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En

la Barra del Olvido


Por

Alfonso Moreno González




Tres clases hay de ignorancia:


no saber lo que debiera saberse,
saber mal lo que se sabe y
saber lo que no debiera saberse
(François de la Rochefoucauld).

En los exámenes de la vida: ¿aprobar o aprender?


“Cuenta la leyenda que Cupido era hermoso como Venus, su madre, audaz
como Marte, su padre, e incapaz de ser guiado por la razón, a la manera de sus
selváticas nodrizas. En el bosque fabricó un arco con madera de fresno y
flechas de ciprés. Tiempo después, Venus, a sabiendas de que se trataba de un
niño muy travieso, le regaló flechas de dos tipos: unas con punta de oro, para
conceder el amor, mientras que las otras la tenían de plomo, para sembrar el
olvido y la ingratitud en los corazones.”

Dedicado a ‘mi zurda’; la que irrumpió en mi vida cuando me empeñaba


en olvidar quién era.

Capítulo 1: “¡Nunca liberes mi corazón!”


¿Has oído hablar de Nostradamus?, imagino que sí, como muchos. Creo
que recordarás que fue un personaje cuyas predicciones, según dicen sus
fervientes seguidores, se cumplieron de la primera a la última. Por supuesto,
todo tiene su particular interpretación; cada uno es libre de creer o no.
Otra cosa, ¿te han echado las cartas, te han leído la mano o te han puesto
en contacto con el más allá? Si no es así, seguro que conocerás algún caso,
¡cómo no! Cabe enfatizar que la mayoría de los que venden ese tipo de,
llamémosles, ‘virtudes, si no todos, se aprovechan de la ignorancia del
prójimo, de su deseo ferviente de saber sobre algo que les inquieta, de su afán
por despedirse de quién ya no puede escucharles o para, únicamente, pedirles
perdón; sí, perdón, esa palabra que cada vez está más en desuso.
Seguro que conocerás alguna historia sobre personas con la capacidad
sobrenatural de tener premoniciones, de vislumbrar lo que se le escapa al resto
de mortales. Pero, estarás de acuerdo en que ese tipo de dones, quién los
posea, son incontrolables, no brotan sin más a cambio de un billete de 20 € o
mediante una costosa llamada telefónica. Surge cuando surge y punto.
Bien, basta ya de exhortaciones y vayamos al día en el que tu forma de ver
el mundo se trastocó radicalmente, reafirmándote en el hecho de que el
cerebro humano posee poderes inexplorados. Los muy escépticos no se lo
creerán, y no les culpo, aunque eso habrá que dejarlo a su buen criterio.
Antes de nada, descríbeme el bar donde nos encontramos. Muéstranoslo.
¡No, deja, deja! Mejor lo hago yo… Para empezar, está ubicado en una de
las callejuelas que rodean la Plaza Mayor de aquí, de Albacete; zona que casi
nunca duerme, donde la vida de diversas y variopintas personas se dan cita por
un simple instante, unos minutos, días o, incluso, por toda la eternidad.
Su fachada es toda de mármol jaspe veteado. A la derecha, un gran
ventanal de cristales ahumados para intentar impedir que lo traspasen los rayos
solares y, sobre todo, las miradas indiscretas; está protegido por sólidos
barrotes de hierro forjado cual cárcel para que no huya lo que aquí acontezca
y, a su vez, imposibilitar la intromisión de indeseables. A duras penas se puede
leer su deslucido nombre a causa de la polución que todo lo cubre: ‘Bar
Restaurante Olvido’.— Pareciera un augurio; ¡creo que esto empieza muy
bien! —. La puerta de doble hoja, a la izquierda, también de hierro forjado y
con cristales casi opacos, da acceso a este gran y poco iluminado cubículo. A
la izquierda, la barra donde nos encontramos. Si ves, está revestida de azulejos
de fondo blanco e incoherentes trazos grisáceos, donde se adhieren como lapas
equidistantes papeleras rectangulares de plástico negro; están tan mugrientas
que hasta las arrugadas servilletas de papel y demás restos las rehúyen.— ¿O
será que los clientes carecen de puntería, o la pierden después de varios
tragos? Será ambas cosas—. La encumbra una encimera de madera oscura
cuyo barniz ya había perdido su esencia. Sobre ella, mostradores acristalados
intentan librar del polvo y de infestas expiraciones los poco apetecibles
aperitivos ahí encerrados. —Únicos elementos que dan un toque de color al
escenario—. Al final de la barra, dando paso a la cocina, una puerta
basculante, también de madera, y con unos ennegrecidos cristales que solo
consienten entrever el interior.
Si las cuentas, son exactamente diez altas sillas las que se aprietan contra
el lateral de la barra, intentando apegarse a ella sin conseguirlo; todas negras,
de acero pintado y asiendo circular de malla. El resto del salón lo ocupan,
esparcidas sin un orden concreto, conjuntos de mesas y sillas que parecieran
robados, no hay dos iguales; unas de plástico de variados colores y otras de
madera de tonos diversos con sillas de asientos de mimbre. El fondo está
reservado para unas pequeñas y ajadas mesillas, redondas, donde reposan unas
lamparillas de luminiscencia tenue; están acompañadas, según el espacio, por
dos, tres o cuatro sillones de lona de tonos oscuros.
Las paredes, lisas, asalmonadas, intentan cubrir sus vergüenzas con
decenas de fotos antiguas del centro histórico de la ciudad. El techo, de
amarillenta escayola, aloja lo que permite mostrar a los presentes lo que aquí
acaece, sin lograrlo del todo: unos focos alógenos proyectando círculos
perfectos sobre un suelo damero, como si en dicho juego participaran
únicamente las fichas blancas; algunos parpadean sin carencia aparente,
pretendiendo, sabiendo que es imposible, abandonar una partida ficticia e
inacabada.
Centrada, en la pared del fondo, una puerta similar a la de la cocina, mucho
más ancha, que da acceso al comedor. Un letrero de madera en relieve lo
advierte.— De su interior ya te hablaré cuando toque, ahora no es el momento
—. A su derecha, dos puertas, éstas de madera clara, las de los aseos. Sobre
ellos nada que comentar; si acaso que la limpieza es pasable.
Detrás de la barra, encima de unos muebles hoscos que alojan y soportan
bajillas, licores, la cafetera,…, un gran espejo cubre casi la totalidad de la
pared, enmarcado en bronce con adornos más que barrocos. Mi opinión: no se
compagina en absoluto con el conjunto. Imagino que el dueño lo compraría en
alguna ‘tienducha’ de segunda mano con un objetivo: que el camarero o
camarera pudiera vigilar a los clientes aún estando de espaldas.— De él solo
puedo adelantarte que fue el único que supo reflejar la verdad sobre cómo te
encontrabas en cada momento; al contemplarte en él fue advirtiéndote de tus
cambios durante toda aquella época, la que te marcaría por siempre.
Bueno, creo que es suficiente para ubicarnos. Ahora, vayamos a los hechos
sin rodeos… Tiempo atrás, la casualidad, o quizás la causalidad, hizo que te
toparas con un viejo conocido; fuisteis amigos, no íntimos, desde temprana
edad, y después del instituto, elegisteis caminos divergentes hasta…
Irrumpió en este mismo bar, estando tú sentado en la barra— justo donde
te encuentras ahora—, con una cerveza en la mano, enfrascado en tus propios
pensamientos, con la certeza, tan efímera como incierta, de creerte, tú y solo
tú, su único dueño. Os saludasteis efusivamente con un abrazo. Aunque hacía
años que no le veías, le reconociste con facilidad. Él, el dandi del colegio, y
más en el instituto, con su tez morena, nariz aguileña, sin ser excesiva, y unos
labios gruesos que, junto a su sonrisa seductora, las encandilaba a todas de
joven.— A ti tan solo te dejaba las migajas; tú eras simple y llanamente ‘el
amigo de…’. ¡Cuánta envidia le tenías! ¿Recuerdas…? Da igual—. Al
observarle, todo en él había cambiado: su sonrisa, inexistente, su peinado,
enmarañado, y vestía una deslustrada camisa, con algún que otro lamparón,
vaqueros muy rozados y deportivas oscuras cubiertas de polvo.
— Pero bueno, ¿cuánto tiempo? ¿Cómo te va? — le preguntaste ansioso
por confirmar que la vida le había dado un fuerte revés. Luego le mentiste: —
Se te ve bien. Venga, siéntate y tómate algo. Esto hay que celebrarlo.
— Ahí voy — manifestó taciturno, se sentó a tu izquierda y le pidió una
manzanilla a la camarera—. Y tú, ¿qué tal? Por ti no pasan los años, si no
fuera por tu poco pelo; herencia de familia, supongo. — Y sonrió.
— No hay problema, según dicen… dentro de cien años, todos calvos... —
“Sigue tan hiriente.”, pensaste a la vez que te mesabas tu escaso cabello.
Como si hubiera leído tu mente, intentó rectificar:
— Tranquilo, no te lo tomes a mal, solo intentaba hacer una broma — dijo
acompañado de una mueca—. Cuéntame, ¿en qué trabajas, tienes familia?
— Estoy en una pequeña empresa de reparto a domicilio con mal horario,
pero gano para ir tirando.— Diste un sorbo a tu cerveza y proseguiste: — Sí, y
tengo mujer; me casé hace… Uf, ya ni me acuerdo, pero no tengo hijos; ella
no está por la labor; y, la verdad, yo tampoco he insistido en exceso.
Sí, sí, estabas casado. ¡No pongas esa cara!— Aunque esa historia prefiero
dejarla para otro momento, si me lo permites—. Bueno, prosigamos… Tras
una pausa comprobaste que no te prestaba la mínima atención, su mirada
perdida le delataba, e intentaste reclamársela alzando la voz:
— Y tú, ¿qué me cuentas? ¿Cómo te trata la vida?
— La verdad es que estoy bien jodido — declaró después de unos largos
segundos—. Apenas duermo; tengo ganas de gritar a todo el mundo un gran
secreto, de esos que se comparten con muy pocos, de los que minan nuestra
sesera, provocando que ésta esté a punto de estallar si no lo sueltas.
Quizás creas que no viene a cuento pero, ¿no te viene a la memoria uno de
tus grandes secretos, de cuando eras niño…? Por tu gesto deduzco que no.—
¡Es peor de lo que imaginaba!— Da igual, a lo que iba: Saldaña se apellidaba,
¿su nombre?, carece de importancia; en el colegio atendíais por el apellido,
todavía no os habíais ganado el derecho a hacerlo por el nombre. El caso es
que aquella personita tan encantadora, de rubia melena y ojos verdes, te robó
el corazón. La seguías discretamente hasta su casa al salir de clase, jugabas a
imaginar que paseabais agarrados de la mano, charlando sobre los pormenores
del día, riéndoos del bigote de Don Julián o de la barriga de Don Luis;
soñabais en voz alta sobre vuestro futuro: dónde viviríais, cómo sería vuestra
casa, cuántos niños tendríais,… tantas y tantas cosas. Lo cierto es que ni
siquiera te acercaste a ella lo suficiente para, simplemente, saludarla. Fue tu
primer amor, eso sí, platónico, y ni tus mejores amigos supieron de su
existencia. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero, por motivos que ahora no
vienen al caso, la buscaste callejeando tu barrio ya de adulto; pretendías
toparte con su mirada, rasgo que el transcurso de los años evita alterar...
Después de este lapsus, prosigamos: lo sorprendente es que tu colega había
escrito en un trozo de papel lo que le carcomía, y quería compartirlo contigo.
¿Y por qué tu…? Es complicado... Lo que sí pensaste en aquel momento es
que le faltaba un tornillo, o más de uno: ¿quién en sus cabales haría aquello?
Te confesó que no podía aguantar más; que su secreto le gritaba:
“¡SÁCAME DE AQUÍ!”. Así que, para tu asombro, con aire desconfiado, se
quitó su zapato izquierdo y, pegado con esparadrapo en un lateral del pie,
extrajo un sobre de plástico que albergaba un pequeño trozo de papel con mil
y un dobleces. Lo sacó, lo desplegó completamente y te lo dio para que lo
leyeras. Y así lo hiciste… Lo voy a recitar íntegramente sin saltarme una
coma:
“’Mi zurda’, así la llamo cariñosamente por no ser diestra, descifra los
pensamientos que aparecen en mi cabeza. Es capaz de asimilarlos antes de que
yo los escriba en ella. Me conoce mejor que yo mismo desde antes de que yo
naciera. Lee en mis ojos, en mis manos, en mis gestos y hasta en mi alma
como si se tratara de un libro abierto. Tiene dotes para escrutar mi pasado,
buceando en toda mi memoria almacenada e, incluso, es capaz de abrir los
recónditos baúles que tengo cerrados con siete llaves.
No puedo salvaguardar nada; por innumerables fronteras que tenga que
franquear, incluidas las provistas con vallas de espinas, por muchos muros que
interponga entre nosotros y lo altos que los erija, ella los sortea sin esfuerzo
alguno. No tengo que hablar, su intuición se encarga de concretar mi verdad.
Me da la impresión; peor, tengo la certeza de que conoce hasta mi futuro,
nuestro futuro, mi destino, nuestro destino, que se guarda para sí, haciéndome
creer que yo, y solo yo, soy el autor de mi propia historia, cuando, en verdad,
es ella, y solo ella, la que estimula mi mano para escribirla letra por letra,
palabra por palabra, frase por frase,... como si se tratara de un dictado de
cuando era niño.
Siempre pone cara de asombro si intento sorprenderla, pero no es buena
actriz. Conoce todos mis actos, antes incluso de que yo piense en efectuarlos.
¿A quién no le aterraría estar con alguien así?
Intenté multitud de veces alejarme de ella, pero me tiene agarrado del
corazón con una fuerza tal que me es imposible. Si alguien te coge de ahí, y
más, con su mano izquierda, a no ser que quiera soltarte, nunca podrás
escapar. Pero lo que no alcanzo a comprender son mis sensaciones
encontradas. A la par tengo pavor a que lo suelte. Por nada del mundo quiero
que lo haga. Seguro que ella sabe si lo ha de hacer o no, el cómo, el dónde y el
cuándo. Por eso rezo para que se aferre a él con ahínco.
Todos los días, al levantarme, me palpo el corazón para confirmar que
sigue siendo su prisionero, y me siento agradecido al constatar que sigue sin
pertenecerme. Por eso pido día a día que condene a mi corazón a cadena
perpetua; que siga siendo suyo para siempre. Grito y grito sin abrir mi boca:
‘¡NO ME DEVUELVAS MI CORAZÓN!’, y le digo una y otra vez: ‘Por
favor, nunca lo liberes; sabes bien que mi corazón siempre te pertenecerá. Si lo
sueltas, que sea porque ha dejado de latir. Sin ti a mi lado dejaría de hacerlo.
Por favor, afiánzalo fuerte, lo más fuerte que puedas, aunque mis latidos
lleguen a mil y mi tensión se dispare. Por favor te pido: ¡¡¡NUNCA LIBERES
MI CORAZÓN!!!
Cuando terminaste de leer aquel manoseado manuscrito te lo arrebató con
brusquedad, lo dobló, lo introdujo en el sobre y, mirando a su alrededor con
ojos fuera de sí, volvió a pegarlo en su pie izquierdo. Durante el proceso fuiste
a preguntarle algo, pero no te lo permitió: te tapó la boca con su mano
izquierda, como si de nuevo leyera tus pensamientos, como si supiera antes de
que formularas la pregunta en tu mente cuál sería, y te contestó sin articular
palabra: “Sí, hoy al levantarme mi corazón sigue sin pertenecerme”.
Todo en él reflejaba una total desdicha, por sus mejillas resbalaban unas
grandes lágrimas; su aflicción parecía incalculable. Sin abrir su boca te
transmitió que la convivencia con ella se había vuelto insoportable y, en aquel
momento, se sentía desgraciado sin su compañía. Sin comprender el motivo le
preguntaste... y él contestó que no pudo soportar por más tiempo esa relación.
Te confesó, sin mover sus labios, su gran verdad: “Una relación sin secretos es
antinatural. Son nuestros secretos lo que nos permiten ser quiénes somos y nos
brindan la posibilidad de ser libres e individuales.”.
Y continuó con su disertación: “Una relación con alguien que lo sabe todo
de ti, y cuando digo todo, es todo, te convierte en su esclavo. Cada persona
requiere de intimidad y yo no disponía de la mía. ‘Mi zurda’ me transmitió el
poder de leer su mente y la de los demás, pero de un modo muy restringido,
impidiéndome dilucidar su pasado y su futuro. Incluso, si lo desea, me oculta
sus pensamientos; y claro, no estaba en igualdad de condiciones. No sé si me
sigues, pero es inhumano convivir con una persona que dispone del ojo que
todo lo ve. Casi me volvió loco. Y creo que algo tocado me dejó, como ves.”.
Siguió contándote que se desgarró el corazón al escapar de su presidio,
salvando los intrincados obstáculos que lo cercaban, que había recobrado su
vida, su destino, pagando un alto precio. Fue entonces cuando recaíste en su
pecho; a través de su camisa brotaba una cascada de sangre. Él te miró y te
mostró una amarga sonrisa. Te confesó que su acerbo dolor era insufrible, y
más de noche, que estaba aprendiendo a soportarlo, e incluso a veces sentía
que empezaba a sanar. Lo peor, cuando se le reabrían las heridas a causa de los
cuchillos del pasado, esos cuchillos que irrumpen sin ningún control.
Te explicó que, gracias a su nuevo presente, creía controlarlo ocultándose
de ella utilizando una coraza. El problema radicaba en la brutalidad de las
cuchilladas, eran tan enérgicas que la atravesaban como mantequilla. Ello le
obligaba a seguir reafirmándose en su decisión; tenía que esforzarse cada día
por ser un poco menos desdichado sin ella, intentando olvidarla. Además,
había dado un gran paso: había tenido suficiente coraje como para confesar su
preciado secreto. Fue un gran impulso; lo hizo sin más y se sentía aliviado.
Tras despediros sin mover vuestros labios, os disteis un largo abrazo.
Antes de salir y esfumarse de la misma forma que apareció, su mirada recayó
en la figura sentada en la mesa del rincón, una silueta con sombrero y abrigo,
enfrascado en un libro que sujetaba su mano izquierda y un lápiz la derecha.
— ¿Le conoces? — Esta vez la pregunta sí brotó de su garganta, y tú
negaste con la cabeza—. Algo me dice que nos está vigilando… Da igual,
tengo que dejarte. Espero que volvamos a vernos muy pronto. Adiós.
Y así, sin más, después de darte un apretón de manos, salió cabizbajo para
evitar cruzar la mirada con nadie y pasar inadvertido para que ‘su zurda’ no le
encontrase; él que siempre había mirado a la vida con la cabeza alta, bien alta,
se escondía del mundo clavándose la barbilla sobre el pecho, lo que le causaba
un dolor similar a si se le insertara la punta de un sable.
Por tu parte recaíste en tu camisa; estaba empapada en sangre, pero no era
tuya. Observaste, a su vez, en el suelo del bar, el cómo un reguero de ese
líquido viscoso de rojo intenso corría tras él. “Se desangraría si no cerraba
pronto sus heridas”, pensaste. Le seguiste con la mirada deseándole la mejor
de las suertes, y él se detuvo un segundo frente al ventanal, giró su cabeza
lentamente y te brindó una amplia sonrisa a modo de gracias.
Te quedaste abatido por tanta amargura concentrada sin recaer, hasta un
instante después, en el saco de dudas que te había dejado en su asiento— sí,
ese de tu izquierda—; sobre todo cuando te viraste a tu derecha y leíste con
claridad los pensamientos del que allí se hallaba: un hombre de mediana edad,
con un boleto en su mano izquierda y un bolígrafo en su derecha, elegía a qué
números de la primitiva apostar. Después fijaste tu mirada en la camarera, y
comprobaste cómo rebuscaba en su mente una excusa para dar de lado a su
novio aquella tarde e ir con, según ella, el que podía sustituirle: un morenazo
alto y guapo con el que se había topado aquella misma mañana.
Estabas alucinando, ¡te había transferido su don, el don de ‘su zurda’!
¿Sería cuando te tapó la boca con su mano izquierda? Lo que te resultó
imposible, por mucho que lo intentaste, fue divisar el futuro, no poseías esa
facultad, solo ‘su zurda’ dispondría de ella; y lo agradecerías infinito mucho
después.
Más y más dudas ensartadas unas a otras en ese saco sin fondo: ¿Por qué y
para qué te transferiría ese poder precisamente a ti? ¿Cómo emplearías ese
regalo? ¿Podías leer los pensamientos de cualquiera, de los seres que te
querían, incluso de tus enemigos si supieras quienes eran,…? ¿Serías capaz de
transmitírselo a otros? Él tocó tu piel, tu boca, tus labios con su mano
izquierda, y acto seguido ya albergabas el ‘súper virus’ en tu interior. ¿Lo
propagarías sin pretenderlo o requería premeditación? ¿Tendrías que llevar
guantes para evitar descuidos? ¿Sería necesario tocarle la boca o serviría
cualquier parte del cuerpo? Y cuando estuvieras con tu mujer, ¿cómo le harías
el amor? ¡Por nada del mundo deseabas que ella leyera tu mente!
Las dudas manaban una tras otra de aquel saco: ¿Por qué te eligió para
depositar su más recóndito secreto, si apenas te conocía? Lo analizaste
concienzudamente y llegaste a la conclusión de que quizás sabía más de ti de
lo que cabía esperar. Posiblemente te había hecho un seguimiento en los
últimos días, semanas, ¿meses?… y leída una y otra y otra vez tu mente, había
descubierto algo en ti que ni tú mismo alcanzabas a imaginar.

Capítulo 2: “¡¡ARRÁNCAMELO, ARRÁNCAMELO!!”


No pongas los ojos como platos. Cierto es; fuiste agraciado con ese don.
Ya sé; quizás esa palabra no sea la más adecuada. Lo insólito es que después
de disfrutar, mejor dicho, de padecer con ese endemoniado poder, del que por
suerte a nadie transferiste por aquel entonces, decidiste deshacerte de él. Fue
una experiencia tan infausta que voy a omitir los detalles; cuando la escuches
deducirás que con ello te ahorraré sufrimientos innecesarios.— Tanto la
escasez como el exceso de información son contraproducentes.
Al principio lo utilizaste a modo de juego; el saber qué piensa ese o
aquella, el frutero, la panadera, el taxista... te pareció francamente divertido y,
como no podía ser de otra forma, lo utilizaste para beneficio propio. ¡Uf!,
cuantas canitas al aire echaste. El saber, sin dudas, cómo y en qué pensaban
algunas mujeres, sobre todo aquellas que creías fuera de tu alcance, ayudó a
que yacieras con multitud de ellas. Otra gran ventaja: saber sin confundirte de
las necesidades de tu esposa. ¡Insólito! Sabías cuando decía que no, y era un
‘sí’, cuando quería que hicieras algo y le daba una y mil vueltas para que lo
intuyeras… ¡Cuántos te envidiarían! Con ella te llevaste alguna que otra
sorpresa pero, por suerte, la mayoría fueron positivas, muy positivas.
Con tus amigos comenzaron los verdaderos problemas: la mayoría no eran
tales —¿Por qué no me sorprende? —. Menos mal que tu autoestima se
mantuvo encaramada en lo más alto y no le diste mayor importancia. Lo
positivo: descubriste a tus amigos de verdad, esos que se pueden contar con
los dedos de la mano, con los de tu zurda. En el trabajo, con compañeros y
jefes, te ocurrió algo muy similar; pero aquí actuaste de forma inteligente, lo
utilizaste en tu favor para promocionar; pasaste rápidamente de ser un simple
administrativo a jefe de área en tu compañía de reparto. Lo negativo: los
varapalos que te llevaste al escrudiñar la mente de ciertos familiares. No te
revelaré de quienes se trata ni el por qué; permíteme que omita esa
información por razones obvias. Solo te digo que la palabra odio pasó a tu
vocabulario por entonces, instaurándose en tu vida, haciéndola insoportable.
Todo se desmoronaba a tu alrededor a la par que se volvía más y más nítido.
Te sumiste en una gran depresión, refugiándote en tu don; te absorbió de
forma tal que se convirtió en una obsesión enfermiza. Te juraste que nadie más
tendría secretos para ti. Esquivando tu propia realidad, te sumergiste en la de
los demás, dejando de lado tu propia vida para vivir la de otros; sin el menor
miramiento, te inmiscuiste en su devenir. El hecho de no tener la necesidad de
hacer conjeturas, cualidad inherente al ser humano, carcomió tu condición, te
convirtió en algo para lo que ni yo mismo dispongo de una palabra para
denominarlo. Te creías el poseedor de certezas, de verdades. Te transformaste
en un adicto devorador de mentes; tu único afán: saber más y más de los
demás, y por contra menos y menos de ti mismo. Precisabas alimentar en todo
momento tu curiosidad insaciable, como la de un niño que empieza a descubrir
su mundo. Deambulabas en un cuerpo libre pero con la mente recluida, cual
reo que cumplía su condena en la más tétrica de las cárceles, donde las celdas
se abrían a tu paso revelándote las inmundicias que anegaban su interior. —
Por suerte, tu puro egoísmo mantuvo tu poder cautivo, salvándonos de que
llevaras al mundo a una verdadera debacle.
Errante te viste sentado en este mismo bar, de nuevo en la silla donde
ahora te encuentras. En ese espejo escudriñaste tu mente, a la que hacía mucho
no le prestabas atención, descubriendo las fases por las que habías transitado
hasta convertirte en un ser ruin, egoísta y egocéntrico, refugiado en un mundo
erigido para tu propia satisfacción, donde nadie tenía cabida, ni tu mujer, ni tus
amigos y menos tus familiares; pasaste a sucumbir en la peor de las suertes.
Vagabas de mente en mente, evitando las que inculcaban los mejores valores;
en cambio devorabas las perniciosas; sobre todo tenías predilección por las
pertenecientes a personas víctimas de sí mismas; sus miedos te gratificaban, te
proveían de una falsa sensación de bienestar al sentirte su amo. Hasta que
llegaste a un punto en el que ni la más afligida conseguía gratificarte. Y fue
entonces cuando tu don dio signos de cobrar vida propia, leyendo mentes sin
control alguno y sin requerir tener visual de los cuerpos que las albergaban.
Durante episodios, cada vez más frecuentes, en los que tu mente pululaba a
sus anchas, los pensamientos se agolpaban, luchaban por incrustarse en tu
cerebro; cientos de voces hablándote al unísono, un griterío enloquecedor que
no remitía ni aún tapándote los oídos.
Probaste varias drogas para acallarlas, sin efecto; únicamente la ingestión
de adecuadas dosis de alcohol conseguía mitigarlo, permitiéndote dormir unas
cuantas horas. ¿Y sabes lo que ocurre cuando la falta de sueño domina tu
existencia? Sí, efectivamente, tus demonios se acentúan, tus fobias sumadas a
las que compartías de mentes inconexas, repletas de herrumbre e inmundicia,
te engullen de una dentellada. Tus paranoias entretejen un velo tupido que
cubre la realidad, oscureciéndola; emergiendo en su lugar un cosmos creado
por tu imaginación enfermiza. Sin pretender ahondar en ese período de
zozobra, solo puedo referirte que protagonizaste varios amagos de quitarte la
vida. Sí, no me mires así… Es obvio que no lo conseguiste. ¿Qué te empujó?
Los delirios persecutorios que padecías. Ensamblaste los pensamientos
conformando un mundo irracional donde todos sus habitantes participaban en
una conspiración contra ti al descubrir tu secreto, tu don demoníaco;
pretendían exorcizarte para erradicarlo y evitar su propagación.
Fue tu último intento de suicidio el detonante para que tomaras una de las
decisiones más importantes: deshacerte de tu poder a cualquier precio.
Las preguntas ya eran otras: ¿cómo prescindir de él? ¿Cómo y quién
podían arrancarlo de tu cerebro o de donde quiera que estuviera? ¿Requeriría
extraer todos tus órganos: el corazón, el estómago, el hígado, el…? Además,
debías impedir por todos los medios contagiárselo a alguien en un momento de
enajenación. ¿Y cuál era la solución? Tuviste claro quiénes te ofrecerían
alguna respuesta: tu amigo y ‘su zurda’, ¡debías encontrarles por todos los
medios! Si ella tenía el poder de controlarlo, también tendría la facultad para
extirpártelo. Le rogarías: ¡¡ARRÁNCAMELO, ARRÁNCAMELO!!
Pasaste horas infructuosas esperándole aquí mismo; hasta que una noche,
apurando tu enésima cerveza, entró por la puerta. Parecía otro: vestía todo de
negro, traje, camisa y zapatos, salvo un pañuelo al cuello de seda morado; su
paso, seguro, cabeza alta, peinado engominado y el rostro bien rasurado e
iluminado al sentirse en la cumbre —rasgos de quién lo tiene todo—, sumado
a una expresión de paz interior en su máxima expresión de felicidad plena.
Os disteis un apretón de manos con vuestras zurdas sin deciros nada. Pidió
un ‘Rioja’ a la camarera con sonrisa seductora y se sentó encima del saco de
tus dudas, en el mismo lugar donde dejara aquel sanguinolento charco. Su
corazón relucía como si lo estrenara. Al ver tus ojos achinados, intentando
protegerse del resplandor que desprendía, y para propiciar que descansaran, él
se abotonó la camisa y chaqueta con un movimiento ágil, lo que agradeciste.
Te transmitió con aplomo que había escuchado tu llamada de socorro, y que tu
necesidad sería saciada con creces, si era tu pretensión.
Aprovechando el reencuentro te relató sin esfuerzo sus vicisitudes desde
aquel fatídico día; necesitaba soltarlo.— Las alegrías son más fáciles de
compartir—. Te expuso de forma silenciosa cómo vagó semanas sin rumbo,
dejando tras de sí su particular rastro rojizo. Fue precisamente ese rastro el que
‘su zurda’ siguió para encontrarle. Ella, tan pretenciosa, reconoció que no
podía vivir sin su amor. “Por curioso que te parezca”, afirmó, “aún siendo una
portentosa moldeando cerebros, de ninguna de las maneras podía hacer lo
propio con su corazón y mucho menos con el de los demás.”.
Ella le confesó que, del mismo modo que tenía cogido su corazón, él
también agarraba el suyo. El reencuentro fue como una traca de fuegos
artificiales, de esas que te erizan el vello de los brazos. Se fundieron en una
sola sus manos izquierdas con sus corazones. Fue un hecho que pasaría a su
historia, a la historia, pero tan solo ellos dos, yo y ahora tú, sabrían de lo
acontecido.
Tras deleitarse con todos los placeres que dos personas que se quieren
pueden disfrutar, acordaron cómo debía ser su relación, su nueva relación.
Intentarían adaptarse el uno al otro. Aprenderían del pasado para evitar
hundirse de nuevo en el océano de la amargura; construirían un nuevo barco
con dulzura y paciencia y, sobre todo y ante todo, con respeto, confianza y
amor. Cada uno dispondría de un camarote hermético, uno propio y oculto.
Con dicho barco no habría tempestad, ola, iceberg que lo hundiera; sería
insumergible, salvo que ellos mismos así lo decidieran. Juntos lo gobernarían;
serían capitanes y marineros a partes iguales. El rumbo lo marcarían sus
destinos, el de ambos, dejándose llevar a merced del embate de las olas, de los
vientos, de las mareas. Cuando y cuanto les placiera buscarían un puerto
tranquilo o una isla paradisíaca para amarrarlo; todo sonaba idílico en su
renovada mente. Para conseguirlo trastocó su poder, permitiéndole bloquear
sus pensamientos, si así lo requería. Ella respetaría su derecho a decidir sobre
él mismo, respetaría su intimidad, y borraría de su propia memoria todo atisbo
de su futuro y el de él, de ese modo estarían en igualdad de condiciones y
afrontarían juntos los pormenores del libre albedrío.
Para finalizar te informó que su nuevo barco ya era una realidad y se
conservaba reluciente, atracado muy cerca al presentir que les necesitabas, y
allí estaba. Te informó que él no podía ayudarte, que la única que podría
hacerlo era ‘su zurda’, aunque te impuso una condición: antes de conocerla
debías meditar tu decisión. Debías valorar todas y cada una de las opciones, y
para ello te ofreció una más a tener en cuenta: disponer de tu don con un
control especial sobre él; qué saber y qué no, decidir a quién leer la mente,
disponer de filtros selectivos para ser uno más y utilizarlo solo cuando lo
consideraras estrictamente necesario. Aquel nuevo encuentro te abrió una
ventana, mejor, una puerta, mejor, un enorme portón a la esperanza.


Capítulo 3: “¡Por fin la conocerías!”

De nuevo te asaltó una de las preguntas que tanto te atormentó: ¿Por qué te
elegirían precisamente a ti? Al principio abrazaste la idea de merecer aquel
don. ¿Quién mejor que tú lo utilizaría convenientemente? —¡Qué confundido
estabas! Podrían escribirse miles, millones de páginas con las crueldades que
se pueden infligir a quién conoces mejor que ellos mismos—. Pero, por otro
lado, ¿por qué te eximió de la potestad de elegir ‘motu proprio’? ¿En verdad
era consciente de lo que te acarrearía? Y si lo fue, ¿qué mal habías hecho?
Dejando de lado tanta pregunta sin respuesta, te centraste en lo que te
apremiaba; tu querido amigo había despejado una incógnita en tu basta y
compleja ecuación: disponer del don bajo tu férreo control, y no al revés. Se
presentaba ante ti una alternativa que quizás, por ofuscado, no sopesaste.
Sonaba bien: permitirte activar y desactivar el don cuando lo creyeras
oportuno, y sobre todo no caer en los mismos errores, los que te hirieron de
gravedad y te llevaron al borde de la locura o algo peor. Serías como el resto
de los mortales cuando tocase, con el desconocimiento propio de los demás,
importándote un pimiento lo que piensan, lo que anhelan, de sus
padecimientos y sus gozos; enredarías, divagarías con las mismas armas,
basándote solo en tu perspicacia e imaginación.— ¡Qué dones tan preciados!
Pero, ¿y todo lo que ya sabías?, ¿qué harías con tantos pensamientos
ajenos acumulados, todos sustraídos, que carcomían tus entrañas? Llegaste a la
conclusión de que, aunque a partir de un punto dado dejarías de escuchar más
mentes, lo ‘atesorado’ permanecería ahí, atestando tu memoria. No cambiaría
la percepción sobre tu persona por mucho que lo intentaras, sobre los que
sabías a ciencia cierta que te envidiaban, repudiaban,… sobre quienes le dabas
pena o asco, o simplemente les eras totalmente indiferente.
Requerías, además del poder para controlar tu don, de un ‘reset’ selectivo
de tu cerebro, un borrado quirúrgico para suprimir lo que habías amasado
desde el día que aquel poder usurpó tu presente, erradicar las conclusiones,
certezas,... de lo que nunca debiste saber, y volver a ser un auténtico bebé en
lo referente a pensamientos prestados, permitiéndote partir desde una nueva
línea de salida en una carrera incierta. Eso sí, sin dañar un ápice tus
experiencias y conocimientos pasados, de los que no querías prescindir.
¿Merecía la pena someterte a una intervención de tanta complejidad?
¿Sería ‘su zurda’ la única cirujana capaz de extirpar aquel quiste que ocupaba
casi por completo tu cerebro? ¿Tendría el pulso tan firme como para no
causarte un daño irreversible? Un mínimo temblor sería nefasto. Y lo más
importante: ¿dejarías en sus manos, mejor, en su zurda tu destino?
Tras sopesar pros y contras, decidiste arriesgarte; vivir con aquel don sin
control, no era vivir. Anhelabas con todo tu ser que extirparan aquel tumor
cancerígeno, que se extendía cual la peor metástasis por todo tu cerebro, para
dejar de contar los días que te restaban. Debías pasar por el quirófano, ser
intervenido con presteza por la mayor experta en la materia: ‘su zurda’, y
rezar, por muy agnóstico que fueras. ¡Y tomaste la decisión!
Concertaste una cita con tu amigo dos semanas después. Y allí estabais. Al
saludaros efusivamente comprobó, sin esfuerzo, tu predisposición y te animó:
“Has elegido la mejor de las opciones, la más sensata”. Te confesó que él
también se enfrentó a una intervención similar con idénticos temores e
incertidumbres y el resultado fue muy favorable. Ya solo quedó fijar el día y la
hora para realizarte las pruebas preliminares. Todo transcurrió rápido.
Y llegó el día, el día en el que comenzarías el proceso que te permitiría
mirar con esperanza el futuro. Te sentías como un adolescente antes del
comienzo de las esperadas vacaciones de verano, pero no solo por librarte de
aquel mal— lo que realmente te importaba—, sino porque ibas a tener el
honor de conocer a ‘su zurda’. Tenías muchísima curiosidad por saber, de ver
cómo era, qué pensaba; de presenciar, de percibir su poder. Era una sensación
casi morbosa. De tu interior brotó un grito: “¡POR FIN LA VOY
CONOCER!”
El lugar elegido: este bar, el bar ‘Olvido’, ¡cómo no! Esperabas
impaciente, y nada más entrar en tu campo de visión a través del ventanal
confirmaste que se trataba de ella. Su caminar firme transmitía poderío a cada
paso; su contoneo, sensualidad apabullante. Los hombres con los que se
cruzaba no podían evitar mirarla, por muchos reproches que recibían de sus
parejas. Parecía la reina de las reinas; andaba, flotaba sobre una alfombra
tejida específicamente para ella, solo faltaban los flases de las cámaras. Hasta
la camarera se quedó boquiabierta; tan solo pudo balbucear “¿Qué desea
beber?” cuando se sentó en el taburete, a tu izquierda, aplastando el saco de
tus inquietantes preguntas. Pidió un vino blanco, un ‘Albariño’, sin perder su
sonrisa rojo pasión. Os saludasteis cortésmente con sendos besos en las
mejillas, sintiéndote como el actor secundario al que todos envidiaban.
Vestía pantalones vaqueros claros extremadamente ceñidos, dibujando
unas piernas estilizadas, y cazadora vaquera corta a juego. Calzaba unos
zapatos negros con poco tacón. Una blusa blanca de encaje cubría unos
prominentes senos, aunque no excesivos; su escote mostraba una piel tersa y
bronceada hasta donde se puede enseñar. Su cuello lo embellecía un collar de
lo que parecían pequeñas piedras volcánicas pulidas. Su pelo rubio, cortado a
media melena, con mechas platino, refulgente y ondulado como las olas en el
ocaso, desprendía un aroma a brisa marina. Cejas bien perfiladas, nariz
pequeña, boca de labios carnosos y suaves, con dentadura y sonrisa perfectas.
Sus ojos— sí, sus ojos— te cautivaron y estremecieron; de verde intenso,
con una curvatura en sus pupilas de felino— o de anfibio—. La sombra en
párpados, también de tonos verdosos, los realzaba. Tu mirada recayó en la
pequeña cicatriz bajo su labio inferior, hacia la derecha, casi imperceptible,
pero que le daba un toque más sugerente, atractivo y apetecible si cabe.
No tuvisteis que deciros nada, su cometido estaba claro. Te indicó aquel
reservado— sí, aquel del rincón, el que tiene la pequeña mesa redonda de
mármol beige veteado y unos butacones de tela marrón—. Y hacia allí os
dirigisteis. Te indicó que te sentaras a su derecha. Brindasteis— ’¡Chin,
chin!’—, disteis un sorbo a las bebidas y sin previo aviso todo comenzó.
Penetró en tu cerebro a través de tus pupilas y notaste— o imaginaste— su
cuerpo alargarse como el de un reptil. Buscó y rebuscó en todos y cada uno de
los baúles de tu pasado. Los fue abriendo uno a uno por muy ocultos y
cerrados que estuvieran. Lo inaudito es que se proyectaba todo lo que ella veía
en tu retina, como una película en tres dimensiones, y pensaste: “¿Será esto lo
que dicen que ven las personas antes de morir: su vida pasar ante sus ojos en
pocos segundos?”. Pero tú no ibas a perecer. —¿O quizás sí?— Por lo menos
esperabas que muriera una parte de ti, la que pretendías exterminar.
Ella te fue oprimiendo con sumo cuidado utilizando su cuerpo ya alargado.
Te faltaba el aire; al disminuir el nivel de oxígeno en sangre aumentó en igual
medida tu actividad neuronal. Tu cara se tornó azul. Recorristeis toda tu
historia como unos espectadores privilegiados. Tus primeras etapas pasaron
fugaces, de forma vertiginosa; en cambio, las más recientes, lo hacían a
cámara lenta. “¿Estará practicando un TAC craneal para determinar cómo
realizar la intervención? Pero, ¿cómo podía hacer tan compleja prueba?”.
Tu color azul facial se fue disipando a medida que la presión ejercida sobre
tu cuerpo disminuía al recuperar ella su forma humana, a excepción de sus
ojos: poseían un brillo turbador, como los de un caimán en una noche sin luna.
Al cruzarse vuestras miradas, un tremendo escalofrío te recorrió desde la
cabeza a los pies y el bello se te erizó. Un cosquilleo familiar, que creías haber
olvidado, recorrió tu estómago. Te preguntaste azorado, sabiendo que ella te
escuchaba: “¿Me estaré enamorado de ella, de ‘su zurda’?”.
A qué viene esa mueca de incredulidad… ¿No crees en el amor a primera
vista, o es que el modo de narrártelo te parece excesivamente metafórico?
Deja el escepticismo a un lado y presta atención, es muy importante.
Lo que a continuación sucedió no estaba previsto pero ocurrió; tu libido se
disparó, no pasándole desapercibido, y te dedicó una sonrisa cómplice, con su
boca entreabierta y sacando la punta de la lengua. Te ruborizaste, y más
cuando un aura la envolvió, o eso creíste, a la vez que se relamía los labios.
Fue entonces cuando notaste el tacto de su zurda; las yemas de sus dedos
acariciaban tu mejilla derecha. Los movía en espiral, de dentro afuera, y
notaste cientos de levísimas descargas electrostáticas en tu epidermis. Ella no
dejaba de mirarte con aquellos ojos anfibios y su lengua no dejaba de bailar
entre la comisura de sus labios. Sucumbiste y te dejaste llevar: tus párpados
cobraron un peso inusual y entraste en un estado de hipnosis.
De pronto, sucumbiste, empezaste a sentir, a disfrutar de un inusual poder,
un poder del que tu amigo nunca te advertiría. Pronto sabrías el por qué lo
guardó para sí. Se trataba de una experiencia irreverente, fascinante y
embriagadora, imposible de compartir. Fue una vivencia majestuosa e
indescriptible; harían falta infinidad de palabras, y aun así se quedarían cortas.
De todos modos voy a intentarlo para que puedas hacerte una idea:
“Te transportó, os transportó a unas termas romanas con dos piscinas, una
de agua caliente, donde os encontrabais sumergidos. Todo el recinto estaba
flanqueado por columnas circulares labradas. Varias estatuas de la diosa Venus
las presidían en sus distintas versiones; aunque ninguna de ellas se acercaba,
ni por asomo, a la deidad que tenías entre tus brazos. Os besasteis y os
acariciasteis tanto encima como bajo el agua. Su piel era tersa y suave, y qué
decir de su boca: lo más jugoso y sensual que habías saboreado nunca. Su
lengua candente se fundía con la tuya. Manejadas con suma destreza, las
manos de quién sabe qué y cómo acariciar recorrían cada centímetro cuadrado
de tu cuerpo con la presión exacta. Las tuyas intentaban reproducir aquellos
gratificantes movimientos, pero eran torpes, de principiante, comparados con
los suyos.
El agua burbujeaba a vuestro alrededor y los poros se os abrían como
minúsculos volcanes. En plena ablución —una purificación ritual consistente
en entregaros el uno al otro en un acto místico, que no religioso—, os
dirigisteis a la otra piscina, ésta de agua helada, intentando recuperar vuestra
temperatura habitual. Al sumergiros, fue tal el calor corporal liberado que se
produjo una evaporación enérgica al contacto con vuestros cuerpos. El vapor
ocultó al mundo la pasión desinhibida que desatasteis. Solo transcendieron los
jadeos y los latidos de un único corazón bajando en intensidad.
Más calmado, permaneciste con los ojos cerrados, sumiéndote en un
letargo una vez descargada la tensión tanto de músculos como de mente.
Seguro entre aquellos brazos perdiste la consciencia; te entregaste a su
voluntad sin temor alguno, ávido de placer.
Despertaste en una cama con sábanas de seda blanca, en una habitación
con paredes de idéntico tejido pero sin techo, el techo lo conformaba el cielo
azul salpicado por nubes esponjosas. Te rodeaban decenas de velas
multicolores dispuestas en el suelo que desprendían fragancias a limón y a
rosas que excitaron tu sentido del olfato. La euforia se transformó en
desesperación al percatarte que ella no formaba parte del escenario. Tú, allí
solo, desnudo sobre aquella cama de enormes dimensiones. Pero no se hizo
esperar en exceso. Emergió entre las paredes de suaves telas. Se presentó ante
ti con un conjunto de encaje negro que la hacían más apetecible si cabe:
medias, tanga, liguero y un minúsculo sujetador. Su zurda enarbolaba un
pañuelo de seda, también negro, con el que vendó tus ojos. Recostado, la
dejaste hacer, dispuesto a degustar de todo manjar del que te proveyera. Una
música irrumpió, tu canción: ‘Stand By Me’ de Ben E. King. No dejó nada al
azar, conocía perfectamente lo que te excitaba en las artes amatorias.
Desposeyéndote del sentido de la vista, el resto se agudizaron, cobrando
protagonismo: tus manos libres para acariciarla, tu boca entreabierta para
paladearla, tu dilatada nariz para insuflar su aroma y tus oídos atentos para no
perderse ni uno de sus jadeos, junto a los tuyos, junto a aquella canción.
Comenzaste degustando sus labios, hasta que su boca abandonó la tuya,
bajando despacio, dejando un reguero abrasador y pringoso hasta tus pezones,
donde se entretuvo largo rato, incitando a tu pene, que casi estalla.
De pronto se despegó; fue cuando notaste sus senos, sus grandes senos en
tu boca. Mamaste de ellos mientras los acariciabas. Luego deslizó su cuerpo
para, con tu lengua, poder lamer cada resquicio, cada pliegue. Oíste sus
alaridos intermitentes al introducir tu lengua dentro de aquella caverna
abrasadora, de la que manaba un fluido viscoso con sabor y olor a mar que
impregnaba tus labios, mezclándose con tu saliva.
Se movió con movimientos rítmicos, al compás de la canción,
sucumbiendo al placer, a su primer orgasmo, que no el último; habiendo sido
tú el artífice de aquellos estridentes chillidos. Una cascada de aromático aceite
hirviente anegó tu boca, sus movimientos no cesaban; anhelaba que
prosiguieras, ambicionaba alargarlo, perpetuarlo...
Tú, por tu parte, no conseguías controlar más tu erección. Ella, al
advertirlo, se tumbó a tu lado y te abrazó con fuerza con la boca cerca de tu
oído para que escucharas sus jadeos rebajando de ritmo e intensidad,
intentando calmar el fiero e indómito animal que había despertado, que
ansiaba tomarla para apaciguar su brutal instinto.
Cuando advertiste que ya volvías en ti, prosiguió. Recomenzó por tus
labios y tu torso. Se detuvo en seco y notaste cera derramándose sobre tu
abdomen, como un riachuelo de lava que desembocaba en tu ombligo. Tu
calor corporal impedía que solidificase; se mantuvo en estado líquido hasta
que, después de rebosar, modeló una pequeña cascada de diminutas
estalactitas al precipitarse desde tu costado y solidificarse.
De súbito emprendió el viaje que tanto y tanto deseabas: su boca, su lengua
y su zurda comenzaron a darte el mayor de los placeres al concentrarse en tu
pene. A veces con ritmo rápido, otras más lento; a veces notabas sus labios,
otras toda su boca; a menudo su lengua compaginada con la mano, mientras el
sonido de su respiración agitada acariciaba tus oídos. Empezasteis a levitar,
dejasteis de tener contacto con la cama, con las sábanas de seda, con lo
terreno. Ella y tú, los dos, inmersos en un estado de extraña ingravidez,
flotabais, volabais. Una brisa fresca te acarició, los rayos solares se refractaban
en tu piel, percibiste el tacto de las nubes y el olor a ozono te embriagó.
Y por fin llegó… te introdujiste en ella en una simbiosis sin precedentes,
como un feto unido a su madre por el cordón umbilical. Erais uno, con el
mismo ritmo, con suaves movimientos al principio, y siguiendo con unos
bestiales. Intentabas aguantar al máximo, al igual que ella; pretendíais algo
imposible, algo que no había cuerpo humano o inhumano que pudiera
permanecer en ese estado hasta el fin de su existencia. Y ocurrió: con las venas
a punto de estallar por tanta presión, sucumbisteis al mayor de los placeres.
Rozasteis el cielo con la punta de los dedos, y vuestros espasmos y chillidos se
propagaron más allá del horizonte.
Nadie sabe por cuánto tiempo estuvisteis proyectando una única sombra
sin dejar de miraros. Lo interrumpió una sensación encontrada: por un lado
parecía que los relojes se hubiera detenido durante una eternidad, y por otro,
parecía que la eternidad había durado un solo instante. Vuestros jadeos,
vuestros latidos, muy lentamente fueron relajándose; os costó recuperar el
aliento, aún con la boca totalmente abierta.
Recobrando la compostura, ella te quitó el pañuelo y oteaste el paisaje
maravillado: “¡Realmente estamos volando!”, exclamaste. Seguíais
acariciando el cielo con vuestras manos. No alcanzabais a ver el suelo, las
nubes lo impedían; eso sí, un arcoíris circular doble, completo, como el iris de
un gigantesco ojo, os observaba desde la lejanía.
Después de tremendo esfuerzo, sentiste un inaudito sopor que te obligó a
cerrar los párpados, tan pesados como el plomo. Antes de sumirte en el mejor
de los sueños, pudiste contemplar por última vez en aquel idílico entorno la
fisonomía de quien te había enamorado, la de ‘su zurda’, estrechándola entre
tus brazos unos minutos más.”

Capítulo 4: ‘Su zurda’ se llevó tu corazón


Qué, te habrás quedado sin aliento, ¿no? Te confieso que yo también.


Permíteme que tome un trago de mi cerveza antes que se caliente, necesito
remojar mi garganta; está más reseca que el ambiente del lago salado de
Assal… Bueno, ¿por dónde iba…? Ah, ya recuerdo; ahora viene cuando
mantuviste tu primera conversación con ella; escuchaste su voz, su risa.
— ¿Te encuentras bien? ¿Has notado alguna molestia? — se interesó.
— Estoy bien, excepcionalmente bien— contestaste mientras abrías los
ojos y parpadeabas para acostumbrarlos a la luminosidad reinante.
— Me alegro, te he aplicado una anestesia especial para que no notaras
nada y te sumieras en un profundo sueño; mientras, yo realizaba la
intervención.
— Pero, ¿no comenzaríamos con las pruebas previas?— preguntaste
atónito.
— Eso te hicimos creer; así estarías más relajado y sería mucho más
sencillo para ambos. Y al parecer ha sido todo un acierto, ¿no?— Ella sonrió.
— Pues, supongo que sí. Entonces… ¿ya está?— No cabías en tu asombro.
— Para corroborarlo, antes habrá que hacer un sencillo test. ¿Te parece?
Después, con el tiempo, tú mismo irás reafirmando que todo ha salido como
debe. — Y se puso muy seria cual profesor antes de comenzar un examen.
— ¡Adelante, vamos allá! — Te impacientaste como un verdadero niño.
— Primero: intenta despejar tu cabeza... Si te das cuenta ahora estamos
hablando porque tanto tú como yo tenemos bloqueadas nuestras mentes. Es tu
situación de partida, tu posición en estado normal. A partir de ahora debes
activar tus poderes cuando tú los requieras, ¿entiendes?
— ¡Guau, estoy escuchando tu voz! No me había percatado hasta ahora. Es
muy bonita — dijiste guiñándole un ojo. Su tonalidad, aguda y suave como si
te acariciara con una pluma, su entonación, cantarina y su dicción, perfecta.
— ¡Ja ja ja¡ — su risa musical te contagió—. Muchas gracias por el
halago. ¡Vamos, intenta desbloquearla! Yo lo haré a la par y seguiremos
nuestra conversación mentalmente.— Y seguiste sus indicaciones.
“¿Puedes leer lo que te digo?”
“Perfectamente, ¿y tú?”
“¡Alto y claro! Ahora, bloquéala de nuevo. Yo haré lo propio.”
— ¡Vaya, es muy fácil! ¿Cuál es la siguiente prueba?— Estabas muy
excitado.
— Intenta leer la mente de… la camarera, por ejemplo.
— Lo intento pero no lo consigo— dijiste entre dientes después de unos
segundos; aún con tu mirada fija en aquella mujer, no te era posible.
— Tranquilo, sin prisa. Piensa en pulsar un interruptor y, a la vez,
concéntrate en ella, en su mente. Quizás te cueste un poco al principio.
— ¡Por fin! Me ha resultado difícil cogerle el truco. Está pensando en...
— ¡Vale, vale! ¡No quiero saber más! Ahora, intenta desconectarte, es muy
sencillo; solo tienes que relajarte y el interruptor se desactivará.
— ¡Sí, es muy fácil! — afirmaste triunfante — . Simplemente me he
puesto a pensar en otra cosa y, al mirarla de nuevo, me es imposible leer su
mente. ¡Prueba superada! — “Todo está saliendo a la perfección”, pensaste.
— Te aconsejo fervientemente que no transfieras este don a nadie. Si, aún
así, persistes en el empeño, debe estar todo tu ser convencido de elegir sin
ninguna duda al receptor del mismo. Recuerda que, salvo que se someta a una
intervención como esta, se expondrá a los mismos riesgos que tú, y…
— ¡Tomo nota! Pero… ¿cómo lo hago? Es una duda que me persiguió
desde el principio; sentí verdadero pánico. Creo que comienza poniendo la
mano en la boca del individuo, pero… no estoy del todo seguro. ¿Me puedes
adiestrar? Es simple curiosidad. Te prometo no hacerlo nunca — dijiste
convencido.
— Vale, me fio de tu palabra. Solo se requiere algo de destreza. Se tapa la
boca de la persona de marras con la mano izquierda. Así… — sentiste por
primera vez su zurda sobre tu boca y tu nariz, su piel, su textura, algo fría y
sudorosa, su olor a flores silvestres—. Acto seguido tienes que atravesar sus
ojos con tu mirada, hasta el mismo centro de su cerebro, y distinguirás cómo
emerge de ti una especie de energía que se transferirá con una leve sacudida.
— Sus pupilas se dilataron de tal modo que te permitió observar el enjambre
de luces en el interior de su cerebro que, como relámpagos verdes
fosforescentes, se propagaban sin orden; era la esencia misma del caos.
— Ya, ya; creo que lo he pillado — balbuceaste cuando soltó tu boca y
nariz.
— Bien; sin más dilación pasemos a lo más complicado. Vamos a realizar
la prueba que más esperabas y, después, tú sigues por tu cuenta. ¿Preparado?
— ¡Lo estoy! — exclamaste nervioso.
— Intenta sumirte en tus pensamientos; recórrelos sin prisa y te cercioras
de que no exista ninguno, digamos, extraño, que te genere una sensación
desconocida o te sientas defraudado por alguien al que quieres. Si todo ha ido
como debe, no deberías tener ese tipo de recuerdos… ¿Entiendes?
— Ya sé a qué te refieres. Deja que me concentre — comentaste.
— Tómate el tiempo que quieras. — Ella no dejaba de escrutarte los ojos.
— ¡Muchísimas gracias! — exclamaste entusiasmado tras un buen rato —.
He intentado recuperar pensamientos que hacían de mi vida un auténtico
calvario y ya no recuerdo nada. Y de todos mis seres queridos, tengo los
típicos pensamientos; de los otros, ni rastro. ¡Es un verdadero alivio!
— Pues creo que la intervención, por ahora, ha sido todo un éxito—
afirmó.
— ¿Cómo te lo podría agradecer? — preguntaste sin dejar de observarla.
— Fui yo, a través de nuestro amigo, quién te condujo a este callejón casi
sin salida; por tanto era yo quien debía solventarlo— dijo apesadumbrada.
— Aun así, insisto. Te lo tengo que agradecer de alguna manera… ¿Qué te
parece si un día quedamos a comer? Todo correría por mi cuenta.
— De acuerdo. Yo me encargaré de convencer a tu amigo, pero
deberíamos dejar pasar al menos un mes. Dedícalo a dormir; tienes unas ojeras
que emborronan tus bonitos ojos.— Esto último lo acompañó con su risa, de la
que no te cansabas de escuchar. Mordiéndote el labio inferior reprimiste unas
ganas casi irrefrenables de besarla—. Y también lo empleas en verificar que
no tienes ningún efecto secundario, así podría darte el alta.
— Gracias por tus recetas. Intentaré descansar y realizar todas y cada una
de las pruebas que me has indicado, para perfeccionar mi control sobre...
— Sí, ve practicando, pero con sumo cuidado— dijo con preocupación.
— Vale, lo tendré— aseveraste muy serio.
— Tengo que advertirte de algo… — su expresión se tornó muy seria.
— ¡Soy todo oídos! — Giraste el sillón y le acercaste la cara.
— La primera intervención, como irás comprobando, no suele tener efecto
secundario alguno; ni daños neuronales ni cerebrales. Pero, en el caso
hipotético de que requieras de una nueva intervención, por la causa que fuera,
sería mucho más intrusiva. Ya no podré asegurarte que carezca de
consecuencias. Y te digo más…: pueden llegar a ser irreversibles, lo que hace
desaconsejable realizarla. Espero que no sea tu caso… Avisado quedas.
— A ver si lo he entendido bien. ¿Intentas prevenirme de que a partir de
ahora tengo que hacer un uso inteligente de mi don; que si no obedezco y
requiero de tu ayuda de nuevo las repercusiones serían impredecibles…?
— Eso es, debes ser extremadamente cuidadoso y selectivo. Este poder es
un indiscutible regalo para hacer el bien, para ti y los tuyos. Eres el elegido
por nuestro amigo. Sus motivos tendrá. Si tú seleccionas a alguien, ¡hazlo
desde el corazón! — ‘Su zurda’ puso mucho énfasis en esta última frase;
nunca pretendió que su don se esparciera sin control alguno.
— Te entiendo — dijiste como un niño al que pillan en una trastada.—
Creo que lo he asimilado en toda su dimensión. De nuevo, ¡muchísimas
gracias! ¡Me has salvado de mis demonios! — Y le dedicaste la mejor de tus
sonrisas.
— Te devuelvo la vida que yo, indirectamente, te robé. Estamos en paz.
— Pues, esa deuda está saldada y con intereses. De corazón te lo digo.
— Vale, está bien… Tengo que irme. He quedado para hacer unas
compras.
— Entonces, ¿nos vemos en un mes? — Esperabas expectante su
respuesta.
— Por supuesto. Aquí estaremos. ¿Sobre la una y media?— Asentiste.
— Antes de irte, ¿podría hacerte unas preguntas muy rápidas?
— Por supuesto, espero poder contestarlas.— Y te prestó toda su atención.
— ¿De dónde vienes? ¿Cómo conseguiste estos poderes? ¿Por qué elegiste
a mi amigo? — Fue ella quien puso cara de sorpresa, abriendo mucho los ojos.
— Uf, ya veo que eres directo. La verdad es que me esperaba las primeras
dos preguntas; en cambio la tercera me ha dejado de piedra. — Y sonrió.
— ¿Y bien? — Tu estómago se revolvía esperando sus respuestas.
— Las primeras preguntas no puedo…, no debo contestártelas, por lo
menos por ahora. En cuanto a la tercera, la respuesta es simple. Me enamoré
de él.
— Justo has respondido lo que, en el fondo, no quería escuchar…— dijiste
con aprensión—. En cambio, no lo has hecho con las que corroen mi
curiosidad. ¿No puedes, ni siquiera, darme una ligera pista?
— Lo siento. Por ahora tiene que ser así. Tiempo al tiempo… Intuyo que
tienes muchísimas preguntas más, pero considero que eres tú el que tiene que
irlas respondiendo a medida que vayas aprendiendo a usar tus poderes.
— Entiendo… Dicho esto, no puedo más que desearos que os vaya muy
bien.
— Muchas gracias. Igualmente.
Para despedirse te dio dos besos en sendas mejillas, se levantó del butacón
dejando un nuevo saco de dudas y se marchó con pasos de modelo que no
pasaron inadvertidos. De nuevo todos en el bar, hombres y mujeres, la
siguieron con la mirada. La tuya, embelesada y deslumbrada, se sumó. Fue
cuando te tentaste el corazón y notaste la ausencia de sus latidos.
Miraste al suelo y un sendero formado por salpicaduras de pequeñas gotas
de sangre la perseguía; el rastro dejado por tu corazón al desplazarse en su
mano iba tras ella. De su ensangrentada zurda manaba un riachuelo rojizo; y te
vino a la mente la imagen de tu amigo despidiéndose después de vuestro
primer encuentro: aquel mismo sanguinolento reguero dejado tras de sí. Y en
aquel momento creíste sentir en tu propio pellejo algo parecido a lo que te
describió: un sufrimiento desgarrador, insufrible, insuperable e irreparable.
De golpe te reconvertiste en un imán que cambiaba de polaridad a cada
instante. Ella era el polo positivo y tú pasabas del negativo al positivo
alternativamente: una porción de ti, la irracional, luchaba por salir corriendo
tras ella, agarrarla de su zurda y, arrodillándote, jurarle amor eterno; y la otra,
la porción sensata, intentaba convencerte de que necesitabas meditar y ordenar
el cúmulo de pensamientos que se te agolpaban. Todo lo vivido, sentido, en
vuestro primer encuentro, te costaría asimilarlo; requerías de tiempo, mucho
tiempo, para reafirmar que no habías perdido la sesera. Imagino que algo
similar pensarás ahora, pero deja que termine esta parte…
Al fijarte bien pudiste apreciar cómo su mano, su zurda, no solo asía tu
corazón, tenía otro: ¡Sí, portaba dos, agarrados con fuerza! Antes de abrir la
puerta del local con su mano derecha, se giró y te brindó su gran sonrisa y una
mirada serpenteante que recorrió tu pecho hasta encontrar el punto exacto
donde enclavarse. Luego sus ojos se escabulleron hasta posarse en su zurda,
persiguiéndola mientras la alzaba con ambos corazones cogidos antes de salir.
Al perderse de tu vista, comprendiste que tu corazón partía con ella, no
concebías una vida sin ella en tus brazos. Tu cabeza bullía en busca de una
solución a aquella fórmula con tantas incógnitas. “¡Dos son pareja, tres son
multitud!”, te intentabas decir. Una necesidad imperiosa sorbió tus sesos:
diseccionar tu corazón, allí mismo, con ella presente.

Capítulo 5: ¡Qué ignorante fuiste!


¿Fue la curiosidad o quizás la arrogancia lo que te instó a sumirte en


aquella espiral que giraba hacia su incierto centro? Como se suele decir: hay
cosas que es mejor no saber. A veces nos hace más infelices el comprobar que
las cosas no son como uno cree. “Pensé que pensaba lo que yo deseaba que
pensara, y no lo pensé debidamente”, aquel trabalenguas invadía tus noches
impidiéndote dormir. Sí, borraron todo rastro de quienes defraudaron tu
confianza, pero haberlos, ‘haylos’; aunque anularon tus delirios eliminando
tanto y tanto pensamiento foráneo, su poso impregnó tus paredes internas.
Aprendiste bien la lección de no reincidir y para tal fin utilizaste lo que te
ofreció ‘su zurda’. Te apuntó evitar ojear ciertas mentes, pero, ¿cómo vaticinar
cuales te dañarían? Fácil, esquivando a las personas cercanas… “Ojos que no
ven…”. Desaconsejó taxativamente emplearlo para alimentar tu ego, ello te
haría caer de nuevo en tus propios y profundos abismos, tan difíciles de
sortear.— Estas últimas directrices fueron una ardua tarea.
En cuanto a transmitírselo a alguien: ¿quién está libre de toda curiosidad
insana e innecesaria? ¿Quién está libre de su propio orgullo? En definitiva,
¿quién está libre de los atributos inherentes al ser humano que nos hacen ser lo
que somos? Tu limitado conocimiento alcanzaba a aseverar que solo las
personas ‘puras’, en el más amplio sentido de la palabra, eran merecedoras de
él. Y tú, ¿te consideras un ser inmaculado? — No hace falta que me contestes.
— Sabes bien que todo hombre o mujer, por muy íntegros que se consideren,
en algún momento de sus vidas, son corruptibles, salvo excepciones. ¿Y cómo
saber quiénes son esas excepciones? ¿Qué examen habría que confeccionar
para identificarlos? ¿Serías tú quién les evaluara? ¿Quién eras tú para discernir
quién aprobaba o suspendía? ¿Qué nota se requeriría: un 5 o un 10? ¿Era
mejor saber o pasar el examen? En los exámenes de la vida, ¿es más
importante aprobar o aprender? ¡Está claro!
Con respecto al sueño idílico que tuviste durante la intervención: ¿fue el
efecto de la anestesia lo que propició soñar con aquello? ¿Qué fármaco usó
para proporcionarte aquella ilusión? Recordabas cómo su mano, su zurda,
rozaba tu mejilla. Entonces, ¿qué indujo mantener tu cerebro ocupado? ¿Fue
sugestión? Te convenciste de que aquel sueño fue tuyo, y solo tuyo; ella estaba
demasiado ocupada con su particular bisturí. En su zurda depositaste la mayor
de las responsabilidades: salvarte de ti mismo; un compromiso que tú eras
incapaz de asumir. ¡Ella sí que demostró un gran arrojo! Pero lo que, como un
torbellino, no conseguías apartar de tu mente, fue aquella última imagen, la de
‘su zurda’ alzando con esa misma mano ambos corazones con su mirada
clavada en ellos. ¿Sería capaz de inducir en tu cerebro y en tu corazón el amor
que sentías? Tu amigo aseveró que no disponía de esa capacidad. ¿Y si no
estuviera en lo cierto? Sería un poder sin precedentes: además de leer los
pensamientos, conocer el pasado, incluso el futuro— lo que tu amigo
conceptualizó—, ¿sería capaz de controlar ese sentimiento tan ininteligible?
¿De apagarlo o encenderlo a su antojo? Y fuiste más allá: ¿sería capaz de
manejar el resto de sentimientos: odio, rencor, envidia,…?
No podías seguir así, amontonando dudas y con la impresión de que éstas
cambiaban a medida que obtenías respuestas. Lo indefectible es que al irlas
respondiendo se generaban unas nuevas, superponiéndose unas sobre otras
hasta conformar infinidad de pirámides invertidas superpuestas. Debiste
centrarte en lo constatado, en lo aprendido desde que naciste, en lo que te
habían transmitido y en tus propias experiencias, pero tu estado emocional,
instigado por el clamor del amor, doblegó a tu sentido común y requirió saber
sin dilación si eras o no correspondido, si su corazón te pertenecía solo a ti o
tenías que compartirlo. ¿Estaría enamorado de los dos?— No sería la primera
ni la última persona a la que ocurriera algo similar.— Aquello te generaba una
incertidumbre atroz que abrasaba y retorcía tus entrañas. Enfrentarte al hecho
de que para ella fueras solo el amigo de su amigo, del que dijo, sin titubear,
que estaba enamorada, por el que había realizado tantos sacrificios, fue una
cruenta batalla. Además, tu intromisión transformaría aquel segmento perfecto
y acotado en un triángulo asimétrico e inestable, donde tú ocuparías el vértice
del ángulo obtuso, lo que obligaba a obrar con sutileza para descubrir lo que
ansiabas causando el menor daño.
Así pasaron las semanas y llegó el día de vuestro reencuentro. Ya solo
restaba poner en práctica la estrategia que te mantuvo absorto, sentado aquí
mismo frente al espejo, en el que tu reflejo deambulaba por un universo
paralelo donde manejabas el futuro a tu antojo, ensayando una y otra vez cada
escena, recitando tu papel. Consistía en unas pocas frases escogidas
cuidadosamente y debías pronunciarlas sin titubear y con expresión sincera.
— Hola, aquí estamos —dijo tu amigo al entrar en el bar agarrado de la
mano de ella y con una irritante felicidad plasmada en su cara. Vestía acorde a
la estación, con traje beige y zapatos del mismo color. ‘Su zurda’ parecía
emerger de un musical de los 60’, envuelta en un vestido con estampado floral
ceñido a su cintura, remarcando sus sensuales curvas superiores, y con caída
en vuelo, dejando al descubierto unas sugerentes pantorrillas.
—Hola. Vaya, sois muy puntuales.— Y les sonreíste—. ¿Qué queréis
tomar?
—Dos ‘Verdejos’, por favor — le pidió a la camarera y se sentaron uno a
cada lado, flanqueándote: tu amigo a tu derecha y ‘su zurda’ a tu izquierda. Tú
subconsciente te obligó separarte de la barra a la par que acercabas tu silla a la
de ella, conformando los vértices de aquel deleznable triángulo.
— ¿Cómo os va la luna de miel? Parece que todavía os dura…
— Pues sí — intervino ella—. ¿Y tu familia? Tu mujer quiero decir, ¿no
nos va a acompañar? Pensé que seríamos cuatro; me hubiera gustado
conocerla.
“Sí, sería un cuadrado perfecto, pero huyo de la perfección.” Pensaste.
— Uf, que va. Ella tenía un compromiso ineludible — mentiste
ruborizado. ¿Cómo pretendías engañarles? Fue una torpeza por tu parte no
bloquear antes tu mente—. Esto… —balbuceaste a la vez que la bloqueabas
—; en otra ocasión intentaré que venga y así la conocéis. — Tanto tu amigo
como ‘su zurda’ te escrutaron preocupados: tus profundas ojeras evidenciaban
que no estabas tan bien como intentabas aparentar—. ¿Pasamos al comedor?
Bien…, ahora sí que toca. Las mesas, todas con cuatro sillas, diseminadas
con un orden caótico, evitaban las columnas. Los manteles, blancos, las
servilletas, de color salmón, las copas y cubiertos dispuestos de forma
simétrica, y en el centro un florero con margaritas.— Sí, no, sí, no,…—. De
las paredes laterales germinaban más fotos antiguas; en la de enfrente, una
ventana postiza que no daba a ningún sitio simulaba, gracias a otra foto pegada
a sus cristales, ofrecer vistas hacia un atardecer al borde del mar.
Reservaste la mesa de un rincón para manteneros aislados del resto de
comensales. Ella se sentó de espaldas a la pared, tu amigo a su izquierda y tú a
su derecha. Tu otro yo se elevó al techo para poder visualizar el triángulo que
conformabais; esta vez era uno rectángulo y perfectamente simétrico: ella
posicionada en el vértice donde convergían equidistantes los vuestros.
Pedisteis unos entrantes: jamón, lomo, queso, mejillones al vapor y una
ensalada, y de segundo tú te decantaste por el entrecot, tu amigo lubina al
horno y ella bacalao a la bilbaína, todo regado con vino blanco, ‘Albariño’
para ellos, y tinto de ‘Ribera del Duero’ para ti. Todo se desarrollaba como
habías previsto. Ya con los entrantes en la mesa, ella te examinó: cogió tu cara
entre sus manos, se la acercó y escrutó el fondo de tus ojos. Te azoraste; un
nuevo deseo por besarla te invadió; ella, al intuirlo, dejó escapar una casi
imperceptible sonrisa que te despojó de tu voluntad, a la vez que notabas un
ligero ardor tanto en los ojos como en la frente. Después de unos dilatados
minutos te devolvió la cara sonrojada y dijo secamente:
— Parece que todo va cicatrizado como debe. ¿Has apreciado algún efecto
secundario: mareos, náuseas o malestar? ¿Duermes bien?
— Mareos, no he tenido—. Y te sinceraste: — Lo de dormir es otra cosa.
No es que sienta nada anormal, pero lo cierto es que mi cabeza se parece más
a una jaula de grillos que a otra cosa. Todo esto me sobrepasa y a veces tengo
la impresión de estar inmerso en una pesadilla. Y si a eso le sumamos…
— Vale, vale; no hace falta que digas nada más.— Te cortó al descubrir
que la intervención que hiciera en tu cerebro había causado daños colaterales
en tu corazón—. Ahora lo importante es que asimiles todo lo acontecido.
— Sé cómo te sientes. — Esta vez fue tu amigo quién intervino—. A mí
me costó varios meses convencerme de mi situación; debía asumir mi nuevo
estatus y no fue baladí, te lo aseguro. No tengas prisa. ¡Sé optimista!
—Gracias por el consejo— dijiste con aspereza—. Durante todo el mes he
perfeccionado el control sobre mi don y los resultados han sido más que
satisfactorios. Además, he confirmado que en mi memoria no existe ni un
ápice de pensamientos ajenos.— Ambos te prestaban toda su atención—.
Realicé lecturas de mentes de forma puntual; eso sí, todas desconocidas.
—Muy bien. Eres buen alumno.— Y ‘su zurda’ te ofreció su mejor sonrisa.
— Ya te dije que podías confiar… Por cierto, no se te habrá pasado por la
cabeza transmitir este poder a nadie, ¿o sí? — Quiso saber tu amigo.
— La duda ofende— contestaste muy indignado—. Reconozco que lo
evalué, pero el saber de sus repercusiones me ha convencido de lo contrario.
— ¿Has tenido pensamientos extraños?— Se interesó ella de nuevo.
—Primero habría que definir qué son pensamientos extraños. Si te refieres
a los que me extirpaste…, nada de nada. — Tragaste saliva y proseguiste—:
Son otros los que me abordan cargados hasta los topes de dudas que no sé
disipar. Imagino que muchas de ellas se solventarán por sí mismas.
— Efectivamente. Debes ser paciente. Como dicen…, para todo se
requiere paciencia; no tengas prisa. Es un consejo de quién quiso ir más rápido
que el segundero de un reloj y… — La elocuencia de tu amigo te enervó.
—Gracias, pero creo que cada cual emplea su tiempo como le viene en
gana.
—¡Vale ya!— ’Su zurda’ medió—. ¡Parecéis dos niños! Tendré que
imponeros un severo castigo si os seguís comportando así.— Su mirada
recriminatoria os amedrantó. Inspiró fuerte y prosiguió dirigiéndose a ti—: A
lo que iba. ¿Has tenido la impresión de haber transgredido alguna norma con
tu mente sin tu consentimiento…? En otras palabras: ¿Pisas terreno firme?
—Si, creo que sí. Aunque tengo que reconocer que he tenido algún
altibajo.
— Esa sensación es de lo más normal, pero debes perseverar y nunca bajar
la guardia. En caso contrario las repercusiones pueden ser impredecibles.
—Me hago cargo. Entiendo la gran responsabilidad que conlleva.
—Mírale — de nuevo tu amigo os interrumpió—, ahí está otra vez con su
sombrero. Nos da la espalda para hacernos creer que le somos indiferentes;
pero a mí no me engaña.— Al no conseguir captar vuestra atención, sobre
todo la de ‘su zurda’, exasperado, se levantó y se dirigió al baño.
—No le hagas caso. Hoy está especialmente irascible, no sé que le ocurre
— excusó a tu amigo—. ¿Y bien…? ¿Qué es lo que tienes que decirme?—
Fue ella la que te robó el protagonismo de la escenificación, la que recreaste y
repasaste hasta la saciedad en tu figurada obra de teatro, en la que tú tomabas
la iniciativa, y tanto el desarrollo como el desenlace variaban en función de tu
estado de ánimo, pero todos ellos se resolvían a tu favor. Por ello, recobraste la
compostura, respiraste hondo y comenzaste sin dilación.
—Sabes bien que mi amigo y yo somos, ¿cómo te lo diría?, unos
verdaderos desconocidos.— Un temblor invadió tus labios—. Sinceramente, si
fuéramos íntimos no osaría decirte lo que voy a decirte, ni te preguntaría lo
que voy a preguntarte. — Tu cara empezó a sonrojarse, en cambio la suya se
mantenía impertérrita; tan solo notaste cómo sus ojos se transformaban de
nuevo en los de un anfibio—. Cuando te conocí emergieron en mí unos
sentimientos ya relegados, los más fuertes que recuerdo. Imagino que no te
habrán pasado desapercibidos… Yo soy de la opinión de que lo que nos ocurre
es siempre por algún motivo; nada es casual ni gratuito. El reencontrarme con
mi amigo, después de tantos años, y luego requerir de tu ayuda no fue fortuito,
y me ha llevado a la conclusión de que tú y yo compartimos idéntico destino.
¿Cuál…? Lo desconozco… Eso sí, tengo la convicción, como que habrá un
mañana, que estoy enamorado de ti hasta la médula. Mi futuro es incierto sin
ti.— Y le tapaste la boca con tu mano izquierda para impedir que hablara. —
Deja que termine por favor…— Obnubilado, con la boca reseca y los pies
pisando un terreno arenoso, como si deambularas desorientado por el más
tórrido de los desiertos, proseguiste—: Entiendo que estés enamorado de mi
amigo…, y de ninguna de las maneras pretendo herirle, pero soy de la opinión
de que lo vuestro no funcionará. Su egocentrismo impedirá brindarte lo que
mereces y te hará infeliz; el tiempo hará su labor y me dará la razón. Lo sé…
Por eso necesito saberlo…, oírlo de tus labios… ¿Puedo albergar alguna
esperanzas de que tú y yo algún día…?—. Por fin emergió la pregunta
largamente encapsulada. Lo extraño es que al brotar de tu garganta sonó
patética; su eco glacial te envolvió, generándote un escalofrío. El sabor en tu
paladar no fue el esperado al expulsarla; como si la hiel la enfundara.
—¡Uauuuuuu¡ — Fue su primera reacción. Y después de unos segundos
que se te hicieron eternos, te contradijo—: Sacas unas conclusiones
precipitadas e infundadas.—Carraspeó ligeramente y tomó un sorbo de vino
—. Podría hasta estar de acuerdo con tu argumentación; las cosas no ocurren
sin más. Sé que tú y yo tenemos un nexo en común.— Una sonrisa afloró de tu
inexistente corazón—. Pero afirmar que compartiremos el mismo destino, es
mucho decir, ¿no crees? Los designios apuntan a que estamos abocados a
compartir parte de nuestras vidas, y ya te adelanto que será trascendental para
ambos; pero lo de unir nuestros futuros…, eso es imposible. Como te dije, y
reafirmo, estoy muy enamorado de tu amigo. Sé que es un engreído,
egocéntrico como dices, incluso algo celoso, pero lo compensa con un corazón
tierno.— La imagen de ‘su zurda’ agarrando vuestros corazones retornó —.
Pero son sus defectos junto con sus virtudes los que le hacen ser como es y ha
demostrado que me quiere… — Su sinceridad aplastante prensó tus ya exiguas
esperanzas—. Además, ¡tú estás casado! Desconozco el estado de vuestra
relación; eso solo tú lo sabrás.— Aquellas palabras sonaron falsas y ella se
percató—. Vale, lo reconozco; algo sé, pero nunca pretendí interferir.—
Empequeñeciste, transformándote en una diminuta hormiga a punto de ser
pisoteada—. Si esperas una respuesta concreta ésta es: ¡no! Repito: ¡no estoy
enamorado de ti! Quizás si las circunstancia fueran otras… — E hizo una
pausa—.Tú eres el amigo de mi amigo y no te puedo ver de otra forma.—
Cogiendo tus manos y con mirada dulce se disculpó—: Lo siento, de verdad.
Imagino qué se siente cuando uno es rechazado por alguien al que cree amar,
pero también sé que el destino, demasiadas veces, nos priva de lo que solo
nosotros creemos merecer. Así de cruel llega a ser.
Te quedaste sin palabras; el sufrimiento te oprimía impidiendo henchir tus
pulmones. Tu mente voló hacia aquellas termas romanas; te encontrabas en
una de sus piscinas, solo, completamente solo. Las columnas y las esculturas
se resquebrajaban, derrumbándose hechas añicos sobre la gélida agua. Salías
corriendo sintiendo como el suelo temblaba; unas grietas se abrían tras tus
pasos. Alcanzaste llegar al dormitorio, donde tanto paredes como sábanas se
tiznaban del hollín de la ceniza que te envolvía, donde el olor a humo
impregnaba tu nariz. Te tumbaste sobre la cama, te arropaste con la seda de las
sábanas, observaste cómo las blancas nubes se tornaban plomizas,
oscureciéndolo todo. Como un niño aterrorizado por una tormenta, te
escondiste bajo la cama acurrucado y con las manos tapando tus oídos.
Cuando regresó tu amigo intestaste mantener la compostura, mientras ella
recuperaba sus ojos de pantera en celo.— O eso creíste apreciar—. Te dio a
entender que no haría nada que pudiera menoscabar lo emprendido con él. Lo
ocurrido quedaría entre vosotros, sería vuestro secreto, implorándote, con ese
saber estar, que hicieras lo propio. Te dio una lección de lo que significa ser
una dama, y por desgracia ensalzó la palabra: ‘miserable’. Aprendiste que las
preguntas y respuestas que atañen al corazón no obedecen a razones.
Tengo que reconocer que estoy algo confuso del cómo se desarrolló el
resto de la velada.—Lo cierto es que desde que recibiste aquel rotundo ¡no!,
desde ese momento, tus planes se trastocaron por completo—. La sobremesa
se focalizó sobre su futuro, que no el tuyo. Pasaste de actor secundario a un
objeto de atrezo sin alma, vacío. Y lo espeluznante es que de golpe, con aquel
¡NO!, ese vacío lo fue ocupando un fluido pegajoso y repugnante: la envidia,
envidia nociva. Tu cuerpo, un objeto informe de porcelana, hueco y frágil, se
fue colmando por esa poción al participar de sus miradas, al oír sus risas
estridentes, al oler cómo rezumaban pasión, al irradiar sobre tu piel el fulgor
que emanaba de sus cuerpos y al paladear el amargor de la derrota.
Confirmaste que fue tu corazón quién subyugó a tu cerebro, impidiéndole
incorporar todas las variables en aquella simple ecuación aritmética. Todo
aquello, sumado, hizo bullir aquel brebaje y vomitaste sobre el suelo damero.
—¿Te encuentras bien?— Fue ‘su zurda’ quién se interesó.
—Creo que he bebido demasiado vino.— Mentiste mientras te limpiabas la
boca con la manga de tu camisa.— ¡Por favor, alguien podría limpiar todo este
estropicio!— Alcanzaste a decir al comprobar que todos te miraban de reojo
con cara de asco, salvo ella, que mantenía un gesto de preocupación.
— Tranquilo, tranquilo. Ya me encargo yo.— Tu amigo se levantó y fue a
buscar al camarero quien vino provisto de una fregona y una bayeta.
— Lo siento mucho— dijiste avergonzado—. Vaya fin de sobremesa.
—No pasa nada. Nos hacemos cargo.— La voz de ‘su zurda’ te sonó más
dulce que la mejor de las mieles—. En tu estado no deberías volver solo a
casa. ¿Quieres que te acompañemos? Tenemos el coche aparcado muy cerca.
— Te lo agradezco. Ya me siento mucho mejor. — Tu palidez inicial fue
abandonando tus mejillas—. Solo necesito estar un rato sentado hasta que se
me pase del todo. He estado reprimiendo las náuseas durante un rato y el
vomitar me ha sentado bien. Es lo que necesitaba, vaciar mi estómago.
— Aún así, creo que deberías dejar que te acompañáramos.— Tu amigo
insistió—. Bebe un poco de agua; es importante cerciorarse que la asimilas.
— Vale, vale.— Y diste un buen trago al vaso de agua que te ofreció—.
¿Convencido? — Le instaste al verificar que no la vomitabas—. Agradezco
vuestro ofrecimiento, pero ya estoy casi recuperado. Confiad de mí.
—No sabía que fueras tan tozudo— dijo ‘su zurda’ contrariada.
—Se nota que no me conoces.— Y esbozaste una media sonrisa—. Venga,
debéis iros. Sé que tenéis mucho que hacer. Yo me encargo de la cuenta.
—Nos sabe mal dejarte en este estado.—La voz de tu amigo sonaba
sincera.
— Estaré bien, os lo aseguro. Ah, y perdonad que no me despida dándoos
un abrazo; os hacéis cargo.— Y te despediste diciendo adiós con la mano y
una mueca indescifrable—. Os deseo lo mejor. Espero que nos volvamos a ver.
Salieron pisando algodones. Allí partía tu corazón, el de ‘su zurda’, del que
te creíste dueño y señor, agarrando de forma enérgica tu otro corazón.
El triángulo se desvaneció, y la ecuación, resuelta: tres menos uno igual
a…

Capítulo 6: El ‘conseguidor’ de sueños


Tardaste algún tiempo en darte cuenta de que no existía cirugía posible


para extirparla de tu cerebro, y menos de tu corazón, el que le pertenecía.
Supiste del verdadero significado de la palabra sufrimiento que, aunque no era
físico, te retorcía las tripas. Vagabas sin rumbo, como un fantasma
desdibujado; pero al contrario que los espíritus, eras un cuerpo sin alma.
De nuevo aborreciste tu don al convertirse en una abominación según tus
propias palabras. Sí, te permitió acercarte a ella; pero, ¿para qué?, ¿para vivir
en una perpetua agonía? Antes de su intervención estabas al borde de la locura
escuchando voces inarticuladas que se aglutinaban en tu cabeza, y maltrecho
al descubrir cómo ciertas personas, demasiado cercanas, te aborrecían; pero
nada comparado con el desengaño que te llevaste con ella, tan frustrante, tan
desgarrador. El eco de su ‘¡NO!’ trepanaba tu cráneo. Te abandonó a tu suerte
con tu corazón asido con saña, dejando en su lugar un órgano cumpliendo las
funciones anatómicas en un imperecedero moribundo.
Desprovisto de emociones, te refugiaste en el alcohol para aplacar tu ávida
sed de venganza y en los brazos de otras mujeres que llenaran tu vacío.—
¿Intentabas suplantarla? —Tu ‘modus operandi’ fue siempre el mismo.
Preseleccionabas a las necesitadas de cariño, de compañía, de comprensión, de
ser escuchadas; mujeres que tenían cubiertas sus necesidades básicas y que
echaban en falta ser valoradas y que las hicieran sentirse vivas. Tu don te
permitía escuchar sus reclamos a leguas de distancia; sus gritos eran tan
ensordecedores que los hombres de su entorno no alcanzaban a escucharlas.
Con solo divisarlas desde la lejanía, premeditabas el modo, el cómo y el
cuándo se rendirían en tus brazos. Descartadas las que perseguían sus propias
ambiciones, que no las tuyas, te centrabas en las altamente cualificadas que
tenían resueltas sus metas profesionales, pero no los emocionales, las
desengañadas y, cómo no, las desinhibidas necesitadas de sexo voraz. ¡Ah!, y
lo más importante, las presas escogidas debían pasar la ‘gran prueba’: las
sentabas en esta barra y estudiabas concienzudamente su reflejo en el espejo
donde dibujabas la imagen de ‘su zurda’. Como en los pasatiempos, buscabas
las diferencias; si encontrabas más de diez, las desechabas. —Tu conducta,
que para muchos podría ser considerada como misógina, atendía a otras
razones, razones que acariciaban la demencia.
Una vez seleccionadas, abrías de par en par las puertas de sus vidas y te
establecías, como un okupa. Con exclusivamente esos efímeros preliminares,
insistías en convertirte en el ‘conseguidor’ de sus sueños. Te resultaba fácil
aflorarlos de su mente, acariciando su córtex, con una leve presión en su
psiquis las despojabas del disfraz con el que pretendían ocultar sus anhelos.
Luego los hacías realidad en su presente; algo que creían que se les agotaba.
Éstos, lejos de ser imposibles de lograr —al contrario de lo que muchos
consideran—, eran en su mayoría muy simples: un abrazo en el momento
oportuno, prestarles atención a oscuras, un ‘te quiero’ con mirada sincera, un
obsequio para convencerlas de que pensaste en ella al adquirirlo, permitirles
que se despecharan contigo cuando y cuanto ansiaran, trasmitirles sensación
de seguridad en un tumulto, consolarlas en la desolación de la noche, enjugar
sus lágrimas hormonales y lo que más apreciaban: hacerlas reír durante una
tormenta.— Mejor: hacerlas reír sin escusa aparente.— A las excéntricas le
satisfacías sus recónditos antojos, soportabas sus extravagantes manías,
atendías sin rechistar sus esotéricas fantasías, hacías realidad sus utópicas
quimeras, saciabas sus oscuros deseos y lograbas despertarlas de sus ensueños
irreales. Alcanzaste un grado tal de sofisticación que te atreviste con las más
complejas, ¡llegaste a comprenderlas a todas!— Lo que todo hombre ansía en
mayor o menor medida y que, después de fracasar estrepitosamente en cada
tentativa, decide dejar de intentarlo—. Por mucho que te sorprenda, ninguna te
requirió comprarles la luna, ni que te comportaras como un súper héroe;
necesitaban un caballero en la calle, un fiero animal en la cama y un hermano
mayor en determinadas circunstancias.
Una vez satisfechos sus deseos, que no los tuyos, llegabas a aborrecerlas y,
carente de escrúpulos, las abandonabas con cualquier pretexto. Muchas se
resistieron ofreciéndote riquezas, incluso quienes consintieron compartirte,
pero ninguna te atrajo lo suficiente como para volver con ellas, ninguna.
Y sucedió lo inevitable, cuando el destino sentenció que habías jugado mal
las cartas que te repartió, te sumió en un punto de inflexión: tu mujer pidió el
divorcio al confirmar los rumores que se espolvoreaban y nunca intentaste
erradicar— lo cierto es que te convenciste de que nunca llegaste a enamorarte
de ella. Sí, te gustaba, te encariñaste de ella pero, lo que es amor, nunca lo
sentiste por ella como las veces que creíste estarlo y, mucho menos como el
episodio sufrido con ‘su zurda’. Quizá por ello no buscaste en ella el abrigo
que necesitabas en aquel momento; en cambio, actuaste de forma miserable
perdiéndole el respeto… No te fustigues por ello, encontró a alguien que le
hace feliz, y por ello terminó perdonándote—, y también te despidieron del
trabajo.— Tuviste la desfachatez de liarte con la mujer del director—. Te
abandonaste en todos los sentidos. Comías y bebías en exceso, y apenas te
aseabas. Pasaste de ser todo un gigoló, bien ataviado y perfumado, a un
despojo humano con herrumbre entre las uñas. Tus únicas compañeras fueron
la indolencia y la perfidia actuando contra tu persona.
Llegaste a odiarte de tal modo que tu degradación como persona llegó a
unos límites insospechados. Solo te aferrabas a los recuerdos de ‘su zurda’. Tu
obsesión, por ejemplo, te llevó a encerrarte en una biblioteca durante días en
una búsqueda sin parangón; obcecado buceaste en sus libros para resolver
cuestiones abstractas de las que tanto y tanto se han escrito, cuestiones tales
como: ¿Por qué nos enamoramos de ciertas personas? ¿Por qué no somos
correspondidos? ¿En qué lugar del cuerpo habita el amor?
Con respecto a la primera, encontraste varios motivos: afinidad por quienes
nos hacen sentir bien al recordarnos a nuestros progenitores, por quienes han
vivido experiencias similares o tienen gustos o valores similares; dando todos
los estudios por cierto que son las llamadas feromonas— sustancia secretada
por glándulas presentes en axilas, labios, cuello o ingles—, las causantes de
que sintamos atracción por alguien. Gracias a un órgano llamado ‘veromasal’,
independiente del olfato, las percibimos, creando en nosotros una sensación
que se traduce en amor. Todo ello sin olvidar que a todos nos atrae la belleza.
— Sé que es un tópico, pero lo de encontrar la belleza interior requiere que, de
entrada, esa persona nos atraiga físicamente.— Y es aquí donde entramos en
lo importante que es el estado de ánimo en el que nos encontremos. La falta de
confianza repele al amor. Son las personas seguras de sí mismas, atractivas a
sus ojos, las que más predispuestas están a enamorarse y a que se enamoren de
ellas. Y, aunque te parezca descabellado, dichas personas suelen buscar a
quienes se consideran iguales o incluso menos atractivos que ellos, no a los
más guapos.
Pero la teoría que se ajustó más a tu, llamémosle, enamoramiento fue la
que aboga que es la admiración por alguien lo que se traduce en amor. Ya lo
dijo Borges: “Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es
única”. Y yo añado más: son sus virtudes y aspiraciones, las ansiadas para
nosotros e imposibles de alcanzar, las que provocan que caigamos rendidos a
sus pies. Pueden llegar a ser personas diferentes a nosotros mismos,— nuestro
subconsciente las busca a nuestro alrededor diciendo: “Bastante tenemos con
aguantarnos a nosotros mismos”—. Precisamente nos solemos enamorar, no
de nuestra alma gemela, sino de nuestra alma complementaria.
Resolviendo la primera, diste por zanjada la segunda: el rechazo. Te
basaste en la teoría de la correspondencia. Puedes enamorarte de alguien por
alguna de las causas citadas, pero si esa persona considera que no comparte
contigo ni gustos, ni experiencias, ni valores,… poco se puede hacer.
Pero, ¿estabas realmente enamorado? ¿Fue la negativa la causa que
propició que no fueras correspondido? ¿No sería tu fijación por tu amigo, el
envidar su felicidad, lo que alertó a tus sentidos para generar esa falsa
sensación?
Bueno, sigamos. Restaba la tercera pregunta, la que más te carcomía: ¿En
qué lugar del cuerpo habita el amor? La mayoría coincidía en ubicarlo en el
cerebro, unos en el estómago— de ahí lo de las mariposas revoloteando—, en
las vísceras, pero ninguno en el corazón. Está constatado que médicos egipcios
— los primeros que diseccionaron cadáveres humanos—, al observar la
intrincada red de venas, arterias y nervios que surgían del corazón, lo
asociaron con el centro de las emociones, que lo corroboraba el hecho de que
éste latía más intensamente al excitarnos o aterrorizarnos. Y tú te aferraste a
esa creencia, dejando de lado lo que dice la ciencia hoy en día:
“Diversos estudios científicos han demostrado que el enamoramiento se
produce por la acción de ciertas hormonas, como la serotonina o la dopamina,
que anulan el pensamiento crítico y crean la irremediable necesidad de volver
a ver a la persona amada; o como la oxitocina, que se libera durante el
orgasmo y se vincula con las relaciones duraderas y monogámicas.”
“Los estudios del cerebro ya han demostrado que las emociones humanas
se originan en el sistema límbico, un conjunto de estructuras que incluyen el
hipocampo y la amígdala.”
“Los resultados de los estudios revelaron que dos estructuras del cerebro,
en particular, la ínsula y el núcleo estriado, son las responsables tanto del
deseo sexual como del amor.”
“El área del núcleo estriado del cerebro, al activarse con el amor, se vuelve
más compleja”.
"En el cerebro, el amor funciona de la misma forma que la adicción a las
drogas".
Solo compartiste ésta última afirmación: tu amor por ‘su zurda’ era como
una droga, y como tal adicto adolecías del síndrome de abstinencia. En ese
estado la supliste con placeres más fáciles de conseguir o adquirir— muchos
sucumben a ellos—: comer y beber, y después seguir comiendo y bebiendo.
La báscula te escupió la verdad en la cara: engordaste más de 30 kilos.
Y así pasaste los días, tantos que ni yo recuerdo cuantos, sentado en esta
misma barra, con la esperanza de que apareciera. “¿Seguirían con su viaje
estelar?” te preguntabas alzando la vista. Resultaba que tú, el ‘conseguidor’ de
sueños, los hacías realidad para otros, mejor, para otras; pero, y los tuyos,
¿quién los haría factibles? La respuesta, sencilla: ella, ‘su zurda’, era tu
‘conseguidora’ de sueños. Ella, la dueña de tu corazón y de tu vida, era la
única capaz de cambiar tu anodina existencia y volver a repartir las cartas.
Su barco…— Perdóname el símil. Tengo que confesarte mi otra gran
pasión: navegar sobre aguas inexploradas, fosas abisales que el hombre
comienza a descubrir, como la mente humana, donde apenas conoce su
corteza…— ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí…! El barco tripulado por ambos surcaba
mares sin apenas oleajes. En cambio tu penosa barcaza iba a la deriva sin
nadie que la gobernara, azotada y bamboleada por enormes olas y tremendos
remolinos.
Requerías hacer virar tu sino para no naufragar o, en su defecto, cambiar tu
cochambrosa barcaza por un sólido navío que pudiera lidiar con tan bravas
aguas. Y lo hiciste: utilizaste tu don para poder adquirir uno nuevo y lujoso;
para ello decidiste introducirte en el mundo de las finanzas, codearte con los
cargos de grandes empresas, los que disponían de la información relevante
para utilizarla en tu favor. Sucumbiste al deseo irrefrenable de llenar tus
bolsillos para cubrir tus vicios gastronómicos y otros que omitiré.
Cambiaste de imagen, ofreciéndote al mundo como un hombre renovado,
optimista. Aunque con varias tallas de más, tu sonrisa te acompañaba de
nuevo. Frecuentaste restaurantes donde acudían los amantes de la buena
comida, del dinero y de casi todos los terrenos que pisamos. Con la
información recabada, invertiste pequeñas cantidades en bolsa, primero, y en
algún bien inmobiliario después. Fue fácil, muy fácil, más de lo suponías,
ganarte la confianza de esas mentes repletas de cifras y ambiciones, egoísmo y
avaricia, tan encasas de emociones y carentes de escrúpulos. Eso sí, no dejaste
de venir a este bar, al que considerabas propio, como un segundo hogar.
Además, la camarera, se convertiría en tu única amiga.— No la mires de esa
manera, intenta mostrarte natural, se va a dar cuenta que estamos hablando de
ella—. ¿Recuerdas el día que ‘su zurda’ te hizo el test tras su cirugía, cuando
leíste lo que ella pensaba a modo de prueba? Aunque no te dejó contárselo,
supiste de sus sentimientos hacia ti; debiste llamar su atención al estar
acompañada por tan despampanante mujer. ‘Su zurda’ fue el detonante para
arrancarle aquel deseo irrefrenable hacia tu persona.
Durante todo el tiempo que pasaste aferrado a esta barra te exigiste no
utilizar el don con ella, que, casualidad o no, también es zurda si la observas.
Fue testigo de cómo te hiciste añicos y luego te reconstruiste con un manual
equivocado. Por muy bien que encajaste las piezas, te faltó una…: tu corazón,
y la supliste por otra intangible pero a la vez palpable por lo perniciosa…: la
envidia embadurnada en hiel. La camarera fue la única que se percató de todos
tus cambios camaleónicos sufridos a causa de ese componente que se instauró
en el centro de tu pecho. Tu yo abatido mutó a algo ruin: un despojo humano
al carecer de sentimientos. Luego tu involución hacia un ser cuya sombra no le
correspondía, pidiendo auxilio sin ser oído, salvo por ella, la camarera, un
puerto de socorro en momentos de zozobra, una playa donde retozar o un faro
advirtiéndote de los peligros al nublársete la vista.
Es sabido por quién frecuenta los bares que muchos camareros y camareras
son sicólogos encubiertos; trasladan su consulta transformando sus divanes en
barras como ésta. Sus pacientes, después de tomar su medicación— el suero
de la verdad en forma de dosis de alcohol, en diversos formatos y posología—,
se desinhiben y abren de par en par sus corazones— los que poseen uno, claro
—, dando rienda suelta a sus lenguas, escupiendo sin cesar lo que en otras
circunstancias callan, quizá por temor a no ser escuchados.
En tu caso, supiste de su sencillez y temperamento, de su gran corazón sin
dueño. Amiga de sus amigos, buena conocedora de las personas gracias a su
trabajo, que evita inmiscuirse si no es requerida. Su atractivo no radica en su
rubia melena, su voluptuosidad, su cara luminosa, siempre sonriente, ni en sus
ojos pardos y muy vivos, sino en el raro don de saber escuchar.
En su diván confesaste tu desengaño amoroso, cómo concluyó tu
maltrecho matrimonio, tu caída del pedestal y de los motivos que obligaron a
virar tu mediocre embarcación hacia nuevos horizontes. Ella, por su parte, te
reveló su soltería, no por falta de pretendientes. Despechada con los hombres,
dada su experiencia, ha perdido toda esperanza de encontrar el amor de su
vida; únicamente se ciñe a disfrutar del presente sin pretender nada más.
No llegó a ser amor, solo os encariñasteis. Fue la única persona que
justificó tus actos al compartir mucho de lo que tú sentías. Solo con verte sabía
cómo te había ido el día. Se convirtió en tu confidente. Había complicidad
entre los dos y, sin pretenderlo, terminasteis intimando más de lo necesario. Te
satisfizo enormemente; es una gran amante: sabe hacer gozar al género
masculino sin entrar en depravaciones obscenas o fetiches sexuales ocultos.
Os utilizasteis el uno al otro como válvula de escape, procurando, siempre,
no aprovecharos de las circunstancias. Fue una relación natural, de personas
que se aprecian, necesitadas de cariño y se conocen lo suficiente como para
huir de la hipocresía. Sin propósitos comunes; sabíais que el futuro de cada
uno no le pertenecía al otro. Os dejasteis arrastrar por la pasión, por los
instintos más bajos, sin ningún tipo de compromiso. Cuando practicabais sexo,
era algo físico, a lo sumo rellenabais el vacío del uno con el del otro. Después
los vacíos compartidos se individualizaban, sin un atisbo de egoísmo ni
extrañeza al separaros. Pretendiste, sin conseguirlo, olvidar a ‘su zurda’ y
enamorarte de ella, pero sin el órgano que te provee de ese sentimiento, fue
imposible. Estabais abocados a una relación ausente de amor, vuestro sino.
Gracias a ‘tu camarera’, como la llamabas con cariño, rejuveneciste sin
dejar de lado tus aficiones culinarias— eso sí, más moderadas—, y tu nueva
tarea de amasar dinero y bienes. Tampoco perdiste la esperanza de que ‘su
zurda’ apareciera con tu corazón en su mano. A cambio ‘tu camarera’
manifestó que vuestra relación le ayudó a darle algún sentido a su existencia;
por supuesto, a sabiendas de que nunca le pertenecerías. Y todavía espera a su
dueño.

Capítulo 7: “¡Hasta pronto ‘mi otra zurda’!”


El dinero se amontonaba a tu alrededor, colmando también los bolsillos, ya


de por sí repletos, de tus nuevas amistades especuladoras de las altas esferas.
Para sus ojos poseías un potencial a exprimir: intuición y visión periférica. No
recayeron que tu poder era el que te brindaba la capacidad de visionado al
franquear su córtex cerebral; eran un libro de contabilidad abierto. Te resultaba
de lo más divertido ver sus expresiones al decirles justo lo que esperaban oír,
como si existiera una simbiosis entre vosotros. Lo que no supiste entrever es
que toda aquella ingente cantidad de billetes conformaron unos elevados
muros, impidiendo que tus ojos los sortearan.
Tras tus últimos recuentos del capital que amasabas, temiste perderlo, y
decidiste incorporar a alguien que te ayudara a conservarlo y administrarlo a
nivel legal y fiscal. Buscaste a una persona joven, inteligente y experta en esos
menesteres, imponiendo una sencilla premisa: quién se embarcara contigo
debía tener una mente no tóxica que pudieras modelar a tu antojo.
Muchos gozaban de esas cualidades. A modo de casting, entablaste
amistad con los preseleccionados.— Desechaste de entrada a las candidatas de
sexo femenino, no por machista; te conocías lo suficiente como para saber que
lo echarías todo a perder si prevalecía el recuerdo de ‘su zurda’ en tan delicada
decisión—. Para los elegidos solo fueron encuentros ocasionales y totalmente
fortuitos. “¡Qué ingenuos!”, pensaste. Al fin te decantaste por el más
adecuado: 28 años, alto y bien parecido, elegante, muy honesto y poco
ambicioso y avaricioso, un portento en el conocimiento de derecho mercantil y
fiscalidad, y lo mejor, sin cargas familiares. ¡Ya tenías a tu hombre!
Se ganó tu confianza desde el principio: hacía su labor como el mejor,
gestionaba tus cuentas de forma escrupulosa y minuciosa, e incluso te buscó
uno de los mejores apartamentos de la ciudad para vivir como te merecías.
Sopesaste el transferirle tu poder a aquel joven.— Nunca lo habías hecho
con nadie y desconocías las consecuencias. Aunque contigo fueron fatales,
profesabas que cada individuo tiene sus particularidades y circunstancias—.
Finalmente te decantaste y probaste, no sin antes formarle con un cursillo
intensivo de lo que debía y no debía hacer, según tu efímera experiencia.
Intentaste inculcarle el buen uso del don y qué eludir para no sufrir como tú lo
hicieras. Incluso le arrancaste un juramento: “Nunca usaré este poder para
dañar a otras personas, y me comprometo a no transferírselo a nadie”.
Pasado los trámites del cursillo y del juramento, procediste; le sometiste a
un férreo marcaje para corroborar que seguía las pautas establecidas,
modulando el uso que hacía del don. Era inteligente, y con aquel poder en sus
manos mejoró vuestro negocio y consideraste convertirle en tu socio. El
experimento fue todo un éxito. Te sentías exultante; por fin te sonreía el
destino, que no era otro que encumbrarte a la cima, a tu particular cima.
Tu ya socio se agenció un apartamento muy cercano al tuyo. Adquiristeis
una oficina bien ubicada donde prosperó aún más vuestro pequeño imperio.
Tenía dos grandes despachos, una enorme sala de reuniones y un recibidor
para un secretario y un ayudante; dos nuevas incorporaciones. Por fin tu nuevo
barco largó el velamen sin miedo a enfrentarse a las peores tempestades.
La confianza depositada en tu socio— hacía verdadera magia—, le
permitió tomar decisiones cada vez más relevantes, sacando el máximo partido
de tu dinero, y lo más importante, cumpliendo fielmente con tus
mandamientos.
Por fin comenzaste a pensar más en ti y menos en el dinero; adelgazaste
practicando deporte con regularidad junto a una dieta equilibrada. ‘Tu
camarera’ fue de nuevo testigo de tu transformación, esta vez en positivo: te
estabas convirtiendo en un triunfador. Vuestros encuentros fueron más
frecuentes; satisfacía tus necesidades afectivas de tal modo que dejaste de
‘perseguir’ a otras mujeres. Ella te proveyó del equilibrio que añorabas.
Aunque carecíais de la tierra y el abono necesarios para que germinara el
amor, os sentíais exultantes juntos, resignados a vuestro estado de eterna
búsqueda; ella y su amor desconocido, y tú y tu amor desaparecido.
En ese estado placentero y aletargado estabais cuando apareció en escena
una nueva mujer. Incurrió en vuestras vidas, en el bar, sentándose en esta barra
una tarde primaveral. Llevaba un vestido de raso celeste con tirantes, dejando
al descubierto unos hombros apetecibles. Unas sandalias a juego con tacón
alto realzaban sus contoneadas piernas. Era rubia, de estatura media, bien
proporcionada, ojos color miel, con una ligera sombra azulada en párpados
que los realzaban; sonrisa de cine con labios rojos y apetitosos y cara de ángel
y demonio a la vez. Fue esto último lo que más te fascinó. Algo sobrenatural
te empujaba hacia ella; ansiabas abrazarla, acariciarla, saborearla. Advertiste
lo inaudito: tu corazón, donde estuviera, dio un vuelco y el espacio donde
debía ubicarse se despojó de todo resentimiento.
Por un momento quisiste hacer uso de tus poderes para descubrir si eras o
no correspondido; ardías en deseos de saber qué pensaba, pero el sentido
común te obligó a retroceder rápidamente, prohibiéndote utilizar ese don con
ella. Debía surgir, lo que fuera, de un modo natural. Te arriesgarte a
enamorarla por cómo eras, sin engañar a nadie y menos a ti mismo. Te
apabulló la necesidad de empezar aquella aventura intentando recuperar lo que
siempre anhelaste — y quién no—: ir agarrado del brazo de alguien para
afrontar las infames trabas con las que muchos nos intentan zancadillear.
Se sentó en un taburete, a tu derecha, pidió un ‘Rueda’ bien frío y se puso a
consultar el móvil. Estabas fascinado, no dejabas de mirarla. ‘Tu camarera’ le
sirvió el vino y, percatándose de tu encantamiento, se te acercó.
— ¡Toc, toc! ¿Hay alguien?— te dijo en voz baja, y volviste a la realidad.
— ¿Qué te parece? Es muy atractiva y… ¡no lleva anillo!— La confianza
depositada en ella te permitía hacerle cualquier tipo de comentario.
— Lo del anillo, no lo tomes en consideración. Hoy en día mucha gente no
lo lleva o, simplemente, no se casa con sus parejas. La vida moderna, ya sabes.
— Lo sé, lo sé... Creo que voy a intentarlo con ella. ¿Qué opinas?
— Es cosa tuya; nuestra relación no nos ata, somos libres. Yo lo intento
siempre que veo alguna oportunidad, y nunca he esperado a que me dieras
permiso; además…, por lo general no estás presente.— Y te guiñó un ojo a la
par que te ofrecía una sonrisa maliciosa—. Parece maja y si te hace sentir… ya
sabes. No pierdes nada al intentarlo. ¡Ánimo!—‘Tu camarera’ sabía decirte lo
que tenía que decirte y cuándo hacerlo—. ¿O es que has perdido práctica?
Bien que me has restregado por las narices a no sé cuántas. Imagino que
resulta más fácil seducir a quien no representa nada para uno.
— Me suena a reproche. ¿Es que estás celosa?— Y le escrutaste los ojos.
— ¿Celosa? — Un gesto fugaz de desagrado la delató—. Ya soy
mayorcita, y desde el principio asumí mi papel en nuestra, llamémosla,
relación.
— Vale, vale. Es que nunca habías mostrado tanta acritud. Te conozco lo
suficiente para saber cuando algo te agravia; y esta situación te resulta
molesta, ¡confiésalo!— Ella negó con la cabeza y su sonrisa dulce retornó—.
Sé que eres muy perspicaz e intuyo que habrás notado algo diferente.
— Lo cierto es que nunca me has mirado del modo que lo haces con ella.
Y digo más… No recuerdo que lo hicieras con ninguna otra mujer; excepto
con una, y sabes bien a quién me refiero.— La sombra de ‘su zurda’ os cubrió,
obligándote a cambiar el semblante—. Uf, lo siento. Yo no quería…
Vuestra conversación se paró en seco al escuchar su voz: “¿Qué le debo?”.
Cuál fue tu sorpresa cuando comprobaste que… ¡era zurda!: usó su mano
izquierda para sacar el dinero de su monedero… “¡Debe ser una señal! ¡Es
demasiada coincidencia!”, pensaste. Al pasar a tu lado sonreíste para tus
adentros, y también hacia afuera, y le dijiste: “Que le vaya bien el día. Espero
volver a verla”. Ella te devolvió la sonrisa y contestó: “Es posible, me agrada
este bar y más sus clientes. ¡Hasta la vista!”. Obnubilado, con un hilo de voz
tan fino que no alcanzó sus oídos, llegaste a decir: “¡Hasta pronto ‘mi otra
zurda’!”. Y salió contoneándose, mientras tú la perseguías con la vista.

Capítulo 8: Viraje a los acantilados


—¿Cómo te va con tu nueva conquista?— preguntó ‘tu camarera’ con


sorna.
— Sabes bien que no la considero una conquista. Esas páginas ya son
pasado — la recriminaste—. Creo que por ella siento algo difícil de explicar.
— No te pongas así. Sé que si te fuera indiferente no te comportarías como
lo haces. Soy tu amiga, ¿te has olvidado? — Te reprochó contrariada.
— Perdona. Tienes toda la razón, como siempre. Posees la capacidad de
mirar dentro de mí mejor que nadie.— Y le regalaste una sonrisa agradecida
—. Siento que mi vida ha encontrado el sendero adecuado, dejando atrás otros
pedregosos y llenos de zarzas. Desde que la conocí he recuperado unas
sensaciones postergadas que me surten de otras irreconocibles.
— Lo que te pasa es que estás enamorando hasta las trancas. Se nota a la
legua que te han robando el corazón... Y ella, ¿siente lo mismo por ti?
—Imagino que sí, aunque muestra muchas dudas, excesivas. Cometí el
error de ser demasiado sincero…— ‘Tu camarera’ frunció el ceño—.
Desconoce lo nuestro, no te inquietes; solo he confesado someramente mis
desventuras… Aún así, la he pifiado… Ahora sus dudas las he hecho mías y
me impiden dormir… Y cuando el sueño me vence, una pesadilla se repite:
soy un niño y construyo un castillo de arena en la playa; luego ella irrumpe y
lo destruye con saña aprovechando un descuido.— Con las manos ocultaste tu
cara al mundo.— No hay que ser muy inteligente para saber lo que significa.
— Es normal lo que te sucede— dijo ‘tu camarera’ y amiga, como la que
sabe bien de lo que está hablando—. Pasada la primera etapa, cuando la pasión
amaina, uno empieza a dejar de mirar el presente y pretende vislumbrar el
futuro. Hay plantas que no brotan ni siquiera en los terrenos más fértiles, solo
si son abonadas y regadas a diario lo consiguen, y aún así... Piensa que ella, al
igual que tú, se estará enfrentando a sus demonios. A nuestra edad no partimos
de cero; cada uno acarreamos nuestro propio bagaje, más o menos afortunado,
y todo entra en la coctelera.— Con expresión inquisidora prosiguió:— Si la
quieres de verdad, debes ser paciente. Sincérate poco a poco, para que no se os
atragante.— Aquí te brindó una mirada picarona.
— Cierto es, pero hay secretos que es imposible compartirlos con nadie, ni
siquiera con un amigo.— Y buscaste un gesto de comprensión en su cara.
— Por supuesto; si desveláramos los secretos que nos imprimen la
sensación de individualidad estaríamos perdidos, a merced de los seres sin
escrúpulos.
“¡Qué razón tienes!” pensaste. “Si tú supieras”. Y guardaste la compostura.
— Por todos es sabido que la confianza plena es una utopía— disertaste—.
Debemos guardarnos algo para nosotros, mantenerlo oculto al resto de
mortales. Solo a nuestros seres más queridos les mostramos en mayor o menor
medida nuestro verdadero rostro, ante ellos nos deshacemos de las primeras
máscaras, pero no de las sucesivas. Todos poseemos multitud de ellas e
intentamos exteriorizar la que nos interesa o nos fuerzan a revelar en función
de las circunstancias, como si festejáramos un carnaval continuo durante toda
nuestra existencia. Aunque también es cierto que hay quienes su perspicacia
nos las arranca de cuajo sin apenas darnos cuenta de ello.
— Así es.— Y se le escapó una sonrisa malévola—. Pero estarás conmigo
que deberías referirle la parte de tu vida que si llegara a sus oídos por extraños
dinamitaría vuestra relación.— Bajó la mirada entornando los ojos.
— Precisamente eso me aterroriza. Si le cuento lo perdido que estuve
cuando ella…— tu mirada se escapó tras la cristalera—, lo de mis romances
múltiples y variados…, seguro que me abandonará.— Tu conciencia habló.
— Insisto, es mejor que lo haga escuchándolo de tus labios que por boca
de otros. Exponle tu verdad. Lo que oiga de los demás llevarán la firma de
quién lo cuente, y puede ser una firma enemiga, haciéndose una idea
tergiversada. Si eres tú el que lo hace, podrás resolver las dudas que le asalten
estando presente.— Y te señaló con su dedo índice izquierdo para resaltar más
su consejo—. En caso contrario, vagará con la incertidumbre, y no tendrás
ocasión para contarle tu versión. Te abandonará sin que sepas el por qué...
— Estoy contigo. La confianza, el respeto y el amor son fundamentales. —
Así es, para que un barco surque los siete mares enfrentándose a cualquier
infortunio, requiere ser construido con esos tres sólidos mástiles.
— Bien dicho. Ahora solo tienes que empezar a ser feliz. Con lo bien que
va tu negocio y el haber conocido a alguien por quién luchar ¿Qué te falta?
— Esa pregunta me la hago una y otra vez.— Entonces fuiste tú quién
decía ‘no’ con la cabeza—. Al hecho de querer resolver sus dudas y las mías,
se suma una extraña sensación, un ardor en el estómago que me brama algo
ininteligible. El negocio que he montado prospera a pasos agigantados. Y lo
cierto es que apenas si le presto atención. Mi socio es muy eficiente. Cada vez
que reviso las cuentas, están más abultadas, ¿para qué preocuparme?
— ¿Tanto te fías de él? No me malinterpretes; según comentas tu socio es
un crack, pero no deberías confiárselo al completo… Será todo legal, ¿no?
— Por supuesto.— Un atisbo de duda te sobrecogió al surgir esas palabras
de tu boca—. Él es un experto y siempre hemos hablado de hacer todo dentro
de la legalidad. Pero tienes razón, soy excesivamente confiado.— No te quedó
más remedio que ratificar sus afirmaciones, te conocía bien—. Lo indudable
es que las últimas semanas han sido para ella. La he dedicado toda mi atención
y mis sentidos. Ahora mismo es lo más importante para mí. El dinero y el
negocio no son relevantes en estos momentos, aunque sí que debería contratar
una auditoría externa para tener una segunda opinión.
— Muy buena idea. Ya sabes: cuatro ojos ven más que dos. Además, ¿para
qué quieres tantísimo dinero? Estoy segura de que ahora mismo no sabes ni
cuánto tienes amasado. ¿O me equivoco?— Y abrió mucho los ojos.
— La verdad es que no… Se me ha pasado por la cabeza retirarme y vivir
de las rentas, como se suele decir.— Hiciste una pausa a modo de reflexión.
— Eso sería fantástico… ¡Quién pudiera! Te acordarás de las amigas, ¿no?
— No lo dudes; aunque no debo precipitarme y pensarlo con detenimiento.
En ese momento entraron dos hombres con traje oscuro, te abordaron y te
esposaron. Dijeron que estabas detenido, que guardaras silencio porque todo lo
que dijeras podría utilizarse en tu contra. Los delitos que te atribuyeron fueron
muchos, pero solo mencionaré los más graves: blanqueo de dinero, uso de
información privilegiada y alzamiento de bienes.
Tu amiga se quedó petrificada; comprobaste cómo su expresión articulaba
una mueca de estupefacción antes de romper a llorar. Cuando te llevaban casi
a rastras, decía: “¡Lo sabía!”. Efectivamente, ibas a dar con tus huesos en la
cárcel. Lo gracioso es que no sabías el motivo, pero el desconocimiento del
delito no te exoneró de la culpa. De lo único que tenías certeza era de quién
había auspiciado todo aquello. Con un solo gesto se pierde la confianza.
No te percataste del momento en el que tu segundo de abordo cambió el
rumbo del barco que creías tuyo. Tu ofuscación y prepotencia hicieron que
perdieras de vista el horizonte durante excesivo tiempo. Te volcaste tanto en
‘tu nueva zurda’ que dejaste en manos de aquel joven el timón de tu hado.
Nunca sabrás si urdió aquel plan desde el principio o la causa fuera su
ineptitud. Lo único seguro es que tu socio ya no estaba a bordo de tu barco
cuando iba a la deriva y se dirigía fatalmente hacia los afilados acantilados.
¿Cuándo abandonó el barco?, ¿dejó de gobernarlo cuando descubrió lo que
se avecinaba?, ¿se vio obligado a saltar?, ¿se ahogó?, ¿la cobardía le impidió
confesar y asumir su error de cálculo a la hora de fijar las coordenadas?, ¿se
confundió de mapa cartográfico, los malinterpretó su inexperiencia? O al
contrario: ¿dirigió el barco deliberadamente hacia su fin?, ¿sabía más de lo
creías, dejándote a tu suerte, saliendo él airoso?, ¿utilizó el don que le
proporcionaste para fletar su propio barco, en el que huyó, o se embarcó en
otro de mayor calado, más sugerente? Aquello te sobrepasó y una enormidad
de preguntas, de las que no merece dar respuesta, afloraron en aquel manto
fértil en el que se convirtió tu mente delirante. Por inverosímil que parezca, tu
socio desapareció de la faz de la tierra. Nadie supo de su paradero, junto a una
suculenta suma de dinero.— Saca tus propias conclusiones—. Tú y solo tú
fuiste el responsable de lo acontecido. Nunca debiste enfrentarte a los socios
de ese selecto club donde se carece de escrúpulos y corazón. Aunque ‘su
zurda’ se llevó el tuyo, su poso conservaba ese dolor tan característico por su
ausencia, como las personas a las que les han amputado alguna extremidad y
siguen teniendo picores, incluso molestias en el miembro ya cercenado.
Manipularon a tu socio para su fin: ofrecer a la sociedad una cabeza de turco y
justificar la existencia de los que abogan por el juego limpio. Suscitaron la
idea de que la corrupción no tiene cabida en nuestro mundo moderno. Que
quien no cumple con las normas, lo paga. Os manejaron como marionetas para
haceros creer lo que pretendían. — Pero, ¿a quién pretenden engañar?— Aún
sabiendo de primera mano, directo de sus mentes, de qué calaña estaban
hechos y de sus argucias, tu orgullo y anquilosamiento propició que bajaras la
guardia, y ese fue tu gran error.
Y lo pagaste bien cuando ella, ‘tu otra zurda’, desapareció de tu vida por
ello. Al enterarse de tu encarcelamiento y de todo lo que salió a la luz sobre
tus conquistas interesadas, no quiso volver a verte, solo te dejó una carta y un
adiós. Los de siempre se encargaron de airear tus fechorías por doquier,
tachándote de ‘gigoló sin escrúpulos’ por desvalijar a ciertas mujeres. Saben
bien cómo desprestigiar a quienes les interesa. Para ello utilizaron a los
periodistas, los orquestaron. Y ellos, ¡cómo no!, cumplieron a la perfección
con su labor: te convertiste en una suculenta carnaza. Solo tuvieron que rascar
un poco en tu pasado para airear tus trapos sucios, y si no estaban
suficientemente sucios, ya los embadurnaban con estiércol y podredumbre.
La ira te envolvió como si se tratara de papel celofán transparente para no
perder detalle, pero incapacitando tus movimientos. ¿Quién te creería? Eras el
malo de la película y lo seguirías siendo hicieras lo que hicieras. ¿Para qué te
sirvió tu don mejorado? Esta vez intentaste usarlo con buenos fines; eso sí, de
nuevo en beneficio propio, y todo se retorció como los pensamientos de las
personas más malévolas. ¿Qué más podías perder? Tu mujer te abandonó, y
tus amigos, y tu amor, y tu nuevo amor. Desorientado a la deriva, sin poder
corregir el rumbo, ¿qué podías hacer sino resignarte?
Con la peor sensación que se te puede ‘honrar’, precisamente con ese
legado, el que te acucia a dejar de ser persona, la carencia de miedo se
establece en tu mirada, fría e irreverente, inyectada en sangre incluso. — Por
mucho que preveas el futuro, anteponiéndote a los hechos que están por venir,
orientando tus actos, nunca aciertas del todo, nunca. Existirán siempre
impredecibles variables que acompañan a nuestro devenir sin perderlo de
vista. — “¡Para qué tanto miramiento! ¡Ahora toca actuar de modo distinto!
¡Hacer el mal por y para el mal!” proferiste con la sequedad en la garganta,
fruto de una ansiedad sin parangón, la que te obligó a beber de la hiel de la
venganza, ese animal cruel e insaciable que cohabita en los intestinos y
emerge al azuzarle con violencia extrema, y el tuyo emergió con virulencia.
No pergeñaste ningún plan. Lo único que hiciste fue fijarte una dirección y
un fin: “¡Que sufran lo indecible!”. Para ello te dejaste llevar por tu instinto
más devastador y depravado, simple y llanamente. No necesitabas nada más.
Lo primero fue salir en libertad condicional, pero, ¿cómo? Con las cuentas
intervenidas y los bienes embargados, fue ‘tu camarera’ la única que se fiaba
de ti y depositó la fianza. Utilizó sus ahorros, los destinados a recomenzar en
cualquier lugar si se diera el caso. Luego debías demostrar al mundo, el que
por aquel entonces te señalaba con el dedo, que eran falacias todos los delitos
de los que te acusaban, con el objetivo de conseguir, por el mismo precio, que
llegara a los oídos de la única persona que te importaba. Con ello alcanzarías
tu primer hito: cuestionar las injurias infundadas aireadas por los medios, y
para ti el mayor de los beneficios: el beneficio de la duda.

Capítulo 9: Las cartas


De nuevo en esta barra y refugio, no pudiste dejar de fijarte en el hombre


sentado a tu derecha. Su cara te resultó familiar y no lograste reprimir tu
curiosidad. Acariciaste con suavidad su cerebro y… “¡Ya recuerdo!”, soltaste.
Era la segunda persona con la que utilizaste tu don el día nefasto en el que tu
amigo irrumpió en tu vida; recordaste que estaba sentado en la misma silla,
bolígrafo en mano y pensando qué números apostar en la lotería, pero no le
diste la menor importancia. Pero había cambiado, como si su devenir le
hubiera arrollado con saña; su transformación era notoria: un cuerpo enjuto y
unas facciones envejecidas de modo prematuro fruto de la amargura.
Ahondaste más bajo su corteza cerebral para saciar tu curiosidad, y no pudiste
por más que sentir empatía con él, por todo lo que había sufrido y lo seguía
haciendo. Fue cuando examinaste una vez más tu reflejo en este espejo,
revelando cómo tus rasgos se asemejaban a los de él. Al observaros sin
pestañear a través del espejo, sus pensamientos te sacudieron con una bofetada
helada, con la premonición de lo que estaba a punto de acontecer; las
imágenes aparecieron nítidas en tu retina: muerte y destrucción por doquier. Y
lo que más te sorprendió es que ese hombre creía, desde lo más profundo,
tener el poder de salvar esas vidas si hacía lo que tenía que hacer.
Lo apreciaste claramente: aquella persona necesitaba purgar sus pecados
con la peor de las condenas: su propia vida. “¡No es justo!”, exclamaste. Aquel
individuo se inculpaba por las torturas infligidas por otros, por sus decisiones
en situaciones límites y por lo que le estaban exigiendo hacer. Deberían ser sus
verdugos, y no él, los que pagaran por esos crímenes.
De pronto, aquel individuo, percibiendo la intrusión en sus pensamientos,
con expresión estupefacta, pagó con celeridad, salió del bar y desapareció.
¿Por qué te identificaste con semejante individuo? ¿Sería porque tú
también necesitabas expiar tus pecados? ¿No era suficiente castigo el verte
despojado de todo? “¡NO!”, gritaste para tus adentros a la vez que bajabas la
cabeza y la cubrías con tus manos. “… Ahora les toca a los demás rendir
cuentas ante…, y no se va salvar nadie, digo bien… ¡NADIE! Lo juro”.
Un atisbo de duda surgió de tus adentros al palpar tu chaqueta y notar el
papel que escondías en el bolsillo, la carta que tantas veces leíste, la carta de
ella, de ‘tu otra zurda’. Te la entregó ‘tu camarera’ con algo de recelo, ya no
sabía qué pensar de ti. Creía conocerte, pero con tantas barbaridades
difundidas sobre ti en prensa y resto de medios, las dudas la sacudieron como
a un saco de un boxeador. No la culpaste. Necesitó un tiempo para meditar, y
se lo diste; no querías perderla como amiga. Ya habría un mejor momento para
dar explicaciones cuando todo pasara, ¡porque pasar, pasó!
Sacaste la carta, la desplegaste y volviste a leerla con atención:
“Hola,
Espero que estés bien, dadas las circunstancias. Lo deseo desde el fondo de
mi ser. Créeme.
Yo, como no puede ser de otra forma, estoy muy contrariada y confundida
por todo lo acontecido.
Empecé a creer en ti: un hombre cariñoso, atento, divertido... pero todo se
derrumbó como un castillo de arena devastado por las olas. Por inaudito que
parezca, cuando estaba junto a ti, me hacías vivir una aventura sin fin, llena de
emociones y pasión, mucha pasión; y aunque nunca me mostraste tu corazón,
desconozco los motivos, quise creer que construíamos algo muy tangible entre
los dos.
A causa de la mochila que porto, la que a todos nos pesa, quizás me
mostrase desconfiada al principio, aunque luego me forcé en dejar de lado ese
sentimiento. Lástima que me demostraras que me confundí, y que eres igual
que el resto, o peor aún al engañarme con tus banas palabras. Son los hechos,
y solo los hechos, los que acompañan la verdad, por mucho que se pueda
llegar a tergiversar.
Lo único cierto es que no sé quién eres, si el hombre que me mostraste o el
que aparece en todos los medios. Aunque, pensándolo bien, ya no me interesa
saberlo. Entenderás, por tanto, que no quiera saber nada más de ti. Por favor, si
sientes algo por mí, no intentes ponerte en contacto conmigo.
Adiós,”
Por enésima vez tus lágrimas saltaron al vacío. ¡Sí, no quería saber nada de
ti! —Tú en su lugar te hubieras comportado de la misma manera—. ¿A quién
iba a creer? Por todos es sabido que si el río suena agua lleva, y mucha, por
desgracia, tanta que se desbordó saliéndose de su cauce, arrastrando las
inmundicias que te rodeaban y anegándolo todo. Al principio el agua alcanzó
tu cuello, luego el calor la evaporó y convirtió el suelo que pisabas en una
zona pantanosa llena de mugre y cieno, un auténtico cenagal que te impedía
moverte. Renegaste por no ahogarte, seguro que nadie te echaría en falta.
Lo único que te restaba eras tú con tu rabia, tu orgullo y tu honor— la
honestidad y la humildad no sentían apego por tu nuevo estado—, y por ello te
obsesionaste en los precursores de aquello; los de su calaña perecerían junto a
sus posesiones, sufrirían en sus propias carnes tus padecimientos. Pero antes
debías intentar algo más importante: conseguir que ella, ‘tu otra zurda’, te
diera la oportunidad de confesarte, de revelarle toda la verdad. A partir de ahí
la decisión quedaría en sus manos y tú descansarías al saber que sabía lo que
tenía que saber, y así dejaría de cuestionarse sobre quién eras. Para ello
decidiste escribirle una carta, custodiada por quién mejor que ‘tu camarera’, la
que nunca te falló. La subscribió tu corazón y decía así:
“Hola,
Si estás leyendo esta carta ya me estarás dando alguna esperanza. Todo lo
que va a suceder espero que te afecte lo menos posible. Debes estar muy
atenta a los acontecimientos, quizás entonces conozcas una faceta de mí que
casi todos ignoran. Siento ser tan enigmático, pero no puedo decirte nada más
hasta que me des la oportunidad de hablar contigo en persona, para que
escuches de mis labios, esos mismos que te besaron con tanta pasión, toda la
verdad sobre mí y mi pasado más próximo. Después de oír lo que tengo que
decirte, prometo dejarte en paz, si en verdad es lo que quieres.
Por favor, ofréceme la posibilidad de defenderme. Ya se sabe: uno es
inocente hasta que no se demuestra lo contrario. Lo gracioso es que esta
sociedad sabe de carrerilla tan conocida frase, en cambio actúa de forma
opuesta: crucifica a los imputados y, una vez resuelto que es inocente, nadie se
acuerda de quitarles los clavos. Y qué decir de los medios, los que dictan las
sentencias de forma prematura: llenan páginas y páginas, ofrecen tertulias y
tertulias con expertos, todos hablan, nadie calla. Al conocerse la verdad, si
acaso publican un artículo.
Imagino que sabrás de qué te hablo, que entenderás mi petición y ruego;
solo te robaría un minuto de tu preciado tiempo. De dicho hurto sí que me
autoproclamo culpable y cumpliré la condena que me impongas. Por ese
minuto tuyo sería capaz de asumir cualquier pena, incluyendo la de no volver
a verte por toda la eternidad, el destierro de tu mundo; y voy más allá, incluso
saldría de tu memoria si eso es lo que prefieres. ¿Qué más puedo ofrecerte,
que más?
Tan solo requiero volver a verte, contemplar tus facciones y escuchar tu
melosa voz. Después de eso nada me importará, te lo aseguro. ¡Ten fe en mí,
por favor!
Yo pasaré por éste, nuestro bar. Vendré día tras día con la esperanza de
tener noticias tuyas. Recuerda que la esperanza es lo único que Pandora no
dejó escapar de la caja que existía en la casa de Epimeteo, de ahí el dicho.
Pandora, incitada por su tremenda curiosidad, liberó lo demás: los males que
podrían perjudicar a los seres humanos (con ese fin Zeus quería que fuera
abierta).
Espero haber suscitado tu curiosidad, por lo que te pido un único favor:
¡Dame la oportunidad de confesarme y defenderme ante ti!
Hasta pronto,”

Capítulo 10: ¡Casi se te va de la zurda!


Una vez zanjado el intento de contactar con ‘tu nueva zurda’ te quedaba
una ardua tarea por delante: los preparativos del juicio. Utilizaste las mismas
armas de doble filo que ellos: los medios. Gracias a la vista previa, donde
coincidieron en la misma sala el juez, el fiscal y, ¡cómo se lo iban a perder!,
los responsables de que estuvieras sentado en el banquillo de los acusados,
recabaste todos los detalles gracias a tu don: el fruto de sus pesquisas, testigos,
pruebas incriminatorias,… y lo mejor: sus debilidades, sin dejar de lado sus
fortalezas— esta vez no dejarías nada al azar, y por ello no debías
menospreciar a tus contrincantes — y sus vicios ocultos e infames, los que te
servirían para ofrecer sustento a quienes viven de inmundicias ajenas.
Te resultó fácil preparar el terreno. Dejaste de ser noticia al rebatir su
argumentación, al aflorar habladurías contra los que osaron acusarte y al
desprestigiarles en grado sumo. La campaña de descalificación fue un éxito.
Luego llegó el juicio; me parece verte cómo disfrutabas orquestándolo.
Solo te faltó esgrimir la batuta desde el centro de la sala. Con tu poder, ibas
por delante tanto del fiscal como del juez, informando a tu abogado qué decir
a la vez que le instabas cómo actuar en cada momento del proceso. Te resultó
fácil dictarle qué hacer para desestimar las pruebas, las preguntas y
repreguntas, las respuestas y las contra respuestas de los testigos, las
objeciones, protestas y alegatos. El salir airoso fue como un juego de niños.
En este país, si robas una tarjeta de crédito y compras con ella unos pañales
vas a la cárcel por un montón de delitos que no alcanzo a asimilar, pero, en
cambio, los ladrones de guante blanco, gracias a su consorte de abogados,
pagados con el mismo dinero robado, siempre encuentran rendijas en las leyes
para que el caso sea sobreseído. Y en el peor de los casos alargan la ejecución
de la sentencia, viviendo como príncipes de las rentas ajenas.
Y te preguntarás, ¿esas rendijas las han dejado expresamente para que
entre y salga el aire y así utilizarlas en su propio beneficio? Con razón a la
justicia le han vendado los ojos; no quieren que vea lo que hacen con ella.
Tú conseguiste entrever esas rendijas en sus mentes y te deslizaste por
ellas como una lagartija, dejándoles a todos atónitos preguntándose cómo lo
capeaste al salir indemne de la carnicería que pretendían hacer con tu persona.
Fuiste declarado inocente de los delitos más graves y, a modo de ofrecerles
alguna satisfacción y alimentar su ego, les facilitaste las cosas para que te
atribuyeran unos pocos delitos menores, por los que pagaste unas multas
suficientemente abultadas para que pudieran lucirse. Incluso, airearon el
resultado del juicio como una gran victoria. ¡Hipócritas! Por tu parte limpiaste
tu honor y conservaste algo de tu dinero y algunos inmuebles, suficiente para
vivir honesta y holgadamente, sin olvidarte reembolsar con intereses el dinero
que adelantó ‘tu camarera’. Fue un éxito, pero parcial al no conseguir el
‘segundo’ efecto esperado: ‘tu otra zurda’ no dio señales de vida. Allí seguía tu
carta intacta. ‘Tu camarera’ te dijo una y otra vez que tuvieras paciencia, que
le dieras tiempo, que hasta a ella le costaba asimilar todo lo acontecido.
“¡Paciencia, paciencia! Pero ¿de cuánta paciencia estamos provistos?”. Lo
desconocías, y la tuya disminuía a límites insospechados. La consecuencia: tu
ira, esa fiera adormecida gracias al gran festín que le brindaste con el resultado
satisfactorio del juicio y al deleitarla con las expresiones contrariadas de los
que instrumentaron tu fallida caída al fango, se estaba desperezando con un
hambre atroz.
Auguraste que ella se presentaría para darte una nueva oportunidad, pero tu
presagio no se cumplió. “Tanto esfuerzo, ¿para qué? Quizás no la merezco, y
mi condena, ya dictada, debo cumplirla; aunque, eso sí, sin barrotes físicos, y
sí otros intangibles que, por ello, son tan difíciles de sortear”, fueron las
palabras que acompañabas con cada botella de whisky. La obnubilación
ganaba la batalla, y su aliada, la desesperación, te hizo reo de sus fauces. El
desgarro interno te instaba a elucubrar de nuevo sobre el camino perverso que
intentabas eludir. Te obligaste a no dar un paso por dicho sendero sin antes
hablar con ella, esperanzado de que vuestro reencuentro apaciguara tu cólera;
pero el tiempo, según tú, se te acababa sin remisión; tocaba pasar a la fase
final, la que ni tú mismo eras capaz de intuir sus repercusiones: extender tu
virus de forma controlada y ordenada a los más desfavorecidos para que
pudieran defenderse o vengarse de los que tuvieran algún poder sobre ellos.
Ofrecerías al populacho la gran ventaja de desenmascarar a quienes les
sometían. ¿De quiénes hablo? Uf, la lista sería casi interminable. ¿Te los
puedes imaginar? Yo sí que puedo, empezando por… y siguiendo con...
¡Qué iluso llegaste a ser! Si lo piensas con detenimiento, perseguías una
auténtica utopía. ¿Qué pretendías, favorecer una limpieza de la sociedad sin
precedentes? Como si fuera tan simple como pasar una ‘mopa’. Además,
¿cómo elegirías a los valedores de esa ardua, compleja y, permíteme decirlo,
descabellada tarea? Dime, ¿cómo? Pero, ¿quién te creías que eras? Yo te lo
voy a decir sin tapujos: pretendías erigirte, sin pretenderlo, como el auténtico
precursor de la extinción de la humanidad según la conocemos.
Llevémoslo al extremo. Imagina una sociedad en la que todos supiéramos
qué piensan los demás. Efectivamente, sería algo sin precedentes, antinatural,
si me permites calificarlo así. Sus efectos, inimaginables. Estaríamos avocados
a la barbarie, a una distopía. El carecer de secretos desvelaría quienes somos, y
lo más impactante, estaríamos indefensos ante la crueldad humana.
Déjame hacer una corta exhortación sobre lo que habrías desencadenado:
Tú, con una rabia interior sin precedentes, carecías del criterio, de la
ecuanimidad requerida para seleccionar a las personas más adecuadas, ni por
asomo. La ira te cegaría extendiendo tu maldición sin la cautela necesaria para
tan intrincada batalla. Con tu siniestra mano propagarías una pandemia de tu
virus maligno, extendiéndose de modo exponencial; es fácil imaginar que los
contagiados, a su vez, lo transmitirían con criterios propios. Su expansión no
tendría freno.— Imagino que conocerás la teoría de los seis grados de
separación; la misma mantiene que dos personas de cualquier lugar del planeta
están conectados mediante una cadena de conocidos de no más de seis
eslabones. ¿La conoces? Por tu expresión parece ser que no. Bueno, da igual.
— Lo que intento decirte es que no hay lugar en el mundo, el más recóndito
que te puedas imaginar, en el que el ser humano estaría a salvo. La cuestión
sería el tiempo necesario para transformarse en otro ser.
Pongamos que fueran meses, años si quieres, lo innegable es que a partir
de ese ridículo lapso de tiempo, comparado con el que el homo sapiens lleva
dominando el mundo, no habría secretos de nadie para nadie. — ¿A que cuesta
imaginárselo?— Las relaciones entre esos seres serían insostenibles. Olvídate
de los términos: amigo, pareja, familia. Esos conceptos no tendrían sentido y
ocuparían su lugar: manada, bandada, jauría. ¿Y donde quedaría la educación,
ese concepto que es la base de una sociedad evolucionada? Hay una frase
famosa de Mark Twain que expresa muy bien a qué me refiero: “La buena
educación consiste en esconder lo bueno que pensamos de nosotros y lo malo
que pensamos de los demás”. ¿Y la hipocresía…? Otro palabro en decadencia.
Y muchísimos más que no enumero para no aburrirte en exceso.
¿Qué, estarías orgulloso de tu creación pretendiendo encontrar alivio con el
padecimiento los demás? ¡Qué desfachatez, enfrentar a todos contra todos!
Echarías por tierra sus anhelos; ya no tendrían nada por lo que luchar, nada por
lo que vivir. Heridos, humillados, hastiados al saber lo que no deberían saber.
¿Y adónde relegarías el amor? A no ser que fuera real e íntegro, tan escaso hoy
en día, ¿sucumbiría junto al tuyo? ¿Sería eso lo que pretendías desde un
principio?— Tengo que soltarlo, aunque duela: serían tu egoísmo, envidia,
ira… a unos niveles insospechados, quienes gobernarían tus actos.
Bien, prosigamos. Esos nuevos seres esparcidos por el mundo
establecerían dos tipos de sociedades bien diferenciadas: una anárquica y la
otra feudal. La primera, obvia: el anarquismo se centra en el individuo y en la
crítica de su relación con la sociedad. En palabras de Pierre-Joseph Proudhon:
“Sin amo ni soberano”. Todos los gobiernos y el orden establecido por los que
manejan los hilos se desmoronarían, los países dejarían de existir como tales,
desapareciendo las fronteras ahora conocidas y estableciendo otras en su lugar.
— Parece mentira pero las dichosas fronteras no hay quién las elimine, ni
siquiera tú con tu desvariado plan—. Se crearían comunas con intereses afines.
No habría leyes, solo un simple: ‘¡Sálvese quien pueda!’.
El segundo tipo de sociedad imagino que se formaría por quienes no están
preparados para ese cambio tan brusco, y dada la naturaleza humana, según la
conocemos ahora, fomentaría una sociedad feudal cuyos dirigentes se
autoproclamarían por la fuerza. ¿Quiénes serían sus súbditos? Someterían a
los que carecen de suficiente carácter, los necesitados de alguien que les
proteja, de seguir a un líder, produciendo el efecto de masas irredentas.
Es evidente que, aunque sus pensamientos estuvieran al aire, el nuevo ser
heredaría los mismos instintos— no dejarían de ser animales—, sin perder la
racionalidad, y sí la moralidad, esas cualidades tan inherentes al humano
evolucionado; los sentimientos, positivos y negativos, persistirían. Aunque me
atrevo a decir que los segundos predominarían, mucho más patentes y
arreciados. La adicción al poder se manifestaría sin prejuicios, a base de
instaurar las leyes del miedo y del más fuerte, las más antiguas conocidas.
Con ese panorama la tristeza colmaría casi todos los corazones. Quizá al
principio se vivirían momentos esplendorosos al derrocar los poderes
establecidos, que a tan pocos satisfacen, para luego proliferar la violencia y los
saqueos. La insana idea de conseguir las cosas por el camino más fácil es un
mal endémico difícil de erradicar. Se produciría una descentralización sin
precedentes. La gente huiría de las grandes urbes intentando que el menor
número de personas conocieran sus secretos. Pero claro, las relaciones y la
dependencia serían inevitables; se conformarían los primeros autogobiernos
vecinales, de barrio, intentando restablecer algún tipo de orden dentro del
descomunal desorden, regidos por unos autoproclamados regentes, apoyados
por grupos armados de cualquier índole: ejército, policía, mafias y, lo peor,
terroristas. Quienes consiguieran el apoyo de estos grupos garantizarían su
autoridad gracias a la fuerza bruta. ¿En qué manos residiría? En muchas y en
ninguna, como en la época feudal, pero con armas muchísimos más letales. No
tardarían en enfrentarse unos grupos con otros. ¿Y qué me dices de las luchas
internas? El afán por conseguir el liderazgo cobraría tal magnitud que pasarían
los territorios de unas manos a otras a gran velocidad, siendo imposible de
prever qué acaecería el día siguiente. Y te preguntarás sobre quienes recaería
el poder mundial. Fácil, sobre quien tuviera acceso a los botones que hacen
que la era atómica recobrara todo su sentido. Si esas armas pasaran a las
manos inadecuadas, a esas siniestras manos, ¿qué o quién les impediría
utilizarlas? ¡Con un solo ‘clic’, sería el fin!
¿Qué, consideras plausible lo que hubieras desencadenado? Tu gesto
denota lo que piensas. ¿Qué habrías conseguido? Justo lo contrario. ¿Cómo
llegaste a ser tan iluso? ¿Pretendías cambiar al ser humano? ¿Ese era el gran
plan que albergaba tu subconsciente? ¿Quién te creías que eras, el nuevo
mesías? La propia humanidad favorece la evolución, pero, tan gradualmente,
que pueden transcurrir miles de años para subir un solo escalón—incluso
bajarlo si es lo que procede—, y tú pretendías saltártelos todos de golpe.
Nadie sabe hacia dónde debería tender la sociedad. Muchos elucubran
sobre el particular, pero se quedan en eso. Nos hacen creer que evolucionamos
hacia una sociedad más civilizada, pero, ¿a qué tipo de civilización se
refieren? Sí, cierto, el desarrollo a nivel técnico, científico... es brutal, pero,
¿lo hace de igual manera a nivel social? Yo no lo tengo tan claro. Soy de la
opinión de que tanto progreso descontrolado está consiguiendo un retroceso
emocional en el ser humano, irreversible si no se ponen medios.
Entonces llegamos a la verdadera pregunta: ¿adónde tiende la persona
como individuo? Al ver en las noticias de lo que son capaces algunos
energúmenos, ya sea por ellos mismos o instigados por quienes les han
sorbido el cerebro para hacer el mal por el mal, se me cae el alma al suelo y la
pisotean.
Mírate a ti mismo y tendrás la respuesta; por supuesto no es extrapolable al
resto. Fíjate de dónde partiste y cómo llegaste a aquella tesitura en la que
luchabas contra una disyuntiva que podría mutar a la humanidad de un trazo.

Capítulo 10: ¡EL MAYOR DE LOS PECADORES!


Bueno, avancemos con tu historia… Desconozco si avistaste algún halo de


coherencia en aquellos momentos de ofuscación, consintiéndote analizar lo
que estabas a punto de crear.— Puedo asegurarte que en tu mente pululaban
torbellinos de ideas, difíciles de empacar y clasificar—. Lo cierto es que el
velo de la ira comenzó a desvanecerse y te permitió entrever tu progresión
hacia el vacío, ese vacío tan etéreo y tan evidente a la vez, ese vacío que
absorbía como un agujero negro las mejores esencias del ser humano. Desde
que conociste a ‘su zurda’, en ti afloraron o se acentuaron: la envidia, la
lujuria, la gula, la pereza, la avaricia, la soberbia y la ira, los denominados por
la fe cristina como los pecados o vicios capitales, a los que otras corrientes
añaden un octavo, la tristeza o desesperación, y si me lo permites voy a
ampliar con un noveno: miedo, miedo a nosotros mismos, miedo a lo
desconocido, miedo a no ser recordado, miedo a ser olvidado.
La denominación de pecado o vicio capital no implica que sea un pecado
en sí mismo; los pecados son sus repercusiones, lo que nos instan a cometer en
función de su intensidad. Estos vicios, inherentes al ser humano, se nos
incrustan como una lapa al nacer. Es la exaltación con los que se vuelven
patentes en un instante, ya sea por una acción o inacción, circunstancia o
hecho, lo que nos inducen cometer pecados de mayor o menor calado. Solo el
autocontrol permite que ese vicio se apacigüe y no consiga su objetivo.
Algunos han pretendido clasificar cada vicio dependiendo del daño que
infieren, anteponiendo la envidia al resto; otros son de la opinión de que la
soberbia del ser humano será su perdición—como la estupidez—; incluso hay
quién posiciona a la avaricia como la precursora de los males que nos asolan.
Mi corto entender no intenta ponderarlos. Las generalidades son odiosas;
en cada individuo predomina un vicio sobre los demás, ensalzándolo hasta
llegar a unos límites sin límites llegado el caso. Existen quienes sostienen que
unos vicios alimentan al resto; por ejemplo, la ira la pueden liberar tanto la
envidia como la soberbia, o la avaricia, o el miedo, e incluso la lujuria.
También es sabido que la falta de un vicio favorece que otros acrecienten, de
igual manera que los sentidos.— Los invidentes agudizan el sentido del oído,
del olfato, del tacto…—. Siguiendo esta argumentación, la escasez de soberbia
ensalza tanto el miedo como la tristeza, la pereza y la propia gula.
También los han clasificado en función de contra quién se haga el daño:
contra los demás, contra uno mismo, o contra ambos. Así como el miedo, la
pereza, la tristeza, la lujuria y la gula suelen desembocar en perjuicios hacia
quién los padece, la ira, la soberbia y la avaricia generalmente engendran
pecados contra las personas que les rodean, sin distinción alguna.
El teólogo y filósofo cristiano Tomás de Aquino escribió sobre el
particular: “Un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable,
de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados, todos los
cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal. […] Los
pecados o vicios capitales son aquellos a los que la naturaleza humana está
principalmente inclinada.”
Por todo ello no debes martirizarte, nadie está libre de esos vicios, lo único
que debemos evitar es que no lleguen a ser obsesivos o nocivos, tanto para los
demás como para uno mismo. Pero, ¿cuál es el límite que alcanzamos a
controlar? ¿Cuándo se convierten en nuestro peor enemigo? Las respuestas se
encuentran por cada cual en cada momento; esto no es matemática pura. En tu
caso lo sufriste en primera persona enalteciendo en grado sumo alguno de
ellos ante sucesos que te ofuscaron.— Gracias a tu reacción, asumiendo que te
habías convertido en el mayor de los pecadores, lograste mitigarlos. Cuando
reconocemos tener un problema, comenzamos a solucionarlo.
Pero ¿qué es lo que facilitó que emergieran esos vicios como gigantescos
iceberg? ¿Qué resquebrajó esas moles y las puso en tu ruta? En apariencia el
detonante fue tu amor por ‘su zurda’. Pero, ¿cómo es posible que el
sentimiento capaz de cambiar los designios del ser humano, el amor, lo que
vence cualquier adversidad, fuera el precursor de tanto mal? Es evidente que
el amor no accionó el percutor. La cruda realidad fue bien distinta. Mi opinión
objetiva culpa de todas tus dolencias a la envidia por tu amigo, la que
acompañó tus días desde que él formó parte de tu vida, sumada a tu terquedad
por no asumir que ella no te amaba y sí a él. El desamor nunca se debe
considerar culpable; el verdadero detonante es quién que no lo acepta; ello
propicia la generación de una solución corrosiva que se aloja en las vísceras,
impregnando hasta el último resquicio del ser. Y en tu caso, ese agrio mejunje
te instigó a desplegar tanta desgracia, a esparcirla hasta todos y contra todos.
Tú, si tú, habrías pasado a la historia como el GRAN PECADOR, el precursor
de sus últimas sacudidas: el final de la raza humana.

Capítulo 11: Confesiones antagónicas


Abramos un pequeño paréntesis antes de saber cómo terminó tu historia.


¿Nunca te has planteado por qué y para qué nos confesamos?, ¿es que
necesitamos estar siempre libres de pecado por si la muerte nos sorprende tras
alguna esquina, o es que necesitamos tener la conciencia tranquila para poder
vivir con plenitud? En este sentido, ¿te has preguntado el por qué las
religiones inculcan la idea de expiar nuestros pecados ante un sacerdote, en un
confesionario donde es imposible ver la cara de nuestro interlocutor?
Vayamos por partes: ¿Por qué con un sacerdote?, ¿quién es él para evaluar
la gravedad de los pecados que le confiesas? Y lo más importante: ¿quién es él
para cuantificar la penitencia necesaria para ser absuelto? Según la fe cristiana,
Jesucristo les dio poder a los apóstoles para perdonar los pecados en nombre
de Dios. Pero, ¿quién afirma que nuestro confesor ha heredado dicho aval? ¿Él
es el único que tiene línea directa con Dios para estos menesteres? Pero, ¿no
dicen que Dios es ubicuo? Pues eso, lo debe ver y escuchar todo. Quizás sea
más simple: desde tiempos inmemoriales han utilizado el sacramento de la
confesión para controlarnos y ejercer otro tipo de potestad; como bien dijo
Francis Bacon: “La información es poder”.
Por otro lado: ¿por qué confesarnos en ese oscuro lugar que te impide ver
la expresión de quién te escucha? ¿No sería menos desconcertante hacerlo en
un sitio dónde, tanto tú cómo el confesor, podáis incorporar la comunicación
no verbal? Me viene a la mente la trilogía de El Padrino. En la tercera parte
Michael Corleone (Al Pacino) confiesa sus pecados, incluyendo el mayor que
ha cometido: ordenar asesinar a Fredo, su propio hermano, ante el Cardenal
Lamberto, que sería nombrado Papa con el nombre de Juan Pablo I (en
realidad el Cardenal fue Luciani, no Lamberto). Lo inaudito: además de
confesarse con el que sería máximo mandatario de la iglesia católica, lo hace
cara a cara, no en un confesionario— siempre hay diferenciación de clases.
Sigamos, ¿qué pecados le puedes confesar a alguien sin rostro?, ¿qué le
puedes referir de tu vida privada a alguien que ni siquiera conoces? Es bien
sabido que, salvo excepciones, solo le confesarías los pecados banales; para el
resto buscarías a un amigo que te permita volcarle parte del peso de tu mala
conciencia. ¿Y los inconfesables? El único confesor posible eres tú.
Con respecto a la penitencia, estarás conmigo en que lo importante es tener
la conciencia tranquila, y para ello debemos someternos a nosotros mismos y
saber perdonarnos, si lo merecemos. ¿Quién es quién para identificar la
penitencia requerida para que tu conciencia se apacigüe? Todo es relativo,
tanto la magnitud del pecado y los atenuantes como la penitencia aplicable.
Hay quienes la vida les ha endurecido el corazón, creyéndose libres de
pecado, sin remordimientos, inculpando a los que le han hecho ser quienes
son; siempre son otros los incitadores de su conducta, los que les fuerzan a
actuar de esta o aquella manera. Y luego están sus antagónicos, los que se
atribuyen todos los males del universo; cualquier acción u omisión suya les
convierte en criminales, llegando a infligirse penas inconmensurables.
No puedo dejar de referir tu primera confesión antes de tu comunión,
cuando tan solo tenías siete añitos. El sacramento se celebró un sábado y tú,
como buen cristiano, fuiste a confesarte el día anterior. Por supuesto, no
dormiste la noche del jueves repasando las frases mágicas…Tú dirías la
contraseña: “Ave María purísima”, y esperarías la contestación: “Sin pecado
concebida”, y luego te sonsacarían los pecados; pero, ¿qué pecados?
Aquella tarde de mayo, un viernes con vestimenta de domingo, con tu polo
recién planchado, tus pantalones cortos, tus zapatos donde el betún pretendía
ocultar las rozaduras de tanto uso y tus calcetines hasta casi las rodillas,
entraste en la iglesia, iluminada por los haces de rayos solares que atravesaban
las vidrieras, silenciosa salvo por tus pisadas y tu respiración agitada. Te
acercaste al confesionario y te arrodillaste sobre el escalón lateral de rugosa
madera que hirió tus rodillas— tu primera penitencia—. Después de las
consabidas frases, del interior de aquel habitáculo, a través de unas rendijas
también de madera y de una cortinilla oscura que impedía ver quién se
encontraba en su interior, una voz gutural, como de ultratumba, te soltó:
“¿Desde cuándo no te confiesas?”.— Pero, ¿no estaba bien claro? ¿No era
capaz de captar tu pánico, tus espasmos descontrolados propagados por la
madera?— Y balbuceaste: “Es la primera vez que me confieso”. Luego un
simple: “Cuéntame hijo…” le sirvió para que empezaras a desembuchar. ¿Es
que no entendía lo que suponía hacer memoria para recopilar tanto pecado,
todos y cada uno de los que habías cometido en tu larga vida? ¿Cómo contar
cuántas palabrotas y blasfemias habían salido de tu boca, cuántas mentiras,
incluyendo cuando te hiciste pasar por enfermo para no asistir a clase, cuántas
pataletas para conseguir tus fines, en cuántas peleas habías participado,
cuántas veces te habías reído de los males ajenos, cuánto chocolate comiste a
escondidas, cuánto dinero sisaste a tu madre para comprar cromos y las veces
que habías desoído los consejos de tus padres? Y qué decir de apropiarte de lo
ajeno, como cuando hiciste caer aquella pirámide de manzanas al coger las de
abajo, las más apetitosas.— Todavía te falta el resuello de lo que corriste
huyendo del tendero—. Y qué me dices de las gamberradas, como cuando
participaste en tu primera rebelión en las aulas… Recién comenzada la
primaria, a uno de los niños se le ocurrió la brillante idea de manifestar vuestra
repulsa hacia vuestro profesor dando la vuelta a los pupitres.— ¡No está todo
perdido! Por tu media sonrisa deduzco que recuerdas la cara que puso el
profesor cuando entró y os vio a todos de espalda.— Y si te referías a los
malos pensamientos, esos que creías innumerables, sería un no acabar; como
cuando deseaste que algún coche atropellara al ‘chulito’ de tu clase, el que
nunca te dejaba en paz, o los que te reclamaban tocar tus indecorosas partes
con miedo a quedarte ciego, según las habladurías. Y el peor de todos, cuando
mataste a aquel gato de una pedrada, intentando demostrar no sé qué a tus
amigos. ¡Vaya dilema!
La solución, simple; con voz trémula dijiste: “Pido perdón a Dios por…”,
suspiraste y soltaste: “Me acuso de ser muy travieso y… de los demás pecados
no me acuerdo”. Del otro lado emergió una risa bronca, sarcástica,
esperpéntica, como surgida de la garganta del mismísimo Lucifer. Un pavor te
invadió, instándote a salir corriendo, pero aún así aguantaste con estoicismo el
veredicto. No podías ni debías defraudar a tus padres.
Aquello te costó un padrenuestro y un avemaría, la penitencia establecida.
Para finalizar, el cura dijo la frase tan esperada: “Yo te absuelvo de todos tus
pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.” Y tú: “Amén”.
Te santiguaste, te levantaste— qué alivio, tus doloridas rodillas te lo
agradecieron—, te sentaste en el banco del fondo de la iglesia y rezaste no
uno, sino tres padrenuestros y tres avemarías, creyendo que así serías absuelto
de lo no confesado. Al salir, una sensación de congoja se ubicó en tus tripas.
Pero, si ya estabas libre de pecado, ¿por qué no te sentías puro como los
ángeles, si únicamente te faltaban las alitas? Muy al contrario, lo que creíste
notar fue cómo te crecía un rabo y te brotaban unos cuernos.
Lo duro fue cuando te diste cuenta que hasta la mañana siguiente, la de tu
comunión, no podías cometer ningún pecado, por muy pequeño que fuera.
Debías ser el más santo de los santos para tomar la hostia consagrada.
Fue un calvario; decidiste no decir ni una sola palabra durante esas horas,
afrontándolas sin contacto con nadie, además de intentar no pensar en nada de
nada. “¡Si tomas la primera comunión sin estar libre de pecado, irás al
infierno!” Aquella frase te martirizaba. Aquel infierno pintado, no pintaba
nada bien, y por nada del mundo querías que tus huesos tuvieran ese destino.
Y llegó el momento de tomar la hostia consagrada, vestido de blanco por
dentro y por fuera, con un impoluto uniforme de comandante de la marina. En
fila, esperando que te llegara el turno, te volvieron a hostigar las dudas. Tus
arrojos te obligaron a cerrar los puños y a afrontar tu primera prueba de fe.—
No me refiero a la fe cristiana, si no a la fe que depositaste en ti mismo—. Al
sentir en tu lengua la liviana e insípida hostia, cerraste la boca y, con la cabeza
gacha, te dirigiste a tu banco. Te arrodillaste en posición de rezo, y con los
ojos cerrados esperaste que aquella ‘galleta’ se deshiciera. Pero ocurrió lo
inesperado; la maldita hostia se te adhirió en el paladar, dándote arcadas.
Intentaste desesperadamente despegarla con la lengua, sin conseguirlo.
Entonces, unas ganas irrefrenables de introducir tu dedo te agobiaron. “El
cuerpo de Cristo no debe ser masticado y menos tocado con las manos una vez
introducido en la boca.” ¿Qué podías hacer? Te ahogabas y tu fin se acercada
sin remisión; el infierno te abría sus puertas. Tu lucha contra tus demonios
consiguió alejarlos. Aquel objeto extraño se disolvió y conseguiste tragártelo,
no sin esfuerzo. “¿Fue un aviso de…?”, pensaste. Aquella pequeña pesadilla la
revivirías durante años, afectándote de tal modo que nunca más te confesaste y
mucho menos tomaste la comunión.
Tras este inciso afrontemos tu segunda confesión—. Sí, aunque te parezca
inaudito, hasta que te autodenominaste como el GRAN PECADOR, nunca
antes sentiste la necesidad de confesarte de forma ‘oficial’, y más con la
experiencia que te acabo de narrar—. Después de hacerlo contigo mismo,
decidiendo qué penitencia aplicarte, tocaba desahogarte con la única persona
que comprendería los motivos que te llevaron a especular sobre aquella
barbaridad: transferir tu don sin control. Esa persona no era otra que ‘tu
camarera’. Necesitabas que te confirmara la condena a tan cruel regalo para la
humanidad; según tú, la raza humana debía excomulgarte.
Y allí estabas de nuevo, en nuestra barra a la hora de cerrar. ‘Tu camarera’
barría, colocaba y limpiaba mesas y sillas, obsequiándote con una amplia
sonrisa sin dejar de hacer sus quehaceres. Una vez hubo terminado, la invitaste
a que se sentara a tu izquierda. Cuchicheando, dijo: “Estoy harta de ese, el del
sombrero. Lleva ahí sentado toda la santa tarde, enfrascado en su libro, apenas
sin moverse y solo se ha tomado dos cafés”. Tú, haciendo caso omiso a lo que
comentaba, y sin dilación, tapaste su boca con tu zurda y le conferiste tu don.
Sin darle opción a reaccionar, le diste, sin mover tu lengua, todo lujo de
detalles sobre lo que te había llevado hasta allí tan tarde. Ella, asustada, miró a
su alrededor buscando la procedencia de aquella voz que le martilleaba los
oídos. Al cerciorarse de que eras tú, la previniste y resolviste casi todas las
dudas que brotaban de su mente como gotas de agua de un manantial en
primavera. Ya más apaciguada procediste a indicarle el objetivo de todo
aquello. Fue cuando te abriste el cráneo de un tajo, como un coco al asestarle
un machetazo, dejando a la vista su fruto, tu cerebro de un rosa sanguinolento
y esponjoso. A su vista aquella masa con multitud de pliegues se tornó
transparente y gelatinosa como la exumbrela de una medusa, permitiéndola
ver su interior, apreciando las conexiones neuronales que emitían un sinfín de
impulsos nerviosos, como si hubieran embutido cientos de diminutas
tormentas eléctricas en aquella cavidad.
‘Tu camarera’, atónita, con su curiosidad innata, no pudo por menos que
empezar a escarbar hasta lo más profundo de tus pensamientos. Transitó por
los oscuros recovecos dándose de bruces con tus remordimientos. Sin abrir la
boca dijo: “Veo cómo la cólera carcomió tus entrañas y se expandió por todo
tu ser, cómo la sensación de culpabilidad llegó a unos niveles estremecedores,
y cómo tu arrepentimiento las atenazó a tiempo, mitigando sus efectos,
impidiendo que cabalgaran a sus anchas por sus derroteros. Lo importante es
que reaccionaste. Eso dice mucho, muchísimo de ti… No debes martirizarte
más. Tus pecados son los inherentes al despecho de una persona que buscó el
camino más cómodo para conseguir sus objetivos. Te aprovechaste de éste, tu
don, para ello, y se volvió contra ti. Nada más.”
— ¿Cuál es tu veredicto? — le preguntaste, pero ya utilizando tu garganta.
— Yo no soy quién para juzgarte, eso te corresponde a ti y solo a ti.
— Ya lo hice. Ahora necesito que tú me lo confirmes— dijiste fríamente.
— Te vuelvo a repetir que yo no juzgo a nadie, como tampoco quiero que
me juzguen. Aún así, lo tienes muy fácil: si echas un vistazo a mi mente
tendrás la respuesta— su gesto de enfado fue patente, y se puso a la defensiva.
— Te aseguro que nunca hice eso contigo, ni nunca lo haré. Eres
demasiado importante para mí como para utilizar contigo este don tan
maligno. Lo único que te pido, como amiga, es que me confirmes si la pena
que quiero imponerme es o no justa. Si no quieres hacer lo que te pido, lo
entenderé.
— Perdona que me ponga así; acabas de trastocar el mundo que me rodea;
has minado sus cimientos y el culpable eres tú… mi mejor amigo. Comprende
que me cueste asimilarlo.— Poco a poco su expresión se suavizó—. Soy de la
opinión de que cada uno tiene que lidiar con su conciencia; solo uno mismo
sabe los motivos que le han llevado a hacer esto o aquello; solo uno mismo se
conoce lo suficiente como para saber qué tiene que hacer para que su mala
conciencia deje de atormentarle. No soy quién para ayudarte en este lance de
tu vida. Sé que necesitas comprensión y tus dudas te agobian. Mi oficio me ha
enseñado a escuchar y a ofrecer mi hombro. A ti, incluso, puedo darte un
abrazo, si lo prefieres, más de eso no quiero ni debo brindarte.— Os
abrazasteis con ímpetu y el tiempo se paralizó durante unos segundos.
— Lo siento— le dijiste al oído sin dejar de abrazarla—. No sé que me ha
llevado a involucrarte de esta manera… No tenía a nadie a quién recurrir. Y
ahora estamos en esta tesitura. Te he contagiado y empiezo a arrepentirme.
Solo pensar que puedas pasar por lo que yo he pasado, hace que se me
oscurezca el alma. Y todo por mi egoísmo; solo pienso en mí y solo en mí; soy
un verdadero egocéntrico y no mido las repercusiones de mis acciones.
— No cabe duda que tus vicisitudes me han permitido aprender de tus
errores. Incluso, si lo ves desde otra perspectiva, podré sacar provecho para mi
oficio de camarera; mi experiencia me ha enseñado a calar a las personas con
tan solo mirarlas. Bien es cierto que alguna vez habré errado, pero mi intuición
suele atinar. Con el poder que me has otorgado tendré certezas y dejaré de lado
mi intuición.— Y su sonrisa te iluminó—. Puestos a confesarnos, debo romper
una promesa y contarte algo muy importante.
— ¡Cuenta, cuenta! Me tienes en ascuas.— Tu cuerpo se puso expectante.
— Ella vino hace varias semanas. Le di la carta que le escribiste y, tras
leerla, me hizo prometer que no te dijera nada. — Bajó la cabeza, cerró los
ojos y prosiguió—: Siento no haberte contado nada, pero le di mi palabra.
En ese mismo momento se abrió la puerta del bar y allí estaba ella.

Capítulo 12: Trío de zurdas


‘Tu otra zurda’ entró con aire apesadumbrado; sin un saludo se sentó a tu
derecha y miró de reojo tu reflejo en el espejo. Pidió un ‘Rioja’ y ‘tu camarera’
pasó al interior de la barra para servírselo con mano temblorosa.
La situación era tensa, y dejaste que bebiera un sorbo de vino antes de
cogerle ambas manos y mirarle fijamente a los ojos. Ella te devolvió la mirada
sin soltarse. Víctima de la enajenación, fruto de aquella inesperada sorpresa, a
punto estuviste de cometer el mismo error con ella, a punto estuviste de taparle
la boca con tu zurda para abrirle tu mente para que supiera todo de ti, para
decirle sin abrir tu boca que estabas a su merced, que tenía total libertad para
explorarte por dentro sin oponer resistencia, y sobre todo que fijara su interés
en tu pasado reciente, vuestro pasado. Deseabas dejar de tener secretos ocultos
para ella, por muy recónditos, por muy dolorosos o vergonzosos que fueran.
Te entregarías a ella, abriéndote en canal, dejándote al descubierto, sabiendo
que haría un uso adecuado de toda aquella información y nunca lo emplearía
para dañarte.— Y si te lo infligiera, ni por asomo sería tan profuso como el
que padecías—. Tenías mucho que ganar y nada que perder, habiéndolo
perdido todo. Desorientado en el más complejo de los laberintos, ‘tu otra
zurda’ era la única que podía ayudarte a buscar una salida airosa; con su dulce
voz te guiaría, y si fuera necesario, iría a buscarte a su interior, te agarraría con
su zurda y tiraría de ti con determinación, sin que le temblara el pulso ni un
ápice, con mano firme, una mano de piel suave que acariciaría tu cerebro y tu
corazón, con la delicadeza precisa con la que se debe acariciar esos órganos
tan preciados.
Fue ella quien te sacó de tu ejercicio de introspección apretando tus manos
con tal fuerza que cortaron tu circulación y respiración. Era como si fuera
capaz de leerte la mente. “Pero, ¿cómo puede ser?”. Te hizo entender que eras
suyo, que le pertenecías y estabas a salvo de cualquier penalidad estando a su
lado. Empezaste a librarte de tus peores demonios, esos demonios que solo
cohabitaban en tu cabeza. Luego masajeó tus manos apretándolas y
soltándolas de forma acompasada, como intentando bombear sangre nueva en
tu corazón inexistente, marcando el compás de tu nueva vida, la que
emprenderías junto a ella. Argüiste que tu vida anterior había sido de
enseñanza, de preparación para disfrutar de lo que aconteciera sin temores,
recelos ni complejos. Lo vivido hasta aquel instante era como haber pasado
por la universidad y superar el más difícil de los exámenes: conseguir su
aprobación y renacer todos los días a su lado, abrazados a cada amanecer y
que los rayos solares fueran vuestra ducha de cada mañana. Disfrutaríais del
día como si fuera una aventura sin fin, nunca desventura. Cada atardecer le
diríais adiós a la luz y buenos días a la oscuridad, cada noche sería un idilio,
una orgía sin precedentes, sin miedos a lo que no se ve; vuestra unión
iluminaría hasta el rincón más oscuro de los más oscuros. Finalizarías cada
jornada en su regazo, como un bebé en brazos de su madre que duerme
plácidamente, sabiendo que retoza en el lugar más seguro del universo. Te
adormilarías con el tono de su voz, atendiendo los susurros de cuentos de las
mil y una noches, de hadas y princesas, donde no tienen cabida monstruos ni
ogros, todos con finales felices; también escucharías sus canciones melodiosas
a modo de nanas que te sumirían en el mejor de los ensueños. Dormirías con la
convicción de que a la mañana siguiente estaría ahí otra vez al abrir los ojos
tras ensoñar en un mundo de fantasía con ella.
Un aroma afrutado envolvió la rancia estancia reinante, sacándote de tu
ensimismamiento. Notaste un vuelco en el hueco donde debería estar ubicado
tu corazón; se te erizaron los pelos de la nuca y te viste obligado a girarte
hacia la puerta. Al verla se te heló la sangre, tu boca se resecó de golpe, te
frotaste los ojos hasta hacerlos enrojecer, incluso estuviste a punto de
pellizcarte. Ni por asomo esperabas que ella, ‘su zurda’, apareciera. Después
de tanta espera, suplicando por ver a tus zurdas, aquel día se cumplían tus
anhelos con creces; afloraron tus esperanzas ya casi infundadas. Allí estaban:
‘tu camarera’, ‘su zurda’ y ‘tu otra zurda’.
Entró contoneándose sin importarle la situación. Traía un pequeño saco en
su zurda y, además, llevaba dos corazones a la vista: uno en su zurda y otro en
su diestra. Pensaste: “¿Será alguno el mío?”. Se sentó a tu izquierda y dijo:
— ¡Buenas noches! Por favor, un ‘albariño’ bien fresquito.— ‘Tu
camarera’, con el nerviosismo labrado en el rostro, se lo sirvió sin dejar de
mirarte—. Muchas gracias.— Dio un sorbo, se giró hacia ti ofreciéndote el
corazón que apretaba su mano derecha. Lo cogiste sin dejar de mirarla con
ojos como platos; la mano te temblaba. Presentiste, aturdido, que el otro
pertenecería a tu amigo. Luego te dijo al oído:— ¡Toma! Éste es el último a
repartir con mi diestra. Te lo devuelvo. Te dejé para el final porque me ha
costado lo indecible dar este paso. Aposté por ti, pero me has fallado y lo
sabes.
En aquel instante sospechaste que ella carecía de un corazón propio al
venir, de repente y sin previo aviso, a devolverte lo que ya no le pertenecía; no
habiendo dado señales cuando más la necesitabas, se presentaba ante ti de
aquella forma. Creíste que por sus venas no corría ni una gota de sangre, pero,
lejos de la realidad, la conversación que mantuviste fulminó a tu perspicacia.
Ella te demostró que poseía la suma de todos los corazones. Lo que más te
hirió es que, al margen de que ella no se hubiera dignado a aparecer cuando
más la necesitabas, tenía toda la razón, tenía la razón del mundo entero en su
poder: defraudaste a todos, a ella, a ti mismo.
— Pero, ¿por qué ahora? Justo ahora es cuando menos te necesito.
— Perdona que te contradiga; es justo en este preciso instante cuando se
requiere de mi presencia.— Su mirada fría heló la atmósfera reinante.
—Reconozco que he fracasado— dijiste encarándote a ella después de un
largo silencio—, y quizás nunca consiga tu perdón; lo único que quiero es que
algún día llegues a entender por qué hice lo que hice. Pero tú…
— No hay ningún pero…— te cortó.— Te ofrecí dos oportunidades y las
dos las has malgastado. Confié en ti y en muchos otros. Os brindé mi don sin
pedir nada a cambio y lo habéis desaprovechado.— Con expresión dubitativa,
meneando la cabeza de un lado al otro e intentando contener las lágrimas,
prosiguió—: Solo un puñado de vosotros, los que atesoran un corazón
impoluto, un corazón capaz de albergar solo amor, amor sin tapujos, han
conseguido aprender y aprobar el examen de su vida.— Levantó el saco que
portaba y te lo mostró—. En este exiguo saco guardo los pertenecientes a
quienes se entregaron con entusiasmo y sin egoísmo, sin curiosidad enfermiza
ni envidia, irradiando cariño sin pensar en ellos mismos.— Señalándote con
un dedo desafiante, te increpó—: Tú eres el fiel reflejo del realce de los males
del hombre. — Se giró y, con el mismo dedo, señaló a todo su alrededor—.
Has estado a punto de acelerar el fin, de activarlo, siendo tú el catalizador para
tanta agonía. Yo nunca pretendí hacer sufrir a quién no se lo merece.—
Clavando la mirada en el techo, atravesando los forjados que le impedían
observar el cielo estrellado, aseveró—: Seguiré con mi bagaje por el universo
infinito premiando únicamente a los elegidos.— Hizo una pausa, tragó saliva y
se fijó en el saco mientras lo izaba—. Te preguntarás el destino de estos
corazones… La respuesta es simple: como premio irán dónde y con quién
soñaron. Pertenecen a quienes eludieron usar argucias y atajos, se aceptaron
como eran, perseverando, fortaleciendo sus valores, reconociendo sus
defectos, sin dejar de lado sus creencias, sin cuestionar ni juzgar a nadie.
Lucharon por todo ello con ahínco, con pasión, sin afectarles qué pensaran los
demás y sin importarles las consecuencias.
— Pero…— intentaste justificarte pero te cerró la boca con su zurda.
— Permíteme que termine, no dispongo de mucho tiempo.— Bajó su mano
e intentó serenarse para que la lucidez retornara—. Escucha detenidamente lo
que te voy a pedir: sé que todavía existen muchos corazones que merecen ser
preservados, pero me requieren en otro lugar. Tanto tu amigo como yo
tenemos que hacer un largo viaje. A modo de compensación, por reconocer tus
errores, te exonero de tus pecados; pero como penitencia te encargo que los
busques. Ya te haré llegar indicaciones sobre qué hacer con ellos.
— Entonces, ¿eso significa que me das otra oportunidad?— Te escrutó los
ojos sin decir nada y finalmente te sonrió. “¿Aquello sería un sí?” pensaste.
Pagó el vino y se dirigió a la puerta, no sin antes darte un beso en la mejilla.
Antes de partir, se detuvo en el umbral de la puerta, justo ahí, se giró con el
saco aferrado con su zurda; era tal la presión ejercida que no corría ni una gota
de sangre por ellos, ni por los nudillos de su mano blanquecina, y con la otra
mano nos dijo adiós, salió y se perdió en la oscuridad de la noche.
Tú, por tu parte, sin dudar un instante, te volviste hacia ‘tu otra zurda’.
Percibiste su estupefacción al desconocer quién era aquella espectacular mujer.
Le surgieron multitud de dudas: qué representaba para ti, el motivo de aquella
inesperada y surrealista visita... Intentaste despojarle de todas mirándola como
quién ve a su musa, a su diosa, a su verdadero y único amor. Sin apenas
pestañear le ofreciste a su nueva dueña, ‘tu otra zurda’, el órgano recuperado,
el corazón que no te pertenecía pretendiendo con ello que siguiera sin
pertenecerte, y a la par que le recitaste el siguiente poema:
Toma mi corazón que me abandonó,
que durante tanto no me ha pertenecido.
No te lo brindé antes por carecer de uno,
y como ves hoy se me ha restablecido.
Quiero que vuele hacia su nueva dueña,
como el pajarillo que vuelve a su nido.
Si lo aceptas piensa que está indefenso,
y me lo han devuelto muy malherido.
¡Toma! ¡Pálpalo, tócalo y siéntelo!
Comprobarás sus débiles latidos.
No te limites a ver cómo te lo entrego;
ya sé que está apagado y deslucido.
En tu regazo, seguro robustecerá
tan rápido como un efímero suspiro.
Te anhela más que yo, más que a nada;
sabe que contigo jamás estará dolido.
Él, como yo, no queremos ni podemos
aguantar pasar de nuevo al olvido.
No soportaría un ‘¡no!’ por respuesta;
anhelo un ‘¡sí!’ de quién quiero y admiro.
Cógelo despacio y con sumo cuidado,
porque es frágil, cariñoso y sentido.
Ella lo cogió y lo unió al suyo y, abrazándote con ternura, favoreció que
vuestros corazones os pertenecieran a los dos y a ninguno. No fue un simple
abrazo, fue EL ABRAZO con mayúsculas. Durante ese abrazo todo quedó
estático a vuestro alrededor, incluyendo los relojes, hasta la tierra dejó de
girar; os sentíais amos del tiempo y del espacio, controlándolo a vuestro
antojo. Mientras todo y todos permanecían inmóviles, os separasteis para
besaros; pero no fue cualquier beso, fue EL BESO; os creíais los inventores de
ese tipo de besos, los forjadores que funden dos personas en una sola.
Durante ese episodio, notaste, verificaste cómo el efecto de tu don se
desvanecía. Tu cerebro y el de las personas que tuvieron relación contigo
fueron intervenidas de forma selectiva. Desaparecieron de vuestra memoria los
hechos acaecidos desde que te reencontraras con tu amigo y ‘su zurda’. Todo
efecto colateral de tu don fue eliminado en cascada, suprimido como el mar
que remarca su dominio borrando de la orilla toda huella de pisadas o
cualquier signo del paso del tiempo; pasada tras pasada, ola tras ola no dejó
rastro alguno. Así, toda mente implicada quedó como una playa virgen en lo
referente al pasado cercano. Aunque debo reconocer que hay vestigios que
ningún océano es capaz de borrar; si acaso pulirlos con la fuerza del agua.
Pero en tu caso, al ser tu segunda intervención, el alcance fue mucho mayor.
Además de evaporarse todo pensamiento sustraído, como efecto secundario
fueron eliminados muchos de tus recuerdos.— Ni yo alcanzo a saber cuáles;
de hecho es por ello que intento restituírtelos de alguna manera—. De muchos
de ellos subsistirán vaguedades como las dejadas por los sueños al
desvanecerse; los detalles no prevalecen pero sí el poso de lo sentido; esos
residuos se quedarán contigo para siempre; esas sensaciones no residen en el
cerebro sino en otro órgano para muchos más importante: el corazón.
Tu amigo y ‘su zurda’ no volverán. Su barco se transformó en una estrella,
errante en apariencia. Si escrudiñas el cielo distinguirás un punto luminoso
que lo surca a gran velocidad. Tú aquí, en esta ciudad, en este país, en este
mundo, debes cumplir las órdenes impuestas por ‘su zurda’. Abrazo la idea de
que las cumplirás debidamente. Nadie sabrá quién eres; la única pista: eres
‘ambizurdo’, y el saco que portas, por supuesto, no es visible, al igual que las
razones que te llevarán a arrebatar el corazón a quién se lo merece.
Y, recuerda… ¡¡CUIDADO CON TU ZURDA!!

EPÍLOGO

— ¿Qué...? ¿Qué te parece lo que te he narrado?— pregunté con ojos


escrutadores y con brillo glacial a la sombra del ala de mi sombrero.
— ¡Guau…! Perdona mi expresión, pero me siento como si hubiera
despertado de un coma profundo después de no sé cuándo, y estuviera en un
cuerpo que cohabita en una época y en un mundo que me es desconocido,
como si fuera de nuevo un niño que empieza a descubrir lo que le rodea con
ojos inquietos.
— Me lo imagino. Quiero dejarte algo claro; al margen del tono, lo que te
he contado es totalmente cierto; y como es sabido la verdad que prevalece es
la mejor versión que se cuenta de ella. En tu caso, lo tienes fácil, solo dispones
de una única versión, la mía— aseveré sin dejar de observar sus gestos—.
Cuando borraron tus recuerdos fue como si el álbum de las fotos que
capturaron instantes de tu vida, al abrirlo, constataras que las habían arrancado
con saña, dejando desvaídos pedazos adheridos por el pegamento. Yo lo único
que he pretendido es recomponer las imágenes; eso sí, bastante desdibujadas.
Mi pulso no es firme para esos menesteres. Espero que sirvan para que tu
cerebro restituya los huecos del pasado que has olvidado.
— Te lo agradezco, de veras; pero estarás conmigo en que tenga dudas, y
muchas, y debo asimilarlo— Sus ojos bailaban a un ritmo trepidante—.
Aunque, por otro lado, es la única forma de justificar mi estado actual.
—Lo comprendo.— Sus palabras me dieron esperanzas—. Una última
cosa... Yo seguiré siendo asiduo a este bar y ocuparé mi lugar privilegiado,
allí. — Y le señalé mi rincón—. Postulo que en este bar, como en muchos
otros, pululan historias sorprendentes y alguien debe contárselas al resto del
mundo. Te lo digo por si tienes a bien venir por aquí para tomarte algo con un
buen amigo, o requieres saber más detalles de tu pasado.— Y le ofrecí una
sonrisa.
—Gracias por tu oferta, pero creo que declinaré tu invitación, por lo menos
hasta que asimile todo esto. Imagino que comprenderás mi postura.
— Por supuesto. Yo en tu lugar haría lo mismo.— Miré el ventanal y, al
verla, finalicé—: Por cierto, ahí fuera te espera ‘tu otra zurda’.— Él se giró y
estiró el cuello buscándola—. En tu mano está, esta vez tu diestra, el contarle
lo que creas oportuno y guardarte los secretos que pudieran inducirle un daño
innecesario o que abran la puerta a la incertidumbre y a la desconfianza, malas
consejeras en una relación que se precie… Tú mismo.
— Ah sí, muchas gracias… Lo dicho, que le vaya muy bien como quiera
que se llame.— E hizo el gesto de sacar la cartera. Yo le detuve con mi zurda.
— Tranquilo, ya pago yo... Ha sido un verdadero placer el conocerte. Ah,
una última revelación: por inverosímil que parezca, por infinitos que puedan
llegar a ser tanto el pasado como el futuro, todo acontece en el presente.
Se levantó de la barra, me dio un apretón de manos y salió sin mirar atrás.
Dando todo por terminado— o acaso por comenzado—, no pude más que
desearle toda la suerte en su nueva andadura, esperando que sus acciones
fueran las adecuadas para tan alta responsabilidad. Luego me levanté, me
acerqué a la camarera para pagar la cuenta y con un gesto, agarrando con la
punta de los dedos de mi diestra el ala de mi sombrero y siempre con mi zurda
oculta en el bolsillo de mi abrigo, me despedí con mi sonrisa perenne: “¡Hasta
más ver!”. Y partí con parsimonia, esperando que nunca me olvidara.
Y tú, ¿en verdad me olvidarás?

FIN

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