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Engaño

El hombre llega quince minutos antes de lo acordado. Las grandes puertas de madera del
motel se abren ante él, un imperceptible olor a viejo y humedad le llega a través de ellas.
Aquel viejo edificio se levanta como una impertinente herejía ante los modernos edificios
vecinos. Un cartel pintado a mano reza la sugerente oferta de $100 la hora, razón más que
suficiente para elegirlo como puerto de sus pasiones. Mira su reloj, que señala las nueve
con quince de la mañana, y piensa que esta será la última vez, no podrían seguir así por
mucho más tiempo. Mira una vez más su muñeca y maldice la impuntualidad de su
compañera. Con mano temblorosa busca algo en su bolsillo, finalmente consigue sacar un
cigarro y lo enciende con el encendedor que su esposa le regalara en su primer aniversario,
diez largos años atrás.
Le molesta estar en ese lugar, pero no pudo resistirse, ama a la mujer con la que se verá
esta mañana, o al menos eso es lo que cree. Un sutil aroma a perfume barato le avisa de su
llegada. Se saludan besándose la mejilla, ella le toma la mano y con una sonrisa que más
que sensual resulta burlona, entran en el edificio, no sin antes mirar discretamente a los
lados.
Un anciano recepcionista los recibe con cortesía. Acostumbrado a las parejas y sus
motivos, sólo se limita a recibir el dinero y entregar la llave, aunque no puede evitar mirar
el sugerente escote de la mujer. El hombre al notarlo se molesta, no con el encargado, sino
consigo mismo al no saber si lo que lo incómoda son celos o el juicio moral de aquel viejo.
El cuarto no alberga más que una desvencijada cama y una mesita en la que descansa
un teléfono de disco, el baño —si es que a eso se le podría llamar baño— no funciona y se
encuentra completamente a oscuras. El hombre se sienta sobre la cama, la cual rechina
cediendo bajo su peso. Con movimientos torpes se quita los zapatos y calcetines. Se
recuesta, la mujer yace tendida junto a él con la blusa desabrochada, no lleva sostén. Sus
pechos suben y bajan con cada respiración. El hombre juguetea un rato con ellos pero
pronto se aburre y enciende otro cigarro. La mujer termina de quitarse la ropa. Ya no es
joven, bien lo sabe, sin embargo aún se siente capaz de seducir a cualquier hombre, sobre
todo aquel con quien comparte ese espacio.
Desnuda a su compañero, besa su cuello y manipula su miembro. Poco a poco él se va
despabilando y entra en el jugueteo. Ruedan sobre la cama lamiendo aquí, mordiendo allá,
chupando acullá. Ella monta, él monta. Se escuchan algunos gemidos, la pelvis del hombre
chocando contra los muslos de la mujer, los incesantes chirridos de la cama, luego, silencio.
El ritual se repite una vez más. Sonidos semejantes se escuchan en los cuartos contiguos.
La cama deja escapar un profundo quejido y se desploma. Los amantes no cejan en sus
movimientos a pesar del golpe, lentamente estos se detienen.
Sudorosos buscan la ropa regada en el suelo y abandonan con rapidez aquel lugar que
ya tiene una historia más que contar. Antes de salir del motel, el hombre voltea hacia el
recibidor, donde el anciano le sonríe con malicia. Llegan a la calle y el sol los deslumbra.
Ella alegre por el placer que acaba de recibir, él con el ceño fruncido por la imagen
desdentada del recepcionista.
El hombre mira su reloj, da la espalda a la mujer y no puede dejar de sentir algo de
vergüenza cuando le dice:
—Llego a la casa como a las cuatro.
—Está bien —le responde ella— No se te olvide pasar por los niños a la escuela. ¿Qué
quieres de cenar?

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