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La Ciudad Clásica: de la polis a la Urbe


Por Ricardo Abuauad

La ciudad es probablemente la mejor, más completa y rica de las obras del


hombre en cuanto a ser gregario. Es seguramente también su mayor
patrimonio artístico, intelectual y económico. Es, sin duda, también el principal
factor de desarrollo, si se le considera responsable de ese “roce” que estimula
y marca el crecimiento y cambio de un grupo humano. De todas ellas, las
ciudades de la historia, sin duda es a la ciudad clásica a la que se le atribuye
mayor capacidad de actuar en conjunto con sus ciudadanos para estimular lo
que varios autores llaman el “ciclo del excedente productivo”. Este ciclo no es
otra cosa que la explicación de la interdependencia entre crecimiento
económico, urbanización y cambio cultural, y pasa necesariamente por el
sedentarismo y la convivencia en un territorio acotado, una ciudad.

La ciudad clásica, más que un factor del desarrollo del mundo antiguo, es
prácticamente un actor, un protagonista que condiciona los eventos, los
define y encauza. Es un soporte activo que permite ciertos usos inéditos de sus
espacios, que crea órganos para responder a las nuevas funciones y al mismo
tiempo desarrolla funciones para lugares hasta allí indefinidos.

Tal vez lo más importante de la ciudad clásica sea su impacto en el posterior


desarrollo de la ciudad en occidente. Los elementos que en ella aparecen, las
formas de convivencia, sus trazados y orientaciones, sus instituciones y técnicas
son el cimiento de una buena parte del quehacer urbano hasta nuestros días.

La presente exposición intentará aclarar parte de estos hechos, así como las
formas de traspaso entre las civilizaciones que hoy llamamos clásicas, Grecia y
Roma, y que no son necesariamente universales. Recordemos, por ejemplo,
que cuando un francés como Lavedan o Patte habla de ciudad clásica se
refiere a lo que en otros contextos entendemos por ciudad barroca. Asimismo,
intentará poner en evidencia los rasgos verdaderamente innovadores de
algunos de estos centros urbanos.

Tal vez lo primero a lo que debamos abocarnos es a la discusión sobre los


verdaderos orígenes de la ciudad clásica. Es ciertamente la polis un invento
griego. Pero, y para ser más precisos, habría que interrogarse sobre qué parte
exactamente de aquello que llamamos polis es ciertamente un aporte nuevo
si se le compara con los tres milenios de vida urbanizada que podemos
analizar en la fértil medialuna.

Hasta antes de las verdaderas excavaciones científicas en la antigua


Mesopotamia, ciertamente se consideraba al griego Hipódamos de Mileto
(siglo V A.C) el inventor de la ciudad en grilla ortogonal. Aristóteles lo indica
claramente en la “Política”: “Hipódamos de Mileto, que inventó el trazado de
las ciudades y diseñó los planos del Pireo...” lo llama. Si queremos ser
completamente rigurosos, ninguna de las dos afirmaciones es completamente
cierta, o, al menos, requieren ser puestas en un contexto. Evidentemente
Aristóteles se refiere, cuando menciona aquello del invento del trazado de las

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ciudades, al rol tradicionalmente atribuido a Hipódamos como inventor de la


ciudad en grilla ortogonal orientada, que hasta el siglo XIX casi no es puesto en
duda.

Sabemos hoy con certeza que este trazado es considerablemente más


antiguo, y que los griegos lo conocieron bien en algunas de las muchas
manifestaciones que tuvo en el Mediterráneo Oriental. Ciertamente los planos
de Kahún, en el antiguo Egipto, del 2500 AC, o los de Tell El Amarna, capital de
Akhenaton, muestran que la adopción de un patrón geométrico de esta
naturaleza era ya un hecho cierto mucho antes de los griegos. Particularmente
posible es, por los conocidos contactos que los griegos tuvieron con él, la
influencia del urbanismo mesopotámico, especialmente de la misma
Babilonia, otra ciudad de gran tamaño construida en base a un patrón en
grilla.

Otro aspecto en el que la ciudad clásica se considera claramente avanzada


con respecto al pasado en el Mediterráneo Oriental es aquél que dice
relación con el invento del espacio público participativo, democrático. En este
sentido, debemos también recordar que las mismas ciudades del Antiguo
Egipto y Mesopotamia poseen, a veces en su centro y frecuentemente en su
periferia, cerca de las puertas, explanadas de diversos tamaños en los que es
posible suponer variados grados de interacción ciudadana. El Antiguo
Testamento, por citar una fuente, es rico en las referencias a esta interacción
en la densa trama de estas ciudades orientales, que nos aleja del estereotipo
simplista que nos ha hecho verlas como entes controlados hasta la más
mínima de sus funciones, en los que la convivencia prácticamente no existe.

Si la ciudad clásica es heredera de la oriental en su forma, en su trazado, en su


orientación; si Hipódamos de Mileto no inventa el trazado ortogonal (que
conocemos hoy, de hecho, como trazado hipodámico); si, de hecho, el
espacio de intercambio y convivencia sí existe de alguna forma en el oriente,
¿en qué radica el aporte y la originalidad particulares de este momento
histórico en el desarrollo de la ciudad? A la respuesta a esta pregunta
querríamos referirnos básicamente en esta presentación.

Propongo comenzar por algunas definiciones básicas que nos ayudarán a


mejor comprender las características de estos centros habitados. Según Arnal,
“tal como el latín tiene un probable origen para su cívitas, a la polis griega no
se le conoce el origen. Los etimologistas apuntan al verbo polew (poléo), que
significa voltear la tierra con el arado, girar, dar vuelta. En analogía con la urbs
latina, que se ve relacionada con orbis, que significa círculo, con referencia a
la ceremonia de trazado de las murallas, que se hacía con el arado y en forma
inicialmente circular. Sea ese su origen o no, ahí tenemos la poliV (pólis), con
un significado muy preciso”. También menciona el mismo autor, aclarando el
campo particular sobre el cual actúa el concepto de polis, que “... los griegos,
que a diferencia de los romanos no usaron un nombre para denominar el
territorio y las construcciones (urbs) frente a otro para nombrar a los
ciudadanos (cívitas), tuvieron siempre clara la subordinación de la polis física a
la polis humana. En efecto, a la asamblea de los ciudadanos se la llama

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también la polis, y lo mismo al conjunto de todos los ciudadanos, y al estado


constituido no importa si por una o por muchas ciudades. “

A este respecto, Jean Louis Harouel menciona que, para Grecia, “ la noción
de ciudad/comunidad no se confunde con aquella de ciudad/construcción.
La polis es ante todo una comunidad de ciudadanos, una asociación de
carácter moral, político y religioso. Es un concepto que tiene su nacimiento en
una sociedad rural, de habitat disperso, y las asociaciones políticas que en ella
se forman (sinecismos) eran, en el origen, independientes de toda forma
urbana.” Evidentemente, al poco andar, la polis va a suponer una forma física
de ciudad, pero incluye también bajo su alero el territorio que la soporta y una
cierta forma de organización social. La ciudad, en el pensamiento griego, no
es sino tardíamente una preocupación morfológico- espacial. Mucho antes lo
es desde un punto de vista social. De la Polis, dice Aristóteles, que va a
conformarse en el gran teórico del urbanismo de la Grecia antigua (entre
muchas otras preocupaciones, por cierto), que “es un cierto número de
ciudadanos, de modo que debemos considerar a quién hay que llamar
ciudadanos y quién es ciudadano...”. Continúa, “llamamos pues ciudadano
de una ciudad al que tiene la facultad de intervenir en las funciones
deliberativa y judicial de la misma y ciudad, en general, al número total de
ciudadanos que basta para la suficiencia de la vida”.

Entre el urbanismo griego y el romano verificamos la continuación de casi


todos los principios fundamentales que subyacen en el primero. Roma es
heredera directa de la imagen de ciudad griega, aún cuando aparece en el
lenguaje una distinción muy interesante. Como mencionamos, en el latín
clásico nunca se confunden la cívitas (el conjunto de los ciudadanos) y la urbs
(la urbe). Recordemos lo que dice Jorge Manuel Casas al respecto, citando a
su vez a Varrón, bibliotecario de Augusto: “la palabra urbs viene de orbis,
porque las ciudades "se edificaban de forma circular (se refiere más bien a la
ciudad espontánea). El procedimiento consistía en arar un surco que
designaba el sitio de emplazamiento de la muralla. La muralla constituía un
espacio escénico artificial, el de la urbe, y a la vez inscribía la ruptura como
primer signo de lo urbano: con la muralla los hombres se dan un espacio
exclusivo para sí mismos, un espacio propio para la apropiación del espacio,
enajenado de la continuidad de la naturaleza y del imperio de sus potencias
sobrenaturales ....” Por otro lado, la cívitas se entiende como el conjunto de
ciudadanos integrantes de una ciudad o estado. Tenemos entonces que el
mundo romano introduce una segunda manera de entender la vida en
comunidad, que alude mucho más directamente al problema espacial del
asentamiento, y que se designa como Urbe. Los griegos, que, como dijimos
diferenciaban comunidad de construcción, entendían la polis, básicamente,
como una comunidad de ciudadanos que habita un territorio del que ha
elegido una porción acotada, que le permite la autarquía. Para los romanos,
en cambio, la sociedad civil, con sus reglas y sus formas de organización, es
sólo la mitad de un todo que se completa por la noción de ciudad como un
artefacto físico, con sus técnicas y su formas de planeamiento, con sus redes y
sus equipamientos e instituciones claramente identificables. Livio, distinguiendo
claramente ambas, afirma que”la civitas aumenta porque se extiende la urbs”.

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Tal vez el aspecto más interesante de esta comparación entre la ciudad


griega y la romana tenga que ver con las diferentes formas de interpretación
que sus trazados nos sugieren. Como se mencionó, ambas, a partir de un cierto
momento de desarrollo (que coincide con la expansión colonial), se remiten
más bien al trazado de grilla ortogonal dejando en el pasado las formas de
crecimiento agregativo y espontáneo. El trazado Hipodámico en los griegos y
el castrum romano aluden, al menos en apariencia, a una forma de orden
muy similar y, en palabras de Aristóteles, superior. Recordemos que dice de
Hipódamos que “fue el primero que sin ser político intentó hablar del régimen
mejor”. Se refiere naturalmente a la grilla ortogonal en el plan de las ciudades
que propone, ciertamente, pero lo interesante de ello es que su evaluación
moral supone que este modelo es (a pesar de no ser Hipódamos un político)
una forma más elevada de vida colectiva.

A pesar de haber adoptado la grilla ortogonal como forma urbana por


excelencia, griegos y romanos la utilizan por razones diferentes. Para los
griegos, ella responde a una búsqueda de orden en el sentido platónico,
entendiendo este orden como un arquetipo supraterrenal que es aludido y
encarnado por sus manifestaciones terrestres, una concepción abstracta,
metafísica, del ideal urbano. Es en este sentido que Hipódamos recobra su
lugar protagónico en la historia del urbanismo: en el haber hecho coincidir una
forma urbana preexistente, que no inventó, con claros antecedentes en el
mundo oriental, con una innegable aspiración de orden del mundo griego que
encuentra en la grilla la manera de hacer reinar la razón en el aleatorio plan
de las ciudades anteriores. Hipódamos no inventa el plan ortogonal, pero sí lo
invoca como una forma elevada y superior de orden, y responde con ello a
una necesidad de su tiempo. No creo equivocarme si, citando a Lavedan,
planteo que, inscrito como está Hipódamos en la ciencia Jónica, su plan en
grilla ortogonal puede entenderse como un modelo de comprensión de una
realidad mucho más compleja (la de las relaciones urbanas) de la misma
manera en que Xenócrate, también inscrito en la ciencia jónica, ejemplifica
para sus conciudadanos las relaciones entre dioses, semidioses y hombres
comparándolos, respectivamente, con triángulos equiláteros, isósceles y
escalenos. Lo mismo hace Anaximandro con un perfectamente equivocado
pero creíble modelo astronómico que explica la interacción entre el Sol, la
luna y las estrellas como cuerpos que giran en torno al cilindro de la Tierra.
Estos modelos geométricos, abstractos pero coherentes, igual que la grilla
hipodámica, vienen a imponer un orden allí donde no existían las
explicaciones racionales. El cosmos, la relación de los hombres y los dioses y la
vida urbana aparecen ante los ojos griegos como realidades difíciles de
organizar y someter a la razón, y los modelos geométricos, a los que la ciencia
jónica recurre con frecuencia, resultan ser herramientas de comprensión de
una manera no muy diferente a las maquetas que nuestros alumnos de
arquitectura utilizan para mejor comprender las variables de un entorno
complejo.

Si describimos de esta manera la grilla hipodámica griega, este mismo plan


ortogonal tiene, ciertamente, en Roma, una connotación diferente. Si bien el
traspaso cultural desde Grecia es evidente (basta para ello analizar las
innumerables colonias helénicas en la península itálica), el imperio acoge la
ortogonalidad del trazado por las mismas razones por las que varios siglos más

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tarde lo hará la corona española: la facilidad de implantación de este patrón


como esquema fundacional en ausencia de mano de obra calificada. Para
Roma, la expansión y conquista del mundo supone una serie de medidas de
organización e infraestructura que se imponen sea cual sea el contexto
geográfico del que se trate: la administración, las vías, los acueductos y las
ciudades idénticas unas a otras son parte de este esquema. ¿De qué otra
forma, de hecho, podría administrarse un imperio de estas dimensiones? Los
romanos, como dice Chueca Goitía “buscaban las soluciones simples y claras
que han preferido siempre las grandes empresas coloniales”. Nada hay más
simple que la grilla, y más eficiente. De hecho, y pesar de que claramente es
un ritual de origen religioso, el mismo rito de fundación de ciudades romanas,
con sus cuatro etapas de iniciación, delimitación, orientación y consagración,
es una muy útil herramienta de perpetuación del modelo: el resultado de este
procedimiento genera siempre la repetición de la grilla. Así, Roma logra
transformar el muy irregular y diverso mapa físico del imperio en un plan en el
que las redes (vías) vinculan nodos (ciudades) de características y escalas
variadas pero de concepción y orientación similares. Innegablemente, una
estrategia imperial de orden y administración eficientes que permiten la
supervivencia del modelo por varios siglos.

A pesar de todo lo anteriormente dicho, las similitudes entre Grecia y Roma en


el plano urbano son innegables. El traspaso de una a otra es fluido y, a pesar
de las transformaciones conceptuales de los que son objetos, casi todos los
elementos constitutivos del mundo helénico encuentran un eco en el imperio.

Sin embargo, existe un aspecto diferenciador que, de haber sido visitantes de


esas ciudades, digamos, en el ocaso de una y el surgimiento de la otra,
habríamos notado sin duda: la noción de belleza. Sobre ese aspecto, que está
arraigado en lo más profundo del ser cultural de un pueblo, la variación es
clara. Creo que la mejor manera de explorar la noción griega de belleza es
recordar a Xenofón, que, en su libro “Economías” alude a “la belleza del
calzado bien alineado, la belleza del manto, de los cubiertos en la mesa, en
fin, la belleza de las cacerolas ordenadas con inteligencia y simetría”. ¡Qué
distinta visión de lo que ha sido considerado bello en el Mediterráneo Oriental
que aludíamos antes, y que distinta de la belleza romana! Esta belleza griega
de Xenofón no se entiende como la búsqueda de la divinidad en la Tierra, de
lo grandioso, como en Egipto, sino que es el resultado (de nuevo Platón) de la
encarnación terrena de un ideal superior no divino y que, como no es divino,
puede manifestarse en cualquier cosa, en un zapato, en un manto, en una
escultura y ciertamente en la arquitectura, en la medida en que en ellas haya
“inteligencia y simetría”. ¿Hay belleza en el antiguo Egipto en las cacerolas y
en los cubiertos en la mesa? Creemos que no, porque es recién a partir de
Grecia que la belleza, si bien puede encontrarse en las representaciones de los
dioses, no es exclusivamente divina.

Roma, práctica y preocupada de la administración del vasto imperio que elige


gobernar, maneja una visión de belleza claramente funcional a este propósito:
la belleza monumental. Esto, en palabras simples, no es sino la transformación
de las acciones urbanas en vehículos de comunicación para acentuar el
prestigio del imperio, cargados como están de varios simbolismos de entre los

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cuales el más significativo es el del poder y la estabilidad. Una serie de


ejemplos ilustran esta cuestión: abundan los modelos de edificios griegos que,
cuando pasan a Roma y sufren el consecuente cambio de escala, pierden la
cualidad doméstica y pasan a ser piezas en el gran conjunto. Sin embargo, la
acción más clara al respecto es la transformación del plan urbano
(especialmente su espacio público) en un conjunto significante que apela
permanentemente a las glorias y victorias militares. Como dice Paolo Sica,
refiriéndose a Roma, “en armonía con el ceremonial...., la arquitectura
celebrativa desarrolla una parte importante de la comunicación social – el
templo del Dios Emperador, el hipódromo, el arco de triunfo, la columna
historiada- que equivalen a las consolidaciones genealógicas realizadas por la
literatura (la Eneida relaciona al rey y a la ciudad con un origen mítico)”.
Luciano afirma, también a este mismo respecto, que “un hombre que ama las
riquezas y que se extasía ante el oro y mide la felicidad por la púrpura y el
poder...” “debe vivir en Roma, porque en ella cada calle y cada plaza están
llenas de las cosas que más aprecia”. El poder que la ciudad romana exuda (y
Roma como ninguna otra), a través de sus Vías triumphalis, sus arcos de triunfo,
columnas y templos, es, de hecho, fuente de inspiración posterior para otras
operaciones urbanas con similar propósito, como el París soñado por
Napoleón, el Berlín del Tercer Reich diseñado por Speer o la Nueva Roma del
plan de Mussolinni. Éste último, sin ir más lejos, confiesa que su capital debe ser
“vasta, ordenada y poderosa como lo fue en tiempos del imperio de
Augusto... y que todo lo creado en los tiempos de la decadencia debe
desaparecer”. Clara referencia, me parece, a la capacidad de este
urbanismo romano de identificar las operaciones físicas capaces de
transformarse en vehículo comunicacional de un poder que pretende
imponerse y permanecer en el tiempo.

Para completar nuestra revisión de los temas centrales de la ciudad clásica,


quisiera profundizar en lo que seguramente es el más sustancial de los aportes
a la civilización occidental: el del espacio público como lo conocemos hoy. Al
respecto, José Luis Sert, en el año 1951, menciona que “la definición más
certera de lo que es la urbe y la polis se parece mucho a la que cómicamente
se da del cañón: toma usted un agujero, lo rodea de alambre muy apretado,
y eso es un cañón. Pues lo mismo, la urbe o polis comienza por ser un hueco: el
foro, el ágora; y todo lo demás es pretexto para asegurar este hueco, para
delimitar su contorno. La polis no es primordialmente un conjunto de casas
habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para
funciones públicas. La urbe no está hecha como la cabaña o el domus, para
cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y
familiares, sino para discutir sobre la cosa pública.”

Hemos comentado al iniciar esta presentación que el espacio urbano abierto


existe ya en el antiguo Oriente y que es una simplificación extrema el no verle
el componente de sociabilización que posee. Las plazas del mercado, por
ejemplo, o los atrios frente a los grandes conjuntos en Menfis, Tebas, Tiro, Sidón,
Susa o Babilonia, son, de hecho, espacios de reunión. Sin embargo, es la cita
de José Luis Sert la que nos anuncia la gran diferencia planteada por la
ciudad clásica: ella nace para, alrededor de estos vacíos protagonistas de la
vida urbana. La polis y la Urbe son en realidad conjuntos que tienen sentido
sólo en la medida en que albergan en su núcleo estos espacios de interacción

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que son a la vez soporte para la manifestación democrática, centro religioso,


sede política y foco de intercambios comerciales.

Chueca Goitía, del que generaciones de alumnos de arquitectura han


aprendido lecciones de urbanismo, define que existen básicamente tres tipos
de ciudad en el Viejo Mundo: la ciudad campestre y doméstica de la
civilización nórdica, la ciudad privada del Islam y la ciudad pública del mundo
clásico, la ciudad por antonomasia. Según él, la única de ellas que merece
verdaderamente ser considerada motor de la civilización y centro de
intercambio democrático es la última. Aunque extremo a nuestros ojos, esta
postura ilustra el punto al que nos referimos.

Pero, ¿son el ágora griega y el Foro romano analogables? Evidentemente, las


similitudes abundan. Frank Kolb, en su libro “La Ciudad en la Antigüedad”, nos
recuerda varias de ellas: la forma rectangular, por cierto, tema que se
enmarca dentro del trazado de grilla de ambas, que ya discutimos; la tumba
de Rómulo romana y su equivalente en la tumba del héroe fundador del
ágora en las ciudades griegas; la Curia Romana y su parecido al Consejo
griego; el templo de Vesta del foro y su fuego sagrado, de la misma manera al
de la diosa Hestia en el ágora, etc.

Sin embargo, parece interesante detenerse en dos diferencias dignas de


discutir. La primera de ellas dice relación con el Foro como lugar único de la
ciudad que reúne todas las funciones públicas que, por lo tanto, debe ser
entendido de una manera diferente al rol del ágora griega que coexiste con
otro espacio mayor: la acrópolis. Esta acrópolis, que resume el carácter de
espacio sagrado presente en los centros monumentales de las ciudades del
mediterráneo oriental, domina la ciudad y está conectada al ágora por la vía
de la panateneas. La ciudad griega, particularmente Atenas, se entiende
como una aglomeración bipolar, en la que cada uno de estos dos focos
opera con cierta independencia: arriba, la Acrópolis conecta el plano
humano con el divino y acerca el hombre a los dioses. Abajo, el ágora,
aunque posee templos, es básicamente un espacio de interacción cívica. De
hecho, para algunos pensadores como Platón y Aristóteles, el ágora mercantil
debía incluso ser separada del ágora política y religiosa pues consideraban
que la primera función entorpecía a las otras.

El Foro, en cambio, es, como dice Harouel, a la vez mercado, lugar de reunión
y encuentro, y centro de la vida pública. El foro es también centro de la vida
religiosa. Es, en resumen, lo más parecido a lo que actualmente llamamos
plaza, o al menos a aquello que llamábamos plaza antes de el espacio
público muriera (como dice Walter A. Noebel) y que estuviéramos a punto de
dar a luz algo distinto.

El otro tema en el que ágora y foro muestran diferencias es en sus relaciones


con el territorio, y no me refiero exclusivamente al territorio urbano sino a aquél
que se encuentra más allá incluso de los muros de la ciudad. Recordemos la
reflexión que Sert hace con respecto al espacio público clásico y su relación
con el campo:

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“... el grecorromano decide separarse del campo, de la "naturaleza", del


cosmos geobotánico. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede el hombre
retraerse del campo? ¿Dónde irá, si el campo es toda la tierra, si es lo
ilimitado? Muy sencillo: limitando un trozo de campo mediante unos muros que
opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin. He aquí la plaza”
“. ... La plaza, merced a los muros que la acotan, es un espacio de campo que
se vuelve de espaldas al resto, que prescinde del resto y se opone a él. Este
campo menor y rebelde, que practica secesión del campo infinito y se reserva
a sí mismo frente a él...”

En este sentido, el ágora se relaciona con la vastedad desde la posición que


supone como espacio acotado y controlado frente a la inmensidad de lo
abierto exterior. Se le opone, en contraste. Sin embargo, el Foro romano, que
espacialmente se le parece mucho, debe ser entendido de otra manera,
como una gran red continental que vincula vías rurales y urbanas con urbes y
sus espacios principales. Debe ser entendido, en suma, como una red continua
de espacios públicos imperiales que permiten el tránsito de personas y
mercancías en este sistema vascular que irriga el territorio conquistado, a pesar
de estar regulado por puertas y controles. Al respecto, dice Daniel Omar Vega
que “en las ciudades romanas..., el foro queda localizado por la intersección
de los grandes ejes - el cardo y el decumanum- que dividían en cuarteles los
castros.... En la Urbe romana, estas calles radiales se prolongaron en las
grandes calzadas que recorrieron el Orbe...”

Así, Urbe y Orbis se vinculan por una serie continua de foros, vías, puertas y
controles que contrastan campo y ciudad en términos defensivos (la existencia
de una muralla), pero que pertenecen a un vasto mundo gobernado en forma
centralizada. He aquí un asunto, el del tránsito fluido entre las ciudades y sus
espacios públicos, que condiciona la vida del foro hasta en sus detalles más
íntimos: el kohol perfumado de Egipto con el que las patricias romanas
maquillaban sus ojos o las pelucas rubias de las nórdicas con las que se
ataviaban, o el aprecio por el refinamiento culinario de oriente, etc.

Ya que está planteado este tema del límite en las ciudades clásicas, y
dejando de lado por un instante su relación con el espacio público, se
justificaría proponer algunos puntos. El primero dice relación con la cualidad
expansiva de la grilla hipodámica si se le compara con la ciudad romana.
Recordemos que Mumford menciona que “a diferencia de la ciudad griega,
en la que la muralla era a menudo una idea tardía, la ciudad romana
comenzaba por la muralla”. Esto es cierto, y de hecho la segunda etapa del
rito fundacional de ciudades romanas que mencionamos, la delimitación,
supone comenzar por definir, primero religiosamente y luego en forma física,
un límite rectangular que luego se subdivide. Este claramente no es el caso de
las ciudades griegas que más bien resuelven el tema defensivo con la elección
de un emplazamiento, una meseta de bordes escarpados, en la que la grilla se
extiende hasta que se enfrenta con el límite natural. Mientras que la ciudad
romana es una unidad ortogonal autocontenida, cuyos bordes son
claramente identificables y forman parte del modelo, la ciudad griega es más
bien un planteamiento teórico sobre la grilla como forma superior que luego se
adapta, se recorta podríamos decir, de acuerdo a las particularidades del
emplazamiento.

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Con respecto al tamaño de la ciudad, de nuevo se hace presente la reflexión


del límite ya que es la posición de estas murallas la que nos invita a imaginar
las ciudades clásicas como asentamientos densos y compactos. Aristóteles
comenta que “no es por los límites que se hace una ciudad, ya que si de eso
se tratara bastaría con rodear al Peloponeso de un muro...” , y que “tal vez
fuera ese el caso de Babilonia”, aludiendo que el legendario tamaño de esa
ciudad oriental podría deberse más bien a un muro que incluía vastas zonas
agrestes o de cultivo dentro de él. La ciudad clásica, en cambio, se entiende
más bien como un asentamiento denso. Creemos sin embargo que las más
evocadora de todas las reflexiones sobre el límite de la ciudad en el mundo
clásico la propone el mismo Aristóteles en otro punto: “ el límite de la ciudad es
la autarquía de la vida”.

Esta capacidad que el imperio manifiesta de urbanizar prácticamente todo el


mundo conocido nos pone en situación de analizar también la capacidad de
dotar de equipamiento e infraestructura a ese mismo territorio, de transmitir
junto con la PAX también su civitas. Los romanos, más que los griegos pero
basados en sus aportes, dotan al mundo conquistado con sus instituciones, sus
técnicas urbanas, su calidad de vida. Conocidos y memorables son los
sistemas de acceso al agua potable mediante sobrecogedores acueductos
que sobrevuelan hasta hoy el espacio de ciudades mediterráneas. Lo mismo,
aunque menos visiblemente, ocurre en los sistemas de alcantarillado mediante
cloacas subterráneas de gran eficiencia y genio constructivo. Los baños y
termas, retomados luego por el Islam y reintroducidos en España por ellos,
generaban estándares de higiene pública innovadores en sus soluciones. Los
sistemas de calefacción centralizada nada tienen que envidiarles a los
actuales. En palabras de Munizaga, “ ...para los constructores romanos
resultaron preponderantes la organización técnica, y el método administrativo
a que se vieron obligados a recurrir ante el tamaño y vastedad de sus
ciudades.” En otro párrafo, concluye “Los griegos jamás habían abordado
estos problemas en forma tan cuantitativa y masiva. La ciudad romana
muestra la capacidad de elaborar una técnica urbana incomparable, que
permitió un desarrollo extraordinario de la vida urbana...”.

En este sentido, hay que recordar que es posible ver también una diferencia
importante entre Grecia y Roma. Tal como nos recuerda Mumford, “las
instituciones características que contribuyeron a hacer memorable la ciudad
helénica, el gimnasio y el teatro, derivaban en última instancia de una fuente
religiosa: los juegos funerarios, los rituales de primavera y de cosecha”. En
cambio, en el caso de los grandes equipamientos romanos, la mayor parte de
ellos, como el Circo, el teatro y el particularmente el anfiteatro o Coliseo
habían perdido esa connotación religiosa y se habían transformado más bien
en divertimentos para la satisfacción de las masas aglomeradas en las urbes.
Roma, y la provincia urbanizada, se transformaban en centros en que el
espectáculo, frecuentemente sangriento, se extendía como parte de una
cultura urbana por el mundo.

¿Qué nos queda hoy de esta ciudad clásica en el mundo que habitamos?
Evidentemente, existen huellas de ella en nuestros trazados, para comenzar
por lo más evidente. Las ciudades españolas en América, con esa misma

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simpleza de los regímenes coloniales, resuelven la aplicación de una grilla


orientada de acuerdo a los puntos cardinales, igual que la grecorromana. San
Juan en el Apocalipsis describe la Jerusalén celeste como una ciudad de
planta cuadrada, lo que es reinterpretado más tarde por el franciscano
Francesc Eximeniç sugiriendo que esta planta ortogonal serviría mejor a los
propósitos de la evangelización. Las ciudades del nuevo mundo resultan
entonces en una curiosa mezcla de estrategia de control del territorio a la
romana y de conversión por la vía de identificarse con la Jerusalén de la
Parusía.

Las mismas plazas de Armas españolas en América deben ser lo más parecido
en el mundo moderno que podamos encontrar a un Foro romano. La
convivencia en ellas de Cabildo, Catedral, comercio e instituciones recuerdan
claramente la síntesis de la que hablamos.

Para terminar, y pensando en las posibles vinculaciones entre este pasado


clásico y el tiempo presente, quisiera recurrir a Vitruvio, que, en “Los diez libros
de arquitectura” del siglo I AC, sugiere algunas recomendaciones en el diseño
de la ciudad, llenas de sensatez, que creo dignas de ser escuchadas a dos mil
años de su formulación: "Antes de echar los cimientos de las murallas de una
ciudad habrá de escogerse un lugar de aires sanísimos. Este lugar habrá de ser
alto, de temperatura templada, no expuesto a las brumas ni a las heladas, ni al
calor ni al frío; estará además alejado de lugares pantanosos para evitar las
exhalaciones de los animales palustres, mezcladas con las nieblas que al salir el
sol surgen de aquellos parajes, vician el aire y difunden sus efluvios nocivos en
los cuerpos de los habitantes y hacen por tanto infecto y pestilente el lugar.
Tampoco serán sanos los lugares cuyas murallas se asentaren junto al mar,
mirando a Mediodía o a Occidente, porque en estos sitios el Sol, en verano,
tiene mucha fuerza desde que nace, y al mediodía resulta abrasador; en los
expuestos a Occidente, el aire es muy cálido a la puesta del Sol. Y estos
cambios repentinos de calor y frío alteran notablemente la salud de los seres
que a ellos están expuestos."

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