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La Inspiración en el Arte

Dice Paul Claudel, en la primera de sus Cinco Grandes Odas, que la poesía es la octava de la
Creación en la mirada del poeta. (Cinq grandes odes, I. Les Muses) (v. q., para mejor comprensión
de la obra del autor frances, L. Castellani, Introducción a Paul Claudel, en Crítica Literaria).

Y, allí mismo, en la última oda, V. La Maison fermée (1908) afirma:

Pues de una parte la natura sin mí es vana; soy yo quien le confiere su sentido; toda
cosa en mí deviene Eterna en la noción que de ella tengo; soy yo quien la consagra y
quien la sacrifica.

El agua no tan sólo lava el cuerpo sino el alma, mi pan para mí... deviene la
substancia misma de Dios...

De otra parte, sé que toda cosa es bendecida en ella misma y que yo soy bendecido
en ella.

Pues el hombre, heredero de los cinco días que lo han precedido, recibe sobre su faz
sus bendiciones acumuladas...

Como sabemos, en la liturgia, la octava es el período de ocho días, tomado como uno solo, en el que
se prolonga una fiesta. También, y a la vez, es el octavo día de ese período.

El texto es sumamente potente y abre un mundo de muy ricas sugerencias tanto en el orden
sobrenatural como en el orden natural y en particular en relación con la belleza y el arte. Sin
embargo, hay que dejar aclarado en esta ocasión que no hemos de enfocarnos en la inspiración de
origen sobrenatural, es decir aquella luz sobrenatural que ilumina y mueve a los hombres y en
particular a la Iglesia.

El asunto que debemos considerar ahora se nos presenta inicialmente en el orden natural y se refiere
a una peculiar capacidad cognoscitiva humana frente a las cosas y a una acción artística resultante y
concomitante con esa capacidad específica. Que nunca haya que establecer una separación tajante y
terminante entre ambos órdenes, no significa en modo alguno que no haya distinción real entre la
luz natural de la inteligencia y la luz sobrenatural obrando en ella. A la vez, tampoco debe dejarse
de lado la cuestión capital de que esa misma inteligencia humana participa naturalmente de una luz
cuyo analogado primero es Dios mismo, de quien el hombre es imagen y semejanza por ser un ser
espiritual.

* * *

Entrar al mundo de la inspiración poética o artística supone iniciar un balbuceo que se aproxima o
se aleja del centro de un asunto sobre el que tenemos nociones más o menos fundadas, aunque no
certezas.

Es frecuente ver en los autores que mejor han contemplado la cuestión, un lenguaje difuso, que
busca ser apenas asertivo, conscientes como están de que han ingresado al oscuro mundo de la luz,

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en el que el espíritu recibe y elabora, de un modo que nos es casi inefable, cierta claridad de las
cosas, en una operación que tiene tanto de misteriosa como de sintética.

Es prácticamente inevitable en esta materia el uso de formulaciones revestidas de un lenguaje casi


lírico, toda vez que es antes por figuras como poéticas, más que por conceptos formalizados, como
entendemos estas honduras de nuestro espíritu, que son a la vez las zonas más altas de la actividad
del alma, y que son las propias de la inspiración artística. Nunca serán pocas las prevenciones a este
respecto. De otro modo, la ilusión de ver con absoluta claridad en estos ámbitos, además de
constituir un cierto fraude, puede hacernos derivar en una cierta voluntad de dominio sobre estas
potencialidades del alma, cosa la más distante de la naturaleza de esta forma de percepción del
mundo y su conocimiento. Resultará tentador, en la medida en que sabemos que allí hay una fuente
de luz poderosa. Pero por lo mismo que es una tentación debemos resistir con cierta ascesis
igualmente espiritual ese atractivo, tan fácilmente confundible, por otra parte, con una subjetividad
bien distinta de la que pone en juego el poeta o el artista en su relación con la belleza de las cosas.

La tradicional percepción de que no es el yo del poeta sino un agente exterior el que obra en su
interior y que guía la factura de sus obras, la constante referencia a una theimanía, a un entusiasmo,
a un enajenamiento de las facultades, a un éxtasis, a un rapto tan espiritual como emocional, no
hace más que confirmar el hecho de que el ámbito mismo en el que nace, crece y obra la inspiración
nos es inaccesible a voluntad.

Desde antiguo, el oficio de los poetas fue asimilado también al del profeta o adivino, de modo que
vate significa ambas cosas en ocasiones: quien canta poéticamente tanto como quien vaticina. En
muchas culturas, además, la ingesta de substancias “liberadoras” fue ritual para poder ejercer tales
oficios. A la vez, lo que muchas veces en los artistas se considera una actividad interior desbordada
y desbordante, parece arrojarlos a los abismos de excesos, vicios o, directamente, a los oscuros
brazos de la locura.

Sin embargo, contradictoriamente y con más acierto, Chesterton confesó cierta vez que cuando
advirtió que, al sentarse a escribir, había tomado el hábito de acompañarse de una copa de vino...
dejó el vino y eso para poder seguir escribiendo. Y es acertado, pues la inspiración, aun cuando
suponga un mundo espiritualmente inconsciente, como lo definen de Platón a Maritain, no por ello
supone una anulación del yo, ni del emocional, ni del afectivo, ni del espiritual. La actividad del
espíritu, hay que repetirlo, no se agota en el ejercicio de la razón. Y en la inspiración poética tanto
como en la subsiguiente poiesis creadora, no solamente se comprometen más facultades y potencias
humanas, sino que la naturaleza y la acción de muchas de esas recepciones y mociones escapan
habitualmente al ámbito racional, no porque sean menos que la razón, precisamente, sino por lo
contrario.

El hecho de tener que dedicar unas líneas a estas advertencias en el breve espacio de estas
consideraciones, se justifica por ello mismo: estamos en un mundo que no podemos observar en sí
-como ocurre con todo nuestro mundo espiritual- pero en el que, además, la habitual reflexión que
dedicamos a las operaciones de la razón para mejor conocerlas y operarlas, es aquí por fuerza
mucho más que imprecisa.

En atención al límite estrecho de estas reflexiones, debemos circunscribirnos a tres aspectos


referidos a la inspiración, tales como: I. la naturaleza y acción cognnoscitiva de la inspiración
misma, II. la intuición creadora y su vocación por la obra; y III: el yo del poeta o artista.
I. Debe entenderse que lo que llamamos inspiración es antes que ninguna otra cosa algún
conocimiento de índole sumamente peculiar, cuyo ámbito es el de la interioridad del alma, en zonas

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del intelecto que nos son también particularmente inaccesibles. Por otra parte, en ese conocimiento
quedan comprometidas no solamente la inteligencia sino también la emoción, tanto como la
voluntad, además de potencias inferiores que se ven informadas desde lo más alto del espíritu. Así,
tanto la imaginación como los sentidos exteriores se adecuan a esta específica acción visiva de la
inteligencia que se despierta en el ámbito de lo que Maritain llama inconsciente espiritual, para
distinguirlo del inconsciente animal o automático, que es el que se asocia habitualmente al término
inconsciente.

El modo como se da ese conocimiento en el poeta permite una relación con las cosas que conoce,
distinta del modo habitual por el que formamos concepto de ellas y juzgamos. De esto ha hablando
in extenso Jacques Maritain en La Poesía y el Arte, además de otros lugares en los que trató las
cuestiones estéticas, que eran temas de su predilección.

Dos conceptos importan a este respecto para circunscribir lo que entiende por inspiración. La
noción de inconsciente espiritual y la de conocimiento por connaturalidad. Vayamos primero a esto
último:

Otro caso típico de conocimiento por connaturalidad lo constituye el conocimiento poético.


A partir del romanticismo alemán y desde Baudelaire y Rimbaud, la poesía se hizo
autoconsciente hasta un punto no alcanzado hasta entonces. Junto con esta autoconciencia,
la noción de conocimiento poético pasó al primer plano.

El poeta comprendió que tiene su propia manera, que no es ni científica ni filosófica, de


conocer el mundo. De esta suerte, esa peculiar clase de conocimiento que es el
conocimiento poético se impuso a la reflexión filosófica. Y no tendría ningún sentido
pretender eludir el problema mediante el expediente de considerar la poesía como una serie
de pseudo enunciaciones, sin significación alguna, o como un substituto de la ciencia,
destinado a gentes sin exigencias intelectuales. Es menester que encaremos honestamente y
sin prejuicio alguno el asunto de la experiencia poética y de la intuición poética.

Por su naturaleza, la experiencia poética es diferente de la experiencia mística. Como la


poesía emana de la libre condición creadora del espíritu, está desde el comienzo mismo
orientada hacia la expresión, termina en una palabra expresada, aspira a hablar. En
cambio, la experiencia mística, por emanar del más profundo anhelo del espíritu inclinado
al conocimiento, tiende por sí misma hacia el silencio y la delectación interior. La
experiencia poética se ocupa del mundo creado y de las enigmáticas e innumerables
relaciones que vinculan a las cosas existentes, pero no del principio del ser. En sí, la
experiencia poética nada tiene que ver con el vacío de una concentración intelectual que se
opone a la dirección de la naturaleza, ni con la unión de caridad con el Amor subsistente.

Así y todo, la experiencia poética supone también una típica clase de conocimiento por
connaturalidad. El conocimiento poético es un conocimiento no conceptual y no racional.
Nace en la vida preconsciente del intelecto y esencialmente es una oscura revelación, tanto
de la subjetividad del poeta como de cierto destello de la realidad, que saliendo del sueño
se unen en un despertar común. Este conocimiento no conceptualizable se lleva a cabo,
según creo, a través del carácter instrumental de la emoción que, admitida en la vida
preconsciente del intelecto, se hace intencional e intuitiva y determina que el intelecto
aprehenda oscuramente cierta realidad existencial como una misma cosa con el yo, que ella
ha conmovido, y al mismo tiempo todo lo que esa realidad, emocionalmente aprehendida,
pone de manifiesto como signo.

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De manera que en tal conocimiento se halla presente el yo conocido en la experiencia del
mundo y el mundo conocido en la experiencia del yo, en virtud de una intuición que tiende
esencialmente a manifestarse y a la creación.

(Jacques Maritain, Sobre el conocimiento por connaturaldad - Ensayo leído en la conferencia de la Society of
Metaphysics of America, el 24 de febrero de 1951.)

En términos líricos, Paul Claudel o Leopoldo Marechal podrían decir algo semejante.

Por otra parte, está la noción de inconsciente espiritual:

(…) Limitémonos a establecer firmemente que existe una raíz común de todas las facultades
del alma, raíz oculta en el inconsciente espiritual, y que en ese inconsciente espiritual se da
una actividad fundamental en la cual el intelecto y la imaginación, así como las facultades
del deseo, del amor y de la emoción, se desarrollan en común. Las potencias del alma se
entrelazan o superponen mutuamente; el universo de la percepción sensitiva está en el
universo de la imaginación, la cual está a su vez en el universo de la inteligencia. Y, dentro
del intelecto, todas ellas son animadas y vivificadas por la luz del intelecto iluminante (…)
Mas en el inconsciente espiritual la vida del intelecto no queda enteramente absorbida por
la preparación y por la generación de los instrumentos del conocimiento racional ni por el
proceso de la producción de conceptos e ideas (…) y que acaba en el plano de las
manifestaciones externas y conceptuales de la razón. El intelecto tiene todavía otra clase de
vida que hace uso de otros recursos y de otras reservas de vitalidad, vida que es libre en sí
misma; con ello quiero significar que está libre del proceso de engendrar conceptos e ideas
abstractos, libre de las operaciones del conocimiento racional y de las disciplinas del
pensamiento lógico, libre de los actos humanos destinados a regular y a guiar la vida del
hombre, y libre de las leyes, de la realidad objetiva tal como ésta es conocida y reconocida
por la ciencia y la razón discursiva. Mas esta libertad, como pudiera parecer en ciertos
casos de personas afortunadas o de personas desafortunadas, no es una libertad al azar;
esta libre vida del intelecto es también cognoscitiva y productiva, obedece a una ley interior
de expansión y generosidad que la lleva a manifestar la condición creadora del espíritu;
esta libre vida del intelecto está informada y animada por la intuición creadora. Es aquí, a
mi juicio, en esta libre vida del intelecto, que comprende asimismo una libre vida de la
imaginación, es en esta raíz única de las facultades del alma y en el inconsciente del
espíritu donde la poesía tiene sus fuentes. (…) De manera que, como la poesía tiene su
origen en esa vida fundamental donde las facultades del alma obran en común, la poesía
implica esencialmente una exigencia de totalidad e integridad. La poesía no es el fruto ni
del intelecto solo ni de la imaginación sola. Es más aún; procede de la totalidad del
hombre, del conjunto de sentidos, imaginación, intelecto, amor, deseo, instinto, sangre y
espíritu. De modo que la primera obligación del poeta sea dejarse conducir a esas
recónditas zonas, próximas al centro del alma, donde esta totalidad existe en el estado de
fuente creadora.

(Jacques Maritain, La poesía y el arte, Emecé, Cap. IV, pág. 138 ss)

Ambos textos tienen que ser matizados y explicados. No lo haremos ahora en detalle, pero sí hay
que sintetizarlos. Debe advertirse entonces que la connaturalidad del conocimiento es un elemento
de la inspiración, como también que el ámbito en el que se da es el de la intimidad personal del
espíritu. A la vez, debe rescatarse de estas definiciones la semejanza entre la realidad de las cosas y
el yo o la subjetividad, como lo dice en otro fragmento, desarrollando afirmaciones del pseudo

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Dionisio que comenta Santo Tomás en S.Th, I, 1, 6 ad 3:

(…) El contenido de la intuición poética es la realidad de las cosas del mundo y la


subjetividad del poeta, ambas oscuramente transmitidas a través de una emoción
intencional y espiritualizada. El alma es así conocida en la experiencia del mundo, y el
mundo es conocido en la experiencia del alma, por obra de un conocimiento que no se
conoce a sí mismo, pues tal conocimiento conoce no para conocer, sino para producir.
Tiende a la creación.

(Ibid., pág. 155) (Ver la naturaleza de esta emoción espiritualizada por efecto del intelecto
iluminante y cómo interviene instrumentalmente en la correspondencia entre las cosas y el
yo, págs. 152-154. Nótese allí: El amor pasa a la esfera del medio intencional de la
aprehensión objetiva, en cita del autor que remite a Juan de Santo Tomás. )

II. Por su parte, Fr. Mario Petit de Murat abordó las relaciones entre el alma y la belleza artística en
su curso sobre Criteriología del Arte, dictado a principios de la década de 1950 y publicado en
2014. Al tratar la cuestión de la inspiración y la intuición creadora, el P. Petit deriva mayormente en
consideraciones acerca de la obra y de la relación del artista con la materia sobre la cual imprimirá
la forma en su poiesis. Menos dedica al asunto específico de la inspiración en cuanto tal, pero ello
queda justificado por el hecho de que el P. Petit concibe que ese movimiento del alma -al que
también ubica en las zonas altas de la espiritualidad que no acceden frecuentemente al plano de la
conciencia, sino al producir la obra y aun eso en parte- tiene una teleología precisa, esto es: su
vocación por la plasmación de la obra artística, constitutivo para él de la misma inspiración, cosa en
la que también vimos coincidir a Maritain, pues bien mirado, esto viene a coincidir con esa nota
creativa que Maritain le asigna al modo como las cosas viven en el alma del poeta, como hemos
visto antes. Porque ambos consideran que una nueva creación -que con Tolkien deberíamos llamar
propiamente subcreación- se produce en la interioridad del alma una vez que el espíritu entra en
contacto con la realidad exterior, pero con el modo peculiar de este tipo de conocimiento llamado a
su vez a una generosa fecundidad creativa.

En puntos centrales de sus reflexiones, el P. Petit orienta siempre la actividad artística hacia la obra:

La simple aprehensión, que es intuición, entra en contacto con las esencias tal como existen
en la realidad sensible. La inspiración consiste en una simple aprehensión o intuición
aguda. Su agudeza se traduce en mociones sobre las facultades internas e incluso externas
hacia la ejecución.

Toda intuición intensa no es inspiración; que lo sea, depende de las disposiciones del
sujeto. Tiene que haber en él la pronta influencia de la inteligencia en la voluntad y la
sensibilidad hacia el signo, que caracteriza al artista.

(…) Las inspiraciones y las obras no se corresponden una a una.

El alma del artista es visitada de continuo, sin que éste tenga conciencia de ello. Es un
centro intensamente receptivo del universo, las almas, los dramas humanos, el ambiente, los
estados y situaciones en lo que tengan de significativos, por fugaces que sean.

Tales percepciones no dependen de su voluntad. Se acumulan en el subconsciente; las


intuiciones similares se funden en una sola inspiración que crece.

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(…) Las inspiraciones no son intantáneas. Intuiciones similares se suman y componen una
sola inspiración.

(…) El alma es un verdadero abismo. Las intuiciones pasan por una prolongada
sedimentación y maceración en el interior del artista, antes de aflorar en la conciencia
como vocación de la obra.

En una palabra, cuando el proceso psicológico es normal, el deseo de operar es fruto de


una saturación subconsciente del alma del artista.

La fecundación del alma del artista es perfecta cuando la compenetración entre la


inspiración y el espíritu es tal, que se proyecta en la obra como una sola animación y
contenido.

(…) Los artistas que perduran han sido hombres de taller. La inspiración pasional, el
arrebato dionisíaco, es la caricatura de la verdadera inspiración, introducida por el
romanticismo y la bohemia. El artista es, ante todo, un artesano, un “faber”, “factor”, es
decir, obrero. Su gran labor consiste en conocer experimentalmente la materia artística que
trata. La inspiración, el contenido sustancial de su obra, vendrá, sin que lo sepa, del fondo
de la materia y de su espíritu.

(…) Dos son las fuentes de la inspiración: 1 El universo; 2 La materia próxima de cada
arte.
(…) El nefasto error de la Academia y el romanticismo, que empobrecieron el arte por
completo, fue ignorar a la materia como una poderosa realidad artística y caer en el
concepto platónico de que es un medio para colocar sobre ella el vestigio de la imaginación
del artista. Precisamente, la obra se hace posible cuando el contenido espiritual del artista
llamado inspiración se funde en su espíritu con realidades de la materia que le son
idénticas. Cuando una llama a la otra en un perfecto acuerdo y fusión.

(Fr. Mario Petit de Murat, Criteriología del arte, XI, págs. 51-52. Hay que destacar el
tratamiento que el autor le da a la cuestión de la materia en el arte, especialmente por la
agudeza -que tiene cierto sabor fenomenológico, debe decirse- con la que entiende la
relación del artista con la obra y la misma inspiración.)

III. A diferencia de las concepciones racionalistas o románticas referidas al yo y a la subjetividad,


en lo tocante a la inspiración artística, el realismo filosófico pone sobre la mesa un modo diverso de
actuar de la persona en su conocimiento de las cosas, tanto como en la expresión de ese
conocimiento, expresión que es la obra misma que realiza el poeta o artista. Y, como quiera que
fuere, la concepción realista a este respecto es mucho más honda y por lo mismo más espeluznante
que la de cualquier racionalismo o idealismo. Ya hemos dicho del compromiso a la vez múltiple y
unificador de las potencias, tanto sensibles como espirituales, en todo el tránsito del alma por esa
experiencia. De ningún modo nunca debe soslayarse la presencia del yo y de la propia subjetividad
en ese camino. Dejarla de lado equivale a negar tanto la imagen como la semejanza que la creatura
es y tiene respecto de su Creador. La actividad del espíritu en el conocimiento no se limita a reflejar
pasivamente las formas. Se hace ella misma, intelligendo, quodammodo las mismas cosas, sin dejar
de ser ella misma y, aún más, es capaz de llevar a término una actividad poiética con esos
elementos, lo que de algún modo también enriquece aun a las cosas mismas. Es una acción común

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la que une a la inteligibilidad de lo real con la inteligencia de dicha inteligibilidad, de tal modo que
puede decirse con el poeta F. L. Bernárdez que las cosas buscan la voz del hombre dolorido para
alcanzar toda su naturaleza y que sólo en la voz humana que las asume lo logran. Esa voz es el
signo de la acción del espíritu, como que las palabras son signos de los conceptos y de las cosas
cosas conocidas en ellos, a la vez. Pero no solamente signos de los conceptos sino también la
expresión de esa actividad interior más completa y totalizante que la actividad racional.

Las cosas (De “El Ruiseñor”) La Palabra (De “Poemas de Carne y Hueso”)

El mundo nos despierta y al oído En cada ser, en cada cosa, en cada


nos confiesa el afán de cada cosa Palpitación, en cada voz que siento
por empujar la puerta misteriosa Espero que me sea revelada
y escapar de la muerte y del olvido. Esa palabra de que estoy sediento.

Nos dice que la piedra y que la rosa Aguardo a que la diga el firmamento,
buscan la voz del hombre dolorido: Pero su boca inmensa está callada;
la piedra inerte para ser sonido, La busco por el mar y por el viento,
y palabra la rosa misteriosa. Pero el viento y el mar no dicen nada.

Y nos dice también que, sólo cuando Hasta los picos de los ruiseñores
las cosas hallan lo que van buscando, Y las puertas cerradas de las flores
alcanzan toda su naturaleza. Me niegan lo que quiero conocer.

Porque, sólo en la voz que las asume, Sólo en mi corazón oigo un sonido
tiene la piedra toda su firmeza, Que acaso tenga un vago parecido
tiene la rosa todo su perfume. Con lo que esa palabra puede ser.

Con lo cual, por otra vía, volvemos a textos de Claudel similares a los que abrieron estas
reflexiones.

¡Pero tu canto, oh Musa del poeta,


No es el zumbido de la abeja, ni la fuente que murmura, ni el ave del Paraíso entre los
alhelíes!
Pero así como el Dios Santo inventó cada cosa,
tu alegría está en la posesión de su nombre.
Y como Él ha dicho en el silencio: “Que ella sea”,
es así que, llena de amor (Oh Musa) tú repites, según como Él la ha llamado,
como un niño que balbuciendo deletrea: “Que ella es...”
¡Oh sierva de Dios, llena de gracia!
Tu la apruebas substancialmente, tú contemplas cada cosa en
tu corazón, de cada cosa tú buscas, ¡cómo decirla!
¡Cuando Él componía el Universo, cuando Él disponía con Belleza el Juego, cuando Él
ponía en marcha la enorme ceremonia,
alguna cosa nuestra con Él, viéndolo todo, se regocijaba en su obra,
su vigilancia en su día, su acto en su Sabbath!
Así cuando hablas, oh poeta, en una enumeración deleitable
profiriendo de cada cosa su nombre,
como un padre tú la llamas misteriosamente en su principio,
¡y así como antes

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participaste en su creación, cooperas a su existencia!
Toda palabra, una repetición.
Tal es el canto que tú cantas en el silencio y tal es la bienaventurada armonía
con la que alimentas en ti misma la unión y la disolución.
Y así.

¡Oh, poeta..., no diré que tu recibes de la natura lección alguna, eres tú quien le impone su
orden.
¡Tú, considerando todas las cosas!
Para ver lo que ella responderá te diviertes en llamar una tras otra por su nombre...

(De I. Las Musas)

Un paso más allá, en hondura y altura, se encuentra la formulación que Maritain desarrolla en el
Capítulo IV de La Poesía y el Arte (La intuición poética, puntos 4. y 5, Emecé, págs. 141-146),
cuya extensión nos exime de citarlo. En igual sentido se expresa Leopoldo Marechal en el breve
ensayo Teoría del Arte y del Artífice, particularmente en el punto 10 de dicho trabajo (Vórtice, págs.
140-141).

* * *

Queda por ver, sin embargo, al menos sumariamente, por qué razón la belleza interviene en estas
materias de modo tan determinante y decisivo. Por qué es ella el motor y a la vez el vehículo y la
finalidad.

No hay tiempo ahora para un desarrollo extenso. Pero tal vez valdría acercarse al asunto de la mano
de dos textos. Uno de san Isidoro de Sevilla y otro de Dionisio comentado por Santo Tomás.
Entre nosotros, el de san Isidoro (del Libro I de sus Sentencias) lo ha hecho más conocido Marechal
en su Descenso y Ascenso del Alma por la Belleza, al usarlo como epígrafe, recogiendo y
extendiendo así una doctrina tradicional.

Ex pulchritudine circumscriptae creaturae, pulchritudinem suam quae circumscribi nequit,


facit Deus intelligi, ut ipsis vestigiis revertatur homo ad Deum, quibus aversus est, ut qui
per amorem pulchritudinis creaturae, a Creatoris forma se abstulit, rursum per creaturae
decorem ad Creatoris revertatur pulchritudinem.

Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada que no puede
circunscribirse, para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que lo apartaron
de Él; en modo tal que, al que por amar la belleza de la criatura se hubiese privado de la
forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura
divina.

Pero creo que mucho más hondo calan todavía Dionisio y Santo Tomás al asociar la belleza al
mismo acto creador, al sustento óntico de todo lo que existe, al ser la belleza ella misma ése
sustento, identificado no solamente con la quidditas como solemos hacer, sino con el esse.
En primer lugar, una aproximación. Santo Tomás, se pregunta en la Suma Teológica (I. q. 39, a. 8),
si los Santos Doctores han o no han atribuido correctamente los atributos esenciales a las personas
divinas. Desarrolla entonces cinco argumentos de los cuales el primero y su respuesta interesan en
particular para estas reflexiones.

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Dice Hilario en II De Trin.: La eternidad está en el Padre, la especie en la Imagen, el uso en
el Don. En estas palabras hay tres nombres propios de las personas: Padre, Imagen, que es el
nombre propio del Hijo, como dijimos anteriormente (q.35 a.2), y Don o Aval, que es el
nombre propio del Espíritu Santo, como quedó establecido (q.38 a.2).

Además hay también tres realidades apropiadas: La eternidad, al Padre; la especie, al Hijo;
el uso, al Espíritu Santo. Y parece que lo hace de un modo poco razonable. Pues la eternidad
implica duración de ser; la especie, en cambio, es principio de ser; el uso, por su parte,
parece que pertenece a la operación. Pero la esencia y la operación no se apropian a ninguna
persona. Por lo tanto, parece que estas apropiaciones a las personas no las han atribuido
correctamente.

Al responder, santo Tomás explica, en general y luego en particular, una cuestión aneja a la de los
nombres divinos.

Nuestro entendimiento, que llega al conocimiento de Dios partiendo de las criaturas, es


necesario que considere a Dios según el modo que tiene a partir de las criaturas. A la hora de
estudiar una criatura, aparecen cuatro elementos en el siguiente orden.

Primero, se analiza el mismo objeto absolutamente, en cuanto que es un determinado ser.


Segundo, se le analiza en cuanto que es uno. Tercero, en cuanto que en él hay capacidad para
obrar o para causar. Cuarto, la relación que tiene con lo causado. Por lo tanto, al tratar lo
referente a Dios nosotros debemos tener también en cuenta esta cuádruple consideración.

Según la primera consideración, es decir, tratar lo referente a Dios en cuanto a su propio ser,
encontramos la fórmula de Hilario, según la cual la eternidad es apropiada al Padre, la
especie al Hijo, el uso al Espíritu Santo (cf. obi.1). Pues la eternidad, en cuanto que significa
ser sin principio, tiene semejanza con el Padre, que es principio sin principio. La especie o la
belleza tienen semejanza con lo propio del Hijo, pues para la belleza se requiere lo siguiente:
Primero, integridad o perfección, pues lo inacabado, por ser inacabado, es feo. También se
requiere la debida proporción o armonía. Por último, se precisa la claridad, de ahí que lo que
tiene nitidez de color sea llamado bello. Así, pues, en cuanto a lo primero, tiene semejanza
con lo propio del Hijo, en cuanto que el Hijo tiene en sí mismo, de forma real y perfecta, la
naturaleza del Padre. Para indicar esto, Agustín en su explicación dice: En donde, esto es, en
el Hijo, está la suprema y primera vida, etc. Por lo que se refiere a lo segundo, también se
adecua con lo propio del Hijo en cuanto que es Imagen expresa del Padre. Por eso, decimos
que alguna imagen es bella si representa perfectamente al objeto, aun cuando sea feo. Y esto
es a lo que alude Agustín cuando dice: En donde hay tanta conveniencia y la primera
igualdad, etc. En cuanto a lo tercero, se adecua con lo propio del Hijo, en cuanto que es
Palabra, que es lo mismo que decir Luz, esplendor del entendimiento, como dice el
Damasceno. Esto mismo lo sugiere Agustín cuando dice: Como palabra perfecta a la que no
le falta nada, especie de arte del Dios omnipotente.

El uso tiene cierta semejanza con lo propio del Espíritu Santo, si tomamos la palabra uso en
sentido amplio, pues usar implica disfrutar, ya que usar es disponer de algo, según la propia
voluntad, y disfrutar es usar con gozo, como dice Agustín en X De Trin. Por lo tanto, el uso
por el que el Padre y el Hijo se disfrutan mutuamente, se adecua con lo propio del Espíritu
Santo, en cuanto que es Amor. Y esto es lo que dice Agustín: Aquel amor, deleite, felicidad o
dicha, es lo que él llama uso. El uso con que nosotros disfrutamos de Dios tiene cierta
semejanza con lo propio del Espíritu Santo en cuanto que es Don. Y esto es lo que resalta

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Agustín cuando dice: En la Trinidad está el Espíritu Santo, la suavidad del que Engendra y
del Engendrado, que nos inunda de forma inmensa y generosa.

De este modo, se comprende por qué la eternidad, la especie y el uso, se atribuyen o se


apropian a las personas, y no se les atribuyen la esencia o la operación. Porque en su propio
concepto, y puesto que son comunes, no se encuentra algo que sea semejante a lo propio de
las personas.

Con esta presentación condensada, tenemos que ir a un nudo importante de lo que quiero exponer.
Porque esta cuestión nos llevará a repasar una de las fuentes de lo que santo Tomás dice respecto
del Hijo-Species, Imago Dei, y Species como Belleza, fuente que no es otra sino el Libro sobre los
Nombres Divinos, de Dionisio, cuyo comentario hizo santo Tomás tal vez en dos oportunidades,
aunque la que interesaría ahora es la que ciertamente es suya propia y compuso durante su estancia
en Roma entre 1265 y 1267 y que conocemos como Expositio super Dionysium De divinis
nominibus, esto es, el Comentario al libro Sobre los nombres divinos del Pseudo-Dionisio
Areopagita.

Debemos remitirnos al capítulo IV de su Tratado sobre los Nombres Divinos y al Comentario de


santo Tomás sobre ese mismo texto.

Es un asunto central. De toda la exposición referiré aquí sólo la parte de ese capítulo que sostiene la
causalidad que la Belleza tiene respecto de todo lo que es. El texto que importa ahora está
sucintamente expuesto por santo Tomás en su comentario y dice (cap. 4, lectio 5):

Deinde, cum dicit: ex pulchro isto... Ostendit quomodo pulchrum de deo dicitur secundum
causam; et primo ponit causalitatem pulchri; secundo, exponit; ibi: et est principium...p
dicit ergo primo quod ex pulchro isto provenit esse omnibus existentibus: claritas enim est
de consideratione pulchritudinis, ut dictum est; omnis autem forma, per quam res habet
esse, est participatio quaedam divinae claritatis; et hoc est quod subdit, quod singula sunt
pulchra secundum propriam rationem, idest secundum propriam formam; unde patet quod
ex divina pulchritudine esse omnium derivatur.

Entonces, cuando dice: “Es por este bello por lo que hay ser (esse) en todas las cosas
existentes y por lo que las cosas individuales son bellas cada una en su propio modo”,
muestra cómo lo bello se predica de Dios como causa. Primero, postula esta causalidad de lo
bello; segundo, la explica, diciendo, “y es el principio de todas las cosas”. Por consiguiente,
dice primero que de este bello procede “el ser en todas las cosas existentes”. Pues la claridad
(claritas) es indispensable para la belleza, como se dijo; y toda forma por la que algo tiene
ser, es una cierta participación de la claridad divina, y esto es lo que agrega, “que las cosas
individuales son bellas cada una en su propio modo”, es decir, según su propia forma. Por lo
tanto es evidente que es de la belleza divina de donde se deriva el ser de todas las cosas (ex
divina pulchritudine esse ommium derivatur).

Con ello, Dioniso y santo Tomás remontan nítidamente la causa de la forma misma del ente creado
–y su esse– a la Belleza divina. Por otra parte, ya nos ha dicho el propio santo Tomás que acierta
san Hilario cuando le atribuye el nombre de Species al Hijo, y esa Species es precisamente Belleza.
De modo, entonces, que decir que por Él fueron hechas todas las cosas (Jn. 1, 3) es lo mismo que
decir que ex divina pulchritudine esse ommium derivatur.

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Así entonces, de Él tienen las cosas creadas la belleza que tienen, además. Y en ellas también vemos
la belleza porque son obra de la Belleza. Y la Belleza, insistimos, es nombre del Hijo. Si esto es así,
en las propias creaturas está la huella y en algún modo hay en ellas por eso mismo un camino hacia
el Hijo, que es a quien llamamos con propiedad Species, Belleza.

Hay que traer ahora a la memoria otra vez el texto de san Isidoro a este respecto.

Un aspecto importante de nuestra alegría viene también de las cosas creadas, en tanto sean vistas al
modo como sugiere san Isidoro y amadas en esa clave. Y como ya lo ha dicho Claudel.

Por la belleza a la Belleza, dice san Isidoro, porque en ella está Ella y por Ella son ellas, es decir,
todas las cosas creadas, todo lo que es, dicen Dionisio y santo Tomás (*).

Eduardo B. M. Allegri

II Congreso “Aquino Joven” - Sección Joven de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.


15 de octubre de 2016 - Centro cultural “La Abadía” - Buenos Aires

(*) De estas doctrinas, pues, es de donde principalmente surge la conjunción de Esperanza, Belleza y Parusía. Y de
esto mismo es de donde surge la proposición de que, para quienes esperamos la Parusía, la Belleza presente en las
cosas es una huella que permite también afirmar el pie que camina esperanzado hacia el encuentro de Quien vuelve.
No de cualquier modo la belleza de la Creación entera nos ayuda a sostener la Esperanza. No se trata de cualquier
apariencia de objeto u acción en apariencia agradable. Pero no estoy hablando de apariencias engañosas o
sensiblemente seductoras, sino de la realidad más honda de todo lo que es, aquello que ni la obra del hombre sobre las
cosas y sobre sí mismo puede ni eliminar ni ignorar. De estas mismas materias trata en clave parusíaca La
Belleza como Esperanza, ensayo de un servidor del cual he citado aquí algunos textos y pasajes porque me
pareció pertinente al tratar el difícil asunto de la inspiración en el arte, tema al que le temo por su
inefabilidad.

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