Por eso la coyuntura se constituye en locus histórico desde donde pueden hilvanarse
las referencias trascendentales que encarna el presente y que reclaman su resolución
histórica; por eso, cuando nos referimos a la coyuntura, no nos referimos a cualquier
evento sino a la fragua decisiva de la definición política del presente. Ese es el
verdadero tiempo político y no la dinámica acelerada de la gestión política. Por eso
una reflexión histórica no mienta sobre el pasado en cuanto pasado sino que es
siempre una reflexión del presente a la luz de la historia.
En ese sentido, muchos de los análisis actuales, sólo ven una réplica de, por ejemplo,
la “crisis de los misiles”, reducido a una disputa entre potencias; pero en este análisis
desaparece lo histórico de la coyuntura y, en consecuencia, el pueblo desaparece
como sujeto y también lo político del presente. Es decir, esta visión no hace más que
reafirmar la despolitización aristocrática de la percepción social, que resume todo al
puro poder de negociación. Reducir el cisma geopolítico a una disputa, incluso de
carácter geoestratégico, significa también asumir el guion imperial como hermenéutica
política y esto, infelizmente, sólo conduce a su reposición hegemónica; porque esta
versión es funcional a la demagogia de la “amenaza al mundo libre” que usa el Imperio
para desatar sus “guerras defensivas” (no hay poder más peligroso que aquel que se
hace la víctima).
Por eso la guerra arancelaria desatada contra China viene acompañada de una
renacida sinofobia que se impone en nuestros países para demonizar la expansión
china y, de ese modo, vestir de añoranza la decadencia imperial. Los mismos
intereses desatan el renovado sentimiento anti-ruso de la guerra fría para, entre otras
cosas, incrementar el presupuesto militar (único sostén actual del dólar). Ambos
develan la inseguridad imperial a la hora de reponer su hegemonía, porque el mundo 2
ya no es unipolar y la narrativa imperial ya no sabe en qué mundo se encuentra. En su
decadencia, ya no sabe cómo renovar su dirigencia mundial y sólo acude a reponer
sus mitos fundacionales; frente a la expansión e influencia de nuevas hegemonías,
sólo sabe reafirmar su horizonte de prejuicios e imponer su mitología más acabada: su
“excepcionalismo” como su “destino manifiesto”. Por eso la reposición de la Doctrina
Monroe no es casual sino se inscribe en una decadencia que no es sólo económica
sino hasta espiritual.
Por ello la necesidad de restaurar la Doctrina Monroe, para así enfrentar la posibilidad
de una revolución continental. Si esto es así, la reflexión coyuntural nos debe
posibilitar advertir qué horizontes no cumplidos están debatiendo en el presente su
posible resolución; porque no hay pasado que esté pasado y no hay lucha histórica
que no despierte utopías no logradas y, si el conflicto es de tal magnitud, cabe
preguntar si el presente político está a la altura de una resolución de tal magnitud.
Como hace casi dos siglos, USA acude a su mitología para afirmar su vocación
imperial (en la historia no hay nada casual). Una otra Doctrina, desde el Sur, nacía
desde la visión profética de Bolívar, que comprendía la necesidad de una liberación
continental; después Chávez es quien intenta cumplir aquello, expresado como
Doctrina Bolivariana, ahora continuado por Maduro. Eso es lo que ahonda la
decadencia de la hegemonía imperial y le obliga a transferir su contienda global a lo
que considera su “patio trasero”. Desde el golpe a Mel Zelaya en Honduras, hasta la
creación del PROSUR, la cosa estaba clara: no se iba a permitir, bajo ninguna
circunstancia, una desobediencia generalizada; porque es precisamente condición
básica, para ser Imperio, la ausencia de un proyecto común en sus naciones
oprimidas.
La lucha de doctrinas manifiesta una lucha a vida o muerte que enfrenta el Imperio en
su propia decadencia; para sobrevivir en un nuevo equilibrio global tiene que sepultar
toda apuesta liberadora de sus colonias inmediatas, lo que implica una desposesión
sistemática de toda soberanía nacional. A la hora de reponer la importancia
estratégica de la Federación Rusa, Vladimir Putin es consciente del peligro global que
implica un mundo sin soberanías nacionales. En ese contexto, la aparición de los
BRICS, era la respuesta nacionalista frente la globalización financiera del dólar. Por
eso es desacertada la acusación que hace el Imperio: ni China ni Rusia son
competencia imperial. Por un lado, lo que antepone Rusia en la actual disputa
geopolítica global es no permitir, bajo ninguna circunstancia, volver a ser periferia, ya
que eso significaría la balcanización total, es decir, la capitulación indefinida. Por otro
lado, la expansión China no es imperial; los inventores de la pólvora –que se anticipan
a los europeos por 74 años al “descubrimiento” de América– nunca necesitaron de
invasiones extraterritoriales, siempre les bastó su expansión comercial.
Por eso puede invadir países en nombre de la “libertad”, los “derechos humanos” y la
“democracia”. Estos ídolos conforman el discurso secular de su pretensión divina. Esto
es lo que naturaliza el Imperio como geopolítica del sentido común, es decir, como
religiosidad naturalizada (por eso hasta beatifica a sus sicarios mediáticos, como “San
Jorge Ramos”, patrón de los falso-positivos). En ese sentido, la Doctrina Monroe
expresa la antropología imperial como clasificación naturalizada de la desigualdad
humana; esto es lo que significa “América para los americanos”. Por eso la coyuntura
es tan dramática y pone en juego la existencia misma de nuestras naciones. En el des-
orden tripolar, el Imperio sólo puede sobrevivir si acaba con toda soberanía nacional,
por eso alinea a todos sus títeres y los reúne en el PROSUR contra la UNASUR (la
OEA contra la CELAC, la AP contra el ALBA, etc.).
Con el último reconocimiento gringo de la soberanía israelí de los Altos del Golán, el
Imperio antepone el “derecho de conquista” sobre la diplomacia, la guerra sobre la
política; y con ello entierra el derecho internacional que, precisamente, dio origen a la
ONU. Éste es el coup d’Etat contra toda jurisprudencia vinculante y la renuncia a un
pacto democrático entre potencias (un Imperio no lucha por algo sino por todo). Ya
evidenciada su vulnerabilidad imperial (sobre todo en el ámbito militar), la única opción
que le queda, es amenazar al derecho y la seguridad global. Lo cual ya es una
realidad con la deuda universalizada que promueve la religiosidad acabada del capital,
donde la incertidumbre, el miedo, la insatisfacción, la inestabilidad, la angustia, la
inseguridad generalizada se vuelven activantes de la única seguridad: el dinero
inmediato. Si no hay nada seguro, la propia fisonomía que adquiere la realidad es la
incertidumbre. ¿Por qué las fake news son decisivas en esa clase de mundo? Porque
éstas, aunque no establecen ninguna certidumbre a largo plazo, sí ofrecen un soporte
efímero, como el dinero. Las fake news tienen ese origen, sólo pueden nacer del fake
money, es decir, expresan a las finanzas actuales, cuyo grado de realidad son apenas
burbujas en un mundo de la post-verdad.
Por eso, para el Imperio, ninguna alternativa puede prosperar, porque eso significaría
la relativización de su mitología. Desde su excepcionalismo USA jamás se ha
considerado un igual a las otras naciones, por eso concibe la ONU desde la
clasificación imperial: mientras la Asamblea General aparenta una democracia
mundial, el Consejo de Seguridad y su poder de veto es el ojo de Dios que reduce al
mundo a un panóptico global.
Por eso la coyuntura, como acceso sintético a lo histórico de la política, nos puede
conducir al escenario último que se debate en el presente. La descripción que hemos
realizado es posible desde esa perspectiva. En ese sentido, la revolución bolivariana –
como lo que posibilitó inicialmente la revolución democrático-cultural en Bolivia– es
imposible de comprender si no incluimos en la reflexión aquello que actualiza como
pasado latente. Todo el orden referido en nuestra descripción es el sistema-mundo
moderno que, en su decadencia, en cuanto rebelión de los límites empíricos que
relativiza toda economía del crecimiento –como es el capitalismo moderno–, vuelve a
sus orígenes como expresión histórica de su crisis. La modernidad nace con la
conquista del Nuevo Mundo y esa conquista empieza en el Caribe. Y en el Caribe, una
vez que el genocidio indio es consumado, es continuado por el genocidio afro; es
decir, el Caribe es el primer altar sacrificial que alza la modernidad para consagrar su
proyecto de dominación universal.
Si lo que se enfrentan, hoy en día, son, como habíamos dicho, dos tipos de doctrinas,
es porque esas doctrinas resucitan el conflicto inicial. Porque lo que pretende
naturalizar el Imperio es, en realidad, producto de la invasión, saqueo y genocidio que
origina el mundo moderno. Por ello hablamos de crisis civilizatoria y no simplemente
de crisis del capitalismo. El Caribe, como el Mare Nostrum del mundo moderno,
siempre fue, geopolíticamente hablando, una zona estratégica. Fue la primera área de
disputa entre las potencias europeas; y su autonomía, con respecto del lecho
continental, fue el primer descuartizamiento del Abya Yala como un todo integrado.
Eso es lo que el Imperio pretende confirmar en la idiosincrasia política, incluso de 5
izquierda, para dilatar la disociación entre lo indio y lo afro en todo proyecto de
liberación continental.
USA impulsa su vocación imperial en el Caribe, por eso en el Caribe también se define
su sobrevivencia, lo cual no es casual, ya que el primer contra-discurso de la
modernidad, como señala Enrique Dussel, nace también en el Caribe. Desde que nace
el sistema-mundo moderno, siempre ha sido una área de definiciones globales (la
última fue la “crisis de los misiles”), así que, a la luz de una historia de liberación, lo
que hoy se debate es la resolución histórica de aquellos horizontes diferidos. Sólo en
ese contexto, la auto-constitución del pueblo en sujeto histórico, cobra las dimensiones
explícitas de lo que significa ser sujeto histórico. Pues la “sujeción” del sujeto es
histórica porque su constitución no es de hoy sino de toda la acumulación histórica que
transfiere las esperanzas pasadas en compromisos presentes. Por eso el sujeto
llamado pueblo se hace universal, porque en su lucha se implican todos los muertos
que reclaman reparación mesiánica, es decir, resurrección de todos los justos (como
decía Vallejo: “cuándo será que desayunemos todos juntos/al borde de una mañana
eterna”).
Por eso toda revolución siempre se ha concebido como el principio de algo nuevo;
esta pasión mesiánica, que nunca ha sido tematizada por la intelectualidad de
izquierda, es la clave que falta para devolverle la “cosa sagrada” a la política. En última
instancia, creer en el pueblo significa creer en esta “cosa sagrada” que contiene el
pueblo en tanto que pueblo, como encarnación de lo diferido histórico y hecho epifanía
revolucionaria para todos los tiempos.
Sólo de ese modo se redime la historia y el presente se hace tiempo mesiánico. Por
eso la coyuntura política nunca ha sido materia de ortodoxos, pues lo real de la
realidad no puede ser reducido a objeto de disección. Lo real es más bien lo que da
sentido al presente y eso trasciende toda referencia empírica. Por eso también lo
político de la existencia no se decide en el presente sino en el pasado. El verdadero
juez es el pasado.
Rafael Bautista S. autor de: “El tablero del siglo XXI. Geopolítica des-colonial de un
orden global post-occidental”, de próxima aparición. Dirige “el taller de la
descolonización”