Según el poeta griego siciliano Estesícoro, en su poema la Canción de Gerión, y el geógrafo griego Estrabón,
en su libro Geografía (volumen III), las Hespérides estaban en Tartessos, un lugar situado en el sur de la península
Ibérica. Apolonio de Rodas, por su parte, situaba el jardín cerca del lago Tritón, en Libia.
El Jardín de las Hespérides era un huerto propiedad de Hera, donde crecían manzanas doradas que
proporcionaban la inmortalidad. Los manzanos fueron plantados de las ramas con fruta que Gea había dado a Hera
como regalo de su boda con Zeus. A las Hespérides (las mélides o ninfas de los árboles frutales: Hesperetusa, Egle y
Eritia, hijas del titán Atlas) se les encomendó la tarea de cuidar de la arboleda, pero ocasionalmente recolectaban la
fruta para sí mismas. Como no confiaba en ellas, Hera también dejó en el jardín un dragón de cien cabezas llamado
Ladón como custodio añadido.
Según algunas versiones, Heracles, en su undécimo trabajo (robar las manzanas de este jardín), se encontró
con Atlas, el titán conenado a cargar el peso de los cielos, quien dijo saber dónde encontrar el jardín y que se ofreció a
traerle las manzanas a cambio de que sostuviese el peso de los cielos mientras tanto. Al regresar con los preciados
frutos y no querer volver a su condena de cargar la cúpula celeste sobre sus hombros, Atlas dijo que él mismo llevaría
las manzanas a Euristeo, pero Heracles le engañó pidiéndole que sujetase el cielo un momento para que pudiera
colocarse su capa sobre los hombros, a lo que éste accedió. Entonces Heracles tomó las manzanas y se marchó.
Grecia siempre ha sido un país pobre, sin grandes extensiones de tierra fértil. Este hecho originó la
emigración a través del mar hacia oriente y occidente. Había también razones políticas: en los estados de
gobierno aristocrático había gran descontento entre los desfavorecidos, de modo que las gentes buscaron mejorar sus
condiciones de vida en otras tierras. Los griegos se interesaron por dos zonas del occidente mediterráneo: el sur de la
Galia (por el comercio interior a través del río Ródano), y el estrecho de Gibraltar, por donde llegaban, desde Gran
Bretaña y desde el interior de la Península Ibérica, metales como el estaño, que tenían gran importancia para la
industria metalúrgica.
Entre los siglos VIII y VI a. C., el Mediterráneo fue viendo cómo los griegos iban creando una serie de colonias,
de manera que, salvo la zona de influencia fenicia y cartaginesa, el Mediterráneo se convirtió en un mar griego. Los
griegos colonizaron hacia el siglo VI a.C. la costa oriental de la Península: Rhode (Rosas), Emporion
(Ampurias1), Hemeroscopeion (Denia), y denominaron Iberia a ese territorio por las tribus que lo habitaban
(los íberos), y el río Íber (posiblemente el Ebro).
En cambio, las fuentes latinas utilizaron el término Hispania, de posible origen fenicio-cartaginés (y-
spny -"costa del norte"-). Los comerciantes fenicios habían establecido factorías en las islas Baleares y en la
zona meridional de la Península, siendo Gadir o Gades (Cádiz), el enclave que se considera más antiguo de
España. Aunque no está totalmente admitido, se ha querido ver en el nombre de Hispania una evolución de
un topónimo fenicio o hebreo que significaría "tierra de conejos" por la abundancia de este animal en estas
tierras. Además, todavía en el siglo I a.C., el poeta romano Catulo se refería a la Celtiberia (interior de la
Península habitada por tribus celtas) como "cuniculosa", es decir, abundante en conejos.
1 Ampurias, cuya fundación es de alrededor del 600 a. C., es el establecimiento griego más conocido de la península
ibérica. En el año 218 a. C., Ampurias se usó como primera base militar romana. Los griegos, temerosos de la
competencia comercial y política de los cartagineses, llamaron a los romanos y les abrieron sus puertas. Con el
tiempo, el campamento romano se convirtió en otro núcleo urbano, añadido al asentamiento griego.
Hacia el 226 a.C., un año después de la fundación de Carthago Nova (actual Cartagena) y ante la
expansión de los púnicos en la Península, Roma promovió la firma del llamado Tratado del Ebro, por el cual
ese río marcaba el límite de la expansión cartaginesa hacia el norte. Pero la concordia entre ambas
potencias duraría muy poco. La toma por parte del líder cartaginés Aníbal de la ciudad de Sagunto (219
a.C.), que algunas fuentes romanas situaban al norte del Ebro, fue considerada por Roma como casus belli y
al año siguiente comenzaron las hostilidades de la que conocemos como Segunda Guerra Púnica (218-202
a.C.).
Durante ese conflicto, las primeras tropas romanas desembarcaron en la Península. Lo hicieron en
Emporion (Ampurias), desde donde se dirigieron hacia el Ebro y fundaron la ciudad de Tarraco (Tarragona),
como un importante asentamiento en la costa. En esa época, Roma se limitaba a causar problemas a los
cartagineses en su retaguardia, ya que el conflicto principal se desarrollaba en tierras italianas.
Sin embargo, tras algunos reveses en el sur de la Península, Roma decidió enviar a uno de sus
militares más importantes, Publio Cornelio Escipión (el Africano), para invadir territorios cartaginenses y,
gracias a un ataque inesperado, Carthago Nova fue tomada y la propia Gades (Cádiz) se entregó a los
romanos en el año 206 a.C. tras la victoria de Escipión el Africano en Ilipa, fecha que se toma como el fin de
la presencia cartaginesa en la Península y el comienzo de la romanización. Cartago sufriría la invasión de su
propio territorio, en el Norte de África, que sería prácticamente arrasado por Roma. Su capital será
destruida con tal ensañamiento, que quedará como ejemplo de castigo a los que se oponían a Roma
(Cartago delenda est).
En las Guerras Púnicas el prestigio personal alcanzado por el general romano Escipión mantuvo la
influencia romana en España. Pero poco después empezaron las rebeliones de los pueblos de la Bética y,
especialmente, de los celtíberos de la Meseta, que querían preservar su independencia y modo de vida más
orientado a actividades nómadas y ganaderas o, con frecuencia, al pillaje.
3. Romanización y conquista
Por romanización entendemos el proceso de conquista e imposición de los principios de
administración, cultura, organización social y autoridad militar a los pueblos que habitaban la Península por
parte de Roma. Fue un proceso largo e implacable que comenzó cuando los romanos derrotaron a los
cartagineses (hacia el 206 a. C.), y que no terminará, oficialmente, hasta el sometimiento de los pueblos
cántabros y astures en el 19 a. C.
A comienzos del siglo II a.C., concretamente en el año 197 a.C., los territorios conquistados por
Roma en la península ibérica se extendían por la costa oriental (Hispania citerior) y por la zona meridional y
regiones del interior (Hispania ulterior). Antes de retirarse de la Península, Escipión había organizado la
fundación de un enclave romano, concretamente en Itálica (cerca de Sevilla), que pronto actuaría como
centro de romanización.
Durante la primera mitad del siglo II a. C. el cónsul romano M. Porcio Catón trató de atraerse a la población
celtíbera y, posteriormente, T. Sempronio Graco se dio cuenta de que la única política posible era la de asimilación.
Para ello fundó una ciudad en el valle del Ebro. Además, se procuró atender a sus quejas sobre algunos gobernadores
codiciosos o crueles.
Con la conquista de Numancia se consolidó la presencia romana en la Meseta, y por esas mismas
fechas una expedición alcanzaba el territorio de la actual Galicia.
De una manera lenta pero imparable, las lenguas autóctonas (como el íbero) dieron paso al
predominio absoluto del latín como lengua de comunicación. Se han conservado, sin embargo, monedas
con doble nomenclatura para algunas ciudades.