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Escuela Secundaria de Formación Católica

VOZ DEL PAPA III

"POR UNA PROFUNDA FORMACIÓN MORAL Y CRISTIANA"

3er. AÑO
VOZ DEL PAPA

AGUASCALIENTES DE LA ASUNCIÓN
MENSAJE DEL SANTO PADRE A LOS JÓVENES
Y A LAS JÓVENES DEL MUNDO CON OCASIÓN
DE LA XV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

«La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14)
Muy queridos jóvenes:

1. Hace quince años, al terminar el Año Santo de la Redención, os entregué una gran Cruz de leño invitándoos a llevarla por el
mundo, como signo del amor del Señor Jesús por la humanidad y como anuncio que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación
y redención. Desde entonces, sostenida por brazos y corazones generosos, está haciendo una larga e ininterrumpida peregrinación a
través de los continentes, mostrando que la Cruz camina con los jóvenes y que los jóvenes caminan con la Cruz.

Alrededor de la “Cruz del Año Santo” han nacido y han crecido las Jornadas Mundiales de la Juventud, significativos “altos en el
camino” en vuestro itinerario de jóvenes cristianos, invitación continua y urgente a fundar la vida sobre la roca que es Cristo. ¿Cómo
no bendecir al Señor por los numerosos frutos suscitados en las personas y en toda la Iglesia a partir de las Jornadas Mundiales de la
Juventud, que en esta última parte del siglo han marcado el recorrido de los jóvenes creyentes hacia el nuevo milenio?

Después de haber atravesado los continentes, esta Cruz ahora vuelve a Roma trayendo consigo la oración y el compromiso de
millones de jóvenes que en ella han reconocido el signo simple y sagrado del amor de Dios a la humanidad. Como sabéis,
precisamente Roma acogerá la Jornada Mundial de la Juventud del año 2000, en el corazón del Gran Jubileo.

Queridos jóvenes, os invito a emprender con alegría la peregrinación hacia esta gran cita eclesial, que será, justamente, el “Jubileo de
los Jóvenes”. Preparaos a cruzar la Puerta Santa, sabiendo que pasar por ella significa fortalecer la propia fe en Cristo para vivir la
vida nueva que Él nos ha dado (cfr. Incarnationis mysterium, 8).

2. Como tema para vuestra XV Jornada Mundial he elegido la frase lapidaria con la que el apóstol Juan expresa el profundo misterio
del Dios hecho hombre: «la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14). Lo que caracteriza la fe cristiana, a
diferencia de todas las otras religiones, es la certeza de que el hombre Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, la Palabra hecha carne, la
segunda persona de la Trinidad que ha venido al mundo. Esta «es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta
“el gran misterio de la piedad”: Él ha sido manifestado en la carne» (Catecismo de la Iglesia Católica, 463). Dios, el invisible, está vivo
y presente en Jesús, el hijo de María, la Theotokos, la Madre de Dios. Jesús de Nazaret es Dios-con-nosotros, el Emmanuel: quien le
conoce, conoce a Dios; quien le ve, ve a Dios; quien le sigue, sigue a Dios; quien se une a él está unido a Dios (cfr. Gv 12,44-50). En
Jesús, nacido en Belén, Dios se apropia la condición humana y se hace accesible, estableciendo una alianza con el hombre.

En la vigilia del nuevo milenio, renuevo de corazón la invitación urgente a abrir de par en par las puertas a Cristo, el cual «a todos los
que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). Acoger a Cristo significa recibir del Padre el mandato de vivir en
el amor a él y a los hermanos, sintiéndose solidarios con todos, sin ninguna discriminación; significa creer que en la historia humana,
a pesar de estar marcada por el mal y por el sufrimiento, la última palabra pertenece a la vida y al amor, porque Dios vino a habitar
entre nosotros para que nosotros pudiésemos vivir en Él.

En la encarnación Cristo se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, y nos dio la redención, que es fruto sobre todo de su
sangre derramada sobre la cruz (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 517). En el Calvario «Él soportaba nuestros dolores... ha sido
herido por nuestras rebeldías...» (Is 53,4-5). El sacrificio supremo de su vida, libremente consumado por nuestra salvación, nos habla
del amor infinito que Dios nos tiene. A este proposito escribe el apóstol Juan: « tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Lo envió a compartir en todo, menos en el pecado,
nuestra condición humana; lo “entregó” totalmente a los hombres a pesar de su rechazo obstinado y homicida (cfr. Mt 21,33-39),
para obtener para ellos, con su muerte, la reconciliación. «El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que
es fiel a sí mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación... ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos
del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor!» (Redemptor hominis, 9.10).

Jesús salió al encuentro de la muerte, no se retiró ante ninguna de las consecuencias de su “ser con nosotros” como Emmanuel. Se
puso en nuestro lugar, rescatándonos sobre la cruz del mal y del pecado (cfr. Evangelium vitæ, 50). Del mismo modo que el
centurión romano viendo como Jesús moría comprendió que era el Hijo de Dios (cfr. Mc 15,39), también nosotros, viendo y
contemplando el Crucifijo, podemos comprender quién es realmente Dios, que revela en Él la medida de su amor hacia el hombre
(cfr. Redemptor hominis, 9). “Pasión” quiere decir amor apasionado, que en el darse no hace cálculos: la pasión de Cristo es el
culmen de toda su existencia “dada” a los hermanos para revelar el corazón del Padre. La Cruz, que parece alzarse desde la tierra, en
realidad cuelga del cielo, como abrazo divino que estrecha al universo. La Cruz «se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la
historia y de cada vida humana» (Evangelium vitæ, 50).

«Uno murió por todos» (2 Cor 5,14); Cristo «se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2). Detrás de la
muerte de Jesús hay un designio de amor, que la fe de la Iglesia llama “misterio de la redención”: toda la humanidad está redimida, es
decir liberada de la esclavitud del pecado e introducida en el reino de Dios. Cristo es Señor del cielo y de la tierra. Quien escucha su
palabra y cree en el Padre, que lo envió al mundo, tiene la vida eterna (cfr. Jn 5,24). Él es «el cordero de Dios que quita el pecado del
mundo» (Jn 1,29.36), el sumo Sacerdote que, probado en todo como nosotros, puede compadecer nuestras debilidades (cfr. Heb
4,14ss) y, “hecho perfecto” a través de la experiencia dolorosa de la cruz, es «causa de salvación eterna para todos los que le
obedecen» (Heb 5,9).

3. Queridos jóvenes, frente a estos grandes misterios aprended a tener una actitud contemplativa. Permaneced admirando extasiados
al recién nacido que María ha dado a luz, envuelto en pañales y acostado en un pesebre: es Dios mismo entre nosotros. Mirad a Jesús
de Nazaret, por algunos acogido y por otros vilipendiado, despreciado y rechazado: es el Salvador de todos. Adorad a Cristo, nuestro
Redentor, que nos rescata y libera del pecado y de la muerte: es el Dios vivo, fuente de la Vida.

¡Contemplad y reflexionad! Dios nos ha creado para compartir su misma vida; nos llama a ser sus hijos, miembros vivos del Cuerpo
místico de Cristo, templos luminosos del Espíritu del Amor. Nos llama a ser “suyos”: quiere que todos seamos santos. Queridos
jóvenes, ¡tened la santa ambición de ser santos, como Él es santo!

Me preguntaréis: ¿pero hoy es posible ser santos? Si sólo se contase con las fuerzas humanas, tal empresa sería sin duda imposible. De
hecho conocéis bien vuestros éxitos y vuestros fracasos; sabéis qué cargas pesan sobre el hombre, cuántos peligros lo amenazan y qué
consecuencias tienen sus pecados. Tal vez se puede tener la tentación del abandono y llegar a pensar que no es posible cambiar nada
ni en el mundo ni en sí mismos.

Aunque el camino es duro, todo lo podemos en Aquel que es nuestro Redentor. No os dirijáis a otro si no a Jesús. No busquéis en otro
sitio lo que sólo Él puede daros, porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos»
(Hc 4,12). Con Cristo la santidad –proyecto divino para cada bautizado– es posible. Contad con él, creed en la fuerza invencible del
Evangelio y poned la fe como fundamento de vuestra esperanza. Jesús camina con vosotros, os renueva el corazón y os infunde valor
con la fuerza de su Espíritu.

Jóvenes de todos los continentes, ¡no tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio! Sed contemplativos y amantes de la oración,
coherentes con vuestra fe y generosos en el servicio a los hermanos, miembros activos de la Iglesia y constructores de paz. Para
realizar este comprometido proyecto de vida, permaneced a la escucha de la Palabra, sacad fuerza de los sacramentos, sobre todo de
la Eucaristía y de la Penitencia. El Señor os quiere apóstoles intrépidos de su Evangelio y constructores de la nueva humanidad. Pero
¿cómo podréis afirmar que creéis en Dios hecho hombre si no os pronunciáis contra todo lo que degrada la persona humana y la
familia? Si creéis que Cristo ha revelado el amor del Padre hacia toda criatura, no podéis eludir el esfuerzo para contribuir a la
construcción de un nuevo mundo, fundado sobre la fuerza del amor y del perdón, sobre la lucha contra la injusticia y toda miseria
física, moral, espiritual, sobre la orientación de la política, de la economía, de la cultura y de la tecnología al servicio del hombre y de
su desarrollo integral.

4. Deseo de corazón que el Jubileo, ya a las puertas, sea una ocasión propicia para una gran renovación espiritual y para una
celebración extraordinaria del amor de Dios por la humanidad. Desde toda la Iglesia se eleve «un himno de alabanza y
agradecimiento al Padre, que en su incomparable amor nos ha concedido en Cristo ser “conciudadanos de los santos y familiares de
Dios” (Ef 2,19)» (Incarnationis mysterium, 6). Nos conforta la certeza manifestada por el apóstol Pablo: Si Dios no perdonó a su
propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas? ¿Quién nos separará del amor de
Cristo? En todos los acontecimientos de la vida, incluso la muerte, salimos vencedores, gracias a aquel que nos amó hasta la Cruz (cfr.
Rm 8,31-37).

El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y el de la Redención por él llevada a cabo para todas las criaturas constituyen el
mensaje central de nuestra fe. La Iglesia lo proclama ininterrumpidamente durante los siglos, caminando «entre las incomprensiones
y las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios» (S. Agustín, De Civ. Dei 18,51,2; PL 41,614) y lo confía a todos sus hijos
como tesoro precioso que cuidar y difundir.
También vosotros, queridos jóvenes, sois destinatarios y depositarios de este patrimonio: «Ésta es nuestra fe. Ésta es la fe de la Iglesia.
Y nosotros nos gloriamos de profesarla, en Jesucristo nuestro Señor» (Pontifical Romano, Rito de la Confirmación). Lo
proclamaremos juntos en ocasión de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, a la que espero que participaréis en gran número.
Roma es “ciudad santuario”, donde la memoria de los Apóstoles Pedro y Pablo y de los mártires recuerdan a los peregrinos la
vocación de todo bautizado. Ante el mundo, el mes de agosto del próximo año, repetiremos la profesión de fe del apóstol Pedro:
«Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68) porque «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt
16,16).

También a vosotros, muchachos y muchachas, que seréis los adultos del próximo siglo, se os ha confiado el “Libro de la Vida”, que en
la noche de Navidad de este año el Papa, siendo el primero que cruzará la Puerta Santa, mostrará a la Iglesia y al mundo como fuente
de vida y esperanza para el tercer milenio (cfr. Incarnationis mysterium, 8). Que el Evangelio se convierta en vuestro tesoro más
apreciado: en el estudio atento y en la acogida generosa de la Palabra del Señor encontraréis alimento y fuerza para la vida de cada
día, encontraréis las razones de un compromiso sin límites en la construcción de la civilización del amor.

5. Dirijamos ahora la mirada a la Virgen Madre de Dios, a quien la devoción del pueblo cristiano le ha dedicado uno de los
monumentos más antiguos y significativos que se conservan en la ciudad de Roma: la basílica de Santa María Mayor.

La Encarnación del Verbo y la redención del hombre están estrechamente relacionadas con la Anunciación, cuando Dios le reveló a
María su proyecto y encontró en ella, joven como vosotros, un corazón totalmente disponible a la acción de su amor. Desde hace
siglos la piedad cristiana recuerda todos los días, recitando el Angelus Domini, la entrada de Dios en la historia del hombre. Que esta
oración se convierta en vuestra oración, meditada cotidianamente.

María es la aurora que precede el nacimiento del Sol de Justicia, Cristo nuestro Redentor. Con el “sí” de la Anunciación, abriéndose
totalmente al proyecto del Padre, Ella acogió e hizo posible la encarnación del Hijo. Primera entre los discípulos, con su presencia
discreta acompañó a Jesús hasta el Calvario y sostuvo la esperanza de los Apóstoles en espera de la Resurrección y de Pentecostés. En
la vida de la Iglesia continúa a ser místicamente Aquella que precede el adviento del Señor. A Ella, que cumple sin interrupción el
ministerio de Madre de la Iglesia y de cada cristiano, le encomiendo con confianza la preparación de la XV Jornada Mundial de la
Juventud. Que María Santísima os enseñe, queridos jóvenes, a discernir la voluntad del Padre del cielo sobre vuestra existencia. Que
os obtenga la fuerza y la sabiduría para poder hablar a Dios y hablar de Dios. Con su ejemplo os impulse para ser en el nuevo milenio
anunciadores de esperanza, de amor y de paz.

En espera de encontraros en gran número en Roma el próximo año, «os encomiendo a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene
poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados» (Hc 20,32) y de corazón, con gran cariño, os bendigo a
todos, junto a vuestras familias y las personas queridas.
Desde el Vaticano, 29 de junio de 1999, Solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo
Joannes Paulus P.P. II

Santa Misa: clausura Jornada Mundial de la Juventud


HOMILIA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Tor Vergata, domingo 20 de agosto de 2000

1. “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).
Queridos jóvenes de la decimoquinta Jornada Mundial de la Juventud, estas palabras de Pedro, en el diálogo con Cristo al final del
discurso del “pan de vida”, nos afectan personalmente. Estos días hemos meditado sobre la afirmación de Juan: “La palabra se hizo
carne y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1,14). El evangelista nos ha llevado al gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el
Hijo que se nos ha dado a través de María “al llegar la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4).

En su nombre os vuelvo a saludar a todos con un gran afecto. Saludo y agradezco al Cardenal Camillo Ruini, mi Vicario General para
la diócesis de Roma y Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, las palabras que me ha dirigido al comienzo de esta Santa Misa;
saludo también al Cardenal James Francis Stafford, Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos y a tantos Cardenales, Obispos y
sacerdotes aquí reunidos; así mismo, saludo con gran deferencia al Señor Presidente de la República y al Jefe del Gobierno Italiano,
así como a todas las autoridades civiles y religiosas que nos honran con su presencia.

2. Hemos llegado al culmen de la Jornada Mundial de la Juventud. Ayer por la noche, queridos jóvenes, hemos reafirmado nuestra fe
en Jesucristo, en el Hijo de Dios que, como dice la primera lectura de hoy, el Padre ha enviado “a anunciar la buena nueva a los
pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad... para consolar a todos los que
lloran” (Is 61,1-3).

En esta celebración eucarística Jesús nos introduce en el conocimiento de un aspecto particular de su misterio. Hemos escuchado en
el Evangelio un pasaje de su discurso en la sinagoga de Cafarnaúm, después del milagro de la multiplicación de los panes, en el cual
se revela como el verdadero pan de vida, el pan bajado del cielo para dar la vida al mundo (cf. Jn 6,51). Es un discurso que los oyentes
no entienden. La perspectiva en que se mueven es demasiado material para poder captar la auténtica intención de Cristo. Ellos
razonan según la carne, que “no sirve para nada” (Jn 6,63). Jesús, en cambio, orienta su discurso hacia el horizonte inabarcable del
espíritu: “Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida” (ibíd).

Sin embargo el auditorio es reacio: “Es duro este lenguaje; ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6,60). Se consideran personas con sentido
común, con los pies en la tierra, por eso sacuden la cabeza y, refunfuñando, se marchan uno detrás de otro. El número de la
muchedumbre se reduce progresivamente. Al final sólo queda un pequeño grupo con los discípulos más fieles. Pero respecto al “pan
de vida” Jesús no está dispuesto a contemporizar. Está preparado más bien para afrontar el alejamiento incluso de los más cercanos:
“¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67).

3. “¿También vosotros?” La pregunta de Cristo sobrepasa los siglos y llega hasta nosotros, nos interpela personalmente y nos pide una
decisión. ¿Cuál es nuestra respuesta? Queridos jóvenes, si estamos aquí hoy es porque nos vemos reflejados en la afirmación del
apóstol Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

Muchas palabras resuenan en vosotros, pero sólo Cristo tiene palabras que resisten al paso del tiempo y permanecen para la
eternidad. El momento que estáis viviendo os impone algunas opciones decisivas: la especialización en el estudio, la orientación en el
trabajo, el compromiso que debéis asumir en la sociedad y en la Iglesia. Es importante darse cuenta de que, entre todas las preguntas
que surgen en vuestro interior, las decisivas no se refieren al “qué”. La pregunta de fondo es “quién”: hacia “quién” ir, a “quién”
seguir, a “quién” confiar la propia vida.

Pensáis en vuestra elección afectiva e imagino que estaréis de acuerdo: lo que verdaderamente cuenta en la vida es la persona con la
que uno decide compartirla. Pero, ¡atención! Toda persona es inevitablemente limitada, incluso en el matrimonio más encajado se ha
de tener en cuenta una cierta medida de desilusión. Pues bien, queridos amigos: ¿no hay en esto algo que confirma lo que hemos
escuchado al apóstol Pedro? Todo ser humano, antes o después, se encuentra exclamando con él: “¿A quién vamos a acudir? Tú tienes
palabras de vida eterna”. Sólo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años
en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano.

En la pregunta de Pedro: “¿A quién vamos a acudir?” está ya la respuesta sobre el camino que se debe recorrer. Es el camino que lleva
a Cristo. Y el divino Maestro es accesible personalmente; en efecto, está presente sobre el altar en la realidad de su cuerpo y de su
sangre. En el sacrificio eucarístico podemos entrar en contacto, de un modo misterioso pero real, con su persona, acudiendo a la
fuente inagotable de su vida de Resucitado.

4. Esta es la maravillosa verdad, queridos amigos: la Palabra, que se hizo carne hace dos mil años, está presente hoy en la Eucaristía.
Por eso, el año del Gran Jubileo, en el que estamos celebrando el misterio de la encarnación, no podía dejar de ser también un año
“intensamente eucarístico” (cf. Tertio millennio adveniente, 55).

La Eucaristía es el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama. Él nos ama a cada uno de nosotros de un modo
personal y único en la vida concreta de cada día: en la familia, entre los amigos, en el estudio y en el trabajo, en el descanso y en la
diversión. Nos ama cuando llena de frescura los días de nuestra existencia y también cuando, en el momento del dolor, permite que
la prueba se cierna sobre nosotros; también a través de las pruebas más duras, Él nos hace escuchar su voz.

Sí, queridos amigos, ¡Cristo nos ama y nos ama siempre! Nos ama incluso cuando lo decepcionamos, cuando no correspondemos a lo
que espera de nosotros. Él no nos cierra nunca los brazos de su misericordia. ¿Cómo no estar agradecidos a este Dios que nos ha
redimido llegando incluso a la locura de la Cruz? ¿A este Dios que se ha puesto de nuestra parte y está ahí hasta al final?

5. Celebrar la Eucaristía “comiendo su carne y bebiendo su sangre” significa aceptar la lógica de la cruz y del servicio. Es decir,
significa ofrecer la propia disponibilidad para sacrificarse por los otros, como hizo Él.

De este testimonio tiene necesidad urgente nuestra sociedad, de él necesitan más que nunca los jóvenes, tentados a menudo por los
espejismos de una vida fácil y cómoda, por la droga y el hedonismo, que llevan después a la espiral de la desesperación, del sin-
sentido, de la violencia. Es urgente cambiar de rumbo y dirigirse a Cristo, que es también el camino de la justicia, de la solidaridad,
del compromiso por una sociedad y un futuro dignos del hombre.

Ésta es nuestra Eucaristía, ésta es la respuesta que Cristo espera de nosotros, de vosotros, jóvenes, al final de vuestro Jubileo. A Jesús
no le gustan las medias tintas y no duda en apremiarnos con la pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?” Con Pedro, ante
Cristo, Pan de vida, también hoy nosotros queremos repetir: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn
6,68).

6. Queridos jóvenes, al volver a vuestra tierra poned la Eucaristía en el centro de vuestra vida personal y comunitaria: amadla,
adoradla y celebradla, sobre todo el domingo, día del Señor. Vivid la Eucaristía dando testimonio del amor de Dios a los hombres.

Os confío, queridos amigos, este don de Dios, el más grande dado a nosotros, peregrinos por los caminos del tiempo, pero que
llevamos en el corazón la sed de eternidad. ¡Ojalá que pueda haber siempre en cada comunidad un sacerdote que celebre la
Eucaristía! Por eso pido al Señor que broten entre vosotros numerosas y santas vocaciones al sacerdocio. La Iglesia tiene necesidad de
alguien que celebre también hoy, con corazón puro, el sacrificio eucarístico. ¡El mundo no puede verse privado de la dulce y
liberadora presencia de Jesús vivo en la Eucaristía!
Sed vosotros mismos testigos fervorosos de la presencia de Cristo en nuestros altares. Que la Eucaristía modele vuestra vida, la vida
de las familias que formaréis; que oriente todas vuestras opciones de vida. Que la Eucaristía, presencia viva y real del amor trinitario
de Dios, os inspire ideales de solidaridad y os haga vivir en comunión con vuestros hermanos dispersos por todos los rincones del
planeta.

Que la participación en la Eucaristía fructifique, en especial, en un nuevo florecer de vocaciones a la vida religiosa, que asegure la
presencia de fuerzas nuevas y generosas en la Iglesia para la gran tarea de la nueva evangelización.
Si alguno de vosotros, queridos jóvenes, siente en sí la llamada del Señor a darse totalmente a Él para amarlo “con corazón indiviso”
(cf. 1 Co 7,34), que no se deje paralizar por la duda o el miedo. Que pronuncie con valentía su propio “sí” sin reservas, fiándose de Él
que es fiel en todas sus promesas. ¿No ha prometido, al que lo ha dejado todo por Él, aquí el ciento por uno y después la vida eterna?
(cf. Mc 10,29-30).

7. Al final de esta Jornada Mundial, mirándoos a vosotros, a vuestros rostros jóvenes, a vuestro entusiasmo sincero, quiero expresar,
desde lo hondo de mi corazón, mi agradecimiento a Dios por el don de la juventud, que a través de vosotros permanece en la Iglesia y
en el mundo.
¡Gracias a Dios por el camino de las Jornadas Mundiales de la Juventud! ¡Gracias a Dios por tantos jóvenes que han participado en
ellas durante estos dieciséis años! Son jóvenes que ahora, ya adultos, siguen viviendo en la fe allí donde residen y trabajan. Estoy
seguro de que también vosotros, queridos amigos, estaréis a la altura de los que os han precedido. Llevaréis el anuncio de Cristo en el
nuevo milenio. Al volver a casa, no os disperséis. Confirmad y profundidad en vuestra adhesión a la comunidad cristiana a la que
pertenecéis. Desde Roma, la ciudad de Pedro y Pablo, el Papa os acompaña con su afecto y, parafraseando una expresión de Santa
Catalina de Siena, os dice: Si sois lo que tenéis que ser, ¡prenderéis fuego al mundo entero! (cf. Cart. 368).

Miro con confianza a esta nueva humanidad que se prepara también por medio de vosotros; miro a esta Iglesia constantemente
rejuvenecida por el Espíritu de Cristo y que hoy se alegra por vuestros propósitos y de vuestro compromiso. Miro hacia el futuro y
hago mías las palabras de una antigua oración, que canta a la vez al don de Jesús, de la Eucaristía y de la Iglesia:

“Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti la gloria
por los siglos.
Así como este trozo de pan estaba disperso por los montes y reunido se ha hecho uno, así también reúne a tu Iglesia desde los
confines de la tierra en tu reino [...] Tú, Señor omnipotente, has creado el universo a causa de tu Nombre, has dado a los hombres
alimento y bebida para su disfrute, a fin de que te den gracias y, además, a nosotros nos has concedido la gracia de un alimento y
bebida espirituales y de vida eterna por medio de tu siervo [...] A ti la gloria por los siglos” (Didaché 9,3-4; 10,3-4).

Amén.
AUDIENCIA
Miércoles 15 de Diciembre 1999
Compromiso por la edificación de la "civilización del amor"
1. "Los cristianos, recordando la palabra del Señor: "En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros" (Jn 13, 35),
nada pueden desear más ardientemente que servir cada vez más generosa y eficazmente a los hombres del mundo actual" (Gaudium
et spes, 93).

Esta tarea que el concilio Vaticano II nos encomendó al final de la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual responde
al desafío fascinante de construir un mundo animado por la ley del amor, una civilización del amor, "fundada en los valores
universales de paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización" (Tertio millennio adveniente, 52).

En la base de esta civilización se encuentra el reconocimiento de la soberanía universal de Dios Padre como manantial inagotable de
amor. Precisamente aceptando este valor fundamental, con ocasión del gran jubileo del año 2000, se ha de realizar un sincero
examen de fin de milenio, para reemprender con más agilidad el camino hacia el futuro que nos espera.

Hemos asistido al ocaso de las ideologías que vaciaron de referencias espirituales a muchos hermanos nuestros, pero los frutos
nefastos de un secularismo que engendra indiferencia religiosa siguen presentes, sobre todo en las regiones más desarrolladas. Desde
luego, a esta situación no se responde adecuadamente con la vuelta a una vaga religiosidad, con la que se buscan frágiles
compensaciones y un equilibrio psico-cósmico, como pretenden muchos nuevos paradigmas religiosos que proclaman una
religiosidad sin referencia a un Dios trascendente y personal.

Por el contrario, es preciso analizar con esmero las causas de la pérdida del sentido de Dios y volver a proponer con valentía el
anuncio del rostro del Padre, revelado por Jesucristo a la luz del Espíritu. Esta revelación, no disminuye, sino que exalta la dignidad
de la persona humana en cuanto imagen de Dios Amor.

2. En los últimos decenios, la pérdida del sentido de Dios ha coincidido con el avance de una cultura nihilista que empobrece el
sentido de la existencia humana y, en el campo ético, relativiza incluso los valores fundamentales de la familia y del respeto a la vida.
Con frecuencia, todo esto no se realiza de modo llamativo, sino con la sutil metodología de la indiferencia, que lleva a considerar
normales todos los comportamientos, de modo que no surja ningún problema moral.

Paradójicamente, se exige que el Estado reconozca como "derechos" muchos comportamientos que atentan contra la vida humana,
sobre todo contra la más débil e indefensa. Por no hablar de las enormes dificultades que existen para aceptar a los demás cuando son
diversos, incómodos, extranjeros, enfermos o minusválidos. Precisamente el rechazo cada vez más fuerte de los demás, en cuanto
diferentes, plantea un interrogante a nuestra conciencia de creyentes. Como afirmé en la encíclica Evangelium vitae: "Estamos frente
a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la
difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera cultura de muerte" (n. 12).

3. Frente a esta cultura de muerte nuestra responsabilidad de cristianos se expresa en el compromiso de la nueva evangelización,
entre cuyos frutos más importantes se ha de contar la civilización del amor.

"El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a
todas las culturas" (Evangelii nuntiandi, 20); con todo, poseen una fuerza regeneradora que puede influir positivamente en las
culturas. El mensaje cristiano no las perjudica destruyendo sus características peculiares; al contrario, actúa en ellas desde dentro,
valorando las potencialidades originales que su genio es capaz de expresar. El influjo del Evangelio sobre las culturas purifica y eleva
lo humano, haciendo resplandecer la belleza de la vida, la armonía de la convivencia pacífica, la genialidad que todo pueblo aporta a
la comunidad de los hombres. Ese influjo tiene su fuerza en el amor, que no impone sino propone, apoyándose en la adhesión libre,
en un clima de respeto y acogida recíproca.

4. El mensaje de amor que encierra el Evangelio impulsa valores humanos como la solidaridad, el deseo de libertad e igualdad, y el
respeto del pluralismo de formas de expresión. El eje de la civilización del amor es el reconocimiento del valor de la persona humana
y concretamente de todas las personas humanas. El cristianismo ha dado una gran aportación precisamente en este ámbito. En efecto,
de la reflexión sobre el misterio del Dios trinitario y sobre la persona del Verbo encarnado ha brotado gradualmente la doctrina
antropológica de la persona humana como ser relacional. Este valioso logro ha hecho madurar la concepción de una sociedad que
sitúa a la persona como su punto de partida y su meta. La doctrina social de la Iglesia, que el espíritu del jubileo invita a volver a
meditar, ha contribuido a fundar en el derecho de la persona también las leyes de la convivencia social. En efecto, la visión cristiana
del ser humano como imagen de Dios implica que los derechos de la persona se imponen, por su naturaleza, al respeto de la sociedad,
que no los crea, sino simplemente los reconoce (cf. Gaudium et spes, 26).
5. La Iglesia es consciente de que esta doctrina puede quedarse en letra muerta si la vida social no está animada por el espíritu de una
auténtica experiencia religiosa y especialmente por el testimonio cristiano alimentado sin cesar por la acción creadora y sanante del
Espíritu Santo. En efecto, es consciente de que la crisis de la sociedad y del hombre contemporáneo está motivada en gran parte por
la reducción de la dimensión espiritual específica de la persona humana.

El cristianismo contribuye a la construcción de una sociedad a la medida del hombre precisamente infundiéndole un alma y
proclamando las exigencias de la ley de Dios, en la que todas las organizaciones y legislaciones de la sociedad deben fundarse, si
quieren garantizar la promoción humana, la liberación de todo tipo de esclavitud y el auténtico progreso.

Esta contribución de la Iglesia se realiza sobre todo mediante el testimonio que dan los cristianos, y especialmente los laicos, en su
vida ordinaria. El hombre actual acepta el mensaje de amor más de testigos que de maestros, y de éstos cuando se presentan como
auténticos testigos (cf. Evangelii nuntiandi, 41). Este es el desafío que hemos de afrontar, para que se abran nuevos espacios para el
futuro del cristianismo e incluso de la humanidad.

SALUDOS
Saludo con afecto a los peregrinos venidos de España y Latinoamérica. En especial a las Religiosas Oblatas al Divino Amor que
participan en su Capítulo General en Roma. A todos os aliento a comprometeros en la construcción de una sociedad digna del
hombre, dotándola de un alma y proclamando sin cesar las exigencias de la ley de Dios. Feliz Navidad .

En lengua croata
Queridos hermanos y hermanas, el perdón de corazón y la reconciliación son frutos de la conversión y de la adhesión sincera al
Evangelio. A esto nos invita, en particular, el gran jubileo del año 2000, que comenzará dentro de pocos días y que nos recuerda el
misterio de la Encarnación y del inmenso amor de Dios uno y trino al hombre. Por esa razón, la próxima celebración entraña nuevas
esperanzas y una alegría sobreabundante.
A los jóvenes, los enfermos y los recién casados
A vosotros, queridos jóvenes, y especialmente a vosotros, los estudiantes que habéis venido en tan gran número, os deseo que
dispongáis vuestro corazón para acoger a Jesús, que viene a salvarnos con la fuerza de su amor. A vosotros, queridos enfermos, que
en vuestra experiencia de enfermedad compartís con Cristo el peso de la cruz, deseo que las próximas fiestas navideñas os traigan
serenidad y consuelo.
Y a vosotros, queridos recién casados, que desde hace poco tiempo habéis fundado vuestra familia, os invito a crecer cada vez más en
el amor que Jesús nos ha dado en su nacimiento.

AUDIENCIA
Miércoles 12 de enero de 2000
María en el camino hacia el Padre

1. Completando nuestra reflexión sobre María al concluir el ciclo de catequesis dedicado al Padre, hoy queremos subrayar su papel
en nuestro camino hacia el Padre.

Él mismo quiso la presencia de María en la historia de la salvación. Cuando decidió enviar a su Hijo al mundo, quiso que viniera a
nosotros naciendo de una mujer (cf. Ga 4, 4). Así quiso que esta mujer, la primera que acogió a su Hijo, lo comunicara a toda la
humanidad.

Por tanto, María se encuentra en el camino que va desde el Padre a la humanidad como madre que da a todos a su Hijo, el Salvador.
Al mismo tiempo, está en el camino que los hombres deben recorrer para ir al Padre, por medio de Cristo en el Espíritu (cf. Ef 2, 18).

2. Para comprender la presencia de María en el itinerario hacia el Padre debemos reconocer, con todas las Iglesias, que Cristo es "el
camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6) y el único Mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2, 5). María se halla insertada en la
única mediación de Cristo y está totalmente a su servicio. Por consiguiente, como subrayó el Concilio en la Lumen gentium, "la
misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino
que manifiesta su eficacia" (n. 60). No afirmamos un papel de María en la vida de la Iglesia fuera de la mediación de Cristo o junto a
ella, como si se tratara de una mediación paralela o en competencia con la de Cristo.

Como afirmé expresamente en la encíclica Redemptoris Mater, la mediación materna de María "es mediación en Cristo" (n. 38). El
Concilio explica: "Todo el influjo de la santísima Virgen en la salvación de los hombres no tiene su origen en ninguna necesidad
objetiva, sino en que Dios lo quiso así. Brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende
totalmente de ella, y de ella saca toda su eficacia; favorece, y de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con
Cristo" (Lumen gentium, 60).

También María fue redimida por Cristo; más aún, es la primera de los redimidos, dado que la gracia que Dios Padre le concedió al
inicio de su existencia se debe "a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano", como afirma la bula Ineffabilis Deus del
Papa Pío IX (DS 2803). Toda la cooperación de María en la salvación está fundada en la mediación de Cristo, la cual, como precisa
también el Concilio, "no excluye sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente" (Lumen
gentium, 62).

La mediación de María, considerada desde esta perspectiva, se presenta como el fruto más alto de la mediación de Cristo y está
esencialmente orientada a hacer más íntimo y profundo nuestro encuentro con él: "La Iglesia no duda en atribuir a María esta misión
subordinada, la experimenta sin cesar y la recomienda al corazón de sus fieles para que, apoyados en su protección maternal, se unan
más íntimamente al Mediador y Salvador" (ib.).

3. En realidad, María no quiere atraer la atención hacia su persona. Vivió en la tierra con la mirada fija en Jesús y en el Padre
celestial. Su deseo más intenso consiste en hacer que las miradas de todos converjan en esa misma dirección. Quiere promover una
mirada de fe y de esperanza en el Salvador que nos envió el Padre.

Fue modelo de una mirada de fe y de esperanza sobre todo cuando, en la tempestad de la pasión de su Hijo, conservó en su corazón
una fe total en él y en el Padre. Mientras los discípulos, desconcertados por los acontecimientos, quedaron profundamente afectados
en su fe, María, a pesar de la prueba del dolor, permaneció íntegra en la certeza de que se realizaría la predicción de Jesús: "El Hijo
del hombre (...) al tercer día resucitará" (Mt 17, 22-23). Una certeza que no la abandonó ni siquiera cuando acogió entre sus brazos el
cuerpo sin vida de su Hijo crucificado.

4. Con esta mirada de fe y de esperanza, María impulsa a la Iglesia y a los creyentes a cumplir siempre la voluntad del Padre, que nos
ha manifestado Cristo.

Las palabras que dirigió a los sirvientes, para el milagro de Caná, las repite a todas las generaciones de cristianos: "Haced lo que él os
diga" (Jn 2, 5).

Los sirvientes siguieron su consejo y llenaron las tinajas hasta el borde. Esa misma invitación nos la dirige María hoy a nosotros. Es
una exhortación a entrar en el nuevo período de la historia con la decisión de realizar todo lo que Cristo dijo en el Evangelio en
nombre del Padre y actualmente nos sugiere mediante el Espíritu Santo, que habita en nosotros.

Si hacemos lo que nos dice Cristo, el milenio que comienza podrá asumir un nuevo rostro, más evangélico y más auténticamente
cristiano, y responder así a la aspiración más profunda de María.

5. Por consiguiente, las palabras: "Haced lo que él os diga", señalándonos a Cristo, nos remiten también al Padre, hacia el que nos
encaminamos. Coinciden con la voz del Padre que resonó en el monte de la Transfiguración: "Este es mi Hijo amado (...), escuchadlo"
(Mt 17, 5). Este mismo Padre, con la palabra de Cristo y la luz del Espíritu Santo, nos llama, nos guía y nos espera.

Nuestra santidad consiste en hacer todo lo que el Padre nos dice. El valor de la vida de María radica precisamente en el
cumplimiento de la voluntad divina. Acompañados y sostenidos por María, con gratitud recibimos el nuevo milenio de manos del
Padre y nos comprometemos a corresponder a su gracia con entrega humilde y generosa.

Saludos
(A los peregrinos croatas)
Queridos hermanos y hermanas: la celebración del gran jubileo del año 2000 estimula a los bautizados a acoger con sinceridad el
Evangelio en la propia vida y los lleva a redescubrir y abrazar la vocación de cada uno a la santidad, así como toda la esperanza y la
riqueza que contiene. El hombre y la mujer de nuestro tiempo están llamados en particular a abrir las puertas a Cristo, único
Salvador, para reencontrar la dignidad de toda persona y la esperanza que no defrauda nunca y que proviene de Dios. Saludo de
corazón a las estudiantes del instituto femenino de las Religiosas de la Caridad de Zagreb y a los demás peregrinos croatas. A todos
imparto de buen grado la bendición apostólica.

(Al Servicio misionero juvenil)


Saludo con afecto al señor Ernesto Olivero y a los jóvenes del SERMIG (Servicio misionero juvenil), que celebra mañana el 35°
aniversario de fundación. Queridos jóvenes: proseguid generosamente en este empeño profético al servicio de vuestros coetáneos.
Ayudadlos con el ejemplo a redescubrir el inestimable don de la vida y a realizar las grandes potencialidades de bien presentes en
cada uno. Sed signos creíbles de la ternura de Dios en nuestro mundo, que se abre al tercer milenio. Contagiad con vuestro
entusiasmo y vuestra adhesión convencida a la lógica del Evangelio a cuantos son víctimas de una peligrosa cultura de la violencia o
viven la exaltante época de la juventud en la superficialidad y en la desesperación. Al comienzo de este extraordinario Año jubilar,
en el que el Señor abre a todos las puertas de la misericordia, os confío la tarea de ser artífices de su paz, indispensable para realizar
en el mundo la fraternidad en la justicia que restituye a cada uno la alegría y el honor de estar llamado a formar parte de la familia de
Dios.

*****
Saludo en particular a los jóvenes, sobre todo a los de Velletri y de Montevideo, a los enfermos y a los recién casados, con el deseo de
que vivan en plenitud el año jubilar.

Para muchos de vosotros, queridos jóvenes, el jubileo es una experiencia nueva: hacedla vuestra con alegría y con empeño. Vosotros,
queridos enfermos, cooperad con la divina misericordia, ofreciendo con espíritu de penitencia las pruebas y los sacrificios. Y
vosotros, queridos recién casados, profundizad en este Año santo la gracia recibida en el sacramento del matrimonio.

CAPILLA PAPAL PARA LA CANONIZACIÓN


HOMILÍA DEL SANTO PADRE Domingo 21 de mayo de 2000

1. "No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad" (1 Jn 3, 18). Esta exhortación, tomada del apóstol Juan en el
texto de la segunda lectura de esta celebración, nos invita a imitar a Cristo, viviendo a la vez en estrecha unión con Él. Jesús mismo
nos lo ha dicho también en el Evangelio recién proclamado: "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid,
así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí" (Jn 15,4).

A través de la unión profunda con Cristo, iniciada en el bautismo y alimentada por la oración, los sacramentos y la práctica de las
virtudes evangélicas, hombres y mujeres de todos los tiempos, como hijos de la Iglesia, han alcanzado la meta de la santidad. Son
santos porque pusieron a Dios en el centro de su vida e hicieron de la búsqueda y extensión de su Reino el móvil de su propia
existencia; santos porque sus obras siguen hablando de su amor total al Señor y a los hermanos dando copiosos frutos, gracias a su fe
viva en Jesucristo, y a su compromiso de amar como Él nos ha amado, incluso a los enemigos.

2. Dentro de la peregrinación jubilar de los mexicanos, la Iglesia se alegra al proclamar santos a estos hijos de México: Cristóbal
Magallanes y 24 compañeros mártires, sacerdotes y laicos; José María de Yermo y Parres, sacerdote fundador de las Religiosas Siervas
del Sagrado Corazón de Jesús, y María de Jesús Sacramentado Venegas, fundadora de las Hijas del Sagrado Corazón de Jesús.

Para participar en esta solemne celebración, honrando así la memoria de estos ilustres hijos de la Iglesia y de vuestra Patria, habéis
venido numerosos peregrinos mexicanos, acompañados por un nutrido grupo de Obispos. A todos os saludo con gran afecto. La
Iglesia en México se regocija al contar con estos intercesores en el cielo, modelos de caridad suprema siguiendo las huellas de
Jesucristo. Todos ellos entregaron su vida a Dios y a los hermanos, por la vía del martirio o por el camino de la ofrenda generosa al
servicio de los necesitados. La firmeza de su fe y esperanza les sostuvo en las diversas pruebas a las que fueron sometidos. Son un
precioso legado, fruto de la fe arraigada en tierras mexicanas, la cual, en los albores del Tercer milenio del cristianismo, ha de ser
mantenida y revitalizada para que sigáis siendo fieles a Cristo y a su Iglesia como lo habéis sido en el pasado.

3. En la primera lectura hemos escuchado cómo Pablo se movía en Jerusalén "predicando públicamente el nombre del Señor.
Hablaba y discutía también con los judíos de lengua griega, que se propusieron suprimirlo" (Hch 9, 28-29). Con la misión de Pablo se
prepara la propagación de la Iglesia, llevando el mensaje evangélico a todas las partes. Y en esta expansión, no han faltado nunca las
persecuciones y violencias contra los anunciadores de la Buena Nueva. Pero, por encima de las adversidades humanas, la Iglesia
cuenta con la promesa de la asistencia divina. Por eso, hemos oído que "la Iglesia gozaba de paz [...] Se iba construyendo y progresaba
en la fidelidad al Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo" (Hch 9,31).

Bien podemos aplicar este fragmento de los Hechos de los Apóstoles a la situación que tuvieron que vivir Cristóbal Magallanes y sus
24 compañeros, mártires en el primer tercio del siglo XX. La mayoría pertenecía al clero secular y tres de ellos eran laicos seriamente
comprometidos en la ayuda a los sacerdotes. No abandonaron el valiente ejercicio de su ministerio cuando la persecución religiosa
arreció en la amada tierra mexicana, desatando un odio a la religión católica. Todos aceptaron libre y serenamente el martirio como
testimonio de su fe, perdonando explícitamente a sus perseguidores. Fieles a Dios y a la fe católica tan arraigada en sus comunidades
eclesiales a las cuales sirvieron promoviendo también su bienestar material, son hoy ejemplo para toda la Iglesia y para la sociedad
mexicana en particular.

Tras las duras pruebas que la Iglesia pasó en México en aquellos convulsos años, hoy los cristianos mexicanos, alentados por el
testimonio de estos testigos de la fe, pueden vivir en paz y armonía, aportando a la sociedad la riqueza de los valores evangélicos. La
Iglesia crece y progresa, siendo crisol donde nacen abundantes vocaciones sacerdotales y religiosas, donde se forman familias según
el plan de Dios y donde los jóvenes, parte notable del pueblo mexicano, pueden crecer con esperanza en un futuro mejor. Que el
luminoso ejemplo de Cristóbal Magallanes y compañeros mártires os ayude a un renovado empeño de fidelidad a Dios, capaz de
seguir transformando la sociedad mexicana para que en ella reine la justicia, la fraternidad y la armonía entre todos.

4. "Éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó"
(1 Jn 3, 23). El mandato por excelencia que Jesús dio a los suyos es amarse fraternalmente como él nos ha amado (cf. Jn 15,12). En la
segunda lectura que hemos escuchado, el mandamiento tiene un doble aspecto: creer en la persona de Jesucristo, Hijo de Dios,
confesándolo en todo momento, y amarnos unos a otros porque Cristo mismo nos lo ha mandado. Este mandamiento es tan
fundamental para la vida del creyente que se convierte como en el presupuesto necesario para que tenga lugar la inhabitación divina.
La fe, la esperanza, el amor llevan a acoger existencialmente a Dios como camino seguro hacia la santidad.

Este se puede decir que fue el camino emprendido por José María de Yermo y Parres, que vivió su entrega sacerdotal a Cristo
adhiriéndose a Él con todas sus fuerzas, a la vez que se destacaba por una actitud primordialmente orante y contemplativa. En el
Corazón de Cristo encontró la guía para su espiritualidad, y considerando su amor infinito a los hombres, quiso imitarlo haciendo la
regla de su vida la caridad.

El nuevo Santo fundó las Religiosas Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres, denominación que recoge sus dos grandes
amores, que expresan en la Iglesia el espíritu y el carisma del nuevo santo. Queridas hijas de San José María de Yermo y Parres: vivid
con generosidad la rica herencia de vuestro fundador, empezando por la comunión fraterna en comunidad y prolongándoda después
en el amor misericordioso al hermano, con humildad, sencillez y eficacia, y, por encima de todo, en perfecta unión con Dios.

5. "Permaneced en mí y yo en vosotros [...] El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis
hacer nada" (Jn 15, 4.5). En el evangelio que hemos escuchado, Jesús nos ha exhortado a permanecer en Él, para unir consigo a todos
los hombres. Esta invitación exige llevar a cabo nuestro compromiso bautismal, vivir en su amor, inspirarse en su Palabra,
alimentarse con la Eucaristía, recibir su perdón y, cuando sea el caso, llevar con Él la cruz. La separación de Dios es la tragedia más
grande que el hombre puede vivir. La savia que llega al sarmiento lo hace crecer; la gracia que nos viene por Cristo nos hace adultos
y maduros a fin de que demos frutos de vida eterna.

Santa María de Jesús Sacramentado Venegas, primera mexicana canonizada, supo permanecer unida a Cristo en su larga existencia
terrena y por eso dio frutos abundantes de vida eterna. Su espiritualidad se caracterizó por una singular piedad eucarística, pues es
claro que un camino excelente para la unión con el Señor es buscarlo, adorarlo, amarlo en el santísimo misterio de su presencia real
en el Sacramento del Altar.

Quiso prolongar su obra con la fundación de las Hijas del Sagrado Corazón de Jesús, que siguen hoy en la Iglesia su carisma de la
caridad con los pobres y enfermos. En efecto, el amor de Dios es universal, quiere llegar a todos los hombres y por eso la nueva Santa
comprendió que su deber era difundirlo, prodigándose en atenciones con todos hasta el fin de sus días, incluso cuando la energía
física declinaba y las duras pruebas que pasó a lo largo de su existencia habían mermado sus fuerzas. Fidelísima en la observancia de
las constituciones, respetuosa con los obispos y sacerdotes, solícita con los seminaristas, Santa María de Jesús Sacramentado es un
elocuente testimonio de consagración absoluta al servicio de Dios y de la humanidad doliente.

6. Esta solemne celebración nos recuerda que la fe comporta una relación profunda con el Señor. Los nuevos santos nos enseñan que
los verdaderos seguidores y discípulos de Jesús son aquellos que cumplen la voluntad de Dios y que están unidos a Él mediante la fe y
la gracia.

Escuchar la Palabra de Dios, armonizar la propia existencia, dando el primer espacio a Cristo, hace que la vida del ser humano se
configure a Él. "Permaneced en mí y yo en vosotros", sigue siendo la invitación de Jesús que debe resonar continuamente en cada
uno de nosotros y en nuestro ambiente. San Pablo, acogiendo este mismo llamado pudo exclamar: "vivo yo, pero no soy yo; es Cristo
quien vive en mí" (Gal 2,20). Que la Palabra de Dios proclamada en esta liturgia haga que nuestra vida sea auténtica permaneciendo
existencialmente unidos al Señor, amando no sólo de palabra sino con obras y de verdad (cf. 1 Jn 3,18). Así nuestra vida será
realmente "por Cristo, con Él y en Él".

Estamos viviendo el Gran Jubileo del Año 2000. Entre sus objetivos está el de "suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad"
(Tertio millennio adveniente, 42). Que el ejemplo de estos nuevos Santos, don de la Iglesia en México a la Iglesia universal, mueva a
todos los fieles, con todos los medios a su alcance y sobre todo con la ayuda de la gracia de Dios, a buscar con valentía y decisión la
santidad.

Que la Virgen de Guadalupe, invocada por los mártires en el momento supremo de su entrega, y a la que San José María de Yermo y
Santa María de Jesús Sacramentado Venegas profesaron tan tierna devoción, acompañe con su materna protección los buenos
propósitos de quienes honran hoy a los nuevos Santos y ayude a los que siguen sus ejemplos, guíe y proteja también a la Iglesia para
que, con su acción evangelizadora y el testimonio cristiano de todos sus hijos, ilumine el camino de la humanidad en el tercer
milenio. Amen.

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL


ECCLESIA IN AMERICA
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LOS CONSAGRADOS Y CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO,
CAMINO PARA LA CONVERSIÓN,
LA COMUNIÓN
Y LA SOLIDARIDAD EN AMÉRICA

CAPÍTULO I
EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO
« Hemos encontrado al Mesías » (Jn 1, 41)
Los encuentros con el Señor en el Nuevo Testamento
8. Los Evangelios relatan numerosos encuentros de Jesús con hombres y mujeres de su tiempo. Una característica común a todos
estos episodios es la fuerza transformadora que tienen y manifiestan los encuentros con Jesús, ya que « abren un auténtico proceso de
conversión, comunión y solidaridad ».(11) Entre los más significativos está el de la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42). Jesús la llama
para saciar su sed, que no era sólo material, pues, en realidad, « el que pedía beber, tenía sed de la fe de la misma mujer ».(12) Al
decirle, « dame de beber » (Jn 4, 7), y al hablarle del agua viva, el Señor suscita en la samaritana una pregunta, casi una oración, cuyo
alcance real supera lo que ella podía comprender en aquel momento: « Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed » (Jn 4,
15). La samaritana, aunque « todavía no entendía »,(13) en realidad estaba pidiendo el agua viva de que le hablaba su divino
interlocutor. Al revelarle Jesús su mesianidad (cf. Jn 4, 26), la samaritana se siente impulsada a anunciar a sus conciudadanos que ha
descubierto el Mesías (cf. Jn 4, 28-30). Así mismo, cuando Jesús encuentra a Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10) el fruto más preciado es su
conversión: éste, consciente de las injusticias que ha cometido, decide devolver con creces —« el cuádruple »— a quienes había
defraudado. Además, asume una actitud de desprendimiento de las cosas materiales y de caridad hacia los necesitados, que lo lleva a
dar a los pobres la mitad de sus bienes.
Una mención especial merecen los encuentros con Cristo resucitado narrados en el Nuevo Testamento. Gracias a su encuentro con el
Resucitado, María Magdalena supera el desaliento y la tristeza causados por la muerte del Maestro (cf. Jn 20, 11-18). En su nueva
dimensión pascual, Jesús la envía a anunciar a los discípulos que Él ha resucitado (cf. Jn 20, 17). Por este hecho se ha llamado a María
Magdalena « la apóstol de los apóstoles ».(14) Por su parte, los discípulos de Emaús, después de encontrar y reconocer al Señor
resucitado, vuelven a Jerusalén para contar a los apóstoles y a los demás discípulos lo que les había sucedido (cf. Lc 24, 13-35). Jesús,
«empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24, 27). Los
dos discípulos reconocerían más tarde que su corazón ardía mientras el Señor les hablaba en el camino explicándoles las Escrituras
(cf. Lc 24, 32). No hay duda de que san Lucas al narrar este episodio, especialmente el momento decisivo en que los dos discípulos
reconocen a Jesús, hace una alusión explícita a los relatos de la institución de la Eucaristía, es decir, al modo como Jesús actuó en la
Última Cena (cf. Lc 24, 30). El evangelista, para relatar lo que los discípulos de Emaús cuentan a los Once, utiliza una expresión que
en la Iglesia naciente tenía un significado eucarístico preciso: « Le habían conocido en la fracción del pan » (Lc 24, 35).
Entre los encuentros con el Señor resucitado, uno de los que han tenido un influjo decisivo en la historia del cristianismo es, sin
duda, la conversión de Saulo, el futuro Pablo y apóstol de los gentiles, en el camino de Damasco. Allí tuvo lugar el cambio radical de
su existencia, de perseguidor a apóstol (cf. Hch 9, 3-30; 22, 6-11; 26, 12-18). El mismo Pablo habla de esta extraordinaria experiencia
como de una revelación del Hijo de Dios « para que le anunciase entre los gentiles » (Ga 1, 16).
La invitación del Señor respeta siempre la libertad de los que llama. Hay casos en que el hombre, al encontrarse con Jesús, se cierra al
cambio de vida al que Él lo invita. Fueron numerosos los casos de contemporáneos de Jesús que lo vieron y oyeron, y, sin embargo,
no se abrieron a su palabra. El Evangelio de san Juan señala el pecado como la causa que impide al ser humano abrirse a la luz que es
Cristo: « Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas » (Jn 3, 19). Los textos
evangélicos enseñan que el apego a las riquezas es un obstáculo para acoger el llamado a un seguimiento generoso y pleno de Jesús.
Típico es, a este respecto, el caso del joven rico (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-23).
Encuentros personales y encuentros comunitarios
9. Algunos encuentros con Jesús, narrados en los Evangelios, son claramente personales como, por ejemplo, las llamadas vocacionales
(cf. Mt 4, 19; 9, 9; Mc 10, 21; Lc 9, 59). En ellos Jesús trata con intimidad a sus interlocutores: « Rabbí —que quiere decir “Maestro”—
¿dónde vives? » [...] « Venid y lo veréis » (Jn 1, 38-39). Otras veces, en cambio, los encuentros tienen un carácter comunitario. Así
son, en concreto, los encuentros con los Apóstoles, que tienen una importancia fundamental para la constitución de la Iglesia. En
efecto, los Apóstoles, elegidos por Jesús de entre un grupo más amplio de discípulos (cf. Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16), son objeto de una
formación especial y de una comunicación más íntima. A la multitud Jesús le habla en parábolas que sólo explica a los Doce: « Es que
a vosotros se os ha dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no » (Mt 13, 11). Los Apóstoles están llamados a
ser los anunciadores de la Buena Nueva y a desarrollar una misión especial para edificar la Iglesia con la gracia de los Sacramentos.
Para este fin, reciben la potestad necesaria: les da el poder de perdonar los pecados apelando a la plenitud de ese mismo poder en el
cielo y en la tierra que el Padre le ha dado (cf. Mt 28, 18). Ellos serán los primeros en recibir el don del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 1-
4), don que recibirán más tarde quienes se incorporen a la Iglesia por los sacramentos de la iniciación cristiana (cf. Hch 2, 38).
El encuentro con Cristo en el tiempo de la Iglesia
10. La Iglesia es el lugar donde los hombres, encontrando a Jesús, pueden descubrir el amor del Padre: en efecto, el que ha visto a
Jesús ha visto al Padre (cf. Jn 14, 9). Jesús, después de su ascensión al cielo, actúa mediante la acción poderosa del Paráclito (cf. Jn 16,
7), que transforma a los creyentes dándoles la nueva vida. De este modo ellos llegan a ser capaces de amar con el mismo amor de
Dios, « que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado » (Rm 5, 5). La gracia divina prepara,
además, a los cristianos a ser agentes de la transformación del mundo, instaurando en él una nueva civilización, que mi predecesor
Pablo VI llamó justamente « civilización del amor ».(15)
En efecto, « el Verbo de Dios, asumiendo en todo la naturaleza humana menos en el pecado (cf. Hb 4, 11), manifiesta el plan del
Padre, de revelar a la persona humana el modo de llegar a la plenitud de su propia vocación [...] Así, Jesús no sólo reconcilia al
hombre con Dios, sino que lo reconcilia también consigo mismo, revelándole su propia naturaleza ».(16) Con estas palabras los
Padres sinodales, en la línea del Concilio Vaticano II, han reafirmado que Jesús es el camino a seguir para llegar a la plena realización
personal, que culmina en el encuentro definitivo y eterno con Dios. « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino
por mí » (Jn 14, 6). Dios nos « predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos
» (Rm 8, 29). Jesucristo es, pues, la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales
que asedian también hoy a tantos hombres y mujeres del continente americano.
Por medio de María encontramos a Jesús
11. Cuando nació Jesús, los magos de Oriente acudieron a Belén y « vieron al Niño con María su Madre » (Mt 2, 11). Al inicio de la
vida pública, en las bodas de Caná, cuando el Hijo de Dios realizó el primero de sus signos, suscitando la fe de los discípulos (Jn 2,
11), es María la que interviene y orienta a los servidores hacia su Hijo con estas palabras: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). A este
respecto, he escrito en otra ocasión: « La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo,
indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías ».(17) Por eso,
María es un camino seguro para encontrar a Cristo. La piedad hacia la Madre del Señor, cuando es auténtica, anima siempre a
orientar la propia vida según el espíritu y los valores del Evangelio.
¿Cómo no poner de relieve el papel que la Virgen tiene respecto a la Iglesia peregrina en América, en camino al encuentro con el
Señor? En efecto, la Santísima Virgen, « de manera especial, está ligada al nacimiento de la Iglesia en la historia de [...] los pueblos de
América, que por María llegaron al encuentro con el Señor ».(18)
En todas las partes del Continente la presencia de la Madre de Dios ha sido muy intensa desde los días de la primera evangelización,
gracias a la labor de los misioneros. En su predicación, « el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen María como su
realización más alta. Desde los orígenes —en su advocación de Guadalupe— María constituyó el gran signo, de rostro maternal y
misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión ».(19)
La aparición de María al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, el año 1531, tuvo una repercusión decisiva para la
evangelización.(20) Este influjo va más allá de los confines de la nación mexicana, alcanzando todo el Continente. Y América, que
históricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido « en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, [...] en Santa María de
Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada ».(21) Por eso, no sólo en el Centro y en el Sur, sino
también en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina de toda América.(22)
A lo largo del tiempo ha ido creciendo cada vez más en los Pastores y fieles la conciencia del papel desarrollado por la Virgen en la
evangelización del Continente. En la oración compuesta para la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América, María
Santísima de Guadalupe es invocada como « Patrona de toda América y Estrella de la primera y de la nueva evangelización ». En este
sentido, acojo gozoso la propuesta de los Padres sinodales de que el día 12 de diciembre se celebre en todo el Continente la fiesta de
Nuestra Señora de Guadalupe, Madre y Evangelizadora de América.(23) Abrigo en mi corazón la firme esperanza de que ella, a cuya
intercesión se debe el fortalecimiento de la fe de los primeros discípulos (cf. Jn 2, 11), guíe con su intercesión maternal a la Iglesia en
este Continente, alcanzándole la efusión del Espíritu Santo como en la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 14), para que la nueva
evangelización produzca un espléndido florecimiento de vida cristiana.
Lugares de encuentro con Cristo
12. Contando con el auxilio de María, la Iglesia en América desea conducir a los hombres y mujeres de este Continente al encuentro
con Cristo, punto de partida para una auténtica conversión y para una renovada comunión y solidaridad. Este encuentro contribuirá
eficazmente a consolidar la fe de muchos católicos, haciendo que madure en fe convencida, viva y operante.
Para que la búsqueda de Cristo presente en su Iglesia no se reduzca a algo meramente abstracto, es necesario mostrar los lugares y
momentos concretos en los que, dentro de la Iglesia, es posible encontrarlo. La reflexión de los Padres sinodales a este respecto ha
sido rica en sugerencias y observaciones.
Ellos han señalado, en primer lugar, « la Sagrada Escritura leída a la luz de la Tradición, de los Padres y del Magisterio, profundizada
en la meditación y la oración ».(24) Se ha recomendado fomentar el conocimiento de los Evangelios, en los que se proclama, con
palabras fácilmente accesibles a todos, el modo como Jesús vivió entre los hombres. La lectura de estos textos sagrados, cuando se
escucha con la misma atención con que las multitudes escuchaban a Jesús en la ladera del monte de las Bienaventuranzas o en la
orilla del lago de Tiberíades mientras predicaba desde la barca, produce verdaderos frutos de conversión del corazón.
Un segundo lugar para el encuentro con Jesús es la sagrada Liturgia.(25) Al Concilio Vaticano II debemos una riquísima exposición
de las múltiples presencias de Cristo en la Liturgia, cuya importancia debe llevar a hacer de ello objeto de una constante predicación:
Cristo está presente en el celebrante que renueva en el altar el mismo y único sacrificio de la Cruz; está presente en los Sacramentos
en los que actúa su fuerza eficaz. Cuando se proclama su palabra, es Él mismo quien nos habla. Está presente además en la
comunidad, en virtud de su promesa: « Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos » (Mt 18, 20).
Está presente « sobre todo bajo las especies eucarísticas ».(26) Mi predecesor Pablo VI creyó necesario explicar la singularidad de la
presencia real de Cristo en la Eucaristía, que « se llama “real” no por exclusión, como si las otras presencias no fueran “reales”, sino
por antonomasia, porque es substancial ».(27) Bajo las especies de pan y vino, « Cristo todo entero está presente en su “realidad física”
aún corporalmente ».(28)
La Escritura y la Eucaristía, como lugares de encuentro con Cristo, están sugeridas en el relato de la aparición del Resucitado a los
dos discípulos de Emaús. Además, el texto del Evangelio sobre el juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el que se afirma que seremos
juzgados sobre el amor a los necesitados, en quienes misteriosamente está presente el Señor Jesús, indica que no se debe descuidar un
tercer lugar de encuentro con Cristo: « Las personas, especialmente los pobres, con los que Cristo se identifica ».(29) Como recordaba
el Papa Pablo VI, al clausurar el Concilio Vaticano II, « en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por
sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (cf. Mt 25, 40), el Hijo del hombre ».(30)

CAPITULO II
EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO EN EL HOY DE AMERICA
« A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho » (Lc 12, 48)

Situación de los hombres y mujeres de América y su encuentro con el Señor

13. En los Evangelios se narran encuentros con Cristo de personas en situaciones muy diferentes. A veces se trata de situaciones de
pecado, que dejan entrever la necesidad de la conversión y del perdón del Señor. En otras circunstancias se dan actitudes positivas de
búsqueda de la verdad, de auténtica confianza en Jesús, que llevan a establecer una relación de amistad con Él, y que estimulan el
deseo de imitarlo. No pueden olvidarse tampoco los dones con los que el Señor prepara a algunos para un encuentro posterior. Así
Dios, haciendo a María « llena de gracia » (Lc 1, 28) desde el primer momento, la preparó para que en ella tuviera lugar el más
importante encuentro divino con la naturaleza humana: el misterio inefable de la Encarnación.

Como los pecados y las virtudes sociales no existen en abstracto, sino que son el resultado de actos personales,(31) es necesario tener
presente que América es hoy una realidad compleja, fruto de las tendencias y modos de proceder de los hombres y mujeres que lo
habitan. En esta situación real y concreta es donde ellos han de encontrarse con Jesús.
Identidad cristiana de América
14. El mayor don que América ha recibido del Señor es la fe, que ha ido forjando su identidad cristiana. Hace ya más de quinientos
años que el nombre de Cristo comenzó a ser anunciado en el Continente. Fruto de la evangelización, que ha acompañado los
movimientos migratorios desde Europa, es la fisonomía religiosa americana, impregnada de los valores morales que, si bien no
siempre se han vivido coherentemente y en ocasiones se han puesto en discusión, pueden considerarse en cierto modo patrimonio de
todos los habitantes de América, incluso de quienes no se identifican con ellos. Es claro que la identidad cristiana de América no
puede considerarse como sinónimo de identidad católica. La presencia de otras confesiones cristianas en grado mayor o menor en
diferentes partes de América, hace especialmente urgente el compromiso ecuménico, para buscar la unidad entre todos los creyentes
en Cristo.(32)

Frutos de santidad
15. La expresión y los mejores frutos de la identidad cristiana de América son sus santos. En ellos, el encuentro con Cristo vivo « es
tan profundo y comprometido [...] que se convierte en fuego que lo consume todo, e impulsa a construir su Reino, a hacer que Él y la
nueva alianza sean el sentido y el alma de [...] la vida personal y comunitaria ».(33) América ha visto florecer los frutos de la santidad
desde los comienzos de su evangelización. Este es el caso de santa Rosa de Lima (1586-1617), « la primera flor de santidad en el
Nuevo Mundo », proclamada patrona principal de América en 1670 por el Papa Clemente X.(34) Después de ella, el santoral
americano se ha ido incrementando hasta alcanzar su amplitud actual.(35) Las beatificaciones y canonizaciones, con las que no pocos
hijos e hijas del Continente han sido elevados al honor de los altares, ofrecen modelos heroicos de vida cristiana en la diversidad de
estados de vida y de ambientes sociales. La Iglesia, al beatificarlos o canonizarlos, ve en ellos a poderosos intercesores unidos a
Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, mediador entre Dios y los hombres. Los Beatos y Santos de América acompañan con solicitud
fraterna a los hombres y mujeres de su tierra que, entre gozos y sufrimientos, caminan hacia el encuentro definitivo con el
Señor.(36) Para fomentar cada vez más su imitación y para que los fieles recurran de una manera más frecuente y fructuosa a su
intercesión, considero muy oportuna la propuesta de los Padres sinodales de preparar « una colección de breves biografías de los
Santos y Beatos americanos. Esto puede iluminar y estimular en América la respuesta a la vocación universal a la santidad ».(37)

Entre sus Santos, « la historia de la evangelización de América reconoce numerosos mártires, varones y mujeres, tanto Obispos, como
presbíteros, religiosos y laicos, que con su sangre regaron [...] [estas] naciones. Ellos, como nube de testigos (cf. Hb 12, 1), nos
estimulan para que asumamos hoy, sin temor y ardorosamente, la nueva evangelización ».(38) Es necesario que sus ejemplos de
entrega sin límites a la causa del Evangelio sean no sólo preservados del olvido, sino más conocidos y difundidos entre los fieles del
Continente. Al respecto, escribía en la Tertio millennio adveniente: « Las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el
recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria ».(39)

La piedad popular
16. Una característica peculiar de América es la existencia de una piedad popular profundamente enraizada en sus diversas naciones.
Está presente en todos los niveles y sectores sociales, revistiendo una especial importancia como lugar de encuentro con Cristo para
todos aquellos que con espíritu de pobreza y humildad de corazón buscan sinceramente a Dios (cf. Mt 11, 25). Las expresiones de esta
piedad son numerosas: « Las peregrinaciones a los santuarios de Cristo, de la Santísima Virgen y de los santos, la oración por las almas
del purgatorio, el uso de sacramentales (agua, aceite, cirios...). Éstas y tantas otras expresiones de la piedad popular ofrecen
oportunidad para que los fieles encuentren a Cristo viviente ».(40) Los Padres sinodales han subrayado la urgencia de descubrir, en
las manifestaciones de la religiosidad popular, los verdaderos valores espirituales, para enriquecerlos con los elementos de la genuina
doctrina católica, a fin de que esta religiosidad lleve a un compromiso sincero de conversión y a una experiencia concreta de
caridad.(41) La piedad popular, si está orientada convenientemente, contribuye también a acrecentar en los fieles la conciencia de
pertenecer a la Iglesia, alimentando su fervor y ofreciendo así una respuesta válida a los actuales desafíos de la secularización.(42)

Ya que en América la piedad popular es expresión de la inculturación de la fe católica y muchas de sus manifestaciones han asumido
formas religiosas autóctonas, es oportuno destacar la posibilidad de sacar de ellas, con clarividente prudencia, indicaciones válidas
para una mayor inculturación del Evangelio.(43) Ello es especialmente importante entre las poblaciones indígenas, para que « las
semillas del Verbo » presentes en sus culturas lleguen a su plenitud en Cristo.(44) Lo mismo debe decirse de los americanos de origen
africano. La Iglesia « reconoce que tiene la obligación de acercarse a estos americanos a partir de su cultura, considerando seriamente
las riquezas espirituales y humanas de esta cultura que marca su modo de celebrar el culto, su sentido de alegría y de solidaridad, su
lengua y sus tradiciones ».(45)

Creciente respeto de los derechos humanos


19. En el ámbito civil, pero con implicaciones morales inmediatas, debe señalarse entre los aspectos positivos de la América actual la
creciente implantación en todo el Continente de sistemas políticos democráticos y la progresiva reducción de regímenes
dictatoriales. La Iglesia ve con agrado esta evolución, en la medida en que esto favorezca cada vez más un evidente respeto de los
derechos de cada uno, incluidos los del procesado y del reo, respecto a los cuales no es legítimo el recurso a métodos de detención y
de interrogatorio —pienso concretamente en la tortura— lesivos de la dignidad humana. En efecto, « el Estado de Derecho es la
condición necesaria para establecer una verdadera democracia ».(51)

Por otra parte, la existencia de un Estado de Derecho implica en los ciudadanos y, más aún, en la clase dirigente el convencimiento
de que la libertad no puede estar desvinculada de la verdad.(52) En efecto, « los graves problemas que amenazan la dignidad de la
persona humana, la familia, el matrimonio, la educación, la economía y las condiciones de trabajo, la calidad de la vida y la vida
misma, proponen la cuestión del Derecho ».(53) Los Padres sinodales han subrayado con razón que « los derechos fundamentales de
la persona humana están inscritos en su misma naturaleza, son queridos por Dios y, por tanto, exigen su observancia y aceptación
universal. Ninguna autoridad humana puede transgredirlos apelando a la mayoría o a los consensos políticos, con el pretexto de que
así se respetan el pluralismo y la democracia. Por ello, la Iglesia debe comprometerse en formar y acompañar a los laicos que están
presentes en los órganos legislativos, en el gobierno y en la administración de la justicia, para que las leyes expresen siempre los
principios y los valores morales que sean conformes con una sana antropología y que tengan presente el bien común ».(54)

El fenómeno de la globalización
20. Una característica del mundo actual es la tendencia a la globalización, fenómeno que, aun no siendo exclusivamente americano,
es más perceptible y tiene mayores repercusiones en América. Se trata de un proceso que se impone debido a la mayor comunicación
entre las diversas partes del mundo, llevando prácticamente a la superación de las distancias, con efectos evidentes en campos muy
diversos.

Desde el punto de vista ético, puede tener una valoración positiva o negativa. En realidad, hay una globalización económica que trae
consigo ciertas consecuencias positivas, como el fomento de la eficiencia y el incremento de la producción, y que, con el desarrollo
de las relaciones entre los diversos países en lo económico, puede fortalecer el proceso de unidad de los pueblos y realizar mejor el
servicio a la familia humana. Sin embargo, si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las
conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas. Tales son, por ejemplo, la atribución de un valor absoluto a la
economía, el desempleo, la disminución y el deterioro de ciertos servicios públicos, la destrucción del ambiente y de la naturaleza, el
aumento de las diferencias entre ricos y pobres, y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de
inferioridad cada vez más acentuada.(55) La Iglesia, aunque reconoce los valores positivos que la globalización comporta, mira con
inquietud los aspectos negativos derivados de ella.

¿Y qué decir de la globalización cultural producida por la fuerza de los medios de comunicación social? Éstos imponen nuevas escalas
de valores por doquier, a menudo arbitrarios y en el fondo materialistas, frente a los cuales es muy difícil mantener viva la adhesión a
los valores del Evangelio.

La urbanización creciente
21. El fenómeno de la urbanización continúa creciendo también en América. Desde hace algunos lustros el Continente está viviendo
un éxodo constante del campo a la ciudad. Se trata de un fenómeno complejo, ya descrito por mi predecesor Pablo VI.(56) Las causas
de este fenómeno son varias, pero entre ellas sobresale principalmente la pobreza y el subdesarrollo de las zonas rurales, donde con
frecuencia faltan los servicios, las comunicaciones, las estructuras educativas y sanitarias. La ciudad, además, con las características
de diversión y bienestar con que no pocas veces la presentan los medios de comunicación social, ejerce un atractivo especial para las
gentes sencillas del campo.

La frecuente falta de planificación en este proceso acarrea muchos males. Como han señalado los Padres sinodales, « en ciertos casos,
algunas partes de las ciudades son como islas en las que se acumula la violencia, la delincuencia juvenil y la atmósfera de
desesperación ».(57) El fenómeno de la urbanización presenta asimismo grandes desafíos a la acción pastoral de la Iglesia, que ha de
hacer frente al desarraigo cultural, la pérdida de costumbres familiares y al alejamiento de las propias tradiciones religiosas, que no
pocas veces lleva al naufragio de la fe, privada de aquellas manifestaciones que contribuían a sostenerla.

Evangelizar la cultura urbana es, pues, un reto apremiante para la Iglesia, que así como supo evangelizar la cultura rural durante
siglos, está hoy llamada a llevar a cabo una evangelización urbana metódica y capilar mediante la catequesis, la liturgia y las propias
estructuras pastorales.(58)

La corrupción
23. La corrupción, frecuentemente presente entre las causas de la agobiante deuda externa, es un problema grave que debe ser
considerado atentamente. La corrupción « sin guardar límites, afecta a las personas, a las estructuras públicas y privadas de poder y a
las clases dirigentes ». Se trata de una situación que « favorece la impunidad y el enriquecimiento ilícito, la falta de confianza con
respecto a las instituciones políticas, sobre todo en la administración de la justicia y en la inversión pública, no siempre clara, igual y
eficaz para todos ».(62)

A este propósito, deseo recordar cuanto escribí en el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de 1998, que la lacra de la corrupción
ha de ser denunciada y combatida con valentía por quienes detentan la autoridad y con la « colaboración generosa de todos los
ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral ».(63) Los adecuados organismos de control y la transparencia de las
transacciones económicas y financieras previenen ulteriormente y evitan en muchos casos que se extienda la corrupción, cuyas
consecuencias nefastas recaen principalmente sobre los más pobres y desvalidos. Son además los pobres los primeros en sufrir los
retrasos, la ineficiencia, la ausencia de una defensa adecuada y las carencias estructurales, cuando la administración de la justicia es
corrupta.

Comercio y consumo de drogas


24. El comercio y el consumo de drogas son una seria amenaza para las estructuras sociales de las naciones en América. Esto «
contribuye a los crímenes y a la violencia, a la destrucción de la vida familiar, a la destrucción física y emocional de muchos
individuos y comunidades, sobre todo entre los jóvenes. Corroe la dimensión ética del trabajo y contribuye a aumentar el número de
personas en las cárceles, en una palabra, a la degradación de la persona en cuanto creada a imagen de Dios ».(64) Este nefasto
comercio lleva también « a destruir gobiernos, corroyendo la seguridad económica y la estabilidad de las naciones ».(65) Estamos ante
uno de los desafíos más apremiantes a los que deben enfrentarse muchas naciones del mundo. En efecto, es un desafío que hipoteca
gran parte de los logros obtenidos en los últimos tiempos para el progreso de la humanidad. Para algunas naciones de América, la
producción, el tráfico y el consumo de drogas son factores que comprometen su prestigio internacional, porque limitan su
credibilidad y dificultan la deseada colaboración con otros países, tan necesaria en nuestros días para el desarrollo armónico de cada
pueblo.

Preocupación por la ecología


25. « Y vio Dios que estaba bien » (Gn 1, 25). Estas palabras que leemos en el primer capítulo del Libro del Génesis, muestran el
sentido de la obra realizada por Él. El Creador confía al hombre, coronación de toda la obra de la creación, el cuidado de la tierra (cf.
Gn 2, 15). De aquí surgen obligaciones muy concretas para cada persona relativas a la ecología. Su cumplimiento supone la apertura a
una perspectiva espiritual y ética, que supere las actitudes y « los estilos de vida conducidos por el egoísmo que llevan al agotamiento
de los recursos naturales ».(66)

Incluso en este sector, hoy tan actual, es muy importante la intervención de los creyentes. Es necesaria la colaboración de todos los
hombres de buena voluntad con las instancias legislativas y de gobierno para conseguir una protección eficaz del medio ambiente,
considerado como don de Dios. ¡Cuántos abusos y daños ecológicos se dan también en muchas regiones americanas! Baste pensar en
la emisión incontrolada de gases nocivos o en el dramático fenómeno de los incendios forestales, provocados a veces
intencionadamente por personas movidas por intereses egoístas. Estas devastaciones pueden conducir a una verdadera desertización
de no pocas zonas de América, con las inevitables secuelas de hambre y miseria. El problema se plantea, con especial intensidad, en
la selva amazónica, inmenso territorio que abarca varias naciones: del Brasil a la Guayana, a Surinam, Venezuela, Colombia, Ecuador,
Perú y Bolivia.(67) Es uno de los espacios naturales más apreciados en el mundo por su diversidad biológica, siendo vital para el
equilibrio ambiental de todo el planeta.

CAPÍTULO V
CAMINO PARA LA SOLIDARIDAD
« En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros » (Jn 13, 35)

La solidaridad, fruto de la comunión


52. « En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25, 40; cf. 25, 45).
La conciencia de la comunión con Jesucristo y con los hermanos, que es, a su vez, fruto de la conversión, lleva a servir al prójimo en
todas sus necesidades, tanto materiales como espirituales, para que en cada hombre resplandezca el rostro de Cristo. Por eso, « la
solidaridad es fruto de la comunión que se funda en el misterio de Dios uno y trino, y en el Hijo de Dios encarnado y muerto por
todos. Se expresa en el amor del cristiano que busca el bien de los otros, especialmente de los más necesitados ». (195)

De aquí deriva para las Iglesias particulares del Continente americano el deber de la recíproca solidaridad y de compartir sus dones
espirituales y los bienes materiales con que Dios las ha bendecido, favoreciendo la disponibilidad de las personas para trabajar donde
sea necesario. Partiendo del Evangelio se ha de promover una cultura de la solidaridad que incentive oportunas iniciativas de ayuda a
los pobres y a los marginados, de modo especial a los refugiados, los cuales se ven forzados a dejar sus pueblos y tierras para huir de la
violencia. La Iglesia en América ha de alentar también a los organismos internacionales del Continente con el fin de establecer un
orden económico en el que no domine sólo el criterio del lucro, sino también el de la búsqueda del bien común nacional e
internacional, la distribución equitativa de los bienes y la promoción integral de los pueblos. (196)

La doctrina de la Iglesia, expresión de las exigencias de la conversión


53. Mientras el relativismo y el subjetivismo se difunden de modo preocupante en el campo de la doctrina moral, la Iglesia en
América está llamada a anunciar con renovada fuerza que la conversión consiste en la adhesión a la persona de Jesucristo, con todas
las implicaciones teológicas y morales ilustradas por el Magisterio eclesial. Hay que reconocer, « el papel que realizan, en esta línea,
los teólogos, los catequistas y los profesores de religión que, exponiendo la doctrina de la Iglesia con fidelidad al Magisterio, cooperan
directamente en la recta formación de la conciencia de los fieles ». (197) Si creemos que Jesús es la Verdad (cf. Jn 14, 6) desearemos
ardientemente ser sus testigos para acercar a nuestros hermanos a la verdad plena que está en el Hijo de Dios hecho hombre, muerto
y resucitado por la salvación del género humano. « De este modo podremos ser, en este mundo, lámparas vivas de fe, esperanza y
caridad ». (198)

Doctrina social de la Iglesia


54. Ante los graves problemas de orden social que, con características diversas, existen en toda América, el católico sabe que puede
encontrar en la doctrina social de la Iglesia la respuesta de la que partir para buscar soluciones concretas. Difundir esta doctrina
constituye, pues, una verdadera prioridad pastoral. Para ello es importante « que en América los agentes de evangelización (Obispos,
sacerdotes, profesores, animadores pastorales, etc.) asimilen este tesoro que es la doctrina social de la Iglesia, e, iluminados por ella,
se hagan capaces de leer la realidad actual y de buscar vías para la acción ». (199) A este respecto, hay que fomentar la formación de
fieles laicos capaces de trabajar, en nombre de la fe en Cristo, para la transformación de las realidades terrenas. Además, será
oportuno promover y apoyar el estudio de esta doctrina en todos los ámbitos de las Iglesias particulares de América y, sobre todo, en
el universitario, para que sea conocida con mayor profundidad y aplicada en la sociedad americana.

Para alcanzar este objetivo sería muy útil un compendio o síntesis autorizada de la doctrina social católica, incluso un « catecismo »,
que muestre la relación existente entre ella y la nueva evangelización. La parte que el Catecismo de la Iglesia Católica dedica a esta
materia, a propósito del séptimo mandamiento del Decálogo, podría ser el punto de partida de este « Catecismo de doctrina social
católica ». Naturalmente, como ha sucedido con el Catecismo de la Iglesia Católica, se limitaría a formular los principios generales,
dejando a aplicaciones posteriores el tratar sobre los problemas relacionados con las diversas situaciones locales. (200)

En la doctrina social de la Iglesia ocupa un lugar importante el derecho a un trabajo digno. Por esto, ante las altas tasas de desempleo
que afectan a muchos países americanos y ante las duras condiciones en que se encuentran no pocos trabajadores en la industria y en
el campo, « es necesario valorar el trabajo como dimensión de realización y de dignidad de la persona humana. Es una
responsabilidad ética de una sociedad organizada promover y apoyar una cultura del trabajo ». (201)

Pecados sociales que claman al cielo


56. A la luz de la doctrina social de la Iglesia se aprecia también, más claramente, la gravedad de « los pecados sociales que claman al
cielo, porque generan violencia, rompen la paz y la armonía entre las comunidades de una misma nación, entre las naciones y entre
las diversas partes del Continente ». (205) Entre estos pecados se deben recordar, « el comercio de drogas, el lavado de las ganancias
ilícitas, la corrupción en cualquier ambiente, el terror de la violencia, el armamentismo, la discriminación racial, las desigualdades
entre los grupos sociales, la irrazonable destrucción de la naturaleza ». (206) Estos pecados manifiestan una profunda crisis debido a
la pérdida del sentido de Dios y a la ausencia de los principios morales que deben regir la vida de todo hombre. Sin una referencia
moral se cae en un afán ilimitado de riqueza y de poder, que ofusca toda visión evangélica de la realidad social.

No pocas veces, esto provoca que algunas instancias públicas se despreocupen de la situación social. Cada vez más, en muchos países
americanos impera un sistema conocido como « neoliberalismo »; sistema que haciendo referencia a una concepción economicista del
hombre, considera las ganancias y las leyes del mercado como parámetros absolutos en detrimento de la dignidad y del respeto de las
personas y los pueblos. Dicho sistema se ha convertido, a veces, en una justificación ideológica de algunas actitudes y modos de obrar
en el campo social y político, que causan la marginación de los más débiles. De hecho, los pobres son cada vez más numerosos,
víctimas de determinadas políticas y de estructuras frecuentemente injustas. (207)

La mejor respuesta, desde el Evangelio, a esta dramática situación es la promoción de la solidaridad y de la paz, que hagan
efectivamente realidad la justicia. Para esto se ha de alentar y ayudar a aquellos que son ejemplo de honradez en la administración
del erario público y de la justicia. Igualmente se ha de apoyar el proceso de democratización que está en marcha en América, (208) ya
que en un sistema democrático son mayores las posibilidades de control que permiten evitar los abusos.
« El Estado de Derecho es la condición necesaria para establecer una verdadera democracia ». (209) Para que ésta se pueda
desarrollar, se precisa la educación cívica así como la promoción del orden público y de la paz en la convivencia civil. En efecto, « no
hay una democracia verdadera y estable sin justicia social. Para esto es necesario que la Iglesia preste mayor atención a la formación
de la conciencia, prepare dirigentes sociales para la vida publica en todos los niveles, promueva la educación ética, la observancia de
la ley y de los derechos humanos y emplee un mayor esfuerzo en la formación ética de la clase política ». (210)

El fundamento último de los derechos humanos


57. Conviene recordar que el fundamento sobre el que se basan todos los derechos humanos es la dignidad de la persona. En efecto, «
la mayor obra divina, el hombre, es imagen y semejanza de Dios. Jesús asumió nuestra naturaleza menos el pecado; promovió y
defendió la dignidad de toda persona humana sin excepción alguna; murió por la libertad de todos. El Evangelio nos muestra cómo
Jesucristo subrayó la centralidad de la persona humana en el orden natural (cf. Lc 12, 22-29), en el orden social y en el orden
religioso, incluso respecto a la Ley (cf. Mc 2, 27); defendiendo el hombre y también la mujer (cf. Jn 8, 11) y los niños (cf. Mt 19, 13-
15), que en su tiempo y en su cultura ocupaban un lugar secundario en la sociedad. De la dignidad del hombre en cuanto hijo de Dios
nacen los derechos humanos y las obligaciones ». (211) Por esta razón, « todo atropello a la dignidad del hombre es atropello al
mismo Dios, de quien es imagen ». (212) Esta dignidad es común a todos los hombres sin excepción, ya que todos han sido creados a
imagen de Dios (cf. Gn 1, 26). La respuesta de Jesús a la pregunta « ¿Quién es mi prójimo? » (Lc 10, 29) exige de cada uno una actitud
de respeto por la dignidad del otro y de cuidado solícito hacia él, aunque se trate de un extranjero o un enemigo (cf. Lc 10, 30-37). En
toda América la conciencia de la necesidad de respetar los derechos humanos ha ido creciendo en estos últimos tiempos, sin embargo
todavía queda mucho por hacer, si se consideran las violaciones de los derechos de personas y de grupos sociales que aún se dan en el
Continente.

Amor preferencial por los pobres y marginados


58. « La Iglesia en América debe encarnar en sus iniciativas pastorales la solidaridad de la Iglesia universal hacia los pobres y
marginados de todo género. Su actitud debe incluir la asistencia, promoción, liberación y aceptación fraterna. La Iglesia pretende que
no haya en absoluto marginados ». (213) El recuerdo de los capítulos oscuros de la historia de América relativos a la existencia de la
esclavitud y de otras situaciones de discriminación social, ha de suscitar un sincero deseo de conversión que lleve a la reconciliación
y a la comunión.

La atención a los más necesitados surge de la opción de amar de manera preferencial a los pobres. Se trata de un amor que no es
exclusivo y no puede ser pues interpretado como signo de particularismo o de sectarismo; (214) amando a los pobres el cristiano
imita las actitudes del Señor, que en su vida terrena se dedicó con sentimientos de compasión a las necesidades de las personas
espiritual y materialmente indigentes.

La actividad de la Iglesia en favor de los pobres en todas las partes del Continente es importante; no obstante hay que seguir
trabajando para que esta línea de acción pastoral sea cada vez más un camino para el encuentro con Cristo, el cual, siendo rico, por
nosotros se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9). Se debe intensificar y ampliar cuanto se hace ya en este
campo, intentando llegar al mayor número posible de pobres. La Sagrada Escritura nos recuerda que Dios escucha el clamor de los
pobres (cf. Sal 34 [33],7) y la Iglesia ha de estar atenta al clamor de los más necesitados. Escuchando su voz, « la Iglesia debe vivir con
los pobres y participar de sus dolores. [...] Debe finalmente testificar por su estilo de vida que sus prioridades, sus palabras y sus
acciones, y ella misma está en comunión y solidaridad con ellos ». (215)

El problema de las drogas


61. En relación con el grave problema del comercio de drogas, la Iglesia en América puede colaborar eficazmente con los
responsables de las Naciones, los directivos de empresas privadas, las organizaciones no gubernamentales y las instancias
internacionales para desarrollar proyectos que eliminen este comercio que amenaza la integridad de los pueblos en América. (222)
Esta colaboración debe extenderse a los órganos legislativos, apoyando las iniciativas que impidan el « blanqueo de dinero »,
favorezcan el control de los bienes de quienes están implicados en este tráfico y vigilen que la producción y comercio de las
sustancias químicas para la elaboración de drogas se realicen según las normas legales. La urgencia y gravedad del problema hacen
apremiante un llamado a los diversos ambientes y grupos de la sociedad civil para luchar unidos contra el comercio de la droga. (223)
Por lo que respecta específicamente a los Obispos, es necesario —según una sugerencia de los Padres sinodales— que ellos mismos,
como Pastores del pueblo de Dios, denuncien con valentía y con fuerza el hedonismo, el materialismo y los estilos de vida que llevan
fácilmente a la droga. (224)

Hay que tener también presente que se debe ayudar a los agricultores pobres para que no caigan en la tentación del dinero fácil
obtenible con el cultivo de las plantas de las que se extraen las drogas. A este respecto, las Organizaciones internacionales pueden
prestar una colaboración preciosa a los Gobiernos nacionales favoreciendo, con incentivos diversos, las producciones agrícolas
alternativas. Se ha de alentar también la acción de quienes se esfuerzan en sacar de la droga a los que la usan, dedicando una atención
pastoral a las víctimas de la tóxicodependencia. Tiene una importancia fundamental ofrecer el verdadero « sentido de la vida » a las
nuevas generaciones, que por carencia del mismo acaban por caer frecuentemente en la espiral perversa de los estupefacientes. Este
trabajo de recuperación y rehabilitación social puede ser también una verdadera y propia tarea de evangelización. (225)

Cultura de la muerte y sociedad dominada por los poderosos


63. Hoy en América, como en otras partes del mundo, parece perfilarse un modelo de sociedad en la que dominan los poderosos,
marginando e incluso eliminando a los débiles. Pienso ahora en los niños no nacidos, víctimas indefensas del aborto; en los ancianos
y enfermos incurables, objeto a veces de la eutanasia; y en tantos otros seres humanos marginados por el consumismo y el
materialismo. No puedo ignorar el recurso no necesario a la pena de muerte cuando otros « medios incruentos bastan para defender y
proteger la seguridad de las personas contra el agresor [...] En efecto, hoy, teniendo en cuenta las posibilidades de que dispone el
Estado para reprimir eficazmente el crimen dejando inofensivo a quien lo ha cometido, sin quitarle definitivamente la posibilidad de
arrepentirse, los casos de absoluta necesidad de eliminar al reo “son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes” ». (229)
Semejante modelo de sociedad se caracteriza por la cultura de la muerte y, por tanto, en contraste con el mensaje evangélico. Ante
esta desoladora realidad, la Comunidad eclesial trata de comprometerse cada vez más en defender la cultura de la vida.

Por ello, los Padres sinodales, haciéndose eco de los recientes documentos del Magisterio de la Iglesia, han subrayado con vigor la
incondicionada reverencia y la total entrega a favor de la vida humana desde el momento de la concepción hasta el momento de la
muerte natural, y expresan la condena de males como el aborto y la eutanasia. Para mantener estas doctrinas de la ley divina y
natural, es esencial promover el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia, y comprometerse para que los valores de la vida y de
la familia sean reconocidos y defendidos en el ámbito social y en la legislación del Estado. (230) Además de la defensa de la vida, se
ha de intensificar, a través de múltiples instituciones pastorales, una activa promoción de las adopciones y una constante asistencia a
las mujeres con problemas por su embarazo, tanto antes como después del nacimiento del hijo. Se ha de dedicar además una especial
atención pastoral a las mujeres que han padecido o procurado activamente el aborto. (231)

Doy gracias a Dios y manifiesto mi vivo aprecio a los hermanos y hermanas en la fe que en América, unidos a otros cristianos y a
innumerables personas de buena voluntad, están comprometidos a defender con los medios legales la vida y a proteger al no nacido,
al enfermo incurable y a los discapacitados. Su acción es aún más laudable si se consideran la indiferencia de muchos, las insidias
eugenésicas y los atentados contra la vida y la dignidad humana, que diariamente se cometen por todas partes. (232)

Esta misma solicitud se ha de tener con los ancianos, a veces descuidados y abandonados. Ellos deben ser respetados como personas.
Es importante poner en práctica para ellos iniciativas de acogida y asistencia que promuevan sus derechos y aseguren, en la medida
de lo posible, su bienestar físico y espiritual. Los ancianos deben ser protegidos de las situaciones y presiones que podrían empujarlos
al suicidio; en particular han de ser sostenidos contra la tentación del suicidio asistido y de la eutanasia.

Junto con los Pastores del pueblo de Dios en América, dirijo un llamado a « los católicos que trabajan en el campo médico-sanitario y
a quienes ejercen cargos públicos, así como a los que se dedican a la enseñanza, para que hagan todo lo posible por defender las vidas
que corren más peligro, actuando con una conciencia rectamente formada según la doctrina católica. Los Obispos y los presbíteros
tienen, en este sentido, la especial responsabilidad de dar testimonio incansable en favor del Evangelio de la vida y de exhortar a los
fieles para que actúen en consecuencia ». (233) Al mismo tiempo, es preciso que la Iglesia en América ilumine con oportunas
intervenciones la toma de decisiones de los cuerpos legislativos, animando a los ciudadanos, tanto a los católicos como a los demás
hombres de buena voluntad, a crear organizaciones para promover buenos proyectos de ley y así se impidan aquellos otros que
amenazan a la familia y la vida, que son dos realidades inseparables. En nuestros días hay que tener especialmente presente todo lo
que se refiere a la investigación embrionaria, para que de ningún modo se vulnere la dignidad humana.

CARTA ENCÍCLICA
LABOREM EXERCENS
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
A LOS VENERABLES HERMANOSEN EL EPISCOPADO A LOS SACERDOTES A LAS FAMILIAS RELIGIOSAS A LOS HIJOS E
HIJAS DE LA IGLESIA Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD SOBRE EL TRABAJO HUMANOEN EL 90
ANIVERSARIO DE LA RERUM NOVARUM

8. Solidaridad de los hombres del trabajo


Si se trata del trabajo humano en la fundamental dimensión de su sujeto, o sea del hombrepersona que ejecuta un determinado
trabajo, se debe bajo este punto de vista hacer por lo menos una sumaria valoración de las transformaciones que, en los 90 años que
nos separan de la Rerum Novarum, han acaecido en relación con el aspecto subjetivo del trabajo. De hecho aunque el sujeto del
trabajo sea siempre el mismo, o sea el hombre, sin embargo en el aspecto objetivo se verifican transformaciones notables. Aunque se
pueda decir que el trabajo, a causa de su sujeto, es uno (uno y cada vez irrepetible) sin embargo, considerando sus direcciones
objetivas, hay que constatar que existen muchos trabajos: tantos trabajos distintos. El desarrollo de la civilización humana conlleva
en este campo un enriquecimiento continuo. Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede dejar de notar cómo en el proceso de este
desarrollo no sólo aparecen nuevas formas de trabajo, sino que también otras desaparecen. Aun concediendo que en línea de máxima
sea esto un fenómeno normal, hay que ver todavía si no se infiltran en él, y en qué manera, ciertas irregularidades, que por motivos
ético-sociales pueden ser peligrosas.
Precisamente, a raíz de esta anomalía de gran alcance surgió en el siglo pasado la llamada cuestión obrera, denominada a veces
«cuestión proletaria». Tal cuestión —con los problemas anexos a ella— ha dado origen a una justa reacción social, ha hecho surgir y
casi irrumpir un gran impulso de solidaridad entre los hombres del trabajo y, ante todo, entre los trabajadores de la industria. La
llamada a la solidaridad y a la acción común, lanzada a los hombres del trabajo —sobre todo a los del trabajo sectorial, monótono,
despersonalizador en los complejos industriales, cuando la máquina tiende a dominar sobre el hombre— tenía un importante valor y
su elocuencia desde el punto de vista de la ética social. Era la reacción contra la degradación del hombre como sujeto del trabajo, y
contra la inaudita y concomitante explotación en el campo de las ganancias, de las condiciones de trabajo y de previdencia hacia la
persona del trabajador. Semejante reacción ha reunido al mundo obrero en una comunidad caracterizada por una gran solidaridad.
Tras las huellas de la Encíclica Rerum Novarum y de muchos documentos sucesivos del Magisterio de la Iglesia se debe reconocer
francamente que fue justificada, desde la óptica de la moral social, la reacción contra el sistema de injusticia y de daño, que pedía
venganza al cielo,(13) y que pesaba sobre el hombre del trabajo en aquel período de rápida industrialización. Esta situación estaba
favorecida por el sistema socio-político liberal que, según sus premisas de economismo, reforzaba y aseguraba la iniciativa económica
de los solos poseedores del capital, y no se preocupaba suficientemente de los derechos del hombre del trabajo, afirmando que el
trabajo humano es solamente instrumento de producción, y que el capital es el fundamento, el factor eficiente, y el fin de la
producción.
Desde entonces la solidaridad de los hombres del trabajo, junto con una toma de conciencia más neta y más comprometida sobre los
derechos de los trabajadores por parte de los demás, ha dado lugar en muchos casos a cambios profundos. Se han ido buscando
diversos sistemas nuevos. Se han desarrollado diversas formas de neocapitalismo o de colectivismo. Con frecuencia los hombres del
trabajo pueden participar, y efectivamente participan, en la gestión y en el control de la productividad de las empresas. Por medio de
asociaciones adecuadas, ellos influyen en las condiciones de trabajo y de remuneración, así como en la legislación social. Pero al
mismo tiempo, sistemas ideológicos o de poder, así como nuevas relaciones surgidas a distintos niveles de la convivencia humana,
han dejado perdurar injusticias flagrantes o han provocado otras nuevas. A escala mundial, el desarrollo de la civilización y de las
comunicaciones ha hecho posible un diagnóstico más completo de las condiciones de vida y del trabajo del hombre en toda la tierra,
y también ha manifestado otras formas de injusticia mucho más vastas de las que, en el siglo pasado, fueron un estímulo a la unión de
los hombres del trabajo para una solidaridad particular en el mundo obrero. Así ha ocurrido en los Países que han llevado ya a cabo
un cierto proceso de revolución industrial; y así también en los Países donde el lugar primordial de trabajo sigue estando en el
cultivo de la tierra u otras ocupaciones similares.
Movimientos de solidaridad en el campo del trabajo —de una solidaridad que no debe ser cerrazón al diálogo y a la colaboración con
los demás —pueden ser necesarios incluso con relación a las condiciones de grupos sociales que antes no estaban comprendidos en
tales movimientos, pero que sufren, en los sistemas sociales y en las condiciones de vida que cambian, una «proletarización» efectiva
o, más aún, se encuentran ya realmente en la condición de «proletariado», la cual, aunque no es conocida todavía con este nombre, lo
merece de hecho. En esa condición pueden encontrarse algunas categorías o grupos de la «inteligencia» trabajadora, especialmente
cuando junto con el acceso cada vez más amplio a la instrucción, con el número cada vez más numeroso de personas, que han
conseguido un diploma por su preparación cultural, disminuye la demanda de su trabajo. Tal desocupación de los intelectuales tiene
lugar o aumenta cuando la instrucción accesible no está orientada hacia los tipos de empleo o de servicios requeridos por las
verdaderas necesidades de la sociedad, o cuando el trabajo para el que se requiere la instrucción, al menos profesional, es menos
buscado o menos pagado que un trabajo manual. Es obvio que la instrucción de por sí constituye siempre un valor y un
enriquecimiento importante de la persona humana; pero no obstante, algunos procesos de «proletarización» siguen siendo posibles
independientemente de este hecho.
Por eso, hay que seguir preguntándose sobre el sujeto del trabajo y las condiciones en las que vive. Para realizar la justicia social en
las diversas partes del mundo, en los distintos Países, y en las relaciones entre ellos, son siempre necesarios nuevos movimientos de
solidaridad de los hombres del trabajo y de solidaridad con los hombres del trabajo. Esta solidaridad debe estar siempre presente allí
donde lo requiere la degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de los trabajadores, y las crecientes zonas de miseria e
incluso de hambre. La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la considera como su misión, su servicio, como
verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la «Iglesia de los pobres». Y los «pobres» se encuentran bajo
diversas formas; aparecen en diversos lugares y en diversos momentos; aparecen en muchos casos come resultado de la violación de
la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo —es decir por la plaga del desempleo—, bien
porque se deprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la
persona del trabajador y de su familia.

9. Trabajo - dignidad de la persona


Continuando todavía en la perspectiva del hombre como sujeto del trabajo, nos conviene tocar, al menos sintéticamente, algunos
problemas que definen con mayor aproximación la dignidad del trabajo humano, ya que permiten distinguir más plenamente su
específico valor moral. Hay que hacer esto, teniendo siempre presente la vocación bíblica a «dominar la tierra»,(14) en la que se ha
expresado la voluntad del Creador, para que el trabajo ofreciera al hombre la posibilidad de alcanzar el «dominio» que le es propio en
el mundo visible.
La intención fundamental y primordial de Dios respecto del hombre, que Él «creó... a su semejanza, a su imagen»,(15) no ha sido
revocada ni anulada ni siquiera cuando el hombre, después de haber roto la alianza original con Dios, oyó las palabras: «Con el sudor
de tu rostro comerás el pan»,(16) Estas palabras se refieren a la fatiga a veces pesada, que desde entonces acompaña al trabajo
humano; pero no cambian el hecho de que éste es el camino por el que el hombre realiza el «dominio», que le es propio sobre el
mundo visible «sometiendo» la tierra. Esta fatiga es un hecho universalmente conocido, porque es universalmente experimentado. Lo
saben los hombres del trabajo manual, realizado a veces en condiciones excepcionalmente pesadas. La saben no sólo los agricultores,
que consumen largas jornadas en cultivar la tierra, la cual a veces «produce abrojos y espinas»,(17) sino también los mineros en las
minas o en las canteras de piedra, los siderúrgicos junto a sus altos hornos, los hombres que trabajan en obras de albañilería y en el
sector de la construcción con frecuente peligro de vida o de invalidez. Lo saben a su vez, los hombres vinculados a la mesa de trabajo
intelectual; lo saben los científicos; lo saben los hombres sobre quienes pesa la gran responsabilidad de decisiones destinadas a tener
una vasta repercusión social. Lo saben los médicos y los enfermeros, que velan día y noche junto a los enfermos. Lo saben las
mujeres, que a veces sin un adecuado reconocimiento por parte de la sociedad y de sus mismos familiares, soportan cada día la fatiga
y la responsabilidad de la casa y de la educación de los hijos. Lo saben todos los hombres del trabajo y, puesto que es verdad que el
trabajo es una vocación universal, lo saben todos los hombres.
No obstante, con toda esta fatiga —y quizás, en un cierto sentido, debido a ella— el trabajo es un bien del hombre. Si este bien
comporta el signo de un «bonum arduum», según la terminología de Santo Tomás;(18) esto no quita que, en cuanto tal, sea un bien
del hombre. Y es no sólo un bien «útil» o «para disfrutar», sino un bien «digno», es decir, que corresponde a la dignidad del hombre,
un bien que expresa esta dignidad y la aumenta. Queriendo precisar mejor el significado ético del trabajo, se debe tener presente ante
todo esta verdad. El trabajo es un bien del hombre —es un bien de su humanidad—, porque mediante el trabajo el hombre no sólo
transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto
sentido «se hace más hombre».
Si se prescinde de esta consideración no se puede comprender el significado de la virtud de la laboriosidad y más en concreto no se
puede comprender por qué la laboriosidad debería ser una virtud: en efecto, la virtud, como actitud moral, es aquello por lo que el
hombre llega a ser bueno como hombre.(19) Este hecho no cambia para nada nuestra justa preocupación, a fin de que en el trabajo,
mediante el cual la materia es ennoblecida, el hombre mismo no sufra mengua en su propia dignidad.(20) Es sabido además, que es
posible usar de diversos modos el trabajo contra el hombre, que se puede castigar al hombre con el sistema de trabajos forzados en los
campos de concentración, que se puede hacer del trabajo un medio de opresión del hombre, que, en fin, se puede explotar de
diversos modos el trabajo humano, es decir, al hombre del trabajo. Todo esto da testimonio en favor de la obligación moral de unir la
laboriosidad como virtud con el orden social del trabajo, que permitirá al hombre «hacerse más hombre» en el trabajo, y no
degradarse a causa del trabajo, perjudicando no sólo sus fuerzas físicas (lo cual, al menos hasta un cierto punto, es inevitable), sino,
sobre todo, menoscabando su propia dignidad y subjetividad.

CARTA ENCICLICA EVANGELIUM VITAE DEL SUMO PONTIFICE JUAN PABLO II A LOS OBISPOS A LOS SACERDOTES Y
DIACONOS A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS A LOS FIELES LAICOS Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARACTER INVIOLABLE DE LA VIDA HUMANA

INTRODUCCION
1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida
fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.

En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: « Os anuncio una gran alegría, que lo será
para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor » (Lc 2, 10-11). El nacimiento del
Salvador produce ciertamente esta « gran alegría »; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo
nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16,
21).

Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia »
(Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida « nueva » y « eterna », que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está
llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa « vida » donde encuentran pleno
significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.

Valor incomparable de la persona humana


2. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la
participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana
incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el
proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el
don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural
subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad « última », sino «
penúltima »; es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección
en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.

La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor,1 tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada
persona, creyente e incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo sorprendente.
Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el
influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la
vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien
primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.

Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad
recordada por el Concilio Vaticano II: « El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».2 En
efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que « tanto amó al mundo que dio a
su Hijo único » (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona humana.

La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre con renovado asombro este valor 3 y se siente llamada a
anunciar a los hombres de todos los tiempos este « evangelio », fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para cada
época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son
un único e indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia.4

Nuevas amenazas a la vida humana


3. Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1, 14), es confiada a la solicitud materna
de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo
de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo el
mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).

Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las
personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas plagas del hambre, las
enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes.

Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados contra la
vida humana. A treinta años de distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los
deploro en nombre de la Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: « Todo lo que
se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario;
todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos
de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos
arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de
trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas
cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican
que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador ».5
4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por
el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va
delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y —podría
decirse— aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos
atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la
impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la
intervención gratuita de las estructuras sanitarias.

En la actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida y las relaciones entre los hombres. El hecho
de que las legislaciones de muchos países, alejándose tal vez de los mismos principios fundamentales de sus Constituciones, hayan
consentido no penar o incluso reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo tiempo, un síntoma
preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral. Opciones, antes consideradas unánimemente como delictivas y
rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La misma medicina, que por su vocación
está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra
la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto
cultural y legal, incluso los graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos pueblos del mundo y
exigen una atención responsable y activa por parte de las comunidades nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a
soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las personas y de las naciones.

El resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas
incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por
condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor
fundamental mismo de la vida humana.

En comunión con todos los Obispos del mundo


5. El Consistorio extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991, se dedicó al problema de las amenazas
a la vida humana en nuestro tiempo. Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los desafíos presentados a toda la
familia humana y, en particular, a la comunidad cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar, con la autoridad
del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados
que hoy la amenazan.

Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano en el Episcopado para que, en el espíritu
de colegialidad episcopal, me ofreciera su colaboración para redactar un documento al respecto.6 Estoy profundamente agradecido a
todos los Obispos que contestaron, enviándome valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su unánime
y convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el Evangelio de la vida.

En la misma carta, a pocos días de la celebración del centenario de la Encíclica Rerum novarum, llamaba la atención de todos sobre
esta singular analogía: « Así como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su
defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de
personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma valentía, a quien no
tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y
oprimidos en sus derechos humanos ».7

Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo
aplastada en su derecho fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante los abusos entonces
existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en
tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a la
organización de un nuevo orden mundial.

La presente Encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los Países del mundo, quiere ser pues una confirmación
precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada
uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás
justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad, interesadas por
el bien de cada hombre y mujer y por el destino de toda la sociedad!

6. En comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos, quiero
meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la
mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en nuestro
camino.

Al recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la Familia, como completando idealmente la Carta dirigida por mí « a cada
familia decualquier región de la tierra »,8 miro con confianza renovada a todas las comunidades domésticas, y deseo que resurja o se
refuerce a cada nivel el compromiso de todos por sostener la familia, para que también hoy —aun en medio de numerosas
dificultades y de graves amenazas— ella se mantenga siempre, según el designio de Dios, como « santuario de la vida ».9

A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que, juntos, podamos
ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una
nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor.

CAPITULO I
LA SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MI DESDE EL SUELO
ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA HUMANA

« Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4, 8): raíz de la violencia contra la vida
7. « No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera... Porque
Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en
el mundo, y la experimentan los que le pertenecen » (Sb 1, 13-14; 2, 23-24).

El Evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de vida plena y
perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que entra en el mundo y
oscurece el sentido de toda la existencia humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el pecado de los
primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo violento, a través de la muerte de Abel causada por su hermano Caín: «
Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4, 8).

Esta primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página emblemática del libro del Génesis. Una página que
cada día se vuelve a escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de los pueblos.
Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de
enseñanzas.

« Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo. También
Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su oblación,
mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: "?Por
qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ?No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta
está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar".

Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.

El Señor dijo a Caín: "?Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No sé. ?Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor:
"?Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su
boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la
tierra".

Entonces dijo Caín al Señor: "Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de
esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará".
El Señor le respondió: "Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces". Y el Señor puso una señal a Caín para que
nadie que lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén » (Gn 4,
2-16).

8. Caín se « irritó en gran manera » y su rostro se « abatió » porque el Señor « miró propicio a Abel y su oblación » (Gn 4, 4). El texto
bíblico no dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caín; sin embargo, indica con claridad que, aun
prefiriendo la oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín. Le reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre
no está predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz, está
acechando a la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe
dominar: « Como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar » (Gn 4, 7).

Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el
Catecismo de la Iglesia Católica, « la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, revela, desde los
comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se
convirtió en el enemigo de sus semejantes ».10

El hermano mata a su hermano. Como en el primer fratricidio, en cada homicidio se viola el parentesco « espiritual » que agrupa a los
hombres en una única gran familia 11 donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal. Además,
no pocas veces se viola también el parentesco « de carne y sangre », por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la
relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o
se procura la eutanasia.

En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél que « era homicida desde el principio
» (Jn 8, 44), como nos recuerda el apóstol Juan: « Pues este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a
otros. No como Caín, que, siendo del maligno, mató a su hermano » (1 Jn 3, 11-12).
Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la
rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre.

Después del delito, Dios interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de
sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta con arrogancia: « No sé. ?Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). « No
sé ». Con la mentira Caín trata de ocultar su delito. Así ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más
diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra la persona. « ?Soy yo acaso el guarda de mi hermano? »:
Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad que cada hombre tiene en relación con los demás.
Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos
síntomas son, entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad —es decir, ancianos, enfermos,
inmigrantes y niños— y la indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los pueblos, incluso cuando están en juego
valores fundamentales como la supervivencia, la libertad y la paz.

9. Dios no puede dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf.
Gn 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la denominación de « pecados que claman venganza ante la
presencia de Dios » y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario.12 Para los hebreos, como para otros muchos
pueblos de la antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, « la sangre es la vida » (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la
humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.

Caín es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la
estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La tierra de « jardín de Edén »
(Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser « país de Nod » (Gn 4, 16),
lugar de « miseria », de soledad y de lejanía de Dios. Caín será « vagabundo errante por la tierra » (Gn 4, 14): la inseguridad y la falta
de estabilidad lo acompañarán siempre.

Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, « puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara » (Gn
4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres,
sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su
dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia
misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: « Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los
crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el
castigo hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o suavidad,
sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo
desterró como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a la ferocidad bestial.
Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte ».13

« ?Qué has hecho? » (Gn 4, 10): eclipse del valor de la vida


10. El Señor dice a Caín: « ?Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). La voz de la
sangre derramada por los hombres no cesa de clamar, de generación en generación, adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre
nuevos.

La pregunta del Señor « ?Qué has hecho? », que Caín no puede esquivar, se dirige también al hombre contemporáneo para que tome
conciencia de la amplitud y gravedad de los atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la humanidad; para que
busque las múltiples causas que los generan y alimentan; reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de
estos mismos atentados para la vida de las personas y de los pueblos.

Hay amenazas que proceden de la naturaleza misma, y que se agravan por la desidia culpable y la negligencia de los hombres que, no
pocas veces, podrían remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio, intereses contrapuestos, que
inducen a los hombres a agredirse entre sí con homicidios, guerras, matanzas y genocidios.
?Cómo no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a
la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ?o en la
violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos
armados que ensangrientan el mundo? ?o en la siembra de muerte que se realiza con el temerario desajuste de los equilibrios
ecológicos, con la criminal difusión de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad que, además de ser
moralmente inaceptables, son también portadores de graves riesgos para la vida? Es imposible enumerar completamente la vasta
gama de amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro tiempo!

11. Pero nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que
presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en
la conciencia colectiva, el carácter de « delito » y a asumir paradójicamente el de « derecho », hasta el punto de pretender con ello un
verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los
mismos agentes sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad, cuando está privada de
toda capacidad de defensa. Más grave aún es el hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro y por obra de la
familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, « santuario de la vida ».

?Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Se deben tomar en consideración múltiples factores. En el fondo hay una
profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más
difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes. A esto se añaden las más diversas dificultades existenciales y
relacionales, agravadas por la realidad de una sociedad compleja, en la que las personas, los matrimonios y las familias se quedan con
frecuencia solas con sus problemas. No faltan además situaciones de particular pobreza, angustia o exasperación, en las que la prueba
de la supervivencia, el dolor hasta el límite de lo soportable, y las violencias sufridas, especialmente aquellas contra la mujer, hacen
que las opciones por la defensa y promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo.

Todo esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una especie de « eclipse », aun cuando la conciencia
no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda a disimular algunos delitos
contra la vida naciente o terminal con expresiones de tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho a
la existencia de una persona humana concreta.

12. En efecto, si muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en cierto modo el clima de extendida
incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la responsabilidad objetiva, no es menos cierto que estamos frente a una
realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de
una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera « cultura de muerte ». Esta estructura está
activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada
en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra
los débiles. La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por
tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia
pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que
defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de « conjura contra la vida », que afecta no sólo a las personas
concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial,
las relaciones entre los pueblos y los Estados.

13. Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de
productos farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La
misma investigación científica sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples
y eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y responsabilidad social.

Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa
además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la
anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los
anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a la « mentalidad
anticonceptiva » —bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto
conyugal— son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida no deseada. De
hecho, la cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la
anticoncepción. Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos: la primera
contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano;
la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el
precepto divino « no matarás ».

A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es
cierto que no faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de múltiples dificultades
existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en muchísimos otros
casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto
egoísta de libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida que podría brotar del
encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una
anticoncepción frustrada.

Lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se
manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos
y « vacunas » que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas
fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.

14. También las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al servicio de la vida y que son practicadas no
pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente
inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal,14 estas técnicas
registran altos porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al
riesgo de muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en número superior al
necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así llamados « embriones supernumerarios » son posteriormente
suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la vida
humana a simple « material biológico » del que se puede disponer libremente.

Los diagnósticos prenatales, que no presentan dificultades morales si se realizan para determinar eventuales cuidados necesarios para
el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya
legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad —equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la «
terapéutica »— que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez, la enfermedad.

Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos
con graves deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las propuestas, hechas
en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época de
barbarie que se creía superada para siempre.

15. Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a los terminales, en un contexto social y cultural que,
haciendo más difícil afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el problema del sufrimiento eliminándolo en
su raíz, anticipando la muerte al momento considerado como más oportuno.
En una decisión así confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente convergentes en este terrible final. Puede ser
decisivo, en el enfermo, el sentimiento de angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por una experiencia de dolor
intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para el equilibrio a veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo
que, por una parte, el enfermo —no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y social—, corre el riesgo de
sentirse abatido por la propia fragilidad; por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un
sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el
sufrimiento ningún significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda costa. Esto acontece
especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.

Además, en el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una especie de actitud prometeica del hombre que, de este
modo, se cree señor de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y aplastado por una muerte
cerrada irremediablemente a toda perspectiva de sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en la difusión
de la eutanasia, encubierta y subrepticia, practicada abiertamente o incluso legalizada. Esta, más que por una presunta piedad ante el
dolor del paciente, es justificada a veces por razones utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado costosos para la
sociedad. Se propone así la eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos graves, de los impedidos, de los
ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es lícito callar ante otras formas más engañosas,
pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de
órganos para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la
muerte del donante.

16. Otro fenómeno actual, en el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el demográfico. Este presenta
modalidades diversas en las diferentes partes del mundo: en los Países ricos y desarrollados se registra una preocupante reducción o
caída de los nacimientos; los Países pobres, por el contrario, presentan en general una elevada tasa de aumento de la población,
difícilmente soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social, o incluso de grave subdesarrollo. Ante la
superpoblación de los Países pobres faltan, a nivel internacional, medidas globales —serias políticas familiares y sociales, programas
de desarrollo cultural y de justa producción y distribución de los recursos— mientras se continúan realizando políticas antinatalistas.

La anticoncepción, la esterilización y el aborto están ciertamente entre las causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte
descenso de la natalidad. Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y atentados contra la vida en las
situaciones de « explosión demográfica ».

El antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos de Israel, los sometió a toda forma de opresión y
ordenó que fueran asesinados todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf. Ex 1, 7-22). Del mismo modo se comportan
hoy no pocos poderosos de la tierra. Estos consideran también como una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los
pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus Países. Por consiguiente,
antes que querer afrontar y resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho
inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos.
Las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan injustamente a la aceptación de una política
antinatalista.

17. La humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los diversos ámbitos en los
que se producen los atentados contra la vida, sino también su singular proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo
que reciben de una vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una parte del personal
sanitario.

Como afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud: « Con el tiempo, las amenazas contra la
vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las
fuerzas de la naturaleza o de los "Caínes" que asesinan a los "Abeles"; no, se trata de amenazas programadas de manera científica y
sistemática. El siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable de guerras y una
destrucción permanente de vidas humanas inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito posible ».15
Más allá de las intenciones, que pueden ser diversas y presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de la solidaridad,
estamos en realidad ante una objetiva « conjura contra la vida », que ve implicadas incluso a Instituciones internacionales, dedicadas
a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto. Finalmente, no se puede
negar que los medios de comunicación social son con frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una
cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y
conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor de la
vida.

« ?Soy acaso yo el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9): una idea perversa de libertad
18. El panorama descrito debe considerarse atendiendo no sólo a los fenómenos de muerte que lo caracterizan, sino también a
lasmúltiples causas que lo determinan. La pregunta del Señor: « ?Qué has hecho? » (Gn 4, 10) parece como una invitación a Caín para
ir más allá de la materialidad de su gesto homicida, y comprender toda su gravedad en las motivaciones que estaban en su origen y en
las consecuencias que se derivan.

Las opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta
total de perspectivas económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la
responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin
embargo, hoy el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de estas situaciones personales. Está también en el plano
cultural, social y político, donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a
interpretar estos delitos contra la vida como legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas
como verdaderos y propios derechos.

De este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que después de descubrir la idea de los «
derechos humanos » —como derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación de los Estados— incurre
hoy en una sorprendente contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la
persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en
particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.

Por una parte, las varias declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas,
afirman a nivel mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin
distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión política o clase social.

Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su trágica negación. Esta es aún más
desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de los
derechos humanos su objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ?Cómo poner de acuerdo estas repetidas
afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados contra la vida humana? ?Cómo
conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados
van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los
derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia democrática:
nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de « con-vivientes » a sociedades de excluidos, marginados, rechazados y
eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial, ?cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las
personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se
desenmascara el egoísmo de los Países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo condicionan a absurdas
prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre? ?No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos,
adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter internacional, que producen y
favorecen situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?

19. ?Dónde están las raíces de una contradicción tan sorprendente?


Podemos encontrarlas en valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando por aquella mentalidad que, tergiversando e
incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos,
incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás. Pero, ?cómo conciliar esta postura con la exaltación del
hombre como ser « indisponible »? La teoría de los derechos humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho
que el hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie. También se debe señalar
aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en todo caso,
experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el
moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo
radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por tanto, la
fuerza que se hace criterio de opción y acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente
lo contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho, como comunidad en la que a las « razones de la
fuerza » sustituye la « fuerza de la razón ».
A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la
práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida
y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma
malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una
visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los « más fuertes » contra los débiles destinados a sucumbir.

Precisamente en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del Señor « ?Dónde está tu hermano Abel? »: «
No sé. ?Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). Sí, cada hombre es « guarda de su hermano », porque Dios confía el
hombre al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial dimensión
relacional. Es un gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización mediante el don de sí misma y la acogida
del otro. Sin embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido original y se contradice en
su misma vocación y dignidad.
Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del
otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de
cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal
y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o
el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho.

20. Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende
en términos de autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro, considerado como enemigo de quien defenderse.
De este modo la sociedad se convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin vínculos recíprocos: cada
cual quiere afirmarse independientemente de los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a los
intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma de compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo
posible de libertad en la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social
se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de
los derechos fundamentales, el de la vida.

Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más propiamente político o estatal: el derecho originario e inalienable a la vida se
pone en discusión o se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte —aunque sea mayoritaria— de la
población. Es el resultado nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el « derecho » deja de ser tal porque no está ya
fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este
modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la « casa común »
donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder
disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública
que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos
cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad
estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y
tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases: « ?Cómo es posible hablar todavía de dignidad de toda
persona humana, cuando se permite matar a la más débil e inocente? ?En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las
discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad? ».16
Cuando se verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a la disolución de una auténtica convivencia
humana y a la disgregación de la misma realidad establecida.

Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un
significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera
libertad: « En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo » (Jn 8, 34).

« He de esconderme de tu presencia » (Gn 4, 14): eclipse del sentido de Dios y del hombre
21. En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », no basta
detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre
contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el
secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien se
deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se
tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral,
especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la
capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.
Una vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su hermano. Después de la maldición impuesta por
Dios, Caín se dirige así al Señor: « Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de
esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará » (Gn 4, 13-
14). Caín considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su destino inevitable será tener que « esconderse de su
presencia ». Si Caín confiesa que su culpa es « demasiado grande », es porque sabe que se encuentra ante Dios y su justo juicio. En
realidad, sólo delante del Señor el hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. Esta es la experiencia de David,
que después de « haber pecado contra el Señor », reprendido por el profeta Natán (cf. 2 Sam 11-12), exclama: « Mi delito yo lo
reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí » (Sal 5150, 5-6).

22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma
lapidariamente el Concilio Vaticano II: « La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura
queda oscurecida ».17 El hombre no puede ya entenderse como « misteriosamente otro » respecto a las demás criaturas terrenas; se
considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy
elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a « una cosa », y ya no percibe el carácter
trascendente de su « existir como hombre ». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad « sagrada »
confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su « veneración ». La vida llega a ser simplemente « una cosa »,
que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.

Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su
existencia, asumiendo con verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio « existir ». Se preocupa sólo del « hacer » y,
recurriendo a cualquier forma de tecnología, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Estas, de
experiencias originarias que requieren ser « vividas », pasan a ser cosas que simplemente se pretenden « poseer » o « rechazar ».

Por otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente
deformado, y la misma naturaleza, que ya no es « mater », quede reducida a « material » disponible a todas las manipulaciones. A esto
parece conducir una cierta racionalidad técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea misma de una
verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad,
cuando la angustia por los resultados de esta « libertad sin ley » lleva a algunos a la postura opuesta de una « ley sin libertad », como
sucede, por ejemplo, en ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la naturaleza, como en nombre de
una « divinización » suya, que una vez más desconoce su dependencia del designio del Creador.
En realidad, viviendo « como si Dios no existiera », el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de
su propio ser.

23. El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el
individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta también aquí la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: « Como
no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a su mente insensata, para que hicieran lo que no
conviene » (Rm 1, 28). Así, los valores del ser son sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta es la consecución del propio
bienestar material. La llamada « calidad de vida » se interpreta principal o exclusivamente como eficiencia económica, consumismo
desordenado, belleza y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas —relacionales, espirituales y religiosas— de la
existencia.

En semejante contexto el sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana, aunque también factor de posible crecimiento
personal, es « censurado », rechazado como inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo.
Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha perdido
ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación de reivindicar el derecho a su supresión.

Siempre en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las
relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos,
funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se
despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí mismo y de la acogida del otro según
toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción egoísta de
los propios deseos e instintos. Así se deforma y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos significados,
unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la
unión y la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación se convierte entonces en el « enemigo » a evitar
en la práctica de la sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o incluso la propia voluntad, de tener un
hijo « a toda costa », y no, en cambio, por expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a la riqueza de vida de la que el
hijo es portador.
En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los
primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la
dignidad personal —el del respeto, la gratuidad y el servicio— se sustituye por el criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la
utilidad. Se aprecia al otro no por lo que « es », sino por lo que « tiene, hace o produce ». Es la supremacía del más fuerte sobre el más
débil.

24. En lo íntimo de la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre, con todas sus múltiples y funestas
consecuencias para la vida. Se pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su unicidad e irrepetibilidad se
encuentra sola ante Dios.18 Pero también se cuestiona, en cierto sentido, la « conciencia moral » de la sociedad. Esta es de algún
modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la « cultura
de la muerte », llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas « estructuras de pecado » contra la vida. La conciencia moral,
tanto individual como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un
peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida.
Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la Carta a los Romanos. Está formada «
de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia » (1, 18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad
terrena sin necesidad de El, « se ofuscaron en sus razonamientos » de modo que « su insensato corazón se entenebreció » (1, 21); «
jactándose de sabios se volvieron estúpidos » (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y « no solamente las practican,
sino que aprueban a los que las cometen » (1, 32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt 6, 22-23), llama « al mal
bien y al bien mal » (Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.

Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar la voz del Señor que resuena en la
conciencia de cada hombre. De este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor, de acogida y de
servicio a la vida humana.

« Os habéis acercado a la sangre de la aspersión » (cf. Hb 12, 22.24): signos de esperanza y llamada al compromiso
25. « Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). No es sólo la sangre de Abel, el primer inocente
asesinado, que clama a Dios, fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor
que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura
profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: « Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad
del Dios vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel » (12,
22.24).

Es la sangre de la aspersión. De ella había sido símbolo y signo anticipador la sangre de los sacrificios de la Antigua Alianza, con los
que Dios manifestaba la voluntad de comunicar su vida a los hombres, purificándolos y consagrándolos (cf. Ex 24, 8; Lv 17, 11).
Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la suya es la sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del
mediador de la Nueva Alianza « derramada por muchos para perdón de los pecados » (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota del costado
abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 34), « habla mejor que la de Abel »; en efecto, expresa y exige una « justicia » más profunda,
pero sobre todo implora misericordia,19 se hace ante el Padre intercesora por los hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de redención
perfecta y don de vida nueva.

La sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué
inestimable es el valor de su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro: « Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada
de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo »
(1 Pe 1, 18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo, signo de su entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el creyente
aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede exclamar con nuevo y grato estupor: « ¡Qué valor
debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor" (Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si "Dios
ha dado a su Hijo", a fin de que él, el hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn 3, 16)! ».20

Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo.
Precisamente porque se derrama como don de vida, la sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva de los
hermanos, sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida para todos. Quien bebe esta sangre en el sacramento de la
Eucaristía y permanece en Jesús (cf. Jn 6, 56) queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para
llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo hombre (cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo donde todos los hombres encuentran la fuerza para comprometerse en favor de la vida. Esta sangre es
justamente el motivo más grande de esperanza, más aún, es el fundamento de la absoluta certeza de que según el designio divino la
vida vencerá. « No habrá ya muerte », exclama la voz potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap 21, 4). Y san
Pablo nos asegura que la victoria actual sobre el pecado es signo y anticipo de la victoria definitiva sobre la muerte, cuando « se
cumplirá la palabra que está escrita: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ?Dónde está, oh muerte, tu victoria? ?Dónde está, oh
muerte, tu aguijón?" » (1 Cor 15, 54-55).
26. En realidad, no faltan signos que anticipan esta victoria en nuestras sociedades y culturas, a pesar de estar fuertemente marcadas
por la « cultura de la muerte ». Se daría, por tanto, una imagen unilateral, que podría inducir a un estéril desánimo, si junto con la
denuncia de las amenazas contra la vida no se presentan los signos positivos que se dan en la situación actual de la humanidad.

Desgraciadamente, estos signos positivos encuentran a menudo dificultad para manifestarse y ser reconocidos, tal vez también
porque no encuentran una adecuada atención en los medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas iniciativas de ayuda y apoyo a las
personas más débiles e indefensas han surgido y continúan surgiendo en la comunidad cristiana y en la sociedad civil, a nivel local,
nacional e internacional, promovidas por individuos, grupos, movimientos y organizaciones diversas!

Son todavía muchos los esposos que, con generosa responsabilidad, saben acoger a los hijos como « el don más excelente del
matrimonio ».21 No faltan familias que, además de su servicio cotidiano a la vida, acogen a niños abandonados, a muchachos y
jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos. No pocos centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas, están
promovidos por personas y grupos que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y material a madres en
dificultad, tentadas de recurrir al aborto. También surgen y se difunden grupos de voluntarios dedicados a dar hospitalidad a quienes
no tienen familia, se encuentran en condiciones de particular penuria o tienen necesidad de hallar un ambiente educativo que les
ayude a superar comportamientos destructivos y a recuperar el sentido de la vida.

La medicina, impulsada con gran dedicación por investigadores y profesionales, persiste en su empeño por encontrar remedios cada
vez más eficaces: resultados que hace un tiempo eran del todo impensables y capaces de abrir prometedoras perspectivas se obtienen
hoy para la vida naciente, para las personas que sufren y los enfermos en fase aguda o terminal. Distintos entes y organizaciones se
movilizan para llevar, incluso a los países más afectados por la miseria y las enfermedades endémicas, los beneficios de la medicina
más avanzada. Así, asociaciones nacionales e internacionales de médicos se mueven oportunamente para socorrer a las poblaciones
probadas por calamidades naturales, epidemias o guerras. Aunque una verdadera justicia internacional en la distribución de los
recursos médicos está aún lejos de su plena realización, ?cómo no reconocer en los pasos dados hasta ahora el signo de una creciente
solidaridad entre los pueblos, de una apreciable sensibilidad humana y moral y de un mayor respeto por la vida?

27. Frente a legislaciones que han permitido el aborto y a tentativas, surgidas aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido en
todo el mundo movimientos e iniciativas de sensibilización social en favor de la vida. Cuando, conforme a su auténtica inspiración,
actúan con determinada firmeza pero sin recurrir a la violencia, estos movimientos favorecen una toma de conciencia más difundida
y profunda del valor de la vida, solicitando y realizando un compromiso más decisivo por su defensa.

¿Cómo no recordar, además, todos estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado que un número incalculable
de personas realiza con amor en las familias, hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros centros o comunidades, en
defensa de la vida? La Iglesia, dejándose guiar por el ejemplo de Jesús « buen samaritano » (cf. Lc 10, 29-37) y sostenida por su fuerza,
siempre ha estado en la primera línea de la caridad: tantos de sus hijos e hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas
antiguas y siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios ofreciéndola por amor al prójimo más débil y
necesitado. Estos gestos construyen en lo profundo la « civilización del amor y de la vida », sin la cual la existencia de las personas y
de la sociedad pierde su significado más auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y permanezcan escondidos a la mayoría,
la fe asegura que el Padre, « que ve en lo secreto » (Mt 6, 4), no sólo sabrá recompensarlos, sino que ya desde ahora los hace fecundos
con frutos duraderos para todos.

Entre los signos de esperanza se da también el incremento, en muchos estratos de la opinión pública, de una nueva sensibilidad cada
vez más contraria a la guerra como instrumento de solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada cada vez más a la
búsqueda de medios eficaces, pero « no violentos », para frenar la agresión armada. Además, en este mismo horizonte se da la
aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de « legítima defensa » social,
al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que,
neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse.

También se debe considerar positivamente una mayor atención a la calidad de vida y a la ecología, que se registra sobre todo en las
sociedades más desarrolladas, en las que las expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas de la supervivencia
cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las condiciones de vida. Particularmente significativo es el despertar de una
reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética se favorece la reflexión y el
diálogo —entre creyentes y no creyentes, así como entre creyentes de diversas religiones— sobre problemas éticos, incluso
fundamentales, que afectan a la vida del hombre.

28. Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos plenamente conscientes de que estamos ante un enorme y dramático
choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Estamos no sólo « ante », sino
necesariamente « en medio » de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible
de elegir incondicionalmente en favor de la vida.

También para nosotros resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: « Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y
desgracia...; te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia » (Dt 30,
15.19). Es una invitación válida también para nosotros, llamados cada día a tener que decidir entre la « cultura de la vida » y la «
cultura de la muerte ». Pero la llamada del Deuteronomio es aún más profunda, porque nos apremia a una opción propiamente
religiosa y moral. Se trata de dar a la propia existencia una orientación fundamental y vivir en fidelidad y coherencia con la Ley del
Señor: « Yo te prescribo hoy que ames al Señor tu Dios, que sigas sus caminos y guardes sus mandamientos, preceptos y normas...
Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él; pues en eso
está tu vida, así como la prolongación de tus días » (30, 16.19-20).

La opción incondicional en favor de la vida alcanza plenamente su significado religioso y moral cuando nace, viene plasmada y es
alimentada por la fe en Cristo. Nada ayuda tanto a afrontar positivamente el conflicto entre la muerte y la vida, en el que estamos
inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha venido entre los hombres « para que tengan vida y la tengan en
abundancia » (Jn 10, 10): es la fe en el Resucitado, que ha vencido la muerte; es la fe en la sangre de Cristo « que habla mejor que la
de Abel » (Hb 12, 24).

Por tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la situación actual, la Iglesia toma más viva conciencia de la gracia
y de la responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir al Evangelio de la vida.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi
Pontificado.

Por Una Profunda Formación Moral y Cristiana

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