La ciudad clásica, más que un factor del desarrollo del mundo antiguo, es
prácticamente un actor, un protagonista que condiciona los eventos, los
define y encauza. Es un soporte activo que permite ciertos usos inéditos de sus
espacios, que crea órganos para responder a las nuevas funciones y al mismo
tiempo desarrolla funciones para lugares hasta allí indefinidos.
La presente exposición intentará aclarar parte de estos hechos, así como las
formas de traspaso entre las civilizaciones que hoy llamamos clásicas, Grecia y
Roma, y que no son necesariamente universales. Recordemos, por ejemplo,
que cuando un francés como Lavedan o Patte habla de ciudad clásica se
refiere a lo que en otros contextos entendemos por ciudad barroca. Asimismo,
intentará poner en evidencia los rasgos verdaderamente innovadores de
algunos de estos centros urbanos.
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A este respecto, Jean Louis Harouel menciona que, para Grecia, “ la noción
de ciudad/comunidad no se confunde con aquella de ciudad/construcción.
La polis es ante todo una comunidad de ciudadanos, una asociación de
carácter moral, político y religioso. Es un concepto que tiene su nacimiento en
una sociedad rural, de habitat disperso, y las asociaciones políticas que en ella
se forman (sinecismos) eran, en el origen, independientes de toda forma
urbana.” Evidentemente, al poco andar, la polis va a suponer una forma física
de ciudad, pero incluye también bajo su alero el territorio que la soporta y una
cierta forma de organización social. La ciudad, en el pensamiento griego, no
es sino tardíamente una preocupación morfológico- espacial. Mucho antes lo
es desde un punto de vista social. De la Polis, dice Aristóteles, que va a
conformarse en el gran teórico del urbanismo de la Grecia antigua (entre
muchas otras preocupaciones, por cierto), que “es un cierto número de
ciudadanos, de modo que debemos considerar a quién hay que llamar
ciudadanos y quién es ciudadano...”. Continúa, “llamamos pues ciudadano
de una ciudad al que tiene la facultad de intervenir en las funciones
deliberativa y judicial de la misma y ciudad, en general, al número total de
ciudadanos que basta para la suficiencia de la vida”.
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El Foro, en cambio, es, como dice Harouel, a la vez mercado, lugar de reunión
y encuentro, y centro de la vida pública. El foro es también centro de la vida
religiosa. Es, en resumen, lo más parecido a lo que actualmente llamamos
plaza, o al menos a aquello que llamábamos plaza antes de el espacio
público muriera (como dice Walter A. Noebel) y que estuviéramos a punto de
dar a luz algo distinto.
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Así, Urbe y Orbis se vinculan por una serie continua de foros, vías, puertas y
controles que contrastan campo y ciudad en términos defensivos (la existencia
de una muralla), pero que pertenecen a un vasto mundo gobernado en forma
centralizada. He aquí un asunto, el del tránsito fluido entre las ciudades y sus
espacios públicos, que condiciona la vida del foro hasta en sus detalles más
íntimos: el kohol perfumado de Egipto con el que las patricias romanas
maquillaban sus ojos o las pelucas rubias de las nórdicas con las que se
ataviaban, o el aprecio por el refinamiento culinario de oriente, etc.
Ya que está planteado este tema del límite en las ciudades clásicas, y
dejando de lado por un instante su relación con el espacio público, se
justificaría proponer algunos puntos. El primero dice relación con la cualidad
expansiva de la grilla hipodámica si se le compara con la ciudad romana.
Recordemos que Mumford menciona que “a diferencia de la ciudad griega,
en la que la muralla era a menudo una idea tardía, la ciudad romana
comenzaba por la muralla”. Esto es cierto, y de hecho la segunda etapa del
rito fundacional de ciudades romanas que mencionamos, la delimitación,
supone comenzar por definir, primero religiosamente y luego en forma física,
un límite rectangular que luego se subdivide. Este claramente no es el caso de
las ciudades griegas que más bien resuelven el tema defensivo con la elección
de un emplazamiento, una meseta de bordes escarpados, en la que la grilla se
extiende hasta que se enfrenta con el límite natural. Mientras que la ciudad
romana es una unidad ortogonal autocontenida, cuyos bordes son
claramente identificables y forman parte del modelo, la ciudad griega es más
bien un planteamiento teórico sobre la grilla como forma superior que luego se
adapta, se recorta podríamos decir, de acuerdo a las particularidades del
emplazamiento.
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En este sentido, hay que recordar que es posible ver también una diferencia
importante entre Grecia y Roma. Tal como nos recuerda Mumford, “las
instituciones características que contribuyeron a hacer memorable la ciudad
helénica, el gimnasio y el teatro, derivaban en última instancia de una fuente
religiosa: los juegos funerarios, los rituales de primavera y de cosecha”. En
cambio, en el caso de los grandes equipamientos romanos, la mayor parte de
ellos, como el Circo, el teatro y el particularmente el anfiteatro o Coliseo
habían perdido esa connotación religiosa y se habían transformado más bien
en divertimentos para la satisfacción de las masas aglomeradas en las urbes.
Roma, y la provincia urbanizada, se transformaban en centros en que el
espectáculo, frecuentemente sangriento, se extendía como parte de una
cultura urbana por el mundo.
¿Qué nos queda hoy de esta ciudad clásica en el mundo que habitamos?
Evidentemente, existen huellas de ella en nuestros trazados, para comenzar
por lo más evidente. Las ciudades españolas en América, con esa misma
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Las mismas plazas de Armas españolas en América deben ser lo más parecido
en el mundo moderno que podamos encontrar a un Foro romano. La
convivencia en ellas de Cabildo, Catedral, comercio e instituciones recuerdan
claramente la síntesis de la que hablamos.
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