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UN NUEVO FUMADOR

Ribeyro se encontraba en la calle aún con la voz retumbante de su jefe que lo despedía a
gritos del pequeño local ubicado en el centro comercial “La Rosita” en el que se encontraba
el consultorio de oftalmología del Dr. Piedrahita, ahí se quedaba esfumándose el cuarto
empleo que perdía en las últimas tres semanas, sacó un cigarrillo de su paquete de Pielroja
(la única marca que fumaba desde hace más de dieciocho años) y con idéntica avidez a la de
un niño que se enfrenta en contienda contra quien le ha despojado de un juguete ignorado, se
llevó el cigarrillo a la boca, sacó un encendedor de marca bic, negro, robado, y encendió el
cigarrillo.

No lo había abandonado por completo la primera descarga de humo cuando le asaltó una
duda que se venía cociendo hace unos días a la temperatura que le proveían sus cigarrillos,
¿acaso existió alguien en la historia que hubiese sido despedido de todos sus empleos
invariablemente por la misma razón, y en específico, por fumar? Unos segundos después,
esta idea de la causó gracia, e irremediablemente, a cada paso que daba y con cada calada
que aspiraba crecía en él una angustia que lo llevó a recorrer la carrera 15 con tal rapidez,
que sólo tardo un par de cigarrillos en llegar al Parque Santander, sin poder recordar
claramente cómo se había desviado hasta allí, se inclinó por pensar que había doblado en la
calle 36, como casi siempre. Otro pensamiento se arraigaba en el con una firmeza que le sería
imposible ignorar, era la primera vez que pensaba en dejar de fumar, no porque le preocupara
que lo volvieran a despedir por fumar, pues ya estaba acostumbrado a ello, sino porque le
atormentaba la posibilidad que se hubiese arrepentido de fumar.

Se sentó en la catedral, sacó el último cigarrillo del paquete y mientras lo encendía se quedaba
absorto en la distintiva imagen del indio desfigurada por las arrugas del paquete, razón por
la cual no quería prestar atención a un policía, nada más que un bachiller, quien le recordaba
que, según la última modificación del Código de Policía le era prohibido fumar allí.
Ribeyro permanecía omitiendo semejante minucia, continuaba atormentándose por la idea de
haber renegado de su decisión de fumar, esta actitud hubiese encolerizado a quien sea que a
uno se le ocurra, con más razón a un policía, quien levantó la voz cada vez más, puesto que,
parecía que entre más gritara al fumador éste más le ignoraba (como si fuese posible ignorar
en mayor o menor medida a una persona), su rabia ascendió a tal punto que no tuvo otro
remedio más que, de un golpe en la mano, tirarle el cigarrillo al piso, y una vez en el asfalto,
pisarlo, no se trataba de apagarlo, más bien de que su acción no pasara desapercibida para
Ribeyro, el cual tardó el tiempo que le hubiese tomado dar otra fumada, en jalar de los pies
del policía para hacerlo rodar por las escaleras, e inmediatamente pisarle la cara como si de
un cigarrillo se tratara, y esta vez, con una firme intención de apagarlo. Como es de esperarse
los refuerzos no tardaron en llegar, pronto Ribeyro se encontraba bajo una lluvia de bolillazos
que no se detuvo hasta que perdió la conciencia, aunque sólo se detuviera para él.

Al día siguiente, se encontraba en un calabozo de la fiscalía en donde fue despertado por el


abogado que le había sido designado, no era más que un estudiante de Derecho finalizando
carrera que se encontraba allí haciendo su judicatura. La conversación que sostenía con el
judicante le parecía absurdamente infructuosa, nada le interesaban los cargos bajo los que se
le acusaban, que, por demás, iban desde lesiones personales hasta alteración del orden
público, sin embargo, su abulia lo abandó en cuanto el estudiante le sugirió que lo mejor era
declararse culpable en pro de recibir beneficios de reducción de pena.

-Ridículo, eso sería lo mismo que pedir perdón por mi naturaleza, ¿alguna vez ha visto usted
a un león lleno de remordimiento por la gacela que ha sido su presa?

-¿Está usted loco? Usted agredió injustificadamente a un oficial de policía que sólo le pedía
que no fumara en un lugar que no es permitido.

-¿Injustificadamente? ¿Le parece poco? Ese hijueputa no merecía menos, me apagó un


cigarrillo, mi cigarrillo, ¡¿cómo se atreve?! no me importa si era el salón pediátrico de una
fundación para asmáticos, algo tenía que hacer con la vida que se me disipaba a través del
humo, no tuve otra opción, tenía que descargarla, detenerme era pedirle a una estampida de
toros que se compadezcan del panal de hormigas que hay más adelante y cambien su curso.

El apenas pretendido jurista se quedó atónito, no porque le pareciera una locura, por el
contrario, pocas veces en su vida había leído o escuchado a alguien hablar con tanta lucidez,
lo que siguió diciendo Ribeyro le fue totalmente ajeno, la excéntrica claridad de la anterior
justificación le fue suficiente para convencerse de que, si alguien tenía la culpa de algo aquí,
era exclusivamente atribuible al policía. Para cuando volvió en sí lo único que escuchó decir
a su interlocutor fue que “el Derecho es el mayor obstáculo al que ha tenido que enfrentarse
la justicia, el único artificio venenoso bajo el cual los nobles se ven sometidos a los plebeyos”.
Pensó entonces, que todo lo que conocía acerca de la teoría de justicia era inútil, bajo, incluso
ruin. Cuando se despidió de Ribeyro, éste le preguntó si podía darle un cigarrillo, a lo que
tuvo que negarse pues nunca fue más que un fumador ocasional, quizá en alguna fiesta o una
ardua noche de estudio, más esto no le impidió marcharse con la promesa de que en un par
de horas, cuando se encontraran en la audiencia de acusación, le entregaría un paquete entero
de cigarrillos que escogería según las indicaciones precisas de Ribeyro, quien en parte se
quedó tranquilo, sólo en parte, pues aún faltaba una hora y cincuenta y nueve minutos para
poder tener un cigarrillo.

El juez que precedía la audiencia tenía un aire bonachón, que, pese a su corta experiencia, el
judicante había notado que éstos son siempre los más arraigados en sus decisiones, las emiten
sin haberse tomado la molestia de leer el caso. Razón por la cual decidió en primer lugar
entregar el paquete intacto de Pielroja a su defendido, y acto seguido se encaminó al estrado
y dirigiéndose al juez le dijo:

-Señoría, la ocasión me obliga en este caso tan particular a recurrir a una táctica desde
siempre rezagada por todos los juristas… voy a ser sincero con usted.

-¿Qué clase de burla es esta, abogado?

-Ninguna, su señoría, es realmente imprescindible que usted ponga toda su atención y


seriedad en lo que voy a decir; es condición sine qua non que pongamos en discusión un
principio constitucional a la luz de una nueva teoría de la justicia, una más sublime.

El juez, atraído por la persistente actitud de certeza con la que se vestía el defensor, aceptó,
y acto seguido se enmarcaron entonces en una discusión acerca de la vigencia un orden justo
consagrada en el artículo 2 de la Constitución Política que los mantenía tan exentos de lo que
sucedía a su alrededor, que fue necesario que un oficial de policía se acercara al juez para
pedirle que ordenara al acusado apagar el cigarrillo, pues no había hecho caso a ninguna
exigencia emitida por un agente. Para cuando el juez levantó su cabeza Ribeyro ya estaba
pisando la colilla, así que le pareció innecesaria tal advertencia.
El aspirante a abogado sostenía con toda firmeza, que la vigencia de un orden justo no podía
estar a merced de una consideración compasiva de la relaciones humanas, relaciones que en
su esencia no son más que una lucha por la imposición de una voluntad sobre la otra, y de
ser así, un orden justo sería pues que se favoreciera a las acciones realizadas con este fin, con
el de imponerse activamente sobre otro, de lo contrario, la justicia y en concreto el Derecho,
se vería reducida al favorecimiento misericordioso, cristiano (imposible en un Estado laico
como se pretendía reconocer Colombia) de los empobrecidos de espíritu, de aquellos que no
se valen más que a través de otro.

Al juez no le quedó más opción que reconocer la agudeza de dicho análisis, pero replicó que
en afecto de eso se trataba el Derecho, de la priorización del desfavorecido (al menos en
apariencia), de que el poder legislativo se ha encargado de hacer de los tribunales el lugar en
el que se condena la actividad, los perros agresivos no tienen cabida en una sociedad de
perros que caminan con la cola entre las patas, “nada que hacer muchacho, Napoleón ha
muerto”.

Minutos más tarde se encontraba Ribeyro ofreciendo un cigarrillo a un nuevo fumador,


ambos, su abogado y él, se encontraban recostados de espalda contra las divisiones de lata
oxidada y desteñida que separan los corrales del Comando Norte de la Policía, en los que se
encuentran más de un espíritu libre a la espera de un cupo para dormir en los pasillos de la
cárcel Modelo. Por otra parte, el juez se encontraba en plena recuperación de los golpes que
había recibido durante el juicio, recostado en su camilla se asemejaba a un perro a un costado
de la carretera con la cola escondida, en la capilla del mismo hospital de encontraba su esposa,
como era lógico, rezando.

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