La tutela obligada de los españoles sobre los amerindios superaba ya los 300 años, de modo
que en 1800 había doblegado sus conciencias cuando Von Humboldt escribió Viaje a las
regiones equinocciales del Nuevo Continente , y quizás ese escrito, preciado para la historia,
comenzó a destejer el grabado transportado en las lenguas de los muiscas, vale decir, el mito
que hasta entonces trazaba el sendero hacia Eldorado. No obstante, aquella nueva Atlántida
pareció esfumarse entre el silencio de los aborígenes y la incapacidad de los ojos cartesianos de
los conquistadores para leer los caminos de la palabra nueva.
Su huella no conducía a ningún botín, sino a la tragedia del amor entre una mujer y un
hombre y la imagen áurea del príncipe dorado a un ritual de desagravio. Cuenta la leyenda que
el cacique Guatavita había acusado de infidelidad a su mujer. Entonces ella, herida por aquella
afrenta, se había arrojado a la laguna con la hija de los dos en brazos. Evocó pues el gesto de la
diosa Bachué en la laguna de Iguaque con su hijo cuando concluyó la tarea de poblar el mundo y
luego se sumergió a jamás en el líquido divino. Por eso, la princesa consorte de Guatavita se
convirtió en una deidad desde entonces y se supone que comparte esa dignidad con su hija en
un rango más noble de la vida. Viéndose solo, privado de su amor y para pedir perdón por las
ofensas que le infringió su celo, Guatavita inventó un ceremonial de desagravio decidió cubrir su
cuerpo con polvo de oro, preparaba ofrendas dignas de la diosa y se sumergía cada cierto
tiempo en la laguna, con la intención de conmover el corazón de su amada reina.
Más que pagar el precio con el oro, el metal servía para entregar su cuerpo recubierto
con un símbolo de ofrenda, dignificado por lo que podía entregar de sí, no sólo a la mujer y
madre de su hija, sino a la divina fuente de la vida y de la muerte, donde veía su falta reflejada
en el ojo ubicuo de la laguna.
El príncipe dorado de los muiscas no sabía, se preguntaba más bien: ¿qué quiere una
mujer? y al parecer, aprendió tarde que era amado y que amaba a la mujer que había elegido. El
rito sancionaba el reconocimiento y honraba la memoria de ese objeto perdido de la sexualidad,
haciendo ofrenda como blasón de la virilidad comprometida.
Eldorado que realmente existió fue ese, no se trataba de un depósito de oro ni una
ciudad plena de objetos maravillosos, el verdadero tesoro, el hallazgo único, se refería a un acto:
El rito de entrega al objeto del amor perdido, el reconocimiento sincero de una falta, la
responsabilidad de asumir las sospechas que despierta una mujer.
El mito muisca dice la estructura universal del drama sexual y luego es borrado por las
ambiciones de dominio de la ciencia. Lo que ocurrió en ese momento es un error y no un olvido,
si aplicamos al hecho el análisis que Freud hace de las operaciones psíquicas. El error se
diferencia del olvido porque recibe un voto de creencia. Cuando olvidamos aparece un vacío,
pero cuando erramos concedemos a una representación una fe ciega, un voto de verdad, hay
una voluntad empecinada en un sentido.
Aída Sotelo C.
24 de septiembre de 2008