso.
Alfonso está jugando a las cartas, una actividad a la
que suele dedicar gran parte del fin de semana. Ve a su
hermano y le grita con sorna: “¡He aquí que ha llegado el
hombre virtuoso! El que no juega, no bebe pero que se
dedica a buscar a las mujeres de otros”. Se hace el silencio
en la taberna. Nuño le responde: “¿Tan pronto estás
borracho, hermano, que dices tonterías?”. “¿Tonterías?”, la
cara de Alfonso enrojece, “¡Miserable! Bien sabes que no
son tonterías, todo el mundo lo sabe”. Mira a su alrededor
pero todos callan, beben y miran hacia otro lado. Entonces
sonríe de medio lado: “Venga, hermano, claro que son
tonterías, era una simple broma, ya lo sabes. Ven, siéntate
conmigo y estos amigos, vamos a jugar unas manos”. “No
me gusta jugar”. Alfonso insiste hasta que negarse hubiera
sido muy violento. Nuño se sienta finalmente para no
enconar las cosas pero advierte que no puede entretenerse
mucho en ello. Su hijo, mientras tanto, empieza a beber en la
barra junto a unos amigos de su edad. Comienza el juego,
primero unas manos en las que se juegan unas monedas.
Pronto Alfonso, que ha ido ganando, propone aumentar las
apuestas y obliga a su hermano a aceptar. Éste empieza a
ganar una y otra vez. Alfonso se va poniendo nervioso,
pálido, ve como su hermano le va ganando todo el dinero
20
que traía. Éste insiste en dejarlo pero de repente el juego se
ha transformado en algo más importante para Alfonso, que
baraja repetidamente empezando a sudar. Todos miran un
momento y apartan la vista, hacen como que hablan pero no
pierden detalle. Al cabo de una hora quedan los dos
hermanos frente a frente, los otros que integraban la partida
se van retirando ante las apuestas cada vez más crecidas.
En ese momento Alfonso ha perdido las ganancias de
varias semanas. Entonces da un puñetazo sobre la mesa. Está
lívido mientras su hermano le mira con calma. “Me juego la
cosecha del año que viene”, dice el primero. Nuño contesta:
“No seas loco, hermano”. “¡La cosecha!”, brama el otro,
iracundo. “No quiero”, niega Nuño, “será la ruina de uno de
los dos”. El hermano pequeño echa la mano a la cintura y
pone encima de la mesa, con un golpe seco, su cuchillo. “La
cosecha”, dice con los ojos extraviados. Nuño le mira,
observa el cuchillo y contesta brevemente: “Sea”. El silencio
se ha extendido por la taberna. Todos miran ahora, incluso
suenan algunos comentarios animando la contienda pero
otros hacen callar a los deslenguados. El hijo, acodado en la
barra, no entiende bien lo que pasa.
Van saliendo las cartas, se ponen encima de la mesa.
Va y viene la suerte, está incierta en esa partida, todos se dan
cuenta. Puede inclinarse hacia un lado o hacia el otro. Todos
barruntan, sin embargo, que algo va a pasar, algo grave.
Saben que esa partida pasará a las leyendas del pueblo,
historias que las comadres contarán en invierno junto al
fuego. Llega la mano final, la que decide. No se oye un
suspiro, sólo la respiración agitada de Alfonso que
finalmente pone su mejor carta sobre la mesa. Nuño queda
en suspenso, con la suya agarrada en su mano derecha.
“¡Vamos, pon la tuya!”, ruge su hermano, incierto.
Finalmente la pone sobre la anterior y todo el mundo se da
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cuenta de que Alfonso lo ha perdido todo. “¡Hurra!”, grita un
borracho. “¡Muy bien, padre!”, brinda alborozado el hijo de
Nuño con los ojos brillantes. Su tío se vuelve hacia él y le
mira. Algunos se acobardan viendo tanto odio en una mirada
pero otros ríen y celebran la hazaña, entre ellos el chico que
pide otra ronda a la salud de su padre.
El triunfador de la partida también ha visto esa
mirada y ha sentido un oscuro temor. Se inclina hacia su
hermano y le coge del brazo: “Alfonso, olvídalo, ha sido sólo
una partida, nada más que eso. Olvida la cosecha, no pienso
arruinarte por algo semejante”. El perdedor le mira ahora con
el mismo odio que a su hijo: “Si pudiera te arruinaría yo”,
contesta. Luego se levanta y sale de la taberna entre las
risotadas y los comentarios de unos y otros.
Se hace de noche cuando padre e hijo vuelven a casa.
Nuño agarra por el brazo al chico, que se tambalea. No hay
apenas luna pero se sabe el camino de memoria, su casa no
está lejos. Está ensimismado, distraído. Arrastra a su hijo y
piensa en esa tarde tan aciaga. Tal vez sea mejor que se vaya,
piensa, que venda lo que tiene y escape. No podemos seguir
viviendo juntos. Entonces aparece una sombra en el camino
que se abalanza sobre él. Apenas tiene tiempo de defenderse
cuando el cuchillo ha volado hacia su cuello y cae a tierra,
las manos con que ha intentado protegerse en vano llenas de
sangre. El hijo ha caído y farfulla cosas incomprensibles
cuando el cuchillo se le entierra en la espalda haciéndole
callar para siempre. Luego la sombra se va dando tumbos por
el camino, sin ocultarse ni correr, incluso deteniéndose para
vomitar todo el vino de la noche.
No será hasta cuatro horas después en que una mujer
recorra el camino con un farol y diga dos nombres, llame a
dos hombres que se han ido ya al reino de las sombras para
no volver. Los encuentra tumbados en la cuneta, exánimes,
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enfriándose poco a poco. A su grito desgarrador por las
calles del pueblo empiezan a abrirse puertas, a encenderse
otros faroles que iluminan el camino por el que los hombres,
sorprendidos en mitad del sueño, ven los dos cadáveres. Se
alzan las voces, se señala al culpable. Los hombres tiemblan
de indignación, la voz de la tierra y de la sangre va llenando
sus corazones de ánimos de venganza. Marchan hacia la casa
del asesino que les espera con una horca en la mano. Su
mujer grita, su hija llora implorándole alguna cosa que nadie
entiende. Vuela una piedra certera. Con el impacto Alfonso
se desmorona. Apartan a la mujer, que ha querido correr a
abrazarle, suenan insultos, imprecaciones, gritos que le
llaman asesino. La multitud ha tomado al hombre por los
brazos y lo lleva tambaleándose hasta un árbol cercano.
Alguien tiende una cuerda donde se ha hecho un nudo
corredizo. El hombre se debate inútilmente. Su mujer intenta
de nuevo abrazarle pero otros hombres la agarran con fuerza,
la tiran al suelo y, en el frenesí de la venganza, la patean.
Ya el hombre cuelga, el rostro amoratado por
momentos, la lengua que baila en su boca a la vista de todos.
Uno de los que permanecen abajo coge un palo y le da un
fuerte golpe con él. La masa está enfurecida, descontrolada.
Le escupen, le insultan. De repente, todo el desprecio que
sentían por él, el odio que recibieron por su parte, vuelve
como una fiera para acabar con su vida. Alguien grita que
deben acabar con toda su familia y, al momento, algunos
hombres levantan a la mujer que llora y no se resiste. La
llevan a rastras hasta el mismo árbol y se lanza otra cuerda
sobre la misma rama en la que se mece su marido, ya sin
vida. Algunos se han quedado callados porque piensan que
están yendo demasiado lejos pero nadie se mueve. La cuerda
cae sobre la cabeza de la mujer, que asiste impávida a todo lo
que le sucede. Entonces no sé lo que sucederá.
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“¿Cómo que no sabes?”, protesto escandalizada,
“tienes que terminar tu historia. ¿La van a ahorcar o no?”.
“Esta historia aún no ha sucedido”, me dice con una sonrisa
al ver mi gesto de protesta. “No entiendo, ¿por eso hablabas
en futuro?”. “Claro, Silva. Los dos hermanos aún
permanecen en estos momentos labrando sus campos, uno
serio, responsable, haciendo cálculos, el otro jugador,
bebedor, envidioso. En estos momentos Nuño no ha muerto
sino que se inclina sobre el arado y mira a su hijo, que cerca
de él arrastra las consecuencias del mal dormir y trabaja a
duras penas. Menea la cabeza y continúa su labor. Nadie ha
muerto, nada de lo que te he contado ha sucedido aún pero
inexorablemente, algún día sucederá”. “Pero ¿qué sucederá
entonces?”. “No lo sé”. “¿Cómo no lo sabes? ¿Conoces toda
la historia hasta el final pero no sabes el final? Pues no lo
entiendo, qué cosa más absurda”.
“Escúchame, Silva”, dice más serio. “Soy un
constructor de historias que pueden suceder, que tal vez
sucedan, no lo sé. El futuro no está escrito pero el destino
existe, existirá siempre en nuestra vida, lo vamos escribiendo
día a día. Te diré finalmente cómo acaba esta historia”. “Así
me gusta más”, digo sin comprender lo anterior. “La
multitud colgará a la mujer al lado de su marido y luego, en
silencio, se irán retirando sin atreverse a mirarse unos a otros
ni decir nada. Una culpa caerá sobre todos ellos aunque
muchos lo ignoren. Sobre los hombres que gritaban
enloquecidos, los que insultaban y empujaban. Sobre las
mujeres que pedían a los hombres que lo hicieran, que
terminaran con todos, su hija también aunque finalmente no
se atrevieran. Cuando el animal habla por nuestra boca
olvidamos muchas cosas. Sobre todos ellos caerá una culpa
implacable, se extenderá como un manto inasible del que no
podrán librarse y, de este modo, esa culpa provocará nuevos
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asesinatos más adelante, otras muertes, nuevas venganzas.
Porque la vileza del hombre es un animal que se alimenta de
sí mismo y crece con todo esto hasta transformarse en un
monstruo que devora a los hombres en la guerra, la violencia
y el crimen”. Quedamos en silencio. Luego me pongo a
llorar y no puedo detenerme. Gabriel me abraza con ternura
y me dice: “Tienes el alma limpia como el agua de este
arroyo. Por eso te contaré lo que puede suceder también”.
Alzo la mirada y veo su cara bondadosa.
Un hombre ha llegado al pueblo hace unos días. Es
un hombre extraño, un viajero, un desterrado. Ha pedido por
las casas recibiendo un mendrugo de pan, unas verduras, un
trozo de carne endurecida. En una de las casas encuentra a
una mujer pequeña, algo encorvada, de mirada hundida. En
cuanto la ve alcanza a entender su sufrimiento, no sabe cuál
pero se da cuenta de que invade ese frágil cuerpo. Le dan de
comer y hablan del camino, de otras tierras. La mujer cuenta
de su marido, un hombre sin suerte, de su hija que le mira
desde un rincón, de su cuñado, que se llevó las mejores
tierras de la heredad y eso tiene dolido a su marido desde
años atrás. El hombre escucha en silencio mientras come un
plato del puchero caliente. Luego, tras agradecer el trato
recibido, se va.
Es de noche y el hombre duerme en la plaza, bajo un
soportal, cuando oye gritos y ve faroles y antorchas, hombres
que gritan llamándose unos a otros. Les acompaña aunque
sabe lo que van a encontrar. Luego va con ellos y observa
desde un lado cómo hay un enfrentamiento con un hombre
que lleva una horca en la mano y les amenaza entre gritos. Se
acerca a la mujer que llora junto a un árbol. Le pregunta si es
su marido, si es su hijo, aquellos que yacen en el camino y
ella dice que sí. Entonces le habla. Dice: “Observa a tu
cuñada. También ella llora, implora para no perder a su
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marido. Mírala, va a sufrir lo mismo que sufres tú ahora”. La
mujer gime que lo tiene merecido, que se mueran, que lo
pierdan todo como ella ha perdido a los suyos. “Van a querer
colgar a tu cuñada, a ella también”, insiste el hombre. La
mujer levanta la cabeza. “Ella, ¿por qué? Es él quien tiene
que morir, el asesino”. Los dos quedan callados mientras la
multitud arrastra al hombre hasta el árbol. “Si dejas que
muera tu cuñada, que cuelguen a una mujer que en la vida
sólo ha recibido palos de su marido, ¿qué quedará para ti?,
¿cómo vivirás con esa carga?”. “Serán los hombres los que
tengan esa culpa, no yo”, se defiende la mujer. “¿Estás
segura?”, contesta él, “¿pudiendo impedirlo y no haciéndolo,
estás segura de que no tienes nada que ver?”.
Algunos hombres han cogido a la mujer, la llevan
junto al árbol. Ella se deja hacer, exánime, como en otro
mundo. Alguien lanza una cuerda. Entonces otra mujer se
abre paso hacia el árbol, se planta delante de la que allí
permanece. Todo el mundo se detiene. Muchos piensan que
le escupirá, que proferirá en insultos. Uno de ellos espera el
desenlace con el nudo corredizo en las manos. Entonces la
mujer que ha llegado abraza a su cuñada y las dos comienzan
un llanto unido que se va transformando en grito. Y es el
dolor de la tierra, el dolor de la sangre el que clama por sus
dos bocas mientras lloran, desamparadas. Todo el mundo se
va apartando, algunos murmuran, un nudo corredizo cae de
las manos que lo empuñaban. Los hombres vuelven en
silencio, las mujeres les siguen. Las dos quedan solas, aún
abrazadas. Una chica joven llora más allá, caída en tierra
aún. Luego una dice: “Nos hemos quedado solas las tres pero
si nos ayudamos, podremos salir adelante”. La otra aún llora
pero cabecea afirmativamente y así van bajando el cadáver
de uno, llevando en una carretilla los de dos hombres que
aún yacen en el camino y proceden a enterrarlos.
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“¿Y el hombre que las ayudó?”, digo. Gabriel mira
más allá del arroyo. “Ese hombre es un viajero, un
constructor de sueños, un contador de historias”. “Eres tú”.
“Alguien que llegará un día hasta allí y luego se irá. Hay
personas que nacen para vivir en el mismo sitio y otros para
todo lo contrario, Silva. Y yo soy un viajero”. Luego
volvemos porque se va haciendo tarde y mi madre puede
preocuparse. Cuando casi llegamos al límite del bosque veo
a Pedro, lejos, junto a unas piedras. Me saluda con la mano y
yo le hago gestos. “¿A quién saludas, Silva?”, dice mi tío
escudriñando en aquella dirección. “A un amigo”, contesto.
“Ah, ya”, dice Gabriel y me coge de la mano.

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El asalto
Voy caminando por un amplio sendero lleno de barro
y piedras. Pese a mis años soy una mujer resistente a la
fatiga, puedo andar durante horas a un mismo ritmo sin notar
el cansancio de la jornada. Desde que abandoné las
inmediaciones del pueblo con sus casas y sus huertos, es raro
ver a persona alguna. He tenido malos encuentros a lo largo
de estos últimos meses hasta que he aprendido a sentir la
vibración de las pisadas detrás o delante de mí, observar
desde la distancia el golpeteo de los cascos de los caballos,
su piafar refrenado que me alerta de la presencia de soldados.
En esas ocasiones corro a refugiarme en cualquier parte,
entre la maleza, detrás de las rocas. En cierta ocasión en que
no veía lugar alguno me sumergí en el agua de un río y allí
estuve mucho rato, hasta que la larga fila de soldados se
perdió por el camino. Ninguno miró hacia la superficie del
agua donde me asomaba de vez en cuando para respirar y
averiguar cuándo podía salir. También he sufrido alguna
paliza de gente desesperada que buscaba un dinero
inexistente, de hombres sedientos de sexo. Todo eso trae el
camino, forma parte de él, lo bueno y lo malo, los animales
que buscan daño y placer y las personas que encierran una
historia y saben escuchar otras, que te ayudan en una
necesidad sin esperar nada a cambio, que comparten su
comida contigo. De todo hay y nunca se puede saber qué
depara el destino a la vuelta del próximo recodo.
Hace calor esta tarde. Detengo mi paso junto a un
arroyo y me lavo la cara, bebo hasta saciarme y me siento
allí un rato, a la sombra de unos árboles. Luego, sin casi
darme cuenta, me tiendo más cómodamente y quedo dormida
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de inmediato. Cuando despierto no sé qué tiempo ha pasado,
no ha debido ser mucho. Un hombre me mira desde lo alto
de un carro. “¿Qué haces ahí?”, pregunta. Le miro con
atención y no veo un peligro inminente. “Estoy
descansando”, respondo, “es duro el camino para quien va a
pie”. Sonríe y respondo levemente a su sonrisa. “Soy
ropavejero”, explica innecesariamente, “voy de un pueblo a
otro recogiendo mi mercancía. Puedes montar en el carro si
quieres, yo voy hacia allá, donde está mi casa”. Señala hacia
un punto indeterminado del horizonte. Me acomodo
finalmente cerca de él, abriéndome paso sin demasiadas
contemplaciones entre fardos de ropa, cacharros viejos,
trozos de metal de forma indefinida. “¿Has comido algo?”,
pregunta mirándome de reojo. Contesto afirmativamente tras
lo cual arrea a los animales y empezamos un lento caminar.
El carro va cargado y los bueyes resoplan en su esfuerzo.
Me pregunta qué hago recorriendo los caminos. “Una
mujer no debería ir sola por los caminos. Tendría que tener
un hombre para defenderla”. “No me hace falta un hombre,
ya sé defenderme yo”. “No siempre podrás”. Seguimos en
silencio. Trato de ver dentro de él y no lo consigo. Es como
una mezcla de cosas, jirones de sentimientos que van y
vienen, enredados, ennegrecidos y turbios. Hay algo que toca
en la maldad pero también bordes deshilachados de
humanidad y cariño y algún sentimiento escondido que no
acierto a adivinar. Por doquier, sufrimiento, pero eso no es
extraño en esta tierra. “¿Has sido ropavejero toda tu vida?”.
“Desde que volví de la guerra”, masculla, “de un lado a otro,
de un lado a otro. Todos los caminos me he recorrido
haciéndome cargo de lo que unos no quieren para vendérselo
a otros. Al final, uno se va haciendo viejo y no puede dejar
de trabajar”. “No eres viejo aún”. “En años no, pero por
dentro sí” y se pone los dedos a la altura del corazón.
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Los bueyes pasan a veces alguna dificultad y, cuando
llega alguna cuesta pronunciada, tenemos que bajar y
empujar el carro para facilitarles la tarea. El sol se oculta a
ratos entre las nubes y luego sale para iluminar los campos,
la llanura que se extiende entre lomas, casi interminable.
“Mis padres eran campesinos”, dice, “trabajaban hasta caer
rendidos para obtener un fruto muy pequeño. Yo fui
aventurero, he visto otras tierras, países lejanos, me enrolé en
muchos ejércitos. Al final, nada de todo esto merecía la pena.
Cuando volví mis padres habían muerto, mi mujer había sido
asesinada intentando defender la casa familiar de los
soldados. También ésta estaba destruida. Reuní los dineros
que traía y me compré este carro”. “Es un buen trabajo”, le
digo. “Mejor que romperse la espalda en el campo, sí”.
Observo su cara vuelta de perfil. También en ella hay
algo incierto, como si el sufrimiento hubiera formado una
máscara persistente. Debe tener poco más de cuarenta años
pero sus manos están envejecidas, su cuerpo algo encorvado.
A la luz incierta del atardecer observo que uno de los lados
de su cara muestra una cicatriz estrecha pero muy larga.
Pienso que será fruto de un sablazo enemigo. Me pregunta
por mí, dice que no entiende que ande sola por los caminos.
“Yo lo elegí”, respondo, “cuando murieron todos los míos
quise irme de la tierra en que nací. Nada me retenía en ella”.
Hace un gesto afirmativo y luego habla de su hija, de una
chiquilla que tiene trece años y le espera en casa. “Cuando
volví de la guerra encontré todo destruido, mi casa, mi
mujer, el campo arrasado. Pero una hermana mía se había
hecho cargo de la niña, que apenas tenía meses. Mientras me
establecía de nuevo continuó con ella. Los hombres no
servimos más que para trabajar, no para criar chiquillos, eso
es cosa de mujeres”. “Pero vive ahora contigo”. “Sí”, dice,
“desde hace pocos años. Mi hermana y su marido tuvieron
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que irse. La tierra no era suya sino del señor y éste les
castigó por no pagar lo que debían. Así que he quedado solo
con la niña. Los dos cuidamos el uno del otro”.
Cuando llegamos a su casa, en las afueras del pueblo,
comienza a caer la noche. Al sonido del carro ha salido a la
puerta una chiquilla que se seca las manos en un trapo. Me
mira entre la sorpresa y la prevención. Le saludo pero ella no
contesta una palabra. El hombre me hace un gesto de que
pase dentro de la casa pero le digo que quiero ayudarle a
bajar la mercancía, como pretende hacer solo. “Bueno”,
vuelve a sonreír, “nunca me ha ayudado nadie. Esta mocosa
no tiene edad todavía para eso”. La niña nos mira y,
dándonos la espalda, desaparece. De la cocina sale un
agradable olor a carne guisada, quizá despojos de pollo.
Contengo el hambre que empiezo a sentir y me coloco
encima del carro para darle los fardos de ropa, los metales
retorcidos, instrumentos rotos que su propietario olvidó para
qué servían, trozos de espejo, pedazos de muebles
aparentemente inservibles. Al cabo del tiempo ambos
estamos sudorosos y hemos terminado de descargar. El
hombre va metiéndolo todo en el cobertizo.
Aprovecho que está atareado para acercarme al
arroyo que murmura junto a la casa. Me lavo la cara y, tras
mirar a mi alrededor, me quito la blusa y voy pasando el
agua fresca por mi cuerpo. Si no estuviera en estas
circunstancias tendría ganas de sumergirme entera y sentir el
agua rodeándome después de un día tan caluroso. Me seco
como puedo y me pongo de nuevo la blusa. Al volverme
encuentro al hombre, que me mira atentamente. Sus ojos son
ahora pequeños y tiene el ceño atravesado por una profunda
arruga. “¿Desde cuándo estás ahí?”, le digo frunciendo el
ceño a mi vez. “Acabo de llegar”, miente, “venía a
refrescarme como tú lo has hecho”. Le dejo pasar y me roza
32
mirándome con deseo. Entro en la casa pensando que no se
atreverá a nada estando la chiquilla delante. En todo caso, sé
defenderme.
Comemos en silencio. La muchacha apenas dice una
palabra y me sigue mirando con desconfianza. “¿Has venido
a quedarte?”, me espeta de repente. “No”, confieso, “mañana
me iré de nuevo. Tu padre me recogió en el camino, nada
más”. Su gesto se relaja visiblemente y medio sonríe con
dificultad. Me doy cuenta de lo que pasa y hasta me divierte.
Siente celos de mí, debe sentirse responsable de ese padre
que come ahora en silencio, la vista fija en el plato.
Tomamos sopa y luego trozos de una carne indefinida,
patatas y algo de verdura. El estómago lo agradece. “Mañana
voy hacia el este”, dice el hombre. “Si vas por ese camino
también te puedo llevar un poco más”. Contesto
negativamente. “Me dirijo al norte”. “¿Adónde?” dice la
niña. “Voy buscando a una persona”. “Una persona...”
musita el hombre, “una pérdida de tiempo. Lo que hay que
hacer es trabajar en algo, encontrar un buen hombre que te
acoja, tener hijos...”. “Cada uno elige su propio camino”,
respondo con firmeza. “Bueno”, se encoge de hombros. La
niña me mira y me estremezco. Por un momento he visto una
casa en llamas, una sombra en la puerta, una mujer ensartada
en una lanza, alguien ríe. Luego la visión desaparece y la
chiquilla se ha levantado a recoger los platos. Me levanto yo
también para ayudarla pero ella dice que no, que prefiere
hacerlo sola. “Aquí no hay sitio para los tres”, dice el
hombre señalando los dos estrechos jergones que hay en la
habitación. “Puedes dormir en el establo, hay paja allí, junto
a los bueyes”. Digo que está bien. Recojo la bolsa donde
guardo mis pequeñas posesiones y salgo a la noche. Es
espléndida, todo el cielo aparece lleno de estrellas.

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Me hago un hueco y me tiendo echándome paja por
encima. No parecían disponer de mantas suficientes, ni
siquiera me ofrecieron una pero ya estoy acostumbrada
incluso a dormir al raso. Allí tumbada puedo ver por un
ventanuco un pedazo de cielo. La noche es oscura, sin luna,
y las estrellas brillan mucho más. Gabriel, digo, ¿cuánto
durará el camino?, ¿cuánto más tendré que andar? Palpo la
bolsa y noto las arrugas del mapa donde mi tío me señaló
con cruces los lugares que quería que visitase. Me
tranquilizo. Quizá haya un plan en todo esto, no sé cuál.
Ignoro también si mis fuerzas me alcanzarán para cumplirlo
entero. Es como un destino, me digo, como algo que alguien
ha trazado para mí pero que debo recorrer voluntariamente
yo sola. Siento, sin embargo, la mano de Gabriel en todo
esto, como si desde el lugar donde le hubiera llevado su vida
y su muerte, me tomara de la mano como cuando era
pequeña.
He debido adormecerme porque no me doy cuenta de
que haya entrado. De repente, la paja se mueve y me
sobresalto, abriendo los ojos. El hombre me mira fijamente
pero no me toca. “Estás sola”, dice, “y yo estoy solo
también”. Me incorporo y él trata de agarrarme un brazo que
yo rechazo. Su gesto se vuelve implorante. “Hace muchos
años que no tengo mujer y el hombre necesita...”. Cruzo los
brazos sobre el pecho. “Te he dado comida, un techo para
pasar la noche. Yo creo que deberías ser más agradecida”,
insiste. “No”, le digo con la mayor energía que puedo, “yo
también puedo elegir”. “¿Tú?”, ríe estentóreamente, “¿tú
quieres elegir? Pero si solo eres una mujer... Vamos, ven
aquí a mi lado, es agradable darse calor y un poco de lo que
sabes, ¿qué más te da? Tú has tenido que pasar de todo, ¿o
me vas a decir que eres virgen?”. Sigue riendo casi hasta
llorar. “No digas tonterías”, respondo, “nadie es virgen a mi
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edad. Ya otros hombres se han encargado de no dejar que lo
sea. Pero soy yo quien elige con quien me acuesto”.
“Bueno”, sigue riendo, “si ésa es la forma que te gusta, me
parece bien. ¿Qué?”, dice irónico, “¿me eliges?”. Le miro.
“No”. Parece que le hubiera abofeteado. Su gesto se
endurece, las mandíbulas se crispan. Me agarra fuertemente
por los brazos. “¿Quién te crees que eres tú? Una vagabunda,
una puta a la que han follado todos los soldados del reino”,
grita, “¿con qué derecho me rechazas a mí que trabajo, que te
he ayudado, que me he portado bien contigo? ¿Es que te
crees mejor que yo? ¿Es eso? ¿Me desprecias? ¿Por qué me
miras así? Estás pensando, es un cerdo, un ignorante que no
sabe de nada, un bruto sin sentimientos... ¡Pues no es así!”,
sigue gritando. “¡Soy un hombre! Y un hombre honrado,
trabajador, que sólo ha conocido desgracias en su maldita
vida. ¡Ése soy yo! Y los hombres necesitamos una mujer,
una que nos haga feliz en la cama, en la vida. ¡Yo también
tengo derecho a eso!”.
Me agarra violentamente, me arroja contra la paja. Se
baja los pantalones y veo su pene erecto, brillante. “Ahora
vas a saber lo que es bueno, mujer, vas a ver cómo te hago
feliz”. Se arroja sobre mí y trata de desgarrarme la ropa. Le
recibo con calma. Ya he tanteado por entre la paja hasta dar
con la piedra que he guardado en ella cuando me acosté. Ya
sabía que esto podía pasar, me lo temía desde que sorprendí
su mirada junto al arroyo. Le golpeo detrás de la cabeza con
todas mis fuerzas. De repente queda quieto. Ha soltado un
gemido y queda inmóvil. Me lo quito de encima como
puedo. Su cabeza sangra y me mancha la ropa. Tiene los ojos
cerrados pero escucho el latir de su corazón cuando apoyo
mi oído en su pecho.
La niña está en la puerta. Me mira sin decir nada.
“Trae agua”, le digo, “hay que limpiarle la herida”. Se
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vuelve y viene al cabo de un momento con un cubo mediado
de agua, un trapo en la mano. Lo deja al lado del cuerpo
exánime de su padre y me mira cuando aún permanezco de
rodillas. “Vete”, dice con energía. “Déjame que le limpie y
detenga la hemorragia”, contesto. “Vete”, insiste, “yo lo
haré. Es mi padre, no es nada tuyo. Lo único que has hecho
es golpearle, no quieras curarle ahora. Vete. Has llegado para
traer el mal a esta casa”. “No es así”, intento discutir con
ella. Entonces sorprendo su mirada sobre mí. Es odio lo que
veo, el más puro sentimiento de odio que he visto en mi vida.
Me quedo casi sin respiración. La chica se inclina y empieza
a limpiar la herida de su padre con cuidado. El hombre gime.
Me quedo un momento pero me doy cuenta de que no
tengo nada que hacer allí. Cojo la bolsa y salgo a la noche de
nuevo. Camino por el sendero, atravieso el pueblo, ladran
algunos perros abandonados. Junto a un árbol hay mucha
hierba y parece seca. Me tiendo sobre ella y contemplo el
cielo tachonado de estrellas. Cuando me estoy adormeciendo
me llega un fogonazo del pasado, una historia antigua que
me hizo estremecer de niña. Mi madre reñía a mi tío, no le
gustaba que me contara determinadas historias pero él se
defendía aduciendo que este mundo es duro, cruel, que no
cabe la debilidad ni la ignorancia. “También una niña tiene
que saber lo que le espera, los peligros, la crueldad, la
envidia y la ignorancia de otros”. Mi madre meneaba la
cabeza, decía que yo era pequeña aún, que también tenía
derecho a ser un poco feliz antes de que me llegara todo eso.
Allí tendida me estremezco, no sé si de frío o con el
recuerdo. Gabriel, le digo, ¿es éste el soldado de quien me
contaste? Me doy cuenta de que todo coincide y me dan
ganas de volver, hablar con esa niña que ahora me odia y que
puede tener tan poco tiempo de vida. Me gustaría que todo
cambiara, que el mal no llegara hasta ellos, que pasara de
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largo y alcanzara a quien más se lo merece. Pero no me
muevo porque estoy cansada, porque mi acción sería inútil y,
a fin de cuentas, ni siquiera estoy segura de que este soldado
sea aquél de quien Gabriel me habló.

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Un soldado loco
Me acerco hasta la plaza y le encuentro detrás de la
mesa. Se inclina sobre el papel y la pluma se mueve sin cesar
mientras la mujer mira a lo lejos y le dice algo. Gabriel
levanta la vista y hace una observación que ella parece
confirmar. Me quedo al resguardo de los soportales, en la
oscuridad. El mercado está en pleno funcionamiento y
decido darme una vuelta, observar los puestos, las voces de
los vendedores. Hay calzados, ropas, cuchillos, útiles para
coser, una mujer se pone por encima una prenda blanca y
gira, su amiga le dice algo y ambas ríen. Saludo al señor
Velasco, el viejo Velasco que me cuenta a veces cosas del
pueblo y de su lejana infancia en un país lejano. Hace años
que vino a instalarse entre nosotros y apenas se le notan los
acentos tan duros que en ocasiones aún pronuncia. “¿Cómo
está, señor Velasco?”, le digo. “¿Cómo voy a estar, pequeña?
Con mis dolores a cuestas. ¿Quiere algo tu madre?”. “Hoy
no, sólo quería saludarle. ¿Y Anselmo, crece bien?”. “Se está
poniendo gordo de tanto comer la basura que le echo. A ver
cuándo vas a verle”. Sonrío con el recuerdo del lechoncillo
que el señor Velasco cuida con todo esmero, cómo me
revuelco con él por el pajar cuando voy allí y le hago
cosquillas y el lechoncillo arremete contra mí con sus pocas
fuerzas. “Dentro de poco le veremos gordo y crecido”,
añado. “Ay, sí, pero no sé qué haré con él entonces. Tendré
que sacrificarlo y, claro, se le coge un cariño... Entonces, ¿tu
madre no necesita una puntilla para sus vestidos? Las tengo
bien bonitas, me las han traído ayer mismo”. “Si le hace falta
vendré la semana que viene”. Nos despedimos y continúo mi
trayectoria errática por entre los puestos. Me gusta oír las
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voces, discusiones, regateos, unos que ofrecen menos de lo
que merece la mercancía, otros que piden más de lo que vale.
Bebo agua de la fuente y la tía Juana me da una manzana
para que me la vaya comiendo. Dice que estoy muy flaca y le
contesto que es porque corro mucho y trabajo más. “Si tu
padre viviese no tendríais que pasar por todo esto... Claro
que ahora ha vuelto tu tío”. “Mi madre dice que mi tío
Gabriel no sirve para trabajar el campo, que nunca ha
servido”. “En eso lleva razón, que a tu tío se le da mejor
hablar mucho y escribir y perder el tiempo con esos
cuentos”. “Pues gana dinero escribiendo cartas”. “Bah”, dice
despreciativa, “una miseria. Por lo menos que se pusiera a
vender algo y podría sacarse unos reales, pero así ¿qué futuro
es ése de escribir?”. Le dejo agradeciéndole la manzana que
me voy comiendo a mordiscos. Bebo agua de la fuente y
espero.
Cuando ya llevo un buen rato ahí veo al fin a mi
madre, que aprovecha el día de fiesta para venir a
comprarme unas zapatillas. Dice que las desgasto a una
velocidad imposible. Le respondo que camino mucho por
todas partes porque dice el tío que debo conocer lo que me
rodea y preguntar a todo el mundo. Hace un gesto de
resignación y me compra unas blancas y negras muy bonitas.
Me las pongo allí mismo y estoy contenta. Luego le digo que
vuelva a casa porque me iré con el tío a dar un paseo cuando
termine. “Tu tío y sus fantasías”, dice, pero me acaricia el
pelo y sé que está contenta de que él haya vuelto.
“¡Silva!”, me grita, “¡cada día estás más guapa!”, y se
ríe mientras mi tío le amenaza con el puño con un enfado
sólo fingido. “¿Quién es ese muchacho?”. Me he sonrojado,
algo confusa. “Es Antonio, el hijo del herrero. Es tonto”.
“¿Un herrero? No es mal partido, chica”, ríe, “se ve que le
gustas y dentro de poco tendrás que pensar en casarte”. Le
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empujo un poco y sigue riéndose pero luego me abraza
brevemente y siento su calor junto a mí. Vamos camino de
casa pero ha querido dar un rodeo grande pasando por el
Camino de las Encinas. “Por aquí iba muchas veces con tu
madre cuando éramos niños, montados en el burro de tu
abuelo”, y se le nubla la vista con el recuerdo. Le doy la
mano y vamos caminando por entre las sombras que filtran
los árboles. Luego estos se abren y dan paso a la pradera de
la Roca Blanca. Allí está Moraima la pastora cuidando su
rebaño. La saludo y ella hace lo mismo.
“¿Quién es?”, pregunta el tío. “Moraima, nos
conocemos desde que éramos chicas. Cuida el rebaño de su
abuelo”. Gabriel se queda pensativo mientras intercambio
unas palabras con ella, le pregunto si va a ir a la próxima
fiesta del pueblo y dice que sí. Le enseño mis zapatillas
nuevas. El tío está callado, después de saludarla y luego,
cuando seguimos paseando, hay como una sombra que se ha
cernido sobre él. Me quedo callada yo también y le observo
con un poco de temor. El humor de mi tío es a veces
cambiante y no puedo saber por qué. Él dice que se le
atraviesan muchos pensamientos en la cabeza y que no los
puede contener como debiera.
“¿Por qué te has puesto tan serio, tío? ¿Algún
pensamiento de esos?”. Me mira sin decir palabra y luego
dice que quiere sentarse junto al arroyo. Se descalza y mete
los pies en el agua fresca. Yo hago lo mismo y le miro, pero
sigue con el ceño fruncido. “¿Has visto algo, tío?” digo, con
aprensión. Levanta la vista. “¿Conoces mucho a Moraima, es
muy amiga tuya?”. “No”, contesto, “la conozco pero ella es
muy callada, no cuenta nada de lo que le pasa, es así desde
siempre. Lo que hace es cantar muy bien, tendrías que
escucharla”. “Un día vendrá un hombre de lejos, un
soldado”, me interrumpe. El agua sigue corriendo por entre
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mis tobillos. Suenan los pájaros revoloteando entre las
encinas. “¿Un soldado?”, pregunto.
Un día vendrá un hombre de lejos, alguien que fue
soldado mucho tiempo atrás. Aparecerá por un camino como
éste un día de otoño. Traerá los pies embarrados, el capote
militar húmedo, un sombrero grande calado hasta las orejas,
una bolsa en el costado. Su cara será una máscara llena de
dolor y sufrimiento. Las mujeres le rehuirán aunque le
ofrezcan algunas sobras para que coma. Los hombres le
mirarán distantes y desconfiados porque el antiguo soldado
no parece de fiar. Murmura palabras incomprensibles, grita
desaforadamente sin venir a cuento asustando a los niños y
las gallinas, luego se echa a llorar en un rincón de la plaza
sin que la gente se detenga, alerta ante lo incomprensible. Es
un loco, dirán de él, un viejo soldado que se volvió loco. Se
acomoda en un rincón de los soportales, llueva o no. Si hace
frío se echará el capote por encima, si no, lo dejará a un lado.
En los momentos de calma algún muchacho atrevido le dirá
una obscenidad y él la soportará en silencio. Los mocosos le
rodean hasta que él se levante de repente y salgan todos
asustados, riéndose aún, insultándole. Algunas mujeres
sentirán lástima del soldado loco, como empezarán a
llamarle y le arrojarán unas monedas, un trozo de queso, un
pedazo de pan. Él suele decirles que no lo merece, que no
merece nada, pero ellas buscan entre sus faldas y le dan algo
más que él recibe, ahora en silencio.
En uno de sus paseos errabundos encontrará a una
muchacha muy joven, trece, catorce años. Se sentará cerca
hasta que ella deje de tenerle miedo. “¿Qué te pasa?”, dice la
pastora, “¿tienes hambre?”. El hombre dice que no. “¿Por
qué estás siempre tan callado?”. Él se encoge de hombros.
Así pasan varios días. El viejo soldado llega a media tarde,
una hora antes de que las ovejas tengan que volver al
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aprisco. Ya están bastante quietas, ahítas de comida, algunas
tumbadas. Una tarde la pastora ya está más tranquila en
compañía del loco y se pone a cantar. Es una de esas
canciones antiguas que van y vienen, romanzas viejas que
todos hemos tarareado una vez. El loco llora sin rebozo,
primero en silencio, luego con grandes hipos. La niña calla al
darse cuenta pero él no se detiene. “¿Quién te enseñó a
cantar así?”, dice finalmente con toda claridad. Ella sonríe
porque es la primera vez que le entiende. “Nadie me
enseñó”, responde, “he aprendido a cantar para no
aburrirme”. “Pero ¿quién te enseñó esa canción?”. “No sé, la
escuché por ahí”. “También mi hija la cantaba”, añade el
soldado. La chica se muestra inmediatamente interesada.
“¿Tienes una hija o es que se te murió?”. Siente pena, se
inclina hacia él y le mira. “Yo la maté”, musita el hombre.
“¿Cómo?”. “Que yo la maté”, dice ahora más alto. Ella se
echa para atrás. “No puede ser”, niega, “los padres no matan
a sus hijas”. “Por mi culpa murió”, insiste él, “por mi culpa.
Yo fui quien la mató”. Se quedan callados. “No te asustes”,
dice él, “ya no volveré aquí”. Ella le mira con detenimiento.
“¿Por qué no? Quiero que me cuentes por qué dices que la
mataste”. “Mañana”, responde él. Y se va.
Al día siguiente llega un rato antes. La pastora dice
que si quiere oírla cantar de nuevo, pero él dice que no, que
ha venido a confesarse. Ella sonríe, un tanto confusa.
“¿Cómo vas a confesarte conmigo? Eso no puede hacerse”.
Pero el hombre ataja su respuesta con un gesto enérgico y le
pide que le escuche.
Fui un muchacho como los de este pueblo, fuerte,
guapo, atrevido y pensaba que valiente. Mis padres eran unos
muertos de hambre, siempre trabajando para su señor, como
esclavos. Cuando me casé con una muchacha del lugar
empecé a trabajar también para el señor pero me rebelaba,
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andaba inquieto, insatisfecho. Yo no quería seguir ese
camino de manera que un día me despedí de mi mujer, de mi
pequeña hija y me fui lejos, a enrolarme en alguna partida de
los muchos bandos que van y vienen por esta desgraciada
tierra. Estuve en muchas batallas, en varios asedios
interminables a plazas bien defendidas. He vivido el horror
de la guerra, la pelea, las heridas como ésta que me atravesó
la cara. He visto el sudor y la sangre y las lágrimas en los
ojos de mis compañeros al ver morir a otros. Pasé jornadas
de hambre y angustia y desolación. A veces pensaba que
debía volver pero me acordaba de mis padres, de mi madre
trabajando todo el día, de mi padre humillado por cualquier
noble y me sublevaba. De vez en cuando les enviaba algún
dinero pero eso sólo al principio porque luego lo necesitaba
todo para el juego, el vino y para pagar a mujeres. Sabía que
mi vida iba a ser corta, que un día me matarían y nada
quedaría de mí, así que sólo quise vivir todo lo que pudiera.
¿Sabes lo que es la guerra? La guerra es salvaje, es cruel, se
mata para defenderte y luego empieza a gustarte. Me di
cuenta un día, que aquello me gustaba, empalar con la pica el
pecho de un hombre que me miraba con gesto enloquecido,
sentir el brazo cansado de tantos mandobles con la espada,
sentir esa vibración especial cuando el acero penetra en un
cuerpo enemigo. Me gustaba entrar a saco en una población
rebelde y descabezar a los viejos, arrinconar a las mujeres
entre varios hasta saciarnos, incluso con chiquillas hice lo
que no debía hacer. La maldad fue entrando dentro de mí,
fue invadiéndome hasta el último rincón. Me olvidé de las
enseñanzas de joven, de mis padres, del mundo en que había
vivido hasta ese momento. Estaba siempre dispuesto a ser el
primero en el combate. Quería matar, matar y también morir.
Se hace un breve silencio. La pastora le mira,
sobrecogida, asustada. Ve a un hombre distinto al de antes, el
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semblante oscurecido, las manos crispadas. Siente miedo
pero un deseo incontenible de escuchar la historia hasta el
final.
En cierta ocasión nos enfrentamos a una fuerza
claramente superior. Toda mi unidad fue siendo diezmada y,
al final, opté por la huida a través de un arroyo por el que
escapé de un destino aciago. Me perdí mientras corría sin
dirección. Anduve mucho tiempo hasta que me socorrieron
en una casa donde hablaban un idioma extraño que no pude
entender. Luego seguí marchando hacia el sur, hacia la que
había sido mi casa. Cuando al cabo de muchas semanas di
con el lugar me encontré que todo el pueblo había sido
arrasado, que mi mujer estaba muerta por los soldados, unos
como yo, me decía, exactamente como yo. Mi hija había
sobrevivido en manos de una hermana que se la había
llevado en su huida.
No me quedaba nada salvo esa niña. A ella me agarré
para no matarme, para no hundirme en la completa miseria.
Fue creciendo a mi lado. Me dediqué a llevar y traer cosas, a
venderlas y ella siempre estaba allí, atenta a mí, cuidándome.
Yo sólo quería que me perdonase alguien, que pudiera lavar
todas las huellas de la violencia, de la maldad que aún
habitaba en mí. Pero no lo conseguía. A veces bebía
demasiado y me creía aún combatiendo, cercenando cabezas,
atravesando escudos, alanceando enemigos, violando
mujeres. Me despertaba a la mañana siguiente con un sabor
amargo en la boca, un sabor a muerte y fuego y horror.
Intenté acercarme a varias mujeres, algunas del pueblo se
mostraron interesadas y mi hermana actuó durante algunos
años para facilitarme alguna con la que pudiera
establecerme. Ella también se daba cuenta de mi espíritu
atormentado pero decía que lo que me hacía falta era una
mujer de carácter, alguien que me metiera en vereda. No es
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bueno que un hombre viva solo, decía, solo con su hija y sin
mujer. Pero con ninguna llegaba a nada, todo se torcía en
algún momento. Mi maldito carácter, ese demonio que llevo
dentro y que me hacía discutir con ellas, pegarlas incluso.
Nunca pude evitarlo y ellas salían despavoridas, pronto
adquirí muy mala fama. Cuando mi hermana tuvo que irse
lejos ninguna se me acercó.
Pasaron varios años y una noche me volví loco.
Había bebido hasta que no pude más. Al parecer me puse a
dar golpes a las paredes, al día siguiente los vi espantado. Mi
espíritu poseído volvía a la batalla, regresaba al asedio, al
arma enemiga que me apuntaba, la mujer que huía entre
gritos. ¿Cómo decirte esto?, ¿cómo contarte mi pecado más
grande? Mi hija, mi pobre hija. Tendría tu edad, no sería
mucho más mayor. Era dulce, seria como tú, callada, siempre
me miró con amor, siempre cuidó de mí cuando volvía
cansado, cuando estaba triste y lloraba, cuando me veía
herido. Mi hija estaba allí, en un rincón, la cara destrozada a
golpes. ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta del horror que hice?
Yo mismo he matado a mi hija, a la única persona que
realmente me quiso alguna vez. La única que podía salvarme
de mí mismo.
El hombre llora sin rebozo. La pastora se ha quedado
en suspenso, despavorida, inquieta pero con una extraña
simpatía hacia ese hombre que sufre allí, apoyado en una
roca, el cuerpo convulso, las manos crispadas sobre la cara.
Se acerca a él, no sabe por qué. Algo le alerta de que debe
huir pero no lo hace. Se acerca y le toca la mano. Él hace un
gesto brusco de rechazo y la mira con los ojos desorbitados.
“¡No me toques!”, grita, “o te mataré a ti también”. La
pastora queda en silencio, mirándole con compasión. Él no
aguanta esa mirada y vuelve a cubrirse la cara. Cuando baja
las manos ella sigue allí.
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El hombre se levanta y la coge bruscamente del
brazo. La niña se queja de que le hace daño. “¿Tienes una
cuerda?”. Ella niega. La arrastra y comienzan a andar por el
campo. Él decidido, aún las huellas del sufrimiento en su
cara. Ella dando traspiés, pálida, ni siquiera le llega la voz
para gritar. Nadie la escucharía por otra parte. Pasan por
varios campos, bordean una casa. El hombre coge varias
cuerdas en las que hay tendida ropa. Todas las prendas caen
al suelo cuando él las arranca de sus soportes con un tirón.
La niña mira asustada a la casa pero nadie parece haber allí.
Un perro ladra en la lejanía. Siguen caminando por entre
matorrales, saltando pequeñas vallas de piedra. Al llegar a
una de ellas el soldado loco dice que se siente en el suelo.
“Ahora coge estas cuerdas y enlázalas para que hagan una
soga fuerte”. Ella empieza a comprender y llora mientras,
sentada en el suelo, hace la tarea que le ha ordenado. “No me
dejes aquí tirada”, dice al hombre, “avisa a los míos para que
me encuentren”, añade luego. Sigue llorando. “No quiero
que me coman los animales”, dice aún. El hombre calla.
“¿Has terminado ya?”. Ella dice que sí, la cuerda en el suelo
a su lado, la cabeza gacha, resignada. “Lo siento”, dice él al
cabo de un rato. La niña no se atreve a levantar la vista hasta
que oye un ruido de piedras al desmoronarse. El hombre
yace colgado de un árbol junto a la valla y se mece
lentamente a medida que el viento se va levantando. Ella se
queda mirando un buen rato, sin saber qué pensar ni qué
decir. Todo el espanto de esa vida desgraciada se ha
apoderado de su corazón. Luego marcha largo rato buscando
en la noche el camino hasta encontrarlo. A lo lejos divisa un
farol. Sus padres han salido a buscarla. No es hasta que la
encuentran, alarmados, cuando se echa a llorar y no dejará de
hacerlo durante varias noches, cuando el recuerdo de aquel
hombre mecido por el viento se apodere de su recuerdo.
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Vendrás de muy lejos
El sendero se va estrechando a medida que zigzaguea
por la loma. No me encuentro a nadie por él, parece que el
mundo ha quedado abajo, en el pueblo, y que arriba se
extendiese progresivamente un lugar muy distinto. Cuando
mis pasos me llevan cerca del acantilado me acerco a su
borde atraída por el rumor de las olas y me siento en el suelo.
Hace un día magnífico. Las gaviotas sobrevuelan las alturas
inundando con sus gritos el silencio, ya roto por el oleaje. En
la bahía se mecen los barquitos de pesca que han vuelto de
su faena nocturna. Entre ellos quizá esté ya el de José, al que
tengo ganas de volver a encontrar.
Voy a ver a mi tío que me espera sin prisa alguna en
lo alto de la loma, donde está enterrado. No sé por qué siento
tanta calma. Me ha ido creciendo una congoja a medida que
caminaba pero el espectáculo que contemplo desde el
acantilado hace que se me suelte el nudo que tenía por
dentro. Siento mis lágrimas pero no sé si son de dolor o de
felicidad. Mi tío decía, “La vida, siempre la vida, Silva, nada
es más importante que ella”. Mi madre le miraba mientras
terminaba de hacer la cena y él y yo estábamos sentados a la
mesa o yo estaba poniendo los platos y él ayudaba en alguna
cosa. “En estos tiempos en que la muerte nos ronda
continuamente, en que somos pobres y pasamos hambre y
necesidades, siempre hay que vivir”. “Como si fuera nuestro
último día, dice el cura”. “Bueno, según cómo se quiera
entender”, duda él. “Vamos, Gabriel”, dice mi madre, “no le
metas cosas raras en la cabeza a la niña”. “¿Es una cosa rara
defender que se viva? Ya tenemos bastante muerte, ya hay
mucha, lo sabes muy bien. Una niña tiene que disfrutar”.
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“Dice el cura que venimos para sufrir”, intervengo yo. “Ya
hay mucho sufrimiento”, murmura, “demasiado”. Luego me
abraza, no sé por qué, tenemos esos gestos de vez en cuando
ante los que mi madre sonríe o recrimina de buen talante
diciendo que no trabajo nada, que me entretengo demasiado
con las historias de Gabriel y él y yo nos miramos con cierta
complicidad. Al abrazarle me viene a los ojos el color tinto
de sus manos, las veo temblar y es un golpe que siento por
dentro. Me separo cuando madre dice que ponga el vino en
la mesa.
Gabriel, me digo, Gabriel. Y el eco del susurro se
pierde en el rumor del viento, de las olas, el grito de las
gaviotas. Siento la tierra debajo de mí, fresca, firme, como si
latiese hondo, muy abajo, y ese latido repercutiese en todo
mi cuerpo. Como si algo me alcanzara, no sé, el abrazo de mi
tío, el calor de su pecho sobre el que me reclinaba para oír su
corazón. Algo que me alcanza y me envuelve, quizá sea la
tierra o la nostalgia. Cierro los ojos y me voy aislando, como
si un espíritu que tengo por dentro se echara a volar y fuera
recorriendo el cielo que me rodea, la bahía donde se mueven
los barcos que han llegado, el calor del sol, las nubes, el
tiempo que pasó, mi vida entera desplegándose como una
rama en primavera, llena de flores que aún huelen bien y
otras que se marchitaron. Gabriel, repito como una letanía.
Luego me levanto con el latido de la vida aún presente y voy
acercándome al cementerio del pueblo.
La verja está abierta. Siempre lo está, me han dicho.
Nadie recuerda cuándo fue la última vez que se cerró, si
alguna vez se hizo. Es estrecho y se entra por uno de sus
lados mayores. El otro de la misma longitud bordea todo el
acantilado. En cuanto traspaso la entrada su figura se levanta
desde un extremo donde permanecía medio oculta por
algunas ramas. Nos miramos y le hago un gesto de saludo.
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“Me envía tu hermana”, le digo. Sigue mirándome muy
interesado y se acerca despacio. Da la vuelta
inspeccionándome y luego me toca el pelo con prevención.
Me someto al examen en silencio. “Vendrá de muy lejos”,
dice pronunciando con énfasis. “¿Quién vendrá de muy
lejos?”. “Y será su cabello dorado como un amanecer. Su
piel como alabastro y sus ojos, la luz refulgente de un
ocaso”. “Dios mío”, digo gozosa, “eres un poeta”. Sonríe y
me besa las manos en un gesto de alegría. “Sé quién eres”,
dice luego para exclamar después, “¡Sé quién eres, lo sé, lo
sé!”. Las gaviotas gritan escandalizadas y el hombrecillo
comienza a dar saltos por encima de las tumbas como si una
fuerza extraña se hubiera apoderado de él. “Es inofensivo”,
me ha dicho su hermana, “no te preocupes que no hace daño
a una mosca. Pero es muy particular, ya lo verás”. Luego
termina con una media sonrisa, “en el pueblo pasa por loco,
claro, pero todos le quieren aunque se dedique a ese oficio”.
Le contemplo mientras da brincos por encima de las lápidas.
Estoy segura de que los muertos no se lo reprochan.
Luego se detiene y queda parado delante de una. Me
hace un gesto imperioso de que vaya y es entonces cuando
me acerco a la tumba de Gabriel. Apenas un túmulo de tierra,
como corresponde a un ajusticiado. Una cruz en la cabecera
y una especie de corteza grande de árbol extendida por
encima. Se ve trabajada y en su parte superior, con algún
instrumento punzante, alguien ha escrito unas frases. Me
atraganto pero el loco me agarra del brazo y me dice que me
acerque a leer. “Vendrás de muy lejos”, dice la primera línea,
“y será tu cabello dorado como un amanecer, tu piel de
alabastro y tus ojos, la luz refulgente de un ocaso”. Paso la
mano por las letras y comienzo, muy queda, a llorar.
“Vendrás con el despertar de la mañana y me encontrarás
despojado pero no solo, ausente pero a tu lado. Tu corazón
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nacerá cada día entre las sombras para buscar la luz. Detente
junto a mí, mujer de cabello de oro, y encuentra la fortaleza
para seguir adelante. Que todo mi amor te guíe”. Me siento
en el suelo y es ahora cuando siento su ausencia como un
puñetazo, como una parte de mí que me ha sido arrancada. El
loco se sienta a mi lado.
“¿Has escrito tú esto?”, pregunto. “Me lo dijo él, que
lo hiciera así, me lo escribió en un papel obligándome a
repetirlo hasta aprendérmelo. Luego me dijo dónde coger el
mapa para que se lo diera a José”. Afirmo con la cabeza y
paso mi mano por las letras, trazadas con mano insegura
sobre la corteza. “Gonzalo”, le pregunto casi balbuceando,
“¿cómo fueron sus últimos días?”.
Yo sirvo para todo. ¿Te han dicho que estoy loco? Sí,
¿verdad? Claro, mi hermana también lo dice, todos lo dicen.
Es cierto, estoy loco pero no me importa, no me importa
nada. ¿A quién le interesa estar cuerdo en estos días en que
los que son sensatos terminan muertos y los locos podemos
escapar? Así que yo estoy loco, sí, pero escapo y además,
sirvo para todo. ¿Hace falta llevar un recado? Pues avisan a
Gonzalo. ¿Hace falta recoger la mierda? Pues que lo haga
Gonzalo. ¿A mí qué me importa? También sirvo en la cárcel
del señor, sirvo en el establo, sirvo para ayudar al verdugo y
hasta soy útil en el cementerio. Aquí entierro a los muertos.
Soy el enterrador oficial del pueblo. Por mis manos pasan
todos, los hombres y las mujeres y hasta los niños, los
ahogados, los que mueren por enfermedad o de tristeza o por
caerse desde lo alto o porque les golpeó un caballo. Aquí
está Gonzalo siempre, ayudando en todo.
Trajeron a Gabriel a la prisión un día. Lo único que
yo hacía era llevarle la comida y retirarle el cubo de
desperdicios. Al principio estuvo bien, comía esa bazofia con
apetito y hasta entablamos conversación. Le dije que yo
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estaba loco y él se reía, me decía que él había estado loco
toda su vida y que eso no importaba nada. Me cayó bien así
que seguí charlando con él. Me contaba cosas interesantes,
cuentos, historias de los habitantes de este pueblo. No sé
cómo lo hacía, eran puras fantasías, algunas divertidas, otras
no tanto. Pero luego me he puesto a pensarlo y veo que
acertó en algunas cosas como cuando estuvo ante el juez. Me
lo contó con detalle. Escuchó la acusación de asesinato,
cómo fueron contando lo sucedido. En un momento
determinado, poco antes de que el juez dictara sentencia, se
lo dijo. Éste perdió el color al escucharle. “Cien latigazos”,
dijo Gabriel, como si nada, “y mi cabeza rodará desde el
cadalso de aquí a quince días”. El juez le miró con desprecio.
“Muy listo, señor”, contestó, “es usted adivino”. “Lo soy”,
dijo Gabriel muy serio, “y en calidad de tal tengo que decirle
que tiene usted un hijo de cuatro años, señor juez, lleva su
mismo nombre”. El aludido se puso rígido, al parecer se hizo
un silencio completo, eso me lo han contado otros. “De aquí
a seis meses su hijo caerá desde una altura y se partirá el
cráneo. Dos meses después su mujer será incapaz de superar
esa pérdida y morirá por su mano”.
Dios, la que se armó. El juez vociferando, los
alguaciles llevándoselo a empujones. Eso lo he oído y
concuerda con lo que él me dijo luego, aunque el pueblo
inventó más detalles que él no mencionó. Dicen que le
golpearon, que el juez siguió chillando largo tiempo y dando
puñetazos en la mesa, sin una gota de sangre en la cara. Lo
peor fue para los reos siguientes, que terminaron todos sin
cabeza o en la hoguera, y ni aún así se calmaban los ánimos
del juez. Oye, y todo pasó así. A partir de la muerte de
Gabriel el juez empezó a vivir aterrorizado por los augurios
de tu tío. Se fue al campo a vivir, contrató a varios criados y
amas para que vigilaran al niño. Al cabo de seis meses el
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niño se escapó, nunca se supo cómo, se encaramó a lo más
alto de un establo y desde allí cayó sin remedio. Poco
después a la madre le empezó una profunda tristeza y, por
más que quiso distraerla su marido, una mañana se levantó y
fue andando hasta la playa. La encontraron los pescadores
flotando en la bahía. Estaba desnuda, sus ropas sobre la
orilla. ¿El juez? Ya no ejerció más. Se volvió chiflado, como
yo, ya ves. Finalmente terminaremos todos así.
¿Te dije que sirvo para todo? Pues es así. Aquella
tarde fui a su celda para darle la cena pero no comió nada.
Estaba medio muerto con sus cien latigazos en la espalda,
tenía un aspecto que daba pena aunque a mí me da igual
porque ya he visto muchos así y sé cómo curarles. Tengo un
ungüento que hago con unas plantas que ayudan a quitar el
dolor y cicatrizan con rapidez la herida. De todos modos,
durante esas dos semanas que le quedaron, nunca pudo
echarse de espaldas, algunos latigazos habían llegado muy
profundo. Estuvo escupiendo sangre hasta el final y
debilitándose. En fin, así son las cosas. Él estaba resignado y
le entretenía hablar conmigo. “Tú eres el único feliz en esta
tierra, Gonzalo”, me decía y yo no sabía qué decirle porque
no sé si es cierto o no. Él sabía ver el presente y el futuro,
pero no el pasado, así que no sé. Me hablaba de los tiempos
de su niñez, de su hermana, de una niña que nació cuando él
tuvo que escapar. “¿Sabías que te condenarían? ¿Por qué
volviste?”. Se quedaba pensativo al decirle yo esto. “En esta
tierra el cielo es azul y la luz es hermosa”. No sé qué clase de
respuesta era ésa. “¿Y para qué sirve el cielo y la luz si te vas
a quedar sin cabeza?”, le preguntaba yo y sonreía mucho, no
me decía por qué. Luego hablaba de ti, de la niña de cabellos
de oro. Fue entonces cuando mencionó el mapa.
“Tú eres mis manos, Gonzalo, tú eres mis ojos”, me
dijo unos días después de los azotes. “Eso ¿qué significa? Tú
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tienes tus ojos y yo tengo los míos”. “No, Gonzalo, tus ojos
pueden llegar a donde no llegan los míos y tus manos coger
lo que yo no puedo alcanzar”. “¿Y qué es eso?”. “Un mapa.
Un mapa que debe llegar a manos de mi sobrina”. Y así fue
como me dijo dónde estaban sus cosas. Era fácil llegar a
ellas, él sabía todo, no sé cómo se enteró. Los carceleros se
habían repartido sus ropas, la poca cosa que llevaba encima.
Uno de ellos arrojó el mapa que Gabriel había ido dibujando
en una mesa al lado de la cual yo pasaba cuando me iba. Allí
nadie vigilaba nada. Los presos estaban bien encerrados y los
carceleros se dedicaban a beber, incluso recibían mujeres allí
mismo a veces. No me fue difícil coger el mapa y llevármelo
a casa. Claro, es el que te llevó José, mi cuñado, el mismo,
yo casi no lo toqué.
“¿Qué quieres que haga con el mapa?”, le dije, “no es
más que un pedazo de piel”. “Llama a tu hermana, que venga
un día a hablar conmigo”. “Pero ella no va a querer”. “Dile
que tengo una noticia para ella, algo que ha deseado mucho
tiempo se cumplirá”. Parecía saberlo todo de todo el mundo,
a mí se me abría la boca y pensaba si sería brujo o algo así y
por eso le querían matar. Sin embargo, parecía buena
persona, un hombre cabal, algo así como era mi padre antes
de que el trabajo terminara de matarle del todo. El trabajo y
las deudas. Ambos tenían la misma barba, en eso me fijé. Sí,
una barba blanca y enredada. Era un hombre muy aseado y
eso que disponía de poca agua pero se lavaba lo que podía
después de comer. Me recordaba a mi padre, un hombre
bueno con muy mala suerte y por eso hice lo que me dijo y
lo volvería a hacer.
Mi hermana lo consultó con José, yo les conté de él
que era adivino, que sabía cosas que nadie podía averiguar.
Tardaron dos días en decidirse y al final optaron por ir los
dos. Fue fácil, ¿qué no es fácil con una bolsita de dinero bien
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repartida? Los carceleros miran para otro lado. Además, la
fama de Gabriel ya se había extendido y por la noche venían
algunas personas del pueblo a preguntarle qué les iba a pasar.
Le traían comida, regalos, algunas monedas. Él no quería
nada pero yo les esperaba fuera y me quedaba con todo lo
que traían, ¿para qué desperdiciarlo? Yo era como su
secretario, ya me entiendes. Así que fue fácil que entraran.
Lo hicieron los dos y yo me quedé fuera porque mi hermana
me lo pidió y para evitar que hubiera problemas. Salieron los
dos al cabo de un rato. Ella lloraba y José estaba serio,
bueno, como siempre es él, el hombre más serio que he
conocido en mi vida. Al día siguiente mi hermana cantaba
por la casa, mientras tendía la ropa. Había tal aire de
felicidad en ella que parecía que el mundo era otro. Le
pregunté pero no me quiso decir nada durante media mañana
hasta que se volvió a mí y me preguntó: “¿Te gustaría ser tío
al fin?”. Y yo dije que sí pero no me importaba en realidad,
sólo tenía ojos para ver su alegría, la felicidad que tenía,
como si entre las nubes grises se hubiera colado de repente
un rayo de sol. Así eran los ojos de mi hermana cuando me
hizo la pregunta. “Le llamaré como tú, mi lindo loco”, me
dijo y me abrazó fuerte. Entonces fui yo quien lloró porque
me acordé de la hermana que tenía de pequeño, cuando papá
nos miraba desde el surco y nosotros correteábamos por el
bosque y nos bañábamos en las pozas.
Le di el mapa a José y éste marchó a buscarte después
de la ejecución, tan lejos como estabas. Gabriel ya
descansaba aquí. Fue unos días antes cuando escribió ese
letrero que quería poner en su lápida, aunque no tuviera
derecho a ella. Yo le prometí que le trataría bien, que le
llevaría al mejor sitio del cementerio, uno donde se pudiera
ver la bahía, el mar, los barcos. Donde los pájaros se
escucharan al amanecer, cuando vuelan en busca de comida
56
y se cuentan los sueños que han tenido por la noche. Que
buscaría una corteza de árbol, él me dijo cuál era la más
fuerte y duradera. Le prometí que la puliría bien, que
quedaría hermosa, así como la ves, y que escribiría todo
aquello que me dijo.
Aquella mañana me abrazó. Yo estaba con él cuando
se lo llevaron. Corrí al lado de la carreta. El pueblo guardaba
un extraño silencio cuando le vieron desembocar en la plaza.
Se oían gritos, sí, insultos, claro, lo de costumbre. Pero no
como siempre. Cuando subió al cadalso estaba sereno, serio.
Miraba el cielo todo el rato como si quisiera atraparlo con la
mirada. No te quiero contar más, tú le querías y él a ti. Eso
me dijo cuando me dio el último abrazo, “Dile a Silva que
siempre la he querido”.
Ahora Gonzalo calla y el rumor del mar, sordo
estruendo, sigue sonando en el ambiente de la mañana. El
cielo es azul como Gabriel lo vio en su último día. Paso mi
mano por su cabeza, le acaricio el pelo hasta que de repente,
como un latigazo, me viene la imagen. “Le cerraste los ojos”,
digo. Levanta la cabeza, la expresión asustada. “¿Cómo lo
sabes?”. “Te miró cuando ya tenía la cabeza en el tajo. Te
miró y gesticuló con la boca pero no sé qué te dijo”. Se
levanta. “¿Cómo puedes saber eso?”. Está alarmado. “Lo he
visto en ti, Gonzalo, no te asustes. Veo lo que sucedió pero
no consigo ver ese detalle. ¿Qué te dijo?”. Se sienta de nuevo
y está temblando. “Me dijo tu nombre. Silva, dijo, y luego
cayó el hacha y su cabeza cayó a la cesta que hay para eso”.
“Sí. La recogiste tú y le cerraste los ojos”. “Parecía mirarme
aún, incluso me daba la impresión de que aún movía los
labios. Me dio miedo”.
Luego nos quedamos los dos sentados al lado de la
tumba y miramos el mar, algunos barcos que retornan al
puerto, quizá aquel donde vaya José. Quiero contarle qué ha
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sido de mí hasta llegar al pueblo, qué tierras vi, a qué
personas encontré. Saber si tengo acomodo entre ellos por
una temporada, el tiempo necesario para averiguar algo más.
Gonzalo empieza a recoger margaritas silvestres y hace un
ramo desigual que me ofrece con una sonrisa. “He venido de
muy lejos, Gabriel”, digo mirando al mar, “lo he hecho con
mi cabello dorado, mi piel ya curtida por muchos caminos y
mis ojos, los que hubieras querido mirar en tu último
momento”. Paso la mano por las letras de nuevo pero ahora
siento una alegría creciéndome por dentro. “He venido con el
despertar de la mañana y te encuentro despojado pero no
solo, ausente pero a mi lado. Gabriel”, añado, “guíame aún
un poco más. Si hay luz, quiero encontrarla. Si hay
esperanza, quiero vivirla. Si en algún lado puedo hallar la
paz ayúdame a alcanzarla. El camino es largo, estrecho y
difícil. Dame tu mano y ayúdame a caminar”.

58
Gonzalo y Elvira
“Ahora duerme”, dice Rosa, “despertará a la hora de
comer. Entonces le saludas”. Respondo afirmativamente y le
ayudo a transportar la ropa hasta el río. El niño corretea
detrás de nosotras, tirando piedras desde el camino,
intentando llegar lo más lejos posible. “Hablé con Gonzalo”,
explico, “me contó todo lo que pasó con mi tío. Dice que en
el pueblo le toman por loco pero yo lo he visto bien, me ha
contado las cosas muy sensatamente”. “Bueno”, responde
pensativamente, “mi pobre hermano..., siempre ha sido un
hombre extraño, de gustos raros, manías, cosas así”. Se
detiene para acomodarse mejor el canasto de ropa, que se le
iba resbalando. “Tuvo muchos problemas de joven. Siempre
fue especial, un hombre distinto. Escribía poemas, cantaba
canciones bonitas, paseaba solo por los caminos y luego se
sentaba sobre una roca para dibujar. Claro, la gente se reía de
él, decía que se pusiese a trabajar. Siempre estaba con la
cabeza a pájaros, mis padres no sabían qué hacer con él para
que trabajara y estuviera en lo que tenía que estar... ¿Te ha
dicho que ahora sirve para todo?”. “Eso me ha dicho, sí, que
hace un montón de cosas ahora”. “Es cierto sólo en parte”,
añade, “a veces se ausenta sin decir nada a nadie y recorre
las inmediaciones, visita pueblos alejados y vuelve al cabo
de dos o tres días, otras veces tarda un mes. Vuelve sucio,
desarrapado, da pena verle, pero trae un aire de felicidad que
se hace perdonar todo”. Sonríe pero luego tuerce el gesto.
Tendría veinte años más o menos, creo recordar.
Hasta entonces es como te decía, un chico raro, distinto,
solitario. No se llevaba bien con los chicos de su edad, no le
gustaba cazar animales ni jugar a juegos violentos en la
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playa. Se ponía largas horas, después del trabajo en el
campo, a dibujar en cualquier cosa que pillara a mano, sobre
la tierra incluso con un palo, cuando no tenía nada más. Se le
iba el tiempo en eso. Todos estábamos acostumbrados, nadie
en la familia le daba importancia. Las burlas del principio,
los comentarios maliciosos de los vecinos, las bromas
gruesas, se habían ido perdiendo con el tiempo y todo
sucedía dentro de una rutina consabida. Aún no le había dado
por desaparecer nunca y por eso le teníamos como un
miembro más de la familia y decíamos de él que era
distraído, especial. Nadie en realidad se fijaba en él. Soy
mayor que él, apenas dos años, pero era el hombre, el que
heredaría quizá el trabajo del padre. Curiosamente, nunca
nos inclinamos por la pesca hasta que me casé con José y
mira que aquí hay mucha gente dedicada a eso, pero ni mi
padre ni mi abuelo ni nadie que yo sepa ha vivido de otra
cosa que de la tierra.
Mi hermano siempre fue tímido con las mujeres. En
las fiestas apenas bailaba con ninguna, ni siquiera con mis
amigas que le conocían de sobra y le decían lindezas, ya
sabes, en plan de broma. Gonzalo no era guapo pero
tampoco nos fijamos tanto en eso, un chico algo esmirriado,
eso sí, pero agradable de trato cuando hablaba. Alguna de
mis amigas recuerdo que se interesó por él y le dijo cosas y
sonreía preguntándole si no la sacaba a bailar, en fin, las
coqueterías de esos años, las mozas que aún no se habían
casado era natural. Yo misma... En casa nadie sospechó
nada. Fui la primera que se dio cuenta y no supe cómo
reaccionar.
El caso es que yo solía encargarme de la compra en el
mercado. Allí hablaba con todo el mundo, claro, entre todos
me gustaba hacerlo con Elvira, una chica que había venido
no hacía mucho al pueblo después de casarse con uno de los
60
pescadores, un hombre recio, algo amigo de las broncas, el
vino, todo eso que hacen los hombres cuando llega el fin de
semana. Elvira trabajaba como una mula lo que no es nada
extraño porque aquí, en este pueblo, ninguna es una señorita
y todas nos ganamos bien el pan, con la casa y con lo que no
es la casa. Bueno, pues hablaba con ella, discutíamos del
pescado del día, le miraba bien las agallas, regateábamos,
bueno, lo que se hace. Luego me envolvía el pescado y
muchas veces charlábamos de todo, éramos casi de la misma
edad y a mí me caía muy simpática. La recuerdo rubia como
era, con su moño siempre medio deshecho, que se pasaba el
día arreglándoselo, la cara dulce, un hablar de niña.
Era una mujer inocente, eso me dio la impresión
siempre, que era una ingenua y no tenía sentido de lo que son
las cosas. Me decía que su marido era un bruto, que la
trataba mal y yo le respondía que qué podía esperarse de un
hombre así, en el pueblo todo el mundo conocía a los de su
familia, gente ignorante de mucha labia, eso sí, pero de muy
mal vino. En ocasiones me contaba que quería hacerse un
vestido bonito, con unas puntillas blancas y una cofia
especial, de un modelo que se llevaba en su pueblo. Se
entretenía imaginándose como una señorita de la nobleza, ya
sabes, sueños de esos. Me decía que soñaba con entrar a
servir en el castillo y que allí sirviera los platos en la mesa de
los señores vestida como ella quería vestir, su vestido nuevo,
sus zapatos negros, su delantal y la cofia elegantes. Yo le
respondía que no soñara tanto, que esas cosas no pasaban.
Ella suspiraba, lo recuerdo perfectamente, suspiraba con ojos
soñadores, el pescado todavía envuelto en la mano, antes de
dármelo, y me decía “¡Ay, ojala pasara alguna vez así!”.
Me lo dijeron primero las amigas y luego pude darme
cuenta yo. Gonzalo se dedicó a rondar la casa de Elvira y
luego aparecía por el mercado a horas extrañas, cuando casi
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cerraban los puestos y deambulaba por todas partes sin casi
hablar con nadie. Me lo encontré varias veces y no le di
importancia, de hecho luego me ayudaba a llevar la cesta a
casa. No era extraño encontrar a mi hermano por cualquier
parte, siempre como ensimismado. No me habría fijado si no
fuera por lo que vi un día. Estaba con la de la fruta charlando
de la temporada, del viento que hacía, yo qué sé. Entonces se
puso a mirar a otro lado y me señaló algo a mi espalda. “Tu
hermano parece muy interesado en Elvira. Yo de ti hablaría
con él”. Me giré y los encontré a los dos como si fueran lo
único que había en el mercado en ese momento. Él estaba
parado junto a otro puesto, medio escondido, y ella en el
suyo, haciendo como que limpiaba un estante. Pero los dos
se miraban, mudos, a distancia, como si en el mundo no
hubiera otra cosa que ellos dos. Me inquietó. Lo que me
comentaban mis amigas de repente cobraba sentido, no era
casualidad que le hubieran visto tantas veces por las
inmediaciones de la casa de ella. Yo creía que era por
cualquier otro motivo, ¿cómo me voy a suponer que se iba a
fijar en una mujer casada habiendo tantas deseosas de
encontrar a un hombre, aunque fuera como él?
Le cogí del brazo y me lo llevé casi a rastras. Le dije
que era una vergüenza lo que estaba haciendo, que Elvira era
una buena chica pero con la cabeza a pájaros, que no
anduviera con tonterías que su marido los tenía bien puestos
y se podía ganar una buena paliza. Parecía como un muñeco
al que empujan. Trastabillaba a mi lado, sonreía como un
estúpido. Se giró simplemente y me dijo “La quiero”. Me
detuve al escucharle y le miré indignada. “Pero ¿tú estás
tonto?”, le grité, “¿a quién se le ocurre? Mira la Justa, mira
qué ojitos te pone para que le hagas caso, o Argila, la hija del
tendero, con la de pretendientes que tiene y no hace más que
mirarte en los bailes. Pero ¿por qué no haces algo sensato
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por una vez en tu vida? Argila es un buen partido, cualquiera
es un buen partido para ti, ¿por qué te vas a fijar en Elvira,
que está casada y bien casada?”. Sabía que mi hermano era
raro pero siempre confié en que asentaría la cabeza cuando
conociera a una mujer que le supiera llevar. No era flojo para
el trabajo, sino distraído, por eso mi madre pensaba como yo,
que cuando le llegaran las responsabilidades y se casara,
tuviera unos hijos, todas esas tonterías se le borrarían. Pero
no. Ahí estaba sonriéndome en medio del camino como un
tonto, explicándome lo maravillosos que eran los ojos de
Elvira, la piel fina de sus manos..., no sé qué tonterías decía.
Me enfadé mucho y le dejé solo allí mismo. Luego he
pensado que se lo tenía que haber dicho a mis padres o haber
insistido con él, no sé, hacer algo para quitarle esa idea de la
cabeza. Me he sentido luego culpable de todo lo que pasó.
Sólo hice una cosa y fue hablar con ella, ya que
teníamos confianza. Recuerdo que fue un día en que
quedamos a solas en el puesto y hablamos de esto y de lo
otro hasta que le dije, “¿Mi hermano te está molestando?”.
Vi enseguida que se avergonzaba y no acertaba a mirarme ni
a responderme. “Oye”, le dije, “mi hermano es un tonto, ya
sabes lo que dicen de él”. Me miró entonces con cierta
firmeza y aún ruborizada. “Tu hermano es un hombre dulce,
distinto de los demás, pero no es un tonto”. Me asusté porque
me empecé a dar cuenta que no sólo era un capricho de él.
Recordé que cuando sorprendí su mirada eran los dos los que
se miraban. Bajé la voz. “Elvira, no digas locuras. Mi
hermano está loco, se ha encaprichado contigo pero eso son
cosas de juventud, ya sabes, no hay que darle ninguna
importancia. ¿Tú no le habrás hecho caso?, oye, ¿habéis
hablado?”. Se quedó en silencio un momento. “Bueno, a
veces viene a casa y hablamos cuando estoy en el huerto. Él
está al otro lado del muro, casi ni nos vemos, no hay nada de
63
malo en que dos vecinos se saluden y charlen ¿no?”. “¿Estás
loca tú también?”, le contesté, “como tu marido se entere no
salís bien librados ninguno de los dos”. “Mi marido no sabe
nada, es un borracho y un bruto y no se entera de nada”. “No
digas eso, Elvira, es tu marido, con él te has casado y como
se entere esto no termina bien, lo sabes muy bien”. “No tiene
por qué enterarse de nada...”, me miró abriendo los ojos, “tú
no le dirás nada, ¿verdad?”. “¿Me tomas por estúpida?,
¿cómo le voy a decir todo esto? Pero tienes que hablar con
mi hermano, decirle que no es sensato verse así, que dejéis
de hablaros, que no vaya más a rondarte”. “No hacemos nada
malo”, seguía defendiéndose mientras sonreía, “con él se
puede hablar de todo, siempre me comprende”.
Me alejé llena de miedo por los dos, sobre todo por
Gonzalo, pero ni aún así se lo conté a mis padres. Les veía
trabajar tanto, con tanta carga encima. ¿Cómo les iba a venir
con un problema así? Mi padre ya había dado a Gonzalo por
imposible y con una cosa como ésta era capaz incluso de
echarle de casa. Pensé que con el tiempo se iría pasando el
asunto, a fin de cuentas sólo charlaban ocasionalmente, me
engañaba yo misma. Pero no fue así. Al cabo de dos o tres
meses esperaban a mi hermano en la oscuridad de un camino
por el que solía pasar para llegar desde casa de ella hasta la
nuestra, según supe luego. Estuvieron a punto de matarle. Le
molieron a golpes, le rompieron varios huesos y le
cercenaron, ya sabes, la masculinidad. Le dejaron tirado en
el camino y menos mal que pasó por allí una señora que
vivía cerca. Se lo encontró en el suelo, inconsciente y en
medio de un charco de sangre. Le contuvo la herida con
trapos y con lo que pudo y así pudo salvarse mi hermano.
Cuando lo trajeron a casa entre varios estaba blanco como la
pared, los ojos cerrados, pensamos que muerto pero no era
así. Quizá le dejaron allí dándole por tal.
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¿Elvira? No tuvo tanta suerte como él. Su marido la
golpeó con un palo de esos que se usan para atizar el fuego,
sólo un golpe, nada más, bastó para matarla aquella misma
noche. Se habló mucho en el pueblo, claro, durante mucho
tiempo, pero él tenía derecho a hacer lo que hizo. Mi padre
se llevó a Gonzalo a casa de un pariente en un pueblo lejano.
Me acuerdo todavía de verles a los dos, mi hermano tumbado
en la carreta, desfallecido, mi padre azuzando a las bestias
camino adelante. Ni mi madre ni yo pronunciamos palabra.
Todos sabíamos que el hombre aquel se enteraría de que no
habían terminado el trabajo e iría a por él, así que callamos y
sólo dijimos que se habían ido lejos y que quizá mi hermano
no volviera nunca. Así fue. Al cabo de unos días regresó mi
padre con el carro y no dijo palabra. Comió algo y se fue al
campo. Mi madre le miraba, le mirábamos los dos. Ella dijo
“¿Cómo está el chico?”. Él no dijo palabra mientras
masticaba. Cuando salía por la puerta le contestó, “Mujer,
piensa que ya no tienes hijo” y nada más. Continuamos
haciendo nuestras tareas.
Cuatro años después apareció Gonzalo de nuevo,
muy cambiado. El hombre aquel había muerto en la mar y mi
padre le avisó de que volviera. Estaba distinto, con una cara
endurecida, llena de amargura, crispado. Había crecido y se
había hecho como viejo. Empezó a desaparecer durante días
enteros y no decíamos nada, nos comportábamos como si eso
fuera normal. De repente supimos que hacía tareas para
otros, que cumplía recados para los vecinos, que le daban de
comer o un lugar donde dormir, unas monedas, cualquier
cosa. Mis padres, claro, se enteraban. Alguna vez mi madre
decía que no sabía dónde estaba, que andaba preocupada y la
respuesta de mi padre siempre era la misma, “Mujer, piensa
que ya no tienes hijo”, y ella callaba, a veces lloraba. Pero
Gonzalo empezó a ser parte de la vida cotidiana, ya sabes,
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ayudando en todas partes, desapareciendo en algún viaje, no
sé. Pero ya no volvió a dibujar y ninguna mujer, claro está,
se fue a fijar en él. Todas sabían lo que había pasado. Anda,
ahí está el río, ya hemos llegado.

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Un amor de juventud
Lavamos la ropa a la orilla del río. Estrujamos y
pasamos un trozo de jabón casero para volver a estrujar
después. Las mujeres hablan y yo me concentro en la tarea
sin dejar de escucharlas. Rosa me ha presentado como una
prima suya que viene de lejos. Me saludan sonrientes, me
miran con descaro, valorándome. Parecen conformes al cabo
de un rato. Rosa les cuenta una historia ambigua de un tío
suyo que se fue hace muchos años y ellas asienten
continuando con la conversación que mantenían cuando
llegamos. Hablan de una mujer, una vecina del pueblo, que
es arisca y se lleva mal con el marido. Bebe a escondidas y a
veces sale tambaleándose de casa y vocifera en el mercado y
las llama putas a todas las del pueblo. Están escandalizadas
por la escena que hizo en el mercado el otro día. “Bastante
paciencia tiene él, trabajando todo el día para encontrársela
borracha cuando vuelve a casa”, dice una. “Un blando es lo
que es”, interviene otra, “unos buenos palos en los lomos y
ya verías cómo se le bajaban esos aires”. “Se cree alguien”,
dice la tercera, “pensará que no merece esta vida. Ojala
cogieran la puerta y se fueran del pueblo”. Siguen
discutiendo si deben o no marcharse, si el marido tiene que
hacer una cosa o la otra. Escucho y asiento sin decir mi
opinión porque no sé de quién hablan. Una empieza a
deslizar la idea de que esa mujer se entiende con otros
hombres que van a visitarla cuando su marido no está. Otra
dice que eso no se sabe pero que no la extrañaría lo más
mínimo. Rosa dice que el otro día iba por el camino, de
regreso a casa, cuando se la encontró en la cuneta, llorando.
“Se le había caído la cántara de leche y se hizo pedazos”.
67
“Bien merecido lo tenía”, interviene una de ellas, con un
gesto enérgico al golpear la ropa, “iría borracha
seguramente”. “No sé, no me lo pareció”, responde, “esa
mujer es una desgraciada aquí”. “Pues es lo que digo”, sigue
gesticulando la otra, “que se vayan y no vuelvan más. Porque
como yo la oiga llamarme puta en mi cara os juro que se
acuerda, que vais a saber todas cómo las gasto”. Rosa mueve
la cabeza con cierto pesar.
Luego hablan de los maridos, criticándolos sin
piedad. De un sacerdote, amancebado con una sobrina suya,
según afirman. Voy aclarando la ropa y me la llevo para
extenderla sobre el prado cercano. Me quedo un poco alejada
y lo prefiero así. Nunca me gustó asistir a este espectáculo,
cómo las mujeres del lavadero repasan la vida de los demás y
van sacando los trapos sucios. Al principio escuchas
interesada y te sorprendes de que haya tanta vida oculta
detrás de un saludo, de una bonita cara o de una mujer
aparentemente hacendosa. Pero a medida que se va
acumulando la basura termina por asquearte, hacerte sentir
con la lengua sucia y el pensamiento lleno de repugnancia
hacia las que hablan así.
De mí también tuvieron que hablar en el pueblo de
donde vengo. Lo malo es que yo no me enteraba, que no
supe hasta muy tarde que tenía una historia detrás. Algunas
veces se lo decía a madre. Había gente, chicas del pueblo que
me rehuían. No es que fueran mis mejores amigas, ésas
actuaban conmigo normalmente, pero otras me miraban con
distancia, un cierto gesto de desprecio o miedo, no sé. Yo
pensaba que eran cosas de unas y otras, que las hay tontas,
simplemente. Ignoraba que tenía una historia, que las
mujeres lo recordaban todo y se lo contaban a sus hijas para
que, desde entonces, me miraran como si fuera un bicho
extraño. Lo comentaba con mi madre, que no entendía la
68
reacción de algunas y ella movía la cabeza sin decir nada, el
gesto preocupado. Pero no me explicó hasta que sucedió lo
de Antonio. Para entonces, claro está, yo ya sabía algunas
cosas por mis amigas.
Me habían ido deslizando trozos de la historia, a
medida que los iban conociendo o indagaban sobre ella. Mi
madre era muy querida en el pueblo. Una mujer trabajadora,
hacendosa, siempre dispuesta a hacer un favor a cualquiera,
ayudar en un entierro, consolar a una viuda o cuidar de unos
pequeños. Sin marido desde mi infancia había tenido que
salir adelante como un hombre, trabajando el campo,
atendiendo la casa. Vistió de negro siempre, así la recuerdo.
Una figura triste, callada, bondadosa. Nadie la quería mal.
Alguna podía murmurar del pasado, siempre hay mujeres así,
pero nadie podía decir una palabra más alta que la otra sobre
ella. Salvo aquel suceso que la marcó en su juventud, que
nos marcó a todos, también a mí.
Una amiga me dijo, una vez que estábamos solas, que
había oído cosas sobre mi madre y sobre mí que no le
gustaban. Teníamos quince años, no sé si yo los había
cumplido siquiera. “Estaba mi madre hablando con otras y lo
comentaron, hablaron de algo que había hecho tu madre por
aquella vecina cuando a su hijo lo atropelló un carro”. “Sí,
me acuerdo”, le dije. “Pues dijeron que era una lástima lo
que le había pasado cuando era joven”. “¿Una lástima?”. “Sí,
algo así dijeron. Una decía que había mujeres que se lo
buscaban pero mi madre la hizo callar, ya sabes que se lleva
muy bien con la tuya”. “Fueron amigas cuando niñas, creo”.
“Sí”, añadió mi amiga. “El caso es que luego hablaron de ti y
no entendía qué decían, algo así como que a saber de quién
eras hija, que qué desgracia fue que naciste llevando ese
pecado a cuestas..., algo así”. Recuerdo haberla mirado
estupefacta, sintiendo que me crecía la indignación por
69
dentro. “¿Un pecado? ¿Qué tontería es ésa? Mi padre murió
en el campo varios años después de nacer yo y mi madre
siempre le ha guardado luto. ¿Eso lo haría una mujer en
pecado?”. “No sé, Silva”, se defendía mi amiga, “yo es lo
que he escuchado”.
Cuando volvía a casa me quedé pensando qué había
detrás de esa historia. No es que me preocupara mucho, el
pensamiento de una chiquilla va de un lado a otro. Para
entonces Gabriel ya se había ido de nuevo y no sabíamos
dónde estaba. Por eso sólo podía preguntar a mi madre y se
lo dije esa misma noche, que si yo era hija de algún pecado.
Sonrió aunque vi que se había puesto un poco pálida. Me
respondió que eran tonterías y que no escuchara a la gente,
que a veces decía maldades. Eso me pareció a mí también.
Pero el caso es que con los años fui escuchando los mismos
comentarios. No directamente, claro, a mí nadie me decía
nada, pero me llegaban por mis amigas. Todo el mundo me
seguía tratando bien salvo algunas tontas que siempre las hay
y que dejé de tratar. Luego estaba una vieja que se
santiguaba cada vez que nos cruzábamos y decía que yo era
hija del demonio pero no la hacía mucho caso porque todos
sabíamos que estaba loca desde que un hijo suyo se mató.
Pero lo de Antonio sí fue doloroso y me hizo sufrir mucho a
los diecisiete años.
Cuando me fui del pueblo seguía ayudando a su padre
en la herrería pero realmente era su padre el que le ayudaba a
él. Todo el trabajo duro ya era suyo. A veces pasaba cerca y
no podía por menos de mirarle a hurtadillas cuando aún no
me había visto, el torso desnudo, poderoso, ennegrecido por
el humo. Aún sentía algo por dentro y pensaba cómo era
posible que la alegría de la juventud se marchitara así, que se
perdiera la valentía, el empuje de esa manera. Luego él
alzaba la vista y se quedaba siempre en suspenso, el brazo
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levantado con el martillo hasta que finalmente me hacía un
gesto de reconocimiento con la cabeza para luego agacharla
y seguir dando golpes que iban sonando ¡plas, plas! mientras
me alejaba. Éramos un mal recuerdo el uno para el otro.
Desde que fui una jovencita se fijó en mí y yo, en cuanto
desperté a los sentidos propios de una muchacha, también.
Era algo bajo pero fuerte, como su padre. Sobre todo era un
chico alegre, siempre dedicándome una sonrisa, una frase al
cruzarnos. Uno de mis mejores recuerdos de entonces lo
protagonizó él. Ya sé que es una tontería, cosas de chicas
nada más, pero me llegó muy adentro.
Cada cierto tiempo decían que algo se estropeaba en
el agua, que unos demonios llegaban para mezclarse dentro y
nosotros la bebíamos y se nos colaban para ponernos
enfermos. Otros decían que eran las culpas por tanta guerra y
tantos pecados que acumulábamos. Lo cierto es que, de
repente, oíamos de alguien que había caído enfermo y
tiritaba de fiebre y tenía las heces negras. Entonces sabíamos
que llegaba el dolor a muchas casas. Algunas mujeres se
encerraban y no querían salir. Mi madre no era de ésas sino
que acudía a todas partes, yo con ella, para ayudar a quien
estaba enfermo, poner paños de agua fresca sobre la frente,
lavarlos, alimentarlos con caldos, formar sahumerios que
decían que alejaban a los demonios. En cierta ocasión,
cuando tenía quince o dieciséis años, Lorena se puso
enferma. Era una de mis mejores amigas y nos queríamos
mucho. Íbamos juntas a los bailes, nos bañábamos en el río,
charlábamos por los codos de lo que haríamos de mayores,
del chico que nos gustaba, si había alguno, de ropa, todo eso.
Se fue agravando por momentos y a mí se me rompía el
corazón. Sólo iba a dormir a casa donde mi madre se repartía
entre distintos sitios también. No es que fuéramos
excepcionales, en esas ocasiones todo el pueblo se echaba
71
una mano salvo las que no querían pero no eran muchas y
además enfermaban lo mismo. Estábamos en manos de Dios,
decía mi madre, y supongo que tenía razón.
Recuerdo aquella tarde. Había encontrado a Lorena
muy consumida, sin brillo en unos ojos que mantenía
cerrados continuamente, sin fuerzas casi para hacer otra cosa
que quejarse con un murmullo bajo y continuado. Volvía a
casa triste, con el corazón apenado porque veía que la muerte
se cernía sobre ella. Pensaba que dónde irían todos sus
sueños, el de ser tan bonita, que alguien la quisiera, el chico
del pueblo de al lado que vino a un baile y danzó con ella
diciéndole cosas bonitas al oído. Dónde se iba todo eso,
pensaba yo, los sueños, la alegría, los buenos tiempos. Creo
que iba medio llorando aquella tarde camino de casa cuando
vi a Antonio sentado sobre una piedra. Se levantó después de
saludarme y caminó a mi lado. Preguntó por Lorena y se
puso triste cuando le dije que había empeorado mucho.
“Dice mi padre que esto tiene que pasar pronto”, comentó,
“que esta enfermedad siempre dura cuatro semanas y luego
va desapareciendo”. “Dios te oiga”, contesté, “pero para
Lorena puede ser tarde”. Seguimos caminando en silencio y
entonces sacó la mano de donde la tenía, en la espalda, y me
ofreció un ramo de amapolas. Era tosco y estaba mal hecho
pero fue entonces cuando me puse a llorar más fuerte y él me
hizo sentarme. Sentí cómo pasaba su mano por mi pelo con
mucha suavidad y me decía palabras de ánimo, aunque
fueran mentiras, no me importó. Que Lorena se recuperaría,
que iríamos las dos al baile de la cosecha y que él nos sacaría
a bailar, sobre todo a mí, que era una chica guapa y buena.
Me consoló mucho y ya no lloré más aquella noche. Quizá él
tuviera razón a fin de cuentas, tal vez su padre también la
llevara y la enfermedad acabara pronto para que Lorena se
pudiera recuperar.
72
Hasta que mi amiga murió, seis días después,
Antonio me esperaba cada tarde junto al camino. Se
levantaba presto al verme llegar y preguntaba por Lorena y
caminábamos un rato hasta que, indefectiblemente, sacaba su
mano de donde la escondía a su espalda y me ofrecía unas
flores. Entre tanta tristeza como sentía, con el corazón
acongojado, ese gesto me hacía sonreír y me sentía a gusto.
Las chicas somos egoístas. Cuando murió mi amiga lo que
más se me cruzó por la cabeza durante su entierro, fue que
Antonio ya no me esperaría junto al camino. Pero me
equivoqué. Siguió espiando mis pasos para saber dónde iba y
a qué horas pasaba sola de vuelta a casa para situarse a mi
lado, siempre que su padre no le reclamara del trabajo, y
charlar. Hablábamos de todo y así, sin darnos cuenta o quizá
sabiéndolo siempre, nació el amor que nos tuvimos. A mí me
gustaba porque podía hablar con él, qué importante es eso,
porque no era bruto y tenía sentimientos y era decente.
Porque le quise, le hubiese querido creo yo aún si no hubiese
sido así, incluso si hubiese bebido, si me hubiera maltratado,
no sé, le quise con toda el alma, como sólo se puede querer a
los dieciséis o diecisiete años. Y él me decía que también.
Eso me decía, que me quería. Me lo repitió tantas veces, me
lo dijo entre besos y caricias, que yo creí que nada podía
romper aquello.
Pasó un año de ese vernos a escondidas pero todo el
mundo lo fue sabiendo y nadie decía nada. Mis amigas me
embromaban, sobre todo cuando venía Antonio hacia mí en
los bailes, muy formal, y me sacaba a bailar. “Ahí está tu
novio”, decían ellas entre codazos, “¡Antonio!”, le sonreían,
“si ésta no te hace caso, ya sabes dónde nos tienes”. Y eran
más risas y mi chico se azoraba un poco para sonreír
después. Me hacía sentir en la gloria cuando me abrazaba y
sentía su cuerpo recio contra el mío. Sus manos, me acuerdo
73
tanto de sus manos ásperas pero fuertes, de aquella vez que
me acarició el pelo, la primera vez. Luego lo hizo muchas
veces pero aquella primera vez no la puedo olvidar.
Pasada la primavera quedamos en decírselo a
nuestros padres. Yo sabía que mi madre no iba a decir nada,
que le parecería bien, pero tenía más dudas sobre ellos. El
herrero siempre es una figura importante en cualquier pueblo
y Antonio ya me había dicho que su madre era ambiciosa,
que le había dicho varias veces que tenía que buscarle un
buen partido, una chica con muchos reales de renta, con una
buena dote. Estaba inquieto con eso, preveía que no sería
fácil plantearle el asunto. Le dije que me iría con él si
quisiera, que huyéramos juntos si las cosas venían mal. No
sabía si mi madre lo aprobaría pero estaba dispuesta a todo.
Él meneaba la cabeza, dubitativo. Tenía miedo. Fue
aplazando la conversación con sus padres una y otra vez,
esperaba a un momento propicio, decía.
Como recuerdo aquella primera tarde puedo recordar
también aquella otra. Le esperaba en un lugar donde nos
citábamos con frecuencia. Aquella vez tardaba mucho y me
inquieté, empecé a dar vueltas por el prado contiguo mirando
de vez en cuando al camino hasta que por fin le vi llegar.
Traía muy mala cara, caminaba despacio, como encogido. Se
sentó a mi lado sin decir palabra y yo veía que estaba a punto
de llorar. “¿Qué pasa, Antonio?, ¿qué tienes?”, pregunté
ansiosa, “¿se lo dijiste?”. “Se lo dije, sí”, musitó él. “¿Y
qué?”, pregunté temblando por dentro. “No puede ser, Silva,
no puede ser”, meneaba la cabeza. “¿Cómo que no puede
ser?”, estaba indignada, “¿pero cómo que no puede ser?, ¿es
que no soy lo bastante para tu madre?”. “No es sólo eso, no”
decía. “No tendré dinero pero te quiero, Antonio,
trabajaremos juntos lo que haga falta, nos iremos a otro lado,
tú puedes emplearte en cualquier lado hasta que podamos
74
establecernos. Serás herrero como tu padre, Antonio, tendrás
en mí a una mujer que te quiere, que te dará todos los hijos
del mundo, serás feliz conmigo, te lo juro”. Lloraba mientras
le decía eso y él seguía meneando la cabeza. “Yo no sabía
nada, Silva, nunca me dijiste nada”. “¿De qué?”, respondí
alarmada, confusa. “De lo que había pasado con tu madre,
con tu tío, de cómo naciste tú”. Me quedé muda, incapaz de
articular palabra, sólo le miraba mientras él lo contaba todo.
“Me lo ha dicho mi madre, ¿por qué no me lo dijiste? Dice
mi madre que es porque querías cazarme. Yo no me lo creo
pero ¿por qué no me lo dijiste?”. “¿Que es lo que te tenía que
decir? No entiendo de qué me hablas”.
Me miró rabioso, le temblaban las manos. Luego vio
mi aire de confusión y dudó. “¿Me vas a decir que no sabes
nada del pecado de tu madre?”. “¿Qué pecado? Mi madre no
me ha dicho nada, ¿qué pasa? Por Dios, Antonio, explícame
qué pasa”. Tragó saliva y contó la versión que le acababan
de dar. “Dicen que tú no eres hija de tu padre. Tu madre te
engendró con otro, alguien noble, el hijo de un conde, de un
marqués, yo qué sé. Que eres una bastarda”. Creo que me
quedé sin respiración. Abría la boca y no conseguía emitir
ningún sonido. “Yo sólo sé que tu padre se murió de pena y
que tu tío tuvo que huir después de lo que hizo”. “¿Qué hizo
mi tío?”, dije en suspenso. “Mató a ese hombre, claro, al que
realmente fue tu padre”. Nos quedamos en silencio durante
un buen rato. Se oían las primeras lechuzas ululando, las
sombras se cernían sobre el camino donde hablábamos y un
viento fuerte empezó a soplar.
“Lo siento, Silva. Fue un error, todo ha sido un error
desde el principio”, dijo levantándose. “Sé que me dejas”, le
miré a la cara, “pero no me digas que fue un error. Quererte
no ha sido un error, tampoco que tú me quisieras, que aún
me quieras”. Agachó la cabeza. “Tendrás que vivir con esta
75
cobardía toda tu vida”. Asintió en silencio. “Si hoy me
dijeras que me fuera contigo al fin del mundo me iría”,
añadí, “para olvidar todo lo que dejamos atrás, tus padres y
mi nacimiento que tanto te importa”. “Silva”, dijo,
“perdona”. “No se trata de eso”, le respondí, “de lo que se
trata es de si alguna vez te perdonarás el haber sido tan
cobarde”. Luego me hizo un gesto con la mano y se fue. Le
vi alejarse en silencio. El corazón me latía deprisa, pensaba
que se me rompería allí mismo. Pero no sucede, nunca
sucede así. Tan sólo le vi durante unos años trabajando en la
herrería y él me hacía un gesto desde lejos y yo le miraba.
Me cruzaba con su mujer algunas veces, vi cómo se le
abombaba el vientre y cómo llevaba después un crío en los
brazos. A veces me quería morir al verles porque pensaba
que ese chico podía ser mío, ser yo la que caminara por el
sendero con mi vientre redondeado de vida y ver de lejos a
Antonio y saludarle como en realidad lo hacía. Pero que él
sonriera al verme, como cuando éramos unos chiquillos
inocentes, como cuando me pasaba la mano por el pelo y me
decía palabras de amor.

76
La violación
Ven, hija, no llores más, ven conmigo, salgamos
fuera, ya cenaremos después. Ahora tenemos que hablar. Lo
he ido dejando tanto tiempo que casi había olvidado todo,
tanto como me gustaría que no hubieras conocido nada de
esto. Todo son historias viejas, cosas que deberíamos haber
olvidado pero no hay modo de hacerlo. La memoria del
pueblo es vieja y las guarda. Se lo dije a tu tío cuando volvió,
¿para qué has vuelto? Nada ha cambiado, nada. Quisiera que
fuera así, a veces hasta me hago ilusiones de que nadie se
acuerda pero basta una conversación, un gesto, un callarse.
¿Para qué has vuelto? Alguien te denunciará, terminarán por
saber que estás aquí y tendrás que volver a huir... Gabriel, mi
querido hermano, tan lejos ahora que no sé dónde está ni qué
habrá sido de él. El único de la familia que me queda para no
estar sola por completo.
No me culpes, hija, no me culpes de haber callado.
Quizá tendría que haberme ido lejos como Gabriel pero mi
vida estaba aquí, con tu padre, tu pobre padre, contigo,
cuando naciste. Todas mis raíces están en este pueblo. No
soy como mi hermano, que va buscando estrellas, que ve
cosas que nadie ha visto aún, que sueña imposibles. Yo estoy
pegada a la tierra, yo soy tierra de labranza, soy el lugar
donde germina la semilla de personas como tú o como él,
personas diferentes que ven lo que nadie ve, que imaginan lo
que nadie podría imaginar. Pero también necesitáis saber que
alguien permanece, que alguna persona os quiere y os
acogerá porque no sólo de sueños se puede vivir.
¿Te has calmado ya, Silva? Anda, no llores más.
Todos tuvimos una decepción en el amor, todo se supera,
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termina por pasar y olvidarse, ojala te suceda a ti igual.
Debería haber estado alerta y no lo hice, advertirte de lo que
podías encontrar. Claro que sabía lo de Antonio, que te veías
con él, hubo gente que me vino con la noticia. Conozco a su
madre, se cree diferente, más alta que yo. Es una pobre
mujer que no sabe que, si yo soy tierra, ella es humo.
Sospechaba que las cosas no irían bien pero lo dejé pasar. Tú
no me decías nada y yo no quise meterme, quería pensar que
no era muy serio, a estas edades... Pero ahora te veo y es lo
que siempre he sabido, que eres diferente, que no eres una
niña sin juicio, que querrás mucho y también sufrirás lo que
pocas. Y ahora me pides cuentas, quieres saber qué pasó
hace tanto tiempo, de quién eres hija realmente. Déjame que
te cuente entonces todo lo que me he callado hasta ahora
pero sécate esas lágrimas y serénate. Nada en la vida se
acaba realmente salvo por la muerte. Mientras tanto querrás
de nuevo, volverás a llorar y vendrá de nuevo la alegría que
has tenido durante este tiempo, aunque sea distinta.
Cuando tenía tu edad no era tan guapa como tú pero
sí alegre, vivaracha. Ayudaba a mi madre en todo, como tú
lo has hecho conmigo. Decía la abuela que yo era la alegría
de la casa. ¿Te acuerdas de ella, verdad? Tan seria siempre,
tan poco cariñosa pero en el fondo, tan buena con sus hijos.
Nunca te he contado lo unidos que estuvimos siempre
Gabriel y yo. Padre siempre le reñía porque se distraía en el
trabajo, porque no atendía a nada, se daba en imaginar
historias, contarles a los campesinos que venían a recoger la
cosecha las cosas más peregrinas. Alguno se quejó porque
anunciaba desgracias, muertes repentinas, sequías
espantosas. Padre le decía que no podía seguir así pero
Gabriel siempre fue un rebelde, como si viviera en otro
mundo. Yo siempre le estaba defendiendo a escondidas.
Cuando padre le encerró en el establo dos días enteros por
78
desobedecerle era yo quien iba a hurtadillas por la noche a
llevarle comida, a hablar con él. Gabriel decía que no
importaba, que no le importaba nada pero yo sé que no lo
pasaba bien porque tenía la cabeza en otra vida muy distinta.
Aprendió a leer y escribir con el cura del pueblo, uno
que ya murió. Era un buen hombre y tenía la esperanza de
hacer de este pueblo un lugar de santidad, decía. Los
campesinos se reían un poco de él pero sabían que estaba a
las duras y a las maduras, que echaba una mano allá donde
fuera necesario. Iba yo con Gabriel el día en que se le plantó
delante para decirle que él quería leer esos libros que tenía.
Aquello conmovió al buen hombre pero se empeñó en
decírselo a padre, en hablar con él, interceder para que
Gabriel aprendiera. El abuelo era muy cerril, tú no lo llegaste
a conocer, pero no tenía muchas luces. Era cumplidor, un
buen hombre, leal, de fiar, pero no tenía luces. Dijo que
aquello eran tonterías, que su hijo iba a encargarse de la
tierra como él y que, para eso, no hacía falta leer ni aprender
más que a trabajar. Discutieron un buen rato pero el cura
tuvo que darse por vencido.
Gabriel se empeñó, tuvo ese carácter siempre, que no
se contentaba, por eso se llevaba tan mal con padre. Me
acuerdo que una tarde fuimos los dos de la mano a la casa
parroquial. Es la misma de ahora, la misma cancela, idéntico
llamador. El cura nos recibió, nos hizo pasar. Aún tengo
delante de mí su cara redonda, su sonrisa temblona, cómo le
dijo al ama que nos trajera un vaso de leche caliente. Era
invierno entonces y soplaba el viento helado por las calles,
me acuerdo como si fuera hoy mismo. Mientras me tomaba
el vaso de leche Gabriel iba mirando la biblioteca del cura,
donde los libros estaban todos apilados uno detrás de otro,
casi combando las estanterías. Su cara, fascinada, pasando
sus manos por los lomos y preguntando qué decía éste y qué
79
ponía en aquél. Así fue como llegamos a un acuerdo. Gabriel
ayudaría a la misa de siete el sábado en la tarde y luego se
quedaría un rato más, so pretexto de recoger la iglesia,
cuando en realidad el cura le estaría dando algunas lecciones
de lectura y escritura. Dios me perdone, decía el cura
mirando al cielo, pero nadie debería privar a un chico como
tú de la palabra de Dios. A mí me preguntó pero yo no quería
aprender tanto. Me contentaba con seguir a mi hermano, ver
la cara con que volvía cada sábado, radiante, voluntariosa.
Observarle admirada cómo cogía un palo y, sobre la tierra,
iba trazando garabatos intentando enseñarme lo poco que sé
y que aprendí por darle una satisfacción. Sí, como hizo
contigo cuando volvió. Me lo dijo dos noches después, que
cómo era posible que no supieras leer ni escribir y le dije que
para qué te hacía falta. Se enfadó conmigo, ya ves, una de las
pocas veces en que lo hizo. Por eso se puso a contarte esas
cosas y tú aprendiste.
Ya, ya sé que tú quieres saber..., pero es necesario
que te des cuenta de cuán unidos estábamos y cuán
diferentes fuimos siempre. Él se reía de mí, me daba un
abrazo ahí, junto al fuego, y me decía que yo era la arena de
la playa y él era el mar, que va golpeando la orilla con sus
olas para terminar muriendo en ella. Yo no le comprendía
muy bien pero sabía, como he sabido siempre, que nos
quisimos, que fuimos el uno para el otro el mejor recuerdo
de nuestra niñez.
Conocí a tu padre cuando tenía veinte años, como nos
conocíamos todos, en el baile de los domingos. Ya me
habían hablado de él. Era serio, trabajador, sostenía a su
madre desde que murió su padre, dos años antes de
conocernos. Te acordarás de él quizá. Tú tenías seis años
cuando murió. Hablaba tan poco, todo se le iba en trabajar,
mucho más desde que pasó lo que pasó. Antes me contaba de
80
la cosecha, de cómo iban los trabajos de drenaje. No es que
fuera mucho pero yo sabía que estaba ahí y él sabía lo mismo
de mí y nos bastaba. Su gran pena era que pasaban los años y
no teníamos hijos. Yo hice novenas, promesas a la Virgen,
incluso peregriné a una ermita lejana donde decían que la
Señora concedía esos dones. Pero no fue posible.
¿Gabriel? Gabriel me había dejado la tierra a mí, es
decir, a mi marido. Se llevaban bien aunque eran tan
distintos como el día de la noche. Se respetaban. Era Gabriel
quien más hablaba cuando estaba en casa largas temporadas.
Tu padre le escuchaba y le hacía algunas preguntas nada más
sobre los pueblos que mi hermano había visto, sobre otras
costumbres, cómo se trabajaba la tierra allá, cuándo se
sembraba, qué tipo de semillas había, todo eso que a él le
interesaba. Gabriel se reía a veces porque no conseguía
responder a esas preguntas. Decía, ¿y cómo voy a saber las
semillas que usan? Yo busco libros y cuento historias en las
plazas. Tu padre se escandalizaba un poco pero, cuando
estaba en casa, Gabriel le ayudaba en el campo, no con
mucha maña pero sí con voluntad. Además, la tierra era
también de él, a fin de cuentas, eso no podía olvidarse.
Entonces sucedió lo que no debía haber sucedido.
Todas sabíamos que pasaba, que a veces los señores se
tomaban licencias porque para eso son señores.
Simplemente, si te tocaba te tocaba. A una de mis amigas, no
de las mejores pero muy conocida, le sucedió de jovencita
volviendo del campo. La chica quedó marcada, claro, todo el
pueblo la señalaba pero ¿qué ibas a hacer si era un señor?
Con suerte nadie se enteraba y podías seguir tu vida normal
como si nada hubiera pasado. Lo mío fue una tarde,
volviendo del río donde había ido a por agua. Llevaba mi
cántaro lleno a rebosar cuando sentí que venía un caballo por
detrás. No era mula ni asno, eso me podía dar cuenta. Era un
81
caballo y eso significaba que era un señor que viajaba de un
lado a otro. Me aparté a un lado del camino para que pasara
y él fue llegando. Era un buen mozo, rubio pero con pústulas
en la cara, como de alguna enfermedad pasada. Se detuvo a
mi lado y preguntó la dirección del castillo del señor conde.
Se lo dije y pensé que pasaría de largo pero no lo hizo.
Bajó del caballo y me dijo que le siguiera. Así lo
hice. Se sentó sobre un árbol caído y me dijo que le diera
agua, que estaba sediento. Tomó el cántaro y bebió de su
borde, con cuidado. Luego metió la mano en él y se salpicó
la cara. Parecía fatigado. “¿Quién eres?”, preguntó. Le dije
mi nombre, quiénes eran mis padres pero él no pareció
reconocer nada. Yo sabía que no era de aquí, tal vez algún
familiar lejano de los señores de la comarca. Luego supe,
supimos, que era un sobrino lejano del conde de Villamar.
“En la alforja tengo queso y pan y algo de vino. Tráelo aquí
y hazme compañía”. Fui hasta el caballo que estaba sudoroso
y piafó al verme. Cogí lo que decía mientras temblaba sin
saber en qué terminaría todo. Me ordenó sentarme frente a él
mientras comía. Quería pensar que era por seguir
sirviéndole. Él comía lentamente, casi sin mirarme. En un
momento sonó una carreta por el camino y, por entre los
árboles, vi pasar a un vecino de nuestra calle, uno que se
dedicaba a llevar cosas de un lado a otro. Recuerdo que le
miré con angustia y él me estaba mirando a mí y al caballero
sin decir una palabra. Luego se perdió por el camino. El
joven seguía en silencio, terminando de comer.
“Señor”, le dije, “mi marido me espera en casa. Si me
dais permiso...”. Hice ademán de retirarme un paso. Me
detuvo con un gesto. “¿Tienes hijos?”, me preguntó de
repente. “No, señor, Dios no me ha concedido esa gracia”.
“Pues tu marido que espere entonces, que ahora me sirves a
mí, ¿o es que tu marido es más importante que yo?”. Se
82
levantó y fue hacia mí. Yo permanecía con la mirada baja, a
punto de echarme a llorar. “Señor”, le dije, implorante, “no
me hagáis nada”. Temblaba toda cuando me agarró y me tiró
al suelo. “Vamos”, me dijo, “vas a ser buena conmigo y así
conseguirás que a tu marido no le pase nada”. Yo lloraba,
¿qué podía hacer? Seguía llorando mientras intentaba que no
me rompiera la ropa, mientras me penetraba con violencia.
Luego me dio la vuelta e hizo conmigo lo que no es de
naturaleza hacer. Lloraba y me dolía todo, sentía la sangre
corriendo por mis piernas y me sentía indefensa, inerme,
incapaz de reaccionar, ni siquiera de intentar huir. Luego lo
pensé y me lo dije, que tenía que haber echado a correr, pero
no sé por qué me quedé paralizada, con el miedo en el
corazón. Le sentí detrás de mí y, con el dolor, me di cuenta
de que lloraba, de que estaba llorando. Luego no he podido
dejar de sorprenderme por eso. Acerté a gritarle que eso era
pecado, que era un pecado muy grande pero él jadeaba y no
decía nada, sólo oía su respiración y el dolor me atravesaba
entera. Fue un tiempo interminable, la mayor angustia e
impotencia que he padecido jamás.
Ahora lo recuerdo, me viene a la cabeza lo que pasó
después y me parece un sueño. No comprendo por qué el
horror de un momento puede acompañarte toda la vida. Le
recuerdo con los calzones bajos, echado a mi lado. Yo seguía
llorando mientras intentaba contenerme la sangre y casi no
me di cuenta de nada. Sólo escuché unos pasos agitados, un
movimiento de sorpresa del caballero, como si buscara algo,
como si tratara de levantarse con la ropa aún baja y
enredándose en sus piernas. Una sombra se echó sobre él, un
hombre enloquecido que le golpeaba mientras el caballero
trataba de defenderse y daba voces. Pero Gabriel no dejaba
que se recuperara, abrazado a él, rodando por el suelo. Me
encontré gritando que lo dejara, que no se buscara una
83
desgracia como aquella, pegar a un noble era la muerte.
Luego vi la piedra en su mano, el brillo del sol del atardecer
sobre su superficie por un momento, como si esa imagen se
me hubiera quedado congelada en la memoria. Aún
permanece en ella, ese momento que sabes decisivo, donde
se juega el porvenir de las personas, si llegarás a ser algo o
nada, si encontrarás la luz o te perseguirá la muerte.
Recuerdo luego la piedra bajando, inexorable, como si
tardara mucho tiempo en golpear la cabeza del caballero. Su
grito y luego la sangre salpicándonos, su cara de repente
exánime, el cuerpo abandonado entre la hojarasca, como si
fuera un pelele.
¿Qué más quieres que te cuente? Nada de esto se
podía ya ocultar. Estaba el vecino que había pasado con el
carro, el que alertó a quien encontró en casa, que era mi
hermano, el que se lo dijo a tu padre cuando llegó más tarde.
Nos encontramos por el camino, venía corriendo, el rostro
demudado. Aún empalideció más al saber lo que había
pasado y ayudó a Gabriel a llevarme hasta casa, estando
como estaba, desfallecida. Sí, las manos de tu tío estaban
llenas de sangre, tal como tú decías que las veías. Viste lo
que yo observé con mis ojos al levantarse del suelo, aún con
la piedra en la mano, sin poder separar la vista de aquel
cuerpo, sin aún darse cuenta de lo que había hecho. Estaba el
cadáver de aquel hombre, el caballo abandonado. Todo se
supo al cabo de unos días.
Prendieron a tu padre, le acusaron de ser cómplice en
el asesinato. Luego se supo que no pero hasta entonces le
sometieron a todo tipo de tormentos en el castillo para que
dijera dónde había huido Gabriel. Tu padre, ya te dije, era un
hombre poco hablador. No dijo nada que les sirviera. Que
había escapado después de la desgracia, que no sabía adónde.
Fue siempre un hombre leal. Casi le costó la vida. Volvió al
84
cabo de unos meses y era otro. Desde entonces padecía
muchos dolores y hablaba muy poco, prácticamente nada. Se
contentaba con ir al campo y tratar de trabajar como podía.
Todos sabíamos que no era el mismo hombre de antes.
Luego observó que mi vientre se abultaba y estuvo a punto
de venirse abajo. Aún así te acogió bien, te miraba mientras
yo te daba de mamar y decía que eras guapa, sólo eso, que
eras bonita. Luego se ponía a comer y tenía el rostro
nublado, el espíritu lejos. A mi manera, sin casi
manifestárselo porque no era hombre que gustase de eso, le
quise más que nunca entonces. Pero él se sentía humillado,
roto, quebrado su cuerpo y su espíritu, queriendo no escuchar
las enhorabuenas que recibía por su hija, las miradas
afiladas, los comentarios aviesos. Murió un día en que
recogía la cosecha. Los demás le veían agacharse y
levantarse con un haz de cereal en la mano, agacharse y
levantarse. Eso me dijeron, el trabajo cotidiano en un tiempo
así. Hacía mucho calor, el sol estaba en todo lo alto. Me lo
trajeron hasta casa, lo puse sobre la cama y ya no se movía.
En un momento se dieron cuenta que se había agachado y no
se había vuelto a levantar. Fueron a ver y allí estaba, con la
hoz en una mano, un manojo de cereal en la otra, quieto,
como si se hubiera dormido.
¿Que si le echo de menos? Cada día, cada hora. No
hablábamos mucho, no hacíamos nada especial que se tenga
que recordar, pero yo le llevo dentro, ¿sabes? Sólo he
querido a tres personas en mi vida. Una ha tenido que huir de
nuevo y no sé qué ha sido de él. Otra murió llena de pena,
con el corazón roto de angustia y pesar. La otra eres tú y hoy
me doy cuenta de que eres también diferente, distinta, que no
podrás quedarte aquí mucho tiempo. Un día te irás con tu tío,
si vuelve, o por ti misma. Este pueblo te queda pequeño y no
merece que sufras en él. Espera un poco de tiempo, que seas
85
mayor, más fuerte y entonces yo misma ayudaré a que te
vayas. Tú no eres tierra como yo, eres aire y el aire busca
escapar, recorrer el mundo, darle su aliento y su vigor. Ojala
seas lluvia también y vayas haciendo brotar alguna semilla,
consiguiendo como tu tío que la tierra no sea sólo tierra sino
algo más, que dé frutos allá donde no había nada.
Te irás y yo quedaré sola, ya lo sé. No digas que
nunca me abandonarás porque no es cierto ni tiene por qué
ser así. Tu naturaleza es otra, ya te lo digo. Cada uno tiene
que seguir su naturaleza, no avergonzarse de ella, no poner
entre cerrojos aquello que es. Yo soy tierra y aquí me
quedaré hasta el fin de mis días, recordando a los que quiero
y que no pudieron quedarse conmigo. Ahora, hija, ya sabes
tanto como yo. No me preguntes quién es tu padre. Tu padre
fue un buen hombre que murió un día de sol en el campo. A
mí me basta con eso, quizá a ti te baste también. Y vayamos
a cenar. Me he extendido mucho, no me daba cuenta de que
fuera tan tarde, ni hambre tengo. Sólo siento alivio de
haberte contado todo esto. Tenía que haberlo hecho antes
pero te veía tan joven, tan alegre y feliz, no sé, ¿cómo
quitarte esa ilusión? Vamos, anda, hice una sopa de cebolla
que ya debe estar fría.

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Una tormenta
Después de limpiar, tras la comida, juego delante de
casa con el pequeño Gonzalo. Tiramos los huesos y vemos
en la posición en que caen, hacemos apuestas ficticias,
cruzamos retos y me río cuando consigo que a su cara seria
asome una mueca de enfado o una pequeña sonrisa. Es muy
parecido físicamente a su padre. La misma nariz aguileña, el
ceño que se le pone, la forma de la cara y, sobre todo, un aire
de cierta soledad acompañada de silencio. Gonzalo, su tío, se
ha unido un rato a nuestros juegos para sorpresa de Rosa,
que me confiesa aparte que no suele ir por casa. “Le gustas”,
dice con una sonrisa, “mientras estés tú aquí me parece que
le vamos a ver mucho”. “Y él me gusta también”, respondo
en broma, “pero no pienso casarme con un enterrador”.
Reímos las dos mientras limpiamos y él nos mira
interrogante desde la mesa. “Nada”, se encoge de hombros
su hermana, “cosas de mujeres”. Luego, sobre el suelo donde
nos sentamos, tira también sus huesos y afirma con toda
seguridad lo que va a salir aunque se equivoca casi siempre.
Dejo al tío y al sobrino concentrados en sus tiradas y me
acerco hasta donde José está arreglando una cerca de madera.
“¿Te dijo Rosa lo que quería?, ¿qué te parece?”.
Sigue dando golpes sobre la estaca que acaba de clavar en
tierra. Siempre parece pensar con detenimiento lo que va a
decir. “No sé, es complicado, no termino de entenderlo”.
“¿Qué es lo que no entiendes?”. “¿Para qué quieres entrar en
esa casa? A fin de cuentas a Gabriel le ejecutaron por sus
órdenes”. “No es por venganza, si es eso lo que imaginas, no
pretendo cobrarme aquello”. “Pero ¿qué bien puede salir de
que vivas en la casa de quien mandó matar a tu tío? No me
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cabe en la cabeza. Tu tío hizo lo que consideró que tenía que
hacer y la ley es así, quien mata a un caballero debe morir
por la justicia”. “Lo sé”, digo mirando sus dedos ágiles que
doblan y atan pequeños trozos de cuerda, “lo que quiero es
saber cómo son, conocerles. Deseo saber quién era ese chico
que murió a manos de mi tío”. Menea la cabeza.
Permanecemos un rato en silencio.
“Te ayudaré, se lo debo a Gabriel y a lo que hizo por
mí, por muchos en este pueblo. Pero soy un hombre sencillo,
Silva, si me matan a un familiar agacho la cabeza y me
conduelo con los míos, no busco a los ejecutores, no tomo
venganza si está de ley que haya sido así”. “No deseo
conocerles por venganza, pero me es necesario”. “Eres una
mujer extraña. Gabriel me lo dijo en su celda aquella tarde
en que nos cambió la vida, que mirara por ti. Recuerdo como
si le estuviera viendo, esos ojos suyos que se te clavaban. Al
principio me hacían sentir incómodo pero me fascinaban,
había voluntad detrás de ellos. Me dijo que te conocería, que
habría muchas cosas de ti que no podría comprender porque
eras una muchacha distinta. Le prometí que te ayudaría, sin
embargo. Vendrá de un largo camino, me dijo, y aún le
esperan muchas leguas por los senderos del mundo, pero es
importante que le ayudes aunque no sepas por qué”. Agacha
la cabeza mientras mi corazón galopa, de repente desbocado.
Vuelve el silencio entre nosotros. Espero mientras José da
los últimos golpes a una nueva estaca. “Hablaré con
Mariana, la de la taberna. Si ella quiere te ayudará pero
quiero que vengas conmigo, que te vea y respondas a sus
preguntas. Es una mujer dura de pelar pero si dice que te
ayuda lo hará”.
Vuelvo a sentarme cerca de Gonzalo y el niño, que
discuten entre bromas y veras una tirada dudosa. Les digo
que ahora no quiero jugar y me quedo mirando el sendero
88
que va al pueblo, el que recorrí ayer por la noche siguiendo
las indicaciones de los lugareños. Vendrá de un largo
camino, dijo mi tío, y ciertamente es así. De repente siento
que he envejecido caminando sin cesar, con la única guía de
un mapa que llegó a mis manos y el recuerdo de un hombre
al que quise, que me enseñó a leer y escribir, que acompañó
mi niñez como ningún otro, con el que sentí alegría y supe
disfrutar de la suya cuando estaba conmigo. Miro a José al
contraluz y por un momento me asalta el recuerdo. Le veo en
casa de mi madre, también entonces la luz del sol daba en la
ventana que había detrás de él. No pude distinguirle. Estaba
de pie, en silencio, con las manos caídas a lo largo del
cuerpo. Mi madre sollozaba sentada sobre una banca.
“Mamá”, dije alarmada al entrar por la puerta, “¿qué
tienes?”. Le miraba desconfiada pero el hombre se volvió
hacia mí y pude distinguir sus facciones, su nariz grande y
sus ojos sinceros y directos. “Vengo del norte”, dijo, “acabo
de comunicar a tu madre la muerte de tu tío Gabriel”. Me
quedé anonadada, sin respuesta, creo que le miré
sorprendida, los ojos abiertos, incapaz de decir nada. Me
acerqué a mi madre, abrazándola. Sentí su temblor, el
sollozo que no la permitía articular palabra. Me volví hacia
el hombre, “¿Cómo fue?”. “Le apresaron en una aldea
cercana a la mía y le llevaron ante el conde acusado de matar
a su hermano. Su suerte estaba echada desde que le
cogieron”.
Ahora veo su figura también inclinada sobre la valla,
clavando unas puntas de hierro para asegurar la unión de dos
maderas. Me ha preguntado por mi madre que ya estaba
enferma por entonces y que nunca volvió a recuperarse.
Había empezado el invierno anterior con unas fiebres altas y
luego le volvían periódicamente sin que ungüento alguno le
sirviera, ni los emplastos que nos recomendó una curandera.
89
Nada hizo por mejorarla. Empezó a toser a menudo, a no
poder levantarse algunas mañanas. Me encargué de todo
entonces, de llevar la casa, contratar a hombres que vinieran
por la cosecha. Tras la noticia que nos dio José fue
declinando como si se apagara una vela, lenta e
inexorablemente. Empecé a ver sangre en su almohada por
las mañanas y luego ya no se levantó más. No decía nada.
Tenía el rostro exangüe y miraba por la ventana desde donde
divisaba el camino. “¿Esperas que venga alguien?”, le decía.
Ella apenas se movía pero sus labios me dijeron al final:
“Espero que lleguen tu padre y Gabriel para llevarme con
ellos”. Trataba de animarla, decirle que eran tonterías, que
para la primavera se recuperaría del todo y sería la misma de
antes, pero sabía que me engañaba. Se apagó definitivamente
una noche sin que yo llegara a notarlo, sentada como estaba
a su lado. Me había quedado medio dormida y escuchaba su
respiración sibilante hasta que desperté sobresaltada y el
silencio se había adueñado de la habitación. Dos años
después emprendí mi camino. Vendí todo lo que había
pertenecido a la familia por tanto tiempo. Sabía que no
habría de volver.
Ignoro el por qué de esta necesidad de ir de un lado a
otro. No sé qué busco caminando tanto. En todos los lugares
hay el mismo dolor, idéntico sufrimiento, la capacidad de
levantarse, personas en cambio que se hunden porque el
golpe es fuerte, porque no están preparadas para afrontarlo.
En muchos pueblos encontré entremezclada la vida y la
muerte, la alegría y la tristeza, desesperanza y confianza en
un futuro mejor. Es como si el camino fuera un muestrario
de todo lo que la vida nos depara. También conocí algo
parecido al amor. Hombres de relación efímera,
generalmente viudos, mayores, llenos de soledad. Me
miraban desde la cama haciendo el hato con mis cosas y
90
dando por concluida mi estancia a su lado. A veces eran dos
días, otras unas semanas, llegué a estar con uno al que quise
especialmente durante seis meses. Me acuerdo del día en que
me fui, cómo me senté a su lado en la cama la mañana en
que me iba y él me abrazó, aún medio adormilado. “¿Adónde
vas tan temprano?, ¿qué pasa?”. “Que me voy”. Algo hubo
en mi tono, en las advertencias que siempre le hice de que
este día llegaría, que le hicieron despertarse de golpe,
sentarse en la cama y agarrarme del brazo. “No te vayas”, me
dijo, “no sabré qué hacer sin ti”. “Sabrás”. “No”, dijo
vehemente, “no sabré vivir como lo hago contigo. ¿A quién
le contare mis cosas?, ¿a quién escucharé las suyas? Si te
vas, ¿qué seré yo? Nada, Silva, no seré nada si tú no estás”.
Le abracé, nos besamos. Sentí que lloraba, que yo también
me estremecía de pesar. Hacía sólo dos meses de aquello,
aún tenía tiempo de volver, decirle, “Manuel, he venido a
quedarme” y sé que él no me haría preguntas, no me diría
nada. Sus ojos hablarían por él, me dirían lo que acertó a
decirme cuando empecé a caminar por el sendero. “Silva,
siempre estaré aquí. Me encontrarás en el mismo lugar,
haciendo lo que he empezado a hacer. Esperarte”.
Cierro los ojos y me acuerdo de él, el hombre más
cercano, el que había llenado mi existencia de una manera
que no podía siquiera imaginar cuando le conocí. A esas
horas estaría caminando hacia el pueblo para hacer unas
compras en la vieja carreta que fue de su padre y de su
abuelo. Tal vez estuviera clavando unas nuevas estacas para
el corral como hacía José. Quizá pensara en mí como yo lo
hacía en él.
Llegamos a la taberna avanzada la tarde. Hay varios
hombres que ríen y hablan entre palabras malsonantes,
juramentos, que dan golpes sobre la mesa aparentando una
indignación que no sienten. Otros fuman en sus pipas y
91
discuten, beben de unas jarras grandes un vino espeso y
oscuro. Alguien saluda a José y, de repente, bajan el tono de
voz y me miran. Siento la curiosidad en el aire. Llegamos
hasta una mesa redonda y un marinero viejo y desdentado se
levanta para ofrecerme una silla. Le doy las gracias pero
permanezco de pie con José a mi lado. “Se llama Silva”, me
presenta, “es la sobrina de Gabriel”. Se hace un completo
silencio poco a poco. Me siento nerviosa, no esperaba esta
reacción. Un hombre se levanta cerca de mí y se quita la
gorra. Poco a poco todos van haciendo lo mismo. Miro a
José y no comprendo qué pasa. Él me mira, como espiando
mi reacción. “Todos saben de tu tío”, me dice, “casi todos
tienen algo que agradecerle”. Surgen voces saludándome,
rompiendo este silencio para mí embarazoso. Se ofrecen para
lo que quiera, dicen sus nombres. Les agradezco pero no sé
muy bien qué hacer, tengo el corazón algo encogido, no me
esperaba nada así.
Nos sentamos finalmente en una mesa. Las
conversaciones se reanudan pero muchos me miran con
curiosidad. José me da el nombre de los tres compañeros que
me observan con atención y respeto. Uno es joven y está
nervioso, no se atreve a mirarme a la cara. Otro es de la edad
de José pero de cara alegre y confiada. El tercero es un viejo
con aire socarrón que agarra su pipa y echa humo sin cesar
como una chimenea por entre sus encías sin dientes. “¿Todos
conocían a mi tío?”, pregunto extrañada, “¿cómo puede ser si
a él lo trajeron ya preso?”. “Cuéntale, Munio”, dice José.
Mientras, se levanta y va a hablar con la mujer que
permanece tras la barra. El viejo me sonríe, expele una larga
bocanada y comienza a hablar.
Éste es un pueblo pesquero, vivimos del mar y de lo
que tiene a bien concedernos el Señor. El conde de Villamar
no nos aprieta demasiado y se contenta con que le paguemos
92
un tanto de nuestra pesca. El resto nos da para vivir, no con
lujo pero sí lo suficiente como para no pasar hambre.
Nuestros padres iban a la mar y nuestros abuelos y los
abuelos de aquellos. Lléname la jarra, muchacho, que tengo
la garganta seca. Así... Nadie supo nada de tu tío hasta que
Gonzalo avisó a José y Rosa. Les dijo que fueran hasta su
celda, que tenía algo importante que comentarles, darles
varios anuncios de cosas que sucederían, una de ellas algo
que habían deseado largo tiempo. José nos confió por
entonces que había ido muy desconfiado. Ya se había
propagado por el pueblo que era un hombre que tenía
poderes, que veía cosas que pasarían, que adivinaba el
futuro. Se rumoreaba incluso que la vieja señora, la madre
del difunto, había bajado a hablar con él y había salido sin
decir palabra. Bueno, el caso es que José fue con su mujer.
Aquellos días nos contó la visita y decía que le había
parecido un loco, que te miraba de una forma que te dabas
cuenta que era un loco o un santo y como santos hay pocos
pues debía ser lo primero. Sí, sí, no me digáis que no porque
me acuerdo perfectamente, José no se fía de cualquiera. Salió
impresionado y lleno de dudas pero decía que, finalmente,
todo eran tonterías, que le había contado a su mujer lo que
Rosa quería escuchar. Ya sabes, que al cabo de tantos meses
engendraría el hijo que habían perseguido todo el tiempo de
casados sin conseguirlo. Las mujeres suelen ser más
crédulas, claro, y perdón por lo que digo, pero se las puede
engañar con facilidad. Eso dijo José, ya sé que ahora dice
otra cosa pero entonces es lo que comentó.
También nos reató entre bromas una extraña profecía.
Gabriel le había tomado del brazo justo antes de irse. “Aquí
moriré”, le dijo, “pero no tiene que morir nadie más”. “¿Qué
quiere decir?”. “Tres días después de mi muerte todo barco
que salga a la mar naufragará”. José le miró alarmado..., ya,
93
asustado más bien, de acuerdo, estaba asustado y mira que es
hombre bregado en mil tormentas pero aquello le metió el
miedo en el cuerpo. Luego aquí, en esta misma mesa, decía
que eran tonterías, que a ver si íbamos a ser como mujeres
impresionables. Al principio lo tomamos a chacota pero, con
el paso de los días oíamos unas cosas, gente que iba a verle y
nos daba su impresión y aseguraban haber visto la luz de
Dios en sus ojos, otros que era un demonio, cada uno
pensaba una cosa. Poco a poco los pescadores lo hablábamos
aquí, escuchábamos habladurías, lo del juez aquel,
empezamos a cambiar de opinión. Unos decían que qué
importancia tenía un día de pesca, a fin de cuentas, si nos
podíamos jugar la vida. Otros afirmaban convencidos que
eso eran supersticiones de gente endemoniada.
Luego le ajusticiaron y, con todo mi respeto, fue una
más entre muchas ejecuciones que aquí hemos tenido.
Bueno, no era exactamente igual, la gente discutía mucho
sobre él, si tenía poderes o no los tenía. A medida que
pasaron uno, dos días, los hombres estábamos nerviosos,
intranquilos. Se hablaba de su predicción, del tiempo, que
estaba tornadizo, imprevisible. Uno dijo que no salía y, poco
a poco, todos le fueron secundando. Hasta José se tuvo que
inclinar cuando la mayoría lo dijo. Era libre de no hacerlo
pero también él... Cuando llegó la madrugada del tercer día
muchos hombres llegaron al muelle, se reunieron en corros,
hablábamos, discutíamos. José nos preguntó, somos su
tripulación, claro, él es el patrón pero también un
compañero. No queríamos salir. Nos dijo que estaba bien.
Sólo salieron los de la Ramona y la Gloriosa. Me acuerdo de
ellos como si los viera todavía, ¿os acordáis vosotros?
Bueno, tú no, claro, que eras muy joven, aún mojabas los
pañales, jaja...

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Fue la tormenta más terrible que he conocido en toda
mi vida. Vino inesperada desde la montaña, cayó sobre la
bahía como un ave de presa. Nos refugiamos como pudimos
pero temimos por las dos barcas. Las vimos a lo lejos
intentar dar la vuelta, bogar contra el terrible oleaje que se
desató. La Ramona fue la primera en quedar desarbolada y
luego a la Gloriosa se la tragó una ola, simplemente
desapareció. Nadie pudo salir a por ellos, allí quedaron,
como los buenos marineros en el fondo del mar, descansen
en paz. Empezaron a venir mujeres, algunas angustiadas
pensando que habíamos salido, otras llorando porque eran
sus maridos los que veíamos desaparecer en la lejanía. Fue
una madrugada terrible. En boca de todos corrió el augurio
de tu tío. José se callaba pero a la noche, cuando aún los
cuerpos de nuestros compañeros no habían llegado a la costa,
nos dijo que tenía que irse por un tiempo. ¿Y eso?, le
preguntamos. “Tengo que hacer algo que le prometí a ese
hombre, decirle su suerte a su hermana, llevarle un recuerdo
a su sobrina”. Eso no nos lo había dicho pero lo admitimos.
Gabriel nos había salvado la vida a todos, a casi todos los
que ahora ves aquí sentados, al pueblo entero que vive de
esto, a todos nos salvó tu tío de una muerte cierta, como hay
Dios. Por eso estamos en deuda eterna con él, por eso para
nosotros su palabra fue ley. Si él quería que José os avisara
no había más que hablar, los demás sacamos la barca cada
mañana hasta que volvió. Por eso nos hemos levantado
todos, porque para un hombre de bien no hay mayor deuda
que deber la vida a un compañero. Y Gabriel lo fue para
todos.
“Amén”, dice el joven, con una sonrisa tímida. El
viejo Munio le tira la boina y él la agarra al vuelo. “¿Ve lo
que pasa? Ya no hay respeto ni con los mayores. Vamos, otra
ronda, saca algo más de esa botella, que la señora beba con
95
nosotros, que hoy es un día para celebrar”. Bebemos y están
los ánimos caldeados, como este vino fuerte cuando recorre
el cuerpo por dentro. José me llama desde la barra. La mujer
es gorda, apoya dos brazos fuertes y nervudos, sobre la barra.
“Ésta es la dueña, Mariana”, dice José mientras la saludo, “le
he estado explicando lo que quieres”. “¿Por qué quieres ir
allí, a ver? José me ha intentado explicar pero quiero que me
lo digas tú”. Me mira directamente a los ojos. “Aquel
muchacho, el que murió”, respondo, “cambió la vida de mi
madre y de mi tío. No culpo a nadie de la muerte de Gabriel,
era lo que tenía que ser y él lo sabía perfectamente cuando
volvió del destierro”. Me sigue mirando con atención.
“Quiero saber si aquella muerte también les cambió la vida a
ellos, sólo eso, si tuvo algún sentido todo lo que pasó”.
Menea la cabeza. “No lo entiendo”, mira a José de soslayo,
“pero tu tío debió ser igual, gente rara, especial. Nadie puede
olvidar lo que hizo por todos estos hombres, por mi negocio,
por el pueblo entero. Es una deuda y las deudas hay que
pagarlas”. Se detiene, me vuelve a mirar mientras hace el
gesto maquinal de limpiar la barra. “Lo haré, hablaré con el
ama del castillo, es lejana pariente mía. Tendré que mentir o,
por lo menos, no decir la verdad”. “No sería la primera vez”,
interrumpe José. “Desde luego que no”, responde ella con
genio. “Bueno, vosotros veréis, diré lo que me ha dicho José,
que eres una lejana pariente de Rosa, según tengo entendido
y que quieres trabajar de lo que sea”. “Sé hacer de todo,
cocinar, tratar con animales. También sé leer y escribir”.
“¿Sabes eso?”, dice extrañada, “pues entonces seguro que te
puedo encontrar algo. A la vieja señora le gusta la gente que
ha leído libros, eso tengo entendido. Hablaré con el ama
entonces, ya te diré. Y ahora dime, mírame a los ojos y dime,
muchacha, ¿buscas venganza por lo que pasó?”. “Ninguna”,
respondo. Nos quedamos mirándonos un momento. Sonríe.
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“Te creo, eres una mujer de ley, te creo pero te juro que no
entiendo nada, yo desde luego no haría tal cosa”. “Claro que
no”, acota José con una rara sonrisa, “tú sólo sirves para
servir vino y del malo”. Mariana suelta dos exabruptos pero
se ve que están de broma. Algunos ríen al escucharla y ella
les amenaza con el dedo. Luego me guiña el ojo. “Sé
manejar a estos hombres, algunos son como mis hijos... Ve
tranquila, ya avisaré a Rosa de lo que hay”.
José se queda pero yo vuelvo a casa. No estaría bien
visto que me quedara mucho rato, me ha dicho Rosa,
después de esa conversación. Camino y ya es de noche,
brillan las estrellas. Miro a lo alto y las observo. Intento
imaginar que una de ellas es Gabriel, que cuida de mis pasos,
que me acompaña. Me acuerdo intensamente de Manuel. Me
gustaría sentir su mano en la mía, andar juntos por esta tierra
que me ha acogido tan bien. Pero el camino debo hacerlo
sola, eso ya lo sé. Sin uno y sin otro pero con su recuerdo
permanentemente dentro de mí. Las estrellas titilan y trato de
imaginar de nuevo que no son Gabriel, sino los ojos de mi
madre. Luego, no sé por qué, me echo a cantar bajito y las
lechuzas callan a mi paso.

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98
Dos marineros
Le veo agachado sobre una lápida, muy concentrado
en la tarea de repintar las letras que hay sobre ella. Levanta
la cabeza y me mira con alegría. “Hace un día muy bonito”,
dice Gonzalo, “estoy ocupado limpiando”. “Ya lo veo”, le
digo sin poder evitar una sonrisa. Parece un niño grande y
algo torpe que, de repente, no sabe qué hacer con las manos.
“Continúa”, añado, “voy a ver a mi tío”. Una vez a la semana
al menos acudo allí, no sólo porque está él sino porque siento
mucha tranquilidad en este lugar solitario donde a veces
sopla el viento pero en otras ocasiones luce el sol y se ve la
bahía allá debajo, el azul del cielo y el verde del monte. Me
siento a su lado y voy contando historias que me han
sucedido, personas que conocí. Le hablo de Manuel, de mis
sentimientos por él, la sensación de alejamiento y pérdida
que siento, el deseo de conocer aquello que ahora me
propongo averiguar. Paso la mano por la áspera y tosca
lápida que Gonzalo se ingenió en poner. Quisiera que tuviera
una de piedra grande, bonita, bien cortada, como las de otros.
Me da rabia verle así pero, al tiempo, creo que está de
acuerdo con lo que fue, con el que quiso ser. Despojado pero
no sólo, ausente pero a tu lado, voy leyendo. “A mi lado, sí,
junto a mí. Cuánto te echo de menos, Gabriel”. Pero es el
recuerdo de Manuel el que se cruza y ya no sé si hablo de
uno o del otro.
He venido a encontrar a mi tío pero también sé que
algún día regresaré junto al hombre que se ha atravesado en
mi vida para cambiarla, dejando un rastro que no puedo
borrar, que no quiero que desaparezca. Quisiera volver
pronto, lo más pronto posible. Inclinar mi cabeza sobre su
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hombro, acurrucarme a su lado y contarle, como a mi tío,
todo lo que he vivido, hablarle de Rosa, de José, de Gonzalo.
Contarle del castillo, decir cómo he encontrado a los que
pueden ser mis familiares, aunque yo sea bastarda y nada
quieran saber de mí. Uno tiene que averiguar sus orígenes,
qué sangre es la que lleva en sus venas, de dónde nacen los
sentimientos que atesora, la raíz que le nutre pese a que
pueda estar podrida, aunque finalmente lo que encuentre sea
el horror o la miseria o la enfermedad. En la iglesia yace el
cadáver de quien pudo ser mi padre, el que dio su semilla
para que yo naciera en tan terribles circunstancias. Hay algo
que me asalta en el recuerdo, algo que lo conmueve sin
encontrar reposo. Mi madre me contó aquella escena terrible
y su recuerdo de haberle oído llorar mientras la violentaba.
No entiendo eso. He visto a los hombres en esos momentos y
pueden poner cara de sufrimiento, tal vez griten y hasta te
insulten antes de quedar satisfechos. Pero no he visto que
ningún hombre llore sobre ti.
Miguel del Valle y Guzmán, futuro barón de
Bahíablanca, muerto en su juventud por un campesino huido
y finalmente preso y ejecutado. ¿Quién eras, Miguel? Nada
sé de ti, de la vida que llevaste hasta entonces, del aliento
que te sostuvo, el por qué de esa violencia, la razón de tu
llanto. No siento orgullo de que seas mi padre, más lo siento
por el dolor de mi madre o la rabia de Gabriel. Por ti,
Miguel, he sentido odio durante un tiempo, luego una cierta
lejanía, como si tu persona no fuera nada en mi vida, quizá
no lo seas realmente. Pero ahora que estoy cerca de ti, que he
visto tu tumba en el suelo de la iglesia, en la capilla de la
Virgen de Bahíablanca, me asalta un sentimiento de piedad.
Finalmente estás ahí, frío y yerto, deshaciéndote en polvo
como mi madre y mi tío. Se os fue la vida de un modo u otro,
a los hombres por mano violenta, y las pasiones quedan
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enterradas aunque perviva su recuerdo dentro de mí. Cómo
imaginar, cuando cabalgabas solitario camino de Valdemar,
tal vez pensando en tus primos, tu tío el conde, sus campos,
los torneos entre caballeros, la caza del jabalí... Cómo
imaginar al ver aquella campesina a la que alcanzaste, tal vez
mirar el agua que llevaba con ansiedad, luego observarla a
ella y sentir un deseo semejante, el de solazarse
simplemente, algo violento, sí, pero debido a un noble como
tú. Cómo pensar que tu vida se detendría desde ese instante,
que todo acabaría para ti, que destrozarías dos, tres vidas
contando a mi padre, y que nacería otra de aquel instante
aciago. Una vida que años después caminaría hasta la verja
de la capilla viendo en el suelo tu nombre y que, buscando
dentro de sí lo que sentía, encontraría sólo piedad. Piedad
para un joven equivocado, para una mujer que vería con
dolor cómo la vida a su alrededor se torcía para siempre.
Piedad para mi tío, huyendo tanto tiempo hasta negarse a
huir más. Para mi padre que corta el cereal en silencio hasta
que siente un profundo dolor en el pecho y trata de
incorporarse sin conseguirlo para caer entre el trigo
sintiendo, en el último instante, la paz que tanto ha deseado
desde aquel día terrible. Piedad para mí también, un poco de
paz para mi corazón desolado, para la soledad que sentí a la
muerte de mi madre.
Permanezco allí sentada junto a Gabriel y le cuento
todo esto, la necesidad de darme alguna respuesta, ir
completando el círculo de mi vida, saber si aquello que pasó
tuvo algún sentido o es puro azar. Quiero saber qué llevó a
aquel joven, futuro barón con el mundo a su alcance, a
cometer aquella tropelía con una campesina, qué le condujo
a llorar mientras satisfacía sus deseos, qué hombre fue aquél,
si debo odiarle o compadecerle, si su semilla fue el bajo
instinto simplemente o había algo más que nació conmigo.
101
Gonzalo sigue limpiando, incansable. Siempre
respeta mi silencio. En ocasiones se ha acercado, sobre todo
si me ve llorar, y no me dice nada pero me da la mano y yo
se la tomo. Siento la corriente de su simpatía y eso me
consuela. Su hermana le embroma sobre el cariño que me ha
tomado, por las flores que alguna vez me trae sin mediar
motivo aparente, el rubor que le crece hasta las orejas cuando
Rosa le dice que no se haga ilusiones conmigo. “Ya sé que
Silva no puede ser mi novia”, dijo finalmente un día entre las
risas de su hermana, “pero yo la quiero igual”. Y entonces
nos callamos y le di las gracias por decirme algo tan bonito.
Desde entonces hemos sido amigos francos el uno con el
otro. Me contó su historia, la que yo conocía, y pude sentir la
pasión que sintió por aquella muchacha, el dolor de sus
heridas, el recuerdo que aún le atrapa. Pude ver, cerrando
mis ojos, la sonrisa de ella, sus manos llenas de cariño
recorriéndole la espalda, estrechándole junto a sí, cómo
Gonzalo decía palabras de amor que se escapaban a
torrentes, cómo la vida nos lleva desde el amor a la muerte,
desde la vida a la nada.
Pero hoy soy yo quien se aproxima y mira lo que
hace. “Siempre hay flores en la tumba de mi tío”, le digo,
“¿las pones tú?”. Dice que sí, que las mujeres del pueblo no
olvidan nunca que salvó a sus maridos de una muerte cierta y
le dan encargos cuando le ven, unas monedas para que
compre unas flores, un ramo que ellas mismas han
compuesto. Le dicen, “Cuando subas al monte llévale esto” y
él va por el sendero con el ramo para depositarlo junto a su
tumba, por entre las letras que me dedicó. Miro la lápida que
limpia con tanto cuidado. Reluce bajo el sol, libre del musgo
que había crecido. “¿Por qué limpias tanto esta tumba?”,
pregunto, “hay otras que están peor”. Parece corresponder a

102
dos hermanos, Juan y Fernando, porque tienen los mismos
apellidos.
Les conocí, fueron amigos míos en la infancia, antes
de que ellos se dedicaran a la mar. Siéntate aquí a mi lado y
te cuento su historia. Es una historia triste, como tantas otras.
A veces pienso, viendo tantas tumbas, tantas historias
terminadas, que nuestra vida es como un cuento nada más. El
cuento comienza y es alegre, parece divertido, hay gente
feliz. Luego las cosas se van torciendo y unos acaban ahí,
otros se enfrentan a la desgracia y salen más fuertes, con más
dolor, hasta con amargura, pero habiendo vencido. Sin
embargo, al final, siempre la historia acaba y, al igual que los
cuentos viejos que vuelven a ser contados, la suya revive
cada vez que se recuerda, cuando se repite en otros que
vinieron detrás. Por eso a veces me gusta trabajar aquí,
porque en este cementerio descansan los que terminaron sus
historias y ya no pueden hacerme daño, ya no sienten el
dolor ni la tristeza aunque tampoco la alegría del amor ni del
triunfo. Limpio las lápidas y voy reconstruyendo el cuento,
sus vidas tal como las recuerdo o como las recuerdan los más
viejos del lugar. Podría contarte tanto...
Mira a estos amigos míos, Juan y Fernando. Juan era
el mayor, un hombre fuerte como una roca, el marinero más
estimado de la bahía cuando faenaba junto a su hermano en
la mar. Fernando era más débil pero muy voluntarioso, vivía
siempre a la sombra de Juan, bajo su amparo. Cuando niños
resultaban inseparables. Fueron dos buenos amigos míos con
los que compartí carreras, irnos a cazar pájaros al bosque,
baños en las pozas del río, y las primeras conversaciones
sobre muchachas, aquellos bailes donde no sabíamos qué
hacer hasta que Juan salía del corro nervioso de chicos y
sacaba a una moza a bailar. Qué buenos tiempos aquellos,
qué alegría de vivir, también angustia y miedo porque no nos
103
atrevíamos a nada, porque abrazábamos a una muchacha y
ésta nos daba un codazo diciendo “Tú, no te arrimes tanto” y
luego, al cabo de un rato, se le iban poniendo los ojitos
dulces y decía, “Que mi madre nos ve”. Parecía que el
mundo se nos abría de par en par, sí, los tiempos de
juventud, yo en tierra, aunque servía poco para ello, los dos
hermanos en la mar, empezando las labores de pesca.
Nos solíamos ver en el baile por las romerías o
algunos fines de semana. Fue por San Patricio cuando la vida
les cambió sin que ellos lo supieran, me acuerdo como si lo
estuviera viendo. Estábamos bebiendo, animándonos,
gastándonos bromas, cuando Juan vio a aquella chica nueva.
Era prima de uno de nosotros pero no había estado en el
pueblo desde hacía muchos años y entonces era una niña en
la que no nos fijamos. Ahora nos quedamos todos con la
boca abierta. Juan nos dio un cabezazo en su dirección y
preguntó “¿Quién es?”. Sebastián, el primo, dijo cómo se
llamaba y algunos empezaron a silbar. “La saco a bailar
¿eh?”, dijo Juan y Sebas respondió que de acuerdo. Se fue
con él, se lo presentó y pronto les vimos danzando por toda
la plaza, los ojos de él clavados en los de ella, más tímidos y
huidizos. Aquello dio motivos de risa y bromas durante
varias semanas hasta que, en el siguiente baile, les volvimos
a ver bien agarrados, los ojos de ella ahora más atentos, la
sonrisa constante. Juan tenía un tipo de humor un poco bruto
pero terminaba por resultar simpático, atraía a las chicas, se
sentían cómodas a su lado. Era recio, viril, tenía fuerza, buen
humor, podía resultar irresistible si se lo proponía y con ella,
con Alda, se lo propuso.
Todo fue bien durante una temporada pero el corazón
tiene misterios insondables, sobre todo, si me permites que lo
diga, el de una mujer como aquella. Juan estaba totalmente
enamorado de ella pero, en cambio, Alda no terminaba de
104
decidirse, según confesaba nuestro amigo. A veces veíamos
a la chica hablando con los dos hermanos y un día, creo que
fue el propio primo el que nos dijo, “Veo algo rato en todo
esto”. “¿Qué dices?”, le preguntamos. “Mi prima no me
cuenta nada pero mira a Fernando de una manera especial”.
Me eché a reír porque parecía una tontería pero desde
entonces los fui observando y me di cuenta también de que
ella seguía con la vista al menor de los hermanos, no al
grandullón de Juan. Éste no se había dado cuenta de nada y
la buscaba constantemente hasta extremos que, cuando los
conocimos, parecían humillantes en un hombre como él. Le
hacía esperar largo tiempo por las tardes para intercambiar
dos palabras con él, le prometía citas que luego anulaba, le
hacía mohines de fastidio cuando él le regalaba cosas o la
sacaba a bailar. Algo no funcionaba entre ellos. Lo que Juan
no se daba cuenta es del sobresalto de Fernando cuando la
chica se acercaba, su nerviosismo contenido, cómo era ella la
que le sacaba a bailar a veces, cuando Juan no había llegado
aún, el encanto que desplegaba Alda en los brazos del
hermano menor. Éste se nos aparecía cada vez más
ensimismado, como si estuviera en otro mundo. Nadie decía
nada pero veíamos venir hacia ellos una tormenta.
La cosa estalló una noche. Sebastián nos contó en qué
había consistido el fuerte altercado que había alterado el
silencio vespertino del pueblo. Al parecer, Juan la acechaba
casi sin éxito algunas noches pero aquella le dijo a Fernando
que estaba muy cansado y que se iba a dormir pronto. Al
parecer, algo terminó por sospechar, aunque según Sebas, era
más bien que ella estaba enamorada de algún otro mozo que
la rondaba. Nunca pensó en su hermano. Aquella noche la
chica pretextó que tenía que ir al pozo a sacar agua, como
hacía otras noches, nada fuera de lo normal. Juan se los
encontró abrazados a la vera del pozo, ocultos entre los
105
ramajes. Hubo golpes violentos entre los dos hermanos,
voces. Salieron los tíos de Alda y los echaron a palos del
huerto mientras encerraban a la muchacha después de reñirla.
Ella se fue llorando a su cuarto y les prometió ir a confesar al
día siguiente. Nunca más volvió a ir a por agua por la noche.
Los dos hermanos no se avinieron. Al parecer, nos
dijeron los tripulantes de la barca donde faenaban, ni siquiera
se hablaban. Seis días después les tuvieron que separar
porque la emprendieron a golpes el uno con el otro.
Fernando parecía más débil pero decían que estaba hecho
una fiera y, a falta de puñetazos, agarraba a su hermano, le
mordía, hacía cualquier cosa para defenderse. Yo no les vi en
esos días, apenas hablaban con nadie. Sólo a Juan una tarde.
Iba con el gesto sombrío, como si llevara dentro una de esas
tormentas del mar que no perdonan. Ni siquiera se dio cuenta
de mi saludo.
Fernando desapareció una noche. Estaban los dos
hermanos recogiendo las redes a estribor, algo que hacían
con frecuencia. Nadie vio nada, ni siquiera, en el fragor de la
tarea, percibieron el ruido del cuerpo al caer al mar. El
patrón se dio cuenta de repente de que Juan había dejado de
recoger la red y estaba quieto, paralizado, junto a la borda.
“¿Qué haces?”, le gritó, “¿dónde está tu hermano, que no te
ayuda?”. “Mi hermano no está”, pudo responder. “¿Cómo
que no está?, ¿dónde ha ido?”, añadió el patrón con un
juramento. Luego se quedó parado cuando Juan señaló el
mar y dijo, “Se ha ido”. Al comprender el patrón aulló
“¡Hombre al agua!”. Pero no hubo manera de encontrarle.
Pasaron toda la noche deambulando por el lugar sin
encontrar nada, ni un rastro, nada. Juan, según dijeron luego,
se sentó en cubierta exclamando de vez en cuando, “se ha
ido, se ha ido”. Todos le miraban sin comprender hasta que

106
una vaga sospecha fue creciendo. Uno le gritó, “¿Es que le
has tirado tú?”, pero sólo podía responder, “se ha ido”.
No se le pudo probar nada pero la gente empezó a
hablar. Alda seguía encerrada en su cuarto, apenas salía y
siempre bien custodiada por su tía. Juan estuvo dando
vueltas por el pueblo como si no supiera dónde ir. Cuando el
mar devolvió el cadáver de su hermano, varios días después,
fue hasta el cementerio, aquí mismo, pero no dijo nada, ni
acompañaba las oraciones ni pronunció palabra.
Pasaron los días, varias semanas. Juan embarcó de
nuevo. No encontró reproches. La vida en la mar es dura y
cada día trae su afán, como se dice. Seguía siendo fuerte,
tenía unos brazos como robles, endurecidos por el trabajo y
resultaba una aportación siempre considerada. Se supo que la
muchacha había sido devuelta finalmente a sus padres y la
historia se dio por terminada, pero no para Juan. Empezó a
decir a sus compañeros, cuando faenaban, que escuchaba a
su hermano. “¿Qué dices, Juan?”, le respondían, “tu hermano
murió”. “Le escucho, os juro que le oigo cómo me llama
desde el mar”. “Eso es tontería”, exclamaba alguno pero le
miraban inquietos. A nadie le gustaba llevar un fantasma a
bordo. Juan seguía como metido dentro de sí, hablaba en voz
baja cuando echaba las redes o transportaba el pescado a la
bodega, cuando lo metía en cajas, sobre todo al asomarse por
la borda. “Me llama, mi hermano se encuentra solo y me
llama”. El patrón habló con él de hombre a hombre, le dijo,
“Mira, Juan, eres el mejor en esto pero estás cansado y te
imaginas cosas. Todos queríamos a tu hermano, ya lo sabes,
pero estás asustando a los demás con tus historias. A ti
también te queremos bien, hemos navegado muchas millas
juntos, llevamos años trabajando. Si quieres dejarlo una
temporada encontraré alguien que te sustituya. El puesto es
tuyo para cuando te encuentres mejor, eso tienes mi palabra
107
pero piénsate si tomas un descanso en tierra”. Él respondió
que no, que se encontraba bien, sólo que el recuerdo de su
hermano era pesado y el trabajo le hacía bien para distraerse
la cabeza. Quedaron en eso hasta aquella noche.
Todo sucedió, me dijeron, muy rápido. La mar estaba
picada y el patrón optó por recoger la red enseguida. Se
pusieron a ello, Juan y otro marinero más joven en el mismo
lado que entonces, a estribor. Cada uno estaba ocupado en lo
suyo, había mucha faena en ese momento. De repente se
rompió una de las cuerdas que sostenía una de las velas de
proa. Juan le dijo a su compañero que fuera a arreglarlo, que
él solo se bastaba. Así lo hizo el más joven. Cuando volvió
Juan, sencillamente, no estaba. Le buscaron rápidamente por
el barco sin éxito alguno. El muchacho, aún impresionado,
nos lo contó en la taberna al día siguiente. Que se miraron
todos consternados, diciéndose sin palabras que aquello se
veía venir. El patrón había gritado, “¡Hombre al agua!”.
Hubieran jurado que se le había quebrado la voz pero quizá
fuera el viento y el oleaje contra el casco el que les engañó.
Nadie se movió en un primer momento, sólo se miraron.
Luego buscaron entre las redes, recorrieron las
inmediaciones durante el resto de la noche sin hallar nada.
Una semana después apareció a varias leguas de distancia,
todo hinchado, claro, comido en parte por los peces, pero
reconocible. Aquí están los dos, fíjate, juntos finalmente
como siempre estuvieron en su juventud.
“Quién sabe si ayudándose el uno al otro en el más
allá”, le digo. “¿Quién sabe?, sí”, responde, “es curioso
observar entre estas tumbas que la mayoría llevaron vidas
rutinarias, cumplieron fielmente sus obligaciones, fueron
hombres y mujeres de bien. Otros, en cambio, dejaron que
sus vidas fueran gobernadas por las pasiones, quizá por una
sola”. “Y ¿qué es curioso de eso?”. Sonríe, pensativo. “Que a
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los únicos que recordamos es a los últimos”. “En eso tienes
razón”, confirmo. “Oirás hablar de más historias de
hermanos”, añade. “¿Qué quieres decir?”. “El baroncito de
Bahíablanca, el que murió a manos de tu tío, tenía un
hermano pequeño, Diego, el que ahora es conde de Valdemar
y gobierna el castillo donde vas a trabajar”. “Sí, eso ya lo
sé”. “Lo que no sé si sabes es la historia de los dos
hermanos. Ya te la contaré otro día. Ahora tengo que ir a
ayudar a la vieja Mudena, que me ha pedido que le arregle
una mesa a la que se le rompió una pata”. “¿También eres
carpintero?”. “No”, ríe, “pero cualquiera puede poner una
pata a una mesa. La vieja está sola y quiere que la escuchen”.
“Y para eso estás tú, siempre dispuesto”. “Claro. Caen unas
monedas y así voy escuchando todas las historias de este
pueblo, las que sucedieron y las que están pasando ahora y
son secretas”, ríe. Bajamos finalmente por el sendero y no
puedo dejar de echar una mirada de soslayo, en el último
momento, a la tumba de Juan y Fernando, que ahora reluce
bajo el sol. Finalmente una historia, me digo, un cuento.

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110
En el castillo
El ama es gorda y parece amable. Me saluda con
cordialidad pero examinándome de arriba abajo. “Silva,
humm, ya me habló Mariana, sí, espero que sea verdad todo
lo que ha dicho de ti”. “No sé lo que ha dicho de mí”,
respondo simplemente. “Que eres educada y respetuosa, que
sabes comportarte, que aprendiste a leer y a escribir. Eso es
lo que le he dicho a la señora, que vienes de parte de la
familia de José el pescador y que mi parienta te recomienda.
¿Todo eso es cierto?”. “No creo que la señora quede
disconforme”, respondo. “Bueno”, dice meneando la cabeza
pero con una leve sonrisa, “espero que saber leer ni escribir
no te haga creerte alguien importante. Aquí los únicos de
importancia son los señores y también una servidora, que es
la que tiene autoridad en la casa, ¿está claro?”. “Desde
luego”, admito, “en todo caso he venido a solucionar
problemas, no a crearlos”. Se queda un momento pensativa.
“Solucionar problemas...”, repite, “eso está bien. Espero que
sea así porque la señora tiene un problema importante y vas a
tener que hacer las cosas bien. Ahora, ven conmigo”.
Salimos del recibidor donde ha tenido lugar la
conversación y ascendemos una escalera hasta el primer
piso. Allí se extiende un largo corredor sólo iluminado por
una amplia ventana al fondo. De él parten otros pasillos y
hay puertas cerradas, blasones de piedra en las paredes,
estatuas de incierto origen. Llegamos hasta una puerta, al
fondo de otro pasillo. Golpea con cuidado y se oye una voz
recia, femenina, “¡Adelante!”. El ama se vuelve hacia mí y
me dice en voz baja. “Detrás de mí y haz lo que yo haga”.
Asiento en el momento en que abre la puerta despacio.
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Entramos y allí, sentada junto a la ventana y escribiendo lo
que parece una carta, hay una señora vestida con pulcritud
pero sin magnificencia. No distingo bien su rostro porque
entra el sol por esa ventana bajo la que se encuentra. Sí veo
sus manos con claridad, dedos largos, manos finas. El ama
hace una reverencia y la imito, junto a ella pero un paso
detrás. “Señora, he traído a la muchacha de la que
hablamos”. “Muy bien”, responde, “a ver, acércate”. Me
acerco despacio mientras me mira con atención. “Señora”,
saludo. “Ama”, dice ella, “puedes retirarte”. “Con su
permiso, señora”. Oigo el crujir de sus pasos y la puerta que
se abre. Aún saluda de nuevo, cosa que apunto mentalmente
para cuando me vaya, antes de que la puerta se cierre de
nuevo.
Me mira con detenimiento. Tiene el rostro duro,
hermético. Me hace un simple gesto para que dé la vuelta y
lo hago así. Veo que está acostumbrada a mandar y ser
obedecida. Miro hacia sus pies sobre todo, no quiero que me
considere una descarada. Estoy acostumbrada a que algo del
pasado de las personas con las que me tropiezo me llegue al
interior. Puede ser maldad, irritación, alegría, impaciencia,
no sé, aquello que más destaca en el pasado de una persona.
Otras veces son escenas completas de tiempos anteriores y
eso sólo sucede si la persona es sencilla, noble y sus
sentimientos son limpios y claros. No es así con esta señora.
No siento nada, no veo nada, como si se hubiera ocultado
celosamente detrás de un grueso cortinaje.
- Estás viviendo con la familia de José, el pescador.
- Sí, señora.
- José es un hombre cumplidor y muy responsable como
patrón de su embarcación. Espero que tú lo seas también.
- Trato de serlo, señora.
- Y eres pariente de su mujer.
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- Lejana, señora, así es.
- ¿Por qué has venido a vivir con ellos?
- Nunca me he casado, señora, y mis padres murieron, mi
madre la última. Me encontré yo sola para llevar las tierras
familiares y, aunque me lo propuse, era una carga muy
pesada llevarlo todo adelante.
- Espero que no estés enferma.
- No, señora -hace un gesto de alivio-, siempre he gozado de
muy buena salud.
Gira la cabeza hacia una pequeña biblioteca que hay
en un rincón de la habitación.
- A ver, coge un libro cualquiera de ahí y lee un trozo.
Voy hasta el anaquel y extraigo uno pequeño. Trata
de los amores de un joven caballero y su descubrimiento de
que, siendo de origen humilde aparentemente, es en realidad
hijo de un noble. Hay una escena desgarradora entre el hijo y
el noble en la cual se derraman abundantes lágrimas.
Termino de leer una página y la miro.
- Ahora, cópiala en este papel.
Me inclino después de tomar la pluma que me ofrece
y voy escribiendo con cuidado la escena que acabo de leer.
Pienso al mismo tiempo en mi extrañeza de que tenga libros
tan ligeros en su cuarto. Probablemente no sea allí donde
reciba a los sacerdotes que seguramente la visitarán por las
tardes. No puedo dejar de sonreír un poco imaginando una
biblioteca llena de vidas de santos y libros de oraciones
mientras la mujer se solaza, en privado, con otras historias
bien distintas.
- ¿De qué te ríes? -dice frunciendo el ceño.
- Nada, señora, un pensamiento que se me atravesó. Me
gusta leer y me imaginaba la escena.
Pongo el libro en su sitio y le entrego la hoja
terminada. La mira con atención y parece que está conforme.
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- Tienes una buena letra y tu dicción es fuerte y clara, es
verdad lo que me dijeron de ti. ¿Cómo aprendiste? No es
normal que una campesina como tú sepa estas cosas.
- Tuve un familiar que me enseñó. Era un hombre inquieto
que buscaba fortuna y deseaba leer libros. El sacerdote del
pueblo terminó por enseñarle y él lo hizo conmigo antes de
irse.
- Está bien -dice levantándose-, ahora sígueme. Te indicaré
cuál va a ser tu trabajo.
- Sí, señora.
Crujen sus faldas al levantarse. Camina derecha y a
su paso los sirvientes se inclinan y murmuran un saludo.
Volvemos a bajar la escalera sin decir una palabra. Gira a la
izquierda y, dejando atrás el vestíbulo donde conversé con el
ama, seguimos por un pasillo largo y oscuro hasta una puerta
detrás de la cual no se oye nada. Hay mucho silencio en esta
casa, de repente me doy cuenta. No oigo el llanto de un niño,
el corretear de un criado, el ladrido de un perro. Abre la
puerta y saluda a quien está en su interior. Me quedo en la
puerta hasta que me hace pasar con un gesto.
- Madre -dice en voz alta-, te he traído a la muchacha que te
he asignado.
Estoy detrás y no veo más que un bulto que se perfila
en la oscuridad. La señora va hasta una ventana que aparece
cubierta con espesos cortinajes y la corre. Ya veo a la
anciana. Está sentada y no hace el menor gesto cuando la
saludo. Parece ensimismada y no sé por qué, tal vez sea dura
de oído o tenga la cabeza perdida, no es normal ver gente tan
mayor en estas tierras, al menos no en los pueblos que he
recorrido.
- Buenos días, señora -repito más alto.
- Te ha oído perfectamente -dice la señora con un gesto
avinagrado-, pero no le gusta mucho tener una muchacha de
114
compañía. Porque eso es lo que harás durante el día, cuando
estés con ella. Estar a su lado, atenderla en lo que necesite, y
leer para ella. La madre de mi marido siempre ha sido una
gran lectora pero ahora no puede seguir con ello de manera
que serás tú la que lea para ella. ¿Me has entendido?
- Sí, señora.
Entonces me fijo en que una pared está cubierta de
libros y siento cierta emoción porque siempre me ha gustado
leer y apenas puedo hacerlo. Entre ellos debe haber
conocimientos importantes, poesías de amor, leyendas,
historias. De repente me siento muy contenta aunque
permanezca seria y recatada junto a la puerta.
- La madre de mi marido -y cada vez que lo dice su voz se
endurece- no quiere tener a nadie a su servicio y por eso no
te acoge bien pero, estando como está, necesita que la
acompañen y la ayuden, ¿verdad, madre?
La anciana no responde. Sigue impertérrita el
discurso de la señora sin que su gesto se altere en lo más
mínimo. Empiezo a pensar que la labor va a ser más difícil
de lo que podría parecer en principio. Distraída por todo lo
nuevo reparo en aquello que me ha traído allí y me
estremezco. Aquella vieja señora es la madre de Miguel del
Valle y Guzmán, el hombre de cuya semilla fui yo
engendrada. La miro fijamente intentando transmitirle mi
disponibilidad.
- Acércate, muchacha -dice de repente, volviendo a la vida-,
acércate.
Lo hago y me quedo de pie. Me hace un gesto de
acercamiento y me arrodillo frente a ella. Unas manos
sarmentosas se extienden hacia mi cara y van tocándola
lentamente. Veo sus ojos blanquecinos, aparentemente fijos
en mí pero sé que no puede ver, que ésa es una enfermedad

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que te quita la vista para siempre. “Miguel...”, murmura la
anciana y no puedo sino estremecerme.
- Madre -interviene la otra-, que es la muchacha nueva.
Miguel era su otro hijo -añade para mí-, tiene la cabeza
medio perdida ya.
- Está bien -dice lentamente la anciana-, que se quede.
La nuera no puede reprimir un gesto de alivio.
- Muy bien, madre, me alegro, estaba ya cansada de que
rechazaras a todas. Ten cuidado -me advierte-, que tiene un
genio endiablado.
La vieja señora calla desde su sillón. Me ha tomado la
cara entre las manos pero ya no me está palpando los rasgos
sino haciendo casi una caricia. Siento de repente, como un
borbotón, una riada de emociones que provienen de ella. Es
amor, dolor, un sufrimiento que me recuerda al que sentí al
comprobar la muerte de mi madre. Es soledad, una vaga
esperanza. Veo de repente esas mismas manos que ahora son
bonitas y acarician con una dulzura infinita un pequeño
rostro de niño. “Mamá”, dice el niño, “quiero que papá me
regale una espada”. Veo su ceño fruncido, el gesto
contrariado de la señora. “No, no...”, musita. No veo más. La
mujer ha retirado sus manos pero permanezco de rodillas,
casi incapaz de levantarme.
- Vamos, levanta -dice imperativa la otra-, no puedo estar
aquí todo el día.
Suena la puerta y aparece el ama. Me mira con
atención y pregunta a la señora si está todo bien y si desea
algo.
- Bien, ama, dale algo de vestir a esta muchacha, no puede ir
así, como una pordiosera, en esta casa. Y enséñale las
costumbres, el cuidado de la señora y todo lo demás.
- Sí, señora, inmediatamente.

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- Bueno, pues ya puedes llevártela. Si hay algún problema no
me consultes -dice dirigiéndose a mí-, trátalo con el ama.
- Sí, señora -digo por enésima vez.
- ¡Muchacha! -la anciana se ha erguido de repente. Me
inclino hacia ella-. ¿Cómo te llamas?
- Silva, señora, para servirle.
- Silva, muy bien. Ven mañana, Silva, tienes que leerme una
historia.
- Claro, señora -asiento, feliz.
- Para eso la hemos contratado, madre -dice la otra
secamente-, estará contigo cada día por la mañana y hasta la
noche. Por cierto, que venga José y trataré con él el pago por
tus servicios.
Me voy con el ama después de cerrar la puerta y
trato, en primer lugar, de orientarme. Sin embargo, el ama ya
está caminando y voy detrás de ella, los pasos resonando en
esta casa silenciosa, asombrada aún de todo lo que he visto
en la señora cuando ha puesto sus manos sobre mí. No me
atrevo a preguntar más detalles mientras sigo las
explicaciones, me da dos vestidos muy bonitos y discretos
haciéndome responsable de ellos. Luego busca un calzado
que corresponda. Me lo pruebo y encaja perfectamente en
mis pies. Si yo viviera aquí mucho tiempo, me digo, me
volvería una presumida. Río mentalmente mientras me
indica el lugar donde comeré, a quién debo avisar para
encargar la comida de la señora, sus costumbres. Lo anoto
todo en mi cabeza y luego salgo del castillo. Los soldados de
la puerta me miran y uno, apuesto y gallardo en su uniforme,
hasta me sonríe.

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118
Morder, el azul
“Busca un libro gordo, tiene la tapa oscura,
desgastada, debe estar en el tercer estante”, insiste. Rebusco
sin encontrarlo. “Se titula ‘Leyendas de tiempos pasados’,
¿lo has encontrado?”. Finalmente aparece en otro estante y la
señora echa pestes de la muchacha anterior, tan desordenada.
“Busca, busca la historia de Morder”. “Morder, el azul”.
“Ésa, sí”, sonríe feliz, “me la contaba mi madre de pequeña,
¿ves su nombre en la primera página? Olalla Sirdún, mi
madre, sí, a ella se lo regaló mi abuelo, ya ves si tiene años
este libro”. Se recuesta y sonríe. “Siempre me hizo pensar la
historia de Morder, el hombre de los ojos azules. Lee, hija,
lee”.
En los lejanos tiempos en que los hombres combatían por
salvaguardar el honor de sus tradiciones, vivía en un castillo
del fiordo de Svoghinen una familia de tres miembros. El
hombre se llamaba Morder, tenía algo más de treinta años y
un brazo poderoso que era el terror de sus enemigos. Su
mujer, Renghina, cabellera larga y rubia, piel sedosa y
manos de plata era más joven y, en el momento en que
empieza esta narración, lleva de la mano a Svuninim, su hija
de siete años, fiel copia de su madre salvo en los ojos que los
tenía tan azules como su padre. Están en la puerta del castillo
y ven alejarse a Morder, que va al combate contra los Sin
nombre, una tribu de hombres desesperados que invaden las
tierras vecinales y arrasan y queman aldeas tras matar a todo
ser viviente que encuentran.
Hay espíritus buenos y los hay malos, hay unos que te dan
felicidad y contento mientras que otros labran tu desgracia.
Dos noches después, cuando estaba sólo en su tienda, a
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Morder le visitó el espíritu más pérfido que hay, el más
difícil de combatir, los celos. Sabía que Lathor, su vecino,
alardeaba en la aldea de ser un hombre irresistible con las
mujeres y era cierto que ya había llevado a muchas mujeres
por mal camino. Tras perder ante Morder el litigio sobre las
tierras que reclamaba junto al río, había llegado a sus oídos
la amenaza de Lathor, aquello de que le atacaría no de frente
sino por el costado, no con la espada en la mano sino en su
parte más débil. Morder no tenía duda, sabía cuál era su
debilidad mayor, la columna que sostenía todo el edificio de
su hombría, el amor de su mujer Renghina, la dulzura con la
que crecía su hija Svuninim. Y ahora observaba que Lathor
no estaba con los guerreros, que se había negado a ir
aduciendo que él nunca combatiría junto a Morder.
Aquella noche soñó por segunda vez con cuervos
negros, pájaros de mal agüero que surgían del horizonte y
empezaban a picotear su corazón una y otra vez, causándole
un dolor vivo y un gran quebranto. Se despertó con un grito,
sudando de angustia, y comprendió que Lathor iría al castillo
y, mediante una estratagema de las que era tan conocedor,
quizá haciéndose el herido, tal vez para cantar esas romanzas
que degranaba en las tabernas, se acercaría a su familia y
podría vengarse. El temor se encendió dentro de él, una
angustia loca que no podía controlar. Mientras intentaba
dormir en su tienda su mujer podía estar cayendo en una
celada de su enemigo, una celada de muerte o una de amor,
no sabría cuál podría ser peor. Pensó que él podría
emborracharla, podría imponerse por la fuerza, no sabía qué
extraños pensamientos se iban agolpando en su cerebro
enfermo de celos y de dolor.
Tomó el caballo cuando apenas amanecía y estuvo
cabalgando todo el día. Pasó el mediodía, pasó la tarde y
cuando ya era de noche cerrada llegó a su castillo. Pasó al
120
patio y preguntó mientras descabalgaba. El muchacho que
tomó las riendas, viéndole en ese estado, se puso a balbucear
que Lathor había estado allí aquella tarde, que eso había
oído, no sabía cuándo se fue. Si es que se ha ido, pensó
Morder. Subió las escaleras a grandes pasos desenvainando
la espada mientras corría hacia el dormitorio de Renghina.
Allí vio su pelo, que se extendía como una cascada por la
almohada, y a su lado estaba un hombre rubio, de espaldas a
Morder, y una mano que abrazaba a su mujer. Ciego de furor
clavó la espada una y otra vez en ellos mientras los espíritus
infernales reían como locos. “Mira”, se decían, “Morder ha
caído en nuestra trampa, ha sido él mismo quien se volvió
ciego, sólo tuvimos que empujarle, mira cómo se ensaña
mientras llora y grita como un loco, la sangre que le salpica
de su mujer, la sangre de su hija que ha confundido con la de
su vecino. No le dijimos que Lathor no fue siquiera recibido,
callamos que su mujer le quería con locura, con la misma
pasión de antaño, se lo ocultamos todo mientras las dudas,
pájaros negros, cuervos insaciables, hacían su trabajo”.
La vida de Morder cambió radicalmente desde aquel
desgraciado suceso. Privado del amor de su familia, que él
había destrozado, su valor se convirtió en legendario.
Combatía llevado por la locura, por el abandono, por el más
intenso de los dolores, el que acarrea una culpa imposible de
expiar. Su nombre y sus victorias fueron extendiéndose por
todos los fiordos vecinos. Los hombres cantaban sus hazañas
en las tabernas las noches de invierno, las mujeres
suspiraban cuando pronunciaban su nombre, los niños
jugaban a ser Morder, el hombre valeroso e imbatible, el que
había caído con sólo diez hombres bravos sobre una tribu
numerosa de Sin nombre pulverizándolos en sus tiendas, el
que había nadado durante leguas para atacar, transido por el
frío, aquel fuerte inaccesible. Morder el valeroso, Morder el
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hombre que lloraba por las noches cuando se le atravesaba
un recuerdo, un hombre lleno de soledad, con una culpa que
le arrasaba y consumía.
Una noche decidió ir al santuario del dios Gratum, la
mayor deidad de su tierra. Dejó su caballo y caminó muchos
días hasta allí. Llegó con los pies sangrantes, la cara
desencajada de dolor y cansancio pero unos ojos que
intimidaron a los sacerdotes porque tenían la intensidad de
los dioses y la decidida expresión del guerrero que había
llegado a ser. Entró sólo en el santuario porque así lo pidió.
Se postró de rodillas y oró durante muchas horas, tantas que
no se pueden contar. “Mi dios Gratum, Señor de los fiordos,
díme cómo superar mi culpa, díme qué debo hacer ya que no
puedo volver a la vida a los inocentes que maté. Cada noche
veo la cara de Renghina, cada noche siento el postrer abrazo
de Svuninim, su cuerpecito flaco junto al mío, cada noche
sueño que una bandada de cuervos negros picotean mi
corazón y ríen arrancándome las entrañas. Mi dios Gratum,
devuélveme el aliento aunque no lo merezca, nada de lo que
hice después ha servido de nada, no he conseguido que me
priven de la vida, mil veces odiosa, no he conseguido borrar
de mi corazón el daño que hice. Dime qué he de hacer, como
sobreviviré”.
Tras tres días allí, postrado de rodillas, el rostro
macilento, el dios le habló. “Morder, has de borrar tu culpa
con otra muerte”. “Pero cómo me pides eso, a quién he de
matar, ¿tal vez a Lathor? ¿tal vez a mí mismo?”. “No, tú
sobrevivirás y serás un gran guerrero como ahora lo eres.
Pero Lathor ha extendido el mal por toda mi tierra, ha
engañado, ha muerto a otros hombres inocentes, la capa de
su bajeza se extiende por toda la tierra que tú defiendes en la
frontera, la podredumbre alcanza al corazón de la manzana”.
“¿Debo matar a Lathor entonces?”. “Sí, pero antes has de
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privarle de su única esperanza”. “¿Cuál es?”. “Su hija Lior
lleva en su entraña al que sucederá a su abuelo, por ello
debes acabar con esa vida aún no nacida mientras está en el
vientre de la madre”. “Así será si me lo pides pero creí que
eras un dios clemente”. “La clemencia empieza por la
prudencia y es prudente en un campesino quitar la hierba
mala para que crezca la buena cosecha”.
Morder calló entre dudas y pudo al fin levantarse, las
rodillas sangrantes, el espíritu desconcertado. Borrar una
muerte con otra, no era eso lo que la tradición decía del dios
Gratum, pero en todo caso los tiempos eran unos y así habían
de ser tomados. “¿Hallaré el remedio a mis males? ¿Expiaré
toda mi culpa así?”, acertó a decir antes de que el dios
desapareciera. “No”, le respondió éste, “pero tu corazón se
volverá de piedra y en él no podrán encontrar alimento los
cuervos que te persiguen ni el dolor que le hace sangrar cada
noche”. “Sea así si tú lo dices, mi dios, aceptaré tus
palabras”. Gratum le miró mientras pensaba: “Largo es el
camino que aún tienes que recorrer, grande la sorpresa que
hallarás”.
Morder compró un caballo a los monjes y cabalgó sin
descanso hasta el pueblo donde habitaba la familia de
Lathor. Por la tarde llegó ante la puerta donde vivía Lior, la
única hija de Lathor, una mujer morena de pecho generoso
que el embarazo redondeaba aún más si cabe. Morder dio
una patada a la puerta y encontró a un viejo que empezó a
gimotear, rogando por su vida. Pensó que sería el criado de
Lior y preguntó con voz recia por su dueña. Antes de que el
viejo pudiese articular palabra ella apareció en el umbral de
la otra habitación y se quedó mirándole. “Tú eres Morder”,
dijo, “un espíritu me dijo la noche pasada que vendrías a
matarme”. “Sí”, contestó él, “he de matarte para pagar un
dolor lejano, para calmar una culpa antigua. Te mataré a ti
123
para que tu hijo muera, para que no salga de tus entrañas y
extienda la muerte por toda la tierra”. “No”, exclamó ella,
“me matarás porque tu corazón ansía venganza, porque
rezuma la podredumbre de la culpa y el miedo y el horror de
tantas noches sin sueño, porque temes a los cuervos como
temes a la vida que se abre frente a ti. Mírame, Morder, y
luego mátame, mira quién está frente a ti, una viuda
despojada de todo, de riqueza y de amor, de marido y de
esperanza. Mírame bien, Morder, y díme qué ves”. El
guerrero le miró fijamente y su rostro se fue demudando
porque Lior ya no era morena sino rubia y su cabello se
extendía hasta la cintura, su rostro maravilloso que aún
recordaba, su piel de seda y sus manos de plata. “Renghina”,
murmuró, “qué significa esto, ¿es una brujería?”.
Ella se acercó hasta él y extendiendo una de sus
manos le acarició la mejilla con ternura. “Soy yo, soy Lior y
soy Renghina, soy la esperanza que se presenta, una nueva
oportunidad, soy el amor que me tuviste y el que aún
disfrutarás conmigo, soy la luz de tus días ciegos, soy la que
daría mi vida entera por tu felicidad, porque tu corazón se
calmase y se llenase de cariño y dulzura. Soy la mujer con la
que te casaste y la mujer que siempre te ha esperado”. Él aún
dudaba. “Pero ¿cómo puede ser? Cuando he llegado tenías
una apariencia y ahora otra bien distinta, debo estar
embrujado”. “Sí”, le contestó ella, “estás embrujado por el
amor que olvidaste hace tiempo, y tu cara también es distinta
y sobre todo tus ojos han cambiado porque ven lo que no
podían ver por tu ceguera. No hay venganza que cure una
culpa, no hay muerte que te dé la vida, sólo el amor redime y
alivia toda la culpa y los errores que llevamos en el
corazón”.
Morder se llevó a toda la familia a su castillo que, con el
tiempo, recobró la alegría de antaño. Las fiestas se
124
sucedieron y a ellas se sumaron los habitantes de todas las
aldeas vecinas, incluido su vecino Lathor, enfermo y
arrepentido de tantos dislates de juventud. Con el tiempo,
Lior dio a luz a una niña de cabellos de oro, piel sedosa y
manos de plata. Desde aquel día quedó para la leyenda que
los ojos de Morder cambiaron y si antes eran azules ese color
se tornó poderosísimo, como si pudiera ver con ellos ahora
más allá de la realidad visible, como si el azul en que
cabalgaba su mirada le alcanzara para penetrar en el corazón
humano. Y los cuervos huyeron, espantados de aquel color,
el mismo con el que fue recordado para siempre, Morder, el
Azul.

125
En el jardín
“Hija, ¿estás llorando?”. Asiento sin darme cuenta de
que no me ve. Se ha incorporado y sus manos recorren mis
mejillas enjugando las lágrimas. “Ay, hija”, dice, “tienes un
corazón dulce. Aunque no eres una jovencita la vida no te ha
cambiado del todo, aún conservas la inocencia de la
juventud, el recuerdo de la niña que fuiste, ay, quién
pudiera...”. “Perdone, señora”. “Salgamos fuera, quiero
respirar el aire del campo, llevo demasiado tiempo
encerrada”. Caminamos lentamente por el pasillo hasta una
puerta que se abre al jardín trasero del castillo. El sol ilumina
el prado, el susurro del viento entre los árboles. La anciana
señala con su bastón hacia el rumor de una fuente que
alimenta un pequeño estanque. A su alrededor unos
emparrados que dan una fresca sombra cuando nos sentamos
debajo. Suspira y no sé si es por el cansancio o de gusto al
disfrutar de una tarde tan hermosa.
Tuve dos hijos. Por aquí correteaban jugando cuando
eran pequeños y salía a sentarme aquí mismo, vigilarles
leyendo un libro. Mi marido el barón, que Dios tenga en su
gloria, fue siempre un hombre débil, irresoluto. Dudaba de
cualquier cosa, con la menor decisión que debiera tomar. Fue
un hombre que nunca sirvió para nada, menos para ser barón
y cuidar y proteger sus tierras. Me veía leyendo y se
extrañaba al principio, preguntándome por qué leía tanto si
nada de eso era cierto, salvo los libros de oraciones. Pero en
esos tomos encontraba el consuelo de otras vidas, distintos
sueños, hay tantas formas de vivir que no conozco, de las
que nada sé... Mi madre Olalla leía como yo, tuvo también
esa rara afición, de ella lo aprendí. Y fue mi abuelo el que
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escribió la historia de Morder, el que compuso ese libro que
has leído. Tenía un feudo rico que administró bien pero
prefería rescatar viejas historias, leyendas antiguas y medio
olvidadas. Se pasaba la noche mirando desde una torre las
estrellas, cómo brillaban. Me acuerdo poco de él, murió
cuando yo era pequeña, pero sí recuerdo una escena muy
bien. Una noche debí ponerme pesada, insistirles a todos y
por eso me tomó de la mano y subí con él los muchos
escalones de la torre. Si hago memoria, aún siento cuando
me tomó en brazos porque estaba cansada, el calor de su
abrigo, la luenga barba que me hacía cosquillas cuando me
apretaba contra él.
Llegamos arriba, me parecía estar en la mayor altura
de la tierra, fíjate. Cuando crecí comparé ese recuerdo con la
torre real y me pude dar cuenta de que, aún siendo alta, había
otras mucho más altas aún. Pero entonces no sabía nada de
eso. Por encima de nosotros brillaban todas las estrellas del
universo. Mi abuelo me abrazó para protegerme del frío que
reinaba allí y me las fue señalando, unas que formaban un
carro, otras un arquero, aún las había en forma de escorpión
y de otros animales. Miraba con él y sentía la fascinación de
la noche, la magia de un lugar que me había estado prohibido
hasta entonces. No tengo más recuerdos de él porque,
además, me quedé dormida pronto en sus brazos. Debió bajar
y llevarme hasta mi cama. A la mañana siguiente desperté
cuando aún tenía en mi memoria el brillo de esas estrellas y
no supe si las había visto de verdad o las soñé. Aún hoy lo
dudo.
¿Te aburro, hija? ¿No? Eres muy amable y debes
perdonarme porque soy vieja, ya lo ves, y sólo tengo
recuerdos. Si estás un tiempo conmigo seguramente me
repetiré, como sostiene mi hijo, mis propios nietos dicen que
están cansados de mí. Prefieren cabalgar por los campos,
128
emular a sus héroes, lidiar en sus justas..., es normal que sea
así, son jóvenes, están llenos de vida, aún creen que se
comerán el mundo sin saber que es el mundo el que los
engullirá el día menos pensado. Pero yo estoy próxima al
final, hija, ya sólo me queda eso, echar la mirada atrás,
siempre supe hacerlo, incluso de joven. Me acercaba a una
persona y sabía algo de lo que había vivido, sentía cómo era,
cómo había sido su pasado, el tiempo vivido. ¿No te ha
pasado nunca? Bueno, lo llamaban intuiciones,
imaginaciones. Mi madre me tomaba muy en serio y hasta
me preguntaba qué me parecía éste, qué pensaba de aquél, ya
sabes, cuando crecí y era una jovencita.
Por eso te toqué la cara cuando viniste y me di cuenta
de que en ti había mucho de lo que hay en mí. Esta cierta
soledad, la inquietud de la búsqueda que yo dirigí a los
libros, el deseo de amor y comprensión, saber y saber, ¡qué
extraña afición en una muchacha!, sobre todo si es
campesina como tú. Me llegó también la imagen de una
mujer tendida en un lecho, vi con tus ojos su rostro
demacrado y febril descansando finalmente tras una larga
enfermedad. Sentí tu pena, tu alivio por el final de su
sufrimiento, las dudas que empezabas a sentir sobre cómo
empezar tu camino. He visto cosas, hija, he visto cosas...
Mira, tú que puedes observa el sendero de la derecha,
el que rodea el estanque, ¿lo ves? Antiguamente todo su
borde estaba lleno de flores que planté yo misma, de recién
casada. Tenía tantas ilusiones entonces, era tan joven, me
sentía feliz, dueña de mi vida, casada con un hombre
adinerado y noble. Se me abría el mundo y quería hacerlo
todo, leer muchos libros, plantar flores, hacer crecer los
árboles. La vida estaba dentro de mí como una corriente
infatigable. Cuando esperé a mi primer hijo, Miguel, me
sentí dichosa. Es lástima que no te hayas casado, que no
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hayas tenido hijos aunque habrás saboreado las mieles del
lecho, claro está... El segundo parto fue difícil y laborioso,
además me empezaron unas fiebres altas después. Todos
creyeron que moriría, era lo normal, pero siempre tuve una
naturaleza de hierro y, aunque debilitada, sobreviví.
¿Ves cómo hablo y hablo sin parar? Mi nuera cree
que soy callada pero es que delante de ella no me atrevo a
rechistar, de ese modo termina por irse... Contigo me siento
bien, hija, mi temor es aburrirte. Ay, sí, el sendero, ya lo sé,
ahora no tiene flores, a mi nuera no le gustaban. Por eso las
arrancó y plantó no sé qué cosa que finalmente murió en una
helada y, desde entonces, está así, desangelado. Por ese
sendero corrían mis dos hijos, Miguel y Diego, tan distintos,
tanto. ¿Que cómo era Miguel? Ay, hija, guapo, muy guapo.
Recuerdo sus rizos rubios como el oro, su carita de ángel, la
sonrisa que tenía cuando me veía llegar y yo le abrazaba.
Miguel, mi hijo más querido... Te habrán contado que
murió... ¿Cómo? ¿Que has visto su tumba en la iglesia? Sí,
allí le enterramos hace poco más de treinta años. Es mucho
tiempo pero me parece que fuera ayer. Creo que mi vida se
detuvo cuando aquello sucedió. Desde entonces, durante
varios años, sólo pude llorar. Mi marido me decía que lo
dejara, se aburría conmigo, mi otro hijo campaba por sus
respetos entre una madre llorosa y un padre siempre
acobardado.
Ahora, Silva, querida, tráeme un cacillo de agua de
esa fuente, ya verás qué fresca está. Toma uno tú también.
Hace calor y se agradece... ¿Ves qué rica? No te veo pero te
oigo beber, Dios quiso darme un oído finísimo para
distinguirlo todo. Lo que te quita por un lado te lo da por el
otro, ésa ha sido la merced que me otorgó y no me quejo.
Tengo ya muchos años, he visto tantas cosas que mis ojos
pueden descansar y pronto seré yo quien descanse para
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siempre. No me importará. Llega un momento en que nada
importa. Se me fue mi marido, que sería marqués pero era un
inútil. Al menos como hombre cumplió. ¿No te ofende que te
hable así, verdad? Siempre fui un poco deslenguada. Se
fueron muchos de los amigos que venían al castillo, con los
que cabalgábamos por los alrededores, algunos compañeros
fieles de mi marido, tan respetuosos conmigo. Casi todos se
han ido o están tan inútiles como yo, encerrados en sus
cuartos, siendo una molestia para los que le rodean. Mis
padres se fueron hace tanto tiempo que ni lo recuerdo, mi
hermana Viola, mi hermano Sancho, todos se fueron ya al
reino de los sueños. Llevaron una vida alegre unos, triste
otros y fue a mí a quien tocaron casi todas las despedidas.
Luego murió mi hijo Miguel y se me hundió el mundo.
Todos los temores que me asaltaron desde su infancia
cobraron cuerpo en aquel tiempo, su lejano cautiverio, el
difícil rescate..., ya te contaré la historia si tienes paciencia
para escucharla y si te interesa. Historias de vieja pero ¿qué
podemos hacer? Al menos te entretengo y se te hacen las
horas más rápidas hasta la oración de la tarde.
Se me fueron todos y entonces, un día, te despiertas
dándote cuenta que no tienes a nadie alrededor, que estás
sola como nunca has creído que podrías estar. El mundo va
perdiendo su color, sus formas. Una espesa niebla cae sobre
tus ojos, primero un poco, luego más y más, hasta que
apenas distingues sino los fuertes resplandores del sol.
Primero me desconcertaba, luego sufría, pero un día pensé,
¿qué me importa? Se me han ido todos y los que quedan ya
no merecen la pena, además viven perfectamente sin mí, de
manera que si no veo no pasa nada, ese trabajo me ahorro.
Lo que no ves no tienes que olvidar haberlo visto. Y además
ya voy caminando hacia la noche eterna en que veré a Dios
con los ojos del alma así que ¿para qué quiero estos ojos que
131
ya no sirven de nada? De modo que no queda nadie
alrededor, ni marido, ni amigos, ni padres ni hermanos.
Tampoco el hijo más querido. Así que aquí me encuentras,
muchacha, siendo una carga para mi nuera, que está harta de
mí. Bastante tiene con sus constantes ambiciones, empujando
a Diego más y más lejos hasta que se caigan juntos por
cualquier barranco. Yo no quiero ver eso. Es cierto que es mi
hijo pequeño y, aunque le veo desde hace tiempo como un
extraño, sigue siendo mi hijo. No quiero vivir cuando las
cosas se tuerzan, cuando se enfrente con alguien más
poderoso que él y encuentre que ha de bajar la cabeza en su
presencia. No quiero ver cómo la podredumbre y el cieno, la
vejez y los años, se ciernen sobre este castillo que un día fue
mío y al que amé con la pasión de una joven alocada, la que
era entonces. Que antes muera yo, que se acabe todo
finalmente y cese tan larga espera.
Es verdad, hija, hablemos de otra cosa. Tú eres joven
aún, no hagas caso de esta vieja que ha vivido tanto pero que
ya no está donde está. Aún puedes casarte, quizá estés a
tiempo de que tu marido te dé esos hijos que son la gloria de
una madre, a veces el motivo de que esta vida valga la pena
vivirla. Dan tantas penas, tanto sufrimiento pero también
mucha felicidad. Aún puedes, claro que sí. Iniciaste un largo
camino hace tiempo pero algún día habrá de acabarse, quizá
cuando encuentres lo que buscas. ¿Que cómo lo sé? Ay,
querida, ¿no te das cuenta de que, aunque no tenga vista, eres
una mujer de cristal para mí?

132
El día de la partida
Pasan los días como un lento fluir. Vivo con mi
señora en una especie de burbuja que sólo habitamos las dos.
No siempre estamos hablando, claro es, el día es largo y da
tiempo a otras cosas. Muchas veces se queja de lo mal que ha
dormido y la lectura de cualquier historia ha de detenerse
cuando compruebo que se ha quedado dormida sobre el
sillón. En ocasiones la contemplo así, respirando
suavemente, la boca semiabierta, el pelo algo sudoroso y un
poco revuelto. Cuánto habrá vivido que yo deseo saber. Me
pregunto qué sueñan los ancianos, qué imágenes vuelven a
ellos. A veces tengo la respuesta, cuando se despierta
sobresaltada y dice “¿qué pasa, qué pasa?”. La tranquilizo y
aún en sus ojos se adivina una sensación de angustia, muchas
veces motivada por lo que cree presencia de los espíritus.
“Dios mío, me ha parecido que estaba aquí mi marido
y me pedía cuentas de algo que había hecho, algo que estaba
mal, no sé el qué pero me sentía con un nerviosismo y una
cosa por dentro... ¿Qué tal tiempo hace?”. Yo miraba por la
ventana y le decía con todo lujo de detalles lo que veía.
Desde la ventana podía contemplar el río que rodeaba al
pueblo, los meandros que formaba en torno a él hasta
desembocar en Punta Ballena, cerca de un promontorio
donde había estado varias veces. “Hoy tenemos buen
tiempo”, le decía, “creo que podríamos salir a dar una
vueltecita”. Casi nunca se negaba. Le gustaba pasear un poco
para sentarse a continuación y quedarse al sol medio
adormilada hasta que llegaba la hora de comer. Entonces la
dejaba en su habitación e iba a la cocina para encargar algún
capricho de última hora, una sopa que le gustaba, una receta
133
fácil que se le había ocurrido recordar. Las cocineras ya
estaban acostumbradas a esos cambios de última hora y a
veces accedían y otras lo debían aplazar para el día siguiente.
“Dicen en la cocina que les falta el cilantro, que hasta
mañana no pueden hacerle la sopa que ha pedido”. “Ay,
hija”, se quejaba la señora, “y qué rica que estará. Diles que
mañana no echen la coliflor al principio como suelen hacer.
Ya sé que es más rápido pero que la echen después de cocer
las zanahorias y el resto de la verdura que si no la coliflor
queda deshecha”. “Así lo haré, señora”. Luego venía la chica
con una bandeja que dejaba sobre la mesa y la ayudaba a
comer antes de dejarla sesteando e irme yo.
Ése era el único momento en que hablaba un poco
con las otras chicas. Había un ambiente amigable en aquella
cocina, también discusiones desde luego, pero así me iba
enterando de las últimas novedades del castillo.
- ¿Sabéis que el señor vuelve la semana entrante? Se lo he
oído decir a la señora cuando estaba con la visita.
- ¿Qué visita?
- El arzobispo en persona, ¿no le has oído llegar? Si se ha
enterado todo el mundo... Claro, como tú estás en la parte de
atrás con la vieja señora. Pues ha llegado con toda la pompa
en una carroza tirada por cuatro caballos, como él dice a
presentar sus respetos a la señora pero ahí hay gato
encerrado.
- ¿Es que quiere algo más?
- Toma, pues claro -se apoya la chica y mira a su alrededor
por ver si la escuchan las otras. Baja la voz-. Lo que quiere
es que la señora intervenga para que concedan a su diócesis
los pueblos de Novelda y Arenales, los más ricos de la
comarca vecina. Hay mucho movimiento donde los señores,
el conde de Villamar es ahora muy importante en la región.
Por eso está todo el tiempo fuera -concluye.
134
- ¿Hay guerra? -pregunto.
- Pero mujer, ¿en qué mundo vives? Claro que hay guerra,
por eso está el señor fuera todo el tiempo. Están asediando
no sé qué castillo de un primo suyo, el barón de las Siete
Torres. Fíjate, tan amigos que eran en la infancia y ahora el
barón se ha pasado al bando de los enemigos del conde.
- No entiendo mucho de esas alianzas, son cosas de señores -
replico.
- Sí, claro, yo tampoco es que entienda demasiado pero la
Iglesia quiere sacar sus beneficios del enfrentamiento, algo
así sucede y la que teje todos los hilos siempre es la señora,
menuda es.
- ¿Es ambiciosa?
Vuelve a mirar a su alrededor y baja aún más la voz,
que suena sin embargo excitada.
- ¿Ambiciosa? Es una víbora, Dios me perdone lo que digo -
las demás contienen risas cómplices-, pero todo lo quiere
gobernar, en todo quiere intervenir. Si yo fuera su marido la
metería en cintura pero, por otra parte, al conde le viene muy
bien tenerla tejiendo sus alianzas para después batallar con
ellas, así que tal para cual... El conde lo mismo llega a ser
uno de los hombres poderosos del reino, a saber.
- Historias de señores, yo entiendo poco de eso -digo sin
comprometerme.
- Si estuvieras cerca de la señora o en esta cocina terminarías
por entender de todo -ríe-, anda que no charlamos aquí.
- ¡Eh! -dice el ama entrando-, ¿habéis terminado de recogerlo
todo?
- No, ama -dice la chica mientras se levanta haciendo un
mohín-, le estaba contando a Silva que ha llegado el
arzobispo.
- ¿Y a ti qué más se te dan esas cosas si lo que tienes que
hacer es cocinar?
135
- Sí, ama.
- Vamos, que quedan muchos cacharros por fregar, pedazo
de inútil.
Pero no la riñe en serio y comienza a inspeccionar la
cocina haciendo observaciones de lo que falta, de qué
encargos hacer para el día siguiente. Luego se acerca a mí y
se sienta con gesto de cansancio.
- Todo el día de acá para allá. Tengo las piernas rendidas.
Le sonrío mientras mastico la cebolla.
- La señora ¿está bien?
- La he dejado durmiendo.
- Sí, bendita siesta que nos deja descansar un poco. Hoy con
el arzobispo ha sido el no parar, menos mal que ya se ha ido.
- Me ha dicho la muchacha que el señor viene la próxima
semana.
- Parece que sí. Está combatiendo a su primo, hay que ver.
Aún los recuerdo de jovencitos a los dos echando carreras a
caballo por el bosque. Cómo cambian los tiempos. Lo que
debían hacer es pelear juntos contra los infieles, que dicen
que cada vez son más poderosos. Un día llegarán aquí y los
cristianos no tendrán ni fuerzas para enfrentarse a ellos.
- Dios no lo quiera -replico.
- Pues dicen incluso que algunos reyes cristianos buscan
alianzas con unos llamados turcos. El mundo se ha vuelto
loco. En fin, espero que no lo vean mis ojos..., ay, mis
piernas. Pregúntale a Rosa si conoce algún remedio para el
dolor de piernas, tengo las venas hinchadas como puños y
me laten, díselo así, que me laten mucho y me fatigan. El
infiel... -dice, medio divagando pero sus ojos no descansan
de observarlo todo, para ver si las cosas están en su sitio.
- ¿Es verdad que al señorito Miguel le cogieron prisionero
cuando fue combatir a Tierra Santa?

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- Vaya, ¿quién te ha contado eso? Seguro que alguna
chismosa de aquí.
- No. Me lo ha dicho la misma señora.
- Se ve que hacéis buenas migas. Me alegro de ello, siempre
fue una buena señora con todos. Cuando yo entré aquí de
jovencita me pareció la mujer más guapa y más elegante que
había visto. Lástima de años, que todo lo acaban, como a mí,
con estas piernas... ¡Muchacha! -se gira-, tráeme una
infusión, anda, de las que yo me tomo.
Cumplido el encargo pone las manos en torno al
tazón y sonríe antes de tomar el primer sorbo.
- ¿De qué hablábamos? Ah, sí, del señorito Miguel, que Dios
tenga en su gloria, pobrecito. Tuvo una muerte tan absurda,
no sé si sabrás eso -hago un gesto afirmativo-. Un campesino
enloquecido, ¿quién lo iba a decir? Combatir tanto, pasar
tantas cosas, la desgracia que le sucedió, para encontrar la
muerte en un pueblo perdido del sur en manos de un loco.
Yo estaba aquí cuando ejecutaron a ese hombre hace años,
fui a verlo. Decían muchas cosas de él pero tenía ojos de
loco, eso es lo que me pareció a mí, de uno de esos
iluminados que creen cosas absurdas, cualquiera sabe. A fin
de cuentas murió también, Dios le haya perdonado por lo que
hizo.
Callo y sorbo la sopa con cuidado de que no se me
derrame.
- ¿Y estuvo mucho tiempo prisionero de los infieles?
- ¿Quién, el señorito Miguel? Sí, claro, estuvo casi dos años
hasta que su padre consiguió que le rescataran. Un tiempo
terrible, lo pasó muy mal, muy mal, no sabes cómo vino. Le
habíamos visto irse varios años antes, un mocito dispuesto
buscando honor y gloria, ya sabes cómo son los jóvenes,
deseando tener una espada en la mano. La verdad..., yo
estaba loca por él -ríe de forma contenida-, si vieras qué
137
guapo era, un querubín, así le llamábamos en secreto las
muchachas de la casa, Miguel el querubín.
- La señora le recuerda mucho.
- Le quería con locura. Siempre se opuso a que se fuera pero
los jóvenes son así y el señorito Miguel siempre quiso
aventura, salir, conocer mundo. No es malo que sea así, lo
peor es que algunos vuelven tullidos, locos, y la mayoría no
vuelve. El padre no decía nada, la voluntad del chico era
mayor que la suya. Fuimos todas a despedirle cuando se fue
con los hombres, algunos amigos suyos, todos tan guapos,
tan señores en sus caballos adornados, la enseña de
Bahíablanca en todo lo alto... ¡qué buenos tiempos! Qué
joven era yo entonces que no me dolían así las piernas. Y
bien guapa que era además.
Reímos. Luego sorbe un poco más de su infusión y
tiene los ojos soñadores, como vueltos hacia atrás. Percibo
como una oleada toda esa nostalgia, un recuerdo añorado y al
tiempo tranquilo, reposado y feliz. Me parece verla delgada,
rubia, las trenzas bailando sobre sus hombros a medida que
da saltos y grita agitando la mano a los caballeros que parten.
Por debajo de esta mujer gorda y entrada en años que sorbe
con cuidado una infusión, por debajo de sus achaques y sus
piernas doloridas, veo a la jovencita que fue, la ilusión de sus
ojos, la alegría de su risa, los gritos que llenan la explanada
frente al castillo, el ruido metálico de los estribos al ponerse
en marcha, el saludo de un muchacho lleno de fuerza y vigor,
pleno de ilusiones, que parte a combatir al infiel y hacerse un
hombre, como ha balbuceado su padre al despedirse. Ese
joven saluda luego a su madre, que no ha querido bajar y le
observa desde una alta ventana que da al foso. No quiere que
su hijo le vea llorar y agita el pañuelo sin cesar, casi sin ver
nada. Sus ojos anegados que un día dejarán de ver. El hijo
que se levanta un momento de los estribos, detiene el caballo
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casi al borde del foso y saluda. Ella aún recuerda sus
palabras, con las que se despidió: “¡Madre! Volveré hecho
un hombre, derrotaré a todos esos infieles y te traeré un
alfanje de oro y diamantes. Te lo traeré a ti para que me
perdones por abandonarte y sepas que te llevo en el
corazón”. Y ella que le dio su medalla, la de la Virgen que
fue de su madre, para que le proteja. La misma que le será
arrebatada un día aciago, mucho después, por una mano que
duda si dejar caer la otra, empuñando el arma, sobre el cuello
de ese cristiano que le mira con horror.
Está terminando la infusión y veo que hoy no
hablaremos más. Empieza a pensar en una nueva tarea,
revisar la cocina, organizar la limpieza, añadir algo más al
encargo del día siguiente.
- Vuelvo con la señora.
- Cuídala -dice de repente-, me alegro de que tenga confianza
en ti. A nadie se la ha dado desde hace tiempo, con nadie
había vuelto a hablar del señorito Miguel. Fue una buena
señora -añade.
Luego recorro el camino inverso que seguí y abro la
puerta con cuidado. Escucho con atención su respiración
suave que a veces se entrecorta en una especie de carraspeo.
Me siento y me dejo llevar por mis propios recuerdos.

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Manuel
He llegado hace dos días al pueblo. Me siento al azar
en una de las esquinas de la plaza y pido algo de caridad
entre los vecinos. Generalmente, son los niños los primeros
que se paran un rato a mi alrededor y me preguntan de dónde
vengo, qué hago ahí. Empiezo por contarles una historia
fantástica en la que me transformo en una hija desconocida
de un noble arruinado que busca amparo ante la adversidad.
Finalmente, voy descubriéndoles que la Naturaleza me ha
proporcionado unos poderes ocultos y misteriosos.
Enseguida se animan a preguntar, “¿Qué poderes son esos?”.
Elijo a uno de ellos y le cuento algún detalle oculto de sus
familias, nada importante pero que nadie debería saber. Se
arma un pequeño revuelo entre ellos cuando el chico abre la
boca, admirado. Siempre hay alguno que me pregunta
inocentemente si soy una bruja y yo le digo que no, he de
tener cuidado con eso, les digo que soy una evocadora que
adivina la vida pasada y los sueños. Es muy fácil con los
niños, me resultan transparentes. Cuando vienen algunas
madres a recogerles cambio el discurso, hablo de que he
quedado sin familia ni amparo, y recorro los caminos
trabajando en algunas cosas, contando historias de amores y
campesinas que son princesas ignorantes de su origen, de
guerras heroicas y hombres buenos que sucumben ante la
desgracia. Las más sencillas me preguntan por noticias de
otros pueblos que transmito con fidelidad porque es mucho
lo que he andado, mil cosas las que he visto a lo largo del
camino. Siempre dejan una moneda o un trozo de pan, unas
verduras que acaban de comprar, cualquier cosa. Con eso
voy sobreviviendo.
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Hierve la plaza de puestos de venta. Desde el
principio observo que el hombre que vende frutas y verduras
enfrente no me quita ojo. Entre las conversaciones que
mantiene con las mujeres, acierta a escuchar mis historias y
me mira con una mirada franca y sencilla llena de interés.
Cuando va llegando el mediodía se acerca hasta mí
saludándome. “He escuchado lo que dices”, afirma. Se queda
dudando hasta que añade, “Son bonitas tus historias, me han
gustado, pero la vida no es así”. “Ya lo sé”, admito, “la vida
es caminar por senderos desconocidos, arrastrar los pies
entre el polvo. La vida es que en algún pueblo haya mala
gente que te acuse de ser extraña, de tener poderes maléficos,
y te expulsen a pedradas. El no tener para comer muchos
días y dormirte con hambre y soledad”. Le miro con
detenimiento y no puedo dejar de sentir un profundo
ramalazo de simpatía. “La vida es golpear contra una puerta
cerrada, la cara y la espalda llenas de sangre de compañeros,
gritar para que te socorran y que nadie abra esa puerta ni
escuche tu grito”. Pierde el color repentinamente y el rostro
se le demuda.
- Por Dios, es cierto lo que dices. Eres una evocadora.
- Lo soy, realmente. ¿Cuál es tu nombre?
- Manuel.
- Yo me llamo Silva.
- ¿Tienes quién te acoja, Silva?
- No, pero eso nunca ha sido problema para mí. Duermo en
cualquier lado, como lo que me dan. No me hace falta mucho
más.
- Mi casa está a dos leguas del pueblo. Tengo un pequeño
huerto donde produzco todo eso -señala su puesto, ahora casi
vacío- y unas tierras de las que me encargo. No tengo
mucho, quiero decirte, pero sí un granero donde cobijarte, si
así lo deseas, y comida en un plato para ti.
142
Le miro y responde a mi mirada sin pestañear. Hay
tal sencillez en su propuesta que no puedo desconfiar.
- Lo acepto, Manuel, y te lo agradezco.
Así se sella el trato. Durante unos días pasearé por el
pueblo mientras él trabaja de sol a sol en el campo abriendo
surcos en la tierra con el arado. Le veo al volver siguiendo el
paso de los bueyes, sudor y cansancio, el sol declinante y la
brisa que sopla agradablemente refrescando el ambiente. No
puede detenerse y me saluda con la mano desde lejos. Entro
en la casa y voy cociendo unos huesos para hacer un puchero
donde añadir garbanzos, patatas y algo de coliflor. Luego
llega salpicando agua con la que se acaba de lavar y nos
sentamos a la mesa como si fuéramos un matrimonio sin
serlo, familiares que comparten una comida sobre un plato.
“¿Cómo te ha ido el día?”, pregunta. Y yo le cuento de las
vecinas, cómo se acercan a mí con curiosidad, que algunas
murmuran sobre nosotros. Se encoge de hombros. “Gallinas
viejas, no les hagas caso”. Luego me cuenta del campo, que
le acaba de llegar la semilla para la próxima cosecha. Se
busca en los bolsillos del pantalón hasta encontrar algunos
granos que esparce sobre la mesa y observa fascinado.
- Muchas veces pienso que es un milagro del Señor que de
algo tan pequeño como esta semilla surja una espiga fuerte y
robusta, llena de vida.
- Como los niños, lo mismo es -respondo.
- Sí, es cierto, como los animales y como todo. Se empieza
por algo pequeño y se transforma en algo grande y lleno de
vigor. La vida es un ciclo constante.
- ¿Por qué no tienes mujer, Manuel?
Tuerce el gesto al escuchar la pregunta. Quizá no
quiera hablar de ello pero tal vez debiéramos hacerlo para
aclarar algunas cosas.

143
- Con tus poderes de evocadora, ¿no puedes saberlo? Me
inquieta el no saber qué puedes ver dentro de mí y qué no.
- Veo escenas sueltas, sombras de guerra en tu vida. Hay
sufrimiento, un pesar tan grande que a veces se te hace
insoportable. También una alegría al ver tus campos y la
cosecha verdeando la tierra y la vida que vuelve. Para eso no
hace falta ser evocadora, basta con observarte. No deseo
tampoco saber aquello que no me quieras contar, también yo
me impongo mis propios límites. Por eso te he preguntado
por qué estás solo.
Me mira y luego juega con la comida del plato.
Reanuda la comida y yo guardo silencio, a la espera. Si no
desea hablar, quizá sea pronto para hacerlo o tal vez nunca lo
haga. No le forzaré a revelar sus secretos, nunca lo he hecho
con nadie. Pero todos, finalmente, deseamos hablar y que
alguien nos escuche, mucho más un hombre que trasluce
soledad en cada gesto. Hemos terminado de comer y salimos
fuera. Hemos tomado la costumbre de charlar cuando
empieza la noche y el cansancio pesa. Luego, cada vez más
tarde, tomo el camino del granero después de despedirnos.
- Dime qué ves, no me importa que me mires por dentro.
- Si así lo quieres... -me relajo y dejo que fluya mi mirada-.
Veo un campo lleno de cadáveres, decenas de cuervos y
buitres han bajado del cielo y están posados sobre ellos.
- ¿Me ves a mí entre ellos?
- No, veo con tus ojos. Lo miras y sientes horror y
desesperación.
- Sí -y queda cabizbajo, lleno de dolor su gesto.
- Cuéntame cómo llegaste allí, qué te salvó de la muerte.
Llegué sin desearlo nunca, me salvé por un azar.
Dicen que Dios tiene para todos un destino y no sé si creerlo.
A veces pienso que es todo meramente una casualidad, algo

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que puede ser de un modo u otro y nada determina que sea lo
que finalmente termina siendo.
Yo he sido campesino toda mi vida. Desde pequeño
ayudaba a los hombres que se reían de mí viendo mis pocas
fuerzas, mis deseos de ayudarles, de intervenir. Me daban
pequeñas tareas, me pasaban la bota de vino, contaban
historias que yo escuchaba al amor de una lumbre. Esos
hombres empleados por mi padre eran mi familia, mis héroes
admirados, todo lo que yo deseaba ser. Verles arrancar las
malas hierbas, cómo preparaban la tierra, ese maravilloso
esparcir de la semilla por el surco que contemplaba
fascinado. Les preguntaba mil cosas y me respondían como
si fuera un compañero ignorante pero bien acogido. Pensarás
que yo era el hijo del patrón pero resultaba para ellos algo
más que eso, al menos lo sentía así. Había compañerismo,
cosas que compartir, enfermedades, preocupaciones, noticias
de la guerra interminable. Nada de eso era ficticio y yo me
sentía bien, como dentro de una familia grande cuyas raíces
estaban en la tierra, en el buey y el arado, en la azada y la
hoz.
Mi madre murió al nacer yo. Tan sólo tuvo tiempo de
conocerme tres días. Mi padre, con el tiempo, se volvió a
casar con una mujer seca, enfermiza, que también terminó de
morir de una enfermedad del pecho. Nunca me quiso, nunca
la quise. Crecí solo, a mi aire, libre, feliz entre los
campesinos. Mi padre siempre fue un hombre lejano, el
alcalde de la aldea. Le gustaba vivir una vida alejada del
campo, entre papeles y permisos, en conversaciones con
unos y con otros, visitas al castillo del señor, disposiciones
legales. Nunca se encargó de sus hijos. Como él decía, era un
hombre ocupado y para eso se había casado por segunda vez,
para que una mujer cuidara del hogar y de sus hijos. Que no
fuera así en realidad nunca le importó. Las tierras de nuestra
145
propiedad sólo le interesaban por sus frutos y los dineros que
representaban. Había dejado de cultivarla directamente desde
hacía mucho tiempo y veía con horror la posibilidad de que
tuviera que volver a ella. No era su mundo, sí el mío.
Mi hermano mayor, el primogénito, siempre fue un
caso perdido. Desde muy joven dio muchos problemas en
esa casa sin ley. Se escapaba y volvía al cabo de varios días
sucio de vómito, demacrado, enfermo. Padre se reía y decía
que así se haría un hombre. Nunca tuve buena relación con
mi hermano. Desde pequeños separamos nuestros gustos y
nuestra vida, nada nos unía. Tuvo que huir varias veces
porque buscaba mujeres de otros, porque cometía pequeños
hurtos, negocios sucios e inconfesables junto a un grupo de
amigos con los que compartía borracheras y broncas.
Nos fuimos haciendo mayores. Cuando contaba casi
veinte años mi padre me habló. Dijo que la tierra era para el
mayor y que yo no tenía otro remedio que marchar a buscar
fortuna, sea como cura o como soldado. Estuve dudando,
porfié incluso sin éxito alguno. Yo sólo quería seguir
cuidando de los campos, incluso ser empleado de mi
hermano, su capataz, cualquier cosa antes que salir del surco
y el arado. Mi padre se mostró inflexible. El cura de la aldea
se volvió untuoso conmigo, me llamaba para hablarme de la
carrera que podía hacer un hombre preparado como yo en la
Iglesia. Es cierto que sabía leer y escribir pero nada más y
casi había aprendido yo sólo, nadie me enseñó. Me ponía
delante de los edictos de mi propio padre pegados en una
pared y hacía que alguien los leyese siguiendo con el dedo
esos símbolos fascinantes que llamaban letras. Así aprendí a
leer a trompicones. Pero yo no quería saber nada de la Iglesia
ni ser cura como él. Era un hombre glotón que vivía
amancebado con una pobre mujer viuda y necesitada de la
que había tenido dos hijos, como era bien conocido.
146
Respiraba satisfacción de sí mismo, tenía la manía de
cubrirse los dedos de anillos que se obstinaba en que sus
feligreses besaran al saludarle, sobre todo los niños. A mí me
daban asco sus manos regordetas y brillantes que me tendía
blandamente para que le besara cada vez que le veía.
Le dije, pues, a mi padre que sería soldado y así me
integré en las fuerzas del barón de Bahíablanca en su lucha
permanente con su primo, el conde de Villamar. Mi padre no
era tan importante como pensaba o tal vez, más
probablemente, no deseaba gastar mucho de su dinero en mí.
No tuve caballo ni armadura ni un arma que pudiera llamarse
tal. Fui un soldado de a pie, uno que tenía que caminar
muchas leguas detrás de los caballeros, ayudarles a colocarse
el peto, el espaldar, el morrión. Limpiar sus armas hasta que
brillaran, cuidar de que el caballo comiera y descansara, el
que corría a por agua y luego, en la lucha, usaba una maza
para enfrentarse al enemigo. Conocí el fragor de la batalla, el
ruido de las espadas entrechocando, la confusión, el griterío.
Hurtaba el cuerpo a los golpes todo lo que podía, me
acercaba a los heridos del bando contrario y, siguiendo las
órdenes que me daban, les remataba con mi maza
despojándoles de sus armas o llevándome su montura hasta
nuestro campamento.
Durante un tiempo creí que en la batalla encontraría
el eje de mi vida, el sustento que había perdido al salir del
campo, pero no fue así. No podía evitar el sufrimiento al
golpear a aquellos hombres abatidos, hombres como
nosotros, pensaba yo. En cierta ocasión, el golpe contra el
suelo había dejado el rostro de uno de los enemigos al
descubierto. Yacía en el suelo, inerme, con los ojos cerrados.
Le creí muerto y me acerqué a despojarle de su armadura.
Era un chico muy joven, más que yo, cabello negro, nariz
prominente, sangre entre los labios. Una pica le había herido
147
en un costado y la sangre manaba a borbotones. Me detuve,
no sé por qué, y entonces abrió los ojos. “¿Eres tú la
muerte?”, me dijo. Le golpeé para que no siguiera hablando,
para que no me llamara así y luego me di cuenta de que
había llevado razón, que yo era la muerte y no la vida. Sentí
una gran añoranza desde entonces de mi tierra, de la siembra,
del fuego aquel donde me sentaba con los campesinos para
oír hablar de señores y enfermedades, de personas casi
olvidadas y de otras que no habían nacido aún. ¿Qué llevo
dentro de mí?, me decía, ¿la muerte o la vida? No sabía qué
responder pero cada vez me pesaba más la tarea que debía
realizar.
En cierta ocasión la formación en la que me integraba
se internó imprudentemente entre las filas enemigas. A
alguien deseoso de honores se le ocurrió una táctica tan
peligrosa e imprudente. El factor sorpresa tampoco funcionó,
alertado el enemigo por el chapoteo de nuestra tropa en el
arroyo que vadeamos de noche. Se entabló pronto la batalla y
fuimos, desde el primer momento, los perdedores. Defendí
como pude a mi señor pero cuando le vi caer, supe que
estábamos derrotados. Luego alguien me golpeó en la frente
y recibí un sablazo en la espalda que me arrojó contra el
fango. Allí permanecí no sé cuánto tiempo. De madrugada
abrí los ojos y todo a mi alrededor era desolación y muerte,
tal como has podido evocarlo. Me incorporé a duras penas,
dolorido y maltrecho y, sin que el enemigo se diera cuenta,
huí por entre el bosque. Había salvado la vida por mera
casualidad, por un azar. Lo fue que yo salvara la vida
entonces, que siguiera el camino que seguí, desorientado, sin
darme cuenta que me internaba aún más en territorio
enemigo.
Llegué tambaleándome hasta un convento y golpeé la
puerta pidiendo auxilio. Se abrió un ventanuco finalmente y
148
un hermano lego me miró con cara estúpida, cerrando el
ventanuco a continuación. Seguí golpeando sin cesar. Pedía
agua, socorro, acogida. Se abrió de nuevo y me miraron dos
ojos fríos e indiferentes. Me dijeron que me fuera, que en
aquel convento se vivía en paz con el señor al que yo
supuestamente combatía. “¡Asilo, asilo!”, clamaba yo,
exhausto, casi sin fuerzas. Nadie volvió a responder. Caí ante
la puerta y allí quedé, medio inconsciente. Luego seguí
caminando con la vista nublada, tambaleándome, con esas
fuerzas últimas que tiene un hombre, incluso el que se sabe
condenado.
No recuerdo mucho más de lo que pasó aquel día.
Cuando recuperé el aliento yacía en un camastro. Un niño de
unos diez años me miraba sobresaltado y salió corriendo,
dando gritos. Al poco vino una mujer. Sostuvo mi mirada y
vi en ella preocupación. Con mano atenta me refrescó la
frente e, incorporándome, hizo que su hijo vertiera sobre mis
labios sedientos un poco de agua que me supo a gloria. Ardía
de fiebre. Así se sucedieron los días, recuperándome lenta y
constantemente. María se llamaba la mujer. Había perdido al
marido en una batalla, eso me dijo al cabo de un tiempo, y
había encontrado en mí alguien a quien cuidar, a quien
proteger de aquello que no pudo evitarle a su marido. “Él y
yo combatimos en lados contrarios”, le dije. “Cuando un
hombre está herido está en un solo lado”, fue su respuesta.
Poco a poco me fui incorporando. María vivía aislada, en un
valle, cuidando de un rebaño de ovejas que el chico
pastoreaba cada día y un pequeño huerto que le sustentaba.
Por la noche, cuando nadie podía verme, salía hasta allí y
cuidaba los tomates, las matas de guisantes, arrancaba las
patatas y me llenaba las manos de tierra negra y fértil. Me
gustaba contemplarlas así, sentir el puñado de tierra en mi
puño, áspero, húmedo, sentir que se deshacía y luego, al
149
abrir la mano, se esparcía por doquier. La mujer me
contemplaba. “Te gusta la tierra”. “Es lo que siempre me ha
gustado”. “Nunca debiste dejarla”. “Siempre puedo volver a
ella. Eso es lo bueno que tiene, que permanece cuando los
hombres perdemos la cabeza”. “Como una mujer”,
respondió. “Sí”, admití, “como una mujer”. Nos amamos. La
quise con la desesperación de la derrota, con el ansia
interminable de la vida. La amé sobre la tierra y, aunque
decía que estaba loco la primera vez que lo hice, luego reía
como hacía años que no lo hacía, según me dijo, y a la noche
me acariciaba las heridas sin saber que, con ello, las iba
curando una a una.
Permanecí casi un año con ella. Estuve oculto una
temporada hasta que inventamos una excusa para justificar
mi presencia. Me sentí feliz como nunca lo había estado.
Durante el día cuidaba del huerto, transportaba productos a
la aldea cercana, los vendía cuando teníamos excedentes. A
la tarde veía venir al chiquillo y le ayudaba a meter el
rebaño, le contaba historias de soldados y de tesoros que se
descubrían al excavar un pozo, viejas reliquias de santos que
refulgían en la noche y espíritus benéficos que venían a
salvarnos. Luego íbamos hasta el huerto y le enseñaba a
distinguir las semillas, a plantarlas, comprobar cómo crecían
los pequeños tallos y cuáles eran sus cuidados. Más tarde
aparecía María y nos llamaba para cenar. Después, a la
noche, el lecho crujía de amor y alivio, de sueños y sonrisas.
Fue el único tiempo en que he sido feliz en mi vida.
Ahora lo recuerdo y me parece que lo inventé mientras
estaba enfermo y postrado por mis heridas. No sé qué me
llevó por ese camino, ignoro por qué llegué hasta ella y la
razón de haber sobrevivido a heridas casi mortales. Lo que sí
sé es cómo sabía su amor, qué había dentro de su corazón y
el mío. Después de haber vivido con ella supe qué era la
150
felicidad y qué el sufrimiento de la pérdida, cuan cerca está
la desgracia de la fortuna, la alegría del dolor. Por eso pienso
que, aunque todo sea azar, no importa. No es azar la vida
finalmente ni el sentimiento de amor ni la angustia de la
soledad. Como no lo es la tierra, que siempre permanece ni
la mujer que nos acoge cuando estamos caídos e inermes.
¿Qué sucedió? La guerra de nuevo, la maldita guerra.
Estaba en la aldea tratando con el alcalde la compra de una
parcela colindante a la nuestra y tratando de responder a
algunas preguntas embarazosas sobre mi pasado cuando se
corrió la voz. La gente empezó a huir hacia las colinas junto
al pueblo mientras yo me internaba en el bosque y, hurtando
el cuerpo a los soldados entre los que había combatido hacia
tiempo, llegué a casa de María. Desde cierta distancia ya
había comprobado que se elevaba una cortina de humo.
Enloquecido de rabia y dolor entré en la casa que ardía como
una tea. La encontré en el suelo y conseguí arrastrarla lejos
de aquel infierno. Su ropa estaba rota, la sangre empapaba su
vientre que habían atravesado con una espada. Encontré al
chico entre la paja de la entrada, muerto también, tal vez
tratando inútilmente de defender a su madre y aquella casa
que se había convertido en ceniza.
Les enterré y me fui. Caminé sin descanso, la niebla
en el alma y el sabor de aquella ceniza entre los labios. No
me quedaba nada, ni siquiera valor para matarme y terminar.
No buscaba nada ni a nadie, me escondía entre los árboles al
ver venir a cualquiera, por la noche gemía como un animal
acurrucado entre la maleza. Hice un largo camino hasta aquí.
Éste es mi pueblo, éstas fueron mis tierras en otro tiempo.
Las de mi hermano quiero decir, las que dilapidó en poco
tiempo vendiéndolas a un hombre que le ofreció la mitad de
lo que valían cuando murió mi padre. Al llegar aquí encontré
los surcos mal hechos, la tierra casi abandonada. Me ofrecí al
151
nuevo dueño para cuidarlas, sacarles el fruto que encerraban.
Sentí que estos campos me habían estado esperando todo ese
tiempo, unos años perdidos entre obligaciones ajenas, esos
raros meses de felicidad que nunca podré olvidar, el extravío,
la distancia. Para la tierra no hay tiempo, no existen los años.
Puedes perder la cabeza, puedes destrozar tu corazón e
incluso llevarlo a volar entre las nubes. Cuando caes,
finalmente, te sigue esperando, restaña tus heridas, limpia tu
frente de fantasmas y dolor, de la muerte entre la que viviste
y que tú mismo has llegado a producir. Trabajando en ella he
aprendido al fin que he dejado de ser la muerte para otros.
Que ahora, cuando he dejado atrás tanto llanto, tanto dolor y
ese poco de amor que bastó para justificarme, ahora es
cuando soy el río, el cauce que lleva el río, la tierra que
sostiene el cauce por el que discurre el río. La tierra me dio
la vida que el mundo me había quitado y ahora ya no la
perderé, aquí sigo y aquí moriré un día, inclinado sobre el
surco. Y cuando sea así nada importará porque volveré a la
tierra y podré agradecerle todo lo que hizo por mí.

152
Observador de estrellas
“Hija”, me dice. Me doy cuenta de repente de que
lleva tiempo llamándome así cuando estamos a solas. Se ha
creado entre nosotros una relación de proximidad difícil de
describir, como cuando dos personas distintas encajan de tal
manera que parecen haber nacido para encontrarse. “Hija,
tráeme esa Biblia que tengo en un estante de arriba. Está
encuadernada en tafilete rojo, la verás enseguida... ¿La has
encontrado?”. Se la pongo en las manos y la acaricia
sonriendo. Pasa su mano derecha, la menos deformada por
los años, sobre la cubierta y luego abre el libro con cuidado,
rebusca entre las páginas. Saca finalmente dos hojas escritas
en letra apretada. Las extiende con cuidado y me las ofrece.
“Querida hija”, leo en voz alta. Luego levanto la vista y
pregunto, “¿De quién es? Tiene las letras desvaídas, se hace
difícil de leer”. La anciana está en silencio, como dejándose
llevar por algún recuerdo.
“Es de mi abuelo, lo poco que me queda de él. El
libro donde recogió algunas leyendas y estas dos hojas que
escribió pocos meses antes de dejarnos, cuando ya la muerte
se iba apoderando de él. Las he leído tantas veces que casi te
las podría citar de memoria si no fuera porque ésta me falla
cada vez más. Es curiosa la vejez. Si me preguntas qué
hicimos ayer no podría recordarlo. Ya me parecen todos los
días iguales. Pero si he de recordar el tiempo en que era
joven me aparece más nítido que nunca, los perfiles más
precisos. Casi puedo ver el rostro de mi abuelo, su luenga
barba de patriarca, su pelo rubio aún cuando yo le conocí,
igual que lo tenía yo de joven antes de que se me volviera
cano. De mi padre casi no podría decirte nada. Siempre
153
estaba lejos como miembro de la corte del rey que fue.
También ese hecho fue la causa de que el barón de
Bahíablanca se fijara en mí, que pertenecía a una familia
hidalga pero que no poseía apenas tierras ni caseríos.
Mi padre alcanzó influencia en la corte real y ese
favor suyo constituía un bocado apetitoso para mi marido y
sus padres, los que concertaron el matrimonio con los míos.
Pero siempre estuvo lejos. Era guapo, elegante, tan educado
y correcto con todos, incluso con la servidumbre. Tenía ideas
extrañas que a mi abuelo le gustaban, según decía mi madre.
Ambos hombres congeniaron muy pronto y aún tan distintos
como eran, siempre encontraban tiempo al encontrarse para
charlar. Mi padre contaba a mi abuelo sobre la corte, las
ambiciones, la lucha por el poder, las influencias de unos y
otros. Mi abuelo parecía vivir ajeno a todo eso pero estaba
enterado de todo y su juicio, dijo mi padre alguna vez, era el
más sensato que había en todo el reino.
Me hubiera gustado conocer más a mi abuelo, haberle
tratado más. Cuando leas estas hojas te darás cuenta de que
era un hombre distinto, extraño para la época en que vivió.
Se adaptaba bien a todo ese mundo que le describía mi
padre, se interesaba por todo lo que le rodeaba pero siempre,
decía mi madre, parecía estar más allá de todo esto,
buscando algo impreciso que los demás no acertaban a
adivinar. En mi familia, ya lo verás, siempre ha sido
constante la búsqueda. Cada uno parece haber buscado
aspectos distintos de la vida pero todos buscaron más allá de
lo que sabían, de lo que podían conocer. Mi madre era igual,
a su manera. Yo también lo he sido, a la mía. Buscadores
natos, exploradores de otros mundos como mi abuelo,
perseguidores de la belleza como mi madre, una caminante
que ha deseado conservar la memoria de las cosas, como yo
creo haberlo sido. Mi propio hijo, Miguel, el mayor, también
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buscó la heroicidad sin encontrar más que la muerte. Ése es
el riesgo que corremos, ése es el pago a veces.
Te hubiera gustado conocer a todos ellos, creo yo.
Eres una persona curiosa, interesada por lo que te rodea.
Tienes la paciencia de escuchar a una vieja como yo
desgranando recuerdos que a nadie importan, hablando de
personas que han desaparecido hace tiempo. Y no creo que
lo hagas sólo porque sea tu obligación y te paguen por ello.
Ya te dije que veo tu interior, observo lo que llevas dentro y
tú también buscas algo, no sabes qué, respuestas quizá a
preguntas que ni siquiera sabes hacer. Mientras tanto
recorres los caminos, conoces otras vidas, asistes al
espectáculo de los hombres, escuchas a una vieja que sólo
tienes recuerdos, y de todo abrevas, todo deja huella en ti, lo
noto. Ahora lee lo que escribió mi abuelo. La letra no es
buena porque en aquel tiempo le temblaban algo las manos y
se fatigaba con frecuencia. Me acuerdo que ya no podía subir
a la torre y se contentaba con mirar sus estrellas desde el
campo que tenemos junto al castillo. Como la vista empezó a
fallarle los dos últimos meses yo le acompañaba hasta dejarle
sentado junto al camino. Allí me iba contando el nombre de
cada luz, de cada constelación, el por qué algunas brillaban
más y otras menos. Todo lo sabía de memoria porque casi
nada podía ver ya. Fíjate que a mí me impacientaba porque
quería irme a jugar antes de dormir, me cansaba mi abuelo
con su eterna salmodia sobre sus estrellas. Y ahora..., anda,
lee en voz alta, así lo recordaré yo también.
Querida hija, llega el tiempo de la despedida, decirte
que allí te espero, entre las estrellas que tanto quise. Ojala
tengas una larga vida como yo la he tenido, que disfrutes de
la felicidad que me deparó la familia y mis eternas e inútiles
aficiones. Siento un gran cansancio ahora, una sensación que
me va invadiendo por dentro lenta pero inexorablemente.
155
Debe ser la enfermedad que avanza incontenible, quizá el
haber vivido tantos años y sentir que, desde que murió tu
madre, todo carece del sentido que tenía antes.
Cuando nací mi vida estaba marcada. Era el hijo
mayor de tus abuelos, el que a la postre sería único y
heredero de las tierras. En un pasado remoto tuvimos un
antepasado campesino, un hombre sencillo y normal que se
enroló, probablemente a la fuerza, a las órdenes de un noble
y se distinguió por su bravura en la batalla de Sirdún. De ahí
viene nuestro apellido. Aquel joven campesino valiente y
decidido se vio en posesión de unas tierras y ascendido a
algún cargo militar importante. Nada más sabemos de él,
hace tanto tiempo que murió. Sólo queda en la tradición
familiar el recuerdo de su heroísmo y la buena recompensa
obtenida.
Desde mi habitación del torreón observo los campos
que me rodean, el campo del Arce, donde te enseñé a
cabalgar cuando eras jovencita, la ruta de los Desamparados,
el camino por el que siempre vinieron a nosotros los más
necesitados de la región para pedirnos caridad o justicia y
una nueva oportunidad de sobrevivir. Desde aquel
antepasado que se distinguió en Sirdún han pasado varias
generaciones, siete, ocho, no sé cuántas. En todas ellas ha
predominado la prudencia y una buena administración. Así
fue mi padre, aunque declinara desde la muerte de mi madre,
al poco de nacer yo. Siempre le vi inclinado a unas aficiones
extrañas como las de leer libros de fábulas o escribir cartas
interminables a todo tipo de personas que terminaba por
romper tirando los pedazos al hogar encendido. Ése es quizá
mi recuerdo más frecuente, verle sentado en su despacho, el
mismo que ahora es mío, haciendo cuentas de las cosechas,
los débitos de los arrendatarios, los préstamos y luego sus
lecturas y los pedazos de cartas rodeando el fuego.
156
Sabes que fui enfermizo en mi juventud, que pasé
varios años sin poder ponerme en pie. Vinieron médicos. Los
recuerdo en torno a mí y mi padre paseando de un lado a otro
de la habitación superior. Oía sus pasos de norte a sur y al
revés, una y otra vez repetidos, cuando todos pensaban que
moriría de consunción. No fue así, resistí con vida aunque
debilitado y ausente de la vida normal de los muchachos de
mi edad, a los que tampoco frecuenté. Me contentaba,
andando el tiempo, con permanecer sentado en un sillón
lleno de almohadones frente a la ventana. Desde ella veía la
vida pasar como un suspiro repetido infinitas veces, una por
cada día en que me asomaba. Fue de esa forma, apenas con
doce años, en que descubrí las estrellas. Dormía de día largas
horas y luego no conseguía hacerlo por la noche. Por eso me
arrastraba hasta el sillón y miraba las estrellas, el único
espectáculo que se ofrecía a mi vista. Fueron desde entonces
mi compañía. Cuando ahora pienso en todo aquel tiempo no
sé lo que siento, tan entreverado de sentimientos lo recuerdo.
Veía pasar muchachos a caballo y sufría de verles. En
cierta ocasión el ama me encontró llorando en la ventana
mientras veía al caballerizo mayor probando un nuevo potro.
Mi padre intervino, quiso prohibir la presencia de todo
caballo frente a mi ventana pero yo me opuse con energía.
Quería verlos. Aunque me partieran el corazón quería
observar su movimiento, sus andares elásticos, el brillo de la
montura. Podía imaginar que yo era el jinete y le hacía
ponerse al galope recorriendo el campo del Arce, yendo más
allá del arroyo de las Brujas y alcanzando el pueblo que veía
mi paso veloz y la estela de polvo que iba dejando detrás de
mí. Soñaba que era admirado por mi apostura, la forma en
que dominaba a la bestia. Soñaba, toda la vida se me iba en
sueños mientras permanecía sentado en el sillón, mis piernas

157
como huesecillos débiles que ni siquiera eran capaces de
sostenerme debidamente.
Veía todo. La ventana era mi mundo, la vida venía a
ser para mí lo que podía observar desde ella. Desde entonces
construí mundos en mi imaginación, me enamoré de las
estrellas que me hacían compañía en los momentos de
soledad nocturna. Había tantas y tan inalcanzables. Pensé
que algo me querían decir, que su brillo era una especie de
lenguaje esotérico que yo sería capaz de entender. Le pedí a
mi padre un libro sobre las estrellas y lo buscó, tengo que
reconocerlo, con gran denuedo. No fue fácil hacerse con él
hasta que finalmente me lo trajo un día, un hermoso volumen
muy bien encuadernado, cubierto de signos y formas, que leí
con avidez. Quedé decepcionado. Había constelaciones,
grupos de estrellas que el hombre había unido con cierta
arbitrariedad: el escorpión, el unicornio, la cabra, una osa, el
carro... Muchas informaciones pero que no me decían lo que
yo quería saber más, cuál era su lenguaje, qué me querían
decir desde tan lejos. Yo pensaba que si brillaban era por
algo, que había un fuego detrás como decían los sabios
griegos y una esfera opaca llena de agujeros que dejaba pasar
el brillo de ese fuego. Vi muy lógico que alguien impulsara
la primera esfera para hacer rotar a todas las demás, las que
contenían los cuerpos de movimientos erráticos y donde
habitaban los dioses paganos de la historia: Marte, Júpiter,...
Pero ¿qué querían decirme? ¿Era la gloria de Dios lo
que anunciaban? Así decía un sacerdote que vino a hablar
conmigo a instancias, de nuevo, de mi padre. Era un hombre
que había viajado mucho, que estudió con grandes maestros,
algunos árabes. Me explicaba que las esferas eran de cristal,
que había un mundo perfecto más allá de la Luna y uno
inferior que resultaba imperfecto y corruptible. Afirmaba que
todo era obra de Dios pero yo me limitaba a preguntarle que,
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si era así, ¿qué quería decirme Dios? “No es a ti, querido
muchacho, que habla sólo sino a todos los hombres para que
canten su obra y admiren su magnificencia”. Le escuchaba y
decía que sí pero luego, por la noche, pensaba que no había
comprendido nada. Las estrellas no estaban allí para dar un
testimonio simplemente sino para transmitir un mensaje
personal, algo que Dios quería de mí.
Pasé aún dos años más, hasta los catorce, postrado en
el lecho. Leí muchos libros, tantos que en el resto de mi vida
no he hecho sino repasar los que me distrajeron entonces.
Algunas de las obras trataban de mitos, leyendas..., siempre
me gustaron, pero muchas de las lecturas fueron religiosas,
no sólo oraciones sino vidas de santos. Pensé que quizá Dios
me había dejado en cama para que me asomara a ver las
estrellas en las que, de otro modo, no me hubiera fijado. Así
que todo cobraba un sentido de repente, eso fui
descubriendo, que Dios tenía un plan para mí, un destino que
encomendarme. Recé mucho, le pedí respuestas a mis dudas,
saber si algún día me recuperaría lo suficiente. Desde
entonces, aunque me fui cansando de ese rezo constante, me
quedó la sensación de que tenía una misión que realizar, algo
que me había sido encomendado y que yo habría de
descubrir. Leí que algunos santos tuvieron una iluminación
justo después de una gran prueba y yo pensé que mi
enfermedad era la prueba a la que tendría que seguir la luz de
Dios hablándome a través de las estrellas.
A medida que iba recuperándome para pasmo de los
médicos y alegría de mi padre, estos pensamientos dejaron
paso a una gran necesidad de vivir, de recuperar el tiempo
perdido. Reaprendí a montar poco a poco, paseaba por los
bosques, correteaba en cuanto pude hacerlo, miraba sin
descanso a las mozas que trajinaban en la cocina y que se
reían a escondidas y se daban codazos hasta que el rubor me
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crecía como una torrentera y me iba avergonzado. Siempre
fui débil, no obstante, nada preparado para una vida sana al
aire libre. Mis piernas me seguían traicionando de vez en
cuando, carentes de fortaleza como estaban.
En cierta ocasión conocí a la que yo llamaba mi ninfa
del bosque. Era una muchachita muy humilde que recogía
setas y fresas por el bosque a menudo. Tendría mi edad,
éramos muy jóvenes. La descubrí una mañana y le pregunté
quién era. Ella no se atrevía a alzar la vista pero vi que era
hermosa, fresca, sencilla. Le dije si sabía quién era yo y me
sorprendió saber que todo el pueblo conocía mi enfermedad
y me tomaban por un muchacho muy sabio porque leía libros
y hablaba de estrellas. Un día le acompañé a su casa, ya
éramos amigos por entonces. No sé por qué nunca la pude
tomar como mujer. Era una compañera, una amiga, como
una parte de ese bosque al que acudía a menudo.
En su casa me acogieron con sencillez, sin
aspavientos pero con respeto. Me sorprendió lo que vi, la
miseria en la que vivían, la suciedad impregnándolo todo, las
ratas que escarbaban entre la basura de los rincones. “¿Cómo
pueden vivir así?”, les pregunté. Ellos me miraron, atónitos.
“Así hemos vivido siempre, señor, nosotros y nuestros
padres y abuelos”. Pasé a casa de unos vecinos. Todo el
barrio se revolvió sabiendo de mi presencia. Muchos venían
a besarme la mano, me llamaban señor, me hacían peticiones
que yo no entendía. En todas las casas vi el mismo
abandono, idéntica suciedad.
Marché a ver a mi padre esa misma tarde. Le dije lo
que había visto y qué indignación sentía de que nuestra aldea
viviera entre semejante espanto. Estaba yo sentado en esa
silla que ahora tengo vacía frente a mí. Qué joven era, qué
sensación de injusticia, la voz me temblaba. Mi padre me
escuchó gravemente. Debo decir en su honor que, aún siendo
160
pequeño, siempre me trató como si fuera adulto. Así me
escuchó aquella tarde. Luego, pasados los años, me confesó
que en aquel momento se pudo dar cuenta de que su hijo ya
era un hombre. Me explicó la sequía espantosa que
estábamos viviendo en la región y de la que yo no había
sabido nada. Me habló de las cosechas, del duro trabajo en el
campo, de la administración cuidadosa que hacía para no
verse obligado a vender nada de lo nuestro. Me enseñó
números, cuentas, columnas en las que organizaba la vida de
ese pueblo cuyas condiciones reclamaban una mejora.
Debo decir que me interesó lo que decía. De repente,
toda esa actividad ante la que yo había vivido ajeno, empezó
a cobrar un sentido. Aquella noche, la recuerdo muy bien,
me asomé a la ventana. Aún estaba excitado, nervioso.
Comprendí de repente que ésa era una tarea importante,
cuidar de los hombres y mujeres que estaban bajo nuestro
cargo, hacer que trabajaran pero remunerarles en su justa
labor. Conseguir que los niños como mi ninfa tuvieran
trabajo y comida y vivieran limpios. Miraba las estrellas y
preguntaba, “Mi Señor, ¿es ésa la labor que me has llamado
a hacer?, ¿en eso debo emplear mi tiempo?”. Todo me decía
que sí.
Empecé a asistir a todas las reuniones que mi padre
tenía con el alcalde, con el encargado de las cuentas. Empecé
a revisar los libros y a acudir al pueblo algunas mañanas,
pasear a caballo por los campos, hablar con los hombres.
Vinieron tiempos difíciles y el pueblo se mantuvo unido bajo
la férrea mano de mi padre. Vi que su obra era buena y su
trato, justo. De modo que no me arrepiento de haber
entregado mi vida a esa labor oscura pero útil. Ahora, cada
vez que me acerco al pueblo y veo cómo se inclinan a mi
paso, cómo los jóvenes con los que traté hoy son viejos
como yo y aún con sus bocas desdentadas se obstinan en
161
besarme la mano. Veo restos de miseria pero no como
entonces, cuando la vida era un rosario de padecimientos, de
enfermedad y muerte. Paseo por allí, me siento a su mesa en
las grandes ocasiones, y brindo por una buena cosecha, por
un buen año. Siempre quieren que diga unas palabras y así lo
hago. Cada vez me tiembla más la voz. Veo aquellas caras
que son las de mi pueblo, las de mi gente, algunas tan
conocidas como los hijos de mi ninfa de los bosques, que nos
dejó hace tanto. Pero veo sus ojos mirándome y son, me
digo, como estrellas.
Por eso no veo diferencias finalmente entre aquello
tan lejano y lo que tengo a mi alrededor. Eso quería decirte,
querida hija, como mis últimas palabras, mi reflexión
postrera. Que todo está contenido en nuestro mundo, que
todo es uno y Dios nos ilumina a todos, a las estrellas que
brillan en el firmamento y a los ojos de los hombres que una
vez pasaron hambre y hoy pueden llegar a sonreír. Me voy
de la vida sin dolor. He cumplido la obligación que me fue
encomendada, no por los hombres solamente sino también
por Dios. Ése fue el sentido que he dado a mi vida y todo lo
demás no importa. Ahora puedo descansar para siempre,
convertirme quizá en una estrella más que brille con
redoblado afán cuando seas tú, Olalla, quien mire el cielo
que tanto he amado. Allí quizá encuentre por fin a tu madre,
mujer silenciosa y humilde, que tanto hizo por todos. Queda
mi bendición contigo para siempre.
Detengo la lectura porque la firma es ilegible. La
anciana está en silencio, muy quieta, pienso que quizá se
haya dormido. “Guárdala de nuevo”, dice sin embargo.
“Estoy muy cansada hoy, prefiero no salir. Tampoco quiero
hablar, hija. Coge algo para leer, que sé que te gusta hacerlo.
Son muchas las horas que tienes que pasar conmigo, no todas
serán llevaderas para una mujer como tú, con tantas fuerzas
162
como tienes. Pero antes ven, acércate como el primer día,
cuando viniste y te arrodillaste frente a mí”. Así lo hago, un
poco sorprendida de la petición. Como entonces, adelanta
sus manos hacia mi cara y esta vez es directamente una
caricia que recorre mi frente, que se detiene en mi mejilla.
Siento de repente todo mi interior invadido por una extraña
sensación, una fuerza inquieta que se me apodera. Respiro
aceleradamente al ver frente a mí, no a la anciana, sino a un
hombre viejo de escaso pelo rubio y una larga barba
enhebrada de plata. Siento sus ojos en los míos y es tanto el
amor que sienten que me echo a temblar como si su mirada
fuera un viento irresistible. Luego toda su cara se aleja y
empequeñece con la distancia. Contengo la respiración y,
donde estaba su cara, ahora sólo veo una luz brillante, tanto
que casi debo entrecerrar los ojos para seguir
contemplándola. Una luz que parpadea, alejada,
inalcanzable, pero igualmente consoladora. De repente, todo
desaparece. La anciana se ha recostado sobre el respaldo
lleno de almohadones y mira hacia la luz de la ventana. Sus
ojos están llenos de lágrimas que no lo son, sino tan sólo las
estelas de un recuerdo que quiso compartir conmigo.

163
164
La Desheredada
Paseo por el bosque, Gonzalo me precede. Llevamos
los hierros, una cesta, un cubo mediano. No hace falta más.
Las lluvias del invierno han transformado el suelo en un
vergel cubierto de vegetación entre la que es difícil transitar
a veces. La señora me ha dado el día entero libre. Viajaban
todos a pasar el día a un castillo vecino donde había una
alianza que establecer, probablemente. “Mi hijo Diego no
hace nada al azar”, me ha dicho la anciana. “Cada uno de sus
actos está destinado al mismo objetivo: ganar parcelas de
poder. A veces le digo también que tiene que encomendarse
a la misericordia del Señor, pero él me mira sin comprender.
Hace tiempo que ya no tenemos el mismo lenguaje”.
Se lo he dicho a Gonzalo, “Vayamos por el río, más
allá de la desembocadura. ¿Exploramos?”. Se ha puesto a
batir palmas como un chiquillo y, con el alboroto, ha entrado
Rosa de nuevo y el muchacho. El chico, Gonzalo, ha
insistido en que él quería ir también y ahora lleva el cubo,
muy orgulloso, mirándome desde su pequeña estatura con la
misma seriedad de su padre, preocupado porque no tropiece.
“Mi tío está tonto”, dice sin acritud, “así que el único hombre
que hay ahora aquí soy yo”. Se lo confirmo con una sonrisa y
se muestra más conforme. Luego me da la mano para vadear
un arroyo y seguimos así paseando por el bosque. “¿Por qué
no tienes hijos?”, pregunta, curioso. “Porque no puedo
tenerlos”. “¿Cómo lo sabes?”. “Porque lo sé”. Prefiero
cambiar de conversación y le pregunto qué quiere ser de
mayor. “Pescador”, dice mirándome como si fuera yo tan
tonta como su tío, “como mi padre. Mi padre es el mejor
pescador de la bahía”. “Eso dicen, sí”. “Claro que lo dicen.
165
Mi padre trae más pescado que nadie, sabe mejor dónde está
la sardina o la merluza. A mí me ha llevado en su barca
alguna vez”. “¿Y fue interesante?”. “Claro”, dice mirándome
con tanta suficiencia que me hace sonreír, “le ayudé en la
pesca y dijo que lo había hecho muy bien, que sería mejor
pescador aún que él”.
Gonzalo se detiene y señala una gran roca. “Ahí está
la Desheredada. Hay que volver antes de que anochezca,
¿eh?”. “¿Y eso por qué?”, pregunto, “¿te da miedo una
roca?”. “No es una roca cualquiera, es la Desheredada”.
“Cuéntale, tío, que no se entera de nada”.
Dice la leyenda que este bosque, hace mucho tiempo,
era una tierra de leche y miel, donde el ganado engordaba y
se multiplicaba, el trigo crecía cubriendo los campos y
nuestra aldea estaba protegida por un señor fuerte y
generoso, pero de un carácter irritable e impaciente. Tenía
una hija llamada Jimena, una mujer de talle espléndido, largo
cabello dorado y ojos del color del cielo. Cuando sucedió su
desgracia tenía dieciséis años. Su madre había muerto al
darle a luz y se decía que, desde entonces, pendía sobre ella
una desgracia. Afirma la leyenda que el padre, desesperado
de añoranza de su mujer, fue a una bruja que habitaba en un
bosque más en el interior y le preguntó si alguna vez volvería
a ser feliz, si habría más desgracias en su vida.
La bruja le dijo que había una esperándole en su
propia casa. Su hija Jimena, entonces pequeña, traería el
dolor a su corazón cuando fuera joven. Por qué, preguntó el
padre, demudado el semblante, ¿morirá como su madre? No,
le dijo aquella asquerosa vieja, dará a luz un bastardo. El
señor salió perplejo y luego enfurecido contra su destino. No
habría de ser así, se dijo, a su hija no le pasaría tal desgracia.
Cuidó a la pequeña rodeándola de amas y mujeres de
confianza que la cuidarían aislándola de todo lo que
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sucediera a su alrededor. Por ello no conoció el mundo y
creció como una flor dentro de una casa, pálida y ausente de
todo, llena de curiosidad y al tiempo, incapaz de satisfacerla.
Cuando venían visitas su padre ordenaba que se encerrara en
sus habitaciones de las que sólo podía salir cuando aquellos
visitantes marchaban. Nadie conseguía verla, más que las
señoras que la cuidaban, que se hacían lenguas de su belleza,
de la pureza de su piel, y de la forma delicada de sus manos.
Los muchachos de la aldea pretendieron espiarla
aproximándose al castillo pero el señor había tomado
precauciones y sus soldados rechazaban a los curiosos. Sin
embargo, hubo uno que no cejó en su empeño, Alonso era su
nombre. Su madre era una de las mujeres que cuidaban de la
señorita Jimena y había crecido oyendo hablar de ella, de su
voz de cristal, de sus ojos, su sonrisa de gacela. Una
profunda obsesión se apoderó de él por verla y hablar con
ella. Su madre se rió de sus pretensiones y le dijo que estaba
loco, que si conseguía hablar con la muchacha el señor le
mataría sin piedad. A él no le importaba. Era joven y, aún sin
verla, tenía el corazón henchido de amor y deseo. Por eso
empleó una estratagema ingeniosa y simple.
En aquel tiempo era costumbre, como ahora, asistir a
los menesterosos como manda la Iglesia y los mandamientos
de Dios. Por ello, Alonso se disfrazó de pordiosera y se
acercó a media mañana hasta el castillo. Los soldados vieron
a una mujeruca sucia y vestida de harapos, encorvada, que
iba pidiendo una caridad, y la dejaron pasar. El muchacho se
acercó hasta el pabellón donde Jimena cantaba en ese
momento una romanza de amor. Las amas estaban algo lejos
y él pudo aproximarse hasta ella. La chistó bajito y ella fijó
su mirada en él con cara asombrada. Alonso, que había
dejado a un lado el ropaje, aparecía como el bello muchacho
que era. “¿Quién eres tú?”, dijo Jimena, “si mi padre te ve te
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matará”. “He entrado disfrazado de vieja y así saldré de
nuevo. Me llamo Alonso y he venido a oírte cantar y ver si
eres tan bella como dicen”. “¿Eso dicen?”, sonrió la
muchacha, “¿y a ti qué te parece?”, dijo con una coquetería
para ella misma desconocida. “Que no hay nadie en este
mundo que pueda ser más bella que tú”. Luego vaciló.
“Toma, ten esto”, le acercó un papel doblado. “¿Qué es?”.
“Una poesía que he escrito para ti”. “Eres poeta”, exclamó
ella maravillada. “Por ti sería cualquier cosa que tú me
pidieras. Ahora, escúchame que he de marchar para que no
me descubran. ¿Ves aquella señora?”, dijo señalando a su
madre. “Sí, claro, una de mis amas”. “Suele llevar en el
delantal un breviario encuadernado en rojo”. “Sí, ¿cómo lo
sabes?”. “Lo sé. Ese breviario tiene un hueco entre las tapas.
Pídeselo mañana y encontrarás allí otra poesía que voy a
escribir para ti”. Los dos sonreían, extrañados y contentos de
verse. “Yo también te escribiré”, dijo Jimena, “¿podrás leer
lo que escriba?”. “Sí”.
Y así fue como un ama, sin saberlo, traía y llevaba
dentro de su breviario poesías encendidas, breves mensajes
de amor, promesas de dicha futura, todo el arsenal que
buscan siempre los amantes para hablar de sus sueños y sus
deseos del otro. Cada cierto tiempo Verio se deslizaba hasta
el pabellón disfrazado como al principio y podían hablar a
escondidas. Luego, la muchacha adoptó la costumbre de
pasear a solas por el bosquecillo y, aunque al principio su
padre se oponía, la intercesión de las amas se lo permitió.
Estaba preocupado de su palidez y de cierto aire de tristeza
que parecía invadir a la muchacha desde hacía algún tiempo.
En ese bosquecillo se encontraban los amantes. Allí
se miraban, se cogían de las manos. Entre aquellos árboles se
dieron el primer beso de sus vidas, las caricias iniciales. Allí,
atrapados por el deseo, se consumó el amor una tarde de
168
mayo. Un mes después la muchacha no se había puesto
enferma, como es normal en las mujeres con cada luna
nueva. Pasó otro mes y el ama principal se vio obligada a
comunicárselo al señor. Jimena había desmejorado mucho,
tenía vómitos y había quedado muy delgada. Aún se seguían
viendo los amantes cuando podían y ella le contaba su
tormento y él, pobre muchacho sin medios, pretendía que
escaparan de la tormenta que se avecinaba. No pudo ser. Ella
no podía salir con tanta vigilancia, se sentía atrapada e
inerme. El padre bramó de cólera al enterarse y quiso saber
quién podía haber sido el causante de su desgracia. Nadie
pudo decirle nada. Así que mandó redoblar la vigilancia en
torno a su hija y hacerla del modo más disimulado posible.
Fue de ese modo que atraparon a Alonso una tarde en que
esperaba junto a la tapia del pabellón la presencia de su
amada.
El padre hizo que los dos se arrodillaran frente a él.
El muchacho pidió clemencia, se ofreció a reparar el daño
causado lo antes posible. Estuvo elocuente, como un
campesino puede serlo. Habló de trabajo y esfuerzo, contó de
su amor y su pasión por Jimena, del respeto que le merecía el
señor y lamentó que la vida le hubiera llevado al engaño y a
la desgracia que podía haber causado. La muchacha callaba y
sólo al final imploró a su padre piedad para Alonso y para
ella, la posibilidad aún de ser feliz. Le dijo que era su nieto el
que llevaba en las entrañas, que no causara un daño
irreparable, que no dejara al niño sin padre y sin la felicidad
de su madre.
A una señal del señor los soldados se llevaron al patio
al muchacho. La chica gritaba su nombre mientras él, con las
manos atadas a la espalda, sólo podía ver sus ojos azules
envueltos en lágrimas, escuchar su nombre en aquella voz
cristalina, ahora desgarrada. Un certero mandoble hizo rodar
169
su cabeza por el suelo del patio mientras el padre agarraba a
su hija para impedir que se arrojara al vacío. Al día siguiente,
un pequeño cortejo rodeado de soldados a caballo se dirigió
al convento más retirado de la región. Allí quedó recluida
Jimena de por vida. Al cabo de pocos días de haber llegado,
con el pelo rapado porque así lo exigía la orden, desfallecida
y enferma, su hijo se malogró. Desde entonces quedó la
muchacha convertida en una sombra. Su padre la desheredó
despojándola de todo derecho sobre las tierras y sus riquezas,
que fueron a parar a lejanos parientes. Veinte años
sobrevivió a su padre. Años vacíos y sin sentido, llenos de
nostalgia y dolor.
Con el tiempo se dijo que la muchacha, ya convertida
en anciana, había desaparecido al morir, que nadie sabía
dónde había ido a parar su cuerpo. Se habló mucho de eso.
Otro día alguien, perdido por este bosque, vio a una joven de
irresistible hermosura. Su cabello era dorado, sus ojos del
color del cielo. Le dijo en un susurro, “Busco al muchacho
que siempre me ha querido, he de encontrarme con Alonso
sin falta”. El hombre que la escuchaba, atónito, la siguió un
trecho hasta perderla junto a esta roca. Desde entonces dicen
que la muchacha sale algunas noches en busca de su amante
y que su lugar es esta roca, donde vive su fantasma a la
espera de reencontrarle. Dicen también que los hombres
solteros corren el peligro de que les confunda con su amante
y les lleve hasta convertirlos, también a ellos, en espíritus.
“¡Bah!”, gesticula el chico, “es una historia muy
tonta. A mí no me da miedo”. Gonzalo se ríe. “Con que no te
da miedo. ¿Te gustaría que Jimena se apareciera en este
bosque y se llevara a tu tío?”. “¿Cómo te va a llevar si ella es
muy guapa y tú muy feo?”. “¿Ése es el respeto que tienes por
mí? Ven aquí, pillastre”. Ambos se persiguen dando saltos
para eludir las ramas caídas hasta que se acuerdan de mí y,
170
sonrientes, vuelven a mi lado. “A mí me gustan las historias
de mi padre que no son de amores ni esas tonterías, sino de
hombres en la mar”. “¿Qué historias?”. “Aquella de aquel
marinero que se salvó cortándose la mano”. “Dios mío”,
exclamo, “¿qué pasó?”. “Es cierto, Silva”, cuenta el
muchacho, entusiasmado, “era un valiente. Se fue a pique su
barco y, mientras cada uno se salvaba como podía y algunos
se quedaron atrapados y murieron, él vio como un hierro le
atrapaba la mano arrastrándole hasta el fondo. Entonces sacó
un cuchillo que llevaba para cortar y limpiar el pescado y se
cortó la mano de un tajo. Así pudo salir y salvarse”. “Si no
murió desangrado”. “Me lo ha contado mi padre”, dice el
chico enérgicamente. “Bueno, bueno, no te enfades” se
protege el tío haciendo aspavientos. “Pregúntaselo, anda,
pregúntale si es un invento. Me ha contado que pasó”.
“Bueno, sí”, admite Gonzalo, “yo también he escuchado esa
historia, quizá sea verdad”.
Se hace la paz entre ellos y llegamos finalmente a la
orilla del río. Me descalzo y camino por entre la arena con el
hierro en una mano, atenta a las primeras burbujitas que vea.
Así empieza la recolección de cangrejos lentamente. El chico
mira fascinado cada uno de los que tiramos dentro del cubo,
cómo se mueven abriendo y cerrando sus pinzas inútilmente,
intentando escapar sin conseguirlo.
“¿Y cómo es ese Diego ahora?”, me pregunta
Gonzalo al cabo de un rato, cuando tenemos el cubo casi
lleno y descansamos. “Pues es atractivo, fuerte, de mirada de
águila”. “¿Cómo es la mirada de un águila?”, pregunta el
chico. “Incisiva”, respondo, “que parece verte por dentro,
que te examina y luego se pone a mirar más allá de ti”.
Después de una pausa, continúo la descripción. “Tiene un
andar enérgico y se ve que está acostumbrado a mandar.
Entró en la habitación y saludó a su madre con mucha
171
corrección pero cierta distancia. De alguna forma me pareció
como si la temiera, no sé, es una sensación”. “¿Cómo va a
darle miedo una vieja, aunque sea su madre”, interviene de
nuevo el muchacho, “dicen que es muy valiente, que ha
derrotado a todos sus enemigos uno detrás de otro. Dicen que
en cierta ocasión le habían rodeado fuerzas mayores y dio un
grito poderoso atacando por el lado que vio más débil de sus
enemigos. Aquello enardeció a sus hombres y, cuando vieron
que su jefe se abría paso como un león, le siguieron entre
gritos hasta conseguir la victoria. Dicen que una vez...”.
“Bueno, dicen muchas cosas”, interrumpe su tío. “¿no te
crees lo de la Desheredada y te vas a creer todos los cuentos
que hablan del señor conde?”.
Nos quedamos callados un momento oyendo el rumor
del agua ente las piedras, el canto de los pájaros. “Se está
bien aquí”, digo, “pero hay que volver”. Luego retrocedemos
por donde hemos venido, caminamos de nuevo por el bosque
y Gonzalo quiere asustar a su sobrino diciendo que ve
fantasmas entre la maleza, que ha visto a una muchacha de
cabello dorado rondándonos. Su sobrino no se atreve a
enfadarse porque lleva con mucho cuidado el cubo de los
cangrejos y no quiere que se le caigan. “Hoy cenaremos
bien”, le digo acariciando su cabeza donde bullen héroes,
marineros, valientes soldados, un mundo lleno de fantasía
pero que le ayuda a ser como es, a intentar tal vez emularles.
Ante la caricia se vuelve y sonríe. Pese a que quiera hacerse
el hombrecito esa sonrisa me dice que tiene sólo diez años y
que, pese a todo el deseo de aventura, también será capaz de
amor y ternura.

172
Recuperar Jerusalén
“Los niños son la más dulce de las promesas”, dice la
anciana, “mis hijos lo fueron para mí, como lo son para
cualquier madre”. “Cuénteme, señora, cómo eran sus dos
hijos entonces”. “Entonces, sí, ya sé a qué te refieres, cuando
aún no había sucedido lo que terminó por suceder”.
“Hablemos de otra cosa si lo prefiere”, pero pido en mi
interior que no sea así. “No, no, déjame que te cuente. Pero
antes, mira en ese cajón del armario, el de más abajo, a ver,
mira, busca un cuaderno grande, uno con dibujos en su
interior...”.
¿Lo tienes ya? Ábrelo y mira lo que hay dentro, esos
dibujos que hizo mi madre hace tanto tiempo, pocos años
antes de morir. Gracias a Dios, ella no conoció qué fue de mi
hijo mayor, qué desgracia nos aguardaba detrás de sus
sueños. ¿Los ves? El más guapo era Miguel, mírale bien, ¿no
ves la alegría que tenía cuando le retrató su abuela? Corría
detrás de los patos, perseguía palomas, cabalgaba con
denuedo desde que no levantaba dos palmos del suelo.
Observa qué guapo era, qué rara belleza en un chico, y sobre
todo la curiosidad de su mirada, el gesto expresivo, la sonrisa
que te encandilaba. Sí, siempre tuve preferencia por él, no
pude evitarlo. Tenía una imaginación desbordada, construía
un mundo de sueños en los que él era el protagonista, el
único héroe que derrotaba a todos los villanos del mundo. Se
hizo construir dos espadas de madera y, dándole una al
pequeño, a Diego, simulaba que él era un caballero cristiano
y su hermano un infiel. Se batían a escondidas de mí, en el
granero, en el bosque, donde podían. A mí no me gustaban
esos juegos de guerra en niños tan pequeños. Mi marido
173
decía que era bueno que se acostumbraran a pelear, no sé por
qué decía tamaña tontería teniendo en cuenta que él no
participó en una sola batalla. Yo respondía que debían
acostumbrarse a llevar la hacienda, saber de números y las
responsabilidades que su puesto traía consigo pero él seguía
riéndose de mi postura y los niños hacían una alianza con él
para esconderme sus correrías, sus batallas fingidas.
Tampoco yo le di la importancia debida, no sé, seguían mi
criterio en muchas cosas pero en eso no.
El otro es Diego, sí, el moreno, más bajito. Siempre
iba detrás de su hermano, al que admiraba. Era muy distinto
entonces de lo que es ahora, nada podía hacernos imaginar
que se haría hombre combatiendo contra su propia familia,
que alcanzaría el título de conde de la forma en que lo hizo.
Dicen que está bien relacionado en la corte pero también
tiene sus enemigos. De mi padre aprendí que la corte es
cambiante, que hay juegos de poder, alianzas a favor de unos
intereses y en contra de otros. Nunca entendí de eso y mi
querido padre no explicaba las cosas más que de forma
general. Decía, “aquel es otro mundo, nada tiene que ver con
éste”. Así debe ser. Diego se mueve ahora en ambos, es un
difícil equilibrio y yo siento temor de que alguna vez la
balanza se vuelva contra él y el platillo de sus enemigos pese
más que los aliados que ha ido estableciendo con el tiempo.
Quería más a Miguel pero también a Diego, no
pienses otra cosa. Era un chico más callado, más tosco
también, nunca tuvo la grandeza de espíritu de su hermano,
su originalidad. Miguel era distinto, era un ángel por su cara,
un huracán por su espíritu. Sin embargo, siempre temí más
por él, fíjate, siempre vi que su ambición era distinta,
peligrosa. Luego lo he pensado mucho, sobre todo desde que
murió por culpa mía. Sí, hija, fue mía la culpa, yo le envié
por ese camino para que encontrase al campesino que acabó
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con su vida. Ahora te lo contaré, pero dame un vaso de agua,
tengo mucha sed. Así..., ¡qué rica!, cuánto me apetecía.
¿De qué hablaba? Claro, de Miguel, sí. Era un chico
extremado, a mí me daba miedo. Quería ser héroe, quería ser
santo, tenía sueños inmensos de grandeza. No eran las
riquezas lo que le tentaban, era alcanzar un destino distinto,
algo que recordaran las generaciones siguientes. Aún me
acuerdo cuando vino a la iglesia ese cura venido de muy
lejos para hablar de una iniciativa del Papa para liberar los
Santos Lugares. Miguel tenía entonces diecisiete años, Diego
catorce. El mayor vino con la cara transformada. Estaba
callado, lo estuvo dos días enteros, pensativo como no era
usual en él. “Madre”, me dijo en el salón, “he de ir a recobrar
Jerusalén”. Recuerdo que se me paró el corazón. Era la hora
de la comida. Seguimos comiendo pero yo temblaba.
Empezó a hablar de lo que había oído contar, de cómo los
infieles ultrajaban el lugar donde había nacido Cristo, que
era necesario que la cristiandad recobrase aquello que perdió
hacía tanto tiempo. “Madre, he de ir”, dijo a los postres,
cuando yo ya me había negado dos veces. “No he nacido
para llevar números, madre, he nacido para otro propósito y
ahora sé que es el de distinguirme en el campo de batalla,
volver cargado de honores y riquezas, que mi nombre se
pronuncie en la iglesia, en la corte, llegar allá donde mi
abuelo no pudo. Te traeré una de las espinas de la corona de
Cristo, madre”. Miré a mi marido, cómo sonreía con
satisfacción, y supe que había perdido la partida, que la
voluntad de mi hijo era mayor que la mía incluso.
Los hombres tienen que seguir su camino, hija. Eso
ya lo sabía yo. Sólo pretendía demorar el momento, evitar
los riesgos de una mala muerte. Pero mientras el mundo ha
sido mundo los chicos terminan por crecer y soltar amarras
para navegar en solitario por esos mundos de Dios. Así lo
175
hizo Miguel. Diego le seguía a todas partes, se entrenaba con
él para la pelea con los infieles. Al menos, conseguí que él se
quedara bajo la promesa de permitir su partida al cabo de
unos años. Confiaba en que aquella guerra lejana y algo
insensata hubiera terminado para entonces. Les miraba por la
ventana cabalgando hacia su objetivo, la pica bien orientada
hasta clavarse en él, los gritos que daba Miguel de triunfo a
los que respondía su hermano desde su propio caballo.
Hombres, chicos que se hacen hombres y no saben dónde
caminan, cómo es el mundo que pretenden conquistar,
cuántas derrotas hay que sufrir para llegar a comprender la
naturaleza del verdadero triunfo.
Sí, tengo ganas de continuar contándote. Sólo que no
puedo dejar de recordar. Finalmente he encontrado mi propia
meta en la vida entre estas cuatro paredes. He suplido la
deficiente administración de mi marido, su falta de
cualidades, durante muchos años. Fui yo la que llevó las
cuentas para las que él no servía, la que revisaba todo con el
contable, la que engrasaba la máquina de esta tierra con el
objetivo de que siguiera siendo buena para los que vivíamos
en ella y en ella trabajábamos. He cumplido, como mi
abuelo, las obligaciones que he creído tener. Pero ahora que
la vida se va alejando, mi mayor placer es el de recobrar la
memoria de las cosas. En ellas está nuestra vida encerrada,
nuestros recuerdos nos permiten vivir dos veces. Mira esos
dibujos, observa la cara de mis hijos, en su expresión había
un mundo de promesas que en un caso se quebraron y en
otro han tenido un resultado incierto. Miguel se hacía querer
como ninguno, era generoso, amable, pero sobre todo un
soñador. Diego era un chiquillo fiel, siempre a la sombra de
su hermano, seguidor de sus empeños alocados, de sus
desafíos. Ahí, en esos dibujos, está toda aquella infancia
feliz, llena de promesas y para mí, de temores. Olalla, mi
176
madre, aún conservaba el pulso para hacer tan bellos dibujos.
Murió al año siguiente de la marcha de Miguel, cuando sólo
nos llegaban ecos de su comportamiento en batalla. Gracias a
Dios que no llegó a saber nada más.
Supimos de él, sí, nos llegaban noticias de su bravo
comportamiento. No regateaba ocasión de exponerse al
peligro, deduje de lo que contaban soldados que venían de
aquellas tierras, los mismos que nos trajeron noticias de la
derrota frente a las murallas de Jerusalén, la muerte de tantos
nobles caballeros y la captura de Miguel a manos de los
defensores de la ciudad. Lo que había pasado era confuso y
aún hoy no sabemos a ciencia cierta cómo se planeó tan mal
la batalla, por qué nadie previó que llegaran refuerzos
infieles por retaguardia, qué llevó a mi hijo a penetrar con un
pequeño grupo de hombres por una brecha que consiguieron
abrir en la muralla. Allí vio morir a los que le acompañaban,
de ese modo le consiguieron desarmar y tomar prisionero.
Dos años duró su esclavitud. No me gusta hablar de
ello porque ese tiempo quebrantó su espíritu todo, le tornó
animal y no hombre. Recuerdo el día que llegó, ¿cómo no
recordarlo? Al fin volvía mi hijo, finalmente terminaba la
angustia y el dolor de saberlo prisionero, imaginarle
enfermo, al borde de la muerte. Ni siquiera mis peores
temores alcanzaron la realidad. Cuando le vi bajando
trabajosamente del caballo y quedarse quieto, los brazos
caídos y la mirada baja, casi no le reconocí. Nada quedaba de
aquel que salió tres años antes en busca de honores y gloria.
Le abracé y sentí su cuerpo delgado contra mí sin que
respondiera a mi abrazo. Estaba como inerme, hecho un
guiñapo, no pronunciaba palabra. Traía todo el cuerpo
cubierto de pústulas, fruto de una enfermedad que al parecer
le devoró la piel y los restos de aquel ángel que aún
recordábamos. “Está enfermo”, decía yo, “llevémosle a la
177
cama, que descanse, vamos, ayudadme, que le hagan una de
las sopas que le gustan, que dispongan todo, que nada le
incomode, que recobre las fuerzas, la alegría de vivir”. Eso
pensaba yo, que se recobrase, que mi amor le diese todo lo
que le había faltado en esos años. Lo que en realidad deseaba
era que volviese a ser el que fue, que reconstruyera alguno
de sus sueños, el que pudiera aún conservar, que no se
derrumbara para siempre como ahora se le veía, caído,
rendido, roto. Es joven, pensaba yo, la vida sigue bullendo
por sus venas, tiene que salir adelante. Me volví con él aún
abrazándole, camino de su cuarto, y observé la cara de
Diego. No sé qué me impresionó más, si ver el vacío y el
sufrimiento en la cara de Miguel o el horror en los ojos de su
hermano. Se mantuvo a distancia todo el tiempo, ni siquiera
le dirigió la palabra. Se encerró en un mutismo completo,
como si el ver a Miguel en ese estado hubiera hecho trizas
todo el recuerdo que conservaba de él.
¿Por qué dije que la culpa de su muerte era mía? Ay,
hija, el Señor tiene caminos... Hice lo que pude con él, le
rodeé de los mayores cuidados, volvieron sus antiguos
amigos a visitarle pero, poco a poco, dejaron de venir.
Comentaban que no era el mismo, que mucho había
cambiado en aquellos años. Yo deseaba ver de nuevo la luz
en sus ojos apagados, sólo eso, que un día entrase en su
habitación donde permanecía mucho tiempo acostado, y me
sonriese como entonces, poder ver por debajo de su piel
destrozada la sonrisa de aquel ángel, los ojos dulces de mi
hijo, la luz que brillaba en ellos al partir. Pero nada de eso
quedaba. Entreteníamos el tiempo dándonos noticias de su
estado, mi marido, las criadas, sus amigos, yo misma. Diego
siempre se mantuvo alejado de él. Intentábamos hablar con
esperanza, hacer planes, deseábamos que ese largo tiempo de
reposo le hiciese recobrar las fuerzas y, con ellas, volviera el
178
que había sido. Pero no fue así. Su mirada se tornó aún más
dura y tenía accesos de rabia cuando se le contradecía. Las
criadas empezaron a huirle, les daba pavor. Llegué a verle en
uno de esos accesos, aún conmigo se contenía y hasta se
avergonzaba de sí mismo, pero me asustó verle así, cómo le
sorprendí una mañana azotando con su cinturón a un criado
porque había tardado más de la cuenta en cumplir una de sus
órdenes. Le grité y se detuvo pero aún pude ver en su mirada
un furor salvaje que no le conocíamos.
Cuando se recuperó todo fue de mal en peor. Nos
llegaron quejas, pegaba a los campesinos, buscaba a las
mozas que encontraba solas y las vejaba. No sabíamos cómo
contener aquello, la situación amenazaba con ser explosiva.
Intenté establecer una boda conveniente, empleé mis
contactos para buscarle una chica decente, de buena familia.
No faltaron candidatas dada nuestra posición y su condición
de heredero. Pero él las despreciaba, decía que no tenían
sangre en las venas, que no deseaba casarse nunca, que le
dejáramos en paz. Traje a alguna familia, pese a todo, y se
comportó groseramente, con un lenguaje bajo y soez que
nunca le habíamos conocido. Mis intentos de casarle
hubieron de acabar. Todos nos dábamos cuenta de que
aquello no podía tener buen fin.
Una tarde nos llegó un mozo al castillo, alarmado,
jadeante. Dijo que Miguel estaba destrozando un local en el
pueblo, que había bebido mucho y pegado violentamente a
varios campesinos que trataron de hacerle entrar en razón.
Mi marido dudaba en intervenir, como siempre. Por eso dije
que yo iría pero entonces intervino Diego, me tomó del brazo
diciéndome, “No, mamá, yo haré que entre en razón. Déjame
a mí”. “Ten cuidado, hijo”. Y allá se fue con el mozo que
había llegado antes, a tratar de hablar con su hermano.

179
Volvió herido, la pierna atravesada por una estocada
que le había propinado Miguel. Según nos contó, le había
encontrado en el local del que le hablaron, el de peor fama en
varias leguas a la redonda. Allí se bebía, se jugaba, se
comerciaba con mujeres. Diego nos contó que le había
encontrado en la habitación de una de ellas a las que estaba
azotando sin piedad. Se enfrentaron, Miguel quiso azotar
también a su hermano, enfermo de ira, y éste se lo impidió
dándole un fuerte empujón. “Estaba borracho por completo.
Dio un grito y sacó la espada, yo ni siquiera llevaba un arma
adecuada, sólo un cuchillo que no sirvió para defenderme”.
Hicimos que viniera el médico y le curara la herida
que había sido limpia. Al día siguiente llegó Miguel, el traje
lleno de vómito, roto, restos de sangre en los pantalones. Me
enfrenté a él, le recriminé su conducta como nunca lo había
hecho, le dije que era una vergüenza para la familia, que no
era más que un miserable merecedor de que una familia bien
nacida le repudiara. Fui dura, muy dura con él. Me daba
cuenta que el tiempo de la esperanza había acabado, que
llevaba la maldad en su corazón. Me miraba cabizbajo pero
entero. Sin embargo, en mis recriminaciones le dije algo que
le hizo derrumbarse, llorando, a mis pies. Le dije: “Eras un
buen muchacho cuando te fuiste, ¿qué te han hecho para que
vuelvas como un demonio? ¿Dónde quedaron todos los
sueños que tenías?”. Pareció que su cara, crispada, aún
violenta, se derrumbaba cuando dije eso. Se echó a llorar
pidiendo perdón, decía que no merecía nada, que estaba
endemoniado, pedía que le azotaran, que le mataran, estaba
histérico. Fue a pedir perdón a su hermano, se humillaba de
un modo deleznable.
Entonces tomé la decisión de alejarle de aquí. Mandé
recado a nuestro primo el conde de Villamar para que le
admitiese una temporada a su lado. A fin de cuentas Miguel
180
siempre se había llevado bien con los dos hijos del conde,
habían cazado juntos, fueron compañeros inseparables
durante un tiempo de juventud. Pensé que su ejemplo podría
tranquilizarle, que el alejarse del hogar donde había sido
feliz y en el que no conseguía serlo de nuevo quizá le abriera
otros horizontes, no sé. No podía imaginar que las cosas
resultaran así, que encontraría la muerte en el camino. Y si
quieres que te diga la verdad, supe por qué había muerto y,
pese al dolor, no pudo extrañarme. Miguel llevaba la maldad
dentro, los infieles habían conseguido hacer de un buen
cristiano, de un joven lleno de ideales, el hombre perverso y
roto que volvió hasta nosotros.
La anciana me pide luego que cierre los cortinajes. Se
encuentra fatigada y desea dormir un rato. Le pido permiso
para ir a la cocina a comer y me lo da. Saludo a las chicas
que comentan las últimas noticias, la gente que ha venido a
cumplimentar al conde Diego, nobles con carrozas llenas de
esplendor, notables de la comarca, el arzobispo en persona.
Comentan mientras apenas las escucho y como en silencio.
“¿Qué sabéis de cuando volvió el señorito Miguel?”. “¿Qué
quieres decir?”, responde una, de repente interesada. “Que si
sabéis cómo volvió, qué se habló en el pueblo”. “Yo era
pequeña”, interviene la otra, “pero se dijeron barbaridades de
él, que casi mata a su hermano, que ultrajaba a las mozas,
que venía endemoniado”. Sonríe, “a las chiquillas nuestras
madres nos metían en casa en cuanto atardecía diciendo que
venía el hombre del caballo, el demonio de la piel colorada”.
“¿Qué le pasó cuando estuvo prisionero?, ¿qué le hizo
cambiar tanto?”. “Huy, mucho se habló de eso también pero
éramos pequeñas entonces y nuestros padres hablaban en voz
baja... ¡Eh, Nun, vieja Nun, despierta!”. La aludida, que
dormita junto a las perolas, se incorpora asustada. “¿Qué
pasa, pasa algo?”. “Vieja Nun”, dice la otra, “¿qué fue lo que
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le pasó al señorito Miguel cuando estuvo prisionero de los
infieles, antes de que pagaran el rescate?”. La vieja se
despabila y nos mira como si no supiera dónde está. “Ah,
terrible, fue terrible”. “¿Qué sabes tú de ello?”, le pregunto.
“Lo sé todo, vaya que sí. Yo entonces servía a la señora y
estaba en el cuarto de al lado, escuchando sin querer, cuando
el sacerdote aquel se lo dijo a ella y al señor. Había venido
también el caballero que intervino en el rescate, un viejo
servidor de la casa”. “Bueno, pero dile a Silva lo que
escuchaste”, insiste la muchacha, “que si lo digo yo cometo
un pecado” y ríen como gallinas cluecas.
La vieja me mira. “Estuvo dos años en manos de un
infiel perverso, como son todos los infieles. Le vendieron
como esclavo aquellos que le capturaron”. “Pero un esclavo
está para trabajar, ¿qué tiene eso de malo?”, respondo. “Ay,
hija, aquella esclavitud no fue lo que sabemos por otros.
Incluso a mi edad y estando aquí, entre nosotras, me da
reparo decirlo”. “Vamos, vieja Nun, si nos lo has contado
varias veces y además, ¿a quién le importa ya?”. La vieja
menea la cabeza. “Los infieles le hicieron las cosas que
hacen los caballos”. “¿Cómo?”, respondo desorientada. “Los
caballos, hija, y los perros. Los hombres se lo pueden hacer a
otros hombres y no me hagas repetirlo que ya me tendré que
confesar este domingo por contar estas cosas tan horribles.
Además, al parecer no era uno solo sino que el dueño
invitaba a hacerlo a todos sus amigos, esos perros infieles.
Allí no tienen fe en Dios ni salvación posible, son
exactamente como perros, como caballos, son animales”.
“¿Estuvo dos años así?”. “Sí, quizá porque era tan guapo y
esa cara de ángel que tenía, o tal vez porque les gustaba
hacérselo a los cristianos para humillarlos, no sé, yo no
entiendo de esas cosas depravadas. Lo cierto es que el
señorito enfermó, se le cubrió la piel de llagas y pústulas y
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eso aceleró el trámite del rescate. Supongo que el amo infiel
pensaría que se le iba a morir y quería sacar unas buenas
monedas aún por él”. He dejado de comer, siento nauseas.
Aparto la comida. “¿Ves, vieja Nun? Si es que dices cosas
asquerosas. Tienes la boca sucia y te tienes que confesar”. La
vieja arde de indignación. “¿Y tú, pedazo de vaca, por qué
no trabajas un poco más? ¿No fuisteis vosotras las que me
preguntasteis?”.
Me despido y salgo al jardín a pasear sola. Hace una
tarde espléndida. Me siento en el banco dándome cuenta de
que no he traído ninguna lectura. Me da igual. Veo el
pequeño estanque, el cielo azul y una ligera bruma en el
horizonte. Se oyen pájaros y la trompa de algún cazador,
probablemente de entre los invitados del conde. Sentada allí
imagino lo que verá la anciana en alguna ensoñación. Dos
chicos corriendo, saltando por encima de los arbustos. El
mayor, rubio, de rara hermosura, gritando alegre tras cada
salto, y el otro, moreno, más pequeño, que sigue al otro sin
hacer preguntas. A mi derecha una anciana de manos
delicadas dibuja sin pausa dos niños que corren y juegan, que
ríen y son felices, su cabeza llena de sueños, su mirada
cargada de propósitos. Y el niño rubio que se planta delante
de su madre diciendo, exigente, “Quiero que papá me regale
una espada”. Y ella que dice, “No, no...”.

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184
Una negociación
Noto algo, una especie de sombra y abro los ojos,
asustada. Le veo a contraluz, más bien bajo pero fuerte. Me
levanto de un salto y balbuceo. “Perdón, señor, me he debido
quedar dormida”. “No te preocupes, muchacha”, dice
amable, “acabo de pasar por el cuarto de mi madre y veo que
duerme pacíficamente”. “Suele hacerlo hasta avanzada la
tarde”. “Ya, y luego dirá que no duerme por las noches...”.
Se sienta en el lugar que usualmente ocupa la anciana.
“Vamos, siéntate, no quiero estar levantando la vista. Deseo
hacerte unas preguntas”. Así lo hago quedando expectante.
Señala el sendero. “Por ahí jugaba con mi hermano
cuando éramos pequeños”. “Lo sé, señor, la señora me lo ha
contado”. Se gira y me mira con curiosidad. “No me extraña.
Al parecer habéis congeniado muy bien. Me alegro de ello
pero también siento curiosidad por saber por qué. Mi madre
ha despedido a numerosas doncellas en los últimos tiempos.
Ninguna la satisfacía, decía que esperaba a una que le valiese
la pena. Al parecer eres tú”. “No lo sé, señor”, digo algo
confundida. Mira hacia el horizonte. “Mi madre siempre fue
una señora querida por todos, es legendario su buen carácter.
De ahí que me extrañase lo exigente que se había vuelto en
los últimos tiempos con el tema de las muchachas que le
servían. Lo achacaba a la edad”. Se queda pensativo.
“¿Cómo está?”. “No entiendo, señor, quizá el médico...”.
“Ya he hablado con el médico y no sabe nada, ese matasanos
es un ignorante. El ama dice que te pregunte a ti, mi mujer
dice que sólo tú lo sabes... Al parecer, eres la única que sabe
cómo está mi madre o puede saberlo”. “La señora está bien,
dada su edad. Tiene la cabeza muy despejada casi siempre
185
pero cada vez se cansa más, está más torpe de las piernas y,
bueno, luego están los mareos”. Me mira con atención.
“¿Mareos?”. “Sí, señor, y además van en aumento. Como
normalmente está sentada no es ningún problema. Además,
las otras muchachas pueden pensar que está dormida pero me
ha confesado que se le va la cabeza en ocasiones, que pierde
la noción de dónde está. Se lo dije al médico pero no le dio
importancia”. “¿Qué sabrá ese estúpido?”, dice. Mira al
suelo y va trazando figuras informes sobre la arena con un
palo.
“Mi madre ahora está recluida en su cuarto, sabrás
que no se lleva muy bien con la señora de la casa”. No
comento nada de eso aunque me acuerdo de algunas críticas
exasperadas que la he tenido que escuchar. “Siempre ha sido
discreta y ha respetado la autoridad de mi mujer. Al menos,
he tenido un poco de paz en mi propia casa...”. Queda
pensativo hasta que se levanta con un solo gesto y, algo
precipitadamente, lo hago también. “Cuida de ella,
muchacha, que no le falte de nada, hablaré con ese
condenado médico sobre sus mareos, algo se podrá hacer. Y
dile a mi madre que esta tarde pasaré a verla, que deseo
hablar con ella de cierto asunto”. “Sí, señor”, me inclino.
Luego le veo marchar con paso firme. El sol está ya bajo e
ilumina su silueta a medida que se aleja.
“Estoy un poco sorprendida”, le digo a la señora. “¿Y
eso?”, pregunta con gesto divertido. “Me imaginaba que era
un hombre más distante, no sé, que daba las órdenes
oportunas nada más. En cambio, me ha parecido más cercano
y amable de lo que pensé”. Queda en silencio un rato, como
pensando su respuesta. “Mi hijo es de una pieza, no tiene
muchos dobleces, es fácil de conocer y, al decir de la gente,
hasta de apreciar pero eso él no lo sabe. Cree que su oficio es
el de mandar y hacer que los hombres le obedezcan. No
186
sabe...”. “Aquí llega, señora”. Después de tocar la puerta,
ésta se abre y deja paso a la señora. Se inclina y besa la mano
de su madre, que le sonríe. “Vaya, Diego, hijo, siéntate
frente a mí, a ver si consigo al menos ver tu sombra”. Le
toma de la mano y él la deja entre las suyas. “Señora, si me
da su permiso...”, digo. “No, quédate, Silva, quizá me hagas
falta luego. Si a Diego no le importa”. El aludido se encoge
de hombros y me vuelvo a sentar.
- Me alegro de verla bien, madre.
- Gracias, hijo, estoy bien. Ya me ha dicho Silva que has
preguntado por mi salud. No hagas caso de ese médico que
viene a veces. Sólo me mira de lejos y me hace preguntas
absurdas.
- Tiene que cuidarse, madre, descansar.
- Ya lo hago, sí, vaya si lo hago. Descanso todo el día. Lo
malo es por la noche, que no puedo dormir bien ni siquiera
con las infusiones que me preparan... Pero me ha dicho la
muchacha que querías hablarme. No será sólo para hablar de
mis achaques...
- No, madre, no sólo por eso. Vengo a pedirle ayuda con un
asunto.
- ¿Pedirme ayuda a mí? Pero Diego, hijo, si yo no sirvo para
nada ya.
- Se trata de Suero, el barón de Collantres.
- ¿Ha venido a rendirte honores, no? Es un buen vecino.
- Sí, está con nosotros. He hablado con él y la situación es
muy tensa ahora. De repente, se niega a darnos paso hasta la
bahía de las Siete Rocas. Allí hemos estado descargando
mercancía, hombres, ganado, de todo durante toda la vida.
Ahora ha dicho que no permite que mis hombres vuelvan a
pasar, que lo destrozan todo y no le pago las cantidades
necesarias para reparar el daño.

187
- Pues no sé qué decirte, supongo que será cuestión de que le
pagues más, ¿no?
- Ya se lo he ofrecido pero el muy bellaco no acepta, se
queja de que nuestro ganado invade sus prados. Han estado
allí desde los tiempos del abuelo por lo menos, pero ahora
también es motivo de queja. No sé qué demonios quiere. He
tratado de razonar pero es un hombre obcecado...
- Ya le conozco, ya. ¿Quieres que hable con él?
- Al parecer quería presentarte sus respetos esta misma tarde,
dentro de un rato. Por eso tenía interés en que lo supieras y si
pudieras mediar en algo... Estoy dispuesto a satisfacer alguna
de sus demandas si es razonable.
- Claro, hijo, déjalo en mis manos. Tu vieja madre ya no
sirve para mucho pero aún recuerda a ese bribón de Suero
cuando era joven y perseguía a todas las muchachas de la
comarca.
- Gracias, madre, la verdad es que sería un alivio dejar
resuelto ese problema. Prefiero tener aliados que enemigos y
mucho más cerca de mi casa.
La señora sonríe.
- Eso que dices me sorprende, Diego. Con la forma en que
has actuado hasta ahora yo diría que te estabas haciendo más
enemigos que otra cosa. Siempre has resuelto tus problemas
espada en mano.
- La amenaza o el empleo de la fuerza está justificado en los
tiempos que corren. De todos modos, hoy en día tengo una
buena posición en la corte, madre, tengo influencias, el rey
me acoge a su lado y tengo su favor. No quiero tener que
recurrir a mis hombres para permitir el simple paso a una
bahía que hemos utilizado toda la vida. No sé, madre, deseo
hacer las cosas de otro modo ahora.
- Como yo las he hecho toda la vida, ¿no?

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- Siempre has conseguido las cosas sin tener que recurrir a la
fuerza. No sé cómo lo has logrado pero es algo que desearía
hacer también. Diplomacia, supongo que se llama, nunca he
tenido carácter para la diplomacia.
Se despide al cabo de un rato y la señora queda
pensativa. “Diego está cambiando”, dice. “Es algo que me
sorprende, la verdad, no pensaba que aprendiera a
humanizarse. Fueron muchos años de verle combatiendo a
sus primos, los anteriores condes de Villamar. Años de
traiciones mutuas, de enfrentamientos. Todo mi esfuerzo
para lograr un entendimiento no sirvió para nada ni con unos
ni con otros, estaban como gallitos de pelea, sólo atentos a
manejar sus espolones. Tanto ellos querían apoderarse de
Bahíablanca como Diego deseaba conquistar el condado de
Villamar. Fueron años así, una destrucción sin cuento. Yo le
decía, ¿para qué, hijo?, busca una tregua, un acuerdo. Pero
los hombres... Hace falta que pasen los años, que se asiente
su poder para que empiecen a comprender que se puede
vencer con las armas en la mano pero que hay otras armas
más poderosas... Ay, mira a ver quién es ahora”.
Se asoma una de las sirvientas. “Señora, aquí está el
barón de Collantres, que quiere saludarla”. Le hace un gesto
de que pase y aparece en la puerta un hombre rubicundo,
bajito, con el sombrero en la mano.
- Con su permiso, señora.
- Ah, Suero, hijo, pasa, pasa. Te agradezco que hayas venido,
hace tiempo que no lo hacías, supongo que a una vieja como
yo...
- No diga eso, señora, ya sabe que le guardo todo el respeto.
Pero he estado tan ocupado, las cosas no funcionan si no está
uno sobre ellas.
- Claro, anda, siéntate.

189
El hombre me mira un momento y luego se sienta
relajándose perceptiblemente.
- Bueno, Suero, muchacho, ya sabes que no puedo ver,
¿cómo te encuentras tú? ¿Te respetan los años?
- Sí, señora, más o menos. Desde que mi pobre mujer murió
he trabajado mucho pero mis hijos ya me van ayudando,
gracias a Dios, no me puedo quejar de ellos.
- Pero y Alonso, sí, me acuerdo de cuando eran unos
pillastres.
- Ya son dos hombres, señora, claro está. El mayor me ayuda
mucho llevando las modestas tierras que me dejó mi padre.
El pequeño está sirviendo en armas muy lejos. Nunca quiso
quedarse.
- Bueno, Suero, han llegado a mis oídos ciertas
desavenencias...
- Lo lamento mucho, señora, no ha sido mi intención
molestarla.
- A mí no me molestas -dice la señora riéndose-, el que creo
que está molesto es Diego. A ver, ¿qué es lo que está
pasando? ¿Por qué te niegas de repente a permitir el paso de
los hombres de esta casa? Ya sabes que ese paso está
expedito desde el tiempo de mi abuelo.
- Un buen señor, siempre hay que recordarle con bien. Pues
verá, señora, yo...
- Pero habla, hombre. No me dirás que es porque un rebaño
come en un prado tuyo, aquí hay pasto para más ganado del
que disponemos.
- No, no se trata de eso en realidad..., yo...
- Ignoraba que fueras tímido, Suero, siempre has hablado
muy claro.
- Se trata de mi hija, señora.
- ¿Tu hija? Ah, sí, aquella deliciosa criatura, ¿Germana, no?

190
- Así es, señora -al hombrecillo se le han encendido los ojos-,
se ha transformado en una mujer muy bella y muy noble.
- Siendo hija tuya no me extraña, Suero, con que se pareciese
a su madre, que Dios tenga en su gloria.
- Que así sea. El caso es que Germana conoce desde hace
años esta casa.
- Claro, Suero, qué tonterías dices. ¿Cómo no va a conocerla
si se ha criado yendo y viniendo de tu casa a la mía? Bien
que me acuerdo de lo contentos que se ponían mis nietos
cuando veían venir a tus hijos.
- Pues se trata de eso, señora -dice balbuceando.
- ¿Se trata de qué? Por Dios, Suero, habla claro.
- Su nieto Francisco y mi Germana están enamorados desde
hace tiempo.
- Vaya, ¿qué me dices? -ríe la señora y el otro sonríe
también-. Qué buena pareja harían, realmente a Francisco
bien le vendría tomar esposa.
- Al parecer el muchacho ha tanteado a su madre y ha
encontrado una oposición radical. La señora de esta casa
debe pensar que mi hija no es lo bastante para su chico.
- ¿Sabe algo de esto Diego?
- No, señora, con la postura de la señora de la casa, yo no me
atrevo a plantear...
Se queda pensativa.
- Vamos a hacer una cosa, Suero, escúchame bien. Yo ya no
tengo apenas autoridad aquí pero, como bien sabes, se logra
más en la vida convenciendo a los demás de que algo les
conviene que imponiéndoselo. Hasta mi hijo Diego está
aprendiendo lo que te digo. Hace unos años ya te hubiera
mandado un grupo de soldados para abrirse paso por tus
tierras.
- Lo sé, señora, yo no quisiera...

191
- Claro que no quieres llegar a ese extremo ni mi hijo
tampoco, ya tiene otras metas cerca de la corte para tener que
encargarse de tareas como ésta. Mira, yo hablaré con él,
intentaré mostrarle la conveniencia de esa relación. Me
imagino que mi nuera apunta más alto pero yo tengo más
confianza en una chica de la tierra que siempre será una
esposa más noble y más fiel.
- Eso no lo dude, señora.
- No lo dudo, hijo. No sé si llegará a buen puerto mi gestión,
mi nuera es poderosa, ya lo sabes. Pero tú me tienes que
prometer que en estas tierras que aún son un poco mías no va
a haber una guerra entre tú y mi hijo por derechos que son
tan antiguos que ni recordarlos puedes. No es razonable y no
debe ser.
El hombre agacha la cabeza.
- Yo sólo quiero la felicidad de mi hija.
- Vamos, Suero -ríe la señora-, además de la felicidad de tu
hija, tú quieres emparentar con el conde de Villamar.
- Bueno -sonríe dando vueltas a su sombrero-, creo que mi
casa...
- Tu casa es honrada y merece todo el respeto. Pero una
boda, como comprenderás, no se consigue a base de
amenazas.
- Hablaré con don Diego, llegaremos a un entendimiento,
señora, no se preocupe. Pero usted...
- Lo intentaré, Suero, no te puedo prometer otra cosa. No es
mía la decisión pero trabajaré por esa boda. Germana
siempre me pareció una chica bella, decente y respetuosa.
Espero que esto acabe bien.
Al cabo de un momento el hombre se despide
haciendo reverencias y besando la mano de la señora que
sonríe, fatigada. Cuando el hombre se va, se vuelve hacia mí
y dice, “He mantenido el tipo, ¿verdad?”. “Sí, señora, lo ha
192
hecho usted muy bien. Con razón la tienen tanta
consideración”. “Sí, me gané el afecto de la gente, no sé por
qué”. Yo sí lo sé pero callo porque la veo muy cansada.
“Hombres, qué orgullo tienen los hombres... Di que me
traigan una infusión de ésas que me gustan. Me siento un
poco mareada”. Voy corriendo hacia la puerta y llamo a la
sirvienta, que acude presurosa. Cuando vuelvo, la señora ha
quedado dormida sobre su sillón.

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194
El que anuncia
Cuando estoy aquí me acuerdo de mis hijos, de mi
madre en sus últimos años. Toda la memoria de aquellos
años, de las personas que quise vuelve a mí. He vivido tantos
años ya, hija, he visto tantas cosas. Quiera Dios llamarme
pronto a su lado, ver de nuevo a todos aquellos que se fueron
hace tiempo, mi abuelo, mi querida madre, sus manos
delicadas con el pincel o el lápiz, mi padre, tan elegante, su
sonrisa y el calor de su mano en mi mejilla. Que pueda
abrazar de nuevo a mi hijo Miguel, mi pobre hijo. Ahora
cierro los ojos y sólo puedo recordarle como se fue aquel día,
cuando me saludó desde la explanada, enhiesto en su
montura, feliz de ir a cumplir su sueño aunque éste terminara
por destrozarle. Una nunca sabe dónde está la felicidad,
dónde espera la desgracia. Ojala pueda estar a su lado de
nuevo, sentir otra vez todo aquello que he ido perdiendo con
el paso de los años.
Sólo me quedaba una cosa, sólo una. Me lo dijo un
hombre en una celda, camino de su ejecución. Sí, el asesino
de mi hijo. Quise conocerle, decidí ponerme frente a él,
mirarle a los ojos, preguntarle por qué, saber si la muerte de
mi hijo tenía un sentido. No sé explicarme. No se trataba de
saber las causas de su muerte y si ésta era merecida. Eso
podía entenderlo. Quería encontrar un sentido a todo eso,
saber por qué había tenido un hijo como él, por qué la vida le
rompió la inocencia convirtiéndole en el muchacho
devastado que volvió, si había de terminar así como lo hizo.
Me llevé una gran sorpresa. Esperaba a un campesino zafio y
estúpido, una mano grosera con la que Dios me diera una
respuesta.
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En cambio, encontré a un hombre inteligente, lleno
de sensibilidad. No puedo negarlo, tenía una gran fuerza en
su mirada, en su personalidad entera. Cuando me iba lamenté
que él también tuviera que morir, me preguntaba como aún
me pregunto qué sentido tenía para él que mi hijo llegara por
ese camino, que hiciera lo que hizo, que cambiara toda su
vida y le convirtiera en un desterrado, en un hombre que sólo
podía huir hasta que decidió no hacerlo más. Eso me dijo,
que supo su final mucho antes de que le apresaran pero que
no le importaba. “Mi destino es éste”, dijo, “preceder,
anunciar”. “No le entiendo”, dije, realmente desconcertada.
Por la cabeza se me pasó que estuviera loco. “Ha venido para
ver si todo lo pasado tuvo un sentido, si puede encontrarle
una razón”. Estaba sorprendida. ¿Cómo podía saber ese
hombre a qué había ido a verle? “Yo lo he sabido ahora”,
continuó. “La vida es una búsqueda continua de sentido,
saber que vivimos por algo, que morimos por algo, que no
pasamos por ella como fantasmas, como seres anónimos.
Cada vida es única, cada hombre, cada mujer es una forma
distinta de vivir, un testimonio, una historia en el correr de
los años”. “¿Y qué ha sabido ahora?”, insistí, ¿a qué sentido
se refiere?”. “Al mío, señora, al suyo, que están unidos
aunque usted no lo sepa. Y no lo digo por su hijo sólo, sino
por su fruto”. No entendía nada de lo que decía. Se
expresaba bien pero parecía estar en posesión de algún
secreto que yo ignoraba y me impedía entenderle.
“He venido para preceder, para anunciarle a usted
otra llegada”. “¿Una llegada? Explíquese”, exigí. “Aún le
quedan muchos años de vida, señora. Es usted una persona
que ha conseguido un arte difícil en la vida, el que el pueblo
la respete sin temerla, que la quiera. Es usted una buena
mujer y hacer la obra que ha hecho con el pueblo a su cargo
le honra”. “¿Adónde quiere llegar?”. “Cuando su tiempo esté
196
próximo a expirar, cuando las fuerzas ya no le respondan y
su otro hijo haya llegado muy lejos en su ascenso, llegará
una mujer a su lado”. “¿Una mujer?”. “Sí, una muchacha de
cabellos del color del oro viejo. Usted sabrá quién es”.
Me echo a llorar a su lado. La señora parece mirar a
lo lejos. Se calla mientras me recupero. “¿Sabe usted quién
soy?”. “Vendrás de muy lejos, dice la primera línea de su
tumba, y será tu cabello dorado como un amanecer, tu piel de
alabastro y tus ojos, la luz refulgente de un ocaso. Yo
también he ido a ver su tumba, a leer lo que encargó a ese
muchacho loco que escribiera. Aún tenía vista suficiente para
hacerlo. Vendrás con el despertar de la mañana y me
encontrarás despojado pero no sólo, ausente pero a tu lado.
Tu corazón nacerá cada día entre las sombras para buscar la
luz. Detente junto a mí, mujer de cabello de oro, y encuentra
la fortaleza para seguir adelante. Que todo mi amor te guíe...
Es un hermoso mensaje el de tu tío”.
“Lo supo siempre”, musito. “Desde que toqué tu cara.
Te esperaba, te he esperado largo tiempo aguantando
muchachas insoportables. Sabía que tendrías que venir,
desorientada, confusa, buscando tu propio camino. Todos los
de mi familia lo han hecho, también son tu familia a fin de
cuentas. Todos nosotros buscamos..., ¿sabes tú lo que buscas
al fin?”. “Sí”, le digo, “ahora lo sé”. “Pues encuéntralo, no
tenemos muchas oportunidades para hacerlo en esta vida.
También tu padre, el que te engendró, buscó la gloria, el
honor, con toda su alma. Aunque la vida le derrotara es eso
lo que queda en mi recuerdo de él, sus ojos luminosos, la
fuerza de su brazo al despedirse de mí, el espíritu que le
animaba...”. Calla un momento antes de decir lo que casi
estoy pensando yo. “La vida esta llena de derrotas pero es
entre ellas que debemos buscar nuestro camino, lo que
llevamos dentro, lo más hondo por debajo de capas de
197
orgullo, resentimiento, violencia y muerte. Por debajo de
todo eso estamos nosotros. Como dijo tu tío Gabriel, lo más
auténtico de cada uno, lo que nos hará inmortales por ser
únicos”.
La tarde avanza lentamente. Se oye el piar de los
pájaros, tórtolas, mirlos, que cantan a la primavera que nace.
“Me acuerdo de mi madre”, dice la anciana. “Se sentaba aquí
mismo, el lápiz en la mano, queriendo atrapar con sus manos
la belleza de cada momento, ese tiempo que se nos va sin
darnos cuenta, el instante. Esas ráfagas que vienen a la
memoria cuando hacemos balance de nuestra vida. Quiero
que me leas una historia, una más. Me recordará a mi hijo
Miguel, su cara que fue hermosa cuando volvió con llagas,
deformado, roto. Hubiese querido, como el cuento, pasar mis
manos por su cara cuando le trajeron... ¿Sabes que tenéis
algunos rasgos en común? Los reconocí el primer día. Anda,
búscala, por favor, hija. Habla de un hombre que creaba
belleza con sus manos, como mi madre, que transformaba la
fealdad en hermosura, como yo hubiera querido hacer con mi
hijo.

198
Manos de plata
Jean Mitery, nacido en Puisieux, una de las tres partes
en que se divide el condado de Hort. Era el día 8 de
diciembre del año1389 cuando vio la luz. Ningún prodigio le
precedió, sólo el grito contenido de su madre y un llanto tan
natural como el de muchos otros niños que nacen a este
mundo. Su madre Lorette le acunó inmediatamente en sus
brazos y ambos quedaron dormidos mucho tiempo mientras
la comadrona se lavaba, charlaba con las mujeres y todas se
reían de Michel, el silencioso y tímido granjero, padre de la
criatura.
No fue hasta que llegaron los padres y la hermana de
Lorette cuando ella se despertó y dio de mamar a su hijo. El
alborozo y los parabienes, los vinos que corrían entre los
presentes, se detuvieron cuando la hermana pequeña de
Lorette, con apenas seis años, señaló las manos del bebé.
Eran hermosas, suaves claro está pero ya enérgicas.
Pugnaban por agarrar el pecho materno para extraer hasta su
última gota. Nada de esto sería extraño si no fuera por el
hecho de que las manos del pequeño Jehan tenían el color de
la plata.
Desde pequeño reveló su asombrosa capacidad para
el moldeado. Nada tenía de extraña esa actividad en una zona
donde los campesinos se entretenían haciendo muescas sobre
maderas con viejas navajas que heredaban de padres a hijos.
Pero la habilidad de Jehan era algo fuera de lo común.
Acariciaba un leño de árbol, una piedra o cualquier otra cosa
y, sin mayor esfuerzo, lentamente, el material se iba
amoldando a su mano y aparecía una estatuilla, la figura de
un buey, de una mula. Construía con manos prodigiosas
199
figuras extrañas, pájaros nunca vistos, torres rodeadas de
nubes, montañas de donde parecía brotar el fuego.
Su habilidad fue objeto de muchos comentarios. De
todos lados venían a verle, un niño casi siempre serio, que
miraba de otra forma, que veía lo que los demás parecían no
percibir. Un niño de ojos soñadores que vivía entre la casa de
su madre y la de su tía, la hermana pequeña de la primera.
Lorette enfermó cinco años después del nacimiento del chico
en un mal parto y Jehan encontró en la casa de sus abuelos el
mejor lugar donde pasar largas temporadas mientras su
madre se recuperaba. Allí paseaba con Geneviéve, su tía, por
los bosques y prados, asistían juntos al parto de las vacas,
trepaban árboles. Con ella aprendió a leer y a escribir, de ella
escuchó cuentos antiguos sobre brujas, hadas y princesas.
Desde muy pronto se acostumbró a llamarla princesa
Geneviéve y ella se reía mirando sus manos anchas, su rostro
poco agraciado, su pelo descolorido. Le decía, a mí no me
querrá nadie porque soy fea y una campesina. Y él
contestaba, a ti siempre te querré yo porque eres guapa y una
princesa.
Pasó el tiempo sin embargo, ese tiempo que parece
borrar los sueños y la primera inocencia. Andando el tiempo,
Jehan trabajaba en un taller de madera. Componía muebles,
restauraba sillas y mesas, barnizaba y lijaba. De vez en
cuando se retiraba a un pequeño cuarto donde dormía y allí,
al caer la tarde, moldeaba en madera animales, árboles y
casas de pequeño tamaño que su dueño vendía en el mercado
los sábados. Su madre había muerto unos años antes y su
padre, lleno de dolor, había malvendido su granja y se había
perdido entre los bosques, nadie sabía por qué ni adónde fue.
Jehan había quedado solo pero ya por entonces trabajaba en
ese taller y allí seguía haciéndolo cuando le llegó la noticia.

200
Fue su primo el que vino una tarde cansado y
exhausto. Encontró a Jehan en su cuarto y le dijo que le
invitara a una pinta de cerveza. Fueron a la taberna y allí su
primo se lo dijo, que la tía Geneviéve se moría de una
infección extraña. Algo habrá comido, añadió, algo habrá
bebido. Era sábado en la tarde cuando salieron ambos hacia
allá. Hicieron noche en el campo, cubiertos por una capa, y
llegaron muertos de frío y hambre el domingo por la mañana
a la granja de sus abuelos.
Jehan entró despacito porque se dio cuenta enseguida
que la muerte había llegado a la casa. Vio a su abuela
llorando como cuando murió su madre, vio al abuelo
apoyado en su bastón de cara a la chimenea, sin moverse.
Conocía la casa como la palma de su mano. Subió la escalera
y allí estaba Geneviéve, tendida sobre la cama, vestida de
blanco como correspondía a una mujer nunca desposada. Se
detuvo a su lado y viendo sus rasgos vulgares, el pelo sucio
aún pegajoso del sudor, recordó a la que paseaba con él de la
mano por los prados de Puisieux, la que se aproximaba hasta
la vaca para ser la primera en sostener al ternero recién
nacido. Le vino a la memoria cuando le tendió uno, caliente,
húmedo y palpitante para que él supiera lo que era sentir un
ser vivo entre tus brazos. Se acordó de su risa, que ya no
vendría más, de sus pies ligeros echando una carrera con él y
luego girándose bruscamente para alzarle en volandas.
Tenía el rostro muy quieto y Jehan pensó que no era
verdad que pareciese dormida porque incluso en sueños su
tía Geneviéve se movía mucho y hablaba, a veces lloraba y
en ocasiones reía. Se acercó y le dio un beso en la frente.
Luego acercó su mano y fue acariciando su cara, sus ojos
cerrados, la nariz grande que tanto la mortificaba, sus labios
que ya no le hablarían más. Se puso a llorar como si tuviera
cinco años, como aquella vez en que se cayó sobre una
201
piedra y tía Geneviéve le abrazó para luego echarle agua
sobre la herida. Luego entró su abuela y le abrazó como ella
hacía pero se dio cuenta cuán vieja estaba y qué poco
tardaría en desaparecer. Sentía como un peso enorme sobre
el corazón cuando fue a sentarse junto a su abuelo ante la
chimenea, ambos silenciosos. Pero el viejo giró la cabeza y
le dijo, “¿Cuándo te cambiaron las manos?”. Jehan, sin
comprender, se las miró y no supo qué había pasado, cuándo
sus manos de plata habían adquirido una coloración natural y
dejaban de brillar. Se encogió de hombros, sorprendido pero
con la tristeza en el corazón.
Luego se oyó un grito sofocado, una mujer bajó presa
de los nervios y los demás fueron a consolarla pero ella
insistía en que subieran, en que contemplaran aquello que
parecía imposible. La sala quedó vacía excepto por la
presencia de Jehan que se levantó y se puso a mirar, tras los
cristales, el prado que se extendía más allá. En el reflejo de
la ventana podía contemplar sus ojos, aún brillantes de
lágrimas, su rostro serio y como ausente. Pero más allá, entre
el rumor del arroyo y el eco del viento retemblando sobre los
árboles, podía ver la cara de su tía Geneviéve, tal como la
había dejado al bajar de la habitación. El rostro de la
muchacha más bella que se recordara en todo el condado de
Hort. El rostro de una princesa, tal como siempre la vio aquel
muchacho de manos prodigiosas.

202
Final del camino
Termino la narración. Hay un silencio extraño. Han
callado los pájaros que siempre parlotean entre las ramas.
Sólo se ha levantado un poco de viento que mueve el cabello
de la anciana. Ésta se ha dormido. La miro y digo para mí,
“Abuela”, intentando que cobre un significado hasta ahora
desconocido. Una mariposa revolotea en torno a nosotras.
Me parece como que saludara. Luego, en un amplio giro,
sobrevuela la cara de la anciana y se posa sobre sus labios.
Hay quietud en la tarde, como si un suspiro se alejara cuando
la mariposa reemprende el vuelo y se pierde entre los
matorrales buscando quién sabe qué.
Vuelvo por el mismo camino por el que fui. Regreso
de mi viaje con el corazón lleno de recuerdos, con caras,
gestos dentro de mí que sé que no podré olvidar. El tiempo
en que permanecí a su lado, acompañándola en su tránsito,
deseándole que encontrase a todos sus seres queridos, allá
donde vayamos, quizá entre las estrellas. Su rostro reposado,
ya definitivamente ausente. El entrar por última vez en aquel
cuarto donde había pasado tantas horas con ella. El ama que
dice, “A ver, muchacha, me ha indicado el señor que era un
deseo de su madre el que te llevaras algo de su cuarto. Un
recuerdo, ¿estamos?, nada de valor, no pienses en joyas o
algo por el estilo”. Acercarme a la estantería y coger el libro
de historias que tantas veces le había leído, conservar para
mí la escritura de su abuelo, el cuento de Morder el azul, las
manos de plata de Jehan Mitery, las horas que pasamos
juntas mientras mi alma de aquietaba y sentía que iba
encontrando el final de mi camino a su lado.

203
“Sí, señora”, digo ahora para mí, “el sentido de todo
lo sucedido en mi vida, el final de tanto peregrinaje. Lo que
hay más oculto detrás del sufrimiento, la violencia y la
muerte. Lo que me salvará de la destrucción no será para mí
la gloria ni el honor ni la riqueza ni el poder ni placer
alguno”. Sigo caminando y toco el libro dentro de mi zurrón.
Si alguna vez llego a tiempo de tener un hijo le leeré esas
historias a las que añadiré otras, las de todos aquellos que le
precedieron en el camino de la vida, los que murieron hace
tiempo, el hombre que se dobla entre el trigo y cae rendido
de cansancio y angustia, la mujer que purga de por vida un
pecado que no fue suyo, el hombre desesperado y arrasado,
el que golpea con una piedra y ve sus manos tintas en sangre,
la señora que me cuenta de sus antepasados, la que pretende
conservar la memoria de aquellas cosas y personas que dan
sentido a la vida.
También tendré que hablarle del silencioso José, de
su mirada intensa y afectuosa. Del abrazo de Rosa, el beso
del pequeño, del ramo de flores que Gonzalo puso en mis
manos al despedirse, llorando como un chiquillo hasta
conseguir que a mí misma... Sí, ese gesto que me recordó a
aquel amor juvenil. También le hablaré de los que se
acobardan y de los que pecan de orgullo y de soberbia y
ambición, de los que aplastan y oprimen, de los que matan y
arrasan, de los desesperados, los que pasan hambre y viven
entre miseria. De todos los hombres y mujeres que, pese a
todo, sienten el palpitar de sus entrañas, el latido de una vida
única por debajo de capas de apariencias, miedo y
esperanzas.
Veo su casa a lo lejos y me aproximo. Sale el humo
por la chimenea y le imagino solo, en silencio, preparando
cualquier guiso. Me viene a la cabeza, como una ráfaga, el
recuerdo de aquella niña que fui, cuando vi a un hombre
204
viniendo del desierto, tambaleante, cansado y sucio. Qué
poco sabemos de lo que nos depara la vida, del rumbo de
nuestros pasos. La puerta se abre y veo su figura recortada en
el umbral. Está quieto, aún no puede distinguirme bien.
Duda, se pregunta si será quien espera. Cuando me acerco
más siento que se estremece y avanza con pasos decididos
hacia mí. Se detiene y quedamos mirándonos. Dejo la bolsa
en el suelo. “Manuel”, digo. “Silva”, responde sin más. Nos
abrazamos y me doy cuenta de que he esperado este calor
durante mucho tiempo, desde que me fui por el camino hace
meses y aún más allá de eso. Que lo he esperado toda mi
vida. Ese calor que me recuerda a Gabriel. “¿Vienes a
quedarte?”, me pregunta. “Sí”, digo, “mientras tú quieras”.
Me mira y sonríe. “Cuidaré de ti”. “Has de hacerlo, he
caminado mucho pero soy una mujer de cristal”. Veo sus
ojos y, de repente, me llega en un fuerte ramalazo una
extraña sensación. Allá, en el fondo de ellos, veo a mi padre,
a mi madre, veo a Gabriel, la anciana señora, los ojos de la
niña que fui. Como si toda mi vida estuviera allí contenida,
en el fondo de unos ojos que gritan su amor en el silencio de
la noche.

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