Anda di halaman 1dari 4

CONOCIMIENTO Y CREENCIA

Lucas Baccelliere

Si quisiéramos convencer a alguien acerca de la veracidad de un estado de cosas —una


situación, un acontecimiento, la cualidad de un objeto— que contradice el sentido común o
parece poco razonable, ciertamente nos resultaría difícil. Aunque nuestro interlocutor fuera
un familiar o un amigo muy cercano que confiara plenamente en nosotros y en nuestro
juicio, demandaría algún esfuerzo hacer que depusiera sus defensas y aceptara como
verdadero un hecho contrario a lo que enseña la experiencia o habilita la razón. ¿No nos
miraría extrañado si le dijéramos, por ejemplo, que un objeto puede estar en dos lugares al
mismo tiempo? Y si no solamente se lo comentásemos al pasar, sino que, movidos por el
deseo de contagiarle nuestra propia fascinación, insistiéramos en explicarle los pormenores
de la cuestión y lo invitáramos a darle asentimiento, ¿no pensaría que está siendo víctima
de una broma o algo parecido?
Pero la expresión de incredulidad que seguramente se dibujaría en su rostro
cambiaría por otra de asombro, si al final de nuestro discurso añadiéramos la siguiente
frase: “Mirá que está científicamente comprobado”. Nuestro interlocutor abriría los ojos
bien grandes y preguntaría: “¿En serio?” Y nosotros le diríamos que sí y explicaríamos que
hay una rama de la física llamada cuántica que habla de esas cosas y que hay un montón de
experimentos que las prueban, y él, una vez en casa, después de merendar y darse un baño,
prendería la compu y escribiría en su buscador preferido: “física cuántica experimentos”.
Tal es el impacto que la frase científicamente comprobado causaría en nuestro interlocutor,
que en cierto aspecto nos representa a todos. Cualquier discusión de la que participamos se
da por terminada —o al menos queda en suspenso— si alguno de los participantes dice que
tal o cual opinión sobre el tema está científicamente comprobada. Decir eso es lo mismo
que decir que el resto de las opiniones carecen de valor y que esa opinión, la que ha sido
científicamente comprobada, no es opinión sino conocimiento; y también es lo mismo que
decir que la discusión, a menos que persiga como fin la mera recreación lúdica, ya no tiene
ninguna razón de ser.
La ciencia, parece, nos habilita a pasar del creemos que, propio de la opinión, al
sabemos que; nos libra de la incertidumbre radical en la que se apoya toda creencia y nos
eleva al plano bendito del conocimiento verdadero. Para hacerlo, cuenta con una
herramienta muy poderosa: el laboratorio1.
El laboratorio es un espacio en el que se dirime qué es real y qué no. En él
interactúan las dos grandes potencias cognoscitivas del ser humano: la razón y la
experiencia. El científico2 entra al laboratorio con una teoría entre manos —una teoría que
su razón produjo— y realiza experimentos para verificarla. Si la teoría se muestra capaz de

1 Tomaremos las ciencias experimentales como modelo de la ciencia en general.


2 No pretendemos explicar o describir la labor científica ni mucho menos. Usaremos la figura estereotipada
del científico y la opondremos, en cierto punto, a la figura, también estereotipada, del creyente.
predecir los resultados del experimento, el científico habrá probado su validez y se dirá de
ella que expresa la verdad sobre la porción de realidad observada. Si no, nuestro hombre de
ciencia tendrá que seguir trabajando en la formulación de la ley hasta que pueda brindar
una descripción precisa del funcionamiento de esa porción de realidad.
Las conclusiones que el científico extrae del laboratorio parecen irrefutables, sobre
todo si la teoría ha sido validada. No hay nada raro en esto: suponemos que como la teoría
era un producto de la razón, que opera analíticamente3, y como la verificación se lleva a
cabo a través de los sentidos 4 —lo que se ve coincide con lo que se pensó—, las
conclusiones emanadas del proceso tienen que ser correctas. La teoría sin la verificación
empírica no es más que una conjetura; por su parte, una crítica de la percepción sensorial
tal vez nos ponga en aviso de que los sentidos, en ocasiones, engañan; incluso a veces la
teoría contradirá el testimonio de los sentidos y viceversa. Pero si lo que la razón concibió
en el plano abstracto es ratificado por la observación de lo concreto o si la observación de
casos particulares resulta en la formulación de una ley capaz de explicarlos a todos,
difícilmente podamos decir que no hayamos alcanzado la verdad5 acerca del asunto.
El conocimiento que el laboratorio pone a nuestra disposición nos libra,
aparentemente, de la necesidad de creer. En efecto, decimos creer en aquellas cosas que
desconocemos o no podemos comprobar total y aun parcialmente. Consideramos que la
creencia es un saber venido a menos, producto del conformismo intelectual. “No
puedo/quiero conocer, entonces creo” es la frase que ponemos en boca del creyente —en
sentido amplio—, cosa que jamás diría el científico. El científico dice “no puedo conocer
todavía; creo, en todo caso, hasta que pueda conocer”. Pero hay algo en lo que el científico
no dejará de creer nunca: el laboratorio. ¿Es el laboratorio producto del laboratorio? No.
¿Ha sido el laboratorio sometido al laboratorio para comprobar su veracidad? Tampoco.
¿Puede el laboratorio ser sometido al laboratorio para comprobar su veracidad? De nuevo,
no. El científico es también y sobre todo un creyente. Uno ferviente y fundamentalista.
Nos gustaría aclarar esta idea. Decir que el científico cree en el laboratorio significa
poner bajo tela de juicio la validez de la razón y la experiencia —los dos elementos que
convergen en el laboratorio— como fuentes de conocimiento verdadero. Mejor dicho: no
hay duda de que la razón y la experiencia, cada una de manera privativa, son fuentes de
conocimiento6; lo que hay que hacer es averiguar los motivos por los que nosotros las
consideramos tales.
De la razón diremos lo que ya han dicho casi todos de Descartes para acá: que su
contenido se presenta con tal evidencia que es prácticamente imposible dudar de él; que de

3 El método analítico consiste, básicamente, en proceder deductivamente desde proposiciones simples y


evidentes a proposiciones más complejas y, por tanto, menos evidentes, quedando establecida una conexión
necesaria entre aquéllas y éstas.
4 Los datos aportados por los sentidos pueden malinterpretarse, pero en sí mismos, independientemente de
toda racionalización, no mienten.
5 ¿Cuál es la diferencia entre verdad y certeza?
6 ¿De qué clase de conocimiento hablamos? En función de la crítica que sigue, ¿es correcto utilizar este
término?
ella procede el conocimiento más claro y preciso de todos, de tal modo que razonar
partiendo de un dato evidentemente cierto y siguiendo las leyes de la lógica, nos llevará a
conclusiones certeras. La mayoría de las veces, la certeza y la evidencia son suficientes
para convencernos de que la razón nos acerca a —cuando no nos pone en posesión de— la
verdad. Ahora bien, este convencimiento no actúa en la razón, o sea, la verdad no es algo
que la razón extraiga según necesidad de la evidencia. Lo cierto es que en el paso de esta
afirmación: “es evidente” a esta otra: “es verdad”, no podría intervenir la razón, que opera
con ideas, porque para hacerlo requeriría que la verdad fuera, justamente, una idea y que
esa idea estuviera contenida, de algún modo, en la idea de evidencia, cosa que no ocurre
por el simple hecho de que la verdad no es una idea ni un contenido de la razón en absoluto.
En el proceso que nos lleva a afirmar que una idea es verdadera —o sea, que se
corresponde en algún sentido con la realidad—, la razón no es más que el medio por el que
captamos esa idea. La captamos —nos llega— a través de la razón, pero nos golpea en otro
lado, en otra fibra, una fibra de carácter anímico, afectivo o qué sé yo. Allí es donde se
engendra la verdad. La razón por sí sola da certeza, pero esta no es más que la razón
regodeándose en sus propias leyes, mirándose el pupo. Para tener certeza no hace falta
abandonar el plano racional, pero la verdad requiere la connivencia de un elemento
extrarracional que la acredite. De lo contrario, ¿por qué no podríamos reemplazar la razón
por el ojo como órgano de la verdad? ¿Por qué, si una idea evidente lo es tanto como una
visión? Se muestra, entonces, que no se puede tomar la razón aislada como fuente de
conocimiento verdadero, sino que su contenido debe recibir asentimiento por parte de algo
que no sea ella misma. En otras palabras, antes de valerse de la razón, antes de sacar
provecho de ella, es preciso creer en ella.
¿Sucederá algo similar con los sentidos? ¿Demandarán la aprobación de algo
externo a ellos? Antes de indagar en esta cuestión, quizá convenga decir algo sobre el
conocimiento sensible. Este, a diferencia del racional, que apunta a lo universal abstracto 7,
está siempre ligado a lo particular concreto, es decir, a un esto. Así, mientras la razón
especula en torno al ser, los sentidos suministran datos sobre estos seres. Pero, en rigor, no
hay nada en la percepción sensorial, considerada sin mezcla de otra facultad cognoscitiva,
que pueda ser llamado esto. Percibir sensorialmente es percatarse de colores, figuras,
aromas, sonidos, sabores y texturas, todas ellas cualidades insustanciales que no pueden
conformar una entidad ni por sí mismas ni enlazándose unas con otras 8. Siendo, entonces,
que los sentidos no pueden informarnos más que sobre las propiedades accidentales del
mundo, ¿cómo es que podemos hablar de las cosas? ¿Cómo llegamos a afirmar que una
cosa es una cosa, partiendo de un conjunto de sensaciones incongruentes entre sí? En el
espacio continuo de la habitación en la que estamos, ¿por qué las cosas no se nos
confunden y sabemos exactamente, por ejemplo, dónde termina el sillón y empieza la
mesa? ¿Cómo llegamos a concebir semejante orden? Cerramos los ojos. Los abrimos.

7 Este es el motivo por el que la razón provee un conocimiento tan claro y preciso: lo universal abstracto es
simplísimo, carece de toda complejidad.
8 Un color sólo puede enlazarse con otro color. Lo mismo vale para todas las cualidades de este tipo.
Podemos nombrar inmediatamente y sin esfuerzo todas las cosas que aparecen ante
nosotros. ¿Cómo se volvieron cosas individuales, nominadas, esas pilas de formas y colores
arbitrariamente esparcidos por el espacio a nuestro alrededor? No sabemos, no importa. Lo
que importa es que no pudo ser por obra de los sentidos. Por tanto, ellos no son
autosuficientes para determinar verdad alguna acerca del mundo, tal como ordinariamente
pensamos que el mundo es.
Por otra parte, aun cuando concediéramos a los sentidos la capacidad de operar
sobre las percepciones particulares y de transformarlas en cosas, seguiríamos necesitando
un principio extrasensorial para explicar por qué pensamos que las cosas son lo que
percibimos que son y no algo distinto. Ante todo, por el hecho de que en los sentidos no hay
capacidad de juicio. Ellos son absolutamente imparciales. Su incumbencia es mostrar una
faz del mundo. Mostrarla, nada más. La única parcialidad que les cabe es la de ser los
sentidos de un ser finito, incapaz de percibirlo todo, puesto a ver el mundo desde cierta
perspectiva. No obstante, podríamos pensar que a ellos debemos el poder andar por nuestra
casa sin chocarnos los muebles —porque los vemos y podemos esquivarlos—, tocar un
instrumento musical —lo cual requiere coordinación audiomotora— o cocinar un guiso de
arroz bien sabroso —combinando los ingredientes que, confiamos, colaborarán para lograr
el sabor que esperamos—. Pero en las acciones mencionadas interviene algo más que los
puros sentidos: la costumbre, la memoria, el don estético… Los sentidos tampoco son
autosuficientes desde el punto de vista funcional.
Volviendo al laboratorio: tanto la razón como los sentidos se mostraron carentes de
fundamento intrínseco para decir algo verdadero acerca del mundo. Ambos necesitan ser
externamente acreditados. Vale decir que debemos creer en ellos para servirnos de ellos.
Hay motivos para pensar que la fuente de la confianza que ponemos en los sentidos, es la
razón. Los hay, de hecho, porque también hay motivos para pensar que es la razón la
responsable de ordenar los datos —de por sí azarosos— que vienen de los sentidos. Si
asumimos que esto es así, el laboratorio es un objeto que demanda la misma fe que un dios.
Su punto fuerte es la funcionalidad. El laboratorio funciona y el conocimiento que el
científico extrae de él hace funcionar muchas otras cosas. La razón puede predecir lo que
más tarde confirmarán los sentidos y eso basta, en principio, para convencernos de que el
mundo es y realmente funciona como el laboratorio muestra, pero, pero, pero… como
dijimos, la razón, que es la que justifica los sentidos, es, a su vez, justificada por un no sé
qué anímico-afectivo, así que lalala.

Anda mungkin juga menyukai