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SANTE UBERTO BARBIERI

UNA
EXTRAÑAESTIRPE
DEAUDACES
Tapa e ilustraciones
MARíA AMALIA BLUHM
Ediciones "EL CAMINO"
Doblas 1753 - Buenos Aires

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OBRAS DEL MISMO AUTOR
El Padre Nuestro - Buenos Aires, 1940, 1945
El País de las Siete Casas (Alegoría) - Buenos Aires 1941
La Acción Social de la Iglesia - Buenos Aires, 1944.
Pétalos y Espinas de mi Sendero (Prosas Poéticas) - 1945.
La Supereminencia de Jesús - Buenos Aires, 1944
Peregrinaciones de mi Espíritu (Prosas Poéticas) – 1942
Las Enseñanzas de Jesús - Buenos Aires, 1943
Esteban (cuento) -- Buenos Aires, 1945.
Colaboradores de Dios (Manual de Evangelización) – Bs. Aires, 1945.
El Maestro de Galilea - Buenos Aires, 1948.
Ni Señores, ni Esclavos (Ensayo Dramático) _ Buenos Aires, 1946
La Carta Fundamental del Cristianismo _ Buenos Aires, 1949.
Del Fango a las Estrellas (Prosas Poéticas) - Buenos Aires, 1948
La Visión de un Mundo Nuevo y otros sermones - Bs. Aires, 1951.
Bl Hijo de la Consolación (Novela) - Buenos Aires, 1950.
Entre Olas y Nieves (Prosas Poéticas) _ Buenos Aires, 1951.
¿Qué Guía Llevas? (Breves Meditaciones Devocionales) - Rep. Dominicana, 1955.
Hojas al Viento (Prosas Poéticas) - Buenos Aires, 195G.
Gotas de Rocío (Prosas Poéticas) - México, D. F., 1956.
EN PRENSA
El Médico Amado (Novela).
PROXIMA8
El Inmortal Poema (Prosas Poéticas)
Miriam de Magdala (Novela).
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En señal de gratitud a mi maestro de Historia Eclesiástica
en la "Southern Methodist University"
DalIas, Texas, U. S. A.,
Dr. Robert W. Goodloe
que me reveló el misterio y el embrujo
de esa "Extraña Estirpe de Audaces"
y
a Flavio y Mary, mis hijos,
ahora sirviendo al Señor en Bolivia,
para que recojan
los "Destellos Inextinguibles" de esa "Estirpe"
y sigan en pos de su luz,
dedico cariñosamente estas páginas.

(Pgs. 7-8)

INTRODUCCION

La historia es lo único que en nuestra vida social nos liga al pasado. Si omitiéramos la
historia, cortaríamos de nosotros una parte importante de nuestra misma vida.
Podemos existir sin historia, pero no vivir; porque vivir es, en cierto modo, revivir la
historia de nuestro pueblo, encarnando en nosotros las inquietudes que poblaron
corazones y voluntades que ya no son. En la historia refúgiase la vida que ya fue, para
no morirse, para resu-citar, para continuar viviendo, para obligamos a nosotros a vivir.
Por esto mismo decía Miguel de Unamuno: "Es visión del pasado lo que nos empuja a
la conquista del porvenir; con madera de recuerdos armamos las esperanzas". Cuando
lo presente nos parece trivial y común, falto de estímulo e inspiración, hace falta mirar a
lo pasado, que es la historia, para que nos sintamos "empujados a la conquista del
porvenir".

Y subrayamos esto de "la conquista del porvenir", por-que la visión del pasado no nos
debe embrujar por el pasado mismo, sino para que nos lleve a más altas empresas y a
más arriesgadas aventuras; para que el acervo del pasado se enriquezca con los
hechos del presente. El conocimiento de lo pasado no se constituirá en cadena, sino en
semen que nos fecunde mente y corazón, espíritu y voluntad, y nos conceda poder
para crear obras hermosas, frescas y eternas.

Por esto, en las páginas que siguen, nos sumergiremos en el mar de la historia, no
para ahogarnos en ella, como .atraídos al fondo por voz de sirena embrujadora, sino
para revitalizar y refrescar nuestras energías dormidas y salir por las playas del mundo,
teniendo en los labios el canto que entusiasma y en el corazón la fe que todo lo arraiga.

Anhelamos que los lectores de estos breves estudios his-tóricos, que giran alrededor
de algunos adalides del metodismo, se sientan con tónica suficiente como para seguir
en el camino que ellos dejaron marcado, con las huellas profundas de su devoción y fe.

Se terminó de imprimir en
la Imprenta Metodista, calle
Doblas 1753, Buenos Aires,
el día 25 de septiembre de 1958.
CAPÍTULO PRIMERO
LOS ADELANTADOS
Parte Primera
Los antepasados de Juan y Carlos Wesley por línea paterna.
"El testimonio interno, hijo, el testimonio interno;
ésta es la prueba, la prueba más verdadera
del cristianismo".
Samuel Wesley.
Al leer el subtítulo de los dos primeros capítulos, el lector se
preguntará qué relación tienen los antepasados de Juan y Carlos
Wesley con los adalides del metodismo que estudiaremos en el
resto del libro. A primera vista parece no existir conexión alguna,
pues ellos vivieron antes del movimiento metodista, y ciertamente
que no habrían podido vislumbrar lo que sucedería como para
sugerir orientaciones. Mas, cuando pasamos revista a la vida de
esos antepasados, descubrimos que muchas de las características
que distinguieron a los iniciadores del movimiento metodista ya se
revelaban en el carácter y la acción de ellos.
Podemos decir que el movimiento metodista no comenzó en el
siglo XVIII, aunque históricamente tenga su principio en él, sino
que sus raíces arrancan desde el siglo XVII o antes, a similitud de
la Reforma protestante que no tuvo su origen en el siglo XVI con
Lutero, sino también mucho tiempo antes. En Lutero la Reforma
tuvo su apogeo y culminación. Fuerzas y hombres, desde mu-chas generaciones antes, habían
ido preparando el terreno, abonándolo con la sangre de su sacrificio. De la misma manera, lo
que llamamos metodismo alcanza su triunfo en Juan y Carlos Wesley y otros.
No que ya existiera el metodismo como fuerza, sino que tenía vida embrionaria en el seno de
ciertos acontecimientos his-tóricos. Los hombres no son fenómenos que aparecen
repentinamente y se manifiestan sin causas y motivos. A veces, ó casi siempre, son el
resultado de fuerzas que fueron almacenándose por mucho tiempo y que luego irrumpen
rompiendo las compuertas para imponerse de una manera decisiva y renovadora.
La historia del metodismo empieza, pues, con los ante-pasados de los Wesley. Un historiador
de esa familia, de hecho asevera que hay trazas de ella ya en el siglo X, antes que Inglaterra
estuviese unida bajo un soberano. Por el estudio que hace de los miembros de esa familia,
llega a la siguiente conclusión:
"Por lo que podemos saber hasta aquí de esta familia distinguida, hallamos que sus miembros
sobresalían por sus conocimientos, piedad, estro poético y musical. Debemos además añadir
otras características igualmente peculiares: lealtad e hidal-guía. Volviendo atrás solamente un
paso, al trazar su genealogía, encontramos en ambos, el padre y la madre de Bartolomé
Wesley (de éste hablaremos más adelante), personas a quienes se les permitió mezclarse con
las mentes señeras de su edad, que tuvieron la distinción de tomar parte activa en la formación
de aquella edad en sus aspectos moral, religioso y social" (1).
No nos será posible detenernos con todos ellos, pero nos remontaremos por la línea paterna
de Juan y Carlos Wesley a representantes de tres generaciones anteriores: a Bartolomé
Wesley (1595 ó 96-1680); a Juan Wesley (abuelo), (1636-1678); y a Samuel Wesley, padre
(1662-1735). Y por la línea materna: a Juan White, abuelo materno de Susana (1590-1644);
Samuel Annesley, padre de Susana (1620-1696; Y Susana Wesley, madre (1669--1742).
BARTOLOMÉ WESLEY
Bartolomé Wesley, bisabuelo de Juan y Carlos Wesley, era hijo de Sir Herbert Westley o
Wesley, del condado de Devon, y de Elizabet Wellesley, de Dongan, Irlanda. En la familia hubo
tres hijos: de dos de ellos nada se sabe, solamente Bartolomé llegó a entrar en la historia. En el
seno de su familia recibió una esmerada educación religiosa. Juzgando por las influencias
religiosas mani-festadas por Bartolomé, puede decirse que el espíritu del puritanismo ya se iba
desarrollando dentro de la Iglesia Nacional y que había hecho mella en la mente de sus padres.
Recibió su educación en la Universidad de Oxford, donde estudió medicina y divinidades. Poco
se sabe de él hasta el año 1640, cuando la historia nos dice que se encontraba a la cabeza de
la iglesia de la pequeña aldea de Gatherston y, un poco más tarde, de la de Charmouth. El
salario anual que esas dos iglesias le pagaban consistía de 35 libras esterlinas y 10 shillings.
Quedó pastoreándo-las hasta el año 1662, antes del "Acto de Uniformidad", que fue cuando lo
expulsaron como "intruso".
Duran-te su ministerio, y especialmente después, hizo gra n uso de sus conocimientos médicos
con bastante éxito. Nada sabemos acerca del lugar de su muerte, pero estamos seguros que él
tuvo que abandonar Charmouth en 1665 debido al "Acto de las Cinco Millas". Este "acto" exigía
que todo párroco que hubiese sido destituí do de su cargo debía vivir por lo menos cinco millas
distante del lugar donde había ejercido su ministerio.
Por esa época ya había caído el gobierno puritano de Cromwell, el cual había asumido el poder
en Inglaterra por cerca de tres lustras. Al restablecerse la monarquía, todos los párrocos que
eran adeptos del puritanismo, que era la expresión religiosa adoptada por el gobierno de
Cromwell, tuvie-ron que abandonar sus parroquias para que fuesen ocu-padas por personas
que estuviesen dispuestas a sujetarse a la realeza y a la forma tradicional del anglicanismo.
Fue a consecuencia de ese mismo "acto", como vere-mos más adelante, que su hijo Juan
Wesley murió pre-maturamente a los 42 años de edad, en 1678. Este hecho se agravó en la
mente del anciano padre de tal manera que sus últimos años fueron bastante amargos,
lleván-dole más ligero al sepulcro. Desde que fué relevado de su cargo en 1662 y se vio
obligado a abandonar su anti-gua habitación, estuvo sujeto a vejámenes, persecuciones y
limitaciones promovidas por la Iglesia Oficial, que había sido restablecida con la monarquía.
Debemos recor-dar que por el "Acto de Uniformidad", los ministros debían renunciar a sus
ideas puritanas y aceptar el nuevo estado de cosas o de lo contrario abandonar sus puestos
eclesiásticos. Más de dos mil ministros tuvieron que dejar sus iglesias. Comenzó para ellos una
serie de duras experiencias que tejieron un romance de aventuras extraordinarias, pero de
tremendas vivencias en las que se puso a prueba su fe, ya que por demandas de su conciencia
no quisieron adaptarse a la nueva situación.
Esos ministros, y los feligreses que con ellos compartían las mismas ideas religiosas, tuvieron
que reunirse donde podían: ya en casas aisladas o en sótanos o en heniles o doquier le s fuese
dado: Muchas veces, para llegar a esos lugares, había que hacerse de caminos secretos y
también apostar vigías. A pesar de toda esta vigilancia y cautela, muy frecuentemente
apresaban a grupos y a líderes. Bartolomé, después de haber sido destituido, pudo quedarse
en Charmouth hasta 1665 ejerciendo la medicina, por la estima en que le tenían sus
parroquianos.
Esto testifica acerca de la limpieza de su carácter, lo que le permitió permanecer allí sin temer
acusaciones de parte de la gente a la que sirviera durante 21 años. Sin embargo, lo que más
caracterizó a este hombre fue la firmeza de sus convicciones. Hicimos referencia al "Acto de
las Cinco Millas" y en ese enton-ces él ya era un hombre anciano, sentíase agotado des-pués
de una larga vida que consumiera en trabajos entre guerras civiles y luchas religiosas. Si al
reestablecerse la monarquía hubiese renunciado a sus convicciones reli-giosas y se hubiera
sometido con pasiva obediencia a las exigencias de la iglesia oficializada, habría podido vivir
en el seno de sus viejos parroquianos, a quienes tanto estimaba, hasta el día de su muerte. Sin
embargo prefirió irse y sufrir el desprecio del mundo. Sus convic-ciones eran para él más
sagradas que la propia vida y la tranquilidad.
Esto nos enseña que las almas honestas nunca pueden cambiar su libertad de conciencia por
la libertad de sus cuerpos. Prefieren tomar sobre sí la cruz y morir por sus ideales. Son
aquellos que van adelante y se detienen solamente cuando llegan al final del cami-no, sin
haber cesado en su brega por mantener bien alto el estandarte de sus más íntimas
convicciones. Si Barto-lomé Wesley no hubiese dejado otra cosa tras de sí que esta estela
luminosa, se justificaría plenamente su tra-yectoria en el mundo. Seguramente fue digno de
haber sido el bisabuelo de Juan y Carlos Wesley.
JUAN WESLEY
El que lleva el mismo nombre, de quien más tarde fuera con su hermano Carlos el fundador del
metodismo, era hijo del precedente y tal como vimos alcanzó a vivir tan solamente 42 años.
Fue el padre de Samuel Wesley el que, a su vez, vendría a ser el progenitor de los fundadores
del metodismo. Como Bartolomé, recibió su educación en la universidad de Oxford, bajo la
dirección de hombres que habían sido escogidos entre los guías religiosos más prominentes de
los grupos independientes que alimentaban tendencias puritanas. Terminó sus estudios
alcanzando el grado de Maestro en Artes hacia fines del año 1657 o principios de 1658.
Su hogar fue su primera escuela de religión y allí heredó el espíritu piadoso que señaló toda su
vida. En 1a escuela mantuvo la misma línea de conducta que fuera norma en el hogar. Desde
su niñez fue dedicado por sus padres al servicio divino. Cuando volvió de Oxford unióse a la
congregación a quien su padre ser-vía, mas no pudo ayudar a éste en su ministerio porque no
había sido ordenado.
En el pueblo de Weymouth, hízose miembro de un grupo llamado "La Iglesia Reunida", ante el
cual tuvo primeramente ocasión de exponer sus propias convicciones religiosas. Tenía pa-sión
por las almas. Testificó del Evangelio no solamente ante la "Iglesia Reunida" de Weymouth,
sino que habló también de "las Buenas Nuevas" a los marinos con quienes acostumbraba a
encontrarse a lo largo de la costa. Y en la pequeña aldea de Radipole juntó mu-cha gente
alrededor suyo, enseñándole a adorar y ser-vir a Dios.
En esa época contaba tan sólo 22 años de edad, pero ya ardía en él aquella pasión
evangelizadora que se manifestaría tan sorprendentemente en el corazón de sus nietos Juan y
Carlos. Como ellos, fue un gran predicador itinerante, sin tener jamás cargo pas-toral propio y
regular. Y además, fue el prototipo del predicador al que Juan Wesley tuvo que apelar para
poder hacer su obra: el predicador laico.
Fue en 1658 que llegó a ser pastor de Winterborn–-Whitchurch en el condado de Dorset,
aunque de ma-nera irregular. Esa parroquia podía recompensarle solamente con 30 libras
esterlinas anuales. De paso, notaremos aquí ¡cuán menguado era siempre el sostén que los
Wesley obtenían de sus cargos pastorales! Tal vez en eso encontremos nosotros la razón por
la cual Juan Wesley adquirió el hábito tan frugal de vivir, que le permitía apartar tanto de sus
haberes para dedicarlo al bien de su prójimo. Fue como una necesidad inhe-rente a todos los
miembros de esa familia el tener que ajustarse a entradas muy exiguas. A pesar de eso, nunca
pensaron estar destituidos de la gracia del Dios Altí-simo.
En 1661, Juan fue llamado a la presencia del obispo Ironside para que diera razón del porqué
ministraba al pueblo sin haber sido ordenado ministro. Las respuestas que dio durante el
interrogatorio dan evidencia de su espíritu equilibrado, iluminado y fiel. Tan concluyen-tes
fueron que el buen Obispo díjole, al despedirlo: "Adiós, mi buen señor Wesley". Llegó a
convencer a su superior que su derecho a predicar le era dado por auto-ridad que emanaba de
las mismas Sagradas Escrituras.
Sus enemigos siempre hicieron todo lo posible para que cayera en desgracia y, un día, poco
después de su conversación con el Obispo, le asaltaron al salir de su iglesia y lleváronle a la
cárcel bajo la acusación de que él no quería someterse al uso de la liturgia de la Iglesia Oficial.
Cuando le soltaron volvió a sus labores en Winterborn-–Whitchurch.
Continuó ministrando allí a su pueblo hasta agosto de 1662, cuando fue decretado el ya
mencionado "Acto de Uniformidad". Al igual que su padre, determinó no someterse a las
nuevas órdenes eclesiásticas y prefirió renunciar antes que renegar de sus convicciones
personales. Dejó con pesar su iglesia, se fue a un lugar llamado Melcombe y durante ese
período de transición nació Samuel el padre de Juan y Carlos Wesley.
Vióse en la contingencia de sujetarse a la caritativa ayuda de un amigo desconocido, quien a la
sazón tenía una casa vacía en un lugar llamado Prestan, cerca de Weymouth. Allí continuó, de
tarde en tarde, predicando el Evangelio. Más que una vez, por este motivo, tuvo que ocultarse
o ir a la prisión. Sin embargo, nunca renunció a su gran empeño por salvar las almas.
Sus reiteradas tribulaciones lleváronle prematuramente a la muerte. Nada, empero, fue lo
bastante fuerte corno para hacerle renunciar a su alta vocación. No le importó que le faltara la
ordenación eclesiástica y lo mismo fue de un lado para otro, ministrando siempre a las almas
necesitadas. Concluyó su carrera en un lugar llamado Poole, continuando en su carácter de
predicador local y sirviendo a un grupo de gente a quienes les predicara de tarde en tarde.
Murió, como ya lo mencionáramos, antes de que su padre bajara al sepulcro. Su carrera fue
corta, pero gloriosa. Jamás recibió ordenación eclesiástica, a pesar de eso sintióse siempre
apoyado en .su trabajo por la aprobación divina. Y esto era suficiente para él.
Tenía la costumbre de llevar un diario en el cual iba anotando sus acciones. Gustábale cultivar
las len-guas orientales. Era franco, leal, sincero y consagrado. Hizo los mayores sacrificios en
el ejercicio de su misión. De él se dice lo siguiente:
"En verdad, la historia personal de este buen hombre contiene un epítome del metodismo que
surgía a través de la instrumentalidad de sus nietos Juan y Carlos. Su estilo de predicación,
contenido, maneras y éxito, todo revela una semejanza sor-prendente a la de ellos y de sus
colaboradores" (2).
Otro autor escribió acerca del mismo punto, lo que sigue: "Aunque el nieto (Juan) tuvo más
éxito y se tornó más célebre, sin embargo, en la historia de Juan Wesley (abuelo), nosotros
podemos descu-brir trazas del punto de partida del espíritu, aun-que no de la forma, del
metodismo".(3) .
SAMUEL WESLEY
Llegamos ahora al punto cuando nos toca hablar del nieto de Bartolomé Wesley. Nació como
ya vimos en diciembre de 1662, durante un período turbulento. No se sabe exactamente el
lugar de su nacimiento. Murió en Epworth, en abril de 1735, después de una larga carrera
dedicada al trabajo de la Iglesia Anglicana. Hijo y nieto de no conformistas, abandonó la
tradición de sus antepasados y decidió lanzar su suerte con la Iglesia Oficial.
Cuando llegó a esta decisión, estaba estudiando en una academia de Disidentes. A la sazón
tenía 21 años de edad. Dejó esa academia y se fue a Oxford para inscribirse en el colegio
"Exeter" en calidad de "estudiante pobre". Eso acaeció en agosto de 1683. Al abandonar a los
Disidentes tuvo que hacerse cargo de sus propios gastos. Inició su carrera en la universidad
con 45 shillings. Allí trabajó como sirviente y ayudaba a la vez a sus condiscípulos en la
preparación de sus lecciones. Se graduó de Bachiller en Artes en 1688.
Durante todo el tiempo que estuvo allí y a pesar del curso que dio a su vida, no pudo dejar de
revelar que aun perduraba en. él mucho de lo que distinguiera :1 sus antepasados. Cuando
años más tarde sus hijos Juan y Carlos estaban tan empeñados con el "Club Santo",
organizado por ellos en Oxford, y asistían tan metódicamente a los prisioneros en el "Castillo",
escribióles lo siguiente:
"Seguid adelante, en el nombre de Dios, por el camino recto, al cual vuestro Salvador os ha
dirigido y en las pisadas dejadas por vuestro padre que os precedió, pues, cuando era
estudiante en Oxford, también visitaba el "Castillo", de lo que me acuer-do con gran
satisfacción hasta el día de hoy" (4)
Constatamos, por lo tanto, que el interés por los po-bres y las personas caídas en desgracia
era una peculia-ridad inherente al temperamento de los Wesley.
Después de recibirse se hizo cargo de una iglesia, a la cual sirvió hasta que fue nombrado
capellán de a bordo en un buque de guerra, mas no se quedó por mucho tiempo en este
puesto. Pasó a servir por dos años en un curato en la ciudad de Londres. Durante ese período
casóse con Susana Annesley. De ese matrimonio nacerían diecinueve hijos. En 1691 fue
enviado a la pequeña parroquia de South Ormsby, donde quedó hasta princi-pios de 1697,
cuando fue para el pueblo de Epworth, en el condado de Lincoln. Allí permaneció hasta el día
de su muerte, en abril de 1735.
Su vida incluyó el período de la restauración del rey Carlos II que murió en 1685 y del gobierno
de Jaime II que le Pág. 20en el reinado hasta 1688. Ambos se inclinaron hacia la Iglesia
Católica, especialmente el último, quien al favorecer al culto católico provocó una gran
discordia en la nación. Y esta actitud fue la causa de que la mayor parte de la nación se
opusiera a él. En 1688 estalló la revolución que obligó a Jaime II a refu-giarse en Francia.
Guillermo III de Orange y María su mujer, de la casa real inglesa, fueron declarados
junta-mente soberanos de Inglaterra. Ellos se hicieron cargo del país en 1689 y permanecieron
gobernándolo hasta 1714. Tocóle vivir, pues, durante una época de grandes convulsiones
políticas.
Esto no fue todo. Hubo también un notable cambio social en la vida de la nación. Pro-cesábase
un gran éxodo desde el campo hacia ciudades y villas. El antiguo sistema feudal iba poco a
poco per-diendo su poder, para dar lugar a una creciente vida comercial e industrial. Los
filósofos Hobbes y Locke in-trodujeron la filosofía empírica en la vida intelectual. El científico
Newton redujo el mundo a una máquina armónica y completamente sujeta a leyes inmutables.
Despertóse una sed intensa por una vida pletórica de riquezas y placeres. Después del tratado
de paz de Utrecht, notóse gran incremento en el comercio y la especulación. Organizáronse
diversas y notables compañía comerciales. Entre ellas la Compañía de los Mares del Sur
(South Sea Co.), la que se proponía explotar las riquezas de la Amé-rica española,
considerada como una mina inagotable.
Los reyes Jorge I y II reinaron en el período comprendido entre 1714--1760. Además, desde
1689 se entabló una querella con Francia que duró, Con breves inte-rrupciones, cerca de cien
años. Guillermo !II de Orange tuvo que luchar a la vez contra Irlanda y Escocia, para establecer
su poder. Su gobierno trajo consigo la corrupción política y religiosa de la casa de Hanover, a.
cuya dinastía Guillermo pertenecía. Esto nos ayuda por cierto a tener una idea general de la
situación. Particularmente en lo religioso las condiciones eran alarmantes, cama lo revela la cita
que sigue:
"Con la ascensión al trono de la casa de Hanover, la Iglesia entró en un período de vida'
anémica e inactiva: muchos establecimientos eclesiásticos fue-ron descuidados. Los servicios
religiosos diarios fue-ron descontinuados, los días santificados ya no se tomaban en
consideración; la Santa Comunión era observada ocasiona1mente; cuidábase poco de los
pobres y, aunque la Iglesia conservaba su populari-dad, el clero era perezoso y mirado con
desprecio.
Al someterse al establecimiento de la corona real, el clero generalmente sacrificaba sus
convicciones por conveniencias, por lo que su carácter se envilecía. Las promociones
dependían exclusivamente de la profesión que uno hada de los principios conserva-dores. La
Iglesia considerábase como subordinada al Estado. Su posición histórica y sus prerrogativas
eran ignoradas. Y era tratada por los políticos como si su función principal fuera la de apoyar al
gobierno. (5).
Sucintamente, éste fue el mundo en el que vivió Samuel Wesley. Nosotros nos maravillamos de
que en un medio ambiente tal pudiera desarrollarse un hombre de su talla. Tal cosa se explica
porque el medio ambiente puede no ser el único factor en la formación de una personalidad.
Porque por encima de todo, lo que se anida en el corazón es lo que hace que en última
instancia una vida florezca en virtud y utilidad. Y lo que Samuel almacenó en él fue una
profunda fe en los valores perma-nentes de la religión cristiana.
Una mirada a Epworth nos ayudará a admirar aÚn más la persona de Samuel Wesley. Epworth
no era un lugar muy grande. Era tan solamente una villa que con-taba con un mercado y dos
mil habitantes. Sin embargo, distinguíase por ser el lugar más importante del Distrito conocido
con el nombre de Isla Axholme, cuyas dimen-siones eran, de 16 kilómetros de largo por 6 de
ancho. Epworth era la parroquia más importante de las siete establecidas en aquella región y
fue dedicada a San Andrés.
El paisaje no era muy poético. Los terrenos pantanosos que circundaban esa región dábale un
aspec-to desolador. El suelo era bajo y sujeto a inundaciones prolongadas. Además los
habitantes no eran muy cor-teses con aquellas personas que no fueran del mismo estrato
social que ellos.
El Rev. W. H. Fitchett nos pinta vívidamente el carác-ter hostil de esa gente:
"Cincuenta años antes (que Samuel Wesley fuer a a establecerse allí) esa rústica casta había
mantenido una mal disimulada guerra civil con el ingeniero holandés Comelio Vermuyden, a
quien Guillermo de Orange había contratado para desecar ese viejo pantanal: rompíanle los
diques, apaleaban a sus obreros, quemaban sus cosechas. Igual actitud con-servaron para con
el mismo Wesley: Acuchillaban sus vaquitas y mutilaban sus ovejas; rompían los diques de
noche para inundar su pequeño campo; le acosaban a menudo por sus deudas y trataron, no
sin éxito, de quemar abiertamente su casa pastoral, para después acusarle de que él mismo le
había prendido fuego. (6)
Tal fue la comunidad a la cual sirvió, durante treinta y nueve años, con paciencia de Job.
Persecuciones, odios, prisiones no removieron al párroco de Epworth de su puesto. Mantuvo
siempre un temple decidido y valiente. Una y otra vez sus amigos instáronle a que abandonara
ese lugar, pero él no lo hizo. En 1705 escribió al arzobis-po de York desde su prisión en la
fortaleza de Lincoln, lo que sigue:
"La mayoría de mis amigos aconséjanme que abandone a Epworth, si es que realmente me
pro-pongo salir de allí con vida. Confieso que no com-parto esa idea, porque celebro que
puedo hacer aún algún bien allí; .me sentiría cual cobarde si deser-tara de mi puesto s ólo
porque el enemigo concentra sus dardos inflamados contra mí. Por el momento, ellos llegaron
a herirme, pero creo que no podrán matarme. (7)
Esas sus palabras "puedo aún hacer algún bien allí" expresan la confianza maravillosa de un
hombre sano y de un alma generosa. ¡Ojalá muchos de nosotros tuvié-semos el mismo espíritu
de resistencia y esperanza! Esa actitud merece respeto y admiración. Evidentemente poseía la
paciencia de un santo. Muy pocas veces se ponen en evidencia los valores morales de este
hombre.
Más a menudo recuérdanse con ironía su tediosa poesía y sus deudas. ¡Habrá que ver si
aquellos que subrayan su inhabilidad financiera hubiesen podido hacer rendir mejor que él sus
menguadas entradas, disminuidas aún más por la hostilidad perversa de. sus parroquianos! Tal
vez muchos de ellos se hubiesen entregado a la desespe-ración. Samuel hizo lo que estuvo a
su alcance para mantenerse al día, pero no le fue posible. Su escaso sala-rio y la familia
numerosa se lo impedían.
¡Lo extraordinario, sin embargo, fue el hecho que en medio de tantos tumultos y necesidades
llegara a escribir tanta poe-sía! Eso, ciertamente, ayudóle a vivir.
No obstante su pobreza, empeñóse en dar a sus hijos varones la mejor educación que era
posible obtener en Inglaterra. El y su esposa 10 sacrificaron todo para dotar-los
convenientemente para la vida. No se puede leer la carta que escribió a su hijo Juan, antes de
que éste fuera ordenado, sin dejar de sentir una gran admiración por este hombre. Decíale,
entre otras cosas:
"Lucharé duramente por obtener el dinero necesario para tu ordenación y algo más”. (8)
No sólo proveyó dinero para les hijos que estaban en la escuela, sino que de tarde en tarde
escribíales también cartas que eran de un mérito inapreciable. Las que escri-bió a su hijo
Samue1 (el mayor de los varones), durante los años 1706 a 1708 en que éste estuvo en la
universi-dad, son de tal magnitud que al leerlas hoy todavía nos conmueven. Cualquier hijo
podría sentirse moral y espi-ritualmente elevado si su padre se las escribiera. Im-prégnalas un
sensible espíritu de piedad, amistad y sabi-duría cristiana. ¡No nos admiremos, pues, que sus
hijos creciesen para ser tan sabios!
Un espíritu heroico domina la fe de Samuel Wesley. Ante los desaciertos más trágicos y
pruebas más terribles de su vida se mantuvo siempre fiel a Dios. Jamás le dejó de lado. Para
él, Dios era siempre el mismo. En una oración que nos dejó, decía en cierto punto:
"Estoy cansado de mis aflicciones, mi corazón me falla, la luz de mis ojos va apagándose,
estoy hundiéndome en aguas profundas y no hay nadie que pueda ayudarme. Pero aun así
espero en Ti, mi Dios. Aunque todos me abandonen el Señor me sostendrá y en Él encontraré
siempre la más verda-dera, la más cariñosa, la más comprensiva, inaca-bable y poderosa
amistad. Déjenme que en El yo aligere mi alma atribulada y descanse de todas mis tristezas".
(9)
Al escribir al Duque de Buckingham acerca de la quema de su casa pastoral en 1709, después
de terminar de contarle la historia de aquella noche trágica del incendio, concluye:
“…todo está perdido. ¡Loado sea Dios!” (10)
Esta última frase nos recuerda la exclamación de Job cuando perdió todo lo que de más
querido poseyera en la vida. Un padre, con tal fe y ese sereno espíritu de sometimiento al
Señor, no podía sino influir de modo positivo en la vida y el pensamiento de sus hijos. Estuvo
siempre muy allegado a su esposa. No le dio toda la comodidad que ella necesitaba, pero dióle
todo lo que estuvo a su alcance. Escribiendo acerca de él, después de 30 años de vida marital,
ella dice:
"Desde que tomé a mi esposo para lo mejor o para lo peor, he decidido permanecer siempre a
su lado. Donde él viva, viviré yo; donde él muera, moriré yo y allí seré sepultada. Quiera Dios
acabar conmi-go y hacer más todavía, si alguna otra cosa que no sea la misma muerte nos
llegara a separar". (11)
A su vez, él teníale en gran estima. En la semblanza que dejó de su esposa, en su poema "La
Vida de Cristo", encontramos estas dos líneas muy expresivas y bonitas:
"Ella llenó de gracia mi humilde techo .y bendijo mi vida en su bendición me fue mucho más
que esposa". (12)
Era hombre erudito. Escribió en latín su último gran poema sobre Job. Amó mucho a la poesía.
Fue una de las grandes pasiones de su vida. Ayudóle en diversas ocasiones a enfrentar sus
estrecheces económicas. Dominó bastante el griego y el hebreo. Gustábale estudiar su Biblia
en las lenguas originales. Conocía también algo de caldeo. A Juan escribió:
"Estoy pensando desde hace algún tiempo en pro-ducir una edición en formato octavo de la
Sagrada Biblia, en griego, hebreo, caldeo, en el griego de los Setenta y en la Vulgata Latina y
ya he hecho algu-nos progresos en ella". (13)
En esa misma carta pide la colaboración de Juan. Como vimos, Samuel fue fiel a su vocación
pastoral. Por 39 años batalló con un pueblo casi salvaje. Pero finalmente salió vencedor. En el
año 1732 escribió a su hijo Samuel esforzándose por inducirlo a tomar su lugar. Una de las
razones que le daba para que aceptara su proposición, la que realmente pone en primer
término, es ésta:
"Mi primera y mayor razón para ello es que estoy persuadido que servirás a Dios y a su pueblo
aquí mejor de 10 que yo 10 hice; aunque ¡gracias sean dadas a Dios!, después de casi 40 años
de trabajo entre esta gente, ella estará mejorando mucho, ha-biendo tenido más que cien
presentes en la última celebración de la Santa Cena, cuando generalmente no he tenido más
que veinte". (14)
Una y otra vez sus parroquianos tentaron destruir su obra, pero él jamás por eso se
descorazonó. Prosiguió su camino. Esa perseverancia la encontramos más tarde en los
adalides metodistas, especialmente en sus hijos Juan y Carlos. Estos tampoco cejaron cuando
se encon-traron frente a la oposición sostenida de los eclesiásticos de la Iglesia de Inglaterra.
Les tocó sufrir y esperar largo tiempo, pero finalmente los despreciados metodis-tas se
impusieron a la conciencia pública, contribuyendo poderosamente a la vida misma de la nación
y mejo-rando sensiblemente a aquellos que les habían perse-guido y despreciado.
Añadiremos unos pocos comentarios más, antes de pasar al estudio de algunos miembros de
la familia de Susana Wesley. Su religión no era meramente formal. Hallaba que uno debía
llegar a tener una seguridad interna de la, salvación. Sostenía que el alma debía mantener una
relación directa con su Creador. Antes de morir, al tener certeza de su próximo fin, dijo a Juan:
"El testimonio interno, hijo, el testimonio inter-no; ésta es la prueba, la prueba más verdadera
del cristianismo". (15)
Poco antes de abandonar este mundo exclamó:
"Pensad en el cielo, hablad del cielo; todo tiempo, en que no estamos hablando del cielo, está
perdi-do". (16)
La religión era para él la más grande de las realidades. Fue siempre su más alto refugio y su
más preciado in-terés.
Sin duda él tuvo sus debilidades. Ningún hombre es perfecto. Teniendo en cuenta, pues la
debilidad huma-na, lo mejor sería que evaluáramos todo hombre por lo que haya producido de
bueno y permanente. Indu-dablemente que nuestra humanidad sería mucho mejor si todos los
padres fueran fieles a su Señor y dedicados a su familia como Samuel Wesley lo fue, y si
pudiesen ofrecer a Dios y a la sociedad la calidad de hijos que él legó a Inglaterra y al mundo .
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(1) Stevenson, G. J.: "Memorials of the Wesley Family", pág. 4.
(2) Stevenson, G. J.: Op. Ct. Pág. 34.
(3) Por el autor de "Wesley and his friends", pág. 18.
(4) Citado por Stevenson, G. J., Op. Ct., Págs. 130-131, de una carta que Samuel
We sley le escribió a su hijo Juan con fecha 21 de septiembre de 1730.
(5) “The Enciclopedia Británica” Ed.11, Vol. IX, pág.450-451
(6) "Wesley and His Century", pág. 33.
(7) Stevenson, G. J., Op. Cit., pág. 92.
(8) Stevenson, G. J., Op. Cit., pág. 121.
(9) Citado de Stevenson, G. J., Op. Cit., pág. 95.
(10) Ver carta en Stevenson, G. J., Op. Cit., Págs. 107-109.
(11) Citado por Stevenson, G. J., Op. Cit., pág. 61.
(12) Idem, pág. 62 (She graces my humble roof, and blest my life,
Blest me by a far greater name than wife).
(13) Idem, pág. 120.
(14) Stevenson, G. J., Op. Cit., pág. 136.
(15) Stevenson, G J., Op. Cit. 136.
(16) Idem, pág. 149
CAPÍTULO SEGUNDO

LOSADELANTADOS
Parte segunda

Los Antepasados de Juan y Carlos Wesley por la línea materna

“... mi preocupación más entrañable es por tu alma inmortal y por tu felicidad espiritual….”
Susana Wesley.

No muchas mujeres cristianas del temple y del carác-ter de Susana Wesley, la madre de Juan
y Carlos, enumera la historia de la Iglesia. Poseía muchas carac-terísticas que le dieron lugar
de distinción entre sus congéneres, principalmente por el renombre y la obra de sus hijos. No
poseemos muchas noticias acerca de sus antepasados, salvo de algunas memorias acerca. del
padre de su madre, Juan White, y su padre Samuel Annesley, con quienes nos detendremos
brevemente.

JUAN WHITE
Juan White era galés. Estudió también en Oxford en el Colegio de Jesús. Más tarde recibióse
en leyes y esta-bleció su bufete de abogado, desde el cual se empeñó en defender a muchos
puritanos.
En 1646 fue elegido miembro de la Cámara de Representantes, oponiéndose a la política del
rey Carlos l. Era presidente del "Comité de Religión”, en cuya capacidad tuvo que habér-selas
con los casos de cerca de cien clérigos, cuyas vidas no armonizaban con la posición que
ocupaban.
A raíz de esa tarea, que le proporcionó ocasión para estudiar la vida íntima del clero de su
época, publicó un volu-men con el título: "Primer Siglo de un Sacerdocio Malicioso y
Escandaloso". También fue miembro de la "Asamblea de Teólogos" de Westminster. El celo
excesivo con que se dedicaba a sus múltiples tareas le con-sumieron temprano, a tal punto que
murió al contar tan solamente 54 años de edad. Murió en enero de 1644.
Una cosa entre otras se impone al recuerdo. En un discurso que hizo en el parlamento en
1641, trató de probar que los oficios de obispo y presbítero son la misma cosa. Además
aseveró que las distinciones que se hacen entre vicarios, diáconos y otros clérigos por el estilo
son productos de innovaciones humanas, sin tener razón de ser. (1).
No nos asombrará pues que Juan Wesley, su bisnieto, casi un siglo después, abogara por la
igualdad de órdenes entre el oficio de obispo y el de presbítero. Y que le llevara, ante la
negativa de su obispo, a ordenar algunos de sus predicadores itineran-tes, aun cuando las
leyes canónicas de la Iglesia de Inglaterra no le permitían hacerla, a fin de poder pres-tar un
mejor servicio eclesiástico por medio de la Iglesia Metodista que se había formado en América
del Norte con motivo de la independencia política de ese país.
SAMUEL ANNESLEY
De la familia del padre de Susana no tenemos otras
noticias que las del mismo Samuel Annesley
Sabemos que era de linaje aristocrático y primo
hermano del conde de Anglesey y que naciera en el
año 1620 en la localidad de Haseley, Warwickshire,
Perdió a su padre cuando tenía tan solamente
cuatro años de edad. Su madre, muy piadosa,
enseñóle a tener en mucha estima la pureza de una
vida religiosa. Un biógrafo suyo dice:
"Desde su niñez su corazón sintió el llamado para
predicar y para estar en condición de hacer tal .
cosa, cuando sólo tenía 5 ó 6 años de edad
comenzó a leer la Biblia seriamente. Y tal era su
ardor que se propuso leer veinte capítulos por día,
costumbre que mantuvo hasta el fin de su vida". (2)
Cuando cumplió los quince años entró a la
Univer-sidad de Oxford, inscribiéndose en el
Colegio "de la Reina" (Queen's College), donde se
graduó de Maestro en Artes. A los 21 años decidió dedicarse al trabajo de la. Iglesia. Fue en un
período difícil para Inglaterra, en la época en que su rey estaba contra el parlamento, Después
de recibir su Diploma de Doctor en Leyes (LL.D), fue nombrado capellán en un .barco de
guerra, cargo que no le agradó abandonándolo pronto para asumir la responsabilidad de la
parroquia de Cliffe en el condado de Kent, en cuyo pastorado permaneció por muchos años. Al
principio los parroquianos no le que-rían, mas cuando los dejó, lo lamentaron. Su fidelidad
habíale ganado el amor del pueblo.
Tuvo que dejar el lugar debido a algunas cosas duras que él dijo contra la ejecución de Carlos I
y contra Cromwell y otros ofi-ciales del "Commonwealth". En. 1652 se hizo cargo de la pequeña
parroquia de San Juan Evangelista en Lon-dres. En 1657 fue nombrado lector durante la tarde
del día domingo en la catedral de "San Pablo". Más tarde fue nombrado por Ricardo Cromwell
(hijo de Oliver Cromwell) vicario de San Gile, donde sirvió hasta el año 1662, cuando fue
sancionado el "Acto de Uniformidad”
Era un puritano convencido y, como Bartolomé y .Juan Wesley (abuelo), mantuvo su libertad de
concien-cia renunciando a los privilegios de una parroquia de la Iglesia Oficial. Durante diez
años predicó en privado y bajo circunstancias difíciles. Y por lo que se llamó más tarde el "Acto
de Indulgencia", obtuvo permiso para predicar en el salón de cultos de "Little Saint Helen's". Allí
sirvió con fidelidad hasta que fue lla-mado a la vida superior.
Casóse dos veces. Su primera esposa fue sepultada en 1649 y el único hijo de ambos falleció
también en 1653. La segunda vez, desposó a la hija de Juan White, en 1652, probablemente
después de su ida a Londres. De su segunda mujer tuvo veinticuatro hijos, entre los cuales
Susana, la madre de Juan y Carlos Wesley, fue la última en llegar. Ella era una .mujer de dotes
piado-sos y mucha prudencia, desvelándose mucho por la instrucción religiosa de sus niños.
La casa de Samuel se constituyó en refugio de muchos disidentes y el lugar de encuentro de
los párrocos no conformistas. A los jóvenes estudiantes de la "Acade-mia de los Disidentes"
gustábales estar en su casa. Entre ellos encontramos a Samuel Wesley (padre de Juan y
Carlos), sin duda en aquella época fue cuando éste trabó conocimiento con la que se casaría
algunos años más tarde. Consta que el Dr. Annesley era muy frugal en su manera de vivir. El
historiador de la familia dice:
"Bebía tan solamente agua. Estudiaba en una pie-za en el altillo de su casa, con las ventanas
abiertas y sin fuego ya en verano o invierno. Tenía una entrada considerable por las
propiedades que here-dara, además de su salario, pero separaba con fines de benevolencia
una décima parte de todo lo que recibía, práctica que ponía en ejercicio antes de usar el resto
en otras cosas". (3)
Como veremos más adelante, encontraremos trazos de algunas de estas características en su
nieto Juan Wesley.

SUSANA WESLEY
Susana Wesley ocupó el vigesimocuarto lugar entre los hijos que el Dr. Samuel Annesley
tuviera de su segundo matrimonio. Ella nació en Londres el 20 de enero de 1669. Recibió una
educación fuera de lo común para una mujer de su época. Además de su len-gua nativa
estudió el griego, el latín y el francés. De una carta que su esposo escribiera a su hijo Samuel
en 1707, se infiere que ella no tenía un conocimiento muy esmerado del latín. El padre al
insinuar a su hijo que le escriba acerca de sus pensamientos más íntimos, le dice:
“... yo te prometo tanto secreto, que aún tu madre no sabrá nada de ello, a no ser lo que tú
quieras que ella sepa, por esta razón sería conve-niente que me escribieras en latín". (4)
Probablemente ella lo había olvidado por no usarlo, pues el Dr. Fitc hett dice que lo conocía en
su adolescen-cia. (5)
Adornábale una inteligencia brillante y una mente vivaz. Desde su niñez manifestó un interés
fuera de lo común por la teología. Después de ponderar los motivos que habían suscitado las
controversias entre los Disi-dentes y la Iglesia de Inglaterra, decidió echar su des-tino con ésta.
Contaba a la sazón 13 años de edad. Casóse con Samuel Wesley en la primavera de 1689 y
trajo al mundo diecinueve hijos en el lapso de 21 años Sobrevivió a su esposo siete años. Sin
embargo, cuando falleció, alcanzó la misma edad que él tenía al morir, esto es, 72 años. Acabó
su carrera terrenal en julio de 1742. En esa ocasión encontrábase en Londres, viviendo con su
hijo Juan en la llamada Fundición (el local de cultos que Juan Wesley adaptara de una vieja
fundi-ción de cañones).
Susana fue seguramente una de las mujeres más instruidas e inteligentes de su época. El DI.
Fitchett aseve-ra que "ella era probablemente la mujer más capaz de toda Inglaterra en su
época" (6).
Sin embargo, la gran gloria de Susana no la encontramos en sus conocimien-tos intelectuales,
mas sí en su poder de penetración y en su sensibilidad espiritual. Tenemos que admirarla
también por su consagración a los intereses y menesteres de su hogar, por el cuidado extremo
que dedicó a sus hijos, por la intensidad de su fe y la sufrida entereza con que supo afrontar las
diversas y continuas pruebas de su vida. El Dr. Fitchett dice que faltábale chispa humorística.
Posiblemente eso era verdad, pero acor-démonos que era responsable por una familia
numerosa y que muchas veces tenía que ingeniárselas para ali-mentarla, en particular cuando
su esposo estaba en la cárcel debido a las deudas contraídas. Estaba sujeta a sufrir los
desmanes de su pueblo hostil, que por lo común demostraba poca o ninguna simpatía con su
familia, y serenamente asistió a la reiterada prueba y humi-llación de ver a su esposo ir a la
cárcel. Además su salud era pobre, lo que hizo que su marido informara a su arzobispo: "Mi
esposa está enferma mitad del tiem-po" (7). ¡En esas circunstancias era realmente difícil
con-servar una chispa humorística!
Fue esposa ejemplar y madre modelo. Como esposa siempre estuvo lista a seguir a su marido
y a secundarle en todas las ocasiones y pruebas. Por él estuvo dispuesta a someterse a los
mayores sacrificios y a defenderlo de todo ataque que alguien osara hacerle. En todo sentido
fue una gran ayudadora tanto en su vida como en su obra. Como madre, extremóse en
dispensar a sus hijos lo mejor y más noble de lo qu e es capaz de ofrecer la religión cristiana.
Posiblemente fue muy severa y rígida en sus métodos educativos. Sin embargo, lo importante
es que adoptó un método y, por encima de todo, un método digno dirigido hacia un fin elevado.
Acostum-braba a sus hijos a tener horas marcadas para cada deber y ella fue la única maestra
que cada uno de ellos tuviera en la aldea de Epworth. Su hijo Samuel fue el único a quien
proveyeron de un maestro particular durante su niñez.
Para Susana lo supremo en el hogar era la religión. Preocupábase por la educación religiosa
de sus hijos con extremo celo. Y ésta fue la razón por la cual sus hijos varones llegaron a ser
personajes tan distinguidos y útiles para el mundo entero. Separaba, además de las
devocio-nes familiares, una hora semanal para cada uno de ellos. En el año 1712, escribió a su
esposo:
"He resuelto comenzar con mis propios hijos y, por lo tanto, me propuse observar el método
siguiente: Me tomo, de la porción de tiempo que puedo ahorrar cada noche, lo necesario para
discurrir con cada uno de ellos separadamente acerca de 10 que ('II('S(' su principal necesidad.
El lunes conversaba con Molly, el martes con Hetty, el miércoles con Mary, el jueves con Jacky,
el viernes con Patty, el s;\ hado con Carlos y el domingo con Elimia y Sukey juntas". (8)
Como vimos, la noche dedicada a Juan era el jueves. Podemos imaginarnos la influencia que
eso tendría en su joven vida. Fue en ese mismo año cuando ella escribió esa carta, que
comenzó a tener reuniones en su casa mientras su esposo estaba ausente durante diversos
meses. Sorprendentemente las asistencias fueron creciendo vez tras vez en número. Y a veces
más de doscientas personas vinieron a escuchar sus exhortaciones y la lectura de ser-mones.
Por dos veces, a instigación del ayudante de su esposo, ella recibió de su marido la sugestión
para que desistiera de dirigir esas reuniones, por hallar que era conducta inconveniente para
una mujer. Sin embargo, ella siguió adelante con esa costumbre. Y contestando a la segunda
carta, que sobre este asunto le escribiera el esposo, dícele:
"Si tú, sin embargo, piensas que es conveniente disolver esta asamblea, no me digas que
deseas que yo lo haga porque eso no sería suficiente como para satisfacer a mi conciencia. Si
así fuere envíame tu orden positiva, en términos tan completos y termi-nantes que me
absuelvan de toda culpa y castigo por haber descuidado esta oportunidad de hacer el bien, en
el día que tú y yo aparezcamos ante el gran y terrible tribunal de nuestro Señor Jesucristo" (9).
Ante esa orden inequívoca, Samuel Wesley nada más dijo, ni mencionó el asunto en cartas
sucesivas. Ella, por lo tanto, continuó con las reuniones, lo que conquistó para la Iglesia la
simpatía y el interés del pueblo, el cual por tantos años anteriormente habíase conservado
ajeno a los intereses religiosos. De esta manera, aportó ella grandes beneficios a la obra de su
esposo, mayores que los que éste consiguiera durante los muchos años de su ministerio allí.
Juan y Carlos estaban en casa durante ese período. Ciertamente esas reuniones debieron
haber dejado honda impresión en sus mentes infantiles. Su ma-dre les estaba iniciando en una
práctica que ellos adop-tarían más tarde durante todo su ministerio: la de dirigir reuniones de
carácter devocional y evangelizador al mar-gen de la Iglesia.
La educación religiosa que ella principiara en casa con cada uno de sus hijos, no se
interrumpía cuando ellos se iban del hogar por sus estudios u otras razones. Conti-nuaba su
ministerio maternal a través de cartas. Una lectura de esas cartas que ella escribía a sus hijos y
a su esposo nos sería de gran beneficio, por el profundo espí-ritu de piedad que exhala de
todas ellas. A través de las palabras que traducían sus pensamientos vislumbramos el alma de
una madre celosa y arrodillada ante el Señor, rogando por bendiciones permanentes a favor de
sus hijos. Una muestra del espíritu que le incitaba a escribir esas cartas, encontrámosla en el
siguiente fragmento de una que escribiera a su hija Susana:
"Tú sabes muy bien cómo te amo. Amo tu cuerpo y ruego fervientemente al Dios Todopoderoso
que te lo mantenga con salud, que te conceda todas las cosas necesarias a tu bienestar y
sostén en este mun-do. Sin embargo mi preocupación más entrañable es por tu alma inmortal y
por tu felicidad espiritual. No puedo expresar mejor mi interés en ese sentido sino
esforzándome por instilar te en todo momento aquellos principios de conocimiento y verdad
que son absolutamente necesarios para que te empeñes en llevar aquí una vida virtuosa, que
es lo único que puede infaliblemente asegurar tu felicidad eter-na". (10).
Aunque muchas veces estaba imposibilitada de mo-verse por sus frecuentes enfermedades, no
se excusaba de cumplir con su obligación de madre cristiana y empe-ñábase entonces en
escribir largas cartas a su Samuel o a Juan o a Susana o a Carlos. Aún después que ellos se
casaron y tuvieron grados académicos, continuó su minis-terio paciente y epistolar
exhortándolos a vivir siempre junto al Señor y a servirle. De su parte los hijos frec uen-temente
consultábanla cuando se les presentaba algún asunto importante que resolver. Más de una vez
ayudó a Juan en el desarrollo de su movimiento religioso. Espe-cialmente útil fue su consejo
cuando en las Sociedades Metodistas se inició la predicación laica. Su palabra dis-creta y
serena muy a menudo evitó que su hijo Juan, llevado por el impulso del momento, tomara
resoluciones precipitadas.
Vale la pena notar que detrás de cada gran hombre de la historia casi invariablemente uno
descubre el cora-zón grande, piadoso y amoroso de una madre consagrada.
Su fe en Dios y en Cristo era maravillosa. Nada ni nadie podía separar a su corazón de la
compañía de Dios. Fue mujer que mucho sufrió, pero tanto ella como su esposo, nunca
olvidaron que Dios era su fortaleza y salvación. Creía firmemente en la eficacia de la oración
intercesora. Y oraba con sus hijos cuando vivían a su lado y por ellos cuando hallábanse
ausentes, dedicando siempre mucho tiempo a sus devociones. Era muy orde-nada, meticulosa
y severa en muchos de sus métodos. Acerca de eso escribió en cierta ocasión:
"Cuando era joven y dedicaba demasiado tiempo en diversiones infantiles, resolví no pasar en
pasa-tiempos ni por un solo día, más de lo que yo pudie-ra dedicar a mis devociones
personales".
Alguien que la conoció muy íntimamente escribió:
"La gracia manifestábase en todos sus pasos, el celo reflejábase en sus hijos y cada gesto
suyo expre-saba divinidad y amor".
En sus empresas era porfiada y perseverante. Un inci-dente basta para ilustrar esa su
característica. Un día el esposo la había estado observando mientras ella instruía a uno de los
hijos. En un momento dado interrumpióla para decide:
"Admírome de tu paciencia. Dijiste a aquel niño veinte veces la misma cosa". A eso ella
contestó: "Si yo me hubiese contentado con decírsela solamente diecinueve lo habría perdido
todo. Pudiste constatar que fue solamente la vigésima la que coronó mi trabajo". (11)
Muy posiblemente su religión podría parecer a veces demasiado mecánica y formal. Sin
embargo la impregnaba una fe y una esperanza portadoras de muchas ben-diciones morales y
espirituales. Sin duda que es mejor tener un método, a no tener ninguno y olvidarse de los
dictámenes de una vida religiosa. El mundo es por cierto más rico, en lo relativo a los valores
morales y espiritua-les, por la vida que llevó esa mujer piadosa y heroica, cuyas virtudes se
manifestaron y desarrollaron tan meri-toriamente en el seno de su casa y familia. Uno de los
estudiosos de la historia del metodismo hizo sobre su carácter este elogioso comentario:
"Heme familiarizado con muchas mujeres piado-sas y he leído la vida de otras, pero de una
mujer como ésa, hecha y derecha, nunca he oído hablar, tampoco he leído que existiera y
jamás he venido en contacto con una de tal magnitud. Sólo Salomón describió al final de sus
Proverbios a una tal como ésta y adoptando sus palabras, puedo decir: Muchas hijas han
obrado virtuosamente, pero Susana Wesley las ha sobrepujado a todas'." (12)
Ella en verdad fue una de esas almas que muy raras veces pasan entre nosotros y cuyas vidas
exhalan la Ínti-ma gracia divina: amando, sirviendo y sufriendo en noble silencio.
¡Bienaventurada sea su memorial

(1) Stevenson, G. J., Op. Cit., pág. 158.


(2) Me Tyeire, H.N.: "History of Methodism ", pág. 20, nota.
(3) Por el autor de "Wesley and his Friends". Pág. 20.
(4) Stevenson, G. J., Op. Cit., pág. 104.
(5) Op. Cit., pág. 15.
(6) Op. Cit., pág. 16..
(7) Fitchett, W. H., Op. Cit., pág. 18.
(8) Citado de una carta que ella escribió el 6 de febrero de 1712, Stevenson, G. J., Op. Cit., Págs. 195.
(9) Stevenson, G. J., Op. Cit., pág. 197, citado de una carta que ella escribiera el 25 de febrero de 1712.
(10) De una carta escrita desde Epworth el 13 de enero de 1709 Ó 10, citada por Stevenson, G. J., Op.
Cit., pág. 281.
(11) Wiseman, F. Luke, "Charles Wesley", pág. 19.
(12) Clarke, Adam Dr., (citado por Stevenson, G. J., Op. Cit. pág. 230.

CAPÍTULO TERCERO.

UN TIZON ARRANCADO DEL FUEGO


"Mi parroquia es el mundo". Juan Wesley.

Entre los grandes evangelistas y reformadores de la Iglesia Cristiana esté! Juan Wesley, hijo de
Susana y Samuel Wesley, de los cuales ya hablamos en las páginas anteriores, y ciertamente
figura entre los más destacados. Su figura señera atrae todavía la lealtad de muchos mi-llones
alrededor de la tierra, como uno que supo inter-pretar a Cristo y presentarlo ante las
muchedumbres con la gracia perdonadora y redentora que aparece en el Evangelio. Como la
mayoría de los grandes reformadores y evangelistas de la historia, él no estaba interesado. en
el establecimiento de un nuevo cuerpo eclesiástico que lle-vara su nombre, sino en una
renovación de la vida de la Iglesia y en la formación de una conciencia abierta a los influjos de
la Gracia Divina.
Que su movimiento se concretara más tarde en una nueva denominación, fue consecuencia de
factores que él no pudo controlar. Es importante recordar en esta conexión que Juan Wesley, lo
mismo que su hermano Carlos, jamás abandonó las filas de la Iglesia Anglicana a cuyo
ministerio había consagrado su vida. Esto demuestra que otro era su motivo al iniciar el
movimiento que otros, y no él, bautizaron con el nombre de metodista.
Nació Juan Wesley en la ya descripta población de Epworth, el 17 de junio de 1703. Bajo la
vigilancia y la tutela de su madre inició se primeramente en las lides del intelecto. En el día que
cumplió cinco años, como solía acontecer con todo hijo de Susana, tuvo que aprender de
memoria todo el alfabeto. Y el primer libro de lectura que tuvo en su vida fue la Biblia.
Creció en una atmós-fera impregnada de piedad y disciplina. Su madre, como recordaremos,
era muy rígida en su método educativo y bien pronto Juan tuvo que aprender a llorar en
silencio cuando era castigado bajo el concepto bíblico que, cuando la mano paterna o m¡1terna
castiga, lo es para salud de quien recibe la corrección.
El amor de sus padres era por lo tanto templado por esa rigidez disciplinaria, que era parte de
la herencia dejada a su familia por los antepasados. La vida, más que goce, era disciplina que
debía conducir al individuo hacia los caminos celestiales y salvarIo de las tentaciones "del
mundo, de la carne y del diablo". Un comentarista de la vida familiar de los Wesley, dice lo
siguiente:
"No se juzgaba entonces que mereciera el nombre de educación lo que no estuviese basado
en el cris-tianismo y santificado por la Palabra de Dios y la oración. La religión familiar, en el
hogar de los Wesley, formaba una parte esencial de su disciplina. y era un caso de conciencia
instruir a los niños y dependientes en la naturaleza de sus deberes sociales, morales y
espirituales. Era también práctica de ellos el apartar días especiales para la oración, para la
humillación en épocas de calamidades y para la acción de gracias al ser recipientes de
beneficios especiales". (1)
Ya vimos cómo Susana escribió a su esposo en 1712 que ella
tomaría la resolución de apartar una hora por semana para estar a
solas con cada uno de sus hijos. Juan tenía esa entrevista con su
madre la noche del jueves. Contaba en ese entonces sólo 9 años. Sin
duda ésa fue una de las vivencias que más impresionaron al niño y su
recuerdo perduraría durante toda su vida. Más tarde, cuando él se
encontraba lejos del hogar y en medio de las luchas de su apostolado
evangelístico, escribió a su madre rogándole que apartara todavía
para él esa hora, de manera que ella pudiese acompañarle con sus
ruegos y oraciones o escribirle sobre cosas de orden espiritual.
Acostumbróse desde temprano a separar cada hora del día para algo
en particular. Buscaba de ese modo apro-vechar al máximo su tiempo
para no desperdiciarlo ya por falta de disciplina O en frivolidades.
Por dos veces la casa pastoral fue incendiada por el populacho de la parroquia durante la
infancia de Juan Wesley. Una vez se quemó en parte y la otra (en 1709) totalmente, quedando
destruidos muebles, libros y los manuscritos del padre. En la segunda ocasión, la madre estaba
enferma y a duras penas pudo escapar pero con las manos y el rostro chamuscados. Juan
hallábase dur-miendo en el segundo piso. Cuando se dieron cuenta que faltaba el padre tentó
rescatarlo, pero ya era imposible: el fuego ya había hecho presa de la escalera que llevaba al
piso superior.
Entonces invitó a los que habían acu-dido al lugar a arrodillarse para pedir que Dios recibiese
en su seno el alma de su hijo. En ese momento oyóse el lloro del niño que se asomaba
desesperado por la ven-tana de su pieza. Acto seguido un hombre subió sobre las espaldas de
otro en tiempo suficiente como para alcanzarlo y bajarlo, rescatándolo del peligro.
Cumplido esto, el techo cayó en llamas para dentro de la casa. Y a la luz de las llamas que
devoraban los restos de la mansión arrodillóse el grupo de la casa pastoral y los vecinos a
invitación del padre: "Venid, vecinos, arrodillémonos, agradezcamos a Dios, me ha dado mis
ocho hijos. ¡Que se vaya la casa! ¡soy lo suficientemente rico" (2).
Y Wesley recordaría más de una vez a lo largo de su vida este terrible incidente. En uno de sus
retratos mandó grabar como emblema una casa en llamas y la leyenda: "¡Un tizón arrancado
del fuego!"
A los II años, esto es en 1714, tuvo que abandonar su hogar e ir a Londres donde asistió como
alumno interno hasta 1719 en la escuela "Charterhouse". En aquellos días la vida de un
internado era muy severa y los niños eran tratados con disciplina rígida, casi como si
estuvie-sen en un monasterio. Agravábase aún más la situación cuando el alumno procedía de
un hogar pobre. Muchas veces debía sufrir vejámenes de parte de aquellos que se sentían
superiores por su posición social o los haberes de sus padres.
Juan era de índole algo tímido y durante esos años muy a menudo tuvo que soportar hasta el
ham-bre, porque sus condiscípulos -cosa que era permitida en los internados de aquel
entonces- le quitaban la comida del plato. Como era de constitución débil, y por consejo de su
padre, temprano por la mañana corría un cierto número de veces alrededor del edificio
princi-pal de la escuela, como para fortalecer sus piernas y pul-mones.
¡Por lo visto hoy día nosotr os consideraríamos tal disciplina muy inadecuada y trataríamos que
un niño en tales condiciones tomara más alimento y vitaminas! Pero ésas eran otras épocas y
los niños no se trataban como tales, sino como adultos pequeños. Tenían que aprender en la
rudeza de la vida a hacerse fuertes y hombres.
Por cierto que ésos fueron años de prueba en la "Charterhouse". Aun más, durante los mismos
fortaleció-sele el ánimo y preparóse para aquella disciplina que seríale necesaria más tarde,
cuando tuvo que hacer frente a tanta oposición y persecución. Y periódicamente como para
alentarlo llegaban las cartas de sus padres, exhor-tándolo a permanecer fiel a su tradición
religiosa en medio de tantos niños que no habían tenido, ni remo-tamente, la misma influencia
cristiana. Lo cierto es que Juan Wesley no guardó en su memoria recuerdos muy gratos de
esos años. Miraba hacia ellos sin nostalgia, con sentimiento de alivio, ¡qué suerte que habían
quedado atrás en la historia de su vida!
En 1720 entró a la universidad de Oxford, así como lo habían hecho sus antepasados,
permaneciendo allí con pequeños intervalos hasta 1735.
En los atrios universitarios no encontró mucho incentivo como para profundizar su vida
religiosa. Nunca llegó a pervertirse por las costumbres libres cuando no licencio-sas y profanas
de sus condiscípulos. La religión era para él, más que un goce interior, la observancia de reglas
estrictas. Durante todos los años que estuvo allí inclinóse primero hacia el formalismo y
después hacia una disci-plina férrea. Esa religión dejaba en él, con frecuentes asomos de
crisis, un gusto de descontento.
Buscaba cum-plir con los requisitos formales, pero su alma parecía tener hambre de algo que
no alcanzaba a obtener y que él no sabía exactamente lo que era. En consecuencia se excedía
en actos de caridad y misericordia especialmente entre los pobres, los encarcelados y los
enfermos. El móvil era siempre más que por un sentimiento de solidaridad, buscar aplacar la
"ira de Dios" a través de esos actos y aparecer justificado ante Sus ojos.
Esa lucha, entre una religión formal y una vivencia personal interna de la presencia de Dios,
perduraría por muchos años después de concluir su curso de bachiller en artes. Durante esos
años su peregrinación espiritual sufrió muchos altibajos, a pe-sar de haberse ordenado diácono
en 1725 y presbítero en 1728.
Entre las influencias que le ayudaron en su formación religiosa destácanse tres autores:
Thomas A. Kempis, Jeremías Taylor y William Law, además de su contacto con los Moravos y
su experiencia misionera en la colonia de Georgia, región que hoy día forma parte de la
Amé-rica del Norte. Esos escritores, de carácter profundamen-te religioso y a veces
especulativo, habituáronle a pensar agudamente en los problemas de la vida y de la muerte, en
relación con la revelación cristiana.
Los Moravos le llevaron a la búsqueda de una religión que fuera expresión de una fe personal
en Cristo y la expe-riencia misionera le enseñó que, antes de poder evange-lizar a otros, uno
tiene que tener una convicción perso-nal profunda e íntima. Muy significativa es la confesión
que escribe en su Diario en febrero de 1738, al volver de su aventura misionera en América, al
ver nuevamente las costas de Inglaterra: "Fui a la América para convertir a los indios, pero, ¡oh!
¿Quién me convertirá a mí?"
Solamente después de mucho buscar en los adentros de su conciencia, de platicar largamente
con sus amigos moravos, de participar en reuniones de oración y exhor-tación con ellos, llega a
la plenitud de su experiencia religiosa. Fue en esa inolvidable noche del 24 de mayo de 1738,
mientras se celebraba una humilde reunión en un saloncito de una callejuela de Londres
llamada Aldersgate, dirigida presumiblemente por un laico, cuyo nombre se desconoce, donde
al promediar la lectura del prefacio de Lutero a la epístola de San Pablo a los Ro-manos, sintió
el amor de Dios "derramarse en su corazón”.
Es muy conocida la descripción que él mismo hace de esa experiencia. La narra en su Diario:
"Cerca de las nueve menos cuarto, mientras escu-chaba la descripción que Lutero hacía sobre
el cam-bio que Dios obra en el corazón a través de la fe en Cristo, sentí que mi corazón ardía
de una manera extraña. Sentí que en verdad yo confiaba en Cristo, en Cristo solamente para la
salvación y que una seguridad me fue dada de que él había quitado mis pecados, en verdad
los míos, y que me había salvado de la ley del pecado y de la muerte. Empe-cé a orar con todo
mi poder por aquellos que de alguna manera especial me habían perseguido y se habían
abusado de mí. Entonces testifiqué ante todos los presentes de lo que por vez primera sentía
en mi corazón." (3)
Desde ese momento sintióse un nuevo hombre y salió de allí "jubiloso" para ir en busca de su
hermano, que a la sazón estaba enfermo, para informarle acerca de su hallazgo en Cristo.
Sentíase con nuevos bríos y un entusiasmo indescriptible. Más tarde, interpretando su propia
vivencia religiosa a través de los años, diría que antes de Aldersgate su relación para con Dios
había sido la de un esclavo para con su señor y que después de esa .época la de un hijo para
con su padre. Es decir que fue la transferencia de una religión del temor a una religión del
amor, de una relación legal a una relación de fe.
No tenemos suficiente espacio como para seguir to da su trayectoria espiritual desde 1724,
cuando terminó su curso de bachiller en artes, hasta 1738, cuando tuvo su gloriosa
experiencia. Ya hicimos referencias a sus ordenaciones
Mencionaremos además que en 1726, a tan sólo un año después de su primera ordenación,
fue nombrado tutor ("Fellow") en la Universidad de Ox-ford, en el colegio de "Lincoln", función
que interrum-pió entre 1727-29 para ser ayudante de su padre en la parroquia de Epworth.
Este alimentaba esperanzas de que el hijo le sucediera a su muerte. Pero Juan volvió en 1729
a Oxford, insistiendo con su padre que no le era ya factible vivir lejos de los atrios
universitarios.
Allí tenía mucho más tiempo y oportunidad para satisfacer la sed de saber que siempre le
azuzaba hacia nuevos conocimientos y estudios. Una simple mirada a su programa de ese
entonces en el orden intelectual, nos explica claramente por qué la vida en Epworth no tuvo
atracción suficiente como para retenerle.
"Daba lecciones de griego y era monitor de las clases; fue instructor primero de lógica y más
tarde de filosofía. Además, en su plan semanal de estu-dios personales incluyó el hebreo, el
árabe, el grie-go, el latín, la lógica, la ética, la metafísica, la filosofía natural, la oratoria, la
poesía y la teolo-gía." (4)
Permanece en su puesto de tutor e instructor hasta el mes de octubre de 1735, que es cuando
se retira con su hermano Carlos y otros dos compañeros universita-rios para ir a Georgia. Ya
hicimos referencia a su aven-tura misionera en ésta y a su vuelta a Inglaterra que culminó con
su experiencia religiosa en Aldersgate.
Desde 1738 hasta el 9 de marzo de 1791, día de su fallecimiento, no cejaría en su inmortal
obra evangeli-zadora, tarea que llevó a cabo en todo el Reino Unido de Gran Bretaña. Contar
esa dramática historia, llena de emotivas y extrañas peripecias y extraordinarias realizaciones
en el campo religioso, nos tomaría mucho espacio. Los que desean penetrar más hondo en la
vida de este hombre tienen a su disposición una gran varie-dad de libros y otros m ateriales.
Tenemos espacio tan solamente para notar algunas de las muchas caracterís-ticas de ese
largo ministerio. Antes, empero, daremos otra nota biográfica que puede ser de interés para
com-pletar el cuadro de la semblanza.
Juan Wesley, siempre tan sagaz y clarividente en sus contactos y conocimientos de la
naturaleza humana, fue muy infeliz en la búsqueda de una compañera que le secundara en su
obra y le diera un hogar donde pudie-se rehacer "sus fuerzas al calor del afecto familiar. N o
tuvo éxito alguno en varias tentativas que hiciera, tanto en Inglaterra como en América o que
terminaron por una razón u otra en disgustos y desilusiones.
Final-mente casóse en 1752 con una viuda, madre de dos hi-jos, y que había sido la esposa de
un comerciante de nom-bre Vizelle o Vazeille, mujer de cierta inteligencia, que aparentaba
tener dotes suficientes como para darle el hogar que necesitaba. Pero pronto diose cuenta que
ésa no era mujer para su temperamento y tareas. El no era hombre que podía estarse quieto
en casa. Dos meses después del enlace estuvo nuevamente entregado de lleno a su vida
itinerante.
Ella acompañóle por algún tiempo, pero acostum-brada como había estado a otro tenor de
vida, no pudo naturalmente darse a ese constante peregrinar. El Dr. Stevens la describe así:
"Remisa para viajar, disgustóse igualmente con las ausencias habituales de su esposo. Su
disgusto tomó finalmente la forma de celos monomaníacos. Durante veinte años lo persiguió
con sus sospechas infundadas y sus importunaciones intolerables. Ante esas pruebas
destacóse admirablemente la gran-deza genuina del carácter de Wesley, puesto que su carrera
pública nunca tambaleó ni perdió una iota de su energía o éxito durante su prolongada
desgracia doméstica. Una y otra vez ella lo abandonaba, pero volvía a él a sus reiteradas
instancias. Ella abría, interpolaba y exponía entonces ante sus enemigos su correspondencia y,
algunas veces, viajaba hasta cien millas para ver, desde una ventana, quién le acom-pañaba
en su carruaje. Finalmente, tomando consigo porciones de su Diario y otros papeles, que
nunca devolvió, dejóle en 1771 con la seguridad de que no volvería a él jamás. La alusión que
él hace a este hecho en su Diario es característicamente lacónica. No sabía, dice, la causa
inmediata de su determina-ción, y añade:
"Non cam reliqui, non dimissi, non revocabo" ("No la abandoné, no la despedí, no la reclamaré
de vuelta"). Vivió cerca de diez años después de de-jarlo. Su piedra sepulcral conmemora sus
virtudes como madre y amiga, pero no como esposa." (5)
Sabemos que muy pronto después de Aldersgate, Juan Wesley tuvo que hacer frente al
antagonismo de las autoridades eclesiásticas de su propia Iglesia, las cuales hallaban que su
predicación, a pesar de ser neta-mente bíblica y llana, era de tipo revolucionario y contraria a
los cánones y ordenanzas del eclesiasticismo oficialista imperante.
Vivió una vida peregrina de iti-nerante. Hasta donde sus energías se lo permitieron, viajó "a
tiempo y a destiempo", primero a caballo y luego en calesas.
Calcúlase que anduvo cosa de 250.000 millas, algo así como 400.000 kilómetros, y que predicó
42.400 sermones, naturalmente que éstos no eran todos diferentes, tal vez sería mejor decir
que predicó 42.400 veces, puesto que confesó que sólo predicaba bien un sermón después de
haber lo dado unas treinta veces. Poseía un genio organizador extraordinario que brota-ba de
su manera de ser metódica, puesto que jamás cejó de observar el hábito de dividir todas las
horas del día entre sus diferentes actividades, de tal manera que le sobrase siempre algún
tiempo para la meditación, la oración y el estudio.
A los 82 años todavía escribía en su Diario: "Nunca me canso de escribir, de predicar y de
viajar". Jamás tuvo una parroquia regular como ministro de la Iglesia Anglicana, a pesar de lo
cual no se le retiraron las órdenes. Pero cuando se le cerraron las puertas de la Iglesia declaró:
"Mi parroquia es el mundo entero", proclamando de esta manera no solamente su
independencia de las autoridades eclesiásticas sino tamo bien la amplitud de sus miras.
A pesar de que su cuerpo estaba sujeto a graves en-fermedades, y más de una vez estuvo al
borde del sepul-cro, era de una resistencia admirable. Casi hasta el final de su larga vida
estuvo activo, moviéndose de un lado para otro para atender a las múltiples necesidades de su
obra.
Nunca pensaba en sí mismo ni en la posibili-dad de ahorrar energías. Las necesidades
humanas ya fueran físicas, morales o espirituales, no le permitían pensar en sí mismo. Toda la
vida era una ofrenda a Dios que se consumía apasionadamente en el servicio a sus
semejantes. Conmovedora es la entrada que regis-tra en su Diario, cuando tenía ya 81 años:
"Martes, enero 4 de 1785. Durante esta estación usualmente distribuimos carbón y pan entre
los pobres de la "sociedad". Pero consideré que en las presentes contingencias necesitaban
tanto de ropa como de alimento. De manera que en éste, así como en los cuatro días
subsiguientes, caminé por la ciudad y solicité doscientas libras esterlinas para vestir a los que
más necesitaban. Sin embargo fue un trabajo duro, visto que la mayoría de las calles estaban
llenas de nieve en deshielo, en la que muy a menudo me hundía hasta el tobillo, de manera
que mis pies andaban metidos en la nieve casi desde la mañana hasta el anochecer. Pasé muy
bien hasta el atardecer del sábado, mas entonces tuve que meterme en cama con un resfrío
violento, que aumentaba de hora en hora, hasta que hubo nece-sidad de que el Dr. Whitehead
viniera a verme a las seis de la mañana. Su primera dosis de medici-na me alivió bastante y
tres o cuatro más perfec-cionaron la cura. Si él llega a vivir algunos años, no dudo que será
uno de los médicos más emi-nentes de Europa.”
Generalmente levantábase a las 4 de la mañana y a pesar de decir que él "nunca tenía tiempo
para estar apurado", estaba siempre en movimiento y ocupado. Como lo hicieran uno de sus
abuelos, su madre, su hermano Carlos y muchos otros de su época, conservó un diario, que
hoy está reunido en muchos volúmenes y cuya lectura todavía causa la admiración de cuantos
lo leen. Era también un gran escritor de cartas, las cuales han sido recogidas y forman una
colección con-siderable, estando también impresas. Además de eso, era un escritor incansable
y trató muchos asuntos, pero sus obras principales fueron diversos comentarios sobre los
textos bíblicos, especialmente del Nuevo Testamen-to y las colecciones de sermones para sus
predicadores itinerantes.
Tal vez ninguna otra persona por sí misma y por sus propios medios haya publicado tantos
trata-dos y libros como él. No sólo los distribuía personal-mente sino que exhortaba a sus
predicadores a que lle-vasen siempre en sus maletas material impreso para propagar el
mensaje cristiano. Entre los manuales que publicó trató una variedad de as untos como de
divini-dades, poesía, música, historia, moral, metafísica, filoso-fía, política, etc. Buscaba poner
en lenguaje popular las obras más clásicas. Su interés en la literatura no era por la literatura
misma, sino para ilustrar al pueblo de sus sociedades.
Ciertamente si él se hubiese dedicado a la carrera militar hubiera llegado a ser un gran
estratega, dado que en la organización del movimiento metodista de-mostró poseer un
acabado carácter de organizador. Fue por eso que su obra perduró, porque no solamente era
capaz de atraer a sí las muchedumbres para que escu-chasen sus mensajes, sino que sabía
también agruparlas en sociedades, clases y bandas, de tal manera que man-tenía una
supervigilancia constante sobre los adheren-tes y promovía de esta manera la profundización
de su carácter cristiano y la divulgación de las doctrinas bí-blicas.
Cuando descubrió que los ministros de la Iglesia Anglicana no estaban dispuestos a
acompañarle en su empresa renovadora del espíritu humano y de las cos-tumbres sociales,
lanzó mano de predicadores laicos, no ordenados, a los cuales mantenía en constante
movi-miento y a quienes exigía una disciplina tan férrea como la suya, buscando de
suplementarles la falta de conocimientos teológicos por lecturas abundantes y estu-dios de
carácter personal.
No comprendía que hubiese predicadores capaces de cumplir con sus obligaciones de
proclamar el mensaje cristiano sin un estudio constante y diario de seis horas por lo menos.
Esto debíase en parte porque él mismo se dedicaba constantemente a la lectura, no sólo en
horas de sosiego o tranquilidad, mas también cuando viajaba a caballo.
Ciertamente no podemos decir que Juan Wesley hu-biese sido un gran teólogo, a la manera de
Cal vino o Lutero. Fue primeramente un evangelista, un hombre que dio lugar prominente a la
Biblia y de un modo particular al Nuevo Testamento. Las "Notas" que escribió sobre el mismo
vinieron a ser una especie de compendio normativo obligado para todo predicador metodista.
En su exposición bíblica no seguía a ningu-na escuela en particular. Cristo era el que en
realidad dominaba su pensamiento e interpretación y su espí-ritu era la medida para juzgar el
valor de determinados personajes o ideas.
Su énfasis centrábase en Cristo y en la salvación que cada ser humano puede recibir por la
sola fe en Él. A pesar de que el hombre no se salva por las obras, éstas son imprescindibles
para revelar el carácter de esa fe. La salvación no es ofrecida solamente a unos cuantos
elegidos: está al alcance de todo ser humano que responda a la invitación divina. Dios en
Cristo llama a todos los hombres y éstos son los que deciden acerca de su destino ya al
aceptar o rehusar la gracia divina.
Por esto mismo que la posibi-lidad de la salvación es universal, empeñóse en procla-mar y en
que se proclamara, con carácter de urgencia, el Evangelio "a tiempo y fuera de tiempo", en
cual-quier lugar y a toda persona, puesto que "Dios no hace acepción de personas", sino que
recibe a todo aquel que confiesa su pecado y acepta Su perdón y Su gracia.
El Espíritu Santo está al alcance de toda persona que se exponga a Su influencia y debe ser el
poder dominante en la vida del cristiano, de tal manera que llegue a exclamar, por Su
presencia en su vida: "Abba, Padre", esto es, que sienta íntimamente que Dios es el Padre
Celestial que le ama, perdona, salva y que está siempre cerca de quién le busca.
Además el Espíritu Santo con-duce por el camino de la santificación y la perfección a toda
persona cuya dirección busca. Juan Wesley, sin embargo. nunca afirmó que él mismo había
alcanzado un grado tal de perfección capaz de eximirle de toda vigilancia y disciplina personal,
aunque creía firmemen-te que la voluntad de Dios es poderosa para convertir a un pecador en
un santo integral. Como vemos, nada hay de realmente nuevo en la "teología" de Juan
Wes-ley, sino un subrayar de elementos que debieran estar siempre a flor de la conciencia
cristiana. Uno de los obispos de la Iglesia Metodista, al considerar la natu-raleza del
metodismo, escribió:
"No fue una nueva doctrina, sino una nueva vida lo que los primeros metodistas buscaron para
sí y los demás. Conseguir que tuviera realidad, en el corazón y la conducta de los hombres, el
ver-dadero ideal del Cristianismo y mantener la expe-riencia personal del mismo y extenderla a
otros --eso era su propósito-. La controversia de ellos no era con la Iglesia o las autoridades
estatales, sino con el pecado y Satanás. Su único objetivo era el de salvar almas." (6)
En conexión con esto, cabe aquí consignar la propia opinión de Wesley: "Creo que el Dios
misericordioso lleva más en consideración la vida y la manera de ser de los hombres que sus
ideas. Creo que acepta más la bondad del corazón que la gloria del mundo."
Esta declaración de Wesley revela además que él era muy tolerante, en cuanto a ideas
teológicas. Aunque sea importante lo que uno piensa, es más importante aún lo que uno es.
Decía también: "Diez mil opiniones pue-den separarnos, pero si tu corazón es cual el mío
estre-cha mi mano porque somos hermanos."
Tal vez no sea indicado que en esta época hagamos las cosas de la misma manera con que
ese gran hombre las llevaba a cabo, ni sea recomendable usar las mismas figuras de
pensamiento al presentar el Evangelio. No obstante, el movimiento metodista nos legó
característi-cas que son de valor permanente y que jamás podremos ignorar o despreciar,
porque en realidad emanan no de la mente o voluntad de Juan Wesley, sino de la mente y
voluntad de Cristo, quien nos ordenó que fuéramos por todo el mundo predicando el Evangelio
a toda cria-tura.
Anualmente nuestros hermanos metodistas de Ingla-terra eligen un presidente de su
Conferencia Anual. Al asumir su cargo el nuevo presidente, recibe de las ma-nos del saliente
un pequeño libro gastado como sím-bolo de autoridad: es el Nuevo Testamento que Juan
Wesley usaba en sus predicaciones al aire libre, cuando las muchedumbres que no hallaban
cabida en los tem-plos venían a él para oír la Palabra de Dios. Simbóli-camente nosotros
recibimos también de sus manos ese Libro Santo para que pasemos, con la misma pasión y
urgencia, su contenido a las almas afligidas y a los cora-zones extraviados.
No podemos vivir de una tradición por muy heroica que sea. En nosotros mismos
tenemos que oír la urgen-cia inquietante del “¡Ay de mí si yo no predicare el Evangelio!"
--------------------------
(1) Beal, William Rev., citado por Stevenson, G. J., Op. Cit., Pág. 16.
(2) Stevens, A., "History of Methodism" , Vol. 1, págs. 59, 60.
(3) "A New History of Methodism", editado por Townsend, W. J. y otros, Vol. 1, pág. 200.
(4) "A New History of Methodism", Vol. 1, pág. 178
(5) Op. Cit., Vol. I, Pág. 370-371
(6) Mc Tyeire, H. N., "History of Methodism", Pág. 13.
CAPÍTULO CUARTO.

EL HERALDO MELODIOSO
"Cristo, encuentro todo en ti, y no necesito más". Carlos Wesley

El decimoctavo hijo, el último varón de


Samuel y Susana Wesley, fue Carlos el cual
nació según se presume el 18 de diciembre
de 1707 (algunos historiadores dan el año
1708). Su prematuro nacimiento tuvo lugar
diversas semanas antes de tiempo y al nacer
parecía más muerto que vivo, ya que no
lloraba ni abría los ojos.
Lo conser-varon entre algodones hasta la
época en que debía haber nacido y cumplido
el tiempo normal dicen que abrió los ojos y
lloró. Como su hermano Juan, de quien era menor cinco años, nació en la casa
pastoral de Epworth y fue sometido a la misma disciplina familiar. Era de dis-posición
más jovial que su hermano y sujeto al estro poético.
Juan Gambold, compañero suyo del "Club Santo", que llegó a ser obispo moravo, dejó
del temperamento de Carlos este retrato, entre otras consideraciones que de él hiciera:
"Para puntualizar el carácter de Carlos, basta con decir que era hombre hecho para la
amistad. Por su jovialidad y viveza era capaz de refrescar el corazón de sus amigos y
por su hábito franco e independiente no dejaba lugar a incomprensiones." (1)
En 1716 entró a la escuela de "Westminster". Su her-mano mayor Samuel, el cual vivía
en Londres y tenía ya vida independiente, pagaba los gastos de sus estudios y el padre
proveíale de ropa. Pero evidenció tal inteligencia que se le otorgó el premio "El Alumno
del Rey" (King's Scholar). Según el historiador de la escuela de Westmins-ter", esa
distinción "confería para siempre al que la reci-bía tal sentimiento de orgullo que ningún
muchacho de otra escuela jamás experimentaba. El haber sido Alumno del Rey no es
honor muy pequeño." (2) De allí en ade-lante sus gastos fueron pagados por la
fundación esco-lar (1721).
Durante este período presentóse a Carlos la oportuni-dad de ser heredero de un rico
pariente de nombre Garrett Wesley. Poseía muchas propiedades en Irlanda y quería
adoptar un muchacho de su parentela que lle-vara el nombre de Carlos. Escribió pues
a la familia pastoral de Epworth, preguntando si no contaba en su seno con uno de tal
nombre. Informado de que había y que se encontraba en Londres envió dinero para
mante-nerlo estudiando por algunos años.
Más tarde fue a verlo en la escuela e hízole personalmente el ofrecimiento. Los padres
no quisieron hacer la decisión, dejando que el muchacho mismo resolviera, y ¡él declinó
la oferta! El Sr. Garrett adoptó entonces a otro de nombre Ricardo Colley, quien cambió
su nombre por el de su benefactor. Vendría a ser el abuelo del duque de Wellington, el
que venció a Napoleón en Waterloo. Carlos perdió una for-tuna y un título.
En 1726 terminó sus estudios secundarios y entró a la Universidad de Oxford, donde se
le eligió para que fre-cuentara el colegio "Christ Church", con una beca de cien libras
esterlinas anuales. Así como distinguiérase anteriormente en sus estudios, continuó
descollando en la Universidad, a tal punto que, al igual que su herma-no, poco después
de graduarse fue también nombrado tutor de su colegio. Siguiendo el ejemplo de su
hermano Juan, esforzóse por llevar una vida metódica y seria. El fue quien fundó en
1929, con algunos otros compañeros de la misma tendencia, lo que se llamó el "Club
Santo".
Los que se adherían al mismo eran pocos. Se reunían dos veces por semana al
atardecer, para dedicar el período de las 6 a las 9 a la oración, al estudio del Nuevo
Testa-mento y a los autores clásicos. También pasaban revista a su trabajo y hacían
planes para los días subsiguientes. Además ayunaban dos veces por semana, tratando
al mis-mo tiempo de hacer un examen introspectivo y partici-paban de la Santa Cena
semanalmente. Y con mucha diligencia empleábanse en actos de caridad y visitas a
prisioneros.
Debido a que ese grupo se regía por un horario estric-to y vivían una vida ordenada,
sufría la burla de los condiscípulos que se consagraban poco a los estudios y a la
piedad. Sus componentes eran apodados de metodis-tas, nombre que daríase más
tarde igualmente a los que vinieron a formar parte de las "Sociedades Unidas"
fun-dadas por Juan Wesley. A la sazón éste, como vimos, encontrábase en Epworth
ayudando a su padre en las lides ministeriales. Cuando volvió encontró al "Club Santo"
en pleno funcionamiento y como cosa natural se adhirió al mismo. Por ser el mayor y el
más responsable se le dio la dirección del grupo.
Fue en ese mismo año (1729) que Carlos adoptó la costumbre de conservar un diario,
hábito que le duró por casi cincuenta años.
A pesar de haber terminado sus estudios y de haber sido ordenado clérigo de la Iglesia
Anglicana, permane-ció en la Universidad en su calidad de tutor hasta el 14
de octubre de 1735 cuando, con su hermano Juan, fue a Georgia. Su cometido era el
de servir de secretario al general Oglethorpe, gobernador de la Colonia. Su estada,
empero, duró menos de un año, porque en agosto de 1736 se embarcó de retorno a su
tierra natal donde llegó en diciembre.
Sus experiencias en tierras americanas no fue-ron mucho más felices que las de su
hermano. Pasó mucho de su tiempo enfermo y las intrigas que se arma-ron allí contra
él llegaron a tal punto que quisieron ase-sinarle. Después de un período tumultuoso,
durante el cual se indispuso con el general, decidió abandonar ese campo y reasumir
su ministerio en su tierra de origen.
Volvió a la Universidad de Oxford donde continuó con sus labores de instructor y su
costumbre de visitar a los presos en la prisión comúnmente conocida con el nombre de
"Castillo". Debido a su estado físico no empezó a predicar hasta la mitad del año 1737
y cuando lo hizo su predicación revelábase como algo muy formal y le faltaba aquel
fuego que pudiera proporcionarle la satis-facción íntima que anhelaba. En ese mismo
año entró en contacto con los moravos y tuvo conversaciones fre-cuentes con el conde
de Zinzendorf, el líder del movi-miento, el cual se encontraba en Londres por ese
enton-ces para hacer provisiones a favor de los inmigrantes moravos que estaban
establecidos o por establecerse en la colonia de Georgia.
Entre los que se aprestaban para ir a Georgia estaba el pastor Pedro Böhler, quien
buscó a Carlos en la Universidad para que le enseñara inglés. Fue durante esas clases
que Carlos Wesley adquirió más cabal conocimiento de la vida religiosa de los moravos
y se instruyó más a fondo sobre la naturaleza de la ora-ción y la fe.
En febrero de 1738 Carlos cayó muy enfermo. Una noche siendo ya tarde y estando
muy grave le visitó Pedro Böhler. Carlos pidióle que orara por él. Después de la oración
díjole: "Tú no morirás". Tres días después del hecho mejoró y parecía volver
nuevamente a la plenitud de la vida. Los médicos recomendáronle que mantuviera su
posición en Oxford y no tratara, como pensaba, de volver a Georgia.
En el mes de mayo lo encontramos viviendo en casa de Juan Bray, a quien describe
como siendo "un pobre mecánico ignorante, quien no conoce otra cosa a no ser a
Cristo, pero que por conocerle sabe discernir todas las cosas". Fue a vivir con él para
aprovechar su sencilla compañía espiritual y descubrir el secreto de una vida religiosa
tan llena de íntimo gozo y exenta de aprehen-siones.
Estaba aún bastante débil cuando fue a vivir con Bray. Tuvieron que llevarlo en una
silla. Muy a menudo invitaba a su aposento a Bray para que orase con él y por él. Fue
durante este período que un amigo suyo llamado Holland, lo familiarizó con el
comentario que Lutero hizo sobre la carta de San Pablo a los Gálatas. Su lectura hízole
mucho bien y llegó a comprender cla-ramente lo que era vivir por la fe. Y lo que más le
impresionó fue la referencia al pasaje: "El me amó y se dio a sí mismo por mí".
La noche del 21 de ese mismo mes, que era Pentecostés, llegó finalmente a la
convic-ción íntima de que poseía la verdadera fe en Cristo, anticipándose en tres días a
la experiencia que su her-mano tendría en la calle Aldersgate y de la cual ya hici-mos
referencia. Sintióse renovado no sólo en el espíritu sino también en el cuerpo.
Para celebrar tan transcendental acontecimiento, el martes siguiente escribió el que es
considerado el primer himno metodista. Su primera línea dice así:
"Where shall my wondering soul begin?"
(¿Do hallará refugio mi alma errante?)
En ese himno expresa su ineptitud para celebrar en sus justos términos el
extraordinario acontecimiento de su restablecimiento físico y espiritual y compárase a
un "tizón arrancado del fuego eterno". Confía, empero, en que le será dado cómo
proclamar la bondad de Dios que le arrancara de las garras del infierno para
conver-tirlo en uno de sus hijos, o por haber recibido la certeza de que .sus pecados
habían sido perdonados, haciéndole gustar así por anticipado el cielo.
Pregunta si sería justo y apropiado ocultar esa señal del favor divino en su corazón, sin
compartir con otros el privilegio de la salvación. Contesta que no, aún cuando el diablo
y sus huestes arremetiesen contra él, tendría que proclamar igualmente que Jesús es
siempre el mismo amigo de los pecadores. Y termina haciendo una apelación
conmove-dora, llamando a los pecadores de cualquier índole, a que vengan a recibir el
abrazo de Aquél que está con sus brazos extendidos esperándoles.
Al parecer éste fue el himno que la noche del 24 can-taron para celebrar la notable
experiencia religiosa de su hermano Juan, cuando éste volvió jubiloso después de la
reunión de Aldersgate en compañía de otros que con él habían estado juntos, para
celebrar lo acaecido. Un año más tarde al conmemorar el primer aniversario de su
experiencia, Carlos escribiría aquel otro himno tan querido de los cristianos evangélicos
del mundo entero y que empieza:
"Oh for a thousand tongues to sing"
(Mil voces para celebrar...)
El que deseaba, como dice el original, poseer "mil lenguas" para cantar la gloria de su
Señor, a través de su larga carrera llegó a escribir algo así como seis mil seiscientos
himnos, un promedio de tres por semana. Tal vez esos himnos más que la misma
predicación penetra-ron en la conciencia y la vida de aquellos que fueron alcanzados
por el movimiento metodista.
Lo maravilloso fue que indujeron a cantar a un pueblo triste y desco-razonado ¡y
muchas veces la emoción era tan profunda que llegaba a arrancar lágrimas de los que
cantaban! Lutero dijo en cierta ocasión sobre el empleo religioso de la buena música:
"El diablo puede aguantar cualquier cosa excepto la buena música y ésta le hace rugir".
¡Ciertamente el diablo habrá tenido que rugir frecuen-temente ante el efecto benéfico
de las canciones de Car-los!
A menudo la urgencia de la inspiración era tal que, al llegar a algún lugar, descendía
del caballo corriendo y gritando: "Denme papel, papel y tinta''. Otras veces sobre la
misma montura de su cabalgadura imprimía en el papel el sentir tumultuoso de su
corazón inflamado.
En 1739, publicó su primer himnario con el titulo "Hynms and Sacred Poems" (Himnos
y Poemas Sagra-dos). Hiciéronse tres ediciones en el mismo año. Escribió sobre una
variedad ilimitada de temas que incluyen toda la gama de la vida religiosa. Un
comentarista dice:
“La variedad de los asuntos que ocupaban su mente y pluma es tan extensa que puede
incluir casi todo acontecimiento o circunstancia concebible en la vida." (3)
Juan de La Flechere (ver capítulo séptimo) escribió sobre la colección de himnos que
Carlos y Juan publi-caron y su valor para la vida religiosa de esa época las siguientes
palabras: "Una de las bendiciones más grandes con que Dios agració a los metodistas,
después de la Biblia, son sus colecciones de himnos."
La Flechere tenía razón. A pesar de que la mayoría de los himnos de Carlos caerían en
el olvido, pues solo sirvieron al momento y a la ocasión que los inspiraron ya que no
tenían valor literario o devocional permanente, unos cuantos quedaron formando parte
de la himno-logía cristiana universal. El que éstas páginas escribe, cierta vez
encontrábase en Londres un atardecer de domingo. Cerca del hotel había una iglesia
bautista y resolvió asistir al culto, por no aventurarse a ir más lejos. Cuando entró en el
templo, faltando unos minutos para que comenzara el servicio religioso, tomó un
himnario y leyó la in.troducción. Decía el compilador que esos himnos habían sido
escogidos con el fin de que estuvieran encuadrados dentro de la tradición bautista.
Cuando el pastor se levantó y anunció el primer himno congregacional ¡éste era de la
pluma de Carlos Wesley!
Tan pronto Carlos mejoró su salud, volvió con reno-vados bríos a la vida pública
predicando sin cesar do-quier la ocasión se le presentara, aunque no lo hizo al aire
libre hasta junio de 1739, época en que empezó a predicar a los mineros de la región
de Moorfields. Uno de sus, temas predilectos basábase en las palabras de Cris-to:
"Venid a mí todos los que estáis cansados y afligidos y yo os daré aliento." Desde 1739
hasta 1771 el centro principal de sus actividades fue la ciudad de Bristol y más tarde lo
sería Londres.
Como su hermano, estuvo siempre ocupado en viajes yendo de pueblo en pueblo.
Especialmente durante los primeros años del movimien-to, su vida estuvo sujeta a
constantes amenazas y tumul-tos promovidos por el populacho' azuzado por
instiga-ción de los eclesiásticos regulares. Especialmente entre los años 1741-1743 en
que estuvo en serio peligro muchas veces. Es lástima que no podamos acompañarle
en esas aventuras, que reeditan en muchas instancias escenas con-movedoras de los
primeros tiempos del Cristianismo.
Sin embargo, para dar una idea de su temple, serenidad y valentía, citaremos lo que él
mismo escribió en su Dia-rio acerca de los ataques que el populacho dirigió contra una
capilla en el interior de Inglaterra, donde se encon-traba dirigiendo un culto. Dice:
“...ellos resolvieron demoler la casa de oración y empezaron su obra mientras
estábamos orando y alabando a Dios. Fue una ocasión gloriosa para nosotros. Cada
palabra de exhortación penetró hon-do. Cada oración encontró eco y muchos hallaron
el espíritu de gloria descansando sobre ellos."
La turbamulta continuó durante gran parte de la no-che en su intento de derrumbar las
paredes y penetrar en la casa. El y la congregación se conservaron donde estaban,
pues no habría sido prudente retirarse del lu-gar. No consiguieron los atacantes su
intento, a pesar de que por la mañana encontróse que parte del edificio estaba
destruido. El evangelista comenta en su Diario: "y sus gritos, de tarde en tarde, me
despertaron durante la noche, pero creo que yo dormí más que los otros."
Dominado por su espíritu de aventura e irresistible sentido de responsabilidad por la
salvación de su prójimo, a las 5 de la mañana animóse a salir dé la casa para predicar
al aire libre y en esa misma ciudad. Lo hizo durante todo el día bajo constantes
amenazas. A la noche al regresar a su pieza la encontró desmantelada, Sin em-bargo,
pasó allí la noche expuesto al frío y al peligro.
De esa fibra indómita eran no solamente él y su her-mano Juan, sino todos aquellos
que en esos días les acompañaban en la gloriosa aventura de predicar el Evange-lio a
toda criatura. A pesar de que no fue un predicador itinerante de la talla de su hermano
Juan, sin embargo no le fue en zaga por lo menos hasta el 8 de abril de 1749, época de
su casamiento, cuando limitó sus salidas. Entonces dedicose más a la obra literaria,
especialmente a la poética. Su hermano Juan muy a regañadientes consintió que
Carlos se casara, pues temía que eso vendría, como de hecho vino, a disminuir la
efectividad de su itinerancia.
Casóse con la señorita Sara Gwynne. En vir-tud de esto Juan le pasaba una anualidad
de cien libras esterlinas, que provenían de la venta de los libros que publicaba. Carlos y
Sara formaron un hogar modelo pues congeniaban admirablemente. Cuando se
casaron ella tenía la reputación de ser una mujer muy hermosa, pero algunos años
después fue acometida por la viruela, lo que la desfiguró completamente. En el día de
su casa-miento, Carlos levantóse a las cuatro de la mañana y con su hermano y otros
familiares, pasó cuatro horas en oración cantando salmos e himnos antes de la
ceremonia. Juan bendijo las bodas.
En conexión con esto deseamos subrayar que a pesar de las diferencias de
temperamento y de no siempre coincidir en los detalles de las resolu-ciones y en las
actitudes que tomaban, especialmente con relación a la Iglesia Oficial (Carlos en esto
era más con-servador que Juan), raramente encontramos a dos herma-nos
estimándose y queriéndose tan estrechamente como ellos, colaborando con tanta
eficacia y por tantos años en la misma obra. Carlos murió el 29 de marzo de 1788,
cuando tenía poco más de 80 años y fue sepultado el 5 de abril en el cementerio de la
Iglesia de Marylebone.
Su esposa le sobrevivió largo tiempo. Ella acabó su carrera terrenal a los 92 años,
falleciendo en 1822. De sus hijos (tuvieron ocho y sólo tres llegaron a criarse)
solamente dos, Carlos y Samuel, heredarían su tempera-mento artístico.
Acostumbraban a dar conciertos en el "living" de su casa y a los mismos asistían
muchos de los más notables músicos de Londres. Juan Wesley asistía ocasionalmente
a esas tertulias musicales, aunque no armonizaran con su temperamento.
Una de las características más salientes de su larga carrera ministerial fue la de ejercer
incesantemente su ministerio entre los prisioneros, a quienes dedicaba tierna
consideración. Nos acordamos que en aquel entonces, especialmente los
desprotegidos de la suerte y a veces por cosas que a nosotros nos parecerían hoy día
triviales, eran condenados a muchos años de prisión y en cárceles que más parecían
círculos infernales. Un número impre-sionante de ellos eran condenados a morir en la
horca. Era muy común ajusticiar al mismo tiempo a unos cuan-tos y hacer de eso un
espectáculo público para escar-miento de los demás.
La referencia que el historiador Stevens hace de su ministerio particular a los
prisioneros, es la que sigue:
"Hasta el último año de su vida mantuvo su hábi-to metodista de ministrar a los
condenados de las prisiones, tal cual lo hiciera primeramente en Ox-ford, visitándoles
en sus celdas y presentando sus casos a las congregaciones para que se orase
públicamente. La última de sus publicaciones poéticas, publicada solamente tres años
antes de su muerte, tenía por título: 'Oraciones para Malhechores Con-denados'." (4)
Y en nota que antepuso al manuscrito, escribió:
"Estas oraciones fueron contestadas el martes 28 de abril de 1785, en la persona de
diecinueve malhe-chores, todos los cuales murieron penitentes. ¡No a mí, oh Señor, no
a mí (la gloria)!" (5)
La enfermedad que le condujo a la muerte fue larga y penosa, sin embargo conservó
siempre su ilimitada con-fianza en Cristo. Mantuvo su mente en un estado de com-pleta
paz y tranquilidad. A su esposa, a quien quiso siempre entrañablemente, le dictó desde
su cama la últi-ma expresión poética, la que dice en traducción libre:
"¿Quién redimirá a un despreciable pecador
ya viejo y presa de flaqueza externa?
Jesús, tú eres mi única esperanza,
la fortaleza de mi frágil carne y corazón.
¡Oh, que yo pudiera mirar tu rostro sonriente
y, así, sumirme en la eternidad!" (6)
Hasta los últimos momentos de su vida y frente a la fragilidad humana, su
preocupación fue la de anunciar a Cristo y de señalarIe cual única y eterna esperanza
de salvación. Ni en su ministerio ni en su producción poéti-ca tuvo otra pasión más
honda que ésa. Como Pablo, el apóstol, podía decir: "Para mí el vivir es Cristo y el
morir es ganancia."
-------------------------------------------
(1) Citado por McTyeire, H. N., Op. Cit., Pág. 57.
(2) Mr. Forshall, citado por Wiseman, F. L., Op. Cit., pág. 24.
(3) Citado por G. J., Op. Cit., pág. 395.
(4) Stevens, A., Vol. II, Op. Cit., pág. 275.
(5) Idem.
(6) Idem, Pág. 276
CAPÍTULO QUINTO.

EL HIJO DE UN TABERNERO
"¡Oh, por un poder igual a mi voluntad!
Desearía volar de polo a polo anunciando
el Evangelio sempiterno del Hijo de Dios!"
Jorge Whitefield.

Es difícil medir las proyecciones de bien moral y espiritual resultantes de las reuniones que los
Wesley, y algunos pocos de sus condiscípulos, tuvieron en el lla-mado "Club Santo", cuya
existencia prolongóse por cerca de ocho años (1728-1735).
Pero seguramente el resultado más positivo y permanente, además de lo que ese círculo
piadoso aportó a la vida de los fundadores del metodismo, ninguno podrá compararse a la
influencia que ejerció en la vida y obra de un estudiante pobre, quien en 1732 penetró con
temor y temblor por los umbrales de la Universidad de Oxford, matriculándose en el colegio de
Pembroke.
Su nombre era Jorge Whitefield. Nació el 16 de diciembre de 1714, en la localidad de
Gloucester, Inglaterra, en la taberna "Bell".

Por cierto que ése no fue un medio ambiente muy


propicio para la formación de su carácter juvenil,
pues-to que una taberna en esos días era todavía
mucho peor a las que se encuentran en los barrios
bajos de todas las grandes ciudades modernas. Si,
como decía Juan y Carlos Wesley, ellos eran
“tizones arrancados del fuego”, ciertamente Jorge,
más que esos dos hermanos, fue un tizón
arrancado del infierno.
Sin embargo, aun cercado por una atmósfera
completamente insana, en su alma se manifestaba
una extraña inquietud por las cosas superiores del
espíritu y en el Diario que más tarde escribiera nos
cuenta que muy a menudo se extralimitaba en
ejercicios espirituales, aunque cayera de tarde en
tarde bajo la influencia de su medio ambiente. De
su Diario podemos recoger algunos vislumbres de su vida, antes de iniciarse como estudiante
uni-versitario. Entre sus datos autobiográficos encontramos los siguientes:
"Mi padre y mi madre mantenían la taberna llamada "Bell". El primero murió cuando yo tenía
dos años de edad. Ella todavía vive y me ha con-tado muchas veces cuánto soportó durante
catorce meses de enfermedad, después que me trajo al mun-do. Acostumbraba a decir desde
que yo era un párvulo, que ella esperaba alguna consolación dé mi parte más que de cualquier
otro de sus hijos. Esto, y bajo las circunstancias de haber nacido yo en una taberna, me ha sido
muchas veces útil para esforzarme por venir al encuentro de las esperan-zas de mi madre,
siguiendo de esta manera el ejemplo de mi Salvador, quien nació en un pesebre junto a una
posada." (1)
Naturalmente Whitefield escribió esto después que hubo alcanzado un grado de vida muy
superior al que estaba acostumbrado, al encontrarse en posesión de un título universitario y al
ser ya recipiente privilegiado de órdenes eclesiásticas. De los días de su infancia y juventud no
conservaba muy grata memoria:
"Sería muy largo mencionar los pecados y ofen-sas de mis días más juveniles. Son más
numerosos que los cabellos de mi cabeza." (2)
Evidentemente que trasunta algo de exageración este juicio de sí mismo. Sin embargo, está a
tono con el concepto del hombre que presenta dentro del cuadro total formado por su
pensamiento teológico. Al lado de esa descripción pesimista de sus años juveniles,
encon-tramos esta obra que se refiere a cuando él tenía 16 años de edad, dada por el Dr.
Stevens:
"El comenzó ayunando dos veces por semana durante treinta y seis horas seguidas. Oraba
mu-chas veces en el día, recibía la Comunión cada diez días y ayunaba casi hasta la inanición
durante los cuarenta días de la Cuaresma. Mientras duraba ese período habíase propuesto
como caso de conciencia, el no ir nunca menos de tres veces por día al servicio público .de
adoración, además de obligarse diariamente a tener siete veces devociones priva-das." (3)
Y así, entre altibajos en su conducta y en sus luchas agónicas por sobrevivir al ambiente
adverso, llegó casi a los 18 años. Finalmente, ayudado por personas que descubrieron en él
grandes posibilidades, entró a la Universidad.
Antes de eso había tenido ya algunos estudios tanto con un maestro particular como en la
escuela de Santa María de Crypt. Esos estudios fueron harto irregulares pues los interrumpió
varias veces por una u otra causa, principalmente porque veíase obligado a ayudar a su madre
en los menesteres de la posada. Esta experiencia serviríale en la Universidad, pues allí para
poder sos-tenerse y obtener su educación tuvo que trabajar como criado.
Durante el tiempo que pisó los atrios universi-tarios vivió muy frugalmente, castigando su
cuerpo a la manera monástica, dejando de comer frutas y cosas por el estilo, escogiendo la
peor calidad de alimento, aunque, si hubiese deseado, podría haber obtenido, se-gún dice, una
variedad discreta de manjares. Vestíase pobremente, más de lo que era necesario,
interpretando literalmente la expresión bíblica de que: "El Reino de Dios no consiste en
comidas y bebidas". según él, esos renunciamientos conducían a una vida espiritual más
profunda e intensa. Sin embargo, ese tratamiento ascético de su físico le hizo sufrir
consecuencias a lo largo de toda su vida. Y murió prematuramente consu-mido por trabajos
que su cuerpo mal podía aguantar.
Antes de entrar a la Universidad ya tenía cono-cimiento de la existencia del "Club Santo",
puesto que su fama ultrapasaba los ámbitos de los claustros univer-sitarios. Generalmente
considerábase la manera de vivir de los que componían ese círculo, como si fueran unos
extravagantes y fanáticos. Whitefield llevó más de un año antes de tener contacto con el grupo,
dado que se sentía indigno por su condición de sirviente de apro-ximarse a personas a quienes
juzgaba muy distinguidas.
Debemos acordamos que por aquella época (1734) Car-los y Juan ya eran bastante adultos y
poseedores de sus grados y órdenes, mientras que Jorge era tan sólo un estudiante en el
principio de su carrera. Además, pesaba sobre él el hecho de que naciera en un medio
ambiente detestable y vicioso. Y sus parientes no ostentaban nin-guna posición social
respetable. Con cierta "santa envi-dia" los miraba de lejos, cuando los veía pasar para ir a
participar de los servicios divinos en la iglesia de Santa María.
El primer contacto con el grupo fue a través de Carlos Wesley, sintiendo por él una atracción
especial. De cierto debíase al hecho de que ambos congeniaban, siendo uno ardiente poeta y
el otro orador fogoso. Los dos eran muy fervorosos en espíritu y exal-tados en su manera de
ser, sentir y expresarse. A través de la amistad que trabó con Carlos, quien le tomó
fra-ternalmente bajo su custodia espiritual, penetró por los umbrales del "Club Santo", hízose
miembro del mismo, viniendo por lo tanto a participar de sus métodos de estudio y conducta.
Decía que esos nuevos compañeros, que eran los que "su alma anhelaba", lo "iban
robusteciendo diariamente en el conocimiento y en el temor de Dios y le enseñaban a soportar
toda privación como buen soldado de Jesu-cristo." (4)
Aunque le fue difícil al principio someterse a esa disciplina, pronto se hizo a ella. Y con los
demás viósele emplear una hora por día, por lo menos, visitando a enfermos y prisioneros,
como así también leyendo páginas Devocionales y de las Escrituras a las familias pobres del
vecindario.
A pesar de esa asociación y disciplina rígidas, de las buenas obras que practicaba a diario
todavía perduraba en su alma un sentido de frustración, una atormentadora incertidumbre de si
realmente estaría salvo de la "ira divina", puesto que a pesar de todo a lo que se sometía con
tan eximia diligencia, parecíale que existía un abismo infranqueable entre su fragilidad humana
y la gloria divina. Finalmente, tuvo una experiencia religiosa que fue decisiva para el resto de
sus días. Esa vivencia daríale la seguridad que buscara tan afanosamente y sería el punto de
partida de todo su ministerio. El mismo cuenta esa experiencia en sus memorias:
"Cierto día atormentándome una sed fuera de lo común y sintiendo una viscosidad
desagradable en mi boca, hice todo. lo que pude por tener alivio, pero fue en vano. Me vino
entonces la sugestión de que cuando Jesucristo exclamó 'tengo sed' sus sufrimientos
estuvieron cerca del fin. Sin poder impedirlo, caí sobre mis rodillas junto a la cama, gritando:
'¡Tengo sed, tengo sed!' Poco después de eso hallé y sentí en mí mismo que había sido
libe-rado del peso que tan grandemente me oprimiera. El espíritu de pesar me fue quitado y
supe lo que era verdaderamente regocijarse en Dios mi Salva-dor y por algún tiempo no pude
dejar de cantar salmos doquier estuviese. "Así terminaron, pues, los días de mi pesar. En ese
entonces el espíritu de Dios tomó posesión de mi alma." (5)
Esto acaeció siete semanas después de la Pascua de 1735. Como acontecería tres años más
tarde con Wesley, no pudo contener la alegría de su hallazgo y tuvo que proclamar la gracia
divina a todos aquellos que estaban bajo la maldición del pecado y presa de la desesperación.
En el principio de la primavera de ese mismo año de su conversión, Whitefield volvió al mismo
lugar de su nacimiento, en Gloucester, donde el médico le había enviado con la esperanza de
que aflojara en su "exage-rada disciplina religiosa". Fue durante ese período de descanso
forzoso que encontró su paz con Dios.
Pronto la fama de sus predicaciones alcanzó a las mu-chedumbres y éstas vinieron
atropelladamente a escu-charle. Esa popularidad, a pesar de la humildad que habíale
caracterizado hasta entonces, convenciéronle que debía realmente ser un escogido de Dios, un
instrumento al que el Señor lanzara mano para hacer cosas maravillosas. Esa fue la tremenda
tentación de su vida y trazas de la exaltada opinión de sí mismo aparecen en los escritos que
encierran sus memorias. Esa exage-rada autoestima acarreóle tremendas críticas,
especial-mente de parte de aquellos que no podían suscitar la misma popularidad.
A algunos parecíales que él obraba abusivamente con la impresionable imaginación, del pueblo
común. Mas innegablemente él lo hacía movido por un irresistible sentido de vocación y por su
entrañable amor a Cristo, a quien daba el crédito de habcrle trasladado de los tormentos
terrenales y eternos, a una vida de santidad en la tierra y de gloria en el cielo. Las palabras
fluían de su boca en torrentes, la gente lloraba extasiada y conmovida, quedando a veces
como fulminada bajo el empuje de su elocuencia. Sus contemporáneos aseveran que jamás
hubo otro que impresionara más con su mágica palabra que Jorge Whitefield. La gente venía
de distancias considerables para oírle y nunca saciábase con lo que oía, a pesar de que él
pero-raba largo y tendido.
No era costumbre en la Iglesia Anglicana ordenar a un ministro muy joven, generalmente no lo
hacían antes de los 23 años de edad. Sin embargo, el obispo de Gloucester, Martín Benson,
contando Whitefield tan solo 21 años, mandóle un día a llamar y díjole que si estaba dispuesto
a recibir ordenación, él no tendría reparos en hacerlo. Parece que en ese asunto intervino Lady
Selwyn, una mujer de la nobleza, quien le escuchara y quedara profundamente impresionada
con su prédica. Esta fue la declaración del buen obispo:
“Aunque afirmé que no ordenaría a nadie menor de 23 años de edad, sin embargo creo que es
mi deber ordenarte cuando quisieres venir a recibir las sagradas órdenes.” (6)
Y como para sellar su buena voluntad, le regaló tam-bién cinco guineas. El joven quedó
anonadado, pero finalmente aceptó el ofrecimiento.
El 20 de junio de 1736 fue ordenado por ese obispo. A la semana siguiente recibió su título de
Bachiller en Artes de la Universidad de Oxford y al domingo siguiente de su ordenación, aquel
que cinco años atrás había sido el pobre sirviente de una taberna, predicó en la Iglesia de
Santa María de Cript, precisamente situada muy próxima a aquélla. Una enorme muchedumbre
fue a escucharle. Fue ordenado Presbítero el 14 de enero de 1739 por el mismo obispo
Benson.
La gente que lo veía pasar por las calles lo llamaba "el muchacho predicador" y muchos tan
sólo al oír de-cir que pasaba salían a la vereda para verlo. Jamás habíase visto en Inglaterra un
joven ministro ascender en la estima del pueblo común como lo consiguió Whitefield. El secreto
estaba en que hablaba al corazón de los humildes, conocedor como era de la naturaleza de su
miseria espiritual y de la magnitud de la gracia divina.
No podemos acompañarle en los tres primeros años de su ministerio en Inglaterra, por lo
limitado de estos estudios. Extraño como pudiera parecer, repentinamen-te el joven Whitefield
sintió una fuerte inclinación por abandonar su tierra natal e irse también como misio-nero a
Georgia. Sus amigos no pudieron comprender la razón de ese abandono e hicieron todo lo
posible por retenerle, mas él fue sordo a todas las ofertas y rue-gos que le hacían. Despidióse
a gran costo de sus grandes asambleas y admiradores, especialmente de aquellos que habían
asistido a sus primeros triunfos oratorios en Gloucester y Bristol. El mismo refiere qué le pasó
después de haber predicado en Bristol su sermón de despedida:
"Las muchedumbres me siguieron hasta casa llorando y al día siguiente tuve que entretenerme
con ellos desde las siete de la mañana hasta la medianoche, hablando y dando consejos
espirituales a las almas que habían sido olvidadas." (7)
Poco antes de partir para América llegó a predicar hasta nueve veces por semana y los
domingos por la mañana, aun antes que fuera de día, podíase ver a la gente llenando las calles
en dirección a la iglesia. Su popularidad había crecido tanto que ya no podía ir a 1a iglesia a
pie, sino que tenía que hacerlo oculto dentro de un carruaje para evitar los "hosannas de la
muchedumbre".
A pesar de que se embarcó para América el 30 de Diciembre de 1737, no consiguió salir de las
costas de Inglaterra antes del 2 de febrero de 1738. El día antes encontróse con Juan Wesley
quien ya había vuelto de Georgia. Este tentó de disuadirlo y quiso convencerle de que no fuera
a las nuevas tierras, ya que su experiencia había sido negativa, pero Whitefield decidido a todo
ya había cortado las amarras y no se dejó impresionar por los decires del amigo. Tocó
primeramente Gibraltar y sólo a principios de mayo llegó a tierras americanas. No se quedó
mucho tiempo en América. A pesar de que tuvo un recibimiento favorable de parte del
Arzobispo de Canterbury y que regresaba del Nuevo Mundo con más prestigio del que se
granjeara antes de partir de Inglaterra, encuentra al volver que su popularidad en Bristol ha
declinado y que por lo menos cinco iglesias, en las cuales acostum-braba predicar antes, le
habían cerrado sus puertas.
Esa oposición fue acentuándose tanto que el 17 de febrero de 1739 ya le encontramos en
Kingswood predi-cando por vez primera al aire libre. Ese lugar quedaba cerca de Bristol. Allí en
un tiempo existieron bosques donde el rey se entretenía en cacerías, pe ro ahora era casi un
descampado, pues se explotaban minas de car-bón y era habitada por gente "desarreglada y
brutal" muy distinta del resto de la población. Ese gesto lleva-ría, poco tiempo más tarde, a
Juan y Carlos Wesley a seguir el mismo curso.
De esta manera, Jorge White-field fue el que llevó nuevamente el Evangelio a la calle, a la
plaza pública, fuera de los recintos considerados sagrados y sólo aptos para la proclamación
de la Palabra. De pie sobre una elevación de tierra, pro-clamó en ese día el Evangelio a cerca
de doscientos mineros, gente que vivía en el completo abandono y en un medio ambiente
degradado y soez. De esa ocasión hace memoria en su Diario:
"Bendito sea Dios que el hielo ha sido roto y que ahora he tomado el campo abierto. Algunos
pue-den censurarme, ¿pero hay acaso motivo? Los púl-pitos me son negados y los pobres
mineros están a punto de perecer por falta de conocimiento." (8)
Ese proceder llamó inmediatamente la atención del pueblo común. Se dice que cuando predicó
la segunda vez más de dos mil personas asistieron y en la tercera hubo de cuatro a cinco mil,
creciendo la concurrencia, según datos estadísticos de esos días, hasta a diez, catorce y veinte
mil asistentes.
La gente no se inquietaba por los fuertes rayos solares, sino que guardaba tan profundo
silencio que llegaba a llenarle de "una admiración san-ta". Para escucharle se subían hasta en
los árboles y cercados. Tan pronto empezaba a hablar reinaba, un silencio que duraba a lo
largo de toda su exposición, la que comúnmente extendíase más de una hora. Pronto hízose
notar la influencia de su prédica en la vida de esos pobres miserables, quienes yacían tan
abandonados a su desdichada condición, que parecía que hasta Dios les había despreciado y
olvidado. Ante la enormidad del trabajo y la imposibilidad de hacer frente a todas las
demandas, mandó pedir a Juan Wesley que viniera en su socorro. Este al, principio juzgó
extraño ese pro-ceder y su espíritu rechazaba la idea de predicar de esa manera y en terreno
no consagrado.
Hasta el 2 de mayo de 1739 no se aventuró a seguir en las pisadas de Whitefield, diciendo en
su diario: "Sometime a lo más vil". Pero más tarde lo hizo y más de tres mil personas
escucharon su primer sermón al aire libre, que se basaba en el texto: "El Espír itu del Señor
está sobre mí, porque él me ungió para predicar el Evangelio a los pobres ... " La suerte estaba
echada y desde entonces el movimiento metodista no respetaría ninguna traba, crítica,
oposición o prueba. Habíanse abierto las compuertas y cual río caudaloso el movimiento se
extendería por toda Ingla-terra y más allá de los mares. A Jorge Whitefield pues debemos la
innovación de esta "irregularidad" que llevó a emular a nuestro Maestro que jamás escogió
"lugares sagrados" para predicar, sino que hablaba del Reino allí donde la gente le buscaba
con sus problemas y necesidades.
Este ministerio "irregular" Jorge Whitefield lo transplantaría al nuevo mundo. Convirtióse en el
evangelista por excelencia, sin posada cierta, sin jamás tener una congregación propia, no
implicándose en cuestio-nes denominacionales y deseando tan solamente acercar a los
pecadores al trono de Dios.
Uno de los testimonios más fehacientes que nos que-dan, sobre la naturaleza y resultados de
la obra de evangelización de Whitefi eld, se halla en la autobiografía de Benjamín Franklin, uno
de los próceres de la independencia de los Estados Unidos, que dice:
"En 1739 llegó de Irlanda entre nosotros el Rev. Sr. Whitefield, quien se había distinguido como
predicador itinerante. Al principio permitiósele predicar en algunas de nuestras iglesias, pero el
clero disgustado con el, rehusó muy pronto cederle el púlpito, por lo cual viose obligado a
predi-car al aire libre. Las muchedumbres de todas las sectas y denominaciones que iban a
escuchar sus sermones eran enormes y era materia de especulación para mí, que era uno del
número, observar la influencia extraordinaria de su oratoria sobre sus oyentes y lo mucho que
le admiraban y respetaban, aun a despecho del abuso que muy a menudo hacía de ellos al
asegurarles que eran naturalmente medio bestias y medio diablos. Era maravilloso ver el
cambio que se producía tan prontamente en los hábitos de nuestros habitantes. De un estado
religiosamente indiferente y despreocupado, parecía ahora como si todo el mundo estuviese,
tornándose religioso, de tal manera que nadie, al atardecer, podía caminar por la ciudad sin oír
cantos de salmos en muchos hogares y en cada calle." (9)
En ese su entusiasmo evangelizador, fue más allá de su propia teología. Contrariamente a
Juan y Carlos Wesley, Whitefield creía en la elección divina: elección que permite que algunos
se salven y otros se pierdan para "la gloria de Dios". Solamente aquellos a quienes Dios eligió
“desde la fundación del mundo” podían salvarse. Esto, naturalmente, partía de su propia
experiencia religiosa. ¿Cómo había podido él, un réprobo de tan maligna estirpe, llegar a ser un
predicador tan pode-roso de la Palabra a no ser que Dios en su maravillosa providencia le
hubiese elegido para eso? Ciertamente, por su propia voluntad, jamás hubiera llegado a ser lo
que fue. Sólo la gracia inmerecida de Dios le salvó y arrebató, literalmente hablando, de uno de
los círculos más infernales de la tierra. Teóricamente, predicaba para que aquellos que habían
sido elegidos despertasen a la realidad de su elección y no menospreciasen, en su ignorancia,
la gracia divina que los distinguiera con su favor. Sin embargo no era muy consecuente con su
teología y predicaba como si todos hubiesen sido elegidos para la salvación.
Esa diferencia teológica lo distanció por algún tiempo de los Wesley, distanciamiento que se
produjo principal-mente por la publicación de un sermón de Juan Wesley sobre la "Gracia
Gratuita" y la réplica que al mismo había hecho Whitefield en una carta, la que se publicó sin su
conocimiento, pero que fue causa para que en 1741 se enardecieran los ánimos y se suscitara
una agria controversia entre los amigos y camaradas. A pesar de todo ese distanciamiento no
duraría permanentemente, aunque fuera causa principal de una primera división en el
movimiento. Cuando en 1770 Inglaterra supo de la muerte de Whitefield, pues murió en las
colonias inglesas de América, Juan Wesley predicó un sermón a su memoria haciendo una
apología conmovedora y encomiástica de su antiguo camarada.
A pesar de que su gran talento fue ser un predicador evangelístico, uno de los intereses
capitales de su minis-terio se concretó en el establecimiento de un orfanato que fundó al
comenzar su obra en América, en Savan-nah, Georgia, y al cual impuso el nombre de
"Bethesda". Esta empresa costóle mucho trabajo, afanes, viajes, disgustos y controversias.
Nunca se supo precisa-mente cuántos niños y jovencitos se beneficiaron con esa institución,
por cuya existencia luchó noblemente hasta casi el fin de su vida y cuyo establecimiento y
sostén fue en gran parte debido a su oratoria.
Benjamín Franklin que era amigo de Whitefield, sin participar por ello de sus sentimientos
religiosos, pues se estilaba cual "libre pensador", publicó muchos de sus escritos y le ayudó en
otras empresas. Sin embargo no estuvo de acuerdo con Whitefield de que se abriera ese
orfanato en Georgia, dado que allí faltaban materiales y obreros para llevar a cabo un proyecto
de tan alto vuelo, como el que el evangelista proyectaba. Este se encaprichó en abrirlo en
Georgia, por lo que Franklin le negó su apoyo. Pero cuando Whitefield celebró en Filadelfia,
ciudad donde vivía Franklin, una asamblea para levantar dinero para esa institución, éste
resolvió ir para escucharle, pero con la determinación de no con-tribuir ni con un centavo a la
empresa. Lo que sucedió en esa reunión lo describe FrankIin así:
"Yo tenía en mi bolsillo un puñado de monedas de cobre, tres o cuatro dólares de plata y cinco
doblones de oro. Mientras él proseguía, comencé a ablandarme y resolví dar las monedas de
cobre. Otro golpe de su oratoria me avergonzó de esa resolución y determiné entonces darle
las de plata. Y terminó tan admirablemente que vacié enteramente mi bol-sillo en el plato de la
ofrenda con oro y todo. Escu-chando ese sermón estaba también un señor de nuestro Club,
quien teniendo el mismo parecer que yo en cuanto al edificio de Georgia y sospechando que se
tomaría una ofrenda, tomó la precaución de vaciar sus bolsillos antes de salir de casa. Hacia la
conclusión del discurso, sin embargo, sintió un fuerte deseo de dar y solicitó de un vecino, que
estaba cerca suyo, que le prestara algún dinero para lá ofrenda. Infelizmente el pedido fue
hecho tal vez a la única persona en el grupo que tuvo la firmeza de no dejarse afectar por el
predicador. Su respuesta fue: 'En cualquier otra ocasión, amigo, te prestaría liberalmente pero
no ahora pues me parece que estás fuera de juicio'." (10)
Por muchos años Whitefield, fiel a sus ideas ascéticas, pensó en no casarse, pero finalmente
resolvió hacerlo más bien por un sentido práctico de la vida que por sentimentalismo. En este
sentido, oró para que Dios le concediera una esposa que le permitiese vivir como si no la
tuviera. Dice un biógrafo suyo que esta oración ciertamente fue escuchada, pues que la que
vino a ser su esposa poco interfirió en su trabajo, pero cuando ella falleció confesó que su
muerte había dejado su "mente en mucha libertad".
Su vida matrimonial no se distinguió por lo tanto por alguna demostración de profundo afecto,
pero congenió bastante discretamente con su esposa. Casóse el día 14 de enero de 1741 con
Elizabet James, una viuda que debía contar en ese entonces con cerca de 34 años de edad.
De ella tuvo un hijo, el cual murió a los cuatro meses después de nacer y no le nacieron otros.
Estuvo casado veintisiete años, falleciendo la señora de Whitefield el 9 de agosto de 1768, dos
años antes que él. Juan Wesley escribió en sus memorias que era una mujer "candorosa y
humanitaria". Varios testi-monios dan fe de que ella fue esposa consagrada y cons-ciente de
sus deberes, aunque Whitefield por su itine-rancia tenía que dejarla largo tiempo sola en casa,
tanto en Inglaterra como en América, puesto que no era muy dada a viajar.
A pesar de sus grandes esfuerzos evangelísticos casi sin precedentes y de su devoción en
favor de los huérfanos, además de otras empresas menores, su obra no alcanzó la
transcendencia que tuvo, y tiene, la que llevaron a cabo Juan y Carlos Wesley. Faltábale genio
organizador, equi-librada calma y paciencia para recibir consejos de otros, puesto que tenía la
convicción de que para todas las cosas recibiría la dirección de Dios y que por lo tanto todo
debía tener una solución feliz.
Sin embargo, siempre se le recordará en la historia de la Iglesia Cristiana como uno de los
raros prodigios de oratoria fulminante y casi demagógica. Predicaba a tiem-po y fuera de
tiempo, sin medida y sin preocuparse por el esfuerzo que esto exigía a su físico, siempre
enfermizo y sujeto a periódicos achaques. Calcúlase que durante un período de treinta y cuatro
años, predicó dieciocho mil sermones. Su promedio semanal era de unos diez. En América
asumió el compromiso de viajar a caballo en un circuito de mil quinientas millas, para predicar
ince-santemente mientras itineraba.
Es inverosímil lo que se cuenta acerca de las muchedumbres que agolpábanse de todas
partes, cuando corría la voz de que se aproximaba a alguna localidad. Venían a pie, a caballo,
en carros, cruzando campos, valles y bosques, como atraídos por una fuerza irresistible. Y rara
era la persona que no le escu-chara y sintiera en sí el deseo de arrepentirse de su vida pasada
y aceptar la cruz salvadora de Cristo. En cierta ocasión, cuando el médico aconsejóle a que se
limitara en sus predicaciones, escribió en su Diario: "Estoy redu-cido a la corta ración de
predicar solamente una vez durante los días hábiles y dos veces los domingos."
Su ministerio fue compartido entre América y Gran Bretaña. Cruzó el Atlántico trece veces, su
itinerario en América iba desde lo que es hoy el estado de Georgia hasta Maine. Viajaba a
Inglaterra principalmente para levantar dinero para su orfanato de Savannah y para conservar
vivas sus relaciones en la madre patria. Amé-rica fue su campo predilecto. De hecho escribió:
"Me gusta andar errante por los bosques de América y mu-chas veces pienso que no debo más
volver a Inglaterra."
Y realmente no volvería más. Murió el 30 de setiembre de 1770, encontrándose a la sazón y a
pesar de lo precario de su salud, en una jira evangelística. Es realmente impresionante el relato
que tenemos de sus últimas horas de vida:
"El había partido en ese mismo día para New-buryport, donde esperábase que predicaría al día
siguiente. Durante la hora de la cena, el, patio en frente de la casa y aún la entrada, llenáronse
con gente, que empeñábase en oír unas pocas palabras de sus labios elocuentes. Pero estaba,
exhausto y, levantándose de la mesa, dijo a uno de los clérigos que estaban con él: "Hermano,
usted debe hablar a esta gente yo no puedo decirles una sola palabra". Y tomando una vela se
apresuró para ir a su dor-mitorio, pero antes de llegar se paró, una sugestión de su corazón
generoso le decía que no debía aban-donar así a una muchedumbre ansiosa y hambrienta por
el pan de vida que anhelaba recibir de sus manos. Parose sobre los peldaños para dirigirles la
Palabra. El ya había predicado su ultimo sermón. Esta sería su última exhortación: Parecería
que algún extraño pensamiento, algún vago presentimiento se hubiese posesionado de su
alma con la aprehensión triste de que esos momentos eran demasiado precio-sos para que los
usara para su descanso. Demoróse en la escalera, mientras la muchedumbre lo contem-plaba
con ojos llorosos, como Eliseo al contemplar al profeta que ascendía al cielo. Su voz, que tal
vez jamás vibrara más musical y emotiva, fluyó incesantemente hasta que la vela, que
levantara en su mano, consumióse totalmente. A la mañana siguiente él ya no era, Dios
habíale tomado para sí." (11)
:Murió de un ataque de asma. Cumplióse así el deseo que expresara en cierta ocasión, cuando
un compañero le recomendaba que no se excediera en sus actividades y no predicara tan a
menudo como lo hacía: "Quiero consumirme antes que aherrumbrarme". Así terminó su vida
aquél que fuera el verbo mágico y electrizante del metodismo calvinista. Durante su época
ningún otro predicador tuvo la distinción de viajar tanto como él lo hiciera y de predicar con
tanta vehemencia y constancia en un circuito tan vasto y lleno de innumerables tropie-zos e
imprevistos.
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(1) George Whitefield “A Short Account of God’s Dealing with the Rev. Mr. George Whitefield” (London
1740), Pág. 8.
(2) George Whitefield, Op. Cit., págs. 9-10.
(3) Stevens, A., Vol. I, Op. Cit., Pág 74.
(4) Citado por Stevens, A., Vol. I, Op. Cit., Pág 75.
(5) Op. Cit., Pág 48-49.
(6) Citado por Stuárt, C. H., "George Whitefield", pág. 26.
(7) Diario, Vol. I, pág. 40.
(8) Citado por Stevens, A., Op. Cit., Vol. I, Pág. 115.
(9) Harvard Classics, Vol. I, pág. 100.
(10) Harvard Classics, Vol. I, págs. 101, 102.
(11) Stevens, A., Vol. I, Op. Cit., Pág 466.

CAPÍTULO SEXTO.

UNA ESTRELLA DE LA GRACIA


"Mi labor ha concluido. Nada más tengo
que hacer sino ir a mi Padre".
Selina Shirley.
Condesa de Huntingdon.

Fue en la primavera de 1741 que Jorge Whitefield


volvió por segunda vez de sus peregrinajes
evangelísticos en América. Durante su segunda
visita estableció el orfanato, por el cual había
estado pidiendo ayuda en Ingla-terra después de su
primer retorno. Poco tiempo después de llegar fue
publicada la carta en la que atacaba a la teología de
Juan Wesley, especialmente sus ideas. arminianas,
esto es la de la universalidad de la salvación. Juan
Wesley publicó un sermón con el título de “Gracia
Gratuita” en el que confirmaba sus convicciones
arminianas.
De esta controversia, que por momento tomó un
cariz virulento, como ya dijimos surgieron las dos
ramas del metodismo: la arminiana y la calvinista.
Parece que Whitefield, además de sus convicciones
personales, había recibido en América esa
influencia calvinista, especialmente al asociarse con algunos grupos bautistas y presbiterianos.
En Gran Bretaña los que apoyaban las mismas tendencias y que habían sido despertados en
su interés religioso por el movimiento wesleyano, agrupáronse alrededor de Whitefield a quien
reconocieron como su guía. Entre éstos encontrábase una mujer que jugaría papel importante
en el destino de ese movimiento calvinista. Era conocida con el título de Lady Huntingdon.
Esa dama nació el 24 de agosto de 1707 en la localidad de Chartley y al parecer tenía
conexión lejana con la familia real. Era la segunda hija de Washington, conde de Ferrars. A
pesar de que estaba acostumbrada a una vida fácil y lujosa, pues tanto su padre como su
esposo poseían numerosas propiedades en diferentes localidades del Reino, siempre tuvo
profundo interés por las cosas religiosas y por socorrer en sus necesidades a sus
depen-dientes y a los pobres del vecindario.
Casóse a los 21 años de edad con Teófilo Huntingdon. Este murió en abril de 1746 a los 50
años de edad, dejándola viuda cuando frisaba los 39. Ella no volvió a casarse, antes empleó su
viudez y sus haberes para incrementar y extender la obra religiosa.
..
Fue a los 32 años después de una seria enfermedad, que ella tuvo ocasión de verse con los
Wesley (año 1739). Al parecer, el primer contacto fue con Carlos. Sin em-bargo, según'
algunos historiadores, ella frecuentó las reuniones de los moravos en Fetter Lane, con quienes
también los primeros metodistas solían reunirse durante algún tiempo, antes de que formaran
su grupo aparte. Además, mostró simpatía por la obra de Whitefield y tuvo cierta influencia para
que el gran evangelista fuese ordenado presbítero en enero de 1739, después de su primer
regreso de América, conforme se infiere de una carta que el Obispo Benson escribió al conde
de Huntingdon. En ella expresaba el deseo de que esa ordenación diese a Lady Huntingdon
alguna satisfacción y esperaba, a la vez, que ella no tuviese otro motivo para quejarse de
.alguna falta del obispo. La condesa parece haberse irritado con la oposición hostil que los
clérigos de la iglesia oficial hicieron a que Whitefield fuera orde-nado presbítero. A renglón
seguido, ella comenta:
"Aunque equivocado en algunos puntos, creo que él (Whitefield) es un joven piadoso, con
buenas in-tenciones, grandes habilidades y mucho celo. Certi-fico que el obispo de Canterbury
tiene una elevada opinión de él." (1)
Una de las más decisivas influencias que tuvo en su vida religiosa, y la que en verdad la llevó a
tomar la decisión de lanzar su suerte con los metodistas, fue la de su cuñada Lady Margarita
Hastings, a pesar de ser ella de la alta alcurnia en la sociedad inglesa. Margarita casóse en
1741 con James Ingham, que fue uno de los miembros del "Club Santo". Ambas hicieron
pública profesión de fe con los metodistas., Vale la pena consignar aquí que Betty, la. hermana
de Margarita, una década antes ya patrocinaba el tradicional grupo del "Club Santo" en Oxford.
De allí la relación de Ingham con Margarita y de los metodistas con la familia del conde de
Ferrars.
Después de entrar en contacto con el movimiento metodista, extremóse en su celo religioso y
en obras de caridad, lo que alarmó algo al esposo. Este dirigióse al obispo Benson, que era su
tutor, para que tratara de atenuar el fervor de la esposa. Concertóse una entrevista en la cual el
obispo aconsejóle a que no fuera tan estricta en su conducta y sentimientos. Pero ella lo
acorraló con citas de las Escrituras, mostrándole que otro debía ser su comportamiento y no el
de buscar que la gente tuviese menos religión. El quedó algo resentido con esta recon-vención,
diciéndole que lamentaba haber ordenado a Jorge Whitefield, a quien atribuía todo ese fervor
religioso que ella y otros estaban experimentando, por ser él uno de los guías del movimiento y
confesóle que se sentía directamente implicado por haberle impuesto las órdenes eclesiásticas,
a lo que la señora replicó:
"Mi señor, grabe bien mis palabras: cuando usted se encuentre en el lecho de muerte, ésta
será una de las pocas ordenaciones que re cordará con complacencia.” (2).
Esas palabras fueron proféticas. Cuando el obispo estuvo a las puertas de la muerte, dispuso
que se envia-sen al gran evangelista diez guineas como prueba de consideración y admiración,
con el ruego de que orase a. su favor. Este incidente nos da una muestra del carácter firme,
decidido y osado de esa mujer que no temía enfrentarse con los grandes de sus días.
En 1744 Lady Huntingdon invitó a los Wesley durante el desarrollo de la primera Conferencia
Anual Metodista, que tuvo lugar en Londres a fines de julio de 1744, a que celebraran una
sesión en su residencia. Eso debióse a que ella, aunque se hubiese esposado con la rama
calvinista del metodismo, consideraba. a ambos grupos como embarcados en una causa
común. Juan Wesley predicó durante esa reunión, habiendo usado como texto el siguiente:
"¿Qué ha obrado Dios?" Fue el primer sermón de ese tipo que se predicó en esa mansión
señorial. Más tarde ella invitaría a Whitefield para que predicara regularmente en esa casa y en
otras de su propiedad, a muchos de los nobles de Inglaterra.
Cuando Whitefield retornó de su tercer viaje de América, en julio de 1748, Lady Huntingdon
envió a Howel Harris, uno de los predicadores, a encontrarle para invi-tarle a que fuese a su
casa en Chelsea, cerca de Londres, para que predicara a un gran círculo de sus relaciones de
la alta sociedad inglesa. Más tarde ese ministerio a los nobles ingleses se extendería a sus
fincas en Bath y Brighton. En esos lugares' ella construyó capillas y nom-bró a Whitefield como
uno de sus capellanes, éste fue realmente el único nombramiento que el gran evange-lista
tendría en Inglaterra.
Después de la muerte de su esposo y sin descuidar sus deberes maternales, -ya que tenía
cinco hijos- trató de emplear gran parte de su fortuna en comprar propiedades para que los
predicadores de su conexión tuvieran donde ejercer propiamente su ministerio. Adquirió
teatros, salas públicas y capillas abandonadas ya en Londres, en Bristol o en Dublín y las
refaccionó para que en ellas se anunciara la Palabra. Además levantó capillas tanto en
Inglaterra, como en el país de Gales e Irlanda. Ella significó dentro del movimiento calvinista, lo
que Juan Wesley dentro del movimiento arminiano, con la diferencia que tenía a su alcance
mayores posibilidades eco-nómicas.
Dividió los territorios en distritos y envió evangelistas itinerantes a predicar y ella hacía frente a
todos los gastos que eso implicaba. Calcúlase que gastó en todas esas obras de
evangelización cerca de medio millón de libras esterlinas. Esa suma, sin duda alguna,
representa mucho más de lo que hoy valdría. Llegó hasta vender sus joyas con el fin de
comprar capillas, Despidió a muchos de sus sirvientes, disminuyó grandemente su tren de vida
para que le sobrase lo suficiente como para hacer frente a los crecientes gastos de la obra. Un
alto dignatario en cierta ocasión quejóse al rey Jorge III de que esa señora y sus predicadores
estaban extremándose en sus lides religiosas. El mismo rey, que la tenía en alta estima,
relatóle el incidente.
El monarca halló por bien decir a ese dignatario, que tratase él mismo de imitar el celo de esos
predicadores y que en cuanto a Lady Huntingdon deseaba que hubiese una como ella en cada
diócesis de su reino. Ella misma muchas veces acompañaba a sus capellanes y predicadores a
lo largo de toda Inglaterra, animando con su presencia al movimiento e inspeccionando las
obras para ver cuáles eran las necesidades y oportunidades. El más importante de esos
lugares de culto (que todavía existe) fue el que se denominó "Totten-ham Court Road Chapel",
que sustituyó al tabernáculo que en 1741 se levantara por primera vez en Moorfields para
abrigar a las muchedumbres que, antes de reunirse allí, reuníanse al aire libre y que Whitefield
inaugurara a su regreso de su segunda visita a América.
El movimiento calvinista, a la para que el arminiano, fue creciendo sensiblemente, lo que exigía
un mayor número de pastores y capellanes. Hízose evidente que a éstos debíase proporcionar
una preparación más adecua-da a sus tareas ministeriales. Por lo tanto Lady Huntingdon
resolvió establecer un colegio para predicadores. Establecióse en Gales del Sur, utilizándose
un antiguo castillo del cual se le dio el nombre de "Casa Trevecca"
Fue dedicado el 24 de agosto de 1768. Jorge Whitefield predicó el sermón dedicatoria y tomó
por texto: "En todos los lugares donde yo escriba mi nombre vendré a ti y te bendeciré". El
domingo siguiente volvió a predicar en el patio del colegio ante miles de personas y esta vez su
texto fue: "Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo".
No obstante ser un colegio que tenía que ver en primer término con la preparación de los
predicadores de la rama calvinista, algunos predicadores de la tradición arminiana también
colaboraron en esa obra educacional.
Relaciones ricas y nobles de la condesa aportaron fondos para hacer frente a los gastos de
compra y refección de la propiedad. Juan Wesley aprobó la iniciativa y Juan Guillermo de la
Flechcre fue el primer presidente de la escuela. Uno de los mineros convertidos por su
predicación en los "Montes de Madeley", cerca de donde estaba su parroquia, fue el primer
estudiante que entró en esa escuela.
Los estudiantes podían permanecer en "Casa Trevec-ca" durante tres años con derecho a
pensión, enseñanza y un traje por año. Para cursar sus estudios, no existía compromiso alguno
de servir a determinada iglesia o grupo en particular, podían solicitar órdenes eclesiásticas en
la Iglesia Anglicana o entre cualquier otra denomi-nación cristiana a la cual se sintiesen
llamados a servir. McTyeire escribe lo siguiente sobre Trevecca:
"Trevecca, durante años fue como el cuartel gene-ral del metodismo calvinista. Suplió sus
púlpitos y aportó a la vez contribuciones ministeriales impor-tantes a la Iglesia Oficial y a los
otros grupos Disi-dentes. La condesa vivía allí gran parte 'de su tiem-po. Conveníale por causa
de la obra extensa que sostenía. Y de esta manera podía despachar con pre-mura emisarios y
ayuda a muchos púlpitos. Siempre se tenían a mano caballos para que los estudiantes fuesen
llevados los sábados a los puntos distantes, mientras que los más cercanos eran visitados a
pie. Frecuentemente salían para circuitos remotos predi-cando en campos, graneros,
mercados, hogares. Las clausuras anuales eran como reuniones de campa-mentos metodistas.
En cierta ocasión mil trescientos caballos de visitantes e invitados viéronse sueltos en un gran
campo, sin contar los que habían sido deja-dos en las aldeas circunvecinas, además de un
gran número de carruajes. En un extremo del patio del colegio fue erigido un palco sobre el
cual se colocó un atril y desde donde seis o siete predicadores pero-raban sucesivamente a
congregaciones atentas y an-siosas. Un visitante informa que trescientas personas se
desayunaron juntas en el lugar y cuenta que eran abundantes los sermones, exhortaciones,
sacramen-tos, ágapes espirituales, tanto en inglés como en galés y que muy cálidos eran los
muchos amenes y ferviente el clamor de 'Gloria a Dios':” (3)
Naturalmente, la educación que se dispensaba era más práctica que teológica y sus
estudiantes eran entrenados en el orden de conducir personas a Cristo y se les urgía a que
salieran a predicar por collados, encrucijadas y doquier hubiese almas necesitadas del mensaje
de la sal-vación eterna.
Cuando ella falleció contaba 84 años. Dejó todas las propiedades que le quedaban para el
sostenimiento de las setenta y cuatro capillas que había ayudado a cons-truir en diferentes
partes de Gran Bretaña y una consi-derable suma para obras de beneficencia. Dentro del
grupo calvinista ocupó un lugar que se puede comparar al de Juan Wesley en el grupo
arminiano. Y ciertamente si no hubiese sido mujer, habría tenida una influencia tan grande o
mayor que la de él. En la historia de la Iglesia Cristiana tal vez no haya habido otra mujer que
ejerciera tanto poder "eclesiástico" sin realmente tenerlo, co Lady Huntingdon. Horacio
Walpole, ilustre hom-bre de 1etras y miembro del parlamento, que fue su contemporáneo,
llamóla "la Reina del Metodismo" y otro sabio también del mismo siglo calificóla como la
"Estre-lla de Primera Magnitud en el Firmamento de la Iglesia".
Al morir, exclamó: "Mi obra ha concluido; nada más tengo que hacer sino ir a la casa de mi
Padre". Su enfer-medad fue larga y dolorosa, pero durante la misma no solo conservó fuerte el
ánimo sino que una y otra vez entró en éxtasis, pareciéndole por momentos encontrarse ya en
los umbrales de la gloria celeste.
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(1) Citado por Stuart, C., Op. Cit., pág. 44.
(2) McTyeire, Op. Cit., pág. 242.
(3) Op. Cit., pág. 246.
CAPÍTULO SÉPTIMO

EL PALADIN DE LA DIVINA MISERICORDIA


"¡No permita Dios que yo excluya de mi afecto fraternal y de
mi asisten-cia ocasional, a cualquiera de los ver-daderos
ministros de Cristo, porque él eche sus redes del Evangelio
con los presbiterianos o los independientes
o los cuáqueros o los bautistas."
Juan Guillermo de La Flechère.

En el estudio que hicimos de Juan Wesley


dijimos que no había sido primeramente un
teólogo sino un evangelista y que su principal
fuente de predicación era el Nuevo Testamento.
Cuando recrudeció la controversia sobre el
principal punto teológico que los dividía en
calvinistas y arminianos, como dos corrientes
metodistas paralelas, Juan Wesley tuvo que
echar mano de Juan Guillermo de La Flechère o
Juan Fletcher, como comúnmente se le conocía,
quien había aparecido en el escena-rio metodista
cuando el movimiento había tomado ya gran
vuelo en Inglaterra.
La razón por la cual el movi-miento metodista
nunca se distinguió como sistema teo-lógico fue
porque su principal interés había sido el de
despertar la conciencia evangélica de aquellos
que nomi-nalmente se decían cristianos y de
llevar el mensaje del Evangelio a los que no
tenían conocimiento. Para cum-plir con tal
propósito, lo más importante era la exposición
que de las Escrituras se pudiera hacer. Para
Juan Wesley un sistema particular de doctrina
era cosa secun-daria, de acuerdo con lo que él
mismo escribiera de la naturaleza de un creyente
metodista:
"Estos son los principios y prácticas de nuestra secta; éstos son los rasgos del verdadero
metodista... Si alguien dice: "Pero ésos son sólo los principios fundamentales comunes de la fe
cristiana... " Es precisamente eso lo que quiero decir... Ruego a Dios que tú y todos los
hombres sepan que yo y todos los que piensan como yo, rehusamos vehemente ser
distinguidos de los demás hombres por algo que no sean los principios comunes del
cristianismo...
"Por estas señales, por estos frutos de una fe viva, tratamos de distinguimos del mundo
creyente... Pero de los verdaderos cristianos, de cualquier deno-minación que sean, deseamos
ansiosamente no distin-guimos en absoluto... ¿Es tu corazón sincero como el mío lo es hacia
ti? No te pregunto otra cosa. Si es así, dame la mano... ¿Amas y sirves a Dios? Eso basta. Yo
estrecho tu diestra en señal de comu-nión." (1)
En su “Pequeña Historia del Pueblo Llamado Meto-dista", Wesley dice lo siguiente sobre su
hallazgo de La Flechère:
"Marzo 13, 1757. Hallándome en estado de fla-queza, en Snowfields, oré a Dios para que si le
pare-cía bien me enviase ayuda para mis capillas. Así lo hizo. Y tan pronto como yo terminara
de predicar, vino el señor Fletcher, que había sido recientemente ordenado presbítero (de la
Iglesia Anglicana) y se apresuró en llegar a la capilla con la intención de ayudarme, suponiendo
que yo estaría solo. ¡Cuán maravillosos son los caminos del Señor! Cuándo mi fuerza física
flaqueaba y ningún clérigo en Inglate-rra estaba en condiciones o listo para ayudarme, envióme
ayuda desde las montañas de Suiza y ¡un verdadero compañero en todo sentido! ¡Dónde
ha-bría podido yo encontrar otro igual!" (2)
El fundador del metodismo tenía esperanza de que ese hombre, que Dios le había deparado de
una manera tan providencial, vendría a ser su sucesor en la dirección del movimiento. Por
aquel entonces Wesley encontrábase algo desalentado en cuanto a su estado físico y juzgó
que no viviría mucho tiempo ya. Estaba buscando quien pudiera ocupar su lugar para el caso
de que llegara a faltar. ¡Sin embargo él sobreviviría a Juan de La Flechère!, el cual era de
constitución física mucho más precaria que la de Wesley.
Aunque no le sucedió en la dirección, le fue muy útil en la lucha que tuvo que sos-tener para
defender el punto de vista arminiano ante sus opositores calvinistas. De esta manera, el
metodismo pro-dujo un gran teólogo sin que éste realmente escribiera un tratado de teología
como "La Suma. Teológica" de Tomás de Aquino, o "las Instituciones Cristianas" de Calvino.
Limitóse a defender una doctrina que parecióle más a tono con la enseñanza que el
cristianismo primi-tivo impartía según el testimonio del Nuevo Testa-mento.
Juan Guillermo de La Flechère no nació en Inglaterra. Vio la luz en un pequeño pueblo no muy
lejos de Gine-bra, Suiza, en Nyon, y casi a la orilla del lago Leman, el día 12 de setiembre de
1729. Descendía de una familia de la Saboya francesa. Hizo sus estudios en la Universidad de
Ginebra y se distinguió como alumno estudioso. Había pensado hacerse pastor de la Iglesia
Reformada de Suiza, pero por cuestiones de conciencia rehusó final-mente entrar. Lo que le
obstó tomar ese paso fue el credo calvinista. Repugnaba a su conciencia el creer que Dios,
para su gloria, hubiese desde la fundación del mundo decretado la perdición de muchos seres
humanos. Renun-ció a su vocación ministerial por ese motivo y se fue al otro extremo
abrazando la carrera militar. No duró mu-cho sin embargo esa determinación suya y pronto
halló que allí nunca prosperaría, ya que tenía ánimo dema-siado gentil como para acomodarse
a las lides brutales de la guerra. Fue cuando resolvió emigrar a Inglaterra.
En el nuevo ambiente, como medio de vida, aceptó un lagar de tutor junto a una familia que
vivía en el campo y que acostumbraba a pasar los inviernos en Londres. Sus ocupaciones
docentes no hicieron disminuir su interés por las cosas del espíritu. Una inquietud profunda por
conocer más íntimamente las cosas de. Dios no le dejaba completamente en paz.
Oyendo hablar de los metodistas, inquirió acerca' de ellos. Dijéronle: "Son gente que ora día y
noche". A esto replicó: "Entonces yo los encontraré, si ellos están a mi alcance". Durante una
de sus perma-nencias en Londres pudo entrar en contacto con los metodistas y renació
nuevamente en él el celo religioso, deseando servir a su Señor así como lo anhelara en sus
años más juveniles. Juan Wesley aconsejóle que buscara órdenes eclesiásticas en el seno de
la Iglesia Anglicana. Aceptó la indicación y obtuvo allí la ordenación.
Después de ser ordenado ministro, el rico señor, en cuya casa sirviera de tutor, ofrecióle la
capellanía de su capilla particular, en Dunham, donde se le dijo que había "poco trabajo y buen
salario". Poco antes que se le hiciera ese ofrecimiento había visitado el pueblo de Madeley,
lugar no muy grande pero donde prosperaban algunas industrias y minas.
Notó en el pueblo mucha miseria y perdi-ción. La iglesia anglicana del lugar vivía desierta y la
gente no manifestaba ningún interés por las cosas del espíritu. Observó también que
abundaban los despachos de bebidas. Cuando su antiguo amo ofrecióle esa capella-nía tuvo
una idea: la de ofrecérsela al párroco de Made-ley en cambio de su parroquia. Muy
gustosamente éste aceptó el cambio y poco después La Flechère estuvo en su nuevo puesto,
de trabajo.
La respuesta que obtuvo al principio de su ministerio allí fue magra. La gente levantábase tarde
en los días de culto Y por eso no asistía a los servicios religiosos. Pero daban como excusa,
que tomábales mucho tiempo el lavar y arreglar los chicos, de manera que estuviesen listos
para la hora en que comenzaban los ejercicios divinos. Entonces él resolvió el problema
lanzando mano del expediente de ir tem-prano por las calles, tocando una campanilla para que
se levantaran a tiempo.
Además se propuso visitar, asi-duamente de casa en casa, yendo lo mejor que pudo al
encuentro de las muchas necesidades de esa gente, que durante largo tiempo había, vivido en
el abandono.
Por ese entonces ya adquirió dominio de la lengua inglesa y usábala maravillosamente. No era
hombre de alta elocuencia, pero imprimía tal espíritu de piedad y tal sentimiento candoroso en
lo que decía, que sus pala-bras llegaban hondo al corazón de sus oyentes. Un con-temporáneo
suyo dio este testimonio: "Su palabra viva remontábase como vuelo de águila".
A gran costo los oyentes podían retener las lágrimas y sus mensajes eran recordados por
mucho tiempo, pues dejaban una impresión indeleble en las almas. Extremábase en el cuidado
de los pobres, los cuales encontraban en él no solo la mano caritativa, sino el corazón
comprensivo. Una y otra vez llegó a vender los muebles de su casa para ha-cer frente a alguna
necesidad apremiante de sus parroquianos pobres. Atendía con cariño a los niños, a quie-nes
instruía en el catecismo y los cercaba con consejos paternales. Consta que llegaba a reunir
hasta trescien-tos de ellos.
Su salud nunca fue muy buena. Estaba sujeto a acha-ques y al parecer sufría de tisis. Pero, a
pesar de eso, entre enfermedad y enfermedad llevaba adelante su ministerio con dedicación y
cariño. No pasarían muchas semanas en su parroquia antes que viera el premio de sus
esfuerzos. Llenósele la iglesia de gente y muchos encontraron el camino de la salvación y el
sabor de una nueva vida en Cristo.
No solamente mejoró las condiciones de muchas familias, sino que el pueblo todo sintió la
influencia de su piedad y consa-gración. Quedó conocido por toda Inglaterra con el nombre de
"El Vicario de Madeley". Aquellos que le conocieron decían que su sólo aspecto ya infundía
áni-mo y que toda su manera de ser invitaba a una vida más santa.
Juan Guillermo de La Flechère,. a pesar de perte-necer como eclesiástico a la Iglesia de
Inglaterra, nunca perdió su fervor metodista y como ya lo notamos, fue uno de los compañeros
más allegados y fieles' de Juan Wesley. Por la cita de Juan Wesley, que transcribimos más
arriba, vemos que él apareció casi providencialmente en una época de apremiante necesidad.
Wesley, en su' anotación, olvidó decir que en ese mismo día La Flechère recibió su ordenación
de presbítero. El his-toriador Stevens nos hace una clara evaluación acerca de su contribución
al movimiento metodista:
"De allí en adelante, de entre el clero de la Iglesia Anglicana, fue el coadjutor más ardiente de
Wesley, su consejero y compañero de viaje en la itinerancia evangelizadora, un asistente en
sus Conferencias, un campeón de sus puntos teológicos y, sobre todo, un ejemplo santo de
vida y del poder del Cristianismo, así como lo enseñaba el metodismo. Era leído y conocido,
admirado y amado por los metodistas a través del mundo entero, tanto es así que Madeley, su
parroquia, les es tan familiar y la estiman tanto como a la misma Epworth". (3)
Wesley sintió mucho que él se resistiera a aceptar la invitación de substituirle en caso de que él
llegara a faltar. Y por dos motivos no aceptó: por su mala salud y su modestia.
A pesar de que ejerció su ministerio entre la gente humilde, pobre y viciosa, nunca perdió su
contacto con los más ilustrados de su época, gozaba de la misma admiración y prestigio tanto
entre ignorantes como entre sabios.
Casi hasta el fin de su vida mantúvose soltero. En 1770, hizo su primer visita de regreso a
Suiza. En ese viaje pasó por Italia y empeñóse en visitar la vía Appia y en su presencia se
descubrió y arrodilló en homenaje a los cristianos primitivos que por ella habían pasado y dado
su vida en testimonio del Evangelio.
Volvió a su parroquia más animado en el espíritu y más fuerte en el cuerpo, pero en el verano
de 1777 declina nueva-mente su salud, desesperando de curarse. Al final de ese verano volvió
nuevamente a Suiza y permaneció allí hasta 1781. Nuevamente los aires dé su tierra natal
devolviéronle parte de la salud, ya que nunca llegó a curarse del todo. En ese mismo año volvió
a Inglaterra y en el mes de noviembre contrajo matrimonio con María Bosanquet, la cual había
sido una eficiente cooperadora de Juan Wesley y una de las pocas mujeres a quienes
concediera permiso para dirigir la palabra en las reunio-nes metodistas.
María nació de padres pudientes en 1739 y desde tierna edad mostró pronunciada inclinación
hacia la religión. Cuando sólo tenía ocho años de edad ya me ditaba acerca de su salvación
eterna, preguntándose: "¿Qué será eso de que los pecados de uno son perdonados y que
debemos tener fe en Jesús?" Su familia mantenía relaciones con círculos de la alta sociedad y
así tuvo ocasión de conocer la vida placentera y los centros al1istocráticos de las ciu-dades de
Bath y Londres, igualmente que las salas de baile y la ópera, y sin embargo su espíritu religioso
no desmayó. En su casa trabajaba una joven sirvienta que fue alcanzada por el movimiento
metodista. Esta ejerció gran influencia sobre ella y una hermana suya y merece gran crédito por
la resolución que María tomara al adherirse al metodismo.
Después en Londres, en su temprana juventud, entró en contacto con algunos elementos
femeninos metodistas que influyeron en su manera de vivir. Los padres alar-máronse con la
religiosidad de la hija y quisieron lle-varla a un lugar veraniego para tratar de alejar de su mente
lo que, a juicio de ellos, eran "ideas exóticas y extravagantes", pero ella suplicó que no la
llevasen y quedóse con algunos amigos en Londres, quienes alimen-taban sentimientos más
afines a los suyos.
En el seno de esa familia su determinación afirmóse más y más de dedi-carse completamente
a una vida religiosa. 'Un día su padre impacientóse con ella y díjole: "Tengo una pro-mesa
expresa que exigirte y es la de que nunca, en nin-guna oportunidad, ya sea ahora o más tarde,
tientes hacer de tus hermanas lo que tú llamas un cristiano". A eso contestó (ella misma lo
relata): "En concordancia con lo que considero ser la voluntad del Señor, no oso consen-tir en
tal cosa".
El padre entonces replicó: "En tal caso me obligas a que te eche de mi casa". A lo que
respondió "Está bien, señor, y de acuerdo con su manera de ver las cosas, entiendo su actitud.
Por mi parte me guardaré de provocar un ambiente desagradable". Y cuando alcanzó la
mayoría de edad, estando en posesión de una pequeña fortuna por derecho de herencia,
abandonó el hogar. Con el consentimiento. de sus padres establecióse en compa-ñía de su
sirvienta y en un sitio algo alejado de su ante-rior morada. Allí dedicóse a la vida religiosa a la
que tanto aspiraba y, exceptuando lo que reservaba para su modesto sostén, distribuía todas
sus entradas entre algu-nas viudas pobres.
De ese entonces en adelante pasó su vida en sencillez, profundizándose en la piedad y
extremándose en su acti-vidad benevolente. Púsose a disposición de las "Socieda-des
Metodistas" de Londres y fue un alto exponente de la manera de vivir, pensar y creer de los
Wesley. Muchas habían sido ya las actividades que ejerciera, cuando se casó con Juan de La
Flechère. Los historiadores dicen que nunca antes dos almas tan gemelas vivieron bajo un
mismo techo. El poeta Roberto Southey da el siguiente parecer; “Es mujer profundamente
apropiada para él en edad, temperamento y talentos" (4)
Fue constante com-pañera de su esposo en todos sus menesteres pastorales, secundándole
en todas las jiras evangelísticas y sostenién-dole en su débil salud. Escribiendo a Carlos
Wesley sobre su casamiento, después de poco más de un año de casados, La Flechère le
dice:
"Yo tenía miedo al principio de decir mucho sobre este particular, porque los recién casados no
se cono-cen debidamente uno al otro, pero habiendo vivido en mi nuevo estado por estos
catorce meses, puedo decirle que la Providencia reservó para mí un premio y que mi esposa es
mucho mejor para mí que la Iglesia para Cristo, de tal manera que si el parale-lismo falla será
por mi causa". (5)
Con la publicación de las Actas de la Conferencia Anual reunida en Londres, en 1770, surge
una nueva controversia con los elementos calvinistas. Estos habían interpretado algunas
aseveraciones de las mismas como si abogasen "la salvación por medio de las obras" y no por
la sola fe, poniendo el grito en el cielo diciendo que se habían apartado por completo de la
sana doctrina. Realmente lo que la Conferencia quiso subrayar era la necesidad de que la fe
debería ser confirmada por una vida pura, dedicada al bien.
De este incidente que al principio parecía una cosa sin importancia, desatóse una controversia
que duró largo tiempo y Juan Guillermo de La Flechère convirtió se en el defensor de la tesis
doctrinaria del metodismo arminiano. Lo hizo con altura y profundidad en cartas y folletos que
después fueron reunidos en cinco volúmenes llamados: "Cheeks to Anti-nomianism", en los que
se esforzó por exponer lo que consideraba ser la esencia del Evangelio, sin herir
sus-ceptibilidades. Juan Wesley hace el siguiente comentario acerca de esas publicaciones:
"Uno no sabe qué admirar más: si la pureza del lenguaje o la fuerza y la claridad del argumento
o la gentileza y dulzura de espíritu que se desprende de todo esto." (6)
Como resultado de esta controversia Lady Huntingdon despidió al metodista arminiano José
Benson de la dirección del colegio Trevecca, en virtud de su negativa en aceptar la doctrina de
la predestinación absoluta. Ante esa actitud de la condesa, la que había sido también
responsable de llamar la atención del contenido de las actas de 1770, La Flechère, elegido a la
sazón presidente de la Institución, envióle la renuncia de su cargo, diciéndole entre otras cosas
que:
"El Sr. Benson hizo una defensa muy justa cuando dijo que conmigo sostenía la posibilidad de
salva-ción para todos los hombres y que' la misericordia es ofrecida a todos, aunque puede ser
recibida o rechaza-da. Si esto es lo que su señoría identifica como opinión del Sr. Wesley, libre
albedrío o arminianismo, y si todo arminiano tiene que dejar el colegio, de hecho estoy
igualmente despedido. Ante mi actual punto de vista en esta cuestión véome obligado a
mantener este sentimiento, si en verdad la Biblia es verdadera y Dios es Amor." (7)
El mantúvose en ese cargo durante dos años y de tarde en tarde visitaba la escuela para
quedarse allí por algu-nos días y platicar con los alumnos. De estas visitas, tene-mos este
testimonio de Benson:
"El lector me perdonará si piensa que estoy exce-diéndome, pero mi corazón se' ilumina
mientras escribo. Esto es lo que yo veía: ¿qué diré?, ¿un ángel en carne humana? No me
extralimitaría mucho de la verdad si así lo dijera. En verdad yo veía ante mí a un descendiente
del caído Adán tan completa-mente restaurado de las consecuencias de la caída, que aunque
con el cuerpo estuviera atado a la tierra, sin embargo toda su conversación era de los cielos y
su vida estuvo día tras día escondida con Cristo en Dios. Oración, loor, amor y consagración,
todo eso ardiente y elevado muy por encima de; lo que comúnmente juzgamos ser posible
alcanzar en este nuestro estado de flaqueza, eran los elementos por los cuales vivía
constantemente.
Las lenguas, las artes, la ciencia, la gramática, la lógica y aún las mismas divinidades eran
puestas de lado, cuando él aparecía en el aula entre los estudiantes. Estos raramente le
escuchaban por mucho tiempo sin que brotaran lágrimas de sus ojos, y sin que cada corazón
se encendiera con la llama que ardía en su alma." (8)
Tal vez sea conveniente decir que después de seis años de controversia, los dos grupos se
reconciliaron recono-ciendo que, a pesar de sus diferentes puntos de vista teológicos, estaban
trabajando para la misma causa y que de cierto habíanse excedido en su celo, y. expresiones.
En conexión con este hecho, es reconfortante recordar aún que Fletcher poseía un exquisito
espíritu ecuménico, para quien lo más' importante no era pertenecer a ésta o aquella
denominación sino tener el espíritu de Cristo en la vida y en el alma. Una declaración suya,
acerca de su actitud para con sus colegas de otras denominaciones, nos revela ese su espíritu:
"¡No permita Dios que yo excluya de mi afecto fraternal y de mi asistencia ocasional, a
cualquiera de los verdaderos ministros de Cristo, porque él eche sus redes del Evangelio con
los presbiteriano s o con los independientes o con los cuáqueros o con los bautistas! Si ellos no
me desean buena suerte en el Señor, yo se la desearé. Ellos. pueden excomulgarme si sus
prejuicios les compelen a eso, pueden levantar si quieren muros de separación entre ellos y yo
pero por el poder de mi Señor, cuyo amor es tan ilimitado como su inmensidad, saltaré por
encima de sus mu-ros." (9)
La muerte lo sorprendió el 14 de agosto de 1785, sola-mente cuatro años después de su
enlace matrimonial. Su salida de este mundo fue tan gloriosa y luminosa como su propia vida.
Su esposa acompañóle cariñosamente en su lecho de muerte, vigilándole minuto tras minuto y
bebiendo de sus labios sus Últimas palabras hasta que ya no pudo hablar más. Durante sus
últimos días, en medio del dolor, abuse de vez en cuando estas exclamaciones: "¡Dios es
amor! ¡Proclamadlo, proclamadlo fuerte! ¡Oh, que una ola de alabanza se extienda hasta los
confines de la tierra!"
Su espíritu arminiano, el de que el amor de Dios está siempre permanente y activo,
acompañóle hasta los Últimos momentos de su vida. En el Último día, cuan-do estaba
agonizando, los pobres que él había socorrido, vinieron de todas partes deseando vede por
última vez y dejaron que pasasen frente a la puerta del dormitorio donde yacía para que diesen
una postrera mirada a su rostro.
No pudiendo hablar más, su esposa inclinándose sobre él, díjole: "Conozco tu alma, pero por
amor a los demás, si Jesús está muy cerca de ti, levanta tu mano derecha". Inmediatamente la
levantó. Otra vez ella ha-blóle diciendo: "Si las perspectivas de gloria se abren ampliamente
sobre ti, repite la señal". Instantáneamente la levantó otra vez y pasado medio minuto, una vez
más.
Acto seguido levantóla tan alto como si quisiera alcanzar la cabecera de la cama. Después de
eso sus manos no se movieron ya y com o si estuviera durmiendo, murió. Juan Wesley dejó
este comentario acerca de su vida:
"Muchos hombres ejemplares, santos en la vida y el corazón, he conocido durante ochenta
años de vida, pero igual a él no he conocido ninguno tan consa-grado a Dios tanto
interiormente como exteriormen-te, un carácter tan sin tacha en todo respecto. No he
encontrado ni en Europa ni en América, tampoco espero encontrar otro igual en es te lado de la
eter-nidad." (10)

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(l) Citado por Schofield, C. E. "La Iglesia Metodista ", pág. 131.
(2) Stevens, A., Op. Cit., Vol. I, Pág. 365.
(3) Stevens, A., Op. Cit., Vol. 1, pág. 367.
(4) Southey, R., citado por Stevens, A., Op. Cit., Vol. 11,
(5) Wesley, C., citado por Stevens, A., Vol. II, págs. 270-27l.
(6) Wesley, citado en "A New History of Methodism", Vol. I, págs. 319-320.
(7) Citado por Stevens, A., Op. Cit., Vol. II, pág. 37.
(8) Citado por Stevens, A., Op. Cit., Vol. 1, pág. 425.
(9) Citado por Stevens, A., Op. Cit., Vol. II, pág. 272..
(10) Citado por Stevens, A., Vol. II, pág. 274.
CAPÍTULO OCTAVO.

EL DE LAS ALAS DE AGUILA


"Ansío tener las alas de un águila
y la voz de una trompeta, para poder
proclamar el Evan-gelio por los
cuatro puntos cardi-nales de la tierra".
Tomás Coke.

Durante la Conferencia Anual que Juan


Wesley pre-sidió en Leeds, Inglaterra, en
agosto de 1778, hallábase presente por
primera vez, en una reunión como ésa, un
hombre que vendría a figurar en los anales del
movi-miento metodista como uno de sus
actores principales. Su nombre era Tomás
Coke, doctor en leyes. Esa no era, sin
embargo, la primera vez que él entraba en
contacto con los metodistas. Antes de eso,
había estado relacionado con Tomás Maxfield
(de quien hablaremos más adelan-te), que fue
el primer predicador laico metodista y quien le
habló de la naturaleza de la religión que
abrazara mu-chos años ha. Y después entró
en contacto con otros que habían sido
alcanzados por el metodismo wesleyano.
Esos contactos lleváronle a modificar su propia religión y siendo además de doctor en
leyes un ministro de la Igle-sia Anglicana, empezó a predicar a la manera metodista. Lo
interesante en el caso de Coke es que fue llevado a una vivencia más espiritual de la
religión cristiana a través de la instrumentalidad de laicos, los cuales en su sencilla pero
profunda fe, tuvieron el poder de mostrarle algo que no encontrara a través de la
teología formal de su Iglesia.
La decisión de volcar su interés religioso con los meto-distas, aunque no hubiese tenido
aún ocasión de encontrarse con Juan Wesley, obligáronle muy temprano a habérselas
con las autoridades eclesiásticas. Las obras de Juan de La Flechère y los sermones de
"Wesley hiciéronle tan grande impresión, que le compelieron a modificar
completamente el contenido y la forma de su predicación, con tal osadía que llegó a
ejercer su ministerio fuera de las paredes de la iglesia.
Además introdujo el canto de himnos en la congregación y empezó a predicar
"extempore". Fue amonestado por el obispo de la ciudad de Bath y Wells y su superior
en la parroquia lo despidió. Los parroquianos lo amenazaron con apedrearlo. Hasta que
finalmente le expulsaron de la iglesia. Por toda con-testación predicó en la calle, cerca
de la iglesia. Volvió a predicar al aire libre al domingo siguiente y con gran dificultad
pudo salir ileso de la muchedumbre que quiso apedrearle. Un joven y su hermana
hiciéronle de escudo para defenderlo.
Finalmente vióse obligado a salir del lu-gar llamado Petherson, donde iniciara. su
ministerio. En ese día las campanas del pueblo fueron echadas a vuelo para celebrar
su expulsión y el metodismo ganó para siempre a aquél que, después de Wesley, sería
su figura más señera. Juan Wesley escribió lo siguiente en su Diario, bajo la fecha
agosto 13 de 1776:
"Aquí (en Kingston) encontré al Dr. Coke, que a propósito viajó veinte millas para
encontrarse con-migo. Tuve una larga conversación con él y desde ese instante se
inició una verdadera comunión que espero no termine nunca". (1)
Y su deseo se cumplió. Juan Wesley estaba poniéndose ya muy anciano y anhelaba
encontrar quién pudiese coadyuvar con él en la administración de una obra que había
ido mucho más allá de sus posibilidades. Como anteriormente vimos él puso sus
miradas en La Flechcre, pero no pudo concretado. No cejó en su empeño de bus-car
algún otro, pero sus esfuerzos resultaron infructuosos. Ahora era Dios el que ponía a
su alcance al hombre que tanto deseara y necesitara.
Antes de proseguir, diremos algo más sobre sus ante-cedentes. Nació en el pueblo de
Brecon en el año 1747, en el país de Gales. Era hijo único de padres pudientes. estudió
en la Universidad de Oxford, habiéndose matriculado en el colegio de "Jesús" el 10 de
junio de 1770. Fue ordenado diácono y tres días después recibió el título de Maestro en
Artes, El 23 de agosto de 1772 fue orde-nado presbítero. En junio de 1775 recibióse de
doctor en leyes civiles. Al dedicarse al ministerio fue nombrado vicario de la parroquia
de South Petherston, quedándose allí hasta ser expulsado por los motivos ya
mencionados. En ese puesto extremóse en celo, de tal manera que llamó la atención
de sus parroquianos.
Pronto la iglesia fue pequeña para contener la asistencia. Apeló reiterada-mente al
directorio de la congregación ("vestry") para que pusiera una galería que suplementara
la capacidad del templo ante la creciente asistencia a los servicios reli-giosos, mas su
pedido fue rechazado. Entonces hizo colocarla por su propia cuenta.
Esa su determinación ya es una revelación del carácter de ese hombre, para quien
pareciera no existir la palabra "imposible". Naturalmen-te, tenía al alcance de su mano
recursos materiales pro-pios, que con frecuencia ayudáronle a solucionar proble-mas
que de otro modo hubiérale sido difícil, sino impo-sible. Trajo al servicio del metodismo
una mente erudita, una fuerza de voluntad inquebrantable y una asombrosa amplitud
de miras, además de un potencial económico muy providencial.
Su primer nombramiento fue hecho por la Conferencia de 1778, como uno de los
ayudantes de Juan Wesley. Su ascendente trayectoria en el seno del metodismo fue
rá-pida. En 1780 ya le encontramos itinerando extensa-mente y predicando sin cesar.
Bajo la dirección de Wesley visitaba las Sociedades tratando de informarse en cuanto a
su crecimiento y problemas, con el propósito de mejo-rar su eficacia. Esa itinerancia
duraría casi sin interrup-ción, hasta el día en que las aguas del océano Índico lo
recibieran en su seno para guardar celosamente sus restos.
Ya en 1782 le encontramos en Dublín, Irlanda, presi-diendo por orden de' Wesley la
Conferencia de predica-dores irlandeses. La primera 'en esa isla Uev6se a cabo en
1752 y Juan Wesley la había presidido por treinta anos con intervalos de dos o tres
años. Pero, a partir de 1782, la Conferencia comenzó a reunirse anualmente.
Por mu-chos años el Dr. Coke visitó anualmente Irlanda para presidir sus Conferencias.
A la vez ejerció su ministerio a lo largo del resto de Gran Bretaña, esto es: Inglaterra,
Escocia y el país de Gales. En 1781 cruzó por vez primera el Atlántico para pisar tierras
americanas. De allí en ade-lante surcaría esas mismas aguas del Atlántico otras
diecisiete veces. En total realizó nueve viajes de ida y vuelta, todos por su propia
cuenta.
Hicimos referencia a su primer viaje a América en 1784. Esa fecha marca en la historia
del metodismo un hecho trascendente, pues que en ese año fue formal-mente
organizada como denominación la primera iglesia metodista del mundo. En la llamada
"Conferencia de Navidad" (Christmas Conference), que abrió sus sesio-nes en la
víspera de la fecha en que se celebra el naci-miento de Cristo, reconociese de hecho la
separación del metodismo americano de su congénere en las Islas Británicas.
Como se recordará, en 1776 las trece colonias originales del país que comprende lo
(pie hoy es Estados Unidos, proclamaron su independencia. Y al separarse
políticamente rompiéronse también los lazos con la Igle-sia de Inglaterra, la cual estaba
íntimamente ligada al estado inglés. Ahora. que el gobierno inglés ya no tenía nada que
ver con la nueva nación, tampoco la Iglesia Oficial.
De este modo, Juan Wesley juzgó que la única forma capaz de dar estabilidad a la obra
metodista en el nuevo mundo (obra que veníase llevando a cabo desde i766), seria la
de constituida en grupo independiente y darle gobierno, ministerio, leyes eclesiásticas y
ritual, tales que le garantizaran vida propia. Para llevar a cabo esa misión escogió al Dr.
Tomás Cake, a quien llamaba su "mano derecha".
Aunque la obra de los Estados Unidos empezara en la fecha ya indicada, debido a las
guerras de la Indepen-dencia no quedó en las antiguas colonias inglesas ningún
ministro metodista ordenado de procedencia inglesa. Pero sí Francisco Asbury, quien
jamás había recibido ordenación, a pesar de que actuaba en calidad de predicador
itinerante desde muchos años.
Los clérigos de la Iglesia Anglicana en América, al avecinarse el movimiento de la
independencia, también dejaron en casi su totalidad el país, de manera que las
condiciones espirituales de am-bos grupos estuvieron a merced de las contingencias
por largos años.
Asbury consiguió mantener a sus compañe-ros sujetos a la supervisión de Wesley,
aunque por mucho tiempo no hubo comunicación con él. Hombre acostum-brad9 a la
disciplina, no concebía que un pastor sin ordenación pudiese celebrar la Santa Cena y
por esto vigilaba sobre sus compañeros metodistas para que no lo hiciesen e insistía,
principalmente con los que se oponían a su criterio, a que buscasen la ayuda de los
pocos ministros ordenados que quedaban en las ex colonias.
Por lo visto, ese estado de cosas no era satisfactorio bajo ningún punto de vista.
Cuando se reanudaron las comunicacio-nes, enviáronse a Wesley insistentes pedidos
para que enviase predicadores ordenados a· América, donde en el año 1784 los
metodistas ya eran quince mil y sus predi-cadores itinerantes no ordenados sumaban
ochenta y tres.
Juan. Wesley tentó sin éxito por dos veces convencer al obispo Lowth a ordenar, por lo
menos, a dos predi-cadores para enviarlos a América. Entonces viose obliga-do a
recurrir a una medida extrema, justificando su acción en la tesis de que según el Nuevo
Testamento no hay diferencia entre el presbítero y el obispo, sino en el ejercicio de sus
funciones. Nos acordaremos que un ante-pasado suyo ya había sostenido esa misma
tesis. Por lo tanto decidió ordenar él mismo a algunos de sus predi-cadores itinerantes;
con la asistencia de otros presbíteros. Esto acaeció en la ciudad de Bristol en 1781.
Uno de los que fueron ordenados, el Rev. R. Whatcoat, recuerda en su Diario:
"Septiembre 1 de 1784. El Rey. Juan Wesley, Tomás Coke y James Creighton,
presbíteros de la Iglesia de Inglaterra formaron un presbiterio y orde-naron a Ricardo
Whatcoat y Tomás Vasey diáconos y el 2 de septiembre, por las mismas manos, R.
Whatcoat y T. Vasey fueron ordenados presbí-teros y Tomás Coke, doctor en leyes,
superintendente para la Iglesia de Dios baja nuestro cuidado en América del Norte." (2)
Juan Wesley ratificó este su proceder escribiendo más tarde una carta circular que
comienza así:
"Visto que nuestros hermanos americanos están ahora completamente
desembarazados, .tanto del estado como de la jerarquía eclesiástica inglesa, nosotros
no osamos enredarnos nuevamente tanto con uno como con el otro. Ahora están con
plena libertad de ceñirse tan sólo a .las Escrituras y a la Iglesia Primitiva. Y nosotros
juzgamos que lo mejor es que ellos permanezcan firmes en aquella libertad con que
Dios hízoles de esa manera providencialmente tan libres."
El título de superintendente usado para el Dr. Coke, fue cambiado en América por el de
obispo, porque los hermanos allí dijeron que según las Escrituras, el uso del término
obispo era más apropiado que el otro. En las actas del año 1785 de la Conferencia de
ministros en América, se halla la siguiente nota:
"Como los traductores de nuestras versiones de la Biblia han usado la palabra inglesa
"obispo" en vez de "superintendente", pensamos que sería más conveniente según las
Escrituras adoptar el término obispo." (3) .
De esta manera Tomás Coke vino a ser el primer obispo de la Iglesia Metodista en el
mundo entero. Y por cierto que fue digno de esa distinción y su obra lo justificaría. Es
de notar que Wes1ey no hubiera llegado a tal extremo si no fuera porque la necesidad
lo obligó y al doblegarse ante la necesidad, sintió el deber de justificar su acción como
para darle carácter y fuerza de legalidad.
La misión del Dr. Coke en los Estados Unidos consistía en organizar a los metodistas
en cuerpo separado, que en un principio se adecuaría, con ligeras modificaciones, a las
leyes canónicas y a la liturgia de la Iglesia Anglicana, pues parecíale a Juan Wesley
que eran las mejores que él podía ofrecerles de entre todas las demás liturgias y
formas de gobierno eclesiástico. Además, iba con poderes como para ordenar a tantos
ministros itinerantes cuantos estuviesen en condiciones de serlo y de consagrar cual
superintendente juntamente con él a Francisco Asbury, quien fue el líder natural del
grupo americano.
Cuando el Dr. Coke se apersonó a Asbury en Amé-rica, éste rehusó aceptar como
terminantes y finales las órdenes de Juan Wesley. Propuso que se convocara a una
Conferencia a todos los predicadores para que ellos mismos, después de haberse
enterado de la resolución de Juan Wesley, tomasen las determinaciones que mejor les
pareciera. Sólo si sus colegas americanos estuviesen de acuerdo en elegirle
superintendente, aceptaría tan alta responsabilidad.
Fue despachado entonces Freeborn Garrettson, uno de los predicadores itinerantes de
ma-yor influencia entre sus compañeros, el cual salió a todo galope para convocar a los
predicadores de América que pudiera encontrar para una Conferencia General en la
ciudad' de BaItimore, Maryland. En ella se resolvería el destino futuro del metodismo
americano y se realiza-ría la elección de los que habrían de asumir la dirección de la
flamante iglesia. (4) Esa fue la tan mentada Con-ferencia de Navidad.
De los ochenta y tres predicadores estuvieron presen-tes cerca de sesenta y eligieron
por unanimidad a Cake y Asbury como superintendentes conjuntos del meto-dismo
americano. En el segundo día de la Conferencia, día de Navidad, Asbury fue ordenado
diácono por Cake, asistido por Whatcoat y Vasey. Al día siguiente fue ordenado
presbítero y al otro, consagrado superintendente.
En el servicio de consagración participó tam-bién el Rev. Felipe Otterbein, un ministro
alemán, gran admirador y amigo personal de Asbury. En esa misma conferencia fueron
ordenados quince diáconos de los cuales trece fueron ordenados presbíteros. Dos de
éstos fueron enviados a Nova Escocia respondiendo a un lla-mado de allí, y otro a
Antigua, en las Islas Occidentales.
El nombre adoptado por la nueva organización fue "Methodist Episcopal Church"
(Iglesia Metodista Epis-copal). La Conferencia adoptó el primer libro de disci-plina
eclesiástica que, en substancia, era el mismo ya existente para todo el metodismo y
llamado: "Enlarged Minutes" (Actas Ampliadas), con adaptaciones para las
necesidades de Norte América. Definiéronse los debe-res de los predicadores, fijóse el
salario de los mismos y estableciéronse dos fondos: uno para el sostén minis-terial y
otro para los gastos generales de la obra.
Es interesante conocer algo del carácter del Dr. Coke y acompañarle en su primer viaje
a América, que dura-ría diversas semanas. A pesar de la rudeza del cruce del Atlántico
en barcos tan frágiles, ocupó el tiempo en estudios y regocijóse de tener tan largo
tiempo a su disposición para ello. Con los incesantes viajes y jiras que tenía en Gran
Bretaña, jamás ofreciósele oportunidad tan propicia para lecturas prolongadas, de
modo que pudo dedicarse a sus anchas a la lectura, "tragan-do" una serie de libros y
entre ellos a Virgilio. Anotó en su Diario:
"Puedo decir en sentido mucho mejor que él (Virgilio) ¡Deus nobis haec otia fecit,
Nanque erit Hill mihi semper Deus!" (¡Dios hizo estas horas de ocio para nosotros.
Desde ahora él será mi Dios para siempre!) (5) *
Realmente no fueron horas de ocio, sino de estudio y meditación en preparación para
la tarea que le espe-raba en la otra orilla del Mar. Esa su disposición revé-lase
principalmente por otras notas de ese mismo Dia-rio, bajo fecha 24 de septiembre de
1784:
"Entretúveme leyendo la vida de Francisco Ja-vier. ¡Oh quién me diera tener un alma
como la suya, pero gloria sea a Dios que nada hay imposible para él! ¡Ansío tener las
alas de un águila y la voz de una trompeta, para poder proclamar el Evangelio por los
cuatro puntos cardinales de la tierra!... Martes 28.... Durante estos últimos días he
estado leyendo la vida de David Braynerd. ¡Oh, que yo pueda seguirle como él siguió a
Cristo! Su humildad, su renunciamiento, su perseverancia y su celo ardiente por Dios,
son en verdad ejem-plares... Lunes 4, octubre. Terminé de leer la vida de David
Braynerd" (6)
Desde que comenzó a viajar fuera de las Islas Britá-nicas, no cejó en sus
peregrinaciones por el mundo. En 1786, en su segundo viaje a América, fue a dar en la
isla de Antigua dejado por el capitán del navío, que casi lo arroja por la borda en
ocasión de una furiosa tempestad que puso en peligro de naufragio al barco. ¡Tomó al
Dr. Coke como a un nuevo Jonás, causante de la tempestad! Y aunque no llegó a
arrojarlo al mar, tiró por la borda todos sus libros y manuscritos.
En Antigua el Dr. Coke encontróse con un tal Juan Baxter, carpintero naval, quien
estaba a cargo de una sociedad metodista de más de mil quinientos miembros, todos
de raza negra con excepción de diez. Esa sociedad había tenido sus principios en 1760
por iniciativa de un abo-gado llamado Natanael Gilbert, un plantador de esa isla, el cual
comenzó las reuniones en su propia casa. El y dos de sus esclavas habían oído a
Wesley en Ingla-terra, en enero de 1758. Esas esclavas, de origen afri-cano, fueron las
primeras personas de color que Juan Wesley bautizara y el principio de una obra entre
los africanos que se extendería en diversas partes del globo.
El Dr. Coke, en ese viaje iba con destino a Nova Escocia, conjuntamente con tres
misioneros, pero en vista de que no pudo llegar por la tempestad y encontró un grupo
tan numeroso de creyentes en Antigua, resolvió dejar esos misioneros allí. Baxter había
arribado en 1778, enviado por. el gobierno inglés para trabajar en obras navales,
encontrando los remanentes de la socie-dad establecida por Gilbert, que se habían
conservado en la fe principalmente por el celo de dos mujeres afri-canas.
El Dr. Coke, al encontrarse con Baxter, convenciólo a que dejase su trabajo con el
gobierno y se entregara completamente a la tarea evangelística. El doctor y sus
misioneros fueron de isla en isla predicando y estable-ciendo sociedades. No podemos
acompañar al Dr. Cake en todos sus viajes dentro de los límites que nos hemos
impuesto en estos estudios, pero lo ya relatado nos da una idea de su espíritu celoso y
evangelizador.
Ya mencionamos que Juan Wesley consideraba al Dr. Cake como su mano derecha.
Con el desarrollo que logró el movimiento metodista, Juan Wesley vióse en la
obligación de ir adquiriendo propiedades para albergar a las sociedades que iban
surgiendo, de manera que en muchos lugares se levantaron capillas o se refaccionaron
fincas para lugares de culto. Pero no se tenía ninguna seguridad de que con la muerte
de Juan Wesley esas propiedades pudiesen continuar en manos de los meto distas, lo
que podría poner en peligro la estabilidad del movimiento, pues las mismas podrían
pasar a manos del Estado.
Hacía falta por lo tanto que esa entidad no oficializada, a la que Juan Wesley llamaba
la "Conferen-cia" y que consistía de una asamblea anual que reunía en consulta a los
predicadores, se constituyera con perso-nería jurídica, a fin de que asegurara una
continuidad legal y permitiera poseer propiedades. Fue el Dr. Coke quien sugirió la
conveniencia de conseguir para esa Con-ferencia la personería jurídica y el que
preparó el instru-mento legal que se adoptaría.
Fue llamado "Deed of Declaration" (Acta de Declaración), por el que dábase poder de
depositarios de las propiedades, a la muerte de Juan Wesley, a cien predicadores de la
Conferencia Anual. Ese cuerpo legal ha subsistido a través de los años, llenándose en
cada caso los claros que se verifican. De esta manera garantizóse en Inglaterra la
continuidad del. movimiento que en 1797 se constituyó en Iglesia, habien-do sido
anteriormente sólo las Sociedades Unidas bajo la dirección de Juan Wesley.
Además de las características ya señaladas, menciona-remos dos más que nos
parecen también de mucha impor-tancia para revelamos su carácter ecuménico y
liberal. Cuando fue a América del Norte por primera vez chocóle ver el estado en que
yacían los esclavos africanos traídos por navíos negreros desde el África. Su ánimo
rebelóse al ver ese estado deplorable y predicó con vehemencia desde los púlpitos
contra la denigrante institución de la esclavitud.
Esto acarreóle enemistad de parte de aquellos que se beneficiaban con el tráfico y la
explotación de los esclavos aun mismo dentro de la comunidad meto-dista. Hasta el
fin/de su vida tanto en Inglaterra como en otras partes, no cejó de levantar su voz de
protesta contra este abuso abominable.
Hicimos referencia a su actividad en la isla Antigua y en otras de las de Sotavento.
Durante esa jira encariñóse sobremanera con la raza africana y se despertó en él un
deseo poderoso de extender su ministerio hasta el África. En su Diario escribe:
"Desde mi visita a las islas (las de las Indias Occi-dentales), encontré que tengo un don
especial para hablar a los negros". Paréceme una cosa irresistible. ¿Quién sabe si el
Señor no está preparándome para una visita en algún tiempo futuro a las costas de
África?". (7)
De ese deseo suyo nacería la obra misionera que la Iglesia Metodista de Inglaterra
empezaría en aquel con-tinente.
La otra característica es su amor por la libertad. En 1779 fue con Asbury a felicitar al
primer presidente de los Estados Unidos, George Washington, en el nombre de la
Iglesia Metodista Episcopal de ese país. La nota que llevaron comenzaba así:
"Nosotros, los obispos de la Iglesia Metodista Episcopal, conjunta y humildemente
solicitamos en nombre de nuestra Sociedad vuestra atención, a fin de poder expresar
los cálidos sentimientos de nues-tros corazones y de presentar ante V. E. nuestras
sinceras congratulaciones con motivo de su nombra-miento a la presidencia de estos
Estados ... " (8)
Este paso significó un gran disgusto para sus hermanos de Inglaterra, los cuales le
amonestaron por hallar que en su calidad de súbdito británico no le correspondía tal
manifestación y aprobaron unánimemente un voto de censura contra su carácter. A
pesar de eso el Dr. Coke dio su informe sobre la obra misionera que llevara a cabo y
¡no pudieron sino escucharle con interés!
Sin embargo la mayor obra del Dr. Coke consistió en m pasión misionera, tanto así que
se le apodó con la designación de "Ministro de Relaciones Exteriores del Metodismo".
Ya hicimos referencia a unos pocos de sus viajes. Es realmente una historia
extraordinaria la que pasa ante nuestros ojos cuando repasamos las memorias que
este hombre dejó en su Diario. Como dijimos, era hijo único de una pudiente familia,
además casóse dos veces y ambas con mujeres adineradas que tenían su mismo
espíritu, tanto en fervor religioso como en generosidad.
En realidad fue el "Consejo de Misiones" del metodismo primitivo: el que formulaba los
planes, el que los ejecu-taba y el que asumía la responsabilidad mayor por los gastos.
Comprometíase con 10 suyo para cubrir todo lo que hiciese falta para la obra que se
iba llevando a cabo en diferentes partes del mundo. Por ejemplo, publicóse en 1794 un
informe sobre las entradas y salidas que se habían registrado durante el año
precedente para la obra misionera y en el mismo él aparecía como acreedor de una
suma equivalente a mil cien dólares, por anticipos que diera para hacer frente a los
gastos. Terminó por donar toda esa suma a la Causa.
No contento con sus incesantes viajes por Inglaterra, Escocia, Irlanda, País de Gales,
América y las islas ingle-sas del Caribe, llamadas Indias Occidentales, hacia el final de
su carrera vivió obsesionado por abrir una obra misionera en la India. En. 1813
compareció ante la Con-ferencia Anual en Inglaterra, suplicando a sus hermanos que le
enviasen, junto a otros misioneros, a ese punto distante, con el cual había estado en
contacto por correspondencia que mantuviera a lo largo de muchos años.
A la Conferencia Anual parecióle su plan misionero a la India una cosa descabellada e
imposible de llevarse a cabo, especialmente por la erogación financiera que eso
implicaba. Además de eso, obraba contra el plan la oposición de los que en Inglaterra
mantenían intereses comerciales en la India y que no deseaban que la influen-cia del
Evangelio viniese a perjudicarles económicamente. A su vez algunos amigos trataron
de disuadirlo debido a su edad de que cumpliera este propósito. Contaba entonces 66
años y su salud era pobre. A un amigo, que le escribiera queriendo convencerlo a que
renunciara a sus designios, contestó:
"Estoy muerto para Europa y vivo para la India. El mismo Dios me ha dicho: 'Ve a
Ceilán'. Prefe-riría antes que no ir ser arrojado desnudo a sus costas y sin un amigo.
Estoy aprendiendo la lengua portu-guesa continuamente." (9)
Cuando la Conferencia Anual finalmente desechó su proyecto, él volvió a su aposento
llorando de desespera-ción por las calles. Pasó casi toda la noche en lágrimas y
orando. Un misionero amigo suyo que le había acompañado la noche anterior, encontró
a la ma-ñana siguiente la cama tendida así como en la víspera. Realmente el Dr. Coke
no se había acostado y cuando volvió a la sala de sesiones hizo una apelación
conmovedora y patética para que la Conferencia revocara su anterior decisión.
Nuevamente ofrecióse a sí mismo para ir, además puso a disposición de la misma una
suma igual a treinta mil dólares para hacer frente a los gastos. Ante ese dramático
ofrecimiento, escudado por el apoyo de algunos amigos, la Conferencia ya no pudo
resistir. ¡Hubiera, además, parecido ser una oposición a la misma voluntad de Dios!
Finalmente se votó autorizándolo a ir y a llevar consigo otros siete compañeros, uno
para África del Sur y los otros para la India. Regresó a su aposento llorando ahora de
alegría y diciendo al mismo misionero que acompañárale el día anterior: “¿No te había
dicho que Dios respondería a nuestras oraciones?"
El 30 de diciembre de 1813 el Dr. Cake y los otros misioneros partieron hacia la India.
El viaje fue demasiado largo para el anciano y enfermo visionario; Muchas tempestades
habían azotado al convoy en que iban y en la mañana del 3 de marzo de 1814 cuando
estaban cerca de la meta, el sirviente que llamó a su puerta a las cinco y media, hora
en que siempre se levantaba, no recibió contestación. El Dr. Coke yacía extendido en
el suelo del camarote. Sobre su rostro dibujábase todavía una sonrisa. Parece que se
levantó para llamar por socorro y que quedó sin vida tras un golpe apoplético.
El seno de las olas recibieron el cuerpo del gran misio-nero. Los soldados que estaban
en el barco fueron alinea-dos para prestarle el postrer homenaje mientras que la
campana del barco tocaba tristemente el adiós. Todos los pasajeros y tripulantes
asistieron en patético silencio a la ceremonia de su sepultura, en la hora en que el sol
tra-montaba sobre las aguas. Alguien dijo que el cuerpo de un alma tan grande
solamente podía tener por sepultura un lugar tan inmenso como el océano. Su obra no
tra-montó con el tramontar de ese día.
A pesar de que sus compañeros quedaron consternados con su muerte, prosiguieron
en la empresa. Y plan-taron en esas tierras lejanas la simiente de la fe, que con los
años produciría frutos permanentes y abundantes. Cuando recibióse en América la
noticia de su muerte, la Conferencia Anual pidió que F. Asbury predicase el sermón en
memoria del extinto. Su antiguo colega recordó la ocasión en su Diario:
"Domingo 21 de junio de 1815. Por voto de la Conferencia ayer prediqué el sermón en
memoria del Dr. Coke -benévolo de mente y alma, de la ter-cer rama del metodismo de
Oxford- un gentil-hombre, un erudito y para nosotros un Obispo. Como ministro de
Cristo, fue en abnegación, en labores y en obras, el hombre más grande del último
siglo."
Mayor tributo que el que le rindiera Asbury no pode-mos hacerle nosotros. No sólo fue
el hombre más sobre-saliente de su época, entre los que Dios levantó en el seno del
movimiento metodista, sino que su figura aún nos desafía a que no cejemos de ir
"hasta los confines de la tierra" en obediencia al mandato de Cristo de "Id y predicad el
Evangelio a toda criatura."
----------------------------------------------------------
(1) Citado por Stevens, A., Op. Cit., Vol. II, pág. 187.
(2) Citado por "A New History of Methodism", Vol. I, pág. 231.
(3) De las Actas de la Conferencia Anual de los Estados Unidos de 1785, pág. 50.
(4) Para mayores detalles ver Diario de Asbury, de fecha 14 de enero de 1784.
(5) * “Dios hizo estas horas de ocio para nosotros. Desde ahora él será mi Dios para siempre.”
(6) Barclay, Wade Crawford, "History of Methodist Missions”, Vol. 1, pág. 107.
(7) Barclay, Wade Crawford, Op. Cit., Vol. 1, págs. 108-lO9.
(8) Idem; pág. 110.
(9) Citado por Stevens, A., Op. Cit., Vol. II, pág. 330.

CAPÍTULO NOVENO.

EL PROFETA DEL CAMINO SOLITARIO


"Quiero fe, valor, paciencia, mansedum-bre y amor.
Cuando otros sufren tanto por sus intereses materiales,
ciertamente yo puedo sufrir un poco para la gloria de Dios
y el bien de las almas".
Francisco Asbury.

Corría el año 1771. La Conferencia Anual de las


Sociedades Metodistas de Gran Bretaña tuvo lugar en la
ciudad de Bristol, que después de Londres era el cen-tro
más importante y tradicional del metodismo en Inglaterra.
Durante sus sesiones, Juan Wesley dirigió la siguiente
pregunta a los asistentes: "Nuestros herma-nos en América
están clamando por ayuda, ¿Quién está dispuesto a ir para
ayudarles?".
A este desafío para ir a servir como misioneros en América,
cinco contestaron, pero solamente dos fueron enviados:
Francisco Asbury y Ricardo Wright. El 4 de septiembre de
ese mismo año los dos se embarcaron hacia el nuevo
destino y llegaron a Filadelfia el 27 de octubre. Desde la
Conferencia Anual de 1767, que se reuniera en Londres y
en la cual fue admitido a prueba, hasta 1771 Asbury estuvo
ejerciendo la itinerancia en Inglaterra. Ese período sería el
único dedicado a su tierra natal. Porque de América no
volvería más.
Ya en 1769 habían sido enviados por la Conferencia
Ricardo Boardman y José Pilmoor, como los dos prime-ros obreros de Inglaterra a América. En
1773 y 1774 Irían dos por vez y respectivamente: Tomás Rankin, Jorge Shadford, Martín
Rodda y Jaime Dempster.
Cuando el movimiento de Independencia tuvo lugar en 1776, los misioneros que todavía
quedaban en Amé-rica se volvieron a su tierra natal, con la excepción de Francisco Asbury que
rehusó abandonar a sus herma-nos metodistas. Como los americanos sospecharan de sus
intenciones de quedarse allí, tuvo que ocultarse por casi un año, viviendo y predicando como
podía fiel a su cometido e instando a sus hermanos pre-dicadores americanos a que siguiesen
adelante en su vocación, sin extralimitarse en sus funciones, puesto que como ya dijimos se
oponía a que una persona no ordenada celebrara el sacramento de la Santa Cena.
De esta manera constituyóse en figura señera y cardinal del movimiento metodista en el nuevo
país. Ninguna otra figura aparece como él en los Estados Unidos con señales más evidentes
de apostolicidad. Parece casi una figura legendaria, de esas que dan la impresión de estar en
todas partes al mismo tiempo y que dejan tras de sí huellas luminosas que el tiempo no puede
borrar ni la memoria de los hombres olvidar.
Sus orígenes humildes no hubieran podido anticipar su trayectoria y el papel preponderante
que tendría, no sólo en el seno del movimiento religioso al que per-tenecía, sino en la vida
misma de una joven nación. Nació de padres de discretos haberes, sin ser realmente pobres, el
20 de agosto de 1745, en la localidad de Staffordshire, a cuatro millas distantes de
Birmingham, Inglaterra.
Sus padres habían tenido también una hija, la cual murió en su niñez, quedándoles Francisco
como hijo Único. Debido a eso quisieron darle una educación esmerada. Pusiéronle bajo los
cuidados de un maestro, pero sus maneras de enseñar eran tan brutales y antipe-dagógicas,
que el niño en vez de sentir amor por los estudios, más bien tuvo aversión por los mismos y su
educación formal no fue más allá del tercer grado.
Tenía trece años cuando trató de ejercitarse en algún menester de orden comercial. Desde
muy niño estuvo sometido en el hogar a una disciplina rígida, a la vez que a una atmósfera
verdaderamente religiosa. Su madre quedó muy afectada con la muerte de su hija y dejábase
estar largos ratos en aislamiento, dedicándose a lecturas devocionales y a la oración. Asbury
registra lo siguiente en su Diario acerca de su hogar:
"Aprendí de mis padres unas ciertas palabras formales como oración y recuérdome muy bien
que mi madre urgía insistentemente a mi padre a que tuviese lecturas y oraciones familiares.
La práctica de cantar salmos era costumbre muy común entre ellos. Muchas veces se me
ridiculizaba mucho y me llamaban "el cura metodista" porque mi madre in-vitaba a casa a
cualquier persona que tuviese la apariencia de ser muy religiosa."
Naturalmente que una atmósfera como ésta no podía sino desarrollar una tendencia favorable
hacia la reli-gión. Cuando tenía catorce años apareció en su casa un hombre piadoso, a quien
su madre invitara y el cual interesóse por el joven. Platicó con él acerca de asuntos religiosos y
le ejercitó en la oración. Esto hizo que se aplicara más seriamente a la religión y empezara a
leer libros que despertaran en él la búsqueda de una vida piadosa más profunda. Dice en sus
memorias:
"Me torné muy serio –leyendo mucho los sermo-nes de Whitefield y Cennick (éste también
meto-dista)–, y todo buen libro que yo podía encontrar. y no pasó mucho tiempo antes que yo
comenzara a investigar junto a mi madre quiénes eran los metodistas, dónde estaban y qué
hacían. Ella dióme un informe favorable y dirigióme a una persona que podía llevarme a
Wednesbury para escuchar-los. Inmediatamente hallé que ésa no era como la Iglesia –sino que
era mejor–.
La gente era tan devota que hombres y mujeres, arrodillándose, decían "amén". Y he aquí que
ellos estaban can-tando himnos –¡qué dulces son!– y, ¡cosa extraña, el predicador no tenía
ningún libro de oración y sin embargo oraba maravillosamente!
Lo más extra-ordinario todavía fue que el hombre tomó su texto y no usó ningún libro de notas,
¡esto es en verdad extraordinario! –pensé yo–. Es ciertamente una manera extraña, pero la
mejor manera. Habló acer-ca de la confianza, certeza, etc.”... (1)
Antes de pasar más adelante, registraremos aquí la influencia que tuvo en su sentir religioso el
pensamien-to de Whitefield. En el año 1798 encontramos este testimonio:
"Agosto 14. Comí y me apresuré yendo por la región de Ipswich y de ahí a Newburyport: aquí
pasé enfrente de la tumba del antiguo profeta, el querido Whitefield, sepultado bajo el lugar
donde se realizan cultos presbiterianos. Sus sermones me establecieron en la doctrina del
Evangelio más que cualquier otra cosa que yo hubiese escuchado y leído en ese tiempo, de tal
manera que yo me encontraba excepcionalmente preparado para hacer frente al reproche y a
la persecución." (2)
Entregóse de lleno a una nueva expresión religiosa sólo después de asistir a otras reuniones,
de conversar con sus integrantes, de ejercitarse en sus lecturas, de sufrir la persecución y de
ver que se cerraban las casas donde se celebraban las reuniones por miedo a las
conse-cuencias. Entonces decidió tener reuniones en la casa de sus propios padres, donde,
exhortaba a la gente a que fuese más piadosa.
Constató pronto que su predicación producía buenos efectos en la vida espiritual de sus
oyen-tes. Finalmente, entrando más íntimamente en contacto con los metodistas en la casa de
reunión de éstos, sus trabajos se intensificaron y muchos quedaron admirados por los
resultados que alcanzaba. Y así, de modo casi natural, encontró que se había convertido en un
predi-cador local siempre listo a servir y a acudir al llamado que se le hiciera a cualquier hora
del día o de la noche, yendo a todos los pueblos de los alrededores en busca de almas para
salvar.
Predicaba generalmente tres, cuatro y cinco veces por semana, a la vez que continuaba con su
trabajo regular. Este ritmo y práctica los mantuvo hasta pasados los 20 años. Dice en sus
memorias:
"Pienso que yo estaba entre los 21 y 22 años de edad cuando me entregué completamente a
Dios y a su trabajo, después de servir como predicador local casi por espacio de cinco años."
(3)
En su viaje a América puso a dura prueba su fe y deter-minación. Primeramente no tenía
ningún dinero para el viaje. Confiesa en su Diario:
"Cuando vine a Bristol no tenía un centavo, mas el Señor pronto abrió el corazón de amigos
que me proporcionaron ropa y diez libras esterlinas. Así hallé por experiencia que el Señor
provee a aquellos que confían en El." (4)
De su viaje sobre el mar escribió:
"Octubre 13-1771. Muchas han sido mis pruebas en el curso de este viaje por falta de cama
adecuada y provisiones apropiadas, por causa de enfermedad y por estar circundado por
hombres y mujeres ignorantes de Dios y muy malos." (5)
Cuando inició el viaje, examinóse a sí mismo sobre la naturaleza de los motivos que le estarían
llevando a América, aun cuando esos deseos ya los tenía antes de ir a ofrecerse a la
Conferencia Anual, pues escribió en su Diario:
"Antes de aceptar, sentí por cerca de seis meses fuertes insinuaciones en mi mente que yo
debía ir a América, lo que puse delante del Señor, no que-riendo hacer mi propia voluntad y
adelantarme antes de ser enviado." (6)
Presa, pues, de ese sentir escrupuloso, es que sobre el océano vuelve a consultar su
conciencia:
"¿Para dónde voy? Al Nuevo Mundo. ¿A hacer qué cosa? ¿A ganar honra? ¡No!, ¡yo conozco
mi corazón! ¿A ganar dinero? ¡No! ¡Voy a vivir para Dios y para inducir a otros a hacer lo
mismo! Paré-ceme que son los metodistas el pueblo que Dios tiene en Inglaterra. Las doctrinas
que predican y la disciplina que imponen son, según creo, las más puras al presente de entre
cualquier otro grupo en el mundo.
El Señor ha bendecido grandemente sus doctrinas y disciplina en los tres Reinos (Inglaterra,
Escocia e Irlanda): deben, por lo tanto, agradarle.
Si Dios no me confirma en América, volveré inmediatamente a Inglaterra. Sé que mis objetivos
son por ahora justos: ¡que nunca vengan a ser otra cosa!" (7)
Dos testimonios que consigna acerca de sus padres valen la pena que sean registrados aquí,
porque revelan no solamente el carácter de ellos sino la estima que el hijo les tenía. Cuando
resolvió ir a América, volvió a su casa paterna para despedirse de ellos y de sus relaciones.
Des-cribiendo esa visita, comenta:
"Aunque era penoso para la carne y la sangre, consistieron en dejarme ir. Mi madre es una de
las más tiernas en el mundo; creo, pues, que ella fue bendecida en la presente circunstancia
con la asis-tencia divina para poder separarse de mí." (8)
En ocasión de la muerte de su padre en 1798, escribió en su Diario: "Por cerca de 39 años, mi
padre tuvo pre-dicación del Evangelio en casa."
Como vimos, Asbury llegó a América el 27 de octubre. El 20 de noviembre ya escribía lo
siguiente acerca de cómo la obra se llevaba a cabo por los obreros allí des-tacados:
"Quedéme en York, aunque no estoy contento porque estamos estacionados en la ciudad (el
otro era R. Boardman). No tengo todavía lo que busco –una circulación de los predicadores,
para evitar parcialidad y popularidad. En verdad, me aferro al plan metodista y hago lo que
hago, fielmente para Dios. Tengo el presagio de dificultades inmediatas.
Estas ya las esperaba cuando dejé Inglaterra, estoy dispuesto a sufrir, en verdad, a morir,
antes que traicionar una causa tan excelente por cualquier bagatela. Será cosa dura enfrentar
la oposición y permanecer firme contra ella, fuerte cual columna de hierro y f irme cual muro de
bronce. Sin embargo, podré todas las cosas por Cristo que me fortalece. (9)
En concordancia con esa su determinación, a pesar de que fuera nombrado para trabajar en
Nueva York, lo vemos itinerando de lugar en lugar en busca de nuevos sitios y personas para
evangelizar. Fue principalmente debido a su ejemplo que la Iglesia Metodista se extendió por
todo el territorio de la nueva nación y que la itine-rancia entró a formar parte, como cosa
imprescindible, del sistema eclesiástico metodista.
En la historia de la Iglesia Metodista de los Estados Unidos, se le conoce con el título de “EI
Peregrino de los Caminos Solitarios". Quien viaje hoy en ese país no se da cuenta de lo que
era hace cosa de doscientos años. En aquel entonces no' había caminos, a veces ni para
andar a pie. Había que ir a través de enmarañadas flo-restas y por valles umbrosos, cruzar ríos
sin puentes y pantanos, siempre bajo el constante peligro de ataques de parte de los indios
salvajes o resentidos.
Asbury y sus compañeros de itinerancia, veíanse muy a menudo en la necesidad inevitable de
abrir picadas en muchos luga-res, a fin de poder alcanzar a los colonos dispersos por las
regiones más avanzadas de la frontera movible, mucho más allá de pueblos y ciudades. El
relato de las peripe-cias acaecidas en esos viajes es algo tan dramático que sobrepasa la
misma ficción.
¡Nada detenía a ese hombre admirable! ni las incle-mencias del tiempo, ni cansancio, ni
peligros, ni ame-nazas, ni largas soledades, ni enfermedades, a no ser cuando éstas le
postraban inmóvil en cama. El peregrino solitario, muchas veces temblando de fiebre y con la
garganta en llagas, seguía su camino llevado por el.· impe-rativo del deber, por no querer faltar
al compromiso tomado de estar presente en cierto lugar, en cierto día y a cierta hora.
Conviene recordar que las distancias eran enormes y que comúnmente no le era posible visitar
un mismo punto sino después de algunas semanas o meses. Perder una cita era postergar la
visita por un período indeterminado. De su Diario entresacamos algunas anotaciones acerca de
esos viajes a caballo. En un lugar dice:
"Viajé casi 300 millas (cerca de 500 kilómetros) hacia Kentucky en seis días y a mi retorno
cerca de 500 millas (800 kilómetros) en nueve días. i Oh, qué excursiones para un hombre y su
caballo!"
En otra parte registra:
"Hice los cálculos que viajé 4.900 millas (8.000 kilómetros) desde julio 30 de 1801 a setiembre
12 de 1802. ¿Cómo podría quejarse un hombre responsa-ble y cristiano?"
Era para él cosa intolerable verse obligado a guardar cama, eso enfermábale más todavía.
¿Quién atendería sus compromisos? Durante los últimos años de su itiner-ancia viajaba en
carruaje, cosa que hizo hasta casi el último día de su vida. Murió en la casa de Jorge Arnold,
un amigo suyo, a 20 millas distantes de Frederickburgo (Virginia). Su compañero de viaje, Juan
Wesley Bond, que había sido su asistente durante los dos últimos años, escribió acerca de su
muerte:
"Nuestro querido padre nos ha dejado, se ha uni-do a la Iglesia Triunfante. Murió de la misma
ma-nera que vivió –lleno de confianza y lleno de amor– a las cuatro de la tarde del domingo 31
de marzo de 1816."
El domingo anterior había predicado por última vez en la ciudad de Richmond (Virginia).
Tuvieron que cargado desde el carruaje al púlpito y ponerlo en un asiento especial preparado
para él, pues ya no podía caminar ni permanecer de pie. Aún así, obligado a hacer de vez en
cuando una pausa para recobrar aliento, pre-dicó cerca de una hora sobre Romanos 9:28:
"Porque palabra consumadora y abreviadora en justicia, porque palabra abreviada, hará el
Señor sobre la tierra". Ese sería su último sermón.
Como vimos en el capítulo anterior, en 1784 fue ele-gido superintendente general para la
América del Norte, conjuntamente con el Dr. Coke. Contaba en ese enton-ces 39 años de
edad. Su ministerio episcopal duró 32 años. Y hasta su muerte fue indiscutiblemente el guía
casi absoluto de la obra metodista en los Estados Unidos, a pesar de haber tenido al Dr. Coke
como compañero en las lides episcopales y, más tarde, a otros más jóvenes que él.
Fue él mismo quien conservó unida una obra tan extendida y dispersa y el que dio a la Iglesia
Metodista en ese país su sentido de cohesión. Tanto él como sus colegas no tenían territorio
definido para el ejercicio de su ministerio episcopal. Eran superintendentes generales de la
Iglesia Metodista y de esta manera servían a todas las congregaciones como si fuera un solo
cuerpo.
Durante los años de su superintendencia calculase que Asbury viajó algo así como 270.000
millas, predicando unas 16.000 veces. Ordenó a 4.000 ministros y presidió 224 Conferencias
Anuales. Tenemos que llevar en consideración que todo eso lo cumplió luchando
constante-mente contra toda suerte de enfermedades y bajo el peso constante causado por los
excesos de las tareas y viéndose sujeto a toda suerte de incomodidades y a dormir al raso, una
y otra vez con las ropas húmedas, mal nutrido, sin cuidado médico y tomando remedios para
nosotros incon-cebibles.
Fue sorprendente que su organismo aguantara tanta fatiga y ¡las infusiones que se obligaba a
tomar! En su Diario, casi sin excepción, encontramos referencias a sus constantes
enfermedades y aun cuando no se queja notamos que gime bajo el yugo de tormentos
indecibles. Vivió una vida de continuas zozobras y pruebas, sin tener jamás, por amor a Cristo
y a su Evangelio, una morada cierta y el calor de un hogar. Generalmente tenía que posar en
las hacinadas cabañas de los colonos, que en esos tiempos poseían escasa comodidad.
A veces, cuando quedábase inmovilizado por las intemperies o enferme-dades, veíase
obligado a pasar las horas. del día en la única habitación disponible para todos los de la familia
y donde se cumplían todos los menesteres del hogar, entre los brincos y la algarabía de los
niños. Para un hombre habituado a la soledad de los caminos y con achaques físicos, todo eso
era un tormento indecible, pero inevitable.
Nunca quiso casarse, no por sus ideas más bien ascé-ticas, sino porque creía que al hacerla
contribuiría a la limitación de su obra. Siempre causábale amargura el enlace de alguno de sus
predicadores itinerantes; figurá-baselo como la casi segura pérdida de un colaborador, dado
que muy frecuentemente después de casarse, los itinerantes se localizaban. Eso debíase en
gran parte al sostén tan limitado e incierto que recibían y que no alcanzaba para mantener a
una familia.
Aquellos que casándose no se localizaban lo hacían siempre sujetán-dose a tremendas
renuncias y sacrificios y se les acababa la vida prematuramente. 'Cuando uno de sus
predicado-res se casaba, generalmente decía que ése "había sido tentado por el diablo" a
cambiar de estado, para entorpecer la obra. Naturalmente muy pocos eran aquellos que podían
aceptar su tren de vida y sus ideas sobre el celibato.
Admira también que él, con tan escasa educación for-mal, llegase a ocupar lugar de tanta
responsabilidad, alcance y trascendencia. Debióse eso a que, a pesar de su aversión a los
estudios cuando estuvo sujeto a un maes-tro inconsciente, desarrolló después el hábito de
educarse a sí mismo, tratando de adquirir por esfuerzo propio algo de lo que no pudo cuando
estudiante.
Por lo tanto lo encontramos, a la manera de Juan Wesley, estudiando mientras viajaba a
caballo y en esas condiciones llegó a obtener no sabemos cómo un conocimiento discreto del
hebreo y del griego, tanto que hacía muchos de sus estu-dios bíblicos basados en las lenguas
orientales. Más pudo la fuerza de voluntad que las oportunidades que tuvo en sus años
juveniles. Los períodos de enfermedad eran ocasiones para que se dedicara a la lectura y al
estudio. ¡De otra manera érale casi imposible!
Además, como nos habremos dado cuenta por las reite-radas referencias, a lo largo de su vida
conservó un dia-rio. Su lectura hasta el día de hoy inspira, a quien lo lea con detención y
paciencia, a ambicionar una vida más consagrada y consciente para usarla en holocausto a la
obra eterna de Dios. Su ministerio quedaba suplementado todavía por la siembra que hacía
constantemen-te de porciones bíblicas, tratados y libros, conectando de esa manera a las
familias aisladas con el resto de la Iglesia y del mundo.
Pocos hombres existieron en la historia de la Iglesia Cristiana que hubiesen tenido como él un
espíritu tan apostólico y un celo tan aventurero y tan exento a la vez de gloria personal. El
fragmento de una carta que él escribió a Tomas Rankin, en agosto de 1775, el entonces
"Superintendente General de las Sociedades de América" (*), en respuesta a una invitación que
aquél le hi-ciera de abandonar el país en vista del movimiento de la Independencia, demuestra
cabalmente ese temple:
"No puedo de manera ninguna concordar con abandonar un campo que se presenta tan
pródigo en cosechas de almas para Cristo, como el que tene-mos en América. Sería un
deshonor eterno para los metodistas, que abandonáramos a tres mil almas que desean
entregarse a nuestros cuidados y tampoco es el papel de un pastor el dejar a su rebaño en una
época de peligro. Por lo tanto, he resuelto por la gracia de Dios no abandonarlo, sean las
consecuen-cias que fueren." (10)
No tuvo otra pasión en el alma sino Cristo. Su hogar fue el camino abierto e interminable y su
suprema ambi-ción la de ver muchas almas a los pies de Cristo. Tal vez se le pueda criticar en
muchas de sus características peculiares, especialmente la de que fue casi despótico en el uso
de su autoridad episcopal.
Sin embargo eso emanaba de la disciplina a la que él mismo se sometía. Tenía la íntima
convicción que esa disciplina producía benefi-cios inestimables para el Reino y por lo tanto
hallaba que sería excelente para todo buen soldado de Jesucristo.
Olvidábase que son muy pocos aquellos que tienen una fe tan profunda, capaz de hacerlos
aceptar todas las pri-vaciones y renuncias. A la vez este hecho nos da una idea de la
sorprendente humildad de este hombre estupendo, quien no se consideraba superior a nadie,
sino que juz-gaba que todos podían ser fuertes, nobles y consagrados como él.
----------------------------------------------
(1) Citado por McTyeire, H. N., Op. Cit., Págs. 293-4.
(2) Diario, Vol. II, pág. 388.
(3) Diario, Vol. 1.
(4) Diario, Vol. I, pág. 12.
(5) ídem, Vol. 1.
(6) ídem, Vol. 1.
(7) Diario, Vol. 1, pág. 12.
(8) Idem, Vol. 1, pág. 17.
(9) Diario, Vol. 1, pág. 17.
(10) Citado por Barclay, W. O., en Early American Methodism, Vol. I, Pág, 43.
(*) Este nombramiento recibiólo de J. Wesley cuando vino a América como misionero en 1773.

CAPÍTULO DECIMO

LA BANDA DE LOS IRREGULARES


Parte Primera
"No, no puedo temer; no, no puedo te-mer al hombre o al diablo,
mientras sienta en mi alma el amor de Dios,
como ahora lo siento".
Juan Nelson.

El distinguido historiador y pensador metodista


contemporáneo H. B. Workman hace la siguiente
decla-ración:
"Contrariamente a lo que sucedería con la Iglesia
Anglicana, el Metodismo aún privado de su minis-terio
podría así sobrevivir, pero privado de sus obreros laicos,
ciertamente se moriría. No sólo su bienestar, su mismo
ser depende del servicio de ellos".

Esta opinión no es solamente un tributo que se le hace al


elemento laico dentro del movimiento metodis-ta, sino que
responde también a un hecho histórico: el de que privado
del ministerio laico no hubiera podido sobrevivir, y esto es
porque desde el principio su obra y su vida están
íntimamente tejidas dentro de la textura general.
En verdad no podemos entender e1 movimiento
metodista sin llevar en consideración la obra efectiva de tantos que trabajaron en posiciones
secundarias y sin ordenación eclesiástica de ninguna especie, pero que recibieron sin lugar a
duda la orde-nación invisible del Espíritu Santo.
Porque el de que se lleve a cabo la obra de Cristo no depende de orde-nación humana, sino de
una pasión profunda por Cristo y su Evangelio, Juan Wesley ya decía en su época:
"Dadme cien predicadores que nada teman, a no ser el pecado y nada deseen a no ser Dios y
no me importaría un comino si fuesen clérigos o laicos, con ellos solos sacudiría las puertas del
infierno y establecería el Reino de Dios en la tierra".
Tenía ciertamente razón para expresarse así, dado que en más de una ocasión fue llevado a
tomar deci-siones, que no hubiera tomado si detrás suyo no hubiese estado la importunación y
a veces casi la imposición, de los elementos laicos. ¿Cómo vino a organizarse la primera
Sociedad Metodista? ¿Por qué un día se le ocurrió a Juan Wesley organizada para tener con
ella un grupo al que exponer sus convicciones religiosas? El mismo nos cuenta en la
introducción a las "Reglas Generales de las Sociedades" de cómo surgió la primera de éstas.
Al efecto dice:
"En la última parte del año 1739, ocho o diez personas vinieron a mí en Londres y desearon
que yo empleara algún tiempo con ellas en oración y que les aconsejara cómo huir de la "ira
venidera". Este fue el origen de la SOCIEDAD UNIDA". (1)
Y añade que esto acaeció inmediatamente después que fuera consagrado el hogar de cultos
llamado la "Fundación". (Este local habíalo abierto –el 11 de no-viembre de 1739– para la
Adoración pública a instancias de dos personas ajenas a él). El número de los asis-tentes
creció rápidamente y, si la primera noche hubo doce, la siguiente hubo cuarenta y pronto eran
cerca de cien.
De esta manera Juan Wesley fue compelido a organizar la primera Sociedad Metodista por el
expreso deseo de algunos laicos que querían estar bajo su minis-terio, visto que él no tenía
púlpito desde el cual pre-dicar. (Antes de eso ya se había iniciado la construcción de la primera
capilla metodista de Bristol –la piedra angular fue bendecida el 12 de mayo de 1739– y allí
también por esa época habían sido formadas las primeras “bandas", pequeños grupos de
cuatro o seis personas que se reunían informalmente para examen introspectivo y oración.)
Cuando se terminó de construir la primera capilla que se levantó en la ciudad de Bristol, quedó
pendiente una fuerte deuda que los miembros de la sociedad allí trataban de saldar. Encarando
cómo resolver ese pro-blema, surgieron accidentalmente las llamadas "clases" metodistas. Eso
acaeció el 15 de febrero de 1742. Wesley así describe sus principios:
"Estaba hablando con varios miembros de la So-ciedad de Bristol acerca de los medios para
pagar la deuda ahí, cuando uno se puso de pie y dijo: "que cada miembro dé un penique por
semana, hasta que todo esté pago". Otro contestó: "Mas muchos de ellos son pobres y no
pueden dar tanto".
Entonces dijo el primero: "Pónganse once de los más pobres conmigo; si ellos no pueden dar
nada yo daré por ellos tanto cuanto por mí mismo y cada uno de ustedes visitará
semanalmente a otros once de sus vecinos, recibirá lo que ellos le den y pondrá de lo suyo
cuanto falte". Así se hizo.
Pasado poco tiempo, algunos de éstos me informaron que habían hallado a tal o cual persona
que no vivía como debiera. Eso me llamó inmediatamente la atención y dije: "Esta es la cosa, la
mismísima cosa que deseé por mucho tiempo". Reuní a todos los guías de clases (así nosotros
acostumbrábamos a llamarlos) y deseé que cada uno de ellos hiciese una investigación privada
de la conducta individual de aquellos a quienes vería semanalmente. Así lo hicieron.
Muchos que actuaban desordenadamen-te fueron descubiertos. De ese modo algunos fueron
desviados de sus malos caminos. Otros fueron escla-recidos. y los hubo quienes fueron
eliminados y aún otros se humillaron y regocijáronse ante Dios con reverencia." (2)
Como vemos también ésta fue una iniciativa que Juan Wesley tomó por sugestión y ayuda de
laicos. Encontrábase Wesley en otra ocasión igualmente en Bristol visitando la sociedad allí,
cuando alguien que había venido de Londres informóle que uno de sus laicos, a quien dejara
allí para exhortar en su ausencia, se extralimitaba predicando sobre un texto de las Escrituras.
Un exhortador solamente podía aconsejar a los demás miembros de la sociedad, leer algún
trozo devo-cional y orar con ellos, pero no predicar tomando como base un texto. Eso era
prerrogativa tan sólo de los ministros ordenados.
Juan Wesley resolvió volver inmediatamente a Londres para poner coto a ese "abuso". Su
madre aconsejóle que antes de hacerla, escuchara al que se extralimitaba en sus funciones de
exhortador. Juan aceptó la indicación materna y fue a escuchar a su predicador improvisado.
Después de oírle, no pudo sino convencerse que el hombre hablaba inspirado por el Espíritu
Divino. Oponérsele, hubiera sido temeridad.
De esta manera, por la puerta del fondo, tuvo entrada en el sistema metodista el predicador
laico. Esto a fines de 1739 en la "Fundición". Y en el año 1744 eran ya cuarenta los
predicadores locales que Juan Wesley usaba. Mientras él y su hermano iban itinerando de un
lado para otro por el Reino Unido, esos predicadores locales cuidaban de las sociedades o
predicaban en los lugares de su residencia.
Aunque evidentemente no podamos pasar revista a todos aquellos que sin órdenes
eclesiásticas merecerían ser recordados, tendremos que, por lo menos, mencio-nar algunos
para que tengamos una idea de la natura-leza de su carácter y obra.
TOMÁS MAXFIELD
En las páginas del metodismo siempre será recordado con cariño, el nombre de Tomás
Maxfield, el primero que tuvo la osadía de ir más allá de las órdenes dadas por Juan Wesley.
Era un humilde albañil. Fue conver-tido espectacularmente el 21 de mayo de 1739. En el
principio del movimiento metodista muy frecuentemen-te la predicación inflamada de los
Wesley y Whitefield provocaba una conmoción tal en los oyentes que mu-chos se desmayaban
o eran presa de convulsiones y soltaban a la vez exclamaciones de desesperación o gritos de
angustia o clamores por el perdón divino.
Esas extra-ñas manifestaciones eran criticadas acerbamente por los de afuera, pues las
interpretaban como exageraciones morbosas o actos teatrales como para impresionar. En una
reunión como ésa Tomás Maxfield fue convertido y también fue presa de una manifestación
violenta. Juan Wesley comenta en su Diario esas manifestaciones y a su vez describe la
conversión de Maxfield en estos términos:
"Uno, otro y otro fueron derrumbándose al suelo, temblando tremendamente en la presencia de
Su poder; otros gritaban, con voz fuerte y airada: "¿Qué debemos hacer para ser salvos?" Y en
menos de una hora siete personas, completamente desco-nocidas para mí hasta entonces,
regocijábanse y cantaban y con toda su fuerza daban gracias a Dios por su salvación. (Esto
ocurrió al aire libre y por la tarde) (Nota del Autor)
De noche narré lo que Dios había ya hecho como prueba de esa importante verdad de Dios
que no desea que ninguno perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento. Otra persona
cayó al suelo junto a un individuo que era muy contrario a esas manifestaciones. Mientras éste
quedó pasmado con esa escena, un muchacho también cerca suyo fue arrebatado de la misma
manera.
Un joven que esta-ba parado detrás suyo clavó los ojos en él y cayó como si estuviera muerto,
mas inmediatamente empezó a rugir y a golpearse contra el suelo, de tal manera que dos
hombres escasamente podían suje-tarlo. Su nombre era Tomás Maxfield... Yo nunca vi a nadie
tan castigado por el maligno." (3)
La transformación que se operó en ese hombre fue tal que poco después Wesley lo nombró
exhortador de la sociedad que se reunía en la "Fundición". Ya hicimos anteriormente referencia
al hecho de que Wesley, en un viaje que hiciera a Bristol, dejó a un exhortador a cargo de esa
sociedad.
Ese exhortador, como los lectores habrán inferido, era Tomás Maxfield. Mencionamos también
la interferencia que su madre tuvo en el asunto. El consejo que ella le dio en esa oportunidad
fue:
"Juan, tú conoces cuáles han sido mis sentimientos. No sospecharás que yo favorezca
ligeramente cualquier cosa de esta especie. Pero toma cuidado en lo que haces con respecto a
este joven, porque en verdad él ha sido igualmente llamado a predicar como lo has sido tú.
Examina cuáles han sido los frutos de su predicación y también escúchalo tú mismo." (4)
Así lo hizo y después de haberle oído exclamó; "¡Es el Señor, es el Señor! Haga El como a El
le plazca". Lady Huntingdon también escuchóle predicar y quedó tan impresionada con la
palabra candente del joven que escribió a W esley:
"Él es una de las manifestaciones más grande que yo conozco del favor peculiar de Dios. Ha
levantado de entre las piedras a uno para que se sentara entre los príncipes de su pueblo. Él
es mi asombro; ¡Cuán poderosamente se manifiesta el poder de Dios en la flaqueza!". (5)
De allí en adelante, Maxfield ascendería en la estima-ción de Juan Wesley y ayudóle en todo
sentido, relacio-nándolo con un estrato social superior al que conviviera anteriormente,
proporcionándole este hecho un casa-miento ventajoso. Más tarde Wesley consiguió para su
colaborador la ordenación de manos del obispo de Lon-donderry, Irlanda, uno de los pocos
eclesiásticos de ese rango que favorecían su obra. El obispo dijo al orde-narlo: "Señor, le
ordeno para que ayude a este buen hombre para que no se mate trabajando." (6)
Maxfield trabajó con Wesley hasta poco después de 1760, cuando tuvo una diferencia con él,
irritado especialmente por lo que él juzgaba ser exceso de autoridad. Wesley le había
reprendido por haberse asociado a un grupo de fanáticos, encabezados por un tal Bell, quien
estaba sujeto a fan-tasías y alucinaciones y decía poseer el poder milagroso de curar y prever
el futuro.
A raíz de esa desavenencia una cantidad considerable de miembros de la sociedad metodista
de Londres siguió a Bell y a Maxfield, a pesar de que las predicciones del primero de que el
mundo iba a acabarse en una fecha próxima, no se cumplieron, pero lo atribuían a que las
oraciones que habían elevado, invocando la misericordia de Dios, podrían haber prevenido el
desastre. Con esas personas Maxfield organizó una capilla independiente en el barrio de
Moorfields, que había sido escenario de muchas predicaciones al aire libre de parte de los
Wesley y donde probablemente él mismo habría sido convertido.
Continuó trabajando con ese grupo por espacio de unos veinte años. Abrazó ade-más el punto
de vista calvinista y llegó a publicar un escrito suyo contra Wesley. Sin embargo, Wesley nunca
dejó de acompañar en su interés al antiguo discípulo y de colaborar con él. Cuando ya anciano
y enfermo no podía atender a sus parroquianos, Wesley fue a predicar por él en su capilla y
estuvo también a su lado rogando a Dios que le acompañara en sus últimos días de vida. ¡A
pesar de todo, él había sido el instrumento que le compeliera a adoptar la predicación laica en
los prístinas tiempos del metodismo!

JUAN NELSON
Entre los muchos que trabajaron con Wesley desde el principio, tal vez ninguno se distinguiera
tanto como el que se llamó Juan Nelson. Era también de profesión albañil. Convirtióse durante
la primera predicación que Juan Wesley llevó a cabo en Moorfields al aire libre. Vino a la región
de Yorkshire para trabajar en su oficio en Londres. Por lo visto su trabajo proveíale un sostén
para vivir decentemente y según él "en paz y hartura".
A pesar de que no le faltaba lo necesario para la vida, abrumábale un gran descontento, pues
sentía interior-mente un tremendo vacío, de tal manera que llegó a decir, que si tuviese que
vivir otros treinta años como los que ya había vivido, casi preferiría ahorcarse. Andaba muy
preocupado por su futuro eterno y desesperábase al pensar que tendría que enfrentarse con
Dios en el jui-cio final. Buscó, sin resultado, entre diversos grupos reli-giosos, alivio para sus
inquietudes espirituales y cuando ya desesperaba de encontrar lo que su alma anhelaba, fue a
escuchar a Whitefield, pero tampoco éste le con-venció. Acerca de este evangelista dice:
"Yo quería al hombre de tal forma que si alguien se hubiese atrevido a molestado, yo hubiera
estado listo para pelear por él. Yo no le entendía, sin em-bargo, obtuve alguna esperanza de
misericordia di-vina, de tal manera que recibí estímulo para conti-nuar orando y ocupar mis
horas libres en leer las Escrituras." (7)
Tal era su preocupación por la salvación eterna que a menudo despertábase durante la noche
presa de horri-bles pesadillas que le hacían temblar y sudar. Finalmente hallóse presente en
esa primera prédica de Wesley en Moorfields, de cuya' experiencia da este testimonio:
"¡Oh, ésa fue una mañana bendecida para mi alma! Tan pronto él se puso de pie en la tarima
echó para atrás su cabello con un movimiento de la cabeza y enderezó su rostro hacia el lugar
donde yo estaba de pie, pensé que él tenía los ojos fijos en mí. Su apariencia provocó tan
terrible temor sobre mí que, antes que le oyera hablar, hizo oscilar mi corazón como si fuese el
péndulo de un reloj y cuan-do en realidad habló, pensé que toda su plática era dirigida a mí".
(8)
En realidad, ésa era la forma peculiar de predicar de Juan Wesley, la de dar la impresión que
sus palabras eran dirigidas a cada oyente en particular. En esa ocasión las palabras que más
hirieron la sensibilidad de Nelson fueron:
"¿Quién eres tú que ahora ves y sientes tu impie-dad interna y externa? ¡Tú eres el hombre!
Quiérote para mi Señor, desafío te a que te prepares para ser un hijo de Dios por la fe. El
Señor tiene necesidad de ti.
Tú que sientes que eres tan solamente digno del infierno, eres digno de promover su gloria –la
gloria de su gracia gratuita, la que justifica al impío y a aquel a quien todo le es indiferente–.
¡Oh, ven ligero! Cree en el Señor Jesús y tú, tú mismo, serás reconciliado con Dios." (9)
Al terminar el sermón, aún bajo la impresión de esta invitación solemne, Nelson dijo den tro de
sí:
"Este hombre puede revelar los secretos de mi corazón, mas no me dejó allí y mostróme el
remedio, a saber, la sangre de Cristo." (10)
Inmediatamente al llegar a la casa donde se alojaba empezó a contar su experiencia y a vivir
una vida reli-giosa intensa. Los locatarios alarmáronse con su actitud porque parecíales ser la
de un fanático y lamentaban que hubiera asistido a esa reunión del gran predicador. Pen-saron
hasta en verse libres de él, temiendo que hiciese algún desmán, pues juzgaban que había sido
trastornado con las ideas recibidas en vista de que pasaba mucho tiempo en oración y
expresiones jaculatorias.
En vista de esa actitud, Nelson resolvió dejar la casa, pero los locatarios a su vez se alarmaron,
diciendo:
"¿Qué hare-mos si Juan está en lo cierto?" Entonces dijéronle: "Si Dios ha hecho algo por ti
más que por nosotros, mués-tranos el camino que nos pueda llevar a la misma mise-ricordia”.
(11)
Esto, naturalmente, agradó sobremanera a Nelson quien los dirigió a las reuniones de Juan
Wesley. En su entusiasmo por contagiar a otros con la misma experiencia del Evangelio que él
tuviera, llegó a pagar a un compañero suyo de tareas las horas que perdería de su trabajo con
tal de que fuera a escuchar a Wesley.
Este, después de haber asistido a la reunión y haber sido influenciado por ella, dijo que ése
había sido el mejor regalo que jamás él y su esposa habían recibido. Nelson además, ayunaba
una vez por semana para economizar dinero y darlo para el servicio a los pobres.
Poco tiempo después de su conversión, volvió a Birstal su pueblo de origen, donde tenía la
familia, con el pro-pósito principal de recomendarle la vida religiosa que él ahora llevaba y para
que esa influencia se extendiera en el vecindario y entre antiguas relaciones. En el pue-blo
continuó trabajando en su oficio y después de las horas de trabajo solía sentarse a la puerta de
su casa para leer y explicar las Escrituras a todos aquellos que tuvie-sen interés en escucharle.
Pronto formóse una congrega-ción y convirtióse sin quererlo en un predicador y fue así
instrumento para que el movimiento metodista se implantara en esa región; Tiempo después
cuando Juan Wesley llegó a ese pueblo encontró allí esperándole una sociedad ya formada y
un predicador. Tuvo que predi-carles la Palabra desde lo alto de un cerro. Hizo de Nel-son uno
de sus ayudantes e incorporó el grupo que él formara a las "Sociedades Unidas" (1742).
Desde Birstal, el metodismo se expandió a los pueblos de toda la región de Yorkshire. En
1743/44 Wesley visitó nuevamente a Birstal, donde todavía se encontraba Nel-son cuidando de
la" sociedad y con él tuvo algunas salidas a los centros del mismo condado donde fundó
sociedades sobre las labores previamente hechas por su acompañan-te.
En 1744, Nelson acompañó a Wesley en la región de Cornwall en uno de los extremos
sudoccidentales de Inglaterra. En el pueblo de St. Yves encontraron una sociedad con ciento
veinte miembros. Tomaron a ese lu-gar como una especie de cuartel general, desde donde
evangelizar la punta de esa península en la que encon-trábase el condado de Cornwall. Nelson
trabajaba duran-te el día en su oficio y de noche ayudaba tanto a Wesley como a otro ayudante
laico de éste de nombre Sheperd, en la predicación de los pueblos de la península.
En la mayoría de esos lugares el metodismo 110 había sido esta-blecido todavía y muchas
veces los predicadores sufrían necesidades. Nelson, en sus memorias, nos da un ejemplo de
las penurias y pruebas que tenían que afrontar:
"Durante todo ese tiempo el señor Wesle y y yo nos acostábamos en el piso: él tenía mi
sobretodo por almohada y yo un libro de notas sobre el Nuevo Testamento. Después de estar
allí por casi tres sema-nas, un día a las tres de la madrugada, el señor Wesley se dio vuelta y
viendo que yo estaba des-pierto, me palmoteó diciendo: 'Hermano, Nelson, tengamos buen
ánimo; todavía tengo un lado sano, ya que del otro estoy desollado y me siento en carne viva'.
Comúnmente predicábamos al común de la gente, yendo de un conventillo a otro y muy pocas
veces se nos pedía que comiésemos o bebiésemos. Un día habíamos estado en un lugar
llamado San-to Hilaría de Abajo, donde el señor Wesley predicó sobre la visión de los huesos
secos de Ezequiel y mientras predicaba los oyentes fueron conmovi-dos.
Cuando volvíamos, el señor Wesley detuvo su caballo para coger algunas moras y me dijo:
'Her-mano Nelson, debiéramos de estar agradecidos que aquí hay bastantes moras, porque
ésta es la mejor región en que he estado para tener un buen estó-mago, pero la peor que
jamás vi para llenado. ¿Será que la gente piensa que podemos vivir sola-mente de la
predicación?'
Le respondí: 'No sé lo que ellos piensan, pero alguien pidióme que yo tomara algo cuando vine
del pueblo de San Justo, en verdad comí a mis anchas pan de centeno y mi el’.. Él dijo: 'Tú
estás bien entonces, yo pensé pedir una costra de pan de la mujer que me hospe-dó cuando
estuve con la gente del sitio llamado Morvah, pero lo recordé sólo cuando ya estaba a alguna
distancia de la casa'." (12)
Esto nos da otra muestra del calibre de esos hombres, de las privaciones a que tenían que
someterse y de la fidelidad que mostraban en la tarea de evangelización.
En otra ocasión, al encontrarse en un lugar llamado Pudsey, buscó alojamiento, pero no
consiguió debido a que se supo que los soldados lo estaban buscando y tuvo que irse a Leeds,
donde en compañía de Wesley fundara una sociedad. Allí estuvo trabajando de día y
predicando de noche hasta regresar nuevamente a su casa en Birstal, donde esperábale una
ingrata sorpresa.
Se le dijo que lo estaban buscando para obligarle a ir a servir al ejército, pues que los
taberneros y el párroco habíanle denunciado: Unos porque él alejaba los clien-tes de la taberna
y el otro porque le hada demasiada competencia en la predicación. Al aconsejársele que
escapara para no ser alcanzado, respondió: "Nada puedo temer porque Dios está a mi lado y
Su palabra ha for-talecido mi alma en este día." (13)
Al día siguiente, cuando estaba predicando en un lugar llamado Adwalton, lo tomaron preso y
aunque un conciudadano suyo ofreció dinero para que lo deja-ran en libertad, no lo soltaron y
lleváronlo a la ciudad de Halifax ante un jurado del cual formaba parte el párroco de Birstal. Los
vecinos de Nelson quisieron deponer a su favor, pero el jurado no quiso oírlos y solamente dio
oídos al. Párroco, quien afirmó que Nelson era un vagabundo que no tenía ningún medio de
vida visible. A esa mentira Nelson contestó:
"Puedo trabajar con estas mis manos en mi oficio tan bien como cualquier otro en Inglaterra y
usted lo sabe". (14)
Sin embargo, fue enviado a otro pueblo llamado Brad-ford. Al dejar Halifax, muchos del común
del pueblo lloraban y oraban por él mientras pasaba por las calles. Y él les dijo: "No temáis,
Dios tiene sus caminos hasta en el torbellino y Él defenderá mi causa. Solamente orad por mí
que mi fe no falle". (15)
En Bradford, antes de que fuera enrolado en el ejér-cito, fue puesto por una noche en una
inmunda prisión. Recuerda él: "Olía como si fuese un chiquero, pero mi alma estaba tan llena
del amor de Dios que era como un paraíso para mí". (16)
No tenía dónde sentarse y la cama era un montón de paja. Hasta sus enemigos inter-cedieron
por él y suplicaron a las autoridades a que se lo dejasen llevar para darle de comer en sus
casas. Como las autoridades no accedieron a ese pedido, lleváronle comida, vela yagua y le
hicieron llegar esas cosas a través de un agujero que había en la puerta de su celda. La gente
permaneció del lado de afuera y lo acompañó durante casi toda la noche entonando cánticos.
Él dividió lo que habían traído con un pobre prisionero que compartía esa pocilga.
Su esposa vino a la mañana siguiente para animarlo en su desgracia. Ella tenía dos hijos a
quienes sostener y estaba esperando otro pronto. Sin embargo, dirigióle la palabra a través del
agujero de la puerta en estos términos:
"No temas, la causa es de Dios, es por ella que estás aquí y El te defenderá. Por lo tanto' no te
preocupes por mí y nuestros hijos, porque Aquél que alimenta a las aves nos tendrá en cuenta.
El te dará fuerza en aquel día. Y después que hayamos sufrido un poco, él perfeccionará lo que
estuviere incompleto en nuestras almas y nos llevará para donde los malos cesarán de
importunamos y los cansados hallarán reposo." (17)
A eso le contestó:
"No, no puedo temer; no, no puedo temer ni al hombre ni al diablo mientras yo sienta el amor
de Dios como lo siento ahora." (18)
Tiempo después recuperó la libertad y continuó en-tonces con sus peregrinaciones
evangelísticas, predican-do todavía con más poder, enfrentando a toda oposición que se le
hacía y establecióse nuevamente en Birstal, del que hizo su centro de actividades, dado que
allí era muy estimado por el pueblo. Su ministerio duró treinta y tres años.
Murió repentinamente en una de sus jiras evangelísticas. Su cuerpo fue llevado en proce-sión
desde Leeds hasta Birstal. Se cuenta que el cortejo fúnebre que ocupaba en la carretera cosa
de media milla entonaba himnos de Carlos Wesley. Nunca se vio a un hombre que fuera tan
estimado en su propio pueblo como él.
Desafortunadamente no podemos extendemos en más detalles, pero esperamos que los
incidentes narrados dejen en la mente y en el corazón de los lectores una impresión profunda,
en cuanto a la calidad de hombres que el metodismo primitivo supo acuñar para la gloria de
Dios y. la extensión de su Reino. Ciertamente Nelson merece el elogio que uno de sus
biógrafos nos dejó:
"De tal fibra era Juan Nelson, un hombre de las filas más humildes de Inglaterra, mas cuyo
corazón valiente e integridad inconmovible habíanle habili-tado a tomar un lugar entre los
mártires más nobles, si para eso él hubiese sido llamado.
Su ferviente piedad, su constante abnegación y ener-gía sajona hiciéronle uno de los apóstoles
del meto-dismo primitivo. Su magnanimidad natural, sen-tido común, clara aprehensión de las
Escrituras, estilo fácil y maneras simples, hiciéronle uno de los predicadores más favoritos e
idóneos entre un grupo al que pocos clérigos educados hubiesen podido alcanzar." (19)
Ciertamente a la vez nos admira el espíritu heroico de la esposa de Juan Nelson, ante la
prisión cuando instábale a que fuese fiel a su vocación de cristiano. Sin embargo ella es tan
solamente una muestra del espí-ritu heroico de la mujer metodista de esa época lejana.
Se nos refiere que generalmente las mujeres aceptaban con alborozo el mensaje predicado por
los mensajeros metodistas. Las encontramos como guías de clases, guías de grupos de
oración, visitadoras sociales, maestras y a veces aún como predicadoras. Las obras buenas
por ellas realizadas son innumerables.
Wesley resistióse, como habíase resistido a otras innovaciones, a darle a la mujer un lugar en
las lides de la predicación. Pero su buen sentido, en más de una ocasión llevóle a ceder,
diciendo: "Si Dios usa a mujeres en la conversión de pecadores, quién soy yo para
interponerme entre ellas y Él".

MARÍA BOSANQUET
Ya hicimos referencia a María Bosanquet, esposa de La Flechère. Ella fue tal vez el tipo más
característico de las mujeres que osaron predicar, a pesar de la resis-t encia de Wesley. Fue
una de las pocas que obtuvieron permiso para predicar, aunque no lo hiciera desde el púlpito.
Como recordaremos, ella había pertenecido a una familia de muy buena posición social y rica.
Lo que le tocó en herencia, lo gastó todo para mantener a un orfanato y un hogar de caridad. El
orfanato lo instaló en una casa de su propiedad en Laytonstone en 1763. A la vez convirtió ese
lugar en un local de predi-cación y el 15 de diciembre formó una sociedad con veinticinco
miembros. Y así esa casa en Laytonstone sirvió no solamente para los huérfanos pobres, sino
que convirtióse también en santuario.
Otra mujer, llamada Sara Ryan, la secundaba en sus tareas. Juan Wesley visitó ese lugar en
1765 y escribió: "Viajé hasta Lay-tonstone y encontré allí una verdadera familia cristia-na", y en
1767 escribía nuevamente:
"¡Oh, que casa de Dios está aquí! No solamente para la decencia y el orden, más aún para la
vida y el poder de la religión. Temo que se encuentren muy pocas casas como ésta en los
dominios del Rey." (20)
Más tarde, después que murió Sara Ryan, la institu-ción fue trasladada a una estancia en un
lugar llamado Cross-Hall en Yorkshire. Allí también instalóse un cen-tro con muchas
actividades religiosas y la gente venía a adorar desde muchos lugares, de tal manera que a
ve-ces faltaba espacio. No sólo allí sino que en otros luga-res mantenía servicios religiosos
semejantes.
Era una eximia oradora capaz de mantener encendida la aten-ción en muchas asambleas,
especialmente entre gente rústica. Por un tiempo tomó a la ciudad de Leeds como centro de
distrito que ella atendía. Calcúlase que du-rante un año viajó más de 1.500 kilómetros, dirigió
120 servicios religiosos públicos, atendió 600 clases y reuniones privadas, escribiendo también
116 cartas.
Durante el tiempo en que su esposo vivía, en las capi-llas que fueron originándose alrededor
de Madeley, había un asiento elevado uno o dos peldaños sobre el nivel del piso, desde donde
ella solía dar sus instruc-ciones religiosas al pueblo ansioso de oír su palabra. Sus
disertaciones eran sensatas, luminosas, verdadera-mente elocuentes y enriquecidas con las
enseñanzas del Evangelio. Wesley da sobre su elocución el siguiente testimonio:
"Es fluida, fácil y natural, aún cuando el sentido es profundo y vigoroso". y añade: "Sus
pala-bras eran como fuego que a la vez comunicaban luz y calor a los corazones de quienes la
escuchaban”. (21)
Después del fallecimiento de su esposo continuó vi-viendo en Madeley. Por 30 años estuvo allí,
hasta su fallecimiento y su hogar continuó siendo un santuario para los pobres, las mujeres
devotas y los evangelistas itinerantes. No cejó en su ministerio a pesar de su salud
quebrantada y continuó predicando en las villas cerca-nas como también en su propia casa.
Conservó un espí-ritu jubilosamente religioso hasta el final de su vida. Al cumplirse 28 años de
la fecha de su casamiento, escribía en su Diario:
"Veintiocho años ha, hoy en esta hora precisa yo di mi mano y corazón a Juan Guillermo de La
Flechère. ¡Un período provechoso y bendecido de mi vida! Siento al presente un afecto más
tierno para con él que lo que sentía entonces y ahora por la fe uno mi mano nuevamente a la
suya." (22)
Creía que su espíritu continuaba inalterablemente en comunión con el de su esposo y sent íase
dispuesta a par-tir en cualquier momento para reunirse con él. Falleció el 9 de diciembre de
1815, a la edad de 76 años. Su muerte fue tan lamentada, como lo fue la de su esposo, por
toda la comunidad de Madeley y los pueblos circunvecinos. Siempre fue muy sobria en sus
necesidades personales y muy generosa para con los demás. Dice un biógrafo suyo que sus
gastos personales durante todo un año nunca excedieron las cinco libras esterlinas. Sin
embargo en su libreta de cuentas para el último año de su vida, figuran cerca de ciento treinta y
ocho libras para los pobres.
Si nos empeñáramos en escribir algunas otras biogra-fías de mujeres metodistas, no
terminaríamos muy pron-to la tarea. Basta que recordemos, sin embargo, nom-bres de otras
como la señorita Mallet, después como la señora de Boyce, quien también recibiera en la
Confe-rencia de 1787 autoridad como predicadora "por todo el tiempo en que ella predicare la
doctrina metodista y se conformare con su disciplina".
De Ana Kitler, quien viajaba por el distrito de Bradford y se distinguió por el poder que tenía en
la oración.
De Esther A. Rogers (esposa de Jaime Rogers, uno de los predicadores itine-rantes) quien, a
pesar de morir a los 38 años de edad dejó cartas y un diario que al publicarlos alentaron por
mucho tiempo a los fieles metodistas.
De Hannah Ball quien en 1769, antes que Roberto Raikes comenzara la suya, estableció una
escuela dominical en Wycombe, la que dirigió hasta su muerte en 1792 (esta escuela todavía
funciona).
De Sofía Coole (quien más tarde casóse con Samuel Bradburn) recordada especialmente
porque inspiró a Roberto Raikes la iniciativa de empezar formalmente con la obra de las
escuelas dominicales. Fue la que marchó con Raikes por las calles de Gloucester con el primer
grupo de niños maltrechos y con las ropas en jirones hacia una iglesia, para que reci-biesen
instrucción y nociones de religión (1780).
Todas esas mujeres y muchas otras estuvieron en la sucesión apostólica de Susana Wesley y
hablan elocuen-temente del poder del Evangelio, en el que no hay acepción de personas, sino
que salva, exhalta y usa a todo aquél que sintiendo el llamado del Señor, se entre-ga de cuerpo
y alma.
----------------------------------------------------------
(1) Stevens, A., Op. Cit., Vol. I, Pág 131.
(2) “Works”, Vol. V, Pág. 179.
(3) "Diario", 21 de mayo de 1739.
(4) "A New History of Methodism", Vol. I, Pág. 293.
(5) Stevens, A., Op. Cit., Vol. I, Pág 174-175.
(6) Stevens, A., Op. Cit., Vol. I, Pág 407-408.
(7) McTyeire, H. N., Op. Cit., pág. 163.
(8) Idem.
(9) McTyeire, II. N., Op. Cit., Pág, 163.
(10) Idem.
(11) Ibid, Pág. 164.
(12) Del Diario de Nelson, citado por Stevens, A., Op. Cit., Vol. I, págs. 193-94
(13) Citado por Stevens, A., Op. Cit., Vol. l, pág. 207.
(14) Citado por Stevens, A., Op. Cit., Vol. l, pág. 207.
(15) Ibid, pág. 208.
(16) Idem.
(l7) Stevens, A., Op. Cit. Vol. I, pág. 208.
(18) Idem.
(19) Stevens, A., Op. Cit., Vol. I, Págs. 179 -80.
(20) Stevens, A., Op. Cit., Vol. II, pág. 267
(21) Stevens, A. Op. Cit. Vol. II, pág. 270.
(22) Ibid, Vol. III, pág. 226.

CAPÍTULO UNDECIMO.

LA BANDA DE LOS IRREGULARES


Parte Segunda
"Felipe: tienes que predicamos
o nos iremos todos al infierno y
Dios exigirá nuestra sangre
de tus manos”.
Bárbara Heck.

Hacia fines del siglo XVII, el Rey Luis XIV de Francia devastó, por intermedio del
Mariscal Turenne, la región alemana del Palatinado sobre el Rin. La población de la
región era casi toda formada de protestantes que se vieron en la necesidad de
abandonar sus tierras y refugiarse en otros países.
La reina Ana de Inglaterra envió varios navíos para llevar a unos cuantos de ellos
desde Rótterdam a Inglaterra. Más de seis mil llega-ron a Londres, abatidos y
reducidos a una pobreza lamentable. Muchos de ellos fueron a vivir a Irlanda, hasta
que se les abriese alguna oportunidad para establecerse en otra parte.
En 1710 el gobierno británico envió casi tres mil de ellos a
América, donde estableciéronse en regiones que hoy día son
abarcadas por los estados de Nueva York, Pensilvania y
Carolina del Norte. Muchos permanecieron todavía en Irlanda y
fueron paulatinamente moviéndose de allí a través de los años.
TOMÁS WILLIAMS
El primer metodista que de Inglaterra cruzó el canal para ir a
Irlanda fue un tal Tomás Williams, quien estableció una
sociedad en Dublín. Juan Wesley visitó en ese mismo año esa
obra y desde entonces hizo fre-cuentes visitas a esa Isla. En
pocos años el metodismo estaba diseminado en muchos
puntos.
En 1752, un joven carpintero fue alcanzado por el avivamiento metodista. Su nombre
era Felipe Embury. En 1758 fuele dada carta de predicador local. En 1760 formó parte
de un grupo de emigrantes que de Limerik, Irlanda, salieron para América.
Entre los mismos estaba también su prima Bárbara Heck, que al igual que el era
miembro de una de las sociedades metodistas. Los dos primos y sus familias
estableciéronse en Nueva York. Eran descendientes de esos protestantes que tuvieron
que abandonar el Palatinado en el siglo anterior, mu-chos de los cuales, como esos
dos primos, habían sido alcanzados también por el avivamiento Wesleyano.
Más o menos en la misma época otro predicador local metodista de Irlanda trasladóse
a América y establecióse en la región de Maryland. Su nombre era Ricardo
Strawbridge. Algunos historiadores piensan que éste no podía haberse trasladado .a
América antes de 1764 ó 65, llegando algunos a poner la tardía fecha de 1766.
A Embury y Strawbridge se les considera como los dos primeros adalides del
metodismo en América del Norte. Pasaremos entonces a considerar a estos dos
hombres, para después mencionar unos pocos más del mismo carácter y que juntos
servirán para ilustrar también el poder que el avivamiento metodista tuvo en el corazón
y la vida de los que militaron en las filas laicas.
FELIPE EMBURY
Cuando Felipe Embury y su prima Bárbara Heck llegaron a Nueva York, quedaron
desvinculado s de la influencia metodista, pues no había aún en la nueva tierra ninguna
sociedad formada, no obstante los viajes y las predicaciones evangelizador as de Jorge
Whitefield; Al principio vinculáronse con otro grupo evangélico, pero no les agradó el
ambiente y terminaron perdiendo casi por completo su fervor religioso.
Narra la historia que por 1766 una tarde de domingo encontrábase un grupo de
hombres jugando a las cartas, que era el pasa-tiempo predilecto de mucha gente
después de las horas de trabajo, cuando Bárbara Heck entró y ante la esce-na. irritóse
a tal punto que tomó las cartas de las manos de los que con ellas se entretenían y las
arrojó al fuego. y exhortó a las personas presentes a cambiar de cos-tumbres e instó a
algunos a recordar que ellos habían sido metodistas antes de venir a América.
De allí fue a la casa de Embury, su primo, e informóle de lo suce-dido y díjole con gran
vehemencia: "Felipe, tienes que predicamos o nos iremos todos al infierno y Dios
exi-girá nuestra sangre de tus manos". Felipe, algo sor-prendido ante esa visita
inesperada de la prima y ese reto, contestó como para disculparse: "¿Cómo puedo
predicar, visto que no tengo local ni congregación?" A esto Bárbara contestó: "Predica
en tu propia casa y a los de tus propias relaciones".
Antes de dejarlo, con-siguió del primo la promesa de que haría una prueba y pocos
días después Felipe dirigía la primera reunión en su propia casa. En esa ocasión
solamente cinco per-sonas escucharon su sermón y ése fue el primero pre-dicado por
un metodista en América, salvo que Straw-bridge hubiera ya predicado anteriormente
en el sur. Asistieron a ese servicio religioso Bárbara Heck y su esposo (Pablo), la
esposa de Embury, Juan Lawrence y Betty, ésta última una niña sirvienta de origen
africano.
A partir de ese momento Embury ejercitó su ministe-rio laico. Pero muy pronto su casa
quedó chica para poder contener a los que se interesaban por asistir y entonces
alquilóse un "Aposento Alto". Este tampoco pudo contener a los concurrentes por
mucho tiempo y ya en 1767 túvose que alquilar otro local, conocido con el nombre de
"Rigging Loft", que medía veinte metros de largo por seis de ancho. Allí predicaba los
domingos, a las seis de la mañana y más tarde también los jueves de noche. En 1768
en la calle de San Juan (St. John), fue alquilada una propiedad que finalmente
compróse en 1770 (La capilla se construy6 antes de pagarse el terreno, cuando todavía
lo tenían arrendado).
Allí fue levantada la primera capilla me-todista en el Nuevo Mundo. Hízose una
suscripción y doscientas cincuenta personas la firmaron comprome-tiéndose a ayudar.
Entre los que firmaban hubo un tal Capitán Webb (sobre el cual hablaremos más
adelante) que fue el que dio la mayor suma, algo así como ciento cincuenta dólares,
cantidad considerable para aquel entonces. Construyóse una capilla de piedra que
medía veinte metros por catorce. Embury, fiel a su oficio, hizo el púlpito.
Los planos para la construcción de la capi-lla los facilitó la señora Bárbara Heck, de
una manera original. Ella, después que el grupo resolvió construirla, "tuvo revelación"
en un sueño de cómo se la debía edificar y visto que ella fue la que despertó el celo
religioso en la compañía y que mucho se la estimaba, aceptaron sus indicaciones. Sin
embargo había una difi-cultad. Considerábase a los metodistas como gente disidente y,
según las reglamentaciones en vigencia, no podían construir capillas o templos. Para
obviar la difi-cultad y no verse privados de construir, se le puso una chimenea a la
capilla, para darle así la apariencia de un edificio común.
El sermón inaugural al dedicar la nueva capilla para el culto divino, fue dado el 30 de
octubre de 1786 y Embury lo predicó. Tomó como texto: "Sembrad para vosotros en
justicia, segad para vosotros en misericor-dia; arad para vosotros barbecho; porque es
el tiempo de buscar a Jehová, hasta que venga y os enseñe justicia."(Oseas 10:12).
A la capilla diósele el nombre de "Wesley". El car-pintero-pastor estuvo asumiendo la
responsabilidad de la sociedad que se formara en Nueva York hasta 1769, cuando
vinieron desde Inglaterra los primeros misio-neros enviados por Juan Wesley y
asumieran la responsabilidad del movimiento metodista en América.
Embury y todos los miembros del grupo alemán-irlandés de esa primera sociedad
metodista, fueron a vivir en la localidad de Camden entre 1767-70, más tarde parte de
Salem, condado de Washington, en el hoy estado de Nueva York. Cerca de allí, en un
lugar lla-mado Ashgrove, organizó una sociedad. En 1775, traba-jando en el campo,
pues había cambiado su ocupación de carpintero por la de agricultor, hirióse con uno
de los instrumentos de trabajo a consecuencia de lo cual murió.
Bárbara Heck y su esposo, Juan Lawrence y su esposa (la viuda de Embury) y Samuel
Embury, hijo de Felipe, trasladáronse en 1783 al Canadá y se esta-blecieron
permanentemente en el pueblo de Augusta en 1785. Aquí vinieron a formar el núcleo
de una clase metodista, de la cual Samuel Embury fue escogido guía. Bárbara murió en
1804 y hasta el día de hoy se la recuerda con veneración, pues se la consideró como
madre del metodismo canadiense.
ROBERTO STRAWBRIDGE
Algunos historiadores son de la opinión que Strawbridge predicó antes que Embury, en
el sur de los Estados Unidos, empero nunca pudo establecerse con certeza tal cosa y
así comparten la gloria de haber sido ambos los primeros en diseminar el avivamiento
meto-dista en tierras americanas. Lo cierto es que Strawbridge convirtióse más tarde
que Embury, igualmente por la predicación de Juan Wesley en 1758.
No hay noticias ciertas cuanto a la fecha de su nacimiento. Estable-cióse en las
colonias americanas en un lugar llamado "Sam's Creek", en Maryland, e hizo de su
casa un san-tuario para todos sus vecinos, continuando así su vocación de predicador
ya ejercida en Irlanda. Pronto la casa hízose pequeña para recibir a los que venían a
escuchar sus exposiciones y entonces construyó una capilla de troncos de árboles ("log
house") en la cual dejáronse aberturas para una puerta y tres ventanas, pero éstas
nunca fueron colocadas. Sin embargo instalóse un púlpito, pues se sabe que debajo
del mismo fueron sepultados dos de los hijos de Strawbridge.
El interés por la religión propagóse tanto en esa re-gión que para atender a todas las
demandas de predi-cación, faltóle, el tiempo a Strawbridge para atender sus intereses
particulares y comenzó a descuidar sus campos con la consecuencia que sus cosechas
ya no bastaban para el sostén de su familia. Ante ese hecho reunió a sus vecinos y
díjoles: "Si ustedes desean que les predique el Evangelio tendrán que cultivar también
mis tierras, pues yo no puedo hacer las dos cosas al mismo tiempo".
Los vecinos se comprometieron a ha-cerla y así pudo extender su campo de acción. Se
le reconoce como el que estableció primeramente la obra: metodista en las ciudades de
Baltimore y Hartford. Evidentemente que aprovechó muchos de los frutos de-jados por
la predicación de Whitefield. Como alguien dijo muy gráficamente: "El recogió los frutos
que Whitefield sacudiera de las ramas". Tuvo la distinción de ser instrumento para la
conversión de Ricardo Owen, el primer predicador metodista que viera la luz en
América.
Strawbridge era de espíritu independiente. Sometióse muy a regañadientes a la
dirección de Asbury y fue uno de los pocos que no obedecieron sus órdenes de no
administrar los sacramentos. Hallaba que en vista de la falta de pastores ordenados,
cualquier cristiano que estuviera al frente de una congregación, por la gracia de Dios
estaba en condiciones de hacerla. Debido a esto entró más de una vez en controversia
con Asbury y anduvo distanciado y separado por mucho tiempo de él.
Su ministerio tuvo un largo período de veintiún años. Falleció en 1781 cerca de
Baltimore. Ricardo Owen predicó el sermón en memoria de aquél que le llevara a
Cristo. Comentando acerca del carácter de su minis-terio, W. C. Barclay asevera:
"Si un hombre puede ser juzgado por el fruto de sus labores, Roberto Strawbridge
sirvió la causa de Dios con tanta eficacia hasta la época de su muerte como cualquiera
de los predicadores primi-tivos del metodismo. La influencia personal de ningún otro
abarcó un campo más vasto y afectó vitalmente más gente que la de él.
Al tiempo de su muerte aproximadamente cuatro quintos de to-dos los miembros de las
sociedades metodistas esta-ban en Maryland y hacia el sur donde su influencia se
había extendido mayormente." (1)
Y otro historiador contemporáneo, William W. Sweet, dice en su libro "La Religión en la
Frontera Americana":
"Strawbridge adelantóse a su tiempo y él puede muy bien ser llamado "el primer
verdadero adalid del metodismo americano'." (2)
CAPITÁN WEBB
Ya mencionamos el hecho de que un tal Capitán Webb figuraba a la cabeza de la lista
de contribuyen-tes, que se comprometieron por la construcción de la primera capilla
metodista en Nueva York. Ciertamente pocas figuras históricas existen en el seno del
meto-dismo más interesantes que la de este viejo militar. Pertenecía a las milicias
inglesas, perdiendo el ojo dere-cho en una refriega y resultando herido en el brazo
derecho en otra.
En 1765 escuchó a Wesley en Bristol y unióse allí a la sociedad metodista. Poco
tiempo des-pués, concediósele licencia de predicador local. Wesley dijo de él: "Es un
hombre de fuego y el poder de Dios continuamente acompaña .a su palabra". No era
sola-mente Wesley el que tenía una alta opinión de este militar-predicador, sino que
otra autoridad en asuntos metodistas escribió del Capitán lo que sigue:
"La gente veía en su rostro al guerrero y escu-chaba en su voz al misionero. Bajo la
influencia de su santa elocuencia la gente temblaba y lloraba, rindiéndose bajo el poder
extraordinario de su pa-labra." (3)
Era el suyo un talento natural, aunque fuese hombre de considerable inteligencia. Leía
bastante y conocía mucho a los hombres por el contacto que con ellos ha-bía tenido en
su carrera militar. Llegó a leer su Nuevo Testamento en griego y el ejemplar que en esa
lengua usaba, es aún una de las reliquias más preciosas que se conservan en América.
Fue a América del Norte para servir en la ciudad de Albany, Nueva York, unos tres
años después de su conversión. Al llegar, continuó con su costumbre de tener el culto
familiar en su casa, cosa que llamó la atención de sus vecinos y más todavía por ser él
un militar. Esa costumbre creó en ellos interés por cono-cer la naturaleza de la religión
que esa familia profe-saba y así muchos pidieron que se les admitiera a esas reuniones
familiares.
Pronto formóse un grupo en su casa que se reunía periódicamente para oración y
me-ditación. Mientras tanto el Capitán tuvo noticias de las reuniones que Embury dirigía
en Nueva York y resolvió ir hasta allí para ver de lo que se trataba.
Fue memorable esa primera visita a la congregación metodista de esa ciudad. Llegó
cuando el culto ya había empezado y sentóse entre la congregación con la espada en
su flanco. Los hermanos al ver la presencia de ese militar lleváronse no pequeño
susto,. pues pensaron que vendría para interferir en sus reuniones y cerrarles el local.
Embury mismo no se sintió muy cómodo en el púlpito con ese extraño militar ante sí y
que le acom-pañaba con mucho interés, mirándole fijo con ese sólo ojo que tenía.
Cuando terminó su sermón, como era costumbre en ese entonces, Embury preguntó si
alguien sentíase movido por el Espíritu como .para decir alguna palabra de exhortación.
A esa invitación levantóse el Capitán, quien ocupó el púlpito y después de colocar su
espada sobre él dijo: "Hermanos, yo también soy metodista". Podemos imaginamos el
suspiro de alivio y la alegría que brotó de todos los pechos al saber que tenían en él
otro hermano y con quien podían contar para el afianzamiento de la causa. Realmente
vino a ser una columna fuerte de esa congregación y el que contribuyó más que
ninguno para que se levantara esa primera capilla en Nueva York, para lo que reunió
mu-cho del dinero necesario.
Poco tiempo después de ese encuentro se jubiló y se estableció con su familia en una
isla de Nueva York, llamada Long Island, en la localidad de Jamaica, donde pronto
formó una sociedad. Ahora que ya no tenía obligaciones con el ejército, entregóse
enteramente a la predicación y extendió sus labores por toda la isla, yendo más allá
hasta Nueva Jersey, Delaware, Maryland y Pensilvania. Pronto la fama de sus
predicaciones tras-cendió y se afirmó. En la ciudad de Filadelfia fundó una sociedad
con siete miembros, quienes constituyeron el núcleo inicial de 10 que es todavía la
congregación de San Jorge.
Al igual que en Nueva York, interesóse para que la sociedad tuviese su propio local de
cultos y, en consecuencia, empeñóse para que en 1769 se adquiriera y concluyera un
edificio que pertenecía a una congre-gación reformada alemana parcialmente
constituida. Ese templo modificado y reconstruido en partes se usa toda-vía, siendo
considerado el templo metodista en constante uso y el más antiguo de América del
Norte. En esa ciu-dad y a fines de 1769 dio la bienvenida a dos de los; misioneros que
vinieron de Inglaterra, enviados por Juan Wesley y la Conferencia Anual: Boardman y
Pilmoor, aunque éstos no fueran los que él pidiera. Poco después de llegar, Pilmoor
escribió a Wesley este testimonio de la obra llevada a cabo por Webb y sus resultados:
"Grande fue la sorpresa al encontrar al Capitán Webb en la ciudad y una sociedad de
cerca de cien miembros, que deseaban estar en estrecha relación con usted. "De parte
de Jehová es esto: es maravilla en nuestros ojos". He predicado diversas veces y la
gente acude en multitudes para escuchar. La noche del domingo salí al raso. Tuve por
púlpito la plata-forma que se usa para las carreras de caballo y creo que entre cuatro y
cinco mil oyentes escucharon en profundo silencio. ¡Bendito sea Dios, por la
predi-cación al aire libre! Al principio cuando hablé de predicar a las cinco de la mañana
la gente pensó que eso no tendría éxito en América, sin embargo resolví experimentar
y tuve una buena congregación." (4)
En 1772 fue a Inglaterra y compareció ante la Confe-rencia reunida en la ciudad de
Leeds, la que, a raíz de una conmovedora apelación suya, envió otros dos misio-neros
a América (los ya mencionados Rankin y Shadford). Y retornó al Nuevo Mundo con
ellos. Uno de los docu-mentos que nos revela el espíritu aventurero de la obra
misionera de aquel entonces, consiste en una cartita que Juan Wesley escribió a
Shadford, cuando le avisó que había llegado el momento de partir. Aquí la
transcribimos:
"Querido Jorge, la ocasión ha llegado para que te embarques para América. Deberás
dejar a Bristol, donde te encontrarás con Tomás Rankin y el Capi-tán Webb y su
esposa. Déjote libre, Jorge, en el gran continente de América. Publica tu mensaje bajo
la luz del sol y haz todo el bien que puedas. Querido Jorge, quedo afectuosamente
tuyo." (5)
Pasó algún tiempo más ayudando en la obra de evan-gelización en América Y después
volvió a Inglaterra donde continuó su obra de evangelización, siempre como laico.
Murió en el mismo lugar donde había conocido a Cristo, en la ciudad de Bristol el 20 de
diciembre de 1796, a la edad de 72 años. Un contemporáneo suyo dice que hasta el fin
de su vida Webb conservó gran vitalidad y que a los 70 años más bien parecía tener
55. Un pre-dicador que le acompañara en sus últimos días relata así su deceso:
"Miércoles, diciembre 21. Anoche, cerca de las 11, el Capitán Webb repentinamente
entró "en el gozo del Señor. Participó de la cena y retiróse a descansar cerca de las
diez, sintiéndose bien. En menos de una hora su espíritu dejó la envoltura de barro
para entrar en los reinos de la eterna felicidad. Tenía el presentimiento de que
cambiaría de mundo durante el presente año y que su partida sería repentina." (6)
En Bristol" ayudó a levantar la capilla de la calle Pórtland bajo cuyo altar fueron
sepultados sus restos. Probablemente el mayor tributo que jamás se le brin-dara a este
soldado-predicador fue el del Sr. Juan Adam., quien llegó a ser uno de los presidentes
de los Estados Unidos. Este le escuchó en Filadelfia y después lo des-cribió así: "El
viejo soldado es uno de los hombres más elocuentes que yo jamás haya escuchado. El
sabe despertar la imaginación y emocionar mucho, expresándose con propiedad." (7)
ROBERTO WILLIAMS
Una de las vidas más novelescas que se registran en la historia del metodismo
americano, entre los predicado-res laicos, fue sin duda alguna la de Roberto Williams.
Fue el primer predicador itinerante que llegó a la Amé-rica del Norte antes que viniesen
los que, en 1769, la Conferencia Anual resolvió enviar. Arribó a Nueva York en agosto
de 1769, desde Irlanda.
En la primavera de ese año, habiendo llegado noticias de la obra de Embury y de la
necesidad que éste tenía de que alguien le asis-tiera, ofrecióse a Wesley. Parece que
éste no demostró mucho interés y la razón principal habría sido el hecho de que
Williams criticara ásperamente en público a clé-rigos de la Iglesia Anglicana. Y esto
disgustó a Wesley, quien se oponía a que se hicieran comentarios contra el clero
oficial, aun cuando éste lo hubiera merecido. Final-mente, ante su insistencia casi
impertinente accedió a que fuese, siempre que el mismo se hiciese cargo de los gastos
de viaje y con la condición de que se colocara a las órdenes de los misioneros que
serían enviados más tarde por la Conferencia.
Era hombre de mucha iniciativa y ya había predicado por tres años en Irlanda, eso
granjeóle muchos amigos y entre ellos contábase un tal señor Ashton, un laico
meto-dista de Dublín. Este no sólo ofreció pagarle el pasaje sino que a la vez prometió
acompañarle hasta Nueva York. Ante esa estupenda promesa del amigo, vendió su
caballo para pagar las deudas y emprendió viaje a pie hasta Dublín, cargando las
alforjas en su espalda, llevan-do un pan y una botella de leche.
Dos meses antes que los misioneros regulares llegasen a América, Williams llegó con
su amigo. Al desembarcar no perdió tiempo, pues fue inmediatamente en busca de
Embury y ofrecióle sus servicios que, aceptados, continuaron hasta la llegada allí de
Boardman, uno de los dos misioneros regulares. No se quedó quieto en Nueva York,
empezando a viajar en seguida tomado de la misma inquietud que Asbury. En verdad
éste lo menciona muchas veces en su Diario, observando que lo encontraba aquí, allá
y acullá, empe-llada en hacer obra de itinerante.
Los mejores resultados los obtuvo en los estados de Maryland y Virginia. Se le
considera como el que introdujo y estableció el metodismo en este último estado. Fue
constante en su minis-terio itinerante hasta que al casarse se localizó.
Una de las cosas que distinguieron a este obrero con-sistió en el hecho de que fue el
primer metodista que publicó y distribuyó libros en América. Por ese entonces no era
permitido a ningún predicador publicar libros a no ser con licencia expresa de Juan
Wesley. Mas Wi-lliams no se atuvo a esta restricción y publicó tratados, sermones y
libros, evidentemente afrontando él mismo los riesgos de la empresa.
Todo ese material lo distribuía profusamente en sus viajes, llevándolo en sus alforjas.
Jesse Lee, uno de los más renombrados y eminentes pre-dicadores metodistas de
fines de ese siglo y quien fuera convertido bajo su ministerio, escribió:
"Roberto Williams reimprimió muchos libros del señor Wesley y los desparramó a lo
largo del país, para gran ventaja de la religión. Los sermones que él imprimió en
pequeño formato e hizo circular entre el público tuvieron un gran efecto y dieron al
pue-blo luz y comprensión acerca de la naturaleza del nuevo nacimiento y del plan de
salvación. Y así, hubo oportunidad en muchos lugares para que nuestros predicadores
fuesen invitados a predicar donde nunca habían estado antes." (8)
Esta actividad irritó a Juan Wesley cuando supo de esas publicaciones en América y
escribió una carta a Asbury para que tomase cartas en el asunto, indicándole que no
permitiera publicar cualquier otro libro sin su consentimiento. A la vez escribió a
Williams en el mismo sentido. Sin embargo hasta el año 1773 por lo menos, él continuó
desconociendo la orden de Wesley, por lo que en la Conferencia de predicadores, que
se llevó a cabo en América en ese año, y probablemente obedeciendo a órdenes
recibidas de Wesley, púsose en las actas de la Conferencia lo siguiente: "Ninguno de
los predicadores podrá reimprimir cualquiera de los libros del señor Wesley sin su
licencia (cuando ésta puede ser obtenida) y sin el consentimiento de sus hermanos".
También aclaraban que Roberto Williams podía ven-der los libros ya impresos, pero no
se le permitiría imprimir otros a no ser que observara lo establecido por la Conferencia.
Falleció el 26 de septiembre de 1775, no mucho después de haberse casado y
localizado, en un lugar situado entre las ciudades de Suffolk y Norfolk, en Virginia. El
viajó durante todo su ministerio como un simple predicador laico, pues nunca llegó a
ser ordenado. Tuvo pues la distinción de ser el primer metodista itinerante en América,
el primero en publicar literatura Y el pri-mero en casarse y ¡también el primero en morir!
Terminaremos esta breve serie recordando un último ejemplo de estos hombres
intrépidos y sin ordenación humana.
JUAN KING
Nació en Inglaterra en 1746. También como Roberto Williams se embarcó para
América de manera irregular (esto es, sin ser enviado por la Conferencia Anual).
Convirtióse como tantos otros, bajo la predicación de Juan Wesley. Educóse en Oxford
y en una escuela de medicina de Londres, de la cual recibió su diploma de doctor. Su
padre airóse mucho cuando él se convirtió y se adhirió al movimiento metodista,
amenazándole con desheredarlo si insistía en quedarse unido a ese grupo de
"entusiastas".
Juan no desistió Y el padre cumplió con su palabra desheredándolo. Sin embargo, él
no se dejó vencer por el desaliento y prosiguió en su intento, saliendo fortalecido de la
prueba. Ahora estaba conven-cido más qt!c nunca de que Dios le llamaba a predicar.
El nombre de Juan King aparece en la lista de los cuatro predicadores nombrados para
América en el año 1770, parla Conferencia Anual de Inglaterra, aunque sólo dos lo
habían sido oficialmente en 1769. King, como Williams, vino por su propia cuenta,
probable-mente con el consentimiento personal de Wesley.
Llegó a América en 1769, poco después de Boardman y Pil-moor y se presentó
inmediatamente después de llegar. Mas como no tenía ninguna credencial oficial,
Pilmoor lo rechazó con desaire. El joven, sin embargo, no per-dió sus bríos y predicó lo
mismo sin permiso, pues en él clamaba el grito del Apóstol: "¡Ay de mí si yo no
predicare el Evangelio!"
Fue al cementerio y predicó desde los sepulcros a los pobres su primer sermón en
América. Los que le escucharon suplicaron a Pilmoor que le permitiese predicar ante la
sociedad metodista. Finalmente se le concedió licencia de predicador y fue a
Wilmington, Delaware, a anunciar la Palabra y de ahí pasó a Maryland donde
Strawbridge le recibió jubi-losamente.
Parece que él fue el primer predicador itinerante en llegar a la ciudad de Baltimore (era
sólo local, aunque itineraba mucho) y que su primer sermón lo predicó en la esquina de
una calle de pie sobre el yunque de un herrero y el segundo en otra esquina sobre una
mesa. El rector de. la Iglesia Anglicana de San Pablo lo invitó a predicar, pero no
volvería a ha-cerlo, pues según el testimonio de alguien que lo escu-chó "hizo volar el
polvo de los viejos almohadones de terciopelo".
Hasta 1777 su nombre aparece en la lista de predi-cadores itinerantes juntamente con
los demás y después desaparece. Mientras estuvo, fue nombrado para circuitos en las
regiones de Nueva Jersey, Virginia, Nueva York y Carolina del Norte. Cesó en la
itinerancia en ese año, porque se casó.
Compró casa en Louisburgo en Carolina del Norte donde ejerció la medicina,
conti-nuando sin embargo en la categoría de predicador local, en la que continuó hasta
su muerte en 1795. Aunque nunca llegó a recibir ordenación y fue siempre en ver-dad
un predicador laico itinerante, dos de sus hijos, llamados Juan Wesley y Guillermo
Fletcher, llegaron a ser predicadores metodistas ordenados y los otros cuatro hijos que
tuvo fueron todos miembros de la Iglesia.
El nombre de Juan King será siempre recordado como uno de los adalides metodistas
de América del Norte y conservado merecidamente en su registro de honor. Fue una de
los cuatro predicadores metodistas llegados de Inglaterra, que durante la revolución de
la independencia resolvieron quedarse para trabajar y mo-rir allí. (Los otros tres fueron
Asbury, Williams y Dempster). Murió en New Berne, Virginia, durante una visita que
hiciera allí, pero se le sepultó en el partido de Wake en Carolina del Norte donde vivía
desde 1789.
Nos gustaría hablar de otros laicos de la misma categoría, quienes fueron "punta de
lanza" en el estable-cimiento de la obra metodista en muchos otros lugares de la tierra,
como en Antigua, Nova Escocia, Canadá y África.
Pero estas páginas se exceden ya del limite que nos habíamos propuesto y tendremos
que concluir aquí con nuestra lista, la que nos da realmente una muy pálida idea de la
legión inmensa de hombres y mujeres de estos quilates y cuyo número sobrepasó en
mucho la de los que salieron a predicar con órdenes eclesiásticas.
La mayoría de ellos trabajaron heroica y noblemente en la sombra; la historia registra
muy pocos de sus nombres. Solamente Dios sabe cuántos fueron y cuánto trabajo
llevaron a cabo empujados por su Espí-ritu.
Ciertamente lo de ser recordado por los hombres tiene valor muy relativo. Lo
importante será que sus nombres y los nuestros estén en la memoria de Dios y
registrados para siempre en el Libro de la Vida.
--------------------------------------------------------------
(1) Op. Cit. Vol. I, pág. 41.
(2) Pág. 36.
(3) Citado por Stevens, Abel, en "American Methodist His-tory", Vol. 1, pág. 61.
(4) Citado por McTyeire, H. N., Op. Cit., pág. 279.
(5) "Cartas", año 1773.
(6) Stevens, A., "History of Methodisrn ", Vol. III, pág. 99.
(7) McTyeire, Op. Cit., pág. 264.
(8) Citado por Barclay, W. O., Op. Cit., Vol. 1, pág. 32.
CAPÍTULO DUODÉCIMO.

DESTELLOS INEXTINGUIBLES
"No anhelamos morar en .túmulos,
Ni en oscuras monásticas celdas,
Relegados por votos y barrotes;
A todos, libremente, nos ofrecemos,
Constreñidos por el amor de Jesús,
A vivir cuales siervos de la humanidad".
Carlos Wesley.

Probablemente haya aquellos que, después de haber; leído


las páginas que anteceden, exclamen: "¡Pero en aquellos
tiempos había gigantes en la tierra!" De que ellos fueron
gigantes en el orden moral y espiritual, no nos cabe duda,
pero sí ponemos en duda de que esa estir-pe de gente sólo
hubiese podido existir en "aquellos tiempos".
Si analizáramos íntimamente la vida, el ser, las posibilidades
y el medio ambiente en que actuaron, amén de otros
detalles, descubriríamos que eran hombres y mujeres de
carne y hueso como nosotros, quienes vivie-ron sin duda
alguna en épocas y circunstancias mucho menos favorables
que las nuestras.
El Dios que ellos ado-raban y por quien vivieron y murieron,
es el mismo Dios. y el Salvador, de quien recibieron
redención y gracia, es todavía el mismo, en el decir del
escritor de la carta a los Hebreos, "ayer, hoy y para siempre".
El principal instru-mento de inspiración y trabajo es todavía el mismo: las Sagradas Escrituras.
El pueblo, en el medio del cual vivimos y actuamos, salvada la apariencia exterior y el lustre de
una civilización agraciada por los adelantos téc-nicos de la ciencia, es el mismo pueblo que
enfrenta, cada día, vida y muerte, tristezas y alegrías, pasiones y esperanzas, desilusiones y
ensueños, sed de integración y eternidad e inquietud por permanencia y estabilidad.
Esos personajes que pasamos en revista no eran todos ellos sabios, no. eran todos ellos
ignorantes. Algunos, y por cierto la mayoría de los líderes, recibieron la mejor educación
posible en esa edad: pisaron los atrios uni-versitarios; casi todos e llos recogieron honores;
fueron oradores de alto vuelo; se codearon con los grandes y sus nombres quedaron
registrados en la historia entre aquellos que alcanzaron mérito ante los hombres y gra-cia ante
Dios.
Otros fueron humildes, en cuanto a letras humanas y a veces completamente ignorantes, de la
misma compañía de la que formaron parte los pescadores del Mar de Galilea que
acompañaron a Jesús en los prístinos días del Evangelio. No pocos de éstos vinieron de las
capas más humildes de la sociedad, donde las luces del intelecto eran escasas debido al
apremio por ganarse el pan de cada día y a la preocupación constante por la falta de las cosas
más necesarias a una vida normal y decente.
Pasamos por toda la gama de las posibilidades intelectuales, desde el que está en el pináculo
de la sabiduría humana hasta aquel que está sumergido en la' más deprimente ignorancia. Sin
embargo, vemos que todos ellos recibieron en un momento dado o a través de alguna
contingencia inesperada o por una búsqueda porfiada y agonizante, la luz que ilumina el alma y
que la hace ascender a los pináculos de las mejores alturas y arranca del fango a los que
caminan por valles de som-bra y miseria.
Tampoco fueron lo que fueron por pertenecer, por lo visto, a una sola clase, la clase de los
privilegiados o de los desprotegidos. En esta nuestra "Extraña Estirpe de Audaces”
encontramos a teólogos, nobles, hacendados, médicos, abogados, artesanos, soldados,
agricultores, maestros, amas de casa y sirvientes, todos ellos pasan ante nuestra vista
poseídos por una misma y profunda pasión, yendo en busca de un mismo blanco y bregando
en el mismo afán de superación y abnegación para encontrar dentro de la vocación común -
que las distinciones humanas nada son - que lo que vale es lo que llevamos dentro de
nosotros, esa decisión de sintonizar nuestro yo pequeño e insignificante con el gran Yo del
universo.
Tampoco lo fueron porque pertenecieron a una deter-minada escuela teológica. Algunos que
eran teólogos, descartaron su teología formal y tradicional. Otros nunca supieron de ella, ni se
preocuparon por adquirirla de una manera sistemática, ni vinieron a constituir una nueva
escuela teológica. Sus doctrinas y sus creencias son comunes a uno y otro grupo de cristianos.
No descubrie-ron nada nuevo u original o superior a lo que ya se sabía en el terreno de los
conocimientos de las cosas de Dios. Solamente dieron énfasis a ciertos conceptos teológicos y
bíblicos desusados, olvidados o despreciados por conve-niencias del momento o para "cubrir
una multitud de pecados" o por inercia para no salir del "statu quo" o por temor a lo que
pudiese decirse o por no ofender a los que vivían en libertinaje.
El movimiento metodista nunca distinguióse por su teología. Como lo dijimos al principio no ha
sido una nueva doctrina, sino una nueva vida, un esforzarse por encarnar el espíritu de Cristo,
que en el decir del apóstol Pablo, es "tener el mismo sentir que hubo también en Cristo”.
Tampoco lo fueron por querer formar una denomina-ción con un gobierno eclesiástico más
novedoso o un ministerio distinto. La forma denominacional que toma-ría más tarde el
movimiento, por diversos factores (algu-nos de los cuales fueron mencionados) fue tan
solamente accidental y de valor secundario.
El movimiento encon-tró desde sus comienzos la hostilidad y animosidad de los eclesiásticos
responsables y así en lugar de operar dentro del seno de la Iglesia, tuvo que imponerse al
margen de ella, con contadas excepciones. Igualmente como aconteciera con los otros
movimientos de reforma en el curso de la historia.
Fue un movimiento del Espíritu por el espíritu, de la gracia divina operando en recipientes
sensibles a su llamado, de la pasión de Cristo manifestándose en seres conscientes de la
grandeza y per-manencia de las cosas espirituales. Juan Wesley en verdad formó sociedades,
pero esas sociedades no eran iglesias y debían tener sus reuniones en períodos distintos a las
horas en que las iglesias celebraban sus cultos.
Los mi-nistros que ministraban en ellas eran ministros que pertenecían a otras iglesias y los
llamados "predicadores irregulares", itinerantes o locales, eran en la mente de Juan Wesley tan
solamente coadjutores de un ministerio regular. Whitefield, por su parte, nunca preocupóse ni
siquiera de reunir en alguna forma aquellos a quienes alcanzó con su palabra.
Fueron otros, juntamente con la condesa Huntingdon, quienes trataron de darle forma de
permanencia a sus labores dentro de la idiosincrasia predestinataria y sólo ante la negativa de
los clérigos de la Iglesia Oficial de incorporar el movimiento dentro de la misma.
Desafortunadamente el movimiento desembocó en denominacionalismo y por esto tal vez haya
perdido el empuje, el entusiasmo, la frescura y la independencia que tenía en sus prístinos
tiempos.
¿Qué fue entonces lo que contribuyó para que los destellos de esas personalidades quedasen
con reverbera-ciones inextinguibles? Trataremos de analizar, tan bre-vemente cuanto nos sea
posible, esos elementos que transcienden estados, clases, posiciones, conocimientos y
tradiciones.
1. En primer término estaba la convicción firme de que uno tenía que experimentar por sí
mismo el perdón y el amor de Dios en Cristo. No bastaba que la Biblia y la Iglesia lo dijeran.
Eso no daba seguridad a nadie. Cada uno presa de la angustia y la incertidumbre, debía., por
sí mismo satisfacer la sed de estar en comunión con el Dios de la gracia y la misericordia,
debía sentirlo sin temerlo y adorarle sin temblar ante su presencia, sabiendo que el yo, "mi yo",
tal cual uno lo siente ser, ha sido perdonado y rehecho por Dios, arrancado del piélago de la
muerte para vivir ante la esperanza de un mañana de inextinguible ventura junto a Dios.
Aún en el caso de la elección, el recipiente de ella de alguna manera debe tener conciencia de
que Dios le ha elegido y de que por esa elección se convierte en vaso digno de la gracia. No
que deba hacer algo capaz de pagar la gracia de Dios, puesto que no tiene precio, sino de
corresponder a la gracia con una vida que sea para "Su gloria".
2. Seguíase a eso la convicción de que para perma-necer en el estado de salvación y gracia,
era necesario que la dirección constante del Espíritu Santo se manifes-tara en la vida del
individuo y la Iglesia. Su dirección es mucho más necesaria que la tradición y la costumbre,
porque uno puede seguir una y otra insensiblemente, sin que el corazón y la conciencia nada
tengan que decir y sentir.
El Espíritu Santo es la acción continua de Dios en la' vida redimida del individuo y la Iglesia. Es
lo de Cristo, cuando dice: "Apartados de mí nada podéis hacer". Es lo del pámpano que tiene
que estar unido a la vid, para que produzca fruto y fruto permanente y abun-dante. El
testimonio y la presencia del Espíritu Santo no son tan solamente necesarios sino
imprescindibles, el "sine qu a non" en la vida del creyente.
3. Existía la convicción, por lo menos entre la mayoría de ese movimiento, de que cada
persona está natu-ralmente, inevitablemente expuesta a la acción salvadora de Dios; esto es,
que nadie está excluido de la posibilidad de convertirse de un hijo de las tinieblas en un hijo de
la luz. De un pecador a un hijo de Dios.
Esta fue la "re-democratización" del Evangelio, la apelación sobe-rana en esa extraordinaria
cruzada que buscaba rescatar a los más destituidos, ignorantes y abandonados al mar-gen de
los que considerábanse a sí mismos los "elegidos y privilegiados". La misericordia divina no
tiene límites o favoritismos de cualquier especie o regiones donde se manifiesta más o menos.
Si Juan Wesley podía decir: "¡Mi parroquia es el mundo entero!", fue porque descu-brió que
primeramente esa parroquia del mundo entero era parroquia de Dios, así como ya lo dijera
Cristo a los fariseos de sus días cuando les contó las parábolas de la oveja, la moneda y el hijo
perdido. ¿Qué diremos enton-ces de aquellos que dentro del movimiento creían en la elección
divina?
Ya dijimos cómo Whitefield, en teología pensaba como predestinatario, mas en su obra de
evan-gelización actuaba como arminiano. Además era creencia suya, y de aquellos que como
él pensaban, que era menes-ter despertar la conciencia de los elegidos, para que pudiesen
aprovechar la anchura y la profundidad de la gracia de Dios aún en la tierra. De allí también la
urgen-cia de la predicación en los que creían en la elección divina.
4,. Las Sagradas Escrituras eran primeramente la Única base e instrumento para la salvación y
luego su uso se relacionaba con el cultivo de la piedad cristiana. En todas partes este despertar
religioso era siempre seguido de un interés inmediato por un conocimiento más cabal de las
Sagradas Escrituras en cuanto a su carác-ter devocional e instructivo.
De allí que se hiciese hincapié en la urgencia de su lectura, exposición y divulgación. Las
predicaciones, los cultos familiares, las reuniones de oración y de profundización espiritual
siempre se escudaban en el testimonio de las Escrituras y en su autoridad final en la
determinación de la conducta. Esa búsqueda y exacta comprensión de las Escrituras
dependían de la iluminación del Espíritu Santo, que según su entender era el único instrumento
capaz de abrir el secreto de la sabiduría del texto sagrado. Los predicadores itinerantes salían
con sus alforjas repletas de Biblias, porciones de la misma y de libros que pudiesen ilustrar y
aplicar su contenido.
5. Existía en todos ellos la necesidad de una relación más íntima con Dios y la convicción de
que tenían que arrepentirse cabalmente de su pasado. Esa convicción llevaba a algunos de
ellos a un estado de profunda tris-teza y agonía por sentirse en una condición de absoluta
insuficiencia y rebeldía. Pero, cuando ese estado daba lugar a la convicción de que les había
alcanzado el per-dón y el amor de Dios, de acuerdo con el mensaje de las Sagradas Escrituras,
entonces la congoja y la desespera-ción transformábanse en alegría y jubiloso entusiasmo, que
trascendían según los de afuera los límites de la "razón y la decencia".
Esto, empero, no debe extrañar a nadie puesto que también en el día de Pentecostés fueron
tomados por gente "llena de mosto" los que recibieron la bendición del Espíritu Santo y se
derramaron jubilosos por las calles de Jerusalén, dando expansión así a su alegría espiritual.
Este estado de júbilo y entusiasmo era para ellos revelador de la verdadera naturaleza de la
religión cristiana, la que según el apóstol San Pablo debe manifestarse en "caridad, gozo, paz,
tolerancia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza". El apóstol también coloca el
gozo como uno de las primeras manifestaciones de la presencia del Espíritu en la vida del
creyente.
6. Además tenían el sentido de la urgente responsa-bilidad por alcanzar a otros, en un esfuerzo
a veces heroico y siempre porfiado. Tenían la misión de, colocar a las personas bajo la acción
de la gracia divina y de despertar en ellas el apetito por las "cosas que no pere-cen".
No que ellos se sintiesen ahora capaces por sí mismos de obrar la salvación de alguno, sino
que por gratitud y reconocimiento se colocaban a las órdenes de Dios, para que los usase
como instrumentos dóciles y eficientes en la salvación de otros, para que éstos
expe-rimentasen el mismo sentir de júbilo espiritual que ellos habían experimentado y gozaban
después de su personal encuentro con Cristo y su Evangelio.
Era el "¡Ay de mí si no predicare el Evangelio!" el secreto del poder que los empujaba aún
cuando eran iletrados y destituidos de bienes materiales, que brotaba irresistible, arrollador,
impetuoso, inevitable y gozoso de cada alma redimida.
7. En ese afán de apelación y propagación no tenían límites el sacrificio y la osadía. Ahora la
vida que poseían, redimida en el amor sacrificial de Dios en Cristo, ya no les pertenecía sino
que era propiedad de Dios. Hubiera sido pecado imperdonable conservada para uno mismo y
gozada en secreto, a solas en la presencia de Dios.
Ahora tenían que enfrentar, así como Cristo lo hiciera, todas las dificultades y la cruz, a fin de
que el Evangelio no fuera detenido y pudiese gozar de vía libre hacia el corazón de cada ser
humano. La salvación no era por lo tanto algo que uno tuviese el derecho de conservar
avaramente para sí.
Cuando uno está en posesión de la salvación plena no puede sino compartida con otros para
que aumente el número de los herederos del Reino de Dios. De esa manera las dificultades,
las barreras y las persecuciones transformábanse en urgente estímulo para proseguir en la
brega y alcanzar en Cristo la victoria. Si alguien llegaba a perder la vida en la lucha, en verdad
no la perdía inútilmente, pues más valía penderla en el combate que conservarla en la
cobardía.
8. Existía en ellos un agudo sentido de mayordomía. Juan Wesley escribía, dando cuenta de su
última entrada registrada en su libro personal de cuentas y poco antes de terminar su carrera,
lo siguiente:
"1790. Por más de 86 años guardé estrictamente mis cuentas. No lo tentaré hacer más de aquí
en adelante, sintiéndome satisfecho con la convicción firme de que economicé todo lo que
pude y doné todo lo que pude –esto es todo lo que he tenido." (1)
Este sentido de responsabilidad en la mayordomía de los bienes estuv o muy presente en el
ánimo de todos, sin duda ya .como nos habremos dado cuenta, tanto en el de que poseía
mucho como en el de que poseía poco y ¡algunos de ellos tuvieron muy poco!
Sentían que la responsabilidad de mantener la obra y expandirla no era ob ligación de la
"Iglesia" en el sentido abstracto, sino de cada uno de ellos, de tal manera que podríamos
interpretar su actitud de la siguiente manera: "Lo que soy, lo que tengo: tiempo, dinero, talento,
todo es del Señor y para ser usado para su gloria y la salvación de mi prójimo".
Cuando existe este desprendimiento por las cosas materiales con el fin de promover la Causa
de Dios, ésta tiene necesariamente que seguir adelante y prosperar.
9. Existía también la convicción de que la obra de Dios tenía que ser hecha indistintamente por
todos aque-llos que habían sido redimidos y bautizados en Cristo por los que habían sido
ordenados y por los que no lo habían sido. Y en esto los que denominamos "La Banda de los
Irregulares" tuvieron mucho que ver. Recorda-remos que en más de una ocasión, ellos forzaron
al mi-nisterio regular a admitirles a su lado como coadjutores en la proclamación de las
verdades divinas, derrumbando la pared de separación que se levantaba entre eclesiás-ticos y
laicos.
Reestablecieron la práctica común de los primeros días de la era cristiana, cuando la
proclamación del Evangelio no era privilegio de pocos sino obligación de todos. Y ese
testimonio había que dado allí donde uno se encontraba, con las muchas o pocas capacidades
y talentos que tuviera, ya con o sin educación, entre las relaciones propias y con los medios a
disposición, tra-tando de mejorar siempre lo que se sabía y perfeccio-nándose incesantemente
en el estado espiritual, afanán-dose por superarse día a día en la acción "a tiempo y fuera de
tiempo", como si de la fidelidad de cada uno, de su progreso, de su fe y de sus oraciones
dependiera la venida del Reino de Dios.
Probablemente con la nueva conciencia ecuménica y misionera que se va despertando en la
Iglesia Universal, no existe nada más urgente -frente a un mundo hostil, profundamente pagano
y sacudido por convulsiones tremendas- que la restauración en gran escala del "sa-cerdocio
universal de los creyentes".
No debemos olvidar que el elemento laico dentro de la Iglesia constituye más que el noventa y
nueve por ciento del total y que es imposible que el reducido número de hombres y muje-res
ordenados tomen sobre sí la responsabilidad de la salvación del mundo. Urge que la "Banda de
los Irre-gulares" tome forma de ejército e invada al mundo, levantando bien en alto el
estandarte glorioso de la sal-vación en Cristo.
10. Finalmente, aunque esto está ya implícito en lo que dijimos, esa "Extraña Estirpe" era
heroica y audaz porque sabía enfrentar resueltamente el vituperio de los hombres. En un
mundo como el nuestro, lleno de sofis-mas y de orgullo humanista, envalentonado por los
hallazgos sorprendentes de la ciencia y las realizaciones de la técnica, son muchos los que
hallan que la religión y Dios ya no tienen lugar, que el Evangelio es una doc-trina anacrónica y
una superstición ridícula.
Salir a la arena para predicar el Evangelio de uno que murió entre los brazos de una cruz, es
todavía locura y escán-dalo. Los hombres y mujeres en cuya compañía andu-vimos a través de
estas páginas tuvieron que soportar la mofa, el escándalo, la indiferencia y la oposición brutal
de su tiempo y sus contemporáneos.
Sin embargo no se amilanaron, sino que hicieron frente a todo lo que se les oponía de una y
otra forma, transformando el vitu-perio de los hombres en medio para alcanzar la gloria de
Dios, siguiendo en las pisadas de aquel gran misio-nero Pablo de Tarso, el primero y el más
grande de todos, quien desde el fondo de una cárcel, daba el más formidable testimonio de su
fortaleza de espíritu y con-fianza en la victoria final, al decir: "Todo lo puedo en Cristo que me
fortalece".
Solamente con hombres y mu-jeres del temple de esta "Extraña Estirpe de Audaces" las
puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia.
------------------------------------------------
(1) Ultima entrada del libro personal de cuentas de Juan Wesley, citado en "A New History of Methodism"
55, Vol. 1, pág. 232.

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