desde la música
La interpretación adorniana
de la música de Schönberg
–3–
Colección CÁTEDRA FÉLIX HUARTE
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
UNIVERSIDAD DE NAVARRA
Consejo Editorial
Directora: Prof. Dra. M.ª Antonia Labrada
Vocales: Prof. Dr. Álvaro de la Rica
Vocales: Prof. Dra. M.ª Antonia Frías
Vocales: Prof. Dra. Paula Lizarraga
Vocales: Prof. Dr. Javier de Navascués
Secretaria: Prof. Dra. Rosa Fernández Urtasun
Foto cubierta: Ilse Mayer Gehrken / Theodor W. Adorno Archiv, Frankfurt am Main
Impreso en España por: Gráficas Alzate, S.L. Pol. Ipertegui II. Orcoyen (Navarra)
–4–
David Armendáriz
Prólogo de
Arturo Leyte
–5–
A mi esposa Marta
y a mis hijas Aurora y Mercedes.
A mis padres.
ÍNDICE
PRIMERA PARTE
LA TOTALIDAD
RESQUEBRAJADA
EL OCASO DE LOS GRANDES SISTEMAS ..................................... 37
–9–
EL OCASO DE LAS GRANDES SINFONÍAS .................................. 87
SEGUNDA PARTE
LA RECONSTRUCCIÓN DE LA UNIDAD
– 10 –
LA ATONALIDAD COMO REDENCIÓN ....................................... 175
– 11 –
MÉTODO EMPLEADO EN LAS CITAS
– 13 –
TABLA DE ABREVIATURAS DE LAS OBRAS MÁS FRECUENTEMENTE CITADAS
– 14 –
III. Obras de otros autores
– 15 –
PRÓLOGO
DEL ETERNO CONFLICTO
ENTRE ARTE Y RAZÓN
– 17 –
pero sobre todo desde el arte, se pretendiera recomponer el mun-
do que, ya en ese contexto, venía a significar una recomposición
de la «señal» de la metafísica —la diferencia entre lo sensible y lo
suprasensible—, pero más allá de la metafísica. Quiere esto decir
que el intento de recomposición, porque no es frívolo, no des-
echa simplemente lo que hay, por mucho que su procedencia sea
antigua, sino que obligatoriamente tiene que contar con ello,
aunque sea para descomponerlo. Así, esa recomposición sobre-
viene como elaboración de una descomposición, o mejor, como
un hacerse consciente de ella.
Así, el territorio que el autor nos invita a conocer es el de
Schönberg y Adorno. El primero no desecha toda la tradición
musical, sino que la lleva adelante, precisamente para cumplirla
en sus máximas posibilidades, aunque esas posibilidades revelen
el final de lo antiguo, que en la música viene a significar la tona-
lidad. El segundo no elude la metafísica, sino que la recoge en su
forma culminante, la idealista hegeliana, precisamente para co-
menzar ahí a cumplir las posibilidades que ésta contenía. Pero de
esta manera, Schönberg y Adorno aparecen como la representa-
ción personalizada y culminante de los lugares metafísicos:
Schönberg, del arte, es decir, del lugar de lo sensible; Adorno, de
la filosofía, es decir, del de lo inteligible. Y aparecen, en estos tér-
minos, como los herederos cuya propuesta, vista desde hoy, pa-
radójicamente los aproxima más a un Platón, un Leibniz, un
Bach o un Beethoven que a sus inmediatos sucesores, para los
que cuestiones como «conflicto», «negatividad», «totalidad», «uni-
dad» y «reconciliación» simplemente son ya meras palabras sin
significado o con uno meramente retórico, pero que no apunta a
nada. Adorno y Schönberg (entre otros, por cierto), desde esta
perspectiva, son «modernas figuras del pasado», porque desde
su época no intentaron otra cosa que lo intentado de otra mane-
ra, por ejemplo, en los casos de Leibniz y Bach o Hegel y Beetho-
ven.
Se dirá entonces que este libro nos hace comenzar hoy, a prin-
cipios del siglo XXI, una aventura que nos lleva a un territorio
– 18 –
pasado, es decir, a una pasada preocupación. Es cierto, si por filo-
sofía y arte entendemos a su vez también algo pasado, pero si in-
tentamos pensar que bajo esos dos títulos se sigue jugando toda-
vía un destino humano, el propio de la búsqueda (frente al de la
conformación con lo inmediata y directamente positivo), esa
vuelta a nuestro pasado más moderno al que nos lleva el autor
nos devuelve también al futuro, a lo que todavía queda por ha-
cer, esto es, por pensar (filosofía) y crear (arte).
Todo esto que vengo diciendo lo refleja desde el principio el
índice de esta obra, que divide todo su material en dos partes: la
totalidad resquebrajada, la primera (es decir, la unidad metafísi-
ca rota); la reconstrucción de la unidad, la segunda (es decir, el
intento por encontrar una unidad más allá de la metafísica). Esta
unidad, en el caso de Adorno, puede entenderse en términos de
pensar en el «concepto», pero sin metafísica, lo que viene a signi-
ficar: singularmente, sin abstracción; en el caso de Schönberg, ar-
ticular una unidad que reaccione frente a la dispersión y el caos
(que no dejan de ser el correlato sensible de lo abstracto, en la
medida en que la multiplicidad refleja el vacío mismo —el «lle-
no» de la dispersión, repleto de contenidos, resulta también opa-
co y vacío—) por medio de la aparición «total» y «singular» de
los sonidos. Pero tanto en el caso de la filosofía (Adorno) como
en el del arte (Schönberg) se trata de que esta unidad no venga
de fuera, porque en ese caso asistiríamos a una reiteración de la
vieja metafísica. Pero que tampoco proceda de la mera reitera-
ción positiva de lo que hay, porque en ese caso lo que tendríamos
sería exclusivamente «abstracción», en el caso de la filosofía, y
«dispersión», en el caso del arte. Y estas dos formas —caracteri-
zables por abandonarse a lo que ya hay— constituyen lo que el
autor llama respectivamente «tristeza» de la razón y del arte. Y
frente a esta tristeza, tanto desde el pensamiento como desde lo
artístico, sólo se puede oponer la fuerza de lo singular, que tiene
que aparecer.
Y es eso, la recíproca y continuada elaboración de esa unidad
de arte y filosofía, el territorio que el autor, David Armendáriz,
– 19 –
explora con el fin de enseñarnos algo. Por eso el libro puede ser
leído de dos maneras, ciertamente complementarias: una menor
(que aquí no significa poco importante), que consiste en tomarlo
como una revisión de la comprensión que Adorno hace de la mú-
sica de Schönberg; otra mayor, como el intento por entender que
la música puede constituirse en un modelo para la filosofía. La
primera significa que Adorno nos enseña a Schönberg, mostrán-
donos una de las mejores versiones de ese músico y esa música,
siguiendo paso a paso el tránsito del propio Adorno desde la ato-
nalidad al dodecafonismo; la segunda, algo más grave: que
Schönberg no es ya que enseñe a Adorno, sino que produce un
modelo para que la filosofía se pueda comprender a sí misma, a
saber, desde la música. De la primera manera, que he llamado
menor (siempre por comparación con la segunda), el libro se
ocupa con profusión, al punto de constituir una inmejorable in-
troducción al tema. Desde luego, el que quiera aprender encon-
trará aquí un instrumento bien documentado y completo sobre el
período y los materiales, además proporcionados y articulados
por alguien —y esto es raro, por no decir extraordinario— que
sabe tanto de música (y desde luego se puede decir que de mú-
sica sabe «tanto») como de filosofía. Pero además, el que persiga
el segundo intento, que yo he llamado «mayor», encontrará en
la segunda parte del libro la posibilidad de iniciar esa aventura
y adentrarse en ese territorio al que inicialmente he aludido: el
del conflicto verdadero entre filosofía y arte, entre razón y músi-
ca, para percibir que siendo diferentes y autónomas, apuntan a
un mismo fin: el cumplimiento de lo singular, más allá de la abs-
tracción del antiguo concepto metafísico y de la vacía multiplici-
dad sin orden. Decir que el autor resuelve este conflicto sería, en
cierto modo, rebajarlo, porque de ese conflicto vive la razón hu-
mana, aquella que vive en el cruce entre la razón que quiso ha-
cer filosofía y la razón que quiso producir arte. Y que sigue que-
riéndolo. Si el autor no lo resuelve, sin embargo lo expone. Ésta
es la invitación que nos hace: iniciar la aventura y entrar en ese
territorio.
– 20 –
El siglo XX, como si fuera algo pasado, se muestra ahí como
una especie de paréntesis entre la modernidad, que ya hay que
concebir como el conjunto de sus ideales y su fracaso, y la pos-
modernidad, que en cierto modo sólo llegaría a recoger su propia
constitución (si es que esta alternativa «constitutiva» no choca ya
con sus propios principios, que bien podrían entenderse como no
aceptar algo así como que los principios sean una cuestión) si es
capaz, como intentaron —y seguramente fracasaron— Adorno y
Schönberg, de reconocer una articulación en la enorme red des-
plegada a la que, con todo, todavía podemos denominar «cultu-
ra». Y este pasado siglo XX es de nuevo el territorio que quizá
haya que volver a recorrer para reencontrar esa articulación. Este
libro no deja de ser un señalado camino de entrada.
ARTURO LEYTE
Profesor de filosofía
– 21 –
INTRODUCCIÓN
– 23 –
pianista profesional, las primeras lecciones de música. Más tarde,
el joven Teddie estudiaría piano con Bernhar Sekles, compositor
y pianista, maestro, entre otros, de Paul Hindemith, y llegaría a
ser un notable intérprete del instrumento. En 1925 conoce a Al-
ban Berg, por cuya ópera Wozzeck se sintió inmediatamente fasci-
nado, y recibe de él clases de composición, integrándose muy
pronto en el círculo de compositores de Schönberg. En esos años
Adorno compuso música de cámara, lieder e incluso una ópera
que no llegó a concluir 1.
Como compositor Adorno nunca se sintió satisfecho, quizá
porque no creyó conseguir un estilo personal. Pero su profundo
aprendizaje y experiencia lo capacitaron para ser un crítico y teó-
rico de la música excepcional, aspecto que será parte esencial en
su pensamiento. Basta echar un vistazo a los títulos de sus obras
para darse cuenta de la ingente cantidad de libros y ensayos que
dedicó a la música:
– 24 –
cos subyacentes, no para su análisis detenido —que desbordaría
los límites de este trabajo—, sino para encuadrar nuestro objeto y
sugerir vías de profundización.
La primera parte de la investigación estudiará la génesis e ins-
piración estética del pensamiento de Adorno, mostrando cómo
las líneas principales de su filosofía brotan de una profunda refle-
xión sobre lo estético. Uno de los objetivos será, por tanto, esclare-
cer estos principios o células fundamentales, que a mi parecer son
dos: la unidad concebida como emergente de lo diverso-singular,
y la remitencia tensional, no especular o representativa, de lo sen-
sible a lo universal. Los temas de la unidad y la imagen, así como
su interrelación, serán así las coordenadas de este trabajo.
Ambos pueden considerarse un desarrollo del principio de
interrelación de lo singular y lo universal, que constituye uno de
los ejes del pensamiento adorniano: el primero haciendo referen-
cia al tema de la forma, del logos; y el segundo, al de la transcen-
dencia. Unidad emergente se contrapone a unidad esquemática,
impuesta a lo sensible, imposición que es para Adorno lo carac-
terístico de la unidad abstracta y sistemática, a la que ha sido re-
ducida, según él, la racionalidad desde los albores mismos del
pensamiento. Frente a ella, Adorno ve en el arte un modelo de
unidad en la que lo sintético, lo unificador, lo universal —la for-
ma—, no es algo a priori respecto a lo material-concreto, sino na-
cido de él. De este modo, lo singular no es un caso o ejemplar de
lo universal —al que remitiría entonces especularmente, sin enri-
quecerlo—, sino encarnación de lo universal, al que remite y hace
presente a la vez. La obra de arte no es así una mediación «me-
dial», a través de la cual se arriba a lo universal significado como
a través de un puente, sino mediación «total» (Gadamer), como
acceso que es a la vez el lugar en el que lo significado se hace pre-
sente en el signo. A esto lo denomino remitencia tensional —inin-
tencional, dice Adorno—, contraponiéndola a la intencional enten-
dida como especular o ejemplificadora.
Las nociones de unidad emergente y remitencia tensional se-
rán, por tanto, analizadas como los ejes de la filosofía adorniana,
– 25 –
y se estudiará hasta qué punto pretende Adorno extender lo que
es propio de lo estético a la metafísica y la gnoseología en su con-
junto o, sencillamente, iluminar desde lo estético problemas me-
tafísicos y gnoseológicos. En este punto, trataré de mostrar la afi-
nidad entre la estética de Adorno y la ontología de la imagen
propuesta por Gadamer en Verdad y método I. Se trata, por tanto,
de dilucidar en qué medida hay en Adorno un esteticismo, o más
bien, una inspiración mutua, un diálogo entre arte y filosofía. El
posicionamiento de Adorno por lo estético ha sido interpretado
por algunos en clave nietzscheana, como un «viraje» que preten-
de dejar atrás la racionalidad, considerada como principio de do-
minio y sometimiento de lo singular. Esta lectura presenta a
Adorno como un mero crítico de la racionalidad, que la identifi-
caría sin más con la voluntad de dominio y que acude al arte
para remendar la insuficiencia de la razón.
Trataré de valorar esta lectura dualista del pensamiento de
Adorno, fundada a su vez en la lectura aporética de su crítica a la
racionalidad. Según ésta última, el planteamiento adorniano es
radicalmente negativo respecto a la razón y lleva a una aporía,
que sería la de que la razón no puede alcanzar su finalidad —la
unificación no niveladora de lo diverso—, debido a que su ins-
trumento, el concepto —unidad abstracta de lo diverso—, se lo
impide. De este modo, la razón sería el lugar donde perece irre-
mediablemente lo singular, lo diferente, y el arte el refugio donde
puede sobrevivir.
En la música del período atonal 2 de Schönberg ve Adorno la
materia musical liberada de la sistematización tonal y de las for-
mas musicales cerradas —en especial de la forma sonata clásica—,
pero a la vez no abocada a la pura dispersión, sino unificada se-
gún principios internos a la propia materia. En la atonalidad li-
bre verá Adorno el modelo de unidad no abstracta, sino emer-
gente de lo diverso, que él propone a la razón.
Por otro lado, en esta renuncia a la universalidad esquemáti-
ca, Schönberg se revela testigo de su tiempo, caracterizado según
Adorno por la colisión entre lo singular y lo universal, en la que
– 26 –
éste se cosifica como algo en sí, reduciendo lo singular a mero
caso o ejemplar, lo que es experimentado por el individuo como
soledad, dolor y sinsentido. Así, Schönberg hace del arte no obje-
to de mera contemplación, sino escenario donde comparece la re-
alidad presente, rompiendo la pura inmanencia artística defendi-
da por Lukács 3.
Esto abre el segundo bloque temático de la investigación,
que apunta al tema adorniano de la interrelación u organicidad
entre universal y singular, que aparece para él incoado en el
arte, y que hay que lograr en el conocimiento racional. Este tema
se desarrolla en su obra sobre dos ejes, que critican la cosifica-
ción de cada uno de estos dos polos. En efecto, interrelación se
contrapone a subordinación de uno al otro, que es lo que ocurre
según Adorno en el idealismo, donde el objeto queda reducido a
momento del despliegue del sujeto, y en la denominada filosofía
primera, que ontologiza la verdad como algo en sí, estática frente
al sujeto y a la Historia, así como en el materialismo marxista,
que considera las estructuras sociales como naturales y concibe
el pensamiento en función de la praxis. Las críticas a estas dos
corrientes filosóficas —la que ontologiza el sujeto y la que onto-
logiza el objeto— serán los dos ejes fundamentales del pensa-
miento de Adorno.
En última instancia, la oposición que subyace a todas es la de
ser-devenir. La primera corriente errónea sería para Adorno la
que, ya en Platón, considera el ser como lo invariable, identifi-
cándolo con la estaticidad —identidad—, rebajando el mundo
sensible y cambiante —devenir, diferencia— a reflejo o ejemplar
del inmutable. A esto lo llama Adorno el «prejuicio más nefasto»
de la filosofía (ND 136), el de considerar lo inmutable como su-
perior a lo cambiante, y es el que subyace también para él en el
idealismo hegeliano e incluso en el historicismo, como veremos.
La segunda sería la que ontologiza el devenir —la multiplicidad,
la diferencia—, negando toda referencia al ser, toda universali-
dad, que es lo que hacen el positivismo y el relativismo, a los que
Adorno también combate.
– 27 –
La primera corriente, que tiene una concepción mítica del ser,
como algo a priori y separado del devenir, tiene como reverso
una concepción simbólica del mundo, que consiste en pensar que
lo particular representa a lo general como el mundo de los signos
al de los significados, en el que aquéllos tienen su sentido detrás
de sí mismos. La segunda corriente, que mitifica el devenir, la
multiplicidad, cae en una concepción distensa del mundo, que es
el núcleo de la crítica de Adorno al historicismo (IN 349).
Ésta será también la crítica de Adorno a ciertos movimientos
del arte moderno, como los collages surrealistas o la música concre-
ta —que incorpora ruidos de la vida cotidiana grabados o sinteti-
zados electrónicamente—, que serían afirmaciones de la pura
multiplicidad. Contra estas tres concepciones unilaterales, la con-
cepción mítica del ser, la concepción simbólica del mundo y la con-
cepción distensa de la multiplicidad, basadas en una comprensión
dualista de cada uno de sus términos opuestos, es contra las que
polemiza Adorno, tanto en el terreno de la filosofía como en el de
la estética.
Junto a esto, me interesa destacar el método que utiliza Ador-
no para llevar a cabo esta crítica, que consiste en explicar un tér-
mino de la supuesta oposición en función del otro, de forma que
quede patente que no se pueden concebir por separado. Esto es
para Adorno el núcleo del pensamiento dialéctico, y es a lo que
se refiere cuando habla de pensar en «constelaciones» (ND 165),
o de «campos de fuerza» (ÄT 307). Según esto, posicionándonos
en el eje antiidealista de Adorno, la filosofía de Hegel, en la que
el sujeto es concebido como principio absoluto que se autodes-
pliega, implica una ontologización del significado o del sentido,
como «curso del mundo» transcendente a los hechos particu-
lares, que los dota de un sentido total, y la posibilidad, por tanto,
de un conocimiento absoluto, sistemático, es decir, de lo indivi-
dual no como singular, sino como particular, como caso o momen-
to —ejemplar— de lo universal. Por eso, para Adorno, las dos ca-
tegorías clave del idealismo son las de totalidad y posibilidad, la
primera haciendo relación al carácter simbólico-especular del
– 28 –
mundo respecto al sentido; y la segunda subrayando el carácter
apriorístico de tal sentido.
Según lo dicho, la crítica de Adorno a Hegel consistirá en
concebir la Historia —el despliegue del espíritu— en función de
la naturaleza —la facticidad, el mundo sensible—, no como au-
todespliegue en una multiplicidad completamente sumisa a ella,
no como totalidad dadora de sentido, sino como algo que se im-
pone, violentándola, a una naturaleza que se resiste a ser despo-
seída de su singularidad. Se trata, en definitiva, de respetar lo
individual en su singularidad, que no se deja aprehender —indi-
ferenciar— en la unidad lógica del concepto. Por eso, afirma:
– 29 –
una clave definitiva de interpretación, única manera de expresar
una verdad que está imbricada en la Historia.
A ese proceso desontologizador del sujeto o del objeto lo lla-
ma Adorno desmitificación (Entmythologisierung), de manera que la
tarea del pensador, y la del artista, como veremos, consistirá en
llevarla a cabo. Resumiendo lo anterior, habrá de desmitificar la
Historia concebida como totalidad de sentido (Hegel), interpre-
tándola en términos de la naturaleza individual que perece en su
interior o que se revela (último Beethoven, Mahler), y desmitificar
la naturaleza concebida como esencia o verdad inmutable (Pla-
tón, Kant, Scheler) mostrando su carácter histórico (Schönberg) 4.
Éste es el segundo motivo por el que Adorno toma a Schön-
berg como modelo para el pensamiento racional y, a mi parecer,
el punto más forzado de la interpretación que lleva a cabo de su
música. Se trata, en efecto, de dilucidar hasta qué punto los pre-
supuestos socio-históricos del pensamiento adorniano hacen jus-
ticia a la obra de Schönberg, y si no acaban, en definitiva, por
malograr la misma empresa filosófica de Adorno, en concreto sus
nociones centrales de paz —unidad emergente— y mímesis —re-
mitencia tensional—.
Retomando el tema de la interrelación de universalidad y
singularidad, esbozaré brevemente cómo se despliega en el pen-
samiento de Adorno y la relación de cada una de sus derivacio-
nes con la estética de Schönberg, para mostrar la estructura de la
investigación. A mi parecer, la teoría de la interrelación de lo sin-
gular y lo universal se articula en tres nociones fundamentales: la
de historia natural —y su correspondiente de naturaleza histórica—,
la de verdad inintencional y la noción de paz.
La idea de historia natural afirma la interrelación orgánica de
ser y devenir, y consiste en explicar la Historia en función de la
naturaleza (último Beethoven, Mahler) y la naturaleza como pro-
ducto histórico reificado (Schönberg). Esto lo expondré en el ca-
pítulo tercero, dedicado a la desmitificación que lleva a cabo
Schönberg del material musical tonal y a mostrar su conexión
con el concepto adorniano de «historia natural».
– 30 –
La teoría de la verdad inintencional, así llamada por Susan
Buck-Morss en su citada obra —si bien el término inintencionali-
dad es del propio Adorno—, polemiza contra la concepción sim-
bólica del mundo, consecuencia de la mitificación del universal,
que consiste, como vimos, en reducir lo singular a ejemplar.
Frente a esta intencionalidad especular de lo particular hacia
lo universal, que concibe la transcendencia como «detrás», surge
el concepto adorniano de inintencionalidad, que no pretende negar
la remitencia de lo singular a algo transcendente, sino la remiten-
cia medial. La inintencionalidad es una remitencia concebida
como tensión interior, de forma que lo individual no es prescin-
dible o sustituible —caso—, sino constitutivo para la significa-
ción —singular—. Esto lo desarrollaré en los capítulos tercero y
cuarto, en conexión con el tema de la autonomía y progreso en el
arte.
Finalmente, el concepto adorniano de paz establecería la com-
prensión verdadera y la relación real entre naturaleza e Historia,
individual y universal, que es una relación orgánica y establece
el verdadero sentido de la transcendencia, no como sentido o sig-
nificado a priori, sino como logos, transcendente e inmanente a la
vez a la multiplicidad. A la luz del concepto de paz, la verdad, el
sentido, la unidad, se revela como logos, y la facticidad, la multi-
plicidad, como imagen de esa verdad, en mutua tensión. Aquí es
donde expondré el concepto schönbergiano de la armonía y su
relación con la noción adorniana de paz. Terminaré con un capí-
tulo dedicado a la crítica que hace Adorno al Schönberg dodeca-
fónico.
En mi opinión, la crítica de Adorno al dodecafonismo de
Schönberg como absolutización del contrapunto, es decir, de
cada voz singular, es profundamente penetrante. En su afán, dice
Adorno, de crear una unidad absolutamente emergente de lo sin-
gular, se cancela la unidad misma y se cae en el nominalismo es-
tético, que la atonalidad supo combinar con el elemento formal-
universal (el desarrollo temático), pero que en el dodecafonismo
se hace absoluto.
– 31 –
El objetivo final de este trabajo sería mostrar si, en definitiva,
Adorno no derivó en la misma dirección que Schönberg, al no sa-
ber mantener adecuadamente la tensión entre lo singular-históri-
co y lo universal. Su ideal de conocimiento en constelaciones y
modelos, no sobre lo particular, sino desde lo particular, pero sin
posibilidad de transcenderlo, invalidaría su propia noción de uni-
dad emergente y, a la par, la de mímesis, ya que la imagen se con-
vierte en expresión de lo puramente histórico, y, por tanto, en una
mónada sin ventanas cuando el contexto histórico-social de una
obra no coincide con el nuestro. Se cae así en un inmanentismo de
la imagen y en una autocancelación de la unidad, por querer ser
absolutamente emergente de lo singular, absolutamente democrá-
tica, podríamos decir. De este modo, la crítica adorniana al dode-
cafonismo de Schönberg se podría aplicar al mismo Adorno.
– 32 –
NOTAS
1
Para un análisis de Adorno como compositor, véase el libro de M. HUF-
NER, Adorno und die zwölftontechnik, Forum Musik Wissenschaft Bd. 2, Re-
gensburg, ConBrio vg.
2
Utilizaré al referirme a la música del período expresionista de Schönberg
el término «atonal», ya que ha sido universalmente aceptado. No obstan-
te, el mismo Schönberg nos advierte de la inadecuación de este término,
acuñado peyorativamente por sus detractores, para referirse a su música:
«Tengo que apartarme de este término, pues yo soy músico y no tengo
nada que hacer con lo atonal». Atonal podría simplemente significar: algo
que no tiene nada que ver con la naturaleza del sonido. [...] Pero lo que no
se podrá es llamar «atonal» a una relación de sonidos, cualquiera que sea,
lo mismo que una relación de colores no podría ser designada como «in-
espectral» o «incomplementaria». No se dan esas antítesis. Por otra parte,
no se ha estudiado la cuestión de si lo que encierran tras de sí estas nue-
vas sonoridades no es una tonalidad constituida por una serie de doce to-
nos (Zwölftonreihe). Si no hay más remedio que buscar un nombre, se po-
dría pensar en «politonal» o en «pantonal» (H 486-87). Por otro lado, el
compositor afirma que su crítica va dirigida «por supuesto contra la ex-
presión, no contra la cosa en sí» (carta a Hauer, 1.12.1923: Stein 1958, 112).
3
Naturalmente, según la interpretación de Lukács que hace Adorno, que
no tiene en cuenta la dimensión transfiguradora de la sociedad que el arte
tiene para el autor de Historia y consciencia de clase.
4
Cf. Buck-Morss 1981, 129 s.
– 33 –
PRIMERA PARTE
LA TOTALIDAD RESQUEBRAJADA
LA ACTUALIDAD DE LA FILOSOFÍA
– 37 –
miento de Adorno. Desde este primer ensayo hasta Dialéctica ne-
gativa, que comienza cuestionando la posibilidad de la filosofía,
tal pregunta fue una constante en su obra. En cierto modo, toda
su empresa intelectual puede entenderse como un salvar a la filo-
sofía o, en definitiva, a la racionalidad misma.
Para el joven Adorno de 1931 la filosofía naufraga. Pero en el
fondo, dice, ha estado siempre herida de muerte, constantemente
por debajo de sí misma. Y lo está porque desde sus albores «ha
sucumbido ya a la tentación del idealismo» (IN 363). El idealismo
ha sido para Adorno el signo de toda la filosofía desde Platón, y
su herida mortal. El posicionamiento de Adorno frente al idealis-
mo alemán marca el curso de su pensamiento, si bien considera el
idealismo como la rémora de toda la filosofía, y no como un de-
terminado período histórico. Categorías como «progreso», «mo-
dernidad», «avanzado» o sus contrarias: «regresión», «arcaico»,
«caduco», llenan los textos de Adorno, referidas tanto a corrien-
tes filosóficas como artísticas. En esto se aprecia el sesgo histori-
cista y sociologista de su pensamiento, que Adorno bebió de
Marx y Dilthey y, sobre todo, de Benjamin y Kracauer, con su tra-
tamiento «micrológico» de los textos filosóficos (cf. Jay 1988, 16).
Con Kracauer se introdujo Adorno, a los quince años, en la fi-
losofía idealista, con la lectura de la Crítica de la razón pura de
Kant. Como señala Martin Jay, de Kracauer aprendió Adorno «a
descifrar los textos filosóficos como documentos de la verdad so-
cial e histórica» (1988, 16). Su deuda con Benjamin en este punto
la reconoce el mismo Adorno:
– 38 –
sociales —metacrítica—, a través del análisis no de tipo psicoló-
gico, sino de elementos «inintencionales» —fisiognómica— 1. De
estos autores tomó también la posición profundamente crítica
hacia el idealismo que empapa todo su pensamiento, al que acu-
sa de teodicea que justifica y transfigura el sufrimiento (cf. Jay
1988, 16). La cuestión que centrará este primer apartado es hasta
qué punto la categoría adorniana de actualidad o inactualidad es
únicamente histórico-sociológica, progresista, o si contiene tam-
bién un elemento ahistórico, de especulación metafísica. Analiza-
ré primero la cuestión en la crítica adorniana al idealismo (capí-
tulo I), para abordar después su crítica al concepto de obra de
arte (capítulo II), tomando como eje en ambos casos la crítica
adorniana a la noción de totalidad.
– 39 –
co para la filosofía, convicción que defendería drásticamente du-
rante toda su vida, como lo demuestra su provocativo gesto de
negarse a cambiar el tema de una conferencia que planeaba dar
en Berlín sobre «El clasicismo de la Ifigenia de Goethe», poco des-
pués de la muerte del estudiante Benno Ohnesorg por la policía
durante la visita del Shah de Irán en junio de 1967 (cf. Jay 1988,
147). Esta actitud le valdría la animosidad de los activistas de la
nueva izquierda alemana y el reproche por parte de Lukács de
haberse instalado «en el gran hotel abismo» (1962, 22) —Haber-
mas hablaba de «estrategia de hibernación»—, y desencadenó el
desafortunado incidente de 1969, en el que un grupo de estu-
diantes irrumpió en una de sus conferencias. Martin Jay relata así
el suceso:
– 40 –
ta en tanto la teoría de Adorno no incluía concepto alguno de un su-
jeto revolucionario colectivo que pudiera llevar a cabo tal cambio.
– 41 –
misma, en su ser-en-sí. Siempre han estado en relación con los pro-
cesos vitales reales de la sociedad de la que se distinguen (45).
– 42 –
ción del arte respecto a ese fin, olvidando que el arte es transfor-
mador de suyo. La crítica de Adorno a toda una serie de movi-
mientos musicales como el «Jugendmusik» [música joven], o el
«Singbewegung» [movimiento de canto], que surgieron en Ale-
mania en los años cuarenta, se basa en la mediatización de la mú-
sica a ideales extraestéticos: «el cortocircuito del “Jugendbewe-
gung” [movimiento juvenil] consiste en sostener que la música
no posee su fin humano en sí misma, sino en su aplicabilidad pe-
dagógica, ritual, colectiva» (D 72).
Como afirma Jay, comentando el incidente de la conferencia
de 1969:
– 43 –
importante, la divergencia de fondo se plantea en torno a la no-
ción de totalidad.
La categoría de totalidad es clave en el pensamiento de Lu-
kács, hasta el punto de afirmarla como clave del marxismo, por
encima incluso de la explicación economicista de la Historia, y
como piedra de toque de la diferecia entre pensamiento marxista
y burgués. En Historia y conciencia de clase afirma:
– 44 –
zar el proceso histórico como totalidad que engloba y da sentido
a lo particular. En este sentido afirmaba Lukács que «no existía
solución a los problemas de la filosofía burguesa que no haya de
buscarse en la del enigma de la estructura de la mercancía»
(1947, 233), postulado que Adorno habría de volver a criticar en
Dialéctica negativa: «El pensamiento se imagina tan fácil como
consoladoramente que posee la piedra filosofal para disolver la
cosificación, la calidad de mercancía» (ND 191). En este sentido,
Adorno considera que Lukács está continuando a Hegel en el
punto donde éste ha de ser corregido: en la glorificación de la to-
talidad 5. Retomaremos este asunto al tratar la crítica de Adorno
al inmanentismo estético. Ahora lo interesante es mostrar cómo
Adorno se distingue de Marx y Lukács, viéndolos como conti-
nuaciones equivocadas de Hegel. Toda su empresa puede consi-
derarse como un repensar a Hegel, una «vuelta a Hegel», pero
para rectificarlo. Por eso, como señala Buck-Morss, la deuda de
Adorno respecto a Lukács «se limitaba claramente al nivel nega-
tivo de la Ideologiekritik, al análisis crítico de la conciencia de cla-
se burguesa» (1981, 73).
El historicismo de Adorno
a) La discusión de Fráncfort
– 45 –
No descubro demasiado si digo que la perspectiva en que se
orienta cuanto voy a decir es propiamente la superación de la antí-
tesis habitual entre naturaleza e historia; que, por lo tanto, donde
opero con los conceptos de naturaleza e historia no los entiendo
como definiciones de esencia de una validez definitiva, sino que
persigo el propósito de llevar tales conceptos hasta un punto en el
que queden superados en su pura separación (IN 345).
– 46 –
En el mismo sentido afirma respecto de Husserl que su des-
cubrimiento realmente productivo «más importante que el méto-
do de la “intuición de esencia” [...] fue haber reconocido y hecho
fructífero el concepto de lo dado irreductible» (AP 327). En Hei-
degger, afirmaba Adorno en «Actualidad de la filosofía»,«sólo que-
da como eterno la temporalidad» (330), de manera que, como
dice ahora, pierde la tensión entre naturaleza e historia. Si bien la
dualidad entre ambas dimensiones ha de ser superada, ello en
modo alguno se consigue para Adorno reduciendo una a la otra.
Adorno está aquí recogiendo una problemática que se remonta,
como él señala, al idealismo subjetivo «con la escisión del mundo
en ser natural e histórico», que se continúa en el movimiento his-
toricista con «la separación de la estática natural de la dinámica
histórica» (IN 354).
La tensión, la relación dialéctica, que los considera como dos
momentos mutuamente mediados, no debe nunca perderse para
Adorno:
– 47 –
globarla o explicarla mediante categorías invariantes (naturale-
za):
– 48 –
Ahora bien, si Adorno parte de la fenomenología y el histori-
cismo, no deja de aglutinar prácticamente la totalidad de las co-
rrientes filosóficas de su tiempo en torno a esta polarización en-
tre naturaleza e historia. Por un lado, estarían las corrientes
filosóficas que absolutizan lo ideal-natural. Aquí estarían, junto a
la fenomenología, el neokantismo —tanto en su vertiente formal-
abstracta como en la de los valores— y los intentos de escapar al
relativismo historicista apelando a la transcendencia religiosa,
corriente representada sobre todo por Troeltsch y Meinecke. Por
otro lado, tendríamos el relativismo y el positivismo, que se per-
derían en la pura multiplicidad. Los primeros, dice Adorno, se
ven remitidos «a una región formal en que la determinación de
cualquier contenido se volatiliza como punto final virtual de un
proceso sin fin» (AP 326), siendo un buen exponente de a qué lle-
va la polarización de naturaleza e historia:
– 49 –
samente en que concede a la historia un margen muy amplio,
pero de tal modo que allí donde ésta contradice demasiado la
concepción tradicional, se tienen dispuestos a la vez plantea-
mientos de carácter teológico (cf. Troeltsch 1979, 33). Como seña-
la Waismann, en Troeltsch se plantea un conflicto entre la cons-
ciencia meramente histórica-relativa y la afirmación normativa
del valor religioso, y la superación de tal dualismo no se opera en
su caso «ni por medio de un místico abandono ni por medio de
un racionalismo dogmático y antihistórico», de manera que en su
pensamiento «superar el historicismo no significa menospreciar
el pensamiento histórico» (Waismann 1960, 35).
Pero además de este paralelismo en la dirección de su pensa-
miento, lo hay también en sus categorías principales, en especial
las de Troeltsch de esencia, desarrollo histórico y normatividad. Tro-
eltsch, al igual que Adorno, no concibe la esencia de modo estáti-
co, sino como algo dinámico y variable, capaz incluso de perder
su identidad. El desarrollo histórico no es para él el curso del
mundo, sino el despliegue interno de lo individual, de manera
que está abierto a la novedad, a hechos que no son totalmente
deducibles del pasado, pero que brotan a partir de él. Esto lo lle-
vó a una noción de normatividad entendida no como un ámbito
ideal separado de lo empírico, sino como el carácter modélico de
ciertos valores y hechos históricos (Troeltsch 1979, 79 ss).
También Meinecke coincide con Adorno en la dirección de su
pensamiento, y busca como Troeltsch una superación del relati-
vismo no ahistórica, haciendo suyo el lema de Goethe de «inves-
tigar la verdad en sus elementos más simples» (Meinecke 1959,
41). Que Adorno se encuentra más cerca de esta posición que del
relativismo o inmanentismo histórico de Mannheim o Spengler
lo revela también el que tome como punto de partida para su
propuesta a Benjamin, en cuyo pensamiento el componente teo-
lógico desempeña un papel determinante. No obstante, que exista
un paralelismo entre Adorno y esta refutación teológica del rela-
tivismo no quiere decir que se encuentren. Como señala Gómez,
en polémica con la interpretación teologizante de Wellmer, el
– 50 –
pensamiento de Adorno nunca traspasa la frontera de la filosofía:
«El problema del sentido de “lo dado” sólo puede contestarse
histórico-filosóficamente, pues el sujeto no es transcendental,
sino histórico cambiante» (Gómez 1994, 85).
– 51 –
clave en toda esta problemática es para Adorno la de sentido.
Tanto la fenomenología con su búsqueda de esencias como las
nociones heideggerianas de «proyecto de ser» y «posibilidad»
tratan de dotar a la facticidad de una unidad inteligible.
La tesis de Adorno es que la disputa es insoluble mientras
sus polos se consideren como antitéticos; en efecto, según Ador-
no, la fenomenología concibe el sentido como esencia inmutable,
la transcendencia como «detrás», la facticidad como caso de lo
universal y la intencionalidad como significación simbólica —re-
mitencia medial—; el historicismo, por su parte, absolutizaría la
facticidad haciéndola naturaleza, con lo cual se queda en la pura
inmanencia, «no habiendo más sentido que el que el sujeto pro-
yecta a los hechos» (IN 347-48), perdiendo también la tensión en-
tre ambos polos, tensión que para Adorno es, como veremos, el
lugar de la verdad.
En «La idea de historia natural» Adorno se propone superar
esta controversia reunificando sus términos aparentemente anti-
téticos. El error en el que están ambas posturas, culpable del dua-
lismo entre naturaleza e historia —entre universal y singular—,
radica para Adorno en la absolutización de lo espiritual, de lo
mental —del concepto—, frente a lo sensible-concreto, hecho que
da lugar como vimos a lo «mítico». También el historicismo cae
para Adorno en idealismo, pues, dice, no da razón de lo singular,
de lo fáctico, sino que lo vierte en un constructo mental, el con-
cepto de historicidad, y al idealizarlo, lo pierde. La crítica a lo mí-
tico será así el núcleo de «La idea de historia natural» y uno de los
ejes principales de la filosofía de Adorno, que lo une a la empre-
sa schönbergiana de desmitificar el sistema tonal.
El idealismo implica, según Adorno, la mitificación de la idea
como inmutable, como significado transcendente, que reduce la
facticidad a átomo indiferenciado y a mero signo (remitencia in-
tencional). A esto es a lo que llamamos atomización y simboliza-
ción del mundo, reunidos en la expresión weberiana «desencan-
tamiento del mundo». Frente a esto, «historia natural» significa
que el ser está determinado intrahistóricamente:
– 52 –
Hay que dar entrada a un planteamiento que realice en sí mis-
mo la unidad concreta de naturaleza e historia. Unidad, pero con-
creta, una que no se oriente a la contradicción entre ser posible y ser
real, sino que se agote en las determinaciones del mismo ser real
(IN 354).
– 53 –
2. La tensión entre naturaleza e historia
– 54 –
te en que «la verdad no está en la historia; la historia está en la
verdad» (67).
En un primer momento parece que Adorno se inclina por la
primera posición. Así, por ejemplo, criticando la posición neoon-
tológica dice que «la idea del ser se ha vuelto impotente»; o refi-
riéndose a la posición idealista afirma que «ninguna razón legiti-
madora sabría volver a dar consigo misma en una realidad cuyo
orden y configuración derrota cualquier pretensión de la razón»
(AP 325). En el terreno estético, hablando de las formas musicales
cerradas dice que «han devenido falsas» (PnM 43). Dicho de otro
modo, ¿sostiene Adorno que el idealismo —o el sistema tonal—
fue verdadero en un tiempo —la era burguesa— y se ha vuelto
caduco y muerto, como un ser vivo (Spengler), o que ha sido
siempre falso y que esa falsedad se ha revelado ahora? Afirmar
categóricamente lo primero equivaldría a afirmar la pura provi-
sionalidad de toda posición filosófica, y su crítica no se dirigiría a
su consistencia propia, sino a su desfase con la realidad sociohis-
tórica. En el caso del idealismo, esto querría decir que no es insu-
ficiente o falso de suyo, sino que se ha convertido en falso al no ser
capaz de dar cuenta de una sociedad bárbara y fragmentaria
como la de nuestro siglo:
– 55 –
música: «En el proceso de alcanzar su propia lógica interna, la
música se transforma cada vez más de algo significativo en algo
oscuro —incluso para sí misma—» (ÄT 175). Todo esto ha lleva-
do a hablar de un impulso metafísico —teológico dice Wellmer
(1994, 23), sistemático para Buck-Morss (1981, 364)—, que invali-
daría para ésta última las premisas del pensamiento adorniano.
– 56 –
mando: «En Negative Dialektik Adorno advertía que el pensa-
miento debía evitar el hacer de la dialéctica un primer principio
—prima dialectica—. Pero fue arrastrado a ello a pesar de sí mis-
mo»; de este modo el pensamiento de Adorno, dice, se «atascó»
(Buck-Morss 1981, 366).
Otros autores, como Subotnik o Wohlfahrt, inciden en una
caída de Adorno en el pensamiento sistemático, que invalidaría
su impulso originario. Éste último afirma:
– 57 –
rico-singular y lo universal suprahistórico no cae hacia ninguno
de los dos lados y queda en un equilibrio, una tensión que afirma
y a la vez supera ambos extremos. En este sentido me parece que
hay en Adorno elementos de una verdad suprahistórica, un
«ademán metafísico», que no logra, sin embargo, evadirse del
centro de gravedad que supone su historicismo.
Volviendo a la crítica de Adorno al idealismo, que vertebra
todo su pensamiento y su acercamiento a lo estético, creo que
puede hablarse de una crítica esencial o interna, que subyace al
desfase histórico que Adorno no deja de constatar. En primer lu-
gar hay que señalar que Adorno no considera al idealismo como
un determinado período histórico de la filosofía, sino como su
desarrollo global, su signo, desde sus albores hasta entrado el si-
glo XX. La «tentación idealista» se caracterizaría ante todo por la
pretensión de «aferrar la totalidad de lo real por la fuerza del
pensamiento» (AP 325): «Unidad ha sido el lema desde Parméni-
des hasta Russell» (DA 24). La crítica adorniana al idealismo, que
inspira y recorre toda su obra, es una crítica a la noción de totali-
dad: «La crisis del idealismo equivale a una crisis de la preten-
sión filosófica de totalidad» (AP 326). «El todo es lo no verdade-
ro», dirá invirtiendo a Hegel (MM 55), y en el ámbito artístico
afirmará que la obra de arte cerrada se ha disuelto a sí misma
(PnM 36); toda su reflexión en torno al arte —y la toma del mis-
mo como modelo para la actividad filosófica— tiene como eje el
carácter no holístico de la obra de arte.
La crisis de la filosofía es para Adorno la crisis de la filosofía
idealista. Los grandes sistemas idealistas están en desdoro: «Nos
encontramos en una fase histórica que ha relegado los sistemas
[...] al reino ominoso de la poesía filosófica» (ND 31). La preten-
sión del sistema es «aferrar la totalidad de lo real por la fuerza
del pensamiento», y el «hoy» desde el que Adorno aborda el tra-
bajo filosófico es «una realidad cuyo orden y configuración de-
rrota cualquier pretensión de la razón» (AP 325). La crisis de la fi-
losofía es, por tanto, la derrota de la razón frente a una realidad
que no se hace transparente a su luz, que se muestra inconmen-
– 58 –
surable, irreductible al trabajo racional. Esa derrota es, ante todo,
la derrota de la totalidad, del pensamiento sistemático. Uno de
los objetivos de este capítulo es mostrar que la crítica adorniana
al idealismo, a la noción de totalidad, no es meramente histórica,
que su decadencia no es para Adorno un mero estar en desfase
respecto al contexto histórico del siglo XX ni un marchitarse y
morir en términos de Spengler. A lo largo del capítulo trataré de
mostrar que hay en Adorno una crítica interna al idealismo y a la
noción de totalidad, lo que Adorno llama crítica inmanente.
– 59 –
arte haya contenidos objetivos o sociológicos, sino en afirmar que
los primeros, siendo individuales, manifiestan o registran los so-
ciales. Refiriéndose a Mahler, y al supuesto carácter neurótico de
su música, dice:
– 60 –
ne un alcance superior. Esto se condensa en su noción de crítica
inmanente, que es una crítica «desde dentro», que muestra la con-
tradicción interna de lo criticado, pero que se desencadena «des-
de fuera», desde la contradicción de lo criticado con el contexto
histórico, de manera que la contradicción exterior es señal de la
contradicción interior. En lo que concierne al idealismo y a la no-
ción de totalidad:
– 61 –
embargo, en una continuidad total entre lo histórico y lo filosófi-
co, y si bien no consideraba el mostrar la génesis socio-histórica
de determinadas cuestiones filosóficas como su solución, sí opera-
ba para él su disolución. Así, por ejemplo, conviene con Lukács en
que el problema de la cosa en sí, de lo nouménico y lo fenoméni-
co, de la separación, en definitiva, de lo sensible y lo inteligible,
entre naturaleza y libertad, es la expresión filosófica de una de-
terminada estructura social, la de la forma mercancía y el valor
de cambio (AP 337); con ello, dice, no se soluciona el problema:
– 62 –
tructivo principio de expansión de la sociedad de cambio, se refleja
en la metafísica hegeliana (DSH 274).
– 63 –
El pensamiento es, por su misma naturaleza, negación de todo
contenido concreto, resistencia a lo que se le impone; así lo ha here-
dado de su arquetipo, que es la relación del trabajo con su material
(ND 30).
– 64 –
tando la «primacía del objeto» (ND 185), método que ha sido a
veces relacionado —injustificadamente a mi parecer— con los
procedimientos musicales especulares dodecafónicos 6. La crítica
adorniana al idealismo comienza constatando, como vimos, la
inconmensurabilidad de lo real y lo racional (AP 325). Adorno
parte, invirtiendo la posición clásica, de la desproporción, la di-
sonancia entre lo real y lo racional: «Uno de los motivos de la
dialéctica es el intento de resolver la desproporción de la ratio
con lo pensado» (ND 92).
La crítica a la noción de totalidad es, por tanto, una crítica a
la autonomía de la razón, a la razón hegemónica para la que
nada es oscuro, que no encuentra ninguna opacidad o heterono-
mía: «La ratio autónoma, tal fue la tesis de todo sistema idealista,
debía ser capaz de desplegar a partir de sí misma el concepto de
la realidad y toda realidad» (AP 326).
Dicho de otro modo, la razón autónoma dota a lo real de un
sentido exhaustivo, todo lo torna transparente. Pero su crítica,
como ya vimos, no va a desembocar en la afirmación del absurdo
o de la irracionalidad. La crítica adorniana no es una crítica a la
noción de sentido o a la racionalidad, como a veces se ha enten-
dido, sino a la de exhaustividad y totalidad. Su crítica no va en la
línea de que lo real no sea racional, sino en la de que la racionali-
dad no puede captar exhaustivamente lo real, de manera que no
hay una conmensuración perfecta. Y ello porque para Adorno lo
real —el objeto— es más que su determinación conceptual (ND
16-17).
Lo decisivo es mostrar que esta inconmensurabilidad no es
en Adorno algo devenido históricamente, sino constitutiva de lo
real. Este «más» va a ser una de las determinaciones de lo real en
Adorno. En este sentido, la total transparencia de lo real respecto
a la razón pretendida por el pensamiento sistemático va a ser for-
zosamente para Adorno un amoldar lo real a lo racional. Adorno
definirá el sistema como «el vientre hecho espíritu» (ND 34), y
comparará el concepto al lecho de Procusto. La transparencia, la
adecuación de lo real a lo racional es posible para Adorno sólo
– 65 –
como recorte de lo real por la razón. En este sentido la totalidad
se va a constituir siempre para Adorno devorando sus partes; la
totalidad es niveladora (DA 29) 7.
Por otro lado, la visión sistémica omnicomprensiva es para
Adorno justificadora, legitimadora del statu quo, y con ello im-
pide su superación. Adorno define la filosofía hegeliana como
«teodicea de lo que es» (M 241), y lo peculiar del sistema y de la
dialéctica hegeliana va a ser, según él, la reconciliación de lo con-
tradictorio, pero en el entendimiento, en el concepto, y no en la
praxis; es así una reconciliación ilusoria (cf. ÄT 34). Aquí Adorno
anticipa su crítica a la apariencia estética, que radicará para él en
su apariencia de sentido y que será propia de las obras de arte ce-
rradas, y su crítica a la armonía tonal como reconciliadora de la
disonancia, que veremos más adelante.
Pero la interna contradicción del idealismo, de toda filosofía
sistemática, consiste para Adorno ante todo en que su proceder
—la deducción— impide su mismo fin —el conocimiento del ob-
jeto—:
Así:
– 66 –
de toque en la crítica adorniana al sistema es la noción de identi-
dad; la totalidad es idéntica a sí misma, idéntica en el sentido de
que no admite nada fuera de sí. Adorno se está refiriendo a la
identidad tautológica, que no remite a nada fuera de sí misma
—a la que llamará también mítica o cósica—. Y tal puede devenir
paradójicamente para Adorno no el ser físico, material, sino el es-
píritu. Las categorías de «cósico», «mítico» o la de totalidad no
son en Adorno categorías cosmológicas o físicas, sino pertene-
cientes a lo espiritual, o mejor dicho, a su corrupción. Lo físico-
material no es nunca para Adorno algo cerrado u opaco, vuelto
sobre sí, sino algo sobreabundante —más de lo que meramente
es, como vimos—. Lo totalitario, en el sentido de idéntico tauto-
lógicamente, es la inmanencia subjetiva.
La crítica adorniana al sistema consiste en último término en
considerarlo una actividad del espíritu no espiritual, una regre-
sión del espíritu a una vida animal: «El sistema, en el cual el espí-
ritu soberano se creyó transfigurado, tiene su prehistoria en algo
anterior al espíritu: la vida animal de la especie» (ND 33). Si bien
toda la Dialéctica de la Ilustración, y en el fondo todo el pensamien-
to de Adorno, tiene como uno de sus presupuestos el miedo del
sujeto a la alteridad, a la exterioridad, que lo lleva a querer dome-
ñarla, mediarla, integrarla en su inmanencia —tal es el diagnósti-
co de Adorno sobre el trabajo y el conocimiento—, esto no es una
premisa de su pensamiento, sino el diagnóstico de lo que para
Adorno es una enfermedad. Aunque Adorno insiste en que «el es-
píritu no es capaz de producir o captar la totalidad de lo real»
(DSH 67), siempre insiste en que la actividad genuinamente espi-
ritual es abrirse a lo otro. Continuamente habla de «inmersión en
lo particular» o de «enajenarse en la cosa» (ND 38-39), y refirién-
dose a la filosofía dice: «La filosofía quiere literalmente abismar-
se en lo que le es heterogéneo, sin reducirlo a categorías prefabri-
cadas» (ND 24). El estadio animal se caracteriza para Adorno por
lo que llama «furia contra la presa» (ND 56), que se sublima en el
ámbito humano en el principio de inmanencia subjetiva (DA, 34),
como veremos a continuación.
– 67 –
El principio de inmanencia subjetiva y su realización en el
conocimiento
– 68 –
el yo no tuviese ya su felicidad en la persecución de sus intereses ni
finalmente en su reproducción (ÄT 26).
– 69 –
prolongación suya, que se extinga en ser para el sujeto. El domi-
nio absoluto es, por tanto, la absorción de la alteridad en la inma-
nencia subjetiva. Adorno lo ilustra con un ejemplo antropológico:
Si la venganza del primitivo por el asesinato cometido en uno
de los suyos pudo a veces ser aplacada mediante la acogida del ase-
sino en la propia familia, tanto lo uno como lo otro significaba la ab-
sorción de la sangre ajena en la propia, la restauración de la inma-
nencia (DA 32).
– 70 –
La sustituibilidad se convierte en fungibilidad universal. Un
átomo no es desintegrado en sustitución, sino como espécimen de
la materia; y el conejo pasa a través de la pasión del laboratorio no
en sustitución, sino desconocido como puro ejemplar (DA 26).
– 71 –
en su singularidad, y no como caso o ejemplar del concepto (ND
61). Obviamente, Adorno no está negando la objetividad del co-
nocimiento humano, que radica en conocer lo otro en cuanto otro;
lo que afirma es que detenerse en el concepto es ver el en sí para sí,
tener una relación asimilativa respecto a lo otro. Se produce así
para Adorno la gran paradoja del conocimiento, que consiste en
que su telos es lo singular y su instrumento, su «lámpara», el con-
cepto, cuya luz ilumina desingularizando, identificando:
– 72 –
mo—, y aun más allá de lo gnoseológico —por ejemplo, al ritual
en la magia—. Así se realiza el principio de inmanencia en el co-
nocimiento, el nacimiento de lo mítico. Este proceso de absorción
de la alteridad trae consigo, utilizando una expresión de Max
Weber, el «desencantamiento del mundo». Entramos ahora en la
crítica de Adorno a lo mítico. Más adelante estudiaremos cómo
se plasma para Adorno el principio de inmanencia subjetiva en
la sociedad y la praxis.
– 73 –
Se inicia así el desencantamiento del mundo, la progresiva re-
ducción de lo individual a átomo indiferenciado, que culmina
para Adorno en los grandes sistemas idealistas; el sistema es la
inmanencia mental realizada plenamente, pues nada puede que-
dar fuera de él: «La Ilustración reconoce en principio como ser y
acontecer sólo aquello que puede reducirse a la unidad; su ideal
es el sistema, del cual derivan todas y cada una de las cosas» (DA
23). El sistema es el conocimiento como absorción. Adorno llega-
rá a decir que el holocausto judío sólo se explica por esta raciona-
lidad deductiva y atomizante, que se afianzó en Occidente tras
los grandes sistemas idealistas, y que reduce el individuo a áto-
mo: como el conejo de laboratorio, el judío moría en el campo de
concentración como puro ejemplar de la raza judía, no como per-
sona individual (MM 116-17).
A esto lo llama Adorno «principio de intercambio», y socioló-
gicamente se estableció para Adorno, siguiendo aquí a Marx, con
el capitalismo, que redujo el valor de uso de la mercancía a su va-
lor de cambio, de modo que «las diferencias cualitativas entre las
diversas mercancías [...] son pasadas por alto en favor de una
medición puramente cuantitativa y abstracta» (Jay 1988, 59). El
principio capitalista de intercambio es la realización del principio
de inmanencia en la sociedad. El principio de intercambio realiza
en la praxis social lo que el concepto en el pensamiento. Por eso
dice Adorno que «la filosofía transfigura y atribuye sólo al sujeto
cognoscente un proceso de abstracción que tiene lugar en la so-
ciedad de canje realmente existente» (ND 180).
Pero es ante todo la constatación de un circulo vicioso, el de
la tautología, la piedra de toque de la crítica de Adorno a la tota-
lidad. Éste es, como veíamos, el sentido de la célebre sentencia
«sólo son verdaderos los pensamientos que no se comprenden a
sí mismos» (MM 76); no que los pensamientos para ser verdade-
ros hayan de ser contradictorios, sino que no se piensen a sí mis-
mos, que se abran a la alteridad. El idealismo, la filosofía siste-
mática, consiste para Adorno en la reducción de lo singular a
caso del concepto, y con ello la asimilación de lo singular en lo
– 74 –
mental. Éste es el quicio también de la crítica adorniana a Hei-
degger. Según Adorno, Heidegger, a pesar de su atención a lo
histórico y la temporalidad, cae en el idealismo, pues lo vierte en
determinaciones generales:
– 75 –
Al creer posible resumir unívocamente el conjunto de la reali-
dad siquiera en una estructura, la posibilidad de semejante resu-
men de toda realidad dada en una estructura alberga la pretensión
de que aquel que resume en esa estructura todo lo existente tiene el
derecho y la fuerza para reconocer en sí mismo y adecuadamente lo
existente, y para darle cabida en la forma (IN 351-52).
– 76 –
liéndose, por tanto, ni uno ni otro de la inmanencia subjetiva. En
el caso de la fenomenología, que mitifica la idea, Adorno critica
el dualismo que se produce entre lo fáctico y lo ideal: «Filosofía
primera y dualismo son inseparables», dice en Dialéctica negativa
(142). El dualismo lleva a la subordinación de lo fáctico a lo ideal,
que produce la mitificación de la idea como eterna e inmutable y
la reducción de lo individual a átomo indiferenciado —desen-
cantamiento del mundo—. El enfoque historicista, por su parte,
que considera la facticidad misma como naturaleza, adolece para
Adorno de lo contrario que la fenomenología: está completamen-
te falto de tensión (cf. IN 349).
Esta falta de tensión será también, como veremos, el reproche
de Adorno a algunas corrientes del arte de su tiempo, como el
abstraccionismo en pintura o el surrealismo, en particular el co-
llage (ÄT 232), que afirmaría la multiplicidad como pura disper-
sión, renunciando a la unidad y a la tensificación de lo singular.
Por tanto, parece que el enfoque historicista, que ontologiza lo
histórico bajo la categoría de historicidad, «no bastara tampoco
para dominar la problemática concreta» (IN 350).
– 77 –
está al final, y la particularidad es sólo parte, momento de ese
todo:
– 78 –
b) Reivindicación del todo: crítica al apriorismo de Kant y Fichte
– 79 –
en Kant, con la noción de aprioridad de las categorías y la con-
cepción de lo sensible como caos. Frente a esto, dice Adorno, «la
doctrina de que lo a priori es también a posteriori [...] no es ningu-
na audaz flor retórica, sino el nervio vital hegeliano». Hegel, por
tanto, «inspira tanto la crítica de la empirie testaruda como la del
apriorismo estático» (DSH 252). Por eso, afirma Adorno:
– 80 –
miento que profesan Kant y Fichte y se vuelca en el objeto: «He-
gel se inclina por doquier ante la esencia propia del objeto [...], y
triunfa en el instante en que las intenciones del sujeto se extingan
en el objeto». Así:
– 81 –
y con el todo—, sino en mostrar esa colisión: «Dicha dialéctica no
es conciliable con Hegel. Su movimiento no tiende a la identidad
en la diferencia de cada objeto con su concepto; más bien descon-
fía de lo idéntico» (ND 148).
– 82 –
mente referencial o «transparente», es inmediatamente significa-
tivo; en su misma presencia aparece lo significado.
El signo transitivo, en cambio, es significativo por conven-
ción. Por eso lo estético se podría definir también como un len-
guaje universal, como una forma de significación no convencio-
nal. Esto quiere decir que lo que hace el artista no es formalizar o
iluminar una materia opaca en sí misma, sino hacer de la materia
luz, hacerla inteligible a ella misma. El poeta no habla a través de
las palabras, sino que hace hablar a las palabras, dotándolas, ade-
más de su significación transeúnte, de una significación inma-
nente, en la que toma parte la materialidad del signo. Aplicado a
la filosofía, esto lleva a Adorno a concebirla como «interpretación
de lo que carece de intención mediante composición de los ele-
mentos aislados por análisis, e iluminación de lo real mediante
esa interpretación» (AP 336).
Lo carente de intención, tanto en los productos culturales
como en los artísticos, es la materia, la «terminología», con la que
trabaja el artista o el filósofo. A este respecto, lo que afirma Ador-
no es que esa materia es significativa en sí misma, al margen de
las intenciones del autor. La tarea del filósofo entonces, para
Adorno, ha de consistir en prestar oídos a ese factor inintencio-
nal, para acceder a lo que nos dicen los productos culturales «a
pesar de las intenciones del autor» (Buck-Morss 1981, 172). Dicho
con otras palabras, la tarea del filósofo es hacer hablar a la mate-
ria. Puede parecer que esto no ha de ser aplicable a las obras ar-
tísticas, pues como vimos, en la obra de arte la materia es lumi-
nosa y, por tanto, no necesita que el filósofo la ilumine. Esta
cuestión nos va a permitir ahondar en lo que es interpretación
para Adorno. El artista hace de la materia luz en el sentido de
que toma la materia, de algún modo, como fin y no como instru-
mento; es decir, el artista hace «brillar» a la materia. El filósofo
hace de la materia luz, hace hablar a la materia, no haciéndola
brillar, sino haciéndola transparente.
El presupuesto de esto es la idea de historia natural, que afir-
ma que en el ámbito de la cultura y del arte incluso lo que parece
– 83 –
natural e invariable —primera naturaleza—, la materia, es en re-
alidad segunda naturaleza, es decir, históricamente devenida y,
por tanto, variable, pero considerada como natural y eterna, esto
es, reificada. La tarea del filósofo, la interpretación, ha de ser por
tanto desreificar —desmitificar— la materia devenida segunda
naturaleza, mostrando su origen histórico, que ha llegado a ser
en interacción con lo histórico. Interpretación es, por tanto, expli-
citación de lo histórico oculto en lo material, mostrar que lo apa-
rentemente natural se ha constituido en interacción con factores
históricos, o, en un término utilizado por Adorno, «metacrítica»:
– 84 –
ca» (AP 336). La concepción tecnológica de la razón considera lo
material, lo sensible, como algo amorfo, sobre lo cual impone su
luz. Los términos comentados que emplea Adorno, composición,
ordenación, implican por el contrario el trabajar con algo que tiene
solidez.
Como he dicho, creo que esto responde a una concepción or-
gánica de la racionalidad, contrapuesta a la racionalidad lógica y
técnica, que busca en el arte un modelo de unificación no abs-
tracta de lo diverso. Nos hemos fijado en la noción de significa-
ción inmanente, como opuesta a la simbólica. El problema que
exige ser tratado ahora es el de la transcendencia. Adorno se en-
frenta aquí a una disyuntiva que quiere superar: por un lado, es-
taría la concepción simbólica-logicista del mundo, que concibe la
verdad como trasmundo a priori; por otro, la concepción relati-
vista de la verdad, que termina negando la verdad u ontologi-
zando lo histórico. Frente a ambos extremos, Adorno se propone
superarlos, sin soltar ninguno de los dos, pero dándoles su ver-
dadero significado. Adorno quiere historicidad sin relativismo,
transcendencia no simbólica, historia sin historicismo, sujeto sin
dominación, objeto sin objetivismo, verdad sin apriorismo. Trata-
remos de mostrar cómo se concreta esta empresa en Adorno, en
torno a su interpretación de la figura de Schönberg. Antes, para
desalojar la lectura dualista de racionalidad y artisticidad en
Adorno, me centraré en la crítica al momento de abstracción que
Adorno percibe en ciertas manifestaciones artísticas. Esto nos
permitirá a su vez calibrar con más precisión en dónde radica
para Adorno la aportación de Schönberg al arte, y, por ende, a la
filosofía.
– 85 –
NOTAS
1
Adorno empleó estos conceptos en algunos de los títulos de sus obras,
como su libro sobre Husserl, que tituló Sobre la metacrítica de la teoría del
conocimiento, o en su monografía sobre Mahler, que lleva como subtítulo
«una fisiognómica musical». Para un análisis más detallado de ambas ca-
tegorías, véase Jay 1988, 23 ss.
2
Como señala Buck-Morss, Adorno no estudió a Hegel en profundidad
hasta finales de la década de 1930, mientras que mucho antes ya conocía
a Marx, Lukács y Kant (cf. 1981, 82).
3
No hay que olvidar tampoco, como señala Buck-Morss, que el acerca-
miento de Adorno a Marx fue a través de Lukács y Korsch, iniciadores
del marxismo hegeliano occidental, que bucaba «rehegelianizar a Marx»
(cf. Buck-Morss 1981, 72).
4
Citado en Die Süddeutsche Zeitung, 26-27 de abril de 1969, 10.
5
Como señala José Luis Rodríguez, Adorno olvida que la tendencia a la
utopía es un factor esencial en el pensamiento de Lukács, que supera la
absolutización de la totalidad.
6
Así lo hace, por ejemplo, Buck-Morss; cf. 1981, 266.
7
Una magnífica exposición del carácter nivelador de la totalidad y del con-
cepto se encuentra en Hernández-Pacheco 1997, 56 ss.
8
«La justicia perece en el derecho», afirma en Dialéctica de la Ilustración (33).
9
Trataremos este tema con detalle en los capítulos tercero y cuarto, centra-
dos en la noción de mímesis y de verdad inintencional; lo que me intere-
sa ahora es únicamente mostrar los motivos que llevaron a Adorno a fijar-
se en el arte como modelo para el filosofar.
– 86 –
EL OCASO DE LAS GRANDES SINFONÍAS
– 87 –
rá por una disolución total del concepto de obra, como se anun-
ciaba en algunas tendencias surrealistas —por ejemplo, la técnica
del collage—, que Adorno critica duramente. Frente al Surrealis-
mo, Adorno defendía a Schönberg por «seguir siendo orgánico» 2,
mientras que criticaba a Stravinski su carácter inorgánico:
– 88 –
ca Adorno a la noción de obra conclusa: la contradicción exterior
—inactualidad— de la obra de arte redonda con la sociedad del
siglo XX es manifestativa de su contradicción interna:
– 89 –
noble sencillez y callada grandeza que unos tiempos sensibles pro-
yectaron sobre ellas (ÄT 241).
– 90 –
Adorno su relación con el contenido y con la materia, constituti-
va de la forma misma:
– 91 –
cia, que se identificaría con la apariencia estética, el término
«fantasmagoría» —que aplica en especial a la música de Wag-
ner—, y que hace referencia a la disimulación de las huellas de
la producción tras la manifestación del fenómeno estético, el cual
aparece como totalidad plena de sentido, ocultando su dimen-
sión fáctica y artificial. Adorno se opone así, como señala Bür-
ger, a la estética de Schiller, que justificó teóricamente la oculta-
ción del trabajo artístico como momento esencial en la obra de
arte, según su conocida definición del arte como «algo produci-
do que parece natural» (K 71), y a la Poética de Aristóteles, que
también exige que la obra de arte sea verosímil, es decir, que
tenga una coherencia propia que haga olvidar la mano del artí-
fice. No obstante, conviene aclarar que esta oposición no es ab-
soluta, sino relativa a la vinculación que la obra de arte ha de
mantener para él con la sociedad, que puede ser olvidada si se
contempla como algo aislado. Que se perciban las huellas de la
producción no quiere decir que se vean los recursos técnicos o la
mano del artífice —las «junturas y la cola», como dice Schön-
berg—, sino que la técnica misma sea portadora de un contenido
social «sedimentado» (PnM 47).
Si su adhesión a Benjamin en la crítica a la obra de arte cerra-
da muestra la crítica adorniana a la interna contradicción de la
forma inmanente, desenmascarada finalmente como dominio, su
alejamiento de Lukács, que pretende instaurar el arte como un
dominio aislado del mundo, muestra la necesaria ligazón de arte
y mundo. En su Estética de Heidelberg, Lukács trata de justificar
teóricamente la autonomía de lo estético, puesta en tela de juicio
por las vanguardias artísticas. Partiendo de la estética idealista,
define el arte como «estructura cerrada en sí misma», como un
ámbito de sentido que se sustrae al mundo:
– 92 –
La defensa lukacsiana de la inmanencia de lo estético responde,
como dice Bürger, al problema de la alienación del hombre en un
mundo tecnificado, que sólo en el arte encuentra «una realidad que
le es adecuada [...], que no le resulta extraña» (Bürger 1996, 62).
Adorno rechaza frontalmente esta concepción de la obra de
arte como sustraída al mundo: «Si las obras de arte, a causa de su
propio concepto, quieren purificarse absolutamente de esa rela-
ción con lo empírico, se purifican también de lo que forma su pre-
supuesto» (ÄT 140). Por otro lado, la inmanencia total de la obra
de arte, su desconexión del mundo, implica que el sujeto ha de
mantener una relación puramente contemplativa hacia ella: «Si se
debe preservar la inmanencia completa de la vivencia pura, ese
no poder ir más allá del objeto es valorado en su posición como el
único existente» (HÄ 106). Ahora bien, si la obra de arte es algo
cerrado sobre sí, una esfera autónoma, se sigue que toda relación
con ella «no vaya más allá de su contemplación, en tanto que vi-
vencia inmediata, y, permaneciendo en sí de modo inmanente, no
desborde el objeto de la contemplación a la búsqueda de otros ob-
jetos» (HÄ 2). De este modo, se priva a la obra de arte de todo
contenido, pues, «resulta imposible decir nada ni sobre la obra de
arte ni sobre la vivencia misma, puesto que cualquier afirmación
posible abandonaría la inmanencia vivencial» (Bürger 1996, 64).
Para Adorno, por el contrario, el arte debe aspirar al conoci-
miento, ha de llevar más allá de sí mismo, superando así la con-
templación paralizante. En este sentido afirma que «el arte es in-
finitamente difícil, porque tiene también que transcender su
concepto para realizarse» (ÄT 159); aquí se encuadra el tema del
contenido del arte, que Adorno lleva al extremo al afirmar que
sólo la interpretación filosófica puede llevar a su cumplimiento
al arte:
– 93 –
Ahora bien, si Adorno se mantuvo siempre firme en su recha-
zo a la concepción inmanente de la obra de arte de Lukács, su po-
sición respecto al concepto de aura estética fue matizándose pau-
latinamente 3. Como hemos visto, en Filosofía de la nueva música
Adorno se posiciona frente al aura criticando la obra de arte ce-
rrada. Sin embargo, en su Teoría estética matiza su posición, de-
fendiendo la necesidad del trabajo formalizador y unificador en
el arte:
– 94 –
to de símbolo estético, no en el sentido gadameriano de remiten-
cia tensional del signo al significado, sino en el del criticado por
Benjamin de remitencia a un más allá, a un sentido dado de ante-
mano, que introduce una dualidad entre signo y significado.
Frente a esta dualidad, Adorno señala, al igual que Heidegger,
que lo propio del signo estético radica en que su singularidad es
manifestativa por sí misma y no por remitir fuera de sí, algo que
ve con especial fuerza en Kafka, pero que es propio de cualquier
obra de arte:
– 95 –
singular-material. La clave está para Adorno, fiel a su impulso
dialéctico, en que tanto el elemento formal como el material han
de ser momentos y no polos aislados en la construcción de lo es-
tético: «Por esto la armonía estética puede ser calificada como
momento» (ÄT 209). El concepto de obra de arte ha de ser, por
tanto, negado y conservado en su superación.
– 96 –
la forma, del trabajo de elaboración artística, es para Adorno tan
importante como su no absolutización como algo en sí, y es para
él inherente al arte, por su carácter de artificio:
– 97 –
157), que también esgrime el diablo en Doktor Faustus (262) ahon-
da en esta crítica a la fetichización de la materia. La reticencia de
Adorno a considerar la fotografía y el cine como arte se basa tam-
bién en la relación pasiva del sujeto respecto a la materia (cf. ÄT
14). El momento formalizador, el trabajo elaborador de la mate-
ria, es esencial al arte, que para Adorno se fundamenta, como vi-
mos, en el carácter de ficto, de artificio de la obra de arte. Por eso
la técnica es para él parte esencial del arte: «la técnica es constitu-
tiva del arte porque en ella se sintetiza el hecho de que toda obra
de arte fue hecha por hombres, que todo lo que en ella hay de ar-
tístico es producto humano» (ÄT 317). De igual modo la forma es
esencial al arte: «las posibilidades del arte son las mismas que las
de la forma y no más» (213).
Pero la defensa de la forma y de la técnica en el arte tiene que
ver no sólo con su carácter de ficto, sino sobre todo con su carác-
ter apariencial, ficticio. La categoría de apariencia recorre todo el
pensamiento adorniano y vertebra su Teoría estética. Si bien Ador-
no critica el carácter fantasmagórico del arte —por ejemplo en
Wagner— y la apariencia de reconciliación, de totalidad armo-
niosa que oculta el carácter contradictorio de la sociedad moder-
na, la apariencia, en el sentido gilsoniano que define el arte no
como «imagen de la realidad», sino como la «realidad de una
imagen», sigue vigente (Gilson 2000, 182; cf. ÄT 120).
A mi parecer, es éste el sentido de la apariencia estética de-
fendida por Adorno y no el de simulacro, propugnado por Bür-
ger respecto a Schiller y Adorno. La apariencia estética de la que
habla Schiller cuando dice que la obra de arte ha de ser algo pro-
ducido que parezca natural, la reivindica Adorno cuando dice,
con Schönberg, que en la obra de arte «no se han de notar las jun-
turas ni la cola» (PnM 87)—. A lo mismo apunta la crítica ador-
niana al «aura» artística: «La regresión bárbara de las obras de
arte a la literalidad del caso estético y el pecado de fantasmagoría
están inextricablemente enlazados» (ÄT 158).
– 98 –
¿Una estética antivanguardista?
– 99 –
en el capítulo sobre Schönberg su inexpresividad es signo de la mú-
sica moderna: «El derecho del sujeto a la expresión misma decae»
(PnM 102). Adorno intenta eliminar esta evidente contradicción con
el argumento de que la renuncia a la expresión es reaccionaria sólo
cuando «la fuerza que se aplica así a lo individual aparece inmedia-
tamente como una superación del individualismo» (PnM 156). Pero
que eso sea así en el caso de Stravinski y no en el de Schönberg es
una posición no analizada. No se podrá menos que comprobar que
análisis y valoraciones en la Filosofía de la nueva música están laxa-
mente conectados (Bürger 1996, 177-78).
– 100 –
Lo exacto es más bien que Adorno reacciona con extraordinaria
vehemencia frente a las tendencias que se dirijan contra la institu-
ción autónoma del arte. En la medida en que, para él, el arte coinci-
de con el arte autónomo, sólo puede ver en las vanguardias la mani-
festación de una regresión (Bürger 1996, 178).
– 101 –
en la expresión (expresionismo) y en la revolución de lo cotidiano
(surrealismo), Adorno cuida de que «la frontera no sea transgredi-
da» (ÄT 169). De ahí procede su salvación irrestricta de la aparien-
cia estética; de ahí procede el hecho de que su estética esté centrada
en una teoría de la obra de arte (Bürger 1996, 97-98).
– 102 –
La sonata clasicista vienesa fue una forma dinámica, pero cerra-
da y precaria en su cerrazón; el rondó en cambio, con su libertad
pretendida en la alternancia de refrán y coplas, es decididamente
abierta (ÄT 328).
– 103 –
volver a la exposición, que entraría en contradicción con la natu-
raleza narrativo-dinámica de la forma sonata: esta reexposición
repetitiva, dice Adorno, «fue la crux de la forma sonata», pues:
– 104 –
arquitectónica de la forma sonata, el «impulso nominalista» ad-
quiere en él mayor fuerza:
– 105 –
El tour de force beethoveniano: la dinamización de la estructura
– 106 –
ción de la exposición y del desarrollo-reexposición como dos blo-
ques parece confirmar esta hipótesis. Sin embargo, la evolución
de la sonata en Beethoven, con su ampliación del desarrollo, de-
nota ya una estructura esencialmente triádica, y en sus últimas
obras en forma sonata omite con frecuencia esta repetición (cf.
Forte/Gilbert 1992, 332 ss).
La subordinación en Beethoven de la exposición al desarrollo
radica no sólo en la mayor duración de éste, sino en que Beetho-
ven no utiliza aquélla como enunciación. Con frecuencia, el ma-
terial expuesto por Beethoven en la exposición no son grandes
temas, como en Mozart o Haydn, sino retazos, breves células,
casi una «nada musical» como afirma Fubini, que dará pie, por
eso mismo, a ser desarrollado con gran complejidad 15. El Beetho-
ven intermedio, el Beethoven sinfónico —del «titanismo heroi-
co», como lo llama Fubini (1999, 67)—, encuentra su justificación
para Adorno en cuanto llevó a cabo este difícil tour de force, al rea-
lizar la música como procesualidad. Como vimos, Hegel repre-
senta para Adorno lo mismo en la filosofía, al vivificar el sistema
con el movimiento dialéctico; por eso, afirma, «habría que mos-
trar en Beethoven la paradoja del tour de force: que de la nada
nazca algo es la prueba estética de los primeros pasos de la lógi-
ca hegeliana» (ÄT 163).
Pero esta configuración esencialmente procesual-dinámica de
la música no sólo constituye una realización más verdadera, más
adecuada a su concepto, de la forma sonata, sino una encarna-
ción más auténtica de la propia música, que es un arte temporal
y dinámico. Que Adorno seguía adherido al principio del des-
arrollo musical lo demuestra, por ejemplo, la crítica a Stravinski
por su ausencia, que lo acercaría al mencionado nominalismo
musical; de la Historia de un soldado lamenta que «no se realiza la
composición mediante un desarrollo, sino mediante hiatos que
se suturan» (PnM 164), y compara su lenguaje con «los montajes
oníricos de los surrealistas formados con residuos diurnos» (PnM
167-68). Por otro lado, la superioridad de Schönberg radicaría en
que, renunciando a la forma sistemática y cerrada del sistema to-
– 107 –
nal, no abandona la unidad discursiva, al seguir manteniendo el
principio del desarrollo aun en sus obras atonales, merced al mé-
todo de la variación motívica. En ese sentido, dice Adorno,
Schönberg continuó siendo un artista orgánico (PnM 64) 16. Pero
lo más interesante de la crítica de Adorno a la forma sonata de
primer movimiento es el paralelismo que establece entre ella y su
materia musical, el sistema tonal. Para Adorno la forma sonata
allegro es la expresión en la estructura formal del sistema tonal.
Éste es el núcleo de su crítica, y lo que hace que ésta se extienda a
la tonalidad en su conjunto.
– 108 –
función del sistema tonal, en este caso como ampliación de la ca-
dencia, que a su vez se inscribiría en el precepto tonal de la reso-
lución de la disonancia en la consonancia: «Las formaciones con-
clusivas cadenciales [...] tienen en sí algo de reexposiciones —lo
único que la reexposición hace es, si se quiere, trasladar a gran-
des magnitudes la fórmula de la cadencia—» (M 242).
La forma sonata no es, por tanto, para Adorno sino el trasun-
to formal-discursivo de la armonía tonal. Y lo que hace que sean
totalitarias es el esquematismo de la forma:
– 109 –
La lógica discursiva beethoveniana, que vivifica para Adorno
el esquematismo clasicista, cae, sin embargo, en él, al culminarla
con un ademán reconciliador (M 162).
Si en el clasicismo en efecto la totalidad se da como apriori-
dad de la forma —esquema—, como canonización de la estructu-
ra, en Beethoven la totalidad se da como forma cerrada, como in-
manencia. Ambas categorías —aprioridad y sistematicidad—
son para Adorno las claves del idealismo 20. En ambos casos se da
una subordinación de lo singular a lo universal, que es, dice
Adorno, «el pecado original», la raíz de todo mal:
– 110 –
Las sinfonías de Mahler tienen algo, en efecto, de «canciones
sin palabras», que lo acercan más a Schubert que a las sinfónicas
«bes» alemanas (Beethoven, Bruckner y Brahms) 21. Por eso afirma
Adorno que Mahler nunca se pudo sentir a gusto en el medio de
la gran orquesta y que estaba en ella como a contrapelo, ya que su
espíritu es, paradójicamente, intimista y sutil, más acorde con la
composición camerística, un medium, dice Adorno, «que necesa-
riamente hubo de amar alguien como él que a diario podía obser-
var hasta qué punto el aparato orquestal vuelve grosera la música
compuesta» (M 182). Esto se muestra claramente en la orquesta-
ción mahleriana, que no es monumental como en Beethoven, ni
compacta como en Bruckner o Brahms: «El material sonoro mah-
leriano es caracterizado incluso en su fisonomía por instrumentos
que saltan insumisos fuera del tutti orquestal» (M 201).
La orquesta mahleriana no es, en efecto, la gran orquesta
—por más que el número de ejecutantes sea elevado—, sino que
constituye un conjunto de grupos camerísticos. Las sinfonías de
Mahler están llenas de pasajes tocados por reducidos grupos ins-
trumentales 22. Esta inadecuación entre forma y contenido, entre
expresión y medio de expresión, es algo característico de toda la
música de Mahler, y lo que le da su aspecto desequilibrado y ner-
vioso, como de música escrita a contrapelo, de que fuerza o «des-
gañita», dice Adorno, el medium expresivo (M 168). La música de
Mahler es en este sentido contradictoria, como contradictorio es
el mundo al que pertenece, y en ese manifestar la verdad de su
tiempo está para Adorno la grandeza del arte: «La dignidad de la
música es tanto más elevada cuanto mayor es la hondura con
que se percata de la condición contradictoria del mundo» (M
173), algo que Adorno dirá más tarde de Schönberg. Pero esta in-
adecuación y forzamiento del lenguaje musical en Mahler no se
reduce a la orquestación, sino que se amplía a todas sus dimen-
siones: la forma —la forma sonata— y la tonalidad mismas.
El tratamiento no compacto de la orquesta en Mahler, sino ca-
merístico, en el que las voces individuales se distinguen, afecta a
toda su música. Lo anticompacto de Mahler radica en que en él
– 111 –
lo individual no está absorbido por lo general, por la totalidad,
sino que se distingue de ella. El tono de Mahler, dice Adorno, es
la desviación: «Su quintaesencia está en las desviaciones» (181)
«con que lo individual salta por encima de lo universal» (M
175) 23. Y esto se da en Mahler, dice Adorno, también en el tra-
tamiento de la forma, en su caso la forma sinfónica, la forma so-
nata. Aunque Mahler la sigue utilizando, la cambia de signo, la
«refuncionaliza»; mantiene su apariencia, pero la dota de un es-
píritu completamente diferente. En Mahler la forma no se trata
como algo a priori, esquemático:
– 112 –
En Mahler esa brevedad se opone al principio arquitectónico.
Cuanto menos aspira Mahler a correspondencias estáticas, tanto
menor es el detenimiento con que necesita tratar los complejos, que
en otros casos se correspondían; pero la brevedad otorga discreción
a aquello que tiene que representar arquitectónicamente la identi-
dad (M 242) 25.
– 113 –
en gran parte porque se rige por el principio de oposición, de la
dualidad de temas A y B 27. Acorde con esta concepción no arqui-
tectónica-estática de la exposición, en ocasiones Mahler abando-
nará incluso la tradicional dualidad de temas (cf. M 154), como
en su Primera Sinfonía, en la que realiza una exposición monote-
mática y «tiende, en general, a formular escuetamente los segun-
dos complejos temáticos», sin darles casi nunca un carácter anta-
gónico. De ese modo, en Mahler:
– 114 –
sino, dice Adorno, como una cita o un recuerdo de la exposición.
Así, manteniendo la estructura triádica de la forma sonata, se
conserva la unidad de la forma, la imagen del todo, pero sin rea-
lizarlo, como insinuándolo: «Ya en Beethoven la estática simetría
de las reexposiciones amenaza con desmentir las pretensiones di-
námicas» (M 211). Éste es, por tanto, el tour de force que realiza
Mahler, un tour de force que afectaría incluso con más fuerza que
el de Beethoven a la esencia de la música: dar cabida a la nove-
dad en el devenir musical (cf. M 162-63). En este sentido, afirma
Adorno, «la música como tal tiene más cosas en común con la
lógica dialéctica que con la lógica discursiva» (M 162), y el Bee-
thoven intermedio ha sido, como hemos visto, el culmen de esta
tautologicidad musical: «La congruencia de esa música era la
congruencia del sistema carente de contradicciones». Frente a
ella «Mahler dice adiós al sistema; la fisura se convierte en la ley
que rige la forma» (M 163).
Ahora alcanzamos a ver el sentido positivo de lo que Ador-
no caracteriza como «tono» de la música mahleriana: la desvia-
ción y el rompimiento. Con esto no alude Adorno tanto a la rup-
tura de lo general por parte de lo individual, sino más bien a la
aparición de novedades en el devenir, algo que es imposible si
éste se considera como el despliegue de una totalidad. Adorno
pone como modelo el primer movimiento de la Primera sinfonía
de Mahler, en la que «hace aparición en el desarrollo un tema
nuevo. Su núcleo temático lo introducen los violonchelos en el
comienzo mismo del desarrollo» (M 161). Como dijimos, ya en
Beethoven —por ejemplo en el primer tiempo de la Heroica—, e
incluso antes, era común introducir material temático nuevo en
el desarrollo, algo a lo que Adorno no da, a mi parecer, la impor-
tancia que merece, y de lo que desvía sistemáticamente la vista,
para que la música clasicista encaje así bajo la determinación de
sistemática 29. No obstante, también es cierto que Mahler, siguien-
do con su Primera sinfonía, confiere un sentido más radical a esa
novedad, ya que en la mencionada obra no se limita a introducir
y reexponer material nuevo, sino a variar su significado en el de-
– 115 –
curso del movimiento, de manera que «cuando reaparece la tóni-
ca, ese tema se quita la máscara y resulta ser —a posteriori, por así
decirlo— el tema principal, cosa que nunca fue en el momento en
que apareció» (M 161).
En este sentido, Adorno compara las sinfonías mahlerianas a
novelas, en el sentido de totalidades no cerradas:
– 116 –
lo que hace que de él salga en secreto el todo, y esto es algo que está
de acuerdo con el espíritu de la sonata y que a la vez va contra ese
espíritu (M 161-62).
– 117 –
La música quisiera llegar a realizar justo aquello a lo que el pen-
sar tradicional —los conceptos petrificados en una identidad rígi-
da— es incitado, con esfuerzos dignos de Sísifo, por la filosofía. La
utopía mahleriana es que tanto lo que ya ha sido como lo que aún
no ha sido «se mueva de sitio» en el devenir (M 162).
EL ÚLTIMO BEETHOVEN
El pensamiento de la muerte
– 118 –
través de la contradicción lógica, sino a través de dolorosos anta-
gonismos sociales, máximamente reales» (Schweppenhäuser
1996, 35-36). Por lo mismo, la totalidad no es para Adorno la sín-
tesis intelectual hegeliana, sino la de una sociedad que oprime lo
individual:
– 119 –
prese un contenido crítico, que la filosofía ha de desplegar. Como
vimos, el antagonismo esencial de la sociedad es para Adorno la
colisión de lo singular con la universalidad abstracta que lo redu-
ce a caso particular. El sinfonismo del Beethoven intermedio, con
su concepción redonda, conclusiva, de la forma sonata, en la que
un sentido total reconcilia todos los antagonismos del desarrollo,
era por ello cómplice para Adorno con el idealismo hegeliano,
que ocultaba los antagonismos reales.
En su último período creador, sin embargo, Beethoven asu-
mió y expresó el carácter contradictorio de la sociedad burguesa,
en el conflicto entre lo singular y lo universal abstracto. Esto lo
ha expuesto Adorno en su ya citado artículo «El estilo tardío de Be-
ethoven». El estilo de madurez de Beethoven se caracterizaría por
tres aspectos: en primer lugar, la presentación de lo material y
convencional desnudamente, sin elaborar subjetivamente; en se-
gundo lugar, la introducción continua de interrupciones y cesu-
ras que rompen la forma; y por último, el retorno a la «objetivi-
dad» polifónica. Adorno explica lo característico de dicho estilo
de manera opuesta a todo planteamiento psicológico, subjetivo.
Según este planteamiento, «se trata de productos de una subjeti-
vidad [...] que se manifiesta sin reparos y que, con el único fin de
expresarse a sí misma, quiebra la redondez de la forma» (Mm
13).
Tal interpretación, dice Adorno, acierta a ver «la fuerza ex-
plosiva de la subjetividad en la obra de arte tardía, pero la busca
en la dirección opuesta hacia la que esa fuerza empuja: la busca
en la expresión de la subjetividad misma». Por el contrario, la
fuerza de las últimas obras de Beethoven no está en la irrupción
de la subjetividad en la obra, sino al contrario, en su alejamiento:
– 120 –
El contenido del arte burgués, del que el Beethoven interme-
dio era para Adorno claro exponente, era la armonía entre lo in-
dividual y lo general, entre lo subjetivo y lo objetivo, la subjetivi-
dad hegemónica, capaz de conciliar en una unidad de sentido la
alteridad. Ahora bien, tal hegemonía se ha revelado como domi-
nio que ha absorbido al sujeto mismo, al individuo; se ha revela-
do apariencia, falsedad.
– 121 –
Sin embargo, tal «pensamiento de la muerte» no ha de enten-
derse psicológicamente, sino universalmente, expresión de la
condición universal del sujeto moderno: «Las convenciones mis-
mas se transforman finalmente en expresión; expresión ya no del
yo particularizado, sino del carácter mítico de la criatura y de su
caída». Por eso, la subjetividad en el último Beethoven no se «ex-
presa» irrumpiendo en la objetividad del material artístico, sino
al contrario, desapareciendo, para expresar su impotencia: «Pero
la subjetividad, en tanto que mortal y en nombre de la muerte,
desaparece en verdad de la obra de arte» (Mm 15-16).
El último Beethoven es expresión no de la subjetividad hege-
mónica que se expresa en imágenes, es decir, bajo la categoría de
sentido que ella confiere a la objetividad, sino de la subjetividad
mortal, impotente ante la objetividad, que se expresa bajo la cate-
goría de colisión, de choque con lo general, visto como alteridad
no domeñable por la subjetividad:
– 122 –
minuendi, como bruscas apariciones en la objetividad, y no como
configuración —dominio— de la materia.
Si la subjetividad aparece en el último Beethoven lo hace no
como presencia hegemónica o expresiva, sino fugazmente, para
ocultarse de nuevo, como un fútil reflejo en el mar de la materia;
más que la subjetividad misma, lo que se expresa es su huella en
la objetividad: «Se da a conocer de forma cifrada, únicamente en
los vacíos desde los que brota». Así:
– 123 –
WAGNER Y EL NOMINALISMO MUSICAL
– 124 –
maestros de la forma: el primero porque —como el Beethoven
tardío— parodia la forma, destacando deliberadamente sus con-
tornos, de manera que, como en los cuadros de Mondrian, apare-
ce en su carácter de límite, transgredido por la singularidad que
configura; el segundo porque, abandonando ya todo principio
formal apriorístico, delinea la forma como conexión de lo múlti-
ple. Pero en ambos casos, la forma, la unidad, sigue presente con
enorme fuerza, como constitutivo esencial de la obra de arte.
Mientras la «tendencia nominalista» esté aliada con el «rigor de
la forma», ambos momentos se fecundan mutuamente 34.
Hay que distinguir, por tanto, entre el nominalismo como
atención a la singularidad y el nominalismo como absolutización
de lo singular que diluye lo universal. Es refiriéndose al primero
cuando Adorno habla de un «nominalismo inmanente» del arte:
«El principium individuationis del arte, su nominalismo inmanen-
te, es sólo una indicación y no un hecho previo» (ÄT 299). Y un
poco antes ha afirmado:
– 125 –
progresista de su época» y de su material, «el más avanzado»;
por eso, dice Adorno, «no hay un sólo elemento decadente en la
obra de Wagner del que una mente productiva no pudiera ex-
traer las fuerzas del futuro» (VW 31). Por otro lado, el mismo
Schönberg reconoce que Wagner ha sido uno de sus grandes
maestros. Pero junto a la modernidad de su lenguaje armónico,
Adorno percibe en Wagner un gusto por lo grandilocuente y lo
totalitario, que lo hace cómplice de lo burgués y que lo conecta
con el Beethoven sinfónico intermedio.
Como vimos, cuando Adorno critica el ademán totalizante
del Beethoven intermedio, ve ese énfasis en la totalidad como
consecuencia de una desmembración de la unidad. Adorno ha-
bla, como vimos, de un nominalismo en Bach o en Mozart, pero
en ellos el nominalismo no disuelve lo universal, sino que está en
relación dialéctica con él. Cuando esa confianza en la forma des-
aparece, cuando, ante la avalancha de lo singular, de lo heterogé-
neo, se vuelve problemática, es cuando la forma se torna imposi-
tiva, como ocurre para Adorno por primera vez en el sinfonismo
de Beethoven:
– 126 –
En esto consiste la utopía y la antinomia del nominalismo estéti-
co que Adorno detecta. Los «ataques nominalistas» que socavan
la sustancialidad de la forma en Beethoven —y que precisamen-
te por eso acaba por imponerse autoritariamente— son también
los que llevan, según Adorno, a la preeminencia del todo en He-
gel, que tiene que imponerse en el filósofo detrás del movimien-
to dialéctico 36. En este sentido ambos titanes son también gran-
des burgueses, y por eso será la novela para Adorno una forma
de arte esencialmente burguesa:
– 127 –
un arte de masas. Pero sobre todo, Adorno percibe esta disolu-
ción del sujeto en factores estrictamente musicales, principal-
mente en la falta de un auténtico desarrollo temático. Como afir-
ma Jay, Adorno siempre albergó dudas hacia la ópera, ante todo
por su dependencia de factores extramusicales, que merman el
desarrollo musical puro (Jay 1988, 138) 37. En el caso de Wagner,
que con el uso del leitmotiv pretendía compaginar un desarrollo
musical puro con la acción dramática, tampocó se logró para
Adorno esa síntesis, que sólo con Schönberg se obtendría, al apli-
car a la ópera la técnica dodecafónica.
La técnica del leitmotiv, en la que determinado personaje o
sentimiento está representado por un tema, no propicia según
Adorno el desarrollo temático, sino su estancamiento, al funcio-
nar no como principio de desarrollo, sino como recordatorio,
desempeñando «una función de mercancía, bastante parecida a
la de un anuncio publicitario» (VW 28-29). La técnica del leitmo-
tiv prepara así la industria cultural y la regresión del oyente del
siglo XX: «Anticipándose a la práctica universal de la cultura de
masas más tarde, la música está destinada a ser recordada, va di-
rigida al olvidadizo» (VW 29) 38; y constituye no un renacimiento
de la tragedia griega —como decía el joven Nietzsche—, sino
más bien «un nacimiento del cine a partir del espíritu de la músi-
ca» (VW 102). Pero el leitmotiv anticipa también para Adorno la
atomización del material, culminación de la tendencia nominalis-
ta, que constituye el núcleo de su crítica al dodecafonismo y al
serialismo integral incoado en Webern (PnM 115).
Es esta falta de desarrollo, de una lógica musical pura, la que,
como señala Jay, hace que Adorno conciba a Wagner como
opuesto a Beethoven y no como el introductor en la ópera de sus
logros sinfónicos (cf. Jay 1988, 139). Por otro lado, la incompati-
bilidad que el filósofo detecta entre la técnica del leitmotiv y un
auténtico desarrollo temático hace, según él, que el elemento for-
mal-constructivo se disocie del material sonoro y propicie la des-
mesurada duración de los dramas musicales wagnerianos, la «hi-
perextensión de la dimensión temporal» y la monumentalidad
– 128 –
(VW 50). A esto se refiere también Richard Klein al hablar de
«una evidente ruptura en el drama musical entre elemento y
gran forma, entre detalle expresivo y arquitectura» (1998, 178). De
este modo se cumple también en Wagner la conversión del nomi-
nalismo en su opuesto, evidenciando que «la atomización del
material se corresponde de antemano con la monumentalidad
del edificio» (15, 15).
– 129 –
No obstante, también Beethoven, incluso en su período interme-
dio, fue fiel a este dinamismo, «por la fuerza de su desarrollo mu-
sical» (PnM 76), lo mismo que Mahler más tarde.
Es notable a este respecto la ceguera de Adorno para percibir
esto mismo en Debussy, que realiza esa dynamis de manera toda-
vía más radical y más natural que Schönberg. El desprecio del
compositor francés por la sinfonía y por toda forma arquitectó
nica es aún más radical que en Schönberg, que escribió dos sinfo-
nías, dos conciertos y varias obras camerísticas con estructura so-
nata, formas que en Debussy están prácticamente ausentes. Por
otra parte, resulta curioso que Adorno critique la música arquitec-
tónica y que, sin embargo, defienda denodadamente su medium,
el desarrollo temático, que Schönberg no abandonó nunca. De-
bussy, más coherente que el alemán, rechazará junto a las formas
sinfónicas arquitectónicas el desarrollo temático, sustituyéndolo
por formas conectivas mucho más libres.
Adorno, por el contrario —y en esto se muestra muy ale-
mán—, no concibe otro principio dinámico para la música que el
desarrollo temático; y si defiende la vanguardia musical alema-
na, es porque sigue fiel a ese principio:
– 130 –
se espera que surja es algo así como una totalidad épica, un todo
completo y acabado de lo interior y lo exterior. La música de Wag-
ner estimula esa unidad de lo interno y lo externo, del sujeto y el
objeto, en vez de configurar la ruptura entre ellos. De esta forma, el
proceso de composición se convierte en un agente ideológico, antes
incluso de que éste sea introducido en los dramas musicales a tra-
vés de la literatura (VW 35).
– 131 –
NOTAS
1
Norbert Rath señala el paralelismo entre este rechazo adorniano a la obra
de arte y el Mefisto de Doktor Faustus, que aparece como el demonio ene-
migo de las obras (cf. Rath 1982, 80 ss).
2
Esto ha llevado a Peter Bürger a hablar del «antivanguardismo de Ador-
no», ya que Bürger toma como características de la vanguardia la ruptura
y lo informe (cf. 1996, 180-181). Para Bürger, Adorno sigue apegado a la
noción de obra de arte orgánica, y con ello a la estética idealista, donde
convergería también con Lukács en «el tratamiento normativo de la obra
orgánica de la estética idealista» (Bürger 1996, 175).
3
La interpretación que hace Adorno de la teoría benjaminiana del aura es-
tética puede llevar a malentendidos. Como es bien sabido, Benjamin de-
fendía el aura artística, y lamentaba su pérdida. Adorno emplea en varias
ocasiones el término aura en el sentido del replegamiento del arte sobre sí,
de su inmanencia, mientras que para Benjamin representa más bien la sa-
cralidad del arte, opuesta a todo planteamiento inmanentista. En este sen-
tido, la lectura de este concepto en Benjamin que realiza Adorno es reduc-
tiva y sesgada.
4
Adorno habla de «nominalismo musical» en Wagner y Beethoven, si bien
señala que ya en Mozart hay un proceso de «disolución nominalista» de
la forma (ÄT 328).
5
Decir que la afirmación adorniana de que en el dodecafonismo apenas
varía nada no suponga un juicio negativo es insostenible. El reproche de
monotonía que Adorno hace al Dodecafonismo no puede obviarse (cf.
PnM 79). Por otro lado, esta crítica al carácter monótono del dodecafonis-
mo es central, ya que alude a la descualificación de la materia musical
bajo el sistema serial (cf. D 150 ss).
6
El término «forma sonata allegro» se refiere a la forma del primer movi-
miento de sonata —se la llama también «forma sonata de primer movi-
miento»—, que consta de tres momentos: exposición, desarrollo y reexpo-
sición. Este esquema puede, no obstante, aplicarse a otros movimientos
de la sonata, especialmente al último.
7
Como ya vimos, la dialéctica entre estática y dinámica es uno de los te-
mas centrales para Adorno, tanto en el terreno filosófico como en el esté-
tico, que trata como una variación de la dialéctica universal-singular. En
– 132 –
su Teoría estética le dedica un epígrafe (330-34), si bien está presente en to-
das sus páginas. En Dialéctica negativa la aborda en el terreno estrictamen-
te filosófico, dedicándole también un epígrafe (36-39).
8
La superioridad para Adorno de formas altamente organizadas, como la
sonata, frente a formas libres como el rondó, se ve en que justifica ésta úl-
tima en la medida en que se contagia del rigor de la primera, como ocurre
en el llamado «rondó de sonata»: «Desde Beethoven hasta Mahler ha sido
usual el “rondó de sonata”, que trasplanta la ejecución de la sonata en un
rondó, equilibrando lo juguetón de la forma abierta con la normatividad
de la cerrada» (ÄT 328).
9
Es lógico, por otra parte, que esto fuera así, ya que la forma sonata en el
clasicismo vienés deriva, como dice Fubini, de las formas concertísticas
del barroco (cf. Fubini 1999, 59-60).
10
También Fubini insiste en el «brusco salto de significado» que implica la
concepción beethoveniana de la forma sonata frente a sus antecesores (cf.
1999, 61).
11
A este concepto le dedica un epígrafe en la Teoría estética (160-63). En él,
como «realización de lo irrealizable» ve «la legitimación del virtuosismo
en el arte, tan denostado por la estrecha estética de la interioridad» (ÄT
163).
12
En Doktor Faustus de Thomas Mann se mantiene también esta teoría res-
pecto a Bach (cf. 109 ss).
13
Fubini abunda en esto mismo cuando afirma que en la obra de Beethoven
«lo que se ha ido delineando cada vez de manera más neta e inequívoca
es el valor dinámico de la forma» (cf. 1999, 68).
14
Fubini coincide en esto con Adorno (cf. 1999, 63 ss).
15
Frente a la sonata clásica, Beethoven, dice Fubini, «ha pasado de una for-
ma de determinación temática en la que el tema estaba casi pronunciado,
enunciado y manifestado, como ocurría en la música de Haydn, a una
fase en la que el tema tiende a convertirse cada vez más en no esencial,
casi un inciso, una célula de la que se origina después toda la composi-
ción. Se podría establecer una ecuación por la que cuanto más determina-
dos en su plasticidad, en su evidencia melódica, están los temas de la so-
nata, menos posible es articular con fuerza y plenitud el desarrollo,
porque el tema, cuando está bien torneado en su recorrido melódico, no
puede ser más que repetido, como mucho con alguna variante; por otro
lado, cuanto menor y menos incisivo se hace el tema, tendiendo a conver-
tirse al final en una simple célula rítmica, más posible es articular con am-
plitud el desarrollo, confiriéndole un peso determinante en la progresión
dramática de la composición: en este caso, las potencialidades de trans-
formar y de desarrollar el tema, precisamente gracias a su brevedad y no
evidencia melódica, aumentan desmesuradamente» (1999, 72-73).
– 133 –
16
Que Schönberg, a pesar de su abandono de la tonalidad, seguía apegado
al desarrollo procesual de la música, se percibe en que, como dijo un agu-
do crítico, su música suena como si alguien estuviera tocando a Beetho-
ven sin acertar una nota. Al margen de su mordacidad, detecta a mi pare-
cer un desequilibrio real entre el lenguaje y la configuración musical en la
obra de Schönberg. Si, como decía Marc Vignal, en Sibelius «la sintaxis es
más avanzada que el vocabulario», de Schönberg cabría decir lo contra-
rio. Muy distinto es el caso de Webern, cuyas miniaturas, a pesar de estar,
como dice Adorno, muy bien desarrolladas, no siguen la sintaxis tradicio-
nal. Es en Webern, como antes en Debussy, donde, como diría Boulez, «se
siente un aire nuevo en la música». No obstante, Adorno también detectó
un desfase entre lenguaje y configuración en la música de Schönberg, que
trataremos en el capítulo cuarto (172 ss).
17
La crítica de Adorno a la tonalidad la estudiaremos detenidamente en el
siguiente capítulo. Aquí esbozaré tan sólo sus líneas principales en cone-
xión con la crítica adorniana a la forma sonata.
18
Si Adorno retrotrae la forma sonata a los supuestos primarios de la armo-
nía tonal; también la proyecta a algo tan aparentemente ajeno como la ins-
trumentación. Y efectivamente, el desarrollo de la orquesta coincide con
el desarrollo de la sinfonía en el romanticismo. El paralelismo entre la for-
ma sonata y la orquesta romántica está en el tratamiento compacto de
ésta, algo que caracteriza la escritura orquestal para Adorno desde el cla-
sicismo hasta Brahms y Bruckner, pasando por supuesto por el Beethoven
intermedio.
19
Adorno se desmarca así del paralelismo Beethoven-Kant, subrayado fre-
cuentemente basándose en el hecho de que Beethoven había leído a Kant
y lo menciona en sus Cuadernos; véase, por ejemplo, Luigi Magnani, I
quaderni di conversazioni di Beethoven, Milano, Ricciardi, 1962, en el que de-
dica un capítulo a estudiar la relación entre la antinomia kantiana y la for-
ma sonata. Fubini se decanta también por la conexión Beethoven-Hegel, e
incluso Beethoven-Fichte, aunque parece que el compositor no los había
leído (cf. 1999, 65 ss). También García Bacca hace hincapié en este parale-
lismo, especialmente entre Hegel y Beethoven (cf. 1990, 94). En Adorno,
cf. PnM 97.
20
Véase IN 352-53, donde Adorno habla de las categorías de totalidad y po-
sibilidad como definitorias del idealismo.
21
Las célebres tres «bes» alemanas, de las que hablaba el director de orques-
ta Hans von Bülow, no son Beethoven, Bruckner y Brahms, sino Bach, Be-
ethoven y Brahms. Con esta expresión, claramente discriminatoria hacia
Bruckner, el director alemán quería poner a Brahms —con su clasicismo y
claridad formal— como el continuador de la gran tradición musical ale-
mana, frente al desmesurado Bruckner.
– 134 –
22
El Scherzo de la Novena Sinfonía de Mahler tiene un memorable diálogo
entre los contrabajos y el flautín nada «orquestal». Este tratamiento came-
rístico de la orquesta será también adoptado por otros compositores del
siglo XX, como Bartók. Asimismo Schönberg y su escuela harán amplio
uso de este recurso, intercalando continuamente pasajes tocados por re-
ducidos grupos de instrumentos. La ópera Moses und Aron de Schönberg
es paradigmática en esto, y en muchos de estos pasajes camerísticos pare-
ce que escuchamos a Mahler.
23
En esto radica para Adorno la diferencia fundamental entre Mahler y
Bruckner: «En este aspecto [las desviaciones] habría que oponer Mahler a
Bruckner, con el que se lo suele asociar tan sin reparos en los países del
oeste de Europa, cual si la mera longitud fuera una categoría artística [...].
El lenguaje formal de Bruckner se llena de fisuras precisamente porque él
emplea sin fisuras, de manera compacta, ese lenguaje» (M 181). En el mis-
mo sentido afirma Adorno que «las diferencias de acento representan di-
ferencias de intención: en Bruckner, la intención afirmativa; en Mahler, su
intención peculiar, que encuentra su consuelo en una aflicción sin reser-
vas» (M 198).
24
En este sentido es extraña la virulencia con que Adorno ataca siempre a
Sibelius, ya que el compositor finlandés tiene una concepción afín de la
forma, como algo que debe emerger de lo individual y no a priori. Esto se
vierte en su principio constructivo conocido como «método de agrega-
ción», mediante el cual los temas —y la forma entera— se van constru-
yendo por crecimiento a partir de pequeñas células. Y curiosamente el
mismo Sibelius utiliza la imagen del río para describir su música: «Me
gustaría parangonar la música a un río, el cual se forma de numerosos pe-
queños riachuelos que se funden uno en otro. Y el río continúa, ancho y
potente, hasta el mar» (cf. Comellas, J. L., Nueva historia de la música, 425).
25
Me parece, no obstante, que la arquitectura tiene también un carácter
temporal, como señala Inciarte a propósito de la arquitectura contem-
poránea, que sólo moviéndose el espectador puede verla (Sobre perspecti-
va... 5).
26
«El modelo de esto, complemento de la expansión del desarrollo, está en
la Heroica», dice Adorno (M 242).
27
Sobre la dualidad temática en Beethoven, basada en los dos principios
opuestos de wiederstrebende Prinzip y bittende Prinzip, véase Fubini 1999,
64 ss.
28
Como veremos en el capítulo siguiente, esta concepción del desarrollo no
dialéctica, sino como variación discursiva, es lo que Adorno destacará en
la música de Schönberg. Véase, por ejemplo, el apartado titulado «La va-
riación como forma», en Impromptus, que aborda la técnica compositiva
de Schönberg.
– 135 –
29
Adorno comenta así la introducción de un tema nuevo en el desarrollo de
la Heroica de Beethoven: «La categoría formal de “tema nuevo” procede,
paradójicamente, de la más dramática de todas las sinfonías. Más justo el
caso singular de la Heroica otorga relieve a la intención formal mahleriana
[...]. Sin embargo, ese tema nuevo no causa propiamente sorpresa, sino
que entra como algo que estuviese preparado, como algo que fuese cono-
cido; no es casual que los analistas hayan intentado una vez y otra deri-
varlo del material de la exposición. La idea clasicista de la sinfonía cuenta
con una pluralidad bien definida, cerrada en sí misma, como la Poética de
Aristóteles cuenta con las tres unidades. Un tema que apareciese como
algo enteramente nuevo atentaría contra el principio de economía de
aquella idea, contra la reducción de todos los acontecimientos a un míni-
mo de elementos presupuestos, contra un axioma de completitud que la
música integral ha hecho suyo con igual fuerza con que se lo han apropia-
do los sistemas filosóficos a partir del Discours de la méthode de Descartes.
Los componentes temáticos imprevistos destruyen la ficción de que la
música es un puro contexto deductivo en el que todo lo que acontece es
una consecuencia que se deduce con una necesidad unívoca» (M 220).
30
Adorno no deja de poner en relación este aspecto con una dimensión so-
ciológica, afirmando que «es como si ésta hubiera interiorizado y conver-
tido en ley estética el deseo feudal de matar el aburrimiento, de matar el
tiempo» (M 221).
31
Adorno critica duramente corrientes como la música concreta, que juega
con el ruido como elemento musical, y las acusa de «fetichismo de la ma-
teria», crítica que él extiende incluso al dodecafonismo de Schönberg y
Webern (cf. PnM 87)
32
La crítica al nominalismo filosófico la focaliza Adorno en Kierkegaard y
Heidegger (cf. ND 130 ss).
33
Respecto a la técnica del collage afirma: «El montaje es la capitulación es-
tética del arte ante lo que le es heterogéneo. Su principio de formación es
la negación de la síntesis» (ÄT 232). Las reservas de Adorno respecto al
rango artístico de la fotografía y del cine van en esta dirección (cf. ÄT
234).
34
Junto a la música dodecafónica, defiende Adorno por esta razón a la pin-
tura cubista, frente a corrientes como la action painting: «El cubismo o la
música dodecafónica son procedimientos universales en una época en
que se niega la universalidad estética» (ÄT 325).
35
Precisamente, como señala Daniel Innerarity, ésta es la diferencia entre la
fuga y la forma sonata: «El despliegue de la fuga demuestra a través de la
unidad del contrapunto la capacidad del sujeto para integrar diversas ex-
periencias en la unicidad fundamental de su espíritu. Si puede permitirse
afrontar algún riesgo es porque su asentamiento monístico está garantiza-
– 136 –
do. Pero el punto de vista revolucionario según el cual el hombre es más
bien el resultado de su propio esfuerzo no animaba a la distensión, sino al
movimiento, prefería la contradicción a la repetición y la transformación
más que la variación. [...] La sonata mantiene como esperanza lo que la
fuga tenía como posesión. La sustitución de los temas estables de la fuga
por los inestables de la sonata origina un movimiento que disuelve las ca-
tegorías estables de la lógica tradicional en la inestabilidad de una filoso-
fía que circula en medio de lo antagónico» (Innerarity 1996b, 75-76).
36
Adorno afirma en este sentido que la dialéctica hegeliana es precursora
del nominalismo estético: «El nominalismo estético es la consecuencia
que Hegel no llegó a extraer de su doctrina de la preeminencia de los pa-
sos dialécticos sobre la totalidad abstracta» (ÄT 297).
37
Las óperas de Berg o Schönberg constituyen desde luego una excepción
para Adorno, pero aun en este caso criticó el uso de este género, especial-
mente en Berg (cf. PnM 78, 97 y B 94, 124).
38
Adorno se suma así a la crítica al leitmotiv que hacen Nietzsche o Debussy.
Curiosamente, Schönberg ensalza abiertamente la técnica del leitmotiv,
como el logro de una verdadera lógica musical pura en la ópera, y la reco-
noce como modelo incluso de su técnica dodecafónica: «Antes de Richard
Wagner, las óperas se componían casi exclusivamente de piezas indepen-
dientes, cuya mutua relación no parecía ser en absoluto la musical [...]. Yo
creo que cuando Richard Wagner introdujo su Leit-motiv —con el mismo
propósito que yo introduje mi Serie básica—, hubiera podido decir: “Há-
gase la unidad”» (SI 188).
39
En esto incide también R. Klein, cf. 1998, 178 ss.
40
Es discutible que el cromatismo wagneriano implique una concepción es-
tática de la armonía, como afirma Adorno. Como dice H. Strobel, a pesar
de que en Wagner la armonía se ha liberado de la funcionalidad y jerar-
quía del diatonismo, en él la armonía sigue basándose en la tensión entre
acordes (cf. Strobel 1942, 57). Es en Debussy donde Strobel aprecia esa es-
taticidad armónica que critica Adorno, estaticidad característica por otro
lado de la mayor parte de la música pretonal, a la que Adorno, como afir-
ma Jay, parece haber sido insensible (cf. Jay 1988, 132).
41
No es extraño que Debussy comparara la Tetralogía al mar; por otro lado,
el carácter atmosférico de la música de Wagner deriva de aquí.
– 137 –
SEGUNDA PARTE
LA RECONSTRUCCIÓN
DE LA UNIDAD
Negative Dialektik, 43
– 139 –
LA SIGNIFICACIÓN ESTÉTICA:
ATONALIDAD E ININTENCIONALIDAD
Pues la semejanza, que sacia pronto, hace que fracasen las tra-
gedias. En cuanto al metro, la experiencia demuestra que el heroico
es el apropiado [para la epopeya]. Pues si alguien compusiera una
imitación narrativa en otro tipo de verso, o en varios, se vería que
era impropio. Y es que el heroico es el más reposado y amplio de los
metros [...]; pues también la imitación narrativa es más extensa que
las otras.
(Aristóteles, Poética, 1459b, 30-35)
EL SIGNO ESTÉTICO
La actualidad de lo bello
– 141 –
estamos experimentando y de qué estamos hablando» (1998,
260), nunca acabaremos de aferrar «el significado del significa-
do», como repite insistentemente en Presencias reales (14, 261), el
«sentido final del sentido mismo» (260). De esto nos habla el arte.
El arte tiene la corporalidad de las cosas y la profundidad del
aire. Hegel lo compara con el ojo, en el que se manifiesta el alma:
«El arte convierte cada una de sus figuras en un Argos de mil
ojos, para que el alma y la espiritualidad interior sea vista en to-
dos los puntos» (VÄ I, 203).
En la fusión de lo ideal y lo sensible en el arte coincide Hegel
con la mayoría de los filósofos y teóricos del arte. Heidegger, su-
perando la clásica oposición entre símbolo y alegoría, afirma
que el arte es alegórico y simbólico a la vez; es alegórico en tan-
to que no se queda en su pura inmediatez, en su pura coseidad:
«La obra nos da a conocer públicamente otro asunto, es algo dis-
tinto; es alegoría». Pero no lo hace de un modo medial o repre-
sentativo, sino presencial, en una unión indivisa de idea y ex-
presión sensible: «Además de ser una cosa acabada, la obra de
arte tiene un carácter añadido. Tener un carácter añadido —lle-
var algo consigo— es lo que en griego se dice συµβαλλειν. La
obra es símbolo» (1995 §9). Este «juntar» o «llevar consigo» no
tiene el sentido de pegar dos cosas, sino de reunir una unidad
originaria, como indica también el sentido etimológico de sím-
bolo (cf. Gadamer 1993, 122-23), formando, por tanto, una uni-
dad indivisa. Por eso Heidegger no dice que la obra de arte re-
presente o signifique, sino que revela (1995 §10), en el sentido de
que, en el arte, sólo en su expresión sensible se hace presente lo
universal-ideal.
Frente a la distinción dualista de signo y significado, Gada-
mer afirma la indisoluble fusión de lo universal y lo singular en
el arte, a la que aplica, como Heidegger, el término de simbólica:
– 142 –
que se resiste a una comprensión pura por medio de conceptos (Ga-
damer 1993, 128) 1.
Materia significante
– 143 –
serva el término «encarnación» 4, se desprende que la forma y la
materia no son dos extremos aislados que se unen, como se des-
prende de la noción de símbolo en Heidegger y Gadamer. Sin
embargo, que formen una unidad indivisa no quiere decir que se
identifiquen. En la obra de arte hay significación, no es algo ce-
rrado sobre sí, que se agote en su pura inmediatez sensible
—en ese sentido vimos que Heidegger defendía que la obra de
arte es también alegoría, y esto es lo que tienen en común símbo-
lo y alegoría para Gadamer—.
Trasladado al ámbito estético, «la representación sostiene una
vinculación con lo representado, más aún, pertenece a ello» (Ga-
damer 1986, 143). No puede hablarse, por tanto, del arte como
materialización de una forma o como formalización de una ma-
teria, pues ello implica la aprioridad de ambas. Se trata de un
acto de engendrar, de crear una novedad en el ser —no ex nihilo,
obviamente—, sino en el sentido de continuar o acrecentar la cre-
ación, la naturaleza (cf. Gilson 2000, 307). Por eso, «cada repre-
sentación viene a ser un proceso óntico que contribuye a consti-
tuir el rango óntico de lo representado. La representación supone
para ello un incremento de ser» (Gadamer 1986, 145), de lo que se
desprende, como dice Gadamer, su insustituibilidad (144) 5. La
representación, la expresión sensible, pertenece a lo representa-
do, al significado, como el cuerpo al alma. Dicho de otro modo,
la representación estética hace presente lo que representa.
La clásica distinción entre signo formal e instrumental da
cuenta de esta problemática en la gnoseología. Como dice Llano,
comentando la teoría del signo de Poinsot, el signo instrumental
es aquel que «conduce al conocimiento de una cosa, previa noti-
cia del mismo signo» (Llano 1999, 159), y previo conocimiento de
la cosa, podríamos añadir. El concepto, en cambio, puesto que no
es una copia o imagen semejante a la cosa —como afirma el re-
presentacionismo—, sino pura intencionalidad, no la representa,
sino que la hace presente, es el acceso a la cosa —el camino, dice
Llano (1999, 172)—, y por eso se lo llama signo formal, porque
«es el que ontológicamente realiza mejor la razón de signo, ya
– 144 –
que él mismo no consiste en otra cosa que en ser signo: por eso se
dice que lo es “formalmente”» (Llano 1999, 174).
Como dice Llano glosando este texto, la clave está en que «el
signo formal no es una cosa como aquello que significa ni es un
“momento” por el que el conocer mismo tendría que “pasar”. De
manera que no cabe decir propiamente que el signo formal sea
una cosa que nos lleva al conocimiento de otra, con la consecuen-
cia de que el conocimiento en cuestión fuera “mediato” (1999,
159). En la filosofía clásica “no es necesario conocer el concepto
en cuanto tal, para pasar después a conocer la forma en él repre-
sentada [...]. Lo propio del signo formal es [...] que no recaba
atención para sí, sino que conduce en directo a la realidad cono-
cida”. De este modo el concepto “no constituye en sí mismo un
objeto que sea preciso conocer, para conocer después el objeto ex-
terno o real [...]; no es propiamente una mediación, sino sobre
todo un camino en el que la inteligencia no se detiene”» (Llano
1999, 171-72).
Esta somera incursión en la gnoseología, respecto al tema de
la mímesis estética, del signo artístico, es esencial para profundi-
zar en la noción de mímesis adorniana, cuyo centro es la noción
de inintencionalidad y que está en su pensamiento amalgamada
con la problemática gnoseológica. Como podremos comprobar
en el transcurso de este capítulo y el siguiente, la noción de inin-
tencionalidad no es en Adorno sino una recuperación de la no-
ción clásica de intencionalidad, entendida no como denotación o
mediación transitiva —signo instrumental—, sino como acceso
presencial o mediación total 6 —signo formal—. En este sentido,
la interpretación de Buck-Morss de la noción de inintencionali-
dad en Adorno y Benjamin como opuesta a la intencionalidad
clásica (Buck-Morss 1981, 169 ss) no tiene en cuenta la oposición
a su vez de la intencionalidad con el inmanentismo idealista,
cuya concepción del objeto mental como término del conoci-
miento es la que rebaten Adorno y Benjamin. Como afirma la
propia Buck-Morss, Adorno mostró en su libro sobre Husserl
cómo su método de la epoché recae en el inmanentismo del que
– 145 –
pretendía salir, crítica que converge con la de Benjamin a la sub-
jetividad moderna, en tanto que «detenerse en los “objetos del
pensamiento” era descubrir nada más que la propia reflexión del
sujeto como “intención”» (Buck-Morss 1981, 170).
– 146 –
Anima, «en cada caso la entelequia se produce en el sujeto que
está en potencia y, por tanto, en la materia adecuada» (414a 26-
27). De este modo el cuerpo es respecto al alma lo que la imagen
o signo estético es respecto al original o al significado. Sin su
cuerpo, el alma no es enteramente lo que es. En cierto modo el
cuerpo es parte o dimensión del alma, como vimos que el signo
estético lo es del significado. No podría decirse, sin embargo, que
el alma sea parte del cuerpo, ya que el cuerpo no es principio,
sino encarnación del alma 7. En esto radica la unilateralidad de la
relación alma-cuerpo, que se extiende como hemos visto a la re-
lación materia-forma como anterioridad del acto sobre la poten-
cia, y también como trataré de mostrar en el terreno artístico.
Éste es el núcleo de la noción aristotélica de mímesis, que res-
cata la verosimilitud del ámbito sofístico al que Platón la había
relegado (cf. Fdr 272 d-273d y Ban 198 d), si bien para Platón la
verosimilitud, entendida como persuasión —como discurso con-
vincente—, puede también expresar la verdad o contribuir a la
justicia —sólo así adquiere legitimidad para Platón—, y así se di-
ferencian para él la filosofía y la política de la retórica adulatoria
(cf. Gor 503 a).
La teoría aristotélica de la mímesis no se fija tanto en el conte-
nido como en el modo de representarlo, y éste consiste en el arte
en volver el signo hacia el significado mediante la implicación de
su materialidad en la significación. El significado deja de ser en-
tonces intención externa, y el signo es un puente que no puede
dejarse atrás. Cuando Aristóteles afirma que «el historiador y el
poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa»,
sino «en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría
suceder» (Poét 1451b), no está diciendo que el medio estético sea
irrelevante en pro del objeto. Recordemos que al comienzo de la
Poética Aristóteles distingue entre los medios, el objeto y el modo
de imitación (1447a 15). Es esto último lo decisivo para Aristóte-
les, que no cae ni en el fetichismo de los medios ni en el conteni-
dismo estético de los que se querrá siempre distinguir Adorno.
La modalidad de la mímesis estética es la cohesión interna del
– 147 –
signo, que hace de la obra de arte algo verosímil y no sólo veraz
(Poét 1451b 8) 8.
Es la verosimilitud —la verdad del signo independientemen-
te de su adecuación a una realidad externa— la que convierte el
contenido de la actividad poética en universal y la hace ser «más
filosófica que la historia» (Poét 1451b 5), pero no filosofía. El cómo
se convierte así en cierto modo en el qué del arte, de modo que
«se debe preferir lo imposible verosímil a lo posible increíble»
(Poét 1460a 26), y por eso también puede agradarnos una imagen
bien confeccionada de algo repulsivo (1448b 10).
El peligro advertido por Platón de esta autonomía de la vero-
similitud en la que consiste el arte no es irreal. La salida no está,
desde luego, en entender esa autonomía como independencia
respecto a la verdad, sustrayendo el arte del mundo, sino en
comprender que el cómo del arte es un qué, que la verosimilitud
estética no se adecua a verdad alguna, sino que nos pone ante la
verdad, sin suponerla descifrada. Lo que dice Steiner de la músi-
ca, que en ella «la forma es contenido» (1998, 263), vale para el
arte en general. El cómo del arte es más importante que el qué,
pero precisamente porque es un qué, y no un espejo ilusorio de lo
real. Mostrar que la verosimilitud estética es un aparecer de la
verdad, y no un reino cerrado o inofensivo, es el gran empeño fi-
losófico de Adorno 9, que le supone sobreponerse a la impronta
hegeliana de su pensamiento, pero mucho más a la marxista,
cuyo alegorismo estético político instrumentalizó el arte. La vero-
similitud estética no se pliega a la veracidad, pero esto no quiere
decir que esté al margen de la verdad. Es un modo de darse la
verdad no como término intencional, sino como presencia no
descifrable, en la que la materialidad del signo es significativa.
El signo estético es así pura remitencia, en cuanto incluso
su materialidad es significativa. No sólo señala, sino que encarna
—«garantiza», dice Gadamer— lo que señala, siendo así el acce-
so hacia lo que significa, no como escalera, sino en cuanto que en
él se hace presente, como la luz del sol en el aire (S. Th. I, q 104, a.
1c). La mediación del signo estético no es transitiva —medial—,
– 148 –
pero tampoco es silenciosa o transparente, sino todo lo contrario,
ya que es el único acceso por el que el significado se hace presen-
te. El signo estético es el lugar del significado. Lugar no en el sen-
tido de espacio vacío, indeterminado, sino en el sentido de espa-
cio habitable, de espacio organizado cualitativamente para ser
habitado; en definitiva, lugar como hogar.
Menke interpreta la oscilación estética como un «proceso in-
terminable» (1997, 68), como el «fracaso, fallo o subversión de su
propio intento de comprensión [...], inscrito en ella». Bajo este
presupuesto define la estética de Adorno como una estética de la
negatividad (Menke 1997, 49) y la contrapone a la estética herme-
neútica de Gadamer —que concibe la mediación del signo estéti-
co como modelo y no como subversión de la comprensión— (cf.
Menke 1997, 43 ss). Volveremos más adelante sobre esta cuestión,
en el apartado dedicado a la inmanencia de la imagen en Ador-
no. De momento me limitaré a indicar que tal interpretación de
la oscilación estética fija la verosimilitud desligándola de la ver-
dad, lo que significa afirmar la apariencia estética como aparien-
cia, con lo que el arte quedaría neutralizado por la filosofía, que
es la que se arroga entonces la función de extraer el contenido de
verdad del arte.
Por su verosimilitud, la obra de arte, como afirma Heidegger,
se distancia más del útil creado por la mano del hombre que de
las cosas; así, afirma, «debido a la autosuficiencia de su presen-
cia, la obra de arte se parece más bien a la cosa generada espontá-
neamente y no forzada a nada» (1995 §18). Pero la obra de arte se
distingue de la mera cosa porque, en su reposar sobre sí, «revela
otro asunto» (§10). Eso otro no es un contenido de verdad, sino el
aparecer de la verdad —el plexo tierra-mundo en Heidegger, la
naturaleza redimida en la unidad no coactiva de lo múltiple en
Adorno—, inextricablemente unida a la concreción de la obra de
arte. La filosofía puede desentrañar esa verdad y expresarla con-
ceptualmente. Éste será para Adorno un momento necesario en
la experiencia estética, en la dialéctica de la apariencia, pero no
un estadio superior de explicación, dado que para Adorno la ver-
– 149 –
dad —la naturaleza reconciliada— no se da fuera de la obra de
arte (cf. ÄT 198 ss), de modo que queda de nuevo entrañada en la
obra. Este revelar lo otro haciéndolo presente es un albergar; el
arte es «la guarda del sentido», dirá Adorno (ÄT 256), que hace
del arte lugar y acceso de la verdad, ni intencional ni autosufi-
ciente.
a) La heteronomía estética
– 150 –
materialidad. Y ahí radica, para Heidegger, la dimensión cósica o
terrenal del arte, frente al carácter puramente mundanal del sig-
no prosaico (cf. 1995 §35-36). La tierra es para Heidegger lo que
se sustrae a la red de significaciones que constituye el mundo. A
diferencia del signo prosaico, que se agota en su significatividad,
en su transparencia, el signo estético se caracteriza por una cierta
opacidad; es el «puro reposar en sí de la obra» del que habla Hei-
degger (1995 §29).
Esta opacidad o distanciamiento de lo estético queda asumi-
do por la noción adorniana de negatividad estética, en la medida
en que ésta no se reduce únicamente a que el arte sea una con-
traimagen de la sociedad cosificada, sino, como afirma Menke,
una subversión de la comprensión automática (Menke 1997, 49).
Frente a la racionalidad abstracta, que establece una dualidad en-
tre lo ideal-universal y lo material-singular, en la que éste repre-
senta a aquélla como caso o ejemplar suyo, en el ámbito estético
se da una irreductibilidad de la dimensión material, que impide
considerar la obra de arte como signo transeúnte, y que se sus-
trae, por tanto, a la comprensión automática, que ve lo singular
como caso de lo universal. Ampliaremos este punto en el aparta-
da dedicado a la noción adorniana de cifra.
Adorno acusa el mismo problema, pero en el campo mismo
del signo poético o artístico. Tal es su crítica a los artistas que lla-
ma «comprometidos», que mediatizan la obra de arte, subordi-
nándola a una finalidad extrínseca al arte. Según autores como R.
Bubner, sin embargo, la negatividad estética adorniana, según la
cual el arte ha de ser la «negación determinada de una determi-
nada sociedad» (ÄT 335) es también heterónoma, al considerar la
referencia a la sociedad como una dimensión esencial al arte (cf.
Bubner 1973, 50 ss). Se produce en tal caso para Bubner una sub-
ordinación de lo estético frente a una instancia extraestética que
invalida la soberanía estética y que hace caer a Adorno en la he-
teronomía que denuncia en los artistas comprometidos.
Sin embargo, como señalan Gómez y Menke, Adorno no se
queda en el nivel de la crítica sociológica en su estética, sino que
– 151 –
existe un «tercer nivel» de negatividad estética, en el que el arte
se erige como baluarte frente a la racionalidad identificante. La
crítica de Menke acusa aquí a Adorno de complicidad con esa ra-
cionalidad, en tanto que Adorno limitaría tal negatividad a la ex-
periencia estética, de manera que «estabiliza desde fuera lo que
niega desde dentro». Frente a esta pretendida aporía, Menke pro-
pone una soberanía estética entendida como extrapolación de
la negatividad estética —procesualidad indefinida de la com-
prensión— a todo discurso —es su noción de «lectura textual»
o «transformación textual», apoyada en Derrida— (Menke 1997,
195).
Evidentemente, tanto la crítica de heteronomía como la de
complicidad vulneran el principio de la inintencionalidad estéti-
ca, y es preciso dar cuenta de ellas. Aquí topamos con un concep-
to central de la negatividad estética de Adorno, el de la aparien-
cia estética, que para Adorno está, como vimos, en su ademán
reconciliador en el seno de una sociedad desgarrada:
– 152 –
Adorno un cierto moralismo estético (Menke 1997, 28 ss), una
concepción del arte como queja frente a la contradictoria realidad
social. La frecuente crítica de Adorno al hedonismo estético, al
placer estético, bascula en efecto a veces hacia un moralismo so-
cial, como en su conocida frase de que «no es posible seguir es-
cribiendo poesía después de Auschwitz».
Pero el concepto de inintencionalidad no es puramente la ne-
gación de la intencionalidad —estaríamos entonces en el nivel de
la primera negación, de la negación abstracta, en términos hege-
lianos—, sino también su superación positiva. En efecto, la pura
negación de la intencionalidad artística llevaría al objetualismo
inmanentista de Lukács, opuesto que, como vimos, también Ador-
no critica. Inintencionalidad no es sinónimo de inmanencia. Ya
vimos que para Adorno el arte no ha de ser una esfera cerrada
sobre sí al margen de la sociedad, sino que el arte ha de denun-
ciar la sociedad falsa. Por tanto, la obra de arte ha de tener un
contenido y un influjo social, pero no como intención o fin extra-
artístico.
¿Cómo mantener ambos extremos? ¿cómo influir en la socie-
dad sin tener otro fin que la obra de arte? ¿Cómo hablar de una
remitencia de la obra más allá de sí misma negando la intencio-
nalidad? Adorno habla, en efecto, de un remitir no intencional,
un ir más allá de sí no medial. Volvamos al ejemplo del signo
prosaico. El signo prosaico puede definirse como aquel cuya
materialidad o singularidad no es esencial respecto al significa-
do. Por eso es prescindible alcanzado el significado y sustituible
—traducible—. Esto es la remitencia intencional para Adorno.
La remitencia inintencional es aquella en la que la materialidad
—singularidad— del signo es esencial, no abstraíble; es el caso
de la palabra poética, del signo artístico. Adorno lo dice magis-
tralmente al definir el concepto de cifra como «el hecho de que
todo eso signifique algo que, sin embargo, aún hay que sacar y
tan solo de allí» (IN 357). En tal caso, la remitencia ya no es in-
tencional, sino tensional, porque el signo remite desde sí mis-
mo. Esta dimensión tensional de la obra de arte es a lo que
– 153 –
apunta la noción de inintencionalidad, superando tanto el sub-
jetivismo como el objetivismo artístico.
La afirmación adorniana de la autonomía artística no excluye
la repercusión social ni la existencia de contenidos sociales; lo
que critica es que sean externos a la obra de arte. Interiorizarlos
significaría verter tales contenidos en la materia y la técnica mis-
mas, en lugar de significarlos a través de ellas. El contenido de la
obra de arte ha de ser, como vimos, la negación —denuncia— de
la sociedad falsa. En esto coinciden artistas comprometidos como
Brecht y artistas autónomos como Schönberg o Kafka. Lo que los
diferencia es, según Adorno, que los primeros no vierten ese con-
tenido en los mismos factores materiales y técnicos y los segun-
dos, sí. Verter el contenido en la materia quiere decir, con expre-
sión de Menke, hacer la materia significante:
– 154 –
camente el desarrollo de su materia y medios técnicos, sino ex-
presión monadológica de su mundo y de la naturaleza reconci-
liada. En cuanto monádico, es la singularización del contenido
en cada obra de arte lo que hace a la materia y la técnica signifi-
cativos.
Por eso el arte ha de salvarse por sus propias fuerzas, pero em-
pleándolas en sacarse de sí mismo. Es el tour de force de ser moná-
dico y expresivo a la vez 11, prolongación del equilibrio entre técni-
ca y libertad que, como afirma Schiller, hace que la obra de arte sea
algo hecho que parece natural. Es ese reposar en sí de la obra del
que habla Heidegger el que se vulnera para Adorno cuando el ar-
tista subordina su arte a fines externos al arte. No es que el arte no
haya de influir en el mundo, sino que esto no ha de operar como
regla que determine el arte desde fuera. El arte es figura de la li-
bertad porque su normatividad —que no puede faltar— es interna
a la obra. Plegándose a una finalidad externa —que puede ser la
afirmación de la libertad frente a una totalidad opresora—, el arte
pierde paradójicamente su efectividad:
– 155 –
remos más adelante. Esto es lo que significa el desde sí de la inin-
tencionalidad.
Lo primero que supone esa refuncionalización es la negación crí-
tica del concepto de intención, entendido como contenido subjeti-
vo externo a la obra de arte. Adorno habla de «hecho interior», de
«pasiones» o de «sentimientos». Pero frente a esto, habla también
de «inconsciente», de «shocks», de «traumas» y de «comportamien-
to», es decir, algo subjetivo, pero no presente como contenido o in-
tención. La impronta freudiana que hay en este planteamiento no
debe desviarnos del verdadero pensamiento de Adorno. Su núcleo
está en que el arte no ha de expresar un contenido subjetivo indivi-
dual, sino un contenido objetivo —social—, por mediación de la
subjetividad individual. La refuncionalización de la expresión con-
siste, por tanto, en considerar la subjetividad no como individuali-
dad que se manifiesta, sino como aquello en donde se ilumina la
objetividad —el mundo, la sociedad—. La mediación subjetiva es
por tanto un momento necesario en el arte y en la verdad. Ilumina-
ción no es un contenido subjetivo, sino objetivo, pues lo que se ilu-
mina es el mundo, pero tampoco es un puro reflejo de la objetivi-
dad, pues ésta sólo se ilumina en el sujeto.
En la filosofía de Adorno, el tema de la verdad se plantea
desde la noción de expresión. En este contexto, «expresión» no
hace referencia a la expresión subjetiva, sino, en términos hege-
lianos, a la expresión sensible de la idea. Lo que Adorno quiere
reivindicar es la importancia de la mediación de lo sensible-sin-
gular de la idea. La expresión, como veremos, la forma sensible-
lingüística de exponer la idea no es entonces algo accesorio, sino
esencial para el quehacer filosófico. Analizaré ahora su significa-
ción dentro del terreno artístico, en el plexo artista-obra-socie-
dad, que es donde Adorno habla de la verdad de la obra de arte,
del arte como conocimiento.
El concepto de expresión en Adorno, como todos sus grandes
conceptos, es dialéctico, y ha de contener los dos momentos he-
gelianos de conservación y superación. Así, Adorno parte del
concepto de expresión como plasmación de la interioridad del
– 156 –
sujeto, pero inmediatamente lo expone también como su aparen-
te contrario, como reflejo de la objetividad social, para superar
esta oposición sin soltar ninguno de sus extremos.
Por otro lado, lo que Adorno critica a la consideración subjeti-
vista de la expresión es que la materia se convierte en medio res-
pecto a una intención o contenido exterior a ella. Éste es también
el núcleo de la crítica de Adorno a los artistas que llama despecti-
vamente «comprometidos». Para Adorno, el que tales artistas ten-
gan una intención ajena a la obra de arte desvirtúa el quehacer
artístico, dándose la paradoja de que el arte de dichos autores es
menos eficaz socialmente que la obra de artistas autónomos, que
por tener como único fin la obra de arte es más alta, más verda-
dera y, por tanto, más influyente:
– 157 –
en la que el sujeto ha perdido su hegemonía y se ha convertido
en víctima del sistema opresor. Será por esto en la atonalidad de
Schönberg, con su renuncia a las categorías de sentido y funcio-
nalidad, donde Adorno verá un material artístico «progresista»,
expresivo de la situación del sujeto en el siglo XX. No se trata,
por tanto, de que el artista exprese determinados contenidos sub-
jetivos a través de la materia —intencionalmente—, sino de que
haga cristalizar, registrar, un estado de cosas —la objetividad—
en la materia misma.
– 158 –
de movimientos corpóreos del inconsciente, de shocks, de trau-
mas, que quedan registrados en el medio de la música» (PnM
44). Este cambio de función de la expresión se verifica en la pro-
pia trayectoria de Schönberg, al pasar de sus primeras obras pos-
románticas a la atonalidad. Adorno no habla por tanto de negar
la expresión, sino de darle su verdadero sentido.
Frente al planteamiento hermeneútico de Dilthey, que «trata-
ba los fenómenos del espíritu en tanto expresiones psicológicas y
pretendía por tanto recapturar el significado original subjetivo, la
intención original del autor», Adorno quería saber qué estaban
diciendo los objetos culturales «a pesar de la intención de su crea-
dor» (Buck-Morss 1981, 171-72). Mientras para Dilthey era al ar-
tista a quien la hermeneútica trataba de comprender, para Ador-
no era la obra de arte misma la que debe ser objeto de estudio, de
modo que «las grandes obras de arte pueden ser reconocidas en
la diferencia entre aquello que en ellas sobresale y su propia in-
tención» (16, 308).
Como señala Buck-Morss, ya Benjamin había planteado antes
que Adorno esta objeción a la hermenéutica diltheiana en un es-
tudio sobre Goethe, en el que sostiene que:
– 159 –
La discusión del compositor con el material es también discu-
sión con la sociedad, precisamente en la medida en que ésta ha emi-
grado a la obra y no está ya frente a la producción artística como un
factor meramente exterior, heterónomo (PnM 40).
– 160 –
La obra de arte ha de tener un contenido social, que es la ex-
presión crítica de la sociedad falsa, lo que la saca de la pura in-
manencia: «Mientras el objeto estético debe determinarse como
simple dato concreto, el objeto estético mismo, precisamente gra-
cias a esta determinación negativa [...] trasciende el simple y
puro dato concreto» (PnM 53). Por tanto, la obra de arte no ha de
ser objeto de mera contemplación, sino, ante todo, objeto de in-
terpretación y de conocimiento: «Por eso la tarea de una interpre-
tación filosófica de las obras de arte [...] es la que hace que la obra
de arte se desarrolle en su verdad» (ND 25).
En esta crítica de Adorno a la obra de arte como objeto de
contemplación se engloba también su crítica al arte como apa-
riencia y juego; otra cita de Hegel, esta vez de su Estética, enca-
bezando la introducción de la Filosofía de la nueva música, lo evi-
dencia: «Pues en el arte tenemos que ver, no con un mero juego
agradable o útil, sino con un desplegarse de la verdad». Por eso
Adorno, al igual que Schönberg, concibe el arte como conoci-
miento:
– 161 –
mitir codificado, como el signo prosaico al significado o como el
medio al fin. Es un remitir tensional, desde sí. Con esto entramos
de lleno en la noción adorniana de inintencionalidad.
– 162 –
La respuesta al enigma no es el «sentido» del enigma, de modo
tal que ambos pudiesen subsistir al mismo tiempo, que la respuesta
estuviese contenida en el enigma [...]. Más bien, la respuesta está en
estricta antítesis con el enigma; necesita ser construida a partir de
los elementos del enigma (AP 338).
– 163 –
tración» afirma: «Ésta es el alma de lo simbólico: un ser o un fe-
nómeno que es representado como eterno, porque debe conver-
tirse una y otra vez en acontecimiento por medio de la realiza-
ción del símbolo» (DA 33). Por eso dirá más adelante que los
conceptos universales son los sucesores de los símbolos (39).
Más allá de los términos empleados, tanto Gadamer como Ador-
no se refieren sin embargo a lo mismo, a la insustituibilidad del
signo estético, esencialmente vinculado al significado. Lo estéti-
co constituye así un modelo de unidad concreta, no subordina-
dora, de naturaleza e historia, de expresión sensible y significa-
do, y una concepción del sentido no como trastienda, sino como
exceso o sobreabundancia de ser (Gadamer 1993, 114), o como
dice Adorno en Dialéctica negativa, «lo que es, es más que lo que
se es» (164).
a) Segunda naturaleza
– 164 –
El problema de ese despertar que se concede como posibilidad
metafísica constituye lo que aquí se entiende por historia natural.
Lo que contempla Lukács es la metamorfosis de lo histórico, en
cuanto sido, en naturaleza, la historia paralizada es naturaleza o lo
viviente de la naturaleza es un mero haber sido histórico (IN 357).
– 165 –
que no es un mero reflejo que podemos «dejar de lado», sino que
manifiesta algo que «no se puede describir independientemente
de ella» (IN 365). Es la idea ya mencionada de la inintencionali-
dad, que veremos expresamente en el capítulo siguiente. En esto
consiste el «comprender el mismo ser histórico como ontológico,
esto es, como ser natural» (IN 355): no en absolutizarlo, como
hace el historicismo, sino en saber que es «más que lo que es»
(ND 164). Vamos a ver ahora cómo se relaciona esto con el plan-
teamiento estético de Schönberg, vertido en la música atonal.
– 166 –
La mímesis, por tanto, es lo contrario a la asimilación, es un
hacerse con lo otro haciéndose lo otro y no, como en la digestión,
destruyendo la alteridad, asimilándola al sujeto. En la mímesis se
respeta la alteridad y singularidad de lo otro. Y esto, que es el te-
los del conocimiento, es lo que se pierde cuando se queda en el
concepto, convirtiéndose entonces en digestión. Esta dimensión
mimética, que es para Adorno la esencia del conocimiento, está
en su entraña, en el hecho de que los conceptos tienen su raíz en
lo no conceptual, y su «telos secreto» es la diferencia.
Por otro lado, la mímesis no es una mera copia o reproduc-
ción de lo otro, sino que, respetando su singularidad y alteridad,
se da una transformación de lo imitado. Benjamin ponía como
ejemplo de actividad mimética la traducción literaria, pues en
ella se respeta el texto original, pero no es una copia o «transpor-
te» a otra lengua, sino que implica una transformación. Como
dice Tiedemann, hablando de Benjamin, la traducción es «simul-
táneamente recepción y espontaneidad: el traductor requiere el
modelo, el original, y su tarea es producir una nueva versión» 13.
En el mismo sentido, Adorno ponía como modelo la ejecución
musical, pues no es una mera reproducción de la obra, sino una
transformación. Éste es el sentido de la expresión adorniana de
«hacer revoluciones a la revolución copernicana» en el sentido de
devolver la primacía al objeto:
– 167 –
el respeto o primacía del objeto no significa que el sujeto sea me-
ramente pasivo, que el conocimiento sea recepción pasiva a la
manera del positivismo, sino que el sujeto tiene un papel activo:
su espontaneidad no es anulada.
Esta espontaneidad del sujeto, que a la vez respeta o gira al-
rededor del objeto, significa que el conocimiento no es ni recep-
ción pasiva ni creación o asimilación del objeto, sino ordena-
miento, disposición, configuración:
– 168 –
compositores como Stravinski, Hindemith o Sibelius. En este
punto Adorno se plantea el tema de la comprensión de obras ar-
tísticas del pasado y critica ácidamente a quienes afirman que el
arte vanguardista es incomprensible, que es más comprensible
Beethoven que Schönberg. Frente a ellos afirma que Beethoven o
cualquier artista del pasado es mucho más incomprensible, por-
que el contenido de su obra expresa una sociedad ajena a la
nuestra:
– 169 –
La tesis schönbergiana de la historicidad de la tonalidad ad-
quiere en esta obra de Adorno una profundidad insospechada.
En las primeras páginas del ensayo dedicado a Schönberg, reite-
ra su tesis de la historicidad, en textos como el siguiente:
– 170 –
la totalidad y cuya fungibilidad concuerda plenamente con la de to-
dos los elementos tonales (PnM 20).
– 171 –
culmina en el idealismo sistemático de Hegel, donde la diversi-
dad es concebida como autodespliegue de la idea; a esto lo lla-
mamos identidad tautológica. Ambos elementos, inmutabilidad
—autoidentidad— y tautologicidad —autodespliegue, relación
asimilativa de la alteridad—, están presentes en la tonalidad.
Las categorías clave de la tonalidad son, como vimos, las de tóni-
ca —sonido fundamental— y consonancia —acorde tríada—, y
creo que Adorno los concibió, equivocadamente a mi juicio,
como paralelos a los de inmutabilidad y tautologicidad de lo mí-
tico.
La noción de tónica —sonido base o fundamental— sería el
paralelo de la identidad inmutable, en el sentido de que es lo que
permanece invariable subyaciendo a todos los movimientos de la
melodía; es algo así como la línea del horizonte. Y el elemento
tautológico estaría en la tríada, que está formada por los armóni-
cos cercanos a la tónica, que son como el despliegue del sonido
fundamental —tónica— y por eso forman consonancia. Lo carac-
terístico de la tonalidad, y lo que la desenmascara para Adorno
como expresión de lo mítico —del principio de hegemonía del
sujeto—, es que en ella cada sonido se define en función del todo,
es decir, de una estructura exterior a él —de la tónica, de la tríada
y de los demás acordes de la tonalidad—. Estudiaremos a conti-
nuación la crítica de Schönberg a la tonalidad y los paralelismos
entre su concepción de la atonalidad y las nociones adornianas
de «historia natural» y de «inintencionalidad».
– 172 –
NOTAS
1
No olvidemos que Gadamer propone una rehabilitación de la alegoría, sus-
trayéndola de la oposición al símbolo, que «es sólo resultado del desarrollo
filosófico de los dos últimos siglos». Para Gadamer, ambos «basan su nece-
sidad en un mismo fundamento: no es posible conocer lo divino más que a
partir de lo sensible» (1986, 77, 79); cf. también Gadamer 1993, 123.
2
Heidegger, como afirma Menke, también denunció tal interpretación del
teorema de Valéry (cf. Heidegger 1983, 166; Menke 1997, 69).
3
La noción gadameriana de «conciencia estética» hay que verla en parale-
lismo con la de conciencia lúdica, que se refiere a la pérdida de la esencia
del juego cuando éste se objetiva y el sujeto se distancia de él (cf. Gada-
mer 1986, 107 ss).
4
También Gilson entiende así la unión de forma y fondo en el arte. Citan-
do a Focillon, afirma hablando de la pintura que «la forma no debe conce-
birse primero en sí misma y luego en su esfuerzo para darse ella misma a
un cuerpo. Según las palabras de Focillon: “La forma no sólo está encar-
nada, es siempre encarnación”» (Gilson 2000, 182, 184).
5
Por otro lado, como señala Inciarte a propósito de Kant y Schelling —y
con esto conectamos con la primera parte de este estudio—, este realismo
ontológico de la imagen, y no el realismo concebido imitativamente, «co-
rresponde a una realidad abierta y siempre nueva, una realidad que,
mientras haya tiempo, nunca puede cuajar en totalidad, que hay siempre
que completar y que está siempre completándose a sí misma, sin que lle-
gue a ser nada completo [...]. Realidad fenoménica, apariencia, no quiere
decir para Kant realidad ilusoria, sino sólo eso: realidad no total, no abso-
luta, nunca plenamente determinada [...]. Se trata de un mundo, de una
realidad que, como decía Schelling siguiendo las huellas de Kant, no es
que sea finito por terminar en alguna parte, más allá de Sirio, sino por ser
finito en cada una de sus partes, por no coincidir ni en cada una de ellas
ni en su conjunto consigo mismo. Sólo Dios sería la totalidad de su propio
ser, la única totalidad posible». Al no serlo el mundo, continúa Inciarte
parafraseando a Van Doesburg, tenemos «la necesidad de (re)crearlo para
dar con él» (Sobre perspectiva..., 12).
6
Mediación total en cuanto no puede prescindirse de ella, contrariamente
a lo que sucede con la mediación transitiva del signo instrumental.
– 173 –
7
Esto no está en contradicción con la principialidad que vimos atribuye
Aristóteles a la materia, ya que tal es la cualidad, atribuible a todo ser (cf.
Met 1051b 35). En el caso del alma —y de toda forma o acto limitado—, la
principialidad es anterioridad o fin respecto a la potencia (cf. Met 1050a
10 ss y 1051a 31; cf. también De An 415b 8-20).
8
Stephen Halliwell propone hablar de «mímesis metafísica», manifestativa
de algo no fenoménico, frente a la «mímesis formal» que «presupone una
correspondencia directa entre el sujeto mimético y su modelo» (1986, 115,
112).
9
Como lo es de Heidegger: «¿Con qué esencia de qué cosa puede coincidir
un templo griego? ¿Quién podría afirmar algo tan inverosímil como que
en el edificio concreto está representada la idea de templo en general? Y,
sin embargo, es precisamente en una obra semejante, siempre que sea
obra, donde está obrando la verdad» (1995, §7).
10
Para un análisis detallado de este problema en Adorno, cf. Innerarity 1996
a, 11 ss.
11
No es extraño que Elena Tavani escoja la historia del barón de Münch-
hausen como figura de la filosofía de Adorno, y en particular de su dia-
léctica de la apariencia estética, que sólo remitiendo fuera de sí —a la rea-
lización social de la unidad no coactiva de lo múltiple— se salva de ser
ilusión engañosa, pero en tanto tal unidad sólo se hace presente en el arte
—permaneciendo como utopía, como idea meramente regulativa para el
mundo—, tal salir de sí es imposible para el arte (cf. Tavani 1994, 15).
12
Comentando la ausencia de humor en la Humoresca de Dvorák, Adorno
compara ésta a un dibujo-enigma célebre en la época, que ocultaba la
imagen de un ladrón, preguntando ¿dónde está el ladrón?, pregunta que
Adorno traslada a la humoresca de Dvorák: ¿dónde está el humor? (16,
286).
13
Citado en Bürger 1996, 78.
– 174 –
LA ATONALIDAD COMO REDENCIÓN
– 175 –
que reduce lo singular a caso particular, a mero ejemplar. En el
pasado era la naturaleza la que perecía bajo la ciencia y la técni-
ca; ahora, afirma, es la humanidad misma la que perece (DA 77).
La inmanencia subjetiva se ha vuelto contra el sujeto individual
(45). Por eso dice Adorno que en el siglo XX se realiza en la pra-
xis y en la sociedad lo que en el idealismo se operaba en la teoría
(ND 33-34).
Esto tiene dos consecuencias: dolor y soledad. Como afirma
Hernández-Pacheco, la esencia del dolor reside según Adorno en
la resistencia de lo singular a ser desposeído de su singularidad
(cf. Hernández-Pacheco 1996, 106). El individuo experimenta do-
lorosamente su masificación en la sociedad administrada, cuyas
relaciones se han hecho abstractas. Por eso, dice Adorno, el dolor
rebate toda la filosofía de la identidad (ND 203). La segunda con-
secuencia es la soledad, no la soledad del solitario, sino la sole-
dad colectiva, la «soledad universal», como la llama Adorno
(PnM 48, 51), la soledad de las grandes ciudades, en las que los
individuos se han hecho extraños entre sí (DA 45) 1.
La disonancia musical expresa esta disonancia social, existen-
cial, caracterizada por el sinsentido, el dolor y la soledad, cuando
se independiza de la consonancia. Y la expresa porque, concebi-
da autónomamente, la disonancia consiste en yuxtaponer soni-
dos muy divergentes sin mediación alguna, sin reconciliación 2.
Estamos muy lejos de la disonancia «romántica», pues ésta es di-
sonante en relación a la consonancia y se resuelve o integra en
ella —incluso en el cromatismo wagneriano—. La disonancia ro-
mántica es la alteración del orden, mientras que la disonancia de
la que habla Adorno es la subversión del orden, del sentido con-
cebido abstractamente. Se trata de una disonancia absoluta, no
relativa a la consonancia. Por eso, quien mejor la concibe para él
es Schönberg, que lleva a cabo la «emancipación de la disonan-
cia» (SI 144) respecto a la consonancia.
– 176 –
SCHÖNBERG Y LA DESMITIFICACIÓN DE LA TONALIDAD
– 177 –
planteamiento para su tesis, afirmando que así como el sistema
tonal nació de la sintetización y unificación de los modos ecle-
siásticos, él también ha de ser sometido a una sintetización y uni-
ficación más profunda —Schönberg propondrá como sintetiza-
ción de los modos mayor y menor la escala cromática—:
– 178 –
Schönberg no niega la teoría de los armónicos ni pretende
minimizar su valor; lo que dice es que es un error apoyarse en
ella para concebir los conceptos de consonancia y disonancia
como opuestos. Respecto al hecho de que percibamos dichas ar-
monías con agrado y desagrado respectivamente, Schönberg lo
atribuye a que estamos más familiarizados con las primeras que
con las segundas, y también a que es más fácil para el oído situar
los armónicos próximos en el complejo sonoro y determinar su
relación con el sonido fundamental como un reposo, como una
armonía que no requiere solución (cf. H 393).
Por tanto, concluye Schönberg, la tonalidad no nos da cuenta
de la disonancia, no logra encuadrarla verdaderamente, y hay por
tanto, que sustituirla por otro sistema más unificador que nos dé
razón también de la disonancia y no la conciba como mera desvia-
ción respecto a la consonancia, como algo «irracional». Se trataría,
en definitiva, de emancipar la disonancia respecto a la consonan-
cia, de darle un valor en sí. En esto Schönberg continúa un impul-
so que comenzó con Wagner —y según el propio Schönberg, con
Bach (cf. 1950)— y que está realizado, a mi parecer, también en el
jazz, con el acorde básico no triádico, sino cuatriádico, que incluye
el intervalo disonante de séptima. Ésta es, muy brevemente ex-
puesta, la tesis de Schönberg, desmitificadora de la tonalidad. El
paralelo con la crítica adorniana a la unidad abstracta como nive-
lación de lo singular es evidente; ahora intentaremos profundizar
para descubrir las conexiones más profundas entre ambos.
Siguiendo en la línea apuntada, de que en Adorno no hay
únicamente una crítica al idealismo cultural-decadentista (Spen-
gler), sino esencial, dirigida a su «naturaleza», trataré de mostrar
que lo mismo ocurre en Schönberg con su crítica a la tonalidad.
Esta provisionalidad de la filosofía, que Adorno amplía a todo
producto cultural y artístico, es una idea que Schönberg ya pro-
clama en su Tratado: «Lo único que es eterno: el cambio; y lo que
es temporal: la permanencia» (H 29), una sentencia que Adorno
va a verter casi literalmente en «La idea de historia natural», cuan-
do enuncia su programa como:
– 179 –
Un captar al ser histórico como ser natural en su determinación
histórica extrema, en donde es máximamente histórico, o cuando
consiga captar la naturaleza como ser histórico donde en apariencia
persiste en sí mismo hasta lo más hondo como naturaleza (IN 354-
55).
– 180 –
Las condiciones para la disolución del sistema tonal están con-
tenidas en los supuestos mismos sobre los que se funda. Debe saber
que en todo lo que vive está contenido su propio cambio, desarrollo
y disolución. La vida y la muerte están ya en el mismo germen. Lo
que hay entre ellas es el tiempo (29).
– 181 –
nismo, que no se basa en las dos escalas mayor y menor, sino en
la escala cromática, que es única y, por tanto, un sistema basado
en ella será superior al tonal bimodal, pues tendrá mayor cohe-
sión y unidad.
Ahora bien, insisto en que si bien Adorno y Schönberg de-
fienden una provisionalidad y una relatividad, no abogan por el
relativismo. En el caso de Schönberg, aunque rechace la idea de
que la tonalidad exprese las leyes naturales del sonido, la atona-
lidad no reniega de tales leyes, sino que únicamente afirma que
son más complejas de lo que la tonalidad pretende. Dicho de otro
modo, la crítica de Schönberg a la tonalidad no pretende negar
que haya leyes naturales y eternas del sonido, sino mostrar que
la tonalidad las ha reducido arbitrariamente. Como Schönberg,
Adorno también polemiza con la noción de naturaleza, pero no
menos que con el relativismo y el irracionalismo. En Dialéctica ne-
gativa afirma: «El escándalo de un pensamiento sin base es, se-
gún los partidarios de la ontología fundamental, el relativismo.
La dialéctica se opone tan rotundamente a éste como al absolutis-
mo» (45) 5. Por otra parte, siempre criticará a Benjamin y al su-
rrealismo como vimos el uso del collage, por ser una mera afirma-
ción de lo singular en su irreductibilidad.
Me parece, por tanto, que así como en Adorno no hay única-
mente una crítica temporal o relativa al idealismo, sino, como él
mismo la llama, una crítica inmanente, Schönberg no propone la
atonalidad como algo ocasional, sino como el cumplimiento de la
necesidad del sonido. En la misma línea, Adorno no rebatirá la
tonalidad y la forma sonata únicamente como inadecuadas para
expresar la sociedad del siglo XX, sino en sí mismas. Dicho de
otro modo, la actualidad de la filosofía no radicará únicamente
en la capacidad de ésta para dar razón de la actualidad, sino en
ser capaz de detectar sus propias insuficiencias por el método de
análisis inmanente.
– 182 –
LA SOLEDAD COMO ESTILO
La soledad colectiva
– 183 –
dado la música tradicional, basada en la melodía —un movi-
miento o flujo como continuidad y, por tanto, con sentido—, la
armonía —una sintaxis del discurrir musical—, la tonalidad, que
es un cosmos, un orden en el que se ubican los sonidos, y la for-
ma musical —en especial la forma sonata de primer movimiento,
que establece un sentido narrativo-conclusivo—:
– 184 –
¿Por qué eres tan breve? ¿No amas, pues,
como antes el canto? Cuando joven,
cuando cantabas en los días de esperanza,
no encontrabas nunca el fin.
Como mi felicidad es mi canto. ¿Quieres en el crepúsculo
bañarte jubiloso? Ya no hay luz, y la tierra está fría,
y gorjea el pájaro de la noche, siniestro ante tus ojos 7.
La emancipación de la disonancia
– 185 –
ve en la consonancia. Con ello la atonalidad de Schönberg, «de
un golpe alcanza a la obra, al tiempo y a la apariencia» (43); a la
obra en tanto unidad compacta, cerrada, que encierra la aparien-
cia de armonía entre el todo y las partes; y al tiempo en cuanto
duración, continuidad y discursividad.
Sin embargo, según Adorno, la atonalidad no se limita a ex-
presar la modernidad, el «estado de cosas», sino que lo denuncia.
Fiel a su concepción dialéctica, el artista no debe limitarse a ex-
presar la contradicción, sino a mostrar su insuficiencia. La crítica
de Adorno a ciertas corrientes artísticas como el surrealismo o el
jazz se basa precisamente en que se limitan a presentar la contra-
dicción, sin incoar su superación, de modo que muestran la con-
tradicción como absoluta, propiciando una actitud resignada o
conformista en el sujeto:
– 186 –
Desde comienzos de la era burguesa toda la gran música hubo
de complacerse en estimular esta unidad como si fuera perfecta-
mente compacta y en justificar, a través de su propia individuación,
las leyes generales y convencionales a que está sometida. La nueva
música se opone a esto. La crítica del ornamento, la crítica de la con-
vención y la crítica de la universalidad abstracta del lenguaje musi-
cal tienen un solo significado (PnM 45).
– 187 –
berg ha llegado hasta el punto de definir sin subterfugios la teoría
de la composición como doctrina de la conexión musical, y a esto
tiende todo lo que en música pretende tener un sentido (PnM 120-
21).
– 188 –
toria de la humanidad con mayor exactitud que los documentos
(PnM 47).
Por eso, dice Adorno, «la discusión del compositor con el ma-
terial es también discusión con la sociedad» (PnM 39-40).
– 189 –
laridad entre lo mimético y lo constructivo como a una fórmula
invariante», afirma en Teoría estética (72).
Como Hegel, Adorno ve lo evidente como sinónimo de unila-
teralidad y exterioridad. Por eso, cuando al comienzo de Teoría
estética glosa «la perdida evidencia del arte» —algo a lo que ha
llevado el arte mismo, dice, al adentrarse desde 1910 «por el mar
de lo que nunca se había sospechado» (ÄT 9)—, no lo hace para
alojarse en la incertidumbre, como le objetaba Lukács, sino para
desencadenar un proceso de reflexión. Ya hemos visto la crítica
de Adorno al aislamiento de la polaridad, en su crítica al subjeti-
vismo y objetivismo estéticos. En cuanto a las dimensiones consti-
tutivas de la obra de arte —lo mimético-expresivo y lo estructu-
ral-constructivo—, ocurre otro tanto. El término «mímesis», o
«expresión» en este caso, está tomado en un sentido genérico,
como la referencia del arte a algo que lo transciende, algo aparen-
temente opuesto a su coherencia estructural. Como ya vimos en
la crítica de Adorno a Lukács, la obra de arte no se agota en su in-
manencia, pero tampoco se puede mediatizar a fines extra-ar-
tísticos, como hace el arte que Adorno llama despectivamente
«comprometido». Entonces se llega a una síntesis superadora y
conservadora-elevadora de ambos polos, según la cual, como vi-
mos, el arte más comprometido con el mundo es aquel que más
respeta su autonomía. Del mismo modo vimos que la noción de
crítica inmanente hace converger los dos polos aparentemente
opuestos de verdad interna y actualidad temporal, de manera
que la segunda es manifestación de la primera.
En el caso de forma y expresión, Adorno critica también su
concepción dualista en el arte mismo, si bien esta polaridad no la
ve en la de formalismo-expresionismo, sino en la de formalismo-
surrealismo. Adorno no ve en el surrealismo, y en técnicas como
el collage, aparentemente muy rompedoras, subversión alguna.
En vez de expresar y denunciar la negatividad del mundo, lo que
hace el surrealismo según Adorno, con su disolución de la forma,
es sucumbir a la supremacía del mundo administrado y masifi-
cado sobre la subjetividad (cf. PnM 54). Si el expresionismo —y
– 190 –
aquí Adorno toma como modelo a Schönberg— no cae en lo mis-
mo, es porque no renuncia a la unidad, a la formalización.
La incapacidad para la estructura es lo que caracterizaría la
percepción infantil del arte, una percepción atomizada, de mo-
mentos, que busca el agrado, frente a una escucha inteligente de
la obra, algo que afectaría también a la creación artística en gene-
ral y a la musical en particular:
– 191 –
ris 1930, 52). A este respecto Benjamin fue, junto a Gilson, uno de
los intelectuales que más por encima de su época estuvieron.
La defensa benjaminiana de la irrepetibilidad, del «aura» de
la obra de arte, en la era de su reproductibilidad técnica, no está
en Benjamin reñida con manifestaciones artísticas como el cine o
la fotografía. Frente a posturas como las de Duhamel, Benjamin
considera estos géneros artísticos como fundamentales y ve en la
distinción entre recogimiento contemplativo y disipación un pro-
ducto de la burguesía decadente (cf. Benjamin 1989, 53). Benja-
min está de acuerdo con Adorno en la crítica al dadaísmo, por
ejemplo, en el que denuncia también el abandono de lo orgánico
y la consiguiente destrucción del aura artística: «Sus poemas son
“ensaladas de palabras” [...]. Lo que consiguen de esta manera es
una destrucción sin miramientos del aura de sus creaciones». Y
lo que obtienen al amontonar objetos de la vida tecnológica,
como «botones o billetes de tren o de metro», continúa Benjamin,
no es sino imprimir en sus obras «el estigma de las reproduccio-
nes» (Benjamin 1989, 50). Como ha dicho un poco antes, «el aura
está ligada a su aquí y ahora. Del aura no hay copia». Por eso,
continúa, frente al teatro:
– 192 –
En esta crítica de lo fragmentario coincide Adorno, para
quien en el cine y el jazz «coinciden oyente y producto: la estruc-
tura, que no pueden seguir ninguno de ambos, no se les ofrece en
absoluto» (D 37).
Puede chocar esta crítica a la atomización del arte en un autor
como Adorno, que defiende hasta sus últimas consecuencias la
obra de arte fragmentaria, como aquella que «indica, en el esta-
dio de la negatividad total, la utopía» (PnM 120), mientras que,
afirma, «la máxima integración es sólo una apariencia cuyo efec-
to es precisamente su destrucción» (ÄT 73). No olvidemos, sin
embargo, que la categoría de lo fragmentario se enfrenta en Ador-
no a la de totalidad apriorística, y no a la de unidad. El conflicto
no se da para Adorno entre unidad y fragmentación, sino entre
unidad orgánica y unidad mecánica o esquemática. Así, «la obra
de arte tiene su verdad en aquello que expresa su unidad, su
fuerza y coherencia» (D 73).
Lo fragmentario no se identifica en Adorno con lo amorfo,
sino con lo singular, en el sentido del «aura» de Benjamin, como
lo que se sustrae a su encasillamiento en lo general. Esto es lo
que Adorno admiraba en la música de Mahler y, desde luego, en
la del Schönberg atonal, que no admitía más unidad que la que
emergía de la conexión de los sonidos entre sí. No olvidemos que
el carácter apariencial-ilusionista del arte se cifra para Adorno en
su carácter reconciliatorio, falso en un mundo administrado que
nivela lo singular.
– 193 –
en un esquema vacío» (D 101-102). Sin embargo, la defensa que
hace Adorno de la unidad y del trabajo de estructuración del
arte, tanto en su creación como en su recepción, en ningún mo-
mento cae en un inmanentismo estético. El momento mimético,
referencial del arte más allá de sí mismo, es esencial para Adorno
al arte mismo. Así, el arte que renuncia a posicionarse frente al
mundo:
– 194 –
sabe», que lleva a objetualizar la obra de arte como caso del géne-
ro arte (Gadamer 1986, 107-108). Del mismo modo que la con-
ciencia lúdica echa a perder el juego, la conciencia estética echa a
perder el arte.
Danto habla de la «neutralización», del desgajamiento (disen-
franchisement) del arte respecto a la vida (cf. Danto 1986) —priva-
ción de los derechos políticos del ciudadano, literalmente—, tér-
mino que Inciarte traduce como «desumbilicación» y que puede
también entenderse como pérdida de la mayoría de edad del arte;
según Inciarte, tiene también la connotación de «castración» del
arte —operada según Danto por la filosofía (cf. Danto 1986, 4)—,
en el sentido de privarlo del poder de influencia en la vida que te-
nía en la antigüedad y que llevó a la iconoclasia o a la expulsión
de los poetas de la república en Platón.
Hoy estamos en buena medida en una estética esteticista,
que, como afirma Danto, volviendo a la discusión platónica, se
define por la disociación entre lo bello y lo útil (cf. Danto 1997,
99). Un esteticismo tal que es capaz de entender en términos esté-
ticos el urinario de Duchamp:
– 195 –
la afirmación de Adorno, parafraseando a Schönberg, de que «el
arte no nace del poder, sino del deber», de modo que «con la ne-
gación de la apariencia y el juego, la música tiende al conoci-
miento» (PnM 46).
La fetichización del material es lo que marcaría el momento
de decadencia de la nueva música, un proceso, dice el filósofo,
que se inicia con las últimas obras de Webern, que «reducen la
música a los eventos desnudos en el material, al destino de las
series en cuanto tales, sin que por ello, desde luego, sacrifique
nunca plenamente el sentido musical». Es la permanencia de la
unidad, del sentido musical, lo que salva a Schönberg del puro
materialismo e irracionalidad en la que cae para Adorno la joven
generación del serialismo integral, con Boulez a la cabeza, al:
– 196 –
«Construcción candente»: Doktor Faustus, historia de una
controversia
a) La polémica Schönberg-Mann
– 197 –
Hacer la forma misma expresiva es para Adorno el principio
del expresionismo —en especial del musical de Schönberg— y lo
que lo distingue de estéticas «blandengues», faltas de expresión,
como lo son según Adorno la poscubista-constructivista, o infor-
mes, como el surrealismo o la música aleatoria (cf. ÄT 72). No
cabe duda de que aquí está implícita una crítica al neoclasicismo
que no ha cedido ni un ápice desde la violenta contraposición en-
tre Schönberg y Stravinski que se establece en Filosofía de la nueva
música. La «frialdad» del espíritu constructivo, que desdeña la
expresión, se correspondería con el espíritu neoclasicista de Stra-
vinski, que se defendía de toda recepción expresionista de su
música (cf. Stravinski 1986, 52 ss).
En cambio, Schönberg tenía que defenderse de lo contrario, y
siempre le dolía cuando alguien afirmaba que su música era ce-
rebral, carente de expresión 9. Es éste uno de los rasgos de la mú-
sica y de la vida de Adrian Leverkühn —siempre relacionada con
el frío— en los que Schönberg no se reconocía en absoluto. No ol-
videmos que Schönberg admiraba profundamente a Puccini y
que se vanagloriaba «de haber captado su interés» 10, cuando el
operista italiano asistió a una interpretación del Pierrot en Floren-
cia poco antes de su muerte. Siempre desestimó, por otro lado, el
énfasis en el análisis musical que muchos de sus discípulos y se-
guidores, entre ellos Adorno, pusieron a raíz de sus primeras
composiciones dodecafónicas:
– 198 –
La música no es para Schönberg cosa de virtuosismo o de ge-
nios, que es estar en el paradigma del cómo, sino algo artesanal,
que exige fijarse en lo que la obra musical es. Como afirma Stuc-
kenschmidt, al igual que Fubini, la animadversión de Schönberg
hacia Doktor Faustus no descansa solamente en la polémica sobre
la autoría del sistema dodecafónico, sino en la concepción de la
estética y de la música en particular que subyace en la obra, y en
el hecho de que la misma se deba a Adorno (cf. Stuckenschmidt
1991, 413). La primera por cierto fue llevada por Schönberg a ex-
tremos chocantes, como enviar a Mann un texto de un supuesto
musicólogo, Hugo Triebsamen —el autor del texto es en realidad
el propio Schönberg—, en el que se invierten los papeles. En este
documento se da la autoría del sistema dodecafónico a Thomas
Mann, según el texto «un músico que luego se pasó a la literatu-
ra», lo que «permitió a Schönberg servirse de su idea y publicar-
la bajo su propio nombre». El tal Triebsamen, por otro lado, co-
noce a Schönberg por «una de las raras cartas de Anton v.
Webern» que «habla con entusiasmo de ese Schönberg, al que ca-
lifica de máximo compositor vivo» 11. La primera edición del Dok-
tor Faustus apareció en otoño de 1947, y Mann envió un ejemplar
a Schönberg el 15 de enero de 1948 con la dedicatoria «a Arnold
Schönberg, el auténtico, con un saludo devoto» (Ap 33). Esto,
junto a las habladurías de Alma Werfel de que la novela hacía re-
ferencia, sin mencionarlo, a Schönberg, inquietó al compositor,
que envió como respuesta a Mann el citado documento. Mann lo
recibió con estupor, y en contestación a Schönberg le dice que el
texto «no deja de tener su lado cómico» (17.2.1948: Ap 36).
Probablemente la autoría de Schönberg no pasó inadvertida a
Mann (cf. Schmid 1993, 78-79): «Es ciertamente un documento
curioso. Me ha conmovido como un signo del fervor sagrado con
que sus discípulos custodian la gloria y el honor del Maestro»,
quien lo entendió seguramente como lo que es, una ironía sobre
aquello a lo que podría inducir Doktor Faustus en el futuro, a la
que responde en el mismo tono:
– 199 –
¿Qué es exactamente este escrito? ¿Una carta? ¿Un artículo? [...]
testimonio de belicosa devoción. Es hora de recordar el viejo ada-
gio: «Dios me guarde de los amigos» (Ap 36).
– 200 –
una supuesta Encyclopaedia Americana para encontrar la voz
Schönberg «en una breve nota biográfica», dudar si Webern «¿es
von o sólo van?» y afirmar que éste ha muerto en 1938 «en la ba-
talla contra los rusos», o hablar de «los métodos modales de Bu-
dia Nalanger» (Ap 34) 13.
No obstante, Mann responde también en serio:
Quién había creado la técnica dodecafónica es algo que sin
duda sabía cualquiera que hubiese tenido en las manos su libro
[Doktor Faustus], y la novela en modo alguno empequeñecía la figu-
ra histórica de Schönberg (17.2.1948: Ap 36).
– 201 –
Todavía en la carta antes citada del 25 de mayo a J. Rufer,
Schönberg teme que:
– 202 –
Además, la dedicatoria «A Arnold Schönberg, el auténtico»
evidencia, dice el compositor, que «Leverkühn es una personifi-
cación mía». Por si fuera poco, continúa, «Leverkühn es descrito,
desde el inicio hasta el final, como un loco. Yo he llegado a los se-
tenta y cuatro años sin padecer la dolencia de la que procede dicha
enfermedad mental» (Ap 47). Una vez más, Mann se muestra sor-
prendido y dolido, en la respuesta que envía al Saturday Review:
– 203 –
Mann concluye:
b) La polémica Schönberg-Adorno
– 204 –
Se refiere al pasaje del capítulo octavo de la conferencia sobre
la Sonata op. 111 de Beethoven, donde explica que el tema de la
arietta se supera a sí mismo, como en esta sonata Beethoven su-
peró el clasicismo y, a la postre, a sí mismo. Kretzschmar explica
cómo el tema pasa de (do) re-sol-sol «Wie-sengrund» a su expre-
sión más acabada, en la que aparece el apellido paterno de Ador-
no sin cortes: do-#do-re-sol-sol «Grü-ner Wiesengrund» (Mann
1997a, 74-75) 18. Las demás onomatopeyas, «cie-loa zul», «mal-dea
mor», «Oh- Tú cie loazul», etc., tan cursis a primera vista, giran
en torno a ésta. Mann reelaboró la conferencia sobre la Opus 111
tras escuchar la sonata interpretada al piano por Adorno: «Nun-
ca había escuchado con tanta atención»; y concluye: «En lo suce-
sivo lo mantuve cerca de mí, sabiendo bien que habría de necesi-
tar su ayuda, precisamente la suya, en lejanías más profundas de
la obra» (Mann 1997b, 708). La interpretación filosófica de la So-
nata op. 111 es, por lo demás, netamente adorniana. Comentando
el final de la arietta, Kretzschmar dice:
– 205 –
fica, como señala N. Rath, con el diablo. Una de las apariencias
que toma el diablo es la de teórico musical, con gafas y frente
abultada (Mann 1997a, 321-22), descripción física que coincide
con la de Adorno por aquellos años. Pero, como señala Rath, no
sólo por su descripción física se parecen, sino sobre todo por su
postura intelectual, fundada en el rechazo hacia la obra de arte
cerrada y hacia corrientes artísticas como el Neoclasicismo y el
folclorismo (Mann 1997a, 322; cf. Rath 1988, 54); por otro lado, a
veces el parecido textual con Adorno es extremo:
Doktor Faustus:
La obra maestra, la composición conforme a su propia ley, per-
tenece al arte tradicional. El arte emancipado la niega. Empieza la
cosa con que no podéis disponer libremente de todas las combina-
ciones tonales que hasta ahora han sido empleadas. Imposible el
acorde de séptima disminuida, imposibles ciertas transiciones cro-
máticas. Las mejores llevan consigo el canon de lo prohibido [...].
Todo depende del horizonte técnico. El acorde de séptima disminuí-
da es apropiado y expresivo al principio de la opus 111. Puede decir-
se que corresponde al nivel técnico general de Beethoven, a la ten-
sión entre la consonancia y la más extrema disonancia que le era
posible a él realizar (323).
– 206 –
Como Mann explica en una carta del 15.10.1951 a Jonas Les-
ser, escribió Los orígenes del Doktor Faustus en buena parte «como
reconocimiento a Adorno» (Mann 1996, 225). Si en el caso de
Schönberg Mann actuó para librarse de las invectivas del compo-
sitor, en el caso de Adorno fue una «necesidad moral» lo que le
llevó a escribir algo más que una nota aclaratoria (carta a A. M.
Frei, 19.1.1952: Mann 1992, 371). Ya en 1945 Mann se excusaba
con Adorno por estas citas:
Wie-sengrund
– 207 –
sino
Wiesen-grund 21.
– 208 –
riamente la tersura de la forma, [...] hacia la disonancia del sufri-
miento» (Mm 13). Tal actitud relega la obra de arte a la categoría
de documento o a «sismógrafo del alma». Con esto Adorno no
quiere negar, por supuesto, que los rasgos de la personalidad
aparezcan e incluso determinen la obra de arte, sino que éstos no
se configuran como contenido expresivo, sino que se manifiestan
objetivamente (M 173).
Esto es, podríamos decir, el trasunto expresivo de la noción
de crítica inmanente, según la cual, como vimos, la inactualidad
pone al descubierto una contradicción interior. Como afirma de
Mahler, «la herida de la persona [...] era a la par una herida histó-
rica» (M 173). La forma no es vehículo de expresión, sino que «la
forma misma ha de volverse característica, ha de “hacerse acon-
tecimiento”» (M 198). No obstante la apología que hace Adorno
del expresionismo musical no está exenta de crítica: «la música
de Mahler no es un sismógrafo del alma; sólo en el expresionis-
mo llegó la música a serlo» (M 173). Con ello entramos en lo que
Adorno llama la «aporía del expresionismo» (PnM 67), que mar-
ca su distanciamiento progresivo de la música de Schönberg.
– 209 –
esto, y no la mera invención de sonidos individuales, es lo que ha cons-
tituido la grandeza de Schönberg desde el primer momento (D 47).
– 210 –
sino contra el propio Schönberg y su «regresión» dodecafónica y
contra Webern y su fetichización de la serie, cuyo arte degenera
así en «acomodación» en uno de los extremos (PnM 108).
Adorno vio muy agudamente este desfase entre vocabulario
y sintaxis —empleando terminología de Marc Vignal— que se da
en el Schönberg atonal. Como vimos en el capítulo segundo,
Adorno señala acertadamente que la tonalidad deriva una serie
de formas, entre las cuales la más tonal es la forma sonata alle-
gro, porque es la reproducción a gran escala, arquitectónica, del
esquema consonancia-disonancia-consonancia (PnM 32).
En el dodecafonismo este desfase es quizá más aparente que
real, con el empleo de formas pretonales, especulares, derivadas
del contrapunto —esencia del dodecafonismo—. Por eso, cuando
Adorno critica este desfase en una obra dodecafónica como Mo-
ses und Aron, no se fija en los procedimientos dodecafónicos es-
peculares, sino en los propios de la música tonal. En el caso de la
ópera «en la relación con la escena, con el texto, con la expresión,
en el ademán general, sigue fielmente el tradicional tipo estilísti-
co del drama musical, pese a todas las innovaciones puramente
musicales» (D 149) 22.
Este «ademán general», perteneciente todavía a la música to-
nal en la que Schönberg se educó, lo percibe Adorno no sólo en
sus obras operísticas:
– 211 –
como se utiliza en el círculo proscrito de la industria cultural,
sino en el sentido de la pertenencia subterránea, pero estricta, de
Schönberg al trabajo variativo-temático de la escuela de Viena
(18, 172) 23.
Los medios de los cuales se dispone hasta el día de hoy han cre-
cido y medrado todos en el suelo de la tonalidad. Si, desde este sue-
lo, son trasladados a un material sonoro no tonal, resultan ciertos
desajustes, una especie de ruptura entre la materia musical y la con-
figuración formal musical (D 150).
– 212 –
que Adorno, al mostrar cómo lo central del sistema tonal, y lo
que lo hace para él superior al modal, es la categoría de motivo
(cf. Forte/Gilbert 1992, 78 ss). La tonalidad, con sus bien defini-
das coordenadas, hace posible la articulación clara y memoriza-
ble de temas cortos —motivos—, rápidamente identificables, como
los personajes de una novela, para que puedan también percibir-
se las variaciones a que es sometido y que constituyen el tejido
de la forma sonata de primer movimiento (cf. M 161).
Que la serie en las composiciones dodecafónicas de Schön-
berg desempeña un papel distinto al tema en las formas de sona-
ta es evidente desde el momento en que la serie no comparece,
sino que tiene, como afirma Fubini, «una función unificante, pero
subterránea» (2001, 11). Adorno, sin embargo, afirma que «en las
composiciones dodecafónicas constituyen temas, de muchos mo-
dos, los rudimentos de un estrato o escalón anterior» (D 150). Ese
estrato anterior es el tonal, que para Adorno aún pervive en la
dodecafonía en forma de inspiración temática. Si bien, como afir-
ma Fubini, la serie es un principio de unidad oculto, no lo es tan
totalmente como él afirma. A esto lo lleva el querer establecer un
paralelismo un tanto forzado entre la dodecafonía y el judaísmo
bíblico de Schönberg, según el cual la serie es, como el Dios ju-
daico, principio de unidad absolutamente transcendente y, por
tanto, irrepresentable (cf. Fubini 2001, 7 ss). Sin embargo, como
afirma R. P. Morgan, esto es más cierto de Webern que de Schön-
berg. No obstante, la partición de una voz en varios timbres o el
uso celular de la serie, que Morgan comenta en Webern (Morgan
1999, 225), también se dan en Schönberg. En Moses und Aron, por
ejemplo, la serie básica es «enunciada» en los compases 6 y 7 del
primer acto, dividida en dos grupos de seis y por tres instrumen-
tos diferentes. (Ver partitura número 1)
Pero no es sólo la división de la serie en sus dos hexacordos o
la variedad tímbrica lo que hace difícil percibirla, sino su posi-
ción, su manera de ser enunciada, como final de un pasaje, de
pasada, en una voz muy discreta; nada que ver con la clásica ex-
posición de un tema. En la mayoría de los casos, sin embargo, la
– 213 –
Trompeta Fagot
Flauta
Partitura n.º 1.
– 214 –
Partitura n.º 2.
– 215 –
Partitura n.º 3.
– 216 –
Partitura n.º 4.
El propio Craft (en las notas de su grabación) admite que «el te-
jido de motivos en Erwartung es extremadamente difícil de desen-
– 217 –
Partitura n.º 5.
– 218 –
de un sistema correspondiente de armonía orientado claramente en
torno a un acorde triádico central. [...] Schönberg no fue el primer
compositor que abandonó la armonía «triádica», pero sí fue el prime-
ro en comprender totalmente las implicaciones de esa revolución en
todos los demás aspectos de la forma musical (Rosen 1983, 55).
– 219 –
Partitura n.º 6.
– 220 –
tendencias. El papel, por ejemplo, del ritmo como elemento inde-
pendiente, es decir, como elemento motívico, está más acentuado
en los primeros, mientras que en los segundos está presente —es-
pecialmente en Mahler 27— asociado a la melodía. Esto lleva a Ro-
sen a comparar el desarrollo motívico de Haydn con el serial, si
bien concluye que en el tratamiento haydiano de los motivos:
– 221 –
si bien es aplicable también a Brahms, Bruckner, Mahler o Sibe-
lius. Tal teoría subraya el hecho de que la tensión-oposición no se
produce entre dos temas, sino entre dos principios que pueden
convivir en un mismo tema. En esto se basa la comparación que
suele establecerse entre Beethoven y Hegel (Adorno) o entre la
forma sonata de primer movimiento y Hegel (Fubini).
Como en los dramas shakespearianos, la tensión no se esta-
blece entre dos personajes, sino en el interior del protagonista. El
«malo» ejerce así en sus dramas la función de diabolus, de divisor
de la integridad del personaje, haciéndole entrar en conflicto in-
terior, y no de mero opositor. Esto implica, musicalmente, la exis-
tencia de una estructura fundamental, de un esquema —moti-
vo— que puede ser tan abstracto como una secuencia rítmica.
Así, si bien en cuanto procedimiento compositivo la técnica espe-
cular-geométrica serial es distinta a la variativo-narrativa del
desarrollo motívico, es similar en cuanto a la fundamentación de
toda la estructura en un único motivo-esquema invariable.
Desde luego, como afirma Rosen:
– 222 –
monía y melodía, es decir, de las coordenadas horizontales y ver-
ticales de la música» (Maegaard 1972, 318).
Todo esto nos muestra la profunda unidad de las dimensio-
nes semántica (léxica) y sintáctica en la música del período ex-
presionista de Schönberg. En esto se fija Adorno cuando afirma,
como vimos, que la estructura musical, como la forma de la ma-
teria de la que habla Heidegger, ha de ser la forma de los impul-
sos miméticos y no un esquema contrapuesto apriorísticamente a
ellos. De Wozzeck dice que estos impulsos de la obra «viven en
sus átomos musicales, se rebelan contra la obra misma. No tole-
ran ningún resultado» (PnM 38). Los átomos de la obra son lo
que en ella hay de inintencional, es decir, lo considerado como
presupuesto o instrumento de la creación, esto es, el material y la
técnica. Ahora bien, según la teoría de la evolución inmanente
del material y la técnica artísticas, estas dimensiones inintencio-
nales son expresivas, manifestativas de la actualidad socio-histó-
rica, a la vez que portadoras y continuadoras de toda la historia
artística anterior.
El creador no es para Adorno un demiurgo genial, sino un
portador y solucionador de problemas, que pueden pasar inad-
vertidos a sus contemporáneos, ya que, por lo general, el crea-
dor avanza más despacio que su propia tradición: «El procedi-
miento de composición de la nueva música pone en discusión lo
que muchos progresistas esperan de ella: imágenes conclusas en
sí mismas». Ésta es la senilidad que Adorno critica en los prime-
ros trabajos de Berg, que «antes que ningún otro, [...] probó con
gran habilidad los nuevos medios en grandes duraciones de
tiempo» (PnM 38). Esto requiere para Adorno «habilidad», por-
que son dos cosas que no casan. Por eso dice de Wozzeck que sus
átomos musicales contradicen la obra. Las primeras obras atona-
les y dodecafónicas de Schönberg, en cambio, «revelan la mayor
falta de destreza» (PnM 117) 28, indicativa de que el creador es
dominado por el material, de que está como obedeciendo con
dificultad, siguiendo una corriente que lo sobrepasa. Como afir-
ma Adorno:
– 223 –
En nada se distingue acaso tan radicalmente Schönberg de to-
dos los otros compositores como en la capacidad de rechazar y ne-
gar continuamente, con cada cambio de su procedimiento, lo que él
antes poseía. La rebelión contra el carácter de posesión de la expe-
riencia puede considerarse como uno de los impulsos más profun-
dos de su expresionismo (PnM 117).
– 224 –
(PnM 86). Esto convierte la instrumentación en algo accesorio a
la composición, que se limita a resaltar la estructura, la escritura
—convertida ahora en el fundamento de la composición— «como
una fotografía nítida hace resaltar los objetos fotografiados» (PnM
87) 30. En este sentido, afirma, «el verdadero beneficiario de la téc-
nica dodecafónica es, sin duda alguna, el contrapunto» (PnM 88).
Aquí está para Adorno lo mejor y lo peor del dodecafonismo. Lo
mejor, pues permite «pensar simultáneamente más partes inde-
pendientes y organizarlas como unidad sin la muleta del acorde»,
con lo que Schönberg «ha demostrado que era el representante de
la tendencia más recóndita de la música» (PnM 89); y lo peor,
pues reduce la composición a construcción, a escritura, que «pro-
duce el efecto de una ultradeterminación, de una tautología»
(PnM 90). Adorno está así retomando la crítica de Debussy a la
música sinfónica-constructiva como escritura, como sintaxis poco
preocupada de la materialidad del sonido, que fue lo que llevó a
Hans von Bülow a exaltar las sinfonías de Brahms como «catedra-
les grises», como atención al dibujo y no al color orquestal.
Schönberg, por su parte, se opone también a la mera sintaxis
musical que abstrae del sonido. Seguramente refiriéndose a Ador-
no, afirma: «Más que divertirme, me irritó la observación crítica
de un Dr. X, que dijo que yo no me preocupaba del “sonido”» (SI
182). Como afirma Adorno, incluso en el período dodecafónico
de Schönberg la construcción no quiere ya sólo imponerse sobre
el material, sino estar presente en el material mismo, mediante la
serialización de las alturas del sonido, de forma que mantiene to-
davía una vinculación con lo expresivo-mimético, con lo lingüís-
tico-semántico, lo que hace que la sintaxis no sea absoluta, como
quiere el serialismo integral (18, 161 ss). Por otro lado, el dodeca-
fonismo de Schönberg deja muchos parámetros del espacio mu-
sical sin organizar serialmente, con lo que deja todavía lugar a la
libertad subjetiva:
– 225 –
ticidad de la música [...]. El hecho de que el último Schönberg no se
resignara a la liquidación del momento lingüístico de la música y su
sustitución mediante la sonoridad como tal, lo deja a merced del re-
proche de ser restaurativo. Con otras palabras, su intento de inte-
gración se queda, para muchos de los compositores jóvenes, dema-
siado corto. De hecho, la racionalización de Schönberg deja libre la
forma rítmica y, en buena medida, también la formación de la melo-
día. Así, pues, queda, como en la música tradicional, a merced de la
llamada ocurrencia, del espacio organizado libremente por el mate-
rial (18, 173-74).
– 226 –
Así es como confluyen lo mimético y lo constructivo. Como
dice Adorno comentando el edificio de Scharoun para la Filar-
mónica de Berlín:
– 227 –
Tan sólo en virtud de aquellas categorías y de otras semejantes
se ha salvado en Schönberg el sentido musical, la auténtica compo-
sición —en cuanto que es algo más que una mera disposición orde-
nada y sucesiva— (D 150).
– 228 –
fenómenos-clave de esto algunas composiciones musicales, como el
Concierto para piano de Cage, que aceptan como ley un azar inmise-
ricorde y, por ello, como un sentido: aceptar la expresión de lo ho-
rrible (ÄT 231).
Pero las obras de arte que niegan el sentido tienen que quedar
sacudidas también en su unidad. Ésta es la función del montaje, que
niega la unidad mediante la presencia de partes disparatadas entre
sí, pero que, como principio formal, vuelve a realizarla (ÄT 231-32).
– 229 –
LA INMANENCIA DE LA IMAGEN
– 230 –
flexión sobre el arte no se realiza desde una instancia superior al
arte sino, como afirma Inciarte, desde el arte mismo (cf. Sobre
perspectiva..., 1). La reflexión artística es, dice Adorno, un «noesis
noeseos» de y en la obra de arte misma, en la que ésta advierte la
presencia en sí misma de la racionalidad. Es lo que Adorno llama
«el dominio sobre el momento mimético», que, dice, «deshace
pero también salva», algo que a los teóricos les parece una con-
tradicción lógica, pero que «es algo perfectamente usual para los
artistas» (ÄT 174-75).
El momento mimético, por el que el arte traspasa su inma-
nencia, puede entenderse, como señala Vicente Gómez, en un
doble sentido: como negación determinada de la sociedad capita-
lista —basada en el principio de intercambio— y como modelo
gnoseológico —correctivo de la racionalidad abstracta que reali-
za la nivelación de lo singular en el conocimiento—. En ambos
casos, el arte realiza en el ámbito estético el telos de una unifica-
ción no niveladora de lo múltiple, que la sociedad y la filosofía
han de desarrollar con sus medios propios, sin que quepa hablar
en Adorno del arte como refugio o sustitutorio. El arte mantiene
una relación constitutiva con el mundo —social, gnoseológico—,
y negarla es, según Adorno, negar el arte mismo y caer en una in-
manencia estética desvirtuadora del arte. Ahora bien, lo estético
es también un territorio que se distingue de los anteriores:
– 231 –
El aura, la distinción estética en terminología de Gadamer, se
volatiliza precisamente cuando se cosifica. En su crítica al aura
estética Adorno no propone una confusión de lo estético y lo no
estético, del mismo modo que en su crítica a la distinción esteti-
cista entre signo y significado no propugnan Gadamer y Heideg-
ger un proceso inconcluso de comprensión, como interpreta
Menke. El sentido óntico de la imagen no radica para Gadamer
en sustraerse perpetuamente a la comprensión del significado,
sino en lo contrario, en encarnar el significado, para lo cual el sig-
no presta, podemos decir, «su carne», que ya no es entonces dis-
tinguible —abstraíble— del significado. En este sentido puede
decirse, como Gadamer, que la obra de arte se autorrepresenta,
pero esto va contra la distinción prosaica de signo y significado,
contra la comprensión inmediata, no contra la determinación del
significado. La ontología de la imagen radica en hacer presente lo
que representa. El signo se convierte entonces, como dice Guar-
dini, en lugar de la presencia (1981b, 341).
Entender esto como una indeterminación del significado,
como una procesualidad infinita de la comprensión, es no enten-
der que una representación puramente autorreferencial o vaga se
cancela a sí misma. La apariencia estética tiene para Adorno el
doble sentido de delimitación de lo estético y de lo ilusorio, esto
último cuando la unidad reconciliadora estética se toma por real
—y lleva entonces a la ceguera ante las contradicciones del mun-
do—. El momento mimético del arte coincide con el apariencial,
en tanto que la negación determinada tanto de la sociedad de in-
tercambio como de la racionalidad abstracta se realizan en el ám-
bito estético.
El «dominio» sobre el momento mimético no es otro que el
dominio sobre el carácter apariencial del arte, que consiste, como
el tollere hegeliano, en negar y conservar, en deshacer y salvar,
dice Adorno. Deshacer la apariencia estética es consustancial al
arte, a la imagen artística, que no se limita a «estar por» el origi-
nal, a ser un ámbito inofensivo frente al mundo, como lo concibe
la «conciencia estética». El arte desdeña la apariencia de arte,
– 232 –
afirma Adorno. La apariencia ha de ser negada como inmanencia
absoluta y como reconciliación ilusoria. Pero ha de ser salvada
como momento mimético y delimitación: «En última instancia, el
arte es apariencia porque no puede escaparse de la sugestión de
un sentido aun en medio de la falta del mismo» (ÄT 231).
«La sugestión, por su parte, se parece a los procesos miméti-
cos». Sugestión es una palabra muy indicada para definir la apa-
riencia estética, el impulso mimético del arte. Recoge el sentido
de seducción —apariencia— y de presencialización. Es hacer pre-
sente algo mediante su apariencia. Sólo si tomamos la apariencia
por real, la sugestión se convierte en engaño, en seducción —«un
efecto meramente sugestivo»—, y si la tomamos como mera apa-
riencia, deja de tener efecto sugestivo. En esto se condensa, dice
Adorno, la «paradoja subjetiva del arte» (ÄT 174). La dialéctica
de la apariencia estética que establece Adorno permite hablar de
una «tercera reflexión» (Gómez 1998, 102), por la que el arte vuel-
ve sobre sí tras devenir consciente de su propio carácter aparien-
cial. ¿Es desde la filosofía desde donde se opera esa autorrefle-
xión del arte, como en Hegel? Para Adorno la filosofía es, en todo
caso, desde donde se inicia ese proceso, pero se lleva a cabo en el
arte mismo (Inciarte). De otro modo la dialéctica de la apariencia
quedaría cancelada, pues ésta quedaría reducida a mera suges-
tión, de la que sólo la racionalidad nos saca (Hegel).
La definición de Menke de la estética de Adorno como una
estética negativa pretende trasladar la negatividad de una dialéc-
tica que nunca descansa en la síntesis, en el sistema, a la signifi-
catividad estética, que según Menke, se caracteriza en Adorno
por la «subversión de la comprensión automática». Esta subver-
sión la entiende Menke como una procesualidad infinita del acto
de la comprensión que, frente a la comprensión automática, nun-
ca descansa en un significado determinado (Menke 1997, 45).
La crítica de Gómez a Menke, apelando a un «tercer nivel de
reflexión», gnoseológico y no sólo sociológico, corrector y no sus-
titutivo de la racionalidad abstracta, no deja de ser exterior al
problema que plantea Menke, a la par que está presupuesta por
– 233 –
éste. Según Menke, el carácter enigmático (Rätselcharakter) de la
obra de arte es el centro de la estética adorniana. No hay que ol-
vidar, como vimos, que con esto Adorno no se refiere a una per-
plejidad del arte, sino que hace referencia a los dibujos-acertijo
en los que surge determinada imagen al fijar la atención, como
ocurre con las constelaciones.
Como señala el propio Menke, estos modelos, como el de los
fuegos artificiales («escritura fulgurante»), no se refieren a una
absolutización de la particularidad del signo —que Adorno criti-
ca como fetichismo de la materia—, sino a su fusión con el signi-
ficado, respecto al cual el signo estético no es medio sino presen-
tización-mediación (Menke 1997, 180). En este sentido, como
afirma Menke:
– 234 –
ciosa, lo es hacerlo con la estética, pues el signo estético no se au-
tocancela como la copia en una transición al significado, sino en
ser encarnación del significado, que hace el significado presente
y eleva la materia a lugar cualificado para la actualización del
significado.
Esto está vertido en las nociones adornianas de enigma y cifra,
que hacen referencia, como hemos visto, a un «saltar» hacia lo uni-
versal desde y en lo particular. Éste es el sentido del carácter signi-
ficante de la materia y de la técnica para Adorno, que hace que los
elementos inintencionales de la obra de arte sean manifestativos
de la verdad. En cuanto el signo estético no es denotativo (indica-
tivo), sino manifestativo (acceso), el modelo de la comprensión au-
tomática no es válido para el arte, como afirma Menke. Ahora
bien, esto lleva a Menke a interpretar el planteamiento estético
adorniano cayendo en el extremo opuesto, como absolutización de
la apariencia, como mera fulguración: «No es que en la obra de
arte se nos aparezca algo, sino que es ella la que nos aparece. Por
eso son los fuegos artificiales, para Adorno, el paradigma de lo
que es el objeto estético en su aparición» (Menke 1997, 180). Según
Menke, «la atribución extremada de una significación trans-se-
mántica no es más que la expresión cosificada de la “profundidad
ilimitada que hay tras la imagen” (M. Blanchot, L'espace littéraire,
26; Menke 1997, 181). Por eso, dice Menke, es falsa la apariencia
“según la cual lo bello es imagen de un ser en sí”» (1997, 181).
Adorno estaría de acuerdo en que la obra de arte no es mani-
festación de algo prefijado, como no lo es la filosofía misma, se-
gún su noción de historia natural, y en que la significación artísti-
ca no cabe en el modelo de comprensión automática, lo que hace
que patentice el límite de la ciencia (cf. AP 334 ss). Pero no estaría
de acuerdo con dar la vuelta al calcetín y afirmar que la obra de
arte es tan sólo manifestación de sí misma. Éste sería un estadio
parcial para Adorno de la dialéctica de la apariencia, que se su-
pera en el arte mismo cuando éste, fiel a su devenir, se torna ex-
presión de su mundo, desdeñando la «apariencia de arte», recu-
perando sus derechos y deberes de ciudadanía, diría Danto.
– 235 –
Tampoco se ha de entender en términos autorreferenciales la
caracterización gadameriana del arte como autorrepresentación.
La obra de arte, como dice Gadamer, «se representa a sí misma»
en el sentido de que no busca adecuarse a algo exterior —como
la copia al modelo— y reposa sobre sí misma —como el juego—:
«No admite ya ninguna comparación con la realidad, como si
ésta fuera el patrón secreto para toda analogía o copia» (1986,
117), pero no en el sentido de presentarse a sí misma. Ahora bien,
como dice Gadamer, «el concepto de la imitación sólo alcanza a
describir el juego del arte si se mantiene presente el sentido cogni-
tivo que existe en la imitación». Éste radica no en la transición a
un significado, sino en que «lo representado está ahí; ésta es la
relación mímica original» (Gadamer 1986, 118).
No consiste la significatividad estética en una indetermina-
ción del significado que haga fracasar no sólo la comprensión au-
tomática, sino toda comprensión (Menke), sino en «poner en jue-
go» la singularidad del signo en la expresión del significado, de
modo que ambos queden fundidos: «El que imita algo, hace que
aparezca lo que él conoce y tal como lo conoce. El niño pequeño
empieza a jugar imitando, y lo hace poniendo en acción lo que
conoce y poniéndose en acción a sí mismo» (Gadamer 1986, 118).
La elevación-exposición de la materia consiste en su conversión
en lugar que actualiza una presencia. Gadamer pone el modelo
del actor, que desaparece para encarnar al personaje; el actor,
dice, desaparece, y lo representado es elevado (119).
Sólo en su representación se accede a lo representado: éste es
el rango óntico de la imagen, por la que constituye un acrecenta-
miento del ser y no una mera duplicación; pero la representación
consiste en hacer presente algo distinto de sí, y en esto radica su
valor cognitivo, que la sustrae al esteticismo:
– 236 –
Lo que sucede es que en ese reconocimiento no se reconoce lo
ya conocido —como en la comprensión automática—, sino que
se conoce lo conocido «bajo una luz» distinta. Es un conocimien-
to intensivo: «Se conoce algo más que lo ya conocido» (Gadamer
1986, 117).
La absolutez de la mediación del signo estético no está en que
se presente a sí mismo, sino en que en él se accede al conocimien-
to de la realidad bajo su luz. En esto consiste la vinculatividad
(objetividad) de la obra de arte. Adorno reconoce todavía en el
arte una seriedad que la sustrae de la inmanencia esteticista in-
ofensiva. Por eso Adorno distingue todavía obras de arte que lo
son más o lo son menos, obras de arte que pueden fracasar como
tales (ÄT 197). Advertir que hay obras auténticas e inauténticas,
obras que son «más obras» que otras, no es sino ser fiel a la esen-
cia misma de la obra de arte. Dar el amén a todo lo que se ponga
en un museo no es sino considerarlo como caso del género «obra
de arte»; ésta es la concepción del aura estética que critica Ador-
no. En este caso la obra de arte no tiene que adecuarse a nada
porque ya está de antemano reducida a mero ejemplar. Y es cier-
to: la obra de arte no admite comparación con nada, no ha de
adecuarse con nada, salvo consigo misma (Gadamer 1993, 107).
A diferencia de Gadamer, para Adorno el criterio de vincula-
tividad de la obra de arte radica en ser expresión de su mundo:
– 237 –
importante es entenderla en clave contenidista, de modo que el
arte quedaría, como en Hegel, superado por la filosofía. Así lo in-
terpreta Peter Bürger, en su empeño por deducir a Adorno desde
las conclusiones del idealismo (cf. 1996, 16 ss). Gómez es en este
punto el que mejor ha leído los textos de Adorno, en los que se
habla de «convergencia» entre arte y filosofía. Ambas coinciden,
dice Adorno, en el contenido de verdad, que han de expresar
cada una con sus propios medios. Sin esa divergencia en los me-
dios, en el lenguaje, no habría posibilidad de convergencia (ÄT
197).
– 238 –
Adorno transhistórico, en la medida que no está todavía realiza-
do en la historia, en el mundo, en el que rige el principio de inter-
cambio:
– 239 –
bas el círculo completo de la verdad que no pueden decir» (1993,
20). Arte y filosofía son para Adorno momentos uno para el otro,
necesarios para la realización de cada uno —la filosofía salva la
apariencia estética del inmanentismo, el arte salva a la filosofía
del uso abstracto del concepto—, pero tal mediación mutua sólo
queda completada en el retorno de ambos momentos a sí mis-
mos, y no en una simbiosis que cancelaría para Adorno su des-
arrollo dialéctico.
La relación entre arte y filosofía en Adorno no puede enten-
derse como la de concepto e intuición en Kant, como una «insufi-
ciencia complementaria»: «Así como la inmediatez de la visión
estética trae consigo un elemento de ceguera, la mediación del
pensamiento filosófico conlleva otra de vacuidad» (Wellmer 1993,
20), sino, en todo caso, como ideas regulativas, que orientan al
otro polo hacia su desarrollo en sí mismos (cf. Tavani 1999, 177).
En esto, el arte sale de su propia inmanencia y de la inmanencia
histórica, siendo, dice Adorno, «anticipación de un estado que
está más allá de la división de lo singular y lo universal» (ÄT
198). Frente a Lukács, la fuerza de lo estético está precisamente
en su labilidad, en su referencia al mundo:
– 240 –
a su vez, lo está negando» (ÄT 199). Desde aquí se ve claramente
que la interpretación filosófica no es un estadio superior que ex-
plique el arte, sino que siempre es necesario un retornar a la apa-
rición de la verdad en la obra; Gadamer dice que las obras de
arte garantizan lo que significan, Adorno que salvan el complejo
de sentido que abren, como lugar en el que acontece una verdad
que el mundo reclama para sí:
– 241 –
cuerdo colectivo en las obras no se da, sin embargo, [...] separa-
damente del sujeto, sino a través de él», si bien no de modo in-
tencional, sino inintencional, en la misma materia y técnica artís-
ticas, como hizo Schönberg: «No es ésta la última razón por la
que la interpretación filosófica del contenido de verdad debe ser
absolutamente construida partiendo de lo particular». Esto di-
suelve la aparente contradicción en la que está enredada, dice
Adorno, la metafísica del arte hoy y que él mismo planteó ya en
«La idea de historia natural»: «La cuestión de cómo puede ser ver-
dadero algo espiritual que ha sido hecho o, en lenguaje filosófico,
“ha sido puesto”» (ÄT 198).
La expulsión del momento subjetivo es lo que convertiría
para Adorno la pretendida objetividad absoluta de movimientos
como el serialismo integral en conformista, en capitulación del
sujeto a cambiar la objetividad social (18, 176). En su absolutiza-
ción del material y de la técnica, pretenden ser fieles a «la idea,
que tiene algo de absurdo, de que la música hoy se puede salvar
por sus propias fuerzas» (18, 172). Sin el momento manifestativo
de un estado de cosas ideal, el momento expresivo de la sociedad
contemporánea al arte sería mera resignación; sin el momento
expresivo de la negatividad de la sociedad de intercambio, la ma-
nifestación de una unidad no niveladora de lo múltiple sería apa-
riencia encubridora de las injusticias reales:
– 242 –
Por eso:
– 243 –
NOTAS
1
Posiblemente la descripción del infierno en Doktor Faustus como un lugar
donde «tan grande será el barullo que nadie oirá su propio cantar» (331)
y su asociación con la frialdad (13, 302) deben también algo a las conver-
saciones de Mann con Adorno, si bien está antes en los soles fríos entre sí
de «La canción de la noche» del Zaratustra de Nietzsche (160).
2
A este respecto es interesante recordar que en música la disonancia más
aguda es la colisión de semitono (Si-Do). Sin embargo, el semitono pierde
gran parte de carácter disonante cuando se lo invierte en séptima mayor
(Do-Si), y más todavía si el intervalo de séptima se rellena con la tercera y
la quinta (Do-Mi-Sol-Si). De esta forma el semitono queda integrado en
una unidad superior en la que, por así decir, es menos inesperado que en
el intervalo de segunda. Cuando Schönberg habla de la emancipación de
la disonancia, se refiere no sólo al abandono de su preparación y resolu-
ción, sino también al empleo del intervalo de segunda disminuida, en el
que el semitono no está integrado en la unidad del acorde. En este senti-
do advierte que en su propio método de introducción de disonancias por
adición de terceras «aparece la tendencia a suavizar las disonancias con la
disposición muy abierta de los sonidos del acorde» (H 499).
3
Como señala Fubini, en esto era Schönberg fiel a su judaísmo, en el que
«todo elemento natural es cancelado, o mejor, se subordina a una rígida
voluntad organizativa» (2001, 6).
4
En efecto, ya que la tercera menor de la tónica (p. e. el Mib para el Do) es
un armónico remoto.
5
Como afirma Hernández-Pacheco, «toda la filosofía de Adorno es una ra-
dical denuncia del relativismo, tal y como se expresa, por ejemplo, en la
pretensión de una total autodeterminación práctica del propio valor de la
vida. [...] En este sentido, Adorno señala los peligros que se guardan en el
sospechoso antiautoritarismo bajo el que se disfraza el relativismo ilustra-
do, que es precisamente causa de todo lo contrario» (1996, 107).
6
Me refiero a «La canción del noctámbulo» del Así habló Zaratustra, que ter-
mina: «el dolor dice: ¡pasa! / mas todo placer quiere eternidad,/ ¡quiere
profunda, profunda eternidad!» (429).
7
Hölderlin, Sämtliche Werke, Leipzig O. J., Inselausgabe, 89; PnM 43.
– 244 –
8
Duchamp «Letter to Hans Richter, 1962» en Hans Richter, Dada: Art and
Antiart, London, Thames and Hudson 1966, 313-314.
9
Por ejemplo el director de orquesta Wilhelm Furwängler, que se fue dis-
tanciando progresivamente de la música dodecafónica de Schönberg, por
considerarla «maquinal» e «inhumana» (cf. Furtwängler 1948, 11 ss).
10
Carta a A. Casella, 14.9.1923: Stuckenschmidt 1991, 255.
11
Enero-febrero de 1948; A proposito del Doctor Faustus, 34-35.
12
Entre ellas, desde luego, Alma Mahler-Werfel, que, como dice Stuckens-
chmidt, «había sembrado alguna discordia, sin saberlo [...], al insistir en
que Schönberg debería tomar una actitud expresa frente al Doktor Faustus
de Mann» (Stuckenschmidt 1991, 409).
13
Cambiando las letras de Nadia Boulanger, musicóloga francesa de la que
fueron discípulos Stravinski y Aaron Copland, entre otros, y a la que se re-
fiere como «reaccionaria profesora de origen ruso-francés» en carta a un
aficionado a la música que le pedía orientación (31.1.1949: Stein 1987, 292).
14
La editorial alemana S. Fischer (Frankfurt am Main) sigue manteniendo al
final de la novela la siguiente nota del autor: «No parece superfluo adver-
tir al lector que la forma de composición musical expuesta en el capítulo
XXII, conocida con el nombre de sistema dodecafónico o serial, es en rea-
lidad propiedad intelectual de un compositor y teórico contemporáneo,
Arnold Schönberg. Yo he asociado esta técnica en cierto contexto ideal, a
la figura ficticia de un músico, héroe trágico de mi novela. En realidad,
los pasajes de este libro que tratan de teoría musical deben ciertos detalles
a la Harmonielehre [Tratado de armonía] de Schönberg» (Mann 1997a).
15
Resultado de fundir los nombres Hugo Riemann y Walter Rubsamen —
como el mismo Schönberg reconoce— sería la réplica al sintético Adrian
Leverkühn —seguramente de Arnold Schönberg y Theodor Wiesen-
grund—. Como afirma Stuckenschmidt, el texto «tenía por objeto única-
mente hacer comprender a Thomas Mann que su novela constituía un pe-
ligro para él, Schönberg» (1991, 410).
16
Mahler se describía a sí mismo como «judío entre los alemanes, alemán
entre los bohemios, extranjero en todas partes».
17
Por ejemplo las cefaleas, enfermedad que, como Nietzsche, también pade-
ció Mann durante la creación de Doktor Faustus (cf. Mann 1997a, 302 y
1997b, 741).
18
«Wiesengrund» significa literalmente «pradera». Tan oculta es la alusión
a Adorno que ha pasado desapercibida en algunas traducciones, por
ejemplo, la ya citada de J. Farrán y Mayoral, en la que se propone acerta-
damente «pra-do en flor» y «gen-til prado en flor» —que coincide musi-
calmente con el alemán uniendo la «o» con la «e»—, pero no se señala la
referencia a Adorno. En la de Eugenio Xammar (Edhasa, Barcelona 1999,
64-65) no aparecen estos dos pasajes.
– 245 –
19
Dado que Filosofía de la nueva música de Adorno no apareció hasta 1949 —
dos años después de la publicación de Doktor Faustus— y no se editó has-
ta 1958, los lectores no podían saber que ciertos pasajes de la novela están
tomados casi literalmente de los escritos a máquina de Adorno titulados
«Sobre la filosofía de la nueva música» (1941), que Mann conocía (cf. ib. 73).
Todavía en 1963, Adorno ironiza por la presencia de sus ideas en Doktor
Faustus. En el prólogo de ese año a Moments musicaux afirma: «El estilo
tardío de Beethoven [...] mereció alguna atención a causa del capítulo VIII
del Doktor Faustus» (Mm 9).
20
Así reza la dedicatoria con que Mann envió la novela a Adorno. No se re-
fiere a que el falso fuese Schönberg —a quien Mann también acudió—,
sino al sobrenombre con que Goethe era conocido en la Corte de Weimar.
21
Versión mecanografiada para la segunda parte del artículo del «Music
Survey»; Ap 59.
22
Lo mismo criticará Adorno en las óperas de Berg, que reproducen a gran
escala formas propias de la música sinfónica; cf. PnM 37-38 y B 432 ss.
23
Un poco más adelante reconoce Adorno que Schönberg ha sabido poner
entre paréntesis el desarrollo motívico, aunque sólo de manera puntual.
Con ello muestra Schönberg que ha superado el clasicismo no sólo en la
forma, sino también en el tejido: «sólo porque Schönberg ha expulsado de
sí todos los elementos del clasicismo vienés que se hallaban en primer
plano, desde las fórmulas de los acordes y el equilibrio modulador hasta
los sonidos redondos y contenidos y la balanza de la forma a través de la
reprise [reexposición] de la sonata; sólo porque él sacrificó a veces incluso
el principio del trabajo temático, que a él, como compositor de cuartetos,
le resultaba tan cercano, ha afirmado la tradición sustancialmente frente a
su desgaste mediante la mera imitación» (18, 173).
24
Para un detallado análisis de la función esquemática del motivo, véase
Fubini 1999, 72 ss.
25
En esto se muestra Schönberg cerca del jazz, cuya armonía se basa en
acordes de cuatro sonidos (cuatriadas), que incluyen la séptima. Esto es lo
que da una mayor plasticidad armónica, que facilita la improvisación. Es
éste uno de los aspectos del jazz que Adorno deja fuera para poder atacar-
lo, pero que atrajo enormemente a compositores de la talla de Stravinski o
Ravel, y al mismo Schönberg, cuya amistad con Gershwin era también
una amistad musical.
26
Para un estudio detallado del empleo de la variación continua del mate-
rial en Sibelius, véase Pike 1978, 195 ss.
27
En Sibelius, véase Pike 1978, 133.
28
Con los años, la crítica al dodecafonismo se fue haciendo en Adorno más
abarcante. En 1953 afirma: «la trama de progreso y regresión que fue des-
arrollada de manera general en la Dialéctica de la Ilustración se deriva mu-
– 246 –
sicalmente no sólo a consecuencia de la técnica dodecafónica, sino de que
ya en su origen se halla algo de bricolaje, de creencia en la piedra filoso-
fal, en la fórmula para ganar a la ruleta, como una sombra que acompaña
a su legitimación proveniente del progreso en los procedimientos de com-
posición» (18, 175).
29
Adorno menciona también como factor de abandono «la discutibilidad de
los propios textos, que no podía permanecerle oculta». Conociendo la irri-
tación que le produjo una apreciación similar de Thomas Mann hacia La
escala de Jacob (Mann 1996, 318), no cabe duda de que en el caso de Adorno
la irritación sería mayor, y es seguramente uno de los puntos que más le
molestó de Filosofía de la nueva música. Para las posibles causas de la no ter-
minación del Moses und Aron, véase los fragmentos de cartas citadas por
Gertrud Schönberg al final de la partitura (Ed. Schott, Mainz 1999, 302).
30
También en Berg acusa Adorno esta subordinación del timbre a la escri-
tura; refiriéndose a Wozzeck afirma: «El sonido es siempre secundario, un
resultado de los acontecimientos puramente musicales y temáticos, una
creación exclusiva de ellos» (B 433).
31
Como veremos en el capítulo siguiente, Adorno dirige también esta críti-
ca al dodecafonismo de Schönberg, el cual, dice, al absolutizar el contras-
te —Schönberg define como es sabido el dodecafonismo como la relación
de los sonidos únicamente entre sí—, provoca su nivelación. Junto a la
crítica de homogeneidad en que cae para Adorno la fetichización de los
medios está la de ser abstruso, opaco para la subjetividad, ya que en este
caso la objetividad no ha pasado por la subjetividad, sino que ésta se ha
plegado a ella; esta crítica salpica directamente a Webern (18, 174).
32
Contraria a la mediación medial que es la copia, «que no tiene otra finali-
dad que parecerse a la imagen original [...]. Esto significa que su determi-
nación es la cancelación de su propio ser para sí al servicio de la total me-
diación de lo copiado» (Gadamer 1986, 143). La imagen estética es
mediación total en tanto que la singularidad del signo es parte del signifi-
cado, no abstraíble. Gadamer conecta esto con la teología luterana, en la
que «la pretensión de la fe se mantiene desde su proclamación, y su vi-
gencia se renueva cada vez en la predicación. La palabra de la predica-
ción obra así la misma mediación total que en otro caso incumbe a la ac-
ción cultual, por ejemplo, en la Misa». Éste es para Gadamer el sentido
del concepto kierkegaardiano de simultaneidad teológica, que consiste en
que «algo único que se nos representa, por lejano que sea su origen, gana
en su representación una plena presencia [...]. Consiste en atenerse a la
cosa de manera que ésta se haga “simultánea”, lo que significa que toda
mediación queda cancelada en una actualidad total» (1986, 132).
Mediar es así hacer simultáneo lo representado y la representación: «en
Kierkegaard “simultáneo” no quiere decir “ser al mismo tiempo”, sino
– 247 –
que formula la tarea planteada al creyente de mediar lo que no es al mis-
mo tiempo, el propio presente y la acción redentora de Cristo, de una ma-
nera tan completa que ésta última se experimente, a pesar de todo, como
algo actual [...]». Concluye Gadamer: «Pues bien, en este punto quisiera
afirmar que en el fondo para la experiencia del arte vale exactamente lo
mismo. También aquí tiene que pensarse la mediación como total» (ibíd).
Gadamer distingue todavía un tercer tipo de mediación total, aparte del
de la copia y la representación, el de la reproducción (ejecución musical,
declamación poética): «Mediación total significa que lo que media se can-
cela a sí mismo como mediador. Esto quiere decir que la reproducción (en
el caso de la representación escénica o en la música, pero también en la
declamación épica o lírica) no es temática como tal, sino que la obra acce-
de a su representación a través de ella y en ella» (1986, 125).
33
En este sentido, como afirma Tavani, la salvación de la apariencia estética
se da en Adorno como una apariencia de salvación del sentido, que no es
sino apariencia, en tanto es utópica su realización en el mundo (cf. Tavani
1999, 177).
– 248 –
LA UNIDAD DE LO UNO Y DE LO MÚLTIPLE:
EL CONCEPTO ADORNIANO DE PAZ Y SU
MODELO EN LA MÚSICA DE SCHÖNBERG
– 249 –
incoada en el arte, en la forma estética —pues ella no es a priori
respecto a lo formalizado, sino que emerge de ello—, y, en parti-
cular, en la atonalidad de Schönberg, que libera para Adorno a la
forma estética de todo resto de unidad abstracta apriorística con
su postulado de que las partes «sólo han de relacionarse entre sí»
y no con un principio o sistema exterior (SI 148).
El propósito de Adorno será conseguir tal unidad estética
en el conocimiento, pero no prescindiendo del concepto, a la
manera del intuicionismo, sino en el concepto. La crítica de Ador-
no no es una crítica al concepto, pues no admite que se pueda
prescindir de éste, sino del quedarse en el concepto, de tomarlo
como objeto —telos— del conocimiento. Lo que hay que hacer,
dice Adorno, es «superar el concepto desde el concepto» (ND
27), conseguir la unidad de lo diverso en cuanto diverso en y a
través del concepto.
Respecto al conocimiento verdadero, aquel que unifique lo
diverso sin anularlo y que, por tanto, lo redima, dice Adorno en
Minima Moralia:
– 250 –
La interpretación del pensamiento adorniano como radical-
mente aporético es, como vimos, un lugar común en la interpre-
tación pragmatista de su pensamiento, representada principal-
mente por Wellmer y Habermas, que plantea la necesidad de
completarlo con un concepto positivo de racionalidad para salir
de la aporética. Como bien observa Wellmer, tal aporía:
– 251 –
cionalidad sería en Adorno algo meramente negativo, falla que
hay que salvar entonces planteando un concepto positivo de ra-
cionalidad, la «razón comunicativa».
Hay que recalcar, sin embargo, que lo que hace Adorno no es
una crítica del concepto, sino del quedarse en el concepto, del to-
marlo como fin del conocimiento, cuando es sólo su instrumento;
por eso dice que esa cosificación del concepto es lo que lo crea
como concepto (ND 24). Es la cosificación del concepto la que lo
entreteje con el plexo de obcecación, la que convierte a la razón
en instrumento de dominio. La «forma» del conocimiento de la
que habla Wellmer no es, según Adorno, algo en sí, sino deveni-
do, es decir, no se identifica para él sin más con la racionalidad. Y
paralelamente, como universal más allá de lo individual, el con-
cepto es invariable, inmutable, mítico.
Frente a esta unidad desingularizadora del universal abstrac-
to, Adorno propone otro modelo de unidad, una unidad de lo di-
verso no niveladora, una unidad de lo diverso en cuanto diverso, a lo
que llama paz. Es importante tener presente que esta crítica a la
abstracción no se da en Adorno sólo en el plano de la praxis, sino
también, y ante todo, en el plano mismo del conocimiento. Así,
Adorno no identifica pluralidad con mundo sensible y unidad
abstracta con racionalidad, sino que busca también realizar tal
unidad armónica en el plano racional. Es manifiesto que Adorno
no identifica racionalidad y unidad abstracta, o lo que es lo mis-
mo, que en Adorno hay un concepto positivo —enfático, como
dice Gómez (1998, 120)— de racionalidad. En Adorno no hay
dualidad arte (baluarte de la pluralidad) y conocimiento (nivela-
ción de lo diverso). Si Adorno toma como modelo a Schönberg,
es porque detecta que también el arte se ha contaminado de abs-
tracción, y ve al compositor como su libertador.
En contraposición a la racionalidad abstracta, Adorno aboga
por una «racionalidad mejor» (cf. Hufner 1996, 62), que unifique
la diversidad sin desingularizarla. Precisamente a esto lo llama
en Dialéctica de la Ilustración «felicidad del conocimiento» (20) y
en Dialéctica negativa, «fin último del conocimiento» (21); la mis-
– 252 –
ma dialéctica negativa persigue ese fin: «Cambiar esta dirección
de lo conceptual, volverlo hacia lo diferente en sí mismo: ahí está
el gozne de la dialéctica negativa» (ND 24).
Es importante tener presente que el problema gnoseológico
que plantea Adorno no es el del conocimiento de lo singular en
su singularidad, sino el de la unificación no abstracta de la diver-
sidad, que trascienda lo singular, en una unidad que lo contenga
sin desposeerlo de su singularidad. Adorno habla continuamen-
te de transcender lo singular, de que el conocimiento ha de orga-
nizar la multiplicidad; pero este transcender lo singular-diverso
no es una remitencia intencional, a la manera como el signo remi-
te al significado, sino tensional, es decir, que lo singular remite
por sí mismo, de suyo, más allá de sí, pues es más de lo que mera-
mente es.
Como señala Gómez, lo que Adorno busca para el conoci-
miento no es tanto la unidad de la multiplicidad como «la uni-
dad de lo uno y de lo múltiple» (1998, 146), la unidad del concep-
to, del momento sintético de la razón, y de la diversidad sensible,
de manera que el uno no anule al otro. Se trata no de prescindir
del momento conceptual sintético-formal, sino de «cambiarlo de
signo» —«refuncionalizarlo», en terminología de Adorno—, su-
perar el carácter abstracto del concepto, «volverlo hacia lo singu-
lar», pero siempre «en el concepto», según el ideal adorniano de
unidad emergente de lo particular.
En este ser más de lo que se es radica la remitencia tensional, y
es la propia, como vimos, del signo poético, que Adorno aplica a
todo el ser, en el sentido de que es «historia sedimentada» —histo-
ria natural—; de este modo, lo singular implica lo universal y lo
universal está en lo singular. Conocer es ver lo singular como más
de lo que es, percibir lo universal en lo singular y viceversa. Y esto
no lo puede el concepto reificado, pues es lo universal abstraído
—separado— de lo singular. El conocimiento ha de aprender de
la estética a ver la inextricable unidad de lo universal y lo singu-
lar, sin prescindir del concepto. La pretensión del conocimiento
consistiría en ver lo diverso en unidad, unificar la diversidad,
– 253 –
pero no según la unidad del concepto abstracto. Rebatiendo el in-
tuicionismo, Adorno dice una y otra vez que el conocimiento no
puede prescindir del concepto: «La utopía del conocimiento será,
por tanto, penetrar con conceptos lo que no es conceptual sin aco-
modar esto a aquéllos» (ND 21).
Se trata, como dice en Dialéctica negativa, de «un movimiento
ascendente y descendente de lo singular a lo universal» (57). Lo
diferente, lo singular, ha sido la gran víctima del desarrollo de la
cultura y el pensamiento occidental para Adorno, lo que ha muer-
to bajo el espíritu dominador de la inmanencia subjetiva, tanto
en el conocimiento como en la praxis. Por eso se impone una re-
dención de lo singular, y esa redención ha de operarse en primer
lugar desde el conocimiento, que está en la raíz de los demás
procesos.
Pero tan importante como la redención de lo individual, y
esto se olvida con frecuencia, es para Adorno la redención de la
racionalidad, que ha devenido por debajo de sí misma en la figu-
ra de la razón instrumental. No se trata de redimir lo individual de
la racionalidad —identificando racionalidad con dominación y
concibiendo el arte como el baluarte de la diversidad, como anta-
gónico con la razón—, sino de salvar ambas cosas. Analizaremos
a continuación cómo se opera en su pensamiento esta doble re-
dención.
– 254 –
A este respecto hay que decir que Adorno no busca sólo una
redención de la diferencia, sino también una redención del con-
cepto y, por tanto, de la filosofía —éste es el sentido de su pregun-
ta por la actualidad de la filosofía, que en Dialéctica de la Ilustra-
ción queda en suspenso—. La propuesta adorniana de redención
tanto de lo singular como del concepto se vierte en dos «méto-
dos» o modos de conocimiento: lo que llama constelaciones y los
modelos o «imágenes históricas».
Hemos analizado cómo lo peculiar de la mímesis y del nom-
bre es que no prescinden —no abstraen— de la singularidad de
su objeto. Es el modelo de relación sujeto-objeto para Adorno. La
imitación, veíamos, consiste en hacerse con lo otro «haciéndose lo
otro», no absorbiéndolo o asimilándolo ni reflejando en él una sig-
nificación exterior, y lo mismo cabe decir del nombre. El nombre,
en la filosofía de Benjamin —que aquí Adorno sigue—, tiene una
relación mimética con la cosa nombrada, porque «exigía precisión
de referentes: la representación verbal del fenómeno se somete a
la particularidad de las cosas, formando una configuración úni-
ca» (Buck-Morss 1981, 190). Esta relación ideal sujeto-objeto, que
Benjamin concibe en términos teológicos, no la ve Adorno perdi-
da en una utopía escatológica, sino que percibe su resto, su «lu-
gar donde aún pervive» (ÄT 197) en el arte, pues en el arte se tie-
ne en cuenta la singularidad de la materia, no dándose dualidad
de forma-contenido, de signo-significado.
Adorno no tiene una concepción dual de arte y filosofía (Lu-
kács), como dos esferas radicalmente separadas, sino que busca,
como dice Gómez, la conmensurabilidad de ambas esferas (1994,
53). Esto no quiere decir confusión, pero sí apunta a un concepto
positivo de la racionalidad, y no sólo como instrumento de do-
minio. Tal conmensurabilidad de lo estético y lo filosófico-racio-
nal, tal concepto positivo de la racionalidad, es, como dice Gó-
mez, lo que busca Adorno en su crítica al uso abstracto del
concepto. Y tal racionalidad ha de participar de la atención a la
singularidad del objeto, de la mímesis. La racionalidad ha de ha-
cerse mimética y el concepto ha de nombrar, debe recobrar el es-
– 255 –
tatuto verdadero de nombre, que tuvo en su origen —ya vimos
cómo Adorno dice que en su origen el concepto fue fruto del
pensar dialéctico—.
Es la inextricable unidad de lo singular y lo universal que se
da en la obra de arte lo que Adorno quiere aplicar a la esfera gno-
seológica. Lo mismo perseguía Benjamin, quien estaba fascinado
por las constelaciones, hasta el punto de considerarlas como uno
de los comportamientos más elevados del hombre, en el que veía
un ejemplo de comportamiento mimético. Lo que fascinaba a
Benjamin de las constelaciones era que en ellas la unidad que
constituyen nace de lo singular. Del mismo modo, decía, la idea,
que unifica lo singular, los fenómenos concretos, ha de estar im-
bricada en ellos y no representada por ellos: «Las ideas se relacio-
nan con los fenómenos como las constelaciones con las estrellas»
(Benjamin 1990, 16).
Adorno se sintió inmediatamente atraído por esta idea y
adoptó el término constelación, al principio con algunas reticen-
cias. Ahora bien, hemos visto que Adorno no admite en modo al-
guno que se prescinda del «esfuerzo del concepto» en el conoci-
miento, y también su idea de que el concepto es la unidad
abstracta de lo diverso. Lo que busca Adorno es la imbricación
de lo conceptual y lo sensible, de lo universal y lo singular, tal
como se da en el arte y en las constelaciones.
Esto supone, en primer lugar, ver el concepto como límite y
no como telos, es decir, no afirmarlo, sino llevarlo a su límite de
manera que tenga que remitir a otros conceptos:
– 256 –
ceptos sistemáticamente, sino en redes, creando lo que llama
«campos de fuerza», donde los conceptos están en interacción, en
tensión unos hacia otros, sin reconciliarse nunca en unidades su-
periores. Un ejemplo de esto sería la ya conocida constelación de
historia natural —o su reverso, naturaleza histórica—. Lo que hace
Adorno con cada uno de estos dos conceptos es llevarlos a su lí-
mite, hasta que muestra su insuficiencia, remitiendo entonces a
su aparente opuesto.
Como ya vimos, en el caso del concepto de historia como des-
pliegue o progreso, Adorno muestra su límite apelando al dolor
—resistencia— de lo individual al prescindirse de su singulari-
dad. El dolor muestra entonces que la acción del sujeto, la histo-
ria, no es el desarrollo armónico del ser —el despliegue de la
idea, como diría Hegel—, sino que supone aniquilación y muerte
de lo individual. En este sentido la historia no es lo racional, lo
inteligible, sino que se explica en términos de la naturaleza que
muere en su interior. En el caso del concepto de naturaleza, es de-
cir, de lo ideal-invariable, Adorno lo lleva a su límite mostrando
su génesis histórica, su interacción con la sociedad —por eso
Adorno dice que la verdad está en la exageración, en llevar al lími-
te (ND 134)—.
El pensamiento adorniano nunca es discursivo, nunca trata
de explicar o deducir los fenómenos mediante un argumento o
sistema de ideas, sino que es siempre fragmentario, mostrando la
conexión, la articulación, pero nunca absorbiendo en una síntesis
superior. Así enlazamos con la segunda característica del método
adorniano, en íntima conexión con el primero, al que podríamos
llamar pensar en modelos o exposición del concepto (ND 29). Tal mé-
todo consiste en no explicar o deducir lo fenoménico a partir del
concepto, haciéndolo entonces caso o ejemplar, sino más bien al
revés, en mostrar lo ideal desde y en lo singular. Por eso gran par-
te de la obra de Adorno son análisis, interpretación de fenóme-
nos singulares, en los que muestra lo universal.
Con esto busca, como dice de Benjamin, la redención de la in-
ducción (carta a Benjamin, 5.12.1934: Adorno 1994b), y con ella,
– 257 –
de lo singular. De este modo lo singular no es mero ejemplo de la
idea, sino modelo, «imagen histórica», es decir, algo singular que
hace presente lo universal. Por eso Adorno quiere redimir el en-
sayo como género filosófico. Dicho de otro modo, en Adorno la
exposición de la idea no es irrelevante o prescindible, sino parte
esencial en su pensamiento (ND 61-62). La «exposición» no con-
siste en la expresión verbal, en las palabras, sino en el método
fragmentario del que hemos hablado. Adorno nunca habla «en
abstracto». El caso ya conocido de historia natural, por ejemplo.
Esta idea-constelación la expone siempre desde un modelo —es-
tético en este caso—. Ahora bien, así como el conocimiento impli-
ca no quedarse en el concepto, también implica no absolutizar lo
singular.
No quedarse en lo singular significa verlo inmerso en una
unidad que lo trasciende, pero que nace de él, a la manera que
las estrellas forman una constelación. «Pensar en constelaciones»
es para Adorno el verdadero conocimiento, porque en la conste-
lación la unidad que trasciende lo singular nace a la vez de él
(ND 164). La constelación es la unidad de lo diverso en cuanto
diverso. En tanto el conocimiento no consiste en desingularizar
lo individual, en identificar, en deducir, no puede quedarse en el
concepto. Pero en tanto que el conocimiento ha de trascender lo
singular —unificar—, no puede prescindir de él. Ésta es la crítica
de Adorno al intuicionismo y al positivismo y a los intentos de
concebir la ciencia como arte prescindiendo del concepto. En la
constelación los conceptos forman una comunidad y se sitúan en
torno a lo singular, es decir, están en lo singular (ND 167). La
constelación es lo universal en lo singular y lo singular como más
que singular. En el significado de este en y este más está la clave
de lo que es para Adorno «pensar en constelaciones» y «pensar
con modelos» (ND 39). Una vez más es el arte el que proporciona
a Adorno un modelo, pero un arte que ha reflexionado sobre sí.
– 258 –
El modelo Schönberg
– 259 –
A este afán de reconciliación lo llama Adorno el «horror de la
forma»:
– 260 –
cide con su propia autonomía, es la muerte de las partes en el
todo» (ÄT 84).
Se trata así de la crítica a la forma cerrada, como síntesis tota-
lizadora de las partes: «La homeostasis artística aparece a plena
luz porque la totalidad, finalmente, se traga la tensión y se con-
vierte en ideología: tal es la crisis de lo bello y la del arte» (85).
En la música Adorno advierte este factor dominador de la
forma en las formas musicales conclusas, siendo su paradigma
la forma sonata de primer movimiento, y también en la misma
materia musical —la tonalidad—. Pero aunque la crítica de
Adorno no se dirige a la forma en sí —ésta es para él un mo-
mento necesario de la verdad del arte—, sino a la forma como
totalidad, también advierte que la forma ha de estar en guardia
contra sí misma, más aún, que debe ir contra sí misma —lo mis-
mo que el concepto—, pues la forma, de suyo, implica integra-
ción y síntesis —y, por tanto, abstracción de lo singular—. La
forma, como el concepto, es un instrumento que impide su fin si
no supera su carácter abstracto. Ésta es otra dimensión de la
«tristeza del arte»: «La unidad de las obras de arte no puede ser
lo que tiene que ser, la unidad de algo múltiple; por el hecho de
sintetizar, la unidad daña lo sintetizado y la síntesis de la obra».
Por eso, «el arte, para realizarse, ha de luchar contra su propia
esencia» (ÄT 10).
No se trata, como en el caso del conocimiento y el concepto,
de prescindir de la forma, sino de conseguir la unidad emergen-
te de lo diverso en la forma, superar la forma desde la forma. A
esto lo llama Adorno la «fuerza centrífuga del arte»:
– 261 –
ga del conocimiento racional que busca Adorno—, en la que la
forma supera a la forma.
– 262 –
lo integran, en el contrapunto el acorde es resultado del movi-
miento independiente de las voces, como la constelación lo es de
las estrellas.
El acorde a priori es para Adorno el paralelo en la música del
concepto, pues es una relación de sonidos abstraída de ellos y
constituida en fórmula —Adorno habla de la «muleta del acor-
de» (PnM 89)—, tras lo cual se establecen leyes para la unión de
los acordes, de manera que el sonido singular se determina en-
tonces respecto a un sistema organizado de acordes y leyes de
conexión entre ellos. Al abstraer y reificar estas relaciones, según
el criterio de racionalidad o sencillez de proporción —teoría de
los armónicos, oposición entre consonancia y disonancia—, los
sonidos que no encajen en la unidad del acorde no son tolerados.
Pero en el estilo polifónico-contrapuntístico tradicional, si
bien los acordes son resultado del movimiento de las voces, si-
guen existiendo en cierto modo a priori, pues las voces no pue-
den confluir de cualquier manera. Así, la polifonía antigua no rea-
liza plenamente su esencia, que es que la unidad nazca de la
diversidad, pues hay relaciones y leyes a priori:
– 263 –
diverso en cuanto diverso: «La técnica dodecafónica ha enseñado
a pensar simultáneamente más partes independientes y a organi-
zarlas como unidad sin la muleta del acorde» (PnM 76). Por eso
Adorno llama al contrapunto schönbergiano «plurifonía», pues
en ella la pluralidad de las voces queda del todo liberada del es-
quema a priori del acorde:
– 264 –
En el plano constructivo-arquitectónico, la unidad consiste en
derivar el discurso musical de ciertas células temáticas, mediante
el método de la variación motívica, sin que haya esquema formal
previo alguno. En ambos casos se trata de que la unidad, la for-
ma, devenga de la particularidad. El gran hallazgo de Schönberg,
la dodecafonía, no es sino la conjunción de ambos principios, el
de la complementariedad y el de la conexión —variación motívi-
ca— en la serie, que es una célula —motivo— que contiene los
doce sonidos de la escala cromática sin repeticiones, de la que de-
riva por el método de la variación todo el discurso musical. De
este modo, dice Adorno, «la única unidad de medida es la serie.
La serie provee a la más estrecha interrelación de las partes, que
es la del contraste» (PnM 90).
Adorno se preocupa mucho de subrayar que este nuevo prin-
cipio de organización no es en modo alguno esquemático o abs-
tracto, que «en modo alguno es un sustituto de la tonalidad»,
pues:
La serie, válida cada vez para una sola obra, no posee esta vas-
ta universalidad que mediante el esquema puede asignar una fun-
ción al hecho musical que se repite; y éste a su vez, en cuanto ele-
mento individual que se repite, no tiene como tal ninguna función
(PnM 91).
Así:
– 265 –
cia se revela para Adorno como más armónica, más racional que
la consonancia, pues no funcionaliza los sonidos:
– 266 –
pete su singularidad. En definitiva, la gran aportación de Schön-
berg a la música ha sido, viene a decir Adorno, concebir el estilo
armónico y el polifónico no como polos opuestos, pensando el
acorde mismo polifónicamente, mostrando que el contrapunto,
es decir, el contraste, es la esencia de la música:
– 267 –
dice Adorno, «la variación transciende la singularidad del tema,
sin ser algo a priori o esquemático respecto a él» (PnM 34). En
efecto, en la variación se desarrolla el material temático, pero
partiendo únicamente del mismo. Esto hace que la variación te-
mática sea, según Adorno, la expresión del universal concreto.
Analizaremos a continuación en qué medida el método dodeca-
fónico desvirtúa para el filósofo el ideal de unidad orgánica pre-
sente en la música atonal de Schönberg.
– 268 –
do de esbozar en qué consiste la técnica dodecafónica y, sobre
todo, de mostrar qué llevó a Schönberg a plantearla como supe-
ración de una atonalidad que se le reveló insuficiente como mé-
todo compositivo. También expondré en qué detecta Adorno la
insuficiencia de la atonalidad, que lo llevó a hablar de la mencio-
nada «aporía del expresionismo».
a) La culminación de la atonalidad
– 269 –
el sudor de su frente» (SI 142). Inmediatamente después, Schön-
berg parece extender esta verdad relativa al proceso de creación
de la obra de arte a la creación del dodecafonismo como técnica
compositiva:
– 270 –
mantenían constantes en el decurso musical y por el principio de
complementariedad armónica.
La preocupación constante de Schönberg fue siempre que la
diversidad de los sonidos emancipados de la tonalidad no se tor-
nara una multiplicidad ininteligible. Por eso, nunca hay que per-
der de vista que la ruptura de Schönberg con la tonalidad no fue
en modo alguna una ruptura con la unidad y la organización,
con la forma, sino con un determinado tipo de forma y unidad, la
tonal, que era para él una unidad funcional y cerrada, en el senti-
do de que cada sonido tiene una función —por eso en la tonali-
dad cada sonido o grado tiene un nombre—.
Sin embargo, salvo el apoyo de la música en un texto, el prin-
cipio de complementariedad y el de la construcción motívica no
permitían la elaboración de grandes formas, y la del texto es ex-
terior a la música. Por eso, fuera de los casos en que hay texto, las
piezas atonales son muy breves y de una gran expresividad.
Como afirma Adorno, toda la música de Schönberg basculará so-
bre los polos de expresión y construcción, lo subjetivo y lo objetivo,
buscando que no sean antinómicos (cf. ÄT 72). Por eso, dirá
Schönberg de la atonalidad:
– 271 –
El cumplimiento de todas esas funciones —comparable al efec-
to de la puntuación en la construcción de frases, a la subdivisión en
oraciones y a la recopilación en capítulos— apenas podía garanti-
zarse mediante acordes cuyo valor constitutivo no había sido hasta
entonces examinado (SI 146-47).
– 272 –
escala cromática, aunque en distinta disposición» (SI 148). Esta-
blecida la serie básica, por ejemplo:
1 1
MIb 5 5 MIb
4 DO# 7 7 DO# 4
3 SI SIb SIb SI 3
2 LA 11 11 LA 2
SOL 10 SOL# SOL# 10 SOL
9 FA# FA# 9
8 MI MI 8
6 RE RE 6
DO 12 12 DO
FAIFA
6 REbIREb 6
SOLb 8 12 12 8 SOLb
MI 9 9 MI
RE 10 10 RE
2 DO 11 11 DO 2
SI 3 SIb SIb 3 SI
LA 4 7 7 4 LA
SOL 5 SOL# SOL# 5 SOL
1 FA FA 1
RE# RE#
(MIb)
INVERSIÓN INVERSIÓN RETRÓGRADA
– 273 –
Se obtienen así cuatro series, resultando además que cada
una de ellas se puede trasponer a diversas alturas —puede ha-
cerse sobre cada grado de la escala cromática—; existen, por tan-
to, 144 permutaciones posibles a partir de una única serie básica.
Las trasposiciones, dice Schönberg, desempeñan un papel seme-
jante al de la modulación en la tonalidad, permitiendo construir
ideas subordinadas (SI 161). Por ende, la serie puede someterse a
variaciones rítmicas, con lo que se obtiene, como vimos, que «una
misma sucesión de sonidos puede producir temas distintos, dife-
rentes caracteres» (SI 163). Además de esto, con frecuencia la se-
rie se divide en grupos: dos de seis notas —llamados respectiva-
mente antecedente y consecuente— o tres de cuatro notas, etc., de
manera, por ejemplo, que alguno de ellos haga de acompaña-
miento a los movimientos melódicos o pueda ser desarrollado
independientemente (SI 162). Todo esto facilita la elaboración de
complejos contrapuntos, variaciones y desarrollos, e incluso la
posibilidad de utilizar recursos como la imitación, el canon y la
fuga, lo que permite la elaboración de formas musicales puras
extensas: «Incluso pude basar una ópera Moises y Arón 6, en una
serie tan solo», dice el compositor (SI 157).
La serie básica ha de contener los doce sonidos de la escala
cromática, pero en distinto orden y sin repetir ninguno. La prohi-
bición de repetir un mismo sonido y, por tanto, la prohibición de
las octavas —la repetición de un sonido a distinta altura— se
basa en que la repetición de un sonido lo haría sobresalir de los
demás y podría crear la falsa impresión de que se trata de un so-
nido fundamental o tónica:
– 274 –
Por otro lado, no se empleará más de una serie básica en cada
composición, pues «en la serie siguiente, uno o más sonidos se
repetirían con demasiada proximidad a la anterior» y «de nuevo
aparecería el peligro de considerar como tónica a la nota que se
repitiese». Además, concluye Schönberg, «quedaría aminorado el
efecto de unidad» (SI 150). Aunque todo esto pueda parecer muy
cerebral, como dice el propio compositor, no hay que olvidar, se-
gún él mismo señala, que los maestros del contrapunto renacen-
tistas, y el mismo Bach, utilizaban con frecuencia variaciones es-
peculares (SI 151 ss).
Como vimos al comienzo de este capítulo, no hay que perder
de vista el propósito fundamental que mueve a Schönberg en
toda esta empresa, que es dotar de unidad a los sonidos libera-
dos de la jerarquía tonal. En último término, lo que busca Schön-
berg con el método dodecafónico es lograr una unidad, una lógi-
ca más profunda que la posibilitada por la tonalidad. Esto se
concreta para él en unificar el «espacio musical», según su princi-
pio de que «el espacio de dos o más dimensiones en que se repre-
sentan las ideas musicales es una unidad» (SI 151).
Las dimensiones que configuran lo que Schönberg llama «es-
pacio musical», donde se desarrollan las ideas musicales, son la
melodía, el ritmo y la armonía —también se podría añadir la ins-
trumentación—. A renglón seguido explicita el compositor lo que
entiende por su unidad:
– 275 –
lenguaje musical: «La idea musical, aunque esté constituida por
melodía, ritmo y armonía, no es una cosa ni otra tomada aisla-
damente, sino las tres en conjunto» (SI 151). Lo que busca
Schönberg es que esa unidad sea absoluta, es decir, no única-
mente que las diversas dimensiones musicales confluyan, por
ejemplo, en la configuración de un motivo musical, sino que se
deriven todas de un único principio. A esto se refiere cuando
dice que «la unidad del espacio musical exige una percepción
absoluta y unitaria» (SI 155). A tal fin se ordena todo el método
dodecafónico, en especial las tres derivaciones reflejas de la se-
rie, núcleo de este método: «El empleo de estas formas reflejas
corresponde al principio de percepción absoluta y unitaria del es-
pacio musical» (SI 158).
Dicho principio lo constituye la serie básica, de la que ya vi-
mos cómo se pueden derivar no sólo variaciones temáticas refle-
jas, sino también los acompañamientos y contrapuntos a la melo-
día, por medio de la subdivisión de la serie. Del mismo modo la
armonía, la creación de acordes, también es resultado de la com-
binación vertical de los sonidos de la serie básica. Únicamente el
ritmo no puede ser deducido de la serie, sino que es configura-
dor de la misma, y será así la configuración rítmica de la serie la
que habrá de determinar las demás configuraciones rítmicas de
la composición. En cuanto a la instrumentación, obviamente una
dimensión del espacio musical que tampoco puede ser derivada
de la serie, su función será la de clarificar la conexión y deriva-
ciones de las otras tres dimensiones:
– 276 –
Y un poco más adelante afirma:
– 277 –
cipio universal a priori respecto a ellos, sino que sólo deben refe-
rirse unos a otros, en la unicidad y singularidad de cada serie:
– 278 –
dad, llegando a hablar de la «aporía del expresionismo». Por tan-
to, su valoración positiva de la atonalidad no es diáfana, sino que
parece que no puede permanecerse en ella, exigiendo una supe-
ración.
Hemos visto en el apartado anterior en dónde residía la insu-
ficiencia de la atonalidad para Schönberg, que radicaba, ante
todo, en que permitía una gran expresividad, pero no la articula-
ción de formas musicales puras —sin texto— extensas. Eso im-
plicaba una dualidad u oposición entre expresión y construcción,
entre idea o intención y forma, en definitiva, como señala Ador-
no, entre momento subjetivo y objetivo, en la que Schönberg, que
llegó a definir la música como conocimiento, no se hallaba satis-
fecho. Veamos ahora en dónde detecta Adorno la insuficiencia de
la atonalidad y en qué consiste lo que llamó «aporía del expresio-
nismo».
a) La distensión de la forma
– 279 –
y de las estructuras del material musical encerraba un supuesto pre-
vio, semejante a un aspecto de la pintura expresionista, en cuanto
que ésta basaba la espiritualización de su procedimiento artístico en
que cualesquiera valores cromáticos en cuanto tales, esto es, cuales-
quiera elementos materiales significan algo ya de por sí. Los soni-
dos superpuestos, jamás escuchados, fueron presentados como por-
tadores de la expresión (D 152-53).
– 280 –
sobre el Schönberg dodecafónico, pero con más fuerza aún sobre
Anton Webern y, ante todo, sobre los movimientos musicales
que, bajo el lema de Boulez «Schönberg ha muerto», lo tomaron
como modelo: movimientos como el serialismo integral, del que ya
hemos hablado, capitaneado por el mismo Boulez, la música elec-
trónica y puntillista (Stockhausen), o la música concreta y aleatoria
(Cage). Del empleo weberniano de la serie dodecafónica dice
Adorno:
– 281 –
b) La soledad como evento
– 282 –
La incoherencia de una obra solipsística para gran orquesta no
sólo reside en la desproporción entre la masa numérica del escena-
rio y la de butacas vacías ante las cuales se ejecuta la música, sino
que ella atestigua también que la forma como tal transciende nece-
sariamente el yo en cuyo ámbito se experimenta (PnM 26-27).
Por eso:
– 283 –
no: «Ello ocurre en Die glückliche Hand [La mano feliz], que es un
testimonio de expresionismo ortodoxo y, al propio tiempo, una
obra de arte acabada. Con la repetición, con el ostinato y las ar-
monías sostenidas, con el lapidario acorde temático de los trom-
bones en la última escena, esta obra se declara por la arquitectu-
ra. Tal arquitectura niega el psicologismo musical que, empero,
se verifica en ella» (PnM 54).
La incongruencia radicaría en querer expresar el sujeto como
aislado de la sociedad, cuando está siempre en interacción con
ella. Adorno no entiende, como vimos, la soledad como solitud,
sino como soledad colectiva, y reconoce que esto está presente en
Schönberg. Tal soledad es una consecuencia de la sociedad cosifi-
cada, y está, por tanto, en interacción con ella. Por eso, expresar
la soledad como solitud, como aislamiento del yo, es para Adorno
una manera de ser cómplice de dicha sociedad, pues afirma la
clausura del yo en su inmanencia, cuando lo que ha de hacer es
denunciar la colisión universal-particular, e incoar su reconcilia-
ción verdadera.
La no renuncia de Schönberg a la unidad orgánica es lo que
le hace no caer en la mera resignación frente al mundo cosifica-
do, y esto es «lo que constituye su grandeza desde el principio».
Lo que critica Adorno no es esto, sino la tendencia de Schönberg,
aun en el período atonal, a las grandes formas, como la ópera:
– 284 –
profundo, al modo de tejer el discurso musical, que sigue ancla-
do en el desarrollo motívico, emparentando a Schönberg con la
Primera Escuela de Viena. Pero insistamos en que la crítica de
Adorno no va dirigida a la formalización orgánica del material:
– 285 –
ca adorniana al dodecafonismo es mucho más compleja y rica de
a lo que habitualmente queda reducida, al considerarla mera-
mente como una crítica a su carácter sistemático. Evidentemente,
tal crítica se da, pero pierde gran parte de su contenido si se la
aísla. La crítica de Adorno al dodecafonismo no es monolítica,
sino que se revela en un plexo, una constelación, de la que no
debe absolutizarse ninguno de sus elementos. Por otra parte,
como trataré de mostrar en este capítulo, creo que la objeción de
sistematicidad no es lo nuclear de la crítica adorniana, sino que
se subordina a otra más profunda, que constituirá el centro de
este apartado: la absolutización del contrapunto y de la varia-
ción, que trae como consecuencia para Adorno su cancelación.
Desde luego, como hemos visto, la crítica al dodecafonismo
como recaída en el sistema está siempre presente en los escritos
adornianos posteriores a 1940. Adorno insistió mucho en que la
atonalidad no era, ni lo era tampoco para Schönberg, una sustitu-
ción de la tonalidad, sino que buscaba un nuevo modelo de orga-
nización, que no estuviera basado en leyes universales apriorísti-
cas. En este sentido, con el establecimiento de la categoría de serie
básica, y las reglas de composición derivadas de ella, que vimos
en la primera parte del capítulo, Adorno acusa una vuelta al tipo
de unidad tonal-funcional, una «recaída en lo mítico», en la dua-
lidad singular-universal.
a) La fetichización de la materia
– 286 –
jetivo sobre la materia, sobre la alteridad. Por eso, dice Adorno,
con la dodecafonía Schönberg «ha encadenado la música al libe-
rarla»:
– 287 –
de doce sonidos» (PnM 72). Por tanto, lo que Adorno está afir-
mando es que el establecimiento de las figuras temáticas ha de
regirse de acuerdo a las necesidades y características de cada
obra particular, y no según principios universales a priori —las
reglas de construcción de la serie—, como ocurría en la atonali-
dad. La serie y sus leyes de construcción, truecan la unidad orgá-
nica atonal, nacida de lo singular, en totalidad que se impone ex-
ternamente a las partes. Aquí, dice Adorno, es donde Schönberg
converge con su aparente antípoda, Stravinski:
– 288 –
nica no es la escala cromática, sino la serie, que es distinta para
cada obra:
– 289 –
el sujeto no es verdaderamente creador, sino que está sometido a
la materia.
Ésta sería la paradoja de la voluntad de dominio sobre la ma-
teria, de organización total de la misma, de modo que materia y
sujeto se separan como dos polos opuestos, sometidos mutua-
mente:
– 290 –
armónico a priori, toda la organización partía de la configuración
material misma, y el dodecafonismo, al derivar toda la organiza-
ción a partir de la serie básica, «constituyó la verdadera realiza-
ción del componer “nota contra nota”» (PnM 90). Por otro lado,
tales derivaciones no son sino variaciones de la serie básica, se-
gún el postulado schönbergiano de unificación absoluta del es-
pacio musical. Lo que Adorno acusó más tarde es que, mientras
en la atonalidad el contrapunto y la variación son recursos para la
composición, en el dodecafonismo se convierten en la composi-
ción misma, al ser absolutizados como principios de la organiza-
ción del material.
Frente a la concepción tonal-sonatística del desarrollo, que se
articula según principios armónicos y formales a priori y que se
funda en las categorías de desviación y reconciliación —reexposi-
ción—, en la atonalidad y el dodecafonismo, el desarrollo es con-
cebido como variación de células temáticas —o de la serie—, que
configura en sí misma la articulación de la forma musical. Así:
– 291 –
atonalidad, dice Adorno, con el principio de complementariedad ar-
mónica, el contrapunto y la variación derivan del material y se
enfrentan a él, en el dodecafonismo lo organizan a priori, con lo
que se convierten en absolutos, al no haber nada exterior a ellos
mismos:
– 292 –
Esto permite ahondar en el significado de la unidad constelati-
va propuesta por Adorno frente a la unidad abstracta, como una
unidad de tipo polifónico, orgánica, es decir, que unifique lo par-
ticular a partir de su diversidad y singularidad, estableciendo co-
nexiones entre lo singular, de manera que su articulación brote
de lo singular mismo. Desde lo visto en este capítulo, se com-
prende mejor la afirmación adorniana de que la mera articula-
ción o conexión no constituye la unidad de la diversidad, sino
que ésta consiste en verla en relación a algo que la transciende,
aunque eso sí, sólo se muestre en su articulación, y no como algo
más allá de lo singular.
En este mismo sentido, como vimos, está la crítica adorniana
a la estética idealista, que concibe la obra de arte como objeto de
contemplación absorbente, cuando ha de ser un plexo referencial
que proporcione un conocimiento del mundo, de la sociedad.
Por eso afirma:
– 293 –
complexión armónica. En el dodecafonismo, aunque hay una
«voz» por así decir principal, la serie básica, no es lo mismo que la
polifonía antigua, pues en ésta todas las voces miran o iluminan
la voz del tiple, mientras que lo que ocurre en el dodecafonismo
con la serie básica es que todas las demás voces emergen de ella
(variaciones especulares), de manera que propiamente no hay al-
teridad de voces, sino una sola y distintas perspectivas. Las vo-
ces se miran sólo unas a otras, como dice el postulado dodecafóni-
co de Schönberg de que los sonidos se relacionen únicamente
entre sí.
De este modo, el dodecafonismo, dice Adorno, es una pura
urdimbre (ÄT 67) de voces emergentes de la serie que se miran
unas a otras, y esto anula precisamente el contrapunto, que no es
una pura urdimbre, sino que únicamente es en interacción con lo
que no lo es —en la polifonía antigua con el superius, tomado del
canto llano y con las leyes armónicas—. Así, en el dodecafonismo,
se elimina la alteridad de las voces al ser todas reflejos de la serie
básica.
Lo mismo ocurre en Adorno, como vimos al estudiar su no-
ción de constelación: aunque detecte que la autorreferencialidad
de las voces cancela el contrapunto, igual que vio que la pura ar-
ticulación no es la unidad del conocimiento (constelación), su
planteamiento intrahistoricista le impide salir de esta aporía,
como concluimos a continuación.
– 294 –
verso; y la razón es modélica para el arte respecto a la transcen-
dencia de lo singular, del no quedarse en lo singular, en la pura
multiplicidad, peligro en el que para Adorno puede caer el arte
cuando se lo cosifica como esfera puramente autónoma. Por eso
los ejes vertebradores de la investigación han sido las nociones de
paz —nombre que da Adorno a la unidad no abstracta— y de mí-
mesis, que hace referencia a un modo de remitencia de lo singular
a lo universal no ejemplar o especular.
La dialogicidad entre arte y razón se cifra en que no son mo-
délicos en sí uno para el otro (corrección unilateral), sino en que
se tornan modélicos cuando el otro cae en un defecto. Así, cuando
la razón se queda en unidad abstracta de lo diverso, que lleva a
la dualidad singular-universal, el arte le muestra la unidad orgá-
nica a la que debe aspirar; y cuando el arte se torna en esfera pu-
ramente autónoma o en pura afirmación de la multiplicidad, la
razón le muestra la meta que ha perdido de vista: transcender y
unificar lo singular. Esto es importante para no caer en lecturas
dicotómicas como las de Habermas o Wellmer. La unidad orgáni-
ca no es patrimonio del arte ni la transcendencia respecto a lo
sensible de la razón.
Parece, por tanto, que en Adorno hay también una pars cons-
truens que da sentido a su crítica de la razón y no una contraposi-
ción, sino un diálogo entre arte y racionalidad, entendido como
mutua corrección. La relación entre arte y racionalidad no es en
Adorno una relación en la que el arte únicamente muestre la in-
suficiencia de la racionalidad, sino una relación modélica, en la
que el arte ofrece a la razón el modo de unidad al que ésta aspira,
para que ella lo realice con sus medios propios. Por tanto, esta re-
lación modélica no es unilateral —del arte respecto a la razón—,
sino recíproca, también de la racionalidad respecto al arte. Esto
demuestra que en Adorno hay un concepto positivo de racionali-
dad (Gómez).
Ahora bien, para que la razón o el arte se tornen modélicos,
hace falta también que tengan un rasgo enfático. El arte no puede
ser modélico para la razón si su unidad está contagiada de abs-
– 295 –
tracción, ni tampoco la razón para el arte si es abstracta-sistemá-
tica. Por eso, para lo primero, Adorno ha de encontrar un artista
en quien el arte esté rescatado de su contagio con la racionalidad
abstracta, es decir, en el que no haya restos de unidad esquemáti-
ca ni se desvíe hacia la pura multiplicidad ni sea objeto de mera
contemplación, y este artista será Arnold Schönberg. Para lo se-
gundo, Adorno tratará de mostrar que la razón —y su instru-
mento, el concepto— no era originariamente una unificación abs-
tracta, sino entrelazada con lo singular.
Es importante tener en cuenta que dicha relación modélica
no lo es en el sentido de copia, sino de inspiración. Es decir, que el
arte ofrezca a la razón un modelo de unidad no abstracta no
quiere decir que la razón tenga que confundirse con el arte, re-
nunciando a su instrumento propio, el concepto —como preten-
de para Adorno todo intuicionismo—, sino que la razón ha de
tratar de llevar a cabo dicha unidad con sus medios e instrumen-
to propio, es decir, con el concepto. A esto apuntará Adorno con
su propuesta de «pensar en constelaciones», de disponer los con-
ceptos en forma de redes y no jerárquicamente, y es el programa
de su Dialéctica negativa, que pretende «superar el concepto des-
de el concepto». Y viceversa, que el arte no haya de quedarse en
la pura inmanencia o en la mera afirmación de la multiplicidad
no implica que se «racionalice», que haya de remitir intencional-
mente a determinados contenidos, como el signo al significado o
el ejemplar al universal, sino que ha de conseguir esa remitencia
en su autonomía propia, inintencionalmente, dirá Adorno, es decir,
no como idea o contenido de la obra, sino plasmando ese «conte-
nido» en la misma materia y técnica artísticas.
Sin embargo, la formalización, la unificación de lo diverso, es
ya un transcenderlo, un remitirlo más allá de sí, de modo que la
diversidad no es pura multiplicidad ni lo singular algo inefable.
Sin embargo, como esa formalización o unificación nace de lo di-
verso-singular, no es separable de ello. Esto se percibe con niti-
dez en el arte, donde lo material —la singularidad del signo—
configura una unidad indisoluble con lo formal-significativo. De
– 296 –
ahí que ese transcender o remitir lo sensible más allá de sí no sea
un remitir intencional —en el sentido de designar algo a priori—,
sino tensional, pues no puede nunca despegarse de lo sensible.
Aquí es donde se entrelazan el tema de la unidad y el de la ima-
gen.
Cabe hablar por tanto, según Adorno, de una tristeza de la ra-
zón, que es el quedarse en la unificación abstracta de lo diverso,
que pierde la diversidad, impidiendo así la finalidad intrínseca
de la razón, y de una tristeza del arte, que consiste en su cosifi-
cación como esfera cerrada y autónoma y en reducirlo a pura
afirmación de la multiplicidad o a adecuación de lo singular a
normas o esquemas a priori, cayendo así también el arte en la
abstracción. Y es este estado de tristeza en el que están, para
Adorno, tanto la razón como el arte, tristeza que es en ambos ca-
sos la tristeza de la forma o de la unidad como abstracta o esque-
mática.
Pero, como en el caso de la razón, en el arte esta tristeza no es
algo constitutivo, sino devenido. Y el rasgo más característico de
esta tristeza sería el contagio del arte con la racionalidad abstrac-
ta, presente para Adorno en la música en el sistema tonal y en la
forma sonata allegro. En ambos casos, dirá Adorno, hay un es-
quematismo, un a priori formal que se impone a la materialidad
y que contradice la naturaleza misma del arte.
El arte, por tanto, con su atención a la singularidad, es un co-
rrectivo para la razón cuando ésta degenera en abstraccionismo,
y la razón, con su anhelo de unidad y transcendencia de lo sensi-
ble, lo es para el arte cuando éste degenera en objeto de mera
contemplación o en pura afirmación de la multiplicidad. La rela-
ción entre ambos no es así antitética ni dualista, sino modélica,
correctiva, y no unilateral, sino recíproca. Pero esto no ha de en-
tenderse tampoco como complementariedad, pues implicaría que
la razón ha de completarse con el arte y viceversa, y no es así.
Para Adorno, arte y razón no han de completarse mutuamente,
sino que han de permanecer siempre en su propia esfera y operar
con sus medios e instrumentos propios. Se trata, entonces, de
– 297 –
una relación dialógica, en la que cada esfera ilumina a la otra, ins-
truye a la otra acerca de su naturaleza y finalidad propias.
Respecto al segundo tema, la imbricación de lo singular y lo
universal, de las nociones de inintencionalidad (mímesis como re-
mitencia tensional) y paz (unidad emergente de lo singular), la te-
sis es que los presupuestos historicistas de Adorno implican una
pérdida del logos, de lo universal transcendente a lo individual-
singular, y hacen precipitarse a Adorno en lo que él tanto critica:
el abstraccionismo y el inmanentismo.
Inmanentismo, porque, a mi parecer, Adorno desemboca en
una especie de panteísmo de la imagen. En efecto, puesto que la
obra de arte y la filosofía misma no expresan para Adorno sino
un momento socio-histórico concreto, que se torna en pasado, la
imagen manifiesta o muestra algo, por así decir, que sólo está
dentro de ella, pues no la transciende, al modo de una burbuja
que contiene un mundo en su interior que sólo vive en ella. Se
trata, en definitiva, de una noción de imagen en la que lo mani-
festado se agota —pues no la transciende— en su manifestación,
y, por tanto, de un manifestar curvado sobre sí mismo, que no re-
mite más allá de sí.
Esto se plasma en la teoría adorniana de la evolución inmanen-
te de la materia, según la cual la materia misma ha de ser expre-
sión de su contexto histórico. Esto implica que, por ejemplo, en el
siglo XX no puedan utilizarse, según Adorno, materiales y técni-
cas artísticas del pasado —como la tonalidad y las formas sinfó-
nicas en música o el realismo en pintura— y que las obras de arte
del pasado nos sean ininteligibles, porque el contexto socio-cul-
tural que expresan se nos ha vuelto ajeno. De ahí que las obras de
arte para Adorno envejezcan y mueran si no se las actualiza, si
no se las hace contemporáneas: en el caso de la música, por ejem-
plo, si no se interpretan las obras del pasado con medios moder-
nos y no con criterios historicistas.
El punto clave está en que para Adorno las obras del pasado
están «caducas» y necesitan actualizarse, como lo están las Meni-
nas en la genial recreación de Picasso. Me parece muy positivo
– 298 –
contemporaneizar o actualizar las obras de arte del pasado, pero
sin perder de vista que las obras del pasado no necesitan esa ac-
tualización, porque de suyo siguen siendo actuales. El problema
de Adorno, con su teoría de la evolución de la materia, es que
considera que las Meninas son actuales sólo en la recreación de Pi-
casso o Bach, sólo interpretado con medios y criterios contempo-
ráneos. Por consiguiente, Adorno tiene una visión progresista del
arte, como manifiesta en su conocido ensayo «Schönberg y el pro-
greso», que lo lleva a privilegiar la música de Schönberg y a des-
preciar la de quienes emplean un lenguaje tonal, posición, como
dice Bürger, insostenible e incongruente con el desarrollo de las
artes en el siglo XX.
La unidad se inmanentiza, tornándose hermética y cerrada
sobre sí, como se ve en su noción de constelación. Por más que
Adorno insista en que la mera articulación —constelación— de
lo singular de la que emerge su unidad no es el conocimiento, sino
que éste implica un transcender la multiplicidad, como a lo que
remite la diversidad es a un momento histórico, también él sin-
gular y múltiple, resulta que tenemos algo así como una conste-
lación de estrellas que no dibuja una forma inteligible, sino que
remite a otra estrella que forma parte de la constelación misma,
con lo que la noción misma de constelación se pierde, como suce-
de, señala el propio Adorno, con el contrapunto en el dodecafo-
nismo de Schönberg. La objeción que le hace Adorno, de que el
contrapunto se cancela si se absolutiza como pura urdimbre, re-
nunciando a una remitencia común —el cantus firmus, la armo-
nía—, resulta así tan aplicable a Schönberg como al propio Ador-
no.
– 299 –
NOTAS
1
Como hemos visto, Adorno critica la obra de arte cerrada, «aurática», que
quiere ser objeto de contemplación, como esfera separada (Lukács), y
aboga por un arte no separado de la esfera social, que no sea objeto de
contemplación, sino de conocimiento, que remita más allá de sí mismo, sin
subordinarlo a fines extra-artísticos.
2
Para un análisis detallado del principio de complementariedad armónica en
Schönberg, véase Rozemblum 1987.
3
Con todo, como señala Arturo Leyte, aunque la serie en Schönberg sea
distinta en cada obra, la rigidez del sistema dodecafónico, que obliga a
emplear los doce sonidos de la escala cromática, hace que tenga cierto ca-
rácter de «escala variada», de modo que si bien no es un esquema abstrac-
to, tiene carácter apriorístico.
4
cf. Buck-Morss 1981, 265, donde dice esta autora que «Adorno se refería,
por supuesto, a la liberación de los doce tonos de la dominación del tono
dominante, que lo conducía no a la anarquía, sino a la construcción de la
hilera dodecafónica, en la que cada nota tenía un papel igualmente signi-
ficativo, aunque único, en la totalidad musical».
5
Esta serie es la que Schönberg utiliza en su Quinteto op. 26 y pone como
ejemplo en la conferencia que estamos comentando (cf. SI 158).
6
Para el título de esta ópera, Schönberg quitó una «a» a Aarón, al parecer
porque era un hombre muy supersticioso, en especial con los números, y
en alemán Moses und Aaron suma trece letras. Hay muchas anécdotas re-
feridas a la superstición de Schönberg con los números (Stuckenschmidt
1991, 87, 427). Hay que tener en cuenta que la variante Mose —en vez de
Moses—, vigente en el alemán actual, no se utilizaba en tiempos de
Schönberg. No obstante, también es cierto que Schönberg solía escribir
Aron, con una «a», en cartas y otros documentos.
7
Más tarde el llamado serialismo integral, representado por Boulez y cuyo
precedente fue Webern, trató de derivar todas las dimensiones del espa-
cio musical de la serie básica. Un claro ejemplo de la «melodía de tim-
bres» lo encontramos en la pieza nº 3, «Farben», de las Cinco Piezas para
orquesta op. 16.
8
Adorno se refiere a la utilización, por ejemplo, en la música atonal de osti-
natos, crescendos, diminuendos, etc., recursos propios de la música tonal (cf.
D 149-50).
9
Véase la nota nº 3 de este mismo capítulo.
– 300 –
BIBLIOGRAFÍA
Obras Completas
– 301 –
• Band 7: Ästhetische Theorie.
• Band 8: Soziologische Schriften I.
• Band 9.1: Soziologische Schriften II, 1: The Psychological
Technique of Martin Luther Thomas’ Radio Addreses;
Studies in the Authoritarian Personality. The Stars Down
to Earth; Schuld und Abwehr.
• Band 9.2: Soziologische Schriften II, 2: The Stars Down to
Earth; Schuld und Abwehr.
• Band 10.1: Kulturkritik und Gesellschaft I: Prismen. Kul-
turkritik und Gesellschaft; Ohne Leitbild. Parva Aestheti-
ca.
• Band 10.2: Kulturkritik und Gesellschaft II: Eingriffe.
Neun kritische Modelle; Stichworte. Kritische Modelle 2,
Kritische Modelle 3.
• Band 11: Noten zur Literatur.
• Band 12: Philosophie der neuen Musik.
• Band 13: Die musikalischen Monographien: Versuch über
Wagner; Mahler. Eine musikalische Physiognomik; Berg.
Der Meister des kleinstein Übergangs.
• Band 14: Dissonanzen. Musik in der verwalteten Welt;
Einleitung in der Musiksoziologie. Zwölf theoretische
Vorlesungen.
• Band 15: Theodor W. Adorno und Hans Eisler, Komposi-
tion für den Film; Der getreue Korrepetitor. Lehrschriften
zur musikalischen Praxis.
• Band 16: Musikalische Schriften I-III: Klangfiguren. Musi-
kalische Schriften I; Quasi una fantasia. Musikalische
Schriften II; Musikalische Schriften III.
• Band 17: Musikalische Schriften IV: Moments musicaux.
Neu gedruckte Aufsätze 1928-1962; Impromptus. Zweite
Folge neu gedruckter musikalischer Aufsätze.
• Band 18: Musikalische Schriften V: Musikalische Aphoris-
men; Theorie der neuen Musik; Komponisten und Kom-
positionen; Konzert-Einleitungen und Rundfunkvorträge
mit Musikbeispielen; Musiksoziologisches.
– 302 –
• Band 19: Musikalische Schriften VI: Frankfurter Opern-
und Konzertkritiken; Andere Opern- und Konzertkriti-
ken; Kompositionskritiken; Buchrezensionen; Zur Praxis
des Musiklebens.
• Band 20.1: Vermischte Schriften I: Theorien und Theoreti-
ker; Gesellschaft, Unterricht, Politik.
• Band 20.2: Vermischte Schriften II: Aesthetica; Miscella-
nea; Institut für Sozialforschung und Deutsche Gesells-
chaft für Soziologie.
Obra póstuma
– 303 –
Obras de Adorno no recogidas en los apartados anteriores
Escritos
Partituras citadas:
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Schott 1999 (partitura de estudio).
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