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Reflexiones sobre la relación entre

cultura y naturaleza

Si preguntamos a lo más íntimo de nuestra conciencia cuál es el sentido del


conocimiento, veremos que ese sentido no consiste simplemente en reflejar una
objetividad dada. Por el contrario, el ser vivo del sujeto que conoce se integra
esencialmente en el resultado del conocer. No, ciertamente, en el sentido kan-
tiano, según el cual el sujeto «constituye» el objeto; pues, en efecto, el conocer
objetividades contrapuestas, el conocer cosas y valores que existen por sí mismas
constituye justamente un rasgo fundamental de la conciencia primigenia que
tenemos acerca de la esencia del conocimiento. Pero tampoco en el sentido de
un entrometimiento que habría que menospreciar. Pues lo que la auténtica vo-
luntad de conocimiento pretende, no es sencillamente «la cosa de fuera» -que
existe realmente-, sino. algo que acontece entre la «cosa» y el que la conoce de
manera viva. O para hablar con más precisión: el contenido de ese acontecer,
de ese encuentro: a saber, el hecho de que, en el acto vivo de conocer, el vi-
dente y lo visto, el cognoscente y lo conocido se integran en una unidad. Y esa
unidad se llama «mundo». Esto es propiamente lo que la palabra «verdad» sig-
nifica.
En todo acto humano: en la toma de posición, en la lucha, en la actuación
y la conquista, en la ordenación y la creación, acontecen asimismo un en-
cuentro y una interpenetración, se da la constitución de un mundo. En cada ca-
so son diferentes la forma especial del acto, el valor particular que le califica,
así como sus criterios específicos. También es muy diferente la relación cuanti-
tativa entre el factor objetivo y el subjetivo. Pero siempre están presentes am-
bas, aunque sólo sea en la forma de un elemento marginal, pues lo que pro-
piamente se pretende es siempre «mundo».
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Ahora bien, esta noción de «mundo» contiene dos factores,


Por un lado, algo que está ya ahí, antes de que se constituya un «mundo»,
en el encuentro cognoscitivo, valorativo, activo entre esta cosa y este hombre.
Este mismo elemento puede ser ya, desde luego, el resultado de un encuentro;
por ejemplo, obras humanas, organizaciones, etc. Pero si retrocedemos lo sufi-
ciente llegamos a algo que es anterior a todo encuentro posible. Para designar
esto, estamos acostumbrados a emplear la palabra «naturaleza».
A ella contraponemos, en el término complejo de «mundo», aquello que es
hecho o configurado, producido. Llamemos a esto, de manera asimismo provi-
sional, «cultura».
Ahora es cuando se plantea la cuestión de que vamos a ocuparnos aquí:
¿qué es esta «naturaleza»? ¿qué es esta «cultura»? ¿son fenómenos netos e
inequívocos? ¿son perceptibles por sí mismos de una manera clara? ¿cómo se
relacionan entre sí, y con el hombre, y con el mundo»? 1.
Ambos conceptos tienen un sentido distinto en el lenguaje corriente.
«Naturaleza» significa aquí por lo pronto, de manera muy general, lo que
existe por sí mismo, sin intervención del hombre. Lo que no ha sido hecho por
éste, sino que se ha producido por sí sólo; lo que no se ha regido por propósi-
tos humanos, sino que se ha realizado siguiendo necesidades propias.
Esto permite que la naturaleza tenga diferentes caracteres de valor, según
cual sea el punto de partida desde el cual se adopte una posición frente a ella.
Puede ser algo tosco, informe, no ennoblecido, que todavía aguarda un verda-
dero trabajo que le otorgue un sentido. Es decir, representa aquello que permi-
te calificar de «salvajes», por ejemplo, a las tribus que se supone viven próximas
a la naturaleza ... También se puede considerar que el estado natural es
algo bello, .algo intacto, puro, fresco; a la actividad del hombre se la considera,
por
el contrario, como algo que mancha, que envejece, que deteriora.
Emparentado con este modo de valorar las cosas se encuentra aquél otro se-
gún el cual la naturaleza está dotada de una fuerza segura de orientación; está
impregnada de claras· tendencias .hacia la meta, la medida, la proporción. Esta
valoración penetra incluso en el ámbito de lo fundamental cuando se entiende
por «naturalidad» lo contrario de «antinatural»: es decir, cuando se la considera
como el criterio para saber lo que es justo, correcto, sano, beneficioso.

1 Estas ideas se inspiran en la profunda introducción puesta por Alfrcd Baeumler a la antología de
obras de Bachofcn, Der Mytht1s 11011 Onen» und Okzident, Munich 1926, realizada p<>r M. Schroter. En
parre reproducen ideas de esa introducción, y en parte aportan algo nuevo; inrenran comprender, ejercer
una crítica y avanzar. Yo serla incapaz de decir hasta dónde se prolonga la dependencia de mis ideas, y
dónde comienza mi 'aportación personal. Qui~iera subrayar además que se trata de «ideas
experimentales>, propuestas para ver hasta dónde se llega con ellas en el diálogo ron la realidad.
Reflexiones sobre la relación entre cultura y naturaleza ·

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En cambio, tiene una estructura distinta el concepto de «naturaleza» que la


concibe como un inicio. Este concepto aparece en todos los lugares en que se
habla de un estado primero de la vida, de un hombre, de un pueblo, o de la
humanidad en general. La vida es movimiento, movimiento orientado en un
sentido único. Tiene un estado inicial, que se realiza por el nacimiento. En la
medida en que la vida vive y se cumple, se aleja de aquel estado. Cuando se
emplea en este sentido el concepto de «naturaleza», se la entiende como lo «na-
tural», lo primitivo, lo dado sin más, la pureza esencial, lo que concuerda con-
sigo mismo y, por tanto, con las conexiones y criterios del ser intacto. A medi-
da que !a vida avanza, se separa del origen; degenera, se vuelve llena de contra-
dicciones; se hace derivada, y, por lo mismo, no natural. Cuando el estado ini-
cial 'concebido de esa manera es visto en su aspecto ético, significa la «inocen-
cia». Entonces el estado inicial en cuanto tal representa algo valioso. Al realizar-
se, la vida se separa de su primera esencia pura, se torna indigna y culpable.
Aquí ambos conceptos, la «culpa» y la «inocencia», oscilan, de una manera pe-
culiar, entre un carácter ético y un carácter óntico. -
En consecuencia, la naturaleza se convierte de nuevo en la meta del movi-
miento vital. Tan pronto como la vida ha alcanzado un determinado grado de
diferenciación, y se ha desgarrado y fatigado, tiende hacia la integración; aspira
a la simplificación y Ja integridad, a la purificación y a la unidad consigo mis-
ma. La naturaleza es entonces lo que otorga salvación y reposo, aquello que ha-
ce olvidar, que purifica y une.
Habría mucho que decir todavía, desde el momento en que entendernos ese
concepto en su antítesis a lo infranarural: es decir, a la destrucción, la decaden-
cia, el embrutecimiento; o en su antítesis a lo extranatural, a lo demoníaco; o
en su antítesis a lo sobrenatural en sentido auténtico: a la gracia, etc.
Se perfila aquí una nueva distinción, muy importante: la «naturaleza» es
concebida -sobre todo a partir del Renacimiento y de nuevo, con una resolu-
ción programática, a partir de Rousseau, Goethe, Nietzsche- como unidad
compacta de la existencia y del sentido; como totalidad que reside en sí misma
(autónoma) y que se basta a sí misma (autárquica). Más aún, aparece como lo
único existente, ante lo cual no sólo resulta imposible, sino también está prohi-
bido el recurrir a otra cosa; antes bien, se exige atenerse completamente a ella.
A esto se contrapone la conciencia cristiana, según la cual la naturaleza, por sí
sola, es algo incompleto e inauténtico, si se la mide por la imagen plena que la
voluntad divina quería hacer del mundo, tal como la revelación nos presenta
esa imagen. No sólo porque es creada y, por lo mismo, no tiene su fundamento
en sí misma, sino también por su propia esencia. Tomada por sí sola, la natura-
leza es algo antiguo; o mejor dicho, algo que todavía no posee un sentido.
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No puede subsistir en modo alguno por su propia substancia, ni apoyarse en sí


misma, sino que necesita que la revelación y la fe le otorguen una definición
última -si continuamos midiéndola por aquella voluntad última y definitiva
de Dios con respecto al mundo-. En el. mundo, tal como Dios lo ha querido,
no existe una naturaleza «pura»; tan sólo hay una naturaleza que se entrega a la
gracia y ·que de esta manera existe trascendiéndose a sí misma.
También el concepto de «cultura» se nos presenta con múltiples significa-
ciones.
En un sentido muy general, «cultura» significa lo que el hombre ha modifi-
cado, realizado, hecho, producido; unas veces designa el resultado, la obra;
otras, la situación en que el hombre avanza mediante ella: es decir, cultura ob-
jetiva y cultura subjetiva.
El concepto de «cultura» significa además una realidad axiológica: es lo dife-
rente de la barbarie. La cultura no significa aquí todo 10 que el hombre ha
hecho, .sino únicamente lo que está bien hecho. Lo que es como debe ser; lo que
se ajusta a la tarea y a la personalidad. Desde este punto de vista surge asimismo
la distinción -muy discutible, desde luego- entre cultura y civilización; es
de- cir, entre acciones y resultados que sirven a la esencia más profunda
delhombre en el mundo, y aquellos otros que se refieren tan sólo a su bienestar
externo 2.
Si la naturaleza significaba un comienzo, la cultura representa una meta. El
movimiento de la vida se separa de la naturaleza y se orienta hacia la cultura.
Esta reside, por tanto, en el futuro. Hacia él se encamina el «progreso». En
cambio, la nostalgia se orienta hacia la naturaleza.
Desde el momento en que se concibe la naturaleza como un valor, queda
asociada con la determinación dimensional de la «profundidad», y la cultura,
en cambio, con la de la «altura». Aquella adquiere el tono axiológico de la os-
curidad, de lo que cobija y aquieta. Esta, el de la claridad, de la apertura. La
vida se presenta aquí al aire libre, afrontando la lucha y el riesgo.
El ámbito de la cultura es concebido como un ámbito «humano» en sentido
especial. Cuanto rriás se asciende en él, tanto más nos aproximamos a la exis-

2 Es característico el hecho de que en otros países y en otros idiomas no exista esta distinción,
en la cual se insiste tanto en Alemania. En italiano, en francés, en inglés, lo ecivib, la civilización
significan precisamente aquello en lo cual culmina la cultura, es decir. la existencia vivida en un
humanismo noble y conformado. Falta aqul ese fondo cósmico y metafísico que la palabra tiene en
alemán. En cambio, el concepto de cultura tiene el sentido de lo humano presente, y significa una
existencia humana saturada de valores supremos; una vida y un componamicnco bellos y benefi-
ciosos para los demás. Los valores culturales, que, dado el sentido que la palabra ecultura» tiene en
alemán, quedan fácilmente con sus raíces al aire, se encuentran asentadas aqul en ia cercanía del
hombre. Continúa resonando aquí la urbanisas de los antiguos ..
Reflexiones sobre la relación entre cultura y naturaleza

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tcncia y a la obra auténticamente humanas. Pero a la vez la cultura es algo pe-


ligroso; precisamente porque está alejada de la naturaleza, de la tierra, de la
sangre, de los instintos. A esto se debe el que continuamente surja una tenden-
cia contraria, que aspira a entablar contacto con el origen. Esa tendencia pre-
monitoria nos hace presentir que, en un determinado punto, la cultura podría
sobrepasar el carácter de la humanidad que hace justicia a los valores y conver-
tirse en inhumana i. Precisamente este proceso es caracterizado en función de la
naturaleza, y así se concibe y se valora la cultura como algo «no natural»; artifi-
cial. Entonces es la naturaleza la que aparece como lo auténticamente humano:
ella promete libertad, salud, autenticidad, veracidad, belleza. La cultura se
vuelve aquí apátrida, se convierte en algo desgarrado y desgarrador, que no está
ligado a nada y que no impone ningún lazo. En cambio la naturaleza aparece
como lo único que puede devolver su núcleo esencial a los destruidos valores
culturales; como lugar, como carácter, como unidad, como orden y medida.
Finalmente el fenómeno de la cultura presenta la misma contradicción de
que antes hablamos al referirnos al fenómeno de la naturaleza. Mientras que se
concibe la cultura -especialmente a partir del Renacimiento, y sobre todo a
partir del siglo XVIII- como una totalidad autónoma y autárquica, y se exige
que nos rijamos por ella, el cristiano la concibe como algo que, por sí solo, es
incapaz de dar plenitud a su ser y a su sentido. Esta plenificación procede de
otro lado. Procede legítimamente de la gracia; con ello la cultura queda someti-
da tanto a la crítica como a la energía plenificadora de la revelación. Desde el
instante en que la cultura rechaza esto y exige una autonomía absoluta, cae en
realidad en manos de los poderes demoníacos, y ello tanto más hondamente
cuanto menos lo note o menos quiera darse cuenta de ello. Lo que acabamos de
decir nos muestra ya que entre los conceptos «cultura» y «naturaleza» se da una
relación especial. Vamos a intentar definir de un modo más preciso esa rela-
ción.

II

Los conceptos de «naturaleza» y «cultura» parecen formar juntos una de esas


conexiones cuyos miembros están referidos uno a otro por su propia esencia.
Cada uno posee su raíz propia y no se le puede deducir del otro. Cada uno lle-

J A esto podemos objetar sin duda que lo auténticamente humano no debería ser asociado
ron un concepto de medida. Quien piensa asf es un determinado tipo, el tipo «clásico•. La huma-
niélad defíniciva podrtu residir. más bien, en superar y destruir toda medida, por razón de algo or-
denado o pretendido.
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va a cabo en su propia línea la realización de su sentido especial, y hasta


cierto punto puede ser considerado con independencia del otro. Pero sólo hasta
cierto punto; en última instancia, ninguno de ellos puede ser entendido y
realizado sin la relación con el otro.
No se puede derivar la «cultura» de la naturaleza, como hace el evolucionis-
mo. La auténtica cultura comienza con un acto que suprime por su propia
esencia Ja naturaleza: comienza con el dcsligamiento del contorno vital inme-
diato y de aquella continuidad en que el individuo viviente se encuentra con lo
que le rodea. La cultura comienza liberando a lo otro, que antes estaba ligado a
la naturaleza, y remitiéndolo a su propio ser, a la auténtica objetividad t. Pero
tampoco se puede constituir la «naturaleza» a base de la cultura, como ocurre,
por ejemplo, en la concepción ingenua, según la cual el mundo sólo. adquiere
sentido cuando el hombre lo utiliza.
Ahora bien, la «cultura» no puede existir aislada en si misma; siempre está
bajo ella la naturaleza como punto de partida y como posibilidad viva y expec-
tante. De igual manera, tampoco la «naturaleza» le está dada nunca al hombre
de manera pura, sino siempre referida a la cultura. Ambas son fenómenos par-
ciales y antitéticos de un todo: el inundo del hombre.
No existe la cultura pura.
La cultura significa, en su raíz, la supresión de la relación con el mundo en
torno, en el cual el individuo viviente está en continuidad con las cosas que le
rodean; él mismo es una parte de ellas; y ellas, una parte de él. La cultura
representa la superación de la naturalidad que se da en ese estar con las cosas.
Hunde sus raíces en la realización del límite entre uno y lo otro; en la conquis-
ta de la libertad; en la percepción de lo que distingue.
Ahora bien, este estado no es posible de manera «pura». Emerge siempre de
otro, el cual existe «por sí mismo», inmediatamente: el conjunto de las necesi-
dades psíquicas y corporales dadas, el ritmo de mi existencia, la trama de todo
lo que acontece, sin que yo lo ejecute por libre elección ... Y a la vez, se rein-
corpora continuamente a ese contexto: una y otra vez el hombre viviente se su-
merge én el contexto de los efectos y las causas, de los conjuntos totales, de las
correspondencias de los fines, de la homogeneidad de las materias y energías de
la existencia. Continuamente resbala el hombre desde la «altura» del estado cul-
tural a la «profundidad» del estado natural; de la «claridad» a la «oscuridad», de
la «vigilia» al «sueño» y a la inconsciencia. Pero este paso no significa un hun-
dirse en lo que no tiene valor, sino el ingreso en un ámbito distinto de valores.

4 Esto es lo primero en el amor: el hacer libre al otro para que sea él mismo.
Reflexiones sobre la relación entre cultura y naturaleza

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La naturaleza no es sólo un material para la cultura, sino también su contrarnc-


ta viviente, que posee en sí misma su sentido.
Toda la existencia humana que transcurre en el plano de la claridad tiene su
preludio en lo profundo: el preludio del no haber nacido y del dormir. Este
ámbito no es meramente el antecedente de la auténtica realidad humana, sino
que pertenece esencialmente a la existencia humana total. Una de las aporta-
ciones más bellas de la psicología profunda consiste en haber mostrado que la
existencia en el seno materno, así como la existencia que transcurre en el sueño,
es vida real y efectiva; no sólo un paso previo, sino una fase independiente del
conjunto de la vida. Y se afirma que a esa fase corresponde una fase análoga en
la vida de la humanidad: la etapa «prehistórica». Tampoco aquí es ésta un me-
ro preludio, sino una realidad vital de índole propia, de cuya esencia forman
parte movimientos especiales de la conciencia, imágenes peculiares de valor y
formas propias de expresión: las «místicas».
La vida atraviesa un determinado acontecimiento: el nacimiento (en el indi-
viduo), y el ingreso en la historia, apartándose de aquel punto de partida (en la
humanidad). Pero de la esencia del comienzo vivo forma parte el que lo aban-
donado acompañe 'en su camino a la vida que se aleja de ello. El estado ante-
rior al nacimiento se integra, como capa inferior y sustentadora, en la concien-
cia de la individualidad que se ha desgajado de aquél. Y ese estado iría acom-
pañado de aquel período oscuro de la existencia humana anterior a la claridad
de la historia. La psicología profunda correctamente entendida dice cosas muy
hermosas acerca del recuerdo inconsciente de la vida en el seno materno y acer-
ca de cómo la mentalidad mítica continúa subyaciendo a la conciencia histórica;
ambas cosas emergen en los símbolos, en los sueños, en los sufrimientos y
conflictos empapados de sentido. Así, pues, aquellas dos fases vitales no son
simplemente algo anterior al comienzo, que desaparecería cuando la conti-
nuación comenzase a moverse, sino un comienzo vivo, que continúa acompa-
ñándonos. Son el fondo oscuro que se encuentra debajo de la conciencia clara
de la vida individual o histórica; el fondo que se manifiesta en sentimientos de
relación, de premonición y de exigencia, de vigilancia y de trabas ...
Pero aquel comienzo posee un significado más profundo todavía. No es sólo
un primer paso, con el cual lo desvalido se pone en movimiento, como estrato
originario que acompaña el proceso posterior. Por encima de esto, es además el
lugar orgánico del comienzo absoluto; del comienzo de toda finitud, comienzo
que se halla ames de todo tiempo o con el que se inicia el tiempo. Este co-
mienzo es aquel momento del decreto y de la voluntad de Dios a partir del
cual y mediante el cual surgen la finitud y el tiempo: es la creación. <~En el co-
mienzo creó Dios el cielo y Ja tierra».
Cristianismo ·y sociedad Reflexiones sobre la relación entre cultura y naturaleza

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La creación puede ser concebida de un modo puramente objetivo. Esta con- .


cepción abstracta se basa, sin embargo, en una concepción concreta, referida 'al
sujeto, es decir, en la conciencia de que yo he sido creado, junto con toda la
humanidad referida a mí. Esta conciencia posee un lugar psicológico. Se asienta
en la conciencia, antes descrita, del comienzo, la cual contiene en sí, por tanto,
diferentes capas de profundidad, a saber: la conciencia del comienzo indivi-
dual, del comienzo histórico y del comienzo de la humanidad.
Ese «entonces absoluto», concebido de esa manera, es el punto de referencia
del tiempo vivido individualmente, no del tiempo abstracto y mecánico, sino
del tiempo viviente y concreto; de la duración de una existencia real. Influye en
la totalidad de los acontecimientos de la vida. En la conciencia, en la aprehen-
sión de mí mismo, atrae a sí, ordenándolo, todo lo que ocurre, y le da así una
perspectiva. En efecto, lo que ha acontecido tanto en la historia universal como
en mi historia individua! está todavía ahí como estado real. Se halla atesorado
en la disposición de las circunstancias externas de la vida, en la acuñación del
carácter; en la configuración fisiológica y psicológica; está ahí en la subconscicn-
cia, en la memoria, entendiendo esta última palabra con todos sus diferentes
niveles ... E incluso se podría decir acaso algo lleno de sentido acerca de una co-
existencia entre lo ocurrido anteriormente en la historia y el hoy histórico. La
parapsicología parece insinuar aquí conclusiones muy curiosas, y también la
filosofía del misterio litúrgico s ...
Así, pues, cuanto mayor sea la fuerza con que aquel «entonces absoluto», el
comienzo primero, siga viviendo en la disposición correspondiente, tanto más
poderosa será la fuerza con que la materia entera de todo el acontecer vital se
ordena en torno a ello. El hombre en el que predomina esa vinculación
absolu- ta al comienzo, al entonces, siente que su vida está dominada desde
atrás. Tan· to su conciencia personal como su conciencia histórica tienen una
estructura
«memorativa» y, por encima de ella, una estructura emitológica». Esto no debe
ser concebido como una debilidad, como «infantilismo» o «romanticismo» en el
mal sentido, sino como una de las formas fundamentales de la existencia hu-
mana.
Ahora bien, ocurre que este comienzo del individuo y de la historia univer-
sal es «naturaleza» C>. Lo que ha salido de· ella y ha avanzado es «cultura». Con
esto se hace evidente que toda forma y toda fase de la cultura está impregnada
de naturaleza; y asimismo, que la naturaleza no puede ser mera «naturaleza».

l Véase R. Guardini, Das liturgúche Myste!Ímn: Die Schildgenosscn 516 (192~).


6 No hablo aquí del comienzo absoluto. El problema de su relación con las categorías de na-
ruraleza y cultura habría que tratarlo separadamente.
Cristianismo ·y sociedad Reflexiones sobre la relación entre cultura y naturaleza

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En la densidad de su concreción la historia se forma por la interacción de


ambas tendencias y direcciones de la vida: el avance hacia una meta, y el retor-
no hacia el comienzo. Sólo el entrelazamiento de ambas produce la conexión:
progreso y tradición; ruptura y veneración; invención y conservación.
En determinados períodos el poder del pasado irrumpe de una manera pre-
ponderante; son los períodos «románticos». En su sentido más profundo, estos
no significan una huida del presente o un intento de restaurar el pretérito,
aunque externamente parezcan ser eso. El hombre aspira, más bien, a lo eter-
no, pero pasando por el pasado, en la figura del comienzo absoluto.
Considerada desde este punto de vista, la «historia» no significa un conoci-
miento acerca de algo meramente ocurrido, sino que intenta redescubrir lo an-
tiguo en el ahora, por razón de que es un acercamiento al pasado absoluto
-un acercamiento tanto más poderoso cuanto más alejado en el tiempo esté
ese pasado.
La «naturaleza» es esa realidad primigenia que antecede a la conciencia, al
nacimiento, a la historia. Pero tiende a penetrar en la conciencia, en el naci-
miento, en la historia. Lo inconsciente adquiere su sentido tan pronto como la
vida asciende por sí misma a. la conciencia; tan pronto como penetra en la con-
ciencia, y le proporciona un fundamento, y se expresa en ella. Lo prehistórico
adquiere su sentido tan pronto como aparece la historia, y ello transcurre por
debajo de esa historia, de su historia, convirtiéndose en el mundo subyacente
de un mundo superior. Cuando se concibe lo oscuro como lo único auténtico, y
el cobijo en la profundidad como lo definitivo, y la prehistoricidad como la
única situación auténtica de la vida, entonces esto es «romanricismo» en el sen-
tido insano de la palabra. Pero, en verdad, todo lo que hemos llamado «natu-
. raleza» es vida. Y la vida quiere crecer. Pero el crecimiento es orientación;
orientación hacia adelante, hacia la cultura.
Aquí es donde reside el otro lugar de lo auténtico, de lo que tiene sentido:
el lugar que define la voluntad de cultura, el activismo que tiende gozosamen-
te hacia adelante. Aquí se quiere «progreso», «elevación». Valores especiales le
están reservados a ese lugar: la cultura, la claridad, la vigilancia, la lejanía, el
futuro. En su significado más profundo, tampoco este futuro es un futuro his-
tórico; no es un momento último del tiempo; es, antes bien, el polo opuesto a
ese comienzo que acabamos de describir; es «futuro absoluto».
Así como el auténtico comienzo era anterior a la historia, así el auténtico
futuro es algo con lo cual la historia -cumpliéndose en su sentido- llega a su
final: es la consumación. Por ello mismo significa un lugar en el cual está Dios
realizando un acto contrapuesto al de la creación, mediante el cual aquello que
ha cumplido su transcurso creado es introducido en· el estado en que queda
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sustraído al cambio y al devenir y a posibilidades ulteriores; ese estado recibe su


valor de su acabamiento: es lo definitivo. Y la tendencia correcta «hacia adelan-
te» no aspira, en lo más hondo de sí misma, a un simple «más» en contraposi-
ción a lo precedente; por el contrario, a través de ese algo relativo transparece el
«más» absoluto, la consumación, con la cual se detiene toda tendencia: es el es-
tado de eternidad.
Ahora bien, lo mismo que ocurría con el comienzo, tampoco esta meta se
halla en simple continuidad con el presente. Antes bien, está separada de él
por una inconmensurabilidad. En el origen esa iuconmensurabilidad se expresa
en la conciencia por el hecho de que el «comienzo» queda perdido para
siempre, es irrecuperable; la infancia ha pasado; la edad de oro ha desapareci-
do. Aquí, en el futuro, eso mismo se expresa en la conciencia por el hecho de
que la auténtica «meta» no puede ser alcanzada por el simple progreso históri-
co. El concepto, o mejor dicho, la actitud de la «tendencia infinita» encubre la
auténtica realidad o hace olvidarse de ella. En verdad aquí se da un salto. El
primer salto en el tiempo -salto que queda a nuestras espaldas y que fue dado
mediante e! comienzo- aconteció al abrir los ojos a la existencia temporal, al
emerger en el círculo cerrado de la claridad, al nacer. El segundo salto, que
todavía nos espera, acontece al cerrar los ojos, se da mediante la muerte consu-
madora, que nos hace ingresar en el estado de eternidad.
También la meta influye en la «vida» y constituye un punto de referencia
para ella. Y aunque esa meta todavía está lejos, se la presiente en verdad en ca-
da instante del acontecer histórico. El estado inicial acompañó a todos los acon-
tecimientos, subyaciendo a ellos. El estado final precede a todo lo que ocurre,
va inmediatamente delante de ello, produciendo una inquietud constante y
atacando una y otra vez la segura instalación de la naturaleza 'en su propia sufi-
ciencia. Yo no puedo vivir sencillamente en la naturaleza, pues lo que orienta a
ésta hacia la cultura, es decir, la «meta», no deja en ningún momento de hacer
valer sus exigencias.

llI
Estos dos factores se condicionan mutuamente. Tomado por sí solo, cada
uno de dios representa un valor límite, una posibilidad que sólo puede hacerse
realidad sucumbiendo.
No existe una cultura absoluta. La meta que se propuso, por ejemplo,
Wilhelm von Humboldt, que quería reducir el sueño al mínimo posible, a fin
de que la vida entera transcurriese -por aproximación- en un estado de vigi-
lia consciente y de creación espiritual, es decir, para que la vida se transformase
Cristianismo y sociedad · Reflexiones sobre la relación entre cultura y naturaleza

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totalmente en cultura, es un propósito que hoy a nosotros nos parece extraordi-


nariamente discutible y problemático. En primer lugar, es algo que se aproxima
a los límites de la posibilidad humana. En segundo Jugar, y aun prescindiendo
de ese peligro, ese proyecto nos hace darnos cuerna, cuando lo examinamos en
detalle, de que su realización no sería deseable en modo alguno. El sueño no es
sólo la interrupción de la vigilia, considerada como el único estado lleno de
sentido; no es la mera pausa en la cual se renuevan las fuerzas consumidas. El
sueño significa, más bien, que la vida penetra en la esfera de lo oscuro, de la
profundidad, del seno materno, es decir, de la naturaleza, y transcurre dentro
de ella. Ahora bien, esto constituye un estado propio que tiene un significado
peculiar. No significa la negación de la luz y de la vigilia, sino su contravalor
vivo. Representa el valor contrapuesto al avance hacia adelante, a la actividad
histórica de la cultura. Una vida sin sueños, sin ese reposar en lo profundo, sin
contacto con los .poderes fundamentales, no sería en verdad una elevación, sino
un empobrecimiento de la vida. La dialéctica de ésta habría quedado sustituida
por una simplicidad mecánica. Esa vida no sería humana. Y ello no sólo por-
que el hombre no podría resistirla, sino porque desaparecería toda esa segunda
esfera de estados y valores cuyo sentido no está referido a la vigilia, sino que re-
side en eilos mismos.
Darse cuenta de esto es importante, pues así se replica a una tendencia que
aparece en toda la historia de occidente y que, a partir del Renacimiento, ad-
quiere cada vez más fuerza: la tendencia a considerar como existencia auténtica-
mente humana, como existencia imbuida de valores verdaderos, tan sólo el es-
tado de vigilia, el estado de la actividad cultural, que se desliga del estado de
la naturaleza; a concebir la naturaleza tan sólo como objeto de la labor cultu-
ral, y el estar en la naturaleza únicamente como un momento de reposo del ac-
to cultural. Frente a esto hay que afirmar que existe, sin duda, un estado que
se contrapone, como un disvalor, al estado de vigilia: es el estado de letargo.
Peto el «sueño» es algo completamente distinto. El auténtico sueño es el contra-
polo de lo que ahora podemos denominar la auténtica vigilia, pues también
existe una falsa vigilia, a saber, la conciencia estridente, el activismo superexci-
cado, la claridad de una vida que transcurre meramente en la superficie. Mas
todo esto tiene tan poco valor como el letargo. Existen, pues, tipos diversos de
vigilia, de igual modo que hay diferentes formas de sueño. La auténtica vigilia
y el auténtico sueño son valores vivientes contrapuestos y se sostienen mu-
tuamente.
El oriente siempre ha sabido esto, y lo continúa sabiendo, aunque hoy ese
saber se encuentra ya amenazado. También a lo largo de la historia de occiden-
te parece darse ese saber, aunque ha ido quedando cada vez más reprimido
Cristianismo y sociedad

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por la violencia de la claridad. De todos modos, una y otra vez deja oír su voz,
aunque lo haga con frecuencia en formas discutibles, fantásticas, mágicas. A
menudo se entiende mal a sí mismo; y más frecuentemente aún ocurre que se
lo malentiende, pues se transforman en contradicciones lo que no son más que
relaciones contrastantes de ambas esferas. Esto resulta funesto sobre todo cuan-
do se desemboca en dualismos; por ejemplo, cuando se establece una serie de
este tipo: claridad, conciencia, altura, pureza, espíritu, valor, e incluso «Dios»;
y a esta serie se le contrapone esta otra: oscuridad, inconsciencia, profundidad,
impureza, el mal, la materia, e incluso «Satán». Los peligros de ese malentendi-
do se multiplican cuando las series expuestas se equiparan con la contraposición
de los sexos, y se ve en la primera el elemento masculino, y en la segunda el fe-
menino.
Lo que en realidad ocurre es que aquí nos encontramos con valores vivien-
tes, de tendencia contrastante, que se organizan en parejas del tipo siguiente:
auténtica vigilia y auténtico sueño; luz y -no tinieblas, sino- oscuridad; «Os-
curidad» entendida en el sentido en que hablaron de ella, por ejemplo, Miguel
Angel y Novalis. Altura, y -no el más bajo nivel del ser, sino- la esfera vi-
viente contrapuesta, a la altura: la «profundidad». Esta realidad se expresa, por
ejemplo, en la circunstancia de que, en latín, una misma palabra, el vocablo
a/tus, significa lo elevado y lo profundo, o en el hecho de que el juicio «esto es
algo profundo» tiene el mismo valor que el juicio «esto es algo elevado», aun-
que ambas proposiciones se orienten en un sentido opuesto. Ambas partes
contrastantes son formas de valor, formas de ser, formas de vida, formas de
espíritu, sólo que orientadas en sentidos diferentes.
El pensamiento se nos ha ido demasiado lejos, y ahora debemos volver
atrás.
No existe una cultura absoluta. Pero tampoco existe una naturaleza absolu-
ta. A pesar de toda nuestra nostalgia por el pasado, por la profundidad, por lo
oscuro, por lo «materno», tan pronto como nos abandonamos al movimiento vi-
tal que nos arrastra en esa dirección nos damos cuenta de que también él va a
desembocar en lo imposible; a un ámbito que ya no es «oscuridad», sino «ti-
nieblas»; que ya no es plenitud creadora, sino caos; que ya no es profundidad,
sino· abismo; que ya no es silencio, sino mutismo; que ya no es seno materno,
sino reabsorción en lo informe. Entonces ese retorno a las fuentes, a los funda-
mentos desde los cuales la vida emerge una y otra vez a la luz, desemboca en lo
«infantil», en un quedar prisioneros del comienzo ..
Hemos partido, para estas consideraciones, del fenómeno de Ja vigilia y de
su polo opuesto. Pero podríamos haber arrancado también de otro campo dis-
tinto, por ejemplo, la libertad.
Reflexiones sobre la relación entre cultura y naturaleza

173

Una vez más hay que decir que lo que importa es determinar bien los
contrastes. Estos no son libertad y ley, o libertad y coacción, sino: libertad y
destino. Ambos van juntos. La libertad sin destino es arbitrariedad dívagante;
es algo tan desprovisto de fundamento y de atraigo como la mera vigilia, y, al
igual que ella, exageradamente iluminada. Sólo el destino, sólo las conexiones
envolventes y las orientaciones dadas hacen de la libertad una libertad huma·
na, la convierten en la floración suprema de la existencia y a la vez en lo que
determina su orientación. Por el contrario, el destino sin libertad sería el fa·
tum, la fatalidad; una sorda coacción sin sentido. Sólo la libertad otorga al
destino aquel carácter especial que le distingue de la necesidad natural y lo
convierte en «necesidad en lo personal». La libertad y el destino se relacionan
entre sí como la naturaleza y la cultura. La «naturaleza» entendida, desde
luego, no en el sentido del materialismo, del positivismo o del biologismo, si-
no como forma del hombre, del espíritu. No sabemos cómo sería la pura cul-
tura, la experiencia siempre vigilante, siempre activa, siempre haciendo elec-
ciones. En cualquier caso, sería no sólo inhumana, sino antihumana.
También ignoramos cómo seria la naturaleza pura, el dormir y soñar
siempre -pues toda acción y toda experiencia transcurrirían como en sue-
ños-, sin poder escapar a su contexto inmediato, sin poder enfrentarse a un
objeto, sin dar un paso atrás y presentarse como dueño de sí mismo, y mirar
cara a cara a lo otro. En todo caso, ella significaría sumergirse en lo no huma·
no.
La pura cultura sería desarraigo, artificialidad, eliminación del instinto,
corrupción de la sangre, separación de la tierra, enfermedad y destrucción. En
cambio, la pura naturaleza sería letargo, esclavitud, abandono al impulso y a
la coacción.
Ambas realidades serían también el lugar de lo demoníaco.
Existe, en efecto, lo demoníaco de la claridad y lo demoníaco de las ti-
nieblas.
Lo demoníaco de la mala conciencia y lo demoníaco del letargo perdido.
Lo demoníaco de la voluntad incontrolada, del capricho arbitrario, y lo
demoníaco de la coacción, del abandono a las fuerzas anónimas.
Cultura y naturaleza son fenómenos correlativos; esferas contrastantes, rela-
tivas al hombre concreto y a su mundo concreto.
La cultura es siempre cultura humana, es decir, cultura vinculada con La
naturaleza: es diferente de La artificiosidad del intelectualismo, del ericismo,
del esteticismo, etcétera.
Y la naturaleza es siempre naturaleza humana, es decir naturaleza ordena-
da a la cultura; diferente de la existencia meramente orgánica, vital, racial; en
Cristianismo y sociedad

174

suma, diferente de la existencia naturalista, cualquiera que sea el calificativo


que se le añada.
A pesar de todo lo que se ha dicho sobre este tema en la época más recien-
te, lo cierto es que la realidad en la cual reposan los valores supremos y en la
que se toman las decisiones últimas, es el espíritu. Claro está, el espíritu vivien-
te. No esa caricatura a la que, desde Nietzsche, se califica de espíritu: el con-
cepto, la forma, la conciencia crítica, el cálculo organizador, el dominio de lo
real, y tantas otras cosas, sino el espíritu viviente, que encierra en sí orden y
creación: frialdad en la mirada de conjunto, y profundidad en la pasión; domi-
nio y entrega; libertad y destino. ¿Cómo se relaciona este espíritu con esos dos
ámbitos de que hemos hablado, la cultura y la naturaleza?
El espíritu vive tanto en la claridad de la conciencia vigilante como en la os-
cura profundidad del sueño. El sueño es un fenómeno humano, no un fenóme-
no «corporal». Para los antiguos, y todavía para la gente del pueblo, el sueño es
aquel estado de la vida en el cual el alma se aproxima a las potencias domina-
doras del destino y a las almas de Jos otros hombres, el lugar en que el alma
encuentra los símbolos que interpretan el sentido del ser 1. Para la revelación
del antiguo y del nuevo testamento el dormir y el soñar representan una esfera
en la que Dios puede aparecer, lo mismo que puede hacerlo en la vigilia, sólo
que de otra manera. También esta esfera es, por tanto, una esfera del espíritu.
El sueño constituye una parte muy amplia de la vida humana. Más de la mitad
de ésta la pasamos durmiendo. No es, en consecuencia, un estado negativo. Se
podría descubrir toda una axiología del sueño, entendido como la profundidad
oscura y fontanal.
¿Y es que acaso en el juego de los instintos, con los cuales el corazón regula
continuamente la relación entre un hombre y otro hombre, hay menos
«espiritu» que en el trabajo de los pensamientos? Hay tanto como en él, e igual
de profundo, sólo que de otro género. Y, a la inversa, el concepto formalizado
está tan alejado del espíritu realmente viviente como lo está el impulso ciego;
la violación mecánica de la vida está tan lejos del espíritu como el salvajismo
desenfrenado.
Lo que antes hemos llamado naturaleza, es decir, la naturaleza humana, está
tan cerca y tan lejos del espíritu viviente como lo que hemos denominado cultura.
El criterio supremo para juzgar una realidad es, sin. embargo, indudable-
mente el siguiente: ¿a qué distancia se halla de Dios? ¿qué tipo de encuentro
con Dios y de aprehensión de Dios hace posible?

7 En un plano científico, el psicoanálisis parece confirmar mucho de esto que decimos, tan
pronto como se supera su corteza materialista.
Reflexiones sobre la relación entre cultura y naturaleza

175

Si examinamos los caminos que los diferentes hombres recorren para ir hacia
Dios -los hombres dotados de una intención indudablemente pura, y los ca-
minos que conducen realmente a_ Dios-, vemos cuán diferentes son esos cami-
nos. Ahora bien, esa diversidad resulta muy instructiva, si nos dejamos instruir
por ella. Hay quien piensa (son muchos, pero, por citar un nombre, digamos:
Soren Kierkcgaard): si quieres llegar a Dios, aléjate de toda realidad natural in-
mediata; del mar y de la montaña, del árbol y del animal, del contexto de la
vida humana, del arte y del mundo de los hombres. Retírate a la soledad del
«tú mismo contigo mismo»; a la soledad del espíritu desligado, que sabe y que
decide. De allí arranca el camino que lleva a Dios ... Otros dicen, con la misma
pureza, y con la sabiduría de la experiencia (representérnoslos en Dostoievski):
atente al contexto de la naturaleza; abraza las cosas, pues son criaturas de Dios;
aprende de ellas, pues no hao cometido ningún pecado; mantente vinculado al
pueblo y a su sencilla proximidad a la naturaleza. Todo esto purifica para el
amor; de ahl parte el camino que lleva a Dios ... Los primeros tienen razón, y
también la tienen los segundos, si no pretenden que su razón sea absoluta.
Tanto en un caso como en otro hay camino; cada uno de ellos lleva a Dios, si el
hombre se apoya en el espíritu justo, en el amor. Y cada uno de ellos aleja de
Dios y lleva al paganismo, a lo demoníaco, si se lo entiende de manera errónea
y equivocada.

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