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Revista Médica de Chile. Año XXIII, Tomo XXIII, Núms. 2 y 3.

Santiago: Imprenta Cervantes, Febrero y Marzo de 1895, pp.52-60.

Discurso
Pronunciado por el doctor señor Augusto Orrego Luco
Al tomar posesión del cargo de Presidente de la Sociedad

COLEGAS:
Ante todo debo daros las gracias por el honor que me habéis dispensado llamán-
dome á presidir vuestros trabajos. En ese honor no me es lícito ver una manifestación
de simpatía personal, sino el propósito de acentuar vuestra adhesión á la tendencia
científica que sirvo.
Desde ese punto de vista permitidme ahora señalar el camino que será, a mi juicio,
más fecundo y en que podremos desarrollar una acción científica y social más eficaz.
Sería banal, señores, venir á repetiros que nuestro primer empeño debe consistir
en seguir paso á paso, con una atención escrupulosa, infatigable, el incesante desa-
rrollo de las ciencias médicas. Comunicarnos todo lo que observemos, todo lo que
aprendamos, estimularnos mutuamente en el trabajo, enseñarnos unos á otros, es
el fin primordial de nuestra institución, es el noble propósito que debe constante-
mente dominarnos.
El enorme desarrollo de las ciencias médicas ha traído como inevitable consecuencia
la necesidad de circunscribir dentro de esferas limitadas el esfuerzo individual. Hemos
tenido que renunciar á la vanidosa y quimérica ambición de abarcar todo ese dominio
inmenso y hemos tenido que encerrarnos dentro de especialidades en que sólo un
esfuerzo perseverante y sostenido nos permite seguir el rápido desarrollo de la ciencia.
Esta división del trabajo intelectual, impuesta por la necesidad imperiosa de las
cosas, traería, señores, consecuencias fatales para el desarrollo intelectual, si no
hubiera centros como éste, en que se reúnen hombres de especialidades diversas
y en que todos podemos ver los progresos más salientes en los ramos que menos
cultivamos. Ese contacto nos permite escapar al provincianismo –permitidme la
expresión–, que es el peligroso é inevitable resultado de la vida intelectual que se
aisla dentro de una especialidad científica cualquiera.
Pero, si nuestros esfuerzos quedaran reducidos únicamente á perseguir la curación
de las enfermedades adquiridas y renunciásemos á tratar de prevenir su desarrollo,
quedaríamos encerrados en un círculo de ideas exclusivo y estrecho, y despojaría-
mos á nuestra institución de uno de los títulos que más noblemente la enaltecen.
El estudio de las medidas que la higiene nos señala como tendientes á evitar
el desarrollo de las enfermedades, debiera ser campo abierto á nuestras discu-
siones y trabajos.

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Pero, a mi juicio, podemos por ahora abandonar una parte considerable de ese
campo á la acción del Consejo Superior de Higiene Pública.
La creación de ese Consejo ha sido la obra de una larga y penosa propaganda, en
que cabe á vuestra Sociedad el honor de haber cooperado eficazmente. Cuenta ese
Consejo con los recursos y sobre todo con la inteligencia, la tenacidad, y la firmeza
de convicciones necesarias para desempeñar su difícil y vasto cometido.
Pero el carácter y la naturaleza de esa institución dejan fuera de su alcance un
ancho campo en los dominios de la higiene misma, que, por el contrario, el carácter
y la naturaleza de nuestra institución nos permite cultivar eficazmente.
Aquí podemos hacer obra de propaganda y difusión; aquí podemos, no diré bajar
la ciencia a nivel de los que quieren escucharnos, sino más bien levantar á los que
nos escuchan al nivel de la ciencia.
Entre nosotros, señores, cuando nos ocupemos de los que á nosotros solos nos
concierne, deberemos mantener nuestras discusiones, siguiendo una tradición ya
consagrada en esta sala, dentro de las formas severas y escrupulosa de la ciencia;
pero, cuando tratamos de hacer obra de propaganda, debemos á cada paso recor-
dar aquella expresión tan viva y pintoresca de Trousseau: “la medicina es un arte,
el médico debe ser artista”.
Y, si no nos es posible seguir el precepto y el ejemplo del gran clínico francés,
si no podemos imitar la elegante y noble familiaridad de su lenguaje, ni el soberbio
esplendor de su elocuencia podemos seguir siquiera sus procedimientos favoritos,
hacer que siempre los hechos vayan delante de la idea.
He dicho que hay en los dominios de la higiene un terreno cerrado para otros y
abierto á nuestro estudio y propaganda.
Me refiero, señores, á ese implacable y sombrío imperio de las leyes de la herencia.
Todos los días estamos viendo mujeres que, en medio de la juventud, se ven
condenadas á la forma de esterilidad más deplorable: –á la serie de los hijos muertos
por infección hereditaria. Tienen hijos que mueren antes de nacer, hijos que mueren
apenas han nacido; hijos que atraviesan la primera infancia en medio de una serie
de accidentes patológicos, que van á sucumbir más tarde bajo la acción implaca-
ble de una infección hereditaria, á sufrir durante el curso entero de su vida el peso
abrumador de aquella herencia sifilítica.
Todos los días se está realizando á vuestra vista la sentencia bíblica que condenaba
á los nietos á tener los dientes destemplados porque habían comido uvas verdes
los abuelos y se realiza al pie de la letra, porque como vosotros sabéis, Hutchinson
ha descrito alteraciones especiales de la dentadura cuya importancia y significado
á cada paso comprobamos.
Todos los días estamos recibiendo la confidencia de la misma historia, triste,
monótona, igual. Una mujer joven y sana contrae matrimonio con un hombre
infectado por la sífilis, á los pocos meses esa mujer palidece, principia á sentir un
malestar vago, un enflaquecimiento sin causa. En medio de esa serie de accidentes

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Fournier ha llamado especialmente la atención, en primer lugar, á una cefalea más ó
menos intensa, algunas veces bastante viva, á dolores neuralgiformes en la cabeza;
á un estado de neurosismo general. En segundo lugar, á sifílides; alopesia; a placas
mucosas, y sobre todo á placas mucosas guturales.
En presencia de ese cuadro, sabéis muy bien á que ateneros. Sabéis muy bien que
se trata de esas formas de la sífilis en que faltan los accidentes del período inicial,
de una sífilis decapitada, como tan pintorescamente dice Fournier, de una sífilis por
concepción, en que el hijo enfermo enferma a su madre antes de morir. Sabéis que
después viene el aborto. Después nuevos embarazos y nuevos abortos, y así se va
desarrollando la tremenda serie en que sólo escapan unos pocos hijos.
Las estadísticas acumuladas por Fournier en su obra reciente sobre la herencia
sifilítica lo llevan á esta doble conclusión: 1. °, que la proporción de los embarazos con
resultado desgraciado ha sido 46%; 2. ° que la proporción de mortalidad infantil ha
sido de 42%. “Este resultado, dice, es la influencia enérgicamente mortífera que el
vicio heredo-sifilítico ejerce sobre el producto de la concepción y sobre los niños. La
sífilis mata á los jóvenes, como se ha dicho y los mata por verdaderas hecatombes;
hé aquí el hecho, el gran hecho que me esfuerzo por poner en evidencia. La sífilis es
de todas las enfermedades la que produce mayor número de abortos y la que mata mayor
número de niños”.
Y entre nosotros, señores, puedo afirmar que esa mortalidad es aún mayor que en
Europa. Recorriendo la estadística publicada por Fournier podéis ver que los casos de
mortalidad más fuertes son los de Zambaco y de Ribemont; el primero ha visto un caso
de 14 niños muertos en 15 embarazos, el segundo un caso de 19 niños en 19 embarazos.
Notad que estas cifras han sido recogidas acumulando observaciones durante
una larga serie de años en clínicas numerosas y especiales.
Pues bien, en una de mis últimas lecciones, examinábamos en la clínica de en-
fermedades nerviosas dos enfermos y en la historia del primero encontrábamos que
había tenido 17 hermanos, todos muertos antes de nacer ó en los primeros años de
la vida; y el segundo enfermo había tenido 22 hermano, que habían sucumbido en
la infancia víctimas todos ellos del mismo vicio hereditario.
¡Qué estadísticas, qué horribles tablas mortuorias! Todo comentario imagino que
sería superfluo.
Este hecho, señores, hace resaltar tranquilamente la necesidad de que estudie-
mos con atención el cuadro clínico de la sífilis concepcional que vulgaricemos el
conocimiento de sus síntomas, porque de ese conocimiento depende la salvación
del niño, que está al alcance de la ciencia y la curación de la madre amenazada por
los accidentes tan graves del período terciario.
Este hecho nos viene a manifestar también todo alcance del peligroso descono-
cimiento de las consecuencias posibles de la sífilis. En efecto, señores, no se puede
comprender que un hombre consciente y voluntariamente sacrifique á su mujer que
hace su esposa y á sus propios hijos que de una manera consciente y voluntaria los

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condene a una muerte prematura ó á arrastrar una vida en que seguramente habrá
para él una hora de execración y de desprecio. Nó, ese hombre no ha oído hablar
jamás de las leyes de la herencia y ni siquiera sospechaba que aquella enfermedad
antigua, que creía concluída para siempre junto con las locuras de su primera juven-
tud, pudiera tener algún día aquella horrorosa resonancia en su vida.
Debemos indudablemente preocuparnos de la higiene de la primera infancia; pero
con toda esa higiene no conseguiremos ver desaparecer la mortalidad asoladora
que nos revela la estadística.
Para que el niño viva, es necesario que la herencia no lo haya condenado á una
muerte fatal é inevitable, es necesario que no muera antes de nacer. ¿No creéis,
señores, que sería profundamente útil que vulgarizáramos con nuestros estudios el
conocimiento de las leyes de la herencia, de las medidas necesarias para salvar a
muchas madres de la enfermedad, á muchos hijos de la muerte, y á muchos padres
de una desgracia que la vergüenza hace aún más amarga?
Hay todavía otro punto á que sería tal vez oportuno llamar la atención pública.
Sabéis, señores, que el niño sifilítico infecta á su nodriza y de ese hecho se deriva
un nuevo peligro para la sociedad y un nuevo deber para nosotros.
Se ha buscado una mujer joven, fuerte, sana, para que sirva de nodriza de ese niño.
Esa pobre mercenaria no sabe el peligro que corre; no sospecha, ni puede medir las
consecuencias del servicio que va á desempeñar. Los padres de ese niño enfermo,
tampoco miden la responsabilidad que ellos asumen.
Estamos, señores, en el deber de amparar á esa nodriza. No podemos hacernos
la ilusión de que el resultado de nuestras discusiones pueda llegar á sus oídos, pero,
en nombre de los deberes que la conmiseración humana nos impone, podemos crear
una corriente de opinión que preste á esa mujer el amparo de la ley y podemos, sobre
todo, despertar la conciencia social.
Por otra parte, no podemos olvidar que esa medalla tiene su reverso y que si hay
niños enfermos que infectan a una nodriza, hay también nodrizas enfermas que
infectan á niños sanos.
Esa historia es frecuente, y debía lógicamente ser frecuente. Hemos estado repi-
tiendo que los hijos muertos al nacer y los hijos muertos en la primera infancia, se
observan constantemente en la herencia sifilítica, y esas madres que han perdido á
sus hijos y conservan su leche, tendrán necesariamente que figurar con una alta cifra
entre las nodrizas mercenarias y que llevar la infección á los niños que amamanten.
Necesitamos acentuar este peligro; acentuar la responsabilidad del médico que
examina la nodriza, defender con la escrupulosidad de nuestro examen al niño
amenazado.
Al lado de la sífilis estamos viendo figurar al alcoholismo que no sólo destruye
al individuo, sino también hiere la especie.
Aquí encontramos una poderosa causa de mortalidad infantil; pero encontramos,
sobre todo, el origen de afecciones que condenan á sus víctimas á una existencia más

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desesperante que la muerte misma, al idiotismo, á la demencia, á la perversión moral, á
neurosis que degradan al hombre, á tendencias criminales, que degradan á la especie.
Para la generalidad, esas consecuencias desastrosas sólo se presentan como un
triste resultado de la embriaguez habitual. ¿No creéis, señores, que sería útil des-
vanecer esa peligrosa ilusión y hacer que el público comprendiera claramente que
el envenenamiento lento por medio del alcohol, la ingestión diaria, continuada, de
dosis que no alcanzan á provocar la embriaguez es más peligrosa para el individuo
que ese envenenamiento brusco, que los excesos violentos y brutales que sólo se
reproducen á largos intervalos?
No hace mucho veíamos en la clínica una mujer, todavía joven, atacada de una
parálisis en que los caracteres del origen alcohólico se presentaban con una irrefra-
gable claridad. Pues bien, señores, esa mujer no podía comprender que el hábito de
beber todos los días dos ó tres pequeñas copas de licor espirituoso, pudiera ser la
causa de la enfermedad que la abrumaba. No podía comprender que fuera alcohólica,
ella que jamás había llegado á la embriaguez.
Seguramente que le habría sido más difícil todavía comprender que ese mismo
hábito era la causa de la afección cerebral que había muerto á uno de sus hijos, y de
los accesos convulsivos que acompañarían al otro durante el curso entero de su vida.
Tal vez creeréis, como yo, que es conveniente, que es profundamente útil vulgarizar
las ideas que hemos adquirido sobre la etiología del alcoholismo, hacer comprender
que todos los organismos no presentan la misma resistencia y que el hábito en todas
las formas conduce al mismo resultado.
Por otra parte, señores, creo también que ha llegado á hacerse necesario que
acentuemos el valor del alcoholismo hereditario.
Para nuestra sociedad, la sífilis se presenta con caracteres que la hacen repelente.
Todos la miran con una repugnancia que tiene la viveza de esos poderosos movi-
mientos del instinto. Detrás de sus lesiones se deja suponer un pasado obscuro y
sucio, y delante de esas lesiones se imaginan las vagas y peligrosas amenazas de
un contagio. Todo esto hace que una madre vacile y desconfíe, por lo menos, antes
de entregar su hija á un hombre manchado por la sífilis.
Pero, tratándose del alcoholismo, ese temor desaparece. El alcoholismo no se
presenta rodeado de los peligros amenazadores de un contagio y el criterio público
no se ha penetrado todavia de las consecuencias hereditarias que provoca.
La influencia hereditaria del alcoholismo en la “embriología del crimen” es ya
un hecho que no admite discusión. Á las vagas apreciaciones de épocas pasadas
ha sucedido ahora una serie de trabajos documentados suficientes para formar un
criterio irrecusable a este respecto.
Conoceis el célebre ejemplo, tantas veces citado, de la familia Yuke de Estados
Unidos en que se contaron doscientos ladrones y asesinos, doscientos ochenta y
ocho valetudinarios y noventa prostitutas, descendientes todos de un mismo tronco,
el alcoholista Max, en el espacio de ciento quince años.

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Sabéis que el alcoholismo hereditario figura entre los factores más poderosos y
sensibles de lo que Griesinger llamaba estados epileptoides. Pues bien, el célebre
Lombroso dice en su libro sobre el hombre criminal:
“Resumo mis ideas para mayor claridad en estas líneas gráficas:

EPILEPTOIDES
1.ER grado: epilepsia larvada.
2. ° grado: epilepsia crónica.
3. ER grado: locura moral.
4. ° grado: criminal nato.
5. ° grado: criminal por pasión.
6. ° grado: criminal ocasional, habitual.”

Señores, sea cual fuere la manera como se aprecien las tentativas geniales de
Lombroso, ellas han venido á establecer una serie de hechos que substancialmente
modifican las hipótesis que servían de base á nuestras ideas sobre la criminalidad
y la legislación penal.
En todo el mundo civilizado las doctrinas de Lombroso han tenido una profunda
y viva resonancia, han modificado los procedimientos de la justicia criminal y mo-
dificado la organización del sistema carcelario.
Al calor de esas doctrinas generosas y fecundas, se instaló, hace ya muchos
años, en la República Argentina una sociedad “cuyo principal objeto es propender
al adelanto de la ciencias penales consideradas á la luz de la antropología”, sociedad
que ha prestado útiles servicios, que ha difundido ideas sanas y á que ha servido
de coronación un notable estudio que don Luis Drago ha consagrado á los Hombres
de presa.
Señores, ya es tiempo que á ese movimiento científico se asocie el de los médi-
cos chilenos; que nuestros estudios hagan ver cuál es el verdadero carácter de los
hombres criminales, y que demostremos á nuestros legisladores que, á la vieja y
bárbara teoría que veía en la pena un castigo impuesto al delito, es necesario subs-
tituir la noción más humana y más en armonía con la naturaleza de las cosas, que
ha despojado á la pena de ese carácter de venganza, para ver en ella solamente una
defensa de la sociedad en contra del crimen.
Ahora sólo me es lícito bosquejar rápidamente el interesante campo que recorro;
pero permitidme recordar los trabajos de Kraft Ebing sobre sicopatía sexual, intere-
santes trabajos que nos han hecho sentir la profundidad del abismo que separa la
perversión de la perversidad; que nos han hecho ver que sólo había una enfermedad
donde se creía hallar un crimen, y que debía someterse á un tratamiento médico,
ya en muchos casos fecundo, a séres desgraciados que la justicia entregaba al rigor
estéril de la pena.

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El estudio de esos problemas, y sobre todo su difusión social, merecen, sin duda
alguna, llamar vuestra atención. Es triste, señores, que pudiendo marchar entre los
pueblos más avanzados de la tierra, no hayamos ni siquiera sabido conservarnos al
nivel de otros pueblos de la América latina. Es triste, señores, que estemos condenados
á soportar las desesperantes dificultades de los pueblos nuevos y no tengamos, en
cambio, esa facilidad para reformarnos, para modificar nuestras ideas, para avanzar
en el camino del progreso, en que no estorban preocupaciones arraigadas, ni hábitos
tradicionales nos detienen.
Como ha observado el mismo Lombroso que acabo de citaros, mientras más vieja
es una raza, en su degeneración misma encontrará más fuentes de neurosis y por
consiguiente de genialidad, y al mismo tiempo una razón para que en su población
encuentren resistencias los descubrimientos nuevos.
Esto nos explica el hecho contradictorio que pueblos que son en masa ultra-
conservadores en política y en religión, sean los que han producido los más grandes
revolucionarios en los diversos ramos de la actividad humana.
Las razas nuevas no han desarrollado todavía en su seno esos gérmenes de dege-
neración de que brota la originalidad y el genio, no producen grandes revolucionarios
religiosos y científicos, pero pueden, en cambio, apropiarse los descubrimientos y
las ideas revolucionarias de los otros.
Y así, las nuevas ideas que salen de la vieja Europa, donde deban morir estériles,
por falta, no de quién las crea, sino de quien las comprenda, irán á encontrar en el
Nuevo Mundo quién las perpetúe fecundándolas y aplicándolas; así como el fruto
inspirador de la vid, el primer consuelo y el primer pecado del patriarca asiático,
principia á volvernos ya modificados y mejorados del Nuevo Mundo, donde por
tanto tiempo pareció extraño; así como la libertad política, sueño utópico y envidiada
meta del viejo continente, echa raíces sólidas y seguras en el mundo americano, de
donde los grandes pensadores europeos recibirán nueva fuerza para sus trabajos y
la última mirada de consuelo para una vida desconocida y burlada.
¡Señores, trabajemos por justificar la consoladora esperanza que se deposita en
nosotros!

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