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Un modelo para la filosofía

desde la música
La interpretación adorniana
de la música de Schönberg

–3–
Colección CÁTEDRA FÉLIX HUARTE
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
UNIVERSIDAD DE NAVARRA

Consejo Editorial
Directora: Prof. Dra. M.ª Antonia Labrada
Vocales: Prof. Dr. Álvaro de la Rica
Vocales: Prof. Dra. M.ª Antonia Frías
Vocales: Prof. Dra. Paula Lizarraga
Vocales: Prof. Dr. Javier de Navascués
Secretaria: Prof. Dra. Rosa Fernández Urtasun

Primera edición: Octubre 2003

© 2003. David Armendáriz Moreno


© Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)
© Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España
© Teléfono: (34) 948 25 68 50 - Fax: (34) 948 25 68 54
© e-mail: eunsa@cin.es

Foto cubierta: Ilse Mayer Gehrken / Theodor W. Adorno Archiv, Frankfurt am Main

ISBN: 84-313-2122-9 • Depósito legal: NA 2.600-2003

Impreso en España por: Gráficas Alzate, S.L. Pol. Ipertegui II. Orcoyen (Navarra)

–4–
David Armendáriz

Un modelo para la filosofía


desde la música
La interpretación adorniana
de la música de Schönberg

Prólogo de
Arturo Leyte

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


PAMPLONA

–5–
A mi esposa Marta
y a mis hijas Aurora y Mercedes.
A mis padres.
ÍNDICE

MÉTODO EMPLEADO EN LAS CITAS ........................................................... 13


PRÓLOGO. DEL ETERNO CONFLICTO ENTRE ARTE Y RAZÓN ...................... 17
INTRODUCCIÓN ......................................................................................... 23

PRIMERA PARTE
LA TOTALIDAD
RESQUEBRAJADA
EL OCASO DE LOS GRANDES SISTEMAS ..................................... 37

La actualidad de la filosofía ................................................................. 37


El programa filosófico de Adorno ....................................................... 37
La recepción adorniana del marxismo ................................................ 39
El historicismo de Adorno .................................................................. 45
La noción de crítica inmanente .......................................................... 59
La crítica de Adorno al idealismo ....................................................... 61
Idealismo y burguesía: el principio de intercambio ............................ 61
Crítica inmanente al idealismo: el más ontológico ............................ 64
El principio de inmanencia subjetiva y su realización en el conoci-
miento ........................................................................................... 68
El «giro hacia la tautología»: la crítica adorniana al historicismo de
Heidegger y al esencialismo de Scheler ........................................ 73
La prosecución adorniana de la dialéctica .......................................... 77

–9–
EL OCASO DE LAS GRANDES SINFONÍAS .................................. 87

La clausura del arte ............................................................................... 87


Defensa del carácter orgánico de la obra de arte .............................. 87
Crítica a la estética clasicista ............................................................ 90
Crítica al nominalismo estético ........................................................ 96
¿Una estética antivanguardista? ..................................................... 99
Adorno y la forma sonata .................................................................... 102
La dialéctica arquitectura-dinámica en la forma sonata allegro ....... 102
El tour de force beethoveniano: la dinamización de la estructura . 106
La forma sonata allegro como trasunto del sistema tonal ................ 108
Mahler: la aparición de la novedad en la dinámica ......................... 110
El tratamiento no esquemático de la forma ...................................... 110
Refuncionalización de las secciones de exposición, desarrollo y re-
exposición ................................................................................... 113
El último Beethoven .............................................................................. 118
El pensamiento de la muerte ............................................................ 118
La manifestación del carácter apariencial del arte: la colisión entre
objetividad y subjetividad ........................................................... 121
Wagner y el nominalismo musical ...................................................... 124
La técnica del leitmotiv como paralización del desarrollo temático 124
La espacialización del discurrir musical ........................................... 129

SEGUNDA PARTE
LA RECONSTRUCCIÓN DE LA UNIDAD

LA SIGNIFICACIÓN ESTÉTICA: ATONALIDAD E ININTEN-


CIONALIDAD ................................................................................. 141

El signo estético ...................................................................................... 141


La actualidad de lo bello ..................................................................... 141
Materia significante ........................................................................... 143
La unilateralidad del signo estético .................................................... 146
La noción adorniana de inintencionalidad......................................... 150
¿Una estética negativa? ..................................................................... 150
La ampliación del modelo estético ...................................................... 164
La teoría de la evolución inmanente del material artístico ................ 168

– 10 –
LA ATONALIDAD COMO REDENCIÓN ....................................... 175

La disonancia como signo de la modernidad ................................... 175


Schönberg y la desmitificación de la tonalidad ................................ 177
La soledad como estilo ......................................................................... 183
La soledad colectiva ............................................................................ 183
La emancipación de la disonancia ...................................................... 185
La dialéctica expresión-construcción en Schönberg ........................ 189
La atomización del arte ....................................................................... 189
La seriedad del arte ............................................................................. 193
«Construcción candente»: Doktor Faustus, historia de una contro-
versia ............................................................................................ 197
La aporía del expresionismo de Schönberg ....................................... 209
El desfase entre vocabulario y sintaxis en la atonalidad de Schönberg .. 209
El empleo motívico de la serie ............................................................ 212
Música como escritura ....................................................................... 224
La inmanencia de la imagen ................................................................ 230
El dominio sobre el momento mimético ............................................. 230
El arte como anticipación de la utopía ............................................... 238

LA UNIDAD DE LO UNO Y DE LO MÚLTIPLE: EL CONCEP-


TO ADORNIANO DE PAZ Y SU MODELO EN LA MÚSICA
DE SCHÖNBERG ............................................................................ 249

Un nuevo modelo de unidad ............................................................... 249


Aporía y utopía del conocimiento ...................................................... 249
Pensar en «constelaciones» y «modelos» ........................................... 254
El modelo Schönberg .......................................................................... 259
Más allá de la constelación. La crítica de Adorno al dodecafonis-
mo de Schönberg ................................................................................... 268
La insuficiencia de la atonalidad en Schönberg: origen y naturaleza
del dodecafonismo ......................................................................... 269
La insuficiencia de la atonalidad según Adorno ................................ 278
Crítica inmanente al dodecafonismo .................................................. 285
¿La clausura de la unidad? .................................................................. 294

BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................ 301

– 11 –
MÉTODO EMPLEADO EN LAS CITAS

LOS TEXTOS DE ADORNO SE CITAN:

• mediante abreviatura de la obra seguida de número de pá-


gina, por ejemplo: (ÄT 78),
• o indicando el número del volumen de los Gesammelte
Schriften en que está el texto y el número de la página, sepa-
rados por una coma, por ejemplo: (1, 347),
• o bien señalando el año de edición del texto y la página,
por ejemplo: (1995, 243).

LOS TEXTOS TANTO DE SCHÖNBERG COMO DEL RESTO DE AUTORES,


SE CITAN:

• mediante el sistema de abreviatura y página,


• o con año de edición y página, precedidos por el nombre
del autor, por ejemplo: (Schönberg 1997, 68).
Las aclaraciones o puntos suspensivos añadidos dentro de un
texto citado van entre corchetes.
Los títulos de los artículos, conferencias, ensayos, etc., se ci-
tan entre comillas y en cursiva, para distinguirlos de los títulos
de libros, que van sólo en cursiva.

– 13 –
TABLA DE ABREVIATURAS DE LAS OBRAS MÁS FRECUENTEMENTE CITADAS

I. Obras de Theodor W. Adorno

Las obras se citan según los Gesammelte Schriften (GS), Frank-


furt am Main: Suhrkamp 1970-1990, indicando el volumen al que
pertenecen.

AP: «Die Aktualität der Philosophie». Vorgänge und Thesen


(GS 1)
ÄT: Ästhetische Theorie (GS 7)
B: Berg (GS 13)
D: Dissonanzen (GS 14)
DA: Dialektik der Aufklärung (GS 3)
DSH: Drei Studien zu Hegel (GS 5)
I: Impromptus (GS 17)
IN: «Die Idee der Naturgeschichte». Vorgänge und Thesen
(GS 1)
M: Mahler (GS 13)
MM: Minima Moralia (GS 4)
Mm: Moments musicaux (GS 17)
ND: Negative Dialektik (GS 6)
P: Prismen. Kulturkritik und Gesellschaft (GS 10. 1)
PnM: Philosophie der neuen Musik (GS 12)
VW: Versuch über Wagner (GS 13)

II. Obras y cartas de Arnold Schönberg

Ap: A proposito del Doctor Faustus (correspondencia entre


Schönberg y Thomas Mann, 1930-1951).
H: Harmonielehre
SI: El estilo y la idea

– 14 –
III. Obras de otros autores

Ban: Platón, Banquete


De An: Aristóteles, Acerca del alma
Fdr: Platón, Fedro
Gor: Platón, Gorgias
HÄ: Lukács, Heidelberger Ästhetik
K: Schiller, Kallias
Met: Aristóteles, Metafísica
Œ I: Valéry, «Théorie poétique et esthétique», Variété
Poét: Aristóteles, Poética
S. Th. I: Tomás de Aquino, Suma de Teología, Parte I
VÄ I: Hegel, Vorlesungen über die Ästhetik I

– 15 –
PRÓLOGO
DEL ETERNO CONFLICTO
ENTRE ARTE Y RAZÓN

Este libro nos invita a comenzar una aventura que segura-


mente va mucho más allá de lo que el autor se propuso inicial-
mente y de lo que, quizá —y lo digo como algo positivo—, él
mismo no fuera siquiera consciente. Pero resulta casi imposible
iniciar una aventura si de alguna manera ésta no transcurre en
un territorio nuevo. Y el lector tiene derecho a preguntar, antes
de entrar, cuál es ese territorio. Desde estas líneas no se estaría a
la altura de las circunstancias si simplemente se contestara que se
trata del territorio del arte o de la filosofía, o de su intersección,
pues en cierto modo esos lugares se encuentran tan trillados que
apenas si continúan dando la cosecha de siempre. Pero esa cose-
cha es la de siempre porque nuestra posmodernidad, que viene a
ser también el reino de la suprema indiferencia —cuantitativa-
mente extenso, pero cualitativamente pobre—, apenas respondió
a la llamada de ciertas figuras, casi titánicas, que en el terrible si-
glo XX buscaron desesperadamente que al viejo mundo (que es
ya el mundo de la modernidad) en descomposición no lo suce-
dieran simplemente las ruinas. De ahí que, desde la filosofía,

– 17 –
pero sobre todo desde el arte, se pretendiera recomponer el mun-
do que, ya en ese contexto, venía a significar una recomposición
de la «señal» de la metafísica —la diferencia entre lo sensible y lo
suprasensible—, pero más allá de la metafísica. Quiere esto decir
que el intento de recomposición, porque no es frívolo, no des-
echa simplemente lo que hay, por mucho que su procedencia sea
antigua, sino que obligatoriamente tiene que contar con ello,
aunque sea para descomponerlo. Así, esa recomposición sobre-
viene como elaboración de una descomposición, o mejor, como
un hacerse consciente de ella.
Así, el territorio que el autor nos invita a conocer es el de
Schönberg y Adorno. El primero no desecha toda la tradición
musical, sino que la lleva adelante, precisamente para cumplirla
en sus máximas posibilidades, aunque esas posibilidades revelen
el final de lo antiguo, que en la música viene a significar la tona-
lidad. El segundo no elude la metafísica, sino que la recoge en su
forma culminante, la idealista hegeliana, precisamente para co-
menzar ahí a cumplir las posibilidades que ésta contenía. Pero de
esta manera, Schönberg y Adorno aparecen como la representa-
ción personalizada y culminante de los lugares metafísicos:
Schönberg, del arte, es decir, del lugar de lo sensible; Adorno, de
la filosofía, es decir, del de lo inteligible. Y aparecen, en estos tér-
minos, como los herederos cuya propuesta, vista desde hoy, pa-
radójicamente los aproxima más a un Platón, un Leibniz, un
Bach o un Beethoven que a sus inmediatos sucesores, para los
que cuestiones como «conflicto», «negatividad», «totalidad», «uni-
dad» y «reconciliación» simplemente son ya meras palabras sin
significado o con uno meramente retórico, pero que no apunta a
nada. Adorno y Schönberg (entre otros, por cierto), desde esta
perspectiva, son «modernas figuras del pasado», porque desde
su época no intentaron otra cosa que lo intentado de otra mane-
ra, por ejemplo, en los casos de Leibniz y Bach o Hegel y Beetho-
ven.
Se dirá entonces que este libro nos hace comenzar hoy, a prin-
cipios del siglo XXI, una aventura que nos lleva a un territorio

– 18 –
pasado, es decir, a una pasada preocupación. Es cierto, si por filo-
sofía y arte entendemos a su vez también algo pasado, pero si in-
tentamos pensar que bajo esos dos títulos se sigue jugando toda-
vía un destino humano, el propio de la búsqueda (frente al de la
conformación con lo inmediata y directamente positivo), esa
vuelta a nuestro pasado más moderno al que nos lleva el autor
nos devuelve también al futuro, a lo que todavía queda por ha-
cer, esto es, por pensar (filosofía) y crear (arte).
Todo esto que vengo diciendo lo refleja desde el principio el
índice de esta obra, que divide todo su material en dos partes: la
totalidad resquebrajada, la primera (es decir, la unidad metafísi-
ca rota); la reconstrucción de la unidad, la segunda (es decir, el
intento por encontrar una unidad más allá de la metafísica). Esta
unidad, en el caso de Adorno, puede entenderse en términos de
pensar en el «concepto», pero sin metafísica, lo que viene a signi-
ficar: singularmente, sin abstracción; en el caso de Schönberg, ar-
ticular una unidad que reaccione frente a la dispersión y el caos
(que no dejan de ser el correlato sensible de lo abstracto, en la
medida en que la multiplicidad refleja el vacío mismo —el «lle-
no» de la dispersión, repleto de contenidos, resulta también opa-
co y vacío—) por medio de la aparición «total» y «singular» de
los sonidos. Pero tanto en el caso de la filosofía (Adorno) como
en el del arte (Schönberg) se trata de que esta unidad no venga
de fuera, porque en ese caso asistiríamos a una reiteración de la
vieja metafísica. Pero que tampoco proceda de la mera reitera-
ción positiva de lo que hay, porque en ese caso lo que tendríamos
sería exclusivamente «abstracción», en el caso de la filosofía, y
«dispersión», en el caso del arte. Y estas dos formas —caracteri-
zables por abandonarse a lo que ya hay— constituyen lo que el
autor llama respectivamente «tristeza» de la razón y del arte. Y
frente a esta tristeza, tanto desde el pensamiento como desde lo
artístico, sólo se puede oponer la fuerza de lo singular, que tiene
que aparecer.
Y es eso, la recíproca y continuada elaboración de esa unidad
de arte y filosofía, el territorio que el autor, David Armendáriz,

– 19 –
explora con el fin de enseñarnos algo. Por eso el libro puede ser
leído de dos maneras, ciertamente complementarias: una menor
(que aquí no significa poco importante), que consiste en tomarlo
como una revisión de la comprensión que Adorno hace de la mú-
sica de Schönberg; otra mayor, como el intento por entender que
la música puede constituirse en un modelo para la filosofía. La
primera significa que Adorno nos enseña a Schönberg, mostrán-
donos una de las mejores versiones de ese músico y esa música,
siguiendo paso a paso el tránsito del propio Adorno desde la ato-
nalidad al dodecafonismo; la segunda, algo más grave: que
Schönberg no es ya que enseñe a Adorno, sino que produce un
modelo para que la filosofía se pueda comprender a sí misma, a
saber, desde la música. De la primera manera, que he llamado
menor (siempre por comparación con la segunda), el libro se
ocupa con profusión, al punto de constituir una inmejorable in-
troducción al tema. Desde luego, el que quiera aprender encon-
trará aquí un instrumento bien documentado y completo sobre el
período y los materiales, además proporcionados y articulados
por alguien —y esto es raro, por no decir extraordinario— que
sabe tanto de música (y desde luego se puede decir que de mú-
sica sabe «tanto») como de filosofía. Pero además, el que persiga
el segundo intento, que yo he llamado «mayor», encontrará en
la segunda parte del libro la posibilidad de iniciar esa aventura
y adentrarse en ese territorio al que inicialmente he aludido: el
del conflicto verdadero entre filosofía y arte, entre razón y músi-
ca, para percibir que siendo diferentes y autónomas, apuntan a
un mismo fin: el cumplimiento de lo singular, más allá de la abs-
tracción del antiguo concepto metafísico y de la vacía multiplici-
dad sin orden. Decir que el autor resuelve este conflicto sería, en
cierto modo, rebajarlo, porque de ese conflicto vive la razón hu-
mana, aquella que vive en el cruce entre la razón que quiso ha-
cer filosofía y la razón que quiso producir arte. Y que sigue que-
riéndolo. Si el autor no lo resuelve, sin embargo lo expone. Ésta
es la invitación que nos hace: iniciar la aventura y entrar en ese
territorio.

– 20 –
El siglo XX, como si fuera algo pasado, se muestra ahí como
una especie de paréntesis entre la modernidad, que ya hay que
concebir como el conjunto de sus ideales y su fracaso, y la pos-
modernidad, que en cierto modo sólo llegaría a recoger su propia
constitución (si es que esta alternativa «constitutiva» no choca ya
con sus propios principios, que bien podrían entenderse como no
aceptar algo así como que los principios sean una cuestión) si es
capaz, como intentaron —y seguramente fracasaron— Adorno y
Schönberg, de reconocer una articulación en la enorme red des-
plegada a la que, con todo, todavía podemos denominar «cultu-
ra». Y este pasado siglo XX es de nuevo el territorio que quizá
haya que volver a recorrer para reencontrar esa articulación. Este
libro no deja de ser un señalado camino de entrada.

ARTURO LEYTE
Profesor de filosofía

– 21 –
INTRODUCCIÓN

«La concepción de historia natural no ha caído del cielo, sino


que su partida de nacimiento remite a un área de trabajo histórico-
filosófico con determinado material, sobre todo y hasta el presen-
te, estético». Esta frase, que Adorno formula en «La idea de historia
natural» (355), creo que da una clave esencial para comprender
su pensamiento: su génesis e inspiración estética. Adorno es un
filósofo artista, un filósofo músico, al igual que Nietzsche, y,
como él, no un filósofo que reflexiona sobre el arte, sino más bien
un pensador que reflexiona desde el arte. Pero frente a éste, nues-
tro autor no deriva hacia una postura antirracionalista, de con-
traposición entre arte y racionalidad —por más que algunos de
sus discípulos, como Habermas y Wellmer, lo acusen de ello—.
Más bien, como trataré de mostrar, habría que hablar de diálogo
o conmensuración de ambas esferas, en palabras de Vicente Gó-
mez. Un breve repaso a la vida y la obra de Adorno nos darán
una idea de la centralidad de lo estético en su pensamiento.
Nacido en Fráncfort el 11 de septiembre de 1903, hijo de Os-
kar Wiesengrund, un comerciante de vinos judío, y de María Cal-
velli-Adorno, cantante profesional, Theodor-Ludwig Wiesen-
grund Adorno respiró desde sus años de infancia en un ambiente
musical, y recibió de su madre y de la hermana de ésta, Agathe,

– 23 –
pianista profesional, las primeras lecciones de música. Más tarde,
el joven Teddie estudiaría piano con Bernhar Sekles, compositor
y pianista, maestro, entre otros, de Paul Hindemith, y llegaría a
ser un notable intérprete del instrumento. En 1925 conoce a Al-
ban Berg, por cuya ópera Wozzeck se sintió inmediatamente fasci-
nado, y recibe de él clases de composición, integrándose muy
pronto en el círculo de compositores de Schönberg. En esos años
Adorno compuso música de cámara, lieder e incluso una ópera
que no llegó a concluir 1.
Como compositor Adorno nunca se sintió satisfecho, quizá
porque no creyó conseguir un estilo personal. Pero su profundo
aprendizaje y experiencia lo capacitaron para ser un crítico y teó-
rico de la música excepcional, aspecto que será parte esencial en
su pensamiento. Basta echar un vistazo a los títulos de sus obras
para darse cuenta de la ingente cantidad de libros y ensayos que
dedicó a la música:

• cuatro monografías, dedicadas a Wagner, Mahler, Berg y


Beethoven;
• cuatro obras centrales en su producción: Filosofía de la nue-
va música, Disonancias, Introducción a la sociología de la músi-
ca y El maestro correpetidor;
• un libro sobre el cine y la música, escrito en colaboración
con Hans Eisler;
• cinco libros recopiladores de ensayos musicales: Impromp-
tus, Reacción y progreso, Moments musicaux, Quasi una fanta-
sia y Figuras sonoras;
• y multitud de ensayos y artículos musicales, que ocupan
otros dos volúmenes de sus obras completas.

El objetivo de esta investigación es valorar la interpretación


adorniana de la música de Arnold Schönberg, y tratar de esclare-
cer en qué medida la obra y el pensamiento del fundador de la
Segunda Escuela de Viena influyó en la filosofía de Adorno. Tra-
taré también de sacar a la luz los temas metafísicos y gnoseológi-

– 24 –
cos subyacentes, no para su análisis detenido —que desbordaría
los límites de este trabajo—, sino para encuadrar nuestro objeto y
sugerir vías de profundización.
La primera parte de la investigación estudiará la génesis e ins-
piración estética del pensamiento de Adorno, mostrando cómo
las líneas principales de su filosofía brotan de una profunda refle-
xión sobre lo estético. Uno de los objetivos será, por tanto, esclare-
cer estos principios o células fundamentales, que a mi parecer son
dos: la unidad concebida como emergente de lo diverso-singular,
y la remitencia tensional, no especular o representativa, de lo sen-
sible a lo universal. Los temas de la unidad y la imagen, así como
su interrelación, serán así las coordenadas de este trabajo.
Ambos pueden considerarse un desarrollo del principio de
interrelación de lo singular y lo universal, que constituye uno de
los ejes del pensamiento adorniano: el primero haciendo referen-
cia al tema de la forma, del logos; y el segundo, al de la transcen-
dencia. Unidad emergente se contrapone a unidad esquemática,
impuesta a lo sensible, imposición que es para Adorno lo carac-
terístico de la unidad abstracta y sistemática, a la que ha sido re-
ducida, según él, la racionalidad desde los albores mismos del
pensamiento. Frente a ella, Adorno ve en el arte un modelo de
unidad en la que lo sintético, lo unificador, lo universal —la for-
ma—, no es algo a priori respecto a lo material-concreto, sino na-
cido de él. De este modo, lo singular no es un caso o ejemplar de
lo universal —al que remitiría entonces especularmente, sin enri-
quecerlo—, sino encarnación de lo universal, al que remite y hace
presente a la vez. La obra de arte no es así una mediación «me-
dial», a través de la cual se arriba a lo universal significado como
a través de un puente, sino mediación «total» (Gadamer), como
acceso que es a la vez el lugar en el que lo significado se hace pre-
sente en el signo. A esto lo denomino remitencia tensional —inin-
tencional, dice Adorno—, contraponiéndola a la intencional enten-
dida como especular o ejemplificadora.
Las nociones de unidad emergente y remitencia tensional se-
rán, por tanto, analizadas como los ejes de la filosofía adorniana,

– 25 –
y se estudiará hasta qué punto pretende Adorno extender lo que
es propio de lo estético a la metafísica y la gnoseología en su con-
junto o, sencillamente, iluminar desde lo estético problemas me-
tafísicos y gnoseológicos. En este punto, trataré de mostrar la afi-
nidad entre la estética de Adorno y la ontología de la imagen
propuesta por Gadamer en Verdad y método I. Se trata, por tanto,
de dilucidar en qué medida hay en Adorno un esteticismo, o más
bien, una inspiración mutua, un diálogo entre arte y filosofía. El
posicionamiento de Adorno por lo estético ha sido interpretado
por algunos en clave nietzscheana, como un «viraje» que preten-
de dejar atrás la racionalidad, considerada como principio de do-
minio y sometimiento de lo singular. Esta lectura presenta a
Adorno como un mero crítico de la racionalidad, que la identifi-
caría sin más con la voluntad de dominio y que acude al arte
para remendar la insuficiencia de la razón.
Trataré de valorar esta lectura dualista del pensamiento de
Adorno, fundada a su vez en la lectura aporética de su crítica a la
racionalidad. Según ésta última, el planteamiento adorniano es
radicalmente negativo respecto a la razón y lleva a una aporía,
que sería la de que la razón no puede alcanzar su finalidad —la
unificación no niveladora de lo diverso—, debido a que su ins-
trumento, el concepto —unidad abstracta de lo diverso—, se lo
impide. De este modo, la razón sería el lugar donde perece irre-
mediablemente lo singular, lo diferente, y el arte el refugio donde
puede sobrevivir.
En la música del período atonal 2 de Schönberg ve Adorno la
materia musical liberada de la sistematización tonal y de las for-
mas musicales cerradas —en especial de la forma sonata clásica—,
pero a la vez no abocada a la pura dispersión, sino unificada se-
gún principios internos a la propia materia. En la atonalidad li-
bre verá Adorno el modelo de unidad no abstracta, sino emer-
gente de lo diverso, que él propone a la razón.
Por otro lado, en esta renuncia a la universalidad esquemáti-
ca, Schönberg se revela testigo de su tiempo, caracterizado según
Adorno por la colisión entre lo singular y lo universal, en la que

– 26 –
éste se cosifica como algo en sí, reduciendo lo singular a mero
caso o ejemplar, lo que es experimentado por el individuo como
soledad, dolor y sinsentido. Así, Schönberg hace del arte no obje-
to de mera contemplación, sino escenario donde comparece la re-
alidad presente, rompiendo la pura inmanencia artística defendi-
da por Lukács 3.
Esto abre el segundo bloque temático de la investigación,
que apunta al tema adorniano de la interrelación u organicidad
entre universal y singular, que aparece para él incoado en el
arte, y que hay que lograr en el conocimiento racional. Este tema
se desarrolla en su obra sobre dos ejes, que critican la cosifica-
ción de cada uno de estos dos polos. En efecto, interrelación se
contrapone a subordinación de uno al otro, que es lo que ocurre
según Adorno en el idealismo, donde el objeto queda reducido a
momento del despliegue del sujeto, y en la denominada filosofía
primera, que ontologiza la verdad como algo en sí, estática frente
al sujeto y a la Historia, así como en el materialismo marxista,
que considera las estructuras sociales como naturales y concibe
el pensamiento en función de la praxis. Las críticas a estas dos
corrientes filosóficas —la que ontologiza el sujeto y la que onto-
logiza el objeto— serán los dos ejes fundamentales del pensa-
miento de Adorno.
En última instancia, la oposición que subyace a todas es la de
ser-devenir. La primera corriente errónea sería para Adorno la
que, ya en Platón, considera el ser como lo invariable, identifi-
cándolo con la estaticidad —identidad—, rebajando el mundo
sensible y cambiante —devenir, diferencia— a reflejo o ejemplar
del inmutable. A esto lo llama Adorno el «prejuicio más nefasto»
de la filosofía (ND 136), el de considerar lo inmutable como su-
perior a lo cambiante, y es el que subyace también para él en el
idealismo hegeliano e incluso en el historicismo, como veremos.
La segunda sería la que ontologiza el devenir —la multiplicidad,
la diferencia—, negando toda referencia al ser, toda universali-
dad, que es lo que hacen el positivismo y el relativismo, a los que
Adorno también combate.

– 27 –
La primera corriente, que tiene una concepción mítica del ser,
como algo a priori y separado del devenir, tiene como reverso
una concepción simbólica del mundo, que consiste en pensar que
lo particular representa a lo general como el mundo de los signos
al de los significados, en el que aquéllos tienen su sentido detrás
de sí mismos. La segunda corriente, que mitifica el devenir, la
multiplicidad, cae en una concepción distensa del mundo, que es
el núcleo de la crítica de Adorno al historicismo (IN 349).
Ésta será también la crítica de Adorno a ciertos movimientos
del arte moderno, como los collages surrealistas o la música concre-
ta —que incorpora ruidos de la vida cotidiana grabados o sinteti-
zados electrónicamente—, que serían afirmaciones de la pura
multiplicidad. Contra estas tres concepciones unilaterales, la con-
cepción mítica del ser, la concepción simbólica del mundo y la con-
cepción distensa de la multiplicidad, basadas en una comprensión
dualista de cada uno de sus términos opuestos, es contra las que
polemiza Adorno, tanto en el terreno de la filosofía como en el de
la estética.
Junto a esto, me interesa destacar el método que utiliza Ador-
no para llevar a cabo esta crítica, que consiste en explicar un tér-
mino de la supuesta oposición en función del otro, de forma que
quede patente que no se pueden concebir por separado. Esto es
para Adorno el núcleo del pensamiento dialéctico, y es a lo que
se refiere cuando habla de pensar en «constelaciones» (ND 165),
o de «campos de fuerza» (ÄT 307). Según esto, posicionándonos
en el eje antiidealista de Adorno, la filosofía de Hegel, en la que
el sujeto es concebido como principio absoluto que se autodes-
pliega, implica una ontologización del significado o del sentido,
como «curso del mundo» transcendente a los hechos particu-
lares, que los dota de un sentido total, y la posibilidad, por tanto,
de un conocimiento absoluto, sistemático, es decir, de lo indivi-
dual no como singular, sino como particular, como caso o momen-
to —ejemplar— de lo universal. Por eso, para Adorno, las dos ca-
tegorías clave del idealismo son las de totalidad y posibilidad, la
primera haciendo relación al carácter simbólico-especular del

– 28 –
mundo respecto al sentido; y la segunda subrayando el carácter
apriorístico de tal sentido.
Según lo dicho, la crítica de Adorno a Hegel consistirá en
concebir la Historia —el despliegue del espíritu— en función de
la naturaleza —la facticidad, el mundo sensible—, no como au-
todespliegue en una multiplicidad completamente sumisa a ella,
no como totalidad dadora de sentido, sino como algo que se im-
pone, violentándola, a una naturaleza que se resiste a ser despo-
seída de su singularidad. Se trata, en definitiva, de respetar lo
individual en su singularidad, que no se deja aprehender —indi-
ferenciar— en la unidad lógica del concepto. Por eso, afirma:

Una filosofía que no admite ya la suposición de su autonomía,


que ya no cree en la realidad fundada en la ratio, sino que admite
una y otra vez el quebrantamiento de la legislación racional autóno-
ma por parte de un ser que no se le adecua ni puede ser objeto,
como totalidad, de un proyecto racional, una filosofía así no reco-
rrerá hasta el final el camino de los supuestos racionales, sino que se
quedará plantada allí donde le salga al paso la irreductible realidad
(AP 343).

Esto es lo que Adorno vio plasmado en la música del último


período de Beethoven y, de una manera particular, en la música
de Gustav Mahler, cuyo tono, dice Adorno, es el de la desviación,
el de la ruptura, con que lo individual desafía a la totalidad —la
tonalidad, la forma sonata clásica—. En Mahler ésta sigue pre-
sente, pero aparece resquebrajada, llena de fisuras; en definitiva,
aparece como falsa.
Por otro lado, la crítica a la ontologización del objeto, enten-
dido éste bien como verdad ahistórica ajena al sujeto —filosofía
primera—, bien como estructura social (Marx), consistirá en mos-
trar lo natural —lo presuntamente transcendente a priori— no
como en sí, sino como segunda naturaleza, es decir, como produc-
to histórico que se ha petrificado, ocultando su origen histórico.
Así, la filosofía será para Adorno hermenéutica, que nunca posee

– 29 –
una clave definitiva de interpretación, única manera de expresar
una verdad que está imbricada en la Historia.
A ese proceso desontologizador del sujeto o del objeto lo lla-
ma Adorno desmitificación (Entmythologisierung), de manera que la
tarea del pensador, y la del artista, como veremos, consistirá en
llevarla a cabo. Resumiendo lo anterior, habrá de desmitificar la
Historia concebida como totalidad de sentido (Hegel), interpre-
tándola en términos de la naturaleza individual que perece en su
interior o que se revela (último Beethoven, Mahler), y desmitificar
la naturaleza concebida como esencia o verdad inmutable (Pla-
tón, Kant, Scheler) mostrando su carácter histórico (Schönberg) 4.
Éste es el segundo motivo por el que Adorno toma a Schön-
berg como modelo para el pensamiento racional y, a mi parecer,
el punto más forzado de la interpretación que lleva a cabo de su
música. Se trata, en efecto, de dilucidar hasta qué punto los pre-
supuestos socio-históricos del pensamiento adorniano hacen jus-
ticia a la obra de Schönberg, y si no acaban, en definitiva, por
malograr la misma empresa filosófica de Adorno, en concreto sus
nociones centrales de paz —unidad emergente— y mímesis —re-
mitencia tensional—.
Retomando el tema de la interrelación de universalidad y
singularidad, esbozaré brevemente cómo se despliega en el pen-
samiento de Adorno y la relación de cada una de sus derivacio-
nes con la estética de Schönberg, para mostrar la estructura de la
investigación. A mi parecer, la teoría de la interrelación de lo sin-
gular y lo universal se articula en tres nociones fundamentales: la
de historia natural —y su correspondiente de naturaleza histórica—,
la de verdad inintencional y la noción de paz.
La idea de historia natural afirma la interrelación orgánica de
ser y devenir, y consiste en explicar la Historia en función de la
naturaleza (último Beethoven, Mahler) y la naturaleza como pro-
ducto histórico reificado (Schönberg). Esto lo expondré en el ca-
pítulo tercero, dedicado a la desmitificación que lleva a cabo
Schönberg del material musical tonal y a mostrar su conexión
con el concepto adorniano de «historia natural».

– 30 –
La teoría de la verdad inintencional, así llamada por Susan
Buck-Morss en su citada obra —si bien el término inintencionali-
dad es del propio Adorno—, polemiza contra la concepción sim-
bólica del mundo, consecuencia de la mitificación del universal,
que consiste, como vimos, en reducir lo singular a ejemplar.
Frente a esta intencionalidad especular de lo particular hacia
lo universal, que concibe la transcendencia como «detrás», surge
el concepto adorniano de inintencionalidad, que no pretende negar
la remitencia de lo singular a algo transcendente, sino la remiten-
cia medial. La inintencionalidad es una remitencia concebida
como tensión interior, de forma que lo individual no es prescin-
dible o sustituible —caso—, sino constitutivo para la significa-
ción —singular—. Esto lo desarrollaré en los capítulos tercero y
cuarto, en conexión con el tema de la autonomía y progreso en el
arte.
Finalmente, el concepto adorniano de paz establecería la com-
prensión verdadera y la relación real entre naturaleza e Historia,
individual y universal, que es una relación orgánica y establece
el verdadero sentido de la transcendencia, no como sentido o sig-
nificado a priori, sino como logos, transcendente e inmanente a la
vez a la multiplicidad. A la luz del concepto de paz, la verdad, el
sentido, la unidad, se revela como logos, y la facticidad, la multi-
plicidad, como imagen de esa verdad, en mutua tensión. Aquí es
donde expondré el concepto schönbergiano de la armonía y su
relación con la noción adorniana de paz. Terminaré con un capí-
tulo dedicado a la crítica que hace Adorno al Schönberg dodeca-
fónico.
En mi opinión, la crítica de Adorno al dodecafonismo de
Schönberg como absolutización del contrapunto, es decir, de
cada voz singular, es profundamente penetrante. En su afán, dice
Adorno, de crear una unidad absolutamente emergente de lo sin-
gular, se cancela la unidad misma y se cae en el nominalismo es-
tético, que la atonalidad supo combinar con el elemento formal-
universal (el desarrollo temático), pero que en el dodecafonismo
se hace absoluto.

– 31 –
El objetivo final de este trabajo sería mostrar si, en definitiva,
Adorno no derivó en la misma dirección que Schönberg, al no sa-
ber mantener adecuadamente la tensión entre lo singular-históri-
co y lo universal. Su ideal de conocimiento en constelaciones y
modelos, no sobre lo particular, sino desde lo particular, pero sin
posibilidad de transcenderlo, invalidaría su propia noción de uni-
dad emergente y, a la par, la de mímesis, ya que la imagen se con-
vierte en expresión de lo puramente histórico, y, por tanto, en una
mónada sin ventanas cuando el contexto histórico-social de una
obra no coincide con el nuestro. Se cae así en un inmanentismo de
la imagen y en una autocancelación de la unidad, por querer ser
absolutamente emergente de lo singular, absolutamente democrá-
tica, podríamos decir. De este modo, la crítica adorniana al dode-
cafonismo de Schönberg se podría aplicar al mismo Adorno.

Esta investigación no hubiera sido posible sin la ayuda y la


escucha de muchas personas. Quiero expresar mi gratitud en pri-
mer lugar al director e impulsor de este trabajo, Daniel Innera-
rity, a la profesora Mª Antonia Labrada, por su magisterio y su
apoyo constante, a la Cátedra Félix Huarte de la Universidad de
Navarra, que ha acogido y financiado este trabajo, a la Universi-
dad de Zaragoza y, sobre todo, a mi esposa, que siempre me ha
alentado.

– 32 –
NOTAS

1
Para un análisis de Adorno como compositor, véase el libro de M. HUF-
NER, Adorno und die zwölftontechnik, Forum Musik Wissenschaft Bd. 2, Re-
gensburg, ConBrio vg.
2
Utilizaré al referirme a la música del período expresionista de Schönberg
el término «atonal», ya que ha sido universalmente aceptado. No obstan-
te, el mismo Schönberg nos advierte de la inadecuación de este término,
acuñado peyorativamente por sus detractores, para referirse a su música:
«Tengo que apartarme de este término, pues yo soy músico y no tengo
nada que hacer con lo atonal». Atonal podría simplemente significar: algo
que no tiene nada que ver con la naturaleza del sonido. [...] Pero lo que no
se podrá es llamar «atonal» a una relación de sonidos, cualquiera que sea,
lo mismo que una relación de colores no podría ser designada como «in-
espectral» o «incomplementaria». No se dan esas antítesis. Por otra parte,
no se ha estudiado la cuestión de si lo que encierran tras de sí estas nue-
vas sonoridades no es una tonalidad constituida por una serie de doce to-
nos (Zwölftonreihe). Si no hay más remedio que buscar un nombre, se po-
dría pensar en «politonal» o en «pantonal» (H 486-87). Por otro lado, el
compositor afirma que su crítica va dirigida «por supuesto contra la ex-
presión, no contra la cosa en sí» (carta a Hauer, 1.12.1923: Stein 1958, 112).
3
Naturalmente, según la interpretación de Lukács que hace Adorno, que
no tiene en cuenta la dimensión transfiguradora de la sociedad que el arte
tiene para el autor de Historia y consciencia de clase.
4
Cf. Buck-Morss 1981, 129 s.

– 33 –
PRIMERA PARTE
LA TOTALIDAD RESQUEBRAJADA

En el infierno hay un tabú que prohíbe lo nuevo.


El infierno es el espacio absoluto

Th. W. Adorno, Mahler, 155


EL OCASO DE LOS GRANDES SISTEMAS

LA ACTUALIDAD DE LA FILOSOFÍA

El programa filosófico de Adorno

Quien hoy elija por oficio el trabajo filosófico ha de renunciar


desde el comienzo mismo a la ilusión con que antes arrancaban los
proyectos filosóficos: la de que sería posible aferrar la totalidad de
lo real por la fuerza del pensamiento. Ninguna razón legitimadora
sabría volver a dar consigo misma en una realidad cuyo orden y
configuración derrota cualquier pretensión de la razón; a quien bus-
ca conocerla, sólo se le presenta como realidad total en cuanto obje-
to de polémica, mientras únicamente en vestigios y escombros per-
dura la esperanza de que alguna vez llegue a ser una realidad
correcta y justa (AP 325).

Estas palabras, con las que comienza Adorno su ensayo «La


actualidad de la filosofía» (1931), constituyen a mi parecer el pro-
grama de todo su pensamiento. Es algo compartido por la mayo-
ría de sus comentadores y discípulos que dicho ensayo, junto al
de «La idea de historia natural» (1932), contiene los motivos princi-
pales de la filosofía adorniana (cf. Buck-Morss 1981, 70, 119). La
cuestión de la actualidad de la filosofía late en todo el pensa-

– 37 –
miento de Adorno. Desde este primer ensayo hasta Dialéctica ne-
gativa, que comienza cuestionando la posibilidad de la filosofía,
tal pregunta fue una constante en su obra. En cierto modo, toda
su empresa intelectual puede entenderse como un salvar a la filo-
sofía o, en definitiva, a la racionalidad misma.
Para el joven Adorno de 1931 la filosofía naufraga. Pero en el
fondo, dice, ha estado siempre herida de muerte, constantemente
por debajo de sí misma. Y lo está porque desde sus albores «ha
sucumbido ya a la tentación del idealismo» (IN 363). El idealismo
ha sido para Adorno el signo de toda la filosofía desde Platón, y
su herida mortal. El posicionamiento de Adorno frente al idealis-
mo alemán marca el curso de su pensamiento, si bien considera el
idealismo como la rémora de toda la filosofía, y no como un de-
terminado período histórico. Categorías como «progreso», «mo-
dernidad», «avanzado» o sus contrarias: «regresión», «arcaico»,
«caduco», llenan los textos de Adorno, referidas tanto a corrien-
tes filosóficas como artísticas. En esto se aprecia el sesgo histori-
cista y sociologista de su pensamiento, que Adorno bebió de
Marx y Dilthey y, sobre todo, de Benjamin y Kracauer, con su tra-
tamiento «micrológico» de los textos filosóficos (cf. Jay 1988, 16).
Con Kracauer se introdujo Adorno, a los quince años, en la fi-
losofía idealista, con la lectura de la Crítica de la razón pura de
Kant. Como señala Martin Jay, de Kracauer aprendió Adorno «a
descifrar los textos filosóficos como documentos de la verdad so-
cial e histórica» (1988, 16). Su deuda con Benjamin en este punto
la reconoce el mismo Adorno:

La mirada micrológica de Benjamin, el color inconfundible de


su forma de concreción, es la dirección hacia lo histórico en un sen-
tido opuesto a la philosophia perennis. Su interés filosófico no se diri-
ge en absoluto hacia lo ahistórico, sino precisamente hacia lo más
determinado temporalmente (11, 574-75).

De ambos aprendió Adorno el método «metacrítico» y «fi-


siognómico», que consiste en abordar los problemas filosóficos
no sólo especulativamente, sino como expresión de problemas

– 38 –
sociales —metacrítica—, a través del análisis no de tipo psicoló-
gico, sino de elementos «inintencionales» —fisiognómica— 1. De
estos autores tomó también la posición profundamente crítica
hacia el idealismo que empapa todo su pensamiento, al que acu-
sa de teodicea que justifica y transfigura el sufrimiento (cf. Jay
1988, 16). La cuestión que centrará este primer apartado es hasta
qué punto la categoría adorniana de actualidad o inactualidad es
únicamente histórico-sociológica, progresista, o si contiene tam-
bién un elemento ahistórico, de especulación metafísica. Analiza-
ré primero la cuestión en la crítica adorniana al idealismo (capí-
tulo I), para abordar después su crítica al concepto de obra de
arte (capítulo II), tomando como eje en ambos casos la crítica
adorniana a la noción de totalidad.

La recepción adorniana del marxismo

a) La teoría como praxis

La derivación del pensamiento de Adorno, si bien cronológi-


camente parte de Marx y Lukács, genéticamente lo hace de He-
gel 2. Aunque la impronta marxista es innegable en su pensa-
miento —hasta el punto de que Jay la considera «la más brillante
estrella de su constelación» (1988, 6)—, Adorno se separa de
Marx en puntos capitales, y su pensamiento es más un retomar y
corregir a Hegel 3. De Marx y Lukács toma Adorno categorías cla-
ve como «forma mercancía» o «fetichización» y, como afirma Jay,
la convicción de que la cultura tiene su origen en la desigualdad
social (1988, 105). Sin embargo, a mi parecer, las coordenadas en
las que Adorno inserta estas categorías no son marxistas.
La principal divergencia de su pensamiento respecto al mar-
xismo es, como afirma Buck-Morss, que «su filosofía jamás inclu-
yó una teoría de la acción política» (1981, 70). Si Marx criticó a
Hegel y a toda la filosofía por dedicarse a interpretar el mundo
en vez de transformarlo, Adorno nunca aceptará un papel políti-

– 39 –
co para la filosofía, convicción que defendería drásticamente du-
rante toda su vida, como lo demuestra su provocativo gesto de
negarse a cambiar el tema de una conferencia que planeaba dar
en Berlín sobre «El clasicismo de la Ifigenia de Goethe», poco des-
pués de la muerte del estudiante Benno Ohnesorg por la policía
durante la visita del Shah de Irán en junio de 1967 (cf. Jay 1988,
147). Esta actitud le valdría la animosidad de los activistas de la
nueva izquierda alemana y el reproche por parte de Lukács de
haberse instalado «en el gran hotel abismo» (1962, 22) —Haber-
mas hablaba de «estrategia de hibernación»—, y desencadenó el
desafortunado incidente de 1969, en el que un grupo de estu-
diantes irrumpió en una de sus conferencias. Martin Jay relata así
el suceso:

En abril de 1969, tres miembros de un grupo de acción irrum-


pieron en el estrado durante una de sus conferencias, mostraron sus
pechos desnudos y lo «atacaron» con flores y caricias eróticas.
Adorno, desconcertado y humillado, abandonó la sala de conferen-
cias mientras los estudiantes proclamaban burlonamente que
«como institución, Adorno ha muerto» (Jay 1988, 47).

La respuesta de Adorno a estas críticas no pudo ser más con-


tundente, y lo llevó a reafirmar enérgicamente su posición: «Cuan-
do realicé mi modelo teórico, no podía imaginar que la gente
querría hacerlo realidad con cócteles molotov» 4. Si bien en un
primer momento, como señala Vicente Gómez, el pensamiento
de Adorno se consideraba principalmente desde la perspectiva
de su influencia en la esfera política —especialmente en conexión
con el movimiento estudiantil de los sesenta—, tras la publica-
ción póstuma de la Teoría estética en 1971, se empezó a considerar
su pensamiento bajo un interés teórico-filosófico (Gómez 1994,
49-50).
Como dice Buck-Morss:

Aunque [Adorno] continuó insistiendo en la necesidad del


cambio social revolucionario, esta afirmación siguió siendo abstrac-

– 40 –
ta en tanto la teoría de Adorno no incluía concepto alguno de un su-
jeto revolucionario colectivo que pudiera llevar a cabo tal cambio.

En este sentido, Adorno es un «Marx sin proletariado» (Buck-


Morss 1981, 70), y no olvidemos que uno de los lemas de su filo-
sofía fue el nicht mitmachen (no participar) (cf. Jay 1988, 6). No
obstante, lo que distingue al planteamiento adorniano del mar-
xista no es la ausencia de una actitud transformadora de la filo-
sofía —y del arte—, sino el rechazo de una mediación exterior a
la teoría que opere dicha transformación. Para Adorno, como
para Marx, la filosofía debe también transformar el mundo, no
sólo interpretarlo. Y si criticaba con fuerza a los intelectuales «ac-
tivistas», no dejaba tampoco de arremeter contra los pensadores
abstractos: «El introvertido arquitecto mental está en la luna, que
ya han conquistado los técnicos extravertidos», afirma en Dialéc-
tica negativa (15). La diferencia es que para Adorno la teoría, la ac-
tividad filosófica, es inmediatamente práctica, transformadora.
Adorno propone, como afirma Buck-Morss, «la teoría como pra-
xis» (1981, 70) y no una teoría alejada de la práctica.
La dimensión transformadora, efectiva socialmente, del arte
y la filosofía es esencial en el planteamiento adorniano, configu-
rando lo que podría denominarse una función redentora. En
todo su pensamiento hay una relación directa entre pensamiento
y sociedad, entre arte y mundo, tanto en su énfasis en el condi-
cionamiento sociológico del pensamiento como en el de la capa-
cidad de éste de transformarla. Éste es uno de los puntos en que
Adorno se separa diametralmente de Lukács, que concebía, se-
gún aquél, el arte como una esfera separada del mundo, sin nin-
guna conexión con la sociedad (vid. Bürger 1996, 60 ss.). Frente a
este inmanentismo estético, Adorno defiende la estrecha ligazón
entre arte y sociedad, aunque sea en la forma de denuncia: «Lo
asocial del arte es una negación determinada de una determina-
da sociedad» (ÄT 335). Y en Prismas afirma:

No hay una obra de arte auténtica o una filosofía verdadera, de


acuerdo con su propio significado, que se haya agotado sola en sí

– 41 –
misma, en su ser-en-sí. Siempre han estado en relación con los pro-
cesos vitales reales de la sociedad de la que se distinguen (45).

En su apología de algunos artistas contemporáneos, como


Schönberg, Beckett o Kafka, aparece como un componente esen-
cial su potencial transformador del mundo; por eso:

La interpretación de una realidad con la que se tropieza y su su-


peración se remiten la una a la otra. Desde luego, la realidad no
queda superada en el concepto; pero de la construcción de la figura
de lo real se sigue al punto, en todos los casos, la exigencia de su
transformación real [...]. Cuando Marx reprochaba a los filósofos
que sólo habían interpretado el mundo de diferentes formas, y que
se trataría de transformarlo, no legitimaba esa frase tan sólo la pra-
xis política, sino también la teoría filosófica (AP 338).

Esta dimensión práctica, social, pero no medialmente, de la


teoría, la subraya Adorno frente a los pensadores y artistas «re-
signados»:

El pensador intransigentemente crítico, que no subordina su


conciencia ni se aterroriza por la acción, es en verdad aquel que no
se da por vencido [...]. El pensamiento abierto apunta hacia más allá
de sí mismo. Este pensamiento, por su parte, adopta una posición
como figuración de una praxis que está más estrechamente relacio-
nada con una praxis verdaderamente envuelta en un proceso de
cambio que una posición de mera obediencia en aras de la praxis
(ÄT 76).

Esta apertura del pensamiento a lo otro, a lo distinto al pen-


samiento, es uno de los puntos clave de su filosofía y de su críti-
ca al idealismo como tautológico y analítico, vertida en su célebre
frase «Verdaderos son sólo los pensamientos que no se compren-
den a sí mismos» (ND 57-58), que no es una concesión al irracio-
nalismo —al que siempre combatió con todas sus fuerzas—. Su
crítica a los artistas que denomina peyorativamente «comprome-
tidos» no se basa en su afán transformador, sino en la mediatiza-

– 42 –
ción del arte respecto a ese fin, olvidando que el arte es transfor-
mador de suyo. La crítica de Adorno a toda una serie de movi-
mientos musicales como el «Jugendmusik» [música joven], o el
«Singbewegung» [movimiento de canto], que surgieron en Ale-
mania en los años cuarenta, se basa en la mediatización de la mú-
sica a ideales extraestéticos: «el cortocircuito del “Jugendbewe-
gung” [movimiento juvenil] consiste en sostener que la música
no posee su fin humano en sí misma, sino en su aplicabilidad pe-
dagógica, ritual, colectiva» (D 72).
Como afirma Jay, comentando el incidente de la conferencia
de 1969:

Lo que hacía que la retirada de Adorno a la estética fuera toda-


vía política en su sentido más profundo era su convicción de que el
arte verdadero contenía un momento utópico que señalaba una fu-
tura transformación social y política.

De este modo «las críticas al arte partidista y comprometido


que dirigió contra Sartre y Brecht [...] apuntaban también clara-
mente a una teoría estética explícitamente engagée» (Jay 1988,
147).

b) La totalidad a debate: distanciamiento de Lukács

Ya en su temprano ensayo de 1931, si bien como decimos no


mediaba un estudio en profundidad de Hegel, hay un distancia-
miento considerable de Marx y Lukács. En este sentido, la «rehe-
gelianización» de Marx que Lukács propone, frente al materialis-
mo vulgar y las tendencias socialdemócratas, constituye para
Adorno un falseamiento tanto de Marx como de Hegel. Como
dice Buck-Morss, «Adorno jamás aceptó en su totalidad las pri-
meras interpretaciones de Lukács sobre Marx» (1981, 72). Y si
bien la creencia en el proletariado como agente de la transforma-
ción, como «sujeto de la verdad», marca un punto de separación

– 43 –
importante, la divergencia de fondo se plantea en torno a la no-
ción de totalidad.
La categoría de totalidad es clave en el pensamiento de Lu-
kács, hasta el punto de afirmarla como clave del marxismo, por
encima incluso de la explicación economicista de la Historia, y
como piedra de toque de la diferecia entre pensamiento marxista
y burgués. En Historia y conciencia de clase afirma:

Lo que diferencia decisivamente al marxismo de la ciencia bur-


guesa no es la tesis de un predominio de los motivos económicos en
la explicación de la Historia, sino el punto de vista de la totalidad (29).

Frente al materialismo vulgar que dominó la Segunda Inter-


nacional, que veía la realidad social desde el individuo, y consi-
deraba por ello las leyes económicas de un modo mecanicista y
determinista, Lukács reivindica el punto de vista desde la totali-
dad del proceso histórico como único acceso adecuado a lo parti-
cular, y «al afirmar que el marxismo era en esencia un “método”
dialéctico, retornaba a las raíces hegelianas de Marx» (Buck-
Morss 1981, 72).
La totalidad, entendida en términos marxistas como las con-
diciones sociales de producción, es para Lukács la clave para la
comprensión de todo fenómeno cultural contemporáneo. En este
punto Adorno corrige a Lukács; en «La actualidad de la filosofía»
afirma, comentando la interpretación lukacsiana del problema de
la cosa en sí en términos de forma mercancía, que:

Entonces no se hubiera resuelto con ello el problema de la cosa


en sí, [...] algo que Lukács pensaba todavía como solución; pues el
contenido de verdad de un problema es diferente por principio de
las condiciones históricas y psicológicas a partir de las cuales se
desarrolla (AP 337).

Pero lo que Adorno critica a Lukács no es el acudir a lo socio-


histórico como condicionante de lo intelectual, sino su concep-
ción estática, estructural, de lo histórico, que lo lleva a ontologi-

– 44 –
zar el proceso histórico como totalidad que engloba y da sentido
a lo particular. En este sentido afirmaba Lukács que «no existía
solución a los problemas de la filosofía burguesa que no haya de
buscarse en la del enigma de la estructura de la mercancía»
(1947, 233), postulado que Adorno habría de volver a criticar en
Dialéctica negativa: «El pensamiento se imagina tan fácil como
consoladoramente que posee la piedra filosofal para disolver la
cosificación, la calidad de mercancía» (ND 191). En este sentido,
Adorno considera que Lukács está continuando a Hegel en el
punto donde éste ha de ser corregido: en la glorificación de la to-
talidad 5. Retomaremos este asunto al tratar la crítica de Adorno
al inmanentismo estético. Ahora lo interesante es mostrar cómo
Adorno se distingue de Marx y Lukács, viéndolos como conti-
nuaciones equivocadas de Hegel. Toda su empresa puede consi-
derarse como un repensar a Hegel, una «vuelta a Hegel», pero
para rectificarlo. Por eso, como señala Buck-Morss, la deuda de
Adorno respecto a Lukács «se limitaba claramente al nivel nega-
tivo de la Ideologiekritik, al análisis crítico de la conciencia de cla-
se burguesa» (1981, 73).

El historicismo de Adorno

a) La discusión de Fráncfort

1. La escisión entre naturaleza e historia

Como el mismo Adorno señala, su ensayo «La idea de historia


natural» «no es sino un esfuerzo por retomar y llevar más lejos la
llamada discusión de Fráncfort» (IN 345), que giraba en torno a
la «cuestión ontológica», particularmente en el seno de la feno-
menología. Tal discusión se encuentra para Adorno en un calle-
jón sin salida, debido a que concibe la relación entre naturaleza e
historia, entre facticidad y mundo ideal, como una polaridad en
la que ambos extremos se encuentran absolutizados:

– 45 –
No descubro demasiado si digo que la perspectiva en que se
orienta cuanto voy a decir es propiamente la superación de la antí-
tesis habitual entre naturaleza e historia; que, por lo tanto, donde
opero con los conceptos de naturaleza e historia no los entiendo
como definiciones de esencia de una validez definitiva, sino que
persigo el propósito de llevar tales conceptos hasta un punto en el
que queden superados en su pura separación (IN 345).

El planteamiento heideggeriano, que propone la temporali-


dad como estructura fundamental del ser, tampoco consigue
para Adorno superar esa dualidad. Frente a la ontología material
de los valores del primer Scheler, desterrados a «la impotencia de
su transcendencia» (AP 328), lo que supone para Adorno un peli-
groso viraje de la fenomenología hacia la ahistoricidad (IN 348),
en Heidegger:

La pregunta por el ser ya no tiene el significado de la pregunta


platónica por un ámbito de ideas estáticas y cualitativamente dife-
rentes, que se hallarían en una relación normativa o tensa frente a lo
existente como empiria, sino que la tensión desaparece: lo existente
mismo se convierte en sentido, y en lugar de una fundamentación
del ser más allá de lo histórico aparece un proyecto del ser como
historicidad (IN 349).

Sin embargo, afirma un poco más adelante:

Me parece como si el punto de arranque así alcanzado, que


aúna la cuestión ontológica y la histórica bajo la categoría de histo-
ricidad, no bastara tampoco para dominar la problemática concreta,
o sólo modificando su propia coherencia (IN 350).

La coherencia del planteamiento heideggeriano consiste para


Adorno en:

[...] haber elaborado radicalmente el insuperable entrelazamien-


to de los elementos naturaleza e historia; su retroceso está en que
absolutiza lo histórico, y al mismo tiempo lo pierde, al reducirlo a
concepto bajo la noción de «historicidad» (IN 353-54).

– 46 –
En el mismo sentido afirma respecto de Husserl que su des-
cubrimiento realmente productivo «más importante que el méto-
do de la “intuición de esencia” [...] fue haber reconocido y hecho
fructífero el concepto de lo dado irreductible» (AP 327). En Hei-
degger, afirmaba Adorno en «Actualidad de la filosofía»,«sólo que-
da como eterno la temporalidad» (330), de manera que, como
dice ahora, pierde la tensión entre naturaleza e historia. Si bien la
dualidad entre ambas dimensiones ha de ser superada, ello en
modo alguno se consigue para Adorno reduciendo una a la otra.
Adorno está aquí recogiendo una problemática que se remonta,
como él señala, al idealismo subjetivo «con la escisión del mundo
en ser natural e histórico», que se continúa en el movimiento his-
toricista con «la separación de la estática natural de la dinámica
histórica» (IN 354).
La tensión, la relación dialéctica, que los considera como dos
momentos mutuamente mediados, no debe nunca perderse para
Adorno:

Así se habría planteado también de un modo fundamentalmen-


te diferente la relación entre ontología e historia, sin que por ello se
necesitara el asidero artificial de ontologizar la historia como totali-
dad en figura de mera «historicidad», con lo que se perdería cual-
quier tensión específica entre interpretación y objeto, y quedaría ex-
clusivamente un historicismo enmascarado (AP 337).

La posición de Adorno frente a toda derivación relativista o


irracionalista del historicismo, que se mantendrá invariable has-
ta sus últimas obras, está aquí esbozada. En «Actualidad de la filo-
sofía» ya advertía que «una gran parte de los sociólogos lleva tan
lejos el nominalismo que los conceptos se vuelven demasiado pe-
queños para organizar los demás a su alrededor» (340); y respec-
to a la filosofía de la vida de Simmel afirma que si bien «ha man-
tenido contacto con la realidad de la que trata [...], ha perdido a
cambio todo derecho a dar sentido a una empiria acuciante» (AP
326). Adorno plantea la discusión en torno al tema de la apari-
ción de la novedad en la historia, que desafía todo intento de en-

– 47 –
globarla o explicarla mediante categorías invariantes (naturale-
za):

La cuestión que se plantea es la de la relación entre esa natura-


leza y lo que entendemos por historia, donde «historia» designa
una forma de conducta [...] que se caracteriza ante todo porque en
ella aparece lo cualitativamente nuevo, por ser un movimiento que
no se desarrolla en la pura identidad, en la pura reproducción de lo
que siempre estuvo ya allí, sino uno en el cual sobreviene lo nuevo,
y que alcanza su verdadero carácter gracias a lo que en él aparece
como novedad (IN 346).

Retomaré el tema de la novedad en el capítulo segundo, al


tratar la crítica de Adorno a la forma sonata clásica. Ahora trata-
ré de mostrar el esfuerzo intelectual de Adorno por mantener los
dos extremos o impulsos de su pensamiento —empirismo e idea-
lismo—, que podría definirse como un no desviar la mirada de lo
particular sin quedarse en ello.

2. Hacia una superación no ahistórica del relativismo:


el paralelismo entre Adorno y Troeltsch

La crítica de Adorno a la pretensión totalizadora del sistema-


tismo, que recorre toda su obra, incide siempre en la cancelación
de la novedad. El sistema, la idea misma de totalidad, adolece
para Adorno de una pobreza radical, ya que, a consecuencia de
su pretensión misma de exhaustividad, no puede enriquecerse,
crecer. Es el eterno retorno de «lo siempre igual» (DA 58), la into-
lerancia hacia la alteridad (97), la «furia racionalizada contra lo
diferente» (ND 34). «El infierno es el espacio absoluto», dirá en
su monografía sobre Mahler (155). La simultaneidad —y en esto
se separa Adorno del sesgo teológico del pensamiento de Benja-
min— es para él la muerte del espíritu, ya que no da cabida a la
novedad, coincididiendo aquí con la crítica heideggeriana a la
noción de presencia.

– 48 –
Ahora bien, si Adorno parte de la fenomenología y el histori-
cismo, no deja de aglutinar prácticamente la totalidad de las co-
rrientes filosóficas de su tiempo en torno a esta polarización en-
tre naturaleza e historia. Por un lado, estarían las corrientes
filosóficas que absolutizan lo ideal-natural. Aquí estarían, junto a
la fenomenología, el neokantismo —tanto en su vertiente formal-
abstracta como en la de los valores— y los intentos de escapar al
relativismo historicista apelando a la transcendencia religiosa,
corriente representada sobre todo por Troeltsch y Meinecke. Por
otro lado, tendríamos el relativismo y el positivismo, que se per-
derían en la pura multiplicidad. Los primeros, dice Adorno, se
ven remitidos «a una región formal en que la determinación de
cualquier contenido se volatiliza como punto final virtual de un
proceso sin fin» (AP 326), siendo un buen exponente de a qué lle-
va la polarización de naturaleza e historia:

Si la filosofía quisiera preguntar hoy por la relación en términos


absolutos entre la cosa en sí y los fenómenos o, por recurrir a una
formulación más actual, preguntar por el sentido del ser sin más, se
quedaría en una arbitrariedad formal o bien se escindiría en una
multiplicidad de visiones del mundo (AP 336-37).

Todo intento de solución «vertical» al problema de la contin-


gencia histórica, de remitencia de la facticidad a un ámbito su-
prahistórico —filosófico o teológico—, establece para Adorno
una dualidad que falsea ambos momentos. Sin embargo, existe
una coincidencia de fondo mucho mayor entre el planteamiento
adorniano y esta posición suprahistoricista que con posiciones
relativistas como la de Mannheim, aunque a primera vista pa-
rezca lo contrario. El paralelismo, por ejemplo, del planteamien-
to de Adorno con el de Troeltsch es evidente. Como Adorno, Tro-
eltsch quiere superar una «disyuntiva radical», que en su caso se
plantea entre el método dogmático de la teología y el fenómeno
histórico. Según Troeltsch, el inconveniente de una teología que
combine el pensamiento dogmático con el histórico radica preci-

– 49 –
samente en que concede a la historia un margen muy amplio,
pero de tal modo que allí donde ésta contradice demasiado la
concepción tradicional, se tienen dispuestos a la vez plantea-
mientos de carácter teológico (cf. Troeltsch 1979, 33). Como seña-
la Waismann, en Troeltsch se plantea un conflicto entre la cons-
ciencia meramente histórica-relativa y la afirmación normativa
del valor religioso, y la superación de tal dualismo no se opera en
su caso «ni por medio de un místico abandono ni por medio de
un racionalismo dogmático y antihistórico», de manera que en su
pensamiento «superar el historicismo no significa menospreciar
el pensamiento histórico» (Waismann 1960, 35).
Pero además de este paralelismo en la dirección de su pensa-
miento, lo hay también en sus categorías principales, en especial
las de Troeltsch de esencia, desarrollo histórico y normatividad. Tro-
eltsch, al igual que Adorno, no concibe la esencia de modo estáti-
co, sino como algo dinámico y variable, capaz incluso de perder
su identidad. El desarrollo histórico no es para él el curso del
mundo, sino el despliegue interno de lo individual, de manera
que está abierto a la novedad, a hechos que no son totalmente
deducibles del pasado, pero que brotan a partir de él. Esto lo lle-
vó a una noción de normatividad entendida no como un ámbito
ideal separado de lo empírico, sino como el carácter modélico de
ciertos valores y hechos históricos (Troeltsch 1979, 79 ss).
También Meinecke coincide con Adorno en la dirección de su
pensamiento, y busca como Troeltsch una superación del relati-
vismo no ahistórica, haciendo suyo el lema de Goethe de «inves-
tigar la verdad en sus elementos más simples» (Meinecke 1959,
41). Que Adorno se encuentra más cerca de esta posición que del
relativismo o inmanentismo histórico de Mannheim o Spengler
lo revela también el que tome como punto de partida para su
propuesta a Benjamin, en cuyo pensamiento el componente teo-
lógico desempeña un papel determinante. No obstante, que exista
un paralelismo entre Adorno y esta refutación teológica del rela-
tivismo no quiere decir que se encuentren. Como señala Gómez,
en polémica con la interpretación teologizante de Wellmer, el

– 50 –
pensamiento de Adorno nunca traspasa la frontera de la filosofía:
«El problema del sentido de “lo dado” sólo puede contestarse
histórico-filosóficamente, pues el sujeto no es transcendental,
sino histórico cambiante» (Gómez 1994, 85).

b) La idea de historia natural

1. El sentido de la historia y la historia del sentido

Como vimos al tratar el tema de la historicidad, Adorno no


trata los conceptos aisladamente o, dicho de otro modo, su méto-
do no es definitorio, sino relacional, estableciendo lo que deno-
mina «campos de fuerza» o «constelaciones». Así, cuando trata
por ejemplo el tema de la objetividad, no lo hace centrando la
atención en él, sino poniéndolo en relación con su aparente
opuesto, el de subjetividad: «Quien emprenda consideraciones
sobre sujeto y objeto tropezará con la dificultad de que es preciso
indicar antes qué se entiende por ellos». La dificultad radica, dice
Adorno, en que «ambas significaciones, en efecto, se implican re-
cíprocamente», de manera que «apenas podemos aprehender la
una sin la otra» (10.2, 741).
Del mismo modo, cuando habla de historia o de lo histórico
no lo hace tomando tal concepto abstractamente, sino estable-
ciendo un campo de fuerza, una polaridad, entre tal concepto y
el de su aparente opuesto de naturaleza. Por eso titula su ensayo
«La idea de historia natural». Lo que busca Adorno precisamente es
mostrar la conexión, la coimplicación de ambos conceptos —na-
turaleza e historia—, tradicionalmente, dice, separados.
Fiel al pensamiento dialéctico hegeliano, la separación —opo-
sición— de ambos conceptos equivale para Adorno a su falsea-
miento, y es eso lo que Adorno quiere disolver. Tal separación
dualista caracteriza para Adorno la situación filosófica de su
tiempo, especialmente en la fenomenología y el historicismo, en
lo que se ha denominado «discusión de Fráncfort». La noción

– 51 –
clave en toda esta problemática es para Adorno la de sentido.
Tanto la fenomenología con su búsqueda de esencias como las
nociones heideggerianas de «proyecto de ser» y «posibilidad»
tratan de dotar a la facticidad de una unidad inteligible.
La tesis de Adorno es que la disputa es insoluble mientras
sus polos se consideren como antitéticos; en efecto, según Ador-
no, la fenomenología concibe el sentido como esencia inmutable,
la transcendencia como «detrás», la facticidad como caso de lo
universal y la intencionalidad como significación simbólica —re-
mitencia medial—; el historicismo, por su parte, absolutizaría la
facticidad haciéndola naturaleza, con lo cual se queda en la pura
inmanencia, «no habiendo más sentido que el que el sujeto pro-
yecta a los hechos» (IN 347-48), perdiendo también la tensión en-
tre ambos polos, tensión que para Adorno es, como veremos, el
lugar de la verdad.
En «La idea de historia natural» Adorno se propone superar
esta controversia reunificando sus términos aparentemente anti-
téticos. El error en el que están ambas posturas, culpable del dua-
lismo entre naturaleza e historia —entre universal y singular—,
radica para Adorno en la absolutización de lo espiritual, de lo
mental —del concepto—, frente a lo sensible-concreto, hecho que
da lugar como vimos a lo «mítico». También el historicismo cae
para Adorno en idealismo, pues, dice, no da razón de lo singular,
de lo fáctico, sino que lo vierte en un constructo mental, el con-
cepto de historicidad, y al idealizarlo, lo pierde. La crítica a lo mí-
tico será así el núcleo de «La idea de historia natural» y uno de los
ejes principales de la filosofía de Adorno, que lo une a la empre-
sa schönbergiana de desmitificar el sistema tonal.
El idealismo implica, según Adorno, la mitificación de la idea
como inmutable, como significado transcendente, que reduce la
facticidad a átomo indiferenciado y a mero signo (remitencia in-
tencional). A esto es a lo que llamamos atomización y simboliza-
ción del mundo, reunidos en la expresión weberiana «desencan-
tamiento del mundo». Frente a esto, «historia natural» significa
que el ser está determinado intrahistóricamente:

– 52 –
Hay que dar entrada a un planteamiento que realice en sí mis-
mo la unidad concreta de naturaleza e historia. Unidad, pero con-
creta, una que no se oriente a la contradicción entre ser posible y ser
real, sino que se agote en las determinaciones del mismo ser real
(IN 354).

En primer lugar, se ha de eliminar el dualismo entre naturale-


za e historia, sin caer en el error del historicismo, que absolutiza
la facticidad como naturaleza, perdiendo toda referencia, toda
tensión a algo transcendente. Se trata de lograr salvar la historia
sin caer en el historicismo, de afirmar la transitoriedad de la na-
turaleza sin caer en el relativismo, de dar cabida a la transcen-
dencia sin caer en el dualismo, en la remitencia intencional. El
enfoque fenomenológico y el neoontológico siguen siendo para
Adorno abstractos, en cuanto que se decantan unilateralmente
por uno de los polos, manteniéndose así, en términos de la dia-
léctica hegeliana, en la primera negación. Ahora bien, la segunda
negación, la negación de la negación —de la separación abstracta
de los conceptos—, no la concibe Adorno como una síntesis,
como una reconciliación, sino como tensión entre ambos opues-
tos en su mutua mediación. Y una relación tal, nos dice Adorno,
la halló en el terreno del arte (cf. IN 355).
Aquí ya se anticipa el denominado «giro estético» del pensa-
miento de Adorno —explicitado aún más en su posterior trabajo
sobre Kierkegaard—, que ha llevado a los representantes de la ac-
tual teoría crítica —especialmente a Habermas y Wellmer— a inter-
pretarlo como un atrincheramiento en el arte frente a una racionali-
dad cosificante. Sin embargo, como ha señalado Gómez, lo estético
no es en Adorno ni un refugio sustitutorio ni una ampliación com-
plementaria a una racionalidad internamente contradictoria, sino
un modelo que hace de correctivo (cf. Gómez 1999, 97 ss).

– 53 –
2. La tensión entre naturaleza e historia

El primer interrogante que aquí se plantea es si la crítica de


Adorno al idealismo es meramente histórica o si hay en Adorno
una crítica esencial, interna, al idealismo. En el primer caso el
idealismo deviene falso al quedar desfasado respecto al contexto
socio-histórico del siglo XX. En el segundo el idealismo es falso,
porque es internamente contradictorio. Y en caso de que tal críti-
ca sea esencial, la cuestión que surge es si toma la ratio idealista
como sinónimo de la racionalidad, hipótesis en la que tenemos
una posición radicalmente negativa, crítica y aporética. La pre-
gunta se vuelve a plantear en el ámbito estético. Las obras de arte
¿tienen una verdad interior, son verdaderas de suyo, o lo son en
cuanto son actuales, en cuanto imagen del presente histórico? Se
trata en último término de si Adorno plantea la verdad como
mera actualidad socio-histórica, como expresión del presente, o si
hay en la verdad algo universal transhistórico. El interrogante se
cierne finalmente sobre su valoración de la música de Schönberg:
¿es verdadera únicamente porque es actual, expresión de su mo-
mento histórico, o tiene una verdad transhistórica, manifestado-
ra de una universalidad? Como afirma Innerarity, esto apunta a
la posibilidad de descubrir lo correcto en lo falso: «Si existe algo
así como una vida falsa, entonces hay elementos correctos en lo
falso o, al menos, de lo mejor en lo peor» (1996 a, 12).
Los textos de Adorno son ambiguos en este sentido. En
unos parece decantarse por una concepción historicista o actua-
lista de la verdad; así, en el prólogo de 1969 a Dialéctica de la
Ilustración define su posición como «una teoría que atribuye a la
verdad un momento temporal, en lugar de contraponerla, como
algo invariable, al movimiento de la historia», y en «La actuali-
dad de la filosofía» afirma que «no hay ningún sentido ulterior
que fuera separable de su manifestación histórica, primera y
única». Poco antes, sin embargo, en la misma obra afirmaba que
el contenido de verdad de un problema no se reduce a manifes-
tar su horizonte histórico (AP 337), y en Dialéctica negativa insis-

– 54 –
te en que «la verdad no está en la historia; la historia está en la
verdad» (67).
En un primer momento parece que Adorno se inclina por la
primera posición. Así, por ejemplo, criticando la posición neoon-
tológica dice que «la idea del ser se ha vuelto impotente»; o refi-
riéndose a la posición idealista afirma que «ninguna razón legiti-
madora sabría volver a dar consigo misma en una realidad cuyo
orden y configuración derrota cualquier pretensión de la razón»
(AP 325). En el terreno estético, hablando de las formas musicales
cerradas dice que «han devenido falsas» (PnM 43). Dicho de otro
modo, ¿sostiene Adorno que el idealismo —o el sistema tonal—
fue verdadero en un tiempo —la era burguesa— y se ha vuelto
caduco y muerto, como un ser vivo (Spengler), o que ha sido
siempre falso y que esa falsedad se ha revelado ahora? Afirmar
categóricamente lo primero equivaldría a afirmar la pura provi-
sionalidad de toda posición filosófica, y su crítica no se dirigiría a
su consistencia propia, sino a su desfase con la realidad sociohis-
tórica. En el caso del idealismo, esto querría decir que no es insu-
ficiente o falso de suyo, sino que se ha convertido en falso al no ser
capaz de dar cuenta de una sociedad bárbara y fragmentaria
como la de nuestro siglo:

La adecuación del pensamiento al ser como totalidad se ha des-


integrado, y con ello se ha vuelto implanteable la cuestión de esa
idea de lo existente que una vez pudo alzarse inmóvil en su clara
transparencia sobre una realidad cerrada y redonda (AP 325).

Este balanceo entre verdad e historicidad, entre naturaleza e


historia, se extiende a su reflexión estética y a su interpretación
de la obra de Schönberg, al que presenta como «el artista más
avanzado de su tiempo» (PnM 116). A este respecto puntualiza
Buck-Morss que «“avanzado” quería significar simplemente lo
más reciente, lo más presente» (1981, 115); por otro lado, sin em-
bargo, Adorno lo presenta como el compositor que ha sabido
descubrir y culminar la tendencia interior, las «leyes inmanen-
tes», de la música, y habla también de la «lógica interna» de la

– 55 –
música: «En el proceso de alcanzar su propia lógica interna, la
música se transforma cada vez más de algo significativo en algo
oscuro —incluso para sí misma—» (ÄT 175). Todo esto ha lleva-
do a hablar de un impulso metafísico —teológico dice Wellmer
(1994, 23), sistemático para Buck-Morss (1981, 364)—, que invali-
daría para ésta última las premisas del pensamiento adorniano.

c) El ademán metafísico de Adorno

En un discutido pasaje de Minima Moralia, que ha desencade-


nado el hablar incluso de un «impulso teológico» en su pensa-
miento (Wellmer), Adorno parece situarse en un plano transhis-
tórico, absoluto, una especie de mirada sub specie aeternitatis:

El conocimiento no tiene otra luz iluminadora del mundo que


la que arroja la idea de la redención: todo lo demás se agota en re-
construcciones y se reduce a mera técnica. Es preciso fijar perspecti-
vas en las que el mundo aparezca trastocado, enajenado, mostrando
sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el grado en que
aparece bajo la luz mesiánica (281).

En este punto se dividen también los comentadores de Ador-


no. Buck-Morss parece inclinarse hacia una lectura historicista de
su pensamiento: «El objetivo de su investigación crítica no era
una idea absoluta y transcendente, sino la presente situación ob-
jetiva de la verdad» (1981, 115), y reduce el «ademán metahistóri-
co» de Adorno a una cuestión de tono o lenguaje: «Sin embargo,
muchas veces el lenguaje de Adorno resultaba más idealista, más
metafísico que su intención» (Buck-Morss 1981, 114); y más ade-
lante dice lo mismo respecto a su impulso teológico, que, dice,
«era más un cambio en el tono que en el concepto, una nueva so-
lemnidad que otorgaba a su trabajo el carácter de un réquiem fi-
losófico» (333). Por eso, para Buck-Morss, «la verdadera cuestión
consiste en preguntarse si [...] su principio de antisistema se
transformó también en un sistema» (1981, 364), y termina afir-

– 56 –
mando: «En Negative Dialektik Adorno advertía que el pensa-
miento debía evitar el hacer de la dialéctica un primer principio
—prima dialectica—. Pero fue arrastrado a ello a pesar de sí mis-
mo»; de este modo el pensamiento de Adorno, dice, se «atascó»
(Buck-Morss 1981, 366).
Otros autores, como Subotnik o Wohlfahrt, inciden en una
caída de Adorno en el pensamiento sistemático, que invalidaría
su impulso originario. Éste último afirma:

Su última filosofía tiende a derivar en interminables variaciones


de la primera, erigiendo sus impulsos antisistemáticos en un siste-
ma cerrado que, con suma facilidad, se convierte en un síntoma de
su propio diagnóstico (Wohlfahrt 1979, 979).

Martin Jay hace eco también de el balanceo entre naturaleza e


historia en Adorno, pero no lo interpreta como un pulso en el
que el sobrepeso de la primera descarrila su pensamiento, sino
como una tensión, un «campo de fuerzas dinámico»:

La forma en la que apareció su sistema latente sugiere que, en


realidad, no era completamente estático después de todo. [...] Ador-
no se resistió obstinadamente a escoger entre alternativas defectuo-
sas o a postular una mediación armoniosa entre ellas. Ontología ne-
gativa o historicismo, crítica transcendente o inmanente, arte
autónomo o arte al servicio de la revolución, teoría especulativa o
investigación empírica: Adorno se aferró a estas y otras antinomias
sin forzar su reconciliación (Jay 1988, 154-55).

Habermas y Wellmer reconocen, en cambio, de forma más


coherente el «impulso metafísico» de Adorno. Para ellos, como
para Vicente Gómez, habría en Adorno un momento especulati-
vo transhistórico, una reflexión metafísica y gnoseológica, cen-
trada en el problema de la unidad y la alteridad, y en el de la po-
sibilidad de una racionalidad no cosificante. Aunque en esta
investigación centraré tal cuestión en su valoración de la música
de Schönberg, trataré también de abordarla en otros frentes, in-
tentando mostrar que en Adorno la balanza que sostiene lo histó-

– 57 –
rico-singular y lo universal suprahistórico no cae hacia ninguno
de los dos lados y queda en un equilibrio, una tensión que afirma
y a la vez supera ambos extremos. En este sentido me parece que
hay en Adorno elementos de una verdad suprahistórica, un
«ademán metafísico», que no logra, sin embargo, evadirse del
centro de gravedad que supone su historicismo.
Volviendo a la crítica de Adorno al idealismo, que vertebra
todo su pensamiento y su acercamiento a lo estético, creo que
puede hablarse de una crítica esencial o interna, que subyace al
desfase histórico que Adorno no deja de constatar. En primer lu-
gar hay que señalar que Adorno no considera al idealismo como
un determinado período histórico de la filosofía, sino como su
desarrollo global, su signo, desde sus albores hasta entrado el si-
glo XX. La «tentación idealista» se caracterizaría ante todo por la
pretensión de «aferrar la totalidad de lo real por la fuerza del
pensamiento» (AP 325): «Unidad ha sido el lema desde Parméni-
des hasta Russell» (DA 24). La crítica adorniana al idealismo, que
inspira y recorre toda su obra, es una crítica a la noción de totali-
dad: «La crisis del idealismo equivale a una crisis de la preten-
sión filosófica de totalidad» (AP 326). «El todo es lo no verdade-
ro», dirá invirtiendo a Hegel (MM 55), y en el ámbito artístico
afirmará que la obra de arte cerrada se ha disuelto a sí misma
(PnM 36); toda su reflexión en torno al arte —y la toma del mis-
mo como modelo para la actividad filosófica— tiene como eje el
carácter no holístico de la obra de arte.
La crisis de la filosofía es para Adorno la crisis de la filosofía
idealista. Los grandes sistemas idealistas están en desdoro: «Nos
encontramos en una fase histórica que ha relegado los sistemas
[...] al reino ominoso de la poesía filosófica» (ND 31). La preten-
sión del sistema es «aferrar la totalidad de lo real por la fuerza
del pensamiento», y el «hoy» desde el que Adorno aborda el tra-
bajo filosófico es «una realidad cuyo orden y configuración de-
rrota cualquier pretensión de la razón» (AP 325). La crisis de la fi-
losofía es, por tanto, la derrota de la razón frente a una realidad
que no se hace transparente a su luz, que se muestra inconmen-

– 58 –
surable, irreductible al trabajo racional. Esa derrota es, ante todo,
la derrota de la totalidad, del pensamiento sistemático. Uno de
los objetivos de este capítulo es mostrar que la crítica adorniana
al idealismo, a la noción de totalidad, no es meramente histórica,
que su decadencia no es para Adorno un mero estar en desfase
respecto al contexto histórico del siglo XX ni un marchitarse y
morir en términos de Spengler. A lo largo del capítulo trataré de
mostrar que hay en Adorno una crítica interna al idealismo y a la
noción de totalidad, lo que Adorno llama crítica inmanente.

La noción de crítica inmanente

En Dialéctica negativa afirma Adorno que:

La situación histórica hace que la filosofía tenga su verdadero


interés allí precisamente donde Hegel, de acuerdo con la tradición,
proclamó su indiferencia: en lo carente de concepto, en lo particular
y especial, eso que desde Platón fue despachado como perecedero y
sin importancia, para serle colgada al fin por Hegel la etiqueta de
existencia corrompida (19-20).

Si bien Adorno señala constantemente paralelismos entre el


desarrollo del pensamiento y su contexto socio-histórico, afir-
mando que no se pueden desligar y que la superación del idea-
lismo hacia una filosofía de lo concreto-singular es algo propicia-
do por el contexto socio-histórico contemporáneo, no es, sin
embargo, un emanacionismo de lo filosófico a partir de lo social,
donde aquélla se agotaría, sino más bien un ocasionalismo, donde
lo histórico-social propicia un desarrollo que está en la entraña
de lo filosófico.
También en la esfera estética habla de esta propiciación o
coincidencia de esferas y no de una mera emanación, expresión o
copia de una en la otra. En esto consiste su crítica a toda interpre-
tación psicologista del arte, que consiste no en negar que en el
arte pueda haber contenidos psicológicos ni en afirmar que en el

– 59 –
arte haya contenidos objetivos o sociológicos, sino en afirmar que
los primeros, siendo individuales, manifiestan o registran los so-
ciales. Refiriéndose a Mahler, y al supuesto carácter neurótico de
su música, dice:

La herida de la persona —eso que el lenguaje de la psicología


llama «carácter neurótico»— era a la par una herida histórica [...].
La legitimación alcanzada por Mahler consiste, en no pequeña me-
dida, en haber extraído de la deficiencia misma la fuerza producti-
va, en haber elevado las fisuras psicológicas al rango de fisuras ob-
jetivas (M 173).

Y amplía esto incluso a la relación entre arte y filosofía:

La afinidad de la filosofía con el arte no la autoriza a tomar prés-


tamos de éste [...]. Una filosofía que imitase al arte, que aspirara a
definirse como obra de arte, se eliminaría a sí misma [...]. El arte y la
filosofía no coinciden en la forma o en el proceso constructivo, sino
en un comportamiento que prohíbe toda pseudomorfosis (ND 26).

Es esto lo que, a mi parecer, pasan por alto Habermas y Well-


mer al leer la crítica adorniana a la razón como radicalmente ne-
gativa y aporética, a la que se opondría el arte como refugio para
lo singular. Según esta interpretación, puesto que en Adorno la
razón estaría ontológicamente viciada, tiene que aspirar a copiar
al arte —su relación con lo singular—, aspiración que no puede
cumplir por la inadecuación de su instrumento, el concepto. Pero
lo que Adorno plantea no es una subordinación o emanación de
la racionalidad desde el arte, sino que las concibe como dos esfe-
ras independientes que han de converger en la relación no coac-
tiva con lo singular.
Sin embargo, desdeña al mismo tiempo un relativismo e his-
toricismo radical. Frente a Lukács, como vimos, distingue el con-
tenido de una filosofía de su contexto histórico. Así, si bien seña-
la Adorno el paralelismo entre idealismo y sociedad burguesa
—con frecuencia habla de ratio burguesa (ND 34)—, su crítica tie-

– 60 –
ne un alcance superior. Esto se condensa en su noción de crítica
inmanente, que es una crítica «desde dentro», que muestra la con-
tradicción interna de lo criticado, pero que se desencadena «des-
de fuera», desde la contradicción de lo criticado con el contexto
histórico, de manera que la contradicción exterior es señal de la
contradicción interior. En lo que concierne al idealismo y a la no-
ción de totalidad:

La única forma de escapar al confinamiento del idealismo es


por dentro de él, llamándolo por su nombre al repetir su propio
proceder deductivo y demostrando su desunión y falsedad en el
despliegue de la idea de totalidad (ND 149).

O, citando a Marx, dice Adorno que al idealismo «hay que to-


carle su propia melodía» (ND 183). Ahora bien, esa contradicción
interna sólo se hace visible según Adorno en el conflicto que pro-
duce con la realidad exterior:

La pura identidad es lo que el sujeto pone en cuanto traído des-


de fuera. Criticarla inmanentemente quiere decir, por tanto, criticar-
la desde fuera. La paradoja se las trae. El sujeto tiene que reparar en
lo diferente, lo que ha cometido contra él. Sólo así llega a liberarse
de la apariencia de ser absoluta identidad (ND 149).

Veremos ahora brevemente la crítica histórica de Adorno al


idealismo, su vinculación con la sociedad burguesa y su entrada
en conflicto con lo real, para luego ver la crítica interior, esencial,
de Adorno al idealismo, y con él a la noción de totalidad.

LA CRÍTICA DE ADORNO AL IDEALISMO

Idealismo y burguesía: el principio de intercambio

Aunque como ya he dicho, a mi parecer, la crítica de Adorno


al idealismo no está hecha únicamente desde la historia, cree, sin

– 61 –
embargo, en una continuidad total entre lo histórico y lo filosófi-
co, y si bien no consideraba el mostrar la génesis socio-histórica
de determinadas cuestiones filosóficas como su solución, sí opera-
ba para él su disolución. Así, por ejemplo, conviene con Lukács en
que el problema de la cosa en sí, de lo nouménico y lo fenoméni-
co, de la separación, en definitiva, de lo sensible y lo inteligible,
entre naturaleza y libertad, es la expresión filosófica de una de-
terminada estructura social, la de la forma mercancía y el valor
de cambio (AP 337); con ello, dice, no se soluciona el problema:

Pero sí sería posible que, ante una construcción satisfactoria de


la forma mercancía, el problema de la cosa en sí se esfumara sin
más: que la figura histórica de la forma mercancía y del valor de
cambio, a manera de fuente de luz, dejara al descubierto la configu-
ración de una realidad en pos de cuyo sentido ulterior se esforzaba
en vano el problema de la cosa en sí (AP 337).

La forma mercancía, el «valor de cambio», se convierte al


trasladarse a la esfera gnoseológica en «fungibilidad universal»
(DA 26), merced a la cual lo singular queda subsumido en un
universal abstracto y hecho intercambiable: «Con el valor de
cambio las cosas son intercambiables según un principio abstrac-
to, el dinero»; y esto «se manifiesta hasta en la esfera gnoseológi-
ca» (DA 55), algo que está para Adorno en la raíz del idealismo:
«La ratio burguesa, como principio de convertibilidad que es, ho-
mogeneizó con los sistemas todo aquello que quería hacer con-
mensurable, idéntico consigo misma» (ND 34). La dialéctica he-
geliana, con su avanzar mediante la contradicción «describe
—pero no en perspectivas históricas, sino esencialmente— lo que
el mundo auténticamente es»:

Justamente la producción arrastra consigo el ser para otro, que


es el título legal de la existencia de todas las mercancías; e incluso el
mundo, en el que no hay nada por mor de sí mismo, es a la vez el
mundo del producir desencadenado, olvidado de su destino huma-
no. Este olvido de sí misma de la producción, el insaciable y des-

– 62 –
tructivo principio de expansión de la sociedad de cambio, se refleja
en la metafísica hegeliana (DSH 274).

La filosofía hegeliana —toda filosofía para Adorno— es ima-


gen de su tiempo:

La sociedad burguesa es una totalidad antagonística: se mantie-


ne viva únicamente merced a sus antagonismos, y de la conciencia
del carácter antagonista de la totalidad cabe derivar las excentrici-
dades de Hegel [...]: su origen está en haberse percatado de que las
contradicciones de la sociedad burguesa no pueden suavizarse por
su propio movimiento (DSH 274).

El paralelismo entre lo especulativo y lo social lo extiende


Adorno incluso a cuestiones como la antinomia kantiana entre
totalidad e infinitud que, dice:

Imita una antinomia central de la sociedad burguesa. También


ésta debe extenderse constantemente para conservarse, para perma-
necer igual a sí misma, para «ser»; tiene que avanzar más y más, re-
chazar cada vez más lejos sus fronteras sin respetar ninguna, no
permanecer igual a sí misma (ND 37).

La era burguesa es también para Adorno la era de glorifica-


ción del trabajo, entendido como dominio sobre la alteridad-ex-
terioridad al sujeto, y la sublimación de éste es para Adorno la
esencia del idealismo:

Ya con anterioridad a Hegel, las expresiones mediante las cua-


les se define el espíritu en los sistemas idealistas como un producir
originario se tomaron, sin excepción, de la esfera del trabajo [...]. La
actividad sistemática regulada de la razón hace virar el trabajo ha-
cia el interior; y el peso y la coacción del dirigido hacia el exterior se
transmiten como legado al esfuerzo de reflejar y modelar que hace
el conocimiento en torno al «objeto» (DSH 267-68).

En el mismo sentido afirma en Dialéctica negativa:

– 63 –
El pensamiento es, por su misma naturaleza, negación de todo
contenido concreto, resistencia a lo que se le impone; así lo ha here-
dado de su arquetipo, que es la relación del trabajo con su material
(ND 30).

Como ya vimos, este tipo de afirmaciones críticas de Adorno


no pretende definir la racionalidad de una manera esencialmen-
te negativa, sino propiciar la superación de un uso incorrecto de
la misma. O dicho de otra manera, la racionalidad ha de proce-
der para Adorno en cierto sentido contra su naturaleza identifi-
cadora, para acoger la alteridad. En este hacerse violencia a sí
misma es donde para Adorno la razón realiza su finalidad pro-
pia. Esta violencia autosuperadora es lo que Adorno denomina
tour de force, concepto que es también central en su estética y al
que ha de obedecer asimismo el arte.
Pero el nexo principal entre burguesía e idealismo lo ve
Adorno en la hegemonía del sujeto, en la pretensión del sujeto de
conferir un sentido total a la alteridad, que se plasma en la ade-
cuación total del individuo con lo real, «una realidad cerrada y
redonda» que se vierte para Adorno en el postulado idealista de
identidad entre sujeto y objeto, en «la pretensión de ésta [la filo-
sofía] a la totalidad de lo real» (AP 325-26), que es para Adorno
una filosofía de la adecuacion o conmensuración entre sujeto y
objeto, entre individuo y realidad. Según Adorno, este miedo
marcó en sus comienzos la forma de conducta que en conjunto es
constitutiva para el pensamiento burgués: «neutralizar a toda
prisa cualquier paso que conduzca a la emancipación, reafirman-
do la necesidad del orden» (ND 32).

Crítica inmanente al idealismo: el más ontológico

Es habitual en Adorno el proceder invirtiendo sentencias idea-


listas, hablando, por ejemplo, de que «el todo es lo no verdade-
ro» o de «hacer revoluciones a la revolución copernicana» sen-

– 64 –
tando la «primacía del objeto» (ND 185), método que ha sido a
veces relacionado —injustificadamente a mi parecer— con los
procedimientos musicales especulares dodecafónicos 6. La crítica
adorniana al idealismo comienza constatando, como vimos, la
inconmensurabilidad de lo real y lo racional (AP 325). Adorno
parte, invirtiendo la posición clásica, de la desproporción, la di-
sonancia entre lo real y lo racional: «Uno de los motivos de la
dialéctica es el intento de resolver la desproporción de la ratio
con lo pensado» (ND 92).
La crítica a la noción de totalidad es, por tanto, una crítica a
la autonomía de la razón, a la razón hegemónica para la que
nada es oscuro, que no encuentra ninguna opacidad o heterono-
mía: «La ratio autónoma, tal fue la tesis de todo sistema idealista,
debía ser capaz de desplegar a partir de sí misma el concepto de
la realidad y toda realidad» (AP 326).
Dicho de otro modo, la razón autónoma dota a lo real de un
sentido exhaustivo, todo lo torna transparente. Pero su crítica,
como ya vimos, no va a desembocar en la afirmación del absurdo
o de la irracionalidad. La crítica adorniana no es una crítica a la
noción de sentido o a la racionalidad, como a veces se ha enten-
dido, sino a la de exhaustividad y totalidad. Su crítica no va en la
línea de que lo real no sea racional, sino en la de que la racionali-
dad no puede captar exhaustivamente lo real, de manera que no
hay una conmensuración perfecta. Y ello porque para Adorno lo
real —el objeto— es más que su determinación conceptual (ND
16-17).
Lo decisivo es mostrar que esta inconmensurabilidad no es
en Adorno algo devenido históricamente, sino constitutiva de lo
real. Este «más» va a ser una de las determinaciones de lo real en
Adorno. En este sentido, la total transparencia de lo real respecto
a la razón pretendida por el pensamiento sistemático va a ser for-
zosamente para Adorno un amoldar lo real a lo racional. Adorno
definirá el sistema como «el vientre hecho espíritu» (ND 34), y
comparará el concepto al lecho de Procusto. La transparencia, la
adecuación de lo real a lo racional es posible para Adorno sólo

– 65 –
como recorte de lo real por la razón. En este sentido la totalidad
se va a constituir siempre para Adorno devorando sus partes; la
totalidad es niveladora (DA 29) 7.
Por otro lado, la visión sistémica omnicomprensiva es para
Adorno justificadora, legitimadora del statu quo, y con ello im-
pide su superación. Adorno define la filosofía hegeliana como
«teodicea de lo que es» (M 241), y lo peculiar del sistema y de la
dialéctica hegeliana va a ser, según él, la reconciliación de lo con-
tradictorio, pero en el entendimiento, en el concepto, y no en la
praxis; es así una reconciliación ilusoria (cf. ÄT 34). Aquí Adorno
anticipa su crítica a la apariencia estética, que radicará para él en
su apariencia de sentido y que será propia de las obras de arte ce-
rradas, y su crítica a la armonía tonal como reconciliadora de la
disonancia, que veremos más adelante.
Pero la interna contradicción del idealismo, de toda filosofía
sistemática, consiste para Adorno ante todo en que su proceder
—la deducción— impide su mismo fin —el conocimiento del ob-
jeto—:

El sistema filosófico fue antinómico desde siempre. Su punto de


partida se cruzaba con su propia imposibilidad; y ésta ha condena-
do precisamente los primeros sistemas modernos a ser aniquilados
cada uno por el siguiente.

Así:

La ratio, que con tal de imponerse como sistema eliminaba vir-


tualmente todas las concreciones cualitativas a que se refería, cayó
en una contradicción irremediable con la objetividad, a la que vio-
lentaba a pesar de darse aires de comprenderla (ND 32).

La paradoja del idealismo, del conocimiento sistemático, con-


sistiría en que elimina lo que pretende aferrar, al eliminar lo cua-
litativo, la singularidad del objeto. Es la paradoja que señala, por
ejemplo, en Hegel, en quien «lo singular y cualitativo es motor de
su dialéctica y a la vez es engullido por ésta» (DSH 23). La piedra

– 66 –
de toque en la crítica adorniana al sistema es la noción de identi-
dad; la totalidad es idéntica a sí misma, idéntica en el sentido de
que no admite nada fuera de sí. Adorno se está refiriendo a la
identidad tautológica, que no remite a nada fuera de sí misma
—a la que llamará también mítica o cósica—. Y tal puede devenir
paradójicamente para Adorno no el ser físico, material, sino el es-
píritu. Las categorías de «cósico», «mítico» o la de totalidad no
son en Adorno categorías cosmológicas o físicas, sino pertene-
cientes a lo espiritual, o mejor dicho, a su corrupción. Lo físico-
material no es nunca para Adorno algo cerrado u opaco, vuelto
sobre sí, sino algo sobreabundante —más de lo que meramente
es, como vimos—. Lo totalitario, en el sentido de idéntico tauto-
lógicamente, es la inmanencia subjetiva.
La crítica adorniana al sistema consiste en último término en
considerarlo una actividad del espíritu no espiritual, una regre-
sión del espíritu a una vida animal: «El sistema, en el cual el espí-
ritu soberano se creyó transfigurado, tiene su prehistoria en algo
anterior al espíritu: la vida animal de la especie» (ND 33). Si bien
toda la Dialéctica de la Ilustración, y en el fondo todo el pensamien-
to de Adorno, tiene como uno de sus presupuestos el miedo del
sujeto a la alteridad, a la exterioridad, que lo lleva a querer dome-
ñarla, mediarla, integrarla en su inmanencia —tal es el diagnósti-
co de Adorno sobre el trabajo y el conocimiento—, esto no es una
premisa de su pensamiento, sino el diagnóstico de lo que para
Adorno es una enfermedad. Aunque Adorno insiste en que «el es-
píritu no es capaz de producir o captar la totalidad de lo real»
(DSH 67), siempre insiste en que la actividad genuinamente espi-
ritual es abrirse a lo otro. Continuamente habla de «inmersión en
lo particular» o de «enajenarse en la cosa» (ND 38-39), y refirién-
dose a la filosofía dice: «La filosofía quiere literalmente abismar-
se en lo que le es heterogéneo, sin reducirlo a categorías prefabri-
cadas» (ND 24). El estadio animal se caracteriza para Adorno por
lo que llama «furia contra la presa» (ND 56), que se sublima en el
ámbito humano en el principio de inmanencia subjetiva (DA, 34),
como veremos a continuación.

– 67 –
El principio de inmanencia subjetiva y su realización en el
conocimiento

a) Del ritual al sistema

La exposición del principio de inmanencia se encuentra des-


arrollada en Dialéctica de la Ilustración, de la que nos centraremos so-
bre todo en su primer ensayo, «Concepto de Ilustración». El estudio
de esta obra nos permitirá además aclarar en qué sentido afirma
Adorno que Filosofía de la nueva música es su continuación (PnM 11).
El principio de inmanencia subjetiva afirma, en síntesis, que
el sujeto tiende a absorber la alteridad. La causa de esto radica,
dice Adorno, en que el sujeto experimenta la alteridad como
amenaza, de donde nace el temor original: «Absolutamente nada
debe existir fuera, pues la sola idea del exterior es la genuina
fuente del miedo» (DA 32). El temor original nace del instinto na-
tural de autoconservación y del conocimiento propio del hom-
bre, que es objetivo, es decir, que conoce lo otro como otro, como
en sí frente a él, y como unidad —totalidad—; esto es para Ador-
no la alteridad, la experiencia del individuo de lo otro como tota-
lidad frente a él: «Lo que el primitivo experimenta en tal caso
como sobrenatural no es una sustancia espiritual en cuanto
opuesta a la material, sino la complejidad de lo natural frente al
miembro individual» (DA 31).
El principio de autoconservación es para Adorno tanto un
instinto natural como una reacción de resistencia del sujeto fren-
te a la sociedad capitalista, fundada en el principio de convertibi-
lidad (cf. Gómez 1998, 95). En cualquier caso, implica una rela-
ción hostil del sujeto con la alteridad, ya sea como dominio o
como resignación frente a ella. El arte opera para Adorno la con-
moción (Erschütterung) del principio de conservación, retomando
el concepto kantiano de contemplación desinteresada:

La experiencia estética rompe el hechizo de la terca autoconser-


vación y pasa a ser modelo de un estado de la conciencia en el que

– 68 –
el yo no tuviese ya su felicidad en la persecución de sus intereses ni
finalmente en su reproducción (ÄT 26).

Para conjurar este miedo, dice Adorno, el sujeto intentará do-


minar a lo otro, primero tratando de influir en ello, mediante el
ritual y la magia, y después tratando de explicarlo, primero na-
rrativamente —el mito—, después principialmente, como deriva-
do de los elementos cósmicos —la cosmología—, en tercer lugar
conceptualmente —el logos— y por último sistemáticamente —la
Ilustración—.
En «Concepto de Ilustración» Adorno afirma, en efecto, que la
explicación está bajo el signo del poder, que tratar de explicar el
mundo es tratar de dominarlo; es la concepción baconiana, cita-
da explícitamente por Adorno, del conocimiento como poder
(DA 19). Pero la tesis fundamental es que el conocimiento está
bajo el signo del poder no porque de suyo sea poder, sino justa-
mente porque se ha convertido en explicación, entendiendo la
explicación como deducción de lo particular a partir de lo uni-
versal. El conocimiento deductivo —ya desde sus primeras ma-
nifestaciones en el mito, hasta su culminación en el sistema— es,
según Adorno, dominio porque desposee a lo conocido de su
singularidad, reduciéndolo a caso de lo universal, de modo que
se anula la alteridad, lo cual es la forma suprema de poder. Esto
ocurriría ya en el mito, que convierte, dice Adorno, lo singular en
mera repetición —caso— de «lo siempre igual» (DA 24), del cons-
tructo mental —la narración en el caso del mito—.
Puede hablarse, por tanto, de un dominio relativo y de un do-
minio absoluto. El dominio relativo es el de la magia, que quiere in-
fluir en el mundo, que quiere que la Naturaleza lo obedezca, pero
concibiéndola todavía como alteridad: «Los ritos del chamán se di-
rigían al viento, a la lluvia, a la serpiente en el exterior o al demo-
nio en el enfermo, y no a elementos o ejemplares» (DA 25). El do-
minio absoluto busca no ya que lo otro obedezca o se someta, sino
que no tenga entidad propia, de manera que ya no esté enfrente,
que no sea algo distinto del sujeto, sino una mera deducción o

– 69 –
prolongación suya, que se extinga en ser para el sujeto. El domi-
nio absoluto es, por tanto, la absorción de la alteridad en la inma-
nencia subjetiva. Adorno lo ilustra con un ejemplo antropológico:
Si la venganza del primitivo por el asesinato cometido en uno
de los suyos pudo a veces ser aplacada mediante la acogida del ase-
sino en la propia familia, tanto lo uno como lo otro significaba la ab-
sorción de la sangre ajena en la propia, la restauración de la inma-
nencia (DA 32).

El principio de inmanencia subjetiva se revela, pues, como


principio de poder absoluto, como voluntad de poder, pero no en
el sentido nietzscheano de poder como poner, sino como manipu-
lación máxima, como absorción, como restauración de la inma-
nencia subjetiva, amenazada por la alteridad. La relación asimi-
lativa, digestiva, del hombre hacia la alteridad es el tema de
Dialéctica de la Ilustración, y resume la crítica de Adorno a la Ilus-
tración, tomada en sentido amplio, como el curso entero de la ci-
vilización occidental.

b) La paradoja del conocimiento

Ahora bien, lo que sostiene Adorno es que esa asimilación de


lo otro, ese dominio sobre la alteridad, se da no sólo en el plano
de la voluntad y la praxis social, sino también en el del conoci-
miento: «El principio del poder, que desgarra en antagonismos a
la sociedad, es el mismo que, espiritualizado, produce la diferen-
cia entre el concepto y lo que le está sometido» (ND 58). Y esto, en
parte, porque el instrumento del conocimiento es el concepto, que
es una unidad abstracta de lo diverso, que prescinde de su singu-
laridad; es la unidad de lo diverso en cuanto idéntico —aten-
diendo a lo que tiene de común con los demás—.
Si lo individual es reducido a caso de lo universal, se convier-
te en átomo indiferenciado, intercambiable y, por tanto, prescin-
dible; por ello totalmente manipulable, puro substrato amorfo de
dominio; en la ciencia, dice Adorno:

– 70 –
La sustituibilidad se convierte en fungibilidad universal. Un
átomo no es desintegrado en sustitución, sino como espécimen de
la materia; y el conejo pasa a través de la pasión del laboratorio no
en sustitución, sino desconocido como puro ejemplar (DA 26).

La unificación abstracta de la diversidad, que se da en el con-


cepto es, pues, la realización en el conocimiento del dominio ab-
soluto de la alteridad, lo que revela la esencia dominadora del
conocimento abstracto-deductivo. A este respecto, es importante
observar, como primer argumento en contra de que haya en
Adorno una identificación de la racionalidad con el dominio, que
Adorno no reduce la unificación abstracta al concepto, sino que
lo retrotrae al mito y aun a la magia —y, como veremos, lo descu-
bre incluso en el arte—.
La primera manifestación de esto es para Adorno el mito. La
diferencia entre la magia y el mito es, como veíamos, que la ma-
gia quiere influir en el mundo, en la Naturaleza, a la que conside-
ra todavía como algo en sí, como maná (DA 35), respetando la al-
teridad. El mito, en cambio, quiere explicar el mundo, ver sus
acontecimientos como repetición de lo narrado en el mito, con lo
que la alteridad deja de ser un en sí, quedando absorbida por la
inmanencia de lo mental —en este caso, la narración—:

El mito quería narrar, nombrar, contar el origen; y con ello, por


tanto, representar, fijar, explicar. Esta tendencia se vio reforzada con
el registro y la compilación de los mitos. Pronto se convirtieron de
narración en doctrina. Todo ritual contiene una representación del
acontecer, así como del proceso concreto que ha de ser influido por
el embrujo. Este elemento teórico del ritual se independizó en las
epopeyas más antiguas de los pueblos. Los mitos, tal como los en-
contraron los trágicos, se hallan ya bajo el signo de aquella discipli-
na y aquel poder que Bacon exalta como meta (DA 24).

Así, dirá Adorno, «la entera pretensión del conocimiento es


abandonada» (DA 43), pues, como mantiene en Dialéctica negativa,
la verdadera finalidad del conocimiento es el en sí, es decir, la cosa

– 71 –
en su singularidad, y no como caso o ejemplar del concepto (ND
61). Obviamente, Adorno no está negando la objetividad del co-
nocimiento humano, que radica en conocer lo otro en cuanto otro;
lo que afirma es que detenerse en el concepto es ver el en sí para sí,
tener una relación asimilativa respecto a lo otro. Se produce así
para Adorno la gran paradoja del conocimiento, que consiste en
que su telos es lo singular y su instrumento, su «lámpara», el con-
cepto, cuya luz ilumina desingularizando, identificando:

Pero sin identificación es imposible pensar; determinar es iden-


tificar. Y, sin embargo, también la identidad se aproxima a lo que es
el objeto mismo en cuanto no es idéntico; al acuñarlo, quiere dejarse
acuñar por él. El telos secreto de la identificación, que hay que salvar
en ella, es la diferencia (ND 152).

De este modo el concepto es, a la vez, instrumento y límite


del conocimiento: «El concepto es el organon del pensamiento y a
la vez el muro que le separa de lo que piensa» (ND 27).
En definitiva, la tesis de Adorno es que la civilización occi-
dental, desde sus comienzos, ha reducido el conocimiento a asi-
milación, yendo así, por tanto, contra la pretensión esencial del
conocimiento. Para Adorno, el conocimiento se reduce a asimila-
ción cuando se detiene en el concepto. Y esto porque el concepto
es lo universal por encima de las diferencias, de las singularida-
des; el concepto es lo universal abstracto. Por tanto, a la luz del
concepto lo conocido es conocido no como singular, sino como
particular, como caso o ejemplar del universal, es decir, como
átomo indiferenciado. Es importante obsevar que Adorno no está
haciendo una crítica al concepto, sino al detenerse en el concepto,
al error de tomarlo como telos del conocimiento: «El fallo del pen-
samiento tradicional consiste en que toma la identidad por su ob-
jetivo» (ND 152).
También hay que decir que, como hemos visto, Adorno am-
plía su crítica más allá del concepto, a toda categoría o estructura
mental —como la narración en el mito o el sistema en el idealis-

– 72 –
mo—, y aun más allá de lo gnoseológico —por ejemplo, al ritual
en la magia—. Así se realiza el principio de inmanencia en el co-
nocimiento, el nacimiento de lo mítico. Este proceso de absorción
de la alteridad trae consigo, utilizando una expresión de Max
Weber, el «desencantamiento del mundo». Entramos ahora en la
crítica de Adorno a lo mítico. Más adelante estudiaremos cómo
se plasma para Adorno el principio de inmanencia subjetiva en
la sociedad y la praxis.

El «giro hacia la tautología»: la crítica adorniana al historicismo de


Heidegger y al esencialismo de Scheler

La crítica de Adorno a lo mítico está condensada en este pá-


rrafo de «La idea de historia natural», en el que critica a Platón
como primer exponente de la absolutización de lo mental:

Platón representa el momento en que la conciencia ha sucumbi-


do ya a la tentación del idealismo: el espíritu, desterrado del mundo
y enajenado de la historia, se convierte en algo absoluto al precio de
la vida (IN 363).

«Al precio de la vida», ésta es la consecuencia para Adorno


de la mitificación de lo mental: lo concreto, lo singular, queda re-
bajado a caso de lo universal, «hasta que Hegel le coloca la eti-
queta de existencia corrompida» (ND 89). La consecuencia de la
mitificación de lo mental es el desencantamiento del mundo. El
desencantamiento del mundo es la realización de la restauración
de la inmanencia. Hemos dicho que el principio de inmanencia
consiste en la absorción de la alteridad. Adorno lo llama también
«principio del sí mismo» (DA 54), pues consiste en una relación
no dialógica, sino antropocéntrica con el mundo, que es para él la
propia de la Ilustración, como culminación del conocimiento de-
ductivo: «La Ilustración se relaciona con las cosas como el dicta-
dor con los hombres [...]. De tal modo, el en sí de las mismas se
convierte en para él» (DA 25).

– 73 –
Se inicia así el desencantamiento del mundo, la progresiva re-
ducción de lo individual a átomo indiferenciado, que culmina
para Adorno en los grandes sistemas idealistas; el sistema es la
inmanencia mental realizada plenamente, pues nada puede que-
dar fuera de él: «La Ilustración reconoce en principio como ser y
acontecer sólo aquello que puede reducirse a la unidad; su ideal
es el sistema, del cual derivan todas y cada una de las cosas» (DA
23). El sistema es el conocimiento como absorción. Adorno llega-
rá a decir que el holocausto judío sólo se explica por esta raciona-
lidad deductiva y atomizante, que se afianzó en Occidente tras
los grandes sistemas idealistas, y que reduce el individuo a áto-
mo: como el conejo de laboratorio, el judío moría en el campo de
concentración como puro ejemplar de la raza judía, no como per-
sona individual (MM 116-17).
A esto lo llama Adorno «principio de intercambio», y socioló-
gicamente se estableció para Adorno, siguiendo aquí a Marx, con
el capitalismo, que redujo el valor de uso de la mercancía a su va-
lor de cambio, de modo que «las diferencias cualitativas entre las
diversas mercancías [...] son pasadas por alto en favor de una
medición puramente cuantitativa y abstracta» (Jay 1988, 59). El
principio capitalista de intercambio es la realización del principio
de inmanencia en la sociedad. El principio de intercambio realiza
en la praxis social lo que el concepto en el pensamiento. Por eso
dice Adorno que «la filosofía transfigura y atribuye sólo al sujeto
cognoscente un proceso de abstracción que tiene lugar en la so-
ciedad de canje realmente existente» (ND 180).
Pero es ante todo la constatación de un circulo vicioso, el de
la tautología, la piedra de toque de la crítica de Adorno a la tota-
lidad. Éste es, como veíamos, el sentido de la célebre sentencia
«sólo son verdaderos los pensamientos que no se comprenden a
sí mismos» (MM 76); no que los pensamientos para ser verdade-
ros hayan de ser contradictorios, sino que no se piensen a sí mis-
mos, que se abran a la alteridad. El idealismo, la filosofía siste-
mática, consiste para Adorno en la reducción de lo singular a
caso del concepto, y con ello la asimilación de lo singular en lo

– 74 –
mental. Éste es el quicio también de la crítica adorniana a Hei-
degger. Según Adorno, Heidegger, a pesar de su atención a lo
histórico y la temporalidad, cae en el idealismo, pues lo vierte en
determinaciones generales:

Ese proyecto sigue anclado en determinaciones generales. El pro-


blema de la contingencia histórica no se puede dominar desde la ca-
tegoría de historicidad. Se puede poner en pie una determinación
estructural general, «lo viviente», pero cuando se interpreta un fe-
nómeno particular, pongamos la Revolución francesa, [...] sin em-
bargo, no se logra remitir la «facticidad» de la Revolución francesa
en su extremado ser-fáctico a esas determinaciones, sino que resul-
tará a lo sumo un ámbito de facticidad que acaece (IN 350).

Pero con eso, dice Adorno, no se hace justicia a lo fáctico-sin-


gular, sino que se convierte una vez más en caso de lo concep-
tual, donde la razón no se abre a la alteridad, sino que se cierra
sobre sí; es a lo que Adorno llama «giro hacia la tautología»:

No entiendo por tal sino que el intento del pensamiento neoon-


tológico de llegar a algún arreglo con lo empírico ha procedido una
y otra vez según el mismo esquema, a saber, precisamente allí don-
de algunos elementos no encajen en las determinaciones pensadas y
no se puedan hacer transparentes a su luz, sino que se planten en su
puro estar ahí, transformar ese plante del fenómeno en un concepto
general y acuñar algún título de dignidad ontológica para él. Así
sucede con el concepto de Ser para la muerte de Heidegger, y tam-
bién con el mismo concepto de historicidad (IN 351).

Adorno puntualiza que este elemento tautológico «no depen-


de de azares de la forma lingüística, sino que viene adherido ne-
cesariamente al planteamiento ontológico mismo», y es esto lo
que lo convierte en «algo producido por y derivado de la posi-
ción de partida de la ratio idealista». Si bien Heidegger abandona
la idea hegeliana de sistematicidad, en él, dice Adorno, la totali-
dad sigue presente como «totalidad estructural» o «unidad es-
tructural», de manera que:

– 75 –
Al creer posible resumir unívocamente el conjunto de la reali-
dad siquiera en una estructura, la posibilidad de semejante resu-
men de toda realidad dada en una estructura alberga la pretensión
de que aquel que resume en esa estructura todo lo existente tiene el
derecho y la fuerza para reconocer en sí mismo y adecuadamente lo
existente, y para darle cabida en la forma (IN 351-52).

Esa «transparentización» de la realidad a la luz de la razón,


que no es para Adorno sino el convertir aquélla en espejo que re-
fleja a ésta, se daría también en otra categoría clave del plantea-
miento heideggeriano, la de posibilidad, que afirma la prioridad
en todo momento del «proyecto del ser» sobre la facticidad trata-
da en su interior:

Veo un elemento idealista en ese predominio del reino de las


posibilidades, puesto que la contradicción entre posibilidad y reali-
dad no es, en el marco de la Crítica de la razón pura, otra que la con-
tradicción entre la estructura categorial subjetiva y la multiplicidad
de lo empírico (IN 353).

En ambos casos, se da para Adorno una preeminencia del


mundo ideal «al precio de la vida», como ya ocurría, dice, en Pla-
tón.
En La idea de historia natural Adorno critica tanto el enfoque
esencialista de la posfenomenología (Scheler) como el enfoque
historicista de Heidegger; el primero como mitificación de lo ideal
en tanto esencia inmutable y transcendente a lo sensible, y el se-
gundo como mitificación de lo histórico, de la facticidad. La críti-
ca de Adorno se resume en mostrar que ambos son cesiones a la
«tentación del idealismo», entendido en su sentido amplio de ab-
solutización de lo espiritual frente a lo sensible. En el caso de la
fenomenología es claro, pues en ella tenemos la concepción de la
idea como esencia inmutable y transcendente a lo sensible típica
del idealismo.
Tanto en la fenomenología como en el historicismo se da para
Adorno una preeminencia de lo mental sobre lo fáctico, no sa-

– 76 –
liéndose, por tanto, ni uno ni otro de la inmanencia subjetiva. En
el caso de la fenomenología, que mitifica la idea, Adorno critica
el dualismo que se produce entre lo fáctico y lo ideal: «Filosofía
primera y dualismo son inseparables», dice en Dialéctica negativa
(142). El dualismo lleva a la subordinación de lo fáctico a lo ideal,
que produce la mitificación de la idea como eterna e inmutable y
la reducción de lo individual a átomo indiferenciado —desen-
cantamiento del mundo—. El enfoque historicista, por su parte,
que considera la facticidad misma como naturaleza, adolece para
Adorno de lo contrario que la fenomenología: está completamen-
te falto de tensión (cf. IN 349).
Esta falta de tensión será también, como veremos, el reproche
de Adorno a algunas corrientes del arte de su tiempo, como el
abstraccionismo en pintura o el surrealismo, en particular el co-
llage (ÄT 232), que afirmaría la multiplicidad como pura disper-
sión, renunciando a la unidad y a la tensificación de lo singular.
Por tanto, parece que el enfoque historicista, que ontologiza lo
histórico bajo la categoría de historicidad, «no bastara tampoco
para dominar la problemática concreta» (IN 350).

La prosecución adorniana de la dialéctica

a) Rectificación de Hegel: summum ius summa iniuria

Ahora bien, a pesar de las deliberadas inversiones de senten-


cias hegelianas, el blanco de la crítica adorniana se dirige más a
Kant y Platón. Lo que Adorno reprueba en Hegel es el ademán
de reconciliación final, de síntesis: «Con toda su insistencia en la
negatividad, la discordia y la no identidad, en realidad Hegel
sólo sabe de su dimensión por mor de la identidad, únicamente
como instrumentos de ella» (DSH 375). Todas las tensiones y
contradicciones que hay en el seno del sistema, nacidas de la
interacción de particularidades, se resuelven en la síntesis final,
en la visión del todo. Por eso para Hegel «la verdad es el todo»,

– 77 –
está al final, y la particularidad es sólo parte, momento de ese
todo:

Se hace hincapié en las no identidades, pero no se las reconoce,


justamente por su extrema carga especulativa: como un gigantesco
sistema de crédito, cada individuo singular estaría en deuda con
otro (no idéntico), pero el todo, sin embargo, estaría libre de deudas,
idéntico. De esta manera perpetra la dialéctica idealista su razona-
miento mendaz: dice patéticamente «no identidad», y habría de de-
finirla por mor de ella misma, como lo heterogéneo; pero la dialécti-
ca, al definirla, se figura estar ya segura acerca de la no identidad y
de la identidad absoluta (DSH 375).

Adorno cita en este punto el aforismo del derecho romano


summum ius summa iniuria (DSH 375) 8, pues lo individual queda
desposeído de su singularidad, y las interacciones y choques en-
tre individualidades limadas por el engranaje del todo. El pro-
blema de fondo radica en que la totalidad es para Adorno una
forma de unidad que excluye la alteridad, una unificación de lo
diverso a costa de su divergencia, de su singularidad. La totali-
dad es una unificación de lo diverso en cuanto idéntico, indife-
renciado. En el sistema nada puede despuntar, todo encaja, pero
a fuerza de limar aristas (cf. Hernández-Pacheco 1997, 76). Ese
limado es para Adorno el uso abstracto de los conceptos, que
lleva a aislarlos de lo singular de donde han brotado. El sistema
cuadra porque es ideal, un ámbito de relaciones eidéticas. La re-
conciliación que logra es sólo aparente, y en el mundo las cosas
siguen sin encajar. Por eso, el empeño de Adorno será cambiar
de signo la dialéctica, de manera que no desemboque en la re-
conciliación y la síntesis afirmativa. Sus Tres estudios sobre Hegel
tienen, dice, «la intención de preparar un concepto modificado
de dialéctica» (250), concepto que será desarrollado en la Dialéc-
tica negativa.

– 78 –
b) Reivindicación del todo: crítica al apriorismo de Kant y Fichte

El carácter afirmativo de la dialéctica hegeliana no quita, sin


embargo, la inspiración dialéctica a su pensamiento, inspiración
a la que Adorno quiere ser más fiel que el propio Hegel y que es
la que faltaría en Kant. Hegel, dice Adorno, «de igual modo que
no independizó las partes frente al todo, como elementos suyos,
sabía perfectamente el crítico del Romanticismo que el todo sólo
se realiza a través de las partes, únicamente a través de la desga-
rradura, de la distanciación, de la reflexión» (DSH 253). Si bien
en Hegel lo singular desemboca en el todo, el todo no es algo a
priori o más allá de lo singular, sino, en cierto modo, el resultado
de los movimientos e interacciones de lo singular:

Su todo es, en definitiva, solamente el dechado y la quintaesen-


cia de los momentos parciales, que en cada instante remiten fuera
de sí mismos y brotan, disociándose unos de otros; no es nada que
estuviese más allá de ellos (53-54).

En esto Hegel se distingue de Kant, que afirma la aprioridad


de las condiciones subjetivas del conocimiento frente a lo empíri-
co:

De la misma manera que, en el sentido de Kant, no es posible


ningún mundo, ningún constitutum sin las condiciones subjetivas
de la razón, de lo constituens, la autorreflexión hegeliana del idealis-
mo añade que tampoco cabe ningún constituens, no caben condicio-
nes generadoras del espíritu que no hayan sido abstraídas de suje-
tos fácticos y, por lo tanto, en último término, a su vez, de algo no
meramente subjetivo, del «mundo» (DSH 258).

Para Adorno, la diferencia de Hegel respecto a Platón y Kant


es que en éstos lo ideal se hipostasía, estableciendo una dualidad
radical entre lo sensible y lo inteligible. En Platón, con la noción
de cosmos noetos, de un ámbito ideal puro, de relaciones entre ideas,
y en la noción de relación de copia de lo sensible frente a lo ideal;

– 79 –
en Kant, con la noción de aprioridad de las categorías y la con-
cepción de lo sensible como caos. Frente a esto, dice Adorno, «la
doctrina de que lo a priori es también a posteriori [...] no es ningu-
na audaz flor retórica, sino el nervio vital hegeliano». Hegel, por
tanto, «inspira tanto la crítica de la empirie testaruda como la del
apriorismo estático» (DSH 252). Por eso, afirma Adorno:

Hegel reconoció la preeminencia del todo con respecto a sus


partes, finitas, insuficientes y contradictorias cuando se las confron-
ta con él; pero ni derivó una metafísica del principio abstracto de la
totalidad ni glorificó al todo en cuanto tal en nombre de la «buena
forma». Por eso «en Hegel se encuentra explícitamente toda la críti-
ca posterior del llamado formalismo» (DSH 253-54).

En esto se distinguen también, según Adorno, Hegel de Fich-


te: en Hegel la totalidad «no cabe destilarla de ninguna “senten-
cia”, de ningún principio general, y sólo se acredita como totali-
dad en la concreta complexión de todos sus momentos» (DSH
252), y «tal cosa es exactamente lo opuesto al intento fichteano de
extraer el mundo de la pura identidad, del sujeto absoluto, de una
posición originaria» (260). En Hegel, la totalidad es dialéctica,
mientras que en Fichte es deductiva, y aunque Hegel, dice Ador-
no, «admite enfáticamente como válido el postulado de Fichte del
sistema deductivo [...], otorga a este segundo axioma (la dinámica
de la contradicción) un peso infinitamente mayor». Fichte concibe
la totalidad como «forma absoluta», mientras que Hegel se fija en
«la contraposición entre el contenido y la forma», dando así «cien
vueltas al idealismo fichteano»: «Hegel sabía perfectamente la in-
suficiencia de un axioma abstracto, situado más allá de la dialécti-
ca, del cual debiera seguirse todo» (DSH 260). En este sentido He-
gel hace efectivo el principio de que «lo a priori es también a
posteriori», que en Fichte era meramente programático (252).
Frente a la concepción de la totalidad como deducción y
como forma estática (Kant y Fichte), Hegel concibe la totalidad
dialécticamente y como dynamis, en interacción con sus momen-
tos. De este modo, Hegel escapa, a la tautologicidad del pensa-

– 80 –
miento que profesan Kant y Fichte y se vuelca en el objeto: «He-
gel se inclina por doquier ante la esencia propia del objeto [...], y
triunfa en el instante en que las intenciones del sujeto se extingan
en el objeto». Así:

La crítica de Hegel acierta en el vacío centro a la estática des-


composición del conocimiento en sujeto y objeto [...], tanto más
mortalmente cuanto que no opone a ellas ninguna irracional uni-
dad de sujeto y objeto, sino que mantiene los momentos de lo sub-
jetivo y lo objetivo, que en cada caso se distinguen entre sí, y, con
todo, los concibe como resultado de una mediación recíproca
(DSH 256).

Adorno ve en Hegel el modelo para un pensamiento dialécti-


co, no abstracto, si bien ha de ser purificado de la tendencia re-
conciliadora sintética. Hegel constituye en este sentido un paso
en la autodisolución del idealismo, pero sigue inmerso en él. Fiel
a su método de crítica inmanente, Adorno dice que «tendencial-
mente, el idealismo hegeliano se saca fuera de sí mismo»: «En la
medida en que cabe hablar de un realismo en Hegel, estriba en el
impulso de su idealismo; no le es heterogéneo» (DSH 254-55).
Ese realismo de Hegel estriba para Adorno, como hemos visto,
en su dialecticidad, en la mutua mediación de sujeto y objeto. Es
el momento resolutivo, reconciliador, lo que hace que Hegel siga
todavía inmerso en el idealismo, en la «filosofía de la identidad».
La superación efectiva del idealismo, que se opera para Adorno
no desde fuera, sino desde sus propias premisas, consistiría en
cambiar de signo la dialéctica (ND 24), o lo que es lo mismo, lle-
varla a ser coherente con su propio impulso, que es el de la mu-
tua mediación entre lo singular y lo universal.
En definitiva, Hegel sigue inmerso para Adorno en el idealis-
mo porque concibe lo singular y la negatividad en función de la
identidad, «como instrumento de ella» (DSH 375). Por eso, el ob-
jeto principal de Dialéctica negativa será «liberar la dialéctica de
una tal naturaleza afirmativa» (ND 9). Y tal liberación consiste no
en resolver la negatividad —la colisión de singularidades entre sí

– 81 –
y con el todo—, sino en mostrar esa colisión: «Dicha dialéctica no
es conciliable con Hegel. Su movimiento no tiende a la identidad
en la diferencia de cada objeto con su concepto; más bien descon-
fía de lo idéntico» (ND 148).

c) La centralidad del arte: el «viraje estético» de Adorno

En «La actualidad de la filosofía» Adorno propone la interpreta-


ción como el ideal de la filosofía, como la única posibilidad via-
ble de ésta en un momento en que «la liquidación de la filosofía
se ha emprendido [...] con una seriedad como jamás se diera por
parte de la ciencia» (AP 331). Este ideal de la filosofía como inter-
pretación —uno de los presupuestos fundamentales del pensa-
miento de Adorno— no es sino la otra cara de la imbricación de
naturaleza e historia que hemos tratado; veremos ahora cómo
ambas tesis derivan en Adorno de tomar el arte como modelo
para la filosofía —lo que lo emparenta con Gadamer—, modelo
que desde luego no ha de copiar, sino traducir en su medio pro-
pio.
Uno de los acercamientos más apasionantes y certeros al fe-
nómeno estético es el de considerar lo artístico, e incluso la belle-
za natural, como una clase especial de signos. El signo prosaico
se define por su carácter puramente transitivo o, como dice Hei-
degger, estrictamente utilitario, en el sentido de que ha de cum-
plir su función de significar desapareciendo, ocultándose, sin ha-
cerse notar —a esto lo llama Adorno «función simbólica» (AP
336)—. Frente a esto, la palabra poética, el signo estético, se po-
dría definir como un «signo denso», es decir, son realidades sig-
nificantes, pero en ellas no se puede prescindir de la materiali-
dad del signo, o dicho de otro modo, en ellas la materialidad del
signo es parte esencial del significado total 9. Algo de esto hay
también en la magia, en la que la palabra es eficaz por sí misma,
o en el rito, en el que en la materialización del signo se cumple lo
significado. Dicho de otro modo, el signo «denso», frente al pura-

– 82 –
mente referencial o «transparente», es inmediatamente significa-
tivo; en su misma presencia aparece lo significado.
El signo transitivo, en cambio, es significativo por conven-
ción. Por eso lo estético se podría definir también como un len-
guaje universal, como una forma de significación no convencio-
nal. Esto quiere decir que lo que hace el artista no es formalizar o
iluminar una materia opaca en sí misma, sino hacer de la materia
luz, hacerla inteligible a ella misma. El poeta no habla a través de
las palabras, sino que hace hablar a las palabras, dotándolas, ade-
más de su significación transeúnte, de una significación inma-
nente, en la que toma parte la materialidad del signo. Aplicado a
la filosofía, esto lleva a Adorno a concebirla como «interpretación
de lo que carece de intención mediante composición de los ele-
mentos aislados por análisis, e iluminación de lo real mediante
esa interpretación» (AP 336).
Lo carente de intención, tanto en los productos culturales
como en los artísticos, es la materia, la «terminología», con la que
trabaja el artista o el filósofo. A este respecto, lo que afirma Ador-
no es que esa materia es significativa en sí misma, al margen de
las intenciones del autor. La tarea del filósofo entonces, para
Adorno, ha de consistir en prestar oídos a ese factor inintencio-
nal, para acceder a lo que nos dicen los productos culturales «a
pesar de las intenciones del autor» (Buck-Morss 1981, 172). Dicho
con otras palabras, la tarea del filósofo es hacer hablar a la mate-
ria. Puede parecer que esto no ha de ser aplicable a las obras ar-
tísticas, pues como vimos, en la obra de arte la materia es lumi-
nosa y, por tanto, no necesita que el filósofo la ilumine. Esta
cuestión nos va a permitir ahondar en lo que es interpretación
para Adorno. El artista hace de la materia luz en el sentido de
que toma la materia, de algún modo, como fin y no como instru-
mento; es decir, el artista hace «brillar» a la materia. El filósofo
hace de la materia luz, hace hablar a la materia, no haciéndola
brillar, sino haciéndola transparente.
El presupuesto de esto es la idea de historia natural, que afir-
ma que en el ámbito de la cultura y del arte incluso lo que parece

– 83 –
natural e invariable —primera naturaleza—, la materia, es en re-
alidad segunda naturaleza, es decir, históricamente devenida y,
por tanto, variable, pero considerada como natural y eterna, esto
es, reificada. La tarea del filósofo, la interpretación, ha de ser por
tanto desreificar —desmitificar— la materia devenida segunda
naturaleza, mostrando su origen histórico, que ha llegado a ser
en interacción con lo histórico. Interpretación es, por tanto, expli-
citación de lo histórico oculto en lo material, mostrar que lo apa-
rentemente natural se ha constituido en interacción con factores
históricos, o, en un término utilizado por Adorno, «metacrítica»:

Y así como las soluciones de enigmas toman forma poniendo


los elementos singulares y dispersos de la cuestión en diferentes ór-
denes, hasta que cuajen en una figura de la que salta la solución
mientras se esfuma la pregunta, la filosofía ha de disponer sus ele-
mentos, los que recibe de las ciencias, en constelaciones cambiantes
o, por decirlo con una expresión menos astrológica y científicamen-
te más actual, en diferentes ordenaciones tentativas, hasta que enca-
jen en una figura legible como respuesta mientras la pregunta se es-
fuma (AP 335).

Creo que Adorno está describiendo aquí un proceso bastante


afín al proceso creador artístico, el método de esa «racionalidad
mejor», que hemos llamado estética u orgánica y que unifica sin
desposeer. Lo que Adorno llama composición u ordenación se opo-
ne a abstracción o a sistematización, términos que implican, como
ya vimos, un dualismo naturaleza-historia y, consiguientemente,
una subordinación de lo segundo —considerado como amorfo,
ininteligible de suyo, caótico— a lo primero, absolutizado como
verdad suprahistórica. Todo esto lo considera Adorno una con-
cepción simbólica de la verdad, correlato de un empleo tecnoló-
gico de la razón instrumentalizada (Horkheimer). Frente a esto,
como vimos, Adorno aboga por una racionalidad orgánica o es-
tética, que no procede subsumiendo lo particular en lo universal,
sino haciendo «cristalizar en un hallazgo concreto la cuestión to-
tal que antes ese hallazgo parecía representar en forma simbóli-

– 84 –
ca» (AP 336). La concepción tecnológica de la razón considera lo
material, lo sensible, como algo amorfo, sobre lo cual impone su
luz. Los términos comentados que emplea Adorno, composición,
ordenación, implican por el contrario el trabajar con algo que tiene
solidez.
Como he dicho, creo que esto responde a una concepción or-
gánica de la racionalidad, contrapuesta a la racionalidad lógica y
técnica, que busca en el arte un modelo de unificación no abs-
tracta de lo diverso. Nos hemos fijado en la noción de significa-
ción inmanente, como opuesta a la simbólica. El problema que
exige ser tratado ahora es el de la transcendencia. Adorno se en-
frenta aquí a una disyuntiva que quiere superar: por un lado, es-
taría la concepción simbólica-logicista del mundo, que concibe la
verdad como trasmundo a priori; por otro, la concepción relati-
vista de la verdad, que termina negando la verdad u ontologi-
zando lo histórico. Frente a ambos extremos, Adorno se propone
superarlos, sin soltar ninguno de los dos, pero dándoles su ver-
dadero significado. Adorno quiere historicidad sin relativismo,
transcendencia no simbólica, historia sin historicismo, sujeto sin
dominación, objeto sin objetivismo, verdad sin apriorismo. Trata-
remos de mostrar cómo se concreta esta empresa en Adorno, en
torno a su interpretación de la figura de Schönberg. Antes, para
desalojar la lectura dualista de racionalidad y artisticidad en
Adorno, me centraré en la crítica al momento de abstracción que
Adorno percibe en ciertas manifestaciones artísticas. Esto nos
permitirá a su vez calibrar con más precisión en dónde radica
para Adorno la aportación de Schönberg al arte, y, por ende, a la
filosofía.

– 85 –
NOTAS

1
Adorno empleó estos conceptos en algunos de los títulos de sus obras,
como su libro sobre Husserl, que tituló Sobre la metacrítica de la teoría del
conocimiento, o en su monografía sobre Mahler, que lleva como subtítulo
«una fisiognómica musical». Para un análisis más detallado de ambas ca-
tegorías, véase Jay 1988, 23 ss.
2
Como señala Buck-Morss, Adorno no estudió a Hegel en profundidad
hasta finales de la década de 1930, mientras que mucho antes ya conocía
a Marx, Lukács y Kant (cf. 1981, 82).
3
No hay que olvidar tampoco, como señala Buck-Morss, que el acerca-
miento de Adorno a Marx fue a través de Lukács y Korsch, iniciadores
del marxismo hegeliano occidental, que bucaba «rehegelianizar a Marx»
(cf. Buck-Morss 1981, 72).
4
Citado en Die Süddeutsche Zeitung, 26-27 de abril de 1969, 10.
5
Como señala José Luis Rodríguez, Adorno olvida que la tendencia a la
utopía es un factor esencial en el pensamiento de Lukács, que supera la
absolutización de la totalidad.
6
Así lo hace, por ejemplo, Buck-Morss; cf. 1981, 266.
7
Una magnífica exposición del carácter nivelador de la totalidad y del con-
cepto se encuentra en Hernández-Pacheco 1997, 56 ss.
8
«La justicia perece en el derecho», afirma en Dialéctica de la Ilustración (33).
9
Trataremos este tema con detalle en los capítulos tercero y cuarto, centra-
dos en la noción de mímesis y de verdad inintencional; lo que me intere-
sa ahora es únicamente mostrar los motivos que llevaron a Adorno a fijar-
se en el arte como modelo para el filosofar.

– 86 –
EL OCASO DE LAS GRANDES SINFONÍAS

LA CLAUSURA DEL ARTE

Defensa del carácter orgánico de la obra de arte

Para Adorno, el ideal de totalidad llega a su culminación en


la filosofía de los grandes sistemas idealistas. Y si bien el arte
constituirá un correctivo para la racionalidad abstracta, un mo-
delo de unidad no totalitaria, también detecta en el arte un mo-
mento holístico, un contagio de la racionalidad abstracta. Esto lo
acusa en el concepto mismo de «obra de arte», en el sentido de
unidad redonda y conclusa. Si «La actualidad de la filosofía» co-
menzaba con la declaración de la muerte de los sistemas filosófi-
cos, con su pretensión totalizadora, su ensayo sobre Schönberg
en Filosofía de la nueva música lo hace constatando la muerte de la
gran obra de arte: «La obra de arte se ha disuelto a sí misma», y
afirma: «Sólo en la obra fragmentaria, desposeída de sí misma,
queda libre el contenido crítico. Ciertamente eso sólo ocurre con
la destrucción de la obra cerrada» (PnM 119) 1.
La crítica de Adorno a la noción de obra de arte no es una crí-
tica a la noción de obra, sino a una determinada concepción de la
misma, como un todo cerrado y concluso. Adorno nunca aboga-

– 87 –
rá por una disolución total del concepto de obra, como se anun-
ciaba en algunas tendencias surrealistas —por ejemplo, la técnica
del collage—, que Adorno critica duramente. Frente al Surrealis-
mo, Adorno defendía a Schönberg por «seguir siendo orgánico» 2,
mientras que criticaba a Stravinski su carácter inorgánico:

Sin consideración alguna acepta la Historia de un soldado en las


configuraciones musicales, modos psicóticos de comportamiento.
Queda disociada la unidad estética orgánica [...]. El aspecto inorgá-
nico impide cualquier empatía o identificación (PnM 160).

Comentando este pasaje, Bürger pone de manifiesto la com-


plicidad de Adorno con la estética idealista, de la que no habría
conseguido escapar, pues «lo que aquí reclama Adorno es el se-
guimiento de las normas de la estética autónoma tradicional;
ante todo, las que se refieren a la unidad orgánica de las partes y
el todo» (Bürger 1996, 175). Más adelante volveré a esta tesis de
Bürger de la complicidad de Adorno con el idealismo. Lo que me
interesa resaltar ahora es que, precisamente, la crítica de Adorno
a la obra de arte es, al igual que su crítica al idealismo, una críti-
ca a la unidad totalizadora.
Una vez más nos encontramos, en los dos textos citados al co-
mienzo de este epígrafe, con la configuración típicamente ador-
niana de la crítica inmanente. La complicidad de la «obra redon-
da» con la sociedad burguesa, con el sujeto hegemónico, y con el
capitalismo —que tienen como común denominador para Ador-
no la pretensión de totalidad—, dibuja el perfil sociológico de su
crítica a la obra cerrada: «La obra de arte cerrada es la obra de arte
burguesa, esa obra mecánica, perteneciente al fascismo; la obra
de arte fragmentaria indica, en el estadio de la negatividad total,
la utopía» (PnM 120). Por otro lado, Adorno afirma también que
precisamente «obedeciendo al impulso de su propia coherencia
objetiva» (PnM 36) se ha disuelto la obra cerrada. La crítica inma-
nente, que muestra cómo la contradictoriedad de un fenómeno
con la sociedad es reflejo de su contradictoriedad interna, la apli-

– 88 –
ca Adorno a la noción de obra conclusa: la contradicción exterior
—inactualidad— de la obra de arte redonda con la sociedad del
siglo XX es manifestativa de su contradicción interna:

La obra de arte no necesita en absoluto de un orden a priori en


el que ser recibida, protegida e integrada. Esto ya no concuerda,
sencillamente porque la concordancia de otros tiempos era falsa. No
hay correspondencia entre la dignidad de una obra y el conjunto ar-
mónico de un sistema de relaciones estéticas y extraestéticas. El ide-
al de una sociedad cerrada, al ser cuestionable, ha transmitido su
duda a la obra cerrada en sí misma (ÄT 236).

Antes de entrar más a fondo en esto, conviene aclarar a qué


se refiere Adorno cuando habla de «obra cerrada» de arte. Como
él mismo indica, el concepto de obra de arte cerrada converge
con el de «aura» de Benjamin: «El concepto de Benjamin de la
obra de arte “aurática” concuerda en gran parte con el de obra
cerrada. El “aura” es la adhesión perfecta y total de las partes con
el todo que constituye la obra cerrada» (PnM 119). A esto se refie-
re Adorno cuando habla de la «inmanencia de la forma» (ÄT
242), y es lo que critica al concepto tradicional de armonía:

La estética tradicional se equivoca al convertir exageradamente


la relación del todo con las partes en un todo absoluto, en una tota-
lidad. A causa de semejante fusión, la armonía se convierte en el
triunfo sobre lo heterogéneo, en signo majestuoso de una ilusoria
positividad (236).

Su feroz crítica al clasicismo, a la que dedica un epígrafe ente-


ro en su Teoría estética, incide también en la falsedad intrínseca de
una armonía total entre las partes y el todo, entre lo singular y lo
universal:

La unidad de lo universal y lo particular, organizada por el Cla-


sicismo, no se alcanzó ni siquiera en el período ático, por no hablar
de los siguientes. Por eso las estatuas clásicas miran con sus ojos va-
cíos que producen un terror arcaico en lugar de esa irradiación de

– 89 –
noble sencillez y callada grandeza que unos tiempos sensibles pro-
yectaron sobre ellas (ÄT 241).

La dialéctica entre lo singular y lo universal, la tensión entre


nominalismo e idealismo, fundamento para Adorno de toda acti-
vidad verdaderamente filosófica y estética, quedaría rota en el
clasicismo, que no consigue una verdadera unidad entre ambos
polos, sino una hegemonía de la forma, al precio de su vacuidad
y de la negación misma del arte:

En la admirada universalidad de las obras clásicas se están per-


petuando los mitos funestos, la necesidad de su maldición como
norma de configuración. En el Clasicismo, que es el origen de la au-
tonomía del arte, éste se niega por primera vez a sí mismo (ÄT 243).

Al comienzo de su epígrafe «Crítica del Clasicismo», Adorno


retoma el tono de su Dialéctica de la Ilustración, identificando el ni-
vel formal del Clasicismo con el dominio de la naturaleza:

El momento afirmativo coincide con el del dominio de la natu-


raleza. Todo lo que ha sido hecho es bueno; al ejercitar el arte por su
parte, en el dominio de la imaginación, ese principio, se lo apropia
como su canto triunfal. Esta sublimación se parece a la sublimación
circense de la bufonada. El arte entra en conflicto con la idea de la
salvación de una naturaleza oprimida. Aun la obra con menos ten-
siones es resultado de una adaptación señorial, adaptación que se
vuelve contra el espíritu dominante que también late en ella. Su
prototipo es el Clasicismo (ÄT 240-41).

Crítica a la estética clasicista

La armonía y proporción ideales que caracteriza a todo clasi-


cismo —y a la obra de arte cerrada— es falsa para Adorno en el
doble sentido que descubre la crítica inmanente. En primer lugar,
es falsa internamente, de suyo, porque, en su pureza, borra para

– 90 –
Adorno su relación con el contenido y con la materia, constituti-
va de la forma misma:

El ideal de la forma que se identifica con el Clasicismo hay que


retraducirlo al contenido. La pureza de la forma está hecha a imita-
ción de la del tema que se forma a sí misma, se va haciendo cons-
ciente de su identidad y se vacía de lo idéntico: es una relación ne-
gativa con lo idéntico. Esto implica la distinción entre forma y
contenido, distinción que oculta el ideal clasicista. La forma sólo se
constituye como diferencia, como distinción de lo no idéntico; en su
sentido mismo perdura el dualismo que ella borra (ÄT 243).

La crítica a la inmanencia de la forma en el arte corre paralela


con la crítica a la inmanencia del concepto en el conocimiento.
Como vimos, el motto de la gnoseología adorniana es el volver el
concepto hacia lo diferente, hacia lo distinto de sí mismo (ND
158). Frente a autores como Wellmer o Habermas, que ven en
Adorno una crítica aporética y negativa a la racionalidad e inter-
pretan su interés estético como un atrincheramiento en el arte
frente a la razón, esta crítica a la inmanencia de la forma en el
arte muestra que Adorno no se posiciona en uno de los dos polos
(arte-racionalidad), sino en la tensión entre ambos.
En segundo lugar, la armonía clasicista es falsa para Adorno
por su carácter afirmativo, por instaurar un sentido pleno que no
se corresponde con el carácter contradictorio del mundo:

Apenas se nos ha transmitido nada vulgar ni bárbaro, ni siquie-


ra en los tiempos del Imperio, en que los intentos de una masiva
producción manufacturada no dejan de reconocerse. Los mosaicos
de los suelos de las casas de Ostia, posiblemente casas de alquiler,
ofrecen una auténtica forma. La real barbarie de la Antigüedad: es-
clavitud, matanzas, desprecio de la vida humana, dejó pocas hue-
llas en el arte ya desde el clasicismo ático (ÄT 241).

Este carácter de plenitud de sentido, de perfección ideal que


parece sustraerse al mundo, es lo que el arte tiene de apariencia
ilusoria según Adorno. Por eso acuña para este tipo de aparien-

– 91 –
cia, que se identificaría con la apariencia estética, el término
«fantasmagoría» —que aplica en especial a la música de Wag-
ner—, y que hace referencia a la disimulación de las huellas de
la producción tras la manifestación del fenómeno estético, el cual
aparece como totalidad plena de sentido, ocultando su dimen-
sión fáctica y artificial. Adorno se opone así, como señala Bür-
ger, a la estética de Schiller, que justificó teóricamente la oculta-
ción del trabajo artístico como momento esencial en la obra de
arte, según su conocida definición del arte como «algo produci-
do que parece natural» (K 71), y a la Poética de Aristóteles, que
también exige que la obra de arte sea verosímil, es decir, que
tenga una coherencia propia que haga olvidar la mano del artí-
fice. No obstante, conviene aclarar que esta oposición no es ab-
soluta, sino relativa a la vinculación que la obra de arte ha de
mantener para él con la sociedad, que puede ser olvidada si se
contempla como algo aislado. Que se perciban las huellas de la
producción no quiere decir que se vean los recursos técnicos o la
mano del artífice —las «junturas y la cola», como dice Schön-
berg—, sino que la técnica misma sea portadora de un contenido
social «sedimentado» (PnM 47).
Si su adhesión a Benjamin en la crítica a la obra de arte cerra-
da muestra la crítica adorniana a la interna contradicción de la
forma inmanente, desenmascarada finalmente como dominio, su
alejamiento de Lukács, que pretende instaurar el arte como un
dominio aislado del mundo, muestra la necesaria ligazón de arte
y mundo. En su Estética de Heidelberg, Lukács trata de justificar
teóricamente la autonomía de lo estético, puesta en tela de juicio
por las vanguardias artísticas. Partiendo de la estética idealista,
define el arte como «estructura cerrada en sí misma», como un
ámbito de sentido que se sustrae al mundo:

La realidad [...] con la posición de lo estético no es sólo puesta


entre paréntesis —utilizando la expresión de Husserl—, sino que se
la declara radicalmente un no-ser [...] en una completa falta de rela-
ción entre sí (HÄ 12).

– 92 –
La defensa lukacsiana de la inmanencia de lo estético responde,
como dice Bürger, al problema de la alienación del hombre en un
mundo tecnificado, que sólo en el arte encuentra «una realidad que
le es adecuada [...], que no le resulta extraña» (Bürger 1996, 62).
Adorno rechaza frontalmente esta concepción de la obra de
arte como sustraída al mundo: «Si las obras de arte, a causa de su
propio concepto, quieren purificarse absolutamente de esa rela-
ción con lo empírico, se purifican también de lo que forma su pre-
supuesto» (ÄT 140). Por otro lado, la inmanencia total de la obra
de arte, su desconexión del mundo, implica que el sujeto ha de
mantener una relación puramente contemplativa hacia ella: «Si se
debe preservar la inmanencia completa de la vivencia pura, ese
no poder ir más allá del objeto es valorado en su posición como el
único existente» (HÄ 106). Ahora bien, si la obra de arte es algo
cerrado sobre sí, una esfera autónoma, se sigue que toda relación
con ella «no vaya más allá de su contemplación, en tanto que vi-
vencia inmediata, y, permaneciendo en sí de modo inmanente, no
desborde el objeto de la contemplación a la búsqueda de otros ob-
jetos» (HÄ 2). De este modo, se priva a la obra de arte de todo
contenido, pues, «resulta imposible decir nada ni sobre la obra de
arte ni sobre la vivencia misma, puesto que cualquier afirmación
posible abandonaría la inmanencia vivencial» (Bürger 1996, 64).
Para Adorno, por el contrario, el arte debe aspirar al conoci-
miento, ha de llevar más allá de sí mismo, superando así la con-
templación paralizante. En este sentido afirma que «el arte es in-
finitamente difícil, porque tiene también que transcender su
concepto para realizarse» (ÄT 159); aquí se encuadra el tema del
contenido del arte, que Adorno lleva al extremo al afirmar que
sólo la interpretación filosófica puede llevar a su cumplimiento
al arte:

Arte y filosofía son convergentes en el contenido de verdad: la


verdad progresivamente desarrollada de la obra de arte no es otra
que la del concepto filosófico [...]: la genuina experiencia estética
tiene que convertirse en filosofía o no es absolutamente nada (197).

– 93 –
Ahora bien, si Adorno se mantuvo siempre firme en su recha-
zo a la concepción inmanente de la obra de arte de Lukács, su po-
sición respecto al concepto de aura estética fue matizándose pau-
latinamente 3. Como hemos visto, en Filosofía de la nueva música
Adorno se posiciona frente al aura criticando la obra de arte ce-
rrada. Sin embargo, en su Teoría estética matiza su posición, de-
fendiendo la necesidad del trabajo formalizador y unificador en
el arte:

La alergia al aura, a la que hoy día ningún arte se sustrae, es in-


separable de la inhumanidad rampante. Esta novedosa cosificación,
la regresión bárbara de las obras de arte a la literalidad del caso es-
tético y el pecado de fantasmagoría, están inextricablemente enlaza-
dos. Desde que la obra de arte se afana por su pureza, con un fana-
tismo que la hace vagar sacando hacia afuera lo que ya no puede
ser arte, tela o simple materia sonora, se convierte en su propio ene-
migo, en continuación directa y falsa de la racionalidad de los fines
(ÄT 158).

En el concepto de literalidad estética, Adorno critica tanto la


atención a la materialidad de las neovanguardias, ese «organizar-
se puramente desde abajo» (ÄT 327) con que define su actividad,
como la estética irracional de Croce, que no admite universalidad
alguna en el discurso estético:

El arte está incluido en el proceso general de un nominalismo


creciente desde que se hizo trizas el ordo medieval. Ya no se le con-
cede que haya nada universal en sus tipos, y los antiguos se han
visto arrebatados por el torbellino nominalista. La experiencia críti-
ca de Croce de que cada obra deba ser juzgada, como se dice en in-
glés, on its own merits, trasladó esa tendencia histórica a la estética
teórica (ÄT 296-97).

No obstante, debe advertirse que hay también un sentido po-


sitivo del concepto de literalidad en Adorno, que introdujo por
primera vez en sus Reflexiones sobre Kafka, en oposición al concep-

– 94 –
to de símbolo estético, no en el sentido gadameriano de remiten-
cia tensional del signo al significado, sino en el del criticado por
Benjamin de remitencia a un más allá, a un sentido dado de ante-
mano, que introduce una dualidad entre signo y significado.
Frente a esta dualidad, Adorno señala, al igual que Heidegger,
que lo propio del signo estético radica en que su singularidad es
manifestativa por sí misma y no por remitir fuera de sí, algo que
ve con especial fuerza en Kafka, pero que es propio de cualquier
obra de arte:

Si el concepto de símbolo, ya sospechoso en estética, tiene algo


que decir, se limita al hecho de que los diferentes elementos de la
obra de arte remitan más allá de sí mismos por la fuerza de su cohe-
rencia, de modo que su totalización desemboca de modo inmediato
en un sentido. Pero nada de eso ocurre en Kafka [...]. Cada frase es
literal, y todas significan. Ambas cosas no se confunden, como lo
exigiría el símbolo, sino que están separadas por un abismo del que
brota, deslumbradora, la cruda luz de la fascinación (P 251).

El concepto de literalidad, en este sentido positivo, viene,


pues, a continuar todo el tema de la inintencionalidad propuesto
en «La idea de historia natural» y «Actualidad de la filosofía», que
desarrollaré en el capítulo tercero. Toda esta línea argumental
apunta, como afirma Menke, a otorgar un carácter significativo a
la materia que elimine todo dualismo (cf. Menke 1997, 43 ss).
El posterior viraje crítico hacia la «literalidad bárbara», esa «fac-
ticidad literal incompatible con el arte» (ÄT 327), se opone, como
hemos visto, a la absolutización de la materia y de la singulari-
dad, que cae para Adorno en un craso positivismo (cf. Menke
1997, 38 ss).
Con la crítica a lo que para él es el polo opuesto al formalis-
mo, al clasicismo estético, el «fetichismo de la materia», Adorno
aboga una vez más por la tensión dialéctica entre lo universal y
lo singular, tensión que impide concebir la obra de arte como ple-
nitud de sentido que se afirma a sí misma, y que defiende al mis-
mo tiempo la noción de obra como momento formalizador de lo

– 95 –
singular-material. La clave está para Adorno, fiel a su impulso
dialéctico, en que tanto el elemento formal como el material han
de ser momentos y no polos aislados en la construcción de lo es-
tético: «Por esto la armonía estética puede ser calificada como
momento» (ÄT 209). El concepto de obra de arte ha de ser, por
tanto, negado y conservado en su superación.

Crítica al nominalismo estético

Si Adorno critica la pretensión de totalidad, se opone con


igual contundencia a todo irracionalismo, a una absolutización
de lo concreto. Si condena al idealismo por totalitario, a la feno-
menología por secundarlo en su pretensión de dar con el sentido
total del ser y al neokantismo por caer en un mero formalismo,
condena también, como vimos, la filosofía de la vida de Simmel
(AP 326). Como señala Buck-Morss, es esto lo que distingue a
Adorno de Sartre:

Éste último sostenía que la imposibilidad de subsumir fenó-


menos particulares bajo categorías generales y abstractas constituía
una prueba de lo absurdo de la existencia. Para Adorno, tan sólo
probaba lo absurdo de todo el proceso clasificatorio y de tomar
como conocimiento un mero encasillamiento (Buck-Morss 1981,
159).

En el terreno artístico Adorno se posicionó igualmente a este


respecto. Si bien en un principio se sintió atraído por el surrealis-
mo y por la técnica del shock y del montaje como expresión de la
fragmentación y decadencia de la sociedad burguesa (cf. Mm
137), pronto rechazó estas técnicas por su absolutización de la
particularidad, que contribuiría a afianzar el statu quo (cf. Buck-
Morss 1981, 260). En esto radica la crítica de Adorno a lo que de-
nomina «nominalismo estético» y «obra de arte nominalista»,
que con su «organizarse puramente desde abajo» desemboca en
la «facticidad literal incompatible con el arte» 4. La necesidad de

– 96 –
la forma, del trabajo de elaboración artística, es para Adorno tan
importante como su no absolutización como algo en sí, y es para
él inherente al arte, por su carácter de artificio:

El carácter artificial de la obra de arte es incompatible con el


postulado de entregarse pura y simplemente a la cosa misma. Al ser
aquélla algo hecho, ostenta el momento de lo preparado, de lo «di-
rigido», momento que la vidriosidad nominalista no puede sopor-
tar (ÄT 327).

La deuda de Adorno con la estética de Schiller, subrayada


por Bürger, es patente en este punto. El juego entre libertad y ne-
cesidad, entre espontaneidad y regla-técnica, articula la defini-
ción de Schiller del arte como producto de una actividad libre
que ha de parecer necesaria o natural: «El producto bello puede y
debe obedecer a una regla; pero tiene que aparecer libre de re-
glas» (cf. Bürger 1996, 87). Este «entregarse pura y simplemente a
la cosa misma», sin la mediación de la actividad del sujeto, es lo
que Adorno achaca al surrealismo, y a técnicas como el collage o
el montaje. Tales técnicas, al no someter el material a una elabo-
ración o formalización, sino más bien a su exposición o yuxtapo-
sición, representan para Adorno una capitulación del sujeto ante
el mundo administrado. En los mismos términos interpreta co-
rrientes como la action painting o la música aleatoria, en las que
ve una «fetichización de la materia»:

Action painting, pintura informal, azarismo; podrían ser los ca-


sos extremos de esta actitud de resignación: el sujeto estético se dis-
pensa de la carga que supone dar forma a ese puro azar que está
frente a él porque desespera de poder soportar su peso (ÄT 329).

Este fetichismo de la materia lo acusa Adorno incluso en lo


que llama «los tiempos heroicos de la vanguardia», especialmen-
te en el serialismo de Webern.
El reproche de que en el dodecafonismo la materia está com-
puesta de antemano, de modo que «la paleta se torna cuadro» (D

– 97 –
157), que también esgrime el diablo en Doktor Faustus (262) ahon-
da en esta crítica a la fetichización de la materia. La reticencia de
Adorno a considerar la fotografía y el cine como arte se basa tam-
bién en la relación pasiva del sujeto respecto a la materia (cf. ÄT
14). El momento formalizador, el trabajo elaborador de la mate-
ria, es esencial al arte, que para Adorno se fundamenta, como vi-
mos, en el carácter de ficto, de artificio de la obra de arte. Por eso
la técnica es para él parte esencial del arte: «la técnica es constitu-
tiva del arte porque en ella se sintetiza el hecho de que toda obra
de arte fue hecha por hombres, que todo lo que en ella hay de ar-
tístico es producto humano» (ÄT 317). De igual modo la forma es
esencial al arte: «las posibilidades del arte son las mismas que las
de la forma y no más» (213).
Pero la defensa de la forma y de la técnica en el arte tiene que
ver no sólo con su carácter de ficto, sino sobre todo con su carác-
ter apariencial, ficticio. La categoría de apariencia recorre todo el
pensamiento adorniano y vertebra su Teoría estética. Si bien Ador-
no critica el carácter fantasmagórico del arte —por ejemplo en
Wagner— y la apariencia de reconciliación, de totalidad armo-
niosa que oculta el carácter contradictorio de la sociedad moder-
na, la apariencia, en el sentido gilsoniano que define el arte no
como «imagen de la realidad», sino como la «realidad de una
imagen», sigue vigente (Gilson 2000, 182; cf. ÄT 120).
A mi parecer, es éste el sentido de la apariencia estética de-
fendida por Adorno y no el de simulacro, propugnado por Bür-
ger respecto a Schiller y Adorno. La apariencia estética de la que
habla Schiller cuando dice que la obra de arte ha de ser algo pro-
ducido que parezca natural, la reivindica Adorno cuando dice,
con Schönberg, que en la obra de arte «no se han de notar las jun-
turas ni la cola» (PnM 87)—. A lo mismo apunta la crítica ador-
niana al «aura» artística: «La regresión bárbara de las obras de
arte a la literalidad del caso estético y el pecado de fantasmagoría
están inextricablemente enlazados» (ÄT 158).

– 98 –
¿Una estética antivanguardista?

En esa «literalidad estética», que expone la materia y la sin-


gularidad sin la mediación del trabajo formalizador, ve Adorno
una «continuación directa y falsa de la racionalidad de los fines»
(ÄT 158). «Como consecuencia de esa rebelión, las obras de arte
están a punto de recaer en la pura coseidad, como un castigo a su
hybris de querer ser más que arte» (157).
A pesar de su brillantez, la argumentación de Bürger me pa-
rece insuficiente en dos puntos. Comparto con él la existencia de
un antivanguardismo en Adorno, pero no me parece que éste ra-
dique en la defensa adorniana de la organicidad de la obra de
arte ni de la apariencia estética, y menos aún que tales catego-
rías sean idealistas. Si bien es el mismo Adorno quien esgrime la
falta de organicidad y la destrucción de la apariencia estética
contra ciertas corrientes de vanguardia, no creo que sean falsos
porque la vanguardia se caracterice por la ruptura y lo informe,
como afirma Bürger. En otras palabras, me parece que el anti-
vanguardismo de Adorno no nace de una posición teórica, sino
de una incapacidad o visceralidad frente a ella, revestida de ar-
gumentos teóricos, como le ocurre con el jazz o con composito-
res como Britten o Sibelius. El mismo Bürger ha percibido un de-
cisionismo en la decantación de Adorno por ciertos artistas o
corrientes en detrimento de otros, que Bürger acusa incluso en su
crítica a Stravinski:

Lo que más extraño resulta en la lectura de Filosofía de la nueva


música es un difícil decisionismo en la valoración. Se repiten parale-
lismos entre Schönberg y Stravinski, pero fenómenos similares son
valorados de modo totalmente diferente en ambos compositores.
Hemos visto que Adorno interpreta la renuncia de Stravinski a una
forma musical dinámica como una regresión, pero también de la
técnica dodecafónica se dice que «en el conjunto de la variación,
apenas nada varía» (PnM 94), sin que eso suponga un juicio negati-
vo. Se compara la inexpresividad de la música de Stravinski con la
frialdad emotiva de los esquizofrénicos (PnM 155); por el contrario,

– 99 –
en el capítulo sobre Schönberg su inexpresividad es signo de la mú-
sica moderna: «El derecho del sujeto a la expresión misma decae»
(PnM 102). Adorno intenta eliminar esta evidente contradicción con
el argumento de que la renuncia a la expresión es reaccionaria sólo
cuando «la fuerza que se aplica así a lo individual aparece inmedia-
tamente como una superación del individualismo» (PnM 156). Pero
que eso sea así en el caso de Stravinski y no en el de Schönberg es
una posición no analizada. No se podrá menos que comprobar que
análisis y valoraciones en la Filosofía de la nueva música están laxa-
mente conectados (Bürger 1996, 177-78).

También Martin Jay incide en este mismo punto, refiriéndose


a la superación de la decadencia burguesa:

Cuando compositores admirados por Adorno, como Mahler,


realizaron intentos por conseguirlo, Adorno sostuvo que, sin em-
bargo, contenían un momento negativo que mostraba que eran
conscientes de su imposibilidad, una especie de autocrítica que les
impedía ser meramente ideológicos (M 183). Cuando intentos simi-
lares fueron realizados por compositores hacia los que Adorno mos-
traba sentimientos ambivalentes, como Bartók o Janacek, Adorno
explicó sus rasgos afirmativos en función de la «extraterritoriali-
dad» (PnM 35) de los compositores de la periferia de Europa, donde
la racionalización del mundo administrado no había impregnado
completamente una cultura popular anterior. Cuando estos intentos
fueron realizados por compositores que no le gustaban, como Sibe-
lius, Hindemith o especialmente Stravinski, Adorno los acusó de
ser regresivamente antisubjetivistas y cómplices de las peores for-
mas de reificación. Los defensores de los compositores calumniados
por él no tardaron en señalar que tales juicios parecían a menudo
arbitrarios. ¿Por qué, por ejemplo, había de ser el finlandés Sibelius
menos extraterritorial que el húngaro Bartók o el checo Janacek?
¿Por qué había de ser Mahler menos völkisch que Stravinsky, cuyo
cosmopolitismo era tan evidente? (Jay 1988, 141-42).

A pesar de ciertas inexactitudes 5, el diagnóstico de Bürger me


parece acertado. Lo paradójico es que, a renglón seguido, trate de
justificar este decisionismo arbitrario teóricamente:

– 100 –
Lo exacto es más bien que Adorno reacciona con extraordinaria
vehemencia frente a las tendencias que se dirijan contra la institu-
ción autónoma del arte. En la medida en que, para él, el arte coinci-
de con el arte autónomo, sólo puede ver en las vanguardias la mani-
festación de una regresión (Bürger 1996, 178).

En este sentido, la interpretación que hace Jay de ese decisio-


nismo basada más en una empatía de Adorno con la Segunda Es-
cuela de Viena —que para Bürger es insuficiente (178)— y en el
conservadurismo de los mandarines alemanes (cf. Jay 1988, 98),
parece más acertada:

Quizá muchos de los juicios de Adorno puedan explicarse me-


jor por su singular aprendizaje, en la década de 1920, en la llamada
«nueva música» de la Segunda Escuela vienesa de Schoenberg y sus
seguidores (142).

Por otro lado, respecto al jazz, señala Jay que:

Es innegable que Adorno sentía una antipatía especial hacia lo


que pasaba por ser cultura popular. En realidad, a veces prejuzgó
claramente su significado, como admitió más tarde al confesar su
reacción visceral a la mera palabra «jazz» (Jay 1988, 111).

Bürger toma la palabra a Adorno y concibe la vanguardia


como ruptura y falta de unidad, justificando así su concepto inor-
gánico de vanguardia. En segundo lugar —y esto toca más a fon-
do el pensamiento adorniano—, considerar la defensa de la forma
y de la organicidad —y, por tanto, en cierto modo de la totalidad—
como un apegamiento de Adorno a la estética idealista, si bien es
verdad, no me parece que acierte con la esencia del problema.
Bürger ve aquí una vez más el antivanguardismo de Adorno:

Se recupera aquí la estética idealista en sus más osadas fórmu-


las [...]. Se comprende tal posición como una reacción de Adorno a
la pretensión de superación expresada por las vanguardias. Frente a
las tendencias de una disolución del arte en la acción (dadaísmo),

– 101 –
en la expresión (expresionismo) y en la revolución de lo cotidiano
(surrealismo), Adorno cuida de que «la frontera no sea transgredi-
da» (ÄT 169). De ahí procede su salvación irrestricta de la aparien-
cia estética; de ahí procede el hecho de que su estética esté centrada
en una teoría de la obra de arte (Bürger 1996, 97-98).

Si Adorno, en efecto, critica las nociones de totalidad y de


sentido, lo que ataca es su apriorismo respecto a lo singular, re-
ducido a mero caso, pero no renuncia nunca a la unidad:

Si la filosofía ha de aprender a renunciar a la cuestión de la tota-


lidad, esto significa de antemano que tiene que aprender a apañár-
selas sin la función simbólica en la que hasta ahora, al menos en el
idealismo, lo particular parecía representar a lo general (AP 336).

Veremos a continuación en qué sentido afirma Adorno que


también al arte afecta esta «tentación del idealismo», lo que impi-
de interpretar la crítica adorniana a la racionalidad como un dua-
lismo inconciliable entre arte y razón, que llevaría a ver el prime-
ro como un refugio frente a la segunda.

ADORNO Y LA FORMA SONATA

La dialéctica arquitectura-dinámica en la forma sonata allegro

En lo que a la música se refiere, Adorno considera el paradig-


ma de unidad, de forma cerrada, la forma sonata allegro 6. La po-
sición de Adorno respecto a la forma sonata, y en particular hacia
su lenguaje propio, el desarrollo temático, nos da una de las prin-
cipales claves para comprender su acercamiento a Mahler y
Schönberg, así como su alejamiento progresivo de autores como
Sibelius o Stravinski. A diferencia de formas preclásicas como el
rondó o la suite, que juegan con la alternancia y el contraste, la
forma sonata, con su estructura circular de exposición, desarrollo
y reexposición, es para Adorno una forma cerrada:

– 102 –
La sonata clasicista vienesa fue una forma dinámica, pero cerra-
da y precaria en su cerrazón; el rondó en cambio, con su libertad
pretendida en la alternancia de refrán y coplas, es decididamente
abierta (ÄT 328).

En esta distinción no hay que ver, sin embargo, una decanta-


ción de Adorno por las formas musicales alternantes, frente a for-
mas más elaboradas como la fuga o la sonata. Formas musicales
abiertas no son tanto para Adorno las que ostentan una «libertad
pretendida en la alternancia de refrán y coplas», sino «aquellas
categorías universales del género que buscan su equilibrio con la
crítica nominalista de lo universal». La distensión de la forma en
géneros «abiertos» como el rondó hace que «cediera más fácilmen-
te que la sonata a una estandarización barata», o bien que caiga
en el polo opuesto: «Cuando la idea de un género abierto —en sí
misma, como el rondó, bastante convencional— al renunciar a
elementos rituales se libera de la mentira de su necesidad, enton-
ces tiene que confrontarse, inerme, con el azar». De este modo,
«la aporía del nominalismo artístico culmina en la insuficiencia
de las formas abiertas» (ÄT 327-28).
Sólo el equilibrio, la tensión entre lo universal y lo singular,
es lo que configura una forma como abierta. En el caso de la for-
ma sonata, esa tensión se establecería entre su estructura alta-
mente organizada, arquitectónica, y el impulso dinamizador de
su discurso narrativo, que impide que aquélla se solidifique 7. Por
eso, frente al rondó, la forma sonata «se desarrolló dinámicamen-
te y su dinamismo, a pesar de ser una forma cerrada, no sufrió la
tipificación» (ÄT 328) 8. Este equilibrio no siempre ha existido, sin
embargo, para Adorno en la forma sonata, sino que es un logro
debido a Beethoven, ya en su período intermedio. Con su «indis-
cutida primacía del todo sobre las partes» (M 200), en el clasicis-
mo vienés lo arquitectónico prima sobre lo dinámico. Esto se evi-
dencia, en primer lugar, en la concepción de las partes de la
forma sonata como secciones y no como momentos de un fluir
continuo 9. Así, la reexposición es, según Adorno, un repetir, un

– 103 –
volver a la exposición, que entraría en contradicción con la natu-
raleza narrativo-dinámica de la forma sonata: esta reexposición
repetitiva, dice Adorno, «fue la crux de la forma sonata», pues:

Invalidaba [...] el dinamismo del desarrollo; en esto era compa-


rable al efecto que una película produce en un espectador que, una
vez acabada la proyección, permanece allí sentado para tornar a ver
el comienzo (M 241).

Si bien la caracterización general que hace Adorno de la so-


nata clásica es acertada, su caricaturización de la reexposición no
ha de tomarse al pie de la letra, sino como exageración para su-
brayar el contraste con el tratamiento de dicha sección en Beetho-
ven. Aun en el período clasicista, como señala Rosen, la reexposi-
ción no es una mera repetición, sino que «la forma de la
recapitulación está tan determinada por la sección de desarrollo
como por la exposición». Por otro lado, criticando el término ale-
mán reprise y el francés réexposition, señala que «no hemos de su-
poner que al compositor del siglo XVIII se le exigiera empezar
desde la cabeza del primer tema ni que tuviese que recorrer la
exposición entera» (Rosen 1987, 299). De hecho, la reexposición
inversa o en espejo era un recurso común en esa época (301). Por
otro lado, la inclusión de material nuevo en el desarrollo, prácti-
ca también común en el Clasicismo, modifica la reexposición
cuando es recapitulado; los desarrollos secundarios —desarrollos
introducidos en la reexposición— también muestran que la repri-
se no es la mera «repetición de algo propiamente irrepetible» (ÄT
331), tampoco en el clasicismo (cf. Rosen 1987, 303 ss).
Correspondiente con esta concepción de la reexposición, la
exposición es la parte más importante, el centro de gravedad, y el
desarrollo tiene un carácter episódico, casi de transición hacia la
reexposición. Reconociendo en Haydn a «uno de los mayores
compositores», Adorno afirma que «ha incorporado de forma pa-
radigmática a las obras de arte la nihilidad de la dinámica por
medio de la configuración de sus finali» (ÄT 332). Si bien Mozart
arrastra para Adorno gran parte de esta concepción esquemático-

– 104 –
arquitectónica de la forma sonata, el «impulso nominalista» ad-
quiere en él mayor fuerza:

En Mozart hizo sus pruebas una clase de unidad que jugaba


precisamente con la relajación de la unidad. Yuxtaponiendo ele-
mentos relativamente disociados y llenos de contrastes, hace sus
malabarismos este compositor en el que, ante todo, se alaba la segu-
ridad de la forma, siendo él mismo un virtuoso de su concepto. Tal
confianza tenía en la fuerza formal que, por así decir, dejaba sueltas
las riendas y desde la misma seguridad de la construcción dejaba
paso a las tendencias centrífugas (ÄT 188).

De la misma manera en Bach se conjuga para Adorno el má-


ximo rigor formal y constructivo con la mayor especificación (cf.
ÄT 163). Esta diferenciación en la forma la ve Adorno, por ejem-
plo, en el continuo juego, característico de Mozart, entre pasajes
melódicos y rítmicos, a veces en una misma melodía, irregulari-
dad que también caracteriza el melodismo de Sibelius, a lo que
Adorno no pareció sin embargo prestar atención. Pero también
en el plano estructural puede apreciarse esa flexibilidad de la
forma que Adorno aprecia en Mozart. En el primer tiempo de su
Sonata para piano K. 545, por ejemplo, el tema principal se reex-
pone no en el tono principal, como era costumbre, sino en el de
la subdominante; si bien esta «falsa reexposición» —«recapitula-
ción degenerada» la llama Rosen (1987, 303)— en la subdomi-
nante era también usual en la época, no deja de ser, como dicen
Forte y Gilbert, «una excepción al diseño armónico general de la
forma sonata» (1992, 334), y el carácter no resolutivo, sino recor-
datorio, que le da Mozart, es novedoso (cf. Rosen 1987, 303).
Pero si en Mozart hay, según Adorno, una evolución de la forma
sonata hacia una flexibilización de su forma, la concepción mo-
zartiana de la sonata es la tradicional. Será Beethoven quien,
para Adorno, modifique el concepto mismo de la sonata, con-
figurándola de una manera más acorde con su naturaleza diná-
mica 10.

– 105 –
El tour de force beethoveniano: la dinamización de la estructura

Beethoven realiza lo que Adorno denomina un tour de force,


un «acto de equilibrista» que «trae a la luz algo que está sobre
todo arte: la realización de lo imposible» (ÄT 162). La noción de
tour de force 11 es central en la estética adorniana, ya que apunta al
tema del carácter apariencial del arte. El tour de force pone en
equilibrio o unifica elementos a primera vista o tradicionalmente
considerados como opuestos. El primer gran tour de force lo llevó
a cabo Bach, cuya obra:

Es la síntesis de la armonía de los tonos bajos y de la polifonía.


Se la considera incluida por completo en la lógica del progreso de
los acordes, pero esa lógica, como mero resultado del contrapunto,
se vacía de su peso oprimente y heterogéneo; esto presta a la obra
de Bach su singular equilibrio (ÄT 163) 12.

Schönberg será para Adorno el último gran tour de force, cul-


minando la síntesis de armonía y contrapunto iniciada por Bach.
Después de Bach, el mayor tour de force lo realiza Beethoven, al
unificar el rigor formal con la dinamicidad y temporalidad de la
música 13. Respecto a la detención de la dinamicidad que Adorno
percibe en la reexposición, Beethoven, dice Adorno:

Solucionó este problema mediante un tour de force, que se con-


virtió para él en regla: en el fecundo instante del comienzo de la re-
exposición presenta el resultado del dinamismo, del devenir, como
confirmación y justificación de lo pasado, de aquello que en todo
caso estaba allí (M 241).

Por lo mismo, en Beethoven el centro de gravedad ya no está


en la sección expositiva, sino en el desarrollo y, por tanto, en la
procesualidad y temporalidad del devenir musical. En esto Bee-
thoven se revela para Adorno como el dador del espíritu a la for-
ma sonata, el que la configura dialécticamente y no de manera
estratificada como sus predecesores 14. En el Clasicismo, la repeti-

– 106 –
ción de la exposición y del desarrollo-reexposición como dos blo-
ques parece confirmar esta hipótesis. Sin embargo, la evolución
de la sonata en Beethoven, con su ampliación del desarrollo, de-
nota ya una estructura esencialmente triádica, y en sus últimas
obras en forma sonata omite con frecuencia esta repetición (cf.
Forte/Gilbert 1992, 332 ss).
La subordinación en Beethoven de la exposición al desarrollo
radica no sólo en la mayor duración de éste, sino en que Beetho-
ven no utiliza aquélla como enunciación. Con frecuencia, el ma-
terial expuesto por Beethoven en la exposición no son grandes
temas, como en Mozart o Haydn, sino retazos, breves células,
casi una «nada musical» como afirma Fubini, que dará pie, por
eso mismo, a ser desarrollado con gran complejidad 15. El Beetho-
ven intermedio, el Beethoven sinfónico —del «titanismo heroi-
co», como lo llama Fubini (1999, 67)—, encuentra su justificación
para Adorno en cuanto llevó a cabo este difícil tour de force, al rea-
lizar la música como procesualidad. Como vimos, Hegel repre-
senta para Adorno lo mismo en la filosofía, al vivificar el sistema
con el movimiento dialéctico; por eso, afirma, «habría que mos-
trar en Beethoven la paradoja del tour de force: que de la nada
nazca algo es la prueba estética de los primeros pasos de la lógi-
ca hegeliana» (ÄT 163).
Pero esta configuración esencialmente procesual-dinámica de
la música no sólo constituye una realización más verdadera, más
adecuada a su concepto, de la forma sonata, sino una encarna-
ción más auténtica de la propia música, que es un arte temporal
y dinámico. Que Adorno seguía adherido al principio del des-
arrollo musical lo demuestra, por ejemplo, la crítica a Stravinski
por su ausencia, que lo acercaría al mencionado nominalismo
musical; de la Historia de un soldado lamenta que «no se realiza la
composición mediante un desarrollo, sino mediante hiatos que
se suturan» (PnM 164), y compara su lenguaje con «los montajes
oníricos de los surrealistas formados con residuos diurnos» (PnM
167-68). Por otro lado, la superioridad de Schönberg radicaría en
que, renunciando a la forma sistemática y cerrada del sistema to-

– 107 –
nal, no abandona la unidad discursiva, al seguir manteniendo el
principio del desarrollo aun en sus obras atonales, merced al mé-
todo de la variación motívica. En ese sentido, dice Adorno,
Schönberg continuó siendo un artista orgánico (PnM 64) 16. Pero
lo más interesante de la crítica de Adorno a la forma sonata de
primer movimiento es el paralelismo que establece entre ella y su
materia musical, el sistema tonal. Para Adorno la forma sonata
allegro es la expresión en la estructura formal del sistema tonal.
Éste es el núcleo de su crítica, y lo que hace que ésta se extienda a
la tonalidad en su conjunto.

La forma sonata allegro como trasunto del sistema tonal

El sistema tonal se caracteriza, según Adorno, por la subordi-


nación de la disonancia a la consonancia, por la concepción de la
disonancia como desviación, que se vierte en el precepto armóni-
co tradicional de que las disonancias han de ser preparadas y re-
sueltas mediante acordes consonantes. El sistema tonal represen-
ta para Adorno la hegemonía de la consonancia, y precisamente
aquí radica su sistematicidad 17. Lo que ahora me interesa subra-
yar es que el esquema exposición-desarrollo-reexposición es la
versión estructural-discursiva del tonal: consonancia (enuncia-
ción) - disonancia (desviación) - consonancia (resolución).
La forma sonata allegro, aun cuando en un principio puede
parecer similar a la fuga barroca, tiene un sentido muy distinto.
Si bien ambas son formas narrativas, altamente organizadas, la
sonata tiene un aire dialéctico que la fuga no posee. La clave está,
como afirma Innerarity, en que en la sonata la identidad se logra
a través de un proceso, de un salir de sí para luego volver, de
modo que está al final, mientras que en la fuga la identidad está
al principio (cf. 1996 b, 75-76). La sonata es el proceso de desinte-
gración y el logro de la identidad, mientras que la fuga es la
identidad no desintegrada por las variaciones. También en el
caso específico de la reexposición Adorno la concibe como una

– 108 –
función del sistema tonal, en este caso como ampliación de la ca-
dencia, que a su vez se inscribiría en el precepto tonal de la reso-
lución de la disonancia en la consonancia: «Las formaciones con-
clusivas cadenciales [...] tienen en sí algo de reexposiciones —lo
único que la reexposición hace es, si se quiere, trasladar a gran-
des magnitudes la fórmula de la cadencia—» (M 242).
La forma sonata no es, por tanto, para Adorno sino el trasun-
to formal-discursivo de la armonía tonal. Y lo que hace que sean
totalitarias es el esquematismo de la forma:

La indiscutida primacía del todo sobre las partes en el clasicis-


mo vienés había traído como consecuencia que en muchos aspectos
las formas musicales se pareciesen y aproximasen unas a otras. Te-
nían miedo del contraste extremo (M 200).

Y afirma que el clasicismo vienés pertenece a «cualquier men-


talidad musical a la que convenga el concepto de idealismo filo-
sófico» (M 162):

El principio económico de la música tradicional, su especie de


determinación, se agota en el trueque de lo que es uno por lo que es
otro. La música tradicional prefiere desvanecerse a que en su hori-
zonte emerja lo otro. Tiene miedo a lo nuevo, que ella nunca fue ca-
paz de dominar completamente. Considerada en este aspecto, tam-
bién la gran música fue, hasta Mahler, tautológica. La congruencia
de esa música era la congruencia del sistema carente de contradic-
ciones (M 162-63) 18.

No obstante, el titanismo beethoveniano tiene para Adorno


un lado oscuro, que es su conexión con el idealismo y con la
mentalidad burguesa que, según Adorno, lo alimenta:

Ésta es la complicidad de Beethoven con la culpa de los grandes


sistemas idealistas, su complicidad con el dialéctico Hegel, en el
cual, al final, la suma de las negaciones, y con ello la suma del deve-
nir mismo, desemboca en la teodicea de lo que es (M 241) 19.

– 109 –
La lógica discursiva beethoveniana, que vivifica para Adorno
el esquematismo clasicista, cae, sin embargo, en él, al culminarla
con un ademán reconciliador (M 162).
Si en el clasicismo en efecto la totalidad se da como apriori-
dad de la forma —esquema—, como canonización de la estructu-
ra, en Beethoven la totalidad se da como forma cerrada, como in-
manencia. Ambas categorías —aprioridad y sistematicidad—
son para Adorno las claves del idealismo 20. En ambos casos se da
una subordinación de lo singular a lo universal, que es, dice
Adorno, «el pecado original», la raíz de todo mal:

Para la poderosa lógica beethoveniana de la coherencia la músi-


ca se ensambló de tal manera que se convirtió en una identidad in-
interrumpida, en un juicio analítico. La filosofía a la que de ese
modo se acomodaba la música barruntó en su cumbre hegeliana el
aguijón contenido en esa idea (M 162).

MAHLER: LA APARICIÓN DE LA NOVEDAD EN LA DINÁMICA

El tratamiento no esquemático de la forma

Puede resultar sorprendente el interés de Adorno por Mah-


ler, un compositor que compone sinfonías en el fracturado siglo
XX. Sin embargo, está en perfecta armonía con lo anteriormente
dicho, ya que, aunque compositor de sinfonías, Mahler es en
cierto modo la antítesis del músico sinfónico. En esto da Adorno
de lleno en algo verdadero. Mahler compone sinfonías sin ser
sinfónico. Mahler es, ante todo, un compositor de lieder, y sus
sinfonías son en cierto modo lieder gigantes. Adorno habla de la
«simbiosis mahleriana de lied y sinfonía»:

En ocasiones, y no sólo en los recitativos, tanto se ha asimilado


al gesto del hablar la música mahleriana que suena como si estuvie-
ra literalmente hablando, tal como lo prometió en otro tiempo —en
el romanticismo musical— el título mendelssohniano de Canciones
sin palabras (M 170).

– 110 –
Las sinfonías de Mahler tienen algo, en efecto, de «canciones
sin palabras», que lo acercan más a Schubert que a las sinfónicas
«bes» alemanas (Beethoven, Bruckner y Brahms) 21. Por eso afirma
Adorno que Mahler nunca se pudo sentir a gusto en el medio de
la gran orquesta y que estaba en ella como a contrapelo, ya que su
espíritu es, paradójicamente, intimista y sutil, más acorde con la
composición camerística, un medium, dice Adorno, «que necesa-
riamente hubo de amar alguien como él que a diario podía obser-
var hasta qué punto el aparato orquestal vuelve grosera la música
compuesta» (M 182). Esto se muestra claramente en la orquesta-
ción mahleriana, que no es monumental como en Beethoven, ni
compacta como en Bruckner o Brahms: «El material sonoro mah-
leriano es caracterizado incluso en su fisonomía por instrumentos
que saltan insumisos fuera del tutti orquestal» (M 201).
La orquesta mahleriana no es, en efecto, la gran orquesta
—por más que el número de ejecutantes sea elevado—, sino que
constituye un conjunto de grupos camerísticos. Las sinfonías de
Mahler están llenas de pasajes tocados por reducidos grupos ins-
trumentales 22. Esta inadecuación entre forma y contenido, entre
expresión y medio de expresión, es algo característico de toda la
música de Mahler, y lo que le da su aspecto desequilibrado y ner-
vioso, como de música escrita a contrapelo, de que fuerza o «des-
gañita», dice Adorno, el medium expresivo (M 168). La música de
Mahler es en este sentido contradictoria, como contradictorio es
el mundo al que pertenece, y en ese manifestar la verdad de su
tiempo está para Adorno la grandeza del arte: «La dignidad de la
música es tanto más elevada cuanto mayor es la hondura con
que se percata de la condición contradictoria del mundo» (M
173), algo que Adorno dirá más tarde de Schönberg. Pero esta in-
adecuación y forzamiento del lenguaje musical en Mahler no se
reduce a la orquestación, sino que se amplía a todas sus dimen-
siones: la forma —la forma sonata— y la tonalidad mismas.
El tratamiento no compacto de la orquesta en Mahler, sino ca-
merístico, en el que las voces individuales se distinguen, afecta a
toda su música. Lo anticompacto de Mahler radica en que en él

– 111 –
lo individual no está absorbido por lo general, por la totalidad,
sino que se distingue de ella. El tono de Mahler, dice Adorno, es
la desviación: «Su quintaesencia está en las desviaciones» (181)
«con que lo individual salta por encima de lo universal» (M
175) 23. Y esto se da en Mahler, dice Adorno, también en el tra-
tamiento de la forma, en su caso la forma sinfónica, la forma so-
nata. Aunque Mahler la sigue utilizando, la cambia de signo, la
«refuncionaliza»; mantiene su apariencia, pero la dota de un es-
píritu completamente diferente. En Mahler la forma no se trata
como algo a priori, esquemático:

Los movimientos sinfónicos mahlerianos son, sin embargo, to-


dos ellos, si se los toma como una totalidad, ríos en los que van flo-
tando todos los detalles que allí han caído, pero que jamás succio-
nan enteramente lo particular. No pueden hacer desaparecer lo
característico, porque no admiten una estructura situada más allá
de la configuración de lo característico (M 198) 24.

Mahler, en efecto, conserva la forma —y el aparato orques-


tal— tradicional, pero le insufla vida nueva. Esta curiosa ambiva-
lencia de echar «vino nuevo en odres viejos» revitalizando éstos
es una característica de toda la obra de Mahler, si bien Adorno
piensa que esto no se puede mantener, sino que ha de llevar a
romper los odres, que es lo que hará Schönberg. En el caso de la
forma sonata allegro, Adorno señala cómo Mahler, manteniendo
las tres secciones de exposición, desarrollo y reexposición, las
cambia de signo. La sección expositiva en Mahler es breve en re-
lación al conjunto:

La crítica que de los esquemas realiza Mahler transforma la so-


nata. No sólo en la Sexta es sorprendentemente corta la auténtica ex-
posición allegro. Esto ocurre a menudo; así, en la Primera, en la Ter-
cera, en la Cuarta, en la Séptima (M 242).

Pero no es la brevedad lo que constituye el cambio, sino lo


que ésta representa en Mahler, que es la renuncia a lo arquitectó-
nico, con lo que implica de estático:

– 112 –
En Mahler esa brevedad se opone al principio arquitectónico.
Cuanto menos aspira Mahler a correspondencias estáticas, tanto
menor es el detenimiento con que necesita tratar los complejos, que
en otros casos se correspondían; pero la brevedad otorga discreción
a aquello que tiene que representar arquitectónicamente la identi-
dad (M 242) 25.

El Beethoven intermedio, por mucho que vivifique la estruc-


tura de su música con la fuerza de su desarrollo, sigue teniendo,
como dice Fubini, una «escultórica evidencia» (1999, 67). Beetho-
ven realiza en sus sinfonías, como afirma Adorno, un tour de
force, manteniendo ambos extremos en equilibrio. Lo que Mahler
representa para Adorno es una disolución de lo arquitectónico,
más acorde con la naturaleza de la música:

Mahler trata la forma de un modo no esquemático, pero esto no


se debe simplemente a la mentalidad propia del innovador, sino a
su conocimiento de que el tiempo musical no consiente, a diferencia
de la arquitectura, simples relaciones de simetría. Para el tiempo
musical lo idéntico es no idéntico; y lo no idéntico puede engendrar
la identidad; nada es indiferente a la sucesión. Todo lo que ocurre
ha de tener en cuenta de manera específica lo que ha ocurrido ante-
riormente (M 202).

Refuncionalización de las secciones de exposición,


desarrollo y reexposición

Adorno habla así de «la naturaleza antiarquitectónica de la


exposición» en Mahler, coherente con la «intención antiarquitec-
tónica» de toda su música (M 228-29). Respecto a la exposición,
esta intención antiarquitectónica se traduce en que no tenga el
carácter de una sección o parte autónoma. Si bien en cuanto a su
brevedad el tratamiento mahleriano de la exposición tiene su an-
tecedente en Beethoven 26, por más que la exposición se contraiga
respecto al desarrollo, sigue teniendo cierto carácter de sección,

– 113 –
en gran parte porque se rige por el principio de oposición, de la
dualidad de temas A y B 27. Acorde con esta concepción no arqui-
tectónica-estática de la exposición, en ocasiones Mahler abando-
nará incluso la tradicional dualidad de temas (cf. M 154), como
en su Primera Sinfonía, en la que realiza una exposición monote-
mática y «tiende, en general, a formular escuetamente los segun-
dos complejos temáticos», sin darles casi nunca un carácter anta-
gónico. De ese modo, en Mahler:

Las exposiciones, que antes eran estructuras dotadas de un


gran peso propio, se transforman en exposiciones en el sentido mo-
desto de la palabra, esto es, en una presentación de las dramatis per-
sonae, cuya historia musical se narrará luego (M 243).

Por eso, frente al Beethoven intermedio, «el desarrollo no ac-


túa ya como antítesis dinámica de las relaciones estáticas básicas.
Esto hace que la sonata quede modificada hasta en lo más íntimo
de sí». Frente a los desarrollos dialécticos beethovenianos, Mah-
ler concibe el desarrollo como una «modificación permanente»
(M 242) «que en ningún momento tiende hacia una meta racio-
nalmente fijada» (229) 28. También aquí la música de Mahler se re-
vela como imagen adecuada a la esencia de la música misma y
como modelo para una consideración intrahistórica del ser, que
ya anticipó Hegel:

Mahler no cree en ninguna otra forma de eternidad que en la


transitoria. Lo mismo que la filosofía de la Fenomenología hegeliana,
la música es en Mahler la vida objetiva que vuelve una vez más, a
través del sujeto; y el retorno de esa vida en el espacio interior la
transfigura hasta hacer de ella el espumeante Absoluto [...]. El oído
se deja arrastrar por la corriente de la música como el ojo del lector
avanza de página en página; el mudo ruido de las palabras conver-
ge con el secreto de la música (M 218).

En cuanto a la reexposición, Mahler la cambia también de


signo, no siendo en él ni mera repetición ni retorno ni resolución,

– 114 –
sino, dice Adorno, como una cita o un recuerdo de la exposición.
Así, manteniendo la estructura triádica de la forma sonata, se
conserva la unidad de la forma, la imagen del todo, pero sin rea-
lizarlo, como insinuándolo: «Ya en Beethoven la estática simetría
de las reexposiciones amenaza con desmentir las pretensiones di-
námicas» (M 211). Éste es, por tanto, el tour de force que realiza
Mahler, un tour de force que afectaría incluso con más fuerza que
el de Beethoven a la esencia de la música: dar cabida a la nove-
dad en el devenir musical (cf. M 162-63). En este sentido, afirma
Adorno, «la música como tal tiene más cosas en común con la
lógica dialéctica que con la lógica discursiva» (M 162), y el Bee-
thoven intermedio ha sido, como hemos visto, el culmen de esta
tautologicidad musical: «La congruencia de esa música era la
congruencia del sistema carente de contradicciones». Frente a
ella «Mahler dice adiós al sistema; la fisura se convierte en la ley
que rige la forma» (M 163).
Ahora alcanzamos a ver el sentido positivo de lo que Ador-
no caracteriza como «tono» de la música mahleriana: la desvia-
ción y el rompimiento. Con esto no alude Adorno tanto a la rup-
tura de lo general por parte de lo individual, sino más bien a la
aparición de novedades en el devenir, algo que es imposible si
éste se considera como el despliegue de una totalidad. Adorno
pone como modelo el primer movimiento de la Primera sinfonía
de Mahler, en la que «hace aparición en el desarrollo un tema
nuevo. Su núcleo temático lo introducen los violonchelos en el
comienzo mismo del desarrollo» (M 161). Como dijimos, ya en
Beethoven —por ejemplo en el primer tiempo de la Heroica—, e
incluso antes, era común introducir material temático nuevo en
el desarrollo, algo a lo que Adorno no da, a mi parecer, la impor-
tancia que merece, y de lo que desvía sistemáticamente la vista,
para que la música clasicista encaje así bajo la determinación de
sistemática 29. No obstante, también es cierto que Mahler, siguien-
do con su Primera sinfonía, confiere un sentido más radical a esa
novedad, ya que en la mencionada obra no se limita a introducir
y reexponer material nuevo, sino a variar su significado en el de-

– 115 –
curso del movimiento, de manera que «cuando reaparece la tóni-
ca, ese tema se quita la máscara y resulta ser —a posteriori, por así
decirlo— el tema principal, cosa que nunca fue en el momento en
que apareció» (M 161).
En este sentido, Adorno compara las sinfonías mahlerianas a
novelas, en el sentido de totalidades no cerradas:

La relación de Mahler con la novela como forma se puede de-


mostrar, por ejemplo, en su tendencia a introducir temas nuevos o,
al menos, a disfrazar materiales temáticos de tal manera que luego,
en el decurso de los movimientos, producen efectos enteramente
nuevos (M 220).

Así, frente a toda lógica musical deductiva:

Incluso figuras que, como ocurre en la Quinta, son de hecho una


evolución motívica de algo anterior se convierten, en Mahler, en fi-
guras llenas de frescor, sustraídas a la maquinaria del decurso mu-
sical. Mientras la sinfonía dramática cree asir su propia idea en la
inexorabilidad de su encadenamiento, inexorabilidad que está re-
medada del modelo de la lógica discursiva, las sinfonías-novelas in-
tentan encontrar la salida que lleve fuera de esa lógica: ellas quisie-
ran escapar hacia el aire libre. En este intento todos los temas
mahlerianos, como los personajes de las novelas, continúan siendo
reconocibles; sin embargo, incluso cuando tienen una evolución po-
seen identidad consigo mismos (M 221).

Ocurre por tanto que ese desenmascaramiento, que consti-


tuye la auténtica novedad, y que acontece al comienzo de la re-
exposición, es preparado al aparecer como tema nuevo en el
desarrollo, de manera que es una novedad que, por así decir,
acontece históricamente y no como un juego de magia. El juego
universal-singular, o forma-materia, es retomado aquí como jue-
go entre historia y novedad:

Ese tema salda la obligación de ofrecer algo nuevo engendrada


por la fanfarria, de igual manera que la larga historia de ese tema es

– 116 –
lo que hace que de él salga en secreto el todo, y esto es algo que está
de acuerdo con el espíritu de la sonata y que a la vez va contra ese
espíritu (M 161-62).

Éste es el tour de force que logra la música mahleriana, que se


realiza, como en el caso de Beethoven, en el seno de la forma so-
nata, pero que llega más lejos, ya que lo presupone, y que consis-
te en aunar la unidad y el rigor formal ya no únicamente con la
dinamicidad, sino con la novedad. Aquí se plasmaría el ideal de
forma abierta que tratamos anteriormente, que conlleva para
Adorno una nueva concepción del tiempo, de la historia, no sim-
plemente como dinamicidad o movimiento —como ocurriría en
Hegel y Beethoven con su concepción sistemática de la dialécti-
ca—, sino como un devenir que es capaz de acoger la aparición
de la novedad: «Esa modificación, que se va grabando, de algo
fijo es tan poco clasicista como la tolerancia de una existencia
musical individual determinada, el carácter indeleble de las figu-
ras temáticas» (M 221).
«El infierno es el espacio absoluto», dice Adorno. Tanto la si-
multaneidad total del sistema que todo lo explica, como el puro di-
namismo, el perpetuum mobile, «aquellos movimientos que no se
detienen, que, carentes de meta, giran en sí mismos» realizan la
permanencia en lo siempre idéntico (M 155). En este sentido Ador-
no afirma también que «el tiempo no es el instante», y defiende
por ello, con Schumann, «las celestiales longitudes de Schubert»,
a la par que critica a quienes acusan a Mahler de demasiado ex-
tenso: «Lamentarse de las longitudes mahlerianas no es más dig-
no que aquella mentalidad que comercia al por menor con ver-
siones abreviadas de Fielding o de Balzac o de Dostoievski».
Ambos escapan para Adorno del ideal dramático-clasicista de la
sinfonía, que contrae el tiempo en pro de una evidencia arquitec-
tónica 30: «En cambio, el tipo épico de la sinfonía paladea el tiem-
po, se abandona a él, quisiera concretar en duración viviente el
tiempo físicamente mensurable» (M 221-22). El carácter antiar-
quitectónico de la música de Mahler revela así que:

– 117 –
La música quisiera llegar a realizar justo aquello a lo que el pen-
sar tradicional —los conceptos petrificados en una identidad rígi-
da— es incitado, con esfuerzos dignos de Sísifo, por la filosofía. La
utopía mahleriana es que tanto lo que ya ha sido como lo que aún
no ha sido «se mueva de sitio» en el devenir (M 162).

EL ÚLTIMO BEETHOVEN

El pensamiento de la muerte

Si el Beethoven intermedio es considerado por Adorno como


paradigma de la música burguesa, como el trasunto musical del
idealismo, el último Beethoven —menos sinfónico y más came-
rístico— es visto por él como la negación del anterior, al pasar de
un arte afirmativo a uno crítico. El papel de la negación como
motor —tanto en el pensamiento como en el arte—, que otorga al
arte o a la filosofía crítica una superioridad sustancial sobre la
«afirmativa», es uno de los presupuestos esenciales de la estética
adorniana, vertido en su concepto de «negación determinada»
(bestimmte Negation), una de las categorías clave también de la fi-
losofía de Hegel.
Pero frente a Hegel, la negación no ha de resolverse para
Adorno en una síntesis final, sino que sólo ha de apuntarla. Aquí
se perfila el tema de la utopía, tan importante en el pensamiento
adorniano. El arte y la filosofía han de denunciar las contradic-
ciones de su tiempo, y como negación de la negatividad apuntan
hacia una realidad «más correcta». Pero mientras la positividad y
el sentido no se den en la realidad, es engañoso plasmarlos en el
arte, pues en ese momento el arte se desligaría del mundo para
convertirse en un reino aparte que narcotizaría al sujeto.
Como señala Schweppenhäuser, Adorno se alinea en este
punto con Marx, que reivindica, frente a Hegel, una dimensión
práctica, y no meramente teórica, de la negación determinada:
«Con Marx ve Adorno que la identidad, el todo, no se realiza a

– 118 –
través de la contradicción lógica, sino a través de dolorosos anta-
gonismos sociales, máximamente reales» (Schweppenhäuser
1996, 35-36). Por lo mismo, la totalidad no es para Adorno la sín-
tesis intelectual hegeliana, sino la de una sociedad que oprime lo
individual:

por eso invierte Adorno la célebre sentencia de la Fenomenología


del Espíritu. Válida para Hegel, sin duda, respecto al todo universal:
«Lo verdadero es el todo [...]» en Adorno, para quien sin embargo
es únicamente una totalidad social, es: «El todo es lo falso» [...]. Sólo
desde esta perspectiva se evidencia la reconocible devenida esencia
de la falsa totalidad social como lo falso (Schweppenhäuser 1996,
36).

Ahora bien, el acuerdo en esto de Adorno con Marx no es to-


tal. Si bien está con él en la transformación materialista de la dia-
léctica hegeliana, considera obsoleta su creencia en que la socie-
dad burguesa pueda crear las condiciones materiales para la
solución de los antagonismos sociales, como «último escalón que
concluirá la prehistoria de la humanidad». Para Adorno la prehis-
toria de la humanidad se prolonga indefinidamente, a pesar de
las decisivas transformaciones de la sociedad burgesa (DA 48),
que no ha salido para él de la estructura mercancía, del principio
de intercambio. En tanto la reconciliación de los antagonismos so-
ciales no sea real, es engañoso anticiparla en el pensamiento o en
el arte, como hacen los grandes sistemas especulativos o las obras
de arte plenas de sentido. Éste es el sentido de la controvertida
sentencia de Adorno de que «después de Auschwitz es imposible
escribir poesía» (Mm 89). En una sociedad caracterizada por la
aniquilación del individuo bajo universalidades abstractas, una
sociedad radicalmente negativa, la única posición legítima del
arte para Adorno es su negación.
El método hegeliano de la «negación de la negación» es
transportado por Adorno a la relación entre arte y sociedad como
«negación determinada de una determinada sociedad» (ÄT 345).
De este modo el arte sólo es verdadero en la medida en que ex-

– 119 –
prese un contenido crítico, que la filosofía ha de desplegar. Como
vimos, el antagonismo esencial de la sociedad es para Adorno la
colisión de lo singular con la universalidad abstracta que lo redu-
ce a caso particular. El sinfonismo del Beethoven intermedio, con
su concepción redonda, conclusiva, de la forma sonata, en la que
un sentido total reconcilia todos los antagonismos del desarrollo,
era por ello cómplice para Adorno con el idealismo hegeliano,
que ocultaba los antagonismos reales.
En su último período creador, sin embargo, Beethoven asu-
mió y expresó el carácter contradictorio de la sociedad burguesa,
en el conflicto entre lo singular y lo universal abstracto. Esto lo
ha expuesto Adorno en su ya citado artículo «El estilo tardío de Be-
ethoven». El estilo de madurez de Beethoven se caracterizaría por
tres aspectos: en primer lugar, la presentación de lo material y
convencional desnudamente, sin elaborar subjetivamente; en se-
gundo lugar, la introducción continua de interrupciones y cesu-
ras que rompen la forma; y por último, el retorno a la «objetivi-
dad» polifónica. Adorno explica lo característico de dicho estilo
de manera opuesta a todo planteamiento psicológico, subjetivo.
Según este planteamiento, «se trata de productos de una subjeti-
vidad [...] que se manifiesta sin reparos y que, con el único fin de
expresarse a sí misma, quiebra la redondez de la forma» (Mm
13).
Tal interpretación, dice Adorno, acierta a ver «la fuerza ex-
plosiva de la subjetividad en la obra de arte tardía, pero la busca
en la dirección opuesta hacia la que esa fuerza empuja: la busca
en la expresión de la subjetividad misma». Por el contrario, la
fuerza de las últimas obras de Beethoven no está en la irrupción
de la subjetividad en la obra, sino al contrario, en su alejamiento:

El poder de la subjetividad en las obras de arte tardías es el ges-


to triunfal con el cual las abandona. Las hace estallar, no para expre-
sarse a sí misma, sino para despojarse inexpresivamente de la apa-
riencia de arte (Mm 15).

– 120 –
El contenido del arte burgués, del que el Beethoven interme-
dio era para Adorno claro exponente, era la armonía entre lo in-
dividual y lo general, entre lo subjetivo y lo objetivo, la subjetivi-
dad hegemónica, capaz de conciliar en una unidad de sentido la
alteridad. Ahora bien, tal hegemonía se ha revelado como domi-
nio que ha absorbido al sujeto mismo, al individuo; se ha revela-
do apariencia, falsedad.

La manifestación del carácter apariencial del arte: la colisión entre


objetividad y subjetividad

Esa apariencia de arte es la que rompe el último Beethoven;


en él, ya no hay armonía entre lo subjetivo y lo objetivo, dominio
hegemónico del sujeto sobre la objetividad, sino impotencia del
sujeto frente a una objetividad que lo aplasta. Lo que expresa el
último Beethoven, dice Adorno, es «la impotencia final del yo
ante el ser» (Mm 15). De ahí la «concisión» de ese estilo, que
quiere «no tanto purificar el lenguaje musical de la retórica como
más bien a la retórica de la apariencia de su dominio subjetivo»
(16). Por eso los recursos retóricos, convencionales, aparecen en
el último Beethoven desnudos, sin configurar subjetivamente:

Todo su lenguaje formal —incluso allí donde se sirve de una


sintaxis tan singular como en las cinco últimas sonatas para piano—
está regado de fórmulas y locuciones de la convención. Estas sona-
tas están llenas de cadenas de trinos decorativos, cadencias y flori-
turas; es frecuente que la convención se haga visible en su desnu-
dez, sin adornos y sin transformación (Mm 14-15).

La materia ya no aparece plegada al sujeto, como en el perío-


do intermedio, sino como algo objetivo, que se impone frente al
sujeto. Tal objetividad, impuesta sobrecogedoramente sobre el
sujeto, manifiestaría «el pensamiento de la muerte»: «Tocada por
la muerte, la mano maestra libera las masas de materia que pre-
viamente había formado» (Ibíd).

– 121 –
Sin embargo, tal «pensamiento de la muerte» no ha de enten-
derse psicológicamente, sino universalmente, expresión de la
condición universal del sujeto moderno: «Las convenciones mis-
mas se transforman finalmente en expresión; expresión ya no del
yo particularizado, sino del carácter mítico de la criatura y de su
caída». Por eso, la subjetividad en el último Beethoven no se «ex-
presa» irrumpiendo en la objetividad del material artístico, sino
al contrario, desapareciendo, para expresar su impotencia: «Pero
la subjetividad, en tanto que mortal y en nombre de la muerte,
desaparece en verdad de la obra de arte» (Mm 15-16).
El último Beethoven es expresión no de la subjetividad hege-
mónica que se expresa en imágenes, es decir, bajo la categoría de
sentido que ella confiere a la objetividad, sino de la subjetividad
mortal, impotente ante la objetividad, que se expresa bajo la cate-
goría de colisión, de choque con lo general, visto como alteridad
no domeñable por la subjetividad:

Beethoven ya no recoge en imágenes el paisaje, ahora abando-


nado y alienado. Lo irradia con el fuego que inflama la subjetivi-
dad, mientras que ésta rebota al golpear sobre las paredes de la
obra, fiel a la idea de su dinámica. Su obra tardía queda como pro-
ceso; pero no como desarrollo, sino como ignición entre los extre-
mos que ya no soportan ningún centro seguro ni armonía que sur-
jan de la espontaneidad (Mm 16).

Por eso dice Adorno que lo que el último Beethoven expresa


de la historia «no es tanto su desarrollo cuanto la impronta» (Mm
13). La historia ya no es concebida como unidad de sentido,
como despliegue de la subjetividad, sino como «curso del mun-
do», como alteridad absoluta frente al sujeto, que le impone su
decurso. El último Beethoven ya no expresa la síntesis, la armo-
nía entre lo universal y lo individual —sentido—, sino que los re-
fleja como extremos opuestos: lo universal como convención des-
nuda, como «objetividad polifónica», la subjetividad como
cesuras e interrupciones súbitas, como inesperados crescendi y di-

– 122 –
minuendi, como bruscas apariciones en la objetividad, y no como
configuración —dominio— de la materia.
Si la subjetividad aparece en el último Beethoven lo hace no
como presencia hegemónica o expresiva, sino fugazmente, para
ocultarse de nuevo, como un fútil reflejo en el mar de la materia;
más que la subjetividad misma, lo que se expresa es su huella en
la objetividad: «Se da a conocer de forma cifrada, únicamente en
los vacíos desde los que brota». Así:

Se ilumina el contrasentido según el cual el último Beethoven es


llamado al mismo tiempo subjetivo y objetivo. Objetivo es el paisaje
resquebrajado, subjetiva la única luz que puede encenderlo. Beetho-
ven no produce su síntesis armónica (Mm 17).

Esta presencia de la subjetividad, aunque sea en negativo, en


el gesto o la huella de su huida, es la que ilumina la materia. No
se trata de eliminar la subjetividad, sino de abandonar la subjeti-
vidad dominadora, hegemónica. Para Adorno, sin subjetividad
no hay verdad. Por tanto, lo dicho en su escrito sobre el último
Beethoven no ha de entenderse como una renuncia o capitula-
ción del sujeto ante la objetividad, ni ha de inferirse de él un con-
cepto de verdad como pura objetividad, como un mero hablar de
la materia. Si en el último Beethoven las convenciones, la retóri-
ca, hablan por sí mismas, «lo hacen sólo en el momento en que la
subjetividad, huyendo, pasa a través de ella y la ilumina inespe-
radamente con su intención» (Mm 16).
La verdad, por tanto, no consistiría en la ausencia de la subje-
tividad, en la exposición de la pura objetividad 31. La verdad
siempre requiere de la mediación subjetiva. Lo que dice Adorno
es que la subjetividad no ha de configurar, dominar, formalizar,
sino iluminar la objetividad, y no en un sentido pasivo para la ob-
jetividad. La objetividad, la materia, no ha de ser pasivamente
iluminada por la subjetividad, sino que ha de resplandecer, encen-
derse por medio de la subjetividad.

– 123 –
WAGNER Y EL NOMINALISMO MUSICAL

La técnica del leitmotiv como paralización del desarrollo temático

Como hemos visto, la reflexión adorniana en torno a la uni-


dad puede entenderse, empleando términos del propio Adorno,
como una tensión o «campo de fuerzas» entre nominalismo e idea-
lismo. La expresión «nominalismo estético» planea por toda su
Teoría estética como lo opuesto al igualmente falso formalismo.
También en la Dialéctica negativa arremete contra el nominalismo
filosófico, en este caso frente al idealismo 32. En ambos casos, la ab-
solutización de uno de estos polos es falsa, porque cancela la re-
lación dialéctica entre lo singular y lo universal, que constituye
para Adorno la verdad de ambos. Sólo como momentos mutua-
mente mediados son verdaderos:

La relación entre lo universal y lo particular no es tan simple


como sugiere el nominalismo ni tan trivial como como afirma la es-
tética tradicional al decir que lo universal tiene que particularizarse.
Una disyunción definitiva entre nominalismo y universalismo care-
ce de valor (ÄT 299).

Por otra parte, la pura afirmación de la multiplicidad en su


singularidad, ese «organizarse puramente desde abajo en vez de
recibir la impronta de unos previos principios organizativos»
(ÄT 327), la «literalidad bárbara» (135) que achaca Adorno a al-
gunas corrientes neovanguardistas, conduce a «esa falta de ten-
sión de tantos cuadros y piezas musicales en los decenios de la
posguerra», que los hace cómplices de una «falsa positividad»
(ÄT 238), y que en el fondo no son sino la «capitulación del suje-
to ante las fuerzas que lo oprimen» (ÄT 232). La crítica de Ador-
no al collage y a la action painting inciden sobre este punto 33.
No olvidemos que lo que Adorno ensalza en Mahler o Schön-
berg no es la disolución o el debilitamiento de la forma, sino su
tratamiento no esquemático. Ambos artistas son para el filósofo

– 124 –
maestros de la forma: el primero porque —como el Beethoven
tardío— parodia la forma, destacando deliberadamente sus con-
tornos, de manera que, como en los cuadros de Mondrian, apare-
ce en su carácter de límite, transgredido por la singularidad que
configura; el segundo porque, abandonando ya todo principio
formal apriorístico, delinea la forma como conexión de lo múlti-
ple. Pero en ambos casos, la forma, la unidad, sigue presente con
enorme fuerza, como constitutivo esencial de la obra de arte.
Mientras la «tendencia nominalista» esté aliada con el «rigor de
la forma», ambos momentos se fecundan mutuamente 34.
Hay que distinguir, por tanto, entre el nominalismo como
atención a la singularidad y el nominalismo como absolutización
de lo singular que diluye lo universal. Es refiriéndose al primero
cuando Adorno habla de un «nominalismo inmanente» del arte:
«El principium individuationis del arte, su nominalismo inmanen-
te, es sólo una indicación y no un hecho previo» (ÄT 299). Y un
poco antes ha afirmado:

Pero la tendencia hacia el nominalismo no procede de reflexio-


nes, sino de las obras mismas y, por ello, de una realidad universal
en el arte. Éste ha intentado, desde tiempos inmemoriales, salvar lo
particular; la particularización creciente es una tendencia inmanen-
te [del arte]. Las obras realmente conseguidas fueron, desde siem-
pre, aquellas en que más había triunfado la especificación (ÄT 299).

Pero en el momento en que la singularidad disuelve o debili-


ta el elemento formal, el arte comienza a debilitarse también. Por
eso el nominalismo «es a la vez una amenaza para las obras de
arte y la causa de su nacimiento» (ÄT 299).Y este proceso comen-
zó a darse, según Adorno, en Wagner, en quien el filósofo ve al
inaugurador del nominalismo musical (PnM 60).
La valoración que Adorno hace de la figura y de la obra de
Wagner es compleja. Por un lado, aunque reconoce su moderni-
dad y su gran influencia en el arte contemporáneo, no deja de
criticar fuertemente su estética. Su cromatismo armónico, que se
aleja de la armonía funcional, hace del compositor «el artista más

– 125 –
progresista de su época» y de su material, «el más avanzado»;
por eso, dice Adorno, «no hay un sólo elemento decadente en la
obra de Wagner del que una mente productiva no pudiera ex-
traer las fuerzas del futuro» (VW 31). Por otro lado, el mismo
Schönberg reconoce que Wagner ha sido uno de sus grandes
maestros. Pero junto a la modernidad de su lenguaje armónico,
Adorno percibe en Wagner un gusto por lo grandilocuente y lo
totalitario, que lo hace cómplice de lo burgués y que lo conecta
con el Beethoven sinfónico intermedio.
Como vimos, cuando Adorno critica el ademán totalizante
del Beethoven intermedio, ve ese énfasis en la totalidad como
consecuencia de una desmembración de la unidad. Adorno ha-
bla, como vimos, de un nominalismo en Bach o en Mozart, pero
en ellos el nominalismo no disuelve lo universal, sino que está en
relación dialéctica con él. Cuando esa confianza en la forma des-
aparece, cuando, ante la avalancha de lo singular, de lo heterogé-
neo, se vuelve problemática, es cuando la forma se torna imposi-
tiva, como ocurre para Adorno por primera vez en el sinfonismo
de Beethoven:

En la vieja herencia tradicional, la idea de la unidad como for-


ma es tan inconmovible que puede soportar las mayores cargas,
mientras que en Beethoven, en quien la unidad ha perdido ya su
sustancialidad por los ataques nominalistas, la tendencia hacia ella
es mucho más rígida: es la que, a priori, está dando forma a lo múl-
tiple y lo liga fuertemente con mayor triunfalismo (ÄT 212) 35.

La fuga representa para Adorno la resistencia de la forma, del


sujeto, ante las adversidades, mientras que en la sonata la forma,
la identidad del sujeto, se configura, deviene, de su triunfo sobre
las adversidades. De la misma manera, la técnica del montaje y el
constructivismo son para Adorno dos caras de la misma mone-
da: «La crítica del montaje se extiende también al constructivis-
mo, bajo el que se oculta aquél, porque la configuración construc-
tivista se realiza a costa de los impulsos particulares» (ÄT 234).

– 126 –
En esto consiste la utopía y la antinomia del nominalismo estéti-
co que Adorno detecta. Los «ataques nominalistas» que socavan
la sustancialidad de la forma en Beethoven —y que precisamen-
te por eso acaba por imponerse autoritariamente— son también
los que llevan, según Adorno, a la preeminencia del todo en He-
gel, que tiene que imponerse en el filósofo detrás del movimien-
to dialéctico 36. En este sentido ambos titanes son también gran-
des burgueses, y por eso será la novela para Adorno una forma
de arte esencialmente burguesa:

Su efecto [del nominalismo] no es sólo la particularización y, con


ella, la completa conformación de las obras singulares: también cla-
sifica las realidades universales hacia las que se orientan las obras y
borra la línea de demarcación respecto de una experiencia empírica
sin conformación, en bruto [...]. Prototipo de esto es el crecimiento en
importancia de la novela en la época burguesa, a pesar de ser forma
nominalista y, por tanto, paradójica par excellence; toda la pérdida de
autenticidad en el arte nuevo data de entonces (ÄT 299).

En Wagner, a diferencia de Beethoven, la tendencia nomina-


lista dejaría de estar en relación dialéctica con el impulso formal
y pasaría a disolver la unidad. Frente al Beethoven intermedio —
donde la subjetividad burguesa confiere sentido desde sí a lo
existente— o al último Beethoven —que muestra el conflicto en-
tre el sujeto y lo universal—, «las óperas de Wagner carecían de
todo principio real de desarrollo o de toda auténtica subjetivi-
dad» (Jay 1988, 139). Como dice Jay, «el único sujeto musical que
Adorno tomó alguna vez en serio fue el burgués, cuya desinte-
gración el Beethoven tardío fue el primero en registrar» (138). En
efecto, como vimos al analizar la recepción adorniana del marxis-
mo, Adorno nunca simpatizó con la confianza del marxismo en
el sujeto colectivo del proletariado, y criticó duramente cualquier
intento de música colectiva (cf. D 51 ss).
En Wagner, Adorno detecta esta presencia de un sujeto colec-
tivo en su búsqueda de la regeneración del Volk alemán median-
te la resurrección de una comunidad mítica y en su tendencia a

– 127 –
un arte de masas. Pero sobre todo, Adorno percibe esta disolu-
ción del sujeto en factores estrictamente musicales, principal-
mente en la falta de un auténtico desarrollo temático. Como afir-
ma Jay, Adorno siempre albergó dudas hacia la ópera, ante todo
por su dependencia de factores extramusicales, que merman el
desarrollo musical puro (Jay 1988, 138) 37. En el caso de Wagner,
que con el uso del leitmotiv pretendía compaginar un desarrollo
musical puro con la acción dramática, tampocó se logró para
Adorno esa síntesis, que sólo con Schönberg se obtendría, al apli-
car a la ópera la técnica dodecafónica.
La técnica del leitmotiv, en la que determinado personaje o
sentimiento está representado por un tema, no propicia según
Adorno el desarrollo temático, sino su estancamiento, al funcio-
nar no como principio de desarrollo, sino como recordatorio,
desempeñando «una función de mercancía, bastante parecida a
la de un anuncio publicitario» (VW 28-29). La técnica del leitmo-
tiv prepara así la industria cultural y la regresión del oyente del
siglo XX: «Anticipándose a la práctica universal de la cultura de
masas más tarde, la música está destinada a ser recordada, va di-
rigida al olvidadizo» (VW 29) 38; y constituye no un renacimiento
de la tragedia griega —como decía el joven Nietzsche—, sino
más bien «un nacimiento del cine a partir del espíritu de la músi-
ca» (VW 102). Pero el leitmotiv anticipa también para Adorno la
atomización del material, culminación de la tendencia nominalis-
ta, que constituye el núcleo de su crítica al dodecafonismo y al
serialismo integral incoado en Webern (PnM 115).
Es esta falta de desarrollo, de una lógica musical pura, la que,
como señala Jay, hace que Adorno conciba a Wagner como
opuesto a Beethoven y no como el introductor en la ópera de sus
logros sinfónicos (cf. Jay 1988, 139). Por otro lado, la incompati-
bilidad que el filósofo detecta entre la técnica del leitmotiv y un
auténtico desarrollo temático hace, según él, que el elemento for-
mal-constructivo se disocie del material sonoro y propicie la des-
mesurada duración de los dramas musicales wagnerianos, la «hi-
perextensión de la dimensión temporal» y la monumentalidad

– 128 –
(VW 50). A esto se refiere también Richard Klein al hablar de
«una evidente ruptura en el drama musical entre elemento y
gran forma, entre detalle expresivo y arquitectura» (1998, 178). De
este modo se cumple también en Wagner la conversión del nomi-
nalismo en su opuesto, evidenciando que «la atomización del
material se corresponde de antemano con la monumentalidad
del edificio» (15, 15).

La espacialización del discurrir musical

Esta distensión de la forma causada por la falta de un autén-


tico desarrollo musical penetra también en las demás dimensio-
nes musicales. Así, Adorno compara la melodía infinita de Wag-
ner, con sus continuas fluctuaciones que nunca resuelven, al
«infinito deficiente» de Hegel (cf. Jay 1988, 139). En el plano ar-
mónico, aunque Adorno reconoce que el cromatismo, con la di-
solución de la tonalidad que implica, anticipa los desarrollos de
la música moderna, critica «la ausencia de toda progresión armó-
nica real» (VW 84), que implica una concepción estática —espa-
cial— del tiempo. Con esto tocamos el centro de la crítica ador-
niana a la música de Wagner, la «espacialización del discurrir
temporal», en palabras del propio filósofo (PnM 173) 39.
Como vimos, Adorno concibe la música como un arte esen-
cialmente temporal. Frente a quienes han puesto en relación mú-
sica y arquitectura, Adorno las considera esencialmente diferen-
tes, por el carácter dinámico de la primera y el carácter estático de
la segunda. Por esta razón, siempre mantuvo sus reservas hacia
las grandes formas, como la ópera o la sinfonía, que tienen algo
de «arquitectura de sonidos» y, por tanto, un elemento estático. La
forma, la lógica musical —imprescindible para Adorno—, no ha
de darse como macroestructura, sino conectivamente, como rela-
ción interna entre los elementos, a la manera de un tejido. Schön-
berg, con su renuncia a todo principio estructural a priori, con su
lógica conectiva, realizó acabadamente así el dinamismo musical.

– 129 –
No obstante, también Beethoven, incluso en su período interme-
dio, fue fiel a este dinamismo, «por la fuerza de su desarrollo mu-
sical» (PnM 76), lo mismo que Mahler más tarde.
Es notable a este respecto la ceguera de Adorno para percibir
esto mismo en Debussy, que realiza esa dynamis de manera toda-
vía más radical y más natural que Schönberg. El desprecio del
compositor francés por la sinfonía y por toda forma arquitectó
nica es aún más radical que en Schönberg, que escribió dos sinfo-
nías, dos conciertos y varias obras camerísticas con estructura so-
nata, formas que en Debussy están prácticamente ausentes. Por
otra parte, resulta curioso que Adorno critique la música arquitec-
tónica y que, sin embargo, defienda denodadamente su medium,
el desarrollo temático, que Schönberg no abandonó nunca. De-
bussy, más coherente que el alemán, rechazará junto a las formas
sinfónicas arquitectónicas el desarrollo temático, sustituyéndolo
por formas conectivas mucho más libres.
Adorno, por el contrario —y en esto se muestra muy ale-
mán—, no concibe otro principio dinámico para la música que el
desarrollo temático; y si defiende la vanguardia musical alema-
na, es porque sigue fiel a ese principio:

«La crítica filosófica de un nominalismo no reflexivo impide


identificar el camino de la negatividad progresista —negación de
un sentido objetivamente obligado— con el camino del progreso
del arte. Una canción de Webern sigue estando muy bien desarrolla-
da en sí misma» (ÄT 239).

La ausencia en Wagner de un verdadero desarrollo temático,


paralelo según Adorno con su armonía cromática no progresi-
va 40, y de la melodía como un vuelo sin dirección concreta, hace
que se pierda la dynamis musical y que el tiempo se paralice en
un «extraño detenerse», que afecta siempre a la dinámica de su
música (VW 34), y que encubre la glorificación de la totalidad:

En el dudoso quid pro quo de los elementos estructurales, expre-


sivos y gestuales de los que se alimenta la forma wagneriana, lo que

– 130 –
se espera que surja es algo así como una totalidad épica, un todo
completo y acabado de lo interior y lo exterior. La música de Wag-
ner estimula esa unidad de lo interno y lo externo, del sujeto y el
objeto, en vez de configurar la ruptura entre ellos. De esta forma, el
proceso de composición se convierte en un agente ideológico, antes
incluso de que éste sea introducido en los dramas musicales a tra-
vés de la literatura (VW 35).

Parejo a ese nominalismo en la materia y técnica musical de


Wagner corre el gesto «esencialmente inmutable y atemporal»
(VW 34), el gusto por lo grandilocuente y por la «obra total», si-
milar al gesto triunfal del Beethoven intermedio, si bien tienen
un sentido distinto. La espacialización del tiempo que Adorno
critica a Wagner no es la impuesta por una arquitectónica musi-
cal, que todavía puede dinamizarse con el principio del desarro-
llo temático —como ocurre para Adorno en Bach, Beethoven o
Mahler—, sino que afecta al discurrir mismo de la música, que
no avanza arrolladoramente como en los compositores sinfóni-
cos, sino que permanece remansado en sus continuas fluctuacio-
nes 41. En este sentido, Wagner ha sucumbido al nominalismo es-
tético, y representaría la capitulación del sujeto burgués a las
fuerzas que se siente incapaz de dominar, y el momento en que
la forma se hace ideológica, autoritaria, en aparente armonía con
lo singular, ocultando la ruptura que hay en realidad.
El abandono de la tonalidad en Schönberg se ha relacionado
con la «tonalidad extendida» de Wagner, fuertemente disuelta
por la densidad del cromatismo. El propio Schönberg ha recono-
cido su deuda con Wagner en este punto. La posición de Adorno
respecto a la música de Wagner es por eso capital para compren-
der su valoración de la propuesta schönbergiana, que se ha de
alejar por lo que acabamos de ver de toda interpretación del ato-
nalismo en términos de disolución de la unidad. Pero antes de
abordar la valoración adorniana de Schönberg desde la temática
de la unidad, lo haremos desde la mímesis, por ser más accesible
a partir de lo visto hasta ahora, si bien están indisolublemente
unidas.

– 131 –
NOTAS

1
Norbert Rath señala el paralelismo entre este rechazo adorniano a la obra
de arte y el Mefisto de Doktor Faustus, que aparece como el demonio ene-
migo de las obras (cf. Rath 1982, 80 ss).
2
Esto ha llevado a Peter Bürger a hablar del «antivanguardismo de Ador-
no», ya que Bürger toma como características de la vanguardia la ruptura
y lo informe (cf. 1996, 180-181). Para Bürger, Adorno sigue apegado a la
noción de obra de arte orgánica, y con ello a la estética idealista, donde
convergería también con Lukács en «el tratamiento normativo de la obra
orgánica de la estética idealista» (Bürger 1996, 175).
3
La interpretación que hace Adorno de la teoría benjaminiana del aura es-
tética puede llevar a malentendidos. Como es bien sabido, Benjamin de-
fendía el aura artística, y lamentaba su pérdida. Adorno emplea en varias
ocasiones el término aura en el sentido del replegamiento del arte sobre sí,
de su inmanencia, mientras que para Benjamin representa más bien la sa-
cralidad del arte, opuesta a todo planteamiento inmanentista. En este sen-
tido, la lectura de este concepto en Benjamin que realiza Adorno es reduc-
tiva y sesgada.
4
Adorno habla de «nominalismo musical» en Wagner y Beethoven, si bien
señala que ya en Mozart hay un proceso de «disolución nominalista» de
la forma (ÄT 328).
5
Decir que la afirmación adorniana de que en el dodecafonismo apenas
varía nada no suponga un juicio negativo es insostenible. El reproche de
monotonía que Adorno hace al Dodecafonismo no puede obviarse (cf.
PnM 79). Por otro lado, esta crítica al carácter monótono del dodecafonis-
mo es central, ya que alude a la descualificación de la materia musical
bajo el sistema serial (cf. D 150 ss).
6
El término «forma sonata allegro» se refiere a la forma del primer movi-
miento de sonata —se la llama también «forma sonata de primer movi-
miento»—, que consta de tres momentos: exposición, desarrollo y reexpo-
sición. Este esquema puede, no obstante, aplicarse a otros movimientos
de la sonata, especialmente al último.
7
Como ya vimos, la dialéctica entre estática y dinámica es uno de los te-
mas centrales para Adorno, tanto en el terreno filosófico como en el esté-
tico, que trata como una variación de la dialéctica universal-singular. En

– 132 –
su Teoría estética le dedica un epígrafe (330-34), si bien está presente en to-
das sus páginas. En Dialéctica negativa la aborda en el terreno estrictamen-
te filosófico, dedicándole también un epígrafe (36-39).
8
La superioridad para Adorno de formas altamente organizadas, como la
sonata, frente a formas libres como el rondó, se ve en que justifica ésta úl-
tima en la medida en que se contagia del rigor de la primera, como ocurre
en el llamado «rondó de sonata»: «Desde Beethoven hasta Mahler ha sido
usual el “rondó de sonata”, que trasplanta la ejecución de la sonata en un
rondó, equilibrando lo juguetón de la forma abierta con la normatividad
de la cerrada» (ÄT 328).
9
Es lógico, por otra parte, que esto fuera así, ya que la forma sonata en el
clasicismo vienés deriva, como dice Fubini, de las formas concertísticas
del barroco (cf. Fubini 1999, 59-60).
10
También Fubini insiste en el «brusco salto de significado» que implica la
concepción beethoveniana de la forma sonata frente a sus antecesores (cf.
1999, 61).
11
A este concepto le dedica un epígrafe en la Teoría estética (160-63). En él,
como «realización de lo irrealizable» ve «la legitimación del virtuosismo
en el arte, tan denostado por la estrecha estética de la interioridad» (ÄT
163).
12
En Doktor Faustus de Thomas Mann se mantiene también esta teoría res-
pecto a Bach (cf. 109 ss).
13
Fubini abunda en esto mismo cuando afirma que en la obra de Beethoven
«lo que se ha ido delineando cada vez de manera más neta e inequívoca
es el valor dinámico de la forma» (cf. 1999, 68).
14
Fubini coincide en esto con Adorno (cf. 1999, 63 ss).
15
Frente a la sonata clásica, Beethoven, dice Fubini, «ha pasado de una for-
ma de determinación temática en la que el tema estaba casi pronunciado,
enunciado y manifestado, como ocurría en la música de Haydn, a una
fase en la que el tema tiende a convertirse cada vez más en no esencial,
casi un inciso, una célula de la que se origina después toda la composi-
ción. Se podría establecer una ecuación por la que cuanto más determina-
dos en su plasticidad, en su evidencia melódica, están los temas de la so-
nata, menos posible es articular con fuerza y plenitud el desarrollo,
porque el tema, cuando está bien torneado en su recorrido melódico, no
puede ser más que repetido, como mucho con alguna variante; por otro
lado, cuanto menor y menos incisivo se hace el tema, tendiendo a conver-
tirse al final en una simple célula rítmica, más posible es articular con am-
plitud el desarrollo, confiriéndole un peso determinante en la progresión
dramática de la composición: en este caso, las potencialidades de trans-
formar y de desarrollar el tema, precisamente gracias a su brevedad y no
evidencia melódica, aumentan desmesuradamente» (1999, 72-73).

– 133 –
16
Que Schönberg, a pesar de su abandono de la tonalidad, seguía apegado
al desarrollo procesual de la música, se percibe en que, como dijo un agu-
do crítico, su música suena como si alguien estuviera tocando a Beetho-
ven sin acertar una nota. Al margen de su mordacidad, detecta a mi pare-
cer un desequilibrio real entre el lenguaje y la configuración musical en la
obra de Schönberg. Si, como decía Marc Vignal, en Sibelius «la sintaxis es
más avanzada que el vocabulario», de Schönberg cabría decir lo contra-
rio. Muy distinto es el caso de Webern, cuyas miniaturas, a pesar de estar,
como dice Adorno, muy bien desarrolladas, no siguen la sintaxis tradicio-
nal. Es en Webern, como antes en Debussy, donde, como diría Boulez, «se
siente un aire nuevo en la música». No obstante, Adorno también detectó
un desfase entre lenguaje y configuración en la música de Schönberg, que
trataremos en el capítulo cuarto (172 ss).
17
La crítica de Adorno a la tonalidad la estudiaremos detenidamente en el
siguiente capítulo. Aquí esbozaré tan sólo sus líneas principales en cone-
xión con la crítica adorniana a la forma sonata.
18
Si Adorno retrotrae la forma sonata a los supuestos primarios de la armo-
nía tonal; también la proyecta a algo tan aparentemente ajeno como la ins-
trumentación. Y efectivamente, el desarrollo de la orquesta coincide con
el desarrollo de la sinfonía en el romanticismo. El paralelismo entre la for-
ma sonata y la orquesta romántica está en el tratamiento compacto de
ésta, algo que caracteriza la escritura orquestal para Adorno desde el cla-
sicismo hasta Brahms y Bruckner, pasando por supuesto por el Beethoven
intermedio.
19
Adorno se desmarca así del paralelismo Beethoven-Kant, subrayado fre-
cuentemente basándose en el hecho de que Beethoven había leído a Kant
y lo menciona en sus Cuadernos; véase, por ejemplo, Luigi Magnani, I
quaderni di conversazioni di Beethoven, Milano, Ricciardi, 1962, en el que de-
dica un capítulo a estudiar la relación entre la antinomia kantiana y la for-
ma sonata. Fubini se decanta también por la conexión Beethoven-Hegel, e
incluso Beethoven-Fichte, aunque parece que el compositor no los había
leído (cf. 1999, 65 ss). También García Bacca hace hincapié en este parale-
lismo, especialmente entre Hegel y Beethoven (cf. 1990, 94). En Adorno,
cf. PnM 97.
20
Véase IN 352-53, donde Adorno habla de las categorías de totalidad y po-
sibilidad como definitorias del idealismo.
21
Las célebres tres «bes» alemanas, de las que hablaba el director de orques-
ta Hans von Bülow, no son Beethoven, Bruckner y Brahms, sino Bach, Be-
ethoven y Brahms. Con esta expresión, claramente discriminatoria hacia
Bruckner, el director alemán quería poner a Brahms —con su clasicismo y
claridad formal— como el continuador de la gran tradición musical ale-
mana, frente al desmesurado Bruckner.

– 134 –
22
El Scherzo de la Novena Sinfonía de Mahler tiene un memorable diálogo
entre los contrabajos y el flautín nada «orquestal». Este tratamiento came-
rístico de la orquesta será también adoptado por otros compositores del
siglo XX, como Bartók. Asimismo Schönberg y su escuela harán amplio
uso de este recurso, intercalando continuamente pasajes tocados por re-
ducidos grupos de instrumentos. La ópera Moses und Aron de Schönberg
es paradigmática en esto, y en muchos de estos pasajes camerísticos pare-
ce que escuchamos a Mahler.
23
En esto radica para Adorno la diferencia fundamental entre Mahler y
Bruckner: «En este aspecto [las desviaciones] habría que oponer Mahler a
Bruckner, con el que se lo suele asociar tan sin reparos en los países del
oeste de Europa, cual si la mera longitud fuera una categoría artística [...].
El lenguaje formal de Bruckner se llena de fisuras precisamente porque él
emplea sin fisuras, de manera compacta, ese lenguaje» (M 181). En el mis-
mo sentido afirma Adorno que «las diferencias de acento representan di-
ferencias de intención: en Bruckner, la intención afirmativa; en Mahler, su
intención peculiar, que encuentra su consuelo en una aflicción sin reser-
vas» (M 198).
24
En este sentido es extraña la virulencia con que Adorno ataca siempre a
Sibelius, ya que el compositor finlandés tiene una concepción afín de la
forma, como algo que debe emerger de lo individual y no a priori. Esto se
vierte en su principio constructivo conocido como «método de agrega-
ción», mediante el cual los temas —y la forma entera— se van constru-
yendo por crecimiento a partir de pequeñas células. Y curiosamente el
mismo Sibelius utiliza la imagen del río para describir su música: «Me
gustaría parangonar la música a un río, el cual se forma de numerosos pe-
queños riachuelos que se funden uno en otro. Y el río continúa, ancho y
potente, hasta el mar» (cf. Comellas, J. L., Nueva historia de la música, 425).
25
Me parece, no obstante, que la arquitectura tiene también un carácter
temporal, como señala Inciarte a propósito de la arquitectura contem-
poránea, que sólo moviéndose el espectador puede verla (Sobre perspecti-
va... 5).
26
«El modelo de esto, complemento de la expansión del desarrollo, está en
la Heroica», dice Adorno (M 242).
27
Sobre la dualidad temática en Beethoven, basada en los dos principios
opuestos de wiederstrebende Prinzip y bittende Prinzip, véase Fubini 1999,
64 ss.
28
Como veremos en el capítulo siguiente, esta concepción del desarrollo no
dialéctica, sino como variación discursiva, es lo que Adorno destacará en
la música de Schönberg. Véase, por ejemplo, el apartado titulado «La va-
riación como forma», en Impromptus, que aborda la técnica compositiva
de Schönberg.

– 135 –
29
Adorno comenta así la introducción de un tema nuevo en el desarrollo de
la Heroica de Beethoven: «La categoría formal de “tema nuevo” procede,
paradójicamente, de la más dramática de todas las sinfonías. Más justo el
caso singular de la Heroica otorga relieve a la intención formal mahleriana
[...]. Sin embargo, ese tema nuevo no causa propiamente sorpresa, sino
que entra como algo que estuviese preparado, como algo que fuese cono-
cido; no es casual que los analistas hayan intentado una vez y otra deri-
varlo del material de la exposición. La idea clasicista de la sinfonía cuenta
con una pluralidad bien definida, cerrada en sí misma, como la Poética de
Aristóteles cuenta con las tres unidades. Un tema que apareciese como
algo enteramente nuevo atentaría contra el principio de economía de
aquella idea, contra la reducción de todos los acontecimientos a un míni-
mo de elementos presupuestos, contra un axioma de completitud que la
música integral ha hecho suyo con igual fuerza con que se lo han apropia-
do los sistemas filosóficos a partir del Discours de la méthode de Descartes.
Los componentes temáticos imprevistos destruyen la ficción de que la
música es un puro contexto deductivo en el que todo lo que acontece es
una consecuencia que se deduce con una necesidad unívoca» (M 220).
30
Adorno no deja de poner en relación este aspecto con una dimensión so-
ciológica, afirmando que «es como si ésta hubiera interiorizado y conver-
tido en ley estética el deseo feudal de matar el aburrimiento, de matar el
tiempo» (M 221).
31
Adorno critica duramente corrientes como la música concreta, que juega
con el ruido como elemento musical, y las acusa de «fetichismo de la ma-
teria», crítica que él extiende incluso al dodecafonismo de Schönberg y
Webern (cf. PnM 87)
32
La crítica al nominalismo filosófico la focaliza Adorno en Kierkegaard y
Heidegger (cf. ND 130 ss).
33
Respecto a la técnica del collage afirma: «El montaje es la capitulación es-
tética del arte ante lo que le es heterogéneo. Su principio de formación es
la negación de la síntesis» (ÄT 232). Las reservas de Adorno respecto al
rango artístico de la fotografía y del cine van en esta dirección (cf. ÄT
234).
34
Junto a la música dodecafónica, defiende Adorno por esta razón a la pin-
tura cubista, frente a corrientes como la action painting: «El cubismo o la
música dodecafónica son procedimientos universales en una época en
que se niega la universalidad estética» (ÄT 325).
35
Precisamente, como señala Daniel Innerarity, ésta es la diferencia entre la
fuga y la forma sonata: «El despliegue de la fuga demuestra a través de la
unidad del contrapunto la capacidad del sujeto para integrar diversas ex-
periencias en la unicidad fundamental de su espíritu. Si puede permitirse
afrontar algún riesgo es porque su asentamiento monístico está garantiza-

– 136 –
do. Pero el punto de vista revolucionario según el cual el hombre es más
bien el resultado de su propio esfuerzo no animaba a la distensión, sino al
movimiento, prefería la contradicción a la repetición y la transformación
más que la variación. [...] La sonata mantiene como esperanza lo que la
fuga tenía como posesión. La sustitución de los temas estables de la fuga
por los inestables de la sonata origina un movimiento que disuelve las ca-
tegorías estables de la lógica tradicional en la inestabilidad de una filoso-
fía que circula en medio de lo antagónico» (Innerarity 1996b, 75-76).
36
Adorno afirma en este sentido que la dialéctica hegeliana es precursora
del nominalismo estético: «El nominalismo estético es la consecuencia
que Hegel no llegó a extraer de su doctrina de la preeminencia de los pa-
sos dialécticos sobre la totalidad abstracta» (ÄT 297).
37
Las óperas de Berg o Schönberg constituyen desde luego una excepción
para Adorno, pero aun en este caso criticó el uso de este género, especial-
mente en Berg (cf. PnM 78, 97 y B 94, 124).
38
Adorno se suma así a la crítica al leitmotiv que hacen Nietzsche o Debussy.
Curiosamente, Schönberg ensalza abiertamente la técnica del leitmotiv,
como el logro de una verdadera lógica musical pura en la ópera, y la reco-
noce como modelo incluso de su técnica dodecafónica: «Antes de Richard
Wagner, las óperas se componían casi exclusivamente de piezas indepen-
dientes, cuya mutua relación no parecía ser en absoluto la musical [...]. Yo
creo que cuando Richard Wagner introdujo su Leit-motiv —con el mismo
propósito que yo introduje mi Serie básica—, hubiera podido decir: “Há-
gase la unidad”» (SI 188).
39
En esto incide también R. Klein, cf. 1998, 178 ss.
40
Es discutible que el cromatismo wagneriano implique una concepción es-
tática de la armonía, como afirma Adorno. Como dice H. Strobel, a pesar
de que en Wagner la armonía se ha liberado de la funcionalidad y jerar-
quía del diatonismo, en él la armonía sigue basándose en la tensión entre
acordes (cf. Strobel 1942, 57). Es en Debussy donde Strobel aprecia esa es-
taticidad armónica que critica Adorno, estaticidad característica por otro
lado de la mayor parte de la música pretonal, a la que Adorno, como afir-
ma Jay, parece haber sido insensible (cf. Jay 1988, 132).
41
No es extraño que Debussy comparara la Tetralogía al mar; por otro lado,
el carácter atmosférico de la música de Wagner deriva de aquí.

– 137 –
SEGUNDA PARTE
LA RECONSTRUCCIÓN
DE LA UNIDAD

No hay que filosofar sobre lo concreto,


sino a partir de ello

Negative Dialektik, 43

– 139 –
LA SIGNIFICACIÓN ESTÉTICA:
ATONALIDAD E ININTENCIONALIDAD

Pues la semejanza, que sacia pronto, hace que fracasen las tra-
gedias. En cuanto al metro, la experiencia demuestra que el heroico
es el apropiado [para la epopeya]. Pues si alguien compusiera una
imitación narrativa en otro tipo de verso, o en varios, se vería que
era impropio. Y es que el heroico es el más reposado y amplio de los
metros [...]; pues también la imitación narrativa es más extensa que
las otras.
(Aristóteles, Poética, 1459b, 30-35)

EL SIGNO ESTÉTICO

La actualidad de lo bello

El arte encarna lo que la filosofía anhela. Da cuerpo material


a los temas eternos que la filosofía anhela conocer y saborear,
pero no consigue aferrar. La filosofía los cerca, rodea, define, con-
sigue «dar en el blanco», pero la flecha de la racionalidad, a la
vez que lo alcanza, lo atraviesa y lo pierde. Como dice Steiner,
«siempre habrá un sentido en el que no sabemos qué es lo que

– 141 –
estamos experimentando y de qué estamos hablando» (1998,
260), nunca acabaremos de aferrar «el significado del significa-
do», como repite insistentemente en Presencias reales (14, 261), el
«sentido final del sentido mismo» (260). De esto nos habla el arte.
El arte tiene la corporalidad de las cosas y la profundidad del
aire. Hegel lo compara con el ojo, en el que se manifiesta el alma:
«El arte convierte cada una de sus figuras en un Argos de mil
ojos, para que el alma y la espiritualidad interior sea vista en to-
dos los puntos» (VÄ I, 203).
En la fusión de lo ideal y lo sensible en el arte coincide Hegel
con la mayoría de los filósofos y teóricos del arte. Heidegger, su-
perando la clásica oposición entre símbolo y alegoría, afirma
que el arte es alegórico y simbólico a la vez; es alegórico en tan-
to que no se queda en su pura inmediatez, en su pura coseidad:
«La obra nos da a conocer públicamente otro asunto, es algo dis-
tinto; es alegoría». Pero no lo hace de un modo medial o repre-
sentativo, sino presencial, en una unión indivisa de idea y ex-
presión sensible: «Además de ser una cosa acabada, la obra de
arte tiene un carácter añadido. Tener un carácter añadido —lle-
var algo consigo— es lo que en griego se dice συµβαλλειν. La
obra es símbolo» (1995 §9). Este «juntar» o «llevar consigo» no
tiene el sentido de pegar dos cosas, sino de reunir una unidad
originaria, como indica también el sentido etimológico de sím-
bolo (cf. Gadamer 1993, 122-23), formando, por tanto, una uni-
dad indivisa. Por eso Heidegger no dice que la obra de arte re-
presente o signifique, sino que revela (1995 §10), en el sentido de
que, en el arte, sólo en su expresión sensible se hace presente lo
universal-ideal.
Frente a la distinción dualista de signo y significado, Gada-
mer afirma la indisoluble fusión de lo universal y lo singular en
el arte, a la que aplica, como Heidegger, el término de simbólica:

Tal era el sentido del símbolo y de lo simbólico: que en él tiene


lugar una especie de paradójica remisión que, a la vez, materializa
en sí mismo, e incluso garantiza, el significado al que remite [...],

– 142 –
que se resiste a una comprensión pura por medio de conceptos (Ga-
damer 1993, 128) 1.

Valéry se refiere a lo mismo cuando define el arte como «una


oscilación, una simetría, una igualdad de valor y de poderes entre
la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido» (Œ I, 1374). Esto
impide lo que denomina «régimen de la línea recta» (1372), la re-
mitencia a un sentido dado de antemano.
Como ha señalado acertadamente Christoph Menke, la osci-
lación de la que habla Valéry al referirse al signo artístico no es
un ir de un polo a otro —de lo material al significado—, como si
estuvieran separados —algo que puede sugerir la imagen del
péndulo propuesta por el poeta francés—, sino que hay que en-
tenderla más bien como una vibración o una tensionalidad:

Estas dos opciones, la selección identificadora y la afirmación


inmediata del material bruto son formas de lo que Valéry entendía
como cosificación estética [...]. No es suficiente considerar la vacila-
ción estética como un cambio en el estado de la obra que se presen-
ta tanto bajo la forma de un significante cargado de sentido como
bajo la forma de simple material (Menke 1997, 69) 2.

En el mismo sentido que Valéry, Gadamer habla de la «no


distinción estética»: «Lo representado [...] es hasta tal punto la in-
tención misma, aquello en lo que estriba el significado de la re-
presentación, que la conformación poética o la representación
como tal no llegan a destacarse», frente a lo que él considera di-
versas formas de esteticismo o «conciencia estética» 3: en particu-
lar el psicologismo y la estética de la recepción (Gadamer 1986,
122-24).

Materia significante

De la caracterización de la obra de arte como unión indivisi-


ble de significado y expresión sensible, para la que Gadamer re-

– 143 –
serva el término «encarnación» 4, se desprende que la forma y la
materia no son dos extremos aislados que se unen, como se des-
prende de la noción de símbolo en Heidegger y Gadamer. Sin
embargo, que formen una unidad indivisa no quiere decir que se
identifiquen. En la obra de arte hay significación, no es algo ce-
rrado sobre sí, que se agote en su pura inmediatez sensible
—en ese sentido vimos que Heidegger defendía que la obra de
arte es también alegoría, y esto es lo que tienen en común símbo-
lo y alegoría para Gadamer—.
Trasladado al ámbito estético, «la representación sostiene una
vinculación con lo representado, más aún, pertenece a ello» (Ga-
damer 1986, 143). No puede hablarse, por tanto, del arte como
materialización de una forma o como formalización de una ma-
teria, pues ello implica la aprioridad de ambas. Se trata de un
acto de engendrar, de crear una novedad en el ser —no ex nihilo,
obviamente—, sino en el sentido de continuar o acrecentar la cre-
ación, la naturaleza (cf. Gilson 2000, 307). Por eso, «cada repre-
sentación viene a ser un proceso óntico que contribuye a consti-
tuir el rango óntico de lo representado. La representación supone
para ello un incremento de ser» (Gadamer 1986, 145), de lo que se
desprende, como dice Gadamer, su insustituibilidad (144) 5. La
representación, la expresión sensible, pertenece a lo representa-
do, al significado, como el cuerpo al alma. Dicho de otro modo,
la representación estética hace presente lo que representa.
La clásica distinción entre signo formal e instrumental da
cuenta de esta problemática en la gnoseología. Como dice Llano,
comentando la teoría del signo de Poinsot, el signo instrumental
es aquel que «conduce al conocimiento de una cosa, previa noti-
cia del mismo signo» (Llano 1999, 159), y previo conocimiento de
la cosa, podríamos añadir. El concepto, en cambio, puesto que no
es una copia o imagen semejante a la cosa —como afirma el re-
presentacionismo—, sino pura intencionalidad, no la representa,
sino que la hace presente, es el acceso a la cosa —el camino, dice
Llano (1999, 172)—, y por eso se lo llama signo formal, porque
«es el que ontológicamente realiza mejor la razón de signo, ya

– 144 –
que él mismo no consiste en otra cosa que en ser signo: por eso se
dice que lo es “formalmente”» (Llano 1999, 174).
Como dice Llano glosando este texto, la clave está en que «el
signo formal no es una cosa como aquello que significa ni es un
“momento” por el que el conocer mismo tendría que “pasar”. De
manera que no cabe decir propiamente que el signo formal sea
una cosa que nos lleva al conocimiento de otra, con la consecuen-
cia de que el conocimiento en cuestión fuera “mediato” (1999,
159). En la filosofía clásica “no es necesario conocer el concepto
en cuanto tal, para pasar después a conocer la forma en él repre-
sentada [...]. Lo propio del signo formal es [...] que no recaba
atención para sí, sino que conduce en directo a la realidad cono-
cida”. De este modo el concepto “no constituye en sí mismo un
objeto que sea preciso conocer, para conocer después el objeto ex-
terno o real [...]; no es propiamente una mediación, sino sobre
todo un camino en el que la inteligencia no se detiene”» (Llano
1999, 171-72).
Esta somera incursión en la gnoseología, respecto al tema de
la mímesis estética, del signo artístico, es esencial para profundi-
zar en la noción de mímesis adorniana, cuyo centro es la noción
de inintencionalidad y que está en su pensamiento amalgamada
con la problemática gnoseológica. Como podremos comprobar
en el transcurso de este capítulo y el siguiente, la noción de inin-
tencionalidad no es en Adorno sino una recuperación de la no-
ción clásica de intencionalidad, entendida no como denotación o
mediación transitiva —signo instrumental—, sino como acceso
presencial o mediación total 6 —signo formal—. En este sentido,
la interpretación de Buck-Morss de la noción de inintencionali-
dad en Adorno y Benjamin como opuesta a la intencionalidad
clásica (Buck-Morss 1981, 169 ss) no tiene en cuenta la oposición
a su vez de la intencionalidad con el inmanentismo idealista,
cuya concepción del objeto mental como término del conoci-
miento es la que rebaten Adorno y Benjamin. Como afirma la
propia Buck-Morss, Adorno mostró en su libro sobre Husserl
cómo su método de la epoché recae en el inmanentismo del que

– 145 –
pretendía salir, crítica que converge con la de Benjamin a la sub-
jetividad moderna, en tanto que «detenerse en los “objetos del
pensamiento” era descubrir nada más que la propia reflexión del
sujeto como “intención”» (Buck-Morss 1981, 170).

La unilateralidad del signo estético

La no-distinción estética entre signo y significado no implica


indistinción. Cabe establecer un paralelismo entre la unión de sig-
no y significado en la obra de arte y la del alma y el cuerpo en el
ser vivo. Podría decirse que el cuerpo pertenece a la esencia del
alma, pues ésta no puede ejercer sus operaciones sin él, al menos
ciertas operaciones. El alma es, como dice Aristóteles, principio
de operaciones vitales, y como tal requiere un cuerpo orgánico (cf.
De An. 403a 10-28 y 412a 20-30). El alma, dice, se comporta res-
pecto al cuerpo orgánico como la forma a la materia, como el acto
a la potencia. El alma es así «la entelequia primera de un cuerpo
natural que en potencia tiene vida. Tal es el caso de un organis-
mo» (De An. 412a 28-29). Evidentemente, acto-potencia, forma-
materia, no pueden entenderse dualistamente. Que el alma sea la
entelequia de un cuerpo orgánico no quiere decir que éste sea an-
terior, pues lo orgánico es tal precisamente a causa del alma. El
acto es anterior a la potencia, pero es acto de tal potencia: «Lo
que está en potencia de vivir no es el cuerpo que ha echado fuera
el alma, sino aquel que la posee» (De An. 412b 27-28).
Por eso afirma Aristóteles que la materia es también princi-
pio: «Una cosa es potente por tener ella misma la potencia de re-
cibir una acción [...] y por ser también la materia cierto principio;
así, lo grasiento es combustible, y lo que cede de tal o cual modo,
rompible» (Met. 1046a 21-25). Como dice Menke, la producción
artística en Heidegger «puede entenderse como la relación no
utilitaria con el material de la significación [...], una “reconduc-
ción” al material estético más allá de su función de mera materia
o soporte» (Menke 1997, 177). Como afirma Aristóteles en De

– 146 –
Anima, «en cada caso la entelequia se produce en el sujeto que
está en potencia y, por tanto, en la materia adecuada» (414a 26-
27). De este modo el cuerpo es respecto al alma lo que la imagen
o signo estético es respecto al original o al significado. Sin su
cuerpo, el alma no es enteramente lo que es. En cierto modo el
cuerpo es parte o dimensión del alma, como vimos que el signo
estético lo es del significado. No podría decirse, sin embargo, que
el alma sea parte del cuerpo, ya que el cuerpo no es principio,
sino encarnación del alma 7. En esto radica la unilateralidad de la
relación alma-cuerpo, que se extiende como hemos visto a la re-
lación materia-forma como anterioridad del acto sobre la poten-
cia, y también como trataré de mostrar en el terreno artístico.
Éste es el núcleo de la noción aristotélica de mímesis, que res-
cata la verosimilitud del ámbito sofístico al que Platón la había
relegado (cf. Fdr 272 d-273d y Ban 198 d), si bien para Platón la
verosimilitud, entendida como persuasión —como discurso con-
vincente—, puede también expresar la verdad o contribuir a la
justicia —sólo así adquiere legitimidad para Platón—, y así se di-
ferencian para él la filosofía y la política de la retórica adulatoria
(cf. Gor 503 a).
La teoría aristotélica de la mímesis no se fija tanto en el conte-
nido como en el modo de representarlo, y éste consiste en el arte
en volver el signo hacia el significado mediante la implicación de
su materialidad en la significación. El significado deja de ser en-
tonces intención externa, y el signo es un puente que no puede
dejarse atrás. Cuando Aristóteles afirma que «el historiador y el
poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa»,
sino «en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría
suceder» (Poét 1451b), no está diciendo que el medio estético sea
irrelevante en pro del objeto. Recordemos que al comienzo de la
Poética Aristóteles distingue entre los medios, el objeto y el modo
de imitación (1447a 15). Es esto último lo decisivo para Aristóte-
les, que no cae ni en el fetichismo de los medios ni en el conteni-
dismo estético de los que se querrá siempre distinguir Adorno.
La modalidad de la mímesis estética es la cohesión interna del

– 147 –
signo, que hace de la obra de arte algo verosímil y no sólo veraz
(Poét 1451b 8) 8.
Es la verosimilitud —la verdad del signo independientemen-
te de su adecuación a una realidad externa— la que convierte el
contenido de la actividad poética en universal y la hace ser «más
filosófica que la historia» (Poét 1451b 5), pero no filosofía. El cómo
se convierte así en cierto modo en el qué del arte, de modo que
«se debe preferir lo imposible verosímil a lo posible increíble»
(Poét 1460a 26), y por eso también puede agradarnos una imagen
bien confeccionada de algo repulsivo (1448b 10).
El peligro advertido por Platón de esta autonomía de la vero-
similitud en la que consiste el arte no es irreal. La salida no está,
desde luego, en entender esa autonomía como independencia
respecto a la verdad, sustrayendo el arte del mundo, sino en
comprender que el cómo del arte es un qué, que la verosimilitud
estética no se adecua a verdad alguna, sino que nos pone ante la
verdad, sin suponerla descifrada. Lo que dice Steiner de la músi-
ca, que en ella «la forma es contenido» (1998, 263), vale para el
arte en general. El cómo del arte es más importante que el qué,
pero precisamente porque es un qué, y no un espejo ilusorio de lo
real. Mostrar que la verosimilitud estética es un aparecer de la
verdad, y no un reino cerrado o inofensivo, es el gran empeño fi-
losófico de Adorno 9, que le supone sobreponerse a la impronta
hegeliana de su pensamiento, pero mucho más a la marxista,
cuyo alegorismo estético político instrumentalizó el arte. La vero-
similitud estética no se pliega a la veracidad, pero esto no quiere
decir que esté al margen de la verdad. Es un modo de darse la
verdad no como término intencional, sino como presencia no
descifrable, en la que la materialidad del signo es significativa.
El signo estético es así pura remitencia, en cuanto incluso
su materialidad es significativa. No sólo señala, sino que encarna
—«garantiza», dice Gadamer— lo que señala, siendo así el acce-
so hacia lo que significa, no como escalera, sino en cuanto que en
él se hace presente, como la luz del sol en el aire (S. Th. I, q 104, a.
1c). La mediación del signo estético no es transitiva —medial—,

– 148 –
pero tampoco es silenciosa o transparente, sino todo lo contrario,
ya que es el único acceso por el que el significado se hace presen-
te. El signo estético es el lugar del significado. Lugar no en el sen-
tido de espacio vacío, indeterminado, sino en el sentido de espa-
cio habitable, de espacio organizado cualitativamente para ser
habitado; en definitiva, lugar como hogar.
Menke interpreta la oscilación estética como un «proceso in-
terminable» (1997, 68), como el «fracaso, fallo o subversión de su
propio intento de comprensión [...], inscrito en ella». Bajo este
presupuesto define la estética de Adorno como una estética de la
negatividad (Menke 1997, 49) y la contrapone a la estética herme-
neútica de Gadamer —que concibe la mediación del signo estéti-
co como modelo y no como subversión de la comprensión— (cf.
Menke 1997, 43 ss). Volveremos más adelante sobre esta cuestión,
en el apartado dedicado a la inmanencia de la imagen en Ador-
no. De momento me limitaré a indicar que tal interpretación de
la oscilación estética fija la verosimilitud desligándola de la ver-
dad, lo que significa afirmar la apariencia estética como aparien-
cia, con lo que el arte quedaría neutralizado por la filosofía, que
es la que se arroga entonces la función de extraer el contenido de
verdad del arte.
Por su verosimilitud, la obra de arte, como afirma Heidegger,
se distancia más del útil creado por la mano del hombre que de
las cosas; así, afirma, «debido a la autosuficiencia de su presen-
cia, la obra de arte se parece más bien a la cosa generada espontá-
neamente y no forzada a nada» (1995 §18). Pero la obra de arte se
distingue de la mera cosa porque, en su reposar sobre sí, «revela
otro asunto» (§10). Eso otro no es un contenido de verdad, sino el
aparecer de la verdad —el plexo tierra-mundo en Heidegger, la
naturaleza redimida en la unidad no coactiva de lo múltiple en
Adorno—, inextricablemente unida a la concreción de la obra de
arte. La filosofía puede desentrañar esa verdad y expresarla con-
ceptualmente. Éste será para Adorno un momento necesario en
la experiencia estética, en la dialéctica de la apariencia, pero no
un estadio superior de explicación, dado que para Adorno la ver-

– 149 –
dad —la naturaleza reconciliada— no se da fuera de la obra de
arte (cf. ÄT 198 ss), de modo que queda de nuevo entrañada en la
obra. Este revelar lo otro haciéndolo presente es un albergar; el
arte es «la guarda del sentido», dirá Adorno (ÄT 256), que hace
del arte lugar y acceso de la verdad, ni intencional ni autosufi-
ciente.

LA NOCIÓN ADORNIANA DE ININTENCIONALIDAD

¿Una estética negativa?

a) La heteronomía estética

Desde aquí se esclarece el sentido de la inintencionalidad en


Adorno. En primer lugar, es negación de la intencionalidad en-
tendida como remitencia codificada, que es la propia, en termi-
nología de Valéry, del lenguaje o la palabra prosaica hacia el sig-
nificado. Y, paralelamente, es negación de la intención, como
contenido o finalidad extrínseca a la obra de arte. En la intencio-
nalidad así entendida, nos encontramos con dos esferas separa-
das: la de los significados —o intenciones— y la de los signos,
que remiten a aquéllos intencionalmente. Tal separación es la que
introduce en el lenguaje prosaico la mediatización del signo y la
convencionalidad —el código—, pues el signo prosaico no remi-
te por sí mismo al significado, y por eso necesita un puente. El
tema de la mediatización del signo en el lenguaje prosaico es co-
mún a Heidegger y Adorno. El primero define el signo prosaico
como lo puramente útil, porque su esencia, su cumplimiento, se
agota en remitir al significado. El signo prosaico es pura remiten-
cia al significado, y por tanto, puro útil, puro medio. Alcanzado
el significado, puede «tirarse la escalera».
Frente a esto —y aquí encontramos uno de los escasos acuer-
dos de Adorno con Heidegger—, la palabra poética, toda mani-
festación artística, se caracteriza para éste último por exhibir su

– 150 –
materialidad. Y ahí radica, para Heidegger, la dimensión cósica o
terrenal del arte, frente al carácter puramente mundanal del sig-
no prosaico (cf. 1995 §35-36). La tierra es para Heidegger lo que
se sustrae a la red de significaciones que constituye el mundo. A
diferencia del signo prosaico, que se agota en su significatividad,
en su transparencia, el signo estético se caracteriza por una cierta
opacidad; es el «puro reposar en sí de la obra» del que habla Hei-
degger (1995 §29).
Esta opacidad o distanciamiento de lo estético queda asumi-
do por la noción adorniana de negatividad estética, en la medida
en que ésta no se reduce únicamente a que el arte sea una con-
traimagen de la sociedad cosificada, sino, como afirma Menke,
una subversión de la comprensión automática (Menke 1997, 49).
Frente a la racionalidad abstracta, que establece una dualidad en-
tre lo ideal-universal y lo material-singular, en la que éste repre-
senta a aquélla como caso o ejemplar suyo, en el ámbito estético
se da una irreductibilidad de la dimensión material, que impide
considerar la obra de arte como signo transeúnte, y que se sus-
trae, por tanto, a la comprensión automática, que ve lo singular
como caso de lo universal. Ampliaremos este punto en el aparta-
da dedicado a la noción adorniana de cifra.
Adorno acusa el mismo problema, pero en el campo mismo
del signo poético o artístico. Tal es su crítica a los artistas que lla-
ma «comprometidos», que mediatizan la obra de arte, subordi-
nándola a una finalidad extrínseca al arte. Según autores como R.
Bubner, sin embargo, la negatividad estética adorniana, según la
cual el arte ha de ser la «negación determinada de una determi-
nada sociedad» (ÄT 335) es también heterónoma, al considerar la
referencia a la sociedad como una dimensión esencial al arte (cf.
Bubner 1973, 50 ss). Se produce en tal caso para Bubner una sub-
ordinación de lo estético frente a una instancia extraestética que
invalida la soberanía estética y que hace caer a Adorno en la he-
teronomía que denuncia en los artistas comprometidos.
Sin embargo, como señalan Gómez y Menke, Adorno no se
queda en el nivel de la crítica sociológica en su estética, sino que

– 151 –
existe un «tercer nivel» de negatividad estética, en el que el arte
se erige como baluarte frente a la racionalidad identificante. La
crítica de Menke acusa aquí a Adorno de complicidad con esa ra-
cionalidad, en tanto que Adorno limitaría tal negatividad a la ex-
periencia estética, de manera que «estabiliza desde fuera lo que
niega desde dentro». Frente a esta pretendida aporía, Menke pro-
pone una soberanía estética entendida como extrapolación de
la negatividad estética —procesualidad indefinida de la com-
prensión— a todo discurso —es su noción de «lectura textual»
o «transformación textual», apoyada en Derrida— (Menke 1997,
195).
Evidentemente, tanto la crítica de heteronomía como la de
complicidad vulneran el principio de la inintencionalidad estéti-
ca, y es preciso dar cuenta de ellas. Aquí topamos con un concep-
to central de la negatividad estética de Adorno, el de la aparien-
cia estética, que para Adorno está, como vimos, en su ademán
reconciliador en el seno de una sociedad desgarrada:

No contradice a la realidad un arte que adopta una actitud hu-


mana, finge una actitud verdadera en medio de una falsa, mediante
el expediente de enderezarse hacia resultados colectivos o de fingir
y aparentar el carácter vinculante general de sus propia formas
(D 71).

«Es imposible la vida verdadera dentro de la sociedad falsa»,


dirá en Minima Moralia (43). En la verdad o falsedad de esta afir-
mación se juega la verdad o falsedad de la concepción de la apa-
riencia estética en Adorno 10.

b) La crítica de Adorno al arte comprometido: Schönberg y la


autonomía del arte

Respecto a la crítica de heteronomía hacia al contexto socio-


histórico, no puede negarse, como afirma Menke, que hay en

– 152 –
Adorno un cierto moralismo estético (Menke 1997, 28 ss), una
concepción del arte como queja frente a la contradictoria realidad
social. La frecuente crítica de Adorno al hedonismo estético, al
placer estético, bascula en efecto a veces hacia un moralismo so-
cial, como en su conocida frase de que «no es posible seguir es-
cribiendo poesía después de Auschwitz».
Pero el concepto de inintencionalidad no es puramente la ne-
gación de la intencionalidad —estaríamos entonces en el nivel de
la primera negación, de la negación abstracta, en términos hege-
lianos—, sino también su superación positiva. En efecto, la pura
negación de la intencionalidad artística llevaría al objetualismo
inmanentista de Lukács, opuesto que, como vimos, también Ador-
no critica. Inintencionalidad no es sinónimo de inmanencia. Ya
vimos que para Adorno el arte no ha de ser una esfera cerrada
sobre sí al margen de la sociedad, sino que el arte ha de denun-
ciar la sociedad falsa. Por tanto, la obra de arte ha de tener un
contenido y un influjo social, pero no como intención o fin extra-
artístico.
¿Cómo mantener ambos extremos? ¿cómo influir en la socie-
dad sin tener otro fin que la obra de arte? ¿Cómo hablar de una
remitencia de la obra más allá de sí misma negando la intencio-
nalidad? Adorno habla, en efecto, de un remitir no intencional,
un ir más allá de sí no medial. Volvamos al ejemplo del signo
prosaico. El signo prosaico puede definirse como aquel cuya
materialidad o singularidad no es esencial respecto al significa-
do. Por eso es prescindible alcanzado el significado y sustituible
—traducible—. Esto es la remitencia intencional para Adorno.
La remitencia inintencional es aquella en la que la materialidad
—singularidad— del signo es esencial, no abstraíble; es el caso
de la palabra poética, del signo artístico. Adorno lo dice magis-
tralmente al definir el concepto de cifra como «el hecho de que
todo eso signifique algo que, sin embargo, aún hay que sacar y
tan solo de allí» (IN 357). En tal caso, la remitencia ya no es in-
tencional, sino tensional, porque el signo remite desde sí mis-
mo. Esta dimensión tensional de la obra de arte es a lo que

– 153 –
apunta la noción de inintencionalidad, superando tanto el sub-
jetivismo como el objetivismo artístico.
La afirmación adorniana de la autonomía artística no excluye
la repercusión social ni la existencia de contenidos sociales; lo
que critica es que sean externos a la obra de arte. Interiorizarlos
significaría verter tales contenidos en la materia y la técnica mis-
mas, en lugar de significarlos a través de ellas. El contenido de la
obra de arte ha de ser, como vimos, la negación —denuncia— de
la sociedad falsa. En esto coinciden artistas comprometidos como
Brecht y artistas autónomos como Schönberg o Kafka. Lo que los
diferencia es, según Adorno, que los primeros no vierten ese con-
tenido en los mismos factores materiales y técnicos y los segun-
dos, sí. Verter el contenido en la materia quiere decir, con expre-
sión de Menke, hacer la materia significante:

La mímesis estética nos traslada a la perspectiva interna de la


comprensión, en un proceso determinado por fuerzas encontradas,
en el que los materiales estéticos se convierten en unidades signifi-
cantes y las unidades significantes forman significaciones (Menke
1997, 124).

La música y la arquitectura ejercen así para Adorno una fun-


ción modélica, ya que en ellas la función representativa está au-
sente de suyo (cf. ÄT 222 y 72-73). Éste es uno de los sentidos de
su célebre frase «la música revela los secretos del arte» (ÄT 336);
lo hace porque muestra que el paradigma de la mímesis estética
no es la representación. Como afirma Menke, al hablar de míme-
sis estética, «Adorno está pensando sobre todo en la música,
cuya escucha no está garantizada por ningún sistema dado pre-
viamente» (1997, 123). Sin embargo, a la música no le basta con
ser música para realizar su impulso mimético; éste es para ella,
como para todas las artes, un logro y no un presupuesto. Por eso
es absurdo pensar, dice, que la música «se puede salvar por sus
propias fuerzas», si bien, puntualiza, «no se deja salvar si no es
por sus propias fuerzas» (18, 172). El arte no es para Adorno úni-

– 154 –
camente el desarrollo de su materia y medios técnicos, sino ex-
presión monadológica de su mundo y de la naturaleza reconci-
liada. En cuanto monádico, es la singularización del contenido
en cada obra de arte lo que hace a la materia y la técnica signifi-
cativos.
Por eso el arte ha de salvarse por sus propias fuerzas, pero em-
pleándolas en sacarse de sí mismo. Es el tour de force de ser moná-
dico y expresivo a la vez 11, prolongación del equilibrio entre técni-
ca y libertad que, como afirma Schiller, hace que la obra de arte sea
algo hecho que parece natural. Es ese reposar en sí de la obra del
que habla Heidegger el que se vulnera para Adorno cuando el ar-
tista subordina su arte a fines externos al arte. No es que el arte no
haya de influir en el mundo, sino que esto no ha de operar como
regla que determine el arte desde fuera. El arte es figura de la li-
bertad porque su normatividad —que no puede faltar— es interna
a la obra. Plegándose a una finalidad externa —que puede ser la
afirmación de la libertad frente a una totalidad opresora—, el arte
pierde paradójicamente su efectividad:

La coherencia del arte es de naturaleza particular: acerca la li-


bertad —entendida como el destacarse frente a la realidad empíri-
ca— tanto más cuanto más puro es su adaptarse a la constricción
del «ser así y no de otra manera»: es tal constricción la que da forma
a su objetividad. Alegóricamente el arte anticipa para la humanidad
la posibilidad de que el pleno dominio sobre el material establezca
una condición donde no exista más dominio, de que la racionalidad
restablezca la naturaleza (DgK 38).

En el caso de la música, dirá Adorno que quien ha operado


esa sedimentación del contenido «antisocial» en la materia es
Schönberg. La autenticidad de su arte radicaría en que ese conte-
nido antisocial de dolor, sinsentido y soledad está vertido en la
misma materia y técnica, por medio de la renuncia a la tonalidad
—que implica orden y funcionalidad—, a la melodía— que im-
plica duración y continuidad— y a las formas narrativas cerra-
das —que suponen sentido y reconciliación—, como desarrolla-

– 155 –
remos más adelante. Esto es lo que significa el desde sí de la inin-
tencionalidad.
Lo primero que supone esa refuncionalización es la negación crí-
tica del concepto de intención, entendido como contenido subjeti-
vo externo a la obra de arte. Adorno habla de «hecho interior», de
«pasiones» o de «sentimientos». Pero frente a esto, habla también
de «inconsciente», de «shocks», de «traumas» y de «comportamien-
to», es decir, algo subjetivo, pero no presente como contenido o in-
tención. La impronta freudiana que hay en este planteamiento no
debe desviarnos del verdadero pensamiento de Adorno. Su núcleo
está en que el arte no ha de expresar un contenido subjetivo indivi-
dual, sino un contenido objetivo —social—, por mediación de la
subjetividad individual. La refuncionalización de la expresión con-
siste, por tanto, en considerar la subjetividad no como individuali-
dad que se manifiesta, sino como aquello en donde se ilumina la
objetividad —el mundo, la sociedad—. La mediación subjetiva es
por tanto un momento necesario en el arte y en la verdad. Ilumina-
ción no es un contenido subjetivo, sino objetivo, pues lo que se ilu-
mina es el mundo, pero tampoco es un puro reflejo de la objetivi-
dad, pues ésta sólo se ilumina en el sujeto.
En la filosofía de Adorno, el tema de la verdad se plantea
desde la noción de expresión. En este contexto, «expresión» no
hace referencia a la expresión subjetiva, sino, en términos hege-
lianos, a la expresión sensible de la idea. Lo que Adorno quiere
reivindicar es la importancia de la mediación de lo sensible-sin-
gular de la idea. La expresión, como veremos, la forma sensible-
lingüística de exponer la idea no es entonces algo accesorio, sino
esencial para el quehacer filosófico. Analizaré ahora su significa-
ción dentro del terreno artístico, en el plexo artista-obra-socie-
dad, que es donde Adorno habla de la verdad de la obra de arte,
del arte como conocimiento.
El concepto de expresión en Adorno, como todos sus grandes
conceptos, es dialéctico, y ha de contener los dos momentos he-
gelianos de conservación y superación. Así, Adorno parte del
concepto de expresión como plasmación de la interioridad del

– 156 –
sujeto, pero inmediatamente lo expone también como su aparen-
te contrario, como reflejo de la objetividad social, para superar
esta oposición sin soltar ninguno de sus extremos.
Por otro lado, lo que Adorno critica a la consideración subjeti-
vista de la expresión es que la materia se convierte en medio res-
pecto a una intención o contenido exterior a ella. Éste es también
el núcleo de la crítica de Adorno a los artistas que llama despecti-
vamente «comprometidos». Para Adorno, el que tales artistas ten-
gan una intención ajena a la obra de arte desvirtúa el quehacer
artístico, dándose la paradoja de que el arte de dichos autores es
menos eficaz socialmente que la obra de artistas autónomos, que
por tener como único fin la obra de arte es más alta, más verda-
dera y, por tanto, más influyente:

Sólo cuando el arte sigue las propias leyes inmanentes de movi-


miento ejecuta también lo socialmente justo y adecuado [...]. La au-
tonomía del arte mismo, mediante la cual éste es capaz de oponerse
al engranaje abstracto, es ya, en su más íntimo sentido, la negación
de las circunstancias petrificadas imperantes.

Frente al arte comprometido o reconciliador, «la sustancia in-


terna objetiva de la música y su recepción general no tuvieron
que coincidir jamás. Hoy, aquélla es justamente la opuesta a ésta»
(D 68,70).
Frente a esta mediatización de la materia, paralela a la inten-
cionalidad, Adorno mantiene que el contenido inintencional ha
de quedar registrado en la misma materia y técnica musicales. Es
la consideración de la materia y la técnica no como puros me-
dios, sino como portadores de suyo de una significación. Así por
ejemplo, Adorno ve en la tonalidad, con su jerarquización y fun-
cionalización de los sonidos, la plasmación de la sociedad bur-
guesa, del sujeto individualista que confiere sentido desde sí
mismo a la realidad exterior a él. En principio, aunque luego ma-
tizaremos esta afirmación, no es que Adorno considere que la to-
nalidad, o la pintura figurativa, sean falsos de suyo, sino que han
devenido falsos, al convivir con una sociedad —la del siglo XX—

– 157 –
en la que el sujeto ha perdido su hegemonía y se ha convertido
en víctima del sistema opresor. Será por esto en la atonalidad de
Schönberg, con su renuncia a las categorías de sentido y funcio-
nalidad, donde Adorno verá un material artístico «progresista»,
expresivo de la situación del sujeto en el siglo XX. No se trata,
por tanto, de que el artista exprese determinados contenidos sub-
jetivos a través de la materia —intencionalmente—, sino de que
haga cristalizar, registrar, un estado de cosas —la objetividad—
en la materia misma.

c) La crítica adorniana al subjetivismo y objetivismo estéticos:


Schönberg y el cambio de función de la expresión

El rechazo de Adorno a la concepción subjetivista de la ex-


presión no sólo afecta a la comprensión de la vanguardia musi-
cal, sino que se extiende a toda la musica, incluida la romántica.
Refiriéndose a los últimos cuartetos y sonatas de Beethoven, cri-
tica fuertemente las interpretaciones psicologistas de éstos:

Sólo así puede entenderse que apenas nos hayamos escandali-


zado seriamente de la insuficiencia de este planteamiento [de la in-
terpretación psicológica]. Esta insuficiencia se manifiesta tan pronto
como se considera el producto mismo en vez de su procedencia psi-
cológica. Su estructura formal basta para comprender por qué no
debe pasarse el límite tras el cual está el documento —y en el que
ciertamente cualquier cuaderno de conversación de Beethoven de-
bería significar más que el Cuarteto en do sostenido menor— (Mm 13).

Hablando de la atonalidad de Schönberg, que se inscribe pre-


cisamente en la corriente expresionista, dice Adorno: «La música
ya no es una afirmación e imagen de un hecho interior, sino un
comportamiento frente a la realidad que ella reconoce en cuanto
ya no la resuelve en imagen» (PnM 122). Por eso, Adorno dice
que en él se ha producido el «cambio de función de la expre-
sión»: «No se trata ya de pasiones que se simulan, sino más bien

– 158 –
de movimientos corpóreos del inconsciente, de shocks, de trau-
mas, que quedan registrados en el medio de la música» (PnM
44). Este cambio de función de la expresión se verifica en la pro-
pia trayectoria de Schönberg, al pasar de sus primeras obras pos-
románticas a la atonalidad. Adorno no habla por tanto de negar
la expresión, sino de darle su verdadero sentido.
Frente al planteamiento hermeneútico de Dilthey, que «trata-
ba los fenómenos del espíritu en tanto expresiones psicológicas y
pretendía por tanto recapturar el significado original subjetivo, la
intención original del autor», Adorno quería saber qué estaban
diciendo los objetos culturales «a pesar de la intención de su crea-
dor» (Buck-Morss 1981, 171-72). Mientras para Dilthey era al ar-
tista a quien la hermeneútica trataba de comprender, para Ador-
no era la obra de arte misma la que debe ser objeto de estudio, de
modo que «las grandes obras de arte pueden ser reconocidas en
la diferencia entre aquello que en ellas sobresale y su propia in-
tención» (16, 308).
Como señala Buck-Morss, ya Benjamin había planteado antes
que Adorno esta objeción a la hermenéutica diltheiana en un es-
tudio sobre Goethe, en el que sostiene que:

La verdad de la novela no dependía de la habilidad del intér-


prete para identificarse empáticamente con los sentimientos expre-
sados en la novela o con la intención del autor; la verdad, en cam-
bio, yacía dentro mismo de la novela (Buck-Morss 1981, 172).

De ahí que, frente a los métodos de interpretación filológicos


y psicológicos, Adorno proponga un método de análisis inma-
nente, que atienda a las características estructurales y técnicas de
la obra misma. Ahora bien, como vimos en el capítulo segundo,
Adorno formula también una fuerte crítica al objetivismo estéti-
co, a la consideración de la obra de arte como objeto de pura con-
templación, punto donde Adorno polemiza con Lukács. Frente a
esta concepción asocial del arte, Adorno va a defender que entre
arte y sociedad hay una necesaria interacción:

– 159 –
La discusión del compositor con el material es también discu-
sión con la sociedad, precisamente en la medida en que ésta ha emi-
grado a la obra y no está ya frente a la producción artística como un
factor meramente exterior, heterónomo (PnM 40).

Bürger afirma que para Adorno el arte tiene un carácter anti-


social: «La idea de que el arte es la antítesis de la sociedad, que
Lukács rechaza por la pureza de la inmanencia artística, es lleva-
da por Adorno al centro de su estética» (1996, 61). Tal afirmación
hay que entenderla no en el sentido antiinstitucional de las van-
guardias, sino desde el concepto adorniano de negación determi-
nada. El arte, según Adorno, ha de negar la sociedad, que se ha
constituido en «plexo de ofuscación», es decir, en un sistema de
relaciones abstractas opresor del individuo, una sociedad falsa
(cf. ÄT 335). Negación determinada es sinónimo de negación su-
peradora en el sentido hegeliano; su función no es anuladora,
sino crítica, para llegar a la verdad; por eso en el prefacio a Filoso-
fía de la nueva música habla de «una perseverancia, de una fe en la
fuerza positiva de la negación determinada» (11); y el capítulo
dedicado a Schönberg está encabezado por un conocido párrafo
de la Fenomenología del espíritu: «Mas la intelección pura está al
principio sin contenido y es, antes bien, puro eclipse del conteni-
do; pero, mediante el movimiento negativo contra su negativo, la
intelección se realizará y se dará un contenido».
Adorno traslada esto al terreno artístico; la intelección pura
sería la expresión no crítica de la sociedad falsa, propia para
Adorno, por ejemplo, del Surrealismo, del que trataremos más
adelante. Ahora bien, el arte no debe solamente expresar la false-
dad, sino denunciarla, mostrarla como falsa, como insuficiente,
lo que permite superarla:

La categoría guía de la contradicción es ella misma de naturale-


za doble: la medida de su éxito está dada según las obras que expre-
sen la contradicción y en tal proceso la hagan mostrar nuevamente
los rasgos de su imperfección (PnM 34).

– 160 –
La obra de arte ha de tener un contenido social, que es la ex-
presión crítica de la sociedad falsa, lo que la saca de la pura in-
manencia: «Mientras el objeto estético debe determinarse como
simple dato concreto, el objeto estético mismo, precisamente gra-
cias a esta determinación negativa [...] trasciende el simple y
puro dato concreto» (PnM 53). Por tanto, la obra de arte no ha de
ser objeto de mera contemplación, sino, ante todo, objeto de in-
terpretación y de conocimiento: «Por eso la tarea de una interpre-
tación filosófica de las obras de arte [...] es la que hace que la obra
de arte se desarrolle en su verdad» (ND 25).
En esta crítica de Adorno a la obra de arte como objeto de
contemplación se engloba también su crítica al arte como apa-
riencia y juego; otra cita de Hegel, esta vez de su Estética, enca-
bezando la introducción de la Filosofía de la nueva música, lo evi-
dencia: «Pues en el arte tenemos que ver, no con un mero juego
agradable o útil, sino con un desplegarse de la verdad». Por eso
Adorno, al igual que Schönberg, concibe el arte como conoci-
miento:

Schönberg asume una actitud tan polémica respecto del juego


como respecto de la apariencia. Él mismo ha formulado su doble ac-
titud de esta manera: «La música no debe adornar, sino que debe
ser verdadera» y «el arte no nace del poder, sino del deber». Con la
negación de la apariencia y el juego, la música tiende al conocimien-
to (PnM 46).

La obra de arte, por tanto, no ha de concebirse ni como medio


respecto a un fin o intención extraartístico ni como fin absoluto.
Ha de ser medio y fin a la vez, o mejor dicho, fin no terminativo,
sino remitente más allá de sí. La obra de arte es fin en el sentido
de que no ha de estar subordinada a otro fin —social, político o
expresivo—. Pero no en el sentido objetualista de Lukács, de no
remitir a nada, de estar cerrada sobre sí misma, es decir, de tér-
mino. Para Adorno la obra de arte va más allá de sí misma, tiene
un contenido social. En este sentido es medio. Pero ese conteni-
do, ese remitir, no es intencional ni es una intención; no es un re-

– 161 –
mitir codificado, como el signo prosaico al significado o como el
medio al fin. Es un remitir tensional, desde sí. Con esto entramos
de lleno en la noción adorniana de inintencionalidad.

d) El carácter enigmático del arte: la noción de «cifra»

La fusión de lo universal y lo singular, característica del arte


es para Adorno una premisa de la estética que nunca puede ser
dejada atrás por una racionalidad omnicomprensiva. Adorno
concentra la no distinción de signo y significado en el arte en
las categorías de expresión y enigma. La obra de arte realiza lo
que significa —la unidad no niveladora de lo diverso—, sustra-
yendo así la apariencia estética del mero reflejo ilusorio, de
modo que:

Allí donde nos tropecemos con la apariencia la sintamos como


expresión, que no sea algo meramente aparente que dejar de lado,
sino que exprese algo que aparece en ella, pero no se puede descri-
bir independientemente de ella (IN 365).

El arte ofrece a Adorno, como a Gadamer, un modelo para la


comprensión, el de la interpretación frente al de la investigación.
La investigación —el «ideal de la ciencia»— pretende hallar el
sentido tras lo empírico, «descifrar». La interpretación, en cam-
bio «no acierta a dar con un sentido que se encontraría ya listo y
persistiría tras la pregunta, sino que la ilumina repentina e ins-
tantáneamente, y al mismo tiempo la hace consumirse» (AP 335).
Adorno está aquí tomando el término enigma en su doble acep-
ción de acertijo y dibujo-acertijo (Vexierbild) (cf. Buck-Morss 1981,
215). Éstos últimos —muy de moda entonces— no consisten,
como los jeroglíficos, en decir algo con dibujos, sino en ocultar
una figura en un dibujo, que se descubre según cómo se mire 12.
En esto consiste el carácter enigmático del arte, que Adorno am-
plía como método interpretativo a la filosofía:

– 162 –
La respuesta al enigma no es el «sentido» del enigma, de modo
tal que ambos pudiesen subsistir al mismo tiempo, que la respuesta
estuviese contenida en el enigma [...]. Más bien, la respuesta está en
estricta antítesis con el enigma; necesita ser construida a partir de
los elementos del enigma (AP 338).

En Teoría estética mantiene Adorno el carácter enigmático del


arte, y parece afirmar lo contrario que en el temprano texto ante-
rior. En última instancia, dice, «las obras de arte son enigmáticas
por su contenido de verdad, no por su composición». La obra de
arte, afirma, no nos da hecha la respuesta, sino que nos plantea
«la pregunta por lo absoluto». Y no puede responder a la pregun-
ta que él mismo plantea porque «no es discursivo» (192-93). De
aquí deriva su concepción monadológica de la obra de arte.
Como signo insustituible, cada obra de arte instaura un sentido
total, pero con ello la obra de arte significa algo distinto de ella
misma:

La aportación específicamente artística no consiste en conseguir


una constringencia de amplios vuelos por la temática o por los efec-
tos, sino en llegar a representarse, de forma monadológica, por me-
dio de la penetración en las experiencias que sustentan la obra, lo
que está más allá de la mónada (ÄT 133).

A esta significación la llama Adorno, utilizando la terminolo-


gía de Benjamin, alegórica: «Lo alegórico no es un signo casual
para un contenido captado en su interior, sino que entre la alego-
ría y lo pensado alegóricamente existe una relación objetiva, la
alegoría es expresión». Y un poco más adelante afirma Adorno:
«La relación entre lo que aparece como alegoría y lo significado
no está simbolizada casualmente, sino que algo en particular se
pone en escena ahí» (IN 358).
Se produce así una inversión terminológica entre Gadamer y
Adorno respecto al símbolo y a la alegoría. Adorno habla de la
«función simbólica» como aquella en la que lo particular repre-
senta a lo general como caso (cf. AP 336), y en «Concepto de Ilus-

– 163 –
tración» afirma: «Ésta es el alma de lo simbólico: un ser o un fe-
nómeno que es representado como eterno, porque debe conver-
tirse una y otra vez en acontecimiento por medio de la realiza-
ción del símbolo» (DA 33). Por eso dirá más adelante que los
conceptos universales son los sucesores de los símbolos (39).
Más allá de los términos empleados, tanto Gadamer como Ador-
no se refieren sin embargo a lo mismo, a la insustituibilidad del
signo estético, esencialmente vinculado al significado. Lo estéti-
co constituye así un modelo de unidad concreta, no subordina-
dora, de naturaleza e historia, de expresión sensible y significa-
do, y una concepción del sentido no como trastienda, sino como
exceso o sobreabundancia de ser (Gadamer 1993, 114), o como
dice Adorno en Dialéctica negativa, «lo que es, es más que lo que
se es» (164).

La ampliación del modelo estético

a) Segunda naturaleza

El arte nos proporciona un modelo con el que solucionar el


enigma de naturaleza e historia, que Adorno recoge en el concep-
to de «cifra». Pero Adorno propone ampliar este modelo más allá
de la estética, a todo el ser y el conocer. Esta ampliación se opera
al considerar que la misma materia con la que trabaja el artista
está mediada históricamente, que es un producto histórico, pero
petrificado, tomando el aspecto de naturaleza en su sentido míti-
co. A esto lo llama Adorno, usando un término de Lukács, «se-
gunda naturaleza», que sería el concepto de donde nace el de
«historia natural».
La segunda naturaleza es el mundo de la convención, es de-
cir, el de las cosas producidas históricamente, pero que se nos
han vuelto ajenas (IN 356), y que por eso son un «complejo de
sentido paralizado, enajenado, un calvario de interioridades» (IN
356-357), de significados que no pueden ser despertados. Así:

– 164 –
El problema de ese despertar que se concede como posibilidad
metafísica constituye lo que aquí se entiende por historia natural.
Lo que contempla Lukács es la metamorfosis de lo histórico, en
cuanto sido, en naturaleza, la historia paralizada es naturaleza o lo
viviente de la naturaleza es un mero haber sido histórico (IN 357).

Esto será, como veremos, uno de los argumentos centrales de


Filosofía de la nueva música, en perfecta sintonía con la concepción
schönbergiana de la tonalidad.
Vamos ahora a explicar un poco más en qué consiste esta am-
pliación a todo el ser que propone Adorno. La ampliación consis-
te en la afirmación metafísica de que la naturaleza es transitoria
—signo de la historia—, y viceversa, de que la historia se parali-
za en naturaleza —es signo de la naturaleza—:

El punto más hondo en que convergen historia y naturaleza se


sitúa precisamente en ese elemento, lo transitorio. Si Lukács hace
que lo histórico, en cuanto sido, se vuelva a transformar en natura-
leza, aquí se da la otra cara del fenómeno: la misma naturaleza se
presenta como naturaleza transitoria, como historia (IN 357-58).

Lo natural se revela como transitorio en cuanto que es pro-


ducto histórico y, por tanto, cambiante: «Benjamin mismo concibe
la naturaleza, en tanto creación, marcada por la transitoriedad»
(IN 359). Por eso «la segunda naturaleza es en verdad la primera»
(365). Así se aclara la «constelación», como la llama Adorno, entre
las ideas de transitoriedad, significar, naturaleza e historia: la his-
toria es naturaleza en tanto no es un curso de mundo más allá de
los hechos, sino la acción del espíritu en —con— el mundo, y en
tanto se petrifica en naturaleza; la naturaleza es historia en cuan-
to que es producida históricamente y, por tanto, es transitoria; y el
significar no es un remitir intencional, sino un ser más de lo que
se es, y así, remitir, desde sí, más allá de sí. Es lo que Adorno lla-
ma expresión, que articula las cuatro ideas mencionadas.
La naturaleza es expresión de la historia, como el signo artís-
tico es expresión del significado. Que algo sea expresión significa

– 165 –
que no es un mero reflejo que podemos «dejar de lado», sino que
manifiesta algo que «no se puede describir independientemente
de ella» (IN 365). Es la idea ya mencionada de la inintencionali-
dad, que veremos expresamente en el capítulo siguiente. En esto
consiste el «comprender el mismo ser histórico como ontológico,
esto es, como ser natural» (IN 355): no en absolutizarlo, como
hace el historicismo, sino en saber que es «más que lo que es»
(ND 164). Vamos a ver ahora cómo se relaciona esto con el plan-
teamiento estético de Schönberg, vertido en la música atonal.

b) El conocimiento como mímesis

Esa redención del mundo, que es lo mismo que la redención


de lo singular, o como dice Adorno, «hacer justicia a lo no-idén-
tico» (ÄT 285), operada desde el conocimiento, tendría que ser
un conocimiento no identificador —desingularizador— de lo di-
ferente, sino un conocimiento por compenetración con lo singu-
lar: «Lo único que debe preocupar al pensador es obtener esas
perspectivas [mesiánicas] sin arbitrariedad ni violencia, sino por
medio de una compenetración con los objetos» (MM 281). En
Dialéctica negativa Adorno habla constantemente de que el co-
nocimiento ha de «abismarse en lo heterogéneo» (ND 38), aden-
trarse en lo diferente. Todas estas expresiones, así como la de
compenetración, implican una relación no coactiva hacia lo sin-
gular, una relación respetuosa con la alteridad, que se hace con
lo otro haciéndose lo otro. Como dice Wellmer:

Lo que en esta razón cotidiana apunta ya siempre por encima


del concepto de una razón al servicio de la autoconservación no es
algo que Adorno se limitara simplemente a negar; trató de aprehen-
derlo bajo el concepto de «mímesis». La mímesis se refiere a esas
formas comunicativas de comportamiento del ser vivo que no tien-
den al control del otro, sino que se acomodan al otro dejándole ser
lo que es (Wellmer 1994, 30).

– 166 –
La mímesis, por tanto, es lo contrario a la asimilación, es un
hacerse con lo otro haciéndose lo otro y no, como en la digestión,
destruyendo la alteridad, asimilándola al sujeto. En la mímesis se
respeta la alteridad y singularidad de lo otro. Y esto, que es el te-
los del conocimiento, es lo que se pierde cuando se queda en el
concepto, convirtiéndose entonces en digestión. Esta dimensión
mimética, que es para Adorno la esencia del conocimiento, está
en su entraña, en el hecho de que los conceptos tienen su raíz en
lo no conceptual, y su «telos secreto» es la diferencia.
Por otro lado, la mímesis no es una mera copia o reproduc-
ción de lo otro, sino que, respetando su singularidad y alteridad,
se da una transformación de lo imitado. Benjamin ponía como
ejemplo de actividad mimética la traducción literaria, pues en
ella se respeta el texto original, pero no es una copia o «transpor-
te» a otra lengua, sino que implica una transformación. Como
dice Tiedemann, hablando de Benjamin, la traducción es «simul-
táneamente recepción y espontaneidad: el traductor requiere el
modelo, el original, y su tarea es producir una nueva versión» 13.
En el mismo sentido, Adorno ponía como modelo la ejecución
musical, pues no es una mera reproducción de la obra, sino una
transformación. Éste es el sentido de la expresión adorniana de
«hacer revoluciones a la revolución copernicana» en el sentido de
devolver la primacía al objeto:

La transformación mimética puede ser vista como la reversión


de la subjetividad kantiana. La creatividad de ésta última residía en
la capacidad del sujeto de proyectar en la experiencia sus propias
formas y categorías a priori, absorbiendo dentro de sí el objeto. Pero
el sujeto de Adorno deja la iniciativa al objeto; forma al objeto sólo
en el sentido de transformarlo en una nueva modalidad (Buck-Morss
1981, 189).

Como decíamos, la mímesis no es una mera copia o duplica-


ción del objeto, sino que implica una transformación. En este sen-
tido, la mímesis se podría definir como una «correspondencia no
representacional» (Buck-Morss 1981, 188). O dicho de otro modo,

– 167 –
el respeto o primacía del objeto no significa que el sujeto sea me-
ramente pasivo, que el conocimiento sea recepción pasiva a la
manera del positivismo, sino que el sujeto tiene un papel activo:
su espontaneidad no es anulada.
Esta espontaneidad del sujeto, que a la vez respeta o gira al-
rededor del objeto, significa que el conocimiento no es ni recep-
ción pasiva ni creación o asimilación del objeto, sino ordena-
miento, disposición, configuración:

El lenguaje de la expresión filosófica no era entonces ni inten-


ción subjetiva ni un objeto que manipular, sino «una tercera cosa»;
expresaba la verdad a través de configuraciones, «como una unidad
de concepto y materia dialécticamente imbricada y explicativamen-
te indescifrable» (1, 369).

Y el organon de este conocimiento mimético, configurador, no


es para Adorno ni la sensibilidad —puramente pasiva— ni el en-
tendimiento —pues prescinde de lo singular—, sino la facultad
intermedia, la fantasía, que no es pura receptividad —ya que jue-
ga con las imágenes—, pero no puede prescindir de lo sensible,
como hace el concepto. Adorno llama a este conocimiento fanta-
sía exacta (AP 342); fantasía, en cuanto no es recepción pasiva,
sino que el sujeto tiene un papel activo, configurador, y en cuan-
to no prescinde de lo singular; exacta, en cuanto que la primacía
la tiene el objeto y ha de respetar su alteridad y singularidad, en
el sentido de que el conocimiento mimético, el reordenamiento,
tan sólo transforma lo singular.

La teoría de la evolución inmanente del material artístico

Esto implica, a mi parecer, uno de los puntos más discutibles


de la teoría estética adorniana: que ciertos estados o situaciones
de la materia no sean adecuados a determinados tiempos o so-
ciedades. Así, dice Adorno por ejemplo que el uso de la tonali-
dad en el siglo XX es reaccionario, acusando de «arcaicos» a

– 168 –
compositores como Stravinski, Hindemith o Sibelius. En este
punto Adorno se plantea el tema de la comprensión de obras ar-
tísticas del pasado y critica ácidamente a quienes afirman que el
arte vanguardista es incomprensible, que es más comprensible
Beethoven que Schönberg. Frente a ellos afirma que Beethoven o
cualquier artista del pasado es mucho más incomprensible, por-
que el contenido de su obra expresa una sociedad ajena a la
nuestra:

Por eso la opinión de que Beethoven es comprensible y Schön-


berg incomprensible es, desde un punto de vista objetivo, un enga-
ño. [...] Por otro lado, el contenido de aquella otra música familiar a
todos está tan distante de lo que hoy pesa en el destino humano que
la experiencia personal del público no tiene ya casi ninguna comuni-
cación con la experiencia atestiguada por la música tradicional.
Cuando el público cree comprender no hace sino percibir el molde
muerto de lo que custodia como patrimonio indiscutible y que des-
de el momento en que se ha convertido en patrimonio es algo ya
perdido, neutralizado, privado de su propia sustancia artística, algo
que se ha convertido en indiferente material de exposición (PnM 18).

Como expresión de su sociedad y su tiempo que es el arte,


como «despliegue de la verdad en la objetividad artística», Ador-
no llega a decir que «la filosofía de la música es posible hoy úni-
camente como filosofía de la nueva música» (PnM 19). Éste es
uno de los aspectos de la estética adorniana que más critica Bür-
ger. En un pasaje de su Crítica de la estética idealista afirma:

Después de las vanguardias históricas es imposible privilegiar


un solo material artístico como hace Adorno. En la actualidad hay
que partir de una coexistencia de diferentes situaciones del material
artístico. La coexistencia de un arte «realista» y otro «vanguardista»
es hoy día un hecho, frente al que no cabe objeción teórica alguna
que sea legítima. Por ejemplo, no se puede descalificar simplemen-
te el neorrealismo en pintura con el argumento de que emplea un
material artístico reaccionario (15-16).

– 169 –
La tesis schönbergiana de la historicidad de la tonalidad ad-
quiere en esta obra de Adorno una profundidad insospechada.
En las primeras páginas del ensayo dedicado a Schönberg, reite-
ra su tesis de la historicidad, en textos como el siguiente:

Ese material [el musical] se reduce o se amplía en el curso de la


historia y todos sus rasgos característicos son resultado del proceso
histórico. Llevan en sí la necesidad histórica con tanta mayor pleni-
tud cuanto menos pueden descifrarse como resultantes históricas
inmediatas (PnM 38-39).

El artista no es un puro creador, que dotaría a un material


inerte de forma soberanamente, pues «la época y la sociedad en
que vive no lo delimitan desde fuera, sino que lo delimitan preci-
samente en la severa exigencia de exactitud que sus mismas imá-
genes le imponen» (PnM 42).
El hombre, el artista, no es un sujeto puro, no está en el espa-
cio y el tiempo, sino que existe desde su espacio y su tiempo; por
otro lado, y éste es el punto que más nos interesa ahora, la mate-
ria con la que trabaja no es algo inerte o neutral dispuesta tam-
quam tábula rasa para ser configurada, sino que ya es en cierto
modo una obra, sedimento de la historia y la sociedad. Es decir,
el material del artista no es sin más el color o la palabra, el volu-
men o el sonido, sino toda la historia y la tradición que lo prece-
den y lo envuelven. Pero lo que dice Adorno no es sólo esto, sino
que esta tradición, esta historia, está depositada, sedimentada, en
la misma materia, de una manera inintencional.
Centrándonos en esto segundo, y en concreto en la música, la
tesis de Adorno es que la tonalidad es la sedimentación material
o expresión de la sociedad burguesa, regida por el principio de in-
tercambio:

La segunda naturaleza del sistema tonal es una apariencia for-


mada en el curso de la historia. Debe su dignidad de sistema cerra-
do y exclusivo al intercambio social cuya propia dinámica tiende a

– 170 –
la totalidad y cuya fungibilidad concuerda plenamente con la de to-
dos los elementos tonales (PnM 20).

Según Adorno, lo característico de la burguesía es la con-


cepción del sujeto como hegemónico, como dominador de la na-
turaleza y, por tanto capaz de articularla en una visión totalitaria,
plena de sentido: las categorías de totalidad y sentido son típica-
mente burguesas —ilustradas—. Esa sociedad se plasmaría musi-
calmente en el sistema tonal y en la forma sonata y llegaría a su
plenitud en el Beethoven intermedio. La forma sonata, con su es-
tructura tripartita de exposición, desarrollo y reexposición, expre-
sa a la perfección la sociedad en la que nació, la burguesía, pues
es una estructura cerrada, redonda, total, donde el material temáti-
co —sujeto—, presentado en la exposición, es variado en el des-
arrollo, del que sale triunfante y reforzado —reexposición— (cf. In-
nerarity 1996b, 74-76). En el caso de la tonalidad, que es donde me
voy a centrar, lo que trataré de mostrar es que la crítica de Adorno
a la tonalidad es ontológica, en el sentido de que va dirigida a la
esencia de la tonalidad, y no sólo a su hipostatización como natura-
leza, como es el caso de Schönberg. Creo, en efecto, que Adorno vio
en la tonalidad un reflejo de lo mítico, al margen de ser mitificada,
es decir, que veía la tonalidad, en sí misma, como mítica.
La tonalidad es mítica para Adorno —recordemos que lo mí-
tico es la realización del principio de hegemonía del sujeto, que se
rige por el principio de intercambio— en sí misma, porque tiene
las dos características propias de lo mítico: inmutabilidad y tau-
tología, ambas íntimamente ligadas. La inmutabilidad de lo míti-
co consiste en permanecer siempre igual a sí mismo; es la identi-
dad —unidad— simple, un estar pasmado estáticamente; es el
ser de la idea cuando se hipostatiza. Ahora bien, en tanto la idea
es desligada de lo sensible de donde nació y considerada como
eterna, no tolera la relación, la alteridad, pues perdería su inmu-
tabilidad.
La manera por tanto de relacionarse la idea con lo otro será
así asimilativa, absorbiendo la alteridad en su inmanencia, y esto

– 171 –
culmina en el idealismo sistemático de Hegel, donde la diversi-
dad es concebida como autodespliegue de la idea; a esto lo lla-
mamos identidad tautológica. Ambos elementos, inmutabilidad
—autoidentidad— y tautologicidad —autodespliegue, relación
asimilativa de la alteridad—, están presentes en la tonalidad.
Las categorías clave de la tonalidad son, como vimos, las de tóni-
ca —sonido fundamental— y consonancia —acorde tríada—, y
creo que Adorno los concibió, equivocadamente a mi juicio,
como paralelos a los de inmutabilidad y tautologicidad de lo mí-
tico.
La noción de tónica —sonido base o fundamental— sería el
paralelo de la identidad inmutable, en el sentido de que es lo que
permanece invariable subyaciendo a todos los movimientos de la
melodía; es algo así como la línea del horizonte. Y el elemento
tautológico estaría en la tríada, que está formada por los armóni-
cos cercanos a la tónica, que son como el despliegue del sonido
fundamental —tónica— y por eso forman consonancia. Lo carac-
terístico de la tonalidad, y lo que la desenmascara para Adorno
como expresión de lo mítico —del principio de hegemonía del
sujeto—, es que en ella cada sonido se define en función del todo,
es decir, de una estructura exterior a él —de la tónica, de la tríada
y de los demás acordes de la tonalidad—. Estudiaremos a conti-
nuación la crítica de Schönberg a la tonalidad y los paralelismos
entre su concepción de la atonalidad y las nociones adornianas
de «historia natural» y de «inintencionalidad».

– 172 –
NOTAS

1
No olvidemos que Gadamer propone una rehabilitación de la alegoría, sus-
trayéndola de la oposición al símbolo, que «es sólo resultado del desarrollo
filosófico de los dos últimos siglos». Para Gadamer, ambos «basan su nece-
sidad en un mismo fundamento: no es posible conocer lo divino más que a
partir de lo sensible» (1986, 77, 79); cf. también Gadamer 1993, 123.
2
Heidegger, como afirma Menke, también denunció tal interpretación del
teorema de Valéry (cf. Heidegger 1983, 166; Menke 1997, 69).
3
La noción gadameriana de «conciencia estética» hay que verla en parale-
lismo con la de conciencia lúdica, que se refiere a la pérdida de la esencia
del juego cuando éste se objetiva y el sujeto se distancia de él (cf. Gada-
mer 1986, 107 ss).
4
También Gilson entiende así la unión de forma y fondo en el arte. Citan-
do a Focillon, afirma hablando de la pintura que «la forma no debe conce-
birse primero en sí misma y luego en su esfuerzo para darse ella misma a
un cuerpo. Según las palabras de Focillon: “La forma no sólo está encar-
nada, es siempre encarnación”» (Gilson 2000, 182, 184).
5
Por otro lado, como señala Inciarte a propósito de Kant y Schelling —y
con esto conectamos con la primera parte de este estudio—, este realismo
ontológico de la imagen, y no el realismo concebido imitativamente, «co-
rresponde a una realidad abierta y siempre nueva, una realidad que,
mientras haya tiempo, nunca puede cuajar en totalidad, que hay siempre
que completar y que está siempre completándose a sí misma, sin que lle-
gue a ser nada completo [...]. Realidad fenoménica, apariencia, no quiere
decir para Kant realidad ilusoria, sino sólo eso: realidad no total, no abso-
luta, nunca plenamente determinada [...]. Se trata de un mundo, de una
realidad que, como decía Schelling siguiendo las huellas de Kant, no es
que sea finito por terminar en alguna parte, más allá de Sirio, sino por ser
finito en cada una de sus partes, por no coincidir ni en cada una de ellas
ni en su conjunto consigo mismo. Sólo Dios sería la totalidad de su propio
ser, la única totalidad posible». Al no serlo el mundo, continúa Inciarte
parafraseando a Van Doesburg, tenemos «la necesidad de (re)crearlo para
dar con él» (Sobre perspectiva..., 12).
6
Mediación total en cuanto no puede prescindirse de ella, contrariamente
a lo que sucede con la mediación transitiva del signo instrumental.

– 173 –
7
Esto no está en contradicción con la principialidad que vimos atribuye
Aristóteles a la materia, ya que tal es la cualidad, atribuible a todo ser (cf.
Met 1051b 35). En el caso del alma —y de toda forma o acto limitado—, la
principialidad es anterioridad o fin respecto a la potencia (cf. Met 1050a
10 ss y 1051a 31; cf. también De An 415b 8-20).
8
Stephen Halliwell propone hablar de «mímesis metafísica», manifestativa
de algo no fenoménico, frente a la «mímesis formal» que «presupone una
correspondencia directa entre el sujeto mimético y su modelo» (1986, 115,
112).
9
Como lo es de Heidegger: «¿Con qué esencia de qué cosa puede coincidir
un templo griego? ¿Quién podría afirmar algo tan inverosímil como que
en el edificio concreto está representada la idea de templo en general? Y,
sin embargo, es precisamente en una obra semejante, siempre que sea
obra, donde está obrando la verdad» (1995, §7).
10
Para un análisis detallado de este problema en Adorno, cf. Innerarity 1996
a, 11 ss.
11
No es extraño que Elena Tavani escoja la historia del barón de Münch-
hausen como figura de la filosofía de Adorno, y en particular de su dia-
léctica de la apariencia estética, que sólo remitiendo fuera de sí —a la rea-
lización social de la unidad no coactiva de lo múltiple— se salva de ser
ilusión engañosa, pero en tanto tal unidad sólo se hace presente en el arte
—permaneciendo como utopía, como idea meramente regulativa para el
mundo—, tal salir de sí es imposible para el arte (cf. Tavani 1994, 15).
12
Comentando la ausencia de humor en la Humoresca de Dvorák, Adorno
compara ésta a un dibujo-enigma célebre en la época, que ocultaba la
imagen de un ladrón, preguntando ¿dónde está el ladrón?, pregunta que
Adorno traslada a la humoresca de Dvorák: ¿dónde está el humor? (16,
286).
13
Citado en Bürger 1996, 78.

– 174 –
LA ATONALIDAD COMO REDENCIÓN

LA DISONANCIA COMO SIGNO DE LA MODERNIDAD

En Teoría estética afirma Adorno que el concepto que mejor


define la modernidad es el de disonancia (29). El concepto de di-
sonancia tiene en Adorno una doble significación: por un lado, es
sinónimo de colisión, de desgarramiento, consecuencia de la re-
lación antagónica entre lo universal y lo singular; por otro, es una
unidad superior a la unidad consonante, por dar cabida a lo di-
verso en su diversidad, sin funcionalizarlo respecto a los acordes
tonales, y es así símbolo de la unidad no niveladora —paz— que
la sociedad reclama. En este capítulo me centraré sobre todo en el
primer sentido apuntado; del segundo me ocuparé en el capítulo
quinto, al tratar la noción adorniana de «paz».
Cuando Adorno dice que la disonancia es el signo de la mo-
dernidad está empleando el primer sentido expuesto, la disonan-
cia como desgarro. Para Adorno, como vimos, lo característico de
la modernidad es el conflicto entre lo singular y lo universal. Lo
universal ya no es el sentido de lo singular, sino algo abstracto,
que no tolera que lo singular despunte. Éste es en efecto el gran
pensamiento de Adorno, que recorrería toda la historia de la hu-
manidad: la nivelación de lo singular bajo la unidad abstracta,

– 175 –
que reduce lo singular a caso particular, a mero ejemplar. En el
pasado era la naturaleza la que perecía bajo la ciencia y la técni-
ca; ahora, afirma, es la humanidad misma la que perece (DA 77).
La inmanencia subjetiva se ha vuelto contra el sujeto individual
(45). Por eso dice Adorno que en el siglo XX se realiza en la pra-
xis y en la sociedad lo que en el idealismo se operaba en la teoría
(ND 33-34).
Esto tiene dos consecuencias: dolor y soledad. Como afirma
Hernández-Pacheco, la esencia del dolor reside según Adorno en
la resistencia de lo singular a ser desposeído de su singularidad
(cf. Hernández-Pacheco 1996, 106). El individuo experimenta do-
lorosamente su masificación en la sociedad administrada, cuyas
relaciones se han hecho abstractas. Por eso, dice Adorno, el dolor
rebate toda la filosofía de la identidad (ND 203). La segunda con-
secuencia es la soledad, no la soledad del solitario, sino la sole-
dad colectiva, la «soledad universal», como la llama Adorno
(PnM 48, 51), la soledad de las grandes ciudades, en las que los
individuos se han hecho extraños entre sí (DA 45) 1.
La disonancia musical expresa esta disonancia social, existen-
cial, caracterizada por el sinsentido, el dolor y la soledad, cuando
se independiza de la consonancia. Y la expresa porque, concebi-
da autónomamente, la disonancia consiste en yuxtaponer soni-
dos muy divergentes sin mediación alguna, sin reconciliación 2.
Estamos muy lejos de la disonancia «romántica», pues ésta es di-
sonante en relación a la consonancia y se resuelve o integra en
ella —incluso en el cromatismo wagneriano—. La disonancia ro-
mántica es la alteración del orden, mientras que la disonancia de
la que habla Adorno es la subversión del orden, del sentido con-
cebido abstractamente. Se trata de una disonancia absoluta, no
relativa a la consonancia. Por eso, quien mejor la concibe para él
es Schönberg, que lleva a cabo la «emancipación de la disonan-
cia» (SI 144) respecto a la consonancia.

– 176 –
SCHÖNBERG Y LA DESMITIFICACIÓN DE LA TONALIDAD

Hemos dicho anteriormente que el concepto de «historia na-


tural» puede entenderse como una extensión de la unidad estéti-
ca —de la imbricación indisoluble de materia y forma, de signo y
significado— a todo el ser, y que esta ampliación consiste en afir-
mar que la misma materia que utiliza el sujeto —la tonalidad en
el caso del compositor, la terminología en el del filósofo—, apa-
rentemente inerte, «abstracta», es un producto histórico, algo de-
venido y luego sedimentado, «cristalizado», y no algo «natural».
Éste es, como dijimos, el sentido de la frase «la segunda naturale-
za es en verdad la primera» (AP 365).
Pues bien, ésta es en esencia la tesis que defiende Schönberg
en lo referente a la música y a su material, la tonalidad. Frente a
toda la tradición anterior, Schönberg mantiene que la tonalidad
no es algo natural, derivado de las «leyes eternas» del sonido,
sino algo devenido, producto del trabajo del compositor con su
material, y de la familiarización del oyente con las consonancias:
«Nuestro oído hoy no reacciona simplemente a las condiciones
naturales, sino que está condicionado por ese sistema que con el
tiempo ha llegado a ser una segunda naturaleza» (H 52). Por otro
lado, acudir a la naturaleza como fundamento no era para
Schönberg garantía de validez: «¡Hacia la naturaleza! Si yo tuvie-
ra un lema, quizá podría ser éste. Pero pienso que hay aún algo
más alto que la naturaleza» (H 473) 3.
Para defender la tesis de que la tonalidad no es algo natural,
sino un producto histórico, Schönberg acude a los dos mismos
argumentos de los defensores de la naturalidad del sistema to-
nal: al argumento basado en la naturaleza del sonido y al argu-
mento basado en la historia de la música. Veamos primero la re-
visión que hace Schönberg del argumento de tipo histórico. Los
defensores de la tonalidad arguyen para afirmar su validez uni-
versal que el sistema tonal —la escala diatónica en sus dos mo-
dos mayor y menor— es la síntesis de los modos eclesiásticos,
que descubre las leyes eternas del sonido. Schönberg utiliza este

– 177 –
planteamiento para su tesis, afirmando que así como el sistema
tonal nació de la sintetización y unificación de los modos ecle-
siásticos, él también ha de ser sometido a una sintetización y uni-
ficación más profunda —Schönberg propondrá como sintetiza-
ción de los modos mayor y menor la escala cromática—:

La desaparición de los modos eclesiásticos es ese necesario pro-


ceso de descomposición del que brotará la nueva vida de los modos
mayor y menor. Y si nuestra tonalidad se extingue, de ella surgirá el
germen de la próxima forma artística. Nada es definitivo en la cul-
tura; todo es sólo preparación para un superior grado de desarrollo,
para un futuro que provisoriamente sólo podemos representarnos
de manera vaga (H 112).

Por otro lado, tenemos los argumentos que se basan en la na-


turaleza del sonido. En esta línea, los defensores de la naturali-
dad del sistema tonal apelan a la teoría de los armónicos. Se lla-
ma armónicos a los sonidos concomitantes que produce un
sonido. De tales sonidos armónicos hay algunos que se perciben
con más fuerza, porque se repiten más que los otros, y estos soni-
dos —colocados horizontalmente— son los que conforman la es-
cala diatónica y el acorde generador de todo el sistema tonal, el
acorde tríada, que fundamentará la distinción esencial —antitéti-
ca— entre consonancia y disonancia. Sonidos consonantes son
los sonidos próximos en la serie de los armónicos, y sonidos di-
sonantes los lejanos en la serie de los armónicos. Schönberg utili-
za el mismo fenómeno de los armónicos para defender su teoría.
Lo que afirma el compositor es que entre los armónicos están
también lo que hemos llamado disonancias —que no son sino los
armónicos lejanos—, de manera que «la naturaleza misma nos
ofrece ya el modelo posible de otros sistemas que abarquen la di-
sonancia desde otro punto de vista y no separándola radicalmente
de la consonancia» (H 13). Como dice Ramón Barce en el prólogo
al Tratado, «todo el Tratado de armonía se apoya, acústicamente, en
esta distinción sólo gradual entre consonancia y disonancia» (IX).

– 178 –
Schönberg no niega la teoría de los armónicos ni pretende
minimizar su valor; lo que dice es que es un error apoyarse en
ella para concebir los conceptos de consonancia y disonancia
como opuestos. Respecto al hecho de que percibamos dichas ar-
monías con agrado y desagrado respectivamente, Schönberg lo
atribuye a que estamos más familiarizados con las primeras que
con las segundas, y también a que es más fácil para el oído situar
los armónicos próximos en el complejo sonoro y determinar su
relación con el sonido fundamental como un reposo, como una
armonía que no requiere solución (cf. H 393).
Por tanto, concluye Schönberg, la tonalidad no nos da cuenta
de la disonancia, no logra encuadrarla verdaderamente, y hay por
tanto, que sustituirla por otro sistema más unificador que nos dé
razón también de la disonancia y no la conciba como mera desvia-
ción respecto a la consonancia, como algo «irracional». Se trataría,
en definitiva, de emancipar la disonancia respecto a la consonan-
cia, de darle un valor en sí. En esto Schönberg continúa un impul-
so que comenzó con Wagner —y según el propio Schönberg, con
Bach (cf. 1950)— y que está realizado, a mi parecer, también en el
jazz, con el acorde básico no triádico, sino cuatriádico, que incluye
el intervalo disonante de séptima. Ésta es, muy brevemente ex-
puesta, la tesis de Schönberg, desmitificadora de la tonalidad. El
paralelo con la crítica adorniana a la unidad abstracta como nive-
lación de lo singular es evidente; ahora intentaremos profundizar
para descubrir las conexiones más profundas entre ambos.
Siguiendo en la línea apuntada, de que en Adorno no hay
únicamente una crítica al idealismo cultural-decadentista (Spen-
gler), sino esencial, dirigida a su «naturaleza», trataré de mostrar
que lo mismo ocurre en Schönberg con su crítica a la tonalidad.
Esta provisionalidad de la filosofía, que Adorno amplía a todo
producto cultural y artístico, es una idea que Schönberg ya pro-
clama en su Tratado: «Lo único que es eterno: el cambio; y lo que
es temporal: la permanencia» (H 29), una sentencia que Adorno
va a verter casi literalmente en «La idea de historia natural», cuan-
do enuncia su programa como:

– 179 –
Un captar al ser histórico como ser natural en su determinación
histórica extrema, en donde es máximamente histórico, o cuando
consiga captar la naturaleza como ser histórico donde en apariencia
persiste en sí mismo hasta lo más hondo como naturaleza (IN 354-
55).

El concepto y la crítica adorniana de lo natural tienen un evi-


dente paralelismo, o como diría Adorno, un modelo, en la crítica
de Schöberg al sistema tonal en su Tratado, escrito veinte años an-
tes que el ensayo de Adorno. Es evidente que en el compositor
hay una crítica histórico-cultural de la tonalidad, como vimos en
su asunción del argumento histórico de los defensores de la tona-
lidad. Frente a Hindemith y los partidarios de la naturaleza y
eternidad de las leyes tonales, Schönberg insiste en que sus leyes
y reglas no son la explicitación de la naturaleza del sonido, sino
un producto cultural, devenido históricamente del trabajo con el
material.
Acerca del modo menor —considerado junto al mayor como
natural por algunos defensores de la tonalidad—, dice Schönberg
con razón: «El modo menor es un mero producto artificioso, y
son vanos los intentos de hacerlo pasar por natural: es natural
sólo mediatamente, como los modos eclesiásticos, y no inmedia-
tamente» (H 111) 4. A lo mismo se refiere cuando dice que «toda
regla resulta anulada por una necesidad más fuerte. Casi podría
decir: ésta es la única regla que debería darse» (H 99). Esta nece-
sidad, afirma Schönberg, es una necesidad expresiva de algo,
dice, imposible de verter en el orden tonal. También en Kandins-
ki, según propio testimonio, fue una necesidad expresiva lo que
lo llevó a la abstracción pictórica, si bien de un signo completa-
mente distinto a la de Schönberg.
Sin embargo, creo que en Schönberg hay también elementos
suprahistóricos en su crítica a la tonalidad y una defensa de la
atonalidad y el dodecafonismo como un estadio superior, no me-
ramente provisional: como una culminación. En el capítulo IV de
su Tratado afirma:

– 180 –
Las condiciones para la disolución del sistema tonal están con-
tenidas en los supuestos mismos sobre los que se funda. Debe saber
que en todo lo que vive está contenido su propio cambio, desarrollo
y disolución. La vida y la muerte están ya en el mismo germen. Lo
que hay entre ellas es el tiempo (29).

Aunque en un primer momento parezca que Schönberg se


inscribe en una crítica vitalista-historicista al modo de Spengler,
está hablando de un proceso necesario, contenido en la esencia
de la tonalidad, que se verifica en el tiempo, pero no sólo por su
paso. Es decir, la historia no es para Schönberg un puro devenir,
una mera transitoriedad provisional y relativa. Continuando la
crítica que hace a los defensores de la naturalidad del sistema to-
nal, afirma:

Es verdad que la circunstancia de que los modos mayor y me-


nor sean el resultado de una evolución constituye una simplifica-
ción esencial frente al sistema anterior [...]; y que el dualismo de
nuestros modos recuerde la dualidad de los sexos y limite comodí-
simamente el campo expresivo, con lo que parece reclamar en un
potente símbolo una superior categoría; es verdad, decimos, que
todas estas circunstancias pueden apoyar la herejía de creer que
nuestros dos modos son ya lo único auténticamente natural, lo im-
perecedero, lo definitivo: la voluntad de la naturaleza estaría ya
cumplida con este sistema. Para mí las cosas significan algo muy
distinto: nos hemos acercado a la voluntad de la naturaleza. Pero
estamos aún bastante lejos de ella: los ángeles, que son nuestra na-
turaleza superior, no tienen sexo; y el espíritu no tiene caprichos
(H 111).

Los paralelismos que Schönberg establece entre la atonalidad


y el dodecafonismo con motivos religiosos son constantes en
toda su obra musical y teórica. Así, en El estilo y la idea, comienza
su conferencia «La composición con doce sonidos» distinguiendo la
creación del sistema dodecafónico del acto creador divino (142).
En el texto arriba citado, la alusión a la no sexualidad de los án-
geles como una naturaleza superior es una alusión al dodecafo-

– 181 –
nismo, que no se basa en las dos escalas mayor y menor, sino en
la escala cromática, que es única y, por tanto, un sistema basado
en ella será superior al tonal bimodal, pues tendrá mayor cohe-
sión y unidad.
Ahora bien, insisto en que si bien Adorno y Schönberg de-
fienden una provisionalidad y una relatividad, no abogan por el
relativismo. En el caso de Schönberg, aunque rechace la idea de
que la tonalidad exprese las leyes naturales del sonido, la atona-
lidad no reniega de tales leyes, sino que únicamente afirma que
son más complejas de lo que la tonalidad pretende. Dicho de otro
modo, la crítica de Schönberg a la tonalidad no pretende negar
que haya leyes naturales y eternas del sonido, sino mostrar que
la tonalidad las ha reducido arbitrariamente. Como Schönberg,
Adorno también polemiza con la noción de naturaleza, pero no
menos que con el relativismo y el irracionalismo. En Dialéctica ne-
gativa afirma: «El escándalo de un pensamiento sin base es, se-
gún los partidarios de la ontología fundamental, el relativismo.
La dialéctica se opone tan rotundamente a éste como al absolutis-
mo» (45) 5. Por otra parte, siempre criticará a Benjamin y al su-
rrealismo como vimos el uso del collage, por ser una mera afirma-
ción de lo singular en su irreductibilidad.
Me parece, por tanto, que así como en Adorno no hay única-
mente una crítica temporal o relativa al idealismo, sino, como él
mismo la llama, una crítica inmanente, Schönberg no propone la
atonalidad como algo ocasional, sino como el cumplimiento de la
necesidad del sonido. En la misma línea, Adorno no rebatirá la
tonalidad y la forma sonata únicamente como inadecuadas para
expresar la sociedad del siglo XX, sino en sí mismas. Dicho de
otro modo, la actualidad de la filosofía no radicará únicamente
en la capacidad de ésta para dar razón de la actualidad, sino en
ser capaz de detectar sus propias insuficiencias por el método de
análisis inmanente.

– 182 –
LA SOLEDAD COMO ESTILO

La soledad colectiva

En Schönberg encuentra Adorno la expresión más adecuada


de la modernidad, es decir, del conflicto entre lo universal y lo
individual. Si en Beethoven se anticipa esa colisión como subli-
midad de lo universal, como «destino» e impotencia, y en Mah-
ler como desviación de lo singular respecto a la totalidad, en
Schönberg se expresa de manera radical: como soledad y frial-
dad; éste es el tono de la música de Schönberg, que Adorno defi-
nió como «la soledad hecha estilo» (PnM 51). Lo que Schönberg
aporta respecto a Beethoven y Mahler consiste en expresar la co-
lisión individuo-universal no ya como fisura o desviación, sino
como sinsentido y soledad. Ésta es la expresión más acabada de
la colisión. La radicalidad de Schönberg consiste en que ya no
hay conflicto, sino el triunfo de lo general sobre lo individual; y
su grandeza radica en que lo expresa como algo negativo, no «re-
signadamente».
La soledad colectiva, consecuencia de la reducción del indivi-
duo a particular, se manifiesta como frío, como extrañeza de los
individuos entre sí, consecuencia de su atomización: «El expre-
sionista revela la soledad como universalidad» (PnM 51). Así:

La atomización de los momentos parciales de la música, atomi-


zación propuesta por el lenguaje creado por un individuo, se ase-
meja a la condición de ese sujeto. Éste queda quebrado por la auto-
ridad total encerrada en la imagen estética de su propia impotencia
(101-102).

Schönberg expresa radicalmente la ausencia de sentido, y lo


hace renunciando a la obra cerrada, o más en general, a la unidad
cerrada. Adorno entiende por obra o unidad cerrada la unidad
discursiva, que establece un sentido a priori entre los elementos
particulares. Tal, dice, es el modelo de unidad en que se ha fun-

– 183 –
dado la música tradicional, basada en la melodía —un movi-
miento o flujo como continuidad y, por tanto, con sentido—, la
armonía —una sintaxis del discurrir musical—, la tonalidad, que
es un cosmos, un orden en el que se ubican los sonidos, y la for-
ma musical —en especial la forma sonata de primer movimiento,
que establece un sentido narrativo-conclusivo—:

Todas las obras musicales cerradas comparten el signo de la


pseudomorfosis con el lenguaje hablado. Toda la música orgánica
ha surgido del estilo recitativo. Imitó desde el comienzo el lenguaje
hablado [...]. Hoy la emancipación de la música es análoga a su
emancipación respecto del lenguaje hablado, y es tal emancipación
lo que resplandece en medio de la destrucción del «sentido» (PnM
121).

Pero la unidad narrativa o discursiva no sólo se plasma en la


forma musical; también lo hace a un nivel más elemental, en la
categoría de tema, o en la más general de melodía. La melodía es,
decíamos, un continuo, un movimiento con sentido. El concepto
de melos implica para Adorno el de duración como continuidad.
Schönberg también renuncia a ellos:

Ya no se confía en que el continuum del tiempo subjetivo de la


vivencia tenga la fuerza de abarcar eventos musicales y de darles
un sentido al conferirles su unidad [...]. La música bosqueja la ima-
gen de una constitución del mundo que, para bien o para mal, ya no
conoce la historia (PnM 62).

La renuncia a la continuidad tiene como consecuencia la


brevedad, el «contraerse de la distensión en el tiempo», con lo
cual se revela la música como «reflejo del dolor real» (PnM 43).
Adorno cita un poema de Hölderlin —también podía haber ci-
tado uno de Nietzsche, al que Mahler dio forma musical en su
Tercera Sinfonía 6— para mostrar que el dolor no puede expre-
sarse duracionalmente, pues el dolor quiere pasar, no perma-
necer:

– 184 –
¿Por qué eres tan breve? ¿No amas, pues,
como antes el canto? Cuando joven,
cuando cantabas en los días de esperanza,
no encontrabas nunca el fin.
Como mi felicidad es mi canto. ¿Quieres en el crepúsculo
bañarte jubiloso? Ya no hay luz, y la tierra está fría,
y gorjea el pájaro de la noche, siniestro ante tus ojos 7.

Así, «la música coagulada en el instante es verdadera como


éxito de una experiencia negativa. Refleja el dolor real» (PnM 43).
Como expresión del dolor, la concepción tradicional de la armo-
nía como desviación no es válida para Adorno, pues presupone
lo que todavía está por realizar: el momento de reconciliación, de
resolución en la consonancia. La concepción autónoma de la di-
sonancia que realiza la música de Schönberg será por eso la que
exprese más adecuadamente el «dolor real», consecuencia de la
nivelación de lo singular en lo universal.

La emancipación de la disonancia

La disonancia en la atonalidad ya no es concebida como des-


viación respecto a la consonancia, que es como ha sido tratada en
la tradición musical, incluso hasta Mahler, sino como algo en sí:
«La atonalidad libre, al herir con un tabú la armonía perfecta, ha-
bía extendido universalmente en la música la disonancia. Existía
tan sólo la disonancia» (PnM 84). La resolución de la disonancia
en la consonancia es, en efecto, uno de los preceptos fundamen-
tales de la armonía tonal. Ahora bien, el dolor real del que habla
Adorno, el dolor de la sociedad cosificada, no es un dolor que
advenga al sujeto, sino un dolor en el que, por decirlo así, el suje-
to está, propiciado por el carácter abstracto de la sociedad. Tal do-
lor no admite por tanto resolución, sino que requiere un cambio
estructural: «Lo que la música radical conoce es el dolor no trans-
figurado del hombre» (PnM 46-47). Por eso la atonalidad es su
expresión más adecuada, pues en ella la disonancia no se resuel-

– 185 –
ve en la consonancia. Con ello la atonalidad de Schönberg, «de
un golpe alcanza a la obra, al tiempo y a la apariencia» (43); a la
obra en tanto unidad compacta, cerrada, que encierra la aparien-
cia de armonía entre el todo y las partes; y al tiempo en cuanto
duración, continuidad y discursividad.
Sin embargo, según Adorno, la atonalidad no se limita a ex-
presar la modernidad, el «estado de cosas», sino que lo denuncia.
Fiel a su concepción dialéctica, el artista no debe limitarse a ex-
presar la contradicción, sino a mostrar su insuficiencia. La crítica
de Adorno a ciertas corrientes artísticas como el surrealismo o el
jazz se basa precisamente en que se limitan a presentar la contra-
dicción, sin incoar su superación, de modo que muestran la con-
tradicción como absoluta, propiciando una actitud resignada o
conformista en el sujeto:

La irracionalidad surrealista supone disuelta la unidad fisiológi-


ca del cuerpo [...]. Sin embargo, en el surrealismo, cuanto más se pri-
va a la subjetividad de su derecho al mundo de los objetos y admite,
al denunciarla, la supremacía de éste, tanto más está dispuesta a
aceptar la forma preestablecida del mundo de las cosas (PnM 54).

Respecto al jazz, Adorno llega a calificarlo de masoquista,


porque se complace en la negatividad que expresa (cf. D 26). Por
el contrario:

Sólo cuando la contradicción se mide por la posibilidad de ser


conciliada, queda no sólo registrada, sino conocida. En el acto de
conocimiento cumplido por el arte, la forma misma del arte repre-
senta una crítica de la contradicción en cuanto indica la posibilidad
de su conciliación y, por lo tanto, lo que hay en él de contingente,
superable, no absoluto (PnM 119).

Ese elemento de crítica, de negación de la contradicción ex-


presada, se halla presente en el Schönberg atonal en la medida en
que no renuncia totalmente a la unidad. Schönberg renuncia a la
unidad cerrada sistemática:

– 186 –
Desde comienzos de la era burguesa toda la gran música hubo
de complacerse en estimular esta unidad como si fuera perfecta-
mente compacta y en justificar, a través de su propia individuación,
las leyes generales y convencionales a que está sometida. La nueva
música se opone a esto. La crítica del ornamento, la crítica de la con-
vención y la crítica de la universalidad abstracta del lenguaje musi-
cal tienen un solo significado (PnM 45).

Pero no renuncia a la unidad. Frente a la mera yuxtaposición,


la atonalidad de Schönberg mantiene la unidad:

En la actitud frente a lo orgánico se distinguen el expresionismo


y el surrealismo [...] La música surrealista es antiorgánica y se refie-
re a lo muerto [...]. Su forma es la del montaje. Ésta es, sin embargo,
extraña a Schönberg.

La música expresionista, dice Adorno, «siguió siendo orgáni-


ca» (PnM 54), pues si bien Schönberg ha renunciado al sistema to-
nal, y con él a la armonía vertical, a la melodía, y a las formas dis-
cursivas cerradas —la forma sonata—, mantiene un alto grado de
unidad. Como en el caso de Mahler, pero más acentuado, la preo-
cupación del Schönberg expresionista consiste en «tratar de dotar
de unidad a lo totalmente desprovisto de ella» (PnM 67).
Inicialmente Schönberg buscó esa unidad de dos modos:
apoyándose en un texto, como es el caso del Pierrot lunaire o de
Erwartung, y, sobre todo, en la lógica constructiva, por ejemplo en
las primeras piezas para piano, sin caer ni en el movimiento me-
lódico —continuidad, duración— ni en la arquitectura: «La tra-
gedia, una vez puesta en música, debe pagar el precio de su ple-
nitud extensiva y de la sabia contemplación de la arquitectura»
(PnM 37), pues de lo contrario se caería de nuevo en la unidad
cerrada. La lógica constructiva atonal no es estructural, sino rela-
cional, conectiva:

En efecto, lo que constituye el «sentido» de la música, aun en la


atonalidad libre, no es otra cosa que la conexión discursiva. Schön-

– 187 –
berg ha llegado hasta el punto de definir sin subterfugios la teoría
de la composición como doctrina de la conexión musical, y a esto
tiende todo lo que en música pretende tener un sentido (PnM 120-
21).

Este tema de la unidad no estructural —totalidad—, sino re-


lacional —orgánica—, lo desarrollaremos en el capítulo quinto.
Ahora baste con indicar que el Schönberg expresionista no renie-
ga de la unidad y que con ello su música no se reduce a mera
protesta resignada, sino que denuncia la insuficiencia de la con-
tradicción expresada, apuntando a su superación: una unidad
distinta, no estructural, cerrada, sino relacional: «El sentimenta-
lismo de la música inferior recuerda, en forma degradada, lo que
la música verdadera puede precisamente concebir al margen de
la locura: la conciliación» (PnM 22). Adorno llega incluso, como
vimos, a comparar la unidad abierta de los sonidos en la música
atonal con la utópica sociedad ideal, con lo que, segun Buck-
Morss, infringe su propio precepto de no nombrar la utopía (cf.
Buck-Morss 1981, 265).
Otro aspecto importante de la interpretación adorniana de la
atonalidad de Schönberg como expresión y denuncia de la mo-
dernidad, que se deduce de su teoría de la inintencionalidad,
es que esa expresividad no es impuesta por el artista a la materia
—en este caso ya habría intencionalidad—, sino que brota de la
materia misma. En efecto, tanto Adorno como el mismo Schön-
berg no se cansan de repetir que la atonalidad no es una revolu-
ción, sino la continuidad coherente de la tradición, y que la rup-
tura con la obra cerrada no es intención de un sujeto, sino que
viene marcada por la evolución objetiva del material musical:
«Los nuevos medios de la música son, empero, el resultado del
movimiento inmanente de la música antigua» (PnM 20).
Esto es así porque, como vimos, la materia no es para Adorno
naturaleza, algo inerte e invariable, sino espíritu sedimentado:

Todas las formas de la música, no sólo las del expresionismo,


son contenidos precipitados [...]. Las formas del arte registran la his-

– 188 –
toria de la humanidad con mayor exactitud que los documentos
(PnM 47).

Entonces, la tarea del artista será impedir que la materia se


cosifique, que aparezca como algo invariable, al margen del crea-
dor. La materia es algo vivo, no mero receptáculo neutro de la ac-
ción del sujeto. El punto fundamental es entonces que, puesto
que la materia artística es sedimento de la historia y la sociedad,
al seguir la coherencia de la materia se expresa la sociedad, pues:

Como tiene el mismo origen que el proceso social y como está


constantemente penetrado por los rasgos de éste, lo que parece
puro y sencillo automovimiento del material se desarrolla en el mis-
mo sentido que la sociedad real.

Por eso, dice Adorno, «la discusión del compositor con el ma-
terial es también discusión con la sociedad» (PnM 39-40).

LA DIALÉCTICA EXPRESIÓN-CONSTRUCCIÓN EN SCHÖNBERG

La atomización del arte

La convivencia en la primera mitad del siglo XX de corrientes


artísticas tan dispares como el expresionismo abstracto y el fun-
cionalismo en el terreno de la plástica, o el serialismo integral y el
neoclasicismo en música, propiciaba una lectura dualista del he-
cho estético y de sus fundamentos: subjetivismo-objetivismo,
materialismo-formalismo, etc. El mismo Adorno en Filosofía de la
nueva música contrapone al expresionista Schönberg con el neo-
clásico Stravinski, y en Disonancias diferencia la irracionalidad
surrealista de la expresionista. Sin embargo, fiel a su entraña dia-
léctica, el pensamiento de Adorno nunca se queda en la contra-
posición, consecuencia de un acercamiento superficial y exterior
a las cosas mismas: «El arte no puede reducirse a la evidente po-

– 189 –
laridad entre lo mimético y lo constructivo como a una fórmula
invariante», afirma en Teoría estética (72).
Como Hegel, Adorno ve lo evidente como sinónimo de unila-
teralidad y exterioridad. Por eso, cuando al comienzo de Teoría
estética glosa «la perdida evidencia del arte» —algo a lo que ha
llevado el arte mismo, dice, al adentrarse desde 1910 «por el mar
de lo que nunca se había sospechado» (ÄT 9)—, no lo hace para
alojarse en la incertidumbre, como le objetaba Lukács, sino para
desencadenar un proceso de reflexión. Ya hemos visto la crítica
de Adorno al aislamiento de la polaridad, en su crítica al subjeti-
vismo y objetivismo estéticos. En cuanto a las dimensiones consti-
tutivas de la obra de arte —lo mimético-expresivo y lo estructu-
ral-constructivo—, ocurre otro tanto. El término «mímesis», o
«expresión» en este caso, está tomado en un sentido genérico,
como la referencia del arte a algo que lo transciende, algo aparen-
temente opuesto a su coherencia estructural. Como ya vimos en
la crítica de Adorno a Lukács, la obra de arte no se agota en su in-
manencia, pero tampoco se puede mediatizar a fines extra-ar-
tísticos, como hace el arte que Adorno llama despectivamente
«comprometido». Entonces se llega a una síntesis superadora y
conservadora-elevadora de ambos polos, según la cual, como vi-
mos, el arte más comprometido con el mundo es aquel que más
respeta su autonomía. Del mismo modo vimos que la noción de
crítica inmanente hace converger los dos polos aparentemente
opuestos de verdad interna y actualidad temporal, de manera
que la segunda es manifestación de la primera.
En el caso de forma y expresión, Adorno critica también su
concepción dualista en el arte mismo, si bien esta polaridad no la
ve en la de formalismo-expresionismo, sino en la de formalismo-
surrealismo. Adorno no ve en el surrealismo, y en técnicas como
el collage, aparentemente muy rompedoras, subversión alguna.
En vez de expresar y denunciar la negatividad del mundo, lo que
hace el surrealismo según Adorno, con su disolución de la forma,
es sucumbir a la supremacía del mundo administrado y masifi-
cado sobre la subjetividad (cf. PnM 54). Si el expresionismo —y

– 190 –
aquí Adorno toma como modelo a Schönberg— no cae en lo mis-
mo, es porque no renuncia a la unidad, a la formalización.
La incapacidad para la estructura es lo que caracterizaría la
percepción infantil del arte, una percepción atomizada, de mo-
mentos, que busca el agrado, frente a una escucha inteligente de
la obra, algo que afectaría también a la creación artística en gene-
ral y a la musical en particular:

La emancipación de las partes con respecto a su todo conjunto y


a todos los momentos que emergen más allá de su presente inme-
diato inaugura el desplazamiento del interés musical al halago par-
ticular, sensual.

La posición de Adorno frente a la música popular —que


Adorno no duda en calificar de inferior—, el pop o el jazz, viene
determinada por su crítica a esta «audición atomizada»: «Si en la
música de clase superior la audición atomizada significa una
descomposición progresiva, en la inferior no hay nada que des-
componer». El culto al intérprete, al virtuoso, o a factores como el
timbre o las modulaciones audaces, no es sino un «preocuparse
antes por el tratamiento y el “estilo” que por el material en sí, ya
de suyo indiferente» (D 37).
Adorno se halla en esto inmerso, como afirma Jay, en la cul-
tura mandarina de tantos intelectuales de su tiempo (cf. 1988,
98), que rechazaban el valor artístico de formas como el cine o la
fotografía. Adorno, que de niño había conocido infinidad de mú-
sica en versiones arregladas para piano, se queja con razón de la
pasividad y falta de esfuerzo que el disco supone para el oyente,
que se reduce precisamente a eso, a ser mero oyente: «Todo el
mundo sabe hasta qué punto los medios masivos de reproduc-
ción musical han absorbido las funciones de la interpretación fa-
miliar y casera al piano o en agrupaciones camerísticas» (D 141).
Duhamel por ejemplo, en un texto citado por Benjamin, afirma
del cine: «Ya no puedo pensar lo que quiero. Las imágenes move-
dizas sustituyen a mis pensamientos» (Scènes de la vie future, Pa-

– 191 –
ris 1930, 52). A este respecto Benjamin fue, junto a Gilson, uno de
los intelectuales que más por encima de su época estuvieron.
La defensa benjaminiana de la irrepetibilidad, del «aura» de
la obra de arte, en la era de su reproductibilidad técnica, no está
en Benjamin reñida con manifestaciones artísticas como el cine o
la fotografía. Frente a posturas como las de Duhamel, Benjamin
considera estos géneros artísticos como fundamentales y ve en la
distinción entre recogimiento contemplativo y disipación un pro-
ducto de la burguesía decadente (cf. Benjamin 1989, 53). Benja-
min está de acuerdo con Adorno en la crítica al dadaísmo, por
ejemplo, en el que denuncia también el abandono de lo orgánico
y la consiguiente destrucción del aura artística: «Sus poemas son
“ensaladas de palabras” [...]. Lo que consiguen de esta manera es
una destrucción sin miramientos del aura de sus creaciones». Y
lo que obtienen al amontonar objetos de la vida tecnológica,
como «botones o billetes de tren o de metro», continúa Benjamin,
no es sino imprimir en sus obras «el estigma de las reproduccio-
nes» (Benjamin 1989, 50). Como ha dicho un poco antes, «el aura
está ligada a su aquí y ahora. Del aura no hay copia». Por eso,
continúa, frente al teatro:

Lo peculiar del rodaje [...] consiste en que los aparatos ocupan


el lugar del público. Y así tiene que desaparecer el aura del actor y
con ella la del personaje que representa (Benjamin 1989, 36).

Insistiendo en la idea de la irrepetibilidad de la obra de arte,


habla Gadamer de la «santidad» de la obra de arte (1986, 144) y
distingue entre interpretación y reproducción (14). Guardini, por
su parte, en una concepción convergente con la de Heidegger de
la obra de arte como totalidad, como instauración de un mundo,
afirma que:

Si una silla la tomo con la cámara fotográfica, se hace nítida-


mente evidente el carácter de corte y fragmento. Pero si la ve Vin-
cent van Gogh [...] la silla se convierte en centro en torno al cual se
congrega todo lo demás (Guardini 1981, 318).

– 192 –
En esta crítica de lo fragmentario coincide Adorno, para
quien en el cine y el jazz «coinciden oyente y producto: la estruc-
tura, que no pueden seguir ninguno de ambos, no se les ofrece en
absoluto» (D 37).
Puede chocar esta crítica a la atomización del arte en un autor
como Adorno, que defiende hasta sus últimas consecuencias la
obra de arte fragmentaria, como aquella que «indica, en el esta-
dio de la negatividad total, la utopía» (PnM 120), mientras que,
afirma, «la máxima integración es sólo una apariencia cuyo efec-
to es precisamente su destrucción» (ÄT 73). No olvidemos, sin
embargo, que la categoría de lo fragmentario se enfrenta en Ador-
no a la de totalidad apriorística, y no a la de unidad. El conflicto
no se da para Adorno entre unidad y fragmentación, sino entre
unidad orgánica y unidad mecánica o esquemática. Así, «la obra
de arte tiene su verdad en aquello que expresa su unidad, su
fuerza y coherencia» (D 73).
Lo fragmentario no se identifica en Adorno con lo amorfo,
sino con lo singular, en el sentido del «aura» de Benjamin, como
lo que se sustrae a su encasillamiento en lo general. Esto es lo
que Adorno admiraba en la música de Mahler y, desde luego, en
la del Schönberg atonal, que no admitía más unidad que la que
emergía de la conexión de los sonidos entre sí. No olvidemos que
el carácter apariencial-ilusionista del arte se cifra para Adorno en
su carácter reconciliatorio, falso en un mundo administrado que
nivela lo singular.

La seriedad del arte

Muy acertadamente constata Adorno cómo la polarización


de un extremo lleva al otro. Así, la atomización y fetichización de
los medios que percibe en el jazz, el surrealismo o el cine supone
para él un formalismo vacío, como el que critica al «Singbewe-
gung» (movimiento de canto): «Los antiguos tipos formales son
arrancados y separados de su material [...]. La forma se convierte

– 193 –
en un esquema vacío» (D 101-102). Sin embargo, la defensa que
hace Adorno de la unidad y del trabajo de estructuración del
arte, tanto en su creación como en su recepción, en ningún mo-
mento cae en un inmanentismo estético. El momento mimético,
referencial del arte más allá de sí mismo, es esencial para Adorno
al arte mismo. Así, el arte que renuncia a posicionarse frente al
mundo:

Y se hace a sí mismo un juego, porque se ha tornado demasiado


débil como para ser algo serio, renuncia precisamente por ello a
la verdad, que sería la única en otorgarle un derecho a la existencia
(D 146).

Esta seriedad del arte —su verdad, podríamos decir— no se


opone, como a primera vista puede parecer, con el carácter lúdi-
co —verosímil— del arte, que Gadamer pone de relieve y que
nos alivia del «esfuerzo de la existencia», determinada por la «se-
riedad de los objetivos» (Gadamer 1986, 110, 107). Al contrario,
es el carácter lúdico lo que confiere al arte seriedad. El arte es un
juego, y se juega para distraerse, como dice Aristóteles (Pol. 1337
b 39; cf. Ét. Nic. 1176 b 33). Ahora bien, como afirma Gadamer co-
mentando esta afirmación aristotélica, el juego es algo muy serio
e incluso sagrado. La seriedad del juego no está en que remita al
protagonista más allá del juego —como puede ocurrir en los jue-
gos de apuestas o en los campeonatos—, «sino únicamente la se-
riedad del juego mismo» (Gadamer 1986, 107). Cuando un equi-
po de fútbol juega mal porque ya está clasificado, se dice que
«pierde el prestigio». Y es que «el juego sólo cumple el objetivo
que le es propio cuando el jugador se abandona del todo al jue-
go». Cuando el jugador juega mal porque no hay nada en juego,
se está comportando respecto al juego como frente a un objeto
del que se distancia; entonces ya no está jugando: «El jugador
sabe muy bien lo que es el juego y que lo que hace “no es más
que un juego”; lo que no sabe es que lo “sabe”». Cuando Gada-
mer habla de «conciencia estética» se refiere a este «saber que se

– 194 –
sabe», que lleva a objetualizar la obra de arte como caso del géne-
ro arte (Gadamer 1986, 107-108). Del mismo modo que la con-
ciencia lúdica echa a perder el juego, la conciencia estética echa a
perder el arte.
Danto habla de la «neutralización», del desgajamiento (disen-
franchisement) del arte respecto a la vida (cf. Danto 1986) —priva-
ción de los derechos políticos del ciudadano, literalmente—, tér-
mino que Inciarte traduce como «desumbilicación» y que puede
también entenderse como pérdida de la mayoría de edad del arte;
según Inciarte, tiene también la connotación de «castración» del
arte —operada según Danto por la filosofía (cf. Danto 1986, 4)—,
en el sentido de privarlo del poder de influencia en la vida que te-
nía en la antigüedad y que llevó a la iconoclasia o a la expulsión
de los poetas de la república en Platón.
Hoy estamos en buena medida en una estética esteticista,
que, como afirma Danto, volviendo a la discusión platónica, se
define por la disociación entre lo bello y lo útil (cf. Danto 1997,
99). Un esteticismo tal que es capaz de entender en términos esté-
ticos el urinario de Duchamp:

Cuando descubrí los ready-mades, pensé en intimidar a la estéti-


ca [...]. Les arrojé a sus caras el posabotellas y el urinario como un
reto, y ahora los admiran por su belleza estética 8, un esteticismo
para el que «el arte existe sólo para la satisfacción estética» (Danto
1997, 102).

La «perdida evidencia del arte» con que Adorno comienza su


Teoría estética quiere mostrar la inadecuación que Danto fecha a
partir de 1960 de la estética para tratar el arte (cf. Danto 1997,
101). Una inadecuación que, como señala Danto, radica en la dis-
tinción idealista entre lo estético y lo práctico y que Gadamer
también denunció en su crítica a la «conciencia estética»; cae por
su peso al constatar, como hacen Gadamer y Danto, que buena
parte de lo que consideramos arte nació en un mundo en el que
no existía la noción de «obra de arte», como las pinturas rupes-
tres o el arte de función cúltica. En este sentido hay que entender

– 195 –
la afirmación de Adorno, parafraseando a Schönberg, de que «el
arte no nace del poder, sino del deber», de modo que «con la ne-
gación de la apariencia y el juego, la música tiende al conoci-
miento» (PnM 46).
La fetichización del material es lo que marcaría el momento
de decadencia de la nueva música, un proceso, dice el filósofo,
que se inicia con las últimas obras de Webern, que «reducen la
música a los eventos desnudos en el material, al destino de las
series en cuanto tales, sin que por ello, desde luego, sacrifique
nunca plenamente el sentido musical». Es la permanencia de la
unidad, del sentido musical, lo que salva a Schönberg del puro
materialismo e irracionalidad en la que cae para Adorno la joven
generación del serialismo integral, con Boulez a la cabeza, al:

Sustituir la composición en general mediante una disposición


objetivo-calculadora de intervalos, alturas de tono, longitudes, gra-
dos de intensidad, etc., una racionalización integral tal y como nun-
ca se había intentado hasta ahora en la música (D 151).

Frente a esta tendencia mitificadora del material, que es la


otra cara para Adorno de su aparente opuesto, la racionalización
integral:

Sería tiempo de lograr una concentración de la fuerza composi-


torial en una dirección distinta; no hacia la mera organización del
material, sino hacia la composición de una música verdaderamente
coherente aun con el material descalificado (D 155).

Como afirma Adorno, que lo mimético y lo expresivo en el


arte no son dos polos se muestra en que «si no fuera así, las obras
maestras de arte deberían guardar equilibrio entre los dos princi-
pios». Sin embargo, para el arte moderno, continúa Adorno, «fue
provechoso que se fuera a un extremo, no a quedarse en medio».
El punto medio no es para Adorno sino un «sospechoso consen-
sus», si bien «la dialéctica de esos extremos tiene algo de lógica,
uno se realiza en el otro, pero no en el medio» (ÄT 72).

– 196 –
«Construcción candente»: Doktor Faustus, historia de una
controversia

a) La polémica Schönberg-Mann

La antinomia expresión-construcción es uno de los leitmotivs


de Doktor Faustus. Está presente en el profesor Wendell Kretzsch-
mar, con su tartamudeo «trágico, por tratarse precisamente de un
hombre de fecundo pensamiento y aficionado con pasión a co-
municar sus ideas». Esto hacía que sus conferencias se convirtie-
ran en «una azarosa navegación entre escollos», de modo que el
auditorio «se distraía de lo que el conferenciante explicaba, para
pensar tan sólo en el momento en que su explicación volvería a
quedar interrumpida por una convulsión paralizadora». Tam-
bién el arte se ha convertido, dice el diablo, en «una marcha so-
bre guijarros puntiagudos» (Mann 1997a, 68, 322), y un artista
como Schönberg había de enfrentarse a un público que percibía
su música como la de «alguien que toca a Beethoven sin acertar
una nota», como dijo un crítico de la época. De Adrian Lever-
kühn afirma Mann que es su personaje más querido, que ama
«su “frialdad” [...], su falta de “alma” —esa instancia de media-
ción y reconciliación entre el espíritu y el instinto»— (1997b, 734-
35). Esa falta de mediación es la que hace que la música de Lever-
kühn sea expresiva en su construcción misma. En Doktor Faustus
se habla de «construcción candente» (241) y en Los orígenes, de
«música constructiva» (719).
La polémica que la publicación de Doktor Faustus suscitó
entre Schönberg y Mann, y posteriormente entre el compositor
y Adorno —colaborador de Mann en la novela—, permite per-
filar las posiciones de ambos en torno al tema de la expresión
inintencional. Nos ayudará asimismo a mostrar hasta dónde
llega la influencia adorniana en la novela de Mann, y hasta qué
punto puede hablarse de una polémica entre Mann y Adorno
por la incorporación de ideas y textos de éste último en la no-
vela.

– 197 –
Hacer la forma misma expresiva es para Adorno el principio
del expresionismo —en especial del musical de Schönberg— y lo
que lo distingue de estéticas «blandengues», faltas de expresión,
como lo son según Adorno la poscubista-constructivista, o infor-
mes, como el surrealismo o la música aleatoria (cf. ÄT 72). No
cabe duda de que aquí está implícita una crítica al neoclasicismo
que no ha cedido ni un ápice desde la violenta contraposición en-
tre Schönberg y Stravinski que se establece en Filosofía de la nueva
música. La «frialdad» del espíritu constructivo, que desdeña la
expresión, se correspondería con el espíritu neoclasicista de Stra-
vinski, que se defendía de toda recepción expresionista de su
música (cf. Stravinski 1986, 52 ss).
En cambio, Schönberg tenía que defenderse de lo contrario, y
siempre le dolía cuando alguien afirmaba que su música era ce-
rebral, carente de expresión 9. Es éste uno de los rasgos de la mú-
sica y de la vida de Adrian Leverkühn —siempre relacionada con
el frío— en los que Schönberg no se reconocía en absoluto. No ol-
videmos que Schönberg admiraba profundamente a Puccini y
que se vanagloriaba «de haber captado su interés» 10, cuando el
operista italiano asistió a una interpretación del Pierrot en Floren-
cia poco antes de su muerte. Siempre desestimó, por otro lado, el
énfasis en el análisis musical que muchos de sus discípulos y se-
guidores, entre ellos Adorno, pusieron a raíz de sus primeras
composiciones dodecafónicas:

No puedo dejar una y otra vez de prevenir contra la excesiva


sobreestimación de estos análisis, pues sólo conducen a lo que siem-
pre he combatido: a saber cómo está hecho; mientras que yo he ayu-
dado siempre a saber: ¡lo que es! Esto es lo que repetidamente he in-
tentado hacer comprensible a Wiesengrund, y también a Berg y
Webern. Pero no me creen. No puedo dejar una y otra vez de decir-
lo: mis obras son composiciones dodecafónicas, no composiciones do-
decafónicas: vuelve a confundírseme aquí con Hauer, para quien la
composición tiene sólo importancia secundaria (carta a R. Kolisch,
12.8.1932: Stein 1987, 179).

– 198 –
La música no es para Schönberg cosa de virtuosismo o de ge-
nios, que es estar en el paradigma del cómo, sino algo artesanal,
que exige fijarse en lo que la obra musical es. Como afirma Stuc-
kenschmidt, al igual que Fubini, la animadversión de Schönberg
hacia Doktor Faustus no descansa solamente en la polémica sobre
la autoría del sistema dodecafónico, sino en la concepción de la
estética y de la música en particular que subyace en la obra, y en
el hecho de que la misma se deba a Adorno (cf. Stuckenschmidt
1991, 413). La primera por cierto fue llevada por Schönberg a ex-
tremos chocantes, como enviar a Mann un texto de un supuesto
musicólogo, Hugo Triebsamen —el autor del texto es en realidad
el propio Schönberg—, en el que se invierten los papeles. En este
documento se da la autoría del sistema dodecafónico a Thomas
Mann, según el texto «un músico que luego se pasó a la literatu-
ra», lo que «permitió a Schönberg servirse de su idea y publicar-
la bajo su propio nombre». El tal Triebsamen, por otro lado, co-
noce a Schönberg por «una de las raras cartas de Anton v.
Webern» que «habla con entusiasmo de ese Schönberg, al que ca-
lifica de máximo compositor vivo» 11. La primera edición del Dok-
tor Faustus apareció en otoño de 1947, y Mann envió un ejemplar
a Schönberg el 15 de enero de 1948 con la dedicatoria «a Arnold
Schönberg, el auténtico, con un saludo devoto» (Ap 33). Esto,
junto a las habladurías de Alma Werfel de que la novela hacía re-
ferencia, sin mencionarlo, a Schönberg, inquietó al compositor,
que envió como respuesta a Mann el citado documento. Mann lo
recibió con estupor, y en contestación a Schönberg le dice que el
texto «no deja de tener su lado cómico» (17.2.1948: Ap 36).
Probablemente la autoría de Schönberg no pasó inadvertida a
Mann (cf. Schmid 1993, 78-79): «Es ciertamente un documento
curioso. Me ha conmovido como un signo del fervor sagrado con
que sus discípulos custodian la gloria y el honor del Maestro»,
quien lo entendió seguramente como lo que es, una ironía sobre
aquello a lo que podría inducir Doktor Faustus en el futuro, a la
que responde en el mismo tono:

– 199 –
¿Qué es exactamente este escrito? ¿Una carta? ¿Un artículo? [...]
testimonio de belicosa devoción. Es hora de recordar el viejo ada-
gio: «Dios me guarde de los amigos» (Ap 36).

Como afirma B. Schmid, esto se puede entender como una


indirecta a que Schönberg tenía amigos como Triebsamen (Ap
78-79). Y un poco antes muestra extrañeza ante el hecho de que
Triebsamen «no arremeta contra la idea de la transformación de
lo horizontal en vertical, una prolongación del concepto de posi-
bilidad armónica manifiestamente derivada de su Tratado de ar-
monía» (Ap 36). Seguramente, Mann intuyó también que Schön-
berg no había leído la obra y que sólo la conocía por testimonios
indirectos. Todavía en mayo de 1948, Schönberg escribe a Josef
Rufer:

No he leído yo mismo el Doktor Faustus a causa de mi padeci-


miento ocular nervioso. Pero por mi mujer y por otras personas 12 he
sabido que atribuye mi método dodecafónico a su héroe sin citar mi
nombre (25.5.1948: Stein 1987, 279).

La ironía con que Mann concluye su carta refleja una mezcla


de compasión y desengaño:

Siento, egregio señor Schönberg, que únicamente este aspecto


del libro haya llamado su atención. En su conjunto pienso que qui-
zá alguna cosa le habría interesado. Por el momento veo que le he
perdido como lector. Con todo, era un regalo bien intencionado el
que le hemos lanzado desde dentro del muro. Sólo queda esperar
que la influencia pase de su casa y todo vuelva a su cauce. Devota-
mente suyo, T. Mann (17.2.1948: Ap 37).

El texto enviado a Mann a comienzos de 1948 está lleno de


confusiones absurdas y chascarrillos que no pudieron pasar in-
advertidos al novelista, que revelarían la imbecilidad del tal mu-
sicólogo —el texto tiene al final una nota a mano de Schönberg a
Mann: «¡Nuestros musicólogos le conocen!»— e invenciones de
Schönberg, tales como hacer referencia a la edición de 1988 (!) de

– 200 –
una supuesta Encyclopaedia Americana para encontrar la voz
Schönberg «en una breve nota biográfica», dudar si Webern «¿es
von o sólo van?» y afirmar que éste ha muerto en 1938 «en la ba-
talla contra los rusos», o hablar de «los métodos modales de Bu-
dia Nalanger» (Ap 34) 13.
No obstante, Mann responde también en serio:
Quién había creado la técnica dodecafónica es algo que sin
duda sabía cualquiera que hubiese tenido en las manos su libro
[Doktor Faustus], y la novela en modo alguno empequeñecía la figu-
ra histórica de Schönberg (17.2.1948: Ap 36).

Y en una carta del 24 de febrero considera «legítimo» el deseo


del compositor —que conoce por mediación de Alma Werfel—
de añadir una nota en todas las ediciones posteriores de la nove-
la sobre la «verdadera propiedad espiritual» del dodecafonismo
(Ap 38) 14. Aplacado, Schönberg le escribe: «gracias de corazón
por su carta. Estoy muy satisfecho con esta solución» y le confie-
sa su estratagema: «si bien siempre he estado convencido de que
iba a ser eficaz mostrarle del modo más claro posible el peligro
que hubiera podido suponer». Alude a su «sintético Hugo Trieb-
samen 15», y afirma que la situación del texto podría darse en un
futuro inmediato y «no sólo en 2048» (25.2.1948: Ap 39). La acti-
tud recelosa por naturaleza de Schönberg se vio reforzada por su
situación de judío en el exilio. Parafraseando a Mahler afirma:
La mía es una situación insólita respecto a otros innovadores.
Para los alemanes soy judío, para los latinos alemán, para los comu-
nistas un burgués, mientras aquí los judíos están con Hindemith y
Stravinski 16.

De todos modos la actitud de Schönberg produce hilaridad a


Mann, que en una carta del 26 de marzo de 1948 escribe a Bruno
Walter:
Schönberg me reclama que aclare en una nota que la técnica de
composición con doce sonidos es invención suya y no del diablo...
¡Cómo sois los músicos! (Mann 1996, 29).

– 201 –
Todavía en la carta antes citada del 25 de mayo a J. Rufer,
Schönberg teme que:

Los historiadores podrían utilizar esto para hacerme injusticia.


Tras larga resistencia, se ha declarado dispuesto a añadir, en todos
los ejemplares que aparezcan en cualquier lengua, una aclaración
sobre mi autoría. Si ha sucedido así, no lo sé (25.5.1948: Stein 1987,
279).

Para asegurarse, Schönberg escribe al editor Bermann-Fis-


cher informándole de la promesa de Mann. Dolido, el literato le
escribe el 13 de octubre de 1948: «¿Cómo ha podido dudar de
que no realizara mi palabra?» y le expresa su deseo de hablar en
persona sobre el asunto (Ap 42). Schönberg le responde a vuelta
de correo, justificando su carta a Fischer: un colaborador de «la
repugnante revista Time» le ha pedido una entrevista «pregun-
tando por el Dr. Faustus» (15.10.1948: Ap 44). Termina la carta ex-
presando a Mann el deseo de que su enfermedad ocular mejore
para poder leer la novela y esperando que puedan verse pronto.
Pero la nota de Mann al final de la novela encoleriza todavía
más al compositor: «Añade un nuevo crimen al primero». En ella
se le define, escribe Schönberg, como «un (¡un!) compositor y te-
órico contemporáneo. Naturalmente, dentro de veinte o treinta
años se verá quién es contemporáneo de quién» (13.11.1948: Ap
48). Schönberg envió esta carta al Saturday Review of Literature.
Con ella se inicia la fase pública de la controversia, que se pro-
longará hasta comienzos de 1950. Las insidias de Alma Werfel
aparecen de por medio:

He recibido una revista que contiene una recensión de Doktor


Faustus en la que se habla de la composición con doce notas. En se-
guida la señora Alma Mahler-Werfel me dice que ha leído el libro y
que está muy irritada por el uso que el escritor hace de mi teoría sin
nombrarme como el autor legítimo, cuando alude a personas vivas
—Walter, Klemperer, etc.— no como ficción narrativa, sino como
personajes reales (carta al Saturday Review, 13.11.1948: Ap 46-47).

– 202 –
Además, la dedicatoria «A Arnold Schönberg, el auténtico»
evidencia, dice el compositor, que «Leverkühn es una personifi-
cación mía». Por si fuera poco, continúa, «Leverkühn es descrito,
desde el inicio hasta el final, como un loco. Yo he llegado a los se-
tenta y cuatro años sin padecer la dolencia de la que procede dicha
enfermedad mental» (Ap 47). Una vez más, Mann se muestra sor-
prendido y dolido, en la respuesta que envía al Saturday Review:

En su carta nos lleva a la discusión de quién será contemporá-


neo de quién. Si Schönberg lo desea, nosotros —todos nosotros—
consideraremos un altísimo privilegio el ser sus contemporáneos.
En cuanto a la dedicatoria a Schönberg «el auténtico», esto quería
decir: no es Leverkühn, sino él, el héroe de esta época musical. Era
una reverencia, un cumplido (1.1.1949: Ap 51).

Respecto al paralelismo entre Leverkühn y él, Mann afirma


que «Doktor Faustus se ha considerado con razón una novela so-
bre Nietzsche, y en realidad son citados muchos aspectos de su
tragedia espiritual y del desarrollo de su enfermedad». También
señala que el personaje tiene rasgos de su creador (Mann) 17 y se
lamenta de que Schönberg vea el libro como un robo y una afren-
ta, en vez de considerarlo «como una obra literaria contemporá-
nea y un testimonio de su poderoso influjo sobre la cultura musi-
cal de la época» (Ap 51). Adorno, por su parte, indica que en
Leverkühn también se refleja la figura de Berg, si bien por algo
que puede decirse también de Schönberg:

Berg tenía un don innegable para las artes plásticas. En absolu-


to se puede decir que estuviera vinculado de modo primario a lo
musical, sino sólo a la necesidad de expresión. Que permaneciera li-
gado a la música, visto desde sus inicios, resulta casi un azar. Es se-
guro que le costaba mucho trabajo traducir su necesidad de expre-
sión estética universal en términos específicamente musicales; este
rasgo serviría después para crear el personaje de Leverkühn (B 341).

– 203 –
Mann concluye:

Es penoso el espectáculo de un hombre importante que, con


comprensible exceso de suspicacia debido a una existencia que se
ha movido siempre entre la magnificación y el olvido, parece querer
precipitarse conscientemente en la manía persecutoria y de robo,
perdiéndose así en el envenenamiento de la disputa. ¡Ojalá se eleve
por encima de la amargura y de la desconfianza y alcance el sosiego
de saberse con toda seguridad alguien grande y famoso! (Mann
1996, 60)

Dada la susceptibilidad de Schönberg, se puede suponer,


como afirma Stuckenschmidt, que si hubiese leído la novela ha-
bría encontrado muchos más motivos de discordia, sobre todo
por la alianza de Leverkühn con el diablo (Stuckenschmidt 1991,
413). Los textos citados de Mann bastan para ver lo exagerado de
los temores de Schönberg respecto al Doktor Faustus. Por otro
lado, más razón que el compositor hubiera tenido Adorno a que
Mann le atribuyera la propiedad intelectual de la filosofía de la
música subyacente en la novela, reconocida abiertamente en Los
orígenes del Doktor Faustus (705 ss). Con esto tocamos otra causa,
menos conocida quizá, de la animadversión de Schönberg hacia
la novela de Mann.

b) La polémica Schönberg-Adorno

Como puede reconocerse en Los orígenes, Adorno no fue para


Mann sólo un consejero en cuestiones musicológicas, sino una
inspiración y guía espiritual:

Entre las palabras poetizantes de que revestí el tema de la ariet-


ta en su forma original y en su forma final más acabada introduje,
como oculta demostración de gratitud, el nombre de «Wiesen-
grund», el apellido paterno de Adorno (Mann 1997b, 708).

– 204 –
Se refiere al pasaje del capítulo octavo de la conferencia sobre
la Sonata op. 111 de Beethoven, donde explica que el tema de la
arietta se supera a sí mismo, como en esta sonata Beethoven su-
peró el clasicismo y, a la postre, a sí mismo. Kretzschmar explica
cómo el tema pasa de (do) re-sol-sol «Wie-sengrund» a su expre-
sión más acabada, en la que aparece el apellido paterno de Ador-
no sin cortes: do-#do-re-sol-sol «Grü-ner Wiesengrund» (Mann
1997a, 74-75) 18. Las demás onomatopeyas, «cie-loa zul», «mal-dea
mor», «Oh- Tú cie loazul», etc., tan cursis a primera vista, giran
en torno a ésta. Mann reelaboró la conferencia sobre la Opus 111
tras escuchar la sonata interpretada al piano por Adorno: «Nun-
ca había escuchado con tanta atención»; y concluye: «En lo suce-
sivo lo mantuve cerca de mí, sabiendo bien que habría de necesi-
tar su ayuda, precisamente la suya, en lejanías más profundas de
la obra» (Mann 1997b, 708). La interpretación filosófica de la So-
nata op. 111 es, por lo demás, netamente adorniana. Comentando
el final de la arietta, Kretzschmar dice:

Oigan las cadenas de trinos, los arabescos y las cadencias. Fíjen-


se cómo lo convencional se impone. No se trata de eliminar del len-
guaje la retórica, sino de eliminar de la retórica la apariencia de su
dominio subjetivo. Se abandonan las apariencias del arte, el arte
acaba siempre repudiando las apariencias del arte (Mann 1997a, 74).

En el escrito sobre el estilo tardío de Beethoven de Adorno se


lee:

Muy otro es su estilo tardío. Por doquier aparecen en su lengua-


je formal, incluso donde utiliza una tan singular sintaxis como en
sus últimas cinco sonatas para piano, abundantes fórmulas y giros
convencionales. Aparecen plagadas de ornamentos, de trinos enca-
denados, cadencias y florituras; con frecuencia, la convención apa-
rece visiblemente descarnada, manifiesta y sin elaborar (Mm 14-15;
cf. también PnM 114).

Si bien por boca de Kretzschmar habla Adorno, éstos no se


identifican como personajes. Como personaje, Adorno se identi-

– 205 –
fica, como señala N. Rath, con el diablo. Una de las apariencias
que toma el diablo es la de teórico musical, con gafas y frente
abultada (Mann 1997a, 321-22), descripción física que coincide
con la de Adorno por aquellos años. Pero, como señala Rath, no
sólo por su descripción física se parecen, sino sobre todo por su
postura intelectual, fundada en el rechazo hacia la obra de arte
cerrada y hacia corrientes artísticas como el Neoclasicismo y el
folclorismo (Mann 1997a, 322; cf. Rath 1988, 54); por otro lado, a
veces el parecido textual con Adorno es extremo:

Doktor Faustus:
La obra maestra, la composición conforme a su propia ley, per-
tenece al arte tradicional. El arte emancipado la niega. Empieza la
cosa con que no podéis disponer libremente de todas las combina-
ciones tonales que hasta ahora han sido empleadas. Imposible el
acorde de séptima disminuida, imposibles ciertas transiciones cro-
máticas. Las mejores llevan consigo el canon de lo prohibido [...].
Todo depende del horizonte técnico. El acorde de séptima disminuí-
da es apropiado y expresivo al principio de la opus 111. Puede decir-
se que corresponde al nivel técnico general de Beethoven, a la ten-
sión entre la consonancia y la más extrema disonancia que le era
posible a él realizar (323).

Filosofía de la nueva música:


La música, obedeciendo al impulso de su propia coherencia ob-
jetiva, ha disuelto críticamente la idea de la obra redonda y compac-
ta (36). [...] Hoy el compositor verdaderamente no dispone de todas
las combinaciones sonoras que se han usado hasta ahora. Aun el
oído más obtuso percibe la mezquindad y chatura del acorde de
séptima disminuida o de ciertas notas cromáticas de la música de
salón del siglo XIX. Para el oído técnicamente experto ese vago ma-
lestar se convierte en un canon de prohibición. [...] El acorde de sép-
tima disminuida, que suena falso en las piezas de salón, es justo y
lleno de expresión al comienzo de la Sonata opus 111 de Beethoven.
[...] el nivel técnico general de Beethoven, la tensión entre la extre-
ma disonancia que a él le es posible y la consonancia (40-41).

– 206 –
Como Mann explica en una carta del 15.10.1951 a Jonas Les-
ser, escribió Los orígenes del Doktor Faustus en buena parte «como
reconocimiento a Adorno» (Mann 1996, 225). Si en el caso de
Schönberg Mann actuó para librarse de las invectivas del compo-
sitor, en el caso de Adorno fue una «necesidad moral» lo que le
llevó a escribir algo más que una nota aclaratoria (carta a A. M.
Frei, 19.1.1952: Mann 1992, 371). Ya en 1945 Mann se excusaba
con Adorno por estas citas:

Con razón supone que he intentado atrevidas coincidencias con


determinados pasajes de sus escritos filosófico-musicales, lo que re-
quiere que me disculpe, sobre todo porque el lector no puede darse
cuenta ni ser informado sin destruir la ilusión (carta a Adorno,
30.12.1945: Mann 1992, 71) 19.

Como señala B. Schmid, con la aparición de Filosofía de la nue-


va música en 1949 las sospechas de Schönberg sobre la colabora-
ción de Adorno en la novela quedan confirmadas, y «su resenti-
miento hacia Mann se vuelve contra Adorno» (Ap 92). Esto
puede también ser la razón, continúa Schmid, de la repentina pa-
cificación entre Schönberg y Mann (Ap 91). La aparición de la
obra de Adorno haría ver a Schönberg que Adorno no era única-
mente un «informador» en cuestiones musicales, sino el nervio
de toda la especulación musical de la novela (Mann 1997b, 706-
7). La crítica de Schönberg desciende entonces a aspectos musica-
les, lo que revela que la crítica va dirigida al «verdadero conseje-
ro secreto» 20 (Mann 1997b, 821). Comentando los pasajes arriba
citados del Doktor Faustus y de Los orígenes, Schönberg escribe:

Leverkühn no sabe declamar: Adorno debería haber dicho: no


me llamo

Wie-sengrund

– 207 –
sino

Wiesen-grund 21.

Schönberg lleva aquí razón, pues la acentuación correcta de


la melodía es la suya, con el reposo en la tercera nota. Debiera
atribuirlo sin embargo a Kretzschmar, que es quien da las confe-
rencias, y no a Leverkühn. Esto muestra una vez más que Schön-
berg conocía sólo el pasaje en cuestión, pero no el contexto.
Parejo a este distanciamiento de Schönberg respecto a Ador-
no, éste fue también alejándose de la concepción musical schön-
bergiana. Todavía en Teoría estética mantenía Adorno, frente a la
concepción antitética de lo mimético y lo constructivo, que «el
factor constructivo no es una corrección ni una objetivante fija-
ción de la expresión, sino que ha de articularse a partir de los im-
pulsos imitadores que avanzan sin plan». Frente a quien, en opo-
sición a corrientes artísticas poderosamente estructurales como el
funcionalionalismo o el cubismo, pretende «meter de contraban-
do esa desidia que imagina restaurar la expresividad disminu-
yendo la exigencia constructiva», Adorno postula un «impulsar
lo constructivo hasta tal punto que ganase valor expresivo por su
renuncia a formas tradicionales o semitradicionales» (ÄT 72).
En «El estilo tardío de Beethoven», señala Adorno el carácter ca-
tastrófico de las obras de arte tardías, que consiste en que no se
produce una síntesis armónica entre subjetividad y objetividad
(Mm 17). En esto consiste, como veíamos en el capítulo segundo,
la crítica a la categoría clásica de armonía. El expresionismo, la
expresividad estética en general, no consiste para Adorno en la
exteriorización de la interioridad del sujeto. Ésta es para Adorno
la «opinión corriente», que explica el carácter abrupto de las
obras tardías como «producto de una subjetividad [...], afirmada
sin reservas, que en busca de una expresividad rompe volunta-

– 208 –
riamente la tersura de la forma, [...] hacia la disonancia del sufri-
miento» (Mm 13). Tal actitud relega la obra de arte a la categoría
de documento o a «sismógrafo del alma». Con esto Adorno no
quiere negar, por supuesto, que los rasgos de la personalidad
aparezcan e incluso determinen la obra de arte, sino que éstos no
se configuran como contenido expresivo, sino que se manifiestan
objetivamente (M 173).
Esto es, podríamos decir, el trasunto expresivo de la noción
de crítica inmanente, según la cual, como vimos, la inactualidad
pone al descubierto una contradicción interior. Como afirma de
Mahler, «la herida de la persona [...] era a la par una herida histó-
rica» (M 173). La forma no es vehículo de expresión, sino que «la
forma misma ha de volverse característica, ha de “hacerse acon-
tecimiento”» (M 198). No obstante la apología que hace Adorno
del expresionismo musical no está exenta de crítica: «la música
de Mahler no es un sismógrafo del alma; sólo en el expresionis-
mo llegó la música a serlo» (M 173). Con ello entramos en lo que
Adorno llama la «aporía del expresionismo» (PnM 67), que mar-
ca su distanciamiento progresivo de la música de Schönberg.

LA APORÍA DEL EXPRESIONISMO DE SCHÖNBERG

El desfase entre vocabulario y sintaxis en la atonalidad de Schönberg

El significado inintencional de la materia y técnica artísticas


es central para la mímesis estética, si ésta no quiere convertirse
en mera repetición de lo dado. Sin embargo, tal inintencionali-
dad no está reñida con el trabajo formal, sino con la concepción
apriorística de la forma. Tal concepción es la que subyace para
Adorno en su aparente opuesto, la de lo informe, según la dialéc-
tica de los opuestos:

Bien es verdad que el material habla, pero lo hace en las constela-


ciones en las que lo instala la obra de arte; la capacidad para realizar

– 209 –
esto, y no la mera invención de sonidos individuales, es lo que ha cons-
tituido la grandeza de Schönberg desde el primer momento (D 47).

Frente a la «superstición en los protoelementos sensoriales»


(D 153), frente a la absolutización de la técnica —algo de lo que,
como hemos visto, Schönberg se defendió a raíz del método do-
decafónico—, Adorno afirma que la finalidad de la técnica no es
el sometimiento de la naturaleza, sino «la elaboración integral y
transparente de un contexto general de sentido». Esta expresión
resume en toda su complejidad el pensamiento estético de Ador-
no. Abundando en lo mismo afirma: «allí donde esa transparen-
cia no deja entrever nada, allí donde no es un medio transmisor
del contenido artístico, sino un fin en sí, pierde su derecho a exis-
tir» (D 158). Contra lo que pueda parecer, no hay contradicción
entre estas afirmaciones y la crítica adorniana a las concepciones
comprometida y artesanal del arte.
Si Adorno distingue el expresionismo de Schönberg del su-
rrealismo por unitario, lo distingue también del neoclasicismo
por orgánico. Es la irregularidad de la forma en la música atonal
lo que le da carácter orgánico, alejándolo de las formas cerradas
(PnM 45), y lo que marcará para Adorno la superioridad del
Schönberg atonal frente al dodecafónico. En este tour de force en-
tre la negación a la aspiración a la totalidad y el seguir siendo or-
gánica, radica para Adorno lo progresista de la propuesta de
Schönberg. Pero como todo tour de force, algo que pasó inadverti-
do a Schönberg y a Adorno, no puede estabilizarse en escuela, y
si lo hace, es a costa de caer en uno de los extremos denunciados
por Adorno: el subjetivismo y el formalismo, el expresionismo
abstracto y el serialismo integral. Como él mismo afirma, «en el
carácter inconciliable de esta lucha está su verdad» (PnM 100).
Así se comprende que Adorno afirme que «la herencia del ex-
presionismo recae necesariamente en obras acabadas» (PnM 55).
Como veremos más adelante, esto no va dirigido únicamente
contra los herederos de la Segunda Escuela de Viena, Boulez y la
escuela de Darmstadt —que tomaron a Webern por maestro—,

– 210 –
sino contra el propio Schönberg y su «regresión» dodecafónica y
contra Webern y su fetichización de la serie, cuyo arte degenera
así en «acomodación» en uno de los extremos (PnM 108).
Adorno vio muy agudamente este desfase entre vocabulario
y sintaxis —empleando terminología de Marc Vignal— que se da
en el Schönberg atonal. Como vimos en el capítulo segundo,
Adorno señala acertadamente que la tonalidad deriva una serie
de formas, entre las cuales la más tonal es la forma sonata alle-
gro, porque es la reproducción a gran escala, arquitectónica, del
esquema consonancia-disonancia-consonancia (PnM 32).
En el dodecafonismo este desfase es quizá más aparente que
real, con el empleo de formas pretonales, especulares, derivadas
del contrapunto —esencia del dodecafonismo—. Por eso, cuando
Adorno critica este desfase en una obra dodecafónica como Mo-
ses und Aron, no se fija en los procedimientos dodecafónicos es-
peculares, sino en los propios de la música tonal. En el caso de la
ópera «en la relación con la escena, con el texto, con la expresión,
en el ademán general, sigue fielmente el tradicional tipo estilísti-
co del drama musical, pese a todas las innovaciones puramente
musicales» (D 149) 22.
Este «ademán general», perteneciente todavía a la música to-
nal en la que Schönberg se educó, lo percibe Adorno no sólo en
sus obras operísticas:

También pueden encontrarse elementos similares en la forma y


procedimiento composicionales, en el sentido estricto de la palabra,
aplicados por Schönberg: la estructuración temática, la exposición,
la prosecución, los campos de tensión y de relajación [...], apenas si
se diferencian incluso en sus obras más atrevidas de los módulos
tradicionales, por ejemplo, de los utilizados por Brahms (D 149-50).

Esto es particularmente visible en la técnica del desarrollo


motívico:

La aportación de Schönberg [...], podrá ser clasificada alguna


vez del mismo modo como música clásica, tomando el término no

– 211 –
como se utiliza en el círculo proscrito de la industria cultural,
sino en el sentido de la pertenencia subterránea, pero estricta, de
Schönberg al trabajo variativo-temático de la escuela de Viena
(18, 172) 23.

El principio de la evolución inmanente del material exige no


sólo que éste vaya parejo a su historia y a la historia, como he-
mos visto, sino con la forma, con el tejido, con la sintaxis:

Los medios de los cuales se dispone hasta el día de hoy han cre-
cido y medrado todos en el suelo de la tonalidad. Si, desde este sue-
lo, son trasladados a un material sonoro no tonal, resultan ciertos
desajustes, una especie de ruptura entre la materia musical y la con-
figuración formal musical (D 150).

Sería interesante constatar, siguiendo a Marc Vignal, la otra


cara de la moneda, la de compositores como Sibelius o Mahler,
que emplean un material, un vocabulario tonal, pero una sintaxis
más avanzada (Vignal 1987, 132). En el caso de Mahler, como vi-
mos en el capítulo segundo, Adorno percibió esto, tanto en el
plano de la forma como en el de la orquestación, cuya quintae-
sencia es la desviación, entendida, claro está, no como desviación
hacia un todo, sino desviación de la totalidad, hasta tal punto
que llega a hacer la sorprendente afirmación de que «Schönberg
y su escuela han sido más fieles que Mahler al ideal clasicista de
lo “obligado”. Lo “obligado” es el “axioma de completitud” de la
forma sonata, la lógica del desarrollo motívico, que hace de la
música “un puro contexto deductivo”» (M 220).

El empleo motívico de la serie

Criticar la forma musical deductiva, encarnada para Adorno


en la forma sonata allegro, pero también perceptible en géneros
distintos, como el operístico, es atacar en el fondo contra la cate-
goría de motivo. Esto ya lo percibió agudamente Schenker antes

– 212 –
que Adorno, al mostrar cómo lo central del sistema tonal, y lo
que lo hace para él superior al modal, es la categoría de motivo
(cf. Forte/Gilbert 1992, 78 ss). La tonalidad, con sus bien defini-
das coordenadas, hace posible la articulación clara y memoriza-
ble de temas cortos —motivos—, rápidamente identificables, como
los personajes de una novela, para que puedan también percibir-
se las variaciones a que es sometido y que constituyen el tejido
de la forma sonata de primer movimiento (cf. M 161).
Que la serie en las composiciones dodecafónicas de Schön-
berg desempeña un papel distinto al tema en las formas de sona-
ta es evidente desde el momento en que la serie no comparece,
sino que tiene, como afirma Fubini, «una función unificante, pero
subterránea» (2001, 11). Adorno, sin embargo, afirma que «en las
composiciones dodecafónicas constituyen temas, de muchos mo-
dos, los rudimentos de un estrato o escalón anterior» (D 150). Ese
estrato anterior es el tonal, que para Adorno aún pervive en la
dodecafonía en forma de inspiración temática. Si bien, como afir-
ma Fubini, la serie es un principio de unidad oculto, no lo es tan
totalmente como él afirma. A esto lo lleva el querer establecer un
paralelismo un tanto forzado entre la dodecafonía y el judaísmo
bíblico de Schönberg, según el cual la serie es, como el Dios ju-
daico, principio de unidad absolutamente transcendente y, por
tanto, irrepresentable (cf. Fubini 2001, 7 ss). Sin embargo, como
afirma R. P. Morgan, esto es más cierto de Webern que de Schön-
berg. No obstante, la partición de una voz en varios timbres o el
uso celular de la serie, que Morgan comenta en Webern (Morgan
1999, 225), también se dan en Schönberg. En Moses und Aron, por
ejemplo, la serie básica es «enunciada» en los compases 6 y 7 del
primer acto, dividida en dos grupos de seis y por tres instrumen-
tos diferentes. (Ver partitura número 1)
Pero no es sólo la división de la serie en sus dos hexacordos o
la variedad tímbrica lo que hace difícil percibirla, sino su posi-
ción, su manera de ser enunciada, como final de un pasaje, de
pasada, en una voz muy discreta; nada que ver con la clásica ex-
posición de un tema. En la mayoría de los casos, sin embargo, la

– 213 –
Trompeta Fagot
Flauta
Partitura n.º 1.

serie está mucho menos a la vista, como cuando se presenta


como tema y acompañamiento a la vez. No es de extrañar que a
Rudolf Kolisch le costara tanto desentrañar la serie del Cuarteto
de cuerda nº 3, en el que la serie aparece en dos grupos de cinco
notas —el primero en forma de acompañamiento en corcheas, el
segundo en el violín como melodía—, mientras que las dos notas
que faltan —fa, fa#— aparecen en el bajo (primer movimiento,
compases 1-12). (Ver partitura número 2)
La presentación de la serie como melodía y como acompaña-
miento de la misma subvierte obviamente la categoría tradicio-
nal de tema y el pensamiento musical homofónico de melodía
acompañada. Seguramente se podría rastrear aquí la influencia
de Schenker, que en sus análisis musicales mostraba cómo los
acompañamientos, sobre todo en la música sinfónico-sonatística,
no son meros acompañamientos, sino que también ellos son te-
máticos (cf. Forte/Gilbert 1992, 90 ss). Esto no quita para que en
ocasiones la serie aparezca de modo más enunciativo, como en la
entrada de Aarón en Moses und Aron, donde la serie aparece me-
lodizada, traspuesta una tercera mayor ascendente (primer acto,
compases 123-129). (Ver partitura número 3)
O, por ejemplo, la serie básica del Quinteto de viento op. 26
(primer movimiento, compases 1-7). (Ver partitura número 4)
En el caso de Moses und Aron hay que tener en cuenta el senti-
do programático de la obra, cuyo núcleo es la absoluta transcen-
dencia e irrepresentabilidad de Dios. En este sentido, la melodiza-
ción de la serie en boca del idólatra Aarón tiene la significación de

– 214 –
Partitura n.º 2.

la concepción judaica de la representación como degradación (cf.


Fubini 2001, 8 ss), contraria al cristiano de la representación cúltica
como lugar donde Dios se hace presente (Gadamer, Guardini). En
el caso del Quinteto op. 26, es revelador el comentario que hace el
propio Schönberg al 4º movimiento, que «demuestra que una mis-
ma sucesión de sonidos puede producir temas distintos, diferentes
caracteres» (SI 163) (compases 1-8). (Ver partitura número 5).

– 215 –
Partitura n.º 3.

La serie, como afirma Fubini, no tiene la función de tema,


sino de esquema, de una determinada ordenación de sonidos
que puede engendrar diversos temas —«caracteres», como dice
Schönberg—. Nos volvemos a topar aquí con la categoría schen-
keriana de motivo, como célula sonora que también puede deri-
var en diversos temas o apariciones 24.
Cabe así decir que la música de Schönberg no es temática,
pero no que sea amotívica. Schönberg critica a la forma sonata
clásica el que «la reconocibilidad del tema constituye un princi-
pio fundamental». Así justifica precisamente la multitud de va-
riaciones de la serie que se da en el Tercer Cuarteto de cuerda:

– 216 –
Partitura n.º 4.

Si en el rondó un tema tiene que aparecer tantas veces y el com-


positor tiene que arreglárselas con un material temático tan escaso,
la escasez de esta economía tiene que compensarse con amplias mo-
dificaciones de todo el material disponible (SI 267).

La crítica de Schönberg a la reconocibilidad, al mecanismo de


comprensión inmediata, se positiviza en la concepción de la serie
como esquema de tantos temas como variaciones-manifestacio-
nes de sí misma. Esto es lo que da a la música de Schönberg la
densidad que la caracteriza. Como afirma Rosen, comentando
una afirmación de Robert Craft sobre Erwartung:

El propio Craft (en las notas de su grabación) admite que «el te-
jido de motivos en Erwartung es extremadamente difícil de desen-

– 217 –
Partitura n.º 5.

marañar» y lo atribuye a «la complejidad sin precedentes de la tex-


tura musical». Esta afirmación me parece una verdad a medias: no
es que el «tejido de motivos» esté oculto por la textura, sino que,
más bien, es un producto de ella (Rosen 1983, 55).

En este sentido, lo que Rosen afirma de Erwartung es válido


para toda la música de Schönberg: «Es “atemática” en cuanto que
su comprensión y apreciación no están ligadas al reconocimiento
de motivos que van apareciendo a lo largo de la obra» (Rosen
1983, 53). Siendo certero con Schönberg, pero injusto con Schen-
ker, afirma Rosen:

Schönberg fue el primero en darse cuenta [...] de que la concep-


ción de temas y el sistema de construcción motívica eran inseparables

– 218 –
de un sistema correspondiente de armonía orientado claramente en
torno a un acorde triádico central. [...] Schönberg no fue el primer
compositor que abandonó la armonía «triádica», pero sí fue el prime-
ro en comprender totalmente las implicaciones de esa revolución en
todos los demás aspectos de la forma musical (Rosen 1983, 55).

La consistencia motívica de la música de Schönberg va pareja


con una consistencia armónica que si bien no es tonal, en modo
alguno es atonal. Ya hicimos referencia anteriormente al rechazo
de Schönberg a ser llamado atonal. Y es que, como afirma Rosen,
la «atonalidad» de Schönberg no radica en renunciar al acorde de
tríada, fundamento de la tonalidad, sino en sustituirlo por acor-
des de más sonidos, generalmente de seis sonidos (cf. Rosen
1983, 57) 25. En el período expresionista la consistencia motívica
viene dada por el empleo de pequeñas células que generan todo
el tejido musical, como se ve en la primera pieza para piano del
Op. 11 (compases 1-22). (Ver partitura número 6)
Comentando Erwartung, Jan Maegaard afirma que ningún
perfil melódico en esta obra está lo suficientemente caracterizado
como para adquirir las funciones de tema, de modo que:

El análisis del desarrollo de un tipo de motivo a lo largo de la


obra sería un análisis sin punto de referencia o sólo con puntos de
referencia arbitrarios, puesto que las diversas clases de motivos se
ven sometidas a continuas variaciones y se funden entre sí (Mae-
gaard 1972, 318).

Como afirma Rosen:

El verdadero acto revolucionario no fue tanto la destrucción de


la referencia tonal con los Georglieder de 1908-9, sino la renuncia a la
forma temática con Erwartung de 1909. Schönberg suprimió en esta
obra todos los medios tradicionales por los cuales se suponía que la
música lograba su intelegibilidad: repetición de temas, integridad y
transformación discursiva de motivos claramente reconocibles y es-
tructura armónica basada en el marco de referencia tonal (Rosen
1983, 50).

– 219 –
Partitura n.º 6.

Esto entronca a Schönberg en la línea de desarrollo motívico


(Haydn, Beethoven, Brahms, Bruckner, Sibelius) más que en la
melódico-temática (Mozart, Schubert, R. Strauss, Mahler) 26. Des-
de luego, no hay que entender esta división como una ramifica-
ción, sino como una distinta acentuación o iluminación de ambas

– 220 –
tendencias. El papel, por ejemplo, del ritmo como elemento inde-
pendiente, es decir, como elemento motívico, está más acentuado
en los primeros, mientras que en los segundos está presente —es-
pecialmente en Mahler 27— asociado a la melodía. Esto lleva a Ro-
sen a comparar el desarrollo motívico de Haydn con el serial, si
bien concluye que en el tratamiento haydiano de los motivos:

La manera de retorcer su forma, aunque nunca deja de ser reco-


nocible, nos demuestra que se puede decir que Haydn trabaja topo-
lógicamente, que su idea central permanece intacta, aun cuando su
aspecto se deforme, mientras que el compositor serial trabaja geo-
métricamente (Rosen 1999, 143).

La reconocibilidad se muestra una vez más como esencial al


procedimiento clásico de desarrollo musical. Sin embargo, es
aventurado apoyarse en esto para afirmar que el procedimiento
haydiano «nada tiene que ver en absoluto con la técnica serial»
(Ibidem). Desde luego que el serialismo de Schönberg no «retuer-
ce» la serie, como sucede con los motivos en Haydn y Beethoven,
sino que la muestra en distintas perspectivas o reflejos, como en
los procedimientos pretonales contrapuntísticos. En Schönberg la
serie no se reconoce en las variaciones, sino que éstas son los di-
versos modos en que se manifiesta. La variación no es una altera-
ción de la serie, sino una aparición-perspectiva distinta. Por eso
la serie no se expone, sino que opera, como afirma Fubini, a
modo de esquema subyacente. La segunda distinción que señala
Rosen entre Haydn y Schönberg, la más importante según él, es
que en Haydn el motivo «por sí solo no es la fuente de la obra»,
sino la tensión entre distintos motivos (Rosen 1999, 143).
La tensión, la polaridad, es para Rosen el motor generador de
la forma sonata de primer movimiento, como forma narrativa
que es (cf. Rosen 1988, 55). Sin embargo, él mismo señala cómo
en Haydn y Beethoven el segundo tema, que establece la tensión,
deriva en muchas ocasiones del mismo motivo que el tema prin-
cipal (cf. Rosen 1999, 455-56). Se habla de la «teoría de los princi-
pios opuestos», sobre todo en torno a Beethoven (Kühn, Fubini),

– 221 –
si bien es aplicable también a Brahms, Bruckner, Mahler o Sibe-
lius. Tal teoría subraya el hecho de que la tensión-oposición no se
produce entre dos temas, sino entre dos principios que pueden
convivir en un mismo tema. En esto se basa la comparación que
suele establecerse entre Beethoven y Hegel (Adorno) o entre la
forma sonata de primer movimiento y Hegel (Fubini).
Como en los dramas shakespearianos, la tensión no se esta-
blece entre dos personajes, sino en el interior del protagonista. El
«malo» ejerce así en sus dramas la función de diabolus, de divisor
de la integridad del personaje, haciéndole entrar en conflicto in-
terior, y no de mero opositor. Esto implica, musicalmente, la exis-
tencia de una estructura fundamental, de un esquema —moti-
vo— que puede ser tan abstracto como una secuencia rítmica.
Así, si bien en cuanto procedimiento compositivo la técnica espe-
cular-geométrica serial es distinta a la variativo-narrativa del
desarrollo motívico, es similar en cuanto a la fundamentación de
toda la estructura en un único motivo-esquema invariable.
Desde luego, como afirma Rosen:

No tiene sentido hablar de las estructuras de Haydn sin hacer


referencia a sus materiales específicos. [...] Haydn es el más travieso
de todos los compositores, pero su frivolidad y fantasía no se nu-
trían de variantes estructurales huecas de contenido (Rosen 1999,
149-50).

Pero tampoco la serie en Schönberg puede considerarse como


un mero esquema. En esto se distingue el propio Schönberg de
Hauer: mientras que Hauer trabaja con un conjunto de series cre-
ado de antemano, Schönberg compone una serie distinta para
cada composición (cf. SI 149). Como afirma Rosen, Haydn no to-
maba los elementos motívicos como meros esquemas, sino que
«le interesaba la fuerza direccional de los elementos de su obra o,
lo que es lo mismo, sus posibilidades dramáticas» (Rosen 1999,
150). Como afirma Maegaard, la estructura atemática de Erwar-
tung y, en definitiva, de la música del período expresionista de
Schönberg «proviene de la intercambiabilidad absolutas entre ar-

– 222 –
monía y melodía, es decir, de las coordenadas horizontales y ver-
ticales de la música» (Maegaard 1972, 318).
Todo esto nos muestra la profunda unidad de las dimensio-
nes semántica (léxica) y sintáctica en la música del período ex-
presionista de Schönberg. En esto se fija Adorno cuando afirma,
como vimos, que la estructura musical, como la forma de la ma-
teria de la que habla Heidegger, ha de ser la forma de los impul-
sos miméticos y no un esquema contrapuesto apriorísticamente a
ellos. De Wozzeck dice que estos impulsos de la obra «viven en
sus átomos musicales, se rebelan contra la obra misma. No tole-
ran ningún resultado» (PnM 38). Los átomos de la obra son lo
que en ella hay de inintencional, es decir, lo considerado como
presupuesto o instrumento de la creación, esto es, el material y la
técnica. Ahora bien, según la teoría de la evolución inmanente
del material y la técnica artísticas, estas dimensiones inintencio-
nales son expresivas, manifestativas de la actualidad socio-histó-
rica, a la vez que portadoras y continuadoras de toda la historia
artística anterior.
El creador no es para Adorno un demiurgo genial, sino un
portador y solucionador de problemas, que pueden pasar inad-
vertidos a sus contemporáneos, ya que, por lo general, el crea-
dor avanza más despacio que su propia tradición: «El procedi-
miento de composición de la nueva música pone en discusión lo
que muchos progresistas esperan de ella: imágenes conclusas en
sí mismas». Ésta es la senilidad que Adorno critica en los prime-
ros trabajos de Berg, que «antes que ningún otro, [...] probó con
gran habilidad los nuevos medios en grandes duraciones de
tiempo» (PnM 38). Esto requiere para Adorno «habilidad», por-
que son dos cosas que no casan. Por eso dice de Wozzeck que sus
átomos musicales contradicen la obra. Las primeras obras atona-
les y dodecafónicas de Schönberg, en cambio, «revelan la mayor
falta de destreza» (PnM 117) 28, indicativa de que el creador es
dominado por el material, de que está como obedeciendo con
dificultad, siguiendo una corriente que lo sobrepasa. Como afir-
ma Adorno:

– 223 –
En nada se distingue acaso tan radicalmente Schönberg de to-
dos los otros compositores como en la capacidad de rechazar y ne-
gar continuamente, con cada cambio de su procedimiento, lo que él
antes poseía. La rebelión contra el carácter de posesión de la expe-
riencia puede considerarse como uno de los impulsos más profun-
dos de su expresionismo (PnM 117).

El camaleonismo de Stravinski, en cambio, es para Adorno in-


dicador de que toma el material y la técnica como meros vehícu-
los, lo que implica paradójicamente una reificación de los mismos.
Frente a Stravinski, en el primer Berg se da una contradicción en-
tre los elementos inintencionales y la aspiración romántica a la
gran obra. En Schönberg esta contradicción se convertirá en abier-
ta conflagración, que explica «la tendencia a la destrucción, con la
que él tan a menudo atenta contra sus propias creaciones». Esto
explicaría «la resistencia de Schönberg a terminar precisamente las
obras más grandiosamente concebidas», refiriéndose a sus dramas
religiosos Moses und Aron y Die Jakobsleiter, y revela «el inconscien-
te, pero profundamente operante recelo contra la posibilidad de
“obras maestras” hoy» (PnM 115-16) 29.

Música como escritura

Como afirma Adorno, uno de los logros del atonalismo es el tra-


tamiento del timbre como factor independiente, como elemento ex-
presivo. Aquí, una vez más, el creador se muestra como oído antes
que como mano, como exposición de lo inintencional antes que
como dominio subjetivo. La melodía de timbres (Klangfarbenmelodie)
es uno de los logros más significativos para Adorno del período ex-
presionista, en el que «la sonoridad instrumental aparecía como el
estrato intacto de que se nutría la fantasía del compositor».
Para Adorno, esta sutilidad tímbrica desaparece en el período
dodecafónico, que como «construcción total de la música permite
una instrumentación “constructiva” en medida insospechada»

– 224 –
(PnM 86). Esto convierte la instrumentación en algo accesorio a
la composición, que se limita a resaltar la estructura, la escritura
—convertida ahora en el fundamento de la composición— «como
una fotografía nítida hace resaltar los objetos fotografiados» (PnM
87) 30. En este sentido, afirma, «el verdadero beneficiario de la téc-
nica dodecafónica es, sin duda alguna, el contrapunto» (PnM 88).
Aquí está para Adorno lo mejor y lo peor del dodecafonismo. Lo
mejor, pues permite «pensar simultáneamente más partes inde-
pendientes y organizarlas como unidad sin la muleta del acorde»,
con lo que Schönberg «ha demostrado que era el representante de
la tendencia más recóndita de la música» (PnM 89); y lo peor,
pues reduce la composición a construcción, a escritura, que «pro-
duce el efecto de una ultradeterminación, de una tautología»
(PnM 90). Adorno está así retomando la crítica de Debussy a la
música sinfónica-constructiva como escritura, como sintaxis poco
preocupada de la materialidad del sonido, que fue lo que llevó a
Hans von Bülow a exaltar las sinfonías de Brahms como «catedra-
les grises», como atención al dibujo y no al color orquestal.
Schönberg, por su parte, se opone también a la mera sintaxis
musical que abstrae del sonido. Seguramente refiriéndose a Ador-
no, afirma: «Más que divertirme, me irritó la observación crítica
de un Dr. X, que dijo que yo no me preocupaba del “sonido”» (SI
182). Como afirma Adorno, incluso en el período dodecafónico
de Schönberg la construcción no quiere ya sólo imponerse sobre
el material, sino estar presente en el material mismo, mediante la
serialización de las alturas del sonido, de forma que mantiene to-
davía una vinculación con lo expresivo-mimético, con lo lingüís-
tico-semántico, lo que hace que la sintaxis no sea absoluta, como
quiere el serialismo integral (18, 161 ss). Por otro lado, el dodeca-
fonismo de Schönberg deja muchos parámetros del espacio mu-
sical sin organizar serialmente, con lo que deja todavía lugar a la
libertad subjetiva:

El principio de la construcción del material en Schönberg, del


componer integral, al cual aspira su escuela, tropieza con la lingüis-

– 225 –
ticidad de la música [...]. El hecho de que el último Schönberg no se
resignara a la liquidación del momento lingüístico de la música y su
sustitución mediante la sonoridad como tal, lo deja a merced del re-
proche de ser restaurativo. Con otras palabras, su intento de inte-
gración se queda, para muchos de los compositores jóvenes, dema-
siado corto. De hecho, la racionalización de Schönberg deja libre la
forma rítmica y, en buena medida, también la formación de la melo-
día. Así, pues, queda, como en la música tradicional, a merced de la
llamada ocurrencia, del espacio organizado libremente por el mate-
rial (18, 173-74).

El expresionismo decae así en formalismo ya con el propio


Schönberg. El recurrir a métodos compositivos pretonales, con-
trapuntísticos-imitativos, no podía tampoco dejar de ser visto
por Adorno como un desfase respecto al material, que no es el
mismo que el de la música pretonal. Si tales métodos fueron «ex-
humados», dice Adorno, fue «porque la técnica dodecafónica
como tal no ofrece lo que se pretende de ella. [...] no basta para
garantizar una organización compensadora» (PnM 91). La razón
es, como veremos en el capítulo siguiente, que el contrapunto
queda absolutizado, prescindiéndose de todo principio armóni-
co, que aún pervivía en el período expresionista en acordes de
seis sonidos.
El provechoso «irse al extremo» del arte moderno se ha per-
dido, contra lo que pueda parecer, en el dodecafonismo. El cons-
tructivismo de éste es «blandengue», en terminología de Adorno,
porque ha eliminado la resistencia del material, de los impulsos
miméticos. El constructivismo fuerte es para Adorno aquel que
logra «impulsar lo constructivo hasta tal punto que ganase valor
expresivo por su renuncia a formas tradicionales o semitradicio-
nales» (ÄT 72). Y esto lo consiguió Schönberg precisamente en su
aparente extremo opuesto, el período expresionista, y en las pri-
meras obras dodecafónicas, con su «falta de destreza». En estas
obras la construcción, la estructura, es candente, como se dice en
Doktor Faustus (241).

– 226 –
Así es como confluyen lo mimético y lo constructivo. Como
dice Adorno comentando el edificio de Scharoun para la Filar-
mónica de Berlín:

La armonía de Scharoun es bella porque, para crear condiciones


espacialmente ideales para la música de orquesta, trata de semejarse
a ella sin por ello tomar nada prestado de tal música. Al estar expre-
sado en ella, su objetivo trasciende la pura finalidad sin que por lo
demás esté garantizado ese tránsito hacia la intención de finalidad.

Sólo así, dice Adorno, puede la arquitectura trascender la


funcionalidad «si, atenta sólo a sus objetivos, los expresa como
su contenido propio» (ÄT 72-73). Ésta es la semejanza inintencio-
nal, que no busca parecerse, sino parecerse a sí misma. Como
dice Aristóteles, no busca adecuarse a una verdad, ser veraz, sino
ser verosímil, ser verdad. Justamente entonces, como el edificio
de Scharoun, es cuando se trasciende a sí misma y se hace real-
mente mimética.
Este mimetismo no es tautológico, como no lo es la verosimi-
litud aristotélica. Se convierte en tal, paradójicamente, al querer
realizarse como adecuación intencional a algo exterior. Del mis-
mo modo, el arte muere en la conciencia estética, como el juego
en la conciencia lúdica. Como dice el Mefisto-Adorno en Doktor
Faustus, «la obra de arte rehúye la apariencia de obra de arte»
(245); del mismo modo, «el fenómeno del aura de las obras de
arte, descrito por Benjamin mediante apasionadas negaciones, se
convierte en algo negativo cuando se afirma a sí mismo y se tor-
na así en fingido» (ÄT 73). Por eso afirma Adorno:

Incluso la categoría básica y central del tema resulta difícil de


retener si, mediante el procedimiento dodecafónico, cada sonido es
determinado de inmediato y se torna temático de inmediato tam-
bién (D 150).

Adorno vacila en este punto. Por un lado, critica con claridad el


desfase entre formas tonales y materia atonal; por otro, afirma que:

– 227 –
Tan sólo en virtud de aquellas categorías y de otras semejantes
se ha salvado en Schönberg el sentido musical, la auténtica compo-
sición —en cuanto que es algo más que una mera disposición orde-
nada y sucesiva— (D 150).

Que la estructura, la técnica, no sea vehículo de expresión,


sino expresiva en sí misma, no significa para Adorno que se ab-
solutice. Los «guardianes de la objetividad», como llama a Bou-
lez y a los seguidores del Serialismo integral, que profesan la crea-
ción de una sintaxis integral, autosuficiente frente a la libertad,
caen, dice Adorno, en una mera combinatoria que hace que los
elementos se neutralicen entre sí: «Así debe resultar una especie
de equilibrio estático, no muy diferente del de Stravinski» (18,
174) 31.
Lo mimético-expresivo deja entonces de ser un mero añadido
y el máximo rigor constructivo se funde con la máxima expresi-
vidad: «La expresión absoluta sería absolutamente objetiva, sería
la cosa misma» (ÄT 73). El dodecafonismo cumple este requisito
en cuanto solución a determinados problemas, como lo es en las
primeras obras, pero no en cuanto sistema establecido. En esto
converge para Adorno con la absolutización del otro extremo,
del azar, posición que entroncaría para él con los montajes antior-
gánicos surrealistas, que ve realizado musicalmente en Ligeti y
Cage:

La determinación absoluta, al afirmar que todo es importante


en la misma medida, que nada puede estar fuera del contexto, con-
verge finalmente, según la idea de György Ligeti, con el azar abso-
luto (ÄT 234).

En John Cage, en cambio, la entrega al azar encuentra para


Adorno un sentido precisamente como ausencia de sentido; la
autenticidad o inautenticidad de ese arte:

Depende de si la negación del sentido en la obra de arte tiene al-


gún sentido inmanente o si sólo se adapta a lo dado [...]. Pueden ser

– 228 –
fenómenos-clave de esto algunas composiciones musicales, como el
Concierto para piano de Cage, que aceptan como ley un azar inmise-
ricorde y, por ello, como un sentido: aceptar la expresión de lo ho-
rrible (ÄT 231).

Una vez más nos encontramos con juicios musicales funda-


mentados en prejuicios. La autenticidad o inautencidad radica en
que «en las obras importantes la negación del sentido se configu-
ra como algo negativo, mientras que en las otras se refleja de for-
ma rígida y positiva» (ÄT 231). Ahora bien, ¿por qué la ruptura
de la unidad es en el montaje mero reflejo resignado y en la alea-
toriedad de Cage expresión del horror? Adorno no da ninguna
respuesta válida.
En su comparación entre el surrealismo y el expresionismo
musical de Schönberg todavía acude, como vimos, a un criterio
objetivo: el segundo extrae la unidad del caos atonal mediante la
técnica de la variación motívica, el primero disuelve la unidad de
lo previamente ordenado mediante la técnica del montaje. Pero
tampoco aquí se ve por qué el montaje no puede ser considerado
como denuncia de la falta de sentido. A Adorno no le queda más
remedio que aceptar cierto momento de verdad en la técnica del
montaje:

Pero las obras de arte que niegan el sentido tienen que quedar
sacudidas también en su unidad. Ésta es la función del montaje, que
niega la unidad mediante la presencia de partes disparatadas entre
sí, pero que, como principio formal, vuelve a realizarla (ÄT 231-32).

Esto nos lleva directamente al tema esbozado al comienzo de


esta investigación de la clausura del arte, y a sospechar que qui-
zá Adorno no ha salido en realidad de la inmanencia de la ima-
gen que critica en Lukács.

– 229 –
LA INMANENCIA DE LA IMAGEN

El dominio sobre el momento mimético

En los fragmentos de Teoría estética, sigue presente como uno


de los principales problemas el de la inmanencia estética. El plan-
teamiento lukacsiano idealista del arte como reserva para lo sub-
jetivo en medio de una objetividad alienante es aceptado crítica-
mente como punto de partida para la reflexión: «Aunque la
alienación universal ha marcado y hecho crecer al arte, carece, sin
embargo, de alienación por el hecho de que todo en ella penetró
por medio del espíritu y todo quedó humanizado sin violencia».
Como productos de la actividad libre del espíritu, o lo que es lo
mismo en terminología marxista, de una actividad en la que el su-
jeto posee los medios de producción, las obras de arte, dice Ador-
no, «se convierten en la apariencia de un en sí bloqueado en cuya
realidad se completarían y disolverían las intenciones del sujeto».
Este ensimismamiento del arte, que Adorno ve intensificado en el
segundo romanticismo desde Baudelaire, de «un ámbito reserva-
do incluido dentro de la racionalidad», no se apoyaría en el arte,
sino «en el dualismo entre forma y expresión» (ÄT 173-74).
El arte no soporta la apariencia de arte, había dicho Adorno
en Filosofía de la nueva música (78), en uno de los pasajes traslada-
dos por Mann al Doktor Faustus. La concepción del arte como re-
serva o refugio frente a una racionalidad cosificante había de pa-
recerle absurda a Adorno desde el momento en que el arte ha
sido para él también no sólo reacción, sino víctima de la forma
mercancía. Nace así una «industria cultural», o un «arte de ma-
sas». Pero tras el «de hecho» hay siempre para Adorno un «de
derecho», según el postulado de la crítica inmanente. En el pro-
ceso de su autorreflexión, el arte toma conciencia de su carácter
apariencial, no para negarlo, sino para integrarlo «con plena in-
tención» y «debilitar así sus mediaciones subjetivas» (ÄT 175).
En esa mayor consciencia de sí, el arte, lejos de tornarse
transparente, «se autooscurece» (ibíd). Dicho de otro modo, la re-

– 230 –
flexión sobre el arte no se realiza desde una instancia superior al
arte sino, como afirma Inciarte, desde el arte mismo (cf. Sobre
perspectiva..., 1). La reflexión artística es, dice Adorno, un «noesis
noeseos» de y en la obra de arte misma, en la que ésta advierte la
presencia en sí misma de la racionalidad. Es lo que Adorno llama
«el dominio sobre el momento mimético», que, dice, «deshace
pero también salva», algo que a los teóricos les parece una con-
tradicción lógica, pero que «es algo perfectamente usual para los
artistas» (ÄT 174-75).
El momento mimético, por el que el arte traspasa su inma-
nencia, puede entenderse, como señala Vicente Gómez, en un
doble sentido: como negación determinada de la sociedad capita-
lista —basada en el principio de intercambio— y como modelo
gnoseológico —correctivo de la racionalidad abstracta que reali-
za la nivelación de lo singular en el conocimiento—. En ambos
casos, el arte realiza en el ámbito estético el telos de una unifica-
ción no niveladora de lo múltiple, que la sociedad y la filosofía
han de desarrollar con sus medios propios, sin que quepa hablar
en Adorno del arte como refugio o sustitutorio. El arte mantiene
una relación constitutiva con el mundo —social, gnoseológico—,
y negarla es, según Adorno, negar el arte mismo y caer en una in-
manencia estética desvirtuadora del arte. Ahora bien, lo estético
es también un territorio que se distingue de los anteriores:

Al mismo tiempo, la emancipación de las obras de arte de su


sentido tiene un sentido estético, en cuanto que se realiza en mate-
riales estéticos: el sentido estético no es inmediatamente uno con el
teológico (ÄT 230).

Esa realización de la unidad no niveladora en el ámbito esté-


tico es lo que constituye la apariencia estética. Esa apariencia es
ilusoria cuando se hipostasía como sustitutoria de la social o
gnoseológica. En sí misma, la apariencia estética es para Adorno
consustancial al arte —su aura—, y no es sino la delimitación de
lo estético.

– 231 –
El aura, la distinción estética en terminología de Gadamer, se
volatiliza precisamente cuando se cosifica. En su crítica al aura
estética Adorno no propone una confusión de lo estético y lo no
estético, del mismo modo que en su crítica a la distinción esteti-
cista entre signo y significado no propugnan Gadamer y Heideg-
ger un proceso inconcluso de comprensión, como interpreta
Menke. El sentido óntico de la imagen no radica para Gadamer
en sustraerse perpetuamente a la comprensión del significado,
sino en lo contrario, en encarnar el significado, para lo cual el sig-
no presta, podemos decir, «su carne», que ya no es entonces dis-
tinguible —abstraíble— del significado. En este sentido puede
decirse, como Gadamer, que la obra de arte se autorrepresenta,
pero esto va contra la distinción prosaica de signo y significado,
contra la comprensión inmediata, no contra la determinación del
significado. La ontología de la imagen radica en hacer presente lo
que representa. El signo se convierte entonces, como dice Guar-
dini, en lugar de la presencia (1981b, 341).
Entender esto como una indeterminación del significado,
como una procesualidad infinita de la comprensión, es no enten-
der que una representación puramente autorreferencial o vaga se
cancela a sí misma. La apariencia estética tiene para Adorno el
doble sentido de delimitación de lo estético y de lo ilusorio, esto
último cuando la unidad reconciliadora estética se toma por real
—y lleva entonces a la ceguera ante las contradicciones del mun-
do—. El momento mimético del arte coincide con el apariencial,
en tanto que la negación determinada tanto de la sociedad de in-
tercambio como de la racionalidad abstracta se realizan en el ám-
bito estético.
El «dominio» sobre el momento mimético no es otro que el
dominio sobre el carácter apariencial del arte, que consiste, como
el tollere hegeliano, en negar y conservar, en deshacer y salvar,
dice Adorno. Deshacer la apariencia estética es consustancial al
arte, a la imagen artística, que no se limita a «estar por» el origi-
nal, a ser un ámbito inofensivo frente al mundo, como lo concibe
la «conciencia estética». El arte desdeña la apariencia de arte,

– 232 –
afirma Adorno. La apariencia ha de ser negada como inmanencia
absoluta y como reconciliación ilusoria. Pero ha de ser salvada
como momento mimético y delimitación: «En última instancia, el
arte es apariencia porque no puede escaparse de la sugestión de
un sentido aun en medio de la falta del mismo» (ÄT 231).
«La sugestión, por su parte, se parece a los procesos miméti-
cos». Sugestión es una palabra muy indicada para definir la apa-
riencia estética, el impulso mimético del arte. Recoge el sentido
de seducción —apariencia— y de presencialización. Es hacer pre-
sente algo mediante su apariencia. Sólo si tomamos la apariencia
por real, la sugestión se convierte en engaño, en seducción —«un
efecto meramente sugestivo»—, y si la tomamos como mera apa-
riencia, deja de tener efecto sugestivo. En esto se condensa, dice
Adorno, la «paradoja subjetiva del arte» (ÄT 174). La dialéctica
de la apariencia estética que establece Adorno permite hablar de
una «tercera reflexión» (Gómez 1998, 102), por la que el arte vuel-
ve sobre sí tras devenir consciente de su propio carácter aparien-
cial. ¿Es desde la filosofía desde donde se opera esa autorrefle-
xión del arte, como en Hegel? Para Adorno la filosofía es, en todo
caso, desde donde se inicia ese proceso, pero se lleva a cabo en el
arte mismo (Inciarte). De otro modo la dialéctica de la apariencia
quedaría cancelada, pues ésta quedaría reducida a mera suges-
tión, de la que sólo la racionalidad nos saca (Hegel).
La definición de Menke de la estética de Adorno como una
estética negativa pretende trasladar la negatividad de una dialéc-
tica que nunca descansa en la síntesis, en el sistema, a la signifi-
catividad estética, que según Menke, se caracteriza en Adorno
por la «subversión de la comprensión automática». Esta subver-
sión la entiende Menke como una procesualidad infinita del acto
de la comprensión que, frente a la comprensión automática, nun-
ca descansa en un significado determinado (Menke 1997, 45).
La crítica de Gómez a Menke, apelando a un «tercer nivel de
reflexión», gnoseológico y no sólo sociológico, corrector y no sus-
titutivo de la racionalidad abstracta, no deja de ser exterior al
problema que plantea Menke, a la par que está presupuesta por

– 233 –
éste. Según Menke, el carácter enigmático (Rätselcharakter) de la
obra de arte es el centro de la estética adorniana. No hay que ol-
vidar, como vimos, que con esto Adorno no se refiere a una per-
plejidad del arte, sino que hace referencia a los dibujos-acertijo
en los que surge determinada imagen al fijar la atención, como
ocurre con las constelaciones.
Como señala el propio Menke, estos modelos, como el de los
fuegos artificiales («escritura fulgurante»), no se refieren a una
absolutización de la particularidad del signo —que Adorno criti-
ca como fetichismo de la materia—, sino a su fusión con el signi-
ficado, respecto al cual el signo estético no es medio sino presen-
tización-mediación (Menke 1997, 180). En este sentido, como
afirma Menke:

Que la experiencia estética no se somete al modelo de la herme-


néutica tradicional que busca la significación más allá e indepen-
dientemente de su materialización no es lo que constituye el fondo
de la tesis de Adorno, sino su presupuesto más trivial (1997, 49).

La obra de arte, como «escritura fulgurante», es elevación —re-


conducción— del material (Heidegger) «más allá de su función
de mera materia o soporte» (Menke 1997, 177), en cuanto el signo
es lugar, encarnación del significado, y no mediación abstraíble,
sino mediación necesaria —«total»— (Gadamer) 32, acceso irrem-
plazable. En el caso de la mediación, el adjetivo «total» en Gada-
mer no es especificativo, sino manifestativo de la esencia de la me-
diación: «Por su idea, la mediación ha de ser total» (Gadamer 1986,
125). Con ello indica Gadamer el que tanto en la reproducción
como en la representación artísticas el signo o la reproducción se
autocancelan para hacer presente el significado o la obra respec-
tivamente, a la vez que lo encarnan. En este sentido la copia no es
mediación, pues en ella se reconoce lo copiado, no se accede a él.
Se la suele caracterizar como «mediación silenciosa» o «transpa-
rente» (Polo 1987, 134), pero entonces hay que tener en cuenta
que no es mediación, sino medio. Del mismo modo que es erró-
neo definir la representación gnoseológica como mediación silen-

– 234 –
ciosa, lo es hacerlo con la estética, pues el signo estético no se au-
tocancela como la copia en una transición al significado, sino en
ser encarnación del significado, que hace el significado presente
y eleva la materia a lugar cualificado para la actualización del
significado.
Esto está vertido en las nociones adornianas de enigma y cifra,
que hacen referencia, como hemos visto, a un «saltar» hacia lo uni-
versal desde y en lo particular. Éste es el sentido del carácter signi-
ficante de la materia y de la técnica para Adorno, que hace que los
elementos inintencionales de la obra de arte sean manifestativos
de la verdad. En cuanto el signo estético no es denotativo (indica-
tivo), sino manifestativo (acceso), el modelo de la comprensión au-
tomática no es válido para el arte, como afirma Menke. Ahora
bien, esto lleva a Menke a interpretar el planteamiento estético
adorniano cayendo en el extremo opuesto, como absolutización de
la apariencia, como mera fulguración: «No es que en la obra de
arte se nos aparezca algo, sino que es ella la que nos aparece. Por
eso son los fuegos artificiales, para Adorno, el paradigma de lo
que es el objeto estético en su aparición» (Menke 1997, 180). Según
Menke, «la atribución extremada de una significación trans-se-
mántica no es más que la expresión cosificada de la “profundidad
ilimitada que hay tras la imagen” (M. Blanchot, L'espace littéraire,
26; Menke 1997, 181). Por eso, dice Menke, es falsa la apariencia
“según la cual lo bello es imagen de un ser en sí”» (1997, 181).
Adorno estaría de acuerdo en que la obra de arte no es mani-
festación de algo prefijado, como no lo es la filosofía misma, se-
gún su noción de historia natural, y en que la significación artísti-
ca no cabe en el modelo de comprensión automática, lo que hace
que patentice el límite de la ciencia (cf. AP 334 ss). Pero no estaría
de acuerdo con dar la vuelta al calcetín y afirmar que la obra de
arte es tan sólo manifestación de sí misma. Éste sería un estadio
parcial para Adorno de la dialéctica de la apariencia, que se su-
pera en el arte mismo cuando éste, fiel a su devenir, se torna ex-
presión de su mundo, desdeñando la «apariencia de arte», recu-
perando sus derechos y deberes de ciudadanía, diría Danto.

– 235 –
Tampoco se ha de entender en términos autorreferenciales la
caracterización gadameriana del arte como autorrepresentación.
La obra de arte, como dice Gadamer, «se representa a sí misma»
en el sentido de que no busca adecuarse a algo exterior —como
la copia al modelo— y reposa sobre sí misma —como el juego—:
«No admite ya ninguna comparación con la realidad, como si
ésta fuera el patrón secreto para toda analogía o copia» (1986,
117), pero no en el sentido de presentarse a sí misma. Ahora bien,
como dice Gadamer, «el concepto de la imitación sólo alcanza a
describir el juego del arte si se mantiene presente el sentido cogni-
tivo que existe en la imitación». Éste radica no en la transición a
un significado, sino en que «lo representado está ahí; ésta es la
relación mímica original» (Gadamer 1986, 118).
No consiste la significatividad estética en una indetermina-
ción del significado que haga fracasar no sólo la comprensión au-
tomática, sino toda comprensión (Menke), sino en «poner en jue-
go» la singularidad del signo en la expresión del significado, de
modo que ambos queden fundidos: «El que imita algo, hace que
aparezca lo que él conoce y tal como lo conoce. El niño pequeño
empieza a jugar imitando, y lo hace poniendo en acción lo que
conoce y poniéndose en acción a sí mismo» (Gadamer 1986, 118).
La elevación-exposición de la materia consiste en su conversión
en lugar que actualiza una presencia. Gadamer pone el modelo
del actor, que desaparece para encarnar al personaje; el actor,
dice, desaparece, y lo representado es elevado (119).
Sólo en su representación se accede a lo representado: éste es
el rango óntico de la imagen, por la que constituye un acrecenta-
miento del ser y no una mera duplicación; pero la representación
consiste en hacer presente algo distinto de sí, y en esto radica su
valor cognitivo, que la sustrae al esteticismo:

Lo que realmente se experimenta en una obra de arte, aquello


hacia lo que uno se polariza en ella, es más bien en qué medida es
verdadera, esto es, hasta qué punto uno conoce y reconoce en ella
algo y, en este algo, a sí mismo.

– 236 –
Lo que sucede es que en ese reconocimiento no se reconoce lo
ya conocido —como en la comprensión automática—, sino que
se conoce lo conocido «bajo una luz» distinta. Es un conocimien-
to intensivo: «Se conoce algo más que lo ya conocido» (Gadamer
1986, 117).
La absolutez de la mediación del signo estético no está en que
se presente a sí mismo, sino en que en él se accede al conocimien-
to de la realidad bajo su luz. En esto consiste la vinculatividad
(objetividad) de la obra de arte. Adorno reconoce todavía en el
arte una seriedad que la sustrae de la inmanencia esteticista in-
ofensiva. Por eso Adorno distingue todavía obras de arte que lo
son más o lo son menos, obras de arte que pueden fracasar como
tales (ÄT 197). Advertir que hay obras auténticas e inauténticas,
obras que son «más obras» que otras, no es sino ser fiel a la esen-
cia misma de la obra de arte. Dar el amén a todo lo que se ponga
en un museo no es sino considerarlo como caso del género «obra
de arte»; ésta es la concepción del aura estética que critica Ador-
no. En este caso la obra de arte no tiene que adecuarse a nada
porque ya está de antemano reducida a mero ejemplar. Y es cier-
to: la obra de arte no admite comparación con nada, no ha de
adecuarse con nada, salvo consigo misma (Gadamer 1993, 107).
A diferencia de Gadamer, para Adorno el criterio de vincula-
tividad de la obra de arte radica en ser expresión de su mundo:

El contenido de verdad de las obras no es lo que significan, sino


lo que decide sobre si la obra es verdadera o falsa, y esta verdad de
la obra en sí es conmensurable con la interpretación filosófica y
coincide, al menos en la idea, con la verdad filosófica.

El contenido de la obra de arte es tan determinado que, afir-


ma, «la verdad progresivamente desarrollada de la obra de arte
no es otra que la del concepto filosófico». De ese modo, «la ge-
nuina experiencia estética tiene que convertirse en filosofía o no
es absolutamente nada» (ÄT 197). Ésta es una de las afirmaciones
de Adorno que más equívocos ha provocado. El primero y más

– 237 –
importante es entenderla en clave contenidista, de modo que el
arte quedaría, como en Hegel, superado por la filosofía. Así lo in-
terpreta Peter Bürger, en su empeño por deducir a Adorno desde
las conclusiones del idealismo (cf. 1996, 16 ss). Gómez es en este
punto el que mejor ha leído los textos de Adorno, en los que se
habla de «convergencia» entre arte y filosofía. Ambas coinciden,
dice Adorno, en el contenido de verdad, que han de expresar
cada una con sus propios medios. Sin esa divergencia en los me-
dios, en el lenguaje, no habría posibilidad de convergencia (ÄT
197).

El arte como anticipación de la utopía

¿Cuál es ese contenido de verdad, que decide sobre si la obra


es verdadera o falsa? Por un lado, como hemos visto, «lo colecti-
vo», el contexto histórico-cultural que se manifiesta en los ele-
mentos inintencionales de la obra de arte:

La condición de posibilidad de la convergencia entre filosofía y


arte hay que buscarla en esa universalidad que posee el arte especí-
ficamente como lenguaje sui generis. Esta universalidad, al igual que
la filosófica, es colectiva y su signo fue en otro tiempo el sujeto tras-
cendental [...]. Pero lo colectivo en las imágenes estéticas es precisa-
mente lo que escapa al yo [trascendental]: la sociedad es inmanente
a su contenido de verdad. Lo manifestado, por lo que la obra de
arte se eleva decisivamente sobre el mero sujeto, es la eclosión vio-
lenta de su esencia colectiva (ÄT 197-98).

Ahora bien, se abre paso en el pensamiento de Adorno una


significatividad suprahistórica de la obra de arte, que hace con-
verger su planteamiento con el de Gadamer y Guardini, nunca
por prescindir de lo histórico, pero sí por iluminarlo suprahistó-
ricamente; es lo que Adorno llama la «impronta dejada por la mí-
mesis», como «anticipación de un estado que está más allá de la
división de lo singular y lo universal». Tal contenido es para

– 238 –
Adorno transhistórico, en la medida que no está todavía realiza-
do en la historia, en el mundo, en el que rige el principio de inter-
cambio:

La idea del arte como recuperación de una naturaleza oprimida


e implicada en la dinámica histórica tiene aquí su lugar. La natura-
leza, de cuya imagen depende el arte, todavía no existe; lo verdade-
ro en arte es algo no existente (ÄT 198).

En esto es Adorno fiel a sus raíces marxistas; lo que la obra de


arte incoa para él es un estado de cosas utópico. Junto a la fun-
ción expresiva de su mundo, convive en Adorno una función
manifestativa del arte, pues por él se accede a una verdad que
sólo se revela en él:

De todas las paradojas del arte, la más radical consiste en que


alcanza lo que no ha sido hecho, la verdad, sólo por medio de un
hacer, por medio de la producción de obras singulares con su forma
específica y nunca por medio de una mirada inmediata (ÄT 199).

Esto desaloja cualquier interpretación de la estética de Ador-


no en términos contenidistas, que bascula en el presupuesto de
que la mediación total que supone el signo estético implica una
indeterminación del significado que la filosofía ha de aclarar. La
interpretación filosófica de la obra de arte en modo alguno pue-
de sustituirla:

La actitud de la filosofía hacia la objetividad musical, es decir, el


intento de responder con el concepto a la pregunta del enigma, la
que ella dirige al oyente, exige determinar tales constelaciones has-
ta lo más interior, no sólo de los procedimientos técnicos, sino tam-
bién de los mismos caracteres musicales. Sólo a través de todas esas
mediaciones, y no en la inmediatez de la pura pregunta por el ser,
puede acercarse el pensamiento a lo que la música es (18, 159).

Tampoco puede hablarse de una simbiosis entre arte y filoso-


fía, como propone Wellmer: «Sólo en común podrían abarcar am-

– 239 –
bas el círculo completo de la verdad que no pueden decir» (1993,
20). Arte y filosofía son para Adorno momentos uno para el otro,
necesarios para la realización de cada uno —la filosofía salva la
apariencia estética del inmanentismo, el arte salva a la filosofía
del uso abstracto del concepto—, pero tal mediación mutua sólo
queda completada en el retorno de ambos momentos a sí mis-
mos, y no en una simbiosis que cancelaría para Adorno su des-
arrollo dialéctico.
La relación entre arte y filosofía en Adorno no puede enten-
derse como la de concepto e intuición en Kant, como una «insufi-
ciencia complementaria»: «Así como la inmediatez de la visión
estética trae consigo un elemento de ceguera, la mediación del
pensamiento filosófico conlleva otra de vacuidad» (Wellmer 1993,
20), sino, en todo caso, como ideas regulativas, que orientan al
otro polo hacia su desarrollo en sí mismos (cf. Tavani 1999, 177).
En esto, el arte sale de su propia inmanencia y de la inmanencia
histórica, siendo, dice Adorno, «anticipación de un estado que
está más allá de la división de lo singular y lo universal» (ÄT
198). Frente a Lukács, la fuerza de lo estético está precisamente
en su labilidad, en su referencia al mundo:

La esfera especial de la estética, que no es por sí misma ningún


a priori, no puede en ningún caso resistir a priori; el movimiento de
todo arte se realiza, y no en último término, gracias a aquella labili-
dad de lo estético puro. [...] incluso en la música, que lleva al extre-
mo la separación [...], se hallan siempre implicaciones de sentido
que no participan por sí mismas del carácter plástico estético (18,
157).

En tanto la obra de arte no denota, sino que realiza su conte-


nido, no puede hablarse en ella de intención —esto implicaría
que el contenido ha de estar dado fuera de la obra—, sino de ten-
sión, pues es sólo en la obra de arte donde se realiza; pero recla-
ma ser realizado extraestéticamente en la historia: «La tensión
entre las obras de arte y su contenido de verdad es máxima. Este
contenido, sin conceptos, sólo aparece en lo que ha sido hecho y,

– 240 –
a su vez, lo está negando» (ÄT 199). Desde aquí se ve claramente
que la interpretación filosófica no es un estadio superior que ex-
plique el arte, sino que siempre es necesario un retornar a la apa-
rición de la verdad en la obra; Gadamer dice que las obras de
arte garantizan lo que significan, Adorno que salvan el complejo
de sentido que abren, como lugar en el que acontece una verdad
que el mundo reclama para sí:

Por esto las obras de arte se desarrollan, además de por inter-


pretación y crítica, por salvación. [...] el arte es alegoría de una feli-
cidad presente aunque sin apariencia, marcada con la claúsula mor-
tal de lo quimérico: tal felicidad no existe (ÄT 197).

Inintencionalidad como tensionalidad es, por tanto, negación


de la remitencia automática a un significado dado a priori y de la
concepción medial del signo, pero conservación del apuntar fue-
ra de sí del signo en tanto que el sentido que incoan las obras de
artes reclama su realidad extraestética, lo que hace del signo esté-
tico mediación, y no pura inmanencia 33. Como mediación no me-
dial, sino total —manifestativa-realizadora del contenido—, el
signo estético es significativo en su misma materialidad y técni-
ca; por eso las dimensiones constructiva y expresiva no pueden
concebirse dualmente ni la primera como vehículo de la segun-
da, sino que la construcción misma es expresiva. En este sentido
Schönberg, dice Adorno, ha llevado a cabo:

La emancipación no sólo de la disonancia, sino de la música, un


ideal que ya se hallaba anticipado en Beethoven y Brahms. Sólo esa
emancipación ha permitido concebir el ideal de la pura construc-
ción de la música en todos sus aspectos, hacia la cual apunta el más
profundo impulso de la tradición (18, 173).

Pero en tanto la obra de arte reclama la realización del senti-


do que incoa fuera de sí misma, la construcción, la sintaxis, no
puede absolutizarse, sino que ha de conservar un momento lin-
güístico, que sólo la elaboración subjetiva puede darle: «Tal re-

– 241 –
cuerdo colectivo en las obras no se da, sin embargo, [...] separa-
damente del sujeto, sino a través de él», si bien no de modo in-
tencional, sino inintencional, en la misma materia y técnica artís-
ticas, como hizo Schönberg: «No es ésta la última razón por la
que la interpretación filosófica del contenido de verdad debe ser
absolutamente construida partiendo de lo particular». Esto di-
suelve la aparente contradicción en la que está enredada, dice
Adorno, la metafísica del arte hoy y que él mismo planteó ya en
«La idea de historia natural»: «La cuestión de cómo puede ser ver-
dadero algo espiritual que ha sido hecho o, en lenguaje filosófico,
“ha sido puesto”» (ÄT 198).
La expulsión del momento subjetivo es lo que convertiría
para Adorno la pretendida objetividad absoluta de movimientos
como el serialismo integral en conformista, en capitulación del
sujeto a cambiar la objetividad social (18, 176). En su absolutiza-
ción del material y de la técnica, pretenden ser fieles a «la idea,
que tiene algo de absurdo, de que la música hoy se puede salvar
por sus propias fuerzas» (18, 172). Sin el momento manifestativo
de un estado de cosas ideal, el momento expresivo de la sociedad
contemporánea al arte sería mera resignación; sin el momento
expresivo de la negatividad de la sociedad de intercambio, la ma-
nifestación de una unidad no niveladora de lo múltiple sería apa-
riencia encubridora de las injusticias reales:

El reproche contra la nueva música en su forma avanzada, se-


gún el cual ésta carece de relación con los seres humanos y con la
realidad, invierte el estado de cosas. Sólo en el recuerdo de lo que
no se quiere admitir se produce la relación con la realidad y, al mis-
mo tiempo, la revocación de la vida concedida.

Y un poco más adelante puntualiza Adorno:

En absoluto se predica o se simula con todo esto un optimismo


estético de alto grado, según el cual la música o cualquier otro arte
podría desde sí mismo poner en orden lo que encubre la constitu-
ción de la realidad (18, 172).

– 242 –
Por eso:

El carácter enigmático de las obras de arte consiste en que son


algo quebrado. Si la trascendencia estuviera presente en ellas no se-
rían enigmáticas, sino misterios; son enigmas porque, al estar que-
bradas, desmienten lo que sin embargo pretenden ser [...]. Las obras
de arte, por mucha que sea la plenitud con que se presenten, son
sólo torsos; es en ellas un hecho que su significado no es su esencia,
como si ese significado estuviera bloqueado (ÄT 192).

La impronta marxista de su pensamiento hace a Adorno con-


cebir el estado ideal de cosas, la felicidad en definitiva, como uto-
pía. Tal utopía queda salvada, albergada, en el arte, pero está de
suyo referida al mundo. En cuanto la verdad que el arte hace pre-
sente exige su realización social, el arte apunta fuera de sí. En
tanto tal realización es utópica, el arte no puede salir de sí. Vere-
mos a continuación de qué modo anticipa el arte —centrándonos
en la atonalidad de Schönberg— la utopía de la unidad no coac-
tiva de lo múltiple, y cómo la atonalidad supone un rescatar al
arte mismo del contagio con la racionalidad abstracta. Hasta qué
punto la sistematización de la atonalidad en el dodecafonismo
supone un recaer en la unidad abstracta, a fuerza de absolutizar
la particularidad, y si esta crítica puede aplicarse al propio Ador-
no serán las cuestiones que ocupen la parte final de la presente
investigación.

– 243 –
NOTAS

1
Posiblemente la descripción del infierno en Doktor Faustus como un lugar
donde «tan grande será el barullo que nadie oirá su propio cantar» (331)
y su asociación con la frialdad (13, 302) deben también algo a las conver-
saciones de Mann con Adorno, si bien está antes en los soles fríos entre sí
de «La canción de la noche» del Zaratustra de Nietzsche (160).
2
A este respecto es interesante recordar que en música la disonancia más
aguda es la colisión de semitono (Si-Do). Sin embargo, el semitono pierde
gran parte de carácter disonante cuando se lo invierte en séptima mayor
(Do-Si), y más todavía si el intervalo de séptima se rellena con la tercera y
la quinta (Do-Mi-Sol-Si). De esta forma el semitono queda integrado en
una unidad superior en la que, por así decir, es menos inesperado que en
el intervalo de segunda. Cuando Schönberg habla de la emancipación de
la disonancia, se refiere no sólo al abandono de su preparación y resolu-
ción, sino también al empleo del intervalo de segunda disminuida, en el
que el semitono no está integrado en la unidad del acorde. En este senti-
do advierte que en su propio método de introducción de disonancias por
adición de terceras «aparece la tendencia a suavizar las disonancias con la
disposición muy abierta de los sonidos del acorde» (H 499).
3
Como señala Fubini, en esto era Schönberg fiel a su judaísmo, en el que
«todo elemento natural es cancelado, o mejor, se subordina a una rígida
voluntad organizativa» (2001, 6).
4
En efecto, ya que la tercera menor de la tónica (p. e. el Mib para el Do) es
un armónico remoto.
5
Como afirma Hernández-Pacheco, «toda la filosofía de Adorno es una ra-
dical denuncia del relativismo, tal y como se expresa, por ejemplo, en la
pretensión de una total autodeterminación práctica del propio valor de la
vida. [...] En este sentido, Adorno señala los peligros que se guardan en el
sospechoso antiautoritarismo bajo el que se disfraza el relativismo ilustra-
do, que es precisamente causa de todo lo contrario» (1996, 107).
6
Me refiero a «La canción del noctámbulo» del Así habló Zaratustra, que ter-
mina: «el dolor dice: ¡pasa! / mas todo placer quiere eternidad,/ ¡quiere
profunda, profunda eternidad!» (429).
7
Hölderlin, Sämtliche Werke, Leipzig O. J., Inselausgabe, 89; PnM 43.

– 244 –
8
Duchamp «Letter to Hans Richter, 1962» en Hans Richter, Dada: Art and
Antiart, London, Thames and Hudson 1966, 313-314.
9
Por ejemplo el director de orquesta Wilhelm Furwängler, que se fue dis-
tanciando progresivamente de la música dodecafónica de Schönberg, por
considerarla «maquinal» e «inhumana» (cf. Furtwängler 1948, 11 ss).
10
Carta a A. Casella, 14.9.1923: Stuckenschmidt 1991, 255.
11
Enero-febrero de 1948; A proposito del Doctor Faustus, 34-35.
12
Entre ellas, desde luego, Alma Mahler-Werfel, que, como dice Stuckens-
chmidt, «había sembrado alguna discordia, sin saberlo [...], al insistir en
que Schönberg debería tomar una actitud expresa frente al Doktor Faustus
de Mann» (Stuckenschmidt 1991, 409).
13
Cambiando las letras de Nadia Boulanger, musicóloga francesa de la que
fueron discípulos Stravinski y Aaron Copland, entre otros, y a la que se re-
fiere como «reaccionaria profesora de origen ruso-francés» en carta a un
aficionado a la música que le pedía orientación (31.1.1949: Stein 1987, 292).
14
La editorial alemana S. Fischer (Frankfurt am Main) sigue manteniendo al
final de la novela la siguiente nota del autor: «No parece superfluo adver-
tir al lector que la forma de composición musical expuesta en el capítulo
XXII, conocida con el nombre de sistema dodecafónico o serial, es en rea-
lidad propiedad intelectual de un compositor y teórico contemporáneo,
Arnold Schönberg. Yo he asociado esta técnica en cierto contexto ideal, a
la figura ficticia de un músico, héroe trágico de mi novela. En realidad,
los pasajes de este libro que tratan de teoría musical deben ciertos detalles
a la Harmonielehre [Tratado de armonía] de Schönberg» (Mann 1997a).
15
Resultado de fundir los nombres Hugo Riemann y Walter Rubsamen —
como el mismo Schönberg reconoce— sería la réplica al sintético Adrian
Leverkühn —seguramente de Arnold Schönberg y Theodor Wiesen-
grund—. Como afirma Stuckenschmidt, el texto «tenía por objeto única-
mente hacer comprender a Thomas Mann que su novela constituía un pe-
ligro para él, Schönberg» (1991, 410).
16
Mahler se describía a sí mismo como «judío entre los alemanes, alemán
entre los bohemios, extranjero en todas partes».
17
Por ejemplo las cefaleas, enfermedad que, como Nietzsche, también pade-
ció Mann durante la creación de Doktor Faustus (cf. Mann 1997a, 302 y
1997b, 741).
18
«Wiesengrund» significa literalmente «pradera». Tan oculta es la alusión
a Adorno que ha pasado desapercibida en algunas traducciones, por
ejemplo, la ya citada de J. Farrán y Mayoral, en la que se propone acerta-
damente «pra-do en flor» y «gen-til prado en flor» —que coincide musi-
calmente con el alemán uniendo la «o» con la «e»—, pero no se señala la
referencia a Adorno. En la de Eugenio Xammar (Edhasa, Barcelona 1999,
64-65) no aparecen estos dos pasajes.

– 245 –
19
Dado que Filosofía de la nueva música de Adorno no apareció hasta 1949 —
dos años después de la publicación de Doktor Faustus— y no se editó has-
ta 1958, los lectores no podían saber que ciertos pasajes de la novela están
tomados casi literalmente de los escritos a máquina de Adorno titulados
«Sobre la filosofía de la nueva música» (1941), que Mann conocía (cf. ib. 73).
Todavía en 1963, Adorno ironiza por la presencia de sus ideas en Doktor
Faustus. En el prólogo de ese año a Moments musicaux afirma: «El estilo
tardío de Beethoven [...] mereció alguna atención a causa del capítulo VIII
del Doktor Faustus» (Mm 9).
20
Así reza la dedicatoria con que Mann envió la novela a Adorno. No se re-
fiere a que el falso fuese Schönberg —a quien Mann también acudió—,
sino al sobrenombre con que Goethe era conocido en la Corte de Weimar.
21
Versión mecanografiada para la segunda parte del artículo del «Music
Survey»; Ap 59.
22
Lo mismo criticará Adorno en las óperas de Berg, que reproducen a gran
escala formas propias de la música sinfónica; cf. PnM 37-38 y B 432 ss.
23
Un poco más adelante reconoce Adorno que Schönberg ha sabido poner
entre paréntesis el desarrollo motívico, aunque sólo de manera puntual.
Con ello muestra Schönberg que ha superado el clasicismo no sólo en la
forma, sino también en el tejido: «sólo porque Schönberg ha expulsado de
sí todos los elementos del clasicismo vienés que se hallaban en primer
plano, desde las fórmulas de los acordes y el equilibrio modulador hasta
los sonidos redondos y contenidos y la balanza de la forma a través de la
reprise [reexposición] de la sonata; sólo porque él sacrificó a veces incluso
el principio del trabajo temático, que a él, como compositor de cuartetos,
le resultaba tan cercano, ha afirmado la tradición sustancialmente frente a
su desgaste mediante la mera imitación» (18, 173).
24
Para un detallado análisis de la función esquemática del motivo, véase
Fubini 1999, 72 ss.
25
En esto se muestra Schönberg cerca del jazz, cuya armonía se basa en
acordes de cuatro sonidos (cuatriadas), que incluyen la séptima. Esto es lo
que da una mayor plasticidad armónica, que facilita la improvisación. Es
éste uno de los aspectos del jazz que Adorno deja fuera para poder atacar-
lo, pero que atrajo enormemente a compositores de la talla de Stravinski o
Ravel, y al mismo Schönberg, cuya amistad con Gershwin era también
una amistad musical.
26
Para un estudio detallado del empleo de la variación continua del mate-
rial en Sibelius, véase Pike 1978, 195 ss.
27
En Sibelius, véase Pike 1978, 133.
28
Con los años, la crítica al dodecafonismo se fue haciendo en Adorno más
abarcante. En 1953 afirma: «la trama de progreso y regresión que fue des-
arrollada de manera general en la Dialéctica de la Ilustración se deriva mu-

– 246 –
sicalmente no sólo a consecuencia de la técnica dodecafónica, sino de que
ya en su origen se halla algo de bricolaje, de creencia en la piedra filoso-
fal, en la fórmula para ganar a la ruleta, como una sombra que acompaña
a su legitimación proveniente del progreso en los procedimientos de com-
posición» (18, 175).
29
Adorno menciona también como factor de abandono «la discutibilidad de
los propios textos, que no podía permanecerle oculta». Conociendo la irri-
tación que le produjo una apreciación similar de Thomas Mann hacia La
escala de Jacob (Mann 1996, 318), no cabe duda de que en el caso de Adorno
la irritación sería mayor, y es seguramente uno de los puntos que más le
molestó de Filosofía de la nueva música. Para las posibles causas de la no ter-
minación del Moses und Aron, véase los fragmentos de cartas citadas por
Gertrud Schönberg al final de la partitura (Ed. Schott, Mainz 1999, 302).
30
También en Berg acusa Adorno esta subordinación del timbre a la escri-
tura; refiriéndose a Wozzeck afirma: «El sonido es siempre secundario, un
resultado de los acontecimientos puramente musicales y temáticos, una
creación exclusiva de ellos» (B 433).
31
Como veremos en el capítulo siguiente, Adorno dirige también esta críti-
ca al dodecafonismo de Schönberg, el cual, dice, al absolutizar el contras-
te —Schönberg define como es sabido el dodecafonismo como la relación
de los sonidos únicamente entre sí—, provoca su nivelación. Junto a la
crítica de homogeneidad en que cae para Adorno la fetichización de los
medios está la de ser abstruso, opaco para la subjetividad, ya que en este
caso la objetividad no ha pasado por la subjetividad, sino que ésta se ha
plegado a ella; esta crítica salpica directamente a Webern (18, 174).
32
Contraria a la mediación medial que es la copia, «que no tiene otra finali-
dad que parecerse a la imagen original [...]. Esto significa que su determi-
nación es la cancelación de su propio ser para sí al servicio de la total me-
diación de lo copiado» (Gadamer 1986, 143). La imagen estética es
mediación total en tanto que la singularidad del signo es parte del signifi-
cado, no abstraíble. Gadamer conecta esto con la teología luterana, en la
que «la pretensión de la fe se mantiene desde su proclamación, y su vi-
gencia se renueva cada vez en la predicación. La palabra de la predica-
ción obra así la misma mediación total que en otro caso incumbe a la ac-
ción cultual, por ejemplo, en la Misa». Éste es para Gadamer el sentido
del concepto kierkegaardiano de simultaneidad teológica, que consiste en
que «algo único que se nos representa, por lejano que sea su origen, gana
en su representación una plena presencia [...]. Consiste en atenerse a la
cosa de manera que ésta se haga “simultánea”, lo que significa que toda
mediación queda cancelada en una actualidad total» (1986, 132).
Mediar es así hacer simultáneo lo representado y la representación: «en
Kierkegaard “simultáneo” no quiere decir “ser al mismo tiempo”, sino

– 247 –
que formula la tarea planteada al creyente de mediar lo que no es al mis-
mo tiempo, el propio presente y la acción redentora de Cristo, de una ma-
nera tan completa que ésta última se experimente, a pesar de todo, como
algo actual [...]». Concluye Gadamer: «Pues bien, en este punto quisiera
afirmar que en el fondo para la experiencia del arte vale exactamente lo
mismo. También aquí tiene que pensarse la mediación como total» (ibíd).
Gadamer distingue todavía un tercer tipo de mediación total, aparte del
de la copia y la representación, el de la reproducción (ejecución musical,
declamación poética): «Mediación total significa que lo que media se can-
cela a sí mismo como mediador. Esto quiere decir que la reproducción (en
el caso de la representación escénica o en la música, pero también en la
declamación épica o lírica) no es temática como tal, sino que la obra acce-
de a su representación a través de ella y en ella» (1986, 125).
33
En este sentido, como afirma Tavani, la salvación de la apariencia estética
se da en Adorno como una apariencia de salvación del sentido, que no es
sino apariencia, en tanto es utópica su realización en el mundo (cf. Tavani
1999, 177).

– 248 –
LA UNIDAD DE LO UNO Y DE LO MÚLTIPLE:
EL CONCEPTO ADORNIANO DE PAZ Y SU
MODELO EN LA MÚSICA DE SCHÖNBERG

La impronta dejada por la mímesis,


pretendida por cualquier obra de arte, es también la anticipación
de un estado que está más allá de la división de lo singular
y lo universal (ÄT 198).

UN NUEVO MODELO DE UNIDAD

Aporía y utopía del conocimiento

Me centraré ahora en otro de los conceptos fundamentales de


Adorno, el concepto de paz, y en su vinculación con la música
atonal de Schönberg. Ya hemos visto que uno de los leitmotivs de
la filosofía adorniana es la crítica a la unidad abstracta, que unifi-
ca lo diverso desingularizándolo, anulando su diversidad, al
convertirlo en caso de la idea. Tal unidad es la unidad de lo diverso
en cuanto idéntico (ND 175), pues como casos de la idea todos los
individuos son indiferenciados. Y ésta es la raíz, se afirma en Dia-
léctica de la Ilustración, de que la Ilustración haya degenerado en
barbarie. La superación de esta unidad niveladora la ve Adorno

– 249 –
incoada en el arte, en la forma estética —pues ella no es a priori
respecto a lo formalizado, sino que emerge de ello—, y, en parti-
cular, en la atonalidad de Schönberg, que libera para Adorno a la
forma estética de todo resto de unidad abstracta apriorística con
su postulado de que las partes «sólo han de relacionarse entre sí»
y no con un principio o sistema exterior (SI 148).
El propósito de Adorno será conseguir tal unidad estética
en el conocimiento, pero no prescindiendo del concepto, a la
manera del intuicionismo, sino en el concepto. La crítica de Ador-
no no es una crítica al concepto, pues no admite que se pueda
prescindir de éste, sino del quedarse en el concepto, de tomarlo
como objeto —telos— del conocimiento. Lo que hay que hacer,
dice Adorno, es «superar el concepto desde el concepto» (ND
27), conseguir la unidad de lo diverso en cuanto diverso en y a
través del concepto.
Respecto al conocimiento verdadero, aquel que unifique lo
diverso sin anularlo y que, por tanto, lo redima, dice Adorno en
Minima Moralia:

Nada hay más difícil e imposible, ya que ese conocimiento pre-


supone un punto de vista capaz de sustraerse, aunque sólo fuera
mínimamente, al círculo mágico de lo existente; y todo conocimien-
to posible, para poder ser vinculante, no solamente hay que arran-
cárselo a lo existente, sino que, precisamente por eso, también se ve
afectado por la misma distorsión e indigencia a la que se proponía
detectar (281).

Este párrafo sirve a A. Wellmer de base para su ensayo «La


unidad no coactiva de lo múltiple», en el que plantea la aporía del
conocimiento en Adorno, que consistiría en que la razón no pue-
de alcanzar su telos intrínseco —la redención de lo singular— por
estar inmersa en el «plexo de obcecación» sobre el que quiere ele-
varse. En esta aporía, dice Wellmer, «están contenidas todas las
aporías de la filosofía de Adorno» (1994, 19).

– 250 –
La interpretación del pensamiento adorniano como radical-
mente aporético es, como vimos, un lugar común en la interpre-
tación pragmatista de su pensamiento, representada principal-
mente por Wellmer y Habermas, que plantea la necesidad de
completarlo con un concepto positivo de racionalidad para salir
de la aporética. Como bien observa Wellmer, tal aporía:

No sólo significa que nuestras formas de pensamiento y nues-


tras posibilidades de conocimiento vienen preformadas socialmen-
te [...]; antes bien, lo que Adorno quiere decir es que es la propia for-
ma del pensamiento conceptual la que entreteje el conocimiento con
la completa negatividad de la realidad (Wellmer 1994, 19).

En efecto, la aporía del conocimiento radica para Adorno en


que el instrumento del conocimiento, el concepto, es su límite,
que impide su finalidad propia, pues el conocimiento aspira a la
unidad de lo diverso en su diversidad, a la «unidad no coactiva
de lo múltiple» en palabras de Wellmer, y el concepto unifica
abstractamente, desingularizando; «pensar es identificar» dice
Adorno (ND 17). Por tanto, el fin propio del conocimiento se con-
vierte en utopía, pues el instrumento del conocimiento le impide
alcanzar su fin. Ahora bien, este problema, en su raíz gnoseológi-
co, se extendería más allá de la esfera teórica, afectando a la rela-
ción del hombre con la naturaleza, con los demás hombres y con-
sigo mismo, estableciendo lo que Adorno llama «plexo de
ofuscación» (Verblendungzusammenhang). El problema es enton-
ces que el conocimiento, del que Adorno espera la redención del
mundo, el desenmarañamiento del plexo de obcecación, está in-
merso en ese plexo, precisamente es su misma raíz.
De este modo, Adorno mantiene para Habermas y Wellmer
una postura crítica meramente negativa frente a la razón. Así por
ejemplo Wellmer, que entiende el planteamiento adorniano de
manera aporética, en el sentido de que la razón no podría alcan-
zar su finalidad. En la misma línea, Habermas concibe el plantea-
miento adorniano como incompleto, en el sentido de que la ra-

– 251 –
cionalidad sería en Adorno algo meramente negativo, falla que
hay que salvar entonces planteando un concepto positivo de ra-
cionalidad, la «razón comunicativa».
Hay que recalcar, sin embargo, que lo que hace Adorno no es
una crítica del concepto, sino del quedarse en el concepto, del to-
marlo como fin del conocimiento, cuando es sólo su instrumento;
por eso dice que esa cosificación del concepto es lo que lo crea
como concepto (ND 24). Es la cosificación del concepto la que lo
entreteje con el plexo de obcecación, la que convierte a la razón
en instrumento de dominio. La «forma» del conocimiento de la
que habla Wellmer no es, según Adorno, algo en sí, sino deveni-
do, es decir, no se identifica para él sin más con la racionalidad. Y
paralelamente, como universal más allá de lo individual, el con-
cepto es invariable, inmutable, mítico.
Frente a esta unidad desingularizadora del universal abstrac-
to, Adorno propone otro modelo de unidad, una unidad de lo di-
verso no niveladora, una unidad de lo diverso en cuanto diverso, a lo
que llama paz. Es importante tener presente que esta crítica a la
abstracción no se da en Adorno sólo en el plano de la praxis, sino
también, y ante todo, en el plano mismo del conocimiento. Así,
Adorno no identifica pluralidad con mundo sensible y unidad
abstracta con racionalidad, sino que busca también realizar tal
unidad armónica en el plano racional. Es manifiesto que Adorno
no identifica racionalidad y unidad abstracta, o lo que es lo mis-
mo, que en Adorno hay un concepto positivo —enfático, como
dice Gómez (1998, 120)— de racionalidad. En Adorno no hay
dualidad arte (baluarte de la pluralidad) y conocimiento (nivela-
ción de lo diverso). Si Adorno toma como modelo a Schönberg,
es porque detecta que también el arte se ha contaminado de abs-
tracción, y ve al compositor como su libertador.
En contraposición a la racionalidad abstracta, Adorno aboga
por una «racionalidad mejor» (cf. Hufner 1996, 62), que unifique
la diversidad sin desingularizarla. Precisamente a esto lo llama
en Dialéctica de la Ilustración «felicidad del conocimiento» (20) y
en Dialéctica negativa, «fin último del conocimiento» (21); la mis-

– 252 –
ma dialéctica negativa persigue ese fin: «Cambiar esta dirección
de lo conceptual, volverlo hacia lo diferente en sí mismo: ahí está
el gozne de la dialéctica negativa» (ND 24).
Es importante tener presente que el problema gnoseológico
que plantea Adorno no es el del conocimiento de lo singular en
su singularidad, sino el de la unificación no abstracta de la diver-
sidad, que trascienda lo singular, en una unidad que lo contenga
sin desposeerlo de su singularidad. Adorno habla continuamen-
te de transcender lo singular, de que el conocimiento ha de orga-
nizar la multiplicidad; pero este transcender lo singular-diverso
no es una remitencia intencional, a la manera como el signo remi-
te al significado, sino tensional, es decir, que lo singular remite
por sí mismo, de suyo, más allá de sí, pues es más de lo que mera-
mente es.
Como señala Gómez, lo que Adorno busca para el conoci-
miento no es tanto la unidad de la multiplicidad como «la uni-
dad de lo uno y de lo múltiple» (1998, 146), la unidad del concep-
to, del momento sintético de la razón, y de la diversidad sensible,
de manera que el uno no anule al otro. Se trata no de prescindir
del momento conceptual sintético-formal, sino de «cambiarlo de
signo» —«refuncionalizarlo», en terminología de Adorno—, su-
perar el carácter abstracto del concepto, «volverlo hacia lo singu-
lar», pero siempre «en el concepto», según el ideal adorniano de
unidad emergente de lo particular.
En este ser más de lo que se es radica la remitencia tensional, y
es la propia, como vimos, del signo poético, que Adorno aplica a
todo el ser, en el sentido de que es «historia sedimentada» —histo-
ria natural—; de este modo, lo singular implica lo universal y lo
universal está en lo singular. Conocer es ver lo singular como más
de lo que es, percibir lo universal en lo singular y viceversa. Y esto
no lo puede el concepto reificado, pues es lo universal abstraído
—separado— de lo singular. El conocimiento ha de aprender de
la estética a ver la inextricable unidad de lo universal y lo singu-
lar, sin prescindir del concepto. La pretensión del conocimiento
consistiría en ver lo diverso en unidad, unificar la diversidad,

– 253 –
pero no según la unidad del concepto abstracto. Rebatiendo el in-
tuicionismo, Adorno dice una y otra vez que el conocimiento no
puede prescindir del concepto: «La utopía del conocimiento será,
por tanto, penetrar con conceptos lo que no es conceptual sin aco-
modar esto a aquéllos» (ND 21).
Se trata, como dice en Dialéctica negativa, de «un movimiento
ascendente y descendente de lo singular a lo universal» (57). Lo
diferente, lo singular, ha sido la gran víctima del desarrollo de la
cultura y el pensamiento occidental para Adorno, lo que ha muer-
to bajo el espíritu dominador de la inmanencia subjetiva, tanto
en el conocimiento como en la praxis. Por eso se impone una re-
dención de lo singular, y esa redención ha de operarse en primer
lugar desde el conocimiento, que está en la raíz de los demás
procesos.
Pero tan importante como la redención de lo individual, y
esto se olvida con frecuencia, es para Adorno la redención de la
racionalidad, que ha devenido por debajo de sí misma en la figu-
ra de la razón instrumental. No se trata de redimir lo individual de
la racionalidad —identificando racionalidad con dominación y
concibiendo el arte como el baluarte de la diversidad, como anta-
gónico con la razón—, sino de salvar ambas cosas. Analizaremos
a continuación cómo se opera en su pensamiento esta doble re-
dención.

Pensar en «constelaciones» y «modelos»

Veremos ahora la propuesta adorniana para llevar a cabo ese


ideal de unidad no abstracta de lo singular (paz) y de relación no
coactiva con la alteridad y la diferencia (mímesis) en el conoci-
miento, en la racionalidad misma. Esto invalida, como dice Gó-
mez, la identificación en Adorno de razón y dominio; muestra
que en Adorno hay un concepto positivo de la razón y que por
tanto, su filosofía no es meramente negativa o crítica ni está nece-
sitada de un complemento o «revisión» (Gómez 1998, 143 ss).

– 254 –
A este respecto hay que decir que Adorno no busca sólo una
redención de la diferencia, sino también una redención del con-
cepto y, por tanto, de la filosofía —éste es el sentido de su pregun-
ta por la actualidad de la filosofía, que en Dialéctica de la Ilustra-
ción queda en suspenso—. La propuesta adorniana de redención
tanto de lo singular como del concepto se vierte en dos «méto-
dos» o modos de conocimiento: lo que llama constelaciones y los
modelos o «imágenes históricas».
Hemos analizado cómo lo peculiar de la mímesis y del nom-
bre es que no prescinden —no abstraen— de la singularidad de
su objeto. Es el modelo de relación sujeto-objeto para Adorno. La
imitación, veíamos, consiste en hacerse con lo otro «haciéndose lo
otro», no absorbiéndolo o asimilándolo ni reflejando en él una sig-
nificación exterior, y lo mismo cabe decir del nombre. El nombre,
en la filosofía de Benjamin —que aquí Adorno sigue—, tiene una
relación mimética con la cosa nombrada, porque «exigía precisión
de referentes: la representación verbal del fenómeno se somete a
la particularidad de las cosas, formando una configuración úni-
ca» (Buck-Morss 1981, 190). Esta relación ideal sujeto-objeto, que
Benjamin concibe en términos teológicos, no la ve Adorno perdi-
da en una utopía escatológica, sino que percibe su resto, su «lu-
gar donde aún pervive» (ÄT 197) en el arte, pues en el arte se tie-
ne en cuenta la singularidad de la materia, no dándose dualidad
de forma-contenido, de signo-significado.
Adorno no tiene una concepción dual de arte y filosofía (Lu-
kács), como dos esferas radicalmente separadas, sino que busca,
como dice Gómez, la conmensurabilidad de ambas esferas (1994,
53). Esto no quiere decir confusión, pero sí apunta a un concepto
positivo de la racionalidad, y no sólo como instrumento de do-
minio. Tal conmensurabilidad de lo estético y lo filosófico-racio-
nal, tal concepto positivo de la racionalidad, es, como dice Gó-
mez, lo que busca Adorno en su crítica al uso abstracto del
concepto. Y tal racionalidad ha de participar de la atención a la
singularidad del objeto, de la mímesis. La racionalidad ha de ha-
cerse mimética y el concepto ha de nombrar, debe recobrar el es-

– 255 –
tatuto verdadero de nombre, que tuvo en su origen —ya vimos
cómo Adorno dice que en su origen el concepto fue fruto del
pensar dialéctico—.
Es la inextricable unidad de lo singular y lo universal que se
da en la obra de arte lo que Adorno quiere aplicar a la esfera gno-
seológica. Lo mismo perseguía Benjamin, quien estaba fascinado
por las constelaciones, hasta el punto de considerarlas como uno
de los comportamientos más elevados del hombre, en el que veía
un ejemplo de comportamiento mimético. Lo que fascinaba a
Benjamin de las constelaciones era que en ellas la unidad que
constituyen nace de lo singular. Del mismo modo, decía, la idea,
que unifica lo singular, los fenómenos concretos, ha de estar im-
bricada en ellos y no representada por ellos: «Las ideas se relacio-
nan con los fenómenos como las constelaciones con las estrellas»
(Benjamin 1990, 16).
Adorno se sintió inmediatamente atraído por esta idea y
adoptó el término constelación, al principio con algunas reticen-
cias. Ahora bien, hemos visto que Adorno no admite en modo al-
guno que se prescinda del «esfuerzo del concepto» en el conoci-
miento, y también su idea de que el concepto es la unidad
abstracta de lo diverso. Lo que busca Adorno es la imbricación
de lo conceptual y lo sensible, de lo universal y lo singular, tal
como se da en el arte y en las constelaciones.
Esto supone, en primer lugar, ver el concepto como límite y
no como telos, es decir, no afirmarlo, sino llevarlo a su límite de
manera que tenga que remitir a otros conceptos:

Lo que hay de determinable en la deficiencia de todos los con-


ceptos obliga a recurrir a otros, y así brotan esas constelaciones que
son las únicas en poseer algo de la esperanza que encierra el nom-
bre (ND 62).

Es decir, supone renunciar al uso jerárquico, sistemático, del


concepto, que siempre sintetiza, «reconcilia», a los otros concep-
tos, bajo conceptos más generales. Adorno no organiza los con-

– 256 –
ceptos sistemáticamente, sino en redes, creando lo que llama
«campos de fuerza», donde los conceptos están en interacción, en
tensión unos hacia otros, sin reconciliarse nunca en unidades su-
periores. Un ejemplo de esto sería la ya conocida constelación de
historia natural —o su reverso, naturaleza histórica—. Lo que hace
Adorno con cada uno de estos dos conceptos es llevarlos a su lí-
mite, hasta que muestra su insuficiencia, remitiendo entonces a
su aparente opuesto.
Como ya vimos, en el caso del concepto de historia como des-
pliegue o progreso, Adorno muestra su límite apelando al dolor
—resistencia— de lo individual al prescindirse de su singulari-
dad. El dolor muestra entonces que la acción del sujeto, la histo-
ria, no es el desarrollo armónico del ser —el despliegue de la
idea, como diría Hegel—, sino que supone aniquilación y muerte
de lo individual. En este sentido la historia no es lo racional, lo
inteligible, sino que se explica en términos de la naturaleza que
muere en su interior. En el caso del concepto de naturaleza, es de-
cir, de lo ideal-invariable, Adorno lo lleva a su límite mostrando
su génesis histórica, su interacción con la sociedad —por eso
Adorno dice que la verdad está en la exageración, en llevar al lími-
te (ND 134)—.
El pensamiento adorniano nunca es discursivo, nunca trata
de explicar o deducir los fenómenos mediante un argumento o
sistema de ideas, sino que es siempre fragmentario, mostrando la
conexión, la articulación, pero nunca absorbiendo en una síntesis
superior. Así enlazamos con la segunda característica del método
adorniano, en íntima conexión con el primero, al que podríamos
llamar pensar en modelos o exposición del concepto (ND 29). Tal mé-
todo consiste en no explicar o deducir lo fenoménico a partir del
concepto, haciéndolo entonces caso o ejemplar, sino más bien al
revés, en mostrar lo ideal desde y en lo singular. Por eso gran par-
te de la obra de Adorno son análisis, interpretación de fenóme-
nos singulares, en los que muestra lo universal.
Con esto busca, como dice de Benjamin, la redención de la in-
ducción (carta a Benjamin, 5.12.1934: Adorno 1994b), y con ella,

– 257 –
de lo singular. De este modo lo singular no es mero ejemplo de la
idea, sino modelo, «imagen histórica», es decir, algo singular que
hace presente lo universal. Por eso Adorno quiere redimir el en-
sayo como género filosófico. Dicho de otro modo, en Adorno la
exposición de la idea no es irrelevante o prescindible, sino parte
esencial en su pensamiento (ND 61-62). La «exposición» no con-
siste en la expresión verbal, en las palabras, sino en el método
fragmentario del que hemos hablado. Adorno nunca habla «en
abstracto». El caso ya conocido de historia natural, por ejemplo.
Esta idea-constelación la expone siempre desde un modelo —es-
tético en este caso—. Ahora bien, así como el conocimiento impli-
ca no quedarse en el concepto, también implica no absolutizar lo
singular.
No quedarse en lo singular significa verlo inmerso en una
unidad que lo trasciende, pero que nace de él, a la manera que
las estrellas forman una constelación. «Pensar en constelaciones»
es para Adorno el verdadero conocimiento, porque en la conste-
lación la unidad que trasciende lo singular nace a la vez de él
(ND 164). La constelación es la unidad de lo diverso en cuanto
diverso. En tanto el conocimiento no consiste en desingularizar
lo individual, en identificar, en deducir, no puede quedarse en el
concepto. Pero en tanto que el conocimiento ha de trascender lo
singular —unificar—, no puede prescindir de él. Ésta es la crítica
de Adorno al intuicionismo y al positivismo y a los intentos de
concebir la ciencia como arte prescindiendo del concepto. En la
constelación los conceptos forman una comunidad y se sitúan en
torno a lo singular, es decir, están en lo singular (ND 167). La
constelación es lo universal en lo singular y lo singular como más
que singular. En el significado de este en y este más está la clave
de lo que es para Adorno «pensar en constelaciones» y «pensar
con modelos» (ND 39). Una vez más es el arte el que proporciona
a Adorno un modelo, pero un arte que ha reflexionado sobre sí.

– 258 –
El modelo Schönberg

a) La tristeza del arte

Hemos visto que para Adorno el arte viene en auxilio de la


razón al proporcionarle un modelo de unidad orgánica entre sin-
gular-universal y de remitencia tensional. En este sentido, el arte
es un correctivo de la razón abstracta-instrumental que le señala
su insuficiencia, su limitación, y, por tanto, la posibilidad de su-
perarla. Sin embargo, este auxilio ha de ser mutuo; el arte tam-
bién lo necesita de la razón 1. Pero hay que tener presente que no
se trata de estetizar el conocimiento ni de racionalizar el arte.
Esto serían para Adorno híbridos estériles (DA 34 ss). Se trata de
hacer la razón más racional y el arte más artístico, el uno con la
ayuda del otro, pero permaneciendo cada uno en su esfera, pues
son modos diferentes de hacerse con la realidad. Hasta ahora he-
mos visto lo que el arte podía decir a la filosofía. Ahora tratare-
mos de lo que la filosofía puede decir al arte, siempre en torno al
tema de la unidad no abstracta de lo singular.
La tristeza —como limitación e impotencia— del arte está, se-
gún Adorno, en dos rasgos de su esencia: su carácter apariencial
—no en el sentido de lo ficticio, sino de presencia que aparece: el
arte realiza la unidad no niveladora de lo singular que el mundo
espera— y su carácter formal —el arte siempre implica la formali-
zación de una materia, una diversidad, el «esfuerzo de la forma»
(ÄT 211-12)—. En este sentido la tristeza del arte consiste en lo
mismo que la aporía del conocimiento: que su instrumento es a la
vez el límite que impide su fin. En el caso del arte, su instrumento
es la forma, y su fin la reconciliación de la diversidad, la unidad
armónica de lo diverso. Pero la forma, al integrar la diversidad,
es, según Adorno, un factor de aniquilación de lo individual:

La forma que el arte coloca sobre la multiplicidad de la vida es


un factor de muerte [...]. Es la tristeza del arte. La reconciliación que
consigue es irreal y la adquiere al precio de la real (ÄT 84).

– 259 –
A este afán de reconciliación lo llama Adorno el «horror de la
forma»:

Lo que el arte en sentido amplísimo elabora lo oprime, es el rito


del dominio sobre la naturaleza que sigue viviendo en el juego. Este
es el pecado original del arte [...]. De ese mundo amorfo se conserva
algo en las obras de arte que necesariamente lo violentan para ele-
varse hasta la forma (ÄT 80).

Adorno está afirmando que también en el arte hay un resto


de racionalidad niveladora, como afirma que en el concepto hay
un resto de relación mimética con la alteridad (cf. ND 23, 26).
Esto está en contradicción con sus afirmaciones sobre la forma
estética como unidad armónica de lo múltiple que hemos visto
en el epígrafe anterior. Parece evidente entonces que el filósofo
no está criticando la forma en sí, sino un determinado tipo de
forma. En primer lugar, insistimos en que para Adorno, así como
el conocimiento no puede prescindir del concepto, el arte no pue-
de prescindir de la forma. Recordemos su crítica al surrealismo y
a los collages, que resume así en Teoría estética:

La pérdida de tensión es la objeción más fuerte que se puede


hacer a una parte del arte contemporáneo, o dicho de otra forma, su
indiferencia respecto a las relaciones de las partes con el todo (85).

En la misma línea va dirigida su crítica al fetichismo de la


materia. Taxativamente dice en Teoría estética que «la forma en el
arte es su valor crítico» (216). Lo que Adorno critica no es la for-
ma en sí, sino una determinada forma. La clave nos la da un tex-
to citado anteriormente, en el que dice que la reconciliación que
consigue el arte es irreal. Lo que Adorno está criticando es la for-
ma como reconciliación —entre lo individual y lo universal—, la
relación armónica entre singular y universal propia del arte clási-
co y romántico, que la concebirían como forma cerrada, como to-
talidad de sentido en el que se integran las partes: «El camino
que recorre la obra de arte hacia su propia integración, que coin-

– 260 –
cide con su propia autonomía, es la muerte de las partes en el
todo» (ÄT 84).
Se trata así de la crítica a la forma cerrada, como síntesis tota-
lizadora de las partes: «La homeostasis artística aparece a plena
luz porque la totalidad, finalmente, se traga la tensión y se con-
vierte en ideología: tal es la crisis de lo bello y la del arte» (85).
En la música Adorno advierte este factor dominador de la
forma en las formas musicales conclusas, siendo su paradigma
la forma sonata de primer movimiento, y también en la misma
materia musical —la tonalidad—. Pero aunque la crítica de
Adorno no se dirige a la forma en sí —ésta es para él un mo-
mento necesario de la verdad del arte—, sino a la forma como
totalidad, también advierte que la forma ha de estar en guardia
contra sí misma, más aún, que debe ir contra sí misma —lo mis-
mo que el concepto—, pues la forma, de suyo, implica integra-
ción y síntesis —y, por tanto, abstracción de lo singular—. La
forma, como el concepto, es un instrumento que impide su fin si
no supera su carácter abstracto. Ésta es otra dimensión de la
«tristeza del arte»: «La unidad de las obras de arte no puede ser
lo que tiene que ser, la unidad de algo múltiple; por el hecho de
sintetizar, la unidad daña lo sintetizado y la síntesis de la obra».
Por eso, «el arte, para realizarse, ha de luchar contra su propia
esencia» (ÄT 10).
No se trata, como en el caso del conocimiento y el concepto,
de prescindir de la forma, sino de conseguir la unidad emergen-
te de lo diverso en la forma, superar la forma desde la forma. A
esto lo llama Adorno la «fuerza centrífuga del arte»:

Su éxito [del arte] libera también la inmanente fuerza contraria


que hay en el arte, la fuerza centrífuga [...]. Su formalización [de lo
bello] avanza gracias a la creciente emancipación de la particulari-
dad (ÄT 84-85).

Es mérito de Schönberg, para Adorno, el haber sido el adalid


de esta fuerza centrífuga del arte —paralela a la fuerza centrífu-

– 261 –
ga del conocimiento racional que busca Adorno—, en la que la
forma supera a la forma.

b) La polifonía como disonancia: el «principio de


complementariedad armónica»

Como indiqué en el capítulo anterior, hay un doble significa-


do de la disonancia en Adorno: la disonancia como expresión del
dolor, de la colisión no mediada o suavizada; y la disonancia
como unidad superior a la consonancia, que veremos en este
apartado, tratando de resolver la aparente contradicción de su tí-
tulo. En este sentido, la tesis de Adorno es que la disonancia es la
culminación de la polifonía, su realización más auténtica, y más
cuanto más pura sea, es decir, cuanto más independiente de la
consonancia. Por eso dice de Schönberg que:

Al no imponer ya al material la organización polifónica, sino al


derivarla del material mismo, ha demostrado que era el represen-
tante de la tendencia más recóndita de la música. Ya sólo este hecho
lo coloca entre los más grandes compositores (PnM 88-89).

Comencemos por comentar la primera afirmación, la de que


la polifonía es la tendencia más recóndita de la música, y qué sig-
nifica esta afirmación en su pensamiento. La clave está en que:

El pensamiento contrapuntístico es superior al armónico homo-


fónico, porque siempre ha sustraído la superposición vertical a la
ciega compulsión de las convenciones armónicas (PnM 88).

El estilo polifónico-contrapuntístico se opone al estilo de me-


lodía acompañada (estilo armónico-homofónico), típico de la for-
ma sonata. La diferencia la marca para Adorno la distinta natura-
leza del acorde —la superposición vertical de sonidos— en cada
estilo. Mientras que en el estilo homofónico el acorde es algo en
sí, en cierta manera independiente o a priori de los sonidos que

– 262 –
lo integran, en el contrapunto el acorde es resultado del movi-
miento independiente de las voces, como la constelación lo es de
las estrellas.
El acorde a priori es para Adorno el paralelo en la música del
concepto, pues es una relación de sonidos abstraída de ellos y
constituida en fórmula —Adorno habla de la «muleta del acor-
de» (PnM 89)—, tras lo cual se establecen leyes para la unión de
los acordes, de manera que el sonido singular se determina en-
tonces respecto a un sistema organizado de acordes y leyes de
conexión entre ellos. Al abstraer y reificar estas relaciones, según
el criterio de racionalidad o sencillez de proporción —teoría de
los armónicos, oposición entre consonancia y disonancia—, los
sonidos que no encajen en la unidad del acorde no son tolerados.
Pero en el estilo polifónico-contrapuntístico tradicional, si
bien los acordes son resultado del movimiento de las voces, si-
guen existiendo en cierto modo a priori, pues las voces no pue-
den confluir de cualquier manera. Así, la polifonía antigua no rea-
liza plenamente su esencia, que es que la unidad nazca de la
diversidad, pues hay relaciones y leyes a priori:

Los antiguos lazos de la polifonía tenían su función sólo en el


espacio armónico de la tonalidad. Tratan de relacionar las partes en-
tre sí y como una línea refleja la otra, tratan de uniformar la fuerza
que el instinto armónico de la escala, extraño al procedimiento poli-
fónico, conserva sobre las partes mismas (PnM 90).

La polifonía sólo realizará plenamente su esencia, según


Adorno, si renuncia por entero al acorde. Y esto es lo que logra
Schönberg, con su estilo de composición con doce notas «que se
relacionan únicamente entre sí» (SI 148). De esta forma, los acor-
des disonantes de Schönberg tratan los sonidos como voces, poli-
fónicamente, por lo que su unidad es superior a la de la conso-
nancia, que no admite ciertas combinaciones de sonidos. Los
acordes disonantes de Schönberg integran los sonidos individua-
les en su diversidad, no en función de un sistema. La disonancia
independizada de la consonancia es para Adorno la unidad de lo

– 263 –
diverso en cuanto diverso: «La técnica dodecafónica ha enseñado
a pensar simultáneamente más partes independientes y a organi-
zarlas como unidad sin la muleta del acorde» (PnM 76). Por eso
Adorno llama al contrapunto schönbergiano «plurifonía», pues
en ella la pluralidad de las voces queda del todo liberada del es-
quema a priori del acorde:

Ahora la compulsión exterior de las armonías dadas queda


rota. La unidad de las partes puede desarrollarse estrechamente
partiendo de su diversidad, sin los ligamentos de la «afinidad ar-
mónica» (PnM 89).

Aquí tiene Adorno el modelo en el arte de lo que busca en el


conocimiento: la organización o unificación de lo diverso en cons-
telaciones, y no abstractamente. Eliminadas las formas de organi-
zación musicales armónico-tonales, ¿cómo dota Schönberg de uni-
dad a la pluralidad? Recordemos que Schönberg renuncia a los
principios tradicionales de unidad, a la consonancia, a la tonalidad
y, con ella, a la melodía, al compás y a los esquemas formales ce-
rrados; y que, sin embargo, no se entrega a la dispersión, al caos;
no renuncia a la unidad, sino a los medios tradicionales de unidad.
Ya vimos que uno de los modos de dotar de unidad al discur-
so musical tras el abandono de la tonalidad es el recurrir a un tex-
to, como hace en Pierrot lunaire. Pero, sobre todo, lo hace Schön-
berg en la música misma. En el plano armónico, desterrados los
acordes como esquemas a priori, la armonía ha de emerger de los
sonidos. Tal concepción de la armonía la plasma Schönberg, en el
período atonal, en lo que llama «principio de complementarie-
dad» 2. Tal principio afirma, en síntesis, que dado un sonido o
grupo de sonidos, tales sonidos reclaman a los restantes para
completar la escala cromática:

En la armonía complementaria cada acorde está construido


complejamente: contiene los sonidos particulares como momentos
autónomos y diferenciados del conjunto, sin desaparecer, como
ocurre en la armonía perfecta, sus diferencias (PnM 80).

– 264 –
En el plano constructivo-arquitectónico, la unidad consiste en
derivar el discurso musical de ciertas células temáticas, mediante
el método de la variación motívica, sin que haya esquema formal
previo alguno. En ambos casos se trata de que la unidad, la for-
ma, devenga de la particularidad. El gran hallazgo de Schönberg,
la dodecafonía, no es sino la conjunción de ambos principios, el
de la complementariedad y el de la conexión —variación motívi-
ca— en la serie, que es una célula —motivo— que contiene los
doce sonidos de la escala cromática sin repeticiones, de la que de-
riva por el método de la variación todo el discurso musical. De
este modo, dice Adorno, «la única unidad de medida es la serie.
La serie provee a la más estrecha interrelación de las partes, que
es la del contraste» (PnM 90).
Adorno se preocupa mucho de subrayar que este nuevo prin-
cipio de organización no es en modo alguno esquemático o abs-
tracto, que «en modo alguno es un sustituto de la tonalidad»,
pues:

La serie, válida cada vez para una sola obra, no posee esta vas-
ta universalidad que mediante el esquema puede asignar una fun-
ción al hecho musical que se repite; y éste a su vez, en cuanto ele-
mento individual que se repite, no tiene como tal ninguna función
(PnM 91).

Así:

Los nuevos acordes no son los inofensivos sucesores de la anti-


gua consonancia. Se diferencian de ésta en cuanto su unidad está
totalmente articulada en sí, en que los sonidos individuales del
acorde se unen para conformarlo, pero en su interior esos sonidos
son simultáneamente distintos el uno del otro como sonidos indivi-
duales. De esta manera continúan «disonando», no respecto de las
consonancias eliminadas, sino en sí mismos (PnM 84) 3.

Aquí la disonancia no es algo negativo, ruptura o desviación


respecto a la consonancia, sino algo en sí, positivo. Y tal disonan-

– 265 –
cia se revela para Adorno como más armónica, más racional que
la consonancia, pues no funcionaliza los sonidos:

El predominio de la disonancia parece destruir las relaciones ra-


cionales, «lógicas», de la tonalidad, es decir, las relaciones simples
de acordes perfectos; pero aquí la disonancia es aún más racional
que la consonancia, ya que muestra de manera articulada, aunque
compleja, la relación de los sonidos presentes en ella, en lugar de
adquirir la unidad mediante un conjunto «homogéneo», esto es,
destruyendo los momentos parciales que contiene (PnM 61).

Es de nuevo la crítica a la unidad abstracta de la pluralidad y


la prueba de que Adorno tiene un concepto positivo de la racio-
nalidad, que la racionalidad para él no se identifica con la abs-
tracción —dominio—, sino que su verdadera realización es la ar-
ticulación de lo plural. Éste es el nuevo principio de unidad que
Adorno propugna frente a la abstracción conceptual y que en-
cuentra realizado en la atonalidad de Schönberg. La articulación,
frente a la abstracción, es la conexión entre los singulares, que se
establece desde los singulares mismos, mientras que la abstrac-
ción es la subsunción de lo individual en lo universal. «Constela-
ción», «combinación», «ordenación», «reagrupamiento»; térmi-
nos todos con los que Adorno describe el conocimiento, implican
un hacerse con la realidad en y desde lo singular. En la atonali-
dad es el contraste entre los sonidos lo que conforma la unidad, y
el contraste nace de la diferencia, o mejor, de respetar la diferen-
cia, la pluralidad: «El acorde disonante acoge todo sonido que
contiene y lo mantiene como sonido diferenciado» (PnM 86); así,

[...] cuanto más disonante es un acorde, cuantos más sonidos di-


ferentes entre sí contenga, tanto más «polifónico» es, tanto más cada
sonido individual, como lo ha demostrado Erwin Stein, adquiere en
la simultaneidad del acorde el carácter de voz polifónica (PnM 61).

Es lo que busca Adorno en la racionalidad: que el concepto,


lo universal, no abstraiga lo singular, sino que lo acoja, que res-

– 266 –
pete su singularidad. En definitiva, la gran aportación de Schön-
berg a la música ha sido, viene a decir Adorno, concebir el estilo
armónico y el polifónico no como polos opuestos, pensando el
acorde mismo polifónicamente, mostrando que el contrapunto,
es decir, el contraste, es la esencia de la música:

Schönberg ya no sostiene el principio de la polifonía entendido


como heterónomo respecto de la armonía emancipada y conciliable
con ésta sólo de vez en cuando y según los casos, sino que lo descu-
bre como esencia de la armonía emancipada misma. El acorde indi-
vidual, que en la tradición clásica y romántica representa, como ve-
hículo de expresión, el polo opuesto de la objetividad polifónica, se
reconoce ahora en su polifonía propia (PnM 60).

Si para Adorno la música revela los secretos del arte, ahora


afirma que la polifonía descubre la esencia de la música, si bien
se realiza en una música que parece el polo opuesto a la polifonía
tradicional, una música que ha emancipado la disonancia. La di-
sonancia no es, por tanto, ausencia de unidad, sino precisamente
una unidad superior a la consonante. Como ya vimos, frente a
ciertas corrientes surrealistas, Adorno afirma que la música de
Schönberg «sigue siendo orgánica», es decir, que no renuncia a
la unidad, sino a un tipo de unidad, la unidad abstracta: en mú-
sica, la unidad del acorde y, en cierto modo, de las formas cerra-
das —sonata allegro—. Por eso, al mismo tiempo que abandona
los principios de unidad tradicionales, comienza a buscar otro
principio de unidad. Y lo encuentra en la conexión.
Desligados de toda referencia tonal, melódica o rítmica, al
oyente le da la impresión de estar ante un conjunto de puntos in-
conexos. Pero no es así. Los sonidos, desligados de toda referen-
cia a priori, están unidos en pequeñas células, que organizan
todo el discurso mediante el método de la variación motívica. La
unidad en la atonalidad no es estructural a priori, sino articulato-
ria. Una vez más tenemos el concepto de constelación, que Ador-
no define muchas veces como articulación: una unidad de lo di-
verso, pero no abstraída de lo diverso, sino en lo diverso. Como

– 267 –
dice Adorno, «la variación transciende la singularidad del tema,
sin ser algo a priori o esquemático respecto a él» (PnM 34). En
efecto, en la variación se desarrolla el material temático, pero
partiendo únicamente del mismo. Esto hace que la variación te-
mática sea, según Adorno, la expresión del universal concreto.
Analizaremos a continuación en qué medida el método dodeca-
fónico desvirtúa para el filósofo el ideal de unidad orgánica pre-
sente en la música atonal de Schönberg.

MÁS ALLÁ DE LA CONSTELACIÓN. LA CRÍTICA DE ADORNO


AL DODECAFONISMO DE SCHÖNBERG

A finales de la década de los años treinta, Adorno aún confia-


ba en la validez del dodecafonismo como técnica compositiva,
hasta tal punto que, en una carta de 1934 a Ernst Krenek, llega a
compararlo con la sociedad perfecta: «¿no tiene esta música [del
Schönberg dodecafónico] algo (quisiera expresarme cuidadosa-
mente) de lo que en Marx se llama “asociación de hombres li-
bres”?» 4. Sin embargo, a partir de 1940, Adorno empieza a pole-
mizar con el sistema dodecafónico, hasta llegar a criticarlo
abiertamente en Filosofía de la nueva música y Disonancias, lo que
hizo que se deterioraran sus relaciones con el compositor. Estu-
diaré aquí los motivos por los que Adorno se distanció del
Schönberg dodecafónico, tratando de esclarecer si tal crítica es
coherente con los planteamientos anteriores de Adorno, en los
que, junto a la valoración positiva de la atonalidad, también criti-
ca su insuficiencia e incluso su carácter aporético (cf. PnM 52-53).
Trataré de esclarecer así en qué medida es el dodecafonismo
la superación necesaria de una atonalidad que se revela insufi-
ciente —que es lo que afirma Schönberg— o, como dice Adorno,
la corrupción de la verdadera inspiración que latía en ella. Por
último, desarrollaré las implicaciones filosóficas de la crítica de
Adorno al dodecafonismo, mostrando que implica una matiza-
ción de la unidad constelativa-emergente. Trataré en este aparta-

– 268 –
do de esbozar en qué consiste la técnica dodecafónica y, sobre
todo, de mostrar qué llevó a Schönberg a plantearla como supe-
ración de una atonalidad que se le reveló insuficiente como mé-
todo compositivo. También expondré en qué detecta Adorno la
insuficiencia de la atonalidad, que lo llevó a hablar de la mencio-
nada «aporía del expresionismo».

La insuficiencia de la atonalidad en Schönberg: origen


y naturaleza del dodecafonismo

a) La culminación de la atonalidad

En su novela Doktor Faustus, Thomas Mann describe la situa-


ción desesperada de un compositor, Adrian Leverkühn, que du-
rante más de diez años trata de hallar desesperadamente una sa-
lida a la situación de esterilidad de la música en Europa, y de su
propia música. Tal situación no es sino un retrato, como es sabi-
do, de los doce años de búsqueda de Schönberg de un sistema de
composición más perfecto que la atonalidad, años que, como el
propio compositor relata, fueron de una gran esterilidad y dure-
za.
¿Qué buscaba Schönberg? ¿Qué fue lo que lo llevó a mostrar-
se insatisfecho con la atonalidad y buscar «una salida»? En su
conferencia de 1941 en la Universidad de California, publicada
más tarde en El estilo y la idea con el título de «La composición con
doce sonidos», el compositor expone los motivos que lo impulsa-
ron a buscar un nuevo método de composición. En ella, estable-
ce una distinción entre la creación divina y la humana. En la di-
vina, dice, «inspiración y perfección, deseo y cumplimiento,
voluntad y ejecución, coinciden espontánea y simultáneamen-
te». Por el contrario, continúa, «los creadores humanos, cuando
alcanzan una visión, han de recorrer el largo camino que los se-
para de su realización». «Duro camino» dice, donde «expulsa-
dos del Paraíso, incluso los genios han de cosechar el fruto con

– 269 –
el sudor de su frente» (SI 142). Inmediatamente después, Schön-
berg parece extender esta verdad relativa al proceso de creación
de la obra de arte a la creación del dodecafonismo como técnica
compositiva:

Una cosa es recibir la visión de la inspiración de un instante


creador y otra, el materializarla con afanosa conexión de detalles
hasta fundirla en una especie de organismo. Pero supongamos que
llega a ser un organismo, como un homúnculo o un robot, que po-
sea alguna espontaneidad propia de la visión; todavía quedará algo
por hacer para que esta forma sea organizada de manera que llegue
a constituir un mensaje comprensible dirigido «a quien pueda inte-
resar» (SI 143).

Por el desarrollo ulterior del texto, parece evidente que al ha-


blar de «visión de la inspiración» y de «organismo», Schönberg
se está refiriendo a la atonalidad, siendo el dodecafonismo su
acabamiento, su perfección. Y este perfeccionamiento, esta mate-
rialización de la inspiración que recibió en la atonalidad, consis-
te, nos dice, en un mayor grado de comprensibilidad, de organi-
zación, de unidad:

La forma en el arte, y en la música especialmente, tiende de ma-


nera primordial a la comprensión. La tranquilidad que experimenta
el oyente que se satisface en poder seguir una idea, su desarrollo y
la razón del mismo, está íntimamente ligada —psicológicamente
hablando— a un sentido de la belleza. Por eso, la manifestación ar-
tística requiere comprensión para producir una satisfacción, no sólo
intelectual, sino también emocional [...]. La composición con doce
sonidos no tiene otra finalidad que la comprensión (SI 143).

Lo que Schönberg buscaba era unidad, comprensibilidad.


Tras romper con la armonía tonal, Schönberg no hizo sino buscar
constantemente el modo de dotar de unidad a los sonidos libera-
dos de la jerarquía tonal. Como vimos, en la etapa atonal, tal or-
ganización vino dada ante todo por tres métodos: por apoyar la
música en un texto, por crear pequeñas células motívicas que se

– 270 –
mantenían constantes en el decurso musical y por el principio de
complementariedad armónica.
La preocupación constante de Schönberg fue siempre que la
diversidad de los sonidos emancipados de la tonalidad no se tor-
nara una multiplicidad ininteligible. Por eso, nunca hay que per-
der de vista que la ruptura de Schönberg con la tonalidad no fue
en modo alguna una ruptura con la unidad y la organización,
con la forma, sino con un determinado tipo de forma y unidad, la
tonal, que era para él una unidad funcional y cerrada, en el senti-
do de que cada sonido tiene una función —por eso en la tonali-
dad cada sonido o grado tiene un nombre—.
Sin embargo, salvo el apoyo de la música en un texto, el prin-
cipio de complementariedad y el de la construcción motívica no
permitían la elaboración de grandes formas, y la del texto es ex-
terior a la música. Por eso, fuera de los casos en que hay texto, las
piezas atonales son muy breves y de una gran expresividad.
Como afirma Adorno, toda la música de Schönberg basculará so-
bre los polos de expresión y construcción, lo subjetivo y lo objetivo,
buscando que no sean antinómicos (cf. ÄT 72). Por eso, dirá
Schönberg de la atonalidad:

De este modo, subconscientemente, se sacaron consecuencias


de una innovación que, como todas las innovaciones, destruía a la
vez que creaba. Se ofrecieron nuevos matices armónicos; pero fue
mucho lo que se perdió (SI 146).

Eso «que se perdió» fue la capacidad de la armonía tonal


para organizar formas musicales puras extensas: «Antaño, la ar-
monía se utilizó no sólo como una fuente de belleza, sino, lo que
es más importante, como el medio para distinguir las caracterís-
ticas formales». Pero en la atonalidad, como dice Adorno, al des-
aparecer la referencia de los acordes a una tonalidad, desaparece
la modulación —que es el paso de una tonalidad a otra— y, con
ella, la posibilidad de articular un discurso musical extenso. Por
eso, en la atonalidad:

– 271 –
El cumplimiento de todas esas funciones —comparable al efec-
to de la puntuación en la construcción de frases, a la subdivisión en
oraciones y a la recopilación en capítulos— apenas podía garanti-
zarse mediante acordes cuyo valor constitutivo no había sido hasta
entonces examinado (SI 146-47).

Había que buscar nuevos principios de organización internos


a la música misma, que permitieran la elaboración de formas ex-
tensas y no sólo de «sacudidas expresionistas». Se imponía salvar
el abismo entre expresión y construcción:

Después de muchos intentos infructuosos durante un período


de doce años aproximadamente, senté la base de un nuevo procedi-
miento de construcción musical, el cual me pareció apropiado para
reemplazar esas diferenciaciones estructurales que anteriormente
estaban determinadas por las armonías tonales. Llamé a este proce-
dimiento método de composición con doce sonidos, con la sola relación de
uno con otro (SI 148).

Ahora bien, es importante observar que el sistema dodecafó-


nico, que quiere salvar ese abismo, no es en modo alguno un sus-
tituto de la tonalidad, pues constituye un modelo de unidad dife-
rente al de la tonalidad, es decir, una unidad no basada en las
categorías de función y resolución. Si Schönberg habla de «reem-
plazar», se refiere no a la organización funcional y resolutiva,
sino a las «diferenciaciones estructurales» de la tonalidad, que
permitan la articulación de formas extensas.

b) El anhelo de comprensión absoluta

En líneas generales, tal método consistirá en «el empleo ex-


clusivo y constante de una serie de doce sonidos diferentes», lo
que significa que «ningún sonido ha de repetirse dentro de la se-
rie, en la que están comprendidos todos los correspondientes a la

– 272 –
escala cromática, aunque en distinta disposición» (SI 148). Esta-
blecida la serie básica, por ejemplo:

Mib Sol La Si Do# Do Sib Re Mi Fa# Sol# Fa 5

de ella se derivarán tres series adicionales reflejas, que son: su re-


trogradación, como si pusiéramos un espejo a la derecha de la se-
rie básica, su inversión, como si pusiéramos un espejo debajo de
la serie básica, y la retrogradación de la inversión, como si pusié-
ramos un espejo a la derecha de la inversión de la serie básica; a
ésta última la denomina Schönberg inversión retrógrada. En el si-
guiente gráfico se ven las tres series adicionales resultantes:

SERIE BÁSICA RETROGRADACIÓN

1 1
MIb 5 5 MIb
4 DO# 7 7 DO# 4
3 SI SIb SIb SI 3
2 LA 11 11 LA 2
SOL 10 SOL# SOL# 10 SOL
9 FA# FA# 9
8 MI MI 8
6 RE RE 6
DO 12 12 DO
FAIFA

6 REbIREb 6
SOLb 8 12 12 8 SOLb
MI 9 9 MI
RE 10 10 RE
2 DO 11 11 DO 2
SI 3 SIb SIb 3 SI
LA 4 7 7 4 LA
SOL 5 SOL# SOL# 5 SOL
1 FA FA 1
RE# RE#
(MIb)
INVERSIÓN INVERSIÓN RETRÓGRADA

– 273 –
Se obtienen así cuatro series, resultando además que cada
una de ellas se puede trasponer a diversas alturas —puede ha-
cerse sobre cada grado de la escala cromática—; existen, por tan-
to, 144 permutaciones posibles a partir de una única serie básica.
Las trasposiciones, dice Schönberg, desempeñan un papel seme-
jante al de la modulación en la tonalidad, permitiendo construir
ideas subordinadas (SI 161). Por ende, la serie puede someterse a
variaciones rítmicas, con lo que se obtiene, como vimos, que «una
misma sucesión de sonidos puede producir temas distintos, dife-
rentes caracteres» (SI 163). Además de esto, con frecuencia la se-
rie se divide en grupos: dos de seis notas —llamados respectiva-
mente antecedente y consecuente— o tres de cuatro notas, etc., de
manera, por ejemplo, que alguno de ellos haga de acompaña-
miento a los movimientos melódicos o pueda ser desarrollado
independientemente (SI 162). Todo esto facilita la elaboración de
complejos contrapuntos, variaciones y desarrollos, e incluso la
posibilidad de utilizar recursos como la imitación, el canon y la
fuga, lo que permite la elaboración de formas musicales puras
extensas: «Incluso pude basar una ópera Moises y Arón 6, en una
serie tan solo», dice el compositor (SI 157).
La serie básica ha de contener los doce sonidos de la escala
cromática, pero en distinto orden y sin repetir ninguno. La prohi-
bición de repetir un mismo sonido y, por tanto, la prohibición de
las octavas —la repetición de un sonido a distinta altura— se
basa en que la repetición de un sonido lo haría sobresalir de los
demás y podría crear la falsa impresión de que se trata de un so-
nido fundamental o tónica:

Duplicar es acentuar, y un sonido marcado puede interpretarse


como fundamental o incluso como tónica; evitemos las consecuen-
cias de esta falsa interpretación. Sería perturbadora hasta la más dé-
bil reminiscencia de la anterior armonía tonal, pues produciría una
falsa impresión expectante de resoluciones y continuidad. El em-
pleo de una tónica es decepcionante si no está fundamentado en
toda la relación de la tonalidad (SI 150).

– 274 –
Por otro lado, no se empleará más de una serie básica en cada
composición, pues «en la serie siguiente, uno o más sonidos se
repetirían con demasiada proximidad a la anterior» y «de nuevo
aparecería el peligro de considerar como tónica a la nota que se
repitiese». Además, concluye Schönberg, «quedaría aminorado el
efecto de unidad» (SI 150). Aunque todo esto pueda parecer muy
cerebral, como dice el propio compositor, no hay que olvidar, se-
gún él mismo señala, que los maestros del contrapunto renacen-
tistas, y el mismo Bach, utilizaban con frecuencia variaciones es-
peculares (SI 151 ss).
Como vimos al comienzo de este capítulo, no hay que perder
de vista el propósito fundamental que mueve a Schönberg en
toda esta empresa, que es dotar de unidad a los sonidos libera-
dos de la jerarquía tonal. En último término, lo que busca Schön-
berg con el método dodecafónico es lograr una unidad, una lógi-
ca más profunda que la posibilitada por la tonalidad. Esto se
concreta para él en unificar el «espacio musical», según su princi-
pio de que «el espacio de dos o más dimensiones en que se repre-
sentan las ideas musicales es una unidad» (SI 151).
Las dimensiones que configuran lo que Schönberg llama «es-
pacio musical», donde se desarrollan las ideas musicales, son la
melodía, el ritmo y la armonía —también se podría añadir la ins-
trumentación—. A renglón seguido explicita el compositor lo que
entiende por su unidad:

Aunque los elementos de estas ideas aparezcan separados e in-


dependientes a la vista y al oído, revelan su verdadero significado
solamente a través de su cooperación, al igual que una palabra ais-
lada no puede expresar un pensamiento sin relacionarla con otras.
Todo lo que acontece en cualquier lugar de este espacio musical tie-
ne más que un efecto local. Actúa no sólo en su propio plano, sino
también en otros planos y direcciones, y su influencia alcanza hasta
los lugares más distantes (SI 151).

Hay que advertir que esta «unidad del espacio musical» no


es sólo algo buscado, sino, en primer lugar, algo inherente al

– 275 –
lenguaje musical: «La idea musical, aunque esté constituida por
melodía, ritmo y armonía, no es una cosa ni otra tomada aisla-
damente, sino las tres en conjunto» (SI 151). Lo que busca
Schönberg es que esa unidad sea absoluta, es decir, no única-
mente que las diversas dimensiones musicales confluyan, por
ejemplo, en la configuración de un motivo musical, sino que se
deriven todas de un único principio. A esto se refiere cuando
dice que «la unidad del espacio musical exige una percepción
absoluta y unitaria» (SI 155). A tal fin se ordena todo el método
dodecafónico, en especial las tres derivaciones reflejas de la se-
rie, núcleo de este método: «El empleo de estas formas reflejas
corresponde al principio de percepción absoluta y unitaria del es-
pacio musical» (SI 158).
Dicho principio lo constituye la serie básica, de la que ya vi-
mos cómo se pueden derivar no sólo variaciones temáticas refle-
jas, sino también los acompañamientos y contrapuntos a la melo-
día, por medio de la subdivisión de la serie. Del mismo modo la
armonía, la creación de acordes, también es resultado de la com-
binación vertical de los sonidos de la serie básica. Únicamente el
ritmo no puede ser deducido de la serie, sino que es configura-
dor de la misma, y será así la configuración rítmica de la serie la
que habrá de determinar las demás configuraciones rítmicas de
la composición. En cuanto a la instrumentación, obviamente una
dimensión del espacio musical que tampoco puede ser derivada
de la serie, su función será la de clarificar la conexión y deriva-
ciones de las otras tres dimensiones:

La infantil preferencia del oído primitivo por el colorido ha he-


cho mantener instrumentos imperfectos en la orquesta, a causa de
su individualidad. Inteligencias más duras se resisten a la tentación
de llegar a intoxicarse con el color y prefieren dejarse convencer fría-
mente por la transparencia de las ideas claramente recortadas [...].
Como en mi educación primaria hube de tocar y escribir música de
cámara, hace tiempo que mi estilo de orquestación se convirtió en
claro y transparente (SI 175).

– 276 –
Y un poco más adelante afirma:

El «sonido», antes calidad digna de la música importante, ha


sufrido menoscabo en su significación desde que trabajadores habi-
lidosos —los orquestadores— lo han manejado con la intención cla-
ra y definida de utilizarlo como pantalla detrás de la cual no se
aprecie la ausencia de ideas. Antes, el sonido era la irradiación de la
calidad intrínseca de las ideas, tan poderoso como para atravesar la
corteza de la forma. Tal irradiación sólo podía darle luz, y, en este
aspecto, la luz no es otra cosa que la idea. Hoy en día, al sonido se
lo asocia raras veces con la idea. Las mentes superficiales, sin preo-
cuparse en asimilar la idea, perciben tan sólo el sonido (SI 182).

En esta búsqueda de integrar también la orquestación en esa


unidad absoluta del espacio musical, Schönberg experimentó lo
que él mismo llamó melodía de timbres (Klangfarbenmelodie), que
no es sino el intento de hacer temático el timbre —que no sea
algo «añadido» a la idea—, mediante el recurso de repetir una
misma nota en distintos instrumentos 7.
Otra implicación de la percepción —articulación— absoluta y
unitaria del espacio musical es que no admite principios o leyes
universales que lo determinen a priori, ya que tales principios no
se deducirían de uno único, y en su aprioridad serían exteriores
al espacio musical abierto en cada obra. El principio de unidad
absoluta del espacio musical exige en rigor que no haya varios
principios, sino un único principio del que se derive todo. Por
eso Schönberg insiste en que dicho principio no es la escala cromá-
tica, que es algo universal y a priori respecto de la composición,
sino la serie, que es única y distinta para cada composición: «Es
curiosa y equivocada la manera en que muchas personas hablan
del “sistema de la escala cromática” dice el compositor» (SI 148),
e insiste en que la serie básica «nunca se deberá llamar “escala”
[...]. La serie básica oficia a la manera de un motivo. Esto explica
por qué tal serie ha de ser ideada nueva para cada pieza» (149);
como vimos, en esto se distingue el propio Schönberg de Joseph
M. Hauer. Por eso, los sonidos no deben referirse a ningún prin-

– 277 –
cipio universal a priori respecto a ellos, sino que sólo deben refe-
rirse unos a otros, en la unicidad y singularidad de cada serie:

En este espacio [el espacio musical dodecafónico], como en el


cielo de Swedenborg (descrito en Seraphita, de Balzac), no hay nin-
gún declinar completo, ni derecha ni izquierda, ni delante ni detrás.
Cada configuración musical, cada desplazamiento de notas, ha de
entenderse primordialmente como una relación mutua de sonidos,
de vibraciones oscilatorias, que aparecen en distintos lugares y
tiempos [...] sin reparar en la manera en que un patrón pudiera in-
dicar las relaciones de unos con otros (SI 155).

De ahí que este método de composición lo definiera Schön-


berg como «método de composición con doce sonidos, con la
sola relación de uno con otro» (SI 148). En definitiva, por tanto, lo
que busca Schönberg es la unidad. Así concluye su conferencia:

La mayor ventaja de este método de composición con doce so-


nidos estriba en su efecto unificador [...]. En la música no hay forma
que carezca de lógica, y no hay lógica que carezca de unidad. Yo
creo que cuando Ricardo Wagner introdujo su Leit-motiv —con el
mismo propósito que yo introduje mi Serie básica— hubiera podido
decir: «Hágase la unidad» (SI 188).

Éstos son, a grandes rasgos, el origen, características y propó-


sito del método de composición dodecafónico, tal y como el mis-
mo Schönberg los explica. Esto nos ayudará a calibrar la interpre-
tación y crítica que del mismo lleva a cabo Adorno, que pasamos
a desarrollar a continuación.

La insuficiencia de la atonalidad según Adorno

Como dije al comienzo del capítulo, un dato relevante para


valorar la crítica de Adorno al dodecafonismo es notar que, como
el mismo Schönberg, también detectó insuficiencias en la atonali-

– 278 –
dad, llegando a hablar de la «aporía del expresionismo». Por tan-
to, su valoración positiva de la atonalidad no es diáfana, sino que
parece que no puede permanecerse en ella, exigiendo una supe-
ración.
Hemos visto en el apartado anterior en dónde residía la insu-
ficiencia de la atonalidad para Schönberg, que radicaba, ante
todo, en que permitía una gran expresividad, pero no la articula-
ción de formas musicales puras —sin texto— extensas. Eso im-
plicaba una dualidad u oposición entre expresión y construcción,
entre idea o intención y forma, en definitiva, como señala Ador-
no, entre momento subjetivo y objetivo, en la que Schönberg, que
llegó a definir la música como conocimiento, no se hallaba satis-
fecho. Veamos ahora en dónde detecta Adorno la insuficiencia de
la atonalidad y en qué consiste lo que llamó «aporía del expresio-
nismo».

a) La distensión de la forma

La objeción principal que Adorno esgrime hacia la atonalidad


es la misma que lanzará también al dodecafonismo de Anton We-
bern y a ciertas corrientes de la pintura abstracta: la fetichización
del material, que considera la materia significativa en sí misma, al
margen de su formalización por el trabajo subjetivo, lo que con-
tradice la tesis adorniana de la mediación sujeto-objeto, en la que
cada uno se constituye en interacción con el otro. Por eso, la cosi-
ficación de uno de los polos implica también lo que Adorno llama
«pérdida de tensión», que en el caso del arte lo es de la tensión en-
tre las partes y el todo, entre forma e impulso mimético:

Pero la pérdida de tensión no es un mero síntoma de envejeci-


miento, sino que puede ser perseguido hasta las entrañas de la nue-
va música si nos remontamos hasta los orígenes de ésta; lo que po-
demos observar hoy arroja su sombra sobre los tiempos heroicos
[...]. La emancipación de las categorías formales previamente dadas

– 279 –
y de las estructuras del material musical encerraba un supuesto pre-
vio, semejante a un aspecto de la pintura expresionista, en cuanto
que ésta basaba la espiritualización de su procedimiento artístico en
que cualesquiera valores cromáticos en cuanto tales, esto es, cuales-
quiera elementos materiales significan algo ya de por sí. Los soni-
dos superpuestos, jamás escuchados, fueron presentados como por-
tadores de la expresión (D 152-53).

Esta pérdida de tensión pierde de vista, como decíamos, el


presupuesto central de Adorno de la mutua mediación de los
momentos subjetivo y objetivo:

Y lo eran, ciertamente [portadores de expresión], pero de modo


mediato, no inmediato. Sus valores particulares dependían en parte
de su relación con los sonidos tradicionales, a los que negaban y
conservaban protectoramente en el recuerdo de la negación, y en
parte de su posición en medio de la estructura composicional con-
junta, que ellos contribuyeron a transformar. Mas a causa de su no-
vedad fueron adscritas en un principio las cualidades expresivas a
los fenómenos sonoros aislados. Proviene de aquí una superstición
en los protoelementos sensoriales (D 153).

Para Adorno, el material es significativo no por sí mismo,


sino gracias a la formalización, a la elaboración a que lo somete el
trabajo subjetivo que lo configura como obra de arte: «Bien es
verdad que el material habla, pero lo hace en las constelaciones
en las que lo instala la obra de arte» (D 153). Hay que matizar
cuidadosamente en qué sentido cae el Schönberg atonal bajo esta
crítica a la fetichización del material, pues, continúa Adorno:

La capacidad para realizar esto [la configuración del material


en constelaciones], y no la mera invención de sonidos individuales,
es lo que ha constituido la grandeza de Schönberg desde el primer
momento (D 153-54).

El grueso de la crítica adorniana a la fetichización del mate-


rial caerá, en el plano musical, no sobre el Schönberg atonal, sino

– 280 –
sobre el Schönberg dodecafónico, pero con más fuerza aún sobre
Anton Webern y, ante todo, sobre los movimientos musicales
que, bajo el lema de Boulez «Schönberg ha muerto», lo tomaron
como modelo: movimientos como el serialismo integral, del que ya
hemos hablado, capitaneado por el mismo Boulez, la música elec-
trónica y puntillista (Stockhausen), o la música concreta y aleatoria
(Cage). Del empleo weberniano de la serie dodecafónica dice
Adorno:

El último Webern quisiera enderezar los medios idiomático-mu-


sicales tan totalmente de acuerdo con la nueva materia, las series do-
decafónicas, que en ocasiones se acerca mucho a la renuncia a dichos
medios idiomático-musicales y reduce la música a los eventos des-
nudos en el material, al destino de las series en cuanto tales (D 151).

Pero el momento más duro de esta crítica va dirigida a los se-


guidores más jóvenes de Webern—los mencionados anterior-
mente—, que:

Olvidan el sentido musical y su articulación, que ordenó titubear


a Schönberg, y creen que el aderezo y disposición de los sonidos es
ya, sin más, la composición, tan pronto como se ha apartado de ésta
todo cuanto la hizo ser tal composición. Se detienen en la negación
abstracta y emprenden un jubiloso y vacío viaje, en el cual, de la
mano de figuras y grafías musicales muy complicadas —cosa que
es perfectamente comprensible—, no ocurre en rigor absolutamente
nada; esto puede permitirles asimismo apilar despreocupadamente
una partitura sobre otra (D 150-51).

No es ahora el momento de entrar a valorar esta dura crítica


de Adorno a estos movimientos musicales que han sido claves en
nuestro siglo; me limito a citarla para ver la amplitud de la críti-
ca adorniana a la fetichización de la materia musical. No obstan-
te, es importante detectar que Adorno ya percibió esto como ten-
dencia o potencialmente en la atonalidad, según se desprende de
los textos citados al comienzo de este apartado.

– 281 –
b) La soledad como evento

La antinomia expresión-construcción está en la base de toda


la empresa musical de Schönberg y explica en gran parte su des-
arrollo. Tal antinomia o ambivalencia sería expresión de la más
general de intención-forma y, en último término, de la de sujeto-
objeto. La tesis general de Adorno respecto a Schönberg en este
punto es que éste consigue superar tal dualidad, haciendo la
construcción misma expresiva —Adorno define la música de
Schönberg como «la soledad hecha estilo» (PnM 51)— al plasmar
el contenido intencional en la materia y técnica mismas de la
composición. En el período atonal, sin embargo, Adorno detecta
una antinomia respecto a la de expresión-formalización que no
sólo no ha sido resuelta, sino que ha sido puesta. Se trata, en últi-
mo término, de que la música atonal expresa la soledad del suje-
to, pero lo hace con unos medios que contradicen este contenido.
Tal es, en primer lugar, que la música, por su naturaleza mis-
ma, tiene carácter de acontecimiento —su interpretación en con-
cierto—, y un acontecer es siempre un acontecer ante alguien o
para alguien: «La posibilidad de ser oída por muchos está en la
base esencial de la misma objetivación musical» (PnM 26); y un
poco más adelante: «En efecto, hasta el discurso más solitario
del artista vive de la paradoja de hablar a los hombres» (28).
Esto entra en colisión con la expresión de la soledad del indivi-
duo: «Pero la colectividad ideal, que esta música lleva todavía
en sí, [...] contradice el inevitable aislamiento social y el particu-
lar carácter expresivo que el aislamiento mismo le impone»
(PnM 26).
Pero no es sólo el carácter de acontecimiento colectivo de la
música lo que entra en contradicción con utilizarla como vehícu-
lo de la expresión de la soledad, sino que, de manera más radical
todavía, colisiona con ese momento expresivo el empleo de la
forma misma, la formalización, a la que Schönberg nunca renun-
ció:

– 282 –
La incoherencia de una obra solipsística para gran orquesta no
sólo reside en la desproporción entre la masa numérica del escena-
rio y la de butacas vacías ante las cuales se ejecuta la música, sino
que ella atestigua también que la forma como tal transciende nece-
sariamente el yo en cuyo ámbito se experimenta (PnM 26-27).

Por eso:

El vuelco se verifica necesariamente. Deriva precisamente del


hecho de que el contenido del expresionismo, el sujeto absoluto, no
es absoluto. En su aislamiento aparece la sociedad [...]. Tal «ligazón»
[con la sociedad] se manifiesta, empero, en cuanto las expresiones
puras en su aislamiento liberan elementos de lo intrasubjetivo y, en
consecuencia, de la objetividad estética. Toda la coherencia expre-
sionista que desafía las categorías tradicionales de la obra de arte
aspira, por su naturaleza misma, a poder ser tal como es y no de
otra manera, y con ello aspira a la exactitud de la organización.
Mientras la expresión polariza la estructura musical hacia sus extre-
mos, la sucesión de éstos constituye a su vez una estructura [...]. Es
esta contradicción inevitable lo que impide persistir en la posición
expresionista (PnM 52).

Si en el capítulo segundo vimos que la expresión del sinsenti-


do y del dolor no puede llevarse a cabo con los medios musicales
tradicionales —tonalidad, formas conclusas—, porque éstos son
ya de por sí expresión de una subjetividad hegemónica, ahora se
plantea una paradoja semejante en el seno de la atonalidad. Y
esto porque la expresión de la soledad se produce en el medio de
la música, que, como dice Adorno, sólo es en la medida que acon-
tece para otro y, como hace Schönberg, sin renunciar a una forma-
lización orgánica (PnM 53).
Aun en el período atonal, Schönberg nunca renunció a la
construcción, a la forma orgánica, a la arquitectura, que crea me-
diante el principio de complementariedad armónica, la ligazón a
un texto estructurado y, sobre todo, por la creación de pequeñas
células motívicas que subyacen a todo el discurso. Por eso, res-
pecto a una de las obras claves del Schönberg atonal, dice Ador-

– 283 –
no: «Ello ocurre en Die glückliche Hand [La mano feliz], que es un
testimonio de expresionismo ortodoxo y, al propio tiempo, una
obra de arte acabada. Con la repetición, con el ostinato y las ar-
monías sostenidas, con el lapidario acorde temático de los trom-
bones en la última escena, esta obra se declara por la arquitectu-
ra. Tal arquitectura niega el psicologismo musical que, empero,
se verifica en ella» (PnM 54).
La incongruencia radicaría en querer expresar el sujeto como
aislado de la sociedad, cuando está siempre en interacción con
ella. Adorno no entiende, como vimos, la soledad como solitud,
sino como soledad colectiva, y reconoce que esto está presente en
Schönberg. Tal soledad es una consecuencia de la sociedad cosifi-
cada, y está, por tanto, en interacción con ella. Por eso, expresar
la soledad como solitud, como aislamiento del yo, es para Adorno
una manera de ser cómplice de dicha sociedad, pues afirma la
clausura del yo en su inmanencia, cuando lo que ha de hacer es
denunciar la colisión universal-particular, e incoar su reconcilia-
ción verdadera.
La no renuncia de Schönberg a la unidad orgánica es lo que
le hace no caer en la mera resignación frente al mundo cosifica-
do, y esto es «lo que constituye su grandeza desde el principio».
Lo que critica Adorno no es esto, sino la tendencia de Schönberg,
aun en el período atonal, a las grandes formas, como la ópera:

No resulta difícil descubrir momentos de carácter tradicional en


los grandes exponentes de la nueva música, incluso en el mismo
Schönberg, y, sobre todo, aquellos de naturaleza idiomático-musi-
cal, esto es, de los caracteres expresivos y de la estructuración inter-
na de la música 8, en contraposición con el material [atonal] musical
totalmente trabajado y sobrearado [...]. En la relación con la escena
[en el caso de la ópera], con el texto, con la expresión, en el ademán
general, sigue fielmente el tradicional tipo estilístico del drama mu-
sical, pese a todas las innovaciones puramente musicales (D 149).

Adorno no se refiere tan sólo al empleo de grandes formas


tradicionales, como la ópera, sino que desciende a un nivel más

– 284 –
profundo, al modo de tejer el discurso musical, que sigue ancla-
do en el desarrollo motívico, emparentando a Schönberg con la
Primera Escuela de Viena. Pero insistamos en que la crítica de
Adorno no va dirigida a la formalización orgánica del material:

Desde luego, apenas es posible imaginarse una composición


musical de alto rango de otro modo que no sea una articulación,
plena de sentido hasta en lo más mínimo, de los medios musicales
aplicados (D 150),

sino al empleo de formas y métodos de organización provenien-


tes de otro sistema armónico, el tonal, que resultan inadecuados
aplicados a un material no tonal. En resumen, las insuficiencias o
contradicciones que Adorno detecta ya en la atonalidad son: la
tendencia a la fetichización del material; el empleo de formas y
técnicas composicionales provenientes de la tonalidad, que resul-
tan incongruentes al ser aplicadas a un material no tonal y que
revelan la persistencia de la unidad conclusa; y el desajuste entre
la expresión de la solitud y el carácter eventual y formal de la mú-
sica, que comporta también el olvido de la dimensión social de la
soledad.
Es patente que Adorno no mantiene una postura meramente
apologética respecto a la atonalidad, sino que también detecta en
ella insuficiencias que reclaman una superación. Veremos ahora
su crítica a tal superación, llevada a cabo por Schönberg en el do-
decafonismo, confrontándola a su crítica a la atonalidad y a la
concepción y propósitos de Schönberg que estudiamos al co-
mienzo del capítulo.

Crítica inmanente al dodecafonismo

Como dijimos, a partir de 1940, Adorno empezó a mantener


una actitud crítica respecto al dodecafonismo, que se ve también
en su colaboración con Thomas Mann en Doktor Faustus. La críti-

– 285 –
ca adorniana al dodecafonismo es mucho más compleja y rica de
a lo que habitualmente queda reducida, al considerarla mera-
mente como una crítica a su carácter sistemático. Evidentemente,
tal crítica se da, pero pierde gran parte de su contenido si se la
aísla. La crítica de Adorno al dodecafonismo no es monolítica,
sino que se revela en un plexo, una constelación, de la que no
debe absolutizarse ninguno de sus elementos. Por otra parte,
como trataré de mostrar en este capítulo, creo que la objeción de
sistematicidad no es lo nuclear de la crítica adorniana, sino que
se subordina a otra más profunda, que constituirá el centro de
este apartado: la absolutización del contrapunto y de la varia-
ción, que trae como consecuencia para Adorno su cancelación.
Desde luego, como hemos visto, la crítica al dodecafonismo
como recaída en el sistema está siempre presente en los escritos
adornianos posteriores a 1940. Adorno insistió mucho en que la
atonalidad no era, ni lo era tampoco para Schönberg, una sustitu-
ción de la tonalidad, sino que buscaba un nuevo modelo de orga-
nización, que no estuviera basado en leyes universales apriorísti-
cas. En este sentido, con el establecimiento de la categoría de serie
básica, y las reglas de composición derivadas de ella, que vimos
en la primera parte del capítulo, Adorno acusa una vuelta al tipo
de unidad tonal-funcional, una «recaída en lo mítico», en la dua-
lidad singular-universal.

a) La fetichización de la materia

En la atonalidad todo elemento formal, estructural, brotaba


de la materia musical: la estructura arquitectónica derivaba de
pequeñas células motívicas, y el principio de complementariedad ar-
mónica no es sino la tendencia del propio acorde atonal a comple-
tar en el siguiente la escala cromática. En el dodecafonismo, en
cambio, el material se ordena de acuerdo a principios estableci-
dos a priori, como son los de la serie y sus variaciones reflejas,
con lo que se revela el principio de inmanencia, de dominio sub-

– 286 –
jetivo sobre la materia, sobre la alteridad. Por eso, dice Adorno,
con la dodecafonía Schönberg «ha encadenado la música al libe-
rarla»:

El fracaso de la obra de arte técnica puede distinguirse en todas


las dimensiones de la actividad de componer. El encadenamiento
de la música a causa de su liberación total, que le hace adquirir un
dominio ilimitado sobre el material natural, es un fenómeno univer-
sal. Adviértese esto ya en la definición de serie fundamental por
obra de los doce sonidos de la escala cromática. No se comprende
por qué cada una de estas figuras fundamentales deba contener to-
dos y sólo los doce sonidos, sin omitir ni repetir ninguno (PnM 71-
72).

La razón de esto último para Schönberg la vimos en la prime-


ra parte del capítulo: evitar la falsa impresión de que un sonido
parezca fundamental y conseguir la máxima extensión para las
variaciones de la serie; Adorno, por supuesto, no lo ignora. Pero
señala:

Aun cuando tal tendencia conduzca a la cifra doce, no puede


demostrarse de manera convincente la fuerza de cohesión de ésta.
La hipóstasis del número comparte la responsabilidad de las difi-
cultades a que conduce la técnica dodecafónica (PnM 72).

Adorno desconfía, por un lado, de la fuerza de cohesión de la


serie, que para él es más débil que la conseguida en la atonalidad
con el principio de complementariedad, que, dice, «relaciona entre sí
los acordes sucesivos más estrechamente que nunca» (PnM 83).
Y, por otro lado, critica su hipostatización, su universalización y,
por tanto, su aprioridad respecto a la materia musical.
En la atonalidad, los motivos temáticos que daban cohesión
al conjunto eran células más o menos extensas, no sometidas a
ningún condicionamento a priori, y, señala Adorno, cuando
«Schönberg trabajó en la Serenade, cuando desarrollaba la técnica
de la serie, lo hacía también con figuras fundamentales de menos

– 287 –
de doce sonidos» (PnM 72). Por tanto, lo que Adorno está afir-
mando es que el establecimiento de las figuras temáticas ha de
regirse de acuerdo a las necesidades y características de cada
obra particular, y no según principios universales a priori —las
reglas de construcción de la serie—, como ocurría en la atonali-
dad. La serie y sus leyes de construcción, truecan la unidad orgá-
nica atonal, nacida de lo singular, en totalidad que se impone ex-
ternamente a las partes. Aquí, dice Adorno, es donde Schönberg
converge con su aparente antípoda, Stravinski:

En los dos la música amenaza hacerse rígida en el espacio. En


los dos todo elemento musical individual está predeterminado por
el todo y ya no existe una auténtica interacción entre el todo y la
parte. El imperioso dominio del todo elimina la espontaneidad de
los momentos particulares (PnM 71).

Por eso tal absolutización de la serie, que supone una univer-


salidad abstracta frente al sonido particular, trae consigo la ato-
mización o «desensibilización» del material. Frente a esto, el mis-
mo Schönberg siempre insistió en que la técnica dodecafónica era
un método y no un sistema de composición:

Es curiosa y equivocada la manera en que muchas personas ha-


blan del «sistema» de la escala cromática. Lo mío no es un sistema,
sino tan sólo un método, lo cual significa un modus de aplicar regu-
larmente una fórmula preconcebida. El método puede ser (pero no
lo es imprescindiblemente) una de las consecuencias de un sistema.
Tampoco soy yo el inventor de la escala cromática; alguien más
debe de haberse ocupado en esta tarea mucho tiempo atrás (SI 148).

En efecto, aunque la técnica dodecafónica supone una serie


de principios y fórmulas preconcebidas, como dice el mismo
Schönberg, para él esto no constituye un sistema, como el tonal,
porque tales principios o fórmulas no se imponen externamente
a la materia, ya que la serie es distinta para cada obra. Por eso in-
siste en que el principio de organización de la técnica dodecafó-

– 288 –
nica no es la escala cromática, sino la serie, que es distinta para
cada obra:

La serie básica comprende intervalos variados. Nunca se debe-


rá llamar «escala» [...]. La serie básica oficia a la manera de un moti-
vo. Esto explica por qué tal serie ha de ser ideada nueva para cada
pieza. Éste ha de ser el primer pensamiento creador (SI 149).

Sin embargo, para Adorno, el que la serie haya de constar de


los doce sonidos de la escala cromática, sin que ninguno se repi-
ta, le quita en realidad el carácter de motivo y la convierte en últi-
mo término en una escala variada y, por tanto, en un universal
abstracto 9. En efecto, la pérdida de la categoría de tema, y la des-
valorización del melos (cf. PnM 61 ss, 75), es otra objeción central
de Adorno a la técnica dodecafónica, que arroja nueva luz sobre
el supuesto atematismo de la música de Schönberg estudiado en
el capítulo precedente. Como dice Adorno:

Incluso la categoría básica y central del tema resulta difícil de


retener si, mediante el procedimiento dodecafónico, cada sonido es
determinado de inmediato y se torna temático de inmediato tam-
bién (D 150).

El razonamiento de Adorno es de una gran sutileza y apunta


a mostrar que la serie no es un motivo, sino una escala variada, y
esto, porque cada sonido, al no poder repetirse antes de que sal-
gan todos los demás sonidos de la escala cromática, se hace fun-
cional, como lo es en la escala. Tras esto se escondería la fetichiza-
ción de la materia, pues la serie no es realmente para Adorno una
configuración o elaboración del material, como lo es el tema en la
música tradicional y aun en la atonalidad, sino una mera reorde-
nación o combinación de la materia, pero no algo cualitativamen-
te distinto a ella. Y del mismo modo, las variaciones reflejas de la
serie y todos los demás recursos técnicos dodecafónicos no cons-
tituirían un desarrollo del material, sino también, una mera com-
binación, permutación, a la manera de un caleidoscopio, donde

– 289 –
el sujeto no es verdaderamente creador, sino que está sometido a
la materia.
Ésta sería la paradoja de la voluntad de dominio sobre la ma-
teria, de organización total de la misma, de modo que materia y
sujeto se separan como dos polos opuestos, sometidos mutua-
mente:

Sólo en la determinación numérica por medio de la serie con-


cuerdan, por un lado, la exigencia de una permutación continua, his-
tóricamente existente en el material de la escala cromática —esto es,
la susceptibilidad contra la repetición de los sonidos—, y, por otro, la
voluntad de dominio total de la naturaleza en la música, entendido
como organización completa del material. Es esta conciliación abs-
tracta la que, en última instancia, opone al sujeto el sistema de re-
glas creado por el individuo en el material subordinado y entendi-
do como fuerza ajena, hostil y predominante. Ella degrada al sujeto
a esclavo del «material», considerado como vacío compendio de re-
glas en el momento en que el sujeto ha subordinado completamen-
te el material a sí mismo, es decir, a su razón matemática (PnM 112).

b) La absolutización del contrapunto

Esta crítica al carácter caleidoscópico y mecánico del dodeca-


fonismo, en el que, afirma Adorno, el sujeto cae bajo el dominio
de la materia al pretender racionalizarla absolutamente y que
destruye la verdadera mediación de sujeto y objeto, constituye, a
mi parecer, un momento fundamental de su crítica, pero no su
núcleo. Como vimos, la inspiración que hizo grande para Ador-
no la atonalidad fue la materialización de un pensamiento genui-
namente contrapuntístico, que genera la unidad a partir de la
singularidad de lo unificado, siendo así una unidad no abstracta,
sino orgánica, interior. Y también la dodecafonía, antes de 1940,
representó para él la culminación del pensamiento contrapuntís-
tico. En efecto, al eliminar en la atonalidad todo principio formal-

– 290 –
armónico a priori, toda la organización partía de la configuración
material misma, y el dodecafonismo, al derivar toda la organiza-
ción a partir de la serie básica, «constituyó la verdadera realiza-
ción del componer “nota contra nota”» (PnM 90). Por otro lado,
tales derivaciones no son sino variaciones de la serie básica, se-
gún el postulado schönbergiano de unificación absoluta del es-
pacio musical. Lo que Adorno acusó más tarde es que, mientras
en la atonalidad el contrapunto y la variación son recursos para la
composición, en el dodecafonismo se convierten en la composi-
ción misma, al ser absolutizados como principios de la organiza-
ción del material.
Frente a la concepción tonal-sonatística del desarrollo, que se
articula según principios armónicos y formales a priori y que se
funda en las categorías de desviación y reconciliación —reexposi-
ción—, en la atonalidad y el dodecafonismo, el desarrollo es con-
cebido como variación de células temáticas —o de la serie—, que
configura en sí misma la articulación de la forma musical. Así:

En relación con el desarrollo, la variación sirve para establecer


relaciones universales concretas, no esquemáticas. La variación di-
namiza, aun cuando conserva todavía idéntico el material que le
sirve de punto de partida, lo que Schönberg llama «modelo». Todo
es siempre «lo mismo». Pero el sentido de esta identidad se refleja
como no identidad. El material que sirve como punto de partida
está hecho de tal manera que conservarlo significa al propio tiempo
modificarlo. Ese material no es en sí, sino que es sólo en relación
con las posibilidades del todo (PnM 58).

La variación es así expresión de la interacción entre particular


y universal, entre parte y todo, pues éste último es resultado del
devenir de lo singular que lo integra. Y esto es lo peculiar del
pensamiento polifónico-contrapuntístico frente al homofónico-
armónico: que el acorde no es un esquema a priori, algo en sí,
sino resultado del movimiento de las voces singulares. Por tanto,
el desarrollo variativo es el correlato en la forma musical del pen-
samiento polifónico en la armonía. Sin embargo, mientras en la

– 291 –
atonalidad, dice Adorno, con el principio de complementariedad ar-
mónica, el contrapunto y la variación derivan del material y se
enfrentan a él, en el dodecafonismo lo organizan a priori, con lo
que se convierten en absolutos, al no haber nada exterior a ellos
mismos:

El vuelco de la dinámica musical en estática —la dinámica de la


estructura musical, no el simple cambio de intensidad que, por su-
puesto, continúa sirviéndose del crescendo y del decrescendo— explica
el carácter de sistema singularmente rígido que adquirió la escritura
de Schönberg en su fase tardía, gracias a la técnica dodecafónica. La
variación, esto es, el instrumento de la dinámica de la composición,
se hace total. De esta manera pone fuera de servicio a la dinámica. El
fenómeno musical ya no se presenta como un hecho de evolución. El
trabajo temático se convierte en mero trabajo preliminar del compo-
sitor. La variación como tal ya no aparece. Es todo y nada al mismo
tiempo; el procedimiento de la variación se remite al material y lo
preforma, antes de que comience la composición propiamente dicha
(PnM 62-63).

Por otro lado, en el dodecafonismo, al ser concebida la varia-


ción como derivación, como contrapunto de la serie básica, éste se
absolutiza y, con ello, se elimina:

Resta sólo preguntarse si la técnica dodecafónica, al hacer abso-


luta la idea de la integración contrapuntística, no elimina el princi-
pio del contrapunto precisamente por el hecho de hacerlo total. En
la técnica dodecafónica ya nada hay que difiera de la urdimbre de
las partes, ni cantus firmus ni peso específico de la armonía [...]. En
una organización total y perfecta, el contrapunto en sentido riguro-
so, como adición de una parte independiente a otra, debería des-
aparecer. En efecto, el contrapunto tiene derecho a la existencia sólo
en la superación de algo que es exterior a él, que se le opone y a lo
que se «ensambla». Cuando ya no existe tal prioridad de un ele-
mento que musicalmente es por sí mismo y con el que el contrapun-
to pueda probarse, éste se convierte en un vano esfuerzo y desapa-
rece en un continuum indiferenciado (PnM 92).

– 292 –
Esto permite ahondar en el significado de la unidad constelati-
va propuesta por Adorno frente a la unidad abstracta, como una
unidad de tipo polifónico, orgánica, es decir, que unifique lo par-
ticular a partir de su diversidad y singularidad, estableciendo co-
nexiones entre lo singular, de manera que su articulación brote
de lo singular mismo. Desde lo visto en este capítulo, se com-
prende mejor la afirmación adorniana de que la mera articula-
ción o conexión no constituye la unidad de la diversidad, sino
que ésta consiste en verla en relación a algo que la transciende,
aunque eso sí, sólo se muestre en su articulación, y no como algo
más allá de lo singular.
En este mismo sentido, como vimos, está la crítica adorniana
a la estética idealista, que concibe la obra de arte como objeto de
contemplación absorbente, cuando ha de ser un plexo referencial
que proporcione un conocimiento del mundo, de la sociedad.
Por eso afirma:

Si se quiere percibir el arte de forma estrictamente estética, deja


de percibirse estéticamente. Únicamente en el caso de que se perci-
ba lo otro, lo que no es arte, y se lo perciba como uno de los prime-
ros estratos de la experiencia estética, es cuando se lo puede subli-
mar, cuando se pueden disolver sus implicaciones materiales sin
que la cualidad del arte de ser un para-sí se convierta en indiferen-
cia. El arte es para sí y no lo es, pierde su autonomía si pierde lo que
le es heterogéneo (ÄT 17).

Adorno considera la atonalidad como la culminación de la


polifonía, de la unidad contrapuntística emergente de la materia
misma. Lo propio del contrapunto, es, como vimos, que la uni-
dad no es establecida mediante principios esquemáticos a priori
—ésta es la insuficiencia que Adorno detecta en la polifonía anti-
gua—. Pero a su vez, en el dodecafonismo, al ser unas voces re-
flejo de las otras, se pierde algo que es constitutivo de la antigua
polifonía, en la que las voces se ocultan para realzarse —ilumi-
narse— unas a otras, pero que no se miran sólo unas a otras, sino
que todas miran a la voz superior del tiple, la voz superius y a la

– 293 –
complexión armónica. En el dodecafonismo, aunque hay una
«voz» por así decir principal, la serie básica, no es lo mismo que la
polifonía antigua, pues en ésta todas las voces miran o iluminan
la voz del tiple, mientras que lo que ocurre en el dodecafonismo
con la serie básica es que todas las demás voces emergen de ella
(variaciones especulares), de manera que propiamente no hay al-
teridad de voces, sino una sola y distintas perspectivas. Las vo-
ces se miran sólo unas a otras, como dice el postulado dodecafóni-
co de Schönberg de que los sonidos se relacionen únicamente
entre sí.
De este modo, el dodecafonismo, dice Adorno, es una pura
urdimbre (ÄT 67) de voces emergentes de la serie que se miran
unas a otras, y esto anula precisamente el contrapunto, que no es
una pura urdimbre, sino que únicamente es en interacción con lo
que no lo es —en la polifonía antigua con el superius, tomado del
canto llano y con las leyes armónicas—. Así, en el dodecafonismo,
se elimina la alteridad de las voces al ser todas reflejos de la serie
básica.
Lo mismo ocurre en Adorno, como vimos al estudiar su no-
ción de constelación: aunque detecte que la autorreferencialidad
de las voces cancela el contrapunto, igual que vio que la pura ar-
ticulación no es la unidad del conocimiento (constelación), su
planteamiento intrahistoricista le impide salir de esta aporía,
como concluimos a continuación.

¿LA CLAUSURA DE LA UNIDAD?

Retomamos ahora los dos grandes temas del trabajo, expues-


tos en la introducción. Respecto al primero, la relación entre arte y
racionalidad, la tesis es que tal relación no es ni de corrección uni-
lateral, ni de copia, confusión o contagio, ni tampoco de comple-
mentariedad, sino dialógica. Como hemos visto, según Adorno, el
arte es modélico para la razón respecto a la unidad, ofreciendo un
modelo de organización no abstracta, no generalizadora de lo di-

– 294 –
verso; y la razón es modélica para el arte respecto a la transcen-
dencia de lo singular, del no quedarse en lo singular, en la pura
multiplicidad, peligro en el que para Adorno puede caer el arte
cuando se lo cosifica como esfera puramente autónoma. Por eso
los ejes vertebradores de la investigación han sido las nociones de
paz —nombre que da Adorno a la unidad no abstracta— y de mí-
mesis, que hace referencia a un modo de remitencia de lo singular
a lo universal no ejemplar o especular.
La dialogicidad entre arte y razón se cifra en que no son mo-
délicos en sí uno para el otro (corrección unilateral), sino en que
se tornan modélicos cuando el otro cae en un defecto. Así, cuando
la razón se queda en unidad abstracta de lo diverso, que lleva a
la dualidad singular-universal, el arte le muestra la unidad orgá-
nica a la que debe aspirar; y cuando el arte se torna en esfera pu-
ramente autónoma o en pura afirmación de la multiplicidad, la
razón le muestra la meta que ha perdido de vista: transcender y
unificar lo singular. Esto es importante para no caer en lecturas
dicotómicas como las de Habermas o Wellmer. La unidad orgáni-
ca no es patrimonio del arte ni la transcendencia respecto a lo
sensible de la razón.
Parece, por tanto, que en Adorno hay también una pars cons-
truens que da sentido a su crítica de la razón y no una contraposi-
ción, sino un diálogo entre arte y racionalidad, entendido como
mutua corrección. La relación entre arte y racionalidad no es en
Adorno una relación en la que el arte únicamente muestre la in-
suficiencia de la racionalidad, sino una relación modélica, en la
que el arte ofrece a la razón el modo de unidad al que ésta aspira,
para que ella lo realice con sus medios propios. Por tanto, esta re-
lación modélica no es unilateral —del arte respecto a la razón—,
sino recíproca, también de la racionalidad respecto al arte. Esto
demuestra que en Adorno hay un concepto positivo de racionali-
dad (Gómez).
Ahora bien, para que la razón o el arte se tornen modélicos,
hace falta también que tengan un rasgo enfático. El arte no puede
ser modélico para la razón si su unidad está contagiada de abs-

– 295 –
tracción, ni tampoco la razón para el arte si es abstracta-sistemá-
tica. Por eso, para lo primero, Adorno ha de encontrar un artista
en quien el arte esté rescatado de su contagio con la racionalidad
abstracta, es decir, en el que no haya restos de unidad esquemáti-
ca ni se desvíe hacia la pura multiplicidad ni sea objeto de mera
contemplación, y este artista será Arnold Schönberg. Para lo se-
gundo, Adorno tratará de mostrar que la razón —y su instru-
mento, el concepto— no era originariamente una unificación abs-
tracta, sino entrelazada con lo singular.
Es importante tener en cuenta que dicha relación modélica
no lo es en el sentido de copia, sino de inspiración. Es decir, que el
arte ofrezca a la razón un modelo de unidad no abstracta no
quiere decir que la razón tenga que confundirse con el arte, re-
nunciando a su instrumento propio, el concepto —como preten-
de para Adorno todo intuicionismo—, sino que la razón ha de
tratar de llevar a cabo dicha unidad con sus medios e instrumen-
to propio, es decir, con el concepto. A esto apuntará Adorno con
su propuesta de «pensar en constelaciones», de disponer los con-
ceptos en forma de redes y no jerárquicamente, y es el programa
de su Dialéctica negativa, que pretende «superar el concepto des-
de el concepto». Y viceversa, que el arte no haya de quedarse en
la pura inmanencia o en la mera afirmación de la multiplicidad
no implica que se «racionalice», que haya de remitir intencional-
mente a determinados contenidos, como el signo al significado o
el ejemplar al universal, sino que ha de conseguir esa remitencia
en su autonomía propia, inintencionalmente, dirá Adorno, es decir,
no como idea o contenido de la obra, sino plasmando ese «conte-
nido» en la misma materia y técnica artísticas.
Sin embargo, la formalización, la unificación de lo diverso, es
ya un transcenderlo, un remitirlo más allá de sí, de modo que la
diversidad no es pura multiplicidad ni lo singular algo inefable.
Sin embargo, como esa formalización o unificación nace de lo di-
verso-singular, no es separable de ello. Esto se percibe con niti-
dez en el arte, donde lo material —la singularidad del signo—
configura una unidad indisoluble con lo formal-significativo. De

– 296 –
ahí que ese transcender o remitir lo sensible más allá de sí no sea
un remitir intencional —en el sentido de designar algo a priori—,
sino tensional, pues no puede nunca despegarse de lo sensible.
Aquí es donde se entrelazan el tema de la unidad y el de la ima-
gen.
Cabe hablar por tanto, según Adorno, de una tristeza de la ra-
zón, que es el quedarse en la unificación abstracta de lo diverso,
que pierde la diversidad, impidiendo así la finalidad intrínseca
de la razón, y de una tristeza del arte, que consiste en su cosifi-
cación como esfera cerrada y autónoma y en reducirlo a pura
afirmación de la multiplicidad o a adecuación de lo singular a
normas o esquemas a priori, cayendo así también el arte en la
abstracción. Y es este estado de tristeza en el que están, para
Adorno, tanto la razón como el arte, tristeza que es en ambos ca-
sos la tristeza de la forma o de la unidad como abstracta o esque-
mática.
Pero, como en el caso de la razón, en el arte esta tristeza no es
algo constitutivo, sino devenido. Y el rasgo más característico de
esta tristeza sería el contagio del arte con la racionalidad abstrac-
ta, presente para Adorno en la música en el sistema tonal y en la
forma sonata allegro. En ambos casos, dirá Adorno, hay un es-
quematismo, un a priori formal que se impone a la materialidad
y que contradice la naturaleza misma del arte.
El arte, por tanto, con su atención a la singularidad, es un co-
rrectivo para la razón cuando ésta degenera en abstraccionismo,
y la razón, con su anhelo de unidad y transcendencia de lo sensi-
ble, lo es para el arte cuando éste degenera en objeto de mera
contemplación o en pura afirmación de la multiplicidad. La rela-
ción entre ambos no es así antitética ni dualista, sino modélica,
correctiva, y no unilateral, sino recíproca. Pero esto no ha de en-
tenderse tampoco como complementariedad, pues implicaría que
la razón ha de completarse con el arte y viceversa, y no es así.
Para Adorno, arte y razón no han de completarse mutuamente,
sino que han de permanecer siempre en su propia esfera y operar
con sus medios e instrumentos propios. Se trata, entonces, de

– 297 –
una relación dialógica, en la que cada esfera ilumina a la otra, ins-
truye a la otra acerca de su naturaleza y finalidad propias.
Respecto al segundo tema, la imbricación de lo singular y lo
universal, de las nociones de inintencionalidad (mímesis como re-
mitencia tensional) y paz (unidad emergente de lo singular), la te-
sis es que los presupuestos historicistas de Adorno implican una
pérdida del logos, de lo universal transcendente a lo individual-
singular, y hacen precipitarse a Adorno en lo que él tanto critica:
el abstraccionismo y el inmanentismo.
Inmanentismo, porque, a mi parecer, Adorno desemboca en
una especie de panteísmo de la imagen. En efecto, puesto que la
obra de arte y la filosofía misma no expresan para Adorno sino
un momento socio-histórico concreto, que se torna en pasado, la
imagen manifiesta o muestra algo, por así decir, que sólo está
dentro de ella, pues no la transciende, al modo de una burbuja
que contiene un mundo en su interior que sólo vive en ella. Se
trata, en definitiva, de una noción de imagen en la que lo mani-
festado se agota —pues no la transciende— en su manifestación,
y, por tanto, de un manifestar curvado sobre sí mismo, que no re-
mite más allá de sí.
Esto se plasma en la teoría adorniana de la evolución inmanen-
te de la materia, según la cual la materia misma ha de ser expre-
sión de su contexto histórico. Esto implica que, por ejemplo, en el
siglo XX no puedan utilizarse, según Adorno, materiales y técni-
cas artísticas del pasado —como la tonalidad y las formas sinfó-
nicas en música o el realismo en pintura— y que las obras de arte
del pasado nos sean ininteligibles, porque el contexto socio-cul-
tural que expresan se nos ha vuelto ajeno. De ahí que las obras de
arte para Adorno envejezcan y mueran si no se las actualiza, si
no se las hace contemporáneas: en el caso de la música, por ejem-
plo, si no se interpretan las obras del pasado con medios moder-
nos y no con criterios historicistas.
El punto clave está en que para Adorno las obras del pasado
están «caducas» y necesitan actualizarse, como lo están las Meni-
nas en la genial recreación de Picasso. Me parece muy positivo

– 298 –
contemporaneizar o actualizar las obras de arte del pasado, pero
sin perder de vista que las obras del pasado no necesitan esa ac-
tualización, porque de suyo siguen siendo actuales. El problema
de Adorno, con su teoría de la evolución de la materia, es que
considera que las Meninas son actuales sólo en la recreación de Pi-
casso o Bach, sólo interpretado con medios y criterios contempo-
ráneos. Por consiguiente, Adorno tiene una visión progresista del
arte, como manifiesta en su conocido ensayo «Schönberg y el pro-
greso», que lo lleva a privilegiar la música de Schönberg y a des-
preciar la de quienes emplean un lenguaje tonal, posición, como
dice Bürger, insostenible e incongruente con el desarrollo de las
artes en el siglo XX.
La unidad se inmanentiza, tornándose hermética y cerrada
sobre sí, como se ve en su noción de constelación. Por más que
Adorno insista en que la mera articulación —constelación— de
lo singular de la que emerge su unidad no es el conocimiento, sino
que éste implica un transcender la multiplicidad, como a lo que
remite la diversidad es a un momento histórico, también él sin-
gular y múltiple, resulta que tenemos algo así como una conste-
lación de estrellas que no dibuja una forma inteligible, sino que
remite a otra estrella que forma parte de la constelación misma,
con lo que la noción misma de constelación se pierde, como suce-
de, señala el propio Adorno, con el contrapunto en el dodecafo-
nismo de Schönberg. La objeción que le hace Adorno, de que el
contrapunto se cancela si se absolutiza como pura urdimbre, re-
nunciando a una remitencia común —el cantus firmus, la armo-
nía—, resulta así tan aplicable a Schönberg como al propio Ador-
no.

– 299 –
NOTAS

1
Como hemos visto, Adorno critica la obra de arte cerrada, «aurática», que
quiere ser objeto de contemplación, como esfera separada (Lukács), y
aboga por un arte no separado de la esfera social, que no sea objeto de
contemplación, sino de conocimiento, que remita más allá de sí mismo, sin
subordinarlo a fines extra-artísticos.
2
Para un análisis detallado del principio de complementariedad armónica en
Schönberg, véase Rozemblum 1987.
3
Con todo, como señala Arturo Leyte, aunque la serie en Schönberg sea
distinta en cada obra, la rigidez del sistema dodecafónico, que obliga a
emplear los doce sonidos de la escala cromática, hace que tenga cierto ca-
rácter de «escala variada», de modo que si bien no es un esquema abstrac-
to, tiene carácter apriorístico.
4
cf. Buck-Morss 1981, 265, donde dice esta autora que «Adorno se refería,
por supuesto, a la liberación de los doce tonos de la dominación del tono
dominante, que lo conducía no a la anarquía, sino a la construcción de la
hilera dodecafónica, en la que cada nota tenía un papel igualmente signi-
ficativo, aunque único, en la totalidad musical».
5
Esta serie es la que Schönberg utiliza en su Quinteto op. 26 y pone como
ejemplo en la conferencia que estamos comentando (cf. SI 158).
6
Para el título de esta ópera, Schönberg quitó una «a» a Aarón, al parecer
porque era un hombre muy supersticioso, en especial con los números, y
en alemán Moses und Aaron suma trece letras. Hay muchas anécdotas re-
feridas a la superstición de Schönberg con los números (Stuckenschmidt
1991, 87, 427). Hay que tener en cuenta que la variante Mose —en vez de
Moses—, vigente en el alemán actual, no se utilizaba en tiempos de
Schönberg. No obstante, también es cierto que Schönberg solía escribir
Aron, con una «a», en cartas y otros documentos.
7
Más tarde el llamado serialismo integral, representado por Boulez y cuyo
precedente fue Webern, trató de derivar todas las dimensiones del espa-
cio musical de la serie básica. Un claro ejemplo de la «melodía de tim-
bres» lo encontramos en la pieza nº 3, «Farben», de las Cinco Piezas para
orquesta op. 16.
8
Adorno se refiere a la utilización, por ejemplo, en la música atonal de osti-
natos, crescendos, diminuendos, etc., recursos propios de la música tonal (cf.
D 149-50).
9
Véase la nota nº 3 de este mismo capítulo.

– 300 –
BIBLIOGRAFÍA

I. ESCRITOS DE THEODOR W. ADORNO

Obras Completas

• Gesammelte Schriften, Rolf Tiedemann, Gretel Adorno, Su-


san Buck-Morss y Klaus Schulz eds., vols. 1-20, Frankfurt
am Main: Suhrkamp 1970-1990.
• Band 1: Philosophische Frühschriften: Die Transzendenz
des Dinglichen und Noematischen in Husserls Phänome-
nologie; Der Begriff des Unbewußten in der transzenden-
talen Seelenlehre; Vorgänge und Thesen.
• Band 2: Kierkegaard. Konstruktion des Ästhetischen.
• Band 3: Max Horkheimer und Theodor W. Adorno: Dia-
lektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente.
• Band 4: Minima Moralia. Reflexionen aus dem beschädig-
ten Leben.
• Band 5: Zur Metakritik der Erkenntnistheorie. Studien
über Husserl und die phänomenologischen Antinomien;
Drei Studien zu Hegel.
• Band 6: Negative Dialektik; Jargon der Eigentlichkeit. Zur
deutschen Ideologie.

– 301 –
• Band 7: Ästhetische Theorie.
• Band 8: Soziologische Schriften I.
• Band 9.1: Soziologische Schriften II, 1: The Psychological
Technique of Martin Luther Thomas’ Radio Addreses;
Studies in the Authoritarian Personality. The Stars Down
to Earth; Schuld und Abwehr.
• Band 9.2: Soziologische Schriften II, 2: The Stars Down to
Earth; Schuld und Abwehr.
• Band 10.1: Kulturkritik und Gesellschaft I: Prismen. Kul-
turkritik und Gesellschaft; Ohne Leitbild. Parva Aestheti-
ca.
• Band 10.2: Kulturkritik und Gesellschaft II: Eingriffe.
Neun kritische Modelle; Stichworte. Kritische Modelle 2,
Kritische Modelle 3.
• Band 11: Noten zur Literatur.
• Band 12: Philosophie der neuen Musik.
• Band 13: Die musikalischen Monographien: Versuch über
Wagner; Mahler. Eine musikalische Physiognomik; Berg.
Der Meister des kleinstein Übergangs.
• Band 14: Dissonanzen. Musik in der verwalteten Welt;
Einleitung in der Musiksoziologie. Zwölf theoretische
Vorlesungen.
• Band 15: Theodor W. Adorno und Hans Eisler, Komposi-
tion für den Film; Der getreue Korrepetitor. Lehrschriften
zur musikalischen Praxis.
• Band 16: Musikalische Schriften I-III: Klangfiguren. Musi-
kalische Schriften I; Quasi una fantasia. Musikalische
Schriften II; Musikalische Schriften III.
• Band 17: Musikalische Schriften IV: Moments musicaux.
Neu gedruckte Aufsätze 1928-1962; Impromptus. Zweite
Folge neu gedruckter musikalischer Aufsätze.
• Band 18: Musikalische Schriften V: Musikalische Aphoris-
men; Theorie der neuen Musik; Komponisten und Kom-
positionen; Konzert-Einleitungen und Rundfunkvorträge
mit Musikbeispielen; Musiksoziologisches.

– 302 –
• Band 19: Musikalische Schriften VI: Frankfurter Opern-
und Konzertkritiken; Andere Opern- und Konzertkriti-
ken; Kompositionskritiken; Buchrezensionen; Zur Praxis
des Musiklebens.
• Band 20.1: Vermischte Schriften I: Theorien und Theoreti-
ker; Gesellschaft, Unterricht, Politik.
• Band 20.2: Vermischte Schriften II: Aesthetica; Miscella-
nea; Institut für Sozialforschung und Deutsche Gesells-
chaft für Soziologie.

Obra póstuma

• Nachgelassene Schriften, edición del Theodor W. Adorno


Archiv, Frankfurt am Main: Suhrkamp. Del plan editorial,
que comprende más de treinta volúmenes, divididos en
siete partes, han aparecido los siguientes:
• (1994a), Beethoven. Philosophie der Musik. Fragmente und
Texte, Rolf Tiedemann ed., I, Bd. 1.
(1994b), ADORNO/BENJAMIN, Briefwechsel 1928-1940,
Theodor W. Adorno, Briefe und Briefwechsel, Henri. Lonitz
ed., Bd. 1.
• (1995), Kants «Kritik der reinen Vernunf». Vorlesungen, R.
Tiedemann ed., IV, Bd. 4.
• (1997a), ADORNO/BERG, Briefwechsel 1925-1935, Theo-
dor W. Adorno, Briefe und Briefwechsel, H. Lonitz ed., Bd. 2.
• (1997b), Probleme der Moralphilosophie. Vorlesungen, Tho-
mas Schröder ed., IV, Bd. 10.
• (1998), Metaphysik. Begriff und Probleme. Vorlesungen, R.
Tiedemann ed., IV, Bd. 14.
• (2001a), Zur Lehre von der Geschichte und von der Freiheit.
Vorlesungen (1964/65), R. Tiedemann ed., IV, Bd. 13.
• (2001b), Zur einer Theorie der musikalische Reproduktion.
Fragmente und Texte, I, Bd. 2.

– 303 –
Obras de Adorno no recogidas en los apartados anteriores

• (1970), Erziehung zur Mündigkeit. Vorträge und Gespräche mit


Hellmut Bekker 1959-1969, Frankfurt: Gerd Kadelbach ed.
• (1974a), Philosophische Terminologie. Zur Einleitung, vols. 1
y 2, Frankfurt: Rudolf zur Lippe ed.
• (1974b), ADORNO/KRENEK, Briefwechsel, Frankfurt:
Suhrkamp.
• (1991), ADORNO/SOHN-RETHEL, Briefwechsel 1936-
1969, München: Ch. Gödde ed.

II. OBRAS DE ARNOLD SCHÖNBERG

Escritos

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• El estilo y la idea, Madrid: Taurus, 1963 (citado como SI).
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• (1997), Ejercicios preliminares de contrapunto, SpanPress
Universitaria.
• (1999), Funciones estructurales de la armonía, Barcelona: Idea
Books.
• (2000), Fundamentos de la composición musical, Madrid: RM.

Partituras citadas:

• Ausgewahlte Klaviermusik (selección de obras para piano),


Wien: Urtext ed. 1995.
• Cuarteto de cuerda nº III, op. 30, Viena: Universal Edition
1995 (partitura de estudio).

– 304 –
• Moses und Aron, ópera en 3 actos (1930-1932), Mainz:
Schott 1999 (partitura de estudio).
• Quinteto para instrumentos de viento, op. 26, Viena: Univer-
sal Edition 1995 (partitura de estudio).

Correspondencia

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Faustus, Milán: Rosellina Archinto, 1993 (citado como Ap).
• (1974), Arnold Schönberg/Franz Schreker, Briefwechsel,
Tutzing: Hans Schneider.
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Madrid: Turner.
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III. SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

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