Por
“Cuenta la leyenda que Cupido era hermoso como Venus, su madre, audaz
como Marte, su padre, e incapaz de ser guiado por la razón, a la manera de sus
selváticas nodrizas. En el bosque fabricó un arco con madera de fresno y
flechas de ciprés. Tiempo después, Venus, a sabiendas de que se trataba de un
niño muy travieso, le regaló flechas de dos tipos: unas con punta de oro, para
conceder el amor, mientras que las otras la tenían de plomo, para sembrar el
olvido y la ingratitud en los corazones.”
¿Has oído hablar de Nostradamus?, imagino que sí, como muchos. Creo
que recordarás que fue un personaje cuyas predicciones, según dicen sus
fervientes seguidores, se cumplieron de la primera a la última. Por supuesto,
todo tiene su particular interpretación; cada uno es libre de creer o no.
Otra cosa, ¿te han echado las cartas, te han leído la mano o te han puesto
en contacto con el más allá? Si no es así, seguro que conocerás algún caso,
¡cómo no! Cabe enfatizar que la mayoría de los que venden ese tipo de,
llamémosles, ‘virtudes, si no todos, se aprovechan de la ignorancia del
prójimo, de su deseo ferviente de saber sobre algo que les inquieta, de su afán
por despedirse de quién ya no puede escucharles o para, únicamente, pedirles
perdón; sí, perdón, esa palabra que cada vez está más en desuso.
Seguro que conocerás alguna historia sobre personas con la capacidad
sobrenatural de tener premoniciones, de vislumbrar lo que se le escapa al resto
de mortales. Pero, estarás de acuerdo en que ese tipo de dones, quién los
posea, son incontrolables, no brotan sin más a cambio de un billete de 20 € o
mediante una costosa llamada telefónica. Surge cuando surge y punto.
Bien, basta ya de exhortaciones y vayamos al día en el que tu forma de ver
el mundo se trastocó radicalmente, reafirmándote en el hecho de que el
cerebro humano posee poderes inexplorados. Los muy escépticos no se lo
creerán, y no les culpo, aunque eso habrá que dejarlo a su buen criterio.
Antes de nada, descríbeme el bar donde nos encontramos. Muéstranoslo.
¡No, deja, deja! Mejor lo hago yo… Para empezar, está ubicado en una de
las callejuelas que rodean la Plaza Mayor de aquí, de Albacete; zona que casi
nunca duerme, donde la vida de diversas y variopintas personas se dan cita por
un simple instante, unos minutos, días o, incluso, por toda la eternidad.
Su fachada es toda de mármol jaspe veteado. A la derecha, un gran
ventanal de cristales ahumados para intentar impedir que lo traspasen los rayos
solares y, sobre todo, las miradas indiscretas; está protegido por sólidos
barrotes de hierro forjado cual cárcel para que no huya lo que aquí acontezca
y, a su vez, imposibilitar la intromisión de indeseables. A duras penas se puede
leer su deslucido nombre a causa de la polución que todo lo cubre: ‘Bar
Restaurante Olvido’.— Pareciera un augurio; ¡creo que esto empieza muy
bien! —. La puerta de doble hoja, a la izquierda, también de hierro forjado y
con cristales casi opacos, da acceso a este gran y poco iluminado cubículo. A
la izquierda, la barra donde nos encontramos. Si ves, está revestida de azulejos
de fondo blanco e incoherentes trazos grisáceos, donde se adhieren como lapas
equidistantes papeleras rectangulares de plástico negro; están tan mugrientas
que hasta las arrugadas servilletas de papel y demás restos las rehúyen.— ¿O
será que los clientes carecen de puntería, o la pierden después de varios
tragos? Será ambas cosas—. La encumbra una encimera de madera oscura
cuyo barniz ya había perdido su esencia. Sobre ella, mostradores acristalados
intentan librar del polvo y de infestas expiraciones los poco apetecibles
aperitivos ahí encerrados. —Únicos elementos que dan un toque de color al
escenario—. Al final de la barra, dando paso a la cocina, una puerta
basculante, también de madera, y con unos ennegrecidos cristales que solo
consienten entrever el interior.
Si las cuentas, son exactamente diez altas sillas las que se aprietan contra
el lateral de la barra, intentando apegarse a ella sin conseguirlo; todas negras,
de acero pintado y asiendo circular de malla. El resto del salón lo ocupan,
esparcidas sin un orden concreto, conjuntos de mesas y sillas que parecieran
robados, no hay dos iguales; unas de plástico de variados colores y otras de
madera de tonos diversos con sillas de asientos de mimbre. El fondo está
reservado para unas pequeñas y ajadas mesillas, redondas, donde reposan unas
lamparillas de luminiscencia tenue; están acompañadas, según el espacio, por
dos, tres o cuatro sillones de lona de tonos oscuros.
Las paredes, lisas, asalmonadas, intentan cubrir sus vergüenzas con
decenas de fotos antiguas del centro histórico de la ciudad. El techo, de
amarillenta escayola, aloja lo que permite mostrar a los presentes lo que aquí
acaece, sin lograrlo del todo: unos focos alógenos proyectando círculos
perfectos sobre un suelo damero, como si en dicho juego participaran
únicamente las fichas blancas; algunos parpadean sin carencia aparente,
pretendiendo, sabiendo que es imposible, abandonar una partida ficticia e
inacabada.
Centrada, en la pared del fondo, una puerta similar a la de la cocina, mucho
más ancha, que da acceso al comedor. Un letrero de madera en relieve lo
advierte.— De su interior ya te hablaré cuando toque, ahora no es el momento
—. A su derecha, dos puertas, éstas de madera clara, las de los aseos. Sobre
ellos nada que comentar; si acaso que la limpieza es pasable.
Detrás de la barra, encima de unos muebles hoscos que alojan y soportan
bajillas, licores, la cafetera,…, un gran espejo cubre casi la totalidad de la
pared, enmarcado en bronce con adornos más que barrocos. Mi opinión: no se
compagina en absoluto con el conjunto. Imagino que el dueño lo compraría en
alguna ‘tienducha’ de segunda mano con un objetivo: que el camarero o
camarera pudiera vigilar a los clientes aún estando de espaldas.— De él solo
puedo adelantarte que fue el único que supo reflejar la verdad sobre cómo te
encontrabas en cada momento; al contemplarte en él fue advirtiéndote de tus
cambios durante toda aquella época, la que te marcaría por siempre.
Bueno, creo que es suficiente para ubicarnos. Ahora, vayamos a los hechos
sin rodeos… Tiempo atrás, la casualidad, o quizás la causalidad, hizo que te
toparas con un viejo conocido; fuisteis amigos, no íntimos, desde temprana
edad, y después del instituto, elegisteis caminos divergentes hasta…
Irrumpió en este mismo bar, estando tú sentado en la barra— justo donde
te encuentras ahora—, con una cerveza en la mano, enfrascado en tus propios
pensamientos, con la certeza, tan efímera como incierta, de creerte, tú y solo
tú, su único dueño. Os saludasteis efusivamente con un abrazo. Aunque hacía
años que no le veías, le reconociste con facilidad. Él, el dandi del colegio, y
más en el instituto, con su tez morena, nariz aguileña, sin ser excesiva, y unos
labios gruesos que, junto a su sonrisa seductora, las encandilaba a todas de
joven.— A ti tan solo te dejaba las migajas; tú eras simple y llanamente ‘el
amigo de…’. ¡Cuánta envidia le tenías! ¿Recuerdas…? Da igual—. Al
observarle, todo en él había cambiado: su sonrisa, inexistente, su peinado,
enmarañado, y vestía una deslustrada camisa, con algún que otro lamparón,
vaqueros muy rozados y deportivas oscuras cubiertas de polvo.
— Pero bueno, ¿cuánto tiempo? ¿Cómo te va? — le preguntaste ansioso
por confirmar que la vida le había dado un fuerte revés. Luego le mentiste: —
Se te ve bien. Venga, siéntate y tómate algo. Esto hay que celebrarlo.
— Ahí voy — manifestó taciturno, se sentó a tu izquierda y le pidió una
manzanilla a la camarera—. Y tú, ¿qué tal? Por ti no pasan los años, si no
fuera por tu poco pelo; herencia de familia, supongo. — Y sonrió.
— No hay problema, según dicen… dentro de cien años, todos calvos... —
“Sigue tan hiriente.”, pensaste a la vez que te mesabas tu escaso cabello.
Como si hubiera leído tu mente, intentó rectificar:
— Tranquilo, no te lo tomes a mal, solo intentaba hacer una broma — dijo
acompañado de una mueca—. Cuéntame, ¿en qué trabajas, tienes familia?
— Estoy en una pequeña empresa de reparto a domicilio con mal horario,
pero gano para ir tirando.— Diste un sorbo a tu cerveza y proseguiste: — Sí, y
tengo mujer; me casé hace… Uf, ya ni me acuerdo, pero no tengo hijos; ella
no está por la labor; y, la verdad, yo tampoco he insistido en exceso.
Sí, sí, estabas casado. ¡No pongas esa cara!— Aunque esa historia prefiero
dejarla para otro momento, si me lo permites—. Bueno, prosigamos… Tras
una pausa comprobaste que no te prestaba la mínima atención, su mirada
perdida le delataba, e intentaste reclamársela alzando la voz:
— Y tú, ¿qué me cuentas? ¿Cómo te trata la vida?
— La verdad es que estoy bien jodido — declaró después de unos largos
segundos—. Apenas duermo; tengo ganas de gritar a todo el mundo un gran
secreto, de esos que se comparten con muy pocos, de los que minan nuestra
sesera, provocando que ésta esté a punto de estallar si no lo sueltas.
Quizás creas que no viene a cuento pero, ¿no te viene a la memoria uno de
tus grandes secretos, de cuando eras niño…? Por tu gesto deduzco que no.—
¡Es peor de lo que imaginaba!— Da igual, a lo que iba: Saldaña se apellidaba,
¿su nombre?, carece de importancia; en el colegio atendíais por el apellido,
todavía no os habíais ganado el derecho a hacerlo por el nombre. El caso es
que aquella personita tan encantadora, de rubia melena y ojos verdes, te robó
el corazón. La seguías discretamente hasta su casa al salir de clase, jugabas a
imaginar que paseabais agarrados de la mano, charlando sobre los pormenores
del día, riéndoos del bigote de Don Julián o de la barriga de Don Luis;
soñabais en voz alta sobre vuestro futuro: dónde viviríais, cómo sería vuestra
casa, cuántos niños tendríais,… tantas y tantas cosas. Lo cierto es que ni
siquiera te acercaste a ella lo suficiente para, simplemente, saludarla. Fue tu
primer amor, eso sí, platónico, y ni tus mejores amigos supieron de su
existencia. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero, por motivos que ahora no
vienen al caso, la buscaste callejeando tu barrio ya de adulto; pretendías
toparte con su mirada, rasgo que el transcurso de los años evita alterar...
Después de este lapsus, prosigamos: lo sorprendente es que tu colega había
escrito en un trozo de papel lo que le carcomía, y quería compartirlo contigo.
¿Y por qué tu…? Es complicado... Lo que sí pensaste en aquel momento es
que le faltaba un tornillo, o más de uno: ¿quién en sus cabales haría aquello?
Te confesó que no podía aguantar más; que su secreto le gritaba:
“¡SÁCAME DE AQUÍ!”. Así que, para tu asombro, con aire desconfiado, se
quitó su zapato izquierdo y, pegado con esparadrapo en un lateral del pie,
extrajo un sobre de plástico que albergaba un pequeño trozo de papel con mil
y un dobleces. Lo sacó, lo desplegó completamente y te lo dio para que lo
leyeras. Y así lo hiciste… Lo voy a recitar íntegramente sin saltarme una
coma:
“’Mi zurda’, así la llamo cariñosamente por no ser diestra, descifra los
pensamientos que aparecen en mi cabeza. Es capaz de asimilarlos antes de que
yo los escriba en ella. Me conoce mejor que yo mismo desde antes de que yo
naciera. Lee en mis ojos, en mis manos, en mis gestos y hasta en mi alma
como si se tratara de un libro abierto. Tiene dotes para escrutar mi pasado,
buceando en toda mi memoria almacenada e, incluso, es capaz de abrir los
recónditos baúles que tengo cerrados con siete llaves.
No puedo salvaguardar nada; por innumerables fronteras que tenga que
franquear, incluidas las provistas con vallas de espinas, por muchos muros que
interponga entre nosotros y lo altos que los erija, ella los sortea sin esfuerzo
alguno. No tengo que hablar, su intuición se encarga de concretar mi verdad.
Me da la impresión; peor, tengo la certeza de que conoce hasta mi futuro,
nuestro futuro, mi destino, nuestro destino, que se guarda para sí, haciéndome
creer que yo, y solo yo, soy el autor de mi propia historia, cuando, en verdad,
es ella, y solo ella, la que estimula mi mano para escribirla letra por letra,
palabra por palabra, frase por frase,... como si se tratara de un dictado de
cuando era niño.
Siempre pone cara de asombro si intento sorprenderla, pero no es buena
actriz. Conoce todos mis actos, antes incluso de que yo piense en efectuarlos.
¿A quién no le aterraría estar con alguien así?
Intenté multitud de veces alejarme de ella, pero me tiene agarrado del
corazón con una fuerza tal que me es imposible. Si alguien te coge de ahí, y
más, con su mano izquierda, a no ser que quiera soltarte, nunca podrás
escapar. Pero lo que no alcanzo a comprender son mis sensaciones
encontradas. A la par tengo pavor a que lo suelte. Por nada del mundo quiero
que lo haga. Seguro que ella sabe si lo ha de hacer o no, el cómo, el dónde y el
cuándo. Por eso rezo para que se aferre a él con ahínco.
Todos los días, al levantarme, me palpo el corazón para confirmar que
sigue siendo su prisionero, y me siento agradecido al constatar que sigue sin
pertenecerme. Por eso pido día a día que condene a mi corazón a cadena
perpetua; que siga siendo suyo para siempre. Grito y grito sin abrir mi boca:
‘¡NO ME DEVUELVAS MI CORAZÓN!’, y le digo una y otra vez: ‘Por
favor, nunca lo liberes; sabes bien que mi corazón siempre te pertenecerá. Si lo
sueltas, que sea porque ha dejado de latir. Sin ti a mi lado dejaría de hacerlo.
Por favor, afiánzalo fuerte, lo más fuerte que puedas, aunque mis latidos
lleguen a mil y mi tensión se dispare. Por favor te pido: ¡¡¡NUNCA LIBERES
MI CORAZÓN!!!
Cuando terminaste de leer aquel manoseado manuscrito te lo arrebató con
brusquedad, lo dobló, lo introdujo en el sobre y, mirando a su alrededor con
ojos fuera de sí, volvió a pegarlo en su pie izquierdo. Durante el proceso fuiste
a preguntarle algo, pero no te lo permitió: te tapó la boca con su mano
izquierda, como si de nuevo leyera tus pensamientos, como si supiera antes de
que formularas la pregunta en tu mente cuál sería, y te contestó sin articular
palabra: “Sí, hoy al levantarme mi corazón sigue sin pertenecerme”.
Todo en él reflejaba una total desdicha, por sus mejillas resbalaban unas
grandes lágrimas; su aflicción parecía incalculable. Sin abrir su boca te
transmitió que la convivencia con ella se había vuelto insoportable y, en aquel
momento, se sentía desgraciado sin su compañía. Sin comprender el motivo le
preguntaste... y él contestó que no pudo soportar por más tiempo esa relación.
Te confesó, sin mover sus labios, su gran verdad: “Una relación sin secretos es
antinatural. Son nuestros secretos lo que nos permiten ser quiénes somos y nos
brindan la posibilidad de ser libres e individuales.”.
Y continuó con su disertación: “Una relación con alguien que lo sabe todo
de ti, y cuando digo todo, es todo, te convierte en su esclavo. Cada persona
requiere de intimidad y yo no disponía de la mía. ‘Mi zurda’ me transmitió el
poder de leer su mente y la de los demás, pero de un modo muy restringido,
impidiéndome dilucidar su pasado y su futuro. Incluso, si lo desea, me oculta
sus pensamientos; y claro, no estaba en igualdad de condiciones. No sé si me
sigues, pero es inhumano convivir con una persona que dispone del ojo que
todo lo ve. Casi me volvió loco. Y creo que algo tocado me dejó, como ves.”.
Siguió contándote que se desgarró el corazón al escapar de su presidio,
salvando los intrincados obstáculos que lo cercaban, que había recobrado su
vida, su destino, pagando un alto precio. Fue entonces cuando recaíste en su
pecho; a través de su camisa brotaba una cascada de sangre. Él te miró y te
mostró una amarga sonrisa. Te confesó que su acerbo dolor era insufrible, y
más de noche, que estaba aprendiendo a soportarlo, e incluso a veces sentía
que empezaba a sanar. Lo peor, cuando se le reabrían las heridas a causa de los
cuchillos del pasado, esos cuchillos que irrumpen sin ningún control.
Te explicó que, gracias a su nuevo presente, creía controlarlo ocultándose
de ella utilizando una coraza. El problema radicaba en la brutalidad de las
cuchilladas, eran tan enérgicas que la atravesaban como mantequilla. Ello le
obligaba a seguir reafirmándose en su decisión; tenía que esforzarse cada día
por ser un poco menos desdichado sin ella, intentando olvidarla. Además,
había dado un gran paso: había tenido suficiente coraje como para confesar su
preciado secreto. Fue un gran impulso; lo hizo sin más y se sentía aliviado.
Tras despediros sin mover vuestros labios, os disteis un largo abrazo.
Antes de salir y esfumarse de la misma forma que apareció, su mirada recayó
en la figura sentada en la mesa del rincón, una silueta con sombrero y abrigo,
enfrascado en un libro que sujetaba su mano izquierda y un lápiz la derecha.
— ¿Le conoces? — Esta vez la pregunta sí brotó de su garganta, y tú
negaste con la cabeza—. Algo me dice que nos está vigilando… Da igual,
tengo que dejarte. Espero que volvamos a vernos muy pronto. Adiós.
Y así, sin más, después de darte un apretón de manos, salió cabizbajo para
evitar cruzar la mirada con nadie y pasar inadvertido para que ‘su zurda’ no le
encontrase; él que siempre había mirado a la vida con la cabeza alta, bien alta,
se escondía del mundo clavándose la barbilla sobre el pecho, lo que le causaba
un dolor similar a si se le insertara la punta de un sable.
Por tu parte recaíste en tu camisa; estaba empapada en sangre, pero no era
tuya. Observaste, a su vez, en el suelo del bar, el cómo un reguero de ese
líquido viscoso de rojo intenso corría tras él. “Se desangraría si no cerraba
pronto sus heridas”, pensaste. Le seguiste con la mirada deseándole la mejor
de las suertes, y él se detuvo un segundo frente al ventanal, giró su cabeza
lentamente y te brindó una amplia sonrisa a modo de gracias.
Te quedaste abatido por tanta amargura concentrada sin recaer, hasta un
instante después, en el saco de dudas que te había dejado en su asiento— sí,
ese de tu izquierda—; sobre todo cuando te viraste a tu derecha y leíste con
claridad los pensamientos del que allí se hallaba: un hombre de mediana edad,
con un boleto en su mano izquierda y un bolígrafo en su derecha, elegía a qué
números de la primitiva apostar. Después fijaste tu mirada en la camarera, y
comprobaste cómo rebuscaba en su mente una excusa para dar de lado a su
novio aquella tarde e ir con, según ella, el que podía sustituirle: un morenazo
alto y guapo con el que se había topado aquella misma mañana.
Estabas alucinando, ¡te había transferido su don, el don de ‘su zurda’!
¿Sería cuando te tapó la boca con su mano izquierda? Lo que te resultó
imposible, por mucho que lo intentaste, fue divisar el futuro, no poseías esa
facultad, solo ‘su zurda’ dispondría de ella; y lo agradecerías infinito mucho
después.
Más y más dudas ensartadas unas a otras en ese saco sin fondo: ¿Por qué y
para qué te transferiría ese poder precisamente a ti? ¿Cómo emplearías ese
regalo? ¿Podías leer los pensamientos de cualquiera, de los seres que te
querían, incluso de tus enemigos si supieras quienes eran,…? ¿Serías capaz de
transmitírselo a otros? Él tocó tu piel, tu boca, tus labios con su mano
izquierda, y acto seguido ya albergabas el ‘súper virus’ en tu interior. ¿Lo
propagarías sin pretenderlo o requería premeditación? ¿Tendrías que llevar
guantes para evitar descuidos? ¿Sería necesario tocarle la boca o serviría
cualquier parte del cuerpo? Y cuando estuvieras con tu mujer, ¿cómo le harías
el amor? ¡Por nada del mundo deseabas que ella leyera tu mente!
Las dudas manaban una tras otra de aquel saco: ¿Por qué te eligió para
depositar su más recóndito secreto, si apenas te conocía? Lo analizaste
concienzudamente y llegaste a la conclusión de que quizás sabía más de ti de
lo que cabía esperar. Posiblemente te había hecho un seguimiento en los
últimos días, semanas, ¿meses?… y leída una y otra y otra vez tu mente, había
descubierto algo en ti que ni tú mismo alcanzabas a imaginar.
No pongas los ojos como platos. Cierto es; fuiste agraciado con ese don.
Ya sé; quizás esa palabra no sea la más adecuada. Lo insólito es que después
de disfrutar, mejor dicho, de padecer con ese endemoniado poder, del que por
suerte a nadie transferiste por aquel entonces, decidiste deshacerte de él. Fue
una experiencia tan infausta que voy a omitir los detalles; cuando la escuches
deducirás que con ello te ahorraré sufrimientos innecesarios.— Tanto la
escasez como el exceso de información son contraproducentes.
Al principio lo utilizaste a modo de juego; el saber qué piensa ese o
aquella, el frutero, la panadera, el taxista... te pareció francamente divertido y,
como no podía ser de otra forma, lo utilizaste para beneficio propio. ¡Uf!,
cuantas canitas al aire echaste. El saber, sin dudas, cómo y en qué pensaban
algunas mujeres, sobre todo aquellas que creías fuera de tu alcance, ayudó a
que yacieras con multitud de ellas. Otra gran ventaja: saber sin confundirte de
las necesidades de tu esposa. ¡Insólito! Sabías cuando decía que no, y era un
‘sí’, cuando quería que hicieras algo y le daba una y mil vueltas para que lo
intuyeras… ¡Cuántos te envidiarían! Con ella te llevaste alguna que otra
sorpresa pero, por suerte, la mayoría fueron positivas, muy positivas.
Con tus amigos comenzaron los verdaderos problemas: la mayoría no eran
tales —¿Por qué no me sorprende? —. Menos mal que tu autoestima se
mantuvo encaramada en lo más alto y no le diste mayor importancia. Lo
positivo: descubriste a tus amigos de verdad, esos que se pueden contar con
los dedos de la mano, con los de tu zurda. En el trabajo, con compañeros y
jefes, te ocurrió algo muy similar; pero aquí actuaste de forma inteligente, lo
utilizaste en tu favor para promocionar; pasaste rápidamente de ser un simple
administrativo a jefe de área en tu compañía de reparto. Lo negativo: los
varapalos que te llevaste al escrudiñar la mente de ciertos familiares. No te
revelaré de quienes se trata ni el por qué; permíteme que omita esa
información por razones obvias. Solo te digo que la palabra odio pasó a tu
vocabulario por entonces, instaurándose en tu vida, haciéndola insoportable.
Todo se desmoronaba a tu alrededor a la par que se volvía más y más nítido.
Te sumiste en una gran depresión, refugiándote en tu don; te absorbió de
forma tal que se convirtió en una obsesión enfermiza. Te juraste que nadie más
tendría secretos para ti. Esquivando tu propia realidad, te sumergiste en la de
los demás, dejando de lado tu propia vida para vivir la de otros; sin el menor
miramiento, te inmiscuiste en su devenir. El hecho de no tener la necesidad de
hacer conjeturas, cualidad inherente al ser humano, carcomió tu condición, te
convirtió en algo para lo que ni yo mismo dispongo de una palabra para
denominarlo. Te creías el poseedor de certezas, de verdades. Te transformaste
en un adicto devorador de mentes; tu único afán: saber más y más de los
demás, y por contra menos y menos de ti mismo. Precisabas alimentar en todo
momento tu curiosidad insaciable, como la de un niño que empieza a descubrir
su mundo. Deambulabas en un cuerpo libre pero con la mente recluida, cual
reo que cumplía su condena en la más tétrica de las cárceles, donde las celdas
se abrían a tu paso revelándote las inmundicias que anegaban su interior. —
Por suerte, tu puro egoísmo mantuvo tu poder cautivo, salvándonos de que
llevaras al mundo a una verdadera debacle.
Errante te viste sentado en este mismo bar, de nuevo en la silla donde
ahora te encuentras. En ese espejo escudriñaste tu mente, a la que hacía mucho
no le prestabas atención, descubriendo las fases por las que habías transitado
hasta convertirte en un ser ruin, egoísta y egocéntrico, refugiado en un mundo
erigido para tu propia satisfacción, donde nadie tenía cabida, ni tu mujer, ni tus
amigos y menos tus familiares; pasaste a sucumbir en la peor de las suertes.
Vagabas de mente en mente, evitando las que inculcaban los mejores valores;
en cambio devorabas las perniciosas; sobre todo tenías predilección por las
pertenecientes a personas víctimas de sí mismas; sus miedos te gratificaban, te
proveían de una falsa sensación de bienestar al sentirte su amo. Hasta que
llegaste a un punto en el que ni la más afligida conseguía gratificarte. Y fue
entonces cuando tu don dio signos de cobrar vida propia, leyendo mentes sin
control alguno y sin requerir tener visual de los cuerpos que las albergaban.
Durante episodios, cada vez más frecuentes, en los que tu mente pululaba a
sus anchas, los pensamientos se agolpaban, luchaban por incrustarse en tu
cerebro; cientos de voces hablándote al unísono, un griterío enloquecedor que
no remitía ni aún tapándote los oídos.
Probaste varias drogas para acallarlas, sin efecto; únicamente la ingestión
de adecuadas dosis de alcohol conseguía mitigarlo, permitiéndote dormir unas
cuantas horas. ¿Y sabes lo que ocurre cuando la falta de sueño domina tu
existencia? Sí, efectivamente, tus demonios se acentúan, tus fobias sumadas a
las que compartías de mentes inconexas, repletas de herrumbre e inmundicia,
te engullen de una dentellada. Tus paranoias entretejen un velo tupido que
cubre la realidad, oscureciéndola; emergiendo en su lugar un cosmos creado
por tu imaginación enfermiza. Sin pretender ahondar en ese período de
zozobra, solo puedo referirte que protagonizaste varios amagos de quitarte la
vida. Sí, no me mires así… Es obvio que no lo conseguiste. ¿Qué te empujó?
Los delirios persecutorios que padecías. Ensamblaste los pensamientos
conformando un mundo irracional donde todos sus habitantes participaban en
una conspiración contra ti al descubrir tu secreto, tu don demoníaco;
pretendían exorcizarte para erradicarlo y evitar su propagación.
Fue tu último intento de suicidio el detonante para que tomaras una de las
decisiones más importantes: deshacerte de tu poder a cualquier precio.
Las preguntas ya eran otras: ¿cómo prescindir de él? ¿Cómo y quién
podían arrancarlo de tu cerebro o de donde quiera que estuviera? ¿Requeriría
extraer todos tus órganos: el corazón, el estómago, el hígado, el…? Además,
debías impedir por todos los medios contagiárselo a alguien en un momento de
enajenación. ¿Y cuál era la solución? Tuviste claro quiénes te ofrecerían
alguna respuesta: tu amigo y ‘su zurda’, ¡debías encontrarles por todos los
medios! Si ella tenía el poder de controlarlo, también tendría la facultad para
extirpártelo. Le rogarías: ¡¡ARRÁNCAMELO, ARRÁNCAMELO!!
Pasaste horas infructuosas esperándole aquí mismo; hasta que una noche,
apurando tu enésima cerveza, entró por la puerta. Parecía otro: vestía todo de
negro, traje, camisa y zapatos, salvo un pañuelo al cuello de seda morado; su
paso, seguro, cabeza alta, peinado engominado y el rostro bien rasurado e
iluminado al sentirse en la cumbre —rasgos de quién lo tiene todo—, sumado
a una expresión de paz interior en su máxima expresión de felicidad plena.
Os disteis un apretón de manos con vuestras zurdas sin deciros nada. Pidió
un ‘Rioja’ a la camarera con sonrisa seductora y se sentó encima del saco de
tus dudas, en el mismo lugar donde dejara aquel sanguinolento charco. Su
corazón relucía como si lo estrenara. Al ver tus ojos achinados, intentando
protegerse del resplandor que desprendía, y para propiciar que descansaran, él
se abotonó la camisa y chaqueta con un movimiento ágil, lo que agradeciste.
Te transmitió con aplomo que había escuchado tu llamada de socorro, y que tu
necesidad sería saciada con creces, si era tu pretensión.
Aprovechando el reencuentro te relató sin esfuerzo sus vicisitudes desde
aquel fatídico día; necesitaba soltarlo.— Las alegrías son más fáciles de
compartir—. Te expuso de forma silenciosa cómo vagó semanas sin rumbo,
dejando tras de sí su particular rastro rojizo. Fue precisamente ese rastro el que
‘su zurda’ siguió para encontrarle. Ella, tan pretenciosa, reconoció que no
podía vivir sin su amor. “Por curioso que te parezca”, afirmó, “aún siendo una
portentosa moldeando cerebros, de ninguna de las maneras podía hacer lo
propio con su corazón y mucho menos con el de los demás.”.
Ella le confesó que, del mismo modo que tenía cogido su corazón, él
también agarraba el suyo. El reencuentro fue como una traca de fuegos
artificiales, de esas que te erizan el vello de los brazos. Se fundieron en una
sola sus manos izquierdas con sus corazones. Fue un hecho que pasaría a su
historia, a la historia, pero tan solo ellos dos, yo y ahora tú, sabrían de lo
acontecido.
Tras deleitarse con todos los placeres que dos personas que se quieren
pueden disfrutar, acordaron cómo debía ser su relación, su nueva relación.
Intentarían adaptarse el uno al otro. Aprenderían del pasado para evitar
hundirse de nuevo en el océano de la amargura; construirían un nuevo barco
con dulzura y paciencia y, sobre todo y ante todo, con respeto, confianza y
amor. Cada uno dispondría de un camarote hermético, uno propio y oculto.
Con dicho barco no habría tempestad, ola, iceberg que lo hundiera; sería
insumergible, salvo que ellos mismos así lo decidieran. Juntos lo gobernarían;
serían capitanes y marineros a partes iguales. El rumbo lo marcarían sus
destinos, el de ambos, dejándose llevar a merced del embate de las olas, de los
vientos, de las mareas. Cuando y cuanto les placiera buscarían un puerto
tranquilo o una isla paradisíaca para amarrarlo; todo sonaba idílico en su
renovada mente. Para conseguirlo trastocó su poder, permitiéndole bloquear
sus pensamientos, si así lo requería. Ella respetaría su derecho a decidir sobre
él mismo, respetaría su intimidad, y borraría de su propia memoria todo atisbo
de su futuro y el de él, de ese modo estarían en igualdad de condiciones y
afrontarían juntos los pormenores del libre albedrío.
Para finalizar te informó que su nuevo barco ya era una realidad y se
conservaba reluciente, atracado muy cerca al presentir que les necesitabas, y
allí estaba. Te informó que él no podía ayudarte, que la única que podría
hacerlo era ‘su zurda’, aunque te impuso una condición: antes de conocerla
debías meditar tu decisión. Debías valorar todas y cada una de las opciones, y
para ello te ofreció una más a tener en cuenta: disponer de tu don con un
control especial sobre él; qué saber y qué no, decidir a quién leer la mente,
disponer de filtros selectivos para ser uno más y utilizarlo solo cuando lo
consideraras estrictamente necesario. Aquel nuevo encuentro te abrió una
ventana, mejor, una puerta, mejor, un enorme portón a la esperanza.
Capítulo 3: “¡Por fin la conocerías!”
De nuevo te asaltó una de las preguntas que tanto te atormentó: ¿Por qué te
elegirían precisamente a ti? Al principio abrazaste la idea de merecer aquel
don. ¿Quién mejor que tú lo utilizaría convenientemente? —¡Qué confundido
estabas! Podrían escribirse miles, millones de páginas con las crueldades que
se pueden infligir a quién conoces mejor que ellos mismos—. Pero, por otro
lado, ¿por qué te eximió de la potestad de elegir ‘motu proprio’? ¿En verdad
era consciente de lo que te acarrearía? Y si lo fue, ¿qué mal habías hecho?
Dejando de lado tanta pregunta sin respuesta, te centraste en lo que te
apremiaba; tu querido amigo había despejado una incógnita en tu basta y
compleja ecuación: disponer del don bajo tu férreo control, y no al revés. Se
presentaba ante ti una alternativa que quizás, por ofuscado, no sopesaste.
Sonaba bien: permitirte activar y desactivar el don cuando lo creyeras
oportuno, y sobre todo no caer en los mismos errores, los que te hirieron de
gravedad y te llevaron al borde de la locura o algo peor. Serías como el resto
de los mortales cuando tocase, con el desconocimiento propio de los demás,
importándote un pimiento lo que piensan, lo que anhelan, de sus
padecimientos y sus gozos; enredarías, divagarías con las mismas armas,
basándote solo en tu perspicacia e imaginación.— ¡Qué dones tan preciados!
Pero, ¿y todo lo que ya sabías?, ¿qué harías con tantos pensamientos
ajenos acumulados, todos sustraídos, que carcomían tus entrañas? Llegaste a la
conclusión de que, aunque a partir de un punto dado dejarías de escuchar más
mentes, lo ‘atesorado’ permanecería ahí, atestando tu memoria. No cambiaría
la percepción sobre tu persona por mucho que lo intentaras, sobre los que
sabías a ciencia cierta que te envidiaban, repudiaban,… sobre quienes le dabas
pena o asco, o simplemente les eras totalmente indiferente.
Requerías, además del poder para controlar tu don, de un ‘reset’ selectivo
de tu cerebro, un borrado quirúrgico para suprimir lo que habías amasado
desde el día que aquel poder usurpó tu presente, erradicar las conclusiones,
certezas,... de lo que nunca debiste saber, y volver a ser un auténtico bebé en
lo referente a pensamientos prestados, permitiéndote partir desde una nueva
línea de salida en una carrera incierta. Eso sí, sin dañar un ápice tus
experiencias y conocimientos pasados, de los que no querías prescindir.
¿Merecía la pena someterte a una intervención de tanta complejidad?
¿Sería ‘su zurda’ la única cirujana capaz de extirpar aquel quiste que ocupaba
casi por completo tu cerebro? ¿Tendría el pulso tan firme como para no
causarte un daño irreversible? Un mínimo temblor sería nefasto. Y lo más
importante: ¿dejarías en sus manos, mejor, en su zurda tu destino?
Tras sopesar pros y contras, decidiste arriesgarte; vivir con aquel don sin
control, no era vivir. Anhelabas con todo tu ser que extirparan aquel tumor
cancerígeno, que se extendía cual la peor metástasis por todo tu cerebro, para
dejar de contar los días que te restaban. Debías pasar por el quirófano, ser
intervenido con presteza por la mayor experta en la materia: ‘su zurda’, y
rezar, por muy agnóstico que fueras. ¡Y tomaste la decisión!
Concertaste una cita con tu amigo dos semanas después. Y allí estabais. Al
saludaros efusivamente comprobó, sin esfuerzo, tu predisposición y te animó:
“Has elegido la mejor de las opciones, la más sensata”. Te confesó que él
también se enfrentó a una intervención similar con idénticos temores e
incertidumbres y el resultado fue muy favorable. Ya solo quedó fijar el día y la
hora para realizarte las pruebas preliminares. Todo transcurrió rápido.
Y llegó el día, el día en el que comenzarías el proceso que te permitiría
mirar con esperanza el futuro. Te sentías como un adolescente antes del
comienzo de las esperadas vacaciones de verano, pero no solo por librarte de
aquel mal— lo que realmente te importaba—, sino porque ibas a tener el
honor de conocer a ‘su zurda’. Tenías muchísima curiosidad por saber, de ver
cómo era, qué pensaba; de presenciar, de percibir su poder. Era una sensación
casi morbosa. De tu interior brotó un grito: “¡POR FIN LA VOY
CONOCER!”
El lugar elegido: este bar, el bar ‘Olvido’, ¡cómo no! Esperabas
impaciente, y nada más entrar en tu campo de visión a través del ventanal
confirmaste que se trataba de ella. Su caminar firme transmitía poderío a cada
paso; su contoneo, sensualidad apabullante. Los hombres con los que se
cruzaba no podían evitar mirarla, por muchos reproches que recibían de sus
parejas. Parecía la reina de las reinas; andaba, flotaba sobre una alfombra
tejida específicamente para ella, solo faltaban los flases de las cámaras. Hasta
la camarera se quedó boquiabierta; tan solo pudo balbucear “¿Qué desea
beber?” cuando se sentó en el taburete, a tu izquierda, aplastando el saco de
tus inquietantes preguntas. Pidió un vino blanco, un ‘Albariño’, sin perder su
sonrisa rojo pasión. Os saludasteis cortésmente con sendos besos en las
mejillas, sintiéndote como el actor secundario al que todos envidiaban.
Vestía pantalones vaqueros claros extremadamente ceñidos, dibujando
unas piernas estilizadas, y cazadora vaquera corta a juego. Calzaba unos
zapatos negros con poco tacón. Una blusa blanca de encaje cubría unos
prominentes senos, aunque no excesivos; su escote mostraba una piel tersa y
bronceada hasta donde se puede enseñar. Su cuello lo embellecía un collar de
lo que parecían pequeñas piedras volcánicas pulidas. Su pelo rubio, cortado a
media melena, con mechas platino, refulgente y ondulado como las olas en el
ocaso, desprendía un aroma a brisa marina. Cejas bien perfiladas, nariz
pequeña, boca de labios carnosos y suaves, con dentadura y sonrisa perfectas.
Sus ojos— sí, sus ojos— te cautivaron y estremecieron; de verde intenso,
con una curvatura en sus pupilas de felino— o de anfibio—. La sombra en
párpados, también de tonos verdosos, los realzaba. Tu mirada recayó en la
pequeña cicatriz bajo su labio inferior, hacia la derecha, casi imperceptible,
pero que le daba un toque más sugerente, atractivo y apetecible si cabe.
No tuvisteis que deciros nada, su cometido estaba claro. Te indicó aquel
reservado— sí, aquel del rincón, el que tiene la pequeña mesa redonda de
mármol beige veteado y unos butacones de tela marrón—. Y hacia allí os
dirigisteis. Te indicó que te sentaras a su derecha. Brindasteis— ’¡Chin,
chin!’—, disteis un sorbo a las bebidas y sin previo aviso todo comenzó.
Penetró en tu cerebro a través de tus pupilas y notaste— o imaginaste— su
cuerpo alargarse como el de un reptil. Buscó y rebuscó en todos y cada uno de
los baúles de tu pasado. Los fue abriendo uno a uno por muy ocultos y
cerrados que estuvieran. Lo inaudito es que se proyectaba todo lo que ella veía
en tu retina, como una película en tres dimensiones, y pensaste: “¿Será esto lo
que dicen que ven las personas antes de morir: su vida pasar ante sus ojos en
pocos segundos?”. Pero tú no ibas a perecer. —¿O quizás sí?— Por lo menos
esperabas que muriera una parte de ti, la que pretendías exterminar.
Ella te fue oprimiendo con sumo cuidado utilizando su cuerpo ya alargado.
Te faltaba el aire; al disminuir el nivel de oxígeno en sangre aumentó en igual
medida tu actividad neuronal. Tu cara se tornó azul. Recorristeis toda tu
historia como unos espectadores privilegiados. Tus primeras etapas pasaron
fugaces, de forma vertiginosa; en cambio, las más recientes, lo hacían a
cámara lenta. “¿Estará practicando un TAC craneal para determinar cómo
realizar la intervención? Pero, ¿cómo podía hacer tan compleja prueba?”.
Tu color azul facial se fue disipando a medida que la presión ejercida sobre
tu cuerpo disminuía al recuperar ella su forma humana, a excepción de sus
ojos: poseían un brillo turbador, como los de un caimán en una noche sin luna.
Al cruzarse vuestras miradas, un tremendo escalofrío te recorrió desde la
cabeza a los pies y el bello se te erizó. Un cosquilleo familiar, que creías haber
olvidado, recorrió tu estómago. Te preguntaste azorado, sabiendo que ella te
escuchaba: “¿Me estaré enamorado de ella, de ‘su zurda’?”.
A qué viene esa mueca de incredulidad… ¿No crees en el amor a primera
vista, o es que el modo de narrártelo te parece excesivamente metafórico?
Deja el escepticismo a un lado y presta atención, es muy importante.
Lo que a continuación sucedió no estaba previsto pero ocurrió; tu libido se
disparó, no pasándole desapercibido, y te dedicó una sonrisa cómplice, con su
boca entreabierta y sacando la punta de la lengua. Te ruborizaste, y más
cuando un aura la envolvió, o eso creíste, a la vez que se relamía los labios.
Fue entonces cuando notaste el tacto de su zurda; las yemas de sus dedos
acariciaban tu mejilla derecha. Los movía en espiral, de dentro afuera, y
notaste cientos de levísimas descargas electrostáticas en tu epidermis. Ella no
dejaba de mirarte con aquellos ojos anfibios y su lengua no dejaba de bailar
entre la comisura de sus labios. Sucumbiste y te dejaste llevar: tus párpados
cobraron un peso inusual y entraste en un estado de hipnosis.
De pronto, sucumbiste, empezaste a sentir, a disfrutar de un inusual poder,
un poder del que tu amigo nunca te advertiría. Pronto sabrías el por qué lo
guardó para sí. Se trataba de una experiencia irreverente, fascinante y
embriagadora, imposible de compartir. Fue una vivencia majestuosa e
indescriptible; harían falta infinidad de palabras, y aun así se quedarían cortas.
De todos modos voy a intentarlo para que puedas hacerte una idea:
“Te transportó, os transportó a unas termas romanas con dos piscinas, una
de agua caliente, donde os encontrabais sumergidos. Todo el recinto estaba
flanqueado por columnas circulares labradas. Varias estatuas de la diosa Venus
las presidían en sus distintas versiones; aunque ninguna de ellas se acercaba,
ni por asomo, a la deidad que tenías entre tus brazos. Os besasteis y os
acariciasteis tanto encima como bajo el agua. Su piel era tersa y suave, y qué
decir de su boca: lo más jugoso y sensual que habías saboreado nunca. Su
lengua candente se fundía con la tuya. Manejadas con suma destreza, las
manos de quién sabe qué y cómo acariciar recorrían cada centímetro cuadrado
de tu cuerpo con la presión exacta. Las tuyas intentaban reproducir aquellos
gratificantes movimientos, pero eran torpes, de principiante, comparados con
los suyos.
El agua burbujeaba a vuestro alrededor y los poros se os abrían como
minúsculos volcanes. En plena ablución —una purificación ritual consistente
en entregaros el uno al otro en un acto místico, que no religioso—, os
dirigisteis a la otra piscina, ésta de agua helada, intentando recuperar vuestra
temperatura habitual. Al sumergiros, fue tal el calor corporal liberado que se
produjo una evaporación enérgica al contacto con vuestros cuerpos. El vapor
ocultó al mundo la pasión desinhibida que desatasteis. Solo transcendieron los
jadeos y los latidos de un único corazón bajando en intensidad.
Más calmado, permaneciste con los ojos cerrados, sumiéndote en un
letargo una vez descargada la tensión tanto de músculos como de mente.
Seguro entre aquellos brazos perdiste la consciencia; te entregaste a su
voluntad sin temor alguno, ávido de placer.
Despertaste en una cama con sábanas de seda blanca, en una habitación
con paredes de idéntico tejido pero sin techo, el techo lo conformaba el cielo
azul salpicado por nubes esponjosas. Te rodeaban decenas de velas
multicolores dispuestas en el suelo que desprendían fragancias a limón y a
rosas que excitaron tu sentido del olfato. La euforia se transformó en
desesperación al percatarte que ella no formaba parte del escenario. Tú, allí
solo, desnudo sobre aquella cama de enormes dimensiones. Pero no se hizo
esperar en exceso. Emergió entre las paredes de suaves telas. Se presentó ante
ti con un conjunto de encaje negro que la hacían más apetecible si cabe:
medias, tanga, liguero y un minúsculo sujetador. Su zurda enarbolaba un
pañuelo de seda, también negro, con el que vendó tus ojos. Recostado, la
dejaste hacer, dispuesto a degustar de todo manjar del que te proveyera. Una
música irrumpió, tu canción: ‘Stand By Me’ de Ben E. King. No dejó nada al
azar, conocía perfectamente lo que te excitaba en las artes amatorias.
Desposeyéndote del sentido de la vista, el resto se agudizaron, cobrando
protagonismo: tus manos libres para acariciarla, tu boca entreabierta para
paladearla, tu dilatada nariz para insuflar su aroma y tus oídos atentos para no
perderse ni uno de sus jadeos, junto a los tuyos, junto a aquella canción.
Comenzaste degustando sus labios, hasta que su boca abandonó la tuya,
bajando despacio, dejando un reguero abrasador y pringoso hasta tus pezones,
donde se entretuvo largo rato, incitando a tu pene, que casi estalla.
De pronto se despegó; fue cuando notaste sus senos, sus grandes senos en
tu boca. Mamaste de ellos mientras los acariciabas. Luego deslizó su cuerpo
para, con tu lengua, poder lamer cada resquicio, cada pliegue. Oíste sus
alaridos intermitentes al introducir tu lengua dentro de aquella caverna
abrasadora, de la que manaba un fluido viscoso con sabor y olor a mar que
impregnaba tus labios, mezclándose con tu saliva.
Se movió con movimientos rítmicos, al compás de la canción,
sucumbiendo al placer, a su primer orgasmo, que no el último; habiendo sido
tú el artífice de aquellos estridentes chillidos. Una cascada de aromático aceite
hirviente anegó tu boca, sus movimientos no cesaban; anhelaba que
prosiguieras, ambicionaba alargarlo, perpetuarlo...
Tú, por tu parte, no conseguías controlar más tu erección. Ella, al
advertirlo, se tumbó a tu lado y te abrazó con fuerza con la boca cerca de tu
oído para que escucharas sus jadeos rebajando de ritmo e intensidad,
intentando calmar el fiero e indómito animal que había despertado, que
ansiaba tomarla para apaciguar su brutal instinto.
Cuando advertiste que ya volvías en ti, prosiguió. Recomenzó por tus
labios y tu torso. Se detuvo en seco y notaste cera derramándose sobre tu
abdomen, como un riachuelo de lava que desembocaba en tu ombligo. Tu
calor corporal impedía que solidificase; se mantuvo en estado líquido hasta
que, después de rebosar, modeló una pequeña cascada de diminutas
estalactitas al precipitarse desde tu costado y solidificarse.
De súbito emprendió el viaje que tanto y tanto deseabas: su boca, su lengua
y su zurda comenzaron a darte el mayor de los placeres al concentrarse en tu
pene. A veces con ritmo rápido, otras más lento; a veces notabas sus labios,
otras toda su boca; a menudo su lengua compaginada con la mano, mientras el
sonido de su respiración agitada acariciaba tus oídos. Empezasteis a levitar,
dejasteis de tener contacto con la cama, con las sábanas de seda, con lo
terreno. Ella y tú, los dos, inmersos en un estado de extraña ingravidez,
flotabais, volabais. Una brisa fresca te acarició, los rayos solares se refractaban
en tu piel, percibiste el tacto de las nubes y el olor a ozono te embriagó.
Y por fin llegó… te introdujiste en ella en una simbiosis sin precedentes,
como un feto unido a su madre por el cordón umbilical. Erais uno, con el
mismo ritmo, con suaves movimientos al principio, y siguiendo con unos
bestiales. Intentabas aguantar al máximo, al igual que ella; pretendíais algo
imposible, algo que no había cuerpo humano o inhumano que pudiera
permanecer en ese estado hasta el fin de su existencia. Y ocurrió: con las venas
a punto de estallar por tanta presión, sucumbisteis al mayor de los placeres.
Rozasteis el cielo con la punta de los dedos, y vuestros espasmos y chillidos se
propagaron más allá del horizonte.
Nadie sabe por cuánto tiempo estuvisteis proyectando una única sombra
sin dejar de miraros. Lo interrumpió una sensación encontrada: por un lado
parecía que los relojes se hubiera detenido durante una eternidad, y por otro,
parecía que la eternidad había durado un solo instante. Vuestros jadeos,
vuestros latidos, muy lentamente fueron relajándose; os costó recuperar el
aliento, aún con la boca totalmente abierta.
Recobrando la compostura, ella te quitó el pañuelo y oteaste el paisaje
maravillado: “¡Realmente estamos volando!”, exclamaste. Seguíais
acariciando el cielo con vuestras manos. No alcanzabais a ver el suelo, las
nubes lo impedían; eso sí, un arcoíris circular doble, completo, como el iris de
un gigantesco ojo, os observaba desde la lejanía.
Después de tremendo esfuerzo, sentiste un inaudito sopor que te obligó a
cerrar los párpados, tan pesados como el plomo. Antes de sumirte en el mejor
de los sueños, pudiste contemplar por última vez en aquel idílico entorno la
fisonomía de quien te había enamorado, la de ‘su zurda’, estrechándola entre
tus brazos unos minutos más.”
Una vez zanjado el intento de contactar con ‘tu nueva zurda’ te quedaba
una ardua tarea por delante: los preparativos del juicio. Utilizaste las mismas
armas de doble filo que ellos: los medios. Gracias a la vista previa, donde
coincidieron en la misma sala el juez, el fiscal y, ¡cómo se lo iban a perder!,
los responsables de que estuvieras sentado en el banquillo de los acusados,
recabaste todos los detalles gracias a tu don: el fruto de sus pesquisas, testigos,
pruebas incriminatorias,… y lo mejor: sus debilidades, sin dejar de lado sus
fortalezas— esta vez no dejarías nada al azar, y por ello no debías
menospreciar a tus contrincantes — y sus vicios ocultos e infames, los que te
servirían para ofrecer sustento a quienes viven de inmundicias ajenas.
Te resultó fácil preparar el terreno. Dejaste de ser noticia al rebatir su
argumentación, al aflorar habladurías contra los que osaron acusarte y al
desprestigiarles en grado sumo. La campaña de descalificación fue un éxito.
Luego llegó el juicio; me parece verte cómo disfrutabas orquestándolo.
Solo te faltó esgrimir la batuta desde el centro de la sala. Con tu poder, ibas
por delante tanto del fiscal como del juez, informando a tu abogado qué decir
a la vez que le instabas cómo actuar en cada momento del proceso. Te resultó
fácil dictarle qué hacer para desestimar las pruebas, las preguntas y
repreguntas, las respuestas y las contra respuestas de los testigos, las
objeciones, protestas y alegatos. El salir airoso fue como un juego de niños.
En este país, si robas una tarjeta de crédito y compras con ella unos pañales
vas a la cárcel por un montón de delitos que no alcanzo a asimilar, pero, en
cambio, los ladrones de guante blanco, gracias a su consorte de abogados,
pagados con el mismo dinero robado, siempre encuentran rendijas en las leyes
para que el caso sea sobreseído. Y en el peor de los casos alargan la ejecución
de la sentencia, viviendo como príncipes de las rentas ajenas.
Y te preguntarás, ¿esas rendijas las han dejado expresamente para que
entre y salga el aire y así utilizarlas en su propio beneficio? Con razón a la
justicia le han vendado los ojos; no quieren que vea lo que hacen con ella.
Tú conseguiste entrever esas rendijas en sus mentes y te deslizaste por
ellas como una lagartija, dejándoles a todos atónitos preguntándose cómo lo
capeaste al salir indemne de la carnicería que pretendían hacer con tu persona.
Fuiste declarado inocente de los delitos más graves y, a modo de ofrecerles
alguna satisfacción y alimentar su ego, les facilitaste las cosas para que te
atribuyeran unos pocos delitos menores, por los que pagaste unas multas
suficientemente abultadas para que pudieran lucirse. Incluso, airearon el
resultado del juicio como una gran victoria. ¡Hipócritas! Por tu parte limpiaste
tu honor y conservaste algo de tu dinero y algunos inmuebles, suficiente para
vivir honesta y holgadamente, sin olvidarte reembolsar con intereses el dinero
que adelantó ‘tu camarera’. Fue un éxito, pero parcial al no conseguir el
‘segundo’ efecto esperado: ‘tu otra zurda’ no dio señales de vida. Allí seguía tu
carta intacta. ‘Tu camarera’ te dijo una y otra vez que tuvieras paciencia, que
le dieras tiempo, que hasta a ella le costaba asimilar todo lo acontecido.
“¡Paciencia, paciencia! Pero ¿de cuánta paciencia estamos provistos?”. Lo
desconocías, y la tuya disminuía a límites insospechados. La consecuencia: tu
ira, esa fiera adormecida gracias al gran festín que le brindaste con el resultado
satisfactorio del juicio y al deleitarla con las expresiones contrariadas de los
que instrumentaron tu fallida caída al fango, se estaba desperezando con un
hambre atroz.
Auguraste que ella se presentaría para darte una nueva oportunidad, pero tu
presagio no se cumplió. “Tanto esfuerzo, ¿para qué? Quizás no la merezco, y
mi condena, ya dictada, debo cumplirla; aunque, eso sí, sin barrotes físicos, y
sí otros intangibles que, por ello, son tan difíciles de sortear”, fueron las
palabras que acompañabas con cada botella de whisky. La obnubilación
ganaba la batalla, y su aliada, la desesperación, te hizo reo de sus fauces. El
desgarro interno te instaba a elucubrar de nuevo sobre el camino perverso que
intentabas eludir. Te obligaste a no dar un paso por dicho sendero sin antes
hablar con ella, esperanzado de que vuestro reencuentro apaciguara tu cólera;
pero el tiempo, según tú, se te acababa sin remisión; tocaba pasar a la fase
final, la que ni tú mismo eras capaz de intuir sus repercusiones: extender tu
virus de forma controlada y ordenada a los más desfavorecidos para que
pudieran defenderse o vengarse de los que tuvieran algún poder sobre ellos.
Ofrecerías al populacho la gran ventaja de desenmascarar a quienes les
sometían. ¿De quiénes hablo? Uf, la lista sería casi interminable. ¿Te los
puedes imaginar? Yo sí que puedo, empezando por… y siguiendo con...
¡Qué iluso llegaste a ser! Si lo piensas con detenimiento, perseguías una
auténtica utopía. ¿Qué pretendías, favorecer una limpieza de la sociedad sin
precedentes? Como si fuera tan simple como pasar una ‘mopa’. Además,
¿cómo elegirías a los valedores de esa ardua, compleja y, permíteme decirlo,
descabellada tarea? Dime, ¿cómo? Pero, ¿quién te creías que eras? Yo te lo
voy a decir sin tapujos: pretendías erigirte, sin pretenderlo, como el auténtico
precursor de la extinción de la humanidad según la conocemos.
Llevémoslo al extremo. Imagina una sociedad en la que todos supiéramos
qué piensan los demás. Efectivamente, sería algo sin precedentes, antinatural,
si me permites calificarlo así. Sus efectos, inimaginables. Estaríamos avocados
a la barbarie, a una distopía. El carecer de secretos desvelaría quienes somos, y
lo más impactante, estaríamos indefensos ante la crueldad humana.
Déjame hacer una corta exhortación sobre lo que habrías desencadenado:
Tú, con una rabia interior sin precedentes, carecías del criterio, de la
ecuanimidad requerida para seleccionar a las personas más adecuadas, ni por
asomo. La ira te cegaría extendiendo tu maldición sin la cautela necesaria para
tan intrincada batalla. Con tu siniestra mano propagarías una pandemia de tu
virus maligno, extendiéndose de modo exponencial; es fácil imaginar que los
contagiados, a su vez, lo transmitirían con criterios propios. Su expansión no
tendría freno.— Imagino que conocerás la teoría de los seis grados de
separación; la misma mantiene que dos personas de cualquier lugar del planeta
están conectados mediante una cadena de conocidos de no más de seis
eslabones. ¿La conoces? Por tu expresión parece ser que no. Bueno, da igual.
— Lo que intento decirte es que no hay lugar en el mundo, el más recóndito
que te puedas imaginar, en el que el ser humano estaría a salvo. La cuestión
sería el tiempo necesario para transformarse en otro ser.
Pongamos que fueran meses, años si quieres, lo innegable es que a partir
de ese ridículo lapso de tiempo, comparado con el que el homo sapiens lleva
dominando el mundo, no habría secretos de nadie para nadie. — ¿A que cuesta
imaginárselo?— Las relaciones entre esos seres serían insostenibles. Olvídate
de los términos: amigo, pareja, familia. Esos conceptos no tendrían sentido y
ocuparían su lugar: manada, bandada, jauría. ¿Y donde quedaría la educación,
ese concepto que es la base de una sociedad evolucionada? Hay una frase
famosa de Mark Twain que expresa muy bien a qué me refiero: “La buena
educación consiste en esconder lo bueno que pensamos de nosotros y lo malo
que pensamos de los demás”. ¿Y la hipocresía…? Otro palabro en decadencia.
Y muchísimos más que no enumero para no aburrirte en exceso.
¿Qué, estarías orgulloso de tu creación pretendiendo encontrar alivio con el
padecimiento los demás? ¡Qué desfachatez, enfrentar a todos contra todos!
Echarías por tierra sus anhelos; ya no tendrían nada por lo que luchar, nada por
lo que vivir. Heridos, humillados, hastiados al saber lo que no deberían saber.
¿Y adónde relegarías el amor? A no ser que fuera real e íntegro, tan escaso hoy
en día, ¿sucumbiría junto al tuyo? ¿Sería eso lo que pretendías desde un
principio?— Tengo que soltarlo, aunque duela: serían tu egoísmo, envidia,
ira… a unos niveles insospechados, quienes gobernarían tus actos.
Bien, prosigamos. Esos nuevos seres esparcidos por el mundo
establecerían dos tipos de sociedades bien diferenciadas: una anárquica y la
otra feudal. La primera, obvia: el anarquismo se centra en el individuo y en la
crítica de su relación con la sociedad. En palabras de Pierre-Joseph Proudhon:
“Sin amo ni soberano”. Todos los gobiernos y el orden establecido por los que
manejan los hilos se desmoronarían, los países dejarían de existir como tales,
desapareciendo las fronteras ahora conocidas y estableciendo otras en su lugar.
— Parece mentira pero las dichosas fronteras no hay quién las elimine, ni
siquiera tú con tu desvariado plan—. Se crearían comunas con intereses afines.
No habría leyes, solo un simple: ‘¡Sálvese quien pueda!’.
El segundo tipo de sociedad imagino que se formaría por quienes no están
preparados para ese cambio tan brusco, y dada la naturaleza humana, según la
conocemos ahora, fomentaría una sociedad feudal cuyos dirigentes se
autoproclamarían por la fuerza. ¿Quiénes serían sus súbditos? Someterían a
los que carecen de suficiente carácter, los necesitados de alguien que les
proteja, de seguir a un líder, produciendo el efecto de masas irredentas.
Es evidente que, aunque sus pensamientos estuvieran al aire, el nuevo ser
heredaría los mismos instintos— no dejarían de ser animales—, sin perder la
racionalidad, y sí la moralidad, esas cualidades tan inherentes al humano
evolucionado; los sentimientos, positivos y negativos, persistirían. Aunque me
atrevo a decir que los segundos predominarían, mucho más patentes y
arreciados. La adicción al poder se manifestaría sin prejuicios, a base de
instaurar las leyes del miedo y del más fuerte, las más antiguas conocidas.
Con ese panorama la tristeza colmaría casi todos los corazones. Quizá al
principio se vivirían momentos esplendorosos al derrocar los poderes
establecidos, que a tan pocos satisfacen, para luego proliferar la violencia y los
saqueos. La insana idea de conseguir las cosas por el camino más fácil es un
mal endémico difícil de erradicar. Se produciría una descentralización sin
precedentes. La gente huiría de las grandes urbes intentando que el menor
número de personas conocieran sus secretos. Pero claro, las relaciones y la
dependencia serían inevitables; se conformarían los primeros autogobiernos
vecinales, de barrio, intentando restablecer algún tipo de orden dentro del
descomunal desorden, regidos por unos autoproclamados regentes, apoyados
por grupos armados de cualquier índole: ejército, policía, mafias y, lo peor,
terroristas. Quienes consiguieran el apoyo de estos grupos garantizarían su
autoridad gracias a la fuerza bruta. ¿En qué manos residiría? En muchas y en
ninguna, como en la época feudal, pero con armas muchísimos más letales. No
tardarían en enfrentarse unos grupos con otros. ¿Y qué me dices de las luchas
internas? El afán por conseguir el liderazgo cobraría tal magnitud que pasarían
los territorios de unas manos a otras a gran velocidad, siendo imposible de
prever qué acaecería el día siguiente. Y te preguntarás sobre quienes recaería
el poder mundial. Fácil, sobre quien tuviera acceso a los botones que hacen
que la era atómica recobrara todo su sentido. Si esas armas pasaran a las
manos inadecuadas, a esas siniestras manos, ¿qué o quién les impediría
utilizarlas? ¡Con un solo ‘clic’, sería el fin!
¿Qué, consideras plausible lo que hubieras desencadenado? Tu gesto
denota lo que piensas. ¿Qué habrías conseguido? Justo lo contrario. ¿Cómo
llegaste a ser tan iluso? ¿Pretendías cambiar al ser humano? ¿Ese era el gran
plan que albergaba tu subconsciente? ¿Quién te creías que eras, el nuevo
mesías? La propia humanidad favorece la evolución, pero, tan gradualmente,
que pueden transcurrir miles de años para subir un solo escalón—incluso
bajarlo si es lo que procede—, y tú pretendías saltártelos todos de golpe.
Nadie sabe hacia dónde debería tender la sociedad. Muchos elucubran
sobre el particular, pero se quedan en eso. Nos hacen creer que evolucionamos
hacia una sociedad más civilizada, pero, ¿a qué tipo de civilización se
refieren? Sí, cierto, el desarrollo a nivel técnico, científico... es brutal, pero,
¿lo hace de igual manera a nivel social? Yo no lo tengo tan claro. Soy de la
opinión de que tanto progreso descontrolado está consiguiendo un retroceso
emocional en el ser humano, irreversible si no se ponen medios.
Entonces llegamos a la verdadera pregunta: ¿adónde tiende la persona
como individuo? Al ver en las noticias de lo que son capaces algunos
energúmenos, ya sea por ellos mismos o instigados por quienes les han
sorbido el cerebro para hacer el mal por el mal, se me cae el alma al suelo y la
pisotean.
Mírate a ti mismo y tendrás la respuesta; por supuesto no es extrapolable al
resto. Fíjate de dónde partiste y cómo llegaste a aquella tesitura en la que
luchabas contra una disyuntiva que podría mutar a la humanidad de un trazo.
‘Tu otra zurda’ entró con aire apesadumbrado; sin un saludo se sentó a tu
derecha y miró de reojo tu reflejo en el espejo. Pidió un ‘Rioja’ y ‘tu camarera’
pasó al interior de la barra para servírselo con mano temblorosa.
La situación era tensa, y dejaste que bebiera un sorbo de vino antes de
cogerle ambas manos y mirarle fijamente a los ojos. Ella te devolvió la mirada
sin soltarse. Víctima de la enajenación, fruto de aquella inesperada sorpresa, a
punto estuviste de cometer el mismo error con ella, a punto estuviste de taparle
la boca con tu zurda para abrirle tu mente para que supiera todo de ti, para
decirle sin abrir tu boca que estabas a su merced, que tenía total libertad para
explorarte por dentro sin oponer resistencia, y sobre todo que fijara su interés
en tu pasado reciente, vuestro pasado. Deseabas dejar de tener secretos ocultos
para ella, por muy recónditos, por muy dolorosos o vergonzosos que fueran.
Te entregarías a ella, abriéndote en canal, dejándote al descubierto, sabiendo
que haría un uso adecuado de toda aquella información y nunca lo emplearía
para dañarte.— Y si te lo infligiera, ni por asomo sería tan profuso como el
que padecías—. Tenías mucho que ganar y nada que perder, habiéndolo
perdido todo. Desorientado en el más complejo de los laberintos, ‘tu otra
zurda’ era la única que podía ayudarte a buscar una salida airosa; con su dulce
voz te guiaría, y si fuera necesario, iría a buscarte a su interior, te agarraría con
su zurda y tiraría de ti con determinación, sin que le temblara el pulso ni un
ápice, con mano firme, una mano de piel suave que acariciaría tu cerebro y tu
corazón, con la delicadeza precisa con la que se debe acariciar esos órganos
tan preciados.
Fue ella quien te sacó de tu ejercicio de introspección apretando tus manos
con tal fuerza que cortaron tu circulación y respiración. Era como si fuera
capaz de leerte la mente. “Pero, ¿cómo puede ser?”. Te hizo entender que eras
suyo, que le pertenecías y estabas a salvo de cualquier penalidad estando a su
lado. Empezaste a librarte de tus peores demonios, esos demonios que solo
cohabitaban en tu cabeza. Luego masajeó tus manos apretándolas y
soltándolas de forma acompasada, como intentando bombear sangre nueva en
tu corazón inexistente, marcando el compás de tu nueva vida, la que
emprenderías junto a ella. Argüiste que tu vida anterior había sido de
enseñanza, de preparación para disfrutar de lo que aconteciera sin temores,
recelos ni complejos. Lo vivido hasta aquel instante era como haber pasado
por la universidad y superar el más difícil de los exámenes: conseguir su
aprobación y renacer todos los días a su lado, abrazados a cada amanecer y
que los rayos solares fueran vuestra ducha de cada mañana. Disfrutaríais del
día como si fuera una aventura sin fin, nunca desventura. Cada atardecer le
diríais adiós a la luz y buenos días a la oscuridad, cada noche sería un idilio,
una orgía sin precedentes, sin miedos a lo que no se ve; vuestra unión
iluminaría hasta el rincón más oscuro de los más oscuros. Finalizarías cada
jornada en su regazo, como un bebé en brazos de su madre que duerme
plácidamente, sabiendo que retoza en el lugar más seguro del universo. Te
adormilarías con el tono de su voz, atendiendo los susurros de cuentos de las
mil y una noches, de hadas y princesas, donde no tienen cabida monstruos ni
ogros, todos con finales felices; también escucharías sus canciones melodiosas
a modo de nanas que te sumirían en el mejor de los ensueños. Dormirías con la
convicción de que a la mañana siguiente estaría ahí otra vez al abrir los ojos
tras ensoñar en un mundo de fantasía con ella.
Un aroma afrutado envolvió la rancia estancia reinante, sacándote de tu
ensimismamiento. Notaste un vuelco en el hueco donde debería estar ubicado
tu corazón; se te erizaron los pelos de la nuca y te viste obligado a girarte
hacia la puerta. Al verla se te heló la sangre, tu boca se resecó de golpe, te
frotaste los ojos hasta hacerlos enrojecer, incluso estuviste a punto de
pellizcarte. Ni por asomo esperabas que ella, ‘su zurda’, apareciera. Después
de tanta espera, suplicando por ver a tus zurdas, aquel día se cumplían tus
anhelos con creces; afloraron tus esperanzas ya casi infundadas. Allí estaban:
‘tu camarera’, ‘su zurda’ y ‘tu otra zurda’.
Entró contoneándose sin importarle la situación. Traía un pequeño saco en
su zurda y, además, llevaba dos corazones a la vista: uno en su zurda y otro en
su diestra. Pensaste: “¿Será alguno el mío?”. Se sentó a tu izquierda y dijo:
— ¡Buenas noches! Por favor, un ‘albariño’ bien fresquito.— ‘Tu
camarera’, con el nerviosismo labrado en el rostro, se lo sirvió sin dejar de
mirarte—. Muchas gracias.— Dio un sorbo, se giró hacia ti ofreciéndote el
corazón que apretaba su mano derecha. Lo cogiste sin dejar de mirarla con
ojos como platos; la mano te temblaba. Presentiste, aturdido, que el otro
pertenecería a tu amigo. Luego te dijo al oído:— ¡Toma! Éste es el último a
repartir con mi diestra. Te lo devuelvo. Te dejé para el final porque me ha
costado lo indecible dar este paso. Aposté por ti, pero me has fallado y lo
sabes.
En aquel instante sospechaste que ella carecía de un corazón propio al
venir, de repente y sin previo aviso, a devolverte lo que ya no le pertenecía; no
habiendo dado señales cuando más la necesitabas, se presentaba ante ti de
aquella forma. Creíste que por sus venas no corría ni una gota de sangre, pero,
lejos de la realidad, la conversación que mantuviste fulminó a tu perspicacia.
Ella te demostró que poseía la suma de todos los corazones. Lo que más te
hirió es que, al margen de que ella no se hubiera dignado a aparecer cuando
más la necesitabas, tenía toda la razón, tenía la razón del mundo entero en su
poder: defraudaste a todos, a ella, a ti mismo.
— Pero, ¿por qué ahora? Justo ahora es cuando menos te necesito.
— Perdona que te contradiga; es justo en este preciso instante cuando se
requiere de mi presencia.— Su mirada fría heló la atmósfera reinante.
—Reconozco que he fracasado— dijiste encarándote a ella después de un
largo silencio—, y quizás nunca consiga tu perdón; lo único que quiero es que
algún día llegues a entender por qué hice lo que hice. Pero tú…
— No hay ningún pero…— te cortó.— Te ofrecí dos oportunidades y las
dos las has malgastado. Confié en ti y en muchos otros. Os brindé mi don sin
pedir nada a cambio y lo habéis desaprovechado.— Con expresión dubitativa,
meneando la cabeza de un lado al otro e intentando contener las lágrimas,
prosiguió—: Solo un puñado de vosotros, los que atesoran un corazón
impoluto, un corazón capaz de albergar solo amor, amor sin tapujos, han
conseguido aprender y aprobar el examen de su vida.— Levantó el saco que
portaba y te lo mostró—. En este exiguo saco guardo los pertenecientes a
quienes se entregaron con entusiasmo y sin egoísmo, sin curiosidad enfermiza
ni envidia, irradiando cariño sin pensar en ellos mismos.— Señalándote con
un dedo desafiante, te increpó—: Tú eres el fiel reflejo del realce de los males
del hombre. — Se giró y, con el mismo dedo, señaló a todo su alrededor—.
Has estado a punto de acelerar el fin, de activarlo, siendo tú el catalizador para
tanta agonía. Yo nunca pretendí hacer sufrir a quién no se lo merece.—
Clavando la mirada en el techo, atravesando los forjados que le impedían
observar el cielo estrellado, aseveró—: Seguiré con mi bagaje por el universo
infinito premiando únicamente a los elegidos.— Hizo una pausa, tragó saliva y
se fijó en el saco mientras lo izaba—. Te preguntarás el destino de estos
corazones… La respuesta es simple: como premio irán dónde y con quién
soñaron. Pertenecen a quienes eludieron usar argucias y atajos, se aceptaron
como eran, perseverando, fortaleciendo sus valores, reconociendo sus
defectos, sin dejar de lado sus creencias, sin cuestionar ni juzgar a nadie.
Lucharon por todo ello con ahínco, con pasión, sin afectarles qué pensaran los
demás y sin importarles las consecuencias.
— Pero…— intentaste justificarte pero te cerró la boca con su zurda.
— Permíteme que termine, no dispongo de mucho tiempo.— Bajó su mano
e intentó serenarse para que la lucidez retornara—. Escucha detenidamente lo
que te voy a pedir: sé que todavía existen muchos corazones que merecen ser
preservados, pero me requieren en otro lugar. Tanto tu amigo como yo
tenemos que hacer un largo viaje. A modo de compensación, por reconocer tus
errores, te exonero de tus pecados; pero como penitencia te encargo que los
busques. Ya te haré llegar indicaciones sobre qué hacer con ellos.
— Entonces, ¿eso significa que me das otra oportunidad?— Te escrutó los
ojos sin decir nada y finalmente te sonrió. “¿Aquello sería un sí?” pensaste.
Pagó el vino y se dirigió a la puerta, no sin antes darte un beso en la mejilla.
Antes de partir, se detuvo en el umbral de la puerta, justo ahí, se giró con el
saco aferrado con su zurda; era tal la presión ejercida que no corría ni una gota
de sangre por ellos, ni por los nudillos de su mano blanquecina, y con la otra
mano nos dijo adiós, salió y se perdió en la oscuridad de la noche.
Tú, por tu parte, sin dudar un instante, te volviste hacia ‘tu otra zurda’.
Percibiste su estupefacción al desconocer quién era aquella espectacular mujer.
Le surgieron multitud de dudas: qué representaba para ti, el motivo de aquella
inesperada y surrealista visita... Intentaste despojarle de todas mirándola como
quién ve a su musa, a su diosa, a su verdadero y único amor. Sin apenas
pestañear le ofreciste a su nueva dueña, ‘tu otra zurda’, el órgano recuperado,
el corazón que no te pertenecía pretendiendo con ello que siguiera sin
pertenecerte, y a la par que le recitaste el siguiente poema:
Toma mi corazón que me abandonó,
que durante tanto no me ha pertenecido.
No te lo brindé antes por carecer de uno,
y como ves hoy se me ha restablecido.
Quiero que vuele hacia su nueva dueña,
como el pajarillo que vuelve a su nido.
Si lo aceptas piensa que está indefenso,
y me lo han devuelto muy malherido.
¡Toma! ¡Pálpalo, tócalo y siéntelo!
Comprobarás sus débiles latidos.
No te limites a ver cómo te lo entrego;
ya sé que está apagado y deslucido.
En tu regazo, seguro robustecerá
tan rápido como un efímero suspiro.
Te anhela más que yo, más que a nada;
sabe que contigo jamás estará dolido.
Él, como yo, no queremos ni podemos
aguantar pasar de nuevo al olvido.
No soportaría un ‘¡no!’ por respuesta;
anhelo un ‘¡sí!’ de quién quiero y admiro.
Cógelo despacio y con sumo cuidado,
porque es frágil, cariñoso y sentido.
Ella lo cogió y lo unió al suyo y, abrazándote con ternura, favoreció que
vuestros corazones os pertenecieran a los dos y a ninguno. No fue un simple
abrazo, fue EL ABRAZO con mayúsculas. Durante ese abrazo todo quedó
estático a vuestro alrededor, incluyendo los relojes, hasta la tierra dejó de
girar; os sentíais amos del tiempo y del espacio, controlándolo a vuestro
antojo. Mientras todo y todos permanecían inmóviles, os separasteis para
besaros; pero no fue cualquier beso, fue EL BESO; os creíais los inventores de
ese tipo de besos, los forjadores que funden dos personas en una sola.
Durante ese episodio, notaste, verificaste cómo el efecto de tu don se
desvanecía. Tu cerebro y el de las personas que tuvieron relación contigo
fueron intervenidas de forma selectiva. Desaparecieron de vuestra memoria los
hechos acaecidos desde que te reencontraras con tu amigo y ‘su zurda’. Todo
efecto colateral de tu don fue eliminado en cascada, suprimido como el mar
que remarca su dominio borrando de la orilla toda huella de pisadas o
cualquier signo del paso del tiempo; pasada tras pasada, ola tras ola no dejó
rastro alguno. Así, toda mente implicada quedó como una playa virgen en lo
referente al pasado cercano. Aunque debo reconocer que hay vestigios que
ningún océano es capaz de borrar; si acaso pulirlos con la fuerza del agua.
Pero en tu caso, al ser tu segunda intervención, el alcance fue mucho mayor.
Además de evaporarse todo pensamiento sustraído, como efecto secundario
fueron eliminados muchos de tus recuerdos.— Ni yo alcanzo a saber cuáles;
de hecho es por ello que intento restituírtelos de alguna manera—. De muchos
de ellos subsistirán vaguedades como las dejadas por los sueños al
desvanecerse; los detalles no prevalecen pero sí el poso de lo sentido; esos
residuos se quedarán contigo para siempre; esas sensaciones no residen en el
cerebro sino en otro órgano para muchos más importante: el corazón.
Tu amigo y ‘su zurda’ no volverán. Su barco se transformó en una estrella,
errante en apariencia. Si escrudiñas el cielo distinguirás un punto luminoso
que lo surca a gran velocidad. Tú aquí, en esta ciudad, en este país, en este
mundo, debes cumplir las órdenes impuestas por ‘su zurda’. Abrazo la idea de
que las cumplirás debidamente. Nadie sabrá quién eres; la única pista: eres
‘ambizurdo’, y el saco que portas, por supuesto, no es visible, al igual que las
razones que te llevarán a arrebatar el corazón a quién se lo merece.
Y, recuerda… ¡¡CUIDADO CON TU ZURDA!!
EPÍLOGO
FIN